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martes, 18 de septiembre de 2018

Pierre Menard, autor del Quijote. Jorge Luis Borges.

Pierre Menard, autor del Quijote.

Jorge Luis Borges


A Silvina Ocampo

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración.
Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por
madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia
protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus
deplorables lectores—si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y
circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y
aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre
los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente,
una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin
embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de
Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta)
ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de
los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh,
Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón
Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras)
ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril
reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me
concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable.
Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas
que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la
revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético
de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento
de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes,
1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez
eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y
acaba por rechazar esa innovación.

f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes,
1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y
arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George
Boole.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado
con ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre
de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier,
diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el
consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos
dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F.,
marzo de 1921). Menard—recuerdo—declaraba que censurar y alabar son
operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry
(N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso
exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad
antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso
volumen”—la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio—que
anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo
y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta
(en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o
apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
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s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.2
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de
Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la
interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del
hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo,
consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don
Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece
un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.3
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento
filológico de Novalis—el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden—que
esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de
esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la
Cannebière o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto,
Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos—decía—para ocasionar
el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea
primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más
interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso
propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo
y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote—lo cual es fácil—sino el Quijote. Inútil
agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se
proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que
coincidieran—palabra por palabra y línea por línea—con las de Miguel de
Cervantes.
“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre
de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o
metafísica—el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales—no es
menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los
filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y
que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe
ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el
español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco,
olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de

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 2 Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que
hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca
de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo,
mal escuchada.

3 Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero
¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de
Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

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Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo
bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien
por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano
imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el
menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le
pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le
pareció menos arduo—por consiguiente, menos interesante—que seguir siendo
Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard.
(Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la
segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro
personaje—Cervantes—pero también hubiera significado presentar el Quijote en
función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa
facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta.
“Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo". ¿Confesaré que suelo imaginar que
la terminó y que leo el Quijote—todo el Quijote—como si lo hubiera pensado
Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI—no ensayado nunca por él—
reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las
ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo
moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos
una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un
español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de
Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a
Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta
precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa
profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el
universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el
Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia
histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario.
Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A
los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención
algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los
entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda
laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general
del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a
la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que
nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más
difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración
del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por
inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de
reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por 
dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o
psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un
modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra,
congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa
razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en
vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre
ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más
sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones
caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como
“realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué
españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor
Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay
gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o
proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica.
Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo,
examinemos el XXXVIII de la primera parte, “que trata del curioso discurso que
hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote (como
Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito
contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se
explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard—hombre contemporáneo de La
trahison des clercs y de Bertrand Russell—reincida en esas nebulosas sofisterías!
Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor
a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del
Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera
interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que
condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito
resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas
por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja
superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son
verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más
ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes.
Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes,
esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio,
escribe:


... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard,
contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la
realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es
lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales—ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir—son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard
—extranjero al fin—adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que
maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al
principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero
capítulo—cuando no un párrafo o un nombre—de la historia de la filosofía. En la
literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote—me dijo Menard—fue ante
todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia
gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá
la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la
decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que
aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de
antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un
libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles
de páginas manuscritas.4 No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó
que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de
palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros—Tenues pero no
indescifrables—de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo
un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y
resucitar esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos,
son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento
de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo
estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra
barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el
porvenir lo será.”
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el
arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y

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 4 Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los
arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.


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de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer
la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de
madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica
puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a
James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues
avisos espirituales?


Nîmes, 1939