miércoles, 23 de mayo de 2018

Philip Roth Me casé con un comunista Fragmento

Philip Roth
Me casé con un comunista
Fragmento






Murray, el hermano mayor de Ira Ringold, fue mi primer profesor de Lengua y Literatura inglesa en la escuela media, y gracias a él me relacioné con Ira. En 1946 Murray acababa de licenciarse, tras haber servido en la XVII División Aerotransportada e intervenido en el contraataque que frustró el avance de los alemanes en las Ardenas. Fue uno de los soldados que, en marzo de 1945, efectuaron el famoso salto al otro lado del Rin que señaló el principio del fin de la guerra en Europa. En aquel entonces era un joven calvo, rudo e insolente, no tan alto como Ira pero esbelto y atlético, que sobresalía por encima de nuestras cabezas, siempre atento a su entorno. Sus ademanes y posturas eran del todo naturales, tendía a la verbosidad y era casi amenazante al expresar sus ideas. Le apasionaba dar explicaciones, clarificar, hacernos comprender, y por ello descomponía en sus principales elementos cualquier cosa de la que habláramos, con la misma meticulosidad con que efectuaba el análisis gramatical de una frase en la pizarra. Tenía un talento especial para dramatizar los interrogantes que suscitaban los temas, para darnos la intensa sensación de que estábamos escuchando un relato incluso cuando realizaba una tarea estrictamente analítica, y para examinar con toda claridad, a fondo y en voz alta, lo que leíamos y escribíamos. Junto con la fuerza muscular y la evidente inteligencia, el señor Ringold aportaba a la clase una espontaneidad visceral que era reveladora para los chicos amansados y adecentados incapaces de comprender todavía que obedecer las reglas del decoro impuestas por un profesor no tenía nada que ver con el desarrollo mental. Su simpática predilección por arrojarte un borrador de pizarra cuando le dabas una respuesta errónea tenía más importancia de la que quizás él mismo imaginaba. O tal vez no, tal vez el señor Ringold sabía muy bien que aquello que los chicos como yo necesitábamos aprender no era sólo la manera de expresarnos con precisión y reaccionar con más discernimiento a lo que nos decían, sino a ser revoltosos sin ser estúpidos, a no disimular demasiado ni comportarnos demasiado bien, a iniciar la liberación del ardimiento masculino, encerrado en la corrección institucional que tanto intimidaba a los muchachos más brillantes. Uno percibía, en el sentido sexual, la autoridad de un profesor de escuela de enseñanza media como Murray Ringold, una autoridad masculina en absoluto corregida por la piedad, mientras que, en el sentido religioso, percibía la vocación de un profesor como Murray Ringold, que no se diluía en la amorfa aspiración norteamericana a tener un gran éxito, un hombre que, al contrario que las profesoras, podría haber elegido cualquier otra profesión, pero prefirió dedicarnos su vida. No deseaba más que tratar con jóvenes en los que pudiera influir, y lo que más le satisfacía era la respuesta que obtenía de ellos. Desde luego, en ese momento no se evidenció la impresión que su audaz estilo docente producía en mi sentido de la libertad; ningún chico pensaba así con respecto a la escuela o a los profesores. No obstante, el anhelo incipiente de independencia social tuvo que ser alimentado en cierta manera por el ejemplo de Murray, y así se lo dije cuando, en julio de 1997, y por primera vez desde que me gradué en la escuela de enseñanza media, en 1950, me encontré con Murray, y a con noventa años, pero, en todos los aspectos visibles, todavía el profesor cuya tarea consiste, de forma realista y sin parodiarse a sí mismo ni exagerar de un modo teatral, en personificar para sus alumnos la rebelde expresión « me importa un comino» , en enseñarles que no es necesario que seas un Al Capone para transgredir las reglas, sino que basta con que pienses. —En la sociedad humana —nos enseñaba el señor Ringold—, el pensar es la mayor transgresión de todas. El pensamiento crítico —añadía, golpeando con los nudillos la mesa para subray ar cada una de las sílabas— es la subversión definitiva. Le dije a Murray que oír estas cosas en la adolescencia, expresadas por un hombre tan viril como él, verlas demostradas por él, me aportó la información más valiosa para mi desarrollo a la que me aferré, aunque comprendiéndola a medias, como es propio de un alumno de enseñanza media provinciano, protegido y noble, que aspira a ser racional, importante y libre. Murray, a su vez, me contó todo cuanto en mi adolescencia desconocía, y no podía haber sabido, de la vida privada de su hermano, una seria desventura rebosante de farsa sobre la que Murray reflexionaba en ocasiones a pesar de que Ira había muerto más de treinta años atrás. —Miles y miles de norteamericanos destruidos en aquellos años —dijo Murray—, víctimas políticas, víctimas de la historia, debido a sus creencias. Pero no recuerdo a nadie a quien derribaran de la misma manera que lo hicieron con Ira. No fue en el gran campo de batalla norteamericano que él mismo habría elegido para su destrucción. Tal vez, a pesar de la ideología, la política y la historia, una catástrofe auténtica siempre es, en el fondo, un desengaño personal, el paso de lo sublime a lo ridículo. No hay ocasión de llevar la contraria a la vida porque ha fracasado en el intento de trivializar a la gente. No, tienes que quitarte el sombrero ante las técnicas de que la vida dispone para despojar a un hombre de su importancia y vaciarlo por completo de su orgullo. Cuando le pregunté, Murray me contó de qué manera también él había sido despojado de su importancia. Yo tenía una idea general de lo ocurrido, pero apenas conocía los detalles, debido a que por entonces tuve que incorporarme a filas, tras mi graduación universitaria, en 1954; no regresé a Newark hasta varios años después, y la odisea política de Murray comenzó en mayo de 1955. Empezamos por la historia de Murray, y sólo al caer la tarde, cuando le pregunté si le gustaría quedarse a cenar conmigo, él pareció tener la misma sensación que y o, la de que nuestra relación había pasado a un plano más íntimo y no sería incorrecto que siguiéramos hablando abiertamente acerca de su hermano. Cerca de donde vivo, al oeste de Nueva Inglaterra, hay una pequeña universidad llamada Athena que organiza una serie de programas veraniegos de una semana de duración para personas mayores, y Murray, a sus noventa años, se había matriculado en el curso titulado pomposamente « Shakespeare y el milenio» . Esta circunstancia explica que tropezara con él en el pueblo el domingo de su llegada (no lo había reconocido, pero tuve la suerte de que él me reconociera) y que pasáramos nuestras seis noches juntos. Así apareció el pasado, esta vez en forma de un hombre muy anciano que tenía el talento necesario para no pensar en sus problemas un instante más de lo que merecían y que aún no podía perder su tiempo hablando con otra persona más que de cosas serias. Una obstinación palpable prestaba a su personalidad una plenitud sin fisuras, y ello a pesar de la reducción radical efectuada por el tiempo de su viejo y atlético físico. Al mirar a Murray mientras me hablaba de aquella manera familiarmente abierta y meticulosa, me dije: « He aquí la vida humana. Esto es resistencia» . En 1955, casi cuatro años después de que pusieran a Ira en la lista negra de profesionales de la radio porque era comunista, la Junta de Educación despidió a Murray de su puesto docente por negarse a cooperar con el Comité Doméstico de Actividades Anti-norteamericanas, cuando se presentó en Newark para dedicarse durante cuatro días a efectuar averiguaciones jurídicas. Lo rehabilitaron, pero sólo tras una lucha legal prolongada durante seis años que terminó en una decisión del Tribunal Supremo del Estado por cinco a cuatro: lo rehabilitaron con efecto retroactivo en cuanto a la paga, menos la cantidad de dinero que había ganado como vendedor de aspiradoras para mantener a su familia durante aquellos seis años. —Cuando no sabes qué otra cosa puedes hacer —me dijo Murray, sonriendo —, vendes aspiradoras de puerta en puerta. Aspiradoras Kirby. Derramas un cenicero lleno sobre la alfombra y aspiras las colillas para que lo vean, les aspiras la casa entera. Así es como vendes el aparato. En mi época aspiré la mitad de las casas de Nueva Jersey. Mira, Nathan, había mucha gente dispuesta a favorecerme. Tenía una esposa cuy os gastos médicos eran constantes, y una hija, pero el negocio iba muy bien y vendía aspiradoras a mucha gente. Y a pesar de sus problemas con la escoliosis, Doris iba a trabajar, había vuelto al laboratorio del hospital, donde trabajaba en hematología. Acabó por dirigir el laboratorio. En aquel entonces no había separación entre las cuestiones técnicas y las artes médicas, y Doris lo hacía todo: extraía sangre, embadurnaba las platinas. Era muy paciente, muy minuciosa con el microscopio. Estaba bien adiestrada y era observadora, precisa, entendida. Trabajaba en el Beth Israel, que estaba en la acera de enfrente; para volver a casa sólo tenía que cruzar la calle, y preparaba la cena sin quitarse la bata del laboratorio. No he conocido ninguna otra familia que, como la nuestra, usara matraces de laboratorio para el aderezo de la ensalada. El matraz Erlenmeyer. Removíamos el café con pipetas. Toda nuestra cristalería era del laboratorio. Cuando estábamos en aprietos, Doris se las arreglaba para llegar a fin de mes. Juntos éramos capaces de hacer frente al problema. —¿Y fueron a por ti porque eras el hermano de Ira? —le pregunté—. Siempre lo había dado por sentado. —No puedo saberlo con seguridad. Ira creía que sí. Tal vez fueron a por mí porque nunca me comporté como era de esperar de un profesor. Tal vez habrían ido a por mí incluso sin Ira. Empecé como agitador, Nathan. Ardía en deseos de establecer la dignidad de mi profesión. Es posible que eso les irritara más que cualquier otra cosa. La indignidad personal que debías sufrir como profesor cuando empecé a enseñar… no te lo creerías. Te trataban como a un niño. Todo cuanto te decían tus superiores tenía valor de ley, incuestionable. « Vendrás a tal hora, firmarás puntualmente en el libro de registro, pasarás tantas horas en la escuela y te encargarás de tareas por la tarde y por la noche, aun cuando eso no forme parte de tu contrato» . Toda clase de menudencias ordenadas por los de arriba. Te sentías denigrado. Puse todo mi empeño en la organización de nuestro sindicato, y no tardé en dirigir comités y ocupar puestos ejecutivos en la junta. No tenía pelos en la lengua, y admito que a veces era bastante locuaz. Creía conocer todas las respuestas, pero me interesaba que se respetara a los profesores, que tuvieran respeto y sueldo apropiados a su tarea, y esas cosas. Los profesores tenían problemas con la paga, las condiciones de trabajo, los beneficios… El inspector de enseñanza media no era amigo mío. Yo había tenido un papel destacado en la moción para impedir su promoción a inspector. Apoyé a otro candidato, y perdió. Así pues, como no me andaba con rodeos respecto a mi oposición a aquel hijo de puta, me tenía atravesado, y en el año 55 cayó el hacha y me citaron en la Sede Federal, donde tenía lugar una reunión del Comité Doméstico de Actividades Antiamericanas, para que diera mi testimonio. El presidente era un diputado llamado Walter, a quien acompañaban otros dos miembros del comité. Tres de ellos eran de Washington y les acompañaba su abogado. Estaban investigando todo tipo de influencias comunistas en la ciudad de Newark, pero en especial lo que ellos llamaban la « infiltración del partido» en el mundo laboral y docente. Se había realizado una serie de tales reuniones en todo el país, en Detroit, en Chicago… Sabíamos que nos iba a tocar, que era inevitable. A los profesores nos despacharon en un solo día, el último, un martes de mayo. Mi declaración duró cinco minutos. « ¿Ha sido usted ahora o alguna vez…?» . Me negué a responder. Ellos quisieron saber por qué, puesto que no tenía nada que ocultar. ¿Por qué no quería quedar limpio? Ellos sólo deseaban información. Para eso estaban allí. Se ocupaban de la legislación, no eran un organismo punitivo. Pero tal como yo entiendo la Declaración de Derechos, mis creencias políticas no les concernían, y eso es lo que les dije: « Esto no les concierne» . Aquella misma semana habían ido detrás de la Unión de Trabajadores Eléctricos, el viejo sindicato de Ira, allá en Chicago. Un lunes por la noche, mil sindicalistas se trasladaron en autobuses alquilados desde Nueva York para formar piquetes en el hotel Robert Treat, donde se alojaban los miembros del comité. El Star-Ledger describió la aparición de los piquetes como una « invasión de fuerzas hostiles a la investigación por parte del Congreso» . No una manifestación legal garantizada por los derechos expresados en la constitución, sino una invasión, nada menos, como la invasión de Polonia y Checoslovaquia por parte de Hitler. Uno de los congresistas del comité señaló a la prensa (y sin que le turbara el antiamericanismo que acechaba en su observación) que muchos de los manifestantes cantaban en español, lo cual demostraba que desconocían el significado de las pancartas que llevaban, que eran unos « primos» embaucados por el Partido Comunista. Le reconfortaba el hecho de que habían sido vigilados por el « grupo antisubversivo» de la policía de Newark. Después de que la caravana de autobuses cruzara el condado de Hudson, camino de regreso a Nueva York, un importante funcionario policial de allí manifestó: « Si hubiera sabido que eran rojos, habría encerrado al millar entero» . Tal era la atmósfera local, y eso era lo que había aparecido en la prensa cuando me interrogaron. Fui el primero de los citados aquel martes. Faltaba poco para que terminaran mis cinco minutos, y, ante mi rechazo a cooperar, el presidente dijo que le decepcionaba que un hombre instruido y comprensivo como y o se negara a prestar su ayuda para la seguridad del país, no diciendo al comité lo que quería saber. Encajé eso en silencio. Hice una sola observación hostil, y fue cuando uno de aquellos cabrones concluy ó diciéndome: « Pongo en duda su lealtad, señor» ; a lo que respondí: « Y yo pongo en duda la suy a» . Entonces el presidente me dijo que si seguía difamando a cualquier miembro del comité, haría que me expulsaran. « No vamos a quedarnos aquí de brazos cruzados tolerando su palabrería y escuchando sus difamaciones» , me dijo. « Tampoco y o tengo que quedarme aquí y escuchar sus difamaciones, señor presidente» , repliqué. Hasta ahí llegaron las cosas. Mi abogado me dijo que no siguiera, y ése fue el final de mi declaración. Dijeron que podía irme. Pero cuando me levantaba de la silla, uno de los congresistas me interpeló, supongo que para provocar mi desprecio: « ¿Cómo es posible que le paguen con el dinero de los contribuy entes cuando su condenable juramento comunista le obliga a enseñar de acuerdo con la política soviética? ¿Cómo, en nombre de Dios, puede ser usted un agente libre y enseñar lo que dictan los comunistas? ¿Por qué no abandona el partido y cambia de dirección? ¡Vuelva al estilo de vida norteamericano, se lo ruego!» . Pero no mordí el anzuelo, no le dije que mi enseñanza no tenía nada que ver con los dictados de cualquier cosa que no fuese la composición y la literatura, aunque, al final, no parecía importar lo que dijera o dejase de decir: aquella noche, en la última edición deportiva, apareció mi cara en la primera plana del Newark Times, bajo el titular: « Negativa de un testigo en interrogatorio a rojos» , y la cita: « "No toleraremos su palabrería", dice el CDAA a un profesor de Newark» . Bueno, uno de los miembros del comité era Bry den Grant, diputado por el estado de Nueva York. Supongo que te acuerdas de los Grant, Bryden y Katrina. Todos los americanos se acuerdan de ellos. Pues bien, para esa gente los Ringold eran como los Rosenberg. Ese chico guapo de la alta sociedad, esa nulidad perversa, estuvo a punto de destruir a nuestra familia. ¿Y sabes por qué? Porque una noche Grant y su mujer asistieron a una fiesta que Ira y Eve daban en el piso de la calle West Eleventh, y Ira se metió con Grant como sólo él podía meterse con alguien. Grant era amigo de Wernher von Braun, o eso creía Ira, y éste le dio un buen rapapolvo. Grant era, a primera vista, desde luego, un tipo decadente de clase alta, de los que tanto irritaban a Ira. La mujer escribía unas populares novelas rosas que las mujeres devoraban, y Grant aún era columnista del Journal-American. Para Ira, Grant era la encarnación del individuo mimado y privilegiado. No podía soportarlo. Cada gesto de Grant le provocaba náuseas, y aborrecía su línea política. Hubo una escena en toda regla: Ira gritó e insultó a Grant, y durante el resto de su vida Ira sostuvo que la venganza de Grant contra nosotros empezó esa noche. Era propio de Ira presentarse sin ningún camuflaje. Dice lo que piensa, no se guarda nada, sin una sola excusa. De ahí el magnetismo que tenía para ti, pero era también lo que le convertía en repelente para sus enemigos. Y Grant era uno de sus enemigos. La riña duró tres minutos, pero, según Ira, esos tres minutos sellaron su destino y el mío. Había humillado a un descendiente de Uly sses S. Grant, graduado por Harvard y empleado de William Randolph Hearst, por no mencionar marido de la autora de Eloísa y Abelardo, el libro más vendido en 1938, y La pasión de Galileo, el libro más vendido de 1942… y eso nos sentenció. Estábamos acabados: al insultar públicamente a Bry den Grant, Ira no sólo había puesto en tela de juicio las impecables credenciales del marido, sino también la inextinguible necesidad de la esposa de tener razón. Mira, no estoy seguro de que eso lo explique todo, aunque no porque Grant fuese menos imprudente en el uso del poder que el resto de la banda de Nixon. Antes de ir al Congreso, escribía una columna para el Journal-American, una columna de chismorreo tres veces por semana, acerca de Broadway y Hollywood, a la que añadía una porción de injurias a Eleanor Roosevelt. Así dio comienzo la carrera de Grant en el servicio público. Eso fue lo que tanto le cualificó para formar parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Era un columnista de chismorreos antes de que eso se convirtiera en el gran negocio que es hoy. Estuvo en ello al comienzo, en la mejor época de los grandes pioneros. Era un grupo formado por Cholly Knickerbocker, Winchell, Ed Sullivan y Earl Wilson. Y estaban también Damon Runyon, Bob Considine, Hedda Hopper… y Bryden Grant era el esnob del grupo, no el luchador callejero, no el rufián, no el enterado locuaz que frecuentaba Sardi’s o The Brown Derby o el gimnasio de Stillman, sino el aristócrata de la chusma que frecuentaba el Racquet Club. Grant empezó con una columna titulada « El runrún de Grant» y, como debes recordar, estuvo a punto de acabar como jefe de personal de la Casa Blanca durante la administración Nixon. El congresista Grant era un gran favorito de Nixon. Perteneció, como Nixon, al Comité de Actividades Antiamericanas. Recuerdo la época, en el 68, en que la administración Nixon puso de nuevo en circulación el nombre de Grant para el puesto de jefe de personal. Lástima que renunciaran. Fue la peor decisión que Nixon tomó jamás. Ojalá Nixon hubiera considerado la ventaja política de nombrar, en vez de a Haldeman, a ese escritorzuelo mercenario y pretencioso como jefe de la operación de encubrimiento del Watergate, pues la carrera de Grant podría haber terminado entre rejas. Bry den Grant en la cárcel, en una celda entre la de Mitchell y la de Ehrlichman. La tumba de Grant. Pero eso jamás ocurriría. Puedes oír a Nixon cantar las alabanzas a Grant en las cintas de la Casa Blanca. Eso está ahí, en las transcripciones. « Bryden tiene el corazón bien templado» , le dice el presidente a Haldeman. « Es testarudo, capaz de hacer cualquier cosa. Y no exagero, cualquier cosa» . Le dice a Haldeman el lema de Grant sobre la manera de tratar a los enemigos de la administración: « Destrúyelos en la prensa» . Y entonces, con admiración (es un epicúreo de la difamación perfecta, de la calumnia que arde con una llama dura, como una gema), el presidente añade: « Bry den tiene instinto asesino. Nadie hace un trabajo más hermoso» . El congresista Grant murió mientras dormía, cuando era un viejo estadista rico y poderoso, todavía muy respetado en Staatsburg, Nueva York, donde pusieron su nombre al campo de fútbol de una escuela. Durante la audiencia observé a Bry den Grant, tratando de creer que era algo más que un político empeñado en una venganza personal que encontraba en la obsesión nacional el medio de ajustar cuentas. En nombre de la razón, buscas algún motivo más elevado, un significado más profundo… en aquellos días aún acostumbraba a ser razonable acerca de lo irrazonable y buscar la complejidad en las cosas sencillas. Exigía a mi inteligencia unas explicaciones que no eran realmente necesarias. Me decía: « Es imposible que sea tan mezquino e insípido como parece. Eso no puede ser más que la décima parte de la verdad. Ha de haber algo más» . ¿Pero por qué? La mezquindad y la insipidez también pueden ser imponentes. ¿Qué podría ser más firme, más constante que la mezquindad y la insipidez? ¿Son acaso obstáculos que dificultan la astucia y la dureza? ¿Invalidan el objetivo de ser un personaje importante? No es preciso tener una visión evolucionada de la vida para ansiar el poder, ni para alcanzarlo. De hecho, una visión evolucionada de la vida puede ser el peor obstáculo, mientras que la carencia de esa visión puede ser la ventaja más espléndida. No es necesario evocar las desdichas de su infancia aristocrática para comprender al congresista Grant. Al fin y al cabo, es la persona que ocupó el escaño de Hamilton Fish, quien odiaba de veras a Roosevelt, a un aristócrata del río Hudson como Franklin Delano Roosevelt. Fish estudió en Harvard después de Roosevelt. Le envidiaba, le odiaba y, puesto que el distrito de Fish incluía Hyde Park, acabó siendo congresista de Roosevelt. Gran aislacionista y estúpido como pocos. En los años treinta, Fish fue el primer zopenco de clase alta que actuó como presidente del precursor de aquel pernicioso comité. El prototípico aristócrata hijo de puta, farisaico, patriotero y estrecho de miras que era Hamilton Fish. Y cuando, en 1952, efectuaron la nueva división de los distritos electorales, Bryden Grant fue su chico. Después de la audiencia, Grant abandonó el estrado donde los tres miembros del comité y su abogado estaban sentados y fueron directamente a mi encuentro. Él era el que me había dicho aquello de que ponía en tela de juicio mi lealtad. Pero ahora sonreía amablemente, como sólo Bry den Grant sabía hacerlo, como si hubiese inventado la sonrisa amable, me tendió la mano y, por mucho que me repugnara, se la estreché. La mano de la sinrazón, y, de una manera razonable, civilizada, como los boxeadores se tocan mutuamente los guantes antes de un combate, se la estreché, un gesto que dejó consternada durante días a mi hija Lorraine. « Señor Ringold» , me dijo. « Hoy he venido aquí para ay udarle a limpiar su reputación. Ojalá hubiera cooperado más. No facilita usted las cosas, ni siquiera a quienes somos comprensivos. Quiero que sepa que no me han designado oficialmente para representar al comité en Newark, pero sabía que usted daría testimonio y por eso solicité venir, porque pensé que no le sería de mucha ayuda que se presentara en mi lugar mi amigo y colega Donald Jackson» . Jackson era el individuo que había ocupado el asiento de Nixon en el comité. Donald L. Jackson, de California. Un pensador deslumbrante, dado a declaraciones públicas del tipo de: « Me parece que ha llegado la hora de ser americano o no ser americano» . Fueron Jackson y Velde quienes encabezaron la búsqueda sistemática de los comunistas subversivos para erradicarlos del clero protestante. Era una cuestión nacional apremiante para aquellos tipos. Después de que Nixon dejara el comité, consideraron a Grant la punta de lanza intelectual del comité, el que extraía para ellos sus profundas conclusiones… y, por triste que sea decirlo, es más que probable que lo fuera. Grant siguió diciéndome: « Pensé que quizá le sería de más ay uda que el honorable caballero de California. A pesar de su comportamiento de hoy, todavía lo creo así. Quiero que sepa que si, tras descansar bien esta noche, decide usted limpiar su reputación…» . Entonces fue cuando Lorraine estalló. Tenía catorce años. Ella y Doris estaban sentadas detrás de mí, y el enojo de Lorraine, en el transcurso de la sesión, había sido incluso más audible que el de su madre. Enojada e inquieta, apenas capaz de refrenar la agitación de su cuerpecillo de catorce años. « ¿Por qué ha de limpiar su reputación?» , le preguntó al congresista Grant. « ¿Qué ha hecho mi padre?» . Grant le sonrió afablemente. Era un hombre muy bien parecido, con el cabello plateado, estaba en buena forma y sus trajes eran los más caros confeccionados por Tripler. Sus modales no podrían haber agraviado a la madre de nadie. Había en su voz una agradable mezcla, era respetuosa y, al mismo tiempo, suave y viril, y le dijo a Lorraine: « Eres una hija leal» . Pero la chica no se dio por vencida, y ni Doris ni y o intentamos refrenarla. « ¿Limpiar su reputación? No tiene ninguna necesidad de hacer eso… su reputación no está sucia» , le dijo a Grant. « Es usted quien ensucia su reputación» . « Está usted evadiendo el tema, señorita Ringold» , le dijo Grant. « Su padre tiene ciertos antecedentes» . « ¿Antecedentes?» , replicó Lorraine. « ¿Qué antecedentes? ¿Cuáles son?» . Él sonrió de nuevo. « Es usted una joven muy simpática, señorita Ringold» , le dijo. « Eso no tiene nada que ver. ¿Cuáles son sus antecedentes? ¿Qué ha hecho?» . « Su padre nos dirá lo que ha hecho» . « Mi padre ya ha hablado» , dijo ella, « y usted está retorciendo todo lo que dice, convirtiéndolo en un montón de mentiras para que parezca culpable. Su reputación está limpia. Puede dormir por la noche, pero no sé si usted puede hacerlo, señor. Mi padre sirvió a este país tan bien como los demás. Sabe de lealtad y lucha, y lo que significa ser americano. ¿Es así como trata usted a la gente que ha servido a su país? ¿Para eso luchó él, para que usted esté ahí sentado e intente manchar su nombre? ¿Para que trate de echarle fango encima? ¿A eso lo llama lealtad? ¿Qué ha hecho usted por Estados Unidos? ¿Escribir columnas de chismorreo? ¿Es eso tan americano?. Mi padre tiene principios, y son unos decentes principios americanos, y usted no tiene ningún derecho a tratar de destruirle. Va a la escuela, enseña a los niños, trabaja tan duro como puede. Deberían tener ustedes un millón de profesores como él. ¿Es ése el problema? ¿Que es demasiado bueno? ¿Por eso tienen que decir mentiras sobre él? ¡Deje en paz a mi padre!» . Como Grant no replicaba, Lorraine gritó: « ¿Qué pasa? Tenía tanto que decir cuando estaba en el estrado, ¿y ahora se ha vuelto el señor mudo? No despega los labios, ¿eh?» . Entonces le tapé la boca y le dije: « Ya basta» . Pero ella se enfadó conmigo. « No, no basta. No bastará hasta que dejen de tratarte así. ¿No va usted a decir nada, señor Grant? ¿Son así los Estados Unidos, nadie dice nada delante de los jóvenes de catorce años? ¿Sólo porque no voto, es ése el problema? ¡Bueno, pues tenga la seguridad de que nunca votaré por usted ni por ninguno de sus asquerosos amigos!» . Se echó a llorar, y fue entonces cuando Grant me dijo: « Ya sabe dónde encontrarme» , nos sonrió a los tres y se marchó a Washington. Así son las cosas. Te joden y entonces te dicen: « Tienes suerte de que sea yo quien te hay a jodido y no el honorable caballero de California» . Nunca me puse en contacto con él. Lo cierto es que mis creencias políticas estaban bastante localizadas, jamás fueron ampulosas, como las de Ira. Jamás me interesé como él por el destino del mundo. Me interesaba más, desde un punto de vista profesional, por el destino de la comunidad. Mi preocupación no era tanto política como económica, y yo diría que sociológica, por lo que se refiere a las condiciones de trabajo, a la situación de los profesores en la ciudad de Newark. Al día siguiente, el alcalde Carlin declaró a la prensa que gente como yo no debería enseñar a nuestros hijos, y la Junta de Educación me encausó por comportarme de una manera impropia de un profesor. El inspector vio en eso una justificación para librarse de mí. No había respondido a las preguntas de un órgano gubernamental responsable, por lo que era incompetente ipso facto. Dije a la Junta de Educación que mis creencias políticas no tenían nada que ver con mi condición de profesor de Lengua y Literatura inglesa en el sistema educativo de Newark. Sólo había tres bases para mi expulsión: insubordinación, incompetencia e inmoralidad manifiesta, y argumenté que ninguna de ellas era aplicable a mi caso. Varios ex alumnos míos desfilaron ante la junta para dar testimonio de que jamás había tratado de adoctrinar a nadie, ni en el aula ni en ninguna otra parte. Ninguna persona relacionada con el mundo docente me había oído tratar de adoctrinar a nadie en nada que no fuese el respeto por la lengua inglesa, ni los padres, ni mis alumnos, ni mis colegas. Mi ex capitán del ejército testimonió en mi favor. Vino desde Fort Bragg. Eso fue impresionante. Disfruté vendiendo aspiradoras. Algunas personas cruzaban la calle cuando me veían, incluso gente a la que tal vez le avergonzaba comportarse así, pero no quería que la contaminara. Cierto que eso no me apuraba. Contaba con todo el apoy o del sindicato de profesores y también tenía mucho en el exterior. Llegaban donativos, contábamos con el salario de Doris y y o vendía aspiradoras. Conocía gente de todos los campos profesionales y establecía contacto con el mundo real más allá de la enseñanza. En fin, era un profesional, un profesor de escuela que leía, impartía lecciones sobre Shakespeare, os hacía a vosotros, los chicos, analizar frases, memorizar poemas y apreciar la literatura, y no creía que hubiera otra forma de vida digna de ser vivida. Pero me dediqué a vender aspiradoras y llegué a sentir una gran admiración por muchas de las personas a las que conocía, y todavía estoy agradecido por ello. Creo que, gracias a eso, tengo una actitud mejor ante la vida. —Supón que el tribunal no te hubiera rehabilitado. ¿Seguirías teniendo una actitud mejor? —¿Si hubiera perdido? Creo que me habría ganado la vida bastante bien, que habría sobrevivido intacto. Tal vez habría lamentado algunas cosas, pero no creo que eso hubiera afectado mi temperamento. En una sociedad abierta, por mal que vay an las cosas, siempre hay una salida. Perder tu trabajo y que los periódicos te llamen traidor son cosas muy desagradables, pero de todos modos no es una situación inamovible, como en caso de totalitarismo. No me metieron en la cárcel ni me torturaron. A mi hija no le negaron nada. Me arrebataron mi medio de vida y algunas personas dejaron de hablarme, pero otras me admiraban. Mi mujer y mi hija me admiraban. Muchos de mis ex alumnos me admiraban, y lo decían así, abiertamente. Y podía entablar una querella legal. Tenía libertad de movimientos, podía conceder entrevistas, recaudar fondos, contratar un abogado, recusar al tribunal, cosa que hice. Cierto que puedes sufrir un ataque cardiaco de tanto sentirte deprimido y desgraciado, pero también puedes encontrar alternativas, y así lo hice. En fin, si el sindicato hubiera fracasado, no hay duda de que eso me habría afectado. Pero no fracasamos. Luchamos y, finalmente, ganamos. Igualamos los salarios de hombres y mujeres, así como los de los profesores de enseñanza primaria y secundaria. Conseguimos que todas las actividades fuesen, en primer lugar, voluntarias, y en segundo lugar, pagadas. Luchamos por conseguir que la baja por enfermedad fuese más larga. Exigimos un permiso de cinco días para cualquier clase de asuntos personales. Conseguimos que los ascensos se basaran en exámenes y no en el favoritismo, lo cual significaba que todas las minorías tenían una oportunidad justa. Atrajimos negros al sindicato y, a medida que su número aumentaba, fueron ocupando puestos de mando. Pero eso fue hace años. Ahora el sindicato me decepciona mucho. Se está convirtiendo en una organización codiciosa. El salario, eso es todo. Lo que debe hacerse para educar a los chicos es lo último en lo que piensan. Una gran decepción. —¿Fue muy terrible durante esos seis años? ¿Qué perdiste con ello? —No creo que perdiera nada. Desde luego, tienes que apechugar con el insomnio. Me pasaba muchas noches en blanco, pensando en toda clase de cosas: cómo hacer esto, qué haría a continuación, a quién debía llamar, y cosas por el estilo. Siempre estaba reconstruy endo lo sucedido y proy ectando lo que sucedería. Pero entonces llega la mañana, te levantas y haces lo que tienes que hacer. —¿Y cómo se tomó Ira lo que te había ocurrido? —Pues le afligió. Incluso diría que fue su ruina si no fuese porque todo lo demás y a le había arruinado. Yo confié desde el principio en que ganaría, y así se lo dije. No tenían razones legales para despedirme. Él me decía una y otra vez: « Estás de broma. Esos no necesitan razones legales» . Conocía a demasiada gente que había sido despedida; no había más que hablar. Al final gané, pero él se sentía responsable de lo que había sufrido. Cargó con ese sentimiento durante el resto de su vida. Y también con lo tuyo, ¿sabes? Se sentía culpable de lo que te ocurrió. —¿Amí? —repliqué—. No me ocurrió nada. Era un crío. —Bueno, algo te ocurrió. Desde luego, no debería sorprendernos el descubrimiento de que en nuestra vida ha habido un acontecimiento, algo importante, de lo que no sabíamos nada. Nuestra vida es en sí y por sí misma algo de lo que sabemos muy poco. —Recordarás que cuando te licenciaste en la universidad no conseguiste una beca Fulbright —me dijo Murray—. Bueno, eso fue por culpa de mi hermano. En el curso 1953-1954, mi último año en Chicago, solicité una beca Fulbright para proseguir en Oxford mis estudios de graduado en letras, y me rechazaron. Había figurado en los primeros puestos de mi clase, tenía unas recomendaciones entusiastas y, tal como lo recuerdo ahora (probablemente por primera vez desde que ocurrió), no sólo me afectó el hecho de que me rechazaran, sino también que un condiscípulo cuyas calificaciones eran muy inferiores a las mías hubiera obtenido una beca Fulbright para estudiar en Inglaterra. —¿Es eso cierto, Murray ? Sólo creí que fue algo absurdo, injusto, la veleidad del destino. No sé qué pensar. Tuve la sensación de que me habían quitado algo más… y entonces me llamaron a filas. ¿Cómo sabes que fue así? —El agente se lo dijo a Ira. El FBI. Se encargó de Ira durante años. Iba a visitarle. Intentaba conseguir que le diera nombres, diciéndole que así podría probar su inocencia. Creían que eras el sobrino de Ira. —¿Su sobrino? ¿Cómo se les ocurrió tal cosa? —No me lo preguntes. El FBI no siempre tenía los datos correctos. Tal vez no siempre quería tenerlos. Aquel individuo le dijo a Ira: « ¿Sabe usted que su sobrino ha solicitado una beca Fulbright? El chico que está en Chicago. Pues no la ha conseguido porque usted es comunista» . —¿Crees que eso era cierto? —Sin ninguna duda. Mientras escuchaba a Murray, observaba lo descarnado que se había vuelto, pensando en que su aspecto físico era la materialización de aquella coherencia suy a, la consecuencia de una indiferencia sostenida durante toda la vida a todo cuanto no fuese la libertad en su sentido más austero… pensando en que Murray era un hombre de esencias, que su carácter no era contingente, que dondequiera que se encontrase, incluso vendiendo aspiradoras, se las ingeniaba para mantener su dignidad… pensando que Murray (por quien no sentí afecto ni tuve necesidad de ello, a quien sólo me unía el contrato entre profesor y alumno) era Ira (por quien sí sentí afecto) en una versión más mental, juiciosa, prosaica, Ira con un objetivo social práctico, claro, bien definido, Ira sin las ambiciones heroicamente exageradas, sin esa apasionada, exaltada relación con todo; tenía una imagen mental del torso desnudo de Murray, todavía agraciado, cuando y a contaba cuarenta y un años, con todos los signos de la juventud y la fortaleza. Era una imagen de Murray Ringold tal como le había visto un martes por la tarde en el otoño de 1948, asomado a la ventana y retirando los marcos con tela metálica del piso en una segunda planta de la avenida Lehigh donde vivía con su mujer y su hija. Quitar y poner las telas metálicas, retirar la nieve, echar sal al hielo, barrer la acera, podar el seto, lavar el coche, recoger y quemar las hojas, bajar al sótano dos veces al día, entre octubre y marzo, para cuidar de la caldera que calentaba el suelo del piso: avivar el fuego, cubrirlo, extraer la ceniza con la pala, subirla en cubo por la escalera y echarla a la basura… El inquilino tenía que estar en forma para hacer todas esas tareas antes y después de ir al trabajo, tenía que ser vigilante y diligente, y estar en forma, de la misma manera que las esposas tenían que estar en forma para asomarse a las ventanas traseras, los pies bien afianzados en el suelo, y, fuera cual fuese la temperatura, allá arriba como marineros trabajando en el aparejo, tender la colada en el tendedero, tender las prendas una a una con las pinzas, haciendo avanzar la cuerda hasta que toda la ropa húmeda de la familia estaba colgada y aleteaba en el aire de la industrial Newark, y luego recoger la cuerda y destender la colada pieza a pieza, depositarla doblada en el cesto y llevarla a la cocina, donde se secaría antes de plancharla. Para que una familia siguiera adelante era preciso, ante todo, ganar dinero, preparar la comida, imponer disciplina, pero también había esas actividades pesadas, desagradables, propias de marineros: trepar, alzar, acarrear, arrastrar, girar la manivela, desenrollar, todas esas tareas que me cronometraban cuando recorría en bicicleta los tres kilómetros desde mi casa a la biblioteca: tic, tac, tic, el metrónomo de la vida diaria del barrio, la añeja cadena de la existencia en una ciudad norteamericana. En la misma avenida Lehigh donde vivía el señor Ringold se alzaba el hospital Beth Israel, donde y o sabía que la señora Ringold había trabajado como ay udante de laboratorio antes de que naciera su hija, y a la vuelta de la esquina estaba la filial de la biblioteca Osborne Terrace, adonde acudía en bicicleta cada semana en busca de libros. El hospital, la biblioteca y la escuela, representada por mi profesor: el nexo institucional del barrio estaba presente para mí, de la manera más tranquilizadora, prácticamente en aquella manzana cuadrada de casas. Sí, el barrio se hallaba en plena actividad cotidiana aquella tarde de 1948 en que vi al señor Ringold asomado a la ventana, retirando la tela metálica de la ventana principal. Cuando frené para bajar la empinada pendiente de la avenida Lehigh, le vi pasar una cuerda por uno de los ganchos en los extremos del marco y entonces, tras gritar « ¡Ahí va!» , lo bajó por la pared del edificio de dos plantas y desván, hacia un hombre que estaba en el jardín, el cual desanudó la cuerda y depositó el marco en un rimero contra el pórtico de ladrillo. Me sorprendió la manera en que el señor Ringold realizaba un acto a la vez atlético y práctico. Para hacerlo con el garbo con que él lo había hecho, uno tenía que ser muy fuerte. Cuando llegué a la casa, vi que el hombre del jardín era un gigante con gafas. Allí estaba Ira, el hermano que había ido a nuestra escuela, al Auditorio, para hacer una representación de Abe Lincoln. Aparecía él solo, vestido de época, en el escenario, y pronunciaba el discurso de Lincoln en Getty sburg y luego el segundo discurso inaugural, para finalizar con la que el señor Ringold, el hermano del orador, nos dijo más adelante que era la frase más noble y hermosa escrita jamás no sólo por cualquier presidente, sino por cualquier autor norteamericano (una frase que era como una larga y traqueteante locomotora, con una ristra de pesados furgones de cola, que entonces nos hacía analizar y comentar durante toda una clase): « Sin malicia hacia nadie, con caridad para todos, con firmeza en lo justo; como Dios nos concede ver lo justo, esforcémonos por terminar la obra que tenemos entre manos, por sanar las heridas de la nación, por cuidar de quien tenga que soportar la lucha, y por su viuda y su huérfano; por hacer cuanto pueda para lograr y proteger una paz justa y duradera entre nosotros, y con todas las naciones» . Durante el resto del programa, Abraham Lincoln se quitaba el sombrero de copa y discutía con el senador proesclavista Stephen A. Douglas, cuy o papel (los puntos más insidiosamente antinegros fueron abucheados ruidosamente por un grupo de estudiantes, del que y o formaba parte, miembros de un grupo de discusión extraescolar llamado Club Contemporáneo) leía Murray Ringold, quien había organizado la visita a la escuela de Iron Rinn. Como si no fuese bastante desorientador ver al señor Ringold en público sin camisa ni corbata, incluso sin camiseta, Iron Rinn no iba más vestido que un boxeador. Pantalones cortos y zapatillas deportivas, nada más… iba casi desnudo, y no sólo era el hombre más corpulento que jamás había visto de cerca, sino también el más famoso. Los radioyentes escuchaban a Iron Rinn cada jueves por la noche en Los libres y los valientes, una popular dramatización semanal de episodios edificantes de la historia norteamericana. Representaba a hombres como Nathan Hale, Orville Wright, Wild Bill Hickok y Jack London. En la vida real estaba casado con Eve Frame, primera actriz del teatro de repertorio « serio» semanal, llamado Radioteatro Norteamericano. Mi madre lo sabía todo acerca de Iron Rinn y Eve Frame, gracias a las revistas que leía en la peluquería. Nunca habría comprado esas revistas, y las desaprobaba tanto como mi padre, quien deseaba que su familia fuese ejemplar, pero ella las leía bajo el secador, y también hojeaba las revistas sobre la moda, los sábados por la tarde, cuando iba a ay udar a su amiga, la señora Svirsky, quien, con su marido, tenía una tienda de ropa en la calle Bergen, al lado de la sombrerería de la señora Unterberg, donde mi madre también echaba una mano en ocasiones, los sábados y los días de ajetreo previos a la Pascua. Una noche, después de que hubiéramos escuchado el Radioteatro Norteamericano, algo que hacíamos desde los tiempos más remotos a los que alcanzaba mi memoria, mi madre nos habló de la boda de Eve Frame con Iron Rinn y de las personalidades de la escena y la radio que asistieron como invitados. Eve Frame había llevado un traje de dos piezas de lana rosa oscuro, las mangas adornadas con anillos dobles de piel de zorro a juego, y se tocaba con la clase de sombrero que nadie en el mundo lucía de un modo más encantador que ella. Mi madre lo llamaba « un sombrero con velo ven acá» , un estilo que, al parecer, Eve Frame había hecho famoso al actuar frente al ídolo del cine mudo Carlton Pennington en Ven acá, cariño mío, película en la que ella representaba perfectamente a la joven mimada de clase alta. Se sabía que llevaba uno de esos sombreros con velo cuando, guión en mano, actuaba ante el micrófono en Radioteatro Norteamericano, aunque también la habían fotografiado ante el micro de la radio con fieltros de ala caída, sombreritos redondos sin alas, panamás y, cierta vez, recordaba mi madre, cuando actuó como invitada en El show de Bob Hope, un sombrero negro de paja en forma de platillo con un seductor velo de seda delgadísima. Mi madre nos dijo que Eve Frame tenía seis años más que Iron Rinn, que el cabello le crecía dos centímetros y medio al mes y que se lo aclaraba para la escena de Broadway, que su hija, Sy lphid, tocaba el arpa, se había graduado en la escuela de música Juilliard y era fruto del matrimonio de Eve Frame con Carlton Pennington. —¿A quién le importa? —preguntó mi padre. —A Nathan —replicó ella, a la defensiva—. Iron Rinn es el hermano del señor Ringold, y éste es su ídolo. Mis padres habían visto a Eve Frame en películas mudas, cuando era una chica guapa, y seguía siendo bella. Yo lo sabía porque, cuatro años atrás, por mi undécimo cumpleaños, me llevaron a ver mi primera obra teatral en Broadway, El difunto George Apley, de John P. Marquand, y Eve Frame actuaba en ella. Luego, mi padre, cuy os recuerdos de Eve Frame como joven actriz del cine mudo seguían, al parecer, matizados de cariño, comentó: « Esa mujer pronuncia el inglés británico como no lo hace nadie» , y mi madre, que no sé si habría comprendido qué era lo que motivaba la alabanza de su marido, le dijo: « Sí, pero se abandona. Habla muy bien, representa de maravilla su papel y está adorable con ese peinado a lo paje, pero los kilos de más no favorecen a una mujer menuda como Eve Frame, y menos todavía cuando lleva un vestido veraniego de piqué blanco, tanto si es con falda ancha como si no» . Entre las mujeres del club de dominó chino, del que mi madre era miembro, cada sábado que a ella le tocaba recibirlas en casa para jugar, se discutía acerca de si Eve Frame era o no judía. Esta discusión fue especialmente acalorada tras la cena, celebrada pocos meses después, a la que Ira me invitó a asistir en casa de Eve Frame. La gente, deslumbrada por los astros de la pantalla que rodeaban al muchacho no menos deslumbrado, se hacía lenguas de que la actriz se llamaba en realidad Fromkin. Chava Fromkin. En Brookly n había unos Fromkin de los que se suponía que eran la familia a la que ella repudió al trasladarse a Hollywood y cambiar de nombre. —¿A quién le importa eso? —inquiría mi padre, siempre serio, cada vez que el asunto salía a relucir y él pasaba casualmente por la sala de estar, donde las mujeres jugaban al dominó chino—. En Hollywood todo el mundo se cambia de nombre. Cada vez que esa mujer abre la boca nos da una lección de bien hablar. Sale al escenario, representa a una dama y sabes que es una dama. —Dicen que es de Flatbush —acostumbraba a añadir la señora Unterberg, la dueña de la sombrerería—. Dicen que su padre tiene una carnicería kosher. —También dicen que Cary Grant es judío —recordaba mi padre a las señoras—. Los fascistas solían afirmar que Roosevelt era judío. La gente dice toda clase de cosas. No es eso lo que me interesa, sino su manera de actuar, que a mi modo de ver es extraordinaria. —Bueno —decía la señora Svirsky, la que tenía la tienda de ropa con su marido—. El cuñado de Ruth Tunick está casado con una Fromkin, una Fromkin de Newark. Ella tiene parientes en Brookly n, y juran que su prima es Eve Frame. —¿Qué dice Nathan? —preguntó la señora Kaufman, ama de casa y amiga de mi madre desde la infancia. —No dice nada —respondió mi madre. La había adiestrado para que dijera eso. ¿Cómo? Muy sencillo. Cuando ella, en nombre de las damas, me preguntó si yo sabía si Eve Frame, del Radioteatro Norteamericano, era en realidad Chava Fromkin de Brooklyn, le dije: « ¡La religión es el opio del pueblo! Esas cosas no tienen importancia… me tienen sin cuidado. ¡Ni lo sé ni me importa!» . —¿Cómo es su casa? —le preguntó la señora Unterberg a mi madre—. ¿Qué se había puesto? —¿Qué clase de cena sirvió? —inquirió la señora Kaufman. —¿Cómo era su peinado? —quiso saber la señora Unterberg. —¿Y él mide de veras dos metros? ¿Qué dice Nathan? ¿Usa zapatos del número cuarenta y cinco? Hay quien dice que todo no es más que publicidad. —¿Y tiene la piel tan picada de viruelas como parece en las fotos? —¿Qué dice Nathan de su hija? ¿Qué clase de nombre es Sylphid? —preguntó la señora Schessel, cuy o marido era podólogo, como mi padre. —¿Es ése su verdadero nombre? —inquirió la señora Svirsky. —No es judío, como Sylvia —dijo la señora Kaufman—. Creo que es un nombre francés. —Pero el padre no era francés —comentó la señora Schessel—. El padre es Carlton Pennington, con quien ella actuó en muchas películas. Y en una, esa en la que Pennington hacía de barón maduro, se fugaba con él. —¿Aquella en la que llevaba el sombrero? —Nadie en el mundo luce un sombrero como lo hace ella —sentenció la señora Unterberg—. Lo mismo da que sea una boina, un sombrerito de ceremonia con unas flores, un sombrero de paja o uno de esos armatostes negros con velo, cualquier cosa, un fieltro tirolés marrón con una pluma, un turbante de lana, una capucha de anorak forrada de piel… no importa lo que se ponga, tiene un aspecto estupendo. —En una foto llevaba, nunca lo olvidaré —dijo la señora Svirsky—, un vestido de noche blanco con bordado de oro y un manguito de armiño blanco. No había visto a nadie tan elegante en toda mi vida. Había una comedia… ¿cómo se llamaba? Fuimos a verla juntas, chicas. Llevaba un vestido de lana color vino tinto, la falda y el corpiño anchos, adornado con encantadoras volutas bordadas… —¡Sí! —exclamó la señora Unterberg—. Y un sombrero con velo a juego. De fieltro, alto, color vino tinto, con el « velo arrugado» . —¿La recordáis con un vestido de volantes en aquella otra comedia? — preguntó la señora Svirsky—. Nadie lleva los volantes como ella. ¡Una hilera doble de volantes blancos en un vestido de cóctel negro! —Pero ese nombre, Sy lphid… —insistió la señora Schessel—. ¿De dónde procede? —Nathan lo sabe —dijo la señora Svirsky—. Preguntémosle. ¿No está Nathan aquí? —Está haciendo los deberes —respondió mi madre. —Pues pregúntaselo. ¿Qué clase de nombre es Sy lphid? —Se lo preguntaré luego —dijo mi madre. Pero ella era lo bastante discreta para no hacerlo, aunque en mi fuero interno, desde que tuve acceso al círculo encantado, ardía en deseos de contárselo a todo el mundo. ¿Cómo visten? ¿Qué comen? ¿De qué hablan mientras comen? ¿Cómo es su casa? Es espectacular. Mi primer encuentro con Ira, ante el domicilio del señor Ringold, tuvo lugar el martes 12 de octubre de 1948. Si la World Series no hubiera terminado el lunes, es posible que, tímidamente, por deferencia a la intimidad de mi profesor, hubiera pedaleado más rápido al pasar ante la casa donde él y su hermano retiraban los marcos de tela metálica y, sin agitar la mano ni decir siquiera hola, hubiese doblado la esquina de Osborne Terrace. Resultó, sin embargo, que el día anterior había escuchado la retransmisión del partido en el que los Indians vencieron a los veteranos Boston Braves en el último partido, y lo había hecho en el despacho del señor Ringold. Aquella mañana, el profesor trajo consigo un receptor de radio y, después de las clases, invitó a los chicos cuyas familias aún no tenían televisión, la gran may oría de nosotros, a apretujarse en su despachito de director del departamento de inglés para escuchar el partido, que y a había comenzado en el campo de los Braves. Así pues, la cortesía requería que redujera bastante la velocidad y le diera las gracias por su amable gesto del día anterior. Y la cortesía también requería que saludara y sonriese al gigante que estaba en su jardín. Con la boca seca, rígido, tuve que detenerme, presentarme y responder un tanto simplonamente cuando él me sorprendió al preguntarme: « ¿Cómo te va, muchacho?» , respondiendo que, la tarde en que él se presentó en el auditorio, fui uno de los chicos que abuchearon a Stephen A. Douglas cuando proclamó ante Lincoln: « Me opongo a que los negros gocen de cualquier clase de ciudadanía. [Buuu.] Creo que este gobierno tiene un fundamento blanco. [Buuu.] Creo que se ha organizado para los hombres blancos [buuu], en beneficio de los hombres blancos [buuu] y de sus descendientes para siempre. [Buuu.] Estoy a favor de limitar la ciudadanía a los hombres blancos… en vez de conferirla a negros, indios y otras razas inferiores. [Buuu. Buuu. Buuu.]» . Algo mucho más arraigado que la mera cortesía (la ambición de ser admirado por mi convicción moral) me impulsó a superar la timidez y decirle, decirle a la trinidad de Ira, a las tres personas que se daban en él (el mártir patriota del podio, Abraham Lincoln; Iron Rinn, el norteamericano de las ondas aéreas, dotado de talento natural y audacia; y el matón redimido del primer distrito de Newark, Ira Ringold), que fui y o quien instigó el abucheo. El señor Ringold bajó las escaleras desde el segundo piso, sudando copiosamente, sin más indumentaria que unos pantalones de color caqui y unos mocasines. Le seguía la señora Ringold, quien, antes de regresar arriba, dejó una bandeja con una jarra de agua fría y tres vasos. Y así, a las cuatro y media de la tarde del 12 de octubre de 1948, un ardiente día de otoño y la tarde más asombrosa de mi adolescencia, dejé la bicicleta en el suelo y me senté en los escalones del pórtico de mi profesor de inglés con el marido de Eve Frame, Iron Rinn, de Los libres y los valientes, hablando de una World Series en la que Bob Feller perdió, increíblemente, dos juegos y Larry Doby, el pionero de los jugadores negros en la Liga Americana, a quien todos admirábamos, pero con una admiración distinta de la que sentíamos por Jackie Robinson, había salido vencedor. Entonces hablamos de boxeo, de que Louis había dejado fuera de combate a Joe Walcott de Jersey, cuando éste iba muy por delante en puntuación; de que el junio pasado Tony Zale había recuperado el título de peso medio, arrebatándoselo a Rocky Graziano allí mismo, en Newark, en el estadio Ruppert, derribándole con un gancho de izquierda en el tercer asalto, y luego lo había perdido a manos de un francés, Marcel Cerdan, en Jersey City, un par de semanas atrás, en septiembre… Iron Rinn me estaba hablando de Tony Zale y de repente se puso a hablar de Winston Churchill, de un discurso que Churchill había pronunciado pocos días antes y que le había sulfurado, un discurso en el que aconsejaba a Estados Unidos que no destruy era su reserva de bombas atómicas porque el arma atómica era lo único que impedía que los comunistas dominaran el mundo. Se refería a Winston Churchill en el mismo tono en que hablaba de Leo Durocher y Marcel Cerdan. Llamó al político inglés cabrón reaccionario y fomentador de la guerra sin el menor titubeo, exactamente como llamaba bocazas a Durocher y holgazán a Cerdan. Hablaba de Churchill como si éste estuviera al frente de la gasolinera de la avenida Ly ons. No era así como nosotros hablábamos de Churchill en casa, sino más bien la manera en que nos referíamos a Hitler. Al igual que su hermano, Ira no establecía en su conversación ninguna línea de corrección, y carecía de tabúes convencionales. Podías mezclar y revolver todo cuanto quisieras: deportes, política, historia, literatura, opiniones osadas, citas polémicas, sentimientos idealistas, rectitud moral… Todo esto producía una extraordinaria sensación tonificante, evocaba un mundo distinto y peligroso, exigente, honesto, agresivo, liberado de la necesidad de complacer. Y liberado de la escuela. Iron Rinn no era sólo un astro de la radio, sino alguien fuera del aula que decía lo que pensaba sin ningún temor. Yo acababa de leer una obra acerca de un hombre que también decía lo que pensaba sin ningún temor, Thomas Paine, y ese libro, una novela histórica de Howard Fast titulada El ciudadano Tom Paine, figuraba entre los que estaban en el cesto de mi bicicleta y que iba a devolver a la biblioteca. Mientras Ira me hablaba mal de Churchill, el señor Ringold se había acercado a los libros que habían caído al suelo, junto al pórtico, y examinaba los lomos para ver qué leía y o. La mitad de los libros, escritos por John R. Tunis, trataban de béisbol, y la otra mitad, de Howard Fast, eran de historia norteamericana. Estaba formando mi idealismo, y mi idea del hombre, a lo largo de unas líneas paralelas: una, alimentada por novelas acerca de campeones del béisbol que ganaban sus juegos con grandes dificultades, sufrían adversidades, humillaciones y muchas derrotas en su esforzado camino hacia la victoria, y la otra, por novelas sobre norteamericanos heroicos que lucharon contra la tiranía y la injusticia, paladines de la libertad de Estados Unidos y de toda la humanidad. Un sufrimiento heroico. Ésa era mi especialidad. El ciudadano Tom Paine no era tanto una novela urdida a la manera acostumbrada como un vínculo sostenido de floreos retóricos muy apasionados que rastreaban las contradicciones de un hombre ofensivo dotado de un intelecto que arde a fuego lento y con los ideales sociales más puros, escritor y revolucionario. « Era el hombre más odiado del mundo entero, y tal vez el más amado por parte de unos pocos» . « Una mente apasionada como pocas ha habido en la historia de la humanidad» . « Sentía en su alma el látigo que azotaba las espaldas de millones de seres» . « Sus pensamientos e ideas estaban más próximos a los del trabajador medio de lo que jamás podrían estarlo los de Jefferson» . Así era Paine, tal y como lo retrataba Fast, un hombre ferozmente testarudo e insociable, beligerante folclórico y épico, desaliñado, sucio, vestido como un pordiosero, armado con un mosquete en las turbulentas calles de Filadelfia en tiempo de guerra, un hombre implacable, cáustico, a menudo borracho, frecuentador de burdeles, perseguido por asesinos y sin amigos. Lo hizo todo él solo: « Mi única amiga es la revolución» . Cuando terminé el libro, tenía la sensación de que no existía más camino que el de Paine para vivir y morir si uno estaba resuelto a exigir, en nombre de la libertad humana (exigir tanto a los dirigentes lejanos como a la ruda muchedumbre), la transformación de la sociedad. Lo hizo todo él solo. No había nada en Paine que fuese más atractivo, a pesar del nulo sentimentalismo con que Fast representaba un aislamiento nacido de la independencia desafiante y la desgracia personal, pues Paine había terminado sus días también solitario, viejo, enfermo, desdichado, víctima del ostracismo y traicionado, despreciado, especialmente por haber escrito en su testamento definitivo, La era de la Razón: « No creo en la fe que profesa la Iglesia judía, la Iglesia católica, la Iglesia griega, la Iglesia turca, la Iglesia protestante ni cualquiera de las iglesias que conozco. Mi mente es mi propia Iglesia» . Leer el libro acerca de él había hecho que me sintiera audaz, airado y, por encima de todo, libre para luchar por aquello en lo que creía. El ciudadano Tom Paine era el libro que el señor Ringold había recogido del cesto de mi bicicleta para acercarse con él a donde estábamos sentados. —¿Conoces este libro? —le preguntó a su hermano. Las manazas de Abe Lincoln que tenía Iron Rinn tomaron el libro prestado por la biblioteca y pasaron las primeras páginas. —No, nunca he leído a Fast. Y debería hacerlo. Es un hombre estupendo, con agallas. Estuvo al lado de Wallace desde el primer día. Leo su columna siempre que tengo el Worker entre las manos, pero y a no dispongo de tiempo para leer novelas. Lo hacía en Irán. Mientras servía leí a Steinbeck, Upton Sinclair, Jack London, Caldwell… —Si vas a leerle, en este libro se encuentra el mejor Fast —dijo el señor Ringold—. ¿No es cierto, Nathan? —Es un gran libro —respondí. —¿Has leído El sentido común? —me preguntó Iron Rinn—. ¿Has leído los escritos de Paine? —No. —Pues léelos —me dijo Iron Rinn mientras seguía hojeando el libro. —Howard Fast incluy e muchas citas de los escritos de Paine —observé. Iron Rinn alzó la vista. —La fuerza del may or número es la revolución, pero no deja de ser curioso que la humanidad hay a sufrido la esclavitud durante milenios sin percatarse de esa verdad. —Eso está en el libro —le dije. —Era de esperar. —¿Sabes en qué consistía el genio de Paine? —me preguntó el señor Ringold —. Era el genio de todos aquellos hombres. Jefferson, Madison… ¿Sabes en qué consistía? —No —respondí. —Sí que lo sabes. —En desafiar a los ingleses. —No, eso lo hizo mucha gente. Consistió en expresar la causa en inglés. La revolución fue totalmente improvisada, con una desorganización absoluta. ¿Es ése el sentido que le encuentras a este libro, Nathan? Bueno, aquellos hombres tenían que encontrar un lenguaje para su revolución, las palabras apropiadas para un gran objetivo. —Paine decía: « Escribí un librito porque quería que los hombres vieran aquello a lo que disparaban» —le dije al señor Ringold. —Y eso es lo que hizo —replicó el señor Ringold. —Aquí tienes —dijo Iron Rinn, señalando unas líneas del libro—. Sobre Jorge III. Escucha. « Sufriría la desdicha de los demonios si prostituy era mi alma jurando fidelidad a semejante hombre, embrutecido por la bebida, estúpido, testarudo e inútil» . Las citas de Paine que Iron Rinn había recitado, empleando la voz sin pulimentar, destinada al pueblo de Los libres y los valientes, figuraban entre la docena, más o menos, que y o había anotado y memorizado. —Te gusta esa frase, ¿eh? —me dijo el señor Ringold. —Sí, me gusta lo de prostituir su alma. —¿Por qué? Yo empezaba a sudar profusamente, a causa del sol en la cara, la excitación de estar con Iron Rinn y por tener que responder al señor Ringold como si estuviera en clase, mientras estaba sentado entre dos hermanos sin camisa que medían casi dos metros, dos hombres corpulentos y naturales que exudaban la clase de virilidad poderosa e inteligente a la que y o aspiraba, hombres capaces de hablar de béisbol y boxeo al mismo tiempo que hablaban de libros, y que hablaban de libros como si en un libro hubiera algo en juego, que no lo abrían para reverenciarlo ni exaltarlo ni retirarse del mundo que los rodeaba. No, abrían el libro para boxear con él. —Porque normalmente no piensas en tu alma como una prostituta — respondí. —¿Qué quería decir con eso de prostituir su alma? —Venderla —repliqué—. Vender su alma. —Correcto. ¿Ves hasta qué punto es más potente escribir « sufriría la desdicha de los demonios si prostituyera mi alma» que « si vendiera mi alma» ? —Sí, claro. —¿Por qué es más potente? —Porque al tratar al alma de prostituta la personifica. —Sí… ¿y qué más? —Bueno, la palabra prostituta… no es una palabra convencional, no se oy e en público. La gente no va por ahí escribiendo prostituta o diciendo esa palabra en público. —¿Por qué no? —Por pudor, turbación, decoro. —Decoro. Muy bien. Entonces, decir eso es una audacia. —Sí. —Y eso es lo que te gusta de Paine, ¿verdad? ¿Su audacia? —Creo que sí. —Y ahora sabes por qué te gusta lo que te gusta. Estás muy adelantado, Nathan… Y lo sabes porque miraste una palabra que él usó, una sola palabra, y pensaste en ella, te hiciste algunas preguntas sobre esa palabra, hasta que viste a través de esa palabra, como si fuese una lupa, viste una de las fuentes del poder que tiene este gran escritor. Es audaz. Thomas Paine es audaz. ¿Pero la audacia es suficiente? Eso es sólo una parte de la fórmula. La audacia debe tener un objetivo, pues de lo contrario es de pacotilla, superficial y vulgar. ¿Por qué Thomas Paine es audaz? —Lo es por sus convicciones —respondí. —Vay a, ése es mi chico —dijo de repente Iron Rinn—. ¡Ése es mi chico, el que abucheó al señor Douglas! De esta manera acabé, cinco días después, como invitado de Rinn a un mitin celebrado en el centro de Newark, en el Mosque, que era el teatro más grande de la ciudad, en favor de Henry Wallace, candidato presidencial del recién creado Partido Progresista. No estaría con el público en general, sino entre bastidores. Wallace había formado parte del gabinete de Roosevelt como secretario de agricultura a lo largo de siete años, antes de convertirse en vicepresidente durante el tercer mandato de Roosevelt. En 1944 lo excluy eron de la candidatura y fue sustituido por Truman, en cuy o gabinete sirvió brevemente como secretario de comercio. En 1946, el presidente despidió a Wallace por arengar en favor de la cooperación con Stalin y la amistad con la Unión Soviética precisamente en el momento en que Truman y los demócratas habían empezado a percibirla no sólo como un enemigo ideológico, sino también como una grave amenaza para la paz cuy a expansión por Europa y otras partes del mundo debía contener Occidente. Esta división en el seno del Partido Demócrata, entre la may oría antisoviética dirigida por el presidente y los progresistas simpatizantes soviéticos encabezados por Wallace, contrarios a la doctrina de Truman y al Plan Marshall, se reflejó en mi propia casa, en la escisión entre padre e hijo. Mi padre, quien había admirado a Wallace cuando éste era el protegido de Roosevelt, estaba en contra de su candidatura por la razón que esgrimían tradicionalmente los norteamericanos para no apoy ar a candidatos de un tercer partido, en este caso porque se llevaría los votos del ala izquierda del Partido Demócrata que debían recaer en Truman, y prácticamente aseguraría la elección del gobernador de Nueva York, Thomas E. Dewey, el candidato republicano. La gente de Wallace decía que su partido obtendría de seis a siete millones de votos, un porcentaje del voto popular mucho may or del que jamás había recibido cualquier tercer partido estadounidense. —Lo único que va a hacer tu hombre es impedir que los demócratas lleguen a la Casa Blanca —me dijo mi padre—. Y si ganan los republicanos, eso significará para el país el sufrimiento que siempre ha ocasionado esa gente. Tú no habías nacido cuando mandaban Hoover, Harding y Coolidge. No tienes una experiencia directa de la crueldad del Partido Republicano. ¿Desprecias los grandes negocios, Nathan? ¿Desprecias a los que tú y Henry Wallace llamáis « los peces gordos de Wall Street» ? Bueno, no sabes cómo es cuando el partido de los grandes negocios pone el pie en la cara de la gente corriente. Yo sí que lo sé. Conozco la pobreza y unas penalidades de las que tú y tu hermano, gracias a Dios, os habéis librado. Mi padre había nacido en los barrios pobres de Newark. Llegó a ser podólogo gracias a que se había costeado él mismo los estudios nocturnos trabajando de día como conductor de una camioneta de reparto, y durante toda su vida, incluso después de que hubiera logrado ahorrar algún dinero y hubiese adquirido su propia casa, siguió identificándose con los intereses de la que él llamaba gente corriente, y y o, junto con Henry Wallace, el hombre medio. Me decepcionaba enormemente oír a mi padre cuando se negaba terminantemente a votar al candidato que, como traté de convencerle, apoyaba sus propios principios del Nuevo Trato. Wallace quería un programa de sanidad nacional, protección de los sindicatos, beneficios para los trabajadores; era contrario al decreto de TaftHartley y a la persecución de la clase obrera, así como al proy ecto de ley Mundt-Nixon y a la persecución de los radicales políticos. Si se aprobaba el proy ecto de ley Mundt-Nixon, sería necesario el registro gubernamental de todos los comunistas y organizaciones de frente comunista. Wallace había dicho que la ley Mundt-Nixon era el primer paso hacia un estado policial, un esfuerzo para silenciar con miedo al pueblo norteamericano, y decía del proy ecto de ley que era « el más subversivo» presentado jamás en el Congreso. El Partido Progresista apoy aba la libertad de ideas para competir en lo que Wallace llamaba « el mercado de las ideas» . Lo que más me impresionaba era que Wallace, cuando hacía campaña en el sur, se había negado a dirigirse a cualquier público con segregación racial. Fue el primer candidato presidencial que tuvo ese grado de valor e integridad. —Los demócratas jamás harán nada por terminar con la segregación —le dije a mi padre—. Nunca prohibirán el linchamiento, el impuesto de capitación ni la discriminación contra el negro. Nunca lo han hecho y nunca lo harán. —No estoy de acuerdo contigo, Nathan —replicó él—. Fíjate en Harry Truman. Su programa político tiene un punto sobre los derechos civiles; espera a ver lo que hace ahora que se ha librado de esos sureños intolerantes. Aquel año no sólo Wallace se había separado del Partido Demócrata, sino que también lo habían hecho los « intolerantes» de los que hablaba mi padre, los demócratas sureños, los cuales habían formado su propio partido, el Partido de los Derechos de los Estados, los dixiecrats, como se llamaba a los demócratas disidentes de los estados del Sur. Su candidato a la presidencia era el gobernador de Carolina del Sur, Strom Thurmond, un segregacionista fanático. Los dixiecrats también recibirían votos de los estados meridionales que normalmente iban a parar al Partido Demócrata, lo cual era otro motivo de que se apoyara a Dewey para derrotar a Truman en una victoria aplastante. Cada noche, durante la cena, me esforzaba por persuadir a mi padre para que votara a Henry Wallace, por el restablecimiento del Nuevo Trato, y cada noche él intentaba hacerme comprender la necesidad de compromiso en unas elecciones tan importantes. Pero como mi héroe era Thomas Paine, el patriota más intransigente de la historia norteamericana, me bastaba oír la primera sílaba de la palabra compromiso para levantarme bruscamente de la silla y decirles, a él, a mi madre y a mi hermano de diez años (a quien le gustaba repetirme, cada vez que y o hablaba del asunto, en un tono exageradamente exasperado: « Un voto por Wallace es un voto por Dewey » ) que no podría comer de nuevo a la mesa si mi padre estaba presente. Una noche, cuando estábamos cenando, mi padre probó otro plan de acción: instruirme más sobre el desprecio de los republicanos hacia los valores de la igualdad económica y la justicia política que y o tanto apreciaba, pero no me dejé convencer. Los dos grandes partidos políticos carecían igualmente de conciencia respecto a los derechos de los negros; ambos eran indiferentes a las injusticias que comporta el sistema capitalista; tanto el uno como el otro estaban ciegos a las consecuencias catastróficas para la humanidad entera de la provocación deliberada de nuestro país al pueblo ruso amante de la paz. A punto de verter lágrimas, y con toda sinceridad, le dije a mi padre: « Me sorprendes de veras» , como si él fuese el hijo inflexible. Pero me esperaba una sorpresa may or. El sábado, al atardecer, me dijo que preferiría que no asistiera aquella noche al mitin de Wallace en el Mosque. Si todavía deseaba ir después de que hubiéramos hablado, no intentaría impedírmelo, pero por lo menos quería que le escuchara antes de tomar mi decisión definitiva. El martes, cuando regresé de la biblioteca y, a la hora de la cena, anuncié triunfalmente que Iron Rinn, el actor radiofónico, me había invitado al mitin de Wallace en el centro de la ciudad, era evidente que el encuentro con Rinn me había emocionado tanto, estaba tan fuera de mí debido al interés personal que me había mostrado, que mi madre prohibió a mi padre que me hablara de sus reservas acerca del mitin. Pero ahora él quería que escuchara aquello que, como padre, consideraba un deber decirme, y sin que y o perdiera los estribos. Mi padre me tomaba tan en serio como los Ringold, pero no con la osadía política de Ira, ni con el ingenio literario de Murray, sino, sobre todo, con su aparente ausencia de preocupación por mi decoro, por si y o sería o no un buen muchacho. Por hacer una comparación de boxeo, los Ringold eran dos golpes en rápida sucesión, y prometían iniciarme en el gran espectáculo, en la comprensión de lo que hace falta para ser un hombre a gran escala. Los Ringold me impulsaban a reaccionar con un nivel de rigor que me parecía adecuado al hombre que soy ahora. Con ellos no se trataba de ser un buen muchacho, y lo único importante eran mis convicciones. Claro que ellos no tenían la responsabilidad de un padre, que consiste en orientar a su hijo para que se aleje de las trampas ocultas. El maestro no tiene esa preocupación por los peligros como tiene el padre. A éste le preocupa la conducta de su hijo, ha de encargarse de adaptar a su pequeño Tom Paine al medio social. Pero cuando el pequeño Tom Paine ha sido admitido entre los hombres y el padre sigue educándolo como a un muchacho, el padre está acabado. Cierto, se preocupa por las trampas, haría mal en otro caso, pero de todos modos está acabado. El pequeño Tom Paine no tiene más alternativa que prescindir de él, traicionar al padre y avanzar audazmente en línea recta hacia la primera trampa de la vida. Y entonces, por sí solo, hacer lo que aporta auténtica unidad a su existencia, ir de una trampa a otra durante el resto de sus días, hasta la tumba, la cual, si no tiene nada que la haga recomendable, por lo menos es la última trampa en la que uno puede caer. —Escúchame bien —me dijo mi padre—, y luego decide lo que te parezca. Respeto tu independencia, hijo. ¿Quieres llevar una insignia de Wallace a la escuela? Pues llévala. Éste es un país libre. Pero has de conocer todos los hechos. No puedes tomar una decisión informada sin conocer los hechos. ¿Por qué la señora Roosevelt, la respetada viuda del gran presidente, había retirado su apoyo y se había puesto en contra de Henry Wallace? ¿Por qué el CIO, una organización de trabajadores tan ambiciosa como la que más en Estados Unidos, había retirado su dinero y su apoy o a Henry Wallace? Debido a la infiltración comunista en la campaña de Wallace. Mi padre no quería que fuese al mitin porque los comunistas casi se habían apoderado del Partido Progresista. Me dijo que o bien Henry Wallace era demasiado ingenuo para saberlo, o (lo que, por desgracia, se acercaba más a la verdad) bien era demasiado deshonesto para admitirlo, pero los comunistas, sobre todo los de los sindicatos dominados por los comunistas y y a expulsados del CIO… —¡Acusador de comunistas! —exclamé, y salí de casa. Tomé el autobús 14 y fui al mitin. Allí estaba Paul Robeson, quien me tendió la mano cuando Ira me presentó como el muchacho de la escuela de quien le había hablado. « Aquí está, Paul, el chico que inició el abucheo a Stephen A. Douglas» . Paul Robeson [1] , el actor y cantante negro, era uno de los presidentes del comité en pro de la candidatura de Wallace para la presidencia; el mismo que, pocos meses atrás, en una manifestación que tuvo lugar en Washington contra el proy ecto de ley Mundt-Nixon, cantó 0l’ Man River a una multitud de cinco mil manifestantes, al pie del monumento de Washington; el mismo que no mostró temor alguno ante el Comité Judicial del Senado, y cuando, durante el interrogatorio sobre el asunto Mundt-Nixon, le preguntaron que si obedecería la ley en caso de que fuera aprobada, respondió que la violaría, y cuando le preguntaron que qué era lo que defendía el Partido Comunista, respondió con igual rotundidad: « La igualdad absoluta de los negros» . Paul Robeson me estrechó la mano y me dijo: « No pierdas el valor, muchacho» . Estar allí, detrás del escenario, con los actores y oradores, rodeado al mismo tiempo por dos nuevos y exóticos mundos, el ambiente izquierdista y el mundo de las bambalinas, era tan emocionante como lo habría sido estar sentado en el banquillo con los jugadores durante un partido de la liga principal. Entre bastidores oí de nuevo la representación que Ira hacía de Abraham Lincoln, sin que esta vez atacara a Stephen A. Douglas, sino a quienes fomentaban la guerra en ambos partidos políticos: « Apoy an a regímenes reaccionarios en todo el mundo, arman a Europa Occidental contra Rusia, militarizan a Estados Unidos…» . Vi al mismo Henry Wallace a menos de seis metros de él, antes de que saliera al escenario para dirigirse al público, y luego permanecí casi a su lado cuando Ira le susurró algo en la recepción de gala después del mitin. Miré fijamente al candidato presidencial, hijo de un agricultor republicano de Iowa, cuy o aspecto y manera de hablar no podían ser más norteamericanos, un político que estaba en contra de los altos precios, los grandes negocios, la segregación y la discriminación, que se oponía a contemporizar con dictadores como Francisco Franco y Chiang Kai-Shek, y y o recordaba lo que Fast había escrito sobre Paine: « Sus pensamientos e ideas estaban más próximos a los del trabajador medio de lo que estarían jamás los de Jefferson» . Y en 1954, seis años después de aquella noche en el Mosque, cuando el candidato del hombre medio, el candidato del pueblo y el partido del pueblo hacían que se me pusiera la carne de gallina al cerrar los puños y gritar desde el atril: « Estamos en medio de un feroz ataque contra nuestra libertad» , rechazaron mi solicitud de una beca Fulbright. Yo no tenía absolutamente la menor importancia, y, sin embargo, el fanatismo vertido en la derrota de los comunistas me alcanzó incluso a mí. Iron Rinn había nacido en Newark dos décadas antes que y o, en 1913. Fue un muchacho pobre, de familia violenta que vivía en un barrio duro. Asistió a la escuela media Barringer, donde le fue mal en todas las asignaturas excepto en Educación Física. Tenía mala vista y usaba unas gafas inútiles, por lo que apenas podía leer los libros de texto y, no digamos, lo que el profesor escribía en la pizarra. Ni veía ni podía aprender, y un día, como él mismo contaba, « no me desperté para ir a la escuela» . Ira ni siquiera mencionaba de pasada a su padre, suy o y de Murray. Todo lo que me dijo, en los meses que siguieron al mitin de Wallace, se resumía en estas frases: « No podía hablar con mi padre. Jamás prestaba la menor atención a sus dos hijos, y no lo hacía a propósito. Así era su naturaleza bestial» . La madre, a la que recordaba con cariño, murió cuando él tenía siete años, y se refería a su sustituía como « la madrastra de los cuentos de hadas, una auténtica zorra» . Abandonó la escuela al cabo de año y medio y, un mes después, dejó la casa para siempre, a los quince años, y encontró un empleo de cavador de zanjas en Newark. Hasta que estalló la guerra. Mientras el país estaba sumido en la depresión, fue de un lado a otro, primero a Nueva Jersey y luego a lo largo y ancho de Estados Unidos, aceptando cualquier trabajo que le saliera, sobre todo tareas que exigían una espalda fuerte. Inmediatamente después de Pearl Harbor se alistó en el ejército. No veía el gráfico para determinar la agudeza visual, pero había una larga cola de jóvenes en espera de que los examinaran, por lo que Ira se acercó al gráfico, memorizó el may or número posible de signos, regresó a su sitio en la cola y así fue como pasó el examen físico. Cuando lo licenciaron, en 1945, estuvo un año en Calumet City, estado de Illinois, donde compartió una habitación con el amigo más íntimo entre los que había hecho en la mili, un obrero metalúrgico comunista llamado Johnny O’Day. Los dos habían sido estibadores militares en los muelles de Irán, donde descargaban piezas de equipo en préstamo y arriendo que se enviaban por ferrocarril a la Unión Soviética a través de Teherán. Debido a la fuerza que demostraba, O’Day llamaba a su amigo « Ira, Hombre de Hierro» . Por las noches, O’Day enseñaba al Hombre de Hierro a leer libros y escribir cartas, y le proporcionó una educación marxista. O’Day era un hombre de cabellos grises, diez años may or que Ira. « Todavía no sé cómo lo aceptaron para el servicio a su edad» , comentaba Ira. Medía casi metro noventa y era delgado como un poste telefónico, pero el hijo de perra más fuerte que él había conocido jamás. O’Day tenía entre su equipo un pequeño saco de arena para practicar boxeo. Era tan rápido y fuerte que, « si se veía obligado» , podía derrotar a tres hombres a la vez. Y tenía talento. « Yo no sabía nada de política ni de la acción política» , me dijo Ira. « No distinguía una filosofía política o social de otra, pero ese hombre me habló mucho. Me habló del obrero, de la situación de Estados Unidos en general, del daño que nuestro gobierno estaba haciendo a los trabajadores. Y respaldaba con hechos lo que decía. ¿Disidente? O’Day lo era hasta tal punto que no hacía nada ateniéndose a las reglas. Sí, O’Day hizo mucho por mí, y a lo creo» . Al igual que Ira, O’Day era soltero. « No quiero enredarme jamás» , le dijo a Ira. « Para mí, los hijos son rehenes de los malévolos» . Aunque sólo había asistido a la escuela un curso más que Ira, O’Day se había adiestrado a sí mismo para polemizar verbalmente y por escrito, mediante el procedimiento de copiar minuciosamente un párrafo tras otro de toda clase de libros y, con la ay uda de una gramática elemental, analizar la estructura de las frases. Fue O’Day quien regaló a Ira el diccionario de bolsillo que, según él afirmaba, le había permitido rehacer su vida. « Tenía un diccionario que leía todas las noches» , me dijo, « como tú leerías una novela. Pedí a alguien que me enviara un Roget’s Thesaurus. Después de pasarme el día descargando barcos, me pasaba la noche mejorando mi vocabulario» . Ira descubrió la lectura. « Un día, debió de ser uno de los peores errores cometidos por el ejército, nos enviaron una biblioteca completa. ¡Qué error!» , dijo riéndose. « Probablemente acabé por leer todos los libros que había en aquella biblioteca. Construy eron una cabaña prefabricada, con estanterías, y dijeron a los soldados que quien quisiera un libro podía ir allí a buscarlo. Era O’Day quien le decía a Ira qué libros debía pedir. Al comienzo de nuestra amistad, Ira me enseñó tres hojas de papel, con el encabezamiento: « Algunas sugerencias concretas para uso de Ringold» , que O’Day había preparado cuando estaban juntos en Irán: « Primero: ten siempre un diccionario a mano, que sea bueno y con muchos antónimos y sinónimos, incluso cuando escribas una nota para el lechero. Y úsalo. No te tomes a la ligera la ortografía y la precisión del significado, como te has acostumbrado a hacer. Segundo: escribe siempre a doble espacio, a fin de permitir la interpolación de ideas posteriores y correcciones. No me importa que eso no se acostumbre a hacer en la correspondencia personal; lo que importa es la exactitud de la expresión. Tercero: no amontones tus pensamientos en la página mecanografiada. Cada vez que te ocupes de una nueva idea o amplíes lo que ya has expuesto, inicia un nuevo párrafo. Tal vez el texto parecerá un tanto espasmódico, pero será mucho más legible. Cuarto: evita los clichés. Aunque tengas que darle la vuelta, expresa algo que has leído u oído citar con frases distintas de las originales. Una de tus frases de la otra noche en la sesión de la biblioteca puede servir de ejemplo: "Expondré brevemente algunos de los males del presente régimen…". Eso lo has leído, Hombre de Hierro, y no es tuy o, sino de otra persona. Parece como si lo hubieras sacado de una lata. Podrías expresar la misma idea más o menos así: "Haré una argumentación sobre el efecto de la propiedad de la tierra y el dominio del capital extranjero basándome en lo que he visto aquí, en Irán"» . Había veinte puntos en total, y si Ira me los mostró fue para ay udarme a escribir, no mis guiones radiofónicos de la escuela, sino el diario que llevaba con la intención de que fuese político, y en el que había empezado a anotar mis pensamientos cuando me acordaba de hacerlo. En esto imitaba a Ira, quien a su vez había imitado a Johnny O’Day. Los tres usábamos la misma clase de cuaderno, barato, de Woolworth’s, cincuenta y dos páginas ray adas, de diez por siete centímetros, cosidas por arriba y encuadernadas con unas cubiertas de cartón marrón moteado. Cuando O’Day mencionaba un libro, cualquier libro, en una carta, Ira se hacía con un ejemplar, y y o también; iba a la biblioteca y lo pedía. « Recientemente he leído El joven Jef erson, de Bower» , escribió O’Day, « junto con otros textos sobre la historia norteamericana más antigua; en aquel entonces los Comités de Correspondencia fueron el principal medio por el que los colonos de mentalidad revolucionaria desarrollaron su comprensión y coordinaron sus planes» . Así fue como llegué a leer El joven Jef erson cuando aún estaba en la escuela. O’Day escribió: « Hace un par de semanas compré la duodécima edición de las Citas de Bartlett, supuestamente para incrementar las obras de referencia de mi biblioteca, pero en realidad por el placer que me procura hojearla» , así que fui a la biblioteca principal, en el centro de la ciudad, y me senté en la sección de obras de referencia para hojear el Bartlett a la manera en que imaginaba que lo hacía O’Day, con el diario a mi lado, examinando a la ligera cada página en busca de la sabiduría que iba a acelerar mi madurez y hacer de mí alguien a tener en cuenta. « Compro con regularidad el Cominform (órgano oficial publicado en Bucarest)» , escribió O’Day, pero y o sabía que no encontraría el Cominform, nombre abreviado de la Agencia de Información Comunista, en ninguna biblioteca local, y la prudencia me advertía que no lo buscara. Mis dramas radiofónicos eran dialogados, y lo más apropiado en este caso no eran tanto las sugerencias concretas de O’Day como las conversaciones que éste tenía con Ira, el cual me las repetía o, más bien, las representaba, palabra por palabra, como si él y O’Day estuvieran juntos ante mis ojos. Además, los dramas radiofónicos estaban embellecidos por el argot obrero que seguía aflorando en el habla de Ira mucho después de su traslado a Nueva York, donde se convirtió en actor de radio, y las convicciones que expresaban tenían una gran influencia de las largas cartas que O’Day le escribía y que él leía con frecuencia en voz alta, a petición mía. Mi tema era la suerte del hombre medio, el ciudadano normal y corriente, el individuo al que el escritor radiofónico Norman Corwin había elogiado como « el sujeto sin importancia» en Con una nota triunfal, un drama que duraba una hora y que la emisora CBS transmitió la noche en que finalizó la guerra en Europa (y luego, a petición popular, ocho días después), y que me impulsó a embrollarme ilusionadamente en la maraña de aspiraciones literarias redentoras que se empeñan en remediar los males del mundo por medio de la escritura. Hoy no me molestaría en juzgar si algo que amaba tanto como Con una nota triunfal era o no era arte. Lo cierto es que me dio el primer atisbo del poder mágico del arte y me ay udó a reforzar mis primeras ideas sobre lo que quería y esperaba que hiciera el lenguaje de un artista literario: ensalzar la lucha de los desheredados. (Y me enseñó lo contrario a lo que enseñaban mis profesores: que podía comenzar una frase con la conjunción y). La forma de la obra teatral de Corwin era disgregada, sin argumento, « experimental» , como informé a mi padre, podólogo, y a mi madre, ama de casa. Estaba escrita en un estilo muy coloquial y aliterado, que podría derivar en parte de Clifford Odets [2] y en parte de Maxwell Anderson [3] , del esfuerzo que hicieron los dramaturgos norteamericanos de los años veinte y treinta para forjar un lenguaje propio reconocible para la escena, naturalista pero con una coloración lírica y un trasfondo serio, un habla poetizada que, en el caso de Norman Corwin, combinaba los ritmos del habla corriente con una ligera formalidad literaria para obtener un tono que, cuando yo tenía doce años, me parecía de espíritu democrático y de intención heroica, la contrapartida verbal de un mural de la WPA [4] . Whitman reclamaba América para los hombres incultos, Norman Corwin la reclamaba para los hombres sin importancia, que resultaron ser nada menos que los norteamericanos que lucharon en la guerra patriótica y regresaban a una nación que los adoraba. ¡Los hombres sin importancia eran nada menos que los mismos norteamericanos! El hombre sin importancia de Corwin era el equivalente estadounidense del proletario y, tal como ahora lo entiendo, la revolución librada y ganada por la clase obrera de Estados Unidos fue, de hecho, la Segunda Guerra Mundial, el gran acontecimiento del que todos, por insignificantes que fuésemos, formábamos parte, la revolución que confirmó la realidad del mito de un carácter nacional que sería compartido por todos. Yo incluido. Era un niño judío, de eso no había duda, pero no tenía interés en compartir el carácter judío. Ni siquiera sabía con claridad en qué consistía. Lo que deseaba era compartir el carácter nacional. Nada les había parecido más natural para mis padres nacidos en Estados Unidos, nada era más natural para mí, y ningún método me habría parecido más acertado que participar por medio del lenguaje que hablaba Norman Corwin, una destilada lingüística de los estimulados sentimientos de comunidad que había despertado la guerra, la elevada poesía demótica que era la liturgia de la Segunda Guerra Mundial. Tanto la Historia como Estados Unidos habían sido reducidos en escala y personalizados: para mí, ése era no sólo el encanto de Norman Corwin sino también de la época. Te desbordas en la Historia y en Estados Unidos, y ellos se desbordan en ti. Y ello gracias a vivir en Nueva Jersey, tener doce años de edad y estar sentado junto a la radio en 1945. Era un tiempo en que la cultura popular aún estaba lo bastante conectada al siglo XIX para que fuese todavía sensible a cierto lenguaje, y todo aquello no dejaba de causarme pasmo. Por fin se puede decir sin aojar la campaña: De algún modo las democracias decadentes, los chapuceros bolcheviques, los peleles y alfeñiques, Fueron al final más duros que los matones de las camisas pardas, y también más listos: Pues sin azotar a un cura, quemar un libro ni apalear a un judío, sin acorralar a una chica en un burdel, o sangrar a un niño para obtener plasma, Hombres corrientes venidos de lejos, nada espectaculares pero libres, dejaron sus hábitos y sus hogares, se levantaron temprano una mañana, flexionaron los músculos, aprendieron (como aficionados) el manual del armamento, y se lanzaron a través de planicies y mares peligrosos a romperles la crisma a los profesionales. Y eso hicieron. Para confirmarlo véase el último comunicado, que lleva la marca del Alto Mando Aliado. Recórtalo del diario matutino y dáselo a tus hijos para que lo pongan a buen recaudo. Cuando Con una nota triunfal apareció en forma de libro, lo compré de inmediato (era el primer volumen de tapas duras que poseía, pues preferí comprarlo a pedirlo prestado en la biblioteca), y a lo largo de varias semanas memoricé las sesenta y cinco páginas de párrafos en verso libre en que el texto estaba dispuesto. Me gustaban sobre todo los versos que se tomaban juguetonas libertades con el inglés de la calle (« la cosa está que arde esta noche en la vieja ciudad de Dnepropetrovsky » ) o que juntaban de una manera inverosímil nombres propios para producir algo que me parecían ironías sorprendentes e incitantes (« el poderoso guerrero deposita su espada de samurái ante el dependiente de un ultramarinos de Baltimore» ). Cuando finalizaba un gran esfuerzo de guerra que había proporcionado espléndidos estímulos para que los sentimientos fundamentales del patriotismo se desarrollaran con fuerza en un muchacho de mi edad (casi nueve años cuando empezó la guerra, y doce y medio cuando terminó), el mero hecho de oír por la radio los nombres de ciudades y estados norteamericanos (« a través del fresco aire nocturno de New Hampshire» , « desde Egipto a la ciudad de la pradera de Oklahoma» , « y las razones para afligirse en Dinamarca son las mismas que en Ohio» ) tenía todo el efecto generador de apoteosis que se pretendía. Así pues, han tirado la toalla. Por fin están acabados, la rata muerta en un callejón detrás de la Wilhelmstrasse. Sal a recibir aplausos, soldado raso, Sal a recibir aplausos, hombre sin importancia. El superhombre de mañana yace a vuestros pies, hombres medios de esta tarde. Éste era el panegírico con que se iniciaba la obra. (En la radio, una voz impávida, parecida a la de Iron Rinn, identificaba enérgicamente a nuestro héroe para que le alabáramos como era debido. Era la voz ronca, resuelta, humanitaria y, la mitad de las veces, un tanto intimidante del entrenador de la escuela, el entrenador que también era profesor de Lengua y Literatura inglesa, la voz de la conciencia colectiva del hombre corriente). Y ésta era la coda de Corwin, una plegaria cuy a relación con el presente hacía que pareciese, cuando y a era ateo confirmado, totalmente secular y al margen de la iglesia, y al mismo tiempo más potente y atrevida que cualquier plegaria que hubiera recitado en la escuela al comenzar la jornada o que hubiera leído, traducida en el libro de plegarias en la sinagoga, cuando asistía con mi padre a la ceremonia religiosa en alguna festividad judía. Señor Dios de la trayectoria y la explosión Señor Dios del pan fresco y las mañanas tranquilas Señor Dios del gabán y el salario mínimo Distribuye nuevas libertades Envíanos pruebas de que la hermandad… Siéntate a la mesa del tratado y conduce las esperanzas de pequeños pueblos a través de los esperados desfiladeros. Decenas de millones de familias norteamericanas se habían sentado junto a sus receptores de radio y, por complejas que fuesen esas frases comparadas con lo que estaban acostumbradas a oír, escuchaban aquello que en mí e, inocentemente, suponía que también en ellas, había despertado una corriente de emoción transformadora, inmoderada, como la que, por lo menos en mi caso, jamás había experimentado a consecuencia de un programa radiofónico. ¡El poder de aquella retransmisión! Era sorprendente, como si la radio exteriorizara un alma. El espíritu del hombre medio había inspirado una mezcolanza inmensa de adoración populista, una efusión de palabras que ascendían burbujeando directamente de la boca norteamericana, un homenaje de una hora de duración a la superioridad paradójica de lo que Corwin insistía en identificar como la humanidad estadounidense absolutamente corriente: « Hombres corrientes venidos de lejos, nada espectaculares pero libres» . Corwin modernizó a Tom Paine para mí al democratizar el riesgo, haciendo que no afectara únicamente a un solo hombre impetuoso sino a un colectivo de todos los hombres insignificantes empeñados en un esfuerzo común. Los conceptos de merecimiento y grandeza sólo eran aplicables al pueblo. Una idea conmovedora. ¡Y cómo trabajó Corwin para que, por lo menos imaginariamente, fuese cierto! Después de la guerra, y por primera vez, Ira participó de una manera consciente en la lucha de clases. Me dijo que había estado inmerso en ella hasta el cuello durante toda su vida, sin tener la menor idea de lo que estaba ocurriendo. Allá en Chicago, trabajó por cuarenta y cinco dólares a la semana en una fábrica de discos que había organizado el sindicado United Electrical Workers, con un contrato tan sólido que el mismo sindicato se encargaba de proporcionar los puestos de trabajo. Entretanto, O’Day volvió a su ocupación con un equipo dedicado a aparejar buques en Inland Steel, en el puerto de Indiana. Una y otra vez soñaba O’Day con marcharse y, de noche, en su habitación, volcaba su frustración en Ira. —Si dispusiera de todo mi tiempo y no tuviese ninguna atadura durante seis meses, podría organizar el partido aquí, en el puerto. Hay mucha gente buena, pero lo que se necesita es un hombre capaz de dedicar todo su tiempo a la organización. Yo soy muy experto en ese terreno, es cierto. Tienes que echar una mano a los bolcheviques tímidos, y y o me inclino más a darles un coscorrón. Y de todos modos, ¿qué más da? Aquí el partido está demasiado descapitalizado para que alguien pueda dedicarse a él en exclusiva. Todo el dinero que se puede juntar a duras penas se destina a la defensa de nuestros dirigentes, a la prensa y a una docena de cosas más que no pueden esperar. Yo me quedé sin blanca después de la última paga, pero me las arreglé durante algún tiempo por medio de la persuasión moral. Y entonces los impuestos, el puñetero coche, una cosa y otra… No puedo apañármelas, Hombre de Hierro, tengo que trabajar. Me encantaba que Ira repitiera la jerga que los rudos tipos del sindicato usaban entre ellos, incluso tipos como Johnny O’Day, cuy a estructura oracional no era tan simple como la del trabajador medio, pero que conocía el poder de su lenguaje y que, a pesar de la influencia potencialmente corruptora del diccionario, lo empleó con eficacia durante toda su vida. « Tendré que dejar que ruede la bola durante un tiempo… Y todo esto mientras la dirección empuña el hacha alzada… En cuanto ahuequemos el ala… En cuanto los chicos levanten velas… Si intentan hacernos pasar por el aro antisindical en su contrato, va a haber la de Dios es Cristo…» . Me encantaba que Ira me explicara el funcionamiento de su sindicato, el UE, y describiera a la gente de la fábrica de discos donde había trabajado. —Era un sindicato excelente, dirigido por progresistas y controlado por los miembros ordinarios —los miembros ordinarios… tres palabritas que me conmovían, lo mismo que la idea del duro trabajo, el valor tenaz y una causa justa y merecedora de la fusión de ambas cosas—. De los ciento cincuenta miembros de cada turno, unos cien asistían a las reuniones quincenales en el taller. Aunque la may or parte del trabajo se paga por horas, en esa fábrica nadie empuña un látigo. ¿Comprendes? Si un jefe tiene algo que decirte, te lo dice de una manera cortés. Incluso cuando hay faltas graves, reúnen al ofensor y a su jefe en el despacho. Esa es una gran diferencia. Ira me contaba todo lo que sucedía en una reunión ordinaria del sindicato, « cosas rutinarias, como propuestas para un nuevo contrato, el problema del absentismo, una queja sobre el aparcamiento, comentarios sobre la guerra que amenazaba con estallar» (se refería a la guerra entre la Unión Soviética y Estados Unidos), « el racismo, el mito de que el aumento de los salarios causa el de los precios» , y seguía hablando sin parar, no sólo porque y o, a los quince y dieciséis años, estaba muy deseoso de saber todo lo que hacía un trabajador, cómo hablaba, actuaba y pensaba, sino también porque incluso después de que se trasladara desde Calumet City a Nueva York para trabajar en la radio y estuviera bien establecido como Iron Rinn en Los libres y los valientes, Ira seguía hablando de la fábrica de discos y las reuniones del sindicato con el lenguaje carismático de sus compañeros de trabajo, hablaba como si todavía fuese a trabajar cada mañana. O más bien cada noche, pues al cabo de poco tiempo pasó al turno de noche a fin de tener los días libres para el « trabajo de misionero» que, como acabé por saber, significaba hacer prosélitos para el Partido Comunista. O’Day había reclutado a Ira para el partido cuando estaban en aquellos muelles iraníes. De la misma manera que y o, cualquier cosa menos huérfano, era el blanco perfecto para las clases particulares de Ira, éste, huérfano, era el blanco perfecto de O’Day. Ira era alto y delgado, de articulaciones prominentes, el pelo oscuro y áspero como el de un indio, los pies grandes y una manera de andar un tanto torpe, y, en el mes de febrero de su primer año en Chicago, a alguien se le ocurrió la idea de que, con aquel físico, podría representar a Abe Lincoln en la fiesta para recaudar fondos con destino al sindicato, el día del cumpleaños de Lincoln. Bastaba con ponerle barba, una chistera, zapatos de caña alta con botones y un traje negro anticuado que le sentara mal. Disfrazado de esta guisa, se colocó ante el atril para leer una parte de los debates entre Lincoln y Douglas, una de las condenas más reveladoras de la esclavitud. Era tal la destreza con que daba a la palabra esclavitud un sesgo de clase trabajadora, un enfoque político, y disfrutaba tanto con ello, que siguió repitiendo lo único que recordaba de memoria entre todo lo que aprendió en nueve años y medio de escolarización, el discurso de Getty sburg. El público prorrumpió en grandes aplausos cuando llegó al final, esa frase cuy a gloriosa firmeza resonaba como las más sublimes pronunciadas desde el alborear de la humanidad. Agitaba una mano enorme, de nudillos velludos y altamente flexible, apuntaba con el más largo de sus larguísimos dedos al público sindical, bajaba dramáticamente la voz y decía en un tono áspero: « El pueblo» . —Todo el mundo creía que me dejaba llevar por la emoción —me dijo Ira —, que era eso lo que me exaltaba. Pero no se trataba de emociones. Era la primera vez que me dejaba llevar por el intelecto. Por primera vez en mi vida comprendía de qué diablos estaba hablando, comprendía cuál es el fundamento de este país. A partir de aquella noche, los fines de semana y las vacaciones viajaba a la zona de Chicago para el CIO, iba incluso a Galesburg y Springfield, en la auténtica región lincolniana, e interpretaba el papel de Abraham Lincoln en convenciones del CIO, programas culturales, desfiles y meriendas campestres. Intervenía en el programa radiofónico del EU, donde, aunque nadie pudiera verle, allí en pie, cinco centímetros más alto que el mismo Lincoln, hacía un excelente trabajo de aproximación de Lincoln a las masas, mediante discursos llenos de sentido común. La gente empezó a llevar a sus hijos cuando Ira Ringold iba a aparecer en el estrado, y luego, cuando familias enteras acudían para estrecharle la mano, los niños querían sentarse en sus rodillas y pedirle los regalos que deseaban en Navidad. No era muy de extrañar que las agrupaciones sindicales ante las que actuaba estuvieran formadas, en general, por miembros locales que o bien habían roto con el CIO o bien habían sido expulsados en 1947, cuando el presidente del CIO, Philip Murray, empezó a eliminar del sindicato a los dirigentes y miembros comunistas. Pero hacia 1948, Ira estaba en Nueva York y era un astro radiofónico en ascenso, recién casado con una de las más respetadas actrices radiofónicas del país y, de momento, estaba a salvo, protegido de la cruzada que aniquilaría para siempre, y no sólo del movimiento laboral, una presencia política prosoviética y proestalinista en Estados Unidos. ¿Cómo pasó de la fábrica de discos a un programa dramático radiofónico? ¿Por qué, en primer lugar, se alejó de Chicago y de O’Day ? En aquel entonces no se me habría ocurrido que tuviera algo que ver con el Partido Comunista, sobre todo porque entonces no sabía que era miembro del Partido Comunista. Yo tenía entendido que cierta noche el guionista radiofónico Arthur Sokolow, que estaba de visita en Chicago, vio actuar a Ira Lincoln en un local sindical del West Side. Ira había conocido a Sokolow en el ejército, pues el guionista, militarizado, fue a Irán con su programa Esto es el Ejército. Muchos chicos de izquierdas iban de gira con el espectáculo y, una noche, Ira se reunió con algunos de ellos para hablar largamente. Ira recordaba que habían discutido de « toda la política del mundo» . En el grupo estaba Sokolow, a quien Ira admiró enseguida por ser aquél un hombre que siempre luchaba por una causa. Como Sokolow había crecido en Detroit, como un chico judío de la calle que luchaba por no sucumbir ante los polacos, también era completamente reconocible, y Ira sintió de inmediato una afinidad que nunca había experimentado del todo con O’Day, un irlandés sin raíces. En la época en que Sokolow, y a reintegrado a la vida civil y guionista de Los libres y los valientes, se presentó en Chicago, Ira actuaba durante toda una hora como Lincoln, no sólo recitando o leyendo fragmentos de los discursos y documentos, sino también respondiendo a las preguntas formuladas por el público acerca de las controversias políticas de actualidad, disfrazado de Lincoln, con el agudo acento campesino de éste, su torpe gesticulación de gigante y su actitud burlona y sincera. Allí estaba Lincoln, apoy ando el control de los precios, condenando la ley Smith, defendiendo los derechos de los trabajadores, denostando a Bilbo, el senador por Mississippi. A los miembros del sindicato les encantaba la irresistible ventriloquia del resuelto autodidacta, su mezcolanza de ringoldismos, o’day ismos, marxismos y lincolnismos (« ¡Suéltalo todo!» , gritaban al Ira barbudo y pelinegro; « ¡Zúrrales la badana, Abe!» ), y también encantó a Sokolow, quien habló de Ira a otro ex soldado judío neoy orquino, un productor de radionovelas con simpatía por la izquierda. La presentación al productor dio paso a una audición, tras la que Ira obtuvo el papel de belicoso portero de un bloque de viviendas de Brookly n en una de las radionovelas. El salario era de cincuenta y cinco dólares a la semana, no mucho, ni siquiera en 1948, pero había trabajo continuado y ganaba más que en la fábrica de discos. Además, casi de inmediato consiguió otros encargos, le llegaban ofertas de todas partes, iba rápidamente en taxi de un estudio a otro, hasta seis programas distintos al día, y siempre representaba personajes con raíces en la clase obrera, tipos de habla ruda, me explicaba Ira, con carreras políticas truncadas, a fin de hacer permisible su enojo, « el proletariado al que americanizaban por la radio mediante el procedimiento de cortarles tanto los huevos como el cerebro» . Todo este trabajo le llevó, al cabo de unos meses, al prestigioso programa semanal de Sokolow, de una hora de duración, Los libres y los valientes, en el que Ira sería el actor principal. Cuando vivía en Middle West, Ira había empezado a tener ciertas dificultades físicas, las cuales le proporcionaron un motivo adicional para probar suerte en el Este, en una nueva línea de trabajo. Sufría dolores musculares, tan intensos que varias veces a la semana (cuando no se veía obligado a soportar el dolor para representar a Lincoln o efectuar su labor misionera) se iba directamente a su casa, se sumergía durante media hora en la bañera llena de agua caliente y entonces se metía en la cama con un libro, el diccionario, un cuaderno de notas y lo que hubiera para comer. La causa de ese problema parecía ser un par de palizas muy violentas que había recibido en el ejército. La peor de las palizas (le había asaltado una banda portuaria que le acusaba de « amigo de los negros» ) requirió tres días de hospitalización. Empezaron a provocarle cuando trabó amistad con un par de soldados negros de la unidad segregada establecida en la ribera del río, a cinco kilómetros de distancia. Por entonces, O’Day había organizado un grupo que se reunía en la cabaña prefabricada de la biblioteca y, bajo su tutela, hablaban de política y libros. Pocos eran los soldados de la base que prestaban la menor atención a la biblioteca ni a los nueve o diez soldados que, un par de noches a la semana, iban allí después del rancho para hablar de Mirando atrás, de Bellamy, La República, de Platón o El príncipe, de Maquiavelo, hasta que los dos negros de la unidad segregada se unieron al grupo. Al principio Ira intentó razonar con los hombres de su equipo que le llamaban amigo de los negros. —¿Por qué hacéis observaciones despectivas sobre la gente de color? No os oigo más que frases denigrantes, y no sólo estáis en contra de los negros, sino de los trabajadores, del liberalismo, de la inteligencia. Estáis en contra de todo cuanto redunda en vuestro interés. ¿Cómo es posible que uno se pase tres o cuatro años en el ejército, vea morir a sus amigos, resulte herido, su vida se desorganice y, sin embargo, no sepa por qué ha ocurrido y cuáles son las razones de todo eso? Lo único que sabéis es que Hitler inició algo. Lo único que sabéis es que la junta de reclutamiento dio con vosotros. ¿Sabéis qué os digo? Vosotros duplicaríais las mismas acciones de los alemanes si estuvierais en su lugar. Podría requerir algo más de tiempo, debido al elemento democrático de nuestra sociedad, pero al final seríamos completamente fascistas, con dictador y todo, a causa de la gente que echa por la boca la misma mierda que vosotros. La discriminación del alto mando que dirige este puerto y a es bastante mala, pero vosotros, que procedéis de familias humildes, que no levantáis cabeza, que sois sólo pasto para la línea de montaje, para la fábrica donde os explotan, para las minas de carbón, hombres sobre los que el sistema se orina: salarios bajos, precios altos y beneficios astronómicos, y resulta que sois un puñado de cabrones acusadores de comunistas, vociferantes y fanáticos que no sabéis… Y entonces les decía todo lo que ellos no sabían. Discusiones acaloradas que no cambiaban nada, que, debido a su carácter, como el mismo Ira admitía, no hacían más que empeorar las cosas. —Mi exaltación inicial hacía que se perdiera buena parte de lo que decía para impresionarles. Más adelante aprendí a serenarme, y creo que impresioné a algunos con ciertos hechos; pero es muy difícil hablar con ese tipo de gente, debido a lo muy arraigadas que tienen sus ideas. Explicarles las razones psicológicas y económicas de la segregación, las razones psicológicas que les llevaban a llamar « negros» , en ese tono despectivo, a las personas de color… no entienden tales sutilezas. Dicen negro porque los negros son negros. Se lo explicaría una y otra vez, y ellos siempre me dirían lo mismo. Insistí en la educación de los niños y nuestra responsabilidad personal, y aun así, a pesar de mis puñeteras explicaciones, me midieron las costillas de tal manera que pensé que iba a morir. Su reputación de amigo de los negros se volvió peligrosa de veras para Ira cuando escribió una carta al Stars and Stripes quejándose de las unidades segregadas en el ejército y exigiendo su integración. —Era entonces cuando usaba el diccionario y el Roget’s Thesaurus. Devoraba estos dos libros e intentaba hacer un uso práctico de ellos por medio de la escritura. Escribir una carta era para mí como levantar un andamio. Probablemente un conocedor de la lengua inglesa me habría criticado, pues mi gramática no era precisamente modélica, pero la escribía de todos modos, porque tenía la sensación de que eso era lo que debía hacer. Estaba tan enfadado, ¿sabes? ¿Me comprendes? Quería que la gente supiera que aquello estaba mal. Un día, después de que se publicara la carta, estaba trabajando en la cesta de carga, por encima de la bodega del barco, cuando los tipos que movían la gran cesta le amenazaron con arrojarle a la bodega a menos que dejara de preocuparse por los negros. Una y otra vez lo bajaron tres metros, cinco, siete, y le prometieron que la próxima lo soltarían para que cay era al fondo de la bodega y se rompiera todos los huesos, pero, a pesar de lo asustado que estaba, no les dijo lo que ellos querían oír, y al final le dejaron en paz. Al día siguiente, en el comedor, alguien le llamó cabrón judío. Un cabrón judío amigo de los negros. —Era un rústico sureño, un bocazas —me dijo Ira—. En el comedor siempre hacía observaciones sobre los judíos y los negros. Esa mañana estaba sentado ahí, casi al final de la comida, cuando la may oría de los hombres y a se habían ido, y el tipo se puso a decir estupideces sobre los negros y los judíos. Yo todavía estaba irritado por el incidente del día anterior en el barco, y no pude aguantar más. Me quité las gafas, se las di a uno que se sentaba a mi lado, el único que aún lo hacía. Por entonces, cuando entraba en el comedor, debido a mi postura política, los doscientos tipos que había allí me hacían el vacío. Bueno, pues me acerqué a aquel hijo de puta. Era soldado raso y y o sargento, y la emprendí a hostias con él desde un extremo del comedor al otro. Entonces vino el sargento primero y me dijo: « ¿Quieres dar parte de este tío? Un soldado que ataca a un suboficial…» . Enseguida pensé que probablemente saldría perdiendo tanto si daba parte como si no. Es así, ¿verdad? Pero a partir de entonces nadie volvió a hacer una observación antisemita cuando y o estaba cerca. Eso no significa que dejaran de meterse con los negros. Los negros por aquí y los negros por allá, cien veces al día. Ese palurdo volvió a intentarlo conmigo aquella misma noche. Estábamos fregando los platos y cubiertos del rancho. Allí tienen unos cuchillitos asquerosos, y se me acercó con uno de ellos. Volví a zurrarle y lo alejé de mí, pero no hice nada más al respecto. Al cabo de unas horas, tendieron a Ira una emboscada en la oscuridad y acabó en el hospital. Parece ser que los dolores que empezó a tener cuando trabajaba en la fábrica de discos se debían a los daños causados por aquella paliza salvaje. Ahora siempre sufría un tirón muscular o se dislocaba una articulación, el tobillo, la muñeca, la rodilla, el cuello, y a menudo sin haber hecho prácticamente nada, tan sólo bajar del autobús cuando volvía a casa o estirar el brazo para tomar el azucarero en el restaurante donde iba a cenar. Y por estas razones, pese a lo improbable que parecía obtener algún resultado, cuando le hablaron de una audición radiofónica, Ira se apresuró a aprovechar la oportunidad. Es posible que hubiera más maquinaciones de las que y o conocía en el traslado de Ira a Nueva York y su triunfo en la radio de la noche a la mañana, pero yo entonces no lo creía así. No tenía necesidad de pensar que había más de lo que él me decía. Era el hombre que ampliaría la educación que me había dado Norman Corwin, que me hablaría, por ejemplo, de los soldados, un tema que Corwin no mencionaba, unos soldados no tan simpáticos ni, por cierto, tan antifascistas como los héroes de Con una nota de triunfo, los soldados que fueron al extranjero pensando en negros y judiazos y regresaron a casa pensando en lo mismo. Ira era un hombre apasionado, áspero y magullado por la experiencia, y aportaba pruebas de primera mano de la brutalidad norteamericana a la que Corwin dejaba de lado. Yo no necesitaba las relaciones comunistas para explicar el triunfo fulminante de Ira en la radio. Tan sólo pensaba que aquel hombre era maravilloso. Era, en verdad, un hombre de hierro. 



2 Aquella noche de 1948, en el mitin de Henry Wallace en Newark, conocí también a Eve Frame. Estaba con Ira y su hija, Sylphid, la arpista. No vi nada de lo que Sy lphid sentía por su madre, desconocía la pugna que existía entre ellas hasta que Murray empezó a contarme todo lo que me había pasado desapercibido en mi adolescencia, todo lo relativo al matrimonio de Ira que yo no comprendí entonces, y quizá ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario