martes, 15 de mayo de 2018

El Príncipe. Maquiavelo. Capítulos 1 a 3



EL PŔINCIPE
NICOLÁS MAQUIAVELO
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1  Cuántas clases de principados hay, y de qué modo ellos se adquieren


Cuántos Estados, cuántas dominaciones ejercieron y ejercen todavía una autoridad soberana sobre los hombres, fueron y son Repúblicas o principados. Los principados son, o hereditarios cuando la familia del que los sostiene los poseyó por mucho tiempo, o son nuevos.


Los nuevos son, o nuevos en un todo, como lo fue el de Milán para Francisco Sforza; o como miembros añadidos al Estado ya hereditario del príncipe que los adquiere. Y tal es el reino de Nápoles con respecto al Rey de España.


O los Estados nuevos, adquiridos de estos dos modos, están habituados a vivir bajo un príncipe, o están habituados a ser libres.


O el príncipe que los adquirió, lo hizo con las armas ajenas, o los adquirió con las suyas propias.


O la fortuna se los proporcionó, o es deudor de ellos a su valor.


2  De los príncipes hereditarios


Pasaré aquí en silencio las repúblicas, a causa de que he discurrido ya largamente sobre ellas en otra obra; y no dirigiré mis miradas más que hacia el principado. Volviendo en mis discursos a las distinciones que acabo de establecer, examinaré el modo con que es posible gobernar y conservar los principados.

Digo, pues, que en los Estados hereditarios que están acostumbrados a ver reinar la familia de su príncipe, hay menos dificultad para conservarlos, que cuando ellos son nuevos. El príncipe entonces no tiene necesidad más que de no traspasar el orden seguido por sus mayores, y de contemporizar con los acaecimientos, después de lo cual le basta una ordinaria industria para conservarse siempre, a no ser que haya una fuerza extraordinaria, y llevada al exceso, que venga a privarle de su Estado. Si él le pierde, le recuperará, si lo quiere, por más poderoso y hábil que sea el usurpador que se ha apoderado de él.

Tenemos para ejemplo, en Italia, al Duque de Ferrara, a quien no pudieron arruinar los ataques de los venecianos, en el año de 1484; ni los del Papa Julio, en el de 1510, por el único motivo de que su familia se hallaba establecida de padres en hijos, mucho tiempo hacía, en aquella soberanía.

Teniendo el príncipe natural menos motivos y necesidad de ofender a sus gobernados, está más amado por esto mismo; y si no tiene vicios muy irritantes que le hagan aborrecible, le amarán sus gobernados naturalmente y con razón. La antigüedad y continuación del reinado de su dinastía, hicieron olvidar los vestigios y causas de las mudanzas que le instalaron: lo cual es tanto más útil cuanto una mudanza deja siempre una piedra angular para hacer otra.



3   De los principados mixtos


Se hallan las dificultades en el principado mixto; y primeramente, si él no es enteramente nuevo, y que no es más que un miembro añadido a un principado antiguo que ya se posee, y que por su reunión puede llamarse, en algún modo, un principado mixto, sus incertidumbres dimanan de una dificultad que es conforme con la naturaleza de todos los principados nuevos. Consiste ella en que los hombres que mudan gustosos de señor con la esperanza de mejorar su suerte (en lo que van errados), y que, con esta loca esperanza, se han armado contra el que los gobernaba, para tomar otro, no tardan en convencerse por la experiencia, de que su condición se ha empeorado. Esto proviene de la necesidad en que aquel que es un nuevo príncipe, se halla natural y comúnmente de ofender a sus nuevos súbditos, ya con tropas, ya con una infinidad de otros procedimientos molestos que el acto de su nueva adquisición llevaba consigo.

Con ello te hallas tener por enemigos todos aquellos a quienes has ofendido al ocupar este principado, y no puedes conservarte por amigos a los que te colocaron en él, a causa de que no te es posible satisfacer su ambición hasta el grado que ellos se habían lisonjeado; ni hacer uso de medios rigurosos para reprimirlos, en atención a las obligaciones que ellos te hicieron contraer con respecto a sí mismos.

Por más fuerte que un príncipe fuera con sus ejércitos, tuvo siempre necesidad del favor de una parte a lo menos de los habitantes de la provincia, para entrar en ella. He aquí por qué Luis XII, después de haber ocupado Milán con facilidad, le perdió inmediatamente; y no hubo necesidad para quitárselo, esta primera vez, más que de las fuerzas de Ludovico; porque los milaneses, que habían abierto sus puertas al rey, se vieron desengañados de su confianza en los favores de su gobierno, y de la esperanza que habían concebido para lo venidero, y no podían ya soportar el disgusto de tener un nuevo príncipe.

Es mucha verdad que al recuperar Luis XII por segunda vez los países que se habían rebelado, no se los dejó quitar tan fácilmente, porque prevaleciéndose de la sublevación anterior, fue menos reservado en los medios de consolidarse. Castigó a los culpables, quitó el velo a los sospechosos y fortificó las partes más débiles de su anterior gobierno.

Si, para hacer perder Milán al rey de Francia la primera vez, no hubiera sido menester más que la terrible llegada del Duque Ludovico hacia los confines del Milanesado, fue necesario para hacérsele perder la segunda que se armasen todos contra él, y que sus ejércitos fuesen arrojados de Italia, o destruidos.

Sin embargo, tanto la segunda como la primera vez, se le quitó el Estado de Milán. Se han visto los motivos de la primera pérdida suya que él hizo, y nos resta conocer los de la segunda, y decir los medios que él tenía, y que podía tener cualquiera que se hallara en el mismo caso, para mantenerse en su conquista mejor que lo hizo.

Comenzaré estableciendo una distinción: o estos Estados que, nuevamente adquiridos, se reúnen con un Estado ocupado mucho tiempo hace por el que los ha conseguido se hallan ser de la misma provincia, tener la misma lengua, o esto no sucede así.

Cuando ellos son de la primera especie, hay suma facilidad en conservarlos, especialmente cuando no están habituados a vivir libres en república. Para poseerlos seguramente, basta haber extinguido la descendencia del príncipe que reinaba en ellos; porque en lo restante, conservándoles sus antiguos estatutos, y no siendo allí las costumbres diferentes de las del pueblo a que los reúnen, permanecen sosegados, como lo estuvieron la Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, que fueron reunidas a la Francia, mucho tiempo hace. Aunque hay, entre ellas, alguna diferencia de lenguaje, las costumbres, sin embargo, se asemejan allí, y estas diferentes provincias pueden vivir, no obstante, en buena armonía.

En cuanto al que hace semejantes adquisiciones, si él quiere conservarlas, le son necesarias dos cosas: la una, que se extinga el linaje del príncipe que poseía estos Estados; la otra, que el príncipe que es nuevo no altere sus leyes, ni aumente los impuestos. Con ello, en brevísimo tiempo, estos nuevos Estados pasarán a formar un solo cuerpo con el antiguo suyo.

Pero cuando se adquieren algunos Estados en un país que se diferencia en las lenguas, costumbres y constitución, se hallan entonces las dificultades; y es menester tener bien propicia la fortuna, y una suma industria, para conservarlos. Uno de los mejores y más eficaces medios a este efecto, sería que el que la adquiere fuera a residir en ellos; los poseería entonces del modo más seguro y durable, como lo hizo el Turco con respecto a la Grecia. A pesar de todos los demás medios de que se valía para conservarla, no lo hubiera logrado, si no hubiera ido a establecer allí su residencia.

Cuando el príncipe reside en este nuevo Estado, si se manifiestan allí desórdenes, puede reprimirlos muy prontamente; en vez de que si reside en otra parte, y que los desórdenes no son de gravedad, no hay remedio ya.

Cuando permaneces allí, no es despojada la provincia por la codicia de los empleados; y los súbditos se alegran más de poder recurrir a un príncipe que está cerca de ellos, que no a un príncipe distante que le verían como extraño: tienen ellos más ocasiones de cogerle amor, si quieren ser buenos; y temor, si quieren ser malos. Por otra parte, el extranjero que hubiera apetecido atacar este Estado, tendrá más dificultad para determinarse a ello. Así, pues, residiendo el príncipe en él, no podrá perderle, sin que se experimente una suma dificultad para quitársele.

El mejor medio, después del precedente, consiste en enviar algunas colonias a uno o dos parajes que sean como la llave de este nuevo Estado; a falta de lo cual sería preciso tener allí mucha caballería e infantería. Formando el príncipe semejantes colonias, no se empeña en sumos dispendios; porque aun sin hacerlos, o haciéndolos escasos, las envía y mantiene allí. En ello no ofende más que a aquellos de cuyos campos y casas se apodera para darlos a los nuevos moradores, que no componen, todo bien considerado, más que una cortísima parte de este Estado; y quedando dispersos y pobres aquellos a quienes ha ofendido, no pueden perjudicarle nunca. Todos los demás que no han recibido ninguna ofensa en sus personas y bienes, se apaciguan fácilmente, y son temerosamente atentos a no hacer faltas, a fin de que no les acaezca el ser despojados como los otros. De lo cual es menester concluir que estas colonias que no cuestan nada o casi nada, son más fieles y perjudican menos; y que hallándose pobres y dispersos los ofendidos, no pueden perjudicar, como ya he dicho.

Debe notarse que los hombres quieren ser acariciados o reprimidos, y que se vengan de las ofensas cuando son ligeras. No pueden hacerlo cuando ellas son graves; así, pues, la ofensa que se hace a un hombre debe ser tal que le inhabilite para hacerlos temer su venganza.

Si, en vez de colonias, se tienen tropas en estos nuevos Estados, se expende mucho, porque es menester consumir, para mantenerlas, cuantas rentas se sacan de semejantes Estados. La adquisición suya que se ha hecho, se convierte entonces en pérdida, y ofende mucho más, porque ella perjudica a todo el país con los ejércitos que es menester alojar allí en las casas particulares. Cada habitante experimenta la incomodidad suya; y son unos enemigos que pueden perjudicarle, aun permaneciendo sojuzgados dentro de su casa. Este medio para guardar un Estado es, pues, bajo todos los aspectos, tan inútil como el de las colonias es útil.

El príncipe que adquiere una provincia cuyas costumbres y lenguaje no son los mismos que los de su Estado principal, debe hacerse también allí el jefe y protector de los príncipes vecinos que son menos poderosos que él, e ingeniarse para debilitar a los más poderosos de ellos. Debe, además, hacer de modo que un extranjero tan poderoso como él no entre en su nueva provincia; porque acaecerá entonces que llamarán allí a este extranjero los que se hallen descontentos con motivo de su mucha ambición o de sus temores. Así fue como los etolios introdujeron a los romanos en la Grecia y demás provincias en que éstos entraron; los llamaban allí siempre los habitantes.

El orden común de las causas es que luego que un poderoso extranjero entra en un país, todos los demás príncipes que son allí menos poderosos, se le unan por un efecto de la envidia que habían concebido contra el que los sobrepujaba en poder, y a los que él ha despojado. En cuanto a estos príncipes menos poderosos, no hay mucho trabajo en ganarlos; porque todos juntos formarán gustosos cuerpo con el Estado que él ha conquistado. El único cuidado que ha de tenerse, es el de impedir que ellos adquieran mucha fuerza y autoridad. El nuevo príncipe, con el favor de ellos y sus propias armas, podrá abatir fácilmente a los que son poderosos, a fin de permanecer en todo el árbitro de aquel país.

El que no gobierne hábilmente esta parte, perderá bien pronto lo que él adquirió; y mientras que lo tenga, hallará en ello una infinidad de dificultades y sentimientos.

Los romanos guardaron bien estas precauciones en las provincias que ellos habían conquistado. Enviaron allá colonias, mantuvieron a los príncipes de las inmediaciones menos poderosas que ellos, sin aumentar su fuerza; debilitaron a los que tenían tanta como ellos mismos, y no permitieron que las potencias extranjeras adquiriesen allí consideración ninguna. Me basta citar para ejemplo de esto la Grecia en que ellos conservaron a los acayos y etolios, humillaron el reino de Macedonia y echaron a Antioco. El mérito que los acayos y etolios contrajeron en el concepto de los romanos, no fue suficiente nunca para que éstos les permitiesen engrandecer ninguno de sus Estados. Nunca los redujeron los discursos de Filipo hasta el grado de tratarle como amigo sin abatirle; ni nunca el poder de Antíoco pudo reducirlos a permitir que él tuviera ningún Estado en aquel país.

Los romanos hicieron en aquellas circunstancias lo que todos los príncipes cuerdos deben hacer cuando tienen miramiento, no solamente con los actuales perjuicios, sino también con los venideros, y que quieren remediarlos con destreza. Es posible hacerlo precaviéndolos de antemano; pero si se aguarda a que sobrevengan, no es ya tiempo de remediarlos, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Sucede, en este particular, lo que los médicos dicen de la tisis, que, en los principios es fácil de curar y difícil de conocer; pero que, en lo sucesivo, si no la conocieron en su principio, ni le aplicaron remedio ninguno, se hace, en verdad, fácil de conocer, pero difícil de curar. Sucede lo mismo con las cosas del Estado: si se conocen anticipadamente los males que pueden manifestarse, lo que no es acordado más que a un hombre sabio y bien prevenido, quedan curados bien pronto; pero cuando, por no haberlos conocido, les dejan tomar incremento de modo que llegan al conocimiento de todas las gentes, no hay ya arbitrio ninguno para remediarlos. Por esto, previendo los romanos de lejos los inconvenientes, les aplicaron el remedio siempre en su principio, y no les dejaron seguir nunca su curso por el temor de una guerra. Sabían que ésta no se evita; y que si la diferimos, es siempre con provecho ajeno. Cuando ellos quisieron hacerla contra Filipo y Antíoco en Grecia, era para no tener que hacérsela en Italia. Podían evitar ellos entonces a uno y otro; pero no quisieron, ni les agradó aquel consejo de gozar de los beneficios del tiempo, que no se les cae nunca de la boca a los sabios de nuestra era. Les acomodó más el consejo de su valor y prudencia, el tiempo que echa abajo cuanto subsiste, puede acarrear consigo tanto el bien como el mal, pero igualmente tanto el mal como el bien.

Volvamos a la Francia, y examinaremos si ella hizo ninguna de estas cosas. Hablaré, no de Carlos VIII, sino de Luis XII, como de aquel cuyas operaciones se conocieron mejor, visto que él conservó por más tiempo sus posesiones en Italia; y se verá que hizo lo contrario para retener un Estado de diferentes costumbres y lenguas.

El rey Luis fue atraído a Italia por la ambición de los venecianos, que querían, por medio de su llegada, ganar la mitad del Estado de Lombardía. No intento afear este paso del rey, ni su resolución sobre este particular; porque queriendo empezar a poner el pie en Italia, no teniendo en ella amigos, y aun viendo cerradas todas las puertas a causa de los estragos que allí había hecho el rey Carlos VIII, se veía forzado a respetar los únicos aliados que pudiera haber allí; y su plan hubiera tenido un completo acierto si él no hubiera cometido falta ninguna en las demás operaciones. Luego que hubo conquistado, pues, la Lombardía, volvió a ganar repentinamente en Italia la consideración que Carlos había hecho perder en ella a las armas francesas. Génova cedió; se hicieron amigos suyos los florentinos; el Marqués de Mantua, el Duque de Ferrara, Bentivoglio (príncipe de Bolonia), el señor de Forli, los de Pésaro, Rímini, Camerino, Piombino, los luqueses, pisanos, sieneses, todos, en una palabra, salieron a recibirle para solicitar su amistad. Los venecianos debieron reconocer entonces la imprudencia de la resolución que ellos habían tomado, únicamente para adquirir dos territorios de la provincia lombarda; e hicieron al rey dueño de los dos tercios de la Italia.

Que cada uno ahora comprenda con cuán poca dificultad podía Luis XII, si hubiera seguido las reglas de que acabamos de hablar, conservar su reputación en Italia, y tener seguros y bien defendidos a cuantos amigos se había hecho él allí. Siendo numerosos éstos, débiles, por otra parte, y temiendo el uno al Papa y el otro a los venecianos, se veían siempre en la precisión de permanecer con él; y por medio de ellos le era posible contener fácilmente lo que había de más poderoso en toda la península.

Pero apenas llegó el rey a Milán, cuando obró de un modo contrario, supuesto que ayudó al papa Alejandro VI a apoderarse de la Romaña. No echó de ver que con esta determinación se hacía débil, por una parte, desviando de sí a sus amigos y a los que habían ido a ponerse bajo su protección; y que, por otra, extendía el poder de Roma, agregando una tan vasta dominación temporal a la potestad espiritual que le daba ya tanta autoridad.

Esta primera falta le puso en la precisión de cometer otras; de modo que para poner un término a la ambición de Alejandro, e impedirle hacerse dueño de la Toscana, se vio obligado a volver a Italia.

No le bastó el haber dilatado los dominios del Papa y desviado a sus propios amigos, sino que el deseo de poseer el reino de Nápoles, se le hizo repartir con el rey de España. Así, cuando él era el primer árbitro de la Italia, tomó en ella a un asociado, al que cuantos se hallaban descontentos con él debían recurrir naturalmente; y cuando le era posible dejar en aquel reino a un rey que no era ya más que pensionado suyo, le echó a un lado para poner a otro capaz de arrojarle a él mismo.

El deseo de adquirir es, a la verdad, una cosa ordinaria y muy natural; y los hombres que adquieren, cuando pueden hacerlo, serán alabados y nunca vituperados por ello; pero cuando no pueden ni quieren hacer su adquisición como conviene, en esto consiste el error y motivo de vituperio.

Si la Francia, pues, podía atacar con sus fuerzas Nápoles, debía hacerlo; si no lo podía, no debía dividir aquel reino; y si la repartición que ella hizo de la Lombardía con los venecianos es digna de disculpa a causa de que halló el rey en ello un medio de poner el pie en Italia, la empresa sobre Napoleón merece condenarse a causa de que no había motivo ninguno de necesidad que pudiera disculparla.

Luis había cometido, pues, cinco faltas, en cuanto había destruido las reducidas potencias de Italia, aumentado la dominación de un príncipe ya poderoso, introducido a un extranjero que lo era mucho, no residido allí él mismo, ni establecido colonias.

Estas faltas, sin embargo, no podían perjudicarle en vida suya, si él no hubiera cometido una sexta: la de ir a despojar a los venecianos. Era cosa muy razonable y aun necesaria el abatirlos, aun cuando él no hubiera dilatado los dominios de la Iglesia, ni introducido a la España en Italia; pero no debía consentir en la ruina de ellos, porque siendo poderosos de sí mismos, hubieran tenido distantes siempre de toda empresa sobre Lombardía a los otros, ya porque los venecianos no hubieran consentido en ello sin ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubieran querido quitarla a la Francia para dársela a ellos, o no tenido la audacia de ir a atacar a estas dos potencias.

Si alguno dijera que el rey Luis no cedió la Romaña a Alejandro y el reino de Nápoles a la España, más que para evitar una guerra, respondería con las razones ya expuestas, que no debemos dejar nacer un desorden para evitar una guerra, porque acabamos no evitándola; la diferimos únicamente: y no es nunca más que con sumo perjuicio nuestro.

Y si algunos otros alegaran la promesa que el rey había hecho al Papa de ejecutar en favor suyo esta empresa para obtener la disolución de su matrimonio con Juana de Francia y el capelo de Cardenal para el Arzobispado de Ruán, responderé a esta objeción con las explicaciones que daré ahora mismo sobre la fe de los príncipes y modo con que deben guardarla.

El rey Luis perdió, pues, la Lombardía por no haber hecho nada de lo que hicieron cuantos tomaron provincias y quisieron conservarlas. No hay en ello milagro, sino una cosa razonable y ordinaria. Hablé en Nantes de esto con el Cardenal de Ruán, cuando el duque de Valentinois, al que llamaban vulgarmente César Borgia, hijo de Alejandro, ocupaba la Romaña; y habiéndome dicho el cardenal que los italianos no entendían nada de la guerra, le respondí que los franceses no entendían nada de las cosas de Estado, porque si ellos hubieran tenido inteligencia en ellas, no hubieran dejado tomar al Papa un tan grande incremento de dominación temporal. Se vio por experiencia que la que el Papa y la España adquirieron en Italia, les había venido de la Francia, y que la ruina de esta última en Italia dimanó del Papa y de la España. De lo cual podemos deducir una regla general que no engaña nunca, o que a lo menos no extravía más que raras veces: es que el que es causa de que otro se vuelva poderoso obra su propia ruina. No le hace volverse tal más que con su propia fuerza o industria; y estos dos medios de que él se ha manifestado provisto, permanecen muy sospechosos al príncipe que, por medio de ellos, se volvió más poderoso.




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