Philip Roth
Me casé con un comunista
Fragmento
1
Murray, el hermano mayor de Ira Ringold, fue mi primer profesor de
Lengua y Literatura inglesa en la escuela media, y gracias a él me relacioné con
Ira. En 1946 Murray acababa de licenciarse, tras haber servido en la XVII
División Aerotransportada e intervenido en el contraataque que frustró el avance
de los alemanes en las Ardenas. Fue uno de los soldados que, en marzo de 1945,
efectuaron el famoso salto al otro lado del Rin que señaló el principio del fin de la
guerra en Europa. En aquel entonces era un joven calvo, rudo e insolente, no tan
alto como Ira pero esbelto y atlético, que sobresalía por encima de nuestras
cabezas, siempre atento a su entorno. Sus ademanes y posturas eran del todo
naturales, tendía a la verbosidad y era casi amenazante al expresar sus ideas. Le
apasionaba dar explicaciones, clarificar, hacernos comprender, y por ello
descomponía en sus principales elementos cualquier cosa de la que habláramos,
con la misma meticulosidad con que efectuaba el análisis gramatical de una
frase en la pizarra. Tenía un talento especial para dramatizar los interrogantes que
suscitaban los temas, para darnos la intensa sensación de que estábamos
escuchando un relato incluso cuando realizaba una tarea estrictamente analítica,
y para examinar con toda claridad, a fondo y en voz alta, lo que leíamos y
escribíamos.
Junto con la fuerza muscular y la evidente inteligencia, el señor Ringold
aportaba a la clase una espontaneidad visceral que era reveladora para los chicos
amansados y adecentados incapaces de comprender todavía que obedecer las
reglas del decoro impuestas por un profesor no tenía nada que ver con el
desarrollo mental. Su simpática predilección por arrojarte un borrador de pizarra
cuando le dabas una respuesta errónea tenía más importancia de la que quizás él
mismo imaginaba. O tal vez no, tal vez el señor Ringold sabía muy bien que
aquello que los chicos como yo necesitábamos aprender no era sólo la manera
de expresarnos con precisión y reaccionar con más discernimiento a lo que nos
decían, sino a ser revoltosos sin ser estúpidos, a no disimular demasiado ni
comportarnos demasiado bien, a iniciar la liberación del ardimiento masculino,
encerrado en la corrección institucional que tanto intimidaba a los muchachos
más brillantes.
Uno percibía, en el sentido sexual, la autoridad de un profesor de escuela de
enseñanza media como Murray Ringold, una autoridad masculina en absoluto
corregida por la piedad, mientras que, en el sentido religioso, percibía la vocación
de un profesor como Murray Ringold, que no se diluía en la amorfa aspiración
norteamericana a tener un gran éxito, un hombre que, al contrario que las
profesoras, podría haber elegido cualquier otra profesión, pero prefirió
dedicarnos su vida. No deseaba más que tratar con jóvenes en los que pudiera
influir, y lo que más le satisfacía era la respuesta que obtenía de ellos.
Desde luego, en ese momento no se evidenció la impresión que su audaz
estilo docente producía en mi sentido de la libertad; ningún chico pensaba así con
respecto a la escuela o a los profesores. No obstante, el anhelo incipiente de
independencia social tuvo que ser alimentado en cierta manera por el ejemplo de
Murray, y así se lo dije cuando, en julio de 1997, y por primera vez desde que
me gradué en la escuela de enseñanza media, en 1950, me encontré con Murray,
y a con noventa años, pero, en todos los aspectos visibles, todavía el profesor cuya
tarea consiste, de forma realista y sin parodiarse a sí mismo ni exagerar de un
modo teatral, en personificar para sus alumnos la rebelde expresión « me
importa un comino» , en enseñarles que no es necesario que seas un Al Capone
para transgredir las reglas, sino que basta con que pienses.
—En la sociedad humana —nos enseñaba el señor Ringold—, el pensar es la
mayor transgresión de todas. El pensamiento crítico —añadía, golpeando con los
nudillos la mesa para subray ar cada una de las sílabas— es la subversión
definitiva.
Le dije a Murray que oír estas cosas en la adolescencia, expresadas por un
hombre tan viril como él, verlas demostradas por él, me aportó la información
más valiosa para mi desarrollo a la que me aferré, aunque comprendiéndola a
medias, como es propio de un alumno de enseñanza media provinciano,
protegido y noble, que aspira a ser racional, importante y libre.
Murray, a su vez, me contó todo cuanto en mi adolescencia desconocía, y no
podía haber sabido, de la vida privada de su hermano, una seria desventura
rebosante de farsa sobre la que Murray reflexionaba en ocasiones a pesar de que
Ira había muerto más de treinta años atrás.
—Miles y miles de norteamericanos destruidos en aquellos años —dijo
Murray—, víctimas políticas, víctimas de la historia, debido a sus creencias. Pero
no recuerdo a nadie a quien derribaran de la misma manera que lo hicieron con
Ira. No fue en el gran campo de batalla norteamericano que él mismo habría
elegido para su destrucción. Tal vez, a pesar de la ideología, la política y la
historia, una catástrofe auténtica siempre es, en el fondo, un desengaño personal,
el paso de lo sublime a lo ridículo. No hay ocasión de llevar la contraria a la vida
porque ha fracasado en el intento de trivializar a la gente. No, tienes que quitarte
el sombrero ante las técnicas de que la vida dispone para despojar a un hombre
de su importancia y vaciarlo por completo de su orgullo.
Cuando le pregunté, Murray me contó de qué manera también él había sido
despojado de su importancia. Yo tenía una idea general de lo ocurrido, pero
apenas conocía los detalles, debido a que por entonces tuve que incorporarme a
filas, tras mi graduación universitaria, en 1954; no regresé a Newark hasta varios
años después, y la odisea política de Murray comenzó en mayo de 1955.
Empezamos por la historia de Murray, y sólo al caer la tarde, cuando le pregunté
si le gustaría quedarse a cenar conmigo, él pareció tener la misma sensación que
y o, la de que nuestra relación había pasado a un plano más íntimo y no sería
incorrecto que siguiéramos hablando abiertamente acerca de su hermano.
Cerca de donde vivo, al oeste de Nueva Inglaterra, hay una pequeña
universidad llamada Athena que organiza una serie de programas veraniegos de
una semana de duración para personas mayores, y Murray, a sus noventa años,
se había matriculado en el curso titulado pomposamente « Shakespeare y el
milenio» . Esta circunstancia explica que tropezara con él en el pueblo el
domingo de su llegada (no lo había reconocido, pero tuve la suerte de que él me
reconociera) y que pasáramos nuestras seis noches juntos. Así apareció el
pasado, esta vez en forma de un hombre muy anciano que tenía el talento
necesario para no pensar en sus problemas un instante más de lo que merecían y
que aún no podía perder su tiempo hablando con otra persona más que de cosas
serias. Una obstinación palpable prestaba a su personalidad una plenitud sin
fisuras, y ello a pesar de la reducción radical efectuada por el tiempo de su viejo
y atlético físico. Al mirar a Murray mientras me hablaba de aquella manera
familiarmente abierta y meticulosa, me dije: « He aquí la vida humana. Esto es
resistencia» .
En 1955, casi cuatro años después de que pusieran a Ira en la lista negra de
profesionales de la radio porque era comunista, la Junta de Educación despidió a
Murray de su puesto docente por negarse a cooperar con el Comité Doméstico
de Actividades Anti-norteamericanas, cuando se presentó en Newark para
dedicarse durante cuatro días a efectuar averiguaciones jurídicas. Lo
rehabilitaron, pero sólo tras una lucha legal prolongada durante seis años que
terminó en una decisión del Tribunal Supremo del Estado por cinco a cuatro: lo
rehabilitaron con efecto retroactivo en cuanto a la paga, menos la cantidad de
dinero que había ganado como vendedor de aspiradoras para mantener a su
familia durante aquellos seis años.
—Cuando no sabes qué otra cosa puedes hacer —me dijo Murray, sonriendo
—, vendes aspiradoras de puerta en puerta. Aspiradoras Kirby. Derramas un
cenicero lleno sobre la alfombra y aspiras las colillas para que lo vean, les
aspiras la casa entera. Así es como vendes el aparato. En mi época aspiré la
mitad de las casas de Nueva Jersey. Mira, Nathan, había mucha gente dispuesta a
favorecerme. Tenía una esposa cuy os gastos médicos eran constantes, y una
hija, pero el negocio iba muy bien y vendía aspiradoras a mucha gente. Y a
pesar de sus problemas con la escoliosis, Doris iba a trabajar, había vuelto al
laboratorio del hospital, donde trabajaba en hematología. Acabó por dirigir el
laboratorio. En aquel entonces no había separación entre las cuestiones técnicas y
las artes médicas, y Doris lo hacía todo: extraía sangre, embadurnaba las
platinas. Era muy paciente, muy minuciosa con el microscopio. Estaba bien
adiestrada y era observadora, precisa, entendida. Trabajaba en el Beth Israel,
que estaba en la acera de enfrente; para volver a casa sólo tenía que cruzar la
calle, y preparaba la cena sin quitarse la bata del laboratorio. No he conocido
ninguna otra familia que, como la nuestra, usara matraces de laboratorio para el
aderezo de la ensalada. El matraz Erlenmeyer. Removíamos el café con pipetas.
Toda nuestra cristalería era del laboratorio. Cuando estábamos en aprietos, Doris
se las arreglaba para llegar a fin de mes. Juntos éramos capaces de hacer frente
al problema.
—¿Y fueron a por ti porque eras el hermano de Ira? —le pregunté—.
Siempre lo había dado por sentado.
—No puedo saberlo con seguridad. Ira creía que sí. Tal vez fueron a por mí
porque nunca me comporté como era de esperar de un profesor. Tal vez habrían
ido a por mí incluso sin Ira. Empecé como agitador, Nathan. Ardía en deseos de
establecer la dignidad de mi profesión. Es posible que eso les irritara más que
cualquier otra cosa. La indignidad personal que debías sufrir como profesor
cuando empecé a enseñar… no te lo creerías. Te trataban como a un niño. Todo
cuanto te decían tus superiores tenía valor de ley, incuestionable. « Vendrás a tal
hora, firmarás puntualmente en el libro de registro, pasarás tantas horas en la
escuela y te encargarás de tareas por la tarde y por la noche, aun cuando eso no
forme parte de tu contrato» . Toda clase de menudencias ordenadas por los de
arriba. Te sentías denigrado.
Puse todo mi empeño en la organización de nuestro sindicato, y no tardé en
dirigir comités y ocupar puestos ejecutivos en la junta. No tenía pelos en la
lengua, y admito que a veces era bastante locuaz. Creía conocer todas las
respuestas, pero me interesaba que se respetara a los profesores, que tuvieran
respeto y sueldo apropiados a su tarea, y esas cosas. Los profesores tenían
problemas con la paga, las condiciones de trabajo, los beneficios…
El inspector de enseñanza media no era amigo mío. Yo había tenido un papel
destacado en la moción para impedir su promoción a inspector. Apoyé a otro
candidato, y perdió. Así pues, como no me andaba con rodeos respecto a mi
oposición a aquel hijo de puta, me tenía atravesado, y en el año 55 cayó el hacha
y me citaron en la Sede Federal, donde tenía lugar una reunión del Comité
Doméstico de Actividades Antiamericanas, para que diera mi testimonio. El
presidente era un diputado llamado Walter, a quien acompañaban otros dos
miembros del comité.
Tres de ellos eran de Washington y les acompañaba su abogado. Estaban
investigando todo tipo de influencias comunistas en la ciudad de Newark, pero en
especial lo que ellos llamaban la « infiltración del partido» en el mundo laboral y
docente. Se había realizado una serie de tales reuniones en todo el país, en
Detroit, en Chicago… Sabíamos que nos iba a tocar, que era inevitable. A los
profesores nos despacharon en un solo día, el último, un martes de mayo.
Mi declaración duró cinco minutos. « ¿Ha sido usted ahora o alguna vez…?» .
Me negué a responder. Ellos quisieron saber por qué, puesto que no tenía nada
que ocultar. ¿Por qué no quería quedar limpio? Ellos sólo deseaban información.
Para eso estaban allí. Se ocupaban de la legislación, no eran un organismo
punitivo. Pero tal como yo entiendo la Declaración de Derechos, mis creencias
políticas no les concernían, y eso es lo que les dije: « Esto no les concierne» .
Aquella misma semana habían ido detrás de la Unión de Trabajadores
Eléctricos, el viejo sindicato de Ira, allá en Chicago. Un lunes por la noche, mil
sindicalistas se trasladaron en autobuses alquilados desde Nueva York para
formar piquetes en el hotel Robert Treat, donde se alojaban los miembros del
comité. El Star-Ledger describió la aparición de los piquetes como una « invasión
de fuerzas hostiles a la investigación por parte del Congreso» . No una
manifestación legal garantizada por los derechos expresados en la constitución,
sino una invasión, nada menos, como la invasión de Polonia y Checoslovaquia
por parte de Hitler. Uno de los congresistas del comité señaló a la prensa (y sin
que le turbara el antiamericanismo que acechaba en su observación) que muchos
de los manifestantes cantaban en español, lo cual demostraba que desconocían el
significado de las pancartas que llevaban, que eran unos « primos» embaucados
por el Partido Comunista. Le reconfortaba el hecho de que habían sido vigilados
por el « grupo antisubversivo» de la policía de Newark. Después de que la
caravana de autobuses cruzara el condado de Hudson, camino de regreso a
Nueva York, un importante funcionario policial de allí manifestó: « Si hubiera
sabido que eran rojos, habría encerrado al millar entero» . Tal era la atmósfera
local, y eso era lo que había aparecido en la prensa cuando me interrogaron. Fui
el primero de los citados aquel martes.
Faltaba poco para que terminaran mis cinco minutos, y, ante mi rechazo a
cooperar, el presidente dijo que le decepcionaba que un hombre instruido y
comprensivo como y o se negara a prestar su ayuda para la seguridad del país, no
diciendo al comité lo que quería saber. Encajé eso en silencio. Hice una sola
observación hostil, y fue cuando uno de aquellos cabrones concluy ó diciéndome:
« Pongo en duda su lealtad, señor» ; a lo que respondí: « Y yo pongo en duda la
suy a» . Entonces el presidente me dijo que si seguía difamando a cualquier
miembro del comité, haría que me expulsaran. « No vamos a quedarnos aquí de
brazos cruzados tolerando su palabrería y escuchando sus difamaciones» , me
dijo. « Tampoco y o tengo que quedarme aquí y escuchar sus difamaciones,
señor presidente» , repliqué. Hasta ahí llegaron las cosas. Mi abogado me dijo
que no siguiera, y ése fue el final de mi declaración. Dijeron que podía irme.
Pero cuando me levantaba de la silla, uno de los congresistas me interpeló,
supongo que para provocar mi desprecio: « ¿Cómo es posible que le paguen con
el dinero de los contribuy entes cuando su condenable juramento comunista le
obliga a enseñar de acuerdo con la política soviética? ¿Cómo, en nombre de Dios,
puede ser usted un agente libre y enseñar lo que dictan los comunistas? ¿Por qué
no abandona el partido y cambia de dirección? ¡Vuelva al estilo de vida
norteamericano, se lo ruego!» .
Pero no mordí el anzuelo, no le dije que mi enseñanza no tenía nada que ver
con los dictados de cualquier cosa que no fuese la composición y la literatura,
aunque, al final, no parecía importar lo que dijera o dejase de decir: aquella
noche, en la última edición deportiva, apareció mi cara en la primera plana del
Newark Times, bajo el titular: « Negativa de un testigo en interrogatorio a rojos» ,
y la cita: « "No toleraremos su palabrería", dice el CDAA a un profesor de
Newark» .
Bueno, uno de los miembros del comité era Bry den Grant, diputado por el
estado de Nueva York. Supongo que te acuerdas de los Grant, Bryden y Katrina.
Todos los americanos se acuerdan de ellos. Pues bien, para esa gente los Ringold
eran como los Rosenberg. Ese chico guapo de la alta sociedad, esa nulidad
perversa, estuvo a punto de destruir a nuestra familia. ¿Y sabes por qué? Porque
una noche Grant y su mujer asistieron a una fiesta que Ira y Eve daban en el piso
de la calle West Eleventh, y Ira se metió con Grant como sólo él podía meterse
con alguien. Grant era amigo de Wernher von Braun, o eso creía Ira, y éste le dio
un buen rapapolvo. Grant era, a primera vista, desde luego, un tipo decadente de
clase alta, de los que tanto irritaban a Ira. La mujer escribía unas populares
novelas rosas que las mujeres devoraban, y Grant aún era columnista del
Journal-American. Para Ira, Grant era la encarnación del individuo mimado y
privilegiado. No podía soportarlo. Cada gesto de Grant le provocaba náuseas, y
aborrecía su línea política.
Hubo una escena en toda regla: Ira gritó e insultó a Grant, y durante el resto
de su vida Ira sostuvo que la venganza de Grant contra nosotros empezó esa
noche. Era propio de Ira presentarse sin ningún camuflaje. Dice lo que piensa, no
se guarda nada, sin una sola excusa. De ahí el magnetismo que tenía para ti, pero
era también lo que le convertía en repelente para sus enemigos. Y Grant era uno
de sus enemigos. La riña duró tres minutos, pero, según Ira, esos tres minutos
sellaron su destino y el mío. Había humillado a un descendiente de Uly sses S.
Grant, graduado por Harvard y empleado de William Randolph Hearst, por no
mencionar marido de la autora de Eloísa y Abelardo, el libro más vendido en
1938, y La pasión de Galileo, el libro más vendido de 1942… y eso nos sentenció.
Estábamos acabados: al insultar públicamente a Bry den Grant, Ira no sólo había
puesto en tela de juicio las impecables credenciales del marido, sino también la
inextinguible necesidad de la esposa de tener razón.
Mira, no estoy seguro de que eso lo explique todo, aunque no porque Grant
fuese menos imprudente en el uso del poder que el resto de la banda de Nixon.
Antes de ir al Congreso, escribía una columna para el Journal-American, una
columna de chismorreo tres veces por semana, acerca de Broadway y
Hollywood, a la que añadía una porción de injurias a Eleanor Roosevelt. Así dio
comienzo la carrera de Grant en el servicio público. Eso fue lo que tanto le
cualificó para formar parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Era un
columnista de chismorreos antes de que eso se convirtiera en el gran negocio que
es hoy. Estuvo en ello al comienzo, en la mejor época de los grandes pioneros.
Era un grupo formado por Cholly Knickerbocker, Winchell, Ed Sullivan y Earl
Wilson. Y estaban también Damon Runyon, Bob Considine, Hedda Hopper… y
Bryden Grant era el esnob del grupo, no el luchador callejero, no el rufián, no el
enterado locuaz que frecuentaba Sardi’s o The Brown Derby o el gimnasio de
Stillman, sino el aristócrata de la chusma que frecuentaba el Racquet Club.
Grant empezó con una columna titulada « El runrún de Grant» y, como debes
recordar, estuvo a punto de acabar como jefe de personal de la Casa Blanca
durante la administración Nixon. El congresista Grant era un gran favorito de
Nixon. Perteneció, como Nixon, al Comité de Actividades Antiamericanas.
Recuerdo la época, en el 68, en que la administración Nixon puso de nuevo en
circulación el nombre de Grant para el puesto de jefe de personal. Lástima que
renunciaran. Fue la peor decisión que Nixon tomó jamás. Ojalá Nixon hubiera
considerado la ventaja política de nombrar, en vez de a Haldeman, a ese
escritorzuelo mercenario y pretencioso como jefe de la operación de
encubrimiento del Watergate, pues la carrera de Grant podría haber terminado
entre rejas. Bry den Grant en la cárcel, en una celda entre la de Mitchell y la de
Ehrlichman. La tumba de Grant. Pero eso jamás ocurriría.
Puedes oír a Nixon cantar las alabanzas a Grant en las cintas de la Casa
Blanca. Eso está ahí, en las transcripciones. « Bryden tiene el corazón bien
templado» , le dice el presidente a Haldeman. « Es testarudo, capaz de hacer
cualquier cosa. Y no exagero, cualquier cosa» . Le dice a Haldeman el lema de
Grant sobre la manera de tratar a los enemigos de la administración:
« Destrúyelos en la prensa» . Y entonces, con admiración (es un epicúreo de la
difamación perfecta, de la calumnia que arde con una llama dura, como una
gema), el presidente añade: « Bry den tiene instinto asesino. Nadie hace un
trabajo más hermoso» .
El congresista Grant murió mientras dormía, cuando era un viejo estadista
rico y poderoso, todavía muy respetado en Staatsburg, Nueva York, donde
pusieron su nombre al campo de fútbol de una escuela.
Durante la audiencia observé a Bry den Grant, tratando de creer que era algo
más que un político empeñado en una venganza personal que encontraba en la
obsesión nacional el medio de ajustar cuentas. En nombre de la razón, buscas
algún motivo más elevado, un significado más profundo… en aquellos días aún
acostumbraba a ser razonable acerca de lo irrazonable y buscar la complejidad
en las cosas sencillas. Exigía a mi inteligencia unas explicaciones que no eran
realmente necesarias. Me decía: « Es imposible que sea tan mezquino e insípido
como parece. Eso no puede ser más que la décima parte de la verdad. Ha de
haber algo más» .
¿Pero por qué? La mezquindad y la insipidez también pueden ser imponentes.
¿Qué podría ser más firme, más constante que la mezquindad y la insipidez? ¿Son
acaso obstáculos que dificultan la astucia y la dureza? ¿Invalidan el objetivo de
ser un personaje importante? No es preciso tener una visión evolucionada de la
vida para ansiar el poder, ni para alcanzarlo. De hecho, una visión evolucionada
de la vida puede ser el peor obstáculo, mientras que la carencia de esa visión
puede ser la ventaja más espléndida. No es necesario evocar las desdichas de su
infancia aristocrática para comprender al congresista Grant. Al fin y al cabo, es
la persona que ocupó el escaño de Hamilton Fish, quien odiaba de veras a
Roosevelt, a un aristócrata del río Hudson como Franklin Delano Roosevelt. Fish
estudió en Harvard después de Roosevelt. Le envidiaba, le odiaba y, puesto que el
distrito de Fish incluía Hyde Park, acabó siendo congresista de Roosevelt. Gran
aislacionista y estúpido como pocos. En los años treinta, Fish fue el primer
zopenco de clase alta que actuó como presidente del precursor de aquel
pernicioso comité. El prototípico aristócrata hijo de puta, farisaico, patriotero y
estrecho de miras que era Hamilton Fish. Y cuando, en 1952, efectuaron la nueva
división de los distritos electorales, Bryden Grant fue su chico.
Después de la audiencia, Grant abandonó el estrado donde los tres miembros
del comité y su abogado estaban sentados y fueron directamente a mi encuentro.
Él era el que me había dicho aquello de que ponía en tela de juicio mi lealtad.
Pero ahora sonreía amablemente, como sólo Bry den Grant sabía hacerlo, como
si hubiese inventado la sonrisa amable, me tendió la mano y, por mucho que me
repugnara, se la estreché. La mano de la sinrazón, y, de una manera razonable,
civilizada, como los boxeadores se tocan mutuamente los guantes antes de un
combate, se la estreché, un gesto que dejó consternada durante días a mi hija
Lorraine.
« Señor Ringold» , me dijo. « Hoy he venido aquí para ay udarle a limpiar su
reputación. Ojalá hubiera cooperado más. No facilita usted las cosas, ni siquiera
a quienes somos comprensivos. Quiero que sepa que no me han designado
oficialmente para representar al comité en Newark, pero sabía que usted daría
testimonio y por eso solicité venir, porque pensé que no le sería de mucha ayuda
que se presentara en mi lugar mi amigo y colega Donald Jackson» .
Jackson era el individuo que había ocupado el asiento de Nixon en el comité.
Donald L. Jackson, de California. Un pensador deslumbrante, dado a
declaraciones públicas del tipo de: « Me parece que ha llegado la hora de ser
americano o no ser americano» . Fueron Jackson y Velde quienes encabezaron la
búsqueda sistemática de los comunistas subversivos para erradicarlos del clero
protestante. Era una cuestión nacional apremiante para aquellos tipos. Después de
que Nixon dejara el comité, consideraron a Grant la punta de lanza intelectual del
comité, el que extraía para ellos sus profundas conclusiones… y, por triste que
sea decirlo, es más que probable que lo fuera.
Grant siguió diciéndome: « Pensé que quizá le sería de más ay uda que el
honorable caballero de California. A pesar de su comportamiento de hoy, todavía
lo creo así. Quiero que sepa que si, tras descansar bien esta noche, decide usted
limpiar su reputación…» .
Entonces fue cuando Lorraine estalló. Tenía catorce años. Ella y Doris
estaban sentadas detrás de mí, y el enojo de Lorraine, en el transcurso de la
sesión, había sido incluso más audible que el de su madre. Enojada e inquieta,
apenas capaz de refrenar la agitación de su cuerpecillo de catorce años. « ¿Por
qué ha de limpiar su reputación?» , le preguntó al congresista Grant. « ¿Qué ha
hecho mi padre?» . Grant le sonrió afablemente. Era un hombre muy bien
parecido, con el cabello plateado, estaba en buena forma y sus trajes eran los
más caros confeccionados por Tripler. Sus modales no podrían haber agraviado a
la madre de nadie. Había en su voz una agradable mezcla, era respetuosa y, al
mismo tiempo, suave y viril, y le dijo a Lorraine: « Eres una hija leal» . Pero la
chica no se dio por vencida, y ni Doris ni y o intentamos refrenarla. « ¿Limpiar su
reputación? No tiene ninguna necesidad de hacer eso… su reputación no está
sucia» , le dijo a Grant. « Es usted quien ensucia su reputación» . « Está usted
evadiendo el tema, señorita Ringold» , le dijo Grant. « Su padre tiene ciertos
antecedentes» . « ¿Antecedentes?» , replicó Lorraine. « ¿Qué antecedentes?
¿Cuáles son?» . Él sonrió de nuevo. « Es usted una joven muy simpática, señorita
Ringold» , le dijo. « Eso no tiene nada que ver. ¿Cuáles son sus antecedentes?
¿Qué ha hecho?» . « Su padre nos dirá lo que ha hecho» . « Mi padre ya ha
hablado» , dijo ella, « y usted está retorciendo todo lo que dice, convirtiéndolo en
un montón de mentiras para que parezca culpable. Su reputación está limpia.
Puede dormir por la noche, pero no sé si usted puede hacerlo, señor. Mi padre
sirvió a este país tan bien como los demás. Sabe de lealtad y lucha, y lo que
significa ser americano. ¿Es así como trata usted a la gente que ha servido a su
país? ¿Para eso luchó él, para que usted esté ahí sentado e intente manchar su
nombre? ¿Para que trate de echarle fango encima? ¿A eso lo llama lealtad? ¿Qué
ha hecho usted por Estados Unidos? ¿Escribir columnas de chismorreo? ¿Es eso
tan americano?. Mi padre tiene principios, y son unos decentes principios
americanos, y usted no tiene ningún derecho a tratar de destruirle. Va a la
escuela, enseña a los niños, trabaja tan duro como puede. Deberían tener ustedes
un millón de profesores como él. ¿Es ése el problema? ¿Que es demasiado
bueno? ¿Por eso tienen que decir mentiras sobre él? ¡Deje en paz a mi padre!» .
Como Grant no replicaba, Lorraine gritó: « ¿Qué pasa? Tenía tanto que decir
cuando estaba en el estrado, ¿y ahora se ha vuelto el señor mudo? No despega los
labios, ¿eh?» . Entonces le tapé la boca y le dije: « Ya basta» . Pero ella se enfadó
conmigo. « No, no basta. No bastará hasta que dejen de tratarte así. ¿No va usted
a decir nada, señor Grant? ¿Son así los Estados Unidos, nadie dice nada delante de
los jóvenes de catorce años? ¿Sólo porque no voto, es ése el problema? ¡Bueno,
pues tenga la seguridad de que nunca votaré por usted ni por ninguno de sus
asquerosos amigos!» . Se echó a llorar, y fue entonces cuando Grant me dijo:
« Ya sabe dónde encontrarme» , nos sonrió a los tres y se marchó a Washington.
Así son las cosas. Te joden y entonces te dicen: « Tienes suerte de que sea yo
quien te hay a jodido y no el honorable caballero de California» .
Nunca me puse en contacto con él. Lo cierto es que mis creencias políticas
estaban bastante localizadas, jamás fueron ampulosas, como las de Ira. Jamás
me interesé como él por el destino del mundo. Me interesaba más, desde un
punto de vista profesional, por el destino de la comunidad. Mi preocupación no
era tanto política como económica, y yo diría que sociológica, por lo que se
refiere a las condiciones de trabajo, a la situación de los profesores en la ciudad
de Newark. Al día siguiente, el alcalde Carlin declaró a la prensa que gente como
yo no debería enseñar a nuestros hijos, y la Junta de Educación me encausó por
comportarme de una manera impropia de un profesor. El inspector vio en eso
una justificación para librarse de mí. No había respondido a las preguntas de un
órgano gubernamental responsable, por lo que era incompetente ipso facto. Dije
a la Junta de Educación que mis creencias políticas no tenían nada que ver con
mi condición de profesor de Lengua y Literatura inglesa en el sistema educativo
de Newark. Sólo había tres bases para mi expulsión: insubordinación,
incompetencia e inmoralidad manifiesta, y argumenté que ninguna de ellas era
aplicable a mi caso. Varios ex alumnos míos desfilaron ante la junta para dar
testimonio de que jamás había tratado de adoctrinar a nadie, ni en el aula ni en
ninguna otra parte. Ninguna persona relacionada con el mundo docente me había
oído tratar de adoctrinar a nadie en nada que no fuese el respeto por la lengua
inglesa, ni los padres, ni mis alumnos, ni mis colegas. Mi ex capitán del ejército
testimonió en mi favor. Vino desde Fort Bragg. Eso fue impresionante.
Disfruté vendiendo aspiradoras. Algunas personas cruzaban la calle cuando
me veían, incluso gente a la que tal vez le avergonzaba comportarse así, pero no
quería que la contaminara. Cierto que eso no me apuraba. Contaba con todo el
apoy o del sindicato de profesores y también tenía mucho en el exterior. Llegaban
donativos, contábamos con el salario de Doris y y o vendía aspiradoras. Conocía
gente de todos los campos profesionales y establecía contacto con el mundo real
más allá de la enseñanza. En fin, era un profesional, un profesor de escuela que
leía, impartía lecciones sobre Shakespeare, os hacía a vosotros, los chicos,
analizar frases, memorizar poemas y apreciar la literatura, y no creía que
hubiera otra forma de vida digna de ser vivida. Pero me dediqué a vender
aspiradoras y llegué a sentir una gran admiración por muchas de las personas a
las que conocía, y todavía estoy agradecido por ello. Creo que, gracias a eso,
tengo una actitud mejor ante la vida.
—Supón que el tribunal no te hubiera rehabilitado. ¿Seguirías teniendo una
actitud mejor?
—¿Si hubiera perdido? Creo que me habría ganado la vida bastante bien, que
habría sobrevivido intacto. Tal vez habría lamentado algunas cosas, pero no creo
que eso hubiera afectado mi temperamento. En una sociedad abierta, por mal
que vay an las cosas, siempre hay una salida. Perder tu trabajo y que los
periódicos te llamen traidor son cosas muy desagradables, pero de todos modos
no es una situación inamovible, como en caso de totalitarismo. No me metieron
en la cárcel ni me torturaron. A mi hija no le negaron nada. Me arrebataron mi
medio de vida y algunas personas dejaron de hablarme, pero otras me
admiraban. Mi mujer y mi hija me admiraban. Muchos de mis ex alumnos me
admiraban, y lo decían así, abiertamente. Y podía entablar una querella legal.
Tenía libertad de movimientos, podía conceder entrevistas, recaudar fondos,
contratar un abogado, recusar al tribunal, cosa que hice. Cierto que puedes sufrir
un ataque cardiaco de tanto sentirte deprimido y desgraciado, pero también
puedes encontrar alternativas, y así lo hice.
En fin, si el sindicato hubiera fracasado, no hay duda de que eso me habría
afectado. Pero no fracasamos. Luchamos y, finalmente, ganamos. Igualamos los
salarios de hombres y mujeres, así como los de los profesores de enseñanza
primaria y secundaria. Conseguimos que todas las actividades fuesen, en primer
lugar, voluntarias, y en segundo lugar, pagadas. Luchamos por conseguir que la
baja por enfermedad fuese más larga. Exigimos un permiso de cinco días para
cualquier clase de asuntos personales. Conseguimos que los ascensos se basaran
en exámenes y no en el favoritismo, lo cual significaba que todas las minorías
tenían una oportunidad justa. Atrajimos negros al sindicato y, a medida que su
número aumentaba, fueron ocupando puestos de mando. Pero eso fue hace años.
Ahora el sindicato me decepciona mucho. Se está convirtiendo en una
organización codiciosa. El salario, eso es todo. Lo que debe hacerse para educar
a los chicos es lo último en lo que piensan. Una gran decepción.
—¿Fue muy terrible durante esos seis años? ¿Qué perdiste con ello?
—No creo que perdiera nada. Desde luego, tienes que apechugar con el
insomnio. Me pasaba muchas noches en blanco, pensando en toda clase de cosas:
cómo hacer esto, qué haría a continuación, a quién debía llamar, y cosas por el
estilo. Siempre estaba reconstruy endo lo sucedido y proy ectando lo que
sucedería. Pero entonces llega la mañana, te levantas y haces lo que tienes que
hacer.
—¿Y cómo se tomó Ira lo que te había ocurrido?
—Pues le afligió. Incluso diría que fue su ruina si no fuese porque todo lo
demás y a le había arruinado. Yo confié desde el principio en que ganaría, y así
se lo dije. No tenían razones legales para despedirme. Él me decía una y otra
vez: « Estás de broma. Esos no necesitan razones legales» . Conocía a demasiada
gente que había sido despedida; no había más que hablar. Al final gané, pero él se
sentía responsable de lo que había sufrido. Cargó con ese sentimiento durante el
resto de su vida. Y también con lo tuyo, ¿sabes? Se sentía culpable de lo que te
ocurrió.
—¿Amí? —repliqué—. No me ocurrió nada. Era un crío.
—Bueno, algo te ocurrió.
Desde luego, no debería sorprendernos el descubrimiento de que en nuestra
vida ha habido un acontecimiento, algo importante, de lo que no sabíamos nada.
Nuestra vida es en sí y por sí misma algo de lo que sabemos muy poco.
—Recordarás que cuando te licenciaste en la universidad no conseguiste una
beca Fulbright —me dijo Murray—. Bueno, eso fue por culpa de mi hermano.
En el curso 1953-1954, mi último año en Chicago, solicité una beca Fulbright
para proseguir en Oxford mis estudios de graduado en letras, y me rechazaron.
Había figurado en los primeros puestos de mi clase, tenía unas recomendaciones
entusiastas y, tal como lo recuerdo ahora (probablemente por primera vez desde
que ocurrió), no sólo me afectó el hecho de que me rechazaran, sino también que
un condiscípulo cuyas calificaciones eran muy inferiores a las mías hubiera
obtenido una beca Fulbright para estudiar en Inglaterra.
—¿Es eso cierto, Murray ? Sólo creí que fue algo absurdo, injusto, la veleidad
del destino. No sé qué pensar. Tuve la sensación de que me habían quitado algo
más… y entonces me llamaron a filas. ¿Cómo sabes que fue así?
—El agente se lo dijo a Ira. El FBI. Se encargó de Ira durante años. Iba a
visitarle. Intentaba conseguir que le diera nombres, diciéndole que así podría
probar su inocencia. Creían que eras el sobrino de Ira.
—¿Su sobrino? ¿Cómo se les ocurrió tal cosa?
—No me lo preguntes. El FBI no siempre tenía los datos correctos. Tal vez no
siempre quería tenerlos. Aquel individuo le dijo a Ira: « ¿Sabe usted que su
sobrino ha solicitado una beca Fulbright? El chico que está en Chicago. Pues no la
ha conseguido porque usted es comunista» .
—¿Crees que eso era cierto?
—Sin ninguna duda.
Mientras escuchaba a Murray, observaba lo descarnado que se había vuelto,
pensando en que su aspecto físico era la materialización de aquella coherencia
suy a, la consecuencia de una indiferencia sostenida durante toda la vida a todo
cuanto no fuese la libertad en su sentido más austero… pensando en que Murray
era un hombre de esencias, que su carácter no era contingente, que dondequiera
que se encontrase, incluso vendiendo aspiradoras, se las ingeniaba para mantener
su dignidad… pensando que Murray (por quien no sentí afecto ni tuve necesidad
de ello, a quien sólo me unía el contrato entre profesor y alumno) era Ira (por
quien sí sentí afecto) en una versión más mental, juiciosa, prosaica, Ira con un
objetivo social práctico, claro, bien definido, Ira sin las ambiciones heroicamente
exageradas, sin esa apasionada, exaltada relación con todo; tenía una imagen
mental del torso desnudo de Murray, todavía agraciado, cuando y a contaba
cuarenta y un años, con todos los signos de la juventud y la fortaleza. Era una
imagen de Murray Ringold tal como le había visto un martes por la tarde en el
otoño de 1948, asomado a la ventana y retirando los marcos con tela metálica del
piso en una segunda planta de la avenida Lehigh donde vivía con su mujer y su
hija.
Quitar y poner las telas metálicas, retirar la nieve, echar sal al hielo, barrer la
acera, podar el seto, lavar el coche, recoger y quemar las hojas, bajar al sótano
dos veces al día, entre octubre y marzo, para cuidar de la caldera que calentaba
el suelo del piso: avivar el fuego, cubrirlo, extraer la ceniza con la pala, subirla en
cubo por la escalera y echarla a la basura… El inquilino tenía que estar en forma
para hacer todas esas tareas antes y después de ir al trabajo, tenía que ser
vigilante y diligente, y estar en forma, de la misma manera que las esposas
tenían que estar en forma para asomarse a las ventanas traseras, los pies bien
afianzados en el suelo, y, fuera cual fuese la temperatura, allá arriba como
marineros trabajando en el aparejo, tender la colada en el tendedero, tender las
prendas una a una con las pinzas, haciendo avanzar la cuerda hasta que toda la
ropa húmeda de la familia estaba colgada y aleteaba en el aire de la industrial
Newark, y luego recoger la cuerda y destender la colada pieza a pieza,
depositarla doblada en el cesto y llevarla a la cocina, donde se secaría antes de
plancharla. Para que una familia siguiera adelante era preciso, ante todo, ganar
dinero, preparar la comida, imponer disciplina, pero también había esas
actividades pesadas, desagradables, propias de marineros: trepar, alzar, acarrear,
arrastrar, girar la manivela, desenrollar, todas esas tareas que me cronometraban
cuando recorría en bicicleta los tres kilómetros desde mi casa a la biblioteca: tic,
tac, tic, el metrónomo de la vida diaria del barrio, la añeja cadena de la
existencia en una ciudad norteamericana.
En la misma avenida Lehigh donde vivía el señor Ringold se alzaba el hospital
Beth Israel, donde y o sabía que la señora Ringold había trabajado como
ay udante de laboratorio antes de que naciera su hija, y a la vuelta de la esquina
estaba la filial de la biblioteca Osborne Terrace, adonde acudía en bicicleta cada
semana en busca de libros. El hospital, la biblioteca y la escuela, representada
por mi profesor: el nexo institucional del barrio estaba presente para mí, de la
manera más tranquilizadora, prácticamente en aquella manzana cuadrada de
casas. Sí, el barrio se hallaba en plena actividad cotidiana aquella tarde de 1948
en que vi al señor Ringold asomado a la ventana, retirando la tela metálica de la
ventana principal.
Cuando frené para bajar la empinada pendiente de la avenida Lehigh, le vi
pasar una cuerda por uno de los ganchos en los extremos del marco y entonces,
tras gritar « ¡Ahí va!» , lo bajó por la pared del edificio de dos plantas y desván,
hacia un hombre que estaba en el jardín, el cual desanudó la cuerda y depositó el
marco en un rimero contra el pórtico de ladrillo. Me sorprendió la manera en que
el señor Ringold realizaba un acto a la vez atlético y práctico. Para hacerlo con el
garbo con que él lo había hecho, uno tenía que ser muy fuerte.
Cuando llegué a la casa, vi que el hombre del jardín era un gigante con gafas.
Allí estaba Ira, el hermano que había ido a nuestra escuela, al Auditorio, para
hacer una representación de Abe Lincoln. Aparecía él solo, vestido de época, en
el escenario, y pronunciaba el discurso de Lincoln en Getty sburg y luego el
segundo discurso inaugural, para finalizar con la que el señor Ringold, el hermano
del orador, nos dijo más adelante que era la frase más noble y hermosa escrita
jamás no sólo por cualquier presidente, sino por cualquier autor norteamericano
(una frase que era como una larga y traqueteante locomotora, con una ristra de
pesados furgones de cola, que entonces nos hacía analizar y comentar durante
toda una clase): « Sin malicia hacia nadie, con caridad para todos, con firmeza en
lo justo; como Dios nos concede ver lo justo, esforcémonos por terminar la obra
que tenemos entre manos, por sanar las heridas de la nación, por cuidar de quien
tenga que soportar la lucha, y por su viuda y su huérfano; por hacer cuanto pueda
para lograr y proteger una paz justa y duradera entre nosotros, y con todas las
naciones» . Durante el resto del programa, Abraham Lincoln se quitaba el
sombrero de copa y discutía con el senador proesclavista Stephen A. Douglas,
cuy o papel (los puntos más insidiosamente antinegros fueron abucheados
ruidosamente por un grupo de estudiantes, del que y o formaba parte, miembros
de un grupo de discusión extraescolar llamado Club Contemporáneo) leía Murray
Ringold, quien había organizado la visita a la escuela de Iron Rinn.
Como si no fuese bastante desorientador ver al señor Ringold en público sin
camisa ni corbata, incluso sin camiseta, Iron Rinn no iba más vestido que un
boxeador. Pantalones cortos y zapatillas deportivas, nada más… iba casi desnudo,
y no sólo era el hombre más corpulento que jamás había visto de cerca, sino
también el más famoso. Los radioyentes escuchaban a Iron Rinn cada jueves por
la noche en Los libres y los valientes, una popular dramatización semanal de
episodios edificantes de la historia norteamericana. Representaba a hombres
como Nathan Hale, Orville Wright, Wild Bill Hickok y Jack London. En la vida
real estaba casado con Eve Frame, primera actriz del teatro de repertorio
« serio» semanal, llamado Radioteatro Norteamericano. Mi madre lo sabía todo
acerca de Iron Rinn y Eve Frame, gracias a las revistas que leía en la peluquería.
Nunca habría comprado esas revistas, y las desaprobaba tanto como mi padre,
quien deseaba que su familia fuese ejemplar, pero ella las leía bajo el secador, y
también hojeaba las revistas sobre la moda, los sábados por la tarde, cuando iba a
ay udar a su amiga, la señora Svirsky, quien, con su marido, tenía una tienda de
ropa en la calle Bergen, al lado de la sombrerería de la señora Unterberg, donde
mi madre también echaba una mano en ocasiones, los sábados y los días de
ajetreo previos a la Pascua.
Una noche, después de que hubiéramos escuchado el Radioteatro
Norteamericano, algo que hacíamos desde los tiempos más remotos a los que
alcanzaba mi memoria, mi madre nos habló de la boda de Eve Frame con Iron
Rinn y de las personalidades de la escena y la radio que asistieron como
invitados. Eve Frame había llevado un traje de dos piezas de lana rosa oscuro, las
mangas adornadas con anillos dobles de piel de zorro a juego, y se tocaba con la
clase de sombrero que nadie en el mundo lucía de un modo más encantador que
ella. Mi madre lo llamaba « un sombrero con velo ven acá» , un estilo que, al
parecer, Eve Frame había hecho famoso al actuar frente al ídolo del cine mudo
Carlton Pennington en Ven acá, cariño mío, película en la que ella representaba
perfectamente a la joven mimada de clase alta. Se sabía que llevaba uno de esos
sombreros con velo cuando, guión en mano, actuaba ante el micrófono en
Radioteatro Norteamericano, aunque también la habían fotografiado ante el
micro de la radio con fieltros de ala caída, sombreritos redondos sin alas,
panamás y, cierta vez, recordaba mi madre, cuando actuó como invitada en El
show de Bob Hope, un sombrero negro de paja en forma de platillo con un
seductor velo de seda delgadísima. Mi madre nos dijo que Eve Frame tenía seis
años más que Iron Rinn, que el cabello le crecía dos centímetros y medio al mes
y que se lo aclaraba para la escena de Broadway, que su hija, Sy lphid, tocaba el
arpa, se había graduado en la escuela de música Juilliard y era fruto del
matrimonio de Eve Frame con Carlton Pennington.
—¿A quién le importa? —preguntó mi padre.
—A Nathan —replicó ella, a la defensiva—. Iron Rinn es el hermano del
señor Ringold, y éste es su ídolo.
Mis padres habían visto a Eve Frame en películas mudas, cuando era una
chica guapa, y seguía siendo bella. Yo lo sabía porque, cuatro años atrás, por mi
undécimo cumpleaños, me llevaron a ver mi primera obra teatral en Broadway,
El difunto George Apley, de John P. Marquand, y Eve Frame actuaba en ella.
Luego, mi padre, cuy os recuerdos de Eve Frame como joven actriz del cine
mudo seguían, al parecer, matizados de cariño, comentó: « Esa mujer pronuncia
el inglés británico como no lo hace nadie» , y mi madre, que no sé si habría
comprendido qué era lo que motivaba la alabanza de su marido, le dijo: « Sí, pero
se abandona. Habla muy bien, representa de maravilla su papel y está adorable
con ese peinado a lo paje, pero los kilos de más no favorecen a una mujer
menuda como Eve Frame, y menos todavía cuando lleva un vestido veraniego de
piqué blanco, tanto si es con falda ancha como si no» .
Entre las mujeres del club de dominó chino, del que mi madre era miembro,
cada sábado que a ella le tocaba recibirlas en casa para jugar, se discutía acerca
de si Eve Frame era o no judía. Esta discusión fue especialmente acalorada tras
la cena, celebrada pocos meses después, a la que Ira me invitó a asistir en casa
de Eve Frame. La gente, deslumbrada por los astros de la pantalla que rodeaban
al muchacho no menos deslumbrado, se hacía lenguas de que la actriz se llamaba
en realidad Fromkin. Chava Fromkin. En Brookly n había unos Fromkin de los que
se suponía que eran la familia a la que ella repudió al trasladarse a Hollywood y
cambiar de nombre.
—¿A quién le importa eso? —inquiría mi padre, siempre serio, cada vez que
el asunto salía a relucir y él pasaba casualmente por la sala de estar, donde las
mujeres jugaban al dominó chino—. En Hollywood todo el mundo se cambia de
nombre. Cada vez que esa mujer abre la boca nos da una lección de bien hablar.
Sale al escenario, representa a una dama y sabes que es una dama.
—Dicen que es de Flatbush —acostumbraba a añadir la señora Unterberg, la
dueña de la sombrerería—. Dicen que su padre tiene una carnicería kosher.
—También dicen que Cary Grant es judío —recordaba mi padre a las
señoras—. Los fascistas solían afirmar que Roosevelt era judío. La gente dice
toda clase de cosas. No es eso lo que me interesa, sino su manera de actuar, que
a mi modo de ver es extraordinaria.
—Bueno —decía la señora Svirsky, la que tenía la tienda de ropa con su
marido—. El cuñado de Ruth Tunick está casado con una Fromkin, una Fromkin
de Newark. Ella tiene parientes en Brookly n, y juran que su prima es Eve Frame.
—¿Qué dice Nathan? —preguntó la señora Kaufman, ama de casa y amiga
de mi madre desde la infancia.
—No dice nada —respondió mi madre.
La había adiestrado para que dijera eso. ¿Cómo? Muy sencillo. Cuando ella,
en nombre de las damas, me preguntó si yo sabía si Eve Frame, del Radioteatro
Norteamericano, era en realidad Chava Fromkin de Brooklyn, le dije: « ¡La
religión es el opio del pueblo! Esas cosas no tienen importancia… me tienen sin
cuidado. ¡Ni lo sé ni me importa!» .
—¿Cómo es su casa? —le preguntó la señora Unterberg a mi madre—. ¿Qué
se había puesto?
—¿Qué clase de cena sirvió? —inquirió la señora Kaufman.
—¿Cómo era su peinado? —quiso saber la señora Unterberg.
—¿Y él mide de veras dos metros? ¿Qué dice Nathan? ¿Usa zapatos del
número cuarenta y cinco? Hay quien dice que todo no es más que publicidad.
—¿Y tiene la piel tan picada de viruelas como parece en las fotos?
—¿Qué dice Nathan de su hija? ¿Qué clase de nombre es Sylphid? —preguntó
la señora Schessel, cuy o marido era podólogo, como mi padre.
—¿Es ése su verdadero nombre? —inquirió la señora Svirsky.
—No es judío, como Sylvia —dijo la señora Kaufman—. Creo que es un
nombre francés.
—Pero el padre no era francés —comentó la señora Schessel—. El padre es
Carlton Pennington, con quien ella actuó en muchas películas. Y en una, esa en la
que Pennington hacía de barón maduro, se fugaba con él.
—¿Aquella en la que llevaba el sombrero?
—Nadie en el mundo luce un sombrero como lo hace ella —sentenció la
señora Unterberg—. Lo mismo da que sea una boina, un sombrerito de
ceremonia con unas flores, un sombrero de paja o uno de esos armatostes negros
con velo, cualquier cosa, un fieltro tirolés marrón con una pluma, un turbante de
lana, una capucha de anorak forrada de piel… no importa lo que se ponga, tiene
un aspecto estupendo.
—En una foto llevaba, nunca lo olvidaré —dijo la señora Svirsky—, un
vestido de noche blanco con bordado de oro y un manguito de armiño blanco. No
había visto a nadie tan elegante en toda mi vida. Había una comedia… ¿cómo se
llamaba? Fuimos a verla juntas, chicas. Llevaba un vestido de lana color vino
tinto, la falda y el corpiño anchos, adornado con encantadoras volutas bordadas…
—¡Sí! —exclamó la señora Unterberg—. Y un sombrero con velo a juego.
De fieltro, alto, color vino tinto, con el « velo arrugado» .
—¿La recordáis con un vestido de volantes en aquella otra comedia? —
preguntó la señora Svirsky—. Nadie lleva los volantes como ella. ¡Una hilera
doble de volantes blancos en un vestido de cóctel negro!
—Pero ese nombre, Sy lphid… —insistió la señora Schessel—. ¿De dónde
procede?
—Nathan lo sabe —dijo la señora Svirsky—. Preguntémosle. ¿No está Nathan
aquí?
—Está haciendo los deberes —respondió mi madre.
—Pues pregúntaselo. ¿Qué clase de nombre es Sy lphid?
—Se lo preguntaré luego —dijo mi madre.
Pero ella era lo bastante discreta para no hacerlo, aunque en mi fuero interno,
desde que tuve acceso al círculo encantado, ardía en deseos de contárselo a todo
el mundo. ¿Cómo visten? ¿Qué comen? ¿De qué hablan mientras comen? ¿Cómo
es su casa? Es espectacular.
Mi primer encuentro con Ira, ante el domicilio del señor Ringold, tuvo lugar el
martes 12 de octubre de 1948. Si la World Series no hubiera terminado el lunes,
es posible que, tímidamente, por deferencia a la intimidad de mi profesor,
hubiera pedaleado más rápido al pasar ante la casa donde él y su hermano
retiraban los marcos de tela metálica y, sin agitar la mano ni decir siquiera hola,
hubiese doblado la esquina de Osborne Terrace. Resultó, sin embargo, que el día
anterior había escuchado la retransmisión del partido en el que los Indians
vencieron a los veteranos Boston Braves en el último partido, y lo había hecho en
el despacho del señor Ringold. Aquella mañana, el profesor trajo consigo un
receptor de radio y, después de las clases, invitó a los chicos cuyas familias aún
no tenían televisión, la gran may oría de nosotros, a apretujarse en su despachito
de director del departamento de inglés para escuchar el partido, que y a había
comenzado en el campo de los Braves.
Así pues, la cortesía requería que redujera bastante la velocidad y le diera las
gracias por su amable gesto del día anterior. Y la cortesía también requería que
saludara y sonriese al gigante que estaba en su jardín. Con la boca seca, rígido,
tuve que detenerme, presentarme y responder un tanto simplonamente cuando él
me sorprendió al preguntarme: « ¿Cómo te va, muchacho?» , respondiendo que,
la tarde en que él se presentó en el auditorio, fui uno de los chicos que
abuchearon a Stephen A. Douglas cuando proclamó ante Lincoln: « Me opongo a
que los negros gocen de cualquier clase de ciudadanía. [Buuu.] Creo que este
gobierno tiene un fundamento blanco. [Buuu.] Creo que se ha organizado para los
hombres blancos [buuu], en beneficio de los hombres blancos [buuu] y de sus
descendientes para siempre. [Buuu.] Estoy a favor de limitar la ciudadanía a los
hombres blancos… en vez de conferirla a negros, indios y otras razas inferiores.
[Buuu. Buuu. Buuu.]» .
Algo mucho más arraigado que la mera cortesía (la ambición de ser
admirado por mi convicción moral) me impulsó a superar la timidez y decirle,
decirle a la trinidad de Ira, a las tres personas que se daban en él (el mártir
patriota del podio, Abraham Lincoln; Iron Rinn, el norteamericano de las ondas
aéreas, dotado de talento natural y audacia; y el matón redimido del primer
distrito de Newark, Ira Ringold), que fui y o quien instigó el abucheo.
El señor Ringold bajó las escaleras desde el segundo piso, sudando
copiosamente, sin más indumentaria que unos pantalones de color caqui y unos
mocasines. Le seguía la señora Ringold, quien, antes de regresar arriba, dejó una
bandeja con una jarra de agua fría y tres vasos. Y así, a las cuatro y media de la
tarde del 12 de octubre de 1948, un ardiente día de otoño y la tarde más
asombrosa de mi adolescencia, dejé la bicicleta en el suelo y me senté en los
escalones del pórtico de mi profesor de inglés con el marido de Eve Frame, Iron
Rinn, de Los libres y los valientes, hablando de una World Series en la que Bob
Feller perdió, increíblemente, dos juegos y Larry Doby, el pionero de los
jugadores negros en la Liga Americana, a quien todos admirábamos, pero con
una admiración distinta de la que sentíamos por Jackie Robinson, había salido
vencedor.
Entonces hablamos de boxeo, de que Louis había dejado fuera de combate a
Joe Walcott de Jersey, cuando éste iba muy por delante en puntuación; de que el
junio pasado Tony Zale había recuperado el título de peso medio,
arrebatándoselo a Rocky Graziano allí mismo, en Newark, en el estadio Ruppert,
derribándole con un gancho de izquierda en el tercer asalto, y luego lo había
perdido a manos de un francés, Marcel Cerdan, en Jersey City, un par de
semanas atrás, en septiembre… Iron Rinn me estaba hablando de Tony Zale y de
repente se puso a hablar de Winston Churchill, de un discurso que Churchill había
pronunciado pocos días antes y que le había sulfurado, un discurso en el que
aconsejaba a Estados Unidos que no destruy era su reserva de bombas atómicas
porque el arma atómica era lo único que impedía que los comunistas dominaran
el mundo. Se refería a Winston Churchill en el mismo tono en que hablaba de
Leo Durocher y Marcel Cerdan. Llamó al político inglés cabrón reaccionario y
fomentador de la guerra sin el menor titubeo, exactamente como llamaba
bocazas a Durocher y holgazán a Cerdan. Hablaba de Churchill como si éste
estuviera al frente de la gasolinera de la avenida Ly ons. No era así como nosotros
hablábamos de Churchill en casa, sino más bien la manera en que nos referíamos
a Hitler. Al igual que su hermano, Ira no establecía en su conversación ninguna
línea de corrección, y carecía de tabúes convencionales. Podías mezclar y
revolver todo cuanto quisieras: deportes, política, historia, literatura, opiniones
osadas, citas polémicas, sentimientos idealistas, rectitud moral… Todo esto
producía una extraordinaria sensación tonificante, evocaba un mundo distinto y
peligroso, exigente, honesto, agresivo, liberado de la necesidad de complacer. Y
liberado de la escuela. Iron Rinn no era sólo un astro de la radio, sino alguien
fuera del aula que decía lo que pensaba sin ningún temor.
Yo acababa de leer una obra acerca de un hombre que también decía lo que
pensaba sin ningún temor, Thomas Paine, y ese libro, una novela histórica de
Howard Fast titulada El ciudadano Tom Paine, figuraba entre los que estaban en el
cesto de mi bicicleta y que iba a devolver a la biblioteca. Mientras Ira me
hablaba mal de Churchill, el señor Ringold se había acercado a los libros que
habían caído al suelo, junto al pórtico, y examinaba los lomos para ver qué leía
y o. La mitad de los libros, escritos por John R. Tunis, trataban de béisbol, y la otra
mitad, de Howard Fast, eran de historia norteamericana. Estaba formando mi
idealismo, y mi idea del hombre, a lo largo de unas líneas paralelas: una,
alimentada por novelas acerca de campeones del béisbol que ganaban sus juegos
con grandes dificultades, sufrían adversidades, humillaciones y muchas derrotas
en su esforzado camino hacia la victoria, y la otra, por novelas sobre
norteamericanos heroicos que lucharon contra la tiranía y la injusticia, paladines
de la libertad de Estados Unidos y de toda la humanidad. Un sufrimiento heroico.
Ésa era mi especialidad.
El ciudadano Tom Paine no era tanto una novela urdida a la manera
acostumbrada como un vínculo sostenido de floreos retóricos muy apasionados
que rastreaban las contradicciones de un hombre ofensivo dotado de un intelecto
que arde a fuego lento y con los ideales sociales más puros, escritor y
revolucionario. « Era el hombre más odiado del mundo entero, y tal vez el más
amado por parte de unos pocos» . « Una mente apasionada como pocas ha
habido en la historia de la humanidad» . « Sentía en su alma el látigo que azotaba
las espaldas de millones de seres» . « Sus pensamientos e ideas estaban más
próximos a los del trabajador medio de lo que jamás podrían estarlo los de
Jefferson» . Así era Paine, tal y como lo retrataba Fast, un hombre ferozmente
testarudo e insociable, beligerante folclórico y épico, desaliñado, sucio, vestido
como un pordiosero, armado con un mosquete en las turbulentas calles de
Filadelfia en tiempo de guerra, un hombre implacable, cáustico, a menudo
borracho, frecuentador de burdeles, perseguido por asesinos y sin amigos. Lo
hizo todo él solo: « Mi única amiga es la revolución» . Cuando terminé el libro,
tenía la sensación de que no existía más camino que el de Paine para vivir y
morir si uno estaba resuelto a exigir, en nombre de la libertad humana (exigir
tanto a los dirigentes lejanos como a la ruda muchedumbre), la transformación
de la sociedad.
Lo hizo todo él solo. No había nada en Paine que fuese más atractivo, a pesar
del nulo sentimentalismo con que Fast representaba un aislamiento nacido de la
independencia desafiante y la desgracia personal, pues Paine había terminado
sus días también solitario, viejo, enfermo, desdichado, víctima del ostracismo y
traicionado, despreciado, especialmente por haber escrito en su testamento
definitivo, La era de la Razón: « No creo en la fe que profesa la Iglesia judía, la
Iglesia católica, la Iglesia griega, la Iglesia turca, la Iglesia protestante ni
cualquiera de las iglesias que conozco. Mi mente es mi propia Iglesia» . Leer el
libro acerca de él había hecho que me sintiera audaz, airado y, por encima de
todo, libre para luchar por aquello en lo que creía.
El ciudadano Tom Paine era el libro que el señor Ringold había recogido del
cesto de mi bicicleta para acercarse con él a donde estábamos sentados.
—¿Conoces este libro? —le preguntó a su hermano.
Las manazas de Abe Lincoln que tenía Iron Rinn tomaron el libro prestado
por la biblioteca y pasaron las primeras páginas.
—No, nunca he leído a Fast. Y debería hacerlo. Es un hombre estupendo, con
agallas. Estuvo al lado de Wallace desde el primer día. Leo su columna siempre
que tengo el Worker entre las manos, pero y a no dispongo de tiempo para leer
novelas. Lo hacía en Irán. Mientras servía leí a Steinbeck, Upton Sinclair, Jack
London, Caldwell…
—Si vas a leerle, en este libro se encuentra el mejor Fast —dijo el señor
Ringold—. ¿No es cierto, Nathan?
—Es un gran libro —respondí.
—¿Has leído El sentido común? —me preguntó Iron Rinn—. ¿Has leído los
escritos de Paine?
—No.
—Pues léelos —me dijo Iron Rinn mientras seguía hojeando el libro.
—Howard Fast incluy e muchas citas de los escritos de Paine —observé.
Iron Rinn alzó la vista.
—La fuerza del may or número es la revolución, pero no deja de ser curioso
que la humanidad hay a sufrido la esclavitud durante milenios sin percatarse de
esa verdad.
—Eso está en el libro —le dije.
—Era de esperar.
—¿Sabes en qué consistía el genio de Paine? —me preguntó el señor Ringold
—. Era el genio de todos aquellos hombres. Jefferson, Madison… ¿Sabes en qué
consistía?
—No —respondí.
—Sí que lo sabes.
—En desafiar a los ingleses.
—No, eso lo hizo mucha gente. Consistió en expresar la causa en inglés. La
revolución fue totalmente improvisada, con una desorganización absoluta. ¿Es ése
el sentido que le encuentras a este libro, Nathan? Bueno, aquellos hombres tenían
que encontrar un lenguaje para su revolución, las palabras apropiadas para un
gran objetivo.
—Paine decía: « Escribí un librito porque quería que los hombres vieran
aquello a lo que disparaban» —le dije al señor Ringold.
—Y eso es lo que hizo —replicó el señor Ringold.
—Aquí tienes —dijo Iron Rinn, señalando unas líneas del libro—. Sobre Jorge
III. Escucha. « Sufriría la desdicha de los demonios si prostituy era mi alma
jurando fidelidad a semejante hombre, embrutecido por la bebida, estúpido,
testarudo e inútil» .
Las citas de Paine que Iron Rinn había recitado, empleando la voz sin
pulimentar, destinada al pueblo de Los libres y los valientes, figuraban entre la
docena, más o menos, que y o había anotado y memorizado.
—Te gusta esa frase, ¿eh? —me dijo el señor Ringold.
—Sí, me gusta lo de prostituir su alma.
—¿Por qué?
Yo empezaba a sudar profusamente, a causa del sol en la cara, la excitación
de estar con Iron Rinn y por tener que responder al señor Ringold como si
estuviera en clase, mientras estaba sentado entre dos hermanos sin camisa que
medían casi dos metros, dos hombres corpulentos y naturales que exudaban la
clase de virilidad poderosa e inteligente a la que y o aspiraba, hombres capaces
de hablar de béisbol y boxeo al mismo tiempo que hablaban de libros, y que
hablaban de libros como si en un libro hubiera algo en juego, que no lo abrían
para reverenciarlo ni exaltarlo ni retirarse del mundo que los rodeaba. No, abrían
el libro para boxear con él.
—Porque normalmente no piensas en tu alma como una prostituta —
respondí.
—¿Qué quería decir con eso de prostituir su alma?
—Venderla —repliqué—. Vender su alma.
—Correcto. ¿Ves hasta qué punto es más potente escribir « sufriría la desdicha
de los demonios si prostituyera mi alma» que « si vendiera mi alma» ?
—Sí, claro.
—¿Por qué es más potente?
—Porque al tratar al alma de prostituta la personifica.
—Sí… ¿y qué más?
—Bueno, la palabra prostituta… no es una palabra convencional, no se oy e en
público. La gente no va por ahí escribiendo prostituta o diciendo esa palabra en
público.
—¿Por qué no?
—Por pudor, turbación, decoro.
—Decoro. Muy bien. Entonces, decir eso es una audacia.
—Sí.
—Y eso es lo que te gusta de Paine, ¿verdad? ¿Su audacia?
—Creo que sí.
—Y ahora sabes por qué te gusta lo que te gusta. Estás muy adelantado,
Nathan… Y lo sabes porque miraste una palabra que él usó, una sola palabra, y
pensaste en ella, te hiciste algunas preguntas sobre esa palabra, hasta que viste a
través de esa palabra, como si fuese una lupa, viste una de las fuentes del poder
que tiene este gran escritor. Es audaz. Thomas Paine es audaz. ¿Pero la audacia
es suficiente? Eso es sólo una parte de la fórmula. La audacia debe tener un
objetivo, pues de lo contrario es de pacotilla, superficial y vulgar. ¿Por qué
Thomas Paine es audaz?
—Lo es por sus convicciones —respondí.
—Vay a, ése es mi chico —dijo de repente Iron Rinn—. ¡Ése es mi chico, el
que abucheó al señor Douglas!
De esta manera acabé, cinco días después, como invitado de Rinn a un mitin
celebrado en el centro de Newark, en el Mosque, que era el teatro más grande de
la ciudad, en favor de Henry Wallace, candidato presidencial del recién creado
Partido Progresista. No estaría con el público en general, sino entre bastidores.
Wallace había formado parte del gabinete de Roosevelt como secretario de
agricultura a lo largo de siete años, antes de convertirse en vicepresidente durante
el tercer mandato de Roosevelt. En 1944 lo excluy eron de la candidatura y fue
sustituido por Truman, en cuy o gabinete sirvió brevemente como secretario de
comercio. En 1946, el presidente despidió a Wallace por arengar en favor de la
cooperación con Stalin y la amistad con la Unión Soviética precisamente en el
momento en que Truman y los demócratas habían empezado a percibirla no sólo
como un enemigo ideológico, sino también como una grave amenaza para la paz
cuy a expansión por Europa y otras partes del mundo debía contener Occidente.
Esta división en el seno del Partido Demócrata, entre la may oría antisoviética
dirigida por el presidente y los progresistas simpatizantes soviéticos encabezados
por Wallace, contrarios a la doctrina de Truman y al Plan Marshall, se reflejó en
mi propia casa, en la escisión entre padre e hijo. Mi padre, quien había admirado
a Wallace cuando éste era el protegido de Roosevelt, estaba en contra de su
candidatura por la razón que esgrimían tradicionalmente los norteamericanos
para no apoy ar a candidatos de un tercer partido, en este caso porque se llevaría
los votos del ala izquierda del Partido Demócrata que debían recaer en Truman,
y prácticamente aseguraría la elección del gobernador de Nueva York, Thomas
E. Dewey, el candidato republicano. La gente de Wallace decía que su partido
obtendría de seis a siete millones de votos, un porcentaje del voto popular mucho
may or del que jamás había recibido cualquier tercer partido estadounidense.
—Lo único que va a hacer tu hombre es impedir que los demócratas lleguen
a la Casa Blanca —me dijo mi padre—. Y si ganan los republicanos, eso
significará para el país el sufrimiento que siempre ha ocasionado esa gente. Tú
no habías nacido cuando mandaban Hoover, Harding y Coolidge. No tienes una
experiencia directa de la crueldad del Partido Republicano. ¿Desprecias los
grandes negocios, Nathan? ¿Desprecias a los que tú y Henry Wallace llamáis
« los peces gordos de Wall Street» ? Bueno, no sabes cómo es cuando el partido
de los grandes negocios pone el pie en la cara de la gente corriente. Yo sí que lo
sé. Conozco la pobreza y unas penalidades de las que tú y tu hermano, gracias a
Dios, os habéis librado.
Mi padre había nacido en los barrios pobres de Newark. Llegó a ser podólogo
gracias a que se había costeado él mismo los estudios nocturnos trabajando de día
como conductor de una camioneta de reparto, y durante toda su vida, incluso
después de que hubiera logrado ahorrar algún dinero y hubiese adquirido su
propia casa, siguió identificándose con los intereses de la que él llamaba gente
corriente, y y o, junto con Henry Wallace, el hombre medio. Me decepcionaba
enormemente oír a mi padre cuando se negaba terminantemente a votar al
candidato que, como traté de convencerle, apoyaba sus propios principios del
Nuevo Trato. Wallace quería un programa de sanidad nacional, protección de los
sindicatos, beneficios para los trabajadores; era contrario al decreto de TaftHartley
y a la persecución de la clase obrera, así como al proy ecto de ley
Mundt-Nixon y a la persecución de los radicales políticos. Si se aprobaba el
proy ecto de ley Mundt-Nixon, sería necesario el registro gubernamental de todos
los comunistas y organizaciones de frente comunista. Wallace había dicho que la
ley Mundt-Nixon era el primer paso hacia un estado policial, un esfuerzo para
silenciar con miedo al pueblo norteamericano, y decía del proy ecto de ley que
era « el más subversivo» presentado jamás en el Congreso. El Partido
Progresista apoy aba la libertad de ideas para competir en lo que Wallace
llamaba « el mercado de las ideas» . Lo que más me impresionaba era que
Wallace, cuando hacía campaña en el sur, se había negado a dirigirse a cualquier
público con segregación racial. Fue el primer candidato presidencial que tuvo ese
grado de valor e integridad.
—Los demócratas jamás harán nada por terminar con la segregación —le
dije a mi padre—. Nunca prohibirán el linchamiento, el impuesto de capitación ni
la discriminación contra el negro. Nunca lo han hecho y nunca lo harán.
—No estoy de acuerdo contigo, Nathan —replicó él—. Fíjate en Harry
Truman. Su programa político tiene un punto sobre los derechos civiles; espera a
ver lo que hace ahora que se ha librado de esos sureños intolerantes.
Aquel año no sólo Wallace se había separado del Partido Demócrata, sino que
también lo habían hecho los « intolerantes» de los que hablaba mi padre, los
demócratas sureños, los cuales habían formado su propio partido, el Partido de
los Derechos de los Estados, los dixiecrats, como se llamaba a los demócratas
disidentes de los estados del Sur. Su candidato a la presidencia era el gobernador
de Carolina del Sur, Strom Thurmond, un segregacionista fanático. Los dixiecrats
también recibirían votos de los estados meridionales que normalmente iban a
parar al Partido Demócrata, lo cual era otro motivo de que se apoyara a Dewey
para derrotar a Truman en una victoria aplastante.
Cada noche, durante la cena, me esforzaba por persuadir a mi padre para que
votara a Henry Wallace, por el restablecimiento del Nuevo Trato, y cada noche
él intentaba hacerme comprender la necesidad de compromiso en unas
elecciones tan importantes. Pero como mi héroe era Thomas Paine, el patriota
más intransigente de la historia norteamericana, me bastaba oír la primera sílaba
de la palabra compromiso para levantarme bruscamente de la silla y decirles, a
él, a mi madre y a mi hermano de diez años (a quien le gustaba repetirme, cada
vez que y o hablaba del asunto, en un tono exageradamente exasperado: « Un
voto por Wallace es un voto por Dewey » ) que no podría comer de nuevo a la
mesa si mi padre estaba presente.
Una noche, cuando estábamos cenando, mi padre probó otro plan de acción:
instruirme más sobre el desprecio de los republicanos hacia los valores de la
igualdad económica y la justicia política que y o tanto apreciaba, pero no me
dejé convencer. Los dos grandes partidos políticos carecían igualmente de
conciencia respecto a los derechos de los negros; ambos eran indiferentes a las
injusticias que comporta el sistema capitalista; tanto el uno como el otro estaban
ciegos a las consecuencias catastróficas para la humanidad entera de la
provocación deliberada de nuestro país al pueblo ruso amante de la paz. A punto
de verter lágrimas, y con toda sinceridad, le dije a mi padre: « Me sorprendes de
veras» , como si él fuese el hijo inflexible.
Pero me esperaba una sorpresa may or. El sábado, al atardecer, me dijo que
preferiría que no asistiera aquella noche al mitin de Wallace en el Mosque. Si
todavía deseaba ir después de que hubiéramos hablado, no intentaría
impedírmelo, pero por lo menos quería que le escuchara antes de tomar mi
decisión definitiva. El martes, cuando regresé de la biblioteca y, a la hora de la
cena, anuncié triunfalmente que Iron Rinn, el actor radiofónico, me había
invitado al mitin de Wallace en el centro de la ciudad, era evidente que el
encuentro con Rinn me había emocionado tanto, estaba tan fuera de mí debido al
interés personal que me había mostrado, que mi madre prohibió a mi padre que
me hablara de sus reservas acerca del mitin. Pero ahora él quería que escuchara
aquello que, como padre, consideraba un deber decirme, y sin que y o perdiera
los estribos.
Mi padre me tomaba tan en serio como los Ringold, pero no con la osadía
política de Ira, ni con el ingenio literario de Murray, sino, sobre todo, con su
aparente ausencia de preocupación por mi decoro, por si y o sería o no un buen
muchacho. Por hacer una comparación de boxeo, los Ringold eran dos golpes en
rápida sucesión, y prometían iniciarme en el gran espectáculo, en la
comprensión de lo que hace falta para ser un hombre a gran escala. Los Ringold
me impulsaban a reaccionar con un nivel de rigor que me parecía adecuado al
hombre que soy ahora. Con ellos no se trataba de ser un buen muchacho, y lo
único importante eran mis convicciones. Claro que ellos no tenían la
responsabilidad de un padre, que consiste en orientar a su hijo para que se aleje
de las trampas ocultas. El maestro no tiene esa preocupación por los peligros
como tiene el padre. A éste le preocupa la conducta de su hijo, ha de encargarse
de adaptar a su pequeño Tom Paine al medio social. Pero cuando el pequeño
Tom Paine ha sido admitido entre los hombres y el padre sigue educándolo como
a un muchacho, el padre está acabado. Cierto, se preocupa por las trampas, haría
mal en otro caso, pero de todos modos está acabado. El pequeño Tom Paine no
tiene más alternativa que prescindir de él, traicionar al padre y avanzar
audazmente en línea recta hacia la primera trampa de la vida. Y entonces, por sí
solo, hacer lo que aporta auténtica unidad a su existencia, ir de una trampa a otra
durante el resto de sus días, hasta la tumba, la cual, si no tiene nada que la haga
recomendable, por lo menos es la última trampa en la que uno puede caer.
—Escúchame bien —me dijo mi padre—, y luego decide lo que te parezca.
Respeto tu independencia, hijo. ¿Quieres llevar una insignia de Wallace a la
escuela? Pues llévala. Éste es un país libre. Pero has de conocer todos los hechos.
No puedes tomar una decisión informada sin conocer los hechos.
¿Por qué la señora Roosevelt, la respetada viuda del gran presidente, había
retirado su apoyo y se había puesto en contra de Henry Wallace? ¿Por qué el
CIO, una organización de trabajadores tan ambiciosa como la que más en
Estados Unidos, había retirado su dinero y su apoy o a Henry Wallace? Debido a
la infiltración comunista en la campaña de Wallace. Mi padre no quería que
fuese al mitin porque los comunistas casi se habían apoderado del Partido
Progresista. Me dijo que o bien Henry Wallace era demasiado ingenuo para
saberlo, o (lo que, por desgracia, se acercaba más a la verdad) bien era
demasiado deshonesto para admitirlo, pero los comunistas, sobre todo los de los
sindicatos dominados por los comunistas y y a expulsados del CIO…
—¡Acusador de comunistas! —exclamé, y salí de casa.
Tomé el autobús 14 y fui al mitin. Allí estaba Paul Robeson, quien me tendió
la mano cuando Ira me presentó como el muchacho de la escuela de quien le
había hablado. « Aquí está, Paul, el chico que inició el abucheo a Stephen A.
Douglas» . Paul Robeson
[1]
, el actor y cantante negro, era uno de los presidentes
del comité en pro de la candidatura de Wallace para la presidencia; el mismo
que, pocos meses atrás, en una manifestación que tuvo lugar en Washington
contra el proy ecto de ley Mundt-Nixon, cantó 0l’ Man River a una multitud de
cinco mil manifestantes, al pie del monumento de Washington; el mismo que no
mostró temor alguno ante el Comité Judicial del Senado, y cuando, durante el
interrogatorio sobre el asunto Mundt-Nixon, le preguntaron que si obedecería la
ley en caso de que fuera aprobada, respondió que la violaría, y cuando le
preguntaron que qué era lo que defendía el Partido Comunista, respondió con
igual rotundidad: « La igualdad absoluta de los negros» . Paul Robeson me
estrechó la mano y me dijo: « No pierdas el valor, muchacho» . Estar allí, detrás
del escenario, con los actores y oradores, rodeado al mismo tiempo por dos
nuevos y exóticos mundos, el ambiente izquierdista y el mundo de las
bambalinas, era tan emocionante como lo habría sido estar sentado en el
banquillo con los jugadores durante un partido de la liga principal. Entre
bastidores oí de nuevo la representación que Ira hacía de Abraham Lincoln, sin
que esta vez atacara a Stephen A. Douglas, sino a quienes fomentaban la guerra
en ambos partidos políticos: « Apoy an a regímenes reaccionarios en todo el
mundo, arman a Europa Occidental contra Rusia, militarizan a Estados
Unidos…» . Vi al mismo Henry Wallace a menos de seis metros de él, antes de
que saliera al escenario para dirigirse al público, y luego permanecí casi a su
lado cuando Ira le susurró algo en la recepción de gala después del mitin. Miré
fijamente al candidato presidencial, hijo de un agricultor republicano de Iowa,
cuy o aspecto y manera de hablar no podían ser más norteamericanos, un político
que estaba en contra de los altos precios, los grandes negocios, la segregación y
la discriminación, que se oponía a contemporizar con dictadores como Francisco
Franco y Chiang Kai-Shek, y y o recordaba lo que Fast había escrito sobre Paine:
« Sus pensamientos e ideas estaban más próximos a los del trabajador medio de
lo que estarían jamás los de Jefferson» . Y en 1954, seis años después de aquella
noche en el Mosque, cuando el candidato del hombre medio, el candidato del
pueblo y el partido del pueblo hacían que se me pusiera la carne de gallina al
cerrar los puños y gritar desde el atril: « Estamos en medio de un feroz ataque
contra nuestra libertad» , rechazaron mi solicitud de una beca Fulbright.
Yo no tenía absolutamente la menor importancia, y, sin embargo, el
fanatismo vertido en la derrota de los comunistas me alcanzó incluso a mí.
Iron Rinn había nacido en Newark dos décadas antes que y o, en 1913. Fue un
muchacho pobre, de familia violenta que vivía en un barrio duro. Asistió a la
escuela media Barringer, donde le fue mal en todas las asignaturas excepto en
Educación Física. Tenía mala vista y usaba unas gafas inútiles, por lo que apenas
podía leer los libros de texto y, no digamos, lo que el profesor escribía en la
pizarra. Ni veía ni podía aprender, y un día, como él mismo contaba, « no me
desperté para ir a la escuela» .
Ira ni siquiera mencionaba de pasada a su padre, suy o y de Murray. Todo lo
que me dijo, en los meses que siguieron al mitin de Wallace, se resumía en estas
frases: « No podía hablar con mi padre. Jamás prestaba la menor atención a sus
dos hijos, y no lo hacía a propósito. Así era su naturaleza bestial» . La madre, a la
que recordaba con cariño, murió cuando él tenía siete años, y se refería a su
sustituía como « la madrastra de los cuentos de hadas, una auténtica zorra» .
Abandonó la escuela al cabo de año y medio y, un mes después, dejó la casa
para siempre, a los quince años, y encontró un empleo de cavador de zanjas en
Newark. Hasta que estalló la guerra. Mientras el país estaba sumido en la
depresión, fue de un lado a otro, primero a Nueva Jersey y luego a lo largo y
ancho de Estados Unidos, aceptando cualquier trabajo que le saliera, sobre todo
tareas que exigían una espalda fuerte. Inmediatamente después de Pearl Harbor
se alistó en el ejército. No veía el gráfico para determinar la agudeza visual, pero
había una larga cola de jóvenes en espera de que los examinaran, por lo que Ira
se acercó al gráfico, memorizó el may or número posible de signos, regresó a su
sitio en la cola y así fue como pasó el examen físico. Cuando lo licenciaron, en
1945, estuvo un año en Calumet City, estado de Illinois, donde compartió una
habitación con el amigo más íntimo entre los que había hecho en la mili, un
obrero metalúrgico comunista llamado Johnny O’Day. Los dos habían sido
estibadores militares en los muelles de Irán, donde descargaban piezas de equipo
en préstamo y arriendo que se enviaban por ferrocarril a la Unión Soviética a
través de Teherán. Debido a la fuerza que demostraba, O’Day llamaba a su
amigo « Ira, Hombre de Hierro» . Por las noches, O’Day enseñaba al Hombre
de Hierro a leer libros y escribir cartas, y le proporcionó una educación
marxista.
O’Day era un hombre de cabellos grises, diez años may or que Ira. « Todavía
no sé cómo lo aceptaron para el servicio a su edad» , comentaba Ira. Medía casi
metro noventa y era delgado como un poste telefónico, pero el hijo de perra más
fuerte que él había conocido jamás. O’Day tenía entre su equipo un pequeño
saco de arena para practicar boxeo. Era tan rápido y fuerte que, « si se veía
obligado» , podía derrotar a tres hombres a la vez. Y tenía talento. « Yo no sabía
nada de política ni de la acción política» , me dijo Ira. « No distinguía una
filosofía política o social de otra, pero ese hombre me habló mucho. Me habló del
obrero, de la situación de Estados Unidos en general, del daño que nuestro
gobierno estaba haciendo a los trabajadores. Y respaldaba con hechos lo que
decía. ¿Disidente? O’Day lo era hasta tal punto que no hacía nada ateniéndose a
las reglas. Sí, O’Day hizo mucho por mí, y a lo creo» .
Al igual que Ira, O’Day era soltero. « No quiero enredarme jamás» , le dijo a
Ira. « Para mí, los hijos son rehenes de los malévolos» . Aunque sólo había
asistido a la escuela un curso más que Ira, O’Day se había adiestrado a sí mismo
para polemizar verbalmente y por escrito, mediante el procedimiento de copiar
minuciosamente un párrafo tras otro de toda clase de libros y, con la ay uda de
una gramática elemental, analizar la estructura de las frases. Fue O’Day quien
regaló a Ira el diccionario de bolsillo que, según él afirmaba, le había permitido
rehacer su vida. « Tenía un diccionario que leía todas las noches» , me dijo,
« como tú leerías una novela. Pedí a alguien que me enviara un Roget’s
Thesaurus. Después de pasarme el día descargando barcos, me pasaba la noche
mejorando mi vocabulario» .
Ira descubrió la lectura. « Un día, debió de ser uno de los peores errores
cometidos por el ejército, nos enviaron una biblioteca completa. ¡Qué error!» ,
dijo riéndose. « Probablemente acabé por leer todos los libros que había en
aquella biblioteca. Construy eron una cabaña prefabricada, con estanterías, y
dijeron a los soldados que quien quisiera un libro podía ir allí a buscarlo. Era
O’Day quien le decía a Ira qué libros debía pedir.
Al comienzo de nuestra amistad, Ira me enseñó tres hojas de papel, con el
encabezamiento: « Algunas sugerencias concretas para uso de Ringold» , que
O’Day había preparado cuando estaban juntos en Irán: « Primero: ten siempre
un diccionario a mano, que sea bueno y con muchos antónimos y sinónimos,
incluso cuando escribas una nota para el lechero. Y úsalo. No te tomes a la ligera
la ortografía y la precisión del significado, como te has acostumbrado a hacer.
Segundo: escribe siempre a doble espacio, a fin de permitir la interpolación de
ideas posteriores y correcciones. No me importa que eso no se acostumbre a
hacer en la correspondencia personal; lo que importa es la exactitud de la
expresión. Tercero: no amontones tus pensamientos en la página
mecanografiada. Cada vez que te ocupes de una nueva idea o amplíes lo que ya
has expuesto, inicia un nuevo párrafo. Tal vez el texto parecerá un tanto
espasmódico, pero será mucho más legible. Cuarto: evita los clichés. Aunque
tengas que darle la vuelta, expresa algo que has leído u oído citar con frases
distintas de las originales. Una de tus frases de la otra noche en la sesión de la
biblioteca puede servir de ejemplo: "Expondré brevemente algunos de los males
del presente régimen…". Eso lo has leído, Hombre de Hierro, y no es tuy o, sino
de otra persona. Parece como si lo hubieras sacado de una lata. Podrías expresar
la misma idea más o menos así: "Haré una argumentación sobre el efecto de la
propiedad de la tierra y el dominio del capital extranjero basándome en lo que he
visto aquí, en Irán"» .
Había veinte puntos en total, y si Ira me los mostró fue para ay udarme a
escribir, no mis guiones radiofónicos de la escuela, sino el diario que llevaba con
la intención de que fuese político, y en el que había empezado a anotar mis
pensamientos cuando me acordaba de hacerlo. En esto imitaba a Ira, quien a su
vez había imitado a Johnny O’Day. Los tres usábamos la misma clase de
cuaderno, barato, de Woolworth’s, cincuenta y dos páginas ray adas, de diez por
siete centímetros, cosidas por arriba y encuadernadas con unas cubiertas de
cartón marrón moteado.
Cuando O’Day mencionaba un libro, cualquier libro, en una carta, Ira se
hacía con un ejemplar, y y o también; iba a la biblioteca y lo pedía.
« Recientemente he leído El joven Jef erson, de Bower» , escribió O’Day, « junto
con otros textos sobre la historia norteamericana más antigua; en aquel entonces
los Comités de Correspondencia fueron el principal medio por el que los colonos
de mentalidad revolucionaria desarrollaron su comprensión y coordinaron sus
planes» . Así fue como llegué a leer El joven Jef erson cuando aún estaba en la
escuela. O’Day escribió: « Hace un par de semanas compré la duodécima
edición de las Citas de Bartlett, supuestamente para incrementar las obras de
referencia de mi biblioteca, pero en realidad por el placer que me procura
hojearla» , así que fui a la biblioteca principal, en el centro de la ciudad, y me
senté en la sección de obras de referencia para hojear el Bartlett a la manera en
que imaginaba que lo hacía O’Day, con el diario a mi lado, examinando a la
ligera cada página en busca de la sabiduría que iba a acelerar mi madurez y
hacer de mí alguien a tener en cuenta. « Compro con regularidad el Cominform
(órgano oficial publicado en Bucarest)» , escribió O’Day, pero y o sabía que no
encontraría el Cominform, nombre abreviado de la Agencia de Información
Comunista, en ninguna biblioteca local, y la prudencia me advertía que no lo
buscara.
Mis dramas radiofónicos eran dialogados, y lo más apropiado en este caso no
eran tanto las sugerencias concretas de O’Day como las conversaciones que éste
tenía con Ira, el cual me las repetía o, más bien, las representaba, palabra por
palabra, como si él y O’Day estuvieran juntos ante mis ojos. Además, los
dramas radiofónicos estaban embellecidos por el argot obrero que seguía
aflorando en el habla de Ira mucho después de su traslado a Nueva York, donde
se convirtió en actor de radio, y las convicciones que expresaban tenían una gran
influencia de las largas cartas que O’Day le escribía y que él leía con frecuencia
en voz alta, a petición mía.
Mi tema era la suerte del hombre medio, el ciudadano normal y corriente, el
individuo al que el escritor radiofónico Norman Corwin había elogiado como « el
sujeto sin importancia» en Con una nota triunfal, un drama que duraba una hora
y que la emisora CBS transmitió la noche en que finalizó la guerra en Europa (y
luego, a petición popular, ocho días después), y que me impulsó a embrollarme
ilusionadamente en la maraña de aspiraciones literarias redentoras que se
empeñan en remediar los males del mundo por medio de la escritura. Hoy no
me molestaría en juzgar si algo que amaba tanto como Con una nota triunfal era
o no era arte. Lo cierto es que me dio el primer atisbo del poder mágico del arte
y me ay udó a reforzar mis primeras ideas sobre lo que quería y esperaba que
hiciera el lenguaje de un artista literario: ensalzar la lucha de los desheredados.
(Y me enseñó lo contrario a lo que enseñaban mis profesores: que podía
comenzar una frase con la conjunción y). La forma de la obra teatral de Corwin
era disgregada, sin argumento, « experimental» , como informé a mi padre,
podólogo, y a mi madre, ama de casa. Estaba escrita en un estilo muy coloquial
y aliterado, que podría derivar en parte de Clifford Odets
[2] y en parte de
Maxwell Anderson
[3]
, del esfuerzo que hicieron los dramaturgos
norteamericanos de los años veinte y treinta para forjar un lenguaje propio
reconocible para la escena, naturalista pero con una coloración lírica y un
trasfondo serio, un habla poetizada que, en el caso de Norman Corwin,
combinaba los ritmos del habla corriente con una ligera formalidad literaria para
obtener un tono que, cuando yo tenía doce años, me parecía de espíritu
democrático y de intención heroica, la contrapartida verbal de un mural de la
WPA
[4]
. Whitman reclamaba América para los hombres incultos, Norman
Corwin la reclamaba para los hombres sin importancia, que resultaron ser nada
menos que los norteamericanos que lucharon en la guerra patriótica y
regresaban a una nación que los adoraba. ¡Los hombres sin importancia eran
nada menos que los mismos norteamericanos! El hombre sin importancia de
Corwin era el equivalente estadounidense del proletario y, tal como ahora lo
entiendo, la revolución librada y ganada por la clase obrera de Estados Unidos
fue, de hecho, la Segunda Guerra Mundial, el gran acontecimiento del que todos,
por insignificantes que fuésemos, formábamos parte, la revolución que confirmó
la realidad del mito de un carácter nacional que sería compartido por todos.
Yo incluido. Era un niño judío, de eso no había duda, pero no tenía interés en
compartir el carácter judío. Ni siquiera sabía con claridad en qué consistía. Lo
que deseaba era compartir el carácter nacional. Nada les había parecido más
natural para mis padres nacidos en Estados Unidos, nada era más natural para
mí, y ningún método me habría parecido más acertado que participar por medio
del lenguaje que hablaba Norman Corwin, una destilada lingüística de los
estimulados sentimientos de comunidad que había despertado la guerra, la
elevada poesía demótica que era la liturgia de la Segunda Guerra Mundial.
Tanto la Historia como Estados Unidos habían sido reducidos en escala y
personalizados: para mí, ése era no sólo el encanto de Norman Corwin sino
también de la época. Te desbordas en la Historia y en Estados Unidos, y ellos se
desbordan en ti. Y ello gracias a vivir en Nueva Jersey, tener doce años de edad
y estar sentado junto a la radio en 1945. Era un tiempo en que la cultura popular
aún estaba lo bastante conectada al siglo XIX para que fuese todavía sensible a
cierto lenguaje, y todo aquello no dejaba de causarme pasmo.
Por fin se puede decir sin aojar la campaña:
De algún modo las democracias decadentes, los
chapuceros bolcheviques, los peleles y alfeñiques,
Fueron al final más duros que los matones de las
camisas pardas, y también más listos:
Pues sin azotar a un cura, quemar un libro ni
apalear a un judío, sin acorralar a una chica en un
burdel, o sangrar a un niño para obtener plasma,
Hombres corrientes venidos de lejos, nada
espectaculares pero libres, dejaron sus hábitos y
sus hogares, se levantaron temprano una mañana,
flexionaron los músculos, aprendieron (como
aficionados) el manual del armamento, y se
lanzaron a través de planicies y mares peligrosos
a romperles la crisma a los profesionales.
Y eso hicieron.
Para confirmarlo véase el último comunicado, que
lleva la marca del Alto Mando Aliado.
Recórtalo del diario matutino y dáselo a tus hijos
para que lo pongan a buen recaudo.
Cuando Con una nota triunfal apareció en forma de libro, lo compré de
inmediato (era el primer volumen de tapas duras que poseía, pues preferí
comprarlo a pedirlo prestado en la biblioteca), y a lo largo de varias semanas
memoricé las sesenta y cinco páginas de párrafos en verso libre en que el texto
estaba dispuesto. Me gustaban sobre todo los versos que se tomaban juguetonas
libertades con el inglés de la calle (« la cosa está que arde esta noche en la vieja
ciudad de Dnepropetrovsky » ) o que juntaban de una manera inverosímil
nombres propios para producir algo que me parecían ironías sorprendentes e
incitantes (« el poderoso guerrero deposita su espada de samurái ante el
dependiente de un ultramarinos de Baltimore» ). Cuando finalizaba un gran
esfuerzo de guerra que había proporcionado espléndidos estímulos para que los
sentimientos fundamentales del patriotismo se desarrollaran con fuerza en un
muchacho de mi edad (casi nueve años cuando empezó la guerra, y doce y
medio cuando terminó), el mero hecho de oír por la radio los nombres de
ciudades y estados norteamericanos (« a través del fresco aire nocturno de New
Hampshire» , « desde Egipto a la ciudad de la pradera de Oklahoma» , « y las
razones para afligirse en Dinamarca son las mismas que en Ohio» ) tenía todo el
efecto generador de apoteosis que se pretendía.
Así pues, han tirado la toalla.
Por fin están acabados, la rata muerta en un
callejón detrás de la Wilhelmstrasse.
Sal a recibir aplausos, soldado raso,
Sal a recibir aplausos, hombre sin importancia.
El superhombre de mañana yace a vuestros pies,
hombres medios de esta tarde.
Éste era el panegírico con que se iniciaba la obra. (En la radio, una voz
impávida, parecida a la de Iron Rinn, identificaba enérgicamente a nuestro héroe
para que le alabáramos como era debido. Era la voz ronca, resuelta, humanitaria
y, la mitad de las veces, un tanto intimidante del entrenador de la escuela, el
entrenador que también era profesor de Lengua y Literatura inglesa, la voz de la
conciencia colectiva del hombre corriente). Y ésta era la coda de Corwin, una
plegaria cuy a relación con el presente hacía que pareciese, cuando y a era ateo
confirmado, totalmente secular y al margen de la iglesia, y al mismo tiempo
más potente y atrevida que cualquier plegaria que hubiera recitado en la escuela
al comenzar la jornada o que hubiera leído, traducida en el libro de plegarias en
la sinagoga, cuando asistía con mi padre a la ceremonia religiosa en alguna
festividad judía.
Señor Dios de la trayectoria y la explosión
Señor Dios del pan fresco y las mañanas tranquilas
Señor Dios del gabán y el salario mínimo
Distribuye nuevas libertades
Envíanos pruebas de que la hermandad…
Siéntate a la mesa del tratado y conduce las
esperanzas de pequeños pueblos a través de los
esperados desfiladeros.
Decenas de millones de familias norteamericanas se habían sentado junto a
sus receptores de radio y, por complejas que fuesen esas frases comparadas con
lo que estaban acostumbradas a oír, escuchaban aquello que en mí e,
inocentemente, suponía que también en ellas, había despertado una corriente de
emoción transformadora, inmoderada, como la que, por lo menos en mi caso,
jamás había experimentado a consecuencia de un programa radiofónico. ¡El
poder de aquella retransmisión! Era sorprendente, como si la radio exteriorizara
un alma. El espíritu del hombre medio había inspirado una mezcolanza inmensa
de adoración populista, una efusión de palabras que ascendían burbujeando
directamente de la boca norteamericana, un homenaje de una hora de duración
a la superioridad paradójica de lo que Corwin insistía en identificar como la
humanidad estadounidense absolutamente corriente: « Hombres corrientes
venidos de lejos, nada espectaculares pero libres» .
Corwin modernizó a Tom Paine para mí al democratizar el riesgo, haciendo
que no afectara únicamente a un solo hombre impetuoso sino a un colectivo de
todos los hombres insignificantes empeñados en un esfuerzo común. Los
conceptos de merecimiento y grandeza sólo eran aplicables al pueblo. Una idea
conmovedora. ¡Y cómo trabajó Corwin para que, por lo menos
imaginariamente, fuese cierto!
Después de la guerra, y por primera vez, Ira participó de una manera
consciente en la lucha de clases. Me dijo que había estado inmerso en ella hasta
el cuello durante toda su vida, sin tener la menor idea de lo que estaba
ocurriendo. Allá en Chicago, trabajó por cuarenta y cinco dólares a la semana en
una fábrica de discos que había organizado el sindicado United Electrical
Workers, con un contrato tan sólido que el mismo sindicato se encargaba de
proporcionar los puestos de trabajo. Entretanto, O’Day volvió a su ocupación con
un equipo dedicado a aparejar buques en Inland Steel, en el puerto de Indiana.
Una y otra vez soñaba O’Day con marcharse y, de noche, en su habitación,
volcaba su frustración en Ira.
—Si dispusiera de todo mi tiempo y no tuviese ninguna atadura durante seis
meses, podría organizar el partido aquí, en el puerto. Hay mucha gente buena,
pero lo que se necesita es un hombre capaz de dedicar todo su tiempo a la
organización. Yo soy muy experto en ese terreno, es cierto. Tienes que echar una
mano a los bolcheviques tímidos, y y o me inclino más a darles un coscorrón. Y
de todos modos, ¿qué más da? Aquí el partido está demasiado descapitalizado
para que alguien pueda dedicarse a él en exclusiva. Todo el dinero que se puede
juntar a duras penas se destina a la defensa de nuestros dirigentes, a la prensa y a
una docena de cosas más que no pueden esperar. Yo me quedé sin blanca
después de la última paga, pero me las arreglé durante algún tiempo por medio
de la persuasión moral. Y entonces los impuestos, el puñetero coche, una cosa y
otra… No puedo apañármelas, Hombre de Hierro, tengo que trabajar.
Me encantaba que Ira repitiera la jerga que los rudos tipos del sindicato
usaban entre ellos, incluso tipos como Johnny O’Day, cuy a estructura oracional
no era tan simple como la del trabajador medio, pero que conocía el poder de su
lenguaje y que, a pesar de la influencia potencialmente corruptora del
diccionario, lo empleó con eficacia durante toda su vida. « Tendré que dejar que
ruede la bola durante un tiempo… Y todo esto mientras la dirección empuña el
hacha alzada… En cuanto ahuequemos el ala… En cuanto los chicos levanten
velas… Si intentan hacernos pasar por el aro antisindical en su contrato, va a
haber la de Dios es Cristo…» .
Me encantaba que Ira me explicara el funcionamiento de su sindicato, el UE,
y describiera a la gente de la fábrica de discos donde había trabajado.
—Era un sindicato excelente, dirigido por progresistas y controlado por los
miembros ordinarios —los miembros ordinarios… tres palabritas que me
conmovían, lo mismo que la idea del duro trabajo, el valor tenaz y una causa
justa y merecedora de la fusión de ambas cosas—. De los ciento cincuenta
miembros de cada turno, unos cien asistían a las reuniones quincenales en el
taller. Aunque la may or parte del trabajo se paga por horas, en esa fábrica nadie
empuña un látigo. ¿Comprendes? Si un jefe tiene algo que decirte, te lo dice de
una manera cortés. Incluso cuando hay faltas graves, reúnen al ofensor y a su
jefe en el despacho. Esa es una gran diferencia.
Ira me contaba todo lo que sucedía en una reunión ordinaria del sindicato,
« cosas rutinarias, como propuestas para un nuevo contrato, el problema del
absentismo, una queja sobre el aparcamiento, comentarios sobre la guerra que
amenazaba con estallar» (se refería a la guerra entre la Unión Soviética y
Estados Unidos), « el racismo, el mito de que el aumento de los salarios causa el
de los precios» , y seguía hablando sin parar, no sólo porque y o, a los quince y
dieciséis años, estaba muy deseoso de saber todo lo que hacía un trabajador,
cómo hablaba, actuaba y pensaba, sino también porque incluso después de que se
trasladara desde Calumet City a Nueva York para trabajar en la radio y estuviera
bien establecido como Iron Rinn en Los libres y los valientes, Ira seguía hablando
de la fábrica de discos y las reuniones del sindicato con el lenguaje carismático
de sus compañeros de trabajo, hablaba como si todavía fuese a trabajar cada
mañana. O más bien cada noche, pues al cabo de poco tiempo pasó al turno de
noche a fin de tener los días libres para el « trabajo de misionero» que, como
acabé por saber, significaba hacer prosélitos para el Partido Comunista.
O’Day había reclutado a Ira para el partido cuando estaban en aquellos
muelles iraníes. De la misma manera que y o, cualquier cosa menos huérfano,
era el blanco perfecto para las clases particulares de Ira, éste, huérfano, era el
blanco perfecto de O’Day.
Ira era alto y delgado, de articulaciones prominentes, el pelo oscuro y áspero
como el de un indio, los pies grandes y una manera de andar un tanto torpe, y, en
el mes de febrero de su primer año en Chicago, a alguien se le ocurrió la idea de
que, con aquel físico, podría representar a Abe Lincoln en la fiesta para recaudar
fondos con destino al sindicato, el día del cumpleaños de Lincoln. Bastaba con
ponerle barba, una chistera, zapatos de caña alta con botones y un traje negro
anticuado que le sentara mal. Disfrazado de esta guisa, se colocó ante el atril para
leer una parte de los debates entre Lincoln y Douglas, una de las condenas más
reveladoras de la esclavitud. Era tal la destreza con que daba a la palabra
esclavitud un sesgo de clase trabajadora, un enfoque político, y disfrutaba tanto
con ello, que siguió repitiendo lo único que recordaba de memoria entre todo lo
que aprendió en nueve años y medio de escolarización, el discurso de
Getty sburg. El público prorrumpió en grandes aplausos cuando llegó al final, esa
frase cuy a gloriosa firmeza resonaba como las más sublimes pronunciadas desde
el alborear de la humanidad. Agitaba una mano enorme, de nudillos velludos y
altamente flexible, apuntaba con el más largo de sus larguísimos dedos al público
sindical, bajaba dramáticamente la voz y decía en un tono áspero: « El pueblo» .
—Todo el mundo creía que me dejaba llevar por la emoción —me dijo Ira
—, que era eso lo que me exaltaba. Pero no se trataba de emociones. Era la
primera vez que me dejaba llevar por el intelecto. Por primera vez en mi vida
comprendía de qué diablos estaba hablando, comprendía cuál es el fundamento
de este país.
A partir de aquella noche, los fines de semana y las vacaciones viajaba a la
zona de Chicago para el CIO, iba incluso a Galesburg y Springfield, en la
auténtica región lincolniana, e interpretaba el papel de Abraham Lincoln en
convenciones del CIO, programas culturales, desfiles y meriendas campestres.
Intervenía en el programa radiofónico del EU, donde, aunque nadie pudiera
verle, allí en pie, cinco centímetros más alto que el mismo Lincoln, hacía un
excelente trabajo de aproximación de Lincoln a las masas, mediante discursos
llenos de sentido común. La gente empezó a llevar a sus hijos cuando Ira Ringold
iba a aparecer en el estrado, y luego, cuando familias enteras acudían para
estrecharle la mano, los niños querían sentarse en sus rodillas y pedirle los
regalos que deseaban en Navidad. No era muy de extrañar que las agrupaciones
sindicales ante las que actuaba estuvieran formadas, en general, por miembros
locales que o bien habían roto con el CIO o bien habían sido expulsados en 1947,
cuando el presidente del CIO, Philip Murray, empezó a eliminar del sindicato a
los dirigentes y miembros comunistas.
Pero hacia 1948, Ira estaba en Nueva York y era un astro radiofónico en
ascenso, recién casado con una de las más respetadas actrices radiofónicas del
país y, de momento, estaba a salvo, protegido de la cruzada que aniquilaría para
siempre, y no sólo del movimiento laboral, una presencia política prosoviética y
proestalinista en Estados Unidos.
¿Cómo pasó de la fábrica de discos a un programa dramático radiofónico?
¿Por qué, en primer lugar, se alejó de Chicago y de O’Day ? En aquel entonces
no se me habría ocurrido que tuviera algo que ver con el Partido Comunista,
sobre todo porque entonces no sabía que era miembro del Partido Comunista.
Yo tenía entendido que cierta noche el guionista radiofónico Arthur Sokolow,
que estaba de visita en Chicago, vio actuar a Ira Lincoln en un local sindical del
West Side. Ira había conocido a Sokolow en el ejército, pues el guionista,
militarizado, fue a Irán con su programa Esto es el Ejército. Muchos chicos de
izquierdas iban de gira con el espectáculo y, una noche, Ira se reunió con algunos
de ellos para hablar largamente. Ira recordaba que habían discutido de « toda la
política del mundo» . En el grupo estaba Sokolow, a quien Ira admiró enseguida
por ser aquél un hombre que siempre luchaba por una causa. Como Sokolow
había crecido en Detroit, como un chico judío de la calle que luchaba por no
sucumbir ante los polacos, también era completamente reconocible, y Ira sintió
de inmediato una afinidad que nunca había experimentado del todo con O’Day,
un irlandés sin raíces.
En la época en que Sokolow, y a reintegrado a la vida civil y guionista de Los
libres y los valientes, se presentó en Chicago, Ira actuaba durante toda una hora
como Lincoln, no sólo recitando o leyendo fragmentos de los discursos y
documentos, sino también respondiendo a las preguntas formuladas por el público
acerca de las controversias políticas de actualidad, disfrazado de Lincoln, con el
agudo acento campesino de éste, su torpe gesticulación de gigante y su actitud
burlona y sincera. Allí estaba Lincoln, apoy ando el control de los precios,
condenando la ley Smith, defendiendo los derechos de los trabajadores,
denostando a Bilbo, el senador por Mississippi. A los miembros del sindicato les
encantaba la irresistible ventriloquia del resuelto autodidacta, su mezcolanza de
ringoldismos, o’day ismos, marxismos y lincolnismos (« ¡Suéltalo todo!» ,
gritaban al Ira barbudo y pelinegro; « ¡Zúrrales la badana, Abe!» ), y también
encantó a Sokolow, quien habló de Ira a otro ex soldado judío neoy orquino, un
productor de radionovelas con simpatía por la izquierda. La presentación al
productor dio paso a una audición, tras la que Ira obtuvo el papel de belicoso
portero de un bloque de viviendas de Brookly n en una de las radionovelas.
El salario era de cincuenta y cinco dólares a la semana, no mucho, ni siquiera
en 1948, pero había trabajo continuado y ganaba más que en la fábrica de discos.
Además, casi de inmediato consiguió otros encargos, le llegaban ofertas de todas
partes, iba rápidamente en taxi de un estudio a otro, hasta seis programas distintos
al día, y siempre representaba personajes con raíces en la clase obrera, tipos de
habla ruda, me explicaba Ira, con carreras políticas truncadas, a fin de hacer
permisible su enojo, « el proletariado al que americanizaban por la radio
mediante el procedimiento de cortarles tanto los huevos como el cerebro» . Todo
este trabajo le llevó, al cabo de unos meses, al prestigioso programa semanal de
Sokolow, de una hora de duración, Los libres y los valientes, en el que Ira sería el
actor principal.
Cuando vivía en Middle West, Ira había empezado a tener ciertas dificultades
físicas, las cuales le proporcionaron un motivo adicional para probar suerte en el
Este, en una nueva línea de trabajo. Sufría dolores musculares, tan intensos que
varias veces a la semana (cuando no se veía obligado a soportar el dolor para
representar a Lincoln o efectuar su labor misionera) se iba directamente a su
casa, se sumergía durante media hora en la bañera llena de agua caliente y
entonces se metía en la cama con un libro, el diccionario, un cuaderno de notas y
lo que hubiera para comer. La causa de ese problema parecía ser un par de
palizas muy violentas que había recibido en el ejército. La peor de las palizas (le
había asaltado una banda portuaria que le acusaba de « amigo de los negros» )
requirió tres días de hospitalización.
Empezaron a provocarle cuando trabó amistad con un par de soldados negros
de la unidad segregada establecida en la ribera del río, a cinco kilómetros de
distancia. Por entonces, O’Day había organizado un grupo que se reunía en la
cabaña prefabricada de la biblioteca y, bajo su tutela, hablaban de política y
libros. Pocos eran los soldados de la base que prestaban la menor atención a la
biblioteca ni a los nueve o diez soldados que, un par de noches a la semana, iban
allí después del rancho para hablar de Mirando atrás, de Bellamy, La República,
de Platón o El príncipe, de Maquiavelo, hasta que los dos negros de la unidad
segregada se unieron al grupo.
Al principio Ira intentó razonar con los hombres de su equipo que le llamaban
amigo de los negros.
—¿Por qué hacéis observaciones despectivas sobre la gente de color? No os
oigo más que frases denigrantes, y no sólo estáis en contra de los negros, sino de
los trabajadores, del liberalismo, de la inteligencia. Estáis en contra de todo
cuanto redunda en vuestro interés. ¿Cómo es posible que uno se pase tres o cuatro
años en el ejército, vea morir a sus amigos, resulte herido, su vida se desorganice
y, sin embargo, no sepa por qué ha ocurrido y cuáles son las razones de todo eso?
Lo único que sabéis es que Hitler inició algo. Lo único que sabéis es que la junta
de reclutamiento dio con vosotros. ¿Sabéis qué os digo? Vosotros duplicaríais las
mismas acciones de los alemanes si estuvierais en su lugar. Podría requerir algo
más de tiempo, debido al elemento democrático de nuestra sociedad, pero al
final seríamos completamente fascistas, con dictador y todo, a causa de la gente
que echa por la boca la misma mierda que vosotros. La discriminación del alto
mando que dirige este puerto y a es bastante mala, pero vosotros, que procedéis
de familias humildes, que no levantáis cabeza, que sois sólo pasto para la línea de
montaje, para la fábrica donde os explotan, para las minas de carbón, hombres
sobre los que el sistema se orina: salarios bajos, precios altos y beneficios
astronómicos, y resulta que sois un puñado de cabrones acusadores de
comunistas, vociferantes y fanáticos que no sabéis…
Y entonces les decía todo lo que ellos no sabían.
Discusiones acaloradas que no cambiaban nada, que, debido a su carácter,
como el mismo Ira admitía, no hacían más que empeorar las cosas.
—Mi exaltación inicial hacía que se perdiera buena parte de lo que decía para
impresionarles. Más adelante aprendí a serenarme, y creo que impresioné a
algunos con ciertos hechos; pero es muy difícil hablar con ese tipo de gente,
debido a lo muy arraigadas que tienen sus ideas. Explicarles las razones
psicológicas y económicas de la segregación, las razones psicológicas que les
llevaban a llamar « negros» , en ese tono despectivo, a las personas de color… no
entienden tales sutilezas. Dicen negro porque los negros son negros. Se lo
explicaría una y otra vez, y ellos siempre me dirían lo mismo. Insistí en la
educación de los niños y nuestra responsabilidad personal, y aun así, a pesar de
mis puñeteras explicaciones, me midieron las costillas de tal manera que pensé
que iba a morir.
Su reputación de amigo de los negros se volvió peligrosa de veras para Ira
cuando escribió una carta al Stars and Stripes quejándose de las unidades
segregadas en el ejército y exigiendo su integración.
—Era entonces cuando usaba el diccionario y el Roget’s Thesaurus. Devoraba
estos dos libros e intentaba hacer un uso práctico de ellos por medio de la
escritura. Escribir una carta era para mí como levantar un andamio.
Probablemente un conocedor de la lengua inglesa me habría criticado, pues mi
gramática no era precisamente modélica, pero la escribía de todos modos,
porque tenía la sensación de que eso era lo que debía hacer. Estaba tan enfadado,
¿sabes? ¿Me comprendes? Quería que la gente supiera que aquello estaba mal.
Un día, después de que se publicara la carta, estaba trabajando en la cesta de
carga, por encima de la bodega del barco, cuando los tipos que movían la gran
cesta le amenazaron con arrojarle a la bodega a menos que dejara de
preocuparse por los negros. Una y otra vez lo bajaron tres metros, cinco, siete, y
le prometieron que la próxima lo soltarían para que cay era al fondo de la bodega
y se rompiera todos los huesos, pero, a pesar de lo asustado que estaba, no les
dijo lo que ellos querían oír, y al final le dejaron en paz. Al día siguiente, en el
comedor, alguien le llamó cabrón judío. Un cabrón judío amigo de los negros.
—Era un rústico sureño, un bocazas —me dijo Ira—. En el comedor siempre
hacía observaciones sobre los judíos y los negros. Esa mañana estaba sentado
ahí, casi al final de la comida, cuando la may oría de los hombres y a se habían
ido, y el tipo se puso a decir estupideces sobre los negros y los judíos. Yo todavía
estaba irritado por el incidente del día anterior en el barco, y no pude aguantar
más. Me quité las gafas, se las di a uno que se sentaba a mi lado, el único que aún
lo hacía. Por entonces, cuando entraba en el comedor, debido a mi postura
política, los doscientos tipos que había allí me hacían el vacío. Bueno, pues me
acerqué a aquel hijo de puta. Era soldado raso y y o sargento, y la emprendí a
hostias con él desde un extremo del comedor al otro. Entonces vino el sargento
primero y me dijo: « ¿Quieres dar parte de este tío? Un soldado que ataca a un
suboficial…» . Enseguida pensé que probablemente saldría perdiendo tanto si
daba parte como si no. Es así, ¿verdad? Pero a partir de entonces nadie volvió a
hacer una observación antisemita cuando y o estaba cerca. Eso no significa que
dejaran de meterse con los negros. Los negros por aquí y los negros por allá, cien
veces al día. Ese palurdo volvió a intentarlo conmigo aquella misma noche.
Estábamos fregando los platos y cubiertos del rancho. Allí tienen unos cuchillitos
asquerosos, y se me acercó con uno de ellos. Volví a zurrarle y lo alejé de mí,
pero no hice nada más al respecto.
Al cabo de unas horas, tendieron a Ira una emboscada en la oscuridad y
acabó en el hospital. Parece ser que los dolores que empezó a tener cuando
trabajaba en la fábrica de discos se debían a los daños causados por aquella
paliza salvaje. Ahora siempre sufría un tirón muscular o se dislocaba una
articulación, el tobillo, la muñeca, la rodilla, el cuello, y a menudo sin haber
hecho prácticamente nada, tan sólo bajar del autobús cuando volvía a casa o
estirar el brazo para tomar el azucarero en el restaurante donde iba a cenar.
Y por estas razones, pese a lo improbable que parecía obtener algún
resultado, cuando le hablaron de una audición radiofónica, Ira se apresuró a
aprovechar la oportunidad.
Es posible que hubiera más maquinaciones de las que y o conocía en el
traslado de Ira a Nueva York y su triunfo en la radio de la noche a la mañana,
pero yo entonces no lo creía así. No tenía necesidad de pensar que había más de
lo que él me decía. Era el hombre que ampliaría la educación que me había dado
Norman Corwin, que me hablaría, por ejemplo, de los soldados, un tema que
Corwin no mencionaba, unos soldados no tan simpáticos ni, por cierto, tan
antifascistas como los héroes de Con una nota de triunfo, los soldados que fueron
al extranjero pensando en negros y judiazos y regresaron a casa pensando en lo
mismo. Ira era un hombre apasionado, áspero y magullado por la experiencia, y
aportaba pruebas de primera mano de la brutalidad norteamericana a la que
Corwin dejaba de lado. Yo no necesitaba las relaciones comunistas para explicar
el triunfo fulminante de Ira en la radio. Tan sólo pensaba que aquel hombre era
maravilloso. Era, en verdad, un hombre de hierro.
2
Aquella noche de 1948, en el mitin de Henry Wallace en Newark, conocí
también a Eve Frame. Estaba con Ira y su hija, Sylphid, la arpista. No vi nada de
lo que Sy lphid sentía por su madre, desconocía la pugna que existía entre ellas
hasta que Murray empezó a contarme todo lo que me había pasado
desapercibido en mi adolescencia, todo lo relativo al matrimonio de Ira que yo
no comprendí entonces, y quizá ...