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sábado, 17 de junio de 2017

La nariz. Nicolai Gogol

La nariz 

Nicolai Gogol 

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El 25 de marzo tuvo lugar en San Petersburgo un suceso de lo más extraño. En la avenida de Vosnesenski vivía el barbero Iván Yakovlievich; su apellido se había perdido, y no figuraba en la placa donde aparecían pintados un señor con la mejilla enjabonada y el siguiente letrero: «Se hacen sangrías». El barbero Iván Yakovlievich se había despertado bastante temprano, reparando al punto en el olor a pan caliente. Incorporándose un poco en la cama, vio que su esposa, una señora de aspecto bastante respetable, muy aficionada al café, sacaba del horno pan recién cocido. -Hoy no tomaré café, Prascovia Osipovna -dijo Iván Yakovlievich-. En lugar de ello, tengo ganas de comer pan caliente con cebolla. Es decir, Iván Yakovlievich quería lo uno y lo otro, pero sabía que era imposible exigir ambas cosas a la vez, pues a Prascovia Osipovna no le agradaban semejantes caprichos. «¡Que coma pan el muy tonto! Tanto mejor para mí -pensó su mujer para sus adentros-; así quedará más café.» Y echó un pan sobre la mesa. Iván Yakovlievich, por decoro, se puso el frac sobre la camisa, y tras haberse sentado a la mesa, echó sal, preparó dos cabezas de cebolla, cogió el cuchillo y, haciendo una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Al partirlo en dos pedazos miró al centro, y con gran sorpresa vio algo que brillaba. Con sumo cuidado, Iván Yakovlievich introdujo el cuchillo y lo palpó con el dedo: «¡Qué duro está! -pensó para sí-. ¿Qué será?» Metió los dedos y sacó..., ¡horror!, ¡una nariz!... Iván Yakovlievich se quedó petrificado. Empezó a restregarse los ojos y a palpar la nariz. Sí, no cabía duda: se trataba de una nariz, y hasta le parecía que era de un conocido. El espanto le cambió el semblante. Pero este espanto no fue nada comparado con la indignación de su esposa. -¡Qué bárbaro! ¿Dónde cortaste esa nariz? -gritó, furiosa-. ¡Canalla, borracho! Yo misma te denunciaré a la Policía. ¡Jesús, qué bandido! Ya es la tercera persona a quien oigo decir que cuando afeitas, tiras tanto de la nariz que no hay quien lo resista. Iván Yakovlievich estaba más muerto que vivo. Había reparado en que la nariz era del asesor colegiado Kovaliev, a quien afeitaba todos los miércoles y domingos. -¡Aguarda, Prascovia Osipovna! La envolveré en un trapo y la dejaré en un rincón. Que esté allí un rato; ya la sacaré luego. -¡Ni hablar! ¿Crees que voy a consentir que haya en mi cuarto una nariz cortada?... ¡Vaya calamidad! ¡Sólo sabe pasar la navaja por la correa, y pronto no estará en condiciones de cumplir con su oficio el muy tuno! ¿Y piensas que te voy a defender ante la Policía?... Eres un chapucero, ¡más tonto que un leño! ¡Sácala de aquí! ¿Me oyes? Llévatela a donde te dé la gana, pero que no vuelva yo a saber más de ella. Iván Yakovlievich se quedó como si hubiera caído un rayo a sus pies. Estuvo reflexionando un buen rato, sin saber qué decisión tomar. «El diablo sabrá cómo pudo suceder esto -dijo, al fin rascándose una oreja-. Yo no puedo asegurar que no regresara anoche borracho, pero, a juzgar por las señales el hecho es inadmisible, pues el pan está cocido y la nariz no lo está. ¡No entiendo nada de esto!» Iván Yakovlievich se quedó callado. La idea de que la Policía podía hallar la nariz en su casa lo dejó completamente atontado. Ya se imaginaba ver el cuello escarlata con los hermosos bordados de plata, la espada... y todo su cuerpo quedó tembloroso. Por fin, sacó su ropa interior y sus botas, se vistió y, acompañado de las duras amonestaciones de Prascovia Osipovna, envolvió la nariz en un trapo y salió a la calle. Tenía la intención de deshacerse de ella en cualquier sitio; en el guardacantón debajo de la verja, o dejarla caer, como por casualidad, y torcer hacia un callejón, pero, por desgracia, tropezaba cada vez con algún conocido, que le preguntaba en el acto: -¿Adónde vas? ¿A quién vas a afeitar tan temprano? Así es que Iván Yakovlievich no pudo hallar un momento oportuno para su propósito. Una vez hasta logró dejarla caer, cuando desde lejos un centinela le hizo señas con la alabarda, añadiendo: -¡Eh, tú! ¡Que se te ha caído algo! Recógelo. Iván Yakovlievich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo. La desesperación se apoderó de él, sobre todo al ver que la gente iba aumentando en la calle, a medida que se abrían los almacenes y las tiendas. Decidió ir al puente de Isakievski. ¡Quizás allí lograría arrojarla al Neva!.. 

***
 Pero me siento un tanto culpable por no haber dicho hasta ahora nada sobre Iván Yakovlievich, hombre honrado por todos los conceptos. Iván Yakovlievich, como todo hombre formal en Rusia, ocupado en un oficio, era un borracho empedernido, y, a pesar de que a diario rasurase barbas ajenas, la suya permanecía siempre sin afeitar. El frac de Iván Yakovlievich (no usaba nunca levita) era pardo. Es decir, que su verdadero color era negro, pero se hallaba cubierto de manchas grises y de un marrón amarillento: el cuello estaba reluciente, y en lugar de tres botones, sólo se veían los hilos. Iván Yakovlievich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovalev solía decirle, mientras lo estaba afeitando: -Iván Yakovlievich, tus manos huelen muy mal. A lo que él contestaba con la siguiente pregunta: -¿Y de qué van a oler mal? -Lo ignoro, amigo; sólo sé que huelen muy mal -respondió el asesor colegiado. E Iván Yakovlievich, después de tomar rapé, en desquite le llenaba de jabón, tanto las mejillas como debajo de la nariz, detrás de las orejas y debajo de la barbilla; en una palabra: donde le daba la gana. *** Este honrado ciudadano se hallaba ya en el puente de Isakievski. Primero echó una mirada en torno suyo; luego, se inclinó sobre la barandilla, como deseando averiguar si eran muchos los peces que nadaban debajo del puente, y con gran cautela arrojó el trapo con la nariz. Sintió como si de pronto le quitaran un enorme peso de encima, y hasta llegó a sonreirse. En vez de ir a afeitar a sus clientes funcionarios, se dirigió hacia un establecimiento donde viera el siguiente letrero: «Comidas y té», con la intención de tomar un ponche; pero, de repente, en el extremo del puente divisó a un policía de aspecto imponente, con anchas patillas, tricornio y espada. Iván se quedó petrificado. Mientras tanto, el policía le hacía señas, gritándole: -¡Oye, tú, precioso! ¡Ven acá! Iván Yakovlievich, que no ignoraba el reglamento, ya desde lejos se quitó la gorra y, acercándose con presteza, dijo: -Muy buenos días tenga su señoría. -No, hermano; déjate de señoría y dime mejor lo que hacías allí, en el puente. -Señor, le juro que iba a afeitar, y que sólo miraba la corriente del río. -¡Mientes! No es así como lograrás escabullirte. Anda, responde. -Estoy dispuesto a afeitar a vuestra gracia dos veces a la semana, o, mejor dicho, tres, sin ninguna remuneración. -No, amigo; ésas son tonterías. A mí me afeitan tres barberos, y lo consideran como un gran honor. Pero haz el favor de decirme qué es lo que hacías allí. Iván Yakovlievich palideció. Pero aquí el suceso queda envuelto en la niebla, e ignoramos por completo lo que pasó después. 


*** 

El mayor Kovalev llevaba en la cadena de su reloj toda su colección de dijes de cornerina, en los que aparecían alternando unas armas con las palabras miércoles, jueves, etc. Había ido a Petersburgo por verdadera necesidad, o para mejor decir, concretando, en busca de un puesto adecuado a su rango, como, por ejemplo, si la suerte le era propicia y favorecía, el de vicegobernador, o si esto no conseguía, al menos el de ejecutor de algún departamento renombrado. Tampoco tendría inconveniente en casarse, pero sólo a condición de que la novia dispusiera de una dote o capital de doscientos mil rublos. Y ahora el lector podrá darse cuenta perfecta de la situación en que se encontraba el mayor cuando vio en lugar de su linda y bien proporcionada nariz sólo un estúpido sitio liso y plano. Para colmo de su desgracia, en la calle no aparecía ni un cochero. Y se vio, pues, obligado a ir a pie, envuelto en su capa y cubriéndose el rostro con un pañuelo, como si le sangrara la nariz. «Tal vez no será más que una ilusión mía; no puede ser que mi nariz haya desaparecido así, por las buenas», pensó para sí. Y entró en una confitería con el fin de mirarse en un espejo. Por fortuna, no había nadie en la confitería, a excepción de los mozos que estaban barriendo el suelo y colocando las sillas. Algunos, con los ojos aún soñolientos, sacaban pirogki calientes en bandejas. Tirados en las sillas y en las mesas se veían los diarios del día anterior manchados de café. «¡Bueno, gracias a Dios que no hay nadie! -exclamó para sí-. Ahora podré mirarme bien». Se acercó tímidamente al espejo y echó un vistazo. -¡Que el diablo lo entienda! ¡Qué porquería! -dijo, escupiendo-. ¡Si por lo menos tuviera algo en vez de nariz! ¡Pero si no hay nada! Lleno de irritación se mordió los labios y salió de la confitería. Contrariamente a lo que acostumbraba hacer, decidió no mirar ni sonreír a nadie. Pero de repente se quedó como petrificado. A la puerta de su casa, ante sus mismos ojos, tuvo lugar un fenómeno inexpicable. Un coche se paró al pie de la escalinata, se abrieron las portezuelas y bajó, inclinándose ligeramente, un señor vestido de uniforme, que subió con presteza las escaleras. ¡Y cuál sería el espanto y al mismo tiempo el asombro de Kovalev al reconocer en él su propia nariz! Ante este espectáculo extraordinario, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor, y apenas pudo mantenerse en pie. Todo temeroso, resolvió, sea como fuere, esperar a que volviera a subir al coche. Y, efectivamente, al cabo de dos minutos salió la nariz. Iba con uniforme bordado de oro, con cuello alto, pantalones de gamuza y espada al costado. Por su sombrero, con plumín, se podía deducir que era un consejero de Estado. Todo parecía indicar que iba de visita. Miró a ambos lados y gritó al cochero: «¡En marcha!» Y, sentándose, se alejó. Poco faltó para que el pobre Kovalev enloqueciera. No sabía qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo era posible que su nariz, que ayer mismo estaba en su cara y no era capaz de viajar ni andar por sí sola, llevara uniforme? Echó a correr detrás del coche, que, por fortuna, no fue muy lejos, porque se detuvo delante de la catedral de Kazán. Entró apresuradamente, atravesando una fila de mendigas viejas con las caras vendadas y con sólo dos aberturas para los ojos, y de quienes antes solía burlarse. Los fieles dentro de la iglesia eran pocos y se hallaban a la entrada, junto a la puerta. Kovalev estaba tan aturdido, que no tenía fuerzas ni para rezar; únicamente, se ocupaba en recorrer con la mirada todos los rincones en busca de aquel señor que llevaba su nariz. Hasta que, al fin, le vio en pie, a un lado. El señor eh cuestión tenía la cara completamente semioculta en su gran cuello, que estaba levantado. Y estaba rezando con devoción. «¿Cómo podría acercarme a él?», pensó Kovalev. Por su uniforme y su sombrero, claramente parecía que era un consejero de Estado. ¿Cómo diablos se las arreglaría? Empezó a toser muy cerca del consejero de Estado. Pero la nariz no abandonó ni por un momento su actitud devota de postración y recogimiento. - ¡Caballero! -dijo Kovalev, procurando cobrar ánimos-. ¡Caballero! -¿Qué desea usted? -preguntó la nariz, volviéndose hacia él. -Me extraña, caballero...; me parece que... usted debería saber cuál es su sitio. Le encuentro a usted de repente, ¿y dónde?.... en la iglesia. Reconozca... -Discúlpeme, pero no entiendo lo que usted me quiere decir. Explíquese... «¿Cómo se lo explicaría?», pensó para sí Kovalev. Pero, procurando animarse, empezó a decir: -Claro, yo...; a propósito, soy mayor. Usted convendrá conmigo en que es indecoroso que yo ande sin nariz. Cualquier frutera que vende naranjas en el puente Voskresenski puede estarse allí sentada sin nariz, pero no un hombre que aspira al puesto de gobernador. Indiscutiblemente conviene... No sé, caballero -al decir esto, el mayor Kovalev levantó los hombros-, perdóneme...; pero si se digna considerar desde el punto de vista del honor y del deber..., usted mismo puede comprender... -No comprendo absolutamente nada -replicó la nariz-. Explíquese con más precisión. -Caballero- dijo Kovalev con dignidad-. No sé cómo interpretar sus palabras... Aquí, el asunto están muy claro... ¿O quiere usted...? Pues, en fin, usted es mi propia nariz. -Usted está equivocado, mi buen señor. Yo no tengo nada que ver con usted. Además, entre nosotros dos no puede haber ninguna clase de relación. A juzgar por los botones de su uniforme, usted debe pertenecer al Senado o, al menos, a Justicia. Y yo soy de Instrucción Pública. Y dicho esto, la nariz le volvió la espalda y prosiguió sus oraciones. Kovalev se quedó todo confuso, sin saber qué hacer ni qué pensar. En aquel momento se oyó un rumor de un vestido de señora. Y junto a él pasó una dama, ya entrada en años, ataviada con encajes, a la que acompañaba una joven delgadita, cuyo vestido blanco realzaba ventajosamente su talle esbelto, y que iba tocada con un sombrero claro, ligero, como un bizcocho. Un lacayo de elevada estatura, con patillas y uniforme, que ostentaba una docena de cuellos, las seguía y se detuvo para abrir su tabaquera. Kovalev se acercó a ellas, se arregló el cuello de batista del camisolín, ordenó los dijes que colgaban de la cadena de oro de su reloj y, volviéndose sonriente de un lado para otro, fijó su atención en la esbelta dama, que se inclinaba un tanto, cual flor primaveral, levantando su mano diminuta, de dedos casi diáfanos, para persignarse. La sonrisa se acentuó aun más en la cara de Kovalev cuando vio debajo del sombrero su barbilla redonda, de blancura radiante, y parte de su mejilla, ligeramente sombreada por la primera rosa primaveral. Pero de repente dio un salto, como si se hubiera quemado. Recordó que donde los demás tenían nariz, él no tenía nada absolutamente. Y las lágrimas brotaron de sus ojos. Se volvió con la intención de apostrofar en pleno rostro a aquel señor, diciéndole que bien sabía que era un farsante, que se hacía pasar por un consejero de Estado cuando en realidad no era otra cosa que su propia nariz... Pero lanariz ya no estaba. En ese corto espacio de tiempo en que había estado mirando a la dama se había marchado, probablemente para hacer otra visita. Esto acabó de sumirlo en la desesperación. Volvió sobre sus pasos y se detuvo en el pórtico, mirando cuidadosamente hacia todos los lados por ver si encontraba la nariz. Recordaba perfectamente que llevaba un sombrero adornado con plumas y un uniforme bordado en oro; pero no había reparado en la capa, ni en el color del coche, ni en los caballos; tampoco sabía si llevaba lacayo, y qué librea vestía éste. Además, pasaban tantos coches y en tantas direcciones y a tal velocidad, que resultaba difícil identificar al que conducía a la nariz. Y aun así, ¿cómo podría hacerle parar? Era un día hermoso y soleado. En la perspectiva Nevski había mucha gente. Desde el puente de la Policía hasta el de Anitchkin, por todos lados surgían hermosas damas, inundando las veredas. Entre la muchedumbre iba un consejero conocido de Kovalev, al que llamaba siempre coronel, y especialmente delante de personas extrañas. También pasó cerca de él Yarichkin, gran amigo suyo, que era jefe de oficina en el Senado y que siempre se dejaba engañar cuando jugaba al ocho sin descartarse. Y hasta se encontró a otro mayor, que obtuvo el grado en el Cáucaso, quien le hizo señas para que firme el acta. -¡Voto a diablos! -dijo Kovalev-. ¡Eh, cochero! ¡Derecho a la Prefectura! -tomó asiento en las drojkas y gritó otra vez al cochero-; ¡Arrea, a toda prisa! ¿Está el jefe de Policía? -exclamó al entrar desde la puerta. -No, señor -replicó el consejero-. Acaba de salir. -¡Caramba! -Sí, -añadió el conserje-; se fue hace apenas un ratito. Si hubiera llegado un minuto antes, es muy posible que lo hubiera encontrado. Kovalev, sin quitarse el pañuelo de la cara, se sentó nuevamente en el coche y gritó con voz desesperada: -¡Andando! -¿Adónde ordena el señor? -preguntó el cochero. -¡Siga adelante! -¿Cómo adelante? ¡Si estamos en una esquina! ¿A la derecha o a la izquierda? Esta pregunta volvió en sí a Kovalev y le obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, ante todo, lo más conveniente era dirigirse al departamento de Policía, no porque el asunto estuviera directamente relacionado con ésta, sino porque sus disposiciones serían mucho más rápidas que en cualquier parte. Buscar satisfacción dirigiéndose al departamento donde la nariz desempeñaba un cargo era insensato, pues por sus respuestas era evidente que para aquel hombre no había cosa sagrada. Además, igual podía mentir en este caso como lo hizo al asegurar que jamás lo había visto antes. Por tanto, Kovalev estaba ya dispuesto a ordenar al cochero que le llevara al departamento de Policía, cuando se le ocurrió la idea de que el miserable, que ya en el primer encuentro se había portado de un modo tan infame, podía aprovechar la ocasión para huir de la ciudad. Y entonces todo cuanto hiciera para encontrarlo sería inútil y tendría que estar así, ¡Dios no lo quiera!, un mes entero. Por fin, le pareció que el mismo Santísimo le iluminaba. Se decidió a ir a la administración de un diario para publicar cuanto antes un aviso describiendo detalladamente sus señas personales para que todos los que la encontrasen pudieran entregársela en el acto o, por lo menos, indicarle su paradero. Una vez tomada esta decisión, ordenó al cochero que fuera a la administración del diario, y durante todo el trayecto no dejó de dar puñetazos sobre la espalda del conductor, gritando: -¡Rápido! ¡Rápido! ¡Adelante, miserable! -¡Pero, señor! -decía el cochero, sacudiendo la cabeza y dando con la rienda en el lomo del caballo, cuyo pelo era largo, como el de un perro pequinés. El coche se detuvo al fin, y Kovalev, casi sin aliento, penetró en una pequeña sala de espera, donde un empleado de pelo canoso, que llevaba un frac gastado y unos lentes, se hallaba sentado ante una mesa y, con la pluma entre los dientes, se disponía a contar cierta cantidad de monedas de cobre. -¿Quién es el que recibe aquí los anuncios? -gritó Kovalev-. ¡Ah, buenos días! -Mis respetos -dijo el empleado canoso, levantando los ojos por un momento para en seguida volver a clavarlos en el montón de monedas. -Quisiera publicar... -Sírvase esperar un momento -dijo el empleado, que escribió un número en el papel mientras que con un dedo de la mano izquierda corría dos bolitas del ábaco. Un lacayo con galones, y cuyo aspecto revelaba que servía en una casa aristocrática, se hallaba ante la mesa con un papel entre las manos, y juzgó conveniente dar a conocer su cultura social. -Créame, señor, este perrito no vale ni ocho grivenik. En cuanto a mí, no daría por él ni ocho centavos. Pero la señora condesa lo quiere de veras, lo adora..., y da en premio cien rublos al que se lo traiga. Y ahora, hablando entre nosotros, le diré que los gustos de las personas son de los más extraño. Se comprende que un cazador tenga un perro de muestra o un perro de lanas y que no le dé lástima dar por él quinientos o hasta mil rublos; pero, por lo menos, tiene un perro que vale la pena. El respetable empleado le escuchaba con cara seria mientras contaba las palabras contenidas en la nota que trajo el lacayo. A ambos lados de la sala había gran número de ancianas, dependientes y porteros, que también eran portadores de anuncios. En uno de ellos, un cochero de sobria conducta ofrecía sus servicios; en otro, se ponía en venta una carroza, tan sólo un poco usada, traída de París en el año 1814; una joven de diecinueve años se ofrecía como lavandera, apta, además, para toda clase de trabajos. Entre otras cosas, se vendía un coche al que le faltaba un muelle; un caballo tordo, fogoso, de diecisiete años; simiente de nabos y rábanos recién traída de Londres; una casa de campo con amplias dependencias, dos caballerizas y un terreno para plantar abetos; y también se ofrecían suelas gastadas para vender, invitando a pasar a verlas de ocho a tres todos los días. La sala en donde se reunía toda esta gente era pequeña, y el aire que ahí se respiraba estaba muy cargado; pero el asesor colegiado Kovalev no pudo percatarse de ello, pues tenía la cara tapada con un pañuelo y porque su nariz estaba Dios sabe dónde... -Señor, le ruego que me atienda... Es muy urgente -dijo, por fin, con impaciencia. -En seguida, en seguida... Dos rublos, cuarenta y tres kopeks...; un momento... Un rublo y sesenta y cuatro kopeks -decía el empleado canoso, tirando los papeles a las caras de las viejas mujeres y de los porteros-. ¿Qué desea usted? -preguntó al fin, dirigiéndose a Kovalev. -Le ruego..., se trata de una canallada, de una estafa, que aún no supe cómo ha podido suceder. Le pido únicamente que publique que daré una buena gratificación al que me entregue a ese canalla. -¿Su apellido, por favor? -¿Para qué quiere saber mi apellido? No puedo decírselo. Tengo muchos amigos, entre los que pudiera citar a la señora Tchejtareva, esposa de un consejero de Estado, o la señora Pelagia Grigorievna Podtochin, casada con un oficial del Estado Mayor... ¡Si se enteraran! ¡Dios me libre! Basta con que escriba: «Asesor colegiado», o, mejor aún, «Un mayor». -¡De modo que se le ha escapado el criado! -¿Qué criado? ¡Esto no hubiera sido una canallada tan grande! Se ha fugado mi... nariz. -¡Hum! ¡Qué apellido tan extraño! ¿Y se ha llevado una gran cantidad de dinero ese señor Nariz? -¡Nariz! Es que usted no me entiende... Es mi nariz, mi propia nariz, que ha desaparecido y no sé dónde. El diablo ha querido burlarse de mí. Pero, ¿cómo ha desaparecido? No entiendo bien esto. -No sabría decirle cómo fue; pero lo importante del asunto es que ahora anda por la ciudad y se llama a sí misma consejero de Estado. Y por esta razón le ruego que ponga un aviso diciendo que la persona que la encuentre debe entregármela en el acto. Usted mismo puede hacerse cargo. ¡Dígame cómo es posible permanecer sin una parte del cuerpo de tal importancia! Aquí no se trata de un dedo del pie, que por ir dentro del zapato nadie nota su falta. Mi caso es diferente. Yo visito todos los jueves a la esposa del consejero de Estado, a la señora Pelagia Grigorievna Podtochina, que tiene una hija muy bonita y que también es muy buena amiga mía. Juzgue usted mismo cómo puedo yo ahora... Me es imposible presentarme allí. El empleado quedó pensativo, estado de ánimo que denotaban sus labios fuertemente apretados. -¡No! Me es imposible publicar semejante anuncio. -¡Cómo! ¿Por qué? -Pues porque puede desprestigiar al diario. Si cualquiera viniera para publicar que se le escapó la nariz...Ya sin eso dicen que se publican muchas tonterías y falsos rumores. -Pero, ¿por qué ha de ser una tontería? Me parece que no lo es en absoluto. -A usted le parece que no. Pues verá: la semana pasada se nos presentó un caso parecido, lo mismo que usted hace hoy, y trajo un anuncio que le costó dos rublos y sesenta y tres kopeks. El anuncio decía tan sólo que se había escapado un perro de aguas negro. Al parecer, esto no tiene nada de particular. Bueno, pues verá: se publica el anuncio y resultó que el perro era el cajero de cierto establecimiento. -Pero si yo no busco un perro de aguas, sino mi propia nariz, que es casi como anunciarme yo mismo. -No; me es imposible publicar semejante anuncio. -Pero, ¡si en realidad mi nariz ha desaparecido! -Pues entonces su caso interesa tan sólo al médico; se dice que hay cirujanos capaces de pegarle una nariz de cualquier forma. Por otra parte, creo advertir que es usted un bromista y que le agrada chancearse con la gente. -¡Se lo juro por lo que más quiera usted! Y, si hasta aquí hemos llegado, se lo demostraré. -No se moleste -prosiguió el empleado, tomando un poco de rapé-. Pero, en fin..., si no le incomoda -añadió con curiosidad-, tendría mucho gusto en mirar su cara para ver la falta de la nariz. El asesor colegiado se quitó el pañuelo de la cara. -En efecto, es muy extraño -dijo el empleado-; el sitio está completamente plano, como una torta recién cocida... ¡Sí, increíblemente lisa! -Bueno; ahora ya no discutirá. Usted mismo puede verlo. No queda más remedio que publicar el anuncio. Yo le estaré muy agradecido, y me alegra mucho el haber tenido ocasión de conocerlo. -Publicar esto no sería una cosa difícil -dijo el empleado-, pero no veo en ello ninguna ventaja para usted. Más, si se empeña, creo que le convendría dejar el asunto en manos de un buen periodista, que tratará su asunto como un fenómeno raro de la Naturaleza y publicara el artículo en U Abeja del Norte -aquí volvió el hombre a tomar rapé-, para el bien de la juventud -se limpió la nariz para proseguir-, o tan sólo como un hecho curioso. El asesor colegiado había perdido por completo todas las esperanzas. Fijó los ojos al pie de la página, donde estaban los anuncios de espectáculos, y ya una sonrisa iba a asomar a su rostro, al leer el nombre de una linda actriz, y hasta echó la mano al bolsillo para cerciorarse de si le quedaba una tarjeta azul, pues según él, los altos oficiales debían ocupar butacas; pero la perspectiva de que le faltaba la nariz lo echó todo a perder. Hasta al mismo empleado pareció conmoverlo la difícil situación de Kovalev. Deseando consolarlo, creyó conveniente y oportuno expresarle sus sentimientos con algunas palabras amables: -Lamento mucho que le haya sucedido algo tan curioso. ¿No quiere tomar un poco de rapé? Quita el dolor de cabeza y la melancolía, incluso es bueno contra las hemorroides. Y al decir esto, el empleado le alargó su tabaquera, doblando con bastante habilidad la tapa, adornada con el retrato de una mujer que llevaba sombrero, de manera que éste quedase oculto. Este ademán distraído acabó con la paciencia de Kovalev. -No comprendo cómo pueda encontrar oportuno el bromear conmigo de esta forma -le dijo dolorido- ¿Acaso no ve que me falta la parte indispensable del cuerpo para oler? ¡Que el diablo se lleve su tabaco! No puedo ni verlo, no sólo su asqueroso Beresinski, sino aunque fuera en verdad rapé legítimo. Dicho esto salió y se fue a la comisaría. Kovalev entró en el despacho del comisario en el preciso momento en que éste bostezaba y decía en voz alta: -¡Oh! ;Qué dos horitas más estupendas para echarme una siestecita! Por lo cual se puede muy bien deducir que la llegada del asesor colegiado no pudo set más inoportuna. El comisario era muy aficionado a toda clase de artes y manufacturas, pero un billete de Banco era lo que más valoraba. -Esto sí que es una cosa buena -solía decir-. No hay nada mejor: no necesita alimentos, ocupa poco sitio, se puede siempre meter en el bolsillo y no se rompe al caer al suelo. Recibió a Kovalev con bastante frialdad, y le dijo que después de comer no era el momento más oportuno para hacer investigaciones, y que la Naturaleza misma determina el descanso después de la comida, por lo que el asesor colegiado pudo deducir que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la antigüedad. Añadió después que a un hombre de bien nadie le arrancaría la nariz, y que por el mundo abundaban mucho los mayores que ni siquiera tienen ropa interior en buen estado y que frecuentan los más bajos fondos. Y esto se lo dijo así, por las buenas, en plena cara. Conviene observar que Kovalev era muy susceptible. Era capaz de perdonar cuanto a él se refiriese; pero de ningún modo perdonaba cualquier falta de respeto a su dignidad de funcionario. Hasta opinaba que en las obras teatrales se podía tolerar todo cuanto se refería a los oficiales subalternos, pero de ningún modo se podía permitir que atacasen a los altos oficiales. La acogida del comisario lo dejó tan confundido, que meneando la cabeza exclamó, consciente de su dignidad y haciendo un ademán con la mano: -Reconozco que después de haber oído tan desagradables manifestaciones por su parte, no me queda más que decir... Y salió. Cuando llegó a su casa apenas si podía mantenerse en pie. Anochecía, y después de todas esas inútiles investigaciones su casa le pareció triste y poco confortable. Al entrar en el recibimiento vio a su criado Iván tumbado sobre el viejo y sucio diván de cuero. Estaba echado de espaldas, escupiendo al techo, con tal destreza, que acertaba siempre en el mismo sitio. La indiferencia de este hombre acabó por enfurecer a Kovalev, y le pegó con el sombrero en la frente, añadiendo: -¡Puerco! Siempre te entretienes con estupideces. Iván saltó repentinamente de su sitio y se acercó corriendo a quitarle la capa. El mayor entró en su habitación, y dejándose caer cansado y triste en una butaca, prorrumpió en suspiros, hasta que dijo finalmente: -¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hice para merecer esta desgracia? Si hubiera perdido una mano o un pie, cualquier cosa sería mejor, o si me faltaran las orejas sería horrible, mas se podría, con todo, soportar. Pero un hombre sin nariz es... ¡qué diablos!, un pájaro que no es un pájaro; un ciudadano que no es un ciudadano... En fin: que no queda más remedio que tirarse por la ventana. ¡Si por lo menos me la hubieran cortado en la guerra o en un duelo! ¡O si fuese culpa mía! ¡Pero largarse así, sin más ni más!... ¡No, no puede ser! -añadió después de reflexionar un tanto-. Es increíble que la nariz haya desaparecido. Es completamente inverosímil. Seguramente estoy soñando o todo esto es sólo producto de mi imaginación; a lo mejor me equivoqué y me bebí, en lugar del agua, el aguardiente con que me frotó la barba, después de afeitarme, ese imbécil de Iván. Con seguridad que no lo tiraría, y entonces me lo tomé. Y para cerciorarse de que, en efecto, no estaba borracho, el mayor se pellizcó tan fuertemente, que lanzó un grito. Este dolor lo acabó de convencer de que obraba con pleno uso de razón y de que vivía realmente. Se acercó cautelosamente al espejo y entornó los ojos, con la idea de que, quizá por ventura, la nariz pudiera estar todavía en su lugar; pero al instante dio un salto atrás, murmurando: -¡Qué asquerosidad! Esto era verdaderamente incomprensible. Si hubiera desaparecido un botón, un reloj o cualquier otra cosa por el estilo...; pero, ¡desaparecer la nariz!... ¡Y, además, en su propia casa!... El mayor Kovalev, después de reflexionar un rato sobre las circunstancias del caso, dedujo que lo más probable era que la esposa del oficial del Estado Mayor Podtochin tuviera la culpa de todo esto, porque deseaba que su hija se casara con él. A él mismo no le desagradaba cortejar a la hija, pero siempre rehuía el desenlace final. Y cuando la dama le dijo claramente que deseaba que su hija se casara con él, él inclinó hábilmente la oferta sin ahorrarse cumplidos, diciendo que todavía era joven y que debía servir aún cinco años para llegar a cumplir el número redondo de cuarenta y dos. Y por esto la señora Podtochina decidió vengarse mutilándolo, y para eso debió alquilar algunas brujas, puesto que era absurdo suponer que le hubieran cortado la nariz. Nadie había entrado en la habitación. El barbero Iván Yakovlievich lo había afeitado el miércoles, y durante todo aquel día, lo mismo que el jueves, su nariz estaba intacta; de esto estaba seguro, y lo recordaba perfectamente. Además, hubiera experimentado algún dolor, y la herida no pudo cicatrizarse tan rápidamente, dejando una superficie plana como una torta. Planeó toda clase de proyectos en su cabeza. ¿Debía llevar a la señora Podtochina ante los tribunales o ir personalmente a su casa y obligarla a confesarlo todo? Sus reflexiones fueron interrumpidas por la luz que brilló a través de las rendijas de la puerta, prueba inequívoca de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Poco después apareció el mismo Iván llevando la vela delante de sí, y pronto la habitación quedó toda iluminada. El primer movimiento de Kovalev fue el de tomar su pañuelo y cubrirse la parte de la cara donde aún la noche anterior tenía la nariz, para que aquel bobo no se quedara mirando con la boca abierta, al ver aquella rareza de su señor. Iván no tuvo aún tiempo de irse a su cuarto, cuando en el recibimiento se oyó una voz desconocida que preguntaba: -¿Vive aquí el asesor colegiado Kovalev? -Pase; aquí está el mayor Kovalev -dijo Kovalev, levantándose rápidamente y abriendo la puerta. Entró un policía de buena presencia, con las mejillas llenas, que gastaba patillas, ni muy claras ni tampoco muy oscuras; aquel mismo que al principio de nuestro relato se encontraba en el extremo del puesto Isakievski. -¿Usted perdió, por casualidad, su nariz? -En efecto. -Pues ha sido hallada. -¿Qué dice usted? -gritó el mayor Kovalev. La alegría lo hizo enmudecer. Miraba fijamente al policía, en cuyos labios y mejillas jugueteaba la luz trémula de la vela- ¿Cómo la encontraron? -Pues por una extraña casualidad. Fue tomada casi en camino. Iba ya a tomar asiento en una diligencia y quería marcharse a Riga. Y desde hacía tiempo tenía un pasaporte extendido a nombre de un funcionario, y lo extraño es que yo mismo, al principio, la tomé por un señor; pero afortunadamente llevaba mis gafas conmigo, y en el acto vi que era una nariz. Verá, es que soy corto de vista, y si se pone usted delante de mí, no le veo más que la cara, sin distinguir ni la nariz, ni la barba, ni ninguna otra facción. Mi suegra, es decir, la madre de mi mujer tampoco ve nada. Kovalev estaba fuera de sí. -¿Dónde está? ¿Dónde? ¡Voy corriendo en seguida! -Tranquilícese. Sabiendo que usted la necesitaba, la he traído conmigo. Lo curioso es que el principal culpable de este asunto es ese bribón de barbero de la calle Vosnesenski. Ya desde hace tiempo sospechaba que era un borracho y un ladrón; anteayer robó unos botones en una tienda. Pero su nariz está completamente intacta. Y al decir estas palabras el policía metió la mano en el bolsillo y sacó la nariz, que estaba envuelta en un papel. -Pero... ¡si es ella! ¡Sí, verdaderamente es ella! Por favor, quédese a tomar una tacita de té conmigo. -Accedería muy gustoso, pero me es completamente imposible. De aquí tengo que ir al asilo de locos... Los precios de todos los comestibles han sufrido un alza terrible... En mi casa, mi suegra, la madre de mi esposa, y mis hijos..., el mayor sobre todo, es un chico que promete mucho, es muy inteligente; pero carecemos de medios para educarlo. Kovalev cayó en la cuenta de que lo que deseaba el policía era otra cosa, y entonces metió en su mano un billete de Banco que había tomado de la mesa. El policía hizo un profundo saludo y se marchó. Un minuto después Kovalev oía su voz en la calle regañando a un estúpido mujik que se había metido con su carro en la acera, y al que terminó propinando un par de estacazos. Al salir el policía, el asesor colegiado quedó durante unos cuantos minutos en un estado de ánimo indefinible, y sólo al cabo de unos momentos fue capaz de sentir y de ver; tan fuerte había sido la impresión inesperada. Tomó cuidadosamente la nariz en el hueco formado con ambas manos y volvió a mirarla con atención. -Sí, es ella, no cabe duda alguna. Aquí está el granito de ayer en la parte izquierda. Y poco le faltó para echarse a reír de alegría. Pero en este mundo no hay nada eterno. Por eso la intensidad de la alegría primera se fue haciendo más débil, hasta que, por último, ya apenas perceptible, se confundió con el estado habitual del alma, igual que sucede con los círculos producidos en el agua por la caída de una piedra, que se van deshaciendo en la tersa superficie, hasta desaparecer. Kovalev se quedó reflexionando y comprendió que el asunto aún no había concluido. La nariz había sido hallada, pero faltaba aún fijarla otra vez en su sitio. -¿Y si no consigo pegarla? Al hacerse a sí mismo esta pregunta, el mayor se volvió todo pálido. Presa de un sentimiento de terror inexplicable, se sentó frente al espejo para no poner la nariz oblicuamente. Sus manos temblaban. Con mucha atención y cuidado volvió a colocarla en su sitio. Pero... ¡qué espanto! La nariz no se adhería... Se la llevó a la boca, la calentó un poco con su aliento y volvió a colocarla en el lugar plano, situado entre las dos mejillas. ¡La nariz no se sostenía de ninguna manera! -¡Anda, tonta, haz el favor de estarte quieta! -le decía, pero ella parecía de madera y caía en la mesa como un pedazo de corcho, produciendo un sonido extraño. El rostro del mayor se contrajo convulsivamente. -¿Será posible que no se adhiera? -se preguntó asustado. Pero por más veces que intentara colocarla en su sitio Sus esfurezos resultaron siempre estériles. Llamó a Iván y lo mandó que fuera a avisar al médico, que ocupaba el mejor departamento de la casa. El médico era un hombre apuesto, que gastaba unas magníficas patillas negras, como la resina, y cuya mujer era hermosa y rebosaba salud por los cuatro costados. Por la mañana solía comer manzanas y cuidaba en extremo de la limpieza de su boca, enjuagándose todas las mañanas, durante casi tres cuartos de hora, y limpiándose los dientes con cinco clases de cepillos. El médico se presentó al instante. Después de preguntar al mayor Kovalev cuánto había pasado desde el accidente, lo tomó por la barbilla y le dio un papirotazo tan fuerte en el sitio en que estaba antes la nariz, que el mayor echó la cabeza hacia atrás y se dio un fuerte golpe contra la pared. El médico dijo que aquello no era nada, y le aconsejó que se retirase un poco de la pared; lo mandó ladear la cabeza un tanto hacia la derecha, y palpando el sitio donde antes estaba la nariz, dijo: «¡Hum!». Luego le hizo inclinar la cabeza hacia la izquierda y, volvió a decir: «¡Hum!». Y por último, como conclusión, volvió a darle un papirotazo con el pulgar, de modo que el mayor estiró la cabeza como un caballo al que le examinan los dientes. Hecho este examen, el médico maneó la cabeza y dijo: -No; no es posible. Es mejor que se quede usted así, pues de lo contrario, podría empeorar. Claro es que podría pegársele la nariz. Yo mismo se la colocaría en el acto. Pero le aseguro que sería peor para usted. -¡Pues estamos arreglados! Pero... ¡cómo! ¿Voy a quedarme sin nariz? -dijo Kovalev-. Peor que ahora no puede ser, ¡qué demonios! ¿Dónde puedo presentarme con un aspecto tan repugnante? Estoy bien relacionado, e incluso hoy mismo debería asistir a dos reuniones. Conozco a muchas personas; por ejemplo, a la esposa del consejero de Estado, Tchetcharev, así como a la señora Pedtochina, casada con un oficial del Estado Mayor..., aunque, en verdad, después de lo que acaba de hacer, no pienso tratarla más que a través de la policía. Por favor -prosiguió Kovalev con voz suplicante-. ¿No habría algún medio? ... ¿No se podría colocar, aunque no quedara bien del todo, con tal que se mantuviese en su sitio? Yo incluso podría sostenerla un poco con la mano en las situaciones peligrosas. Además, como no bailo, no puedo perjudicarla con ningún movimiento brusco y descuidado. Y en cuanto a los honorarios de sus visitas, tenga la seguridad de que sabré agradecérselas tanto como me permitan mis medios. -Créame -dijo el médico con voz ni muy alta ni muy baja, pero en tono persuasivo- , nunca atiendo por interés; eso va contra mis principios y mi arte. Es verdad que cobro mis visitas, pero por el sólo motivo de no ofender con mi negativa. Claro que yo podría pegarle la nariz, pero le juro por mi honor, si es que no da crédito a mi palabra, que esto no hará más que empeorar la situación. Es mejor que deje obrar a la naturaleza. Lávese a menudo esa parte con agua fría y le aseguro yo que vivirá usted sin nariz tan sano como si la tuviera. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la conserve en un frasco lleno de alcohol, o mejor aún, que eche allí dos cucharadas de vodka y vinagre caliente... Podrá obtener mucho dinero por ella. Yo mismo se la compraría siempre que no pidiese demasiado por ella. -¡No, no! ¡No la venderé por nada del mundo! -gritó desesperado el mayor Kovalev-. Prefiero que se pierda. -Perdone usted -dijo el médico saludando-. Sólo quería serle útil... ¡Qué le vamos a hacer! De todos modos, usted mismo puede reconocer que hice cuanto estaba de mi parte. Dicho esto, el médico salió de la habitación con una actitud llena de dignidad. Kovalev ni siquiera le había visto bien la cara, y en su profundo abatimiento, sólo reparó en los puños de su camisa, blancos como la nieve, que salían relucientes de las mangas del frac negro. Al día siguiente decidió escribir a la señora Pedtochina antes de llevar el asunto a la justicia, por ver si accedía a devolverle, sin lucha, lo que le pertenecía. Su carta estaba redactada de la siguiente forma: «Señora doña Alejandra Grigorievna. «Muy señora mía: No logro comprender su extraña manera de proceder. Tenga la seguridad de que al obrar de tal forma no gana nada con ello, ni me obligará a casarme con su hija. La historia de mi nariz ha quedado perfectamente aclarada, y también que nadie sino usted es la principal autora del hecho. La desaparición repentina de su lugar, su huida, su disfraz de funcionario, así como su aparición bajo su aspecto normal, todo esto no es más que el resultado de una brujería dirigida por usted o por personas que se ejercitan en tan innobles ocupaciones semejantes a las suyas. Yo, por mi parte, creo mi deber avisarla que si la nariz en cuestión no vuelve hoy mismo a su lugar, me veré obligado a recurrir a la defensa y protección de las leyes. Por lo demás, se reitera de usted su atento y seguro servidor.- Platón Kovalev. » *** «Señor don Platón Kovalev. «Muy señor mío: Su carta me ha causado gran sorpresa. Confieso que no esperaba semejante cosa por su parte, y aún menos en cuanto está relacionado con estos reproches injustificados. Le aseguro que nunca recibí en mi casa un funcionario a que alude, ni disfrazado ni sin disfrazar. Y si bien es cierto que estuvo en mi casa Felipe Ivanovich Potanchikov, que aspira a obtener la mano de mi hija, sepa que a pesar de su conducta intachable y sobriedad y de su gran cultura, jamás le hice concebir la menor esperanza. Me habla usted acerca de la nariz. Si con ello pretende insinuar que yo tenía la intención de darle en las narices, o sea negarle rotundamente la mano de mi hija, no puedo sino sorprenderme al verlo suponer semejante desatino, ya que no ignora que siempre opiné lo contrario. No obstante, si ahora tuviese usted la intención de pedir oficialmente la mano de mi hija, yo accedería gustosa, puesto que esto fue siempre mi mayor deseo. En esta esperanza, queda de usted suya segura servidora.- Alejandra Podtochina.» -No -dijo Kovalev, después de leer la carta-. No cabe duda, no es culpable. ¡Es imposible! Una carta así no la puede escribir una persona responsable de un crimen. El asesor colegiado era entendido en estas cosas, pues ya en varias ocasiones le habían sido encomendadas investigaciones en las provincias del Cáucaso. -¿Cómo y de qué forma había sucedido? ¡ Sólo el diablo lo podrá entender! -dijo, por fin, dejando caer los brazos. Mientras tanto, por toda la ciudad se habían propagado rumores acerca de este extraordinario acontecimiento, no sin adiciones especiales. Por aquel entonces las inteligencias de todas las personas eran muy propensas a creer en toda clase de fenómenos ultrarreales. Poco antes, el público se había interesado por los ensayos sobre el magnetismo. Además, la historia de las sillas andantes de la calle Koniujiña aún estaba reciente, así es que no era de extrañar que al poco tiempo corriera el rumor de que la nariz del asesor colegiado Kovalev se paseaba a las tres en punto por la perspectiva Nevski, por lo que diariamente acudía allí gran número de curiosos. Alguien dijo que la nariz se encontraba en el almacén Yunker, y pronto la gente se agolpó frente al Yunker, de tal modo, que tuvo que intervenir la Policía. Un especulador de aspecto respetable con patillas, y que vendía toda clase de pastelitos secos a la salida de los teatros, dispuso hermosos y sólidos banquillos de madera e invitó a los curiosos a tomar asiento, cobrando ochentakopeks por asiento. Un coronel salió expresamente más temprano de su casa para verla. Y a duras penas logró abrirse paso a través de la multitud; pero con gran indignación vio en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una camisa de lana de lo más corriente y una litografía que representaba a una joven que se arreglaba la media y un petimetre con el chaleco desabrochado y una pequeña barba, el cual la observaba detrás de un árbol, cuadro que colgaba siempre en el mismo lugar, desde hacía más de diez años. El coronel se alejó, murmurando todo disgustado: -¿Cómo se puede engañar al pueblo con semejantes tonterías y rumores inverosímiles? Después corrió el rumor de que la nariz del mayor Kovalev no se paseaba por el Nevski, sino por el jardín Tavicheski y que, al parecer, se encontraba allí desde hacía mucho tiempo. ChorservMirza habría mirado con asombro ese raro portento de la Naturaleza cuando vivía por allí. Unos cuantos Estudiantes de la Facultad de Medicina que estaban estudiando cirugía también fueron al jardín. Una ilustre y noble dama pidió por medio de una carta especial al guarda de aquel jardín que enseñara el raro fenómeno a sus hijos y, a ser posible, se lo explicara de manera instructiva y provechosa para la juventud. Todos estos acontecimientos proporcionaron una gran alegría a esos distinguidos caballeros del gran mundo, elemento indispensable de toda reunión, amantes de hacer reír a las damas, y cuya provisión de anécdotas se estaba agotando por entonces. Sin embargo, una minoría de gente respetable y bien intencionada se hallaba sumamente disgustada. Un señor incluso declaró, todo indignado, que no comprendía cómo en nuestro siglo pueden propagarse unos rumores tan absurdos, y le asombraba que el Gobierno no prestase atención a semejantes cosas. Este señor, como se ve, pertenecía a esa clase de personas que creen sea obligación del Gobierno intervenir y meterse en todo, hasta en la vida íntima y rozamientos de los matrimonios. Después de lo cual... Pero aquí el suceso vuelve a sumirse en la niebla, y no se sabe nada de lo que sucedió después. En este mundo ocurren las cosas más disparatadas. A veces, sin una pizca de verosimilitud. De pronto, aquella misma nariz que paseaba bajo la figura de un consejero de estado, y que causó tanto revuelo en la ciudad, apareció, como si nada hubiera ocurrido, en su sitio, o sea entre las dos mejillas del mayor Kovalev. Esto sucedió el 7 de abril. Por la mañana, al despertarse, miró como por casualidad al espejo, y vio reflejada en él... ¡su nariz! La tomó con las manos. ¡Efectivamente, era su nariz! «¡Vaya!», exclamó Kovalev, y de pura alegría iba ya a bailar descalzo por toda la habitación, cuando la llegada de Iván se lo impidió. Mandó en seguida que le trajeran agua para lavarse, y mientras se lavaba, volvió a mirarse en el espejo... ¡Sí, allí estaba su nariz! Frotóse con la toalla y nuevamente se contempló en el espejo. ¡La nariz seguía allí! -Mira, Iván: parece que tengo un grano en la nariz -dijo pensando para sí: «Sería horrible si ahora Iván me dijera: `No, señor; no sólo no tiene grano, sino que tampoco tiene nariz'». Pero Iván contestó: -No veo ningún grano; tiene la nariz completamente limpia. -¡Está bien! ¡Qué demonios! -murmuró para sí el mayor. Y chasqueó los dedos. En aquel momento asomó por la puerta la cabeza del barbero Iván Yakovlievich..., tímido como un gato al que acaban de pegar por haber robado un pedazo de sebo. -Ante todo, dime si tienes limpias las manos -gritó Kovalev desde lejos. -Están limpias. -Mientes -Sí, por Dios; las tengo limpias. -Bueno, pórtate con cuidado. Kovalev se sentó. Iván Yakovlievich le tapó con una servilleta y en un momento, con ayuda de la brocha, convirtió toda su barba y parte de sus mejillas en una crema semejante a la que se suele servir en las fiestas onomásticas de los comerciantes. «¡Vaya! -se dijo a sí mismo Iván Yakovlievich, tras haber mirado la nariz, y luego inclinó la cabeza y la miró de lado- ¡Vaya, aquí está! ¡Quién lo hubiera pensado!», prosiguió él, y se estuvo un buen rato mirando la nariz. Por último, con toda la dulzura y cuidado de que era capaz, alzó los dedos para tomar la nariz por la punta. Tal era el sistema de Iván Yakovlievich. -¡Eh, tú! ¡Ten cuidado! -grito Kovalev. Iván Yakovlievich dejó caer las manos, quedándose todo azorado y confuso, como nunca jamás había estado en su vida. Por fin, con sumo cuidado, empezó a cosquillearle la barbilla con la navaja, y aunque para él no resultaba cómodo ni fácil afeitar sin sostener el órgano del olfato, sin embargo, apoyando su áspero pulgar en la mejilla y en la mandíbula inferior, acabó por vencer todas las dificultades y le afeitó. Cuando todo hubo terminado, Kovalev se vistió de prisa, tomó un coche y se fue directamente a una confitería. Apenas entró, dijo en voz alta: -¡Eh chico! ¡Una taza de chocolate! -y al mismo tiempo se acercó al espejo. ¡La nariz seguía allí! Se volvió atrás muy alegre, y entornando un poco los ojos, miró con expresión un tanto satírica a dos militares, uno de los cuales tenía una nariz no más grande que un botón de chaleco. Después fue a la Cancillería del Departamento, en el que había solicitado el puesto de vicegobernador o, acaso de no poder alcanzar éste, el de ejecutor. Al pasar por la sala de espera echó una mirada al espejo... ¡La nariz seguía en su sitio! Luego fue a ver a otro asesor colegiado o mayor, muy guasón, a cuyas observaciones mordaces solía contestar diciendo: -Bueno; ya sé que tú eres un sabihondo y un pedante. Durante el camino pensaba: «Si el mayor no revienta de risa al verme, es un signo evidente de que no está su mujer». Pero el asesor colegiado no dijo nada. «¡Bien, bien! ¡Qué diablo!», pensó Kovalev para sus adentros. Por el camino encontró a la señora Podtochina con su hija, las saludó y fue acogido con exclamaciones de alegría; por tanto, todo estaba bien y no tenía ningún defecto. Se estuvo charlando con ellas un buen rato y sacó adrede delante de ellas su tabaquera, tardando mucho tiempo en llenarse los orificios de la nariz, diciendo para sí: «¡Aquí la tenéis! Mujeres, sois tontas, más tontas que las gallinas. En cuanto a tu hija, no tengo la menor intención de casarme con ella, así, par amour. ¡Qué se habrá creído!». Y desde entonces el mayor Kovalev se dejó ver, como si nada hubiera ocurrido, en la perspectiva Nevski, en los teatros y en todos los sitios. Y también la nariz, como si nada hubiera ocurrido, seguía fija en su rostro, sin dejar siquiera entrever que había semejante escapatoria. Después de lo cual se veía siempre al mayor Kovalev de buen humor, sonriente, persiguiendo, sin excepción a todas las mujeres bonitas. En cierta ocasión hasta se lo vio ante un puesto en el Lostiny Dvor, comprando un cordón de una condecoración, mas sin saber con qué motivo, pues no era caballero de ningún orden. Y he aquí la historia que sucedió en la capital septentrional de nuestro gran imperio. Sólo ahora, después de reflexionar sobre todo esto, vemos que hay mucho de inverosímil. Sin hablar de lo extraño de la desaparición sobrenatural de la nariz y su aparición en diferentes lugares, bajo la figura de consejero de Estado..., ¿cómo pudo Kovalev no comprender que era imposible buscar la nariz por medio de un aviso en el diario? No me refiero a que el precio sea elevado; simplemente me parece algo indecoroso, inconveniente y que no está bien. Y además, ¿cómo fue a parar la nariz al pan cocido, y cómo el mismo Iván Yakovlievich...? ¡No, no lo comprendo! Pero lo más extraño, lo más incomprensible es que los autores puedan elegir semejantes argumentos. Reconozco que esto es completamente inconcebible. Es nada menos que... ¡No, no! ¡No comprendo nada en absoluto! En primer lugar, no es nada provechoso para la patria; en segundo lugar... Pero si ni aun en segundo lugar le encuentro utilidad. Sencillamente no sé qué significa esto... No obstante, a pesar de todo, aunque admitamos lo uno y lo otro y lo tercero, puede incluso que... Pero ¿en dónde no existen cosas absurdas? Y, sin embargo, si reflexionamos sobre todo lo sucedido, veremos que, en efecto, hay algo. Digan lo que quieran, en el mundo se dan semejantes sucesos... aunque raras veces, pero suceden.