4
Por qué ocupado el reino de Darío por Alejandro, no se rebeló
contra los sucesores de éste después de su muerte
Considerando
las dificultades que se experimentan en conservar un Estado adquirido
recientemente, podría preguntarse con asombro, cómo sucedió que
hecho dueño Alejandro Magno del Asia en un corto número de años, y
habiendo muerto a poco tiempo de haberla conquistado, sus sucesores,
en una circunstancia en que parecía natural que todo este Estado se
pusiese en rebelión, le conservaron, sin embargo, y no hallaron
para ello más dificultad que la que su ambición individual ocasionó
entre ellos. He aquí mi respuesta: los principados conocidos son
gobernados de uno u otro de estos dos modos: el primero consiste en
serlo por un príncipe, asistido de otros individuos que,
permaneciendo siempre súbditos bien humildes al lado suyo, son
admitidos por gracia o concesión en clase de servidores solamente,
para ayudarle a gobernar. El segundo modo con que se gobierna, se
compone de un príncipe, asistido de barones, que tienen su puesto en
el Estado, no de la gracia del príncipe, sino de la antigüedad de
su familia. Estos barones mismos tienen Estados y gobernados que los
reconocen por señores suyos, y les dedican su afecto naturalmente.
El
príncipe, en los primeros de estos Estados en que gobierna él con
algunos ministros esclavos, tiene más autoridad, porque en su
provincia no hay ninguno que reconozca a otro más que a él por
superior: y si se obedece a otro no es por un particular afecto a su
persona, sino solamente porque él es Ministro y empleado del príncipe.
Los
ejemplos de estas dos especies de gobiernos son, en nuestros días,
el del Turco y el del rey de Francia. Toda la monarquía del Turco
está gobernada por un señor único; sus adjuntos no son más que
criados suyos; y dividiendo en provincias su reino, envía a ellas
diversos administradores, a los cuales muda y coloca en nuevo puesto
a su antojo. Pero el rey de Francia se halla en medio de un
sinnúmero de personajes, ilustres por la antigüedad de su familia,
señores ellos mismos en el Estado, y reconocidos como tales por sus
particulares gobernados, quienes, por otra parte, les profesan
afecto. Estos personajes tienen preeminencias personales, que el rey
no puede quitarles sin peligrar él mismo.
Así,
cualquiera que se ponga a considerar atentamente uno y otro de estos
dos Estados, hallará que habría suma dificultad en conquistar el
del Turco; pero que si uno le hubiera conquistado, tendría una
grandísima facilidad en conservarle. Las razones de las dificultades
para ocuparle son que el conquistador no puede ser llamado allí de
las provincias de este imperio, ni esperar ser ayudado en esta
empresa con la rebelión de los que el soberano tiene al lado suyo:
lo cual dimana de las razones expuestas más arriba. Siendo todos
esclavos suyos, y estándole reconocidos por sus favores, no es
posible corromperlos tan fácilmente; y aun cuando se lograra esto,
no podría esperarse mucha utilidad, porque no les sería posible
atraer hacia sí a los pueblos, por las razones que hemos expuesto.
Conviene, pues, ciertamente, que el que ataca al Turco, reflexione
que va a hallarle unido con su pueblo, y que pueda contar más con
sus propias fuerzas que con los desórdenes que se manifestarán a
favor suyo en el imperio. Pero después de haberle vencido y derrotado en una campaña sus ejércitos, de modo que él no pueda ya
rehacerlos, no quedará ya cosa ninguna temible más que la familia
del príncipe. Si uno la destruye, no habrá allí ya ninguno a quien
deba temerse; porque los otros no gozan del mismo valimiento al lado
del pueblo. Así como el vencedor, antes de la victoria, no podía
contar con ninguno de ellos, así también no debe cogerles
miedo ninguno después de haber vencido.
Sucederá
lo contrario en los reinos gobernados como el de Francia. Se puede
entrar allí con facilidad, ganando a algún barón, porque se hallan
siempre algunos malcontentos del genio de aquellos que apetecen mudanzas. Estas gentes, por las razones mencionadas, pueden abrirte
el camino para la posesión de este Estado, y facilitarte el triunfo;
pero cuando se trate de conservarte en él, este triunfo mismo te
dará a conocer infinitas dificultades, tanto por la parte de los que
te auxiliaron como por la de aquellos a quienes has oprimido. No te
bastará el haber extinguido la familia del príncipe, porque
quedarán siempre allí varios señores que se harán cabezas de
partido para nuevas mudanzas; y como no podrás contentarlos ni
destruirlos enteramente, perderás este reino luego que se presente
la ocasión de ello.
Si
consideramos ahora de qué naturaleza de gobierno era el de Darío,
le hallaremos semejante al del Turco. Le fue necesario primeramente
a Alejandro el asaltarle por entero, y hacerse dueño de la campaña.
Después de esta victoria, y la muerte de Darío, quedó el Estado en
poder del conquistador de un modo seguro por las razones que llevamos
expuestas: y si hubieran estado unidos los sucesores de éste, podían
gozar de él sin la menor dificultad; porque no sobrevino ninguna
otra disensión más que la que ellos mismos suscitaron.
En
cuanto a los Estados constituidos como el de Francia, es imposible
poseerlos tan sosegadamente. Por esto hubo, tanto en España como
en Francia, frecuentes rebeliones, semejantes a las que los romanos
experimentaron en la Grecia, a causa de los numerosos principados que
se hallaban allí. Mientras que la memoria suya subsistió en aquel
país, no tuvieron los romanos más que una posesión incierta; pero
luego que no se hubo pensado ya en ello, se hicieron seguros
poseedores por medio de la dominación y estabilidad de su imperio.
Cuando
los romanos pelearon allí unos contra otros, cada uno de ambos
partidos pudo atraerse una posesión de aquellas provincias según la
autoridad que él había tomado allí: porque habiéndose extinguido
la familia de sus antiguos dominadores, aquellas provincias
reconocían ya por únicos a los romanos. Haciendo atención a todas
estas particularidades, no causarán ya extrañeza la facilidad que Alejandro tuvo para conservar el Estado de Asia, y las dificultades
que sus sucesores experimentaron para mantenerse en la posesión de
lo que habían adquirido, como Pirro y otros muchos. No provinieron
ellas del muchísimo o poquísimo talento por parte del vencedor,
sino de la diversidad de los Estados que ellos habían conquistado.
5 De
qué modo deben gobernarse las ciudades o principados que, antes de
ocuparse por un nuevo príncipe, se gobernaban con sus leyes
particulares
Cuando
uno quiere conservar aquellos Estados que estaban acostumbrados a
vivir con sus leyes y en República, es preciso abrazar una de estas
tres resoluciones: debes o arruinarlos, o ir a vivir en ellos, o,
finalmente, dejar a estos pueblos sus leyes, obligándolos a
pagarte una contribución anual, y creando en su país un tribunal de
un corto número que cuide de conservártelos fieles. Creándose este
Consejo por el príncipe, y sabiendo que él no puede subsistir sin
su amistad y dominación, tiene el mayor interés en conservarle en
su autoridad. Una ciudad habituada a vivir libre, y que uno quiere
conservar, se contiene mucho más fácilmente por medio del inmediato
influjo de sus propios ciudadanos que de cualquier otro modo. Los
espartanos y romanos nos lo probaron con sus ejemplos.
Sin
embargo, los espartanos, que habían tenido Atenas y Tebas por medio
de un Consejo de un corto número de ciudadanos, acabaron
perdiéndolas; y los romanos, que para poseer Capua, Cartago y
Numancia, las habían desorganizado, no las perdieron. Cuando éstos
quisieron tener la Grecia con corta diferencia, como la habían
tenido los espartanos, dejándola libre con sus leyes, no les salió
acertada esta operación, y se vieron obligados a desorganizar muchas
ciudades de esta provincia par aguardarla. Hablando con verdad, no
hay medio ninguno más seguro para conservar semejantes Estados que
el de arruinarlos. El que se hace señor de una ciudad acostumbrada
a vivir libre, y no descompone su régimen, debe contar con ser
derrocado él mismo por ella. Para justificar semejante ciudad su
rebelión, tendrá el nombre de libertad, y sus antiguas leyes, cuyo
hábito no podrán hacerle perder nunca el tiempo ni los beneficios
del conquistador. Por más que se haga, y aunque se practique algún
expediente de previsión, si no se desunen y dispersan sus
habitantes, no olvidará ella nunca aquel nombre de libertad, ni sus
particulares estatutos; y aun recurrirá a ellos, en la primera
ocasión, como lo hizo Pisa, aunque ella había estado numerosos
años, y aun hacía ya un siglo, bajo la dominación de los florentinos.
Pero
cuando las ciudades o provincias están habituadas a vivir bajo la
obediencia de un príncipe, como están habituadas por una parte a
obedecer y que por otra carecen de su antiguo señor, no concuerdan
los ciudadanos entre sí para elegir a otro nuevo; y no sabiendo
vivir libres, son más tardos en tomar las armas. Se puede conquistarlos con más facilidad, y asegurar la posesión
suya.
En
las repúblicas, por el contrario, hay más valor, una mayor
disposición de odio contra el conquistador que allí se hace
príncipe, y más deseo de venganza contra él. Como no se pierde en
ellas la memoria de la antigua libertad, y que ella le sobrevive con
toda su actividad, el más seguro partido consiste en disolverlas o habitar en ellas.
6 De
las soberanías nuevas que uno adquiere con sus propias armas y valor
Que
no cause extrañeza, si al hablar, ya de los Estados que son nuevos
bajo todos los aspectos, ya de los que no lo son más que bajo el del
príncipe, o el del Estado mismo, presento grandes ejemplos de la
antigüedad. Los hombres caminan casi siempre por caminos trillados
ya por otros, y no hacen casi más que imitar a sus predecesores, en
las acciones que se les ve hacer; pero como no pueden seguir en
todo el camino abierto por los antiguos, ni se elevan a la perfección
de los modelos que ellos se proponen, el hombre prudente debe elegir
únicamente los caminos trillados por algunos varones insignes, e
imitar a los de ellos que sobrepujaron a los demás, a fin de que si
no consigue igualarlos, tengan sus acciones a lo menos alguna
semejanza con las suyas. Debe hacer como los ballesteros bien
advertidos que, viendo su blanco muy distante para la fuerza de su
arco, apuntan mucho más alto que el objeto que tienen en mira, no
para que su vigor y flechas alcancen a un punto de mira en esta
altura, sino a fin de poder, asestando así, llegar en línea
parabólica a su verdadero blanco.
Digo,
pues, que en los principados que son nuevos en un todo, y cuyo
príncipe, por consiguiente, es nuevo, hay más o menos dificultad en
conservarlos, según que el que los adquirió es más o menos
valeroso. Como el suceso por el que un hombre se hace príncipe, de
particular que él era, supone algún valor o dicha, parece que la
una o la otra de estas dos cosas allanan en parte muchas
dificultades; sin embargo, se vio que el que no había sido auxiliado
de la fortuna, se mantuvo por más tiempo. Lo que proporciona también
algunas facilidades, es que no teniendo un semejante príncipe otros
Estados, va a residir en aquel de que se ha hecho soberano.
Pero
volviendo a los hombres que, con su propio valor y no con la fortuna,
llegaron a ser príncipes, digo que los más dignos de imitarse
son: Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros semejantes. Y, en primer
lugar, aunque no debemos discurrir sobre Moisés, porque él no fue
más que un mero ejecutor de las cosas que Dios le había ordenado
hacer, diré, sin embargo, que merece ser admirado, aunque no fuera
más que por aquella gracia que le hacía digno de conversar con Dios. Pero considerando a Ciro y a los otros que adquirieron o
fundaron reinos, los hallaremos dignos de admiración. Y si se
examinaran sus acciones e instituciones en particular, no parecieran
ellas diferentes de las de Moisés, aunque él había tenido a Dios
por señor. Examinando sus acciones y conducta, no se verá que ellos
tuviesen cosa ninguna de la fortuna más que una ocasión propicia,
que les facilitó el medio de introducir en sus nuevos Estados la
forma que les convenía. Sin esta ocasión, el valor de su ánimo
se hubiera extinguido, pero también, sin este valor, se hubiera
presentado en balde la ocasión. Le era, pues, necesario a Moisés
el hallar al pueblo de Israel esclavo en Egipto y oprimido por los
egipcios, a fin de que este pueblo estuviera dispuesto a seguirle,
para salir de esclavitud. Convenía que Rómulo, a su nacimiento,
no quedara en Alba, y fuera expuesto, para que él se hiciera rey de
Roma y fundador de un Estado de que formó la patria suya. Era
menester que Ciro hallase a los persas descontentos del imperio de
los Medos, y a éstos afeminados con una larga paz, para hacerse
Soberano suyo. Teseo no hubiera podido desplegar su valor, si no
hubiera hallado dispersados a los atenienses.
Estas
ocasiones, sin embargo, constituyen la fortuna de semejantes héroes;
pero su excelente sabiduría les dio a conocer el valor de estas
ocasiones; y de ello provinieron la ilustración y prosperidad de sus Estados.
Los
que por medios semejantes llegan a ser príncipes no adquieren su
principado sin trabajo, pero le conservan fácilmente; y las
dificultades que ellos experimentan al adquirirle dimanan en parte de
las nuevas leyes y modos que les es indispensable introducir para
fundar su Estado y su seguridad. Debe notarse bien que no hay cosa
más difícil de manejar, ni cuyo acierto sea más dudoso, ni se haga
con más peligro, que el obrar como jefe para introducir nuevos estatutos. Tiene el introductor por enemigos activísimos a
cuantos sacaron provecho de los antiguos estatutos, mientras que
los que pudieran sacar el suyo de los nuevos no los defienden más
que con tibieza. Semejante tibieza proviene en parte de que ellos
temen a sus adversarios que se aprovecharon de las antiguas leyes, y
en parte de la poca confianza que los hombres tienen en la bondad de
las cosas nuevas, hasta que se haya hecho una sólida experiencia de
ellas. Resulta de esto que siempre que los que son enemigos suyos
hallan una ocasión de rebelarse contra ellas, lo hacen por espíritu
de partido; no las defienden los otros entonces más que tibiamente,
de modo que peligra el príncipe con ellas.
Cuando
uno quiere discurrir adecuadamente sobre este particular, tiene
precisión de examinar si estos innovadores tienen por sí mismos la
necesaria consistencia, o si dependen de los otros; es decir, si para
dirigir su operación, tienen necesidad de rogar o si pueden
precisar. En el primer caso, no salen acertadamente nunca, ni
conducen cosa ninguna a lo bueno; pero cuando no dependen sino de
sí mismos, y que pueden forzar, dejan rara vez de conseguir su fin.
Por esto, todos los profetas armados tuvieron acierto, y se desgraciaron cuantos estaban desarmados.
Además
de las cosas que hemos dicho, conviene notar que el natural de los
pueblos es variable. Se podrá hacerles creer fácilmente una cosa;
pero habrá dificultad para hacerlos persistir en esta creencia.
En consecuencia de lo cual es menester componerse de modo que, cuando
hayan cesado de creer, sea posible precisarlos a creer todavía.
Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer observar por
mucho tiempo sus constituciones, si hubieran estado desarmados, como
le sucedió al fraile Jerónimo Savonarola, que se desgració en sus
nuevas instituciones. Cuando la multitud comenzó a no creerle ya
inspirado, no tenía él medio ninguno para mantener forzadamente en
su creencia a los que la perdían, ni para precisar a creer a los que
ya no creían.
Los
príncipes de esta especie experimentan, sin embargo, sumas
dificultades en su conducta; todos sus pasos van acompañados de
peligros y les es necesario el valor para superarlos. Pero cuando
han triunfado de ellos, y que empiezan a ser respetados, como han
subyugado entonces a los hombres que tenían envidia a su calidad de
príncipe, se quedan poderosos, seguros, reverenciados y dichosos.
A
estos tan relevantes ejemplos, quiero añadirles otro de una clase
inferior, que, sin embargo, no estará en desproporción con ellos; y
me bastará escoger, entre todos los otros el de Hierón el Siracusano. De particular que él era, llegó a ser príncipe de
Siracusa, sin tener cosa ninguna de la fortuna más que una favorable
ocasión. Hallándose oprimidos los siracusanos, le nombraron por
caudillo suyo; en cuyo cargo mereció ser elegido después para
príncipe suyo. Había sido tan virtuoso en su condición privada
que, en sentir de los historiadores, no le faltaba entonces para
reinar más que poseer un reino. Luego que hubo empuñado el
cetro, licenció las antiguas tropas, formó otras nuevas, dejó a un
lado a sus antiguos amigos, haciéndose otros nuevos; y como tuvo
entonces amigos y soldados que eran realmente suyos, pudo establecer,
sobre tales fundamentos, cuanto quiso; de modo que conservó sin
trabajo lo que no había adquirido más que con largos y penosos
afanes.
7 De
los principados nuevos que se adquieren con las fuerzas ajenas y la
fortuna
Los
que de particulares que ellos eran, fueron elevados al principado por
la sola fortuna, llegan a él sin mucho trabajo; pero tienen uno
sumo para la conservación suya. No hallan dificultades en el
camino para llegar a él, porque son elevados como en alas; pero
cuando le han conseguido se les presentan entonces todas las especies
de obstáculos.
Estos
príncipes no pudieron adquirir su Estado más que de uno u otro de
estos dos modos: o comprándolo o haciéndolo dar por favor; como
sucedió, por una parte, a muchos en la Grecia para las ciudades de
la lona y Helesponto, en que Darío hizo varios príncipes que debían
tenerlas por su propia gloria, como también por su propia
seguridad; y por otra, entre los romanos, a aquellos particulares
que se hacían elevar al imperio por medio de la corrupción de los
soldados. Semejantes príncipes no tienen más fundamentos que la
voluntad o fortuna de los hombres que los exaltaron; pues bien, ambas
cosas son muy variables, y totalmente destituidas de estabilidad.
Fuera de esto, ellos no saben ni pueden saber mantenerse en esta
elevación. No lo saben, porque a no ser un hombre de ingenio y
superior talento, no es verosímil que después de haber vivido en
una condición privada se sepa reinar. No lo pueden, a causa
de que no tienen tropa ninguna con cuyo apego y fidelidad puedan contar.
Por
otra parte, los Estados que se forman repentinamente son como todas
aquellas producciones de la naturaleza que nacen con prontitud; no
pueden ellos tener raíces ni las adherencias que les son necesarias
para consolidarse. Los arruinará el primer choque de la
adversidad, si, como lo he dicho, los que se han hecho príncipes
de repente, no son de un vigor bastante grande para estar dispuestos
inmediatamente a conservar lo que la fortuna acaba de entregar en sus
manos, ni se han proporcionado los mismos fundamentos que los demás
príncipes se habían formado antes de serlo.
Para
uno y otro de estos dos modos de llegar al principado, es, a saber,
con el valor o fortuna, quiero exponer dos ejemplos que la
historia de nuestros tiempos nos presenta: son los de Francisco
Sforza y de César Borgia.
Francisco,
de simple particular que él era, llegó a ser duque de Milán por
medio de un gran valor y de los recursos que su ingenio podía
suministrarle: por
lo mismo conservó sin mucho trabajo lo que él no había adquirido
más que con sumos afanes. Por otra parte, César Borgia, llamado
vulgarmente el duque de Valentinois, que no adquirió sus Estados más
que por la fortuna de su padre, los perdió luego que ella le hubo
faltado, aunque hizo uso, entonces, de todos los medios imaginables
para retenerlos, y practicó, para consolidarse en los principados
que las armas y fortuna ajenas le habían adquirido, cuanto podía
practicar un hombre prudente y valeroso.
He
dicho que el que no preparó los fundamentos de su soberanía antes
de ser príncipe, podría hacerlo después si él tenía un talento superior, aunque estos fundamentos no pueden formarse entonces más
que con muchos disgustos para el arquitecto y con muchos peligros
para el edificio. Si se consideran, pues, los progresos del duque
de Valentinois, se verá que él había preparado poderosos
fundamentos para su futura dominación; y no tengo por inútil el
darlos a conocer, porque no me es posible dar lecciones más
útiles a un príncipe nuevo, que las acciones de éste. Si sus
instituciones no le sirvieron de nada, no fue falta suya, sino la de
una extremada y muy extraordinaria malignidad de la fortuna.
Alejandro
VI quería elevar a su hijo el duque a una grande dominación, y veía
para ello fuertes dificultades en lo presente y futuro. Primeramente,
no sabía cómo hacerle señor de un Estado que no perteneciera a la
Iglesia; y cuando volvía sus miras hacia un Estado de la Iglesia
para quitársele en favor de su hijo, preveía que el duque de Milán
y los venecianos no consentirían en ello. Faenza y Rímini, que
él quería cederle desde luego, estaban ya bajo la protección de
los venecianos. Veía, además, que los ejércitos de la Italia, y
sobre todo aquellos de los que él hubiera podido valerse, estaban en
poder de los que debían temer el engrandecimiento del Papa; y no
podía fiarse de estos ejércitos, porque todos ellos estaban
mandados por los Ursinos, Colonnas, o allegados suyos. Era menester,
pues, que se turbara este orden de cosas, que se introdujera el
desorden en los Estados de Italia, a fin de que le fuera posible apoderarse, seguramente, de una parte de ellos. Esto le fue
posible a causa de que él se hallaba en aquella coyuntura en que,
movidos de razones particulares, los venecianos se habían resuelto a
hacer que los franceses volvieran otra vez a Italia. No solamente no
se opuso a ello, sino que aun facilitó esta maniobra, mostrándose
favorable a Luis XII con la sentencia de la disolución de su
matrimonio con Juana de Francia. Este monarca vino, pues, a Italia
con la ayuda de los venecianos y el consentimiento de
Alejandro. No bien hubo estado en Milán, cuando el Papa obtuvo
algunas tropas para la empresa que había meditado sobre la Romaña;
y le fue cedida ésta a causa de la reputación del rey.
Habiendo
adquirido finalmente el duque con ello aquella provincia, y aun
derrotado también a los Colonnas, quería conservarla e ir más
adelante; pero le embarazaban dos obstáculos. El uno se hallaba en
el ejército de los Ursinos de que él se había servido, pero de
cuya fidelidad se desconfiaba, y el otro consistía en la oposición
que la Francia podía hacer a ello. Temía, por una parte, que le
faltasen las armas de los Ursinos, y que ellas no solamente le
impidiesen conquistar, sino que también le quitasen lo que él había
adquirido, mientras que, por otra parte, se recelaba de que el rey de
Francia obrara con respecto a él como los Ursinos. Su
desconfianza, relativa a estos últimos, estaba fundada en que
cuando, después de haber tomado Faenza, asaltó Bolonia, los había
visto obrar con tibieza. En cuanto al rey, comprendió lo que podía
temer de él, cuando, después de haber tomado el ducado de Urbino,
atacó la Toscana, pues el rey le hizo desistir de esta empresa. En
semejante situación, resolvió el duque no depender ya de la fortuna
y ajenas armas. A cuyo efecto comenzó debilitando, hasta en Roma,
las facciones de los Ursinos y Colonnas, ganando a cuantos nobles le
eran adictos. Hízolos gentileshombres suyos, los honró con
elevados empleos y les confió, según sus prendas personales, varios
gobiernos o mandos; de modo que se extinguió en ellos a pocos meses
el espíritu de la facción a que se adherían; y su afecto se volvió
todo entero hacia el duque. Después de lo cual aceleró la
ocasión de arruinar a los Ursinos. Había dispersado ya a los
partidarios de la casa Colonna, que se le volvió favorable; y la
trató mejor. Habiendo advertido muy tarde los Ursinos que el
poder del duque y el del Papa como soberano acarreaban su ruina,
convocaron una Dieta en Magione, país de Perusa. Resultó de ello
contra el duque la rebelión de Ursino, como también los tumultos de
la Romaña, e infinitos peligros para él; pero superó todas
estas dificultades con el auxilio de los franceses. Luego que hubo recuperado alguna consideración, no fiándose ya en ellos ni en las
demás fuerzas que le eran ajenas, y queriendo no estar en la
necesidad de probarlos de nuevo, recurrió a la astucia, y supo
encubrir en tanto grado su genio, que los Ursinos, por la
mediación del señor Paulo, se reconciliaron con él. No careció de
medios serviciales para asegurárselos, dándoles vistosos trajes,
dinero, caballos; tan bien que, aprovechándose de la simplicidad de
su confianza, acabó reduciéndolos a caer en su poder, en
Sinigaglia. Habiendo destruido en esta ocasión a sus jefes, y
formándose de sus partidarios otros tantos amigos de su persona, proporcionó con ello harto buenos fundamentos a su dominación,
supuesto que toda la Romaña con el ducado de Urbino, y que se había
ganado ya todos sus pueblos, en atención a que bajo su gobierno
habían comenzado a gustar de un bienestar desconocido entre ellos
hasta entonces.
Como
esta parte de la vida de este duque merece estudiarse, y aun imitarse
por otros, no quiero dejar de exponerla con alguna especificación.
Después
que él hubo ocupado la Romaña, hallándola mandada por señores
inhábiles que más bien habían despojado que corregido a sus gobernados, y que habían dado motivo a más desuniones que
uniones, en tanto grado que esta provincia estaba llena de
latrocinios, contiendas, y de todas las demás especies de
desórdenes; tuvo por necesario para establecer en ella la paz, y
hacerla obediente a su príncipe, el darle un vigoroso gobierno.
En
su consecuencia, envió allí por presidente a messer Ramiro d'Orco,
hombre severo y expedito, al que delegó una autoridad casi
ilimitada. Éste, en poco tiempo, restableció el sosiego en
aquella provincia, reunió con ella a los ciudadanos divididos, y aun
le proporcionó una grande consideración. Habiendo juzgado después el duque que la desmesurada autoridad de Ramiro no convenía allí, y temiendo que ella se volviera muy odiosa, erigió en el
centro de la provincia un tribunal civil, presidido por un sujeto
excelente, en el que cada ciudad tenía su defensor. Como le
constaba que los rigores ejercidos por Ramiro d'Orco habían dado
origen a algún odio contra su propia persona, y queriendo tanto
desterrarle de los corazones de sus pueblos como ganárselos en un
todo, trató de persuadirles que no debían imputársele a él
aquellos rigores, sino al duro genio de su ministro. Para
convencerlos de esto, resolvió castigar por ellos a su ministro174,
y una cierta mañana mandó dividirle en dos pedazos y mostrarle así
hendido en la plaza pública de Cesena, con un cuchillo ensangrentado
y un tajo de madera al lado. La ferocidad de semejante espectáculo
hizo que sus pueblos, por algún tiempo, quedaran tan satisfechos
como atónitos.
Pero
volviendo al punto de que he partido, digo que hallándose muy
poderoso el duque, y asegurado en parte contra los peligros de
entonces, porque se había armado a su modo, y que tenía destruidas
en gran parte las armas de los vecinos que podían perjudicarle, le
quedaba el temor de la Francia, supuesto que él quería continuar
haciendo conquistas. Sabiendo que el rey, que había echado de ver
algo tarde su propia falta, no sufriría que el duque se
engrandeciera más, echose a buscar nuevos amigos; desde luego
tergiversó con respecto a la Francia cuando marcharon los
franceses hacia el reino de Nápoles contra las tropas españolas que
sitiaban Gaeta. Su intención era asegurarse de ellos; y hubiera
tenido un pronto acierto si hubiera continuado viviendo Alejandro.
Éstas
fueron sus precauciones en las circunstancias de entonces; pero en
cuanto a las futuras, tenía que temer primeramente que el sucesor de
Alejandro VI no le fuera favorable y tratara de quitarle lo que le
había dado Alejandro.
Para
precaver estos inconvenientes imaginó cuatro medios.
Fueron: primero, extinguir las familias de los señores a quienes él
había despojado, a fin de quitar al Papa los socorros que ellos
hubieran podido suministrarle; segundo, ganarse a todos los
hidalgos de Roma, a fin de poder poner con ellos, como lo he dicho,
un freno al Papa hasta en Roma; tercero, conciliarse, lo más que le
era posible, el sacro colegio de los cardenales; y cuarto, adquirir,
antes de la muerte de Alejandro, una tan grande dominación que él
se hallará en estado de resistir por sí mismo al primer asalto
cuando no existiera ya su padre. De estos cuatro expedientes, los
tres primeros por el duque habían conseguido ya su fin al morir el
papa Alejandro, y el cuarto estaba ejecutándose.
Hizo
perecer a cuantos había podido coger de aquellos señores a quienes
tenía despojados, y se le escaparon pocos. Había ganado a los
hidalgos de Roma, y adquirió un grandísimo influjo en el sacro
colegio. En cuanto a sus nuevas conquistas, habiendo proyectado
hacerse señor de la Toscana, poseía ya Perusa y Piombino, después de haber tomado Pisa bajo su protección. Como no estaba obligado ya
a tener miramientos con la Francia, que no le guardaba ya realmente
ninguno, en atención a que los franceses se hallaban a la sazón
despojados del reino de Nápoles por los españoles, y que unos y
otros estaban precisados a solicitar su amistad, se echaba sobre
Pisa; lo cual bastaba para que Luca y Siena le abriesen sus puertas,
sea por celos contra los florentinos, sea por temor de la venganza
suya; y los florentinos carecían de medios para oponerse a ellos. Si
esta empresa le hubiera salido acertada, y se hubiese puesto en
ejecución el año en que murió Alejandro, hubiera adquirido el
duque tan grandes fuerzas y tanta consideración que, por sí mismo,
se hubiera sostenido, sin depender de la fortuna y poder ajeno.
Todo ello no dependía ya más que de su dominación y talento.
Pero
Alejandro murió cinco años después que el duque había comenzado a
desenvainar la espada. Únicamente el Estado de la Romaña estaba
consolidado; permanecían vacilantes todos los otros, hallándose,
además, entre dos ejércitos enemigos poderosísimos; y se veía
últimamente asaltado de una enfermedad mortal el duque mismo. Sin
embargo, era de tanto valor y poseía tan superiores talentos; sabía
también cómo pueden ganarse o perderse los hombres; y los
fundamentos que él se había formado en tan escaso tiempo eran tan
sólidos que si no hubiera tenido por contrarios aquellos ejércitos,
y lo hubiera pasado bien, hubiera triunfado de todos los demás
impedimentos. La prueba de que sus fundamentos eran buenos es
perentoria, supuesto que la Romana le aguardó sosegadamente más de
un mes, y que enteramente moribundo como él estaba, no tenía que
temer nada en Roma. Aunque los Vaglionis, Vitelis y Ursinos habían
venido allí, no emprendieron nada contra él. Si no pudo hacer Papa
al que él quería, a lo menos impidió que lo fuera aquel a quien no quería. Pero si al morir Alejandro hubiera gozado de robusta
salud, hubiera hallado facilidad para todo. Me dijo, aquel día en
que Julio II fue creado Papa, que él había pensado en cuanto podía
acaecer muerto su padre; y que había hallado remedio para todo; pero
que no había pensado en que pudiera morir él mismo entonces.
Después
de haber recogido así y cotejado todas las acciones del duque, no
puedo condenarle; aun me parece que puedo, como lo he hecho,
proponerle por modelo a cuantos la fortuna o ajenas armas elevaron a
la soberanía. Con las relevantes prendas y profundas miras que él
tenía, no podía conducirse de diferente modo. No tuvieron sus designios más obstáculos reales que la breve vida de Alejandro y su
propia enfermedad.
El
que tenga, pues, por necesario, en su nuevo principado, asegurarse
de sus enemigos, ganarse nuevos amigos, triunfar por medio de la
fuerza o fraude, hacerse amar y temer de los pueblos, seguir y
respetar de los soldados, mudar los antiguos estatutos en otros
recientes, desembarazarse de los hombres que pueden y deben
perjudicarle, ser severo y agradable, magnánimo y liberal, suprimir
la tropa infiel, y formar otra nueva, conservar la amistad de los
reyes y príncipes, de modo que ellos tengan que servirle con buena
gracia, o no ofenderle más que con miramiento, aquél, repito, no
puede hallar ejemplo ninguno más fresco que las acciones de este
duque, a lo menos hasta la muerte de su padre.
Su
política cayó después gravemente en falta cuando, a la nominación
del sucesor de Alejandro, dejó hacer el duque una elección adversa
para sus intereses en la persona de Julio II. No le era posible la
creación de un Papa de su gusto; pero teniendo la facultad de impedir que éste o aquel fueran papas, no debía permitir jamás que
se confiriera el pontificado a ninguno de los cardenales a quienes él
había ofendido, o de aquellos que, hechos pontífices, tuvieran
motivos de temerle199, porque los hombres ofenden por miedo o por
odio. Los cardenales a quienes él había ofendido eran, entre otros,
el de San Pedro esliens, los cardenales Colonna, de San Jorge y
Escagne. Elevados una vez todos los demás al pontificado, estaban
en el caso de temerle, excepto el cardenal de Ruán, a causa de su
fuerza, supuesto que tenía por sí el reino de Francia, y los
cardenales españoles, con los que estaba confederado y que le debían
favores.
Así
el duque debía, ante todas cosas, hacer elegir por Papa a un
español; y si no podía hacerlo, debía consentir en que fuera
elegido el cardenal de Ruán, y no el de San Pedro esliens.
Cualquiera que cree que los nuevos beneficios hacen olvidar a los
eminentes personajes las antiguas injurias camina errado. Al tiempo
de esta elección, cometió el duque, pues, una grave falta, y tan
grave que ella ocasionó su ruina.
8 De
los que llegaron al principado por medio de maldades
Pero
como uno, de simple particular, llega a ser también príncipe de
otros dos modos, sin deberlo todo a la fortuna o valor, no conviene
que omita yo aquí el tratar de uno y otro de estos dos modos, aunque
puedo reservarme el discurrir con más extensión sobre el segundo,
al tratar de las república. El primero es cuando un particular
se eleva por una vía malvada y detestable al principado, y el
segundo cuando un hombre llega a ser príncipe de su patria con el
favor de sus conciudadanos.
En
cuanto al primer modo, presenta la historia de dos ejemplos suyos: el
uno antiguo, y el otro moderno. Me ceñiré a citarlos sin
profundizar de otro modo la cuestión, porque soy de parecer que
ellos dicen bastante para cualquiera que estuviera en el caso de
imitarlos.
El
primer ejemplo es del siciliano Agatocles, quien, habiendo nacido en
una condición no solamente ordinaria, sino también baja y vil,
llegó a empuñar, sin embargo, el cetro de Siracusa. Hijo de un
alfarero, había tenido en todas las circunstancias una conducta reprensible; pero sus perversas acciones iban acompañadas de
tanto vigor corporal y fortaleza de ánimo que habiéndose
dado a la profesión militar ascendió, por los diversos grados de la
milicia, hasta el de pretor de Siracusa. Luego que se hubo visto
elevado a este puesto, resolvió hacerse príncipe, y retener con
violencia, sin ser deudor de ello a ninguno, la dignidad que él
había recibido del libre consentimiento de sus conciudadanos.
Después de haberse entendido a este efecto con el general cartaginés
Amílcar, que estaba en Sicilia con su ejército, juntó una
mañana al pueblo y Senado de Siracusa, como si tuviera que deliberar
con ellos sobre cosas importantes para la República; y dando en
aquella Asamblea a sus soldados la señal acordada, les mandó matar
a todos los senadores y a los más ricos ciudadanos que allí se
hallaban. Librado de ellos, ocupó y conservó el principado de
Siracusa sin que se manifestara guerra ninguna civil contra él.
Aunque se vio, después, dos veces derrotado y aun sitiado por los
cartagineses, no solamente pudo defender su ciudad, sino que también,
habiendo dejado una parte de sus tropas para custodiarla, fue con
otra a atacar la África; de modo que en poco tiempo libró Siracusa
sitiada y puso a los cartagineses en tanto apuro que se vieron
forzados a tratar con él, se contentaron con la posesión del África
y le abandonaron enteramente la Sicilia.
Si
consideramos sus acciones y valor, no veremos nada o casi nada que
pueda atribuirse a la fortuna. No con el favor de ninguno, como lo he
dicho más arriba, sino por medio de los grados militares adquiridos
a costa de muchas fatigas y peligros, consiguió la soberanía; y
si se mantuvo en ella por medio de una infinidad de acciones tan
peligrosas como estaban llenas de valor, no puede aprobarse
ciertamente lo que él hizo para conseguirla. La matanza de sus
conciudadanos, la traición de sus amigos, su absoluta falta de fe,
de humanidad y religión, son ciertamente medios con los que uno
puede adquirir el imperio; pero no adquiere nunca con ellos ninguna gloria.
No
obstante esto, si consideramos el valor de Agatocles en el modo con
que arrostra con los peligros y sale de ellos, y la sublimidad de su
ánimo en soportar y vencer los sucesos que le son adversos, no
vemos por qué le tendríamos por inferior al mayor campeón de
cualquiera especie. Pero su feroz crueldad y despiadada
inhumanidad, sus innumerables maldades, no permiten alabarle, como si
él mereciera ocupar un lugar entre los hombres insignes más eminentes; y vuelvo a concluir que no puede atribuirse a su
fortuna ni valor lo que él adquirió sin uno ni otro.
El
segundo ejemplo más inmediato a nuestros tiempos es el de Oliverot
de Fermo. Después de haber estado, durante su niñez, en poder de
su tío materno, Juan Fogliani, fue colocado por éste en la tropa
del capitán Paulo Viteli, a fin de llegar allí bajo un semejante
maestro a algún grado elevado en las armas. Habiendo muerto después
Paulo, y sucediéndole su hermano Viteloro en el mando, peleó bajo
sus órdenes Oliverot; y como él tenía talento, siendo por otra
parte robusto de cuerpo y sumamente valeroso, llegó a ser en breve
tiempo el primer hombre de su tropa. Juzgando entonces que era una
cosa servil el permanecer confundido entre el vulgo de los capitanes,
concibió el proyecto de apoderarse de Fermo, con la ayuda de
Viteloro, y de algunos ciudadanos de aquella ciudad que tenían más
amor a la esclavitud que a la libertad de su patria. En su
consecuencia escribió, desde luego, a su tío Juan Fogliani, que era
cosa natural que, después de una tan dilatada ausencia, quisiera
volver él para abrazarle, ver su patria, reconocer en algún modo su
patrimonio, y que iba a volver a Fermo; más que para adquirir algún
honor, y queriendo mostrar a sus conciudadanos que él no había
malogrado el tiempo bajo este aspecto, creía deber presentarse de un
modo honroso, acompañado de cien soldados de a caballo, amigos
suyos, y de algunos servidores. Le rogó, en su consecuencia, que
hiciera de modo que le recibieran los ciudadanos de Fermo con
distinción, que no habiéndose fatigado durante tan larga ausencia
«en atención a que, le decía, un semejante recibimiento no
solamente le honraría a él mismo, sino que también redundaría en
gloria de su tío, supuesto que él era su discípulo». Juan no dejó
de hacerle los favores que él solicitaba, y a los que le parecía
ser acreedor su sobrino. Hizo que le recibieran los habitantes de
Fermo con honor, y le hospedó en su palacio. Oliverot, después de
haberlo dispuesto todo para la maldad que él estaba premeditando,
dio en él una espléndida comida a la que convidó a Juan Fogliani y
todas las personas más visibles de Fermo. Al fin de la comida, y
cuando, según el estilo, no se hacía más que conversar sobre cosas
de que se habla comúnmente en la mesa, hizo recaer Oliverot
diestramente la conversación sobre la grandeza de Alejandro VI y de
su hijo César, como también sobre sus empresas. Mientras que él
respondía a los discursos de los otros, y que los otros replicaban a
los suyos, se levantó de repente diciendo que era una materia de que
no podía hablarse más que en el más oculto lugar; y se retiró a
un cuarto particular, al que Fogliani y todos los demás ciudadanos
visibles le siguieron. Apenas se hubieron sentado allí, cuando, por
salidas ignoradas de ellos, entraron diversos soldados que los
degollaron a todos, sin perdonar a Fogliani. Después de esta
matanza, Oliverot montó a caballo, recorrió la ciudad, fue a sitiar
en su propio palacio al principal magistrado, tan bien que poseídos
del temor todos los habitantes se vieron obligados a obedecerle y
formar un nuevo gobierno cuyo soberano se hizo él.
Librado
Oliverot por este medio de todos aquellos hombres cuyo descontento
podía serle temible, fortificó su autoridad con nuevos estatutos
civiles y militares, de modo que en el espacio de un año
que él poseyó la soberanía no solamente estuvo seguro en
la ciudad de Fermo, sino que también se hizo formidable a todos sus
vecinos; y hubiera sido tan inexpugnable como Agatocles si no se
hubiera dejado engañar de César Borgia cuando, en Sinigaglia,
sorprendió éste, como lo llevo dicho, a los Ursinos y Vitelios.
Habiendo sido cogido Oliverot mismo en esta ocasión, un año después
de su parricidio, le dieron garrote con Vitellozo, que había sido
su maestro de valor y maldad.
Podría
preguntarse por qué Agatocles y algún otro de la misma especie
pudieron, después de tantas traiciones e innumerables crueldades,
vivir por mucho tiempo seguros en su patria y defenderse de los
enemigos exteriores sin ejercer actos crueles; como también por qué
los conciudadanos de éste no se conjuraron nunca contra él,
mientras que haciendo otros muchos uso de la crueldad, no pudieron
conservarse jamás en sus Estados, tanto en tiempo de paz como en el
de guerra.
Creo
que esto dimana del buen o del mal uso que se hace de la crueldad.
Podemos llamar buen uso los actos de crueldad -si, sin embargo, es
lícito hablar bien del mal- que se ejercen de una vez, únicamente
por la necesidad de proveer a su propia seguridad, sin
continuarlos después, y que al mismo tiempo trata uno de
dirigirlos, cuanto es posible, hacia la mayor utilidad de los
gobernados.
Los
actos de severidad mal usados son aquellos que, no siendo más que en
corto número a los principios, van siempre aumentándose, y se
multiplican de día en día, en vez de disminuirse y de mirar a su
fin.
Los
que abrazan el primer método pueden, con los auxilios divinos y
humanos, remediar, como Agatocles, la incertidumbre de su situación.
En cuanto a los demás, no es posible que ellos se mantengan.
Es
menester, pues, que el que toma un Estado haga atención, en los
actos de rigor que le es preciso hacer, a ejercerlos todos de una
sola vez e inmediatamente, a fin de no estar obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos, tranquilizar a sus
gobernados, a los que ganará después fácilmente haciéndoles bien.
El
que obra de otro modo por timidez, o siguiendo malos consejos,
está precisado siempre a tener la cuchilla en la mano; y no puede
contar nunca con sus gobernados, porque ellos mismos, con el motivo
de que está obligado a continuar y renovar incesantemente semejantes
actos de crueldad, no pueden estar seguros con él.
Por
la misma razón que los actos de severidad deben hacerse todos
juntos, y que dejando menos tiempo para reflexionar en ellos ofenden menos; los beneficios deben hacerse poco a poco, a fin de que se
tenga lugar para saborearlos mejor.
Un
príncipe debe, ante todas cosas, conducirse con sus gobernados de
modo que ninguna casualidad, buena o mala, le haga variar, porque
si acaecen tiempos penosos, no le queda ya lugar para remediar el
mal; y el bien que hace entonces, no se convierte en provecho suyo. Le miran como forzoso, y no te lo agradecen.
9 Del
principado civil
Vengamos
al segundo modo con que un particular puede hacerse príncipe sin
valerse de crímenes ni violencias intolerables. Es cuando, con el auxilio de sus conciudadanos, llega a reinar en su patria. Pues bien,
llamo civil este principado. Para adquirirle, no hay necesidad
ninguna de cuanto el valor o fortuna pueden hacer, sino más bien de
cuanto una acertada astucia puede combinar. Pero digo que no se
eleva uno a esta soberanía con el favor del pueblo o el de los grandes.
En
cualquiera ciudad hay dos inclinaciones diversas, una de las cuales
proviene de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los
grandes; y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al
pueblo. Del choque de ambas inclinaciones, dimana una de estas tres
cosas: o el establecimiento del principado, o el de la república, o
la licencia y anarquía. En cuanto al principado, se promueve su
establecimiento por el pueblo o por los grandes, según que el uno u
otro de estos dos partidos tienen ocasión para ello. Cuando los
magnates ven que ellos no pueden resistir al pueblo, comienzan
formando una gran reputación a uno de ellos, y dirigiendo todas las miradas hacia él hacerlo después príncipe, a fin de poder
dar, a la sombra de su soberanía, rienda suelta a sus inclinaciones.
El pueblo procede del mismo modo con respecto a uno solo, cuando ve
que no puede resistir a los grandes, a fin de que le proteja su autoridad.
El
que consigue la soberanía con el auxilio de los grandes se mantiene
con más dificultad que el que la consigue con el del pueblo;
porque siendo príncipe, se halla cercado de muchas gentes que se
tienen por iguales con él, y no puede mandarlas ni manejarlas a
su discreción.
Pero
el que llega a la soberanía con el favor popular se halla
sólo en su exaltación; y entre cuantos le rodean, no hay ninguno, o
más que poquísimos a lo menos, que no estén prontos a
obedecerle.
Por
otra parte, no se puede con decoro, y sin agraviar a los otros,
contentar los deseos de los grandes. Pero contenta uno fácilmente
los del pueblo, porque los deseos de éste tienen un fin más honrado
que el de los grandes, en atención a que los últimos quieren
oprimir, y que el pueblo limita su deseo a no serlo.
Añádase
a esto que, si el príncipe tiene por enemigo al pueblo, no puede
estar jamás en seguridad; porque el pueblo se forma de un grandísimo
número de hombres. Siendo poco numerosos los magnates, es posible
asegurarse de ellos más fácilmente. Lo peor que el príncipe tiene
que temer de un pueblo que no le ama es el ser abandonado por él;
pero si le son contrarios los grandes, debe temer no solamente verse
abandonado, sino también atacado y destruido por ellos; porque
teniendo estos hombres más previsión y astucia, emplean bien el
tiempo para salir de aprieto, y solicitan dignidades al lado de aquel
al que esperan ver reinar en su lugar.
Además,
el príncipe está en la necesidad de vivir siempre con este mismo
pueblo; pero puede obrar ciertamente sin los mismos magnates,
supuesto que puede hacer otros nuevos y deshacerlos todos los días;
como también darles crédito, o quitarles el que tienen, cuando esto
le acomoda.
Para
aclarar más lo relativo a ellos, digo que los grandes deben
considerarse bajo dos aspectos principales o se conducen de modo que
se unan en un todo con la fortuna u obran de modo que se pasen sin
ella. Los que se enlazan con la fortuna, si no son rapaces, deben
ser honrados y amados. Los otros que no se unen a ti personalmente,
pueden considerarse bajo dos. aspectos: o se conducen así por
pusilanimidad o una falta de ánimo, y entonces debes servirte de
ellos como de los primeros, especialmente cuando te dan buenos
consejos, porque te honran en tu prosperidad, y no tienes que temer
nada de ellos en la adversidad. Pero los que no se empeñan más que por cálculo o por causa de ambición, manifiestan que piensan
más en sí que en ti. El príncipe debe estar sobre sí contra ellos
y mirarlos como a enemigos declarados, porque en su adversidad
ayudarán a hacerle caer.
Un
ciudadano hecho príncipe con el favor del pueblo debe tirar a
conservarse su afecto; lo cual le es fácil porque el pueblo le pide
únicamente el no ser oprimido. Pero el que llegó a ser príncipe
con la ayuda de los magnates y contra el voto del pueblo, debe, ante
todas cosas, tratar de conciliársele; lo que le es fácil cuando le
toma bajo su protección. Cuando los hombres reciben bien de aquel
de quien no esperaban más que mal, se apegan más y más a él.
Así, pues, el pueblo sometido por un nuevo príncipe que se hace
bienhechor suyo, le coge más afecto que si él mismo, por
benevolencia, le hubiera elevado a la soberanía. Luego el príncipe
puede conciliarse el pueblo de muchos modos; pero éstos son tan
numerosos y dependen de tantas circunstancias variables, que no puedo
dar una regla fija y cierta sobre este particular. Me limito a
concluir que es necesario que el príncipe tenga el afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de recurso en la adversidad.
Nabis,
príncipe nuevo entre los espartanos, sostuvo el sitio de toda la
Grecia y de un ejército romano ejercitado en las victorias; defendió
fácilmente contra uno y otro su patria y Estado, porque le bastaba,
a la llegada del peligro, el asegurarse de un corto número de
enemigos interiores. Pero no hubiera logrado él estos triunfos, si
hubiera tenido al pueblo por enemigo.
¡Ah!,
no se crea impugnar la opinión que estoy sentado aquí, con
objetarme aquel tan repetido proverbio «que el que se fía en
el pueblo, edifica en la arena». Esto es verdad para un ciudadano privado, que, contento en semejante fundamento,
creyera que le libraría el pueblo, si él se viera oprimido por sus
enemigos o los magistrados. En cuyo caso, podría engañarse a menudo
en sus esperanzas, como esto sucedió en Roma a los Gracos y en
Florencia a mosén Jorge Scali. Pero si el que se funda sobre el
pueblo es príncipe suyo; si puede mandarle y que él sea hombre de
corazón, no se atemorizará en la adversidad; si no deja de hacer,
por otra parte, las conducentes disposiciones, y que mantenga con sus
estatutos y valor el de la generalidad de los ciudadanos, no será
engañado jamás por el pueblo, y reconocerá que los fundamentos que
él se ha formado con éste, son buenos.
Estas
soberanías tienen la costumbre de peligrar, cuando uno las hace
subir del orden civil al de una monarquía absoluta, porque el
príncipe manda entonces o por sí mismo o por el intermedio de sus
magistrados. En este postrer caso, su situación es más débil y
peligrosa, porque depende enteramente de la voluntad de los que
ejercen las magistraturas, y que pueden quitarle con una grande
facilidad el Estado, ya sublevándose contra él, ya no
obedeciéndole. En los peligros, semejante príncipe no está ya a
tiempo de recuperar la autoridad absoluta, porque los ciudadanos y
gobernados que tienen la costumbre de recibir las órdenes de los
magistrados, no están dispuestos, en estas circunstancias críticas,
a obedecer a las suyas; y que en estos tiempos dudosos carece él
siempre de gentes en quienes pueda fiarse.
Semejante
príncipe no puede fundarse sobre lo que él ve en los momentos
pacíficos, cuando los ciudadanos necesitan del Estado; porque
entonces cada uno vuela, promete y quiere morir por él, en atención
a que está remota la muerte. Pero en los tiempos críticos, cuando el Estado necesita de los ciudadanos, no se hallan más que
poquísimos de ellos.
Esta
experiencia es tanto más peligrosa cuanto uno no puede hacerla más
que una vez; en su consecuencia, un prudente príncipe debe
imaginar un modo, por cuyo medio sus gobernados tengan siempre, en
todo evento y circunstancias de cualquier especie, una grandísima
necesidad de su principado. Es el expediente más seguro para
hacérselos fieles para siempre.