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martes, 15 de mayo de 2018

El príncipe. Maquiavelo. capítulos 4 a 9

4 Por qué ocupado el reino de Darío por Alejandro, no se rebeló contra los sucesores de éste después de su muerte


Considerando las dificultades que se experimentan en conservar un Estado adquirido recientemente, podría preguntarse con asombro, cómo sucedió que hecho dueño Alejandro Magno del Asia en un corto número de años, y habiendo muerto a poco tiempo de haberla conquistado, sus sucesores, en una circunstancia en que parecía natural que todo este Estado se pusiese en rebelión, le conservaron, sin embargo, y no hallaron para ello más dificultad que la que su ambición individual ocasionó entre ellos. He aquí mi respuesta: los principados conocidos son gobernados de uno u otro de estos dos modos: el primero consiste en serlo por un príncipe, asistido de otros individuos que, permaneciendo siempre súbditos bien humildes al lado suyo, son admitidos por gracia o concesión en clase de servidores solamente, para ayudarle a gobernar. El segundo modo con que se gobierna, se compone de un príncipe, asistido de barones, que tienen su puesto en el Estado, no de la gracia del príncipe, sino de la antigüedad de su familia. Estos barones mismos tienen Estados y gobernados que los reconocen por señores suyos, y les dedican su afecto naturalmente.
El príncipe, en los primeros de estos Estados en que gobierna él con algunos ministros esclavos, tiene más autoridad, porque en su provincia no hay ninguno que reconozca a otro más que a él por superior: y si se obedece a otro no es por un particular afecto a su persona, sino solamente porque él es Ministro y empleado del príncipe.
Los ejemplos de estas dos especies de gobiernos son, en nuestros días, el del Turco y el del rey de Francia. Toda la monarquía del Turco está gobernada por un señor único; sus adjuntos no son más que criados suyos; y dividiendo en provincias su reino, envía a ellas diversos administradores, a los cuales muda y coloca en nuevo puesto a su antojo. Pero el rey de Francia se halla en medio de un sinnúmero de personajes, ilustres por la antigüedad de su familia, señores ellos mismos en el Estado, y reconocidos como tales por sus particulares gobernados, quienes, por otra parte, les profesan afecto. Estos personajes tienen preeminencias personales, que el rey no puede quitarles sin peligrar él mismo.

Así, cualquiera que se ponga a considerar atentamente uno y otro de estos dos Estados, hallará que habría suma dificultad en conquistar el del Turco; pero que si uno le hubiera conquistado, tendría una grandísima facilidad en conservarle. Las razones de las dificultades para ocuparle son que el conquistador no puede ser llamado allí de las provincias de este imperio, ni esperar ser ayudado en esta empresa con la rebelión de los que el soberano tiene al lado suyo: lo cual dimana de las razones expuestas más arriba. Siendo todos esclavos suyos, y estándole reconocidos por sus favores, no es posible corromperlos tan fácilmente; y aun cuando se lograra esto, no podría esperarse mucha utilidad, porque no les sería posible atraer hacia sí a los pueblos, por las razones que hemos expuesto. Conviene, pues, ciertamente, que el que ataca al Turco, reflexione que va a hallarle unido con su pueblo, y que pueda contar más con sus propias fuerzas que con los desórdenes que se manifestarán a favor suyo en el imperio. Pero después de haberle vencido y derrotado en una campaña sus ejércitos, de modo que él no pueda ya rehacerlos, no quedará ya cosa ninguna temible más que la familia del príncipe. Si uno la destruye, no habrá allí ya ninguno a quien deba temerse; porque los otros no gozan del mismo valimiento al lado del pueblo. Así como el vencedor, antes de la victoria, no podía contar con ninguno de ellos, así también no debe cogerles miedo ninguno después de haber vencido.
Sucederá lo contrario en los reinos gobernados como el de Francia. Se puede entrar allí con facilidad, ganando a algún barón, porque se hallan siempre algunos malcontentos del genio de aquellos que apetecen mudanzas. Estas gentes, por las razones mencionadas, pueden abrirte el camino para la posesión de este Estado, y facilitarte el triunfo; pero cuando se trate de conservarte en él, este triunfo mismo te dará a conocer infinitas dificultades, tanto por la parte de los que te auxiliaron como por la de aquellos a quienes has oprimido. No te bastará el haber extinguido la familia del príncipe, porque quedarán siempre allí varios señores que se harán cabezas de partido para nuevas mudanzas; y como no podrás contentarlos ni destruirlos enteramente, perderás este reino luego que se presente la ocasión de ello.
Si consideramos ahora de qué naturaleza de gobierno era el de Darío, le hallaremos semejante al del Turco. Le fue necesario primeramente a Alejandro el asaltarle por entero, y hacerse dueño de la campaña. Después de esta victoria, y la muerte de Darío, quedó el Estado en poder del conquistador de un modo seguro por las razones que llevamos expuestas: y si hubieran estado unidos los sucesores de éste, podían gozar de él sin la menor dificultad; porque no sobrevino ninguna otra disensión más que la que ellos mismos suscitaron.
En cuanto a los Estados constituidos como el de Francia, es imposible poseerlos tan sosegadamente. Por esto hubo, tanto en España como en Francia, frecuentes rebeliones, semejantes a las que los romanos experimentaron en la Grecia, a causa de los numerosos principados que se hallaban allí. Mientras que la memoria suya subsistió en aquel país, no tuvieron los romanos más que una posesión incierta; pero luego que no se hubo pensado ya en ello, se hicieron seguros poseedores por medio de la dominación y estabilidad de su imperio.
Cuando los romanos pelearon allí unos contra otros, cada uno de ambos partidos pudo atraerse una posesión de aquellas provincias según la autoridad que él había tomado allí: porque habiéndose extinguido la familia de sus antiguos dominadores, aquellas provincias reconocían ya por únicos a los romanos. Haciendo atención a todas estas particularidades, no causarán ya extrañeza la facilidad que Alejandro tuvo para conservar el Estado de Asia, y las dificultades que sus sucesores experimentaron para mantenerse en la posesión de lo que habían adquirido, como Pirro y otros muchos. No provinieron ellas del muchísimo o poquísimo talento por parte del vencedor, sino de la diversidad de los Estados que ellos habían conquistado.


5 De qué modo deben gobernarse las ciudades o principados que, antes de ocuparse por un nuevo príncipe, se gobernaban con sus leyes particulares





Cuando uno quiere conservar aquellos Estados que estaban acostumbrados a vivir con sus leyes y en República, es preciso abrazar una de estas tres resoluciones: debes o arruinarlos, o ir a vivir en ellos, o, finalmente, dejar a estos pueblos sus leyes, obligándolos a pagarte una contribución anual, y creando en su país un tribunal de un corto número que cuide de conservártelos fieles. Creándose este Consejo por el príncipe, y sabiendo que él no puede subsistir sin su amistad y dominación, tiene el mayor interés en conservarle en su autoridad. Una ciudad habituada a vivir libre, y que uno quiere conservar, se contiene mucho más fácilmente por medio del inmediato influjo de sus propios ciudadanos que de cualquier otro modo. Los espartanos y romanos nos lo probaron con sus ejemplos.
Sin embargo, los espartanos, que habían tenido Atenas y Tebas por medio de un Consejo de un corto número de ciudadanos, acabaron perdiéndolas; y los romanos, que para poseer Capua, Cartago y Numancia, las habían desorganizado, no las perdieron. Cuando éstos quisieron tener la Grecia con corta diferencia, como la habían tenido los espartanos, dejándola libre con sus leyes, no les salió acertada esta operación, y se vieron obligados a desorganizar muchas ciudades de esta provincia par aguardarla. Hablando con verdad, no hay medio ninguno más seguro para conservar semejantes Estados que el de arruinarlos. El que se hace señor de una ciudad acostumbrada a vivir libre, y no descompone su régimen, debe contar con ser derrocado él mismo por ella. Para justificar semejante ciudad su rebelión, tendrá el nombre de libertad, y sus antiguas leyes, cuyo hábito no podrán hacerle perder nunca el tiempo ni los beneficios del conquistador. Por más que se haga, y aunque se practique algún expediente de previsión, si no se desunen y dispersan sus habitantes, no olvidará ella nunca aquel nombre de libertad, ni sus particulares estatutos; y aun recurrirá a ellos, en la primera ocasión, como lo hizo Pisa, aunque ella había estado numerosos años, y aun hacía ya un siglo, bajo la dominación de los florentinos.
Pero cuando las ciudades o provincias están habituadas a vivir bajo la obediencia de un príncipe, como están habituadas por una parte a obedecer y que por otra carecen de su antiguo señor, no concuerdan los ciudadanos entre sí para elegir a otro nuevo; y no sabiendo vivir libres, son más tardos en tomar las armas. Se puede conquistarlos con más facilidad, y asegurar la posesión suya.
En las repúblicas, por el contrario, hay más valor, una mayor disposición de odio contra el conquistador que allí se hace príncipe, y más deseo de venganza contra él. Como no se pierde en ellas la memoria de la antigua libertad, y que ella le sobrevive con toda su actividad, el más seguro partido consiste en disolverlas o habitar en ellas.

6 De las soberanías nuevas que uno adquiere con sus propias armas y valor




Que no cause extrañeza, si al hablar, ya de los Estados que son nuevos bajo todos los aspectos, ya de los que no lo son más que bajo el del príncipe, o el del Estado mismo, presento grandes ejemplos de la antigüedad. Los hombres caminan casi siempre por caminos trillados ya por otros, y no hacen casi más que imitar a sus predecesores, en las acciones que se les ve hacer; pero como no pueden seguir en todo el camino abierto por los antiguos, ni se elevan a la perfección de los modelos que ellos se proponen, el hombre prudente debe elegir únicamente los caminos trillados por algunos varones insignes, e imitar a los de ellos que sobrepujaron a los demás, a fin de que si no consigue igualarlos, tengan sus acciones a lo menos alguna semejanza con las suyas. Debe hacer como los ballesteros bien advertidos que, viendo su blanco muy distante para la fuerza de su arco, apuntan mucho más alto que el objeto que tienen en mira, no para que su vigor y flechas alcancen a un punto de mira en esta altura, sino a fin de poder, asestando así, llegar en línea parabólica a su verdadero blanco.
Digo, pues, que en los principados que son nuevos en un todo, y cuyo príncipe, por consiguiente, es nuevo, hay más o menos dificultad en conservarlos, según que el que los adquirió es más o menos valeroso. Como el suceso por el que un hombre se hace príncipe, de particular que él era, supone algún valor o dicha, parece que la una o la otra de estas dos cosas allanan en parte muchas dificultades; sin embargo, se vio que el que no había sido auxiliado de la fortuna, se mantuvo por más tiempo. Lo que proporciona también algunas facilidades, es que no teniendo un semejante príncipe otros Estados, va a residir en aquel de que se ha hecho soberano.
Pero volviendo a los hombres que, con su propio valor y no con la fortuna, llegaron a ser príncipes, digo que los más dignos de imitarse son: Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros semejantes. Y, en primer lugar, aunque no debemos discurrir sobre Moisés, porque él no fue más que un mero ejecutor de las cosas que Dios le había ordenado hacer, diré, sin embargo, que merece ser admirado, aunque no fuera más que por aquella gracia que le hacía digno de conversar con Dios. Pero considerando a Ciro y a los otros que adquirieron o fundaron reinos, los hallaremos dignos de admiración. Y si se examinaran sus acciones e instituciones en particular, no parecieran ellas diferentes de las de Moisés, aunque él había tenido a Dios por señor. Examinando sus acciones y conducta, no se verá que ellos tuviesen cosa ninguna de la fortuna más que una ocasión propicia, que les facilitó el medio de introducir en sus nuevos Estados la forma que les convenía. Sin esta ocasión, el valor de su ánimo se hubiera extinguido, pero también, sin este valor, se hubiera presentado en balde la ocasión. Le era, pues, necesario a Moisés el hallar al pueblo de Israel esclavo en Egipto y oprimido por los egipcios, a fin de que este pueblo estuviera dispuesto a seguirle, para salir de esclavitud. Convenía que Rómulo, a su nacimiento, no quedara en Alba, y fuera expuesto, para que él se hiciera rey de Roma y fundador de un Estado de que formó la patria suya. Era menester que Ciro hallase a los persas descontentos del imperio de los Medos, y a éstos afeminados con una larga paz, para hacerse Soberano suyo. Teseo no hubiera podido desplegar su valor, si no hubiera hallado dispersados a los atenienses.
Estas ocasiones, sin embargo, constituyen la fortuna de semejantes héroes; pero su excelente sabiduría les dio a conocer el valor de estas ocasiones; y de ello provinieron la ilustración y prosperidad de sus Estados.
Los que por medios semejantes llegan a ser príncipes no adquieren su principado sin trabajo, pero le conservan fácilmente; y las dificultades que ellos experimentan al adquirirle dimanan en parte de las nuevas leyes y modos que les es indispensable introducir para fundar su Estado y su seguridad. Debe notarse bien que no hay cosa más difícil de manejar, ni cuyo acierto sea más dudoso, ni se haga con más peligro, que el obrar como jefe para introducir nuevos estatutos. Tiene el introductor por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los antiguos estatutos, mientras que los que pudieran sacar el suyo de los nuevos no los defienden más que con tibieza. Semejante tibieza proviene en parte de que ellos temen a sus adversarios que se aprovecharon de las antiguas leyes, y en parte de la poca confianza que los hombres tienen en la bondad de las cosas nuevas, hasta que se haya hecho una sólida experiencia de ellas. Resulta de esto que siempre que los que son enemigos suyos hallan una ocasión de rebelarse contra ellas, lo hacen por espíritu de partido; no las defienden los otros entonces más que tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellas.
Cuando uno quiere discurrir adecuadamente sobre este particular, tiene precisión de examinar si estos innovadores tienen por sí mismos la necesaria consistencia, o si dependen de los otros; es decir, si para dirigir su operación, tienen necesidad de rogar o si pueden precisar. En el primer caso, no salen acertadamente nunca, ni conducen cosa ninguna a lo bueno; pero cuando no dependen sino de sí mismos, y que pueden forzar, dejan rara vez de conseguir su fin. Por esto, todos los profetas armados tuvieron acierto, y se desgraciaron cuantos estaban desarmados.
Además de las cosas que hemos dicho, conviene notar que el natural de los pueblos es variable. Se podrá hacerles creer fácilmente una cosa; pero habrá dificultad para hacerlos persistir en esta creencia. En consecuencia de lo cual es menester componerse de modo que, cuando hayan cesado de creer, sea posible precisarlos a creer todavía. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer observar por mucho tiempo sus constituciones, si hubieran estado desarmados, como le sucedió al fraile Jerónimo Savonarola, que se desgració en sus nuevas instituciones. Cuando la multitud comenzó a no creerle ya inspirado, no tenía él medio ninguno para mantener forzadamente en su creencia a los que la perdían, ni para precisar a creer a los que ya no creían.
Los príncipes de esta especie experimentan, sin embargo, sumas dificultades en su conducta; todos sus pasos van acompañados de peligros y les es necesario el valor para superarlos. Pero cuando han triunfado de ellos, y que empiezan a ser respetados, como han subyugado entonces a los hombres que tenían envidia a su calidad de príncipe, se quedan poderosos, seguros, reverenciados y dichosos.
A estos tan relevantes ejemplos, quiero añadirles otro de una clase inferior, que, sin embargo, no estará en desproporción con ellos; y me bastará escoger, entre todos los otros el de Hierón el Siracusano. De particular que él era, llegó a ser príncipe de Siracusa, sin tener cosa ninguna de la fortuna más que una favorable ocasión. Hallándose oprimidos los siracusanos, le nombraron por caudillo suyo; en cuyo cargo mereció ser elegido después para príncipe suyo. Había sido tan virtuoso en su condición privada que, en sentir de los historiadores, no le faltaba entonces para reinar más que poseer un reino. Luego que hubo empuñado el cetro, licenció las antiguas tropas, formó otras nuevas, dejó a un lado a sus antiguos amigos, haciéndose otros nuevos; y como tuvo entonces amigos y soldados que eran realmente suyos, pudo establecer, sobre tales fundamentos, cuanto quiso; de modo que conservó sin trabajo lo que no había adquirido más que con largos y penosos afanes.


7 De los principados nuevos que se adquieren con las fuerzas ajenas y la fortuna





Los que de particulares que ellos eran, fueron elevados al principado por la sola fortuna, llegan a él sin mucho trabajo; pero tienen uno sumo para la conservación suya. No hallan dificultades en el camino para llegar a él, porque son elevados como en alas; pero cuando le han conseguido se les presentan entonces todas las especies de obstáculos.
Estos príncipes no pudieron adquirir su Estado más que de uno u otro de estos dos modos: o comprándolo o haciéndolo dar por favor; como sucedió, por una parte, a muchos en la Grecia para las ciudades de la lona y Helesponto, en que Darío hizo varios príncipes que debían tenerlas por su propia gloria, como también por su propia seguridad; y por otra, entre los romanos, a aquellos particulares que se hacían elevar al imperio por medio de la corrupción de los soldados. Semejantes príncipes no tienen más fundamentos que la voluntad o fortuna de los hombres que los exaltaron; pues bien, ambas cosas son muy variables, y totalmente destituidas de estabilidad. Fuera de esto, ellos no saben ni pueden saber mantenerse en esta elevación. No lo saben, porque a no ser un hombre de ingenio y superior talento, no es verosímil que después de haber vivido en una condición privada se sepa reinar. No lo pueden, a causa de que no tienen tropa ninguna con cuyo apego y fidelidad puedan contar.
Por otra parte, los Estados que se forman repentinamente son como todas aquellas producciones de la naturaleza que nacen con prontitud; no pueden ellos tener raíces ni las adherencias que les son necesarias para consolidarse. Los arruinará el primer choque de la adversidad, si, como lo he dicho, los que se han hecho príncipes de repente, no son de un vigor bastante grande para estar dispuestos inmediatamente a conservar lo que la fortuna acaba de entregar en sus manos, ni se han proporcionado los mismos fundamentos que los demás príncipes se habían formado antes de serlo.
Para uno y otro de estos dos modos de llegar al principado, es, a saber, con el valor o fortuna, quiero exponer dos ejemplos que la historia de nuestros tiempos nos presenta: son los de Francisco Sforza y de César Borgia.
Francisco, de simple particular que él era, llegó a ser duque de Milán por medio de un gran valor y de los recursos que su ingenio podía suministrarle: por lo mismo conservó sin mucho trabajo lo que él no había adquirido más que con sumos afanes. Por otra parte, César Borgia, llamado vulgarmente el duque de Valentinois, que no adquirió sus Estados más que por la fortuna de su padre, los perdió luego que ella le hubo faltado, aunque hizo uso, entonces, de todos los medios imaginables para retenerlos, y practicó, para consolidarse en los principados que las armas y fortuna ajenas le habían adquirido, cuanto podía practicar un hombre prudente y valeroso.
He dicho que el que no preparó los fundamentos de su soberanía antes de ser príncipe, podría hacerlo después si él tenía un talento superior, aunque estos fundamentos no pueden formarse entonces más que con muchos disgustos para el arquitecto y con muchos peligros para el edificio. Si se consideran, pues, los progresos del duque de Valentinois, se verá que él había preparado poderosos fundamentos para su futura dominación; y no tengo por inútil el darlos a conocer, porque no me es posible dar lecciones más útiles a un príncipe nuevo, que las acciones de éste. Si sus instituciones no le sirvieron de nada, no fue falta suya, sino la de una extremada y muy extraordinaria malignidad de la fortuna.
Alejandro VI quería elevar a su hijo el duque a una grande dominación, y veía para ello fuertes dificultades en lo presente y futuro. Primeramente, no sabía cómo hacerle señor de un Estado que no perteneciera a la Iglesia; y cuando volvía sus miras hacia un Estado de la Iglesia para quitársele en favor de su hijo, preveía que el duque de Milán y los venecianos no consentirían en ello. Faenza y Rímini, que él quería cederle desde luego, estaban ya bajo la protección de los venecianos. Veía, además, que los ejércitos de la Italia, y sobre todo aquellos de los que él hubiera podido valerse, estaban en poder de los que debían temer el engrandecimiento del Papa; y no podía fiarse de estos ejércitos, porque todos ellos estaban mandados por los Ursinos, Colonnas, o allegados suyos. Era menester, pues, que se turbara este orden de cosas, que se introdujera el desorden en los Estados de Italia, a fin de que le fuera posible apoderarse, seguramente, de una parte de ellos. Esto le fue posible a causa de que él se hallaba en aquella coyuntura en que, movidos de razones particulares, los venecianos se habían resuelto a hacer que los franceses volvieran otra vez a Italia. No solamente no se opuso a ello, sino que aun facilitó esta maniobra, mostrándose favorable a Luis XII con la sentencia de la disolución de su matrimonio con Juana de Francia. Este monarca vino, pues, a Italia con la ayuda de los venecianos y el consentimiento de Alejandro. No bien hubo estado en Milán, cuando el Papa obtuvo algunas tropas para la empresa que había meditado sobre la Romaña; y le fue cedida ésta a causa de la reputación del rey.
Habiendo adquirido finalmente el duque con ello aquella provincia, y aun derrotado también a los Colonnas, quería conservarla e ir más adelante; pero le embarazaban dos obstáculos. El uno se hallaba en el ejército de los Ursinos de que él se había servido, pero de cuya fidelidad se desconfiaba, y el otro consistía en la oposición que la Francia podía hacer a ello. Temía, por una parte, que le faltasen las armas de los Ursinos, y que ellas no solamente le impidiesen conquistar, sino que también le quitasen lo que él había adquirido, mientras que, por otra parte, se recelaba de que el rey de Francia obrara con respecto a él como los Ursinos. Su desconfianza, relativa a estos últimos, estaba fundada en que cuando, después de haber tomado Faenza, asaltó Bolonia, los había visto obrar con tibieza. En cuanto al rey, comprendió lo que podía temer de él, cuando, después de haber tomado el ducado de Urbino, atacó la Toscana, pues el rey le hizo desistir de esta empresa. En semejante situación, resolvió el duque no depender ya de la fortuna y ajenas armas. A cuyo efecto comenzó debilitando, hasta en Roma, las facciones de los Ursinos y Colonnas, ganando a cuantos nobles le eran adictos. Hízolos gentileshombres suyos, los honró con elevados empleos y les confió, según sus prendas personales, varios gobiernos o mandos; de modo que se extinguió en ellos a pocos meses el espíritu de la facción a que se adherían; y su afecto se volvió todo entero hacia el duque. Después de lo cual aceleró la ocasión de arruinar a los Ursinos. Había dispersado ya a los partidarios de la casa Colonna, que se le volvió favorable; y la trató mejor. Habiendo advertido muy tarde los Ursinos que el poder del duque y el del Papa como soberano acarreaban su ruina, convocaron una Dieta en Magione, país de Perusa. Resultó de ello contra el duque la rebelión de Ursino, como también los tumultos de la Romaña, e infinitos peligros para él; pero superó todas estas dificultades con el auxilio de los franceses. Luego que hubo recuperado alguna consideración, no fiándose ya en ellos ni en las demás fuerzas que le eran ajenas, y queriendo no estar en la necesidad de probarlos de nuevo, recurrió a la astucia, y supo encubrir en tanto grado su genio, que los Ursinos, por la mediación del señor Paulo, se reconciliaron con él. No careció de medios serviciales para asegurárselos, dándoles vistosos trajes, dinero, caballos; tan bien que, aprovechándose de la simplicidad de su confianza, acabó reduciéndolos a caer en su poder, en Sinigaglia. Habiendo destruido en esta ocasión a sus jefes, y formándose de sus partidarios otros tantos amigos de su persona, proporcionó con ello harto buenos fundamentos a su dominación, supuesto que toda la Romaña con el ducado de Urbino, y que se había ganado ya todos sus pueblos, en atención a que bajo su gobierno habían comenzado a gustar de un bienestar desconocido entre ellos hasta entonces.
Como esta parte de la vida de este duque merece estudiarse, y aun imitarse por otros, no quiero dejar de exponerla con alguna especificación.
Después que él hubo ocupado la Romaña, hallándola mandada por señores inhábiles que más bien habían despojado que corregido a sus gobernados, y que habían dado motivo a más desuniones que uniones, en tanto grado que esta provincia estaba llena de latrocinios, contiendas, y de todas las demás especies de desórdenes; tuvo por necesario para establecer en ella la paz, y hacerla obediente a su príncipe, el darle un vigoroso gobierno.
En su consecuencia, envió allí por presidente a messer Ramiro d'Orco, hombre severo y expedito, al que delegó una autoridad casi ilimitada. Éste, en poco tiempo, restableció el sosiego en aquella provincia, reunió con ella a los ciudadanos divididos, y aun le proporcionó una grande consideración. Habiendo juzgado después el duque que la desmesurada autoridad de Ramiro no convenía allí, y temiendo que ella se volviera muy odiosa, erigió en el centro de la provincia un tribunal civil, presidido por un sujeto excelente, en el que cada ciudad tenía su defensor. Como le constaba que los rigores ejercidos por Ramiro d'Orco habían dado origen a algún odio contra su propia persona, y queriendo tanto desterrarle de los corazones de sus pueblos como ganárselos en un todo, trató de persuadirles que no debían imputársele a él aquellos rigores, sino al duro genio de su ministro. Para convencerlos de esto, resolvió castigar por ellos a su ministro174, y una cierta mañana mandó dividirle en dos pedazos y mostrarle así hendido en la plaza pública de Cesena, con un cuchillo ensangrentado y un tajo de madera al lado. La ferocidad de semejante espectáculo hizo que sus pueblos, por algún tiempo, quedaran tan satisfechos como atónitos.
Pero volviendo al punto de que he partido, digo que hallándose muy poderoso el duque, y asegurado en parte contra los peligros de entonces, porque se había armado a su modo, y que tenía destruidas en gran parte las armas de los vecinos que podían perjudicarle, le quedaba el temor de la Francia, supuesto que él quería continuar haciendo conquistas. Sabiendo que el rey, que había echado de ver algo tarde su propia falta, no sufriría que el duque se engrandeciera más, echose a buscar nuevos amigos; desde luego tergiversó con respecto a la Francia cuando marcharon los franceses hacia el reino de Nápoles contra las tropas españolas que sitiaban Gaeta. Su intención era asegurarse de ellos; y hubiera tenido un pronto acierto si hubiera continuado viviendo Alejandro.
Éstas fueron sus precauciones en las circunstancias de entonces; pero en cuanto a las futuras, tenía que temer primeramente que el sucesor de Alejandro VI no le fuera favorable y tratara de quitarle lo que le había dado Alejandro.
Para precaver estos inconvenientes imaginó cuatro medios. Fueron: primero, extinguir las familias de los señores a quienes él había despojado, a fin de quitar al Papa los socorros que ellos hubieran podido suministrarle; segundo, ganarse a todos los hidalgos de Roma, a fin de poder poner con ellos, como lo he dicho, un freno al Papa hasta en Roma; tercero, conciliarse, lo más que le era posible, el sacro colegio de los cardenales; y cuarto, adquirir, antes de la muerte de Alejandro, una tan grande dominación que él se hallará en estado de resistir por sí mismo al primer asalto cuando no existiera ya su padre. De estos cuatro expedientes, los tres primeros por el duque habían conseguido ya su fin al morir el papa Alejandro, y el cuarto estaba ejecutándose.
Hizo perecer a cuantos había podido coger de aquellos señores a quienes tenía despojados, y se le escaparon pocos. Había ganado a los hidalgos de Roma, y adquirió un grandísimo influjo en el sacro colegio. En cuanto a sus nuevas conquistas, habiendo proyectado hacerse señor de la Toscana, poseía ya Perusa y Piombino, después de haber tomado Pisa bajo su protección. Como no estaba obligado ya a tener miramientos con la Francia, que no le guardaba ya realmente ninguno, en atención a que los franceses se hallaban a la sazón despojados del reino de Nápoles por los españoles, y que unos y otros estaban precisados a solicitar su amistad, se echaba sobre Pisa; lo cual bastaba para que Luca y Siena le abriesen sus puertas, sea por celos contra los florentinos, sea por temor de la venganza suya; y los florentinos carecían de medios para oponerse a ellos. Si esta empresa le hubiera salido acertada, y se hubiese puesto en ejecución el año en que murió Alejandro, hubiera adquirido el duque tan grandes fuerzas y tanta consideración que, por sí mismo, se hubiera sostenido, sin depender de la fortuna y poder ajeno. Todo ello no dependía ya más que de su dominación y talento.
Pero Alejandro murió cinco años después que el duque había comenzado a desenvainar la espada. Únicamente el Estado de la Romaña estaba consolidado; permanecían vacilantes todos los otros, hallándose, además, entre dos ejércitos enemigos poderosísimos; y se veía últimamente asaltado de una enfermedad mortal el duque mismo. Sin embargo, era de tanto valor y poseía tan superiores talentos; sabía también cómo pueden ganarse o perderse los hombres; y los fundamentos que él se había formado en tan escaso tiempo eran tan sólidos que si no hubiera tenido por contrarios aquellos ejércitos, y lo hubiera pasado bien, hubiera triunfado de todos los demás impedimentos. La prueba de que sus fundamentos eran buenos es perentoria, supuesto que la Romana le aguardó sosegadamente más de un mes, y que enteramente moribundo como él estaba, no tenía que temer nada en Roma. Aunque los Vaglionis, Vitelis y Ursinos habían venido allí, no emprendieron nada contra él. Si no pudo hacer Papa al que él quería, a lo menos impidió que lo fuera aquel a quien no quería. Pero si al morir Alejandro hubiera gozado de robusta salud, hubiera hallado facilidad para todo. Me dijo, aquel día en que Julio II fue creado Papa, que él había pensado en cuanto podía acaecer muerto su padre; y que había hallado remedio para todo; pero que no había pensado en que pudiera morir él mismo entonces.
Después de haber recogido así y cotejado todas las acciones del duque, no puedo condenarle; aun me parece que puedo, como lo he hecho, proponerle por modelo a cuantos la fortuna o ajenas armas elevaron a la soberanía. Con las relevantes prendas y profundas miras que él tenía, no podía conducirse de diferente modo. No tuvieron sus designios más obstáculos reales que la breve vida de Alejandro y su propia enfermedad.
El que tenga, pues, por necesario, en su nuevo principado, asegurarse de sus enemigos, ganarse nuevos amigos, triunfar por medio de la fuerza o fraude, hacerse amar y temer de los pueblos, seguir y respetar de los soldados, mudar los antiguos estatutos en otros recientes, desembarazarse de los hombres que pueden y deben perjudicarle, ser severo y agradable, magnánimo y liberal, suprimir la tropa infiel, y formar otra nueva, conservar la amistad de los reyes y príncipes, de modo que ellos tengan que servirle con buena gracia, o no ofenderle más que con miramiento, aquél, repito, no puede hallar ejemplo ninguno más fresco que las acciones de este duque, a lo menos hasta la muerte de su padre.
Su política cayó después gravemente en falta cuando, a la nominación del sucesor de Alejandro, dejó hacer el duque una elección adversa para sus intereses en la persona de Julio II. No le era posible la creación de un Papa de su gusto; pero teniendo la facultad de impedir que éste o aquel fueran papas, no debía permitir jamás que se confiriera el pontificado a ninguno de los cardenales a quienes él había ofendido, o de aquellos que, hechos pontífices, tuvieran motivos de temerle199, porque los hombres ofenden por miedo o por odio. Los cardenales a quienes él había ofendido eran, entre otros, el de San Pedro esliens, los cardenales Colonna, de San Jorge y Escagne. Elevados una vez todos los demás al pontificado, estaban en el caso de temerle, excepto el cardenal de Ruán, a causa de su fuerza, supuesto que tenía por sí el reino de Francia, y los cardenales españoles, con los que estaba confederado y que le debían favores.
Así el duque debía, ante todas cosas, hacer elegir por Papa a un español; y si no podía hacerlo, debía consentir en que fuera elegido el cardenal de Ruán, y no el de San Pedro esliens. Cualquiera que cree que los nuevos beneficios hacen olvidar a los eminentes personajes las antiguas injurias camina errado. Al tiempo de esta elección, cometió el duque, pues, una grave falta, y tan grave que ella ocasionó su ruina.




8 De los que llegaron al principado por medio de maldades





Pero como uno, de simple particular, llega a ser también príncipe de otros dos modos, sin deberlo todo a la fortuna o valor, no conviene que omita yo aquí el tratar de uno y otro de estos dos modos, aunque puedo reservarme el discurrir con más extensión sobre el segundo, al tratar de las república. El primero es cuando un particular se eleva por una vía malvada y detestable al principado, y el segundo cuando un hombre llega a ser príncipe de su patria con el favor de sus conciudadanos.
En cuanto al primer modo, presenta la historia de dos ejemplos suyos: el uno antiguo, y el otro moderno. Me ceñiré a citarlos sin profundizar de otro modo la cuestión, porque soy de parecer que ellos dicen bastante para cualquiera que estuviera en el caso de imitarlos.
El primer ejemplo es del siciliano Agatocles, quien, habiendo nacido en una condición no solamente ordinaria, sino también baja y vil, llegó a empuñar, sin embargo, el cetro de Siracusa. Hijo de un alfarero, había tenido en todas las circunstancias una conducta reprensible; pero sus perversas acciones iban acompañadas de tanto vigor corporal y fortaleza de ánimo que habiéndose dado a la profesión militar ascendió, por los diversos grados de la milicia, hasta el de pretor de Siracusa. Luego que se hubo visto elevado a este puesto, resolvió hacerse príncipe, y retener con violencia, sin ser deudor de ello a ninguno, la dignidad que él había recibido del libre consentimiento de sus conciudadanos. Después de haberse entendido a este efecto con el general cartaginés Amílcar, que estaba en Sicilia con su ejército, juntó una mañana al pueblo y Senado de Siracusa, como si tuviera que deliberar con ellos sobre cosas importantes para la República; y dando en aquella Asamblea a sus soldados la señal acordada, les mandó matar a todos los senadores y a los más ricos ciudadanos que allí se hallaban. Librado de ellos, ocupó y conservó el principado de Siracusa sin que se manifestara guerra ninguna civil contra él. Aunque se vio, después, dos veces derrotado y aun sitiado por los cartagineses, no solamente pudo defender su ciudad, sino que también, habiendo dejado una parte de sus tropas para custodiarla, fue con otra a atacar la África; de modo que en poco tiempo libró Siracusa sitiada y puso a los cartagineses en tanto apuro que se vieron forzados a tratar con él, se contentaron con la posesión del África y le abandonaron enteramente la Sicilia.
Si consideramos sus acciones y valor, no veremos nada o casi nada que pueda atribuirse a la fortuna. No con el favor de ninguno, como lo he dicho más arriba, sino por medio de los grados militares adquiridos a costa de muchas fatigas y peligros, consiguió la soberanía; y si se mantuvo en ella por medio de una infinidad de acciones tan peligrosas como estaban llenas de valor, no puede aprobarse ciertamente lo que él hizo para conseguirla. La matanza de sus conciudadanos, la traición de sus amigos, su absoluta falta de fe, de humanidad y religión, son ciertamente medios con los que uno puede adquirir el imperio; pero no adquiere nunca con ellos ninguna gloria.
No obstante esto, si consideramos el valor de Agatocles en el modo con que arrostra con los peligros y sale de ellos, y la sublimidad de su ánimo en soportar y vencer los sucesos que le son adversos, no vemos por qué le tendríamos por inferior al mayor campeón de cualquiera especie. Pero su feroz crueldad y despiadada inhumanidad, sus innumerables maldades, no permiten alabarle, como si él mereciera ocupar un lugar entre los hombres insignes más eminentes; y vuelvo a concluir que no puede atribuirse a su fortuna ni valor lo que él adquirió sin uno ni otro.
El segundo ejemplo más inmediato a nuestros tiempos es el de Oliverot de Fermo. Después de haber estado, durante su niñez, en poder de su tío materno, Juan Fogliani, fue colocado por éste en la tropa del capitán Paulo Viteli, a fin de llegar allí bajo un semejante maestro a algún grado elevado en las armas. Habiendo muerto después Paulo, y sucediéndole su hermano Viteloro en el mando, peleó bajo sus órdenes Oliverot; y como él tenía talento, siendo por otra parte robusto de cuerpo y sumamente valeroso, llegó a ser en breve tiempo el primer hombre de su tropa. Juzgando entonces que era una cosa servil el permanecer confundido entre el vulgo de los capitanes, concibió el proyecto de apoderarse de Fermo, con la ayuda de Viteloro, y de algunos ciudadanos de aquella ciudad que tenían más amor a la esclavitud que a la libertad de su patria. En su consecuencia escribió, desde luego, a su tío Juan Fogliani, que era cosa natural que, después de una tan dilatada ausencia, quisiera volver él para abrazarle, ver su patria, reconocer en algún modo su patrimonio, y que iba a volver a Fermo; más que para adquirir algún honor, y queriendo mostrar a sus conciudadanos que él no había malogrado el tiempo bajo este aspecto, creía deber presentarse de un modo honroso, acompañado de cien soldados de a caballo, amigos suyos, y de algunos servidores. Le rogó, en su consecuencia, que hiciera de modo que le recibieran los ciudadanos de Fermo con distinción, que no habiéndose fatigado durante tan larga ausencia «en atención a que, le decía, un semejante recibimiento no solamente le honraría a él mismo, sino que también redundaría en gloria de su tío, supuesto que él era su discípulo». Juan no dejó de hacerle los favores que él solicitaba, y a los que le parecía ser acreedor su sobrino. Hizo que le recibieran los habitantes de Fermo con honor, y le hospedó en su palacio. Oliverot, después de haberlo dispuesto todo para la maldad que él estaba premeditando, dio en él una espléndida comida a la que convidó a Juan Fogliani y todas las personas más visibles de Fermo. Al fin de la comida, y cuando, según el estilo, no se hacía más que conversar sobre cosas de que se habla comúnmente en la mesa, hizo recaer Oliverot diestramente la conversación sobre la grandeza de Alejandro VI y de su hijo César, como también sobre sus empresas. Mientras que él respondía a los discursos de los otros, y que los otros replicaban a los suyos, se levantó de repente diciendo que era una materia de que no podía hablarse más que en el más oculto lugar; y se retiró a un cuarto particular, al que Fogliani y todos los demás ciudadanos visibles le siguieron. Apenas se hubieron sentado allí, cuando, por salidas ignoradas de ellos, entraron diversos soldados que los degollaron a todos, sin perdonar a Fogliani. Después de esta matanza, Oliverot montó a caballo, recorrió la ciudad, fue a sitiar en su propio palacio al principal magistrado, tan bien que poseídos del temor todos los habitantes se vieron obligados a obedecerle y formar un nuevo gobierno cuyo soberano se hizo él.
Librado Oliverot por este medio de todos aquellos hombres cuyo descontento podía serle temible, fortificó su autoridad con nuevos estatutos civiles y militares, de modo que en el espacio de un año que él poseyó la soberanía no solamente estuvo seguro en la ciudad de Fermo, sino que también se hizo formidable a todos sus vecinos; y hubiera sido tan inexpugnable como Agatocles si no se hubiera dejado engañar de César Borgia cuando, en Sinigaglia, sorprendió éste, como lo llevo dicho, a los Ursinos y Vitelios. Habiendo sido cogido Oliverot mismo en esta ocasión, un año después de su parricidio, le dieron garrote con Vitellozo, que había sido su maestro de valor y maldad.
Podría preguntarse por qué Agatocles y algún otro de la misma especie pudieron, después de tantas traiciones e innumerables crueldades, vivir por mucho tiempo seguros en su patria y defenderse de los enemigos exteriores sin ejercer actos crueles; como también por qué los conciudadanos de éste no se conjuraron nunca contra él, mientras que haciendo otros muchos uso de la crueldad, no pudieron conservarse jamás en sus Estados, tanto en tiempo de paz como en el de guerra.
Creo que esto dimana del buen o del mal uso que se hace de la crueldad. Podemos llamar buen uso los actos de crueldad -si, sin embargo, es lícito hablar bien del mal- que se ejercen de una vez, únicamente por la necesidad de proveer a su propia seguridad, sin continuarlos después, y que al mismo tiempo trata uno de dirigirlos, cuanto es posible, hacia la mayor utilidad de los gobernados.
Los actos de severidad mal usados son aquellos que, no siendo más que en corto número a los principios, van siempre aumentándose, y se multiplican de día en día, en vez de disminuirse y de mirar a su fin.
Los que abrazan el primer método pueden, con los auxilios divinos y humanos, remediar, como Agatocles, la incertidumbre de su situación. En cuanto a los demás, no es posible que ellos se mantengan.
Es menester, pues, que el que toma un Estado haga atención, en los actos de rigor que le es preciso hacer, a ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin de no estar obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos, tranquilizar a sus gobernados, a los que ganará después fácilmente haciéndoles bien.
El que obra de otro modo por timidez, o siguiendo malos consejos, está precisado siempre a tener la cuchilla en la mano; y no puede contar nunca con sus gobernados, porque ellos mismos, con el motivo de que está obligado a continuar y renovar incesantemente semejantes actos de crueldad, no pueden estar seguros con él.
Por la misma razón que los actos de severidad deben hacerse todos juntos, y que dejando menos tiempo para reflexionar en ellos ofenden menos; los beneficios deben hacerse poco a poco, a fin de que se tenga lugar para saborearlos mejor.
Un príncipe debe, ante todas cosas, conducirse con sus gobernados de modo que ninguna casualidad, buena o mala, le haga variar, porque si acaecen tiempos penosos, no le queda ya lugar para remediar el mal; y el bien que hace entonces, no se convierte en provecho suyo. Le miran como forzoso, y no te lo agradecen.


9 Del principado civil





Vengamos al segundo modo con que un particular puede hacerse príncipe sin valerse de crímenes ni violencias intolerables. Es cuando, con el auxilio de sus conciudadanos, llega a reinar en su patria. Pues bien, llamo civil este principado. Para adquirirle, no hay necesidad ninguna de cuanto el valor o fortuna pueden hacer, sino más bien de cuanto una acertada astucia puede combinar. Pero digo que no se eleva uno a esta soberanía con el favor del pueblo o el de los grandes.
En cualquiera ciudad hay dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los grandes; y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo. Del choque de ambas inclinaciones, dimana una de estas tres cosas: o el establecimiento del principado, o el de la república, o la licencia y anarquía. En cuanto al principado, se promueve su establecimiento por el pueblo o por los grandes, según que el uno u otro de estos dos partidos tienen ocasión para ello. Cuando los magnates ven que ellos no pueden resistir al pueblo, comienzan formando una gran reputación a uno de ellos, y dirigiendo todas las miradas hacia él hacerlo después príncipe, a fin de poder dar, a la sombra de su soberanía, rienda suelta a sus inclinaciones. El pueblo procede del mismo modo con respecto a uno solo, cuando ve que no puede resistir a los grandes, a fin de que le proteja su autoridad.
El que consigue la soberanía con el auxilio de los grandes se mantiene con más dificultad que el que la consigue con el del pueblo; porque siendo príncipe, se halla cercado de muchas gentes que se tienen por iguales con él, y no puede mandarlas ni manejarlas a su discreción.
Pero el que llega a la soberanía con el favor popular se halla sólo en su exaltación; y entre cuantos le rodean, no hay ninguno, o más que poquísimos a lo menos, que no estén prontos a obedecerle.
Por otra parte, no se puede con decoro, y sin agraviar a los otros, contentar los deseos de los grandes. Pero contenta uno fácilmente los del pueblo, porque los deseos de éste tienen un fin más honrado que el de los grandes, en atención a que los últimos quieren oprimir, y que el pueblo limita su deseo a no serlo.
Añádase a esto que, si el príncipe tiene por enemigo al pueblo, no puede estar jamás en seguridad; porque el pueblo se forma de un grandísimo número de hombres. Siendo poco numerosos los magnates, es posible asegurarse de ellos más fácilmente. Lo peor que el príncipe tiene que temer de un pueblo que no le ama es el ser abandonado por él; pero si le son contrarios los grandes, debe temer no solamente verse abandonado, sino también atacado y destruido por ellos; porque teniendo estos hombres más previsión y astucia, emplean bien el tiempo para salir de aprieto, y solicitan dignidades al lado de aquel al que esperan ver reinar en su lugar.
Además, el príncipe está en la necesidad de vivir siempre con este mismo pueblo; pero puede obrar ciertamente sin los mismos magnates, supuesto que puede hacer otros nuevos y deshacerlos todos los días; como también darles crédito, o quitarles el que tienen, cuando esto le acomoda.
Para aclarar más lo relativo a ellos, digo que los grandes deben considerarse bajo dos aspectos principales o se conducen de modo que se unan en un todo con la fortuna u obran de modo que se pasen sin ella. Los que se enlazan con la fortuna, si no son rapaces, deben ser honrados y amados. Los otros que no se unen a ti personalmente, pueden considerarse bajo dos. aspectos: o se conducen así por pusilanimidad o una falta de ánimo, y entonces debes servirte de ellos como de los primeros, especialmente cuando te dan buenos consejos, porque te honran en tu prosperidad, y no tienes que temer nada de ellos en la adversidad. Pero los que no se empeñan más que por cálculo o por causa de ambición, manifiestan que piensan más en sí que en ti. El príncipe debe estar sobre sí contra ellos y mirarlos como a enemigos declarados, porque en su adversidad ayudarán a hacerle caer.
Un ciudadano hecho príncipe con el favor del pueblo debe tirar a conservarse su afecto; lo cual le es fácil porque el pueblo le pide únicamente el no ser oprimido. Pero el que llegó a ser príncipe con la ayuda de los magnates y contra el voto del pueblo, debe, ante todas cosas, tratar de conciliársele; lo que le es fácil cuando le toma bajo su protección. Cuando los hombres reciben bien de aquel de quien no esperaban más que mal, se apegan más y más a él. Así, pues, el pueblo sometido por un nuevo príncipe que se hace bienhechor suyo, le coge más afecto que si él mismo, por benevolencia, le hubiera elevado a la soberanía. Luego el príncipe puede conciliarse el pueblo de muchos modos; pero éstos son tan numerosos y dependen de tantas circunstancias variables, que no puedo dar una regla fija y cierta sobre este particular. Me limito a concluir que es necesario que el príncipe tenga el afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de recurso en la adversidad.
Nabis, príncipe nuevo entre los espartanos, sostuvo el sitio de toda la Grecia y de un ejército romano ejercitado en las victorias; defendió fácilmente contra uno y otro su patria y Estado, porque le bastaba, a la llegada del peligro, el asegurarse de un corto número de enemigos interiores. Pero no hubiera logrado él estos triunfos, si hubiera tenido al pueblo por enemigo.
¡Ah!, no se crea impugnar la opinión que estoy sentado aquí, con objetarme aquel tan repetido proverbio «que el que se fía en el pueblo, edifica en la arena». Esto es verdad para un ciudadano privado, que, contento en semejante fundamento, creyera que le libraría el pueblo, si él se viera oprimido por sus enemigos o los magistrados. En cuyo caso, podría engañarse a menudo en sus esperanzas, como esto sucedió en Roma a los Gracos y en Florencia a mosén Jorge Scali. Pero si el que se funda sobre el pueblo es príncipe suyo; si puede mandarle y que él sea hombre de corazón, no se atemorizará en la adversidad; si no deja de hacer, por otra parte, las conducentes disposiciones, y que mantenga con sus estatutos y valor el de la generalidad de los ciudadanos, no será engañado jamás por el pueblo, y reconocerá que los fundamentos que él se ha formado con éste, son buenos.
Estas soberanías tienen la costumbre de peligrar, cuando uno las hace subir del orden civil al de una monarquía absoluta, porque el príncipe manda entonces o por sí mismo o por el intermedio de sus magistrados. En este postrer caso, su situación es más débil y peligrosa, porque depende enteramente de la voluntad de los que ejercen las magistraturas, y que pueden quitarle con una grande facilidad el Estado, ya sublevándose contra él, ya no obedeciéndole. En los peligros, semejante príncipe no está ya a tiempo de recuperar la autoridad absoluta, porque los ciudadanos y gobernados que tienen la costumbre de recibir las órdenes de los magistrados, no están dispuestos, en estas circunstancias críticas, a obedecer a las suyas; y que en estos tiempos dudosos carece él siempre de gentes en quienes pueda fiarse.
Semejante príncipe no puede fundarse sobre lo que él ve en los momentos pacíficos, cuando los ciudadanos necesitan del Estado; porque entonces cada uno vuela, promete y quiere morir por él, en atención a que está remota la muerte. Pero en los tiempos críticos, cuando el Estado necesita de los ciudadanos, no se hallan más que poquísimos de ellos.
Esta experiencia es tanto más peligrosa cuanto uno no puede hacerla más que una vez; en su consecuencia, un prudente príncipe debe imaginar un modo, por cuyo medio sus gobernados tengan siempre, en todo evento y circunstancias de cualquier especie, una grandísima necesidad de su principado. Es el expediente más seguro para hacérselos fieles para siempre.