Las ménades
Julio Cortázar
Alcanzándome un
programa impreso en papel crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve,
ligeramente hacia la derecha: el perfecto equilibrio acústico. Conozco bien el
teatro Corona y sé que tiene caprichos de mujer histérica. A mis amigos les
aconsejo que no acepten jamás fila trece, porque hay una especie de pozo de
aire donde no entra la música; ni tampoco el lado izquierdo de las tertulias,
porque al igual que en el Teatro Comunale de Florencia, algunos instrumentos
dan la impresión de apartarse de la orquesta, flotar en el aire, y es así como
una flauta puede ponerse a sonar a tres metros de uno mientras el resto
continúa correctamente en la escena, lo cual será pintoresco pero muy poco
agradable.
Le eché una mirada
al programa. Tendríamos El sueño de una noche de verano, Don Juan, El mar y la
Quinta sinfonía. No pude menos de reírme al pensar en el Maestro. Una vez más
el viejo zorro había ordenado su programa de concierto con esa insolente
arbitrariedad estética que encubría un profundo olfato psicológico, rasgo común
en los régisseurs de music-hall, los virtuosos de piano y los match-makers de
lucha libre. Sólo yo de puro aburrido podía meterme en un concierto donde
después de Strauss, Debussy, y sobre el pucho Beethoven contra todos los mandatos
humanos y divinos. Pero el Maestro conocía a su público, armaba conciertos para
los habitués del teatro Corona, es decir gente tranquila y bien dispuesta que
prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer, y que exige ante todo
profundo respeto por su digestión y su tranquilidad. Con Mendelssohn se
pondrían cómodos, después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas
silbables. Debussy los haría sentirse artistas, porque no cualquiera entiende
su música. Y luego el plato fuerte, el gran masaje vibratorio beethoveniano,
así llama el destino a la puerta, la V de la victoria, el sordo genial, y
después volando a casa que mañana hay un trabajo loco en la oficina.
En realidad yo le
tenía un enorme cariño al Maestro, que nos trajo buena música a esta ciudad sin
arte, alejada de los grandes centros, donde hace diez años no se pasaba de La
Traviata y la obertura de El Guaraní. El Maestro vino a la ciudad contratado
por un empresario decidido, y armó esta orquesta que podía considerarse de
primera línea. Poco a poco nos fue soltando Brahms, Mahler, los impresionistas,
Strauss y Mussorgski. Al principio los abonados le gruñeron y el Maestro tuvo
que achicar las velas y poner muchas "selecciones de ópera" en los
programas; después empezaron a aplaudirle el Beethoven duro y parejo que nos
plantaba, y al final lo ovacionaron por cualquier cosa, por sólo verlo, como
ahora que su entrada estaba provocando un entusiasmo fuera de lo común. Pero a
principios de temporada la gente tiene las manos frescas, aplaude con gusto, y
además todo el mundo lo quería al Maestro que se inclinaba secamente, sin
demasiada condescendencia, y se volvía a los músicos con su aire de jefe de
brigantes. Yo tenía a mi izquierda a la señora de Jonatán, a quien no conozco
mucho pero que pasa por melómana, y que sonrosadamente me dijo:
-Ahí tiene, ahí
tiene a un hombre que ha conseguido lo que pocos. No sólo ha formado una
orquesta sino un público. ¿No es admirable?
-Sí -dije yo con mi
condescendencia habitual.
-A veces pienso que
debería dirigir mirando hacia la sala, porque también nosotros somos un poco
sus músicos.
-No me incluya, por
favor -dije-. En materia de música tengo una triste confusión mental. Este
programa, por ejemplo, me parece horrendo. Pero sin duda me equivoco.
La señora de Jonatán
me miró con dureza y desvió el rostro, aunque su amabilidad pudo más y la
indujo a darme una explicación.
-El programa es de
puras obras maestras, y cada una ha sido solicitada especialmente por cartas de
admiradores. ¿No sabe que el Maestro cumple esta noche sus bodas de plata con
la música? ¿Y que la orquesta festeja los cinco años de formación? Lea al dorso
del programa, hay un artículo tan delicado del doctor Palacín.
Leí el artículo del
doctor Palacín en el intervalo, después de Mendelssohn y Strauss que le
valieron al Maestro sendas ovaciones. Paseándome por el foyer me pregunté una o
dos veces si las ejecuciones justificaban semejantes arrebatos de un público
que, según me consta, no es demasiado generoso. Pero los aniversarios son las
grandes puertas de la estupidez, y presumí que los adictos del Maestro no eran
capaces de contener su emoción. En el bar encontré al doctor Epifanía con su
familia, y me quedé a charlar unos minutos. Las chicas estaban rojas y
excitadas, me rodearon como gallinitas cacareantes (hacen pensar en volátiles
diversos) para decirme que Mendelssohn había estado bestial, que era una música
como de terciopelo y de gasas, y que tenía un romanticismo divino. Uno podría
quedarse toda la vida oyendo el nocturno, y el scherzo estaba tocado como por
manos de hadas. A la Beba le gustaba más Strauss porque era fuerte,
verdaderamente un Don Juan alemán, con esos cornos y esos trombones que le
ponían carne de gallina -cosa que me resultó sorprendentemente literal. El
doctor Epifanía nos escuchaba con sonriente indulgencia.
-¡Ah, los jóvenes!
Bien se ve que ustedes no escucharon tocar a Risler, ni dirigir a von Bülow.
Esos eran los grandes tiempos.
Las chicas lo
miraban furiosas. Rosarito dijo que las orquestas estaban mucho mejor dirigidas
que cincuenta años atrás, y la Beba negó a su padre todo derecho a disminuir la
calidad extraordinaria del Maestro.
-Por supuesto, por
supuesto -dijo el doctor Epifanía-. Considero que el Maestro está genial esta
noche. ¡Qué fuego, qué arrebato! Yo mismo hacía años que no aplaudía tanto.
Y me mostró dos
manos con las que se hubiera dicho que acababa de aplastar una remolacha. Lo
curioso es que hasta ese momento yo había tenido la impresión contraria, y me
parecía que el Maestro estaba en una de esas noches en que el hígado le molesta
y él opta por un estilo escueto y directo, sin prodigarse mucho. Pero debía ser
el único que pensaba así, porque Cayo Rodríguez casi me saltó al pescuezo al
descubrirme, y me dijo que el Don Juan había estado brutal y que el Maestro era
un director increíble.
-¿Vos no viste ese
momento en el scherzo de Mendelssohn cuando parece que en vez de una orquesta
son como susurros de voces de duendes?
-La verdad -dije
yo- es que primero tendría que enterarme de cómo son las voces de los duendes.
-No seas bruto
-dijo Cayo enrojeciendo, y vi que me lo decía sinceramente rabioso-. ¿Cómo no
sos capaz de captar eso? El Maestro está genial, che, dirige como nunca. Parece
mentira que seas tan coriáceo.
Guillermina Fontán
venía presurosa hacia nosotros. Repitió todos los epítetos de las chicas de
Epifanía, y ella y Cayo se miraron con lágrimas en los ojos, conmovidos por esa
fraternidad en la admiración que por un momento hace tan buenos a los humanos.
Yo los contemplaba con asombro, porque no me explicaba del todo un entusiasmo
semejante; cierto que no voy todas las noches a los conciertos como ellos, y
que a veces me ocurre confundir Brahms con Brückner y viceversa, lo que en su
grupo sería considerado como de una ignorancia inapelable. De todas maneras
esos rostros rubicundos, esos cuellos transpirados, ese deseo latente de seguir
aplaudiendo aunque fuera en el foyer o en el medio de la calle, me hacían
pensar en las influencias atmosféricas, la humedad o las manchas solares, cosas
que suelen afectar los comportamientos humanos. Me acuerdo de que en ese
momento pensé si algún gracioso no estaría repitiendo el memorable experimento
del doctor Ox para incandescer al público. Guillermina me arrancó de mis
cavilaciones sacudiéndome del brazo con violencia (apenas nos conocemos).
-Y ahora viene
Debussy -murmuró excitadísima-. Esa puntilla de agua, La Mer.
-Será magnifico
escucharla -dije, siguiéndole la corriente marina.
-¿Usted se imagina
cómo la va a dirigir el Maestro?
-Impecablemente
-estimé, mirándola para ver cómo juzgaba mi advertencia. Pero era evidente que
Guillermina esperaba más fuego, porque se volvió a Cayo que bebía soda como un
camello sediento y los dos se entregaron a un cálculo beatífico sobre lo que
sería el segundo tiempo de Debussy, y la fuerza grandiosa que tendría el
tercero. Me fui de ronda por los pasillos, volví al foyer, y en todas partes
era entre conmovedor e irritante ver el entusiasmo del público por lo que
acababa de escuchar. Un enorme zumbido de colmena alborotada incidía poco a
poco en los nervios, y yo mismo acabé sintiéndome un poco febril y dupliqué mi
ración habitual de soda Belgrano. Me dolía un poco no estar del todo en el
juego, mirar a esa gente desde fuera, a lo entomólogo. Qué le iba a hacer, es
una cosa que me ocurre siempre en la vida, y casi he llegado a aprovechar esta
aptitud para no comprometerme en nada.
Cuando volví a la
platea todo el mundo estaba ya en su sitio, y molesté a la entera fila para
alcanzar mi butaca. Los músicos entraban desganadamente a escena, y me pareció
curioso cómo la gente se había instalado antes que ellos, ávida de escuchar.
Miré hacia el paraíso y las galerías altas; una masa negra, como moscas en un
tarro de dulce. En las tertulias, más separadas, los trajes de los hombres
daban la impresión de bandadas de cuervos; algunas linternas eléctricas se
encendían y apagaban, los melómanos provistos de partituras ensayaban sus
métodos de iluminación. La luz de la gran lucerna central bajó poco a poco, y
en la oscuridad de la sala oí levantarse los aplausos que saludaban la entrada
del Maestro. Me pareció curiosa esa sustitución progresiva de la luz por el
ruido, y cómo uno de mis sentidos entraba en juego justamente cuando el otro se
daba al descanso. A mi izquierda la señora de Jonatán batía palmas con fuerza,
toda la fila aplaudía cerradamente; pero a la derecha, dos o tres plateas más
allá, vi a un hombre que se estaba inmóvil, con la cabeza gacha. Un ciego, sin
duda; adiviné el brillo del bastón blanco, los anteojos inútiles. Sólo él y yo
nos negábamos a aplaudir y me atrajo su actitud. Hubiera querido sentarme a su
lado, hablarle: alguien que no aplaudía esa noche era un ser digno de interés.
Dos filas más adelante, las chicas de Epifanía se rompían las manos, y su padre
no se quedaba atrás. El Maestro saludó brevemente, mirando una o dos veces
hacia arriba, de donde el ruido bajaba como rolidos para encontrarse con el de
la platea y los palcos. Me pareció verle un aire entre interesado y perplejo;
su oído debía estarle mostrando la diferencia entre un concierto ordinario y el
de unas bodas de plata: Ni qué decir que La Mer le valió una ovación apenas
algo menor que la obtenida con Strauss, cosa por lo demás comprensible. Yo
mismo me dejé atrapar por el último movimiento, con sus fragores y sus inmensos
vaivenes sonoros, y aplaudí hasta que me dolieron las manos. La señora de
Jonatán lloraba.
-Es tan inefable
-murmuró volviendo hacia mí un rostro que parecía salir de la lluvia-. Tan
increíblemente inefable...
El Maestro entraba
y salía, con su destreza elegante y su manera de subir al podio como quien va a
abrir un remate. Hizo levantarse a la orquesta, y los aplausos y los bravos
redoblaron. A mi derecha, el ciego aplaudía suavemente, cuidándose las manos,
era delicioso ver con qué parsimonia contribuía al homenaje popular, la cabeza
gacha, el aire recogido y casi ausente. Los "¡bravo!", que resuenan
siempre aisladamente y como expresiones individuales, restallaban desde todas
direcciones. Los aplausos habían empezado con menos violencia que en la primera
parte del concierto, pero ahora que la música quedaba olvidada y que no se
aplaudía Don Juan ni La Mer (o mejor, sus efectos), sino solamente al Maestro y
al sentimiento colectivo que envolvía la sala, la fuerza de la ovación empezaba
a alimentarse a sí misma, crecía por momentos y se tornaba casi insoportable.
Irritado, miré hacia la izquierda; vi a una mujer vestida de rojo que corría
aplaudiendo por el centro de la platea, y que se detenía al pie del podio,
prácticamente a los pies del Maestro. Al inclinarse para saludar otra vez, el
Maestro se encontró con la señora de rojo a tan poca distancia que se enderezó
sorprendido. Pero de las galerías altas venía un fragor que lo obligó a alzar
la cabeza y saludar, como raras veces lo hacía, levantando el brazo izquierdo.
Aquello exacerbó el entusiasmo, y a los aplausos se agregaban truenos de
zapatos batiendo el piso de las tertulias y los palcos. Realmente era una
exageración.
No había intervalo,
pero el Maestro se retiró a descansar dos minutos, y yo me levanté para ver
mejor la sala. El calor, la humedad y la excitación habían convertido a la
mayoría de los asistentes en lamentables langostinos sudorosos. Cientos de
pañuelos funcionaban como olas de un mar que grotescamente prolongaba el que
acabábamos de oír. Muchas personas corrían hacia el foyer, para tragar a toda
velocidad una cerveza o una naranjada. Temerosos de perder algo, retornaban a
punto de tropezarse con otros que salían, y en la puerta principal de la platea
había una confusión considerable. Pero no se producían altercados, la gente se
sentía de una bondad infinita, era más bien como un gran reblandecimiento
sentimental en que todos se encontraban fraternalmente y se reconocían. La
señora de Jonatán, demasiado gorda para maniobrar en su platea, alzaba hasta
mí, siempre de pie, un rostro extrañamente semejante a un rabanito.
"Inefable", repetía. "Tan inefable".
Casi me alegré de
que volviera el Maestro, porque aquella multitud de la que yo formaba parte inexcusablemente
me daba entre lástima y asco. De toda esa gente, los músicos y el Maestro
parecían los únicos dignos. Y además el ciego a pocas plateas de la mía, rígido
y sin aplaudir, con una atención exquisita y sin la menor bajeza.
-La Quinta -me humedeció
en la oreja la señora de Jonatán-. El éxtasis de la tragedia.
Pensé que era más
bien un título para película, y cerré los ojos. Tal vez buscaba en ese instante
asimilarme al ciego, al único ser entre tanta cosa gelatinosa que me rodeaba. Y
cuando veía ya pequeñas luces verdes cruzando mis párpados como golondrinas, la
primera frase de La Quinta me cayó encima como una pala de excavadora,
obligándome a mirar. El Maestro estaba casi hermoso, con su rostro fino y
avizor, haciendo despegar la orquesta que zumbaba con todos sus motores. Un
gran silencio se había hecho en la sala, sucediendo fulminantemente a los
aplausos; hasta creo que el Maestro soltó la máquina antes de que terminaran de
saludarlo. El primer movimiento pasó sobre nuestras cabezas con sus fuegos de
recuerdo, sus símbolos, su fácil e involuntaria pega-pega. El segundo,
magníficamente dirigido, repercutía en una sala donde el aire daba la impresión
de estar incendiado pero con un incendio que fuera invisible y frío, que
quemara de dentro afuera. Casi nadie oyó el primer grito porque fue ahogado y
corto, pero como la muchacha estaba justamente delante de mí, su convulsión me
sorprendió y al mismo tiempo la oí gritar, entre un gran acorde de metales y
maderas. Un grito seco y breve como de espasmo amoroso o de histeria. Su cabeza
se dobló hacia atrás, sobre esa especie de raro unicornio de bronce que tienen
las plateas del Corona, y al mismo tiempo sus pies golpearon furiosamente el
suelo mientras las personas a su lado la sujetaban por los brazos. Arriba, en
la primera fila de tertulia, oí otro grito, otro golpe en el suelo. El Maestro
cerró el segundo tiempo y soltó directamente el tercero; me pregunté si un
director puede escuchar un grito de la platea, atrapado como está por el primer
plano sonoro de la orquesta. La muchacha de la butaca delantera se doblaba
ahora poco a poco y alguien (quizá su madre) la sostenía siempre de un brazo.
Yo hubiera querido ayudar, pero menudo lío es meterse en las cosas de la fila
de adelante, en pleno concierto y con gentes desconocidas. Quise decirle algo a
la señora de Jonatán, por aquello de que las mujeres son las indicadas para
atender esa clase de ataques, pero estaba con los ojos fijos en la espalda del
Maestro, perdida en la música; me pareció que algo le brillaba debajo de la
boca, en la barbilla. De golpe dejé de ver al Maestro, porque la rotunda
espalda de un señor de smoking se enderezaba en la fila delantera. Era muy raro
que alguien se levantara a mitad del movimiento, pero también eran raros esos gritos
y la indiferencia de la gente ante la muchacha histérica. Algo como una mancha
roja me obligó a mirar hacia el centro de la platea, y nuevamente vi a la
señora que en el intervalo había corrido a aplaudir al pie del podio. Avanzaba
lentamente, yo hubiera dicho que agazapada aunque su cuerpo se mantenía erecto,
pero era más bien el tono de su marcha, un avance a pasos lentos, hipnóticos,
como quien se prepara a dar un salto. Miraba fijamente al Maestro, vi por un
instante la lumbre emocionada de sus ojos. Un hombre salió de las filas y se
puso a andar tras ella; ahora estaban a la altura de la quinta fila y otras
tres personas se les agregaban. La música concluía, saltaban los primeros
grandes acordes finales desencadenados por el Maestro con espléndida sequedad,
como masas escultóricas surgiendo de una sola vez, altas columnas blancas y
verdes, un Karnak de sonido por cuya nave avanzaban paso a paso la mujer roja y
sus seguidores.
Entre dos
estallidos de la orquesta oí gritar otra vez, pero ahora el clamor venía de uno
de los palcos de la derecha. Y con él los primeros aplausos, sobre la música,
incapaces de retenerse por más tiempo, como si en ese jadeo de amor que venían
sosteniendo el cuerpo masculino de la orquesta con la enorme hembra de la sala
entregada, ésta no hubiera querido esperar el goce viril y se abandonara a su
placer entre retorcimientos quejumbrosos y gritos de insoportable
voluptuosidad. Incapaz de moverme en mi butaca, sentía a mis espaldas como un
nacimiento de fuerzas, un avance paralelo al avance de la mujer de rojo y sus
seguidores por el centro de la platea, que llegaban ya bajo el podio en el
preciso momento en que el Maestro, igual a un matador que envaina su estoque en
el toro, metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia
adelante, agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso
final. Cuando se enderezó la sala entera estaba de pie y yo con ella, y el
espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de lanzas
agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia
insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta
grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo. De
todas partes confluía el público a la platea, y casi sin sorpresa vi a dos
hombres saltar de los palcos al suelo. Gritando como una rata pisoteada la
señora de Jonatán había podido desencajarse de su asiento, y con la boca
abierta y los brazos tendidos hacia la escena vociferaba su entusiasmo. Hasta
ese instante el Maestro había permanecido de espaldas, casi desdeñoso, mirando
a sus músicos con probable aprobación. Ahora se dio vuelta, lentamente, y bajó
la cabeza en su primer saludo. Su cara estaba muy blanca, como si la fatiga lo
venciera, y llegué a pensar (entre tantas otras sensaciones, trozos de
pensamientos, ráfagas instantáneas de todo lo que me rodeaba en ese infierno
del entusiasmo) que podía desmayarse. Saludó por segunda vez, y al hacerlo miró
a la derecha donde un hombre de smoking y pelo rubio acababa de saltar al
escenario seguido por otros dos. Me pareció que el Maestro iniciaba un
movimiento como para descender del podio, pero entonces reparé en que ese
movimiento tenía algo de espasmódico, como de querer librarse. Las manos de la
mujer de rojo se cerraban en su tobillo derecho; tenía la cara alzada hacia el
Maestro y gritaba, al menos yo veía su boca abierta y supongo que gritaba como
los demás, probablemente como yo mismo. El Maestro dejó caer la batuta y se
esforzó por soltarse, mientras decía algo imposible de escuchar. Uno de los
seguidores de la mujer le abrazaba ya la otra pierna, desde la rodilla, y el
Maestro se volvía hacia su orquesta como reclamando auxilio. Los músicos
estaban de pie, en una enorme confusión de instrumentos, bajo la luz cegadora
de las lámparas de escena. Los atriles caían como espigas a medida que por los
dos lados del escenario subían hombres y mujeres de la platea, al punto que ya
no podía saber quiénes eran músicos o no. Por eso el Maestro, al ver que un
hombre trepaba por detrás del podio, se agarró de él para que lo ayudara a
arrancarse de la mujer y sus seguidores que le cubrían ya las piernas con las
manos, y en ese momento se dio cuenta de que el hombre no era uno de sus
músicos y quiso rechazarlo, pero el otro lo abrazó por la cintura, vi que la
mujer de rojo abría los brazos como reclamando, y el cuerpo del Maestro se
perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban
amontonadamente. Hasta ese instante yo había mirado todo con una especie de
espanto lúdico, por encima o por debajo de lo que estaba ocurriendo, pero en el
mismo momento me distrajo un grito agudísimo a mi derecha y vi que el ciego se
había levantado y revolvía los brazos como aspas, clamando, reclamando,
pidiendo algo. Fue demasiado, entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí
partícipe mezclado en ese desbordar del entusiasmo y corrí a mi vez hacia el
escenario y salté por un costado, justamente cuando una multitud delirante
rodeaba a los violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y
reventarse como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del
escenario a la platea, donde otros esperaban a los músicos para abrazarlos y
hacerlos desaparecer en confusos remolinos. Es muy curioso pero yo no tenía
ningún deseo de contribuir a esas demostraciones, solamente estar al lado y ver
lo que ocurría, sobrepasado por ese homenaje inaudito. Me quedaba suficiente
lucidez como para preguntarme por qué los músicos no escapaban a toda carrera
por entre bambalinas, y en seguida vi que no era posible porque legiones de
oyentes habían bloqueado las dos alas del escenario, formando un cordón móvil
que avanzaba pisoteando los instrumentos, haciendo volar los atriles,
aplaudiendo y vociferando al mismo tiempo, en un estrépito tan monstruoso que
ya empezaba a asemejarse al silencio. Vi correr hacia mí un tipo gordo que
traía su clarinete en la mano, y estuve tentado de agarrarlo al pasar o hacerle
una zancadilla para que el público pudiera atraparlo. No me decidí, y una
señora de rostro amarillento y gran escote donde galopaban montones de perlas
me miró con odio y escándalo al pasar a mi lado y apoderarse del clarinetista
que chilló débilmente y trató de proteger su instrumento. Se lo quitaron entre
dos hombres, y el músico tuvo que dejarse llevar del lado de la platea donde la
confusión alcanzaba su pleno.
Los gritos
sobrepujaban ahora a los aplausos, la gente estaba demasiado ocupada abrazando
y palmeando a los músicos para poder aplaudir, de modo que la calidad del
estrépito iba virando a un tono cada vez más agudo, roto aquí y allá por
verdaderos alaridos entre los que me pareció oír algunos con ese color
especialísimo que da el sufrimiento, tanto que me pregunté si en las carreras y
en los saltos no habría tipos quebrándose los brazos y las piernas, y a mi vez
me tiré de vuelta a la platea ahora que el escenario estaba vacío y los músicos
en posesión de sus admiradores que los llevaban en todas direcciones, parte
hacia los palcos, donde confusamente se adivinaban movimientos y revuelos,
parte hacia los estrechos pasillos que lateralmente conducen al foyer. Era de
los palcos de donde venían los clamores más violentos como si los músicos,
incapaces de resistir la presión y el ahogo de tantos brazos, pidieran
desesperadamente que los dejaran respirar. La gente de las plateas se
amontonaba frente a las aberturas de los palcos balcón, y cuando corrí por
entre las butacas para acercarme a uno de ellos la confusión parecía mayor, las
luces bajaron bruscamente y se redujeron a una lumbre rojiza que apenas
permitía ver las caras, mientras los cuerpos se convertían en sombras
epilépticas, en un amontonamiento de volúmenes informes tratando de rechazarse
o confundirse unos con otros. Me pareció distinguir la cabellera plateada del
Maestro en el Segundo palco de mi lado, pero en ese instante mismo desapareció
como si lo hubieran hecho caer de rodillas. A mi lado oí un grito seco y
violento, y vi a la señora de Jonatán y a una de las chicas de Epifanía
precipitándose hacia el palco del Maestro, porque ahora yo estaba seguro de que
en ese palco estaba el Maestro rodeado de la mujer vestida de rojo y sus
seguidores. Con una agilidad increíble la señora de Jonatán puso un pie entre
las dos manos de la chica de Epifanía, que cruzaba los dedos para hacerle un
estribo, y se precipitó de cabeza en el interior del palco. La chica de
Epifanía me miró, reconociéndome, y me gritó algo, probablemente que la ayudara
a subir, pero no le hice caso y me quedé a distancia del palco, poco dispuesto
a disputarles su derecho a individuos absolutamente enloquecidos de entusiasmo,
que se batían entre ellos a empellones. A Cayo Rodríguez, que se había
distinguido en el escenario por su encarnizamiento en hacer bajar los músicos a
la platea, acababan de partirle la nariz de una trompada, y andaba titubeando
de un lado a otro con la cara cubierta de sangre. No me dio la menor lástima,
ni tampoco ver al ciego arrastrándose por el suelo, dándose contra las plateas,
perdido en ese bosque simétrico sin puntos de referencia. Ya no me importaba
nada, solamente saber si los gritos iban a cesar de una vez porque de los
palcos seguían saliendo gritos penetrantes que el público de la platea repetía
y coreaba incansable, mientras cada uno trataba de desalojar a los demás y
meterse por algún lado en los palcos. Era evidente que los pasillos exteriores
estaban atiborrados, pues el asalto mayor se daba desde la platea misma,
tratando de saltar como lo había hecho la señora de Jonatán. Yo veía todo eso,
y me daba cuenta de todo eso, y al mismo tiempo no tenía el menor deseo de
agregarme a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño
sentimiento de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto
de aquella noche. Sentándome en una platea solitaria dejé que pasaran los
minutos, mientras al margen de mi inercia iba notando el decrecimiento del
inmenso clamor desesperado, el debilitamiento de los gritos que al fin cesaron,
la retirada confusa y murmurante de parte del público. Cuando me pareció que ya
se podía salir, dejé atrás la parte central de la platea y atravesé el pasillo
que da al foyer. Uno que otro individuo se desplazaba como borracho, secándose
las manos o la boca con el pañuelo, alisándose el traje, componiéndose el
cuello. En el foyer vi algunas mujeres que buscaban espejos y revolvían en sus
carteras. Una de ellas debía haberse lastimado porque tenía sangre en el
pañuelo. Vi salir corriendo a las chicas de Epifanía; parecían furiosas por no
haber llegado a los palcos, y me miraron como si yo tuviera la culpa. Cuando
consideré que ya estarían afuera, eché a andar hacia la escalinata de salida, y
en ese momento asomaron al foyer la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Los
hombres marchaban detrás de ella como antes, y parecían cubrirse mutuamente
para que no se viera el destrozo de sus ropas. Pero la mujer vestida de rojo
iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se
pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por
los labios que sonreían.
FIN