Novela del licenciado Vidriera
Miguel de Cervantes
PASEÁNDOSE dos caballeros
estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de
un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años,
vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase;
despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo
en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de
su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a
buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio.
Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir
también.
-Desa manera -dijo uno de los
caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre
de tu patria.
-Sea por lo que fuere
-respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá
ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.
-Con mis estudios -respondió
el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que
de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a los
dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo
hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella
universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba
Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el
vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos
días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de
tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad,
puntualidad y diligencia que, con no faltar un punto a sus estudios,
parecía que sólo se ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir
del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás
Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero.
Finalmente, en ocho años que
estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la universidad, por su buen
ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era
estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que
más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria
que era cosa de espanto, e ilustrábala tanto con su buen
entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó el
tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su lugar, que
era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo
a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero, como le fatigasen
los deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la
voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su
vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse.
Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte
que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidióse dellos, mostrando
en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era
la patria de sus señores); y, al bajar de la cuesta de la Zambra,
camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido
bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse
con él y supo cómo llevaba su mismo viaje. Hicieron camarada,
departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras
de su raro ingenio, y el caballero las dio de su bizarría y
cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su
Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra
de Salamanca.
Alabó
la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la
ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán,
los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las
hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha,
patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri e li
macarroni. Puso las alabanzas en el
cielo de la vida libre del soldado y de la libertad de Italia; pero
no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los
asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de
la ruina de la minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las
toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la
carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan
bien dichas, que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a
titubear y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca
tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de
Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y
desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si
quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa y aun,
si fuese necesario, su bandera, porque su alférez la había de dejar
presto.
Poco fue menester para que
Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve
discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas
tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los
hombres discretos; y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres
o cuatro años, que, añadidos a los pocos que él tenía, no serían
tantos que impidiesen volver a sus estudios. Y, como si todo hubiera
de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento
de irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se
había de sentar debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por
no obligarse a seguir su bandera; y, aunque el capitán le dijo que
no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y
pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia
todas las veces que se la pidiese.
-Eso sería -dijo Tomás- ir
contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más
quiero ir suelto que obligado.
-Conciencia tan escrupulosa
-dijo don Diego-, más es de religioso que de soldado; pero,
comoquiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche a
Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde
estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar
la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los
lugares que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los
comisarios, la incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los
aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de
los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los
bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más de
los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer
todo aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase
vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y
púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos
libros que tenía los redujo a unas Horas
de Nuestra Señora y un Garcilaso
sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más
presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de los
alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y
gustosas.
Allí se
embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también
Tomás Rodaja la estraña vida de aquellas marítimas casas, adonde
lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados,
enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas.
Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en
el golfo de León, que tuvieron dos; que la una los echó en Córcega
y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados,
mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de
Génova; y, desembarcándose en su recogido mandrache, después de
haber visitado una iglesia, dio el capitán con todas sus camaradas
en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas
pasadas con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la suavidad
del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la
generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las
Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la
rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase
parecer la bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la
reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer
parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino
real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la imperial más
que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias,
a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le
olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos
nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el
mismo Baco.
Admiráronle también al buen
Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y
gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la
ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas
como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías
que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje,
sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo,
quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al
Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no
los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.
Despidióse
Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a
Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy
bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son
bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en
estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza,
sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella
cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y
señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró
su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en
conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma
por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus
rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y
anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena
sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de
cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus
puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo
el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del
mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez.
Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí
misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro,
cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó
también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del
Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo
miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de
las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el
pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis
y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación,
malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como
hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la
admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó
ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han
visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.
Desde allí se fue a Sicilia,
y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció bien el
asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la
abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de
Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra
Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas,
porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas,
de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de
pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables
mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por
intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya
quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en
recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes
doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento
y estancia donde se relató la más alta embajada y de más
importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los
ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en
Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el
mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran
Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran
Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos
famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la
de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del
mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno
prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos
alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la
fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando
causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal,
que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles
que no tienen número.
Por poco fueran los de Calipso
los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues
casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado
un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán,
oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de
quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la
grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las
cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó
a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.
Fue muy bien recebido de su
amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y
llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había
visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país
se disponía a tomar las armas, para salir en campaña el verano
siguiente.
Y, habiendo cumplido con el
deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a
España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso
luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó,
al tiempo del despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso.
Prometióselo ansí como lo pedía, y, por Francia, volvió a España,
sin haber visto a París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a
Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con la comodidad
que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de
licenciado en leyes.
Sucedió
que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y
manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros
del lugar, sin quedar vademécum
que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que
había estado en Italia y en Flandes, y, por ver si la conocía, fue
a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás.
Y él, sin echar de ver en ello, si no era por fuerza y llevado de
otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió
su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero, como él atendía más a
sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al
gusto de la señora; la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer,
aborrecida y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar
la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su
parecer más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de
sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo
toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que
le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla: como si hubiese
en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el
libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas
amatorias se llaman veneficios;
porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma,
como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.
Comió en tan mal punto Tomás
el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como
si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al
cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y
tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y
declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo noticia del
caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso,
se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en la cama
Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los
huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque le
hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del
cuerpo, pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco
de la más estraña locura que entre las locuras hasta entonces se
había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio,
y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba
terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones
concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y
verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de
vidrio de pies a cabeza.
Para sacarle desta estraña
imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas,
arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y
mirase cómo no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que
el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un
desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía,
era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez no le
llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que
quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por
ser hombre de vidrio y no de carne: que el vidrio, por ser de materia
sutil y delicada, obraba por ella el alma con más promptitud y
eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre.
Quisieron algunos experimentar
si era verdad lo que decía; y así, le preguntaron muchas y
difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con
grandísima agudeza de ingenio: cosa que causó admiración a los más
letrados de la Universidad y a los profesores de la medicina y
filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan
extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se
encerrase tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta
con propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen alguna
funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al
vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron
una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho
tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse
zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de
comer, sin que a él llegasen, fue poner en la punta de una vara una
vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta de las
que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería;
no bebía sino en fuente o en río, y esto con las manos; cuando
andaba por las calles iba por la mitad dellas, mirando a los tejados,
temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase. Los veranos
dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en
algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo
que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener
los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se
salía al campo y no entraba en poblado hasta haber pasado la
tempestad.
Tuviéronle encerrado sus
amigos mucho tiempo; pero, viendo que su desgracia pasaba adelante,
determinaron de condecender con lo que él les pedía, que era le
dejasen andar libre; y así, le dejaron, y él salió por la ciudad,
causando admiración y lástima a todos los que le conocían.
Cercáronle luego los
muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le
hablasen apartados, porque no se quebrase; que, por ser hombre de
vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más
traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le
comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de vidrio,
como él decía. Pero él daba tantas voces y hacía tales estremos,
que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos
porque no le tirasen.
-¿Qué me queréis,
muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos
como pulgas? ¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho de Roma, para
que me tiréis tantos tiestos y tejas?
Por oírle reñir y responder
a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y
tuvieron por mejor partido antes oílle que tiralle.
Pasando un día por la casa
llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus
moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que
estaban alojados en el mesón del infierno.
Preguntóle uno que qué
consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy triste
porque su mujer se le había ido con otro.
-¡Ni por pienso! -replicó
Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero
testigo de su deshonra.
-Dale lo que hubiere menester;
déjala que mande a todos los de su casa, pero no sufras que ella te
mande a ti.
Estando a la puerta de una
iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los que siempre
blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no
estaba en tan buena opinión como el primero; y el Licenciado dio
grandes voces al labrador, diciendo:
De los maestros de escuela
decía que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles; y que
fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó que qué le
parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas,
sino las vecinas.
Las nuevas de su locura y de
sus respuestas y dichos se estendió por toda Castilla; y, llegando a
noticia de un príncipe, o señor, que estaba en la Corte, quiso
enviar por él, y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba
en Salamanca, que se lo enviase; y, topándole el caballero un día,
le dijo:
-Vuesa merced me escuse con
ese señor, que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza
y no sé lisonjear.
Con todo esto, el caballero le
envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta invención:
pusiéronle en unas árguenas de paja, como aquéllas donde llevan el
vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos
algunos vidrios, porque se diese a entender que como vaso de vidrio
le llevaban. Llegó a Valladolid; entró de noche y desembanastáronle
en la casa del señor que había enviado por él, de quien fue muy
bien recebido, diciéndole:
-Ningún camino hay malo, como
se acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy neutral,
porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro día, habiendo visto en
muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros pájaros de
volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y
de grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el
gusto censo sobre el provecho a más de dos mil por uno. La caza de
liebres dijo que era muy gustosa, y más cuando se cazaba con galgos
prestados.
El caballero gustó de su
locura y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y guarda de
un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal; de
los cuales y de toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada
paso, en cada calle y en cualquiera esquina, respondía a todas las
preguntas que le hacían; entre las cuales le preguntó un estudiante
si era poeta, porque le parecía que tenía ingenio para todo.
Preguntóle otro estudiante
que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la
ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle
que por qué decía aquello. Respondió que del infinito número de
poetas que había, eran tan pocos los buenos, que casi no hacían
número; y así, como si no hubiese poetas, no los estimaba; pero que
admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía porque encerraba en
sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se
adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el
mundo de provecho, de deleite y de maravilla.
-Yo bien sé en lo que se debe
estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de
Ovidio que dicen:
Cum ducum fuerant olim
Regnumque poeta:
premiaque antiqui magna
tulere chori.
Sanctaque maiestas, et erat
venerabile nomen
vatibus; et large sape
dabantur opes.
»Y menos se me olvida la alta
calidad de los poetas, pues los llama Platón intérpretes de los
dioses, y dellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante
calescimus illo.
At sacri vates, et Divum
cura vocamus.
»Esto se dice de los buenos
poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir,
sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
-¡Qué es ver a un poeta
destos de la primera impresión cuando quiere decir un soneto a otros
que le rodean, las salvas que les hace diciendo: «Vuesas mercedes
escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi
parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito!» Y en
esto tuerce los labios, pone en arco las cejas y se rasca la
faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos,
donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y al
fin le dice con tono melifluo y alfenicado. Y si acaso los que le
escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice: «O
vuesas mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido
decir; y así, será bien recitarle otra vez y que vuesas mercedes le
presten más atención, porque en verdad en verdad que el soneto lo
merece». Y vuelve como primero a recitarle con nuevos ademanes y
nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los unos a los otros?
¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los
mastinazos antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de algunos
ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de
la poesía; que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus
muchas y graves ocupaciones, muestran la divinidad de sus ingenios y
la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar del circunspecto
ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende,
y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se
sienta debajo de doseles y la ignorancia que se arrima a los
sitiales?
Otra vez le preguntaron qué
era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres.
Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser
ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos
traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran
riquísimas en estremo, pues tenían los cabellos de oro, la frente
de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de
marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y
que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus
plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento
producía jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar,
almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras
de su mucha riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas,
que de los buenos siempre dijo bien y los levantó sobre el cuerno de
la luna.
Vio un día en la acera de San
Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos
pintores imitaban a naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
-Los melindres que hacen
cuando compran un privilegio de un libro, y de la burla que hacen a
su autor si acaso le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y
quinientos, imprimen tres mil libros, y, cuando el autor piensa que
se venden los suyos, se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo día que
pasaron por la plaza seis azotados; y, diciendo el pregón: «Al
primero, por ladrón», dio grandes voces a los que estaban delante
dél, diciéndoles:
-No -respondió Vidriera-,
sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un confesor; más
es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos
secretos, y vosotros para publicarlos por las tabernas.
-De nosotros, señor Redoma,
poco o nada hay que decir, porque somos gente de bien y necesaria en
la república.
-La honra del amo descubre la
del criado. Según esto, mira a quién sirves y verás cuán honrado
eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la
tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una
mula de alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas,
todas capitales y enemigas del género humano. Todos los mozos de
mulas tienen su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es
de truhanes. Si sus amos (que así llaman ellos a los que llevan en
sus mulas) son boquimuelles, hacen más suertes en ellos que las que
echaron en esta ciudad los años pasados: si son estranjeros, los
roban; si estudiantes, los maldicen; y si religiosos, los reniegan; y
si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y carreteros y
arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos:
el carretero pasa lo más de la vida en espacio de vara y media de
lugar, que poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca
del carro; canta la mitad del tiempo y la otra mitad reniega; y en
decir: «Háganse a zaga» se les pasa otra parte; y si acaso les
queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de
dos pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil,
inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos;
en la bonanza son diligentes y en la borrasca perezosos; en la
tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su
rancho, y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros. Los arrieros
son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con
las enjalmas; son tan diligentes y presurosos que, a trueco de no
perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero;
su salsa, la hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos; y
sus misas, no oír ninguna.
-Esto digo porque, en faltando
cualquiera aceite, la suple la del candil que está más a mano; y
aún tiene otra cosa este oficio bastante a quitar el crédito al más
acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué,
respondió que había boticario que, por no decir que faltaba en su
botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban
ponía otras que a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no
siendo así; y con esto, la medicina mal compuesta obraba al revés
de lo que había de obrar la bien ordenada.
-Honora
medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo
enim est omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina
medici exaltavit caput illius, et in conspectu magnatum
collaudabitur. Altissimus de terra creavit medicinam, et vir prudens
non ab[h]orrebit illam. Esto dice
-dijo- el Eclesiástico
de la medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría
decir todo al revés, porque no hay gente más dañosa a la república
que ellos. El juez nos puede torcer o dilatar la justicia; el
letrado, sustentar por su interés nuestra injusta demanda; el
mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con
quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero
quitarnos la vida, sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno.
Sólo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie
quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe.
Y no hay descubrirse sus delictos, porque al momento los meten debajo
de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne, y no de
vidrio como agora soy, que a un médico destos de segunda clase le
despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de allí a
cuatro días, acertó a pasar por la botica donde receptaba el
segundo, y preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él
había dejado, y que si le había receptado alguna purga el otro
médico. El boticario le respondió que allí tenía una recepta de
purga que el día siguiente había de tomar el enfermo. Dijo que se
la mostrase, y vio que al fin della estaba escrito: Sumat
dilúculo; y dijo: «Todo lo que
lleva esta purga me contenta, si no es este dilúculo,
porque es húmido demasiadamente».
Por estas y otras cosas que
decía de todos los oficios, se andaban tras él, sin hacerle mal y
sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de
los muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué
haría para no tener envidia a nadie. Respondióle:
Otro le preguntó qué remedio
tendría para salir con una comisión que había dos años que la
pretendía. Y díjole:
-Parte a caballo y a la mira
de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así
saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por
delante donde él estaba un juez de comisión que iba de camino a una
causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles;
preguntó quién era, y, como se lo dijeron, dijo:
-Yo apostaré que lleva aquel
juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las
manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me
acuerdo haber tenido un amigo que, en una comisión criminal que
tuvo, dio una sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos
quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntéle que por qué
había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta
injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación, y que con
esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su
misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en
su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera
haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con
esto le tuvieran a él por juez recto y acertado.
En la
rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba
oyendo, estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro
le llamóSeñor Licenciado;
y, sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía
ni aun título de bachiller, le dijo:
-Guardaos, compadre, no
encuentren con vuestro título los frailes de la redempción de
cautivos, que os le llevarán por mostrenco.
-¿En qué lo veo? -respondió
Vidriera-. Véolo en que, pues no tenéis qué hacer, no tendréis
ocasión de mentir.
-Desdichado del sastre que no
miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que casi en todos los
deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo,
habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los zapateros decía que
jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si al que
se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había
de ser, por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos
horas vendrían más anchos que alpargates; y si le venían anchos,
decían que así habían de venir, por amor de la gota.
Un muchacho agudo que escribía
en un oficio de Provincia le apretaba mucho con preguntas y demandas,
y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo
discantaba y a todo respondía. Éste le dijo una vez:
En la acera de San Francisco
estaba un corro de ginoveses; y, pasando por allí, uno dellos le
llamó, diciéndole:
Topó una vez a una tendera
que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy llena de
dijes, de galas y de perlas; y díjole a la madre:
De los pasteleros dijo que
había muchos años que jugaban a la dobladilla, sin que les llevasen
[a] la pena, porque habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el
de a cuatro de a ocho, y el de a ocho de a medio real, por sólo su
albedrío y beneplácito.
De los titereros decía mil
males: decía que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de
las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus
retratos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar
en un costal todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo y
sentarse sobre él a comer y beber en los bodegones y tabernas. En
resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les
ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del reino.
Acertó a pasar una vez por
donde él estaba un comediante vestido como un príncipe, y, en
viéndole, dijo:
-Yo me acuerdo haber visto a
éste salir al teatro enharinado el rostro y vestido un zamarro del
revés; y, con todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe de
hijodalgo.
-Débelo de ser -respondió
uno-, porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos y
hijosdalgo.
-Así
será verdad -replicó Vidriera-, pero lo que menos ha menester la
farsa es personas bien nacidas; galanes sí, gentileshombres y de
espeditas lenguas. También sé decir dellos que en el sudor de su
cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando contino de memoria,
hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar y de mesón en venta,
desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno consiste
su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie,
pues por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y
a la vista de todos. El trabajo de los autores es increíble, y su
cuidado, extraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del
año no salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer pleito de
acreedores. Y, con todo esto, son necesarios en la república, como
lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y
como lo son las cosas que honestamente recrean.
Decía que había sido opinión
de un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en sola una
servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a
una diosa, a una fregona, a una pastora, y muchas veces caía la
suerte en que serviese en ella a un paje y a un lacayo: que todas
estas y más figuras suele hacer una farsanta.
Preguntóle
uno que cuál había sido el más dichoso del mundo. Respondió
queNemo;
porque Nemo novit Patrem, Nemo sine
crimine vivit, Nemo sua sorte contentus, Nemo ascendit in coelum.
De los diestros dijo una vez
que eran maestros de una ciencia o arte que cuando la habían
menester no la sabían, y que tocaban algo en presumptuosos, pues
querían reducir a demostraciones matemáticas, que son infalibles,
los movimientos y pensamientos coléricos de sus contrarios. Con los
que se teñían las barbas tenía particular enemistad; y, riñendo
una vez delante dél dos hombres, que el uno era portugués, éste
dijo al castellano, asiéndose de las barbas, que tenía muy teñidas:
Otro traía las barbas
jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a quien dijo
Vidriera que tenía las barbas de muladar overo. A otro, que traía
las barbas por mitad blancas y negras, por haberse descuidado, y los
cañones crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con
nadie, porque estaba aparejado a que le dijesen que mentía por la
mitad de la barba.
Una vez contó que una
doncella discreta y bien entendida, por acudir a la voluntad de sus
padres, dio el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la
noche antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán, como
dicen las viejas, sino a la redomilla del agua fuerte y plata, con
que renovó de manera su barba, que la acostó de nieve y la levantó
de pez. Llegóse la hora de darse las manos, y la doncella conoció
por la pinta y por la tinta la figura, y dijo a sus padres que le
diesen el mismo esposo que ellos le habían mostrado, que no quería
otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía delante era el mismo que
le habían mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no era, y
trujo testigos cómo el que sus padres le dieron era un hombre grave
y lleno de canas; y que, pues el presente no las tenía, no era él,
y se llamaba a engaño. Atúvose a esto, corrióse el teñido y
deshízose el casamiento.
Con las
dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabechados: decía
maravillas de su permafoy,
de las mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de sus
escrúpulos y de su extraordinaria miseria. Amohinábanle sus
flaquezas de estómago, su vaguidos de cabeza, su modo de hablar, con
más repulgos que sus tocas; y, finalmente, su inutilidad y sus
vainillas.
-¿Qué es esto, señor
licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios y jamás lo
habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?
-Aunque
de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del
vulgo, las más veces engañado. Paréceme a mí que la gramática de
los murmuradores y el la, la, la
de los que cantan son los escribanos; porque, así como no se puede
pasar a otras ciencias, si no es por la puerta de la gramática, y
como el músico primero murmura que canta, así, los maldicientes,
por donde comienzan a mostrar la malignidad de sus lenguas es por
decir mal de los escribanos y alguaciles y de los otros ministros de
la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el cual andaría
la verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada; y
así, dice el Eclesiástico:
In manu Dei potestas hominis est, et
super faciem scribe imponet honorem.
Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no se puede
ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres,
y no esclavos, ni hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de
ninguna mala raza nacidos. Juran de secreto fidelidad y que no harán
escritura usuraria; que ni amistad ni enemistad, provecho o daño les
moverá a no hacer su oficio con buena y cristiana conciencia. Pues
si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de
pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España se
lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo
quiero creer, ni es bien que ninguno lo crea; porque, finalmente,
digo que es la gente más necesaria que había en las repúblicas
bien ordenadas, y que si llevaban demasiados derechos, también
hacían demasiados tuertos, y que destos dos estremos podía resultar
un medio que les hiciese mirar por el virote.
De los alguaciles dijo que no
era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su oficio, o
prenderte, o sacarte la hacienda de casa, o tenerte en la suya en
guarda y comer a tu costa. Tachaba la negligencia e ignorancia de los
procuradores y solicitadores, comparándolos a los médicos, los
cuales, que sane o no sane el enfermo, ellos llevan su propina, y los
procuradores y solicitadores, lo mismo, salgan o no salgan con el
pleito que ayudan.
-No lo entiendo -repitió el
que se lo preguntaba.
Oyó Vidriera que dijo un
hombre a otro que, así como había entrado en Valladolid, había
caído su mujer muy enferma, porque la había probado la tierra.
De los músicos y de los
correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las suertes
limitadas, porque los unos la acababan con llegar a serlo de a
caballo, y los otros con alcanzar a ser músicos del rey. De las
damas que llaman cortesanas decía que todas, o las más, tenían más
de corteses que de sanas.
Estando un día en una iglesia
vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a
velar una mujer, todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran
campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen y las
mujeres triunfan.
Picábale una vez una avispa
en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con
todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella
avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa
debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los
murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de
vidrio.
Y,
subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que
de muchos santos que de pocos años a esta parte había canonizado la
Iglesia y puesto en el número de los bienaventurados, ninguno se
llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de don
Tales, ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino fray Diego,
fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las
religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos, de ordinario,
se ponen en la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los
murmuradores eran como las plumas del águila: que roen y menoscaban
todas las de las otras aves que a ellas se juntan. De los gariteros y
tahúres decía milagros: decía que los gariteros eran públicos
prevaricadores, porque, en sacando el barato del que iba haciendo
suertes, deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante, porque el
contrario las hiciese y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la
paciencia de un tahúr, que estaba toda una noche jugando y
perdiendo, y con ser de condición colérico y endemoniado, a trueco
de que su contrario no se alzase, no descosía la boca, y sufría lo
que un mártir de Barrabás. Alababa también las conciencias de
algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en
su casa se jugase otros juegos que polla y cientos; y con esto, a
fuego lento, sin temor y nota de malsines, sacaban al cabo del mes
más barato que los que consentían los juegos de estocada, del
reparolo, siete y llevar, y pinta en la del punto.
En resolución, él decía
tales cosas que, si no fuera por los grandes gritos que daba cuando
le tocaban o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la
estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer
dormir sino al cielo abierto en el verano y el invierno en los
pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales de su
locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos
del mundo.
Dos años
o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la Orden
de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que
los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos,
tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad; y le curó y
sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y, así
como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la
Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado
de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él.
Hízolo así; y, llamándose
el licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde, apenas
hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas, como le
vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar
grita ni hacer preguntas; pero seguíanle y decían unos a otros:
-¿Éste no es el loco
Vidriera? ¡A fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien puede ser
loco bien vestido como mal vestido; preguntémosle algo, y salgamos
desta confusión.
Todo esto oía el licenciado y
callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin
juicio.
Pasó el conocimiento de los
muchachos a los hombres; y, antes que el licenciado llegase al patio
de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de
todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un
catedrático, llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos
en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la
voz y dijo:
-Señores, yo soy el
licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado
Rueda; sucesos y desgracias que acontecen en el mundo, por permisión
del cielo, me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le
han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis
considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en
leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé
segundo en licencias: de do se puede inferir que más la virtud que
el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar
de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré
venido a bogar y granjear la muerte. Por amor de Dios que no hagáis
que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que
es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en
las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os
respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de
pensado.
Escucháronle todos y
dejáronle algunos. Volvióse a su posada con poco menos
acompañamiento que había llevado.
Salió otro día y fue lo
mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía mucho y no
ganaba cosa; y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la
Corte y volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de
su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio.
-¡Oh Corte, que alargas las
esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los
virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes
desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!
Esto dijo y se fue a Flandes,
donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la
acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el
capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y
valentísimo soldado.
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