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sábado, 26 de mayo de 2018

EL POETA Y LOS LUNÁTICOS Gilbert Keith Chesterton

EL POETA Y LOS LUNÁTICOS
Gilbert Keith Chesterton


I.
L OS AMIGOS FANTÁSTICOS

II.
EL PÁJARO AMARILLO

III. L A SOMBRA DEL TIBURÓN

IV. EL CRIMEN D E GABRIEL GALE

V. EL DEDO DE PIEDRA

VI. LA CASA D EL PAVO REAL

VII.
LA JOYA PÚRPURA

VIII. EL MANICOMIO DE LA AVENTURA



LOS AMIGOS FANTÁSTICOS
La posada tenía por nombre El Sol Naciente aunque su apariencia hubiera
justificado que se llamase El Sol Poniente. Estaba justo en medio de un jardín
triangular no tan verde como gris, un jardín de setos arruinados por la invasión de
los hierbajos de las riberas del río; tenía el jardín, además, unas glorietas de techos
y bancos igualmente arruinados, y una fuente renegrida y seca, coronada por una
ninfa de la que únicamente eran destacables sus manchas de humedad y los
desconchones.
La posada en sí parecía más devorada que ornada por la hiedra y daba la impresión
de que su antiguo armazón de ladrillos oscuros había sido corroído
despaciosamente por las garras de los dragones que moraban en lo que en sí mismo
era un gran parásito. Por su parte trasera, la posada daba a un camino estrecho y
por lo general desierto, que a través de la colina conducía hasta un vado, hoy fuera
de uso tras la reciente construcción de un puente, un buen trecho río abajo. Junto a
la puerta de entrada había un banco y una mesa; sobre ésta, en un tablero, el
nombre del hostal, con un sol que en tiempos fue de oro y ahora pardo, dibujado en
el centro.
De pie, en el umbral, contemplando tristemente el camino, pues no miraba la
belleza de la puesta del sol, se hallaba el posadero, un hombre de cabello negro y
lacio, de rostro congestionado y purpúreo, no obstante lo cual mostraba los rasgos
inequívocos de la melancolía. Pero había también una persona que demostraba
cierta vitalidad: justo quien se iba en ese momento. El primer y único cliente en
muchos meses. Una especie de solitaria golondrina que no había hecho verano y
que ahora continuaba su peregrinar.
Era un médico de vacaciones; un hombre aún joven, menudo y bastante feo, pero
de fealdad no del todo desagradable; un hombre de rostro demacrado mas con una
sempiterna expresión de ironía, que tenía los cabellos rojos. La cualidad felina de
sus movimientos contrastaba vivamente con la inerte ruindad, o con el evidente
estancamiento, de la posada. Justo en ese preciso momento terminaba el joven
médico de apretar las correas de su maleta sobre la mesa de la entrada, bajo el
rótulo con el nombre del hostal. Ni el hostelero que lo miraba ahora apenas a un
metro de distancia, ni la criada que iba de un lado a otro en el interior, en la
penumbra del hostal, la única criada de la casa, se ofrecieron a echarle una mano,
bien fuera por pereza o por falta de costumbre, bien fuese por despiste.
Dos secos restallidos rompieron pronto el silencio, del cual también sería difícil
decir si era un silencio activo o un silencio aletargado. Primero fue la rotura
abrupta de la correa de la maleta que el médico apretaba justo en ese instante.
Después fue la violenta aunque jovial maldición que brotó de sus labios mientras
contemplaba la correa rota.
4—Vaya, esto era lo único que me faltaba —dijo casi de inmediato el joven médico,
que tenía por apellido el de Garth—; no tendré otro remedio que hacer un nudo
como sea... ¿Tendría usted una cuerda, un cordel. .. cualquier cosa?
El posadero de expresión melancólica dio una media vuelta muy despaciosa y
entró en la casa sin decir palabra, para salir no mucho rato después con un trozo de
cuerda lleno de polvo, que debió de ser parte, en otro tiempo, del ronzal quizás de
un asno, quizás de una ternera.
—Es todo lo que he podido encontrar —dijo el posadero—. Hace tanto tiempo que
no ato nada...
—Parece usted un poco deprimido, señor —observó el joven doctor Garth—;
acaso le viniera bien un tónico... Mire, quizás se me haya roto esta correa del
botiquín para proporcionárselo, veamos...
—Acido prúsico, eso es lo que necesito yo —dijo el propietario del hostal El Sol
Naciente.
—Nunca lo receto —respondió sonriente el médico—. Puede que el primer trago
resulte grato, pero no estoy yo muy seguro de sus efectos secundarios... Sí,
caballero; lo veo a usted muy preocupado... Ni siquiera ha mudado el semblante
por otro más alegre cuando le he pagado la cuenta sin rechistar.
—Se lo agradezco mucho, caballero —gruñó el posadero—, pero comprenda que
necesitaría que me pagaran muchas cuentas más como la suya, para conseguir que
este viejo barracón no se caiga cualquier día, de una vez por todas. Hace tiempo
fue un buen negocio, cuando este camino era de paso obligado para todo el mundo,
el camino más recto, cuando todos habían de pasar forzosamente por el vado...
Pero, ya sabe... Primero, el último propietario de tierras que hubo por aquí cerró el
camino... Y poco después, aprovechándose de eso, construyeron el puente una
milla más abajo. Ya nadie cruza por aquí... Y no sé, la verdad, qué se le ha podido
perder a usted por estos pagos, dicho sea con el mayor de los respetos, señor...
—He oído decir que el nuevo propietario está en la más completa ruina —observó
el doctor Garth—. Ya ve usted cómo es la vida, siempre se toma la conveniente
venganza... Es un tal Westermaine, ¿no? He oído decir, igualmente, que vive con
una hermana allá arriba, en la gran casa que tuvo el último gran terrateniente al que
aludió usted, pero que lo hacen ambos en la más absoluta miseria... Al parecer todo
por aquí es miserable... Esta región es una auténtica ruina, sí, eso he oído decir...
No obstante, no creo que sea justo sostener lo que usted sostiene, eso de que nadie
se deja caer por aquí —añadió acrecentando su sonrisa—, porque veo ahora mismo
que dos hombres vienen colina abajo, en esta dirección.
El camino se adentraba en el valle, en dirección al río, trazando ángulos
perfectamente rectos; del otro lado del vado se veía el atajo que tan transitado
estuvo en otro tiempo, y que ahora se difuminaba a medida que subía la loma en
cuya cima destacaba la ruinosa portalada de piedra de Westermaine Abbey,
sombría bajo nubes de una palidez tétrica que presagiaban tormenta. Del otro lado
del valle, sin embargo, el cielo estaba despejado y aquellas primeras horas de la
tarde parecían, por su luz espléndida, las primeras de la mañana. Precisamente por
5este lado, por donde la blanca cinta del camino serpenteaba en dirección a la
colina, bajaban dos figuras que, aun siendo por el momento nada más que dos
puntos negros y lejanos, mostraban su condición inequívocamente humana.
En tanto se iban aproximando a la posada aumentaba el contraste, acentuado por
aquella especie de mística familiaridad que nimbaba a las figuras, pues iban del
brazo. Una era pequeña y gruesa; la otra, muy alta y delgada.
Se trataba de dos hombres rubios pero con diferente peinado. El más bajo llevaba
el cabello muy liso y partido por la raya al medio; el alto lo llevaba largo y
ensortijado, revuelto, con unos bucles enormes que le daban un aspecto
decididamente fantástico. El bajito tenía el rostro cuadrado y la nariz muy larga y
puntiaguda; sus ojos pequeños y muy brillantes, como los de un pájaro,
aumentaban esa sensación primera de que su nariz no era tal, sino un pico de ave.
La verdad es que parecía un gorrión, aunque de ciudad, no de campo. Vestía
vulgarmente, pero iba limpio como un funcionario y llevaba bajo el brazo un
portafolios como los de los hombres de negocios de la City. Su compañero, el alto,
cargaba a la espalda una mochila, en la que iban sus cosas de pintor. Poseía este
tipo una cara larga y cadavérica; su mirada era ausente, si no soñadora, pero la
barbilla avanzaba tanto y tan pugnaz hacia el frente, que parecía el hombre haber
adoptado una decisión firme de la que sus ojos aún no habían tenido noticia. Eran
dos hombres jóvenes y no se tocaban con cualquier prenda de cabeza, a buen
seguro que por causa del calor que hacía; uno de ellos llevaba un sombrero de paja
en la mano y el otro uno de fieltro atado a la mochila.
Llegaron finalmente ante la puerta de entrada a la posada y el bajito dijo con voz
alegre a su compañero:
—Bien, aquí tienes por fin algo en lo que emplearte.
Pidieron con mucha corrección dos jarras de cerveza al posadero, y en cuanto el
melancólico personaje desapareció para ir en busca de lo que le habían solicitado,
el más bajo de aquellos dos hombres se dirigió al doctor Garth con la misma
cordialidad, no exenta de locuacidad.
—Mi amigo —dijo— es pintor, pero un pintor muy especial, no crea usted que se
trata de un pintor cualquiera, no... Podría usted llamarlo, si quisiera, pintor de casas
y hasta de paredes, pero no entendiendo por tal lo que el vulgo considera un pintor
de brocha gorda. Aunque pueda sorprenderle, mi amigo forma parte de la
Academia, si bien tampoco sea, ciertamente, el tipo de pintor que puede sugerir la
pertenencia a dicha institución... Es en realidad uno de los primeros entre los más
principales genios pictóricos, por lo que expone con frecuencia en las galerías de
esos chiflados... No obstante, caballero, su aspiración máxima, que supone la gloria
de sus días presentes, no es otra que la de ir restaurando por aquí y por allá los
vetustos rótulos de los no menos vetustos y diferentes establecimientos que
encuentra a su paso... Ya ve usted que no es frecuente toparse con un genio tal...
Bueno, ¿cómo se llama esta posada? ¿O es una taberna? A ver... —y se acercó de
puntillas, alzando la cabeza hacia el rótulo, con gran interés—. El Sol Naciente —
dijo volviéndose hacia su amigo, que permanecía en silencio—. Bien, amigo mío;
6después de lo que manifestabas esta misma mañana, a propósito de tu pretensión
de dar vida a las viejas hosterías de Inglaterra, esto parece el mejor de los augurios,
¿o no?. Mi amigo —prosiguió volviéndose de nuevo hacia el doctor Garth— es un
hombre de gran sensibilidad poética y dice siempre que quiere que el sol bañe con
sus rayos toda Inglaterra.
—Claro, hay quien sostiene que el sol jamás se pone sobre el Imperio Británico —
acotó el joven médico con una sonrisa burlona.
—A mí me importa un bledo el Imperio —intervino entonces el pintor como si se
limitase a pensar en voz alta—. La verdad es que, en el fondo, resulta difícil
imaginarse una hostería tradicional inglesa en la cumbre del Everest o en las
márgenes del Canal de Suez... Pero estoy dispuesto a ofrendar mi vida, si fuera
preciso, con tal de insuflar nueva vida a las mortecinas hosterías inglesas y
cristianas de nuestra campiña. Sí, me gustaría dedicarme sólo a esto en lo que me
reste de vida.
—Claro que sí —dijo el bajito, dirigiéndose de nuevo al joven doctor Garth—,
puede dedicarse sólo a esto perfectamente, pues una de sus pinturas en el rótulo de
cualquier fachada le da fama en muchas millas a la redonda.
—¿De verdad que emplea usted sus talentos en restaurar los rótulos de los
establecimientos públicos? —preguntó el médico al pintor.
—¿Puede haber algo más hermoso? ¿Algún otro tema mejor de inspiración? —
preguntó a su vez el pintor, con gran entusiasmo, feliz de que alguien sacara a la
palestra lo que suponía su tema favorito de conversación, el que desataba en aquel
hombre la locuacidad más extraordinaria y lo alejaba rápidamente de su
abstracción silenciosa—. ¿Es acaso más digno hacer el retrato académico de algún
noble pagado de sí mismo, con su grueso collar de oro al cuello, o el de la
rechoncha esposa de un millonario, tocada con su diadema de brillante, que las
cabezas nobilísimas de los grandes almirantes ingleses, para después brindar por
ellas alzando una jarra de cerveza? ¿Es mejor pintar a cualquier viejo imbécil y
presuntuoso con su cruz de San Jorge al pecho, que pintar al propio San Jorge
matando al dragón? Caballero, tengo el honor de haber pintado seis viejos
emblemas de San Jorge y el dragón, e incluso al dragón solo más de una vez, por
ejemplo en el rótulo de una vieja taberna que se llama El Dragón Verde, nombre
harto sugestivo para quien, como yo, posea un poco de... imaginación... Ahí puede
uno convertir al dragón en una especie de espíritu terrorífico de las selvas
tropicales. También me inspira mucho el nombre El Jabalí Azul. A un rótulo así le
pondría algún motivo de aventura, con algunas estrellas. La Osa Mayor también
me inspira, sí, es un buen nombre... Le pintaría un jabalí monstruoso para sugerir el
caos y la noche eterna de la mitología céltica.
Y sin decir más tomó entre sus manos la jarra de cerveza que le ofrecía el posadero
y puso manos a la obra de bebérsela, completamente ajeno al resto.
—Es tan poeta como pintor, ¿lo ve? —siguió diciendo entonces el bajito al médico,
sin quitar la vista del pintor, como si fuese su propietario, como si exhibiera a una
fiera feroz—. Seguro que ha oído hablar usted alguna vez de los poemas de Gabriel
7Gale ilustrados por él mismo, ¿a que sí? Si lo desea, le consigo un ejemplar. Yo
soy su agente, su hombre de confianza... Me llamo Hurrel, James Hurrel... La gente
se ríe de nosotros y nos llama los Gemelos Celestiales porque somos inseparables.
Nunca lo pierdo de vista. No tengo más remedio que vigilarlo estrechamente... Ya
sabe usted, esas excentricidades que a veces hacen los genios...
El poeta sacó literalmente la cara de la jarra de cerveza, pero mostraba ahora una
expresión de disconformidad, de aprestarse a una controversia en nada exenta de
belicismo.
—¡Un genio no tiene por qué ser necesariamente un excéntrico! —clamó
exaltado—. Un genio ha de ser por fuerza céntrico. Por eso yo me sitúo en el
corazón del cosmos, no en sus giratorias márgenes. La gente cree de común que
para un genio supone el mayor de los elogios acusarlo de salirse de los cauces
vulgares y habla entonces de la excentricidad de los genios... ¿Qué se pensaría de
mí si dijera que sólo deseo que Dios me haya concedido de verdad la centricidad
apropia del genio verdadero?
—Me temo que en ese caso pensaría la gente que fue precisamente su certidumbre
lo que confundió sus polisílabos —aventuró el doctor Garth—. Bien, puede que su
idea de insuflar nueva vida a las viejas hosterías inglesas sea puro romanticismo, o
romanticismo puro... En fin, eso del romanticismo no es algo de lo que pueda yo
presumir que soy una autoridad...
Mr. Hurrel, el agente del poeta, intervino entonces con bastante ardor:
—No es sólo una idea romántica, caballero, es una idea también práctica, incluso
utilitarista. Yo soy un hombre de negocios y créame, por ello, si le digo que lo que
hace mi representado es una propuesta claramente comercial, y no sólo para
nuestros intereses, también lo es para los intereses comerciales de los dueños de las
posadas, de los terratenientes... ¡Para todo el mundo en general! Contemple usted
esta pobre posada que se cae sin remisión. Si todos los interesados hiciéramos con
ella lo que es debido, dentro de un año bulliría de gente como una feliz colmena...
Y si el propietario de estas tierras reabriera el antiguo camino y permitiese a las
gentes de la región cursar visita a las ruinas, construyendo además un puente
próximo a esta posada, y colgando en el puente un rótulo pintado por Gabriel Gale,
acudirían también a visitar estos parajes hoy deprimentes todos los viajeros cultos
de Europa. No dude que harían un alto en esta posada para disfrutar del almuerzo.
—¡Vaya! Pues mire usted, parece que ya viene alguien a almorzar —dijo el
doctor—. Quizás tenga razón; quizás el pesimista propietario de esta posada
hablaba como si su negocio no fuese más que una ruina en mitad del desierto,
cuando la verdad es que tiene una clientela digna del Savoy.
Habían estado de espaldas a la carretera mientras hablaban, sin dejar de mirar la
fachada cochambrosa de la posada; no obstante, incluso antes de que el doctor
Garth hubiera dicho una palabra, el pintor y poeta Gabriel Gale ya se había
percatado de que aumentaba la concurrencia. Quizás ocurrió tal fenómeno porque
la sombra alargada de un caballo y dos personas se había detenido poco antes sobre
la carretera soleada. El caso es que Gabriel Gale volvió la cabeza y se quedó
8contemplando aquel prodigio.
Un cabriolé de ruedas grandes había llegado, en efecto, del otro lado de la
carretera. Las enguantadas manos de una dama sujetaban las riendas; era una mujer
morena y joven que vestía un traje de buen corte, azul oscuro, muy sobrio aunque
no muy nuevo; iba junto a ella un hombre acaso diez años mayor que ella, aunque
aparentaba más edad pues tenía el rostro desencajado, una expresión fatigada, el
aire propio de un enfermo, esa ansiedad que se veía en sus ojos, grises y grandes.
Se hizo un silencio y la voz de la mujer pareció el eco de lo que había proclamado
un momento antes el doctor Garth.
—Creo que podremos almorzar aquí —dijo saltando ágilmente del coche para
detenerse junto a la cabeza del caballo, mientras su acompañante se bajaba
también, aunque no con agilidad semejante.
Aquel hombre vestía traje claro de mezclilla, un traje informal y juvenil que en
nada casaba con su aspecto enfermizo y agotado. Se dirigió a Hurrel sonriendo
nerviosamente:
—Confío en que no me tome por un hombre que tiene la fea costumbre de
escuchar tras las puertas conversaciones ajenas, caballero; sucede que no hablaban
ustedes precisamente como si se confiaran algún secreto...
Hurrel, en eso tenía toda la razón aquel caballero, se expresaba como un charlatán
de feria que pretende imponer su voz sobre el tumulto. Dijo amablemente, con una
sonrisa cortés:
—Sólo expresaba mi convencimiento de que cualquiera es capaz de hacer lo que
sabe que debe hacerse con unas tierras como estas en la que nos hallamos, señor...
De cualquier forma, me trae sin cuidado que alguien haya escuchado lo que decía.
—Pues fíjese usted, me interesa —dijo el hombre del traje de mezclilla—. Se da la
circunstancia de que me interesa lo que usted decía, porque soy el propietario, si es
que aún pueden quedar propietarios en estos tiempos.
—Le pido disculpas pública y muy sinceramente, señor —respondió el
representante del poeta sin dejar de sonreír—; si tiene usted la intención de ser una
especie de Harun al Raschid 1 ...
—¡Oh, no, no me siento ofendido, caballero! Si quiere saber lo que pienso de
verdad, le diré que no hago más que preguntarme si no tendrá usted razón. Gabriel
Gale había estado mirando mientras tanto a la joven dama que acompañaba a aquel
hombre; lo había hecho con una insistencia más allá de lo que se considera cortés y
elegante, pero todos sabemos bien que los pintores son gente por lo general
distraída, por decirlo así, por lo que había que disculparle. Su amigo, guardián y
representante, hubiera hecho que se enfureciese como nunca, de haber tomado
aquello como una más de las excentricidades propias del genio, pero la verdad es
que opinaba que era muy discutible considerar una excentricidad esa insistencia de
su representado en mirar a la joven.
Lady Diana Westermaine hubiera podido brillar espléndidamente en una hostería
1
El califa iraquí al que se alude de continuo en Las Mil y una noches. (N. del T.)
9tradicional inglesa, ante una barrica llena del mejor vino, e incluso en una
academia de pintores; su infortunada familia, no obstante, llevaba ya mucho
tiempo sin brillar en nada. Ella, empero, tenía el cabello castaño, de un castaño
raro, poco visto, que lanzaba destello negros al tiempo que bajo la luz diurna
parecía rojo; sus cejas negras delataban un temperamento doble, por así decirlo: lo
mismo sugerían buen como mal carácter; sus ojos eran más grises y aún más
grandes que los de su hermano, pero no tenían la melancolía del hombre, su
cansancio que puede calificarse como espiritual.
Gabriel Gale, al verla, experimentó la sensación de que su alma estaba más
hambrienta y sedienta que su cuerpo. Y se le ocurrió pensar, de paso, que en
realidad la gente sólo tiene apetito cuando está en posesión de una buena salud.
Ideas tales, en agitada mezcla, cruzaron por su cerebro durante los breves instantes
que transcurrieron antes de volver a la realidad y dirigirse al grupo, dándose media
vuelta.
Ocurrió, sin embargo, que una vez hubo dejado de mirarla Gale, fue ella quien
comenzó a mirarlo, aunque, la verdad sea dicha, con una mirada de fría curiosidad,
una mirada analítica.
Mientras, Mr. James Hurrel hacía auténticos milagros. Más terco que una mula y
elocuente como un diplomático nato, envolvía ya al propietario de aquellas tierras
en una especie de red urdida de sugerencias, proyectos y propuestas directas. La
verdad es que tenía algo de lo que es propio en ese hombre de negocios del que
tanto hablamos y al que tan poco vemos... Hablaba, en fin, de cosas que a un
caballero como Westermaine no hubieran llamado la atención en ningún caso,
salvo de haberle sido sugeridas por unos abogados en largas cartas; asuntos que
hubiera podido comenzar a considerar tras una larga insistencia de esos abogados
en enviarle cartas y más cartas durante meses. Hurrel parecía tener respuesta para
todo. Solucionaba los problemas en unos minutos. Ya parecía tenderse un puente
de madera artísticamente labrada sobre el río, para prolongar la carretera; ya
parecían formar parte del paisaje pequeños y hermosos pueblos nuevos, también
artísticos, claro, desparramados como coloridos brochazos por el valle; un nuevo
rótulo de El Sol Naciente, pintado por Gale, lo presidía todo brillando, como
corresponde a una nueva era bañada por el sol renacido.
Antes de que cualquiera de los que allí estaban se percatase de lo que acontecía, el
grupo entero había entrado en el jardín de la posada para sentarse en absoluta
confraternización alrededor de una mesa apartada de la casa y celebrar el ansiado
almuerzo. Eran como los miembros de un comité cualquiera en reunión. Hurrel,
sobre la mesa de madera, dibujaba planos y más planos haciendo cálculos en
papeles, alineando columnas y columnas de cifras, contestando a la vez todas y
cada una de las objeciones que se le hacían, cada vez más agitado, más nervioso y
entusiasta. Para convencer a los demás de que creía de veras lo que decía, se valía
de un instrumento sin duda precioso, su capacidad de persuasión y su locuacidad.
El terrateniente, que jamás se había topado con un hombre así, estaba inerme.
Aunque la verdad es que tampoco albergaba la menor intención de oponerse y
presentar batalla.
10En mitad de todo aquello, lady Diana seguía mirando a Gale, quien, sentado en el
extremo opuesto de la mesa, ahora parecía absorto en sus ensoñaciones.
—¿Qué opina usted de todo esto, Mr. Gale? —le preguntó entonces la dama.
Contestó, sin embargo, el representante de Mr. Gale, atento a cuanto se movía o se
decía allí. La verdad es que solía contestar en nombre de quien fuera y a todo lo
que fuese.
—Es inútil hablar de negocios con mi representado —dijo con voz estentórea—.
Es uno más de la partida y hace lo que sabe, que no es sino aportar a los negocios
el imprescindible elemento artístico. Es un gran pintor, por lo que únicamente
queremos y esperamos de él que se limite a pintar, y que Dios me perdone, aunque
no importará a mi representado que diga lo que digo. Por lo demás, tampoco le
importa mucho lo que digo, o lo que pueda decir quien sea... Suele responder a una
pregunta alrededor de media hora después de que le haya sido formulada...
Pero el pintor respondió a la joven mucho antes, aunque sólo para decir lo
siguiente:
—Creo que tendríamos que contar con la opinión del dueño de la posada.
—¡Naturalmente que sí! —exclamó Hurrel poniéndose en pie de un salto—. Eso es
lo que voy a hacer ahora mismo, con el permiso de ustedes... Estaré de vuelta en un
minuto.
Y se perdió en dirección al lúgubre interior de la posada.
—Este caballero es realmente un hombre inquieto —dijo el terrateniente entonces,
sonriendo complacido—. Así es el tipo de gente emprendedora de verdad, esa
gente que lleva a cabo lo que se propone... Hablo de asuntos prácticos, por
supuesto.
La joven seguía observando al pintor, que estaba ahora con el ceño levemente
fruncido. Parecía apiadarse lady Diana de aquella especie de eclipse en que se
había sumido de nuevo, pero él la miró, sonrió y dijo:
—Sí, la verdad es que no valgo para nada práctico.
Justo cuando concluía estas palabras se dejó sentir un grito de espanto procedente
de la posada. El doctor Garth fue el primero en levantarse. También lo hizo Gale
poco después, terriblemente agitado y pálido. Todos seguían ya al doctor, pero
Gale, deteniéndose, obstruyendo el paso con su alta figura, dijo:
—Que no se acerque milady.
El terrateniente lograba ver ya, poniéndose de puntillas y por encima de los
hombros del pintor, una imagen horrible: la negra silueta de un hombre colgado del
rótulo de El Sol Naciente.
Fue una visión instantánea, porque raudo cortó la cuerda el doctor Garth, ayudado
por Hurrel, el que había lanzado aquel primer grito de espanto. El médico se
inclinaba poco después sobre aquel cuerpo, el cuerpo del posadero. Aquélla había
sido su manera, por lo que parece, de tomar el ácido prúsico.
No sin gran esfuerzo y muchos afanes previos, se produjo al fin el instante, sin
11embargo, en que el joven médico lanzó un suspiro de alivio y comunicó a los
presentes:
—No está muerto; he conseguido sacarlo del colapso y en unos minutos estará
repuesto... ¿Por qué diablos habré dejado aquí esta maldita cuerda, en vez de atar
mi maleta de una vez por todas? —se preguntó en voz alta, contrariado—. La
verdad es que con tanta conversación y tanto lío se me olvidó por completo...
Bueno, Mr. Hurrel; un poco más y el sol ya no hubiera vuelto a salir para este
pobre hombre.
Entre Hurrel y el médico llevaron al infeliz hostelero al interior de su arruinado
negocio, mientras decía Garth que en unos minutos estaría aquel hombre en
condiciones de declarar sobre sus motivos, si es que había algo que declarar.
Gale paseaba de un lado a otro, fuera de la casa, aparentemente distraído, como de
costumbre, pero ahora con el semblante tenso y preocupado, mirando con pavor
aquel rótulo que había servido de patíbulo al posadero, y a la mesa de la entrada,
que había servido al pobre hombre de escabel que se aparta con el pie. Gale estaba
ciertamente apenado, además de perplejo.
—Es un asunto muy enojoso, la verdad —dijo el terrateniente—. Tengo
jurisdicción y todo eso, pero no me apetece nada causar mayores molestias a este
infeliz llamando a la policía.
Fue oír hablar de la policía y Gabriel Gale salió por completo de su perplejidad,
diciendo con voz dura y expresión muy tensa:
—¡Me había olvidado de la policía! Sólo faltaba que encerraran ahora a este
hombre en una celda, para demostrarle así que vale la pena vivir y que el mundo es
un lugar soleado de continuo, feliz, muy agradable de habitar...
Hizo una pausa, soltó una risa irónica, frunciendo ahora el ceño muy fuertemente,
y dijo taxativo, incluso secamente:
—Quisiera pedirles un favor, que seguramente les parecerá extraño... Permítanme
interrogar a este hombre acerca de sus motivos, cuando vuelva en sí. Concédanme
diez minutos a solas con él, nada más que eso, y les prometo que lo habré curado
de su manía suicida, mucho mejor de lo que podría hacerlo el policía más experto
en suicidas frustrados.
—¿Y por qué habría de hablar usted con él? —preguntó el médico, lógicamente
contrariado por aquella intromisión.
—Precisamente porque no sirvo para nada práctico —respondió Gale con gran
calma—. Usted, por el contrario, ha conseguido llegar mucho más allá de las cosas
prácticas.
Se hizo otro largo silencio, al cabo del cual Gale volvió a hablar con aquel tono de
autoridad, tan extraño y sorprendente en alguien como él.
—Aquí y ahora se precisa de un hombre poco práctico —dijo—. Un hombre poco
práctico es lo que cualquiera precisaría, de verse abocado a un trance como este
por el que acaba de pasar el pobre posadero. Un hombre poco práctico es lo que
necesita quien esté en una situación extrema. ¿Qué tiene que hacer ahora un
12hombre práctico ante un caso como el que tenemos? ¿Perder prácticamente el
tiempo yendo detrás de este hombre para quitarle de las manos la cuerda más corta
que coja? ¿Perder prácticamente el tiempo vigilándolo de noche y de día para que
no saque de cualquier parte una navaja barbera? ¿Eso es práctico? Usted, doctor,
puede evitar que muera, lo ha demostrado... Pero ¿puede convencerlo de que
continúe vivo? Ya ve en qué situación estamos... Un hombre tiene que tener la
cabeza en las nubes y la imaginación flotando en ellas, o en el país de las hadas,
para llegar a algo tan práctico, realmente práctico, como lo que propongo, yo que
no soy nada práctico.
El asombro de quienes lo escuchaban llenaba la escena. El interés en su propuesta
no decreció lo más mínimo, cuando real o aparentemente Gale llevó a cabo su
propuesta, pues veinte minutos después de comenzar a hablar con el posadero salió
anunciando con gran alegría que aquel hombre no volvería a colgarse jamás de una
cuerda.
Dicho eso, se subió a la mesa que el otro había usado como escabel y con un trozo
de yeso comenzó a hacer el boceto de lo que pretendía pintar en aquel rótulo que
anunciaba la posada El Sol Naciente.
Lady Diana lo miraba atentamente, aunque puede que tan interesada en lo que
hacía Gale como sombría. Era más intelectual que el resto de los que allí estaban, y
algo de intelecto había descubierto en las actitudes del poeta, que para los demás
parecían intrascendentes, por no decir que las propias de un payaso.
Lady Diana había captado perfectamente la velada ironía con que respondió a
aquella pregunta que le había hecho; había comprendido la moraleja que se
escondía en su respuesta, ante la fábula realmente bufa que se producía en aquella
mesa del jardín. Los otros pensaban en la posada, pero no en el posadero. Era
evidente para ella que vivía una de esas situaciones en que se hace mucho más
necesaria la presencia de un poeta que la de un policía. Y a la vez, no obstante, se
daba perfecta cuenta de que algo le resultaba desconcertante más allá de toda
lógica; se daba cuenta de que había en él una inquietud, un malestar más profundo;
algo, en fin, propio de su mirada y que contradecía la aparente ligereza de sus
actitudes.
La perplejidad de Gale, no obstante, aumentó de manera increíble y hasta luminosa
cuando lady Diana dijo:
—No comprendo cómo es usted capaz de ponerse a pintar donde un hombre acaba
de colgarse como si fuera Judas.
—De Judas no fue la desesperación, sino la traición, lo realmente reprobable —
respondió el pintor—. Pienso en algo así para elaborar mi pintura. Para un Sol
Naciente prefiero a Judas antes que a Apolo... Mire, observe esta gran cabeza
envuelta en sombras, la que he esbozado en el centro —e hizo unas cuantas líneas
más sobre el sol antiguo del rótulo—. Un rostro taimado oculto en sus manos,
véalo... Pero con una aurora luminosa detrás, como una representación de la gloria.
Y nubes horizontales y rojas. Y un gallo igualmente rojo aquí... El mayor de los
santos y el mayor de los pecadores, todo a la vez. Su reproche, el gallo; su halo de
13gloria, el Sol Naciente.
Como nimbado por un fulgor indescriptible trabajaba sin dejar de hablar. Pareció
una coincidencia, pero para acrecentar el simbolismo de la escena, el sol de la
tarde, espléndido, radiante, bañaba al pintor y bañaba su pintura incipiente
mientras del otro lado del valle, más allá del vado, las nubes de la tormenta ponían
un fondo oscuro a esta escena. Así visto, contra aquel siniestro magma tormentoso
púrpura e índigo, Gale parecía un artesano antiguo vestido con ropas hiladas en
oro, que pintaba frescos en una capilla igualmente dorada; una impresión que
crecía a medida que la cabeza y el halo de San Pedro tomaban forma gracias al
movimiento certero de sus manos.
Lady Diana se sentía llamada a soñar con una época lejana de la que, empero, no
sabía demasiado. Vagamente sentía hallarse envuelta, por ello, por las sagradas
artes y los no menos sacros oficios del Medioevo, época que conocía un poco
mejor. No le duró mucho esta sensación; lamentablemente, una sombra se
interpuso de golpe entre ella y el sol, de manera tan abrupta que en nada le sugirió
un encantamiento medieval. Mr. James Hurrel, el representante del artista bañado
en oro, ahora con el sombrero ladeado en su cabeza, se subió a la mesa sobre la que
estaba el pintor y poeta, y allí se sentó, a corta distancia del legendario artesano,
balanceando las piernas en el aire y con un cigarrillo entre los dedos, lo que daba a
la escena un aire más bien agresivo, por su manera mundana de fumarlo.
—Es que tengo que vigilarlo constantemente, milady, para que no estropee su
obra; a veces lo hace, ¿sabe? —se excusó el representante, consciente de que había
roto un cierto encantamiento, con voz tan sonora como alegre e impertinente; una
voz que, al igual que su presencia sobre la mesa, desentonaba agriamente con la
presencia del pío creador artístico.
Lady Diana Westermaine se dijo tan rápida como lúcidamente que no debía
demostrar enojo, ni siquiera incomodo; pero lo cierto es que estaba muy enojada,
más que eso, francamente herida por aquella grosera irrupción de Hurrel en la
escena de oro. No es que su conversación con el pintor, tan breve como se ha
reseñado, tuviera nada de especial; sin embargo, aquella presencia del
representante, que ahora fuesen tres en vez de dos, molestaba a la joven dama de
manera indecible, le suponía una intromisión inaceptable, contra la que encima
nada podía hacer toda vez que se exigía demostrar impavidez e incluso
indiferencia. Pero no comprendía cómo tan aurífero artista, tan gran caballero,
podía ir por el mundo de la mano de aquel tipo grosero, y lo que es más grave,
encomendarle el cuidado de sus asuntos. Mr. Hurrel, para ella, no era otra cosa que
un patán enano y desagradable, incapaz de ser el mejor consejero, o de hablar con
propiedad de San Pedro, o de cualquier cosa medianamente interesante. Para
colmo, una vez hubo tomado asiento sobre la mesa, el agente dijo a la joven dama
que si lo deseaba podía sentarse también ella, que le haría sitio... Lady Diana pensó
de inmediato que si hubiera sido él quien se ahorcara, ella, desde luego, no habría
acudido rauda a cortar la cuerda para salvarlo.
Así estaba, exigiéndose mantener la calma y rabiando de ira por el lamentable
14espectáculo que Hurrel había decidido ofrecerle, cuando una voz le susurró
suavemente casi al oído:
—Perdone, milady, pero quisiera hablar con usted, será un momento...
Al volverse se encontró casi encima al doctor Garth, quien parecía dispuesto a irse
de una vez por todas, pues llevaba la maleta en la mano.
—Ya me marcho —anunció el médico—, pero he creído oportuno hablar con usted
antes de hacerlo.
Se alejaron unos pasos en dirección a la carretera. Cuando consideró Garth que
estaban suficientemente lejos, se volvió bruscamente, como acuciado por la prisa,
y dijo:
—Los médicos nos encontramos a menudo ante situaciones difíciles, y mi sentido
del deber, acaso inoportuno ahora, me lleva a decirle algo de carácter muy
delicado... Prefiero hablar con usted en vez de hacerlo con su hermano, porque
estoy seguro de que es usted mucho más fuerte que él... Mire, señorita... La verdad
es que albergo ciertas sospechas sobre estos dos sujetos. .. Eso de ir por ahí
pintando rótulos...
Desde donde se encontraban, en un leve repecho de la carretera, lady Diana podía
contemplar bien el rótulo que pintaba el artista legendario, un rótulo que
ciertamente iba cobrando nueva vida gracias a los colores con que ya comenzaba a
trabajar Gale. El pintor, desde aquella perspectiva, le pareció aún más magnífico
que antes. Y el representante aún más infame que antes; no ya grosero, sino
grotesco. Prefirió contemplar al creador, que daba colores purísimos para
magnificar de la forma más extraordinaria lo que a la joven dama se le antojaba la
inocente mañana de un mundo nuevo.
—Me he enterado de que los llaman los Hermanos Celestiales —siguió diciendo el
médico— porque siempre van juntos, son inseparables... Bueno, pues debo decirle
que hay muchas clases de parejas inseparables y muchísimos motivos para que lo
sean... Pero, sobre todo, hay una clase de pareja inseparable que me inquieta más
que el resto, y la verdad es que lamentaría muchísimo verme mezclado en sus
historias.
—No tengo la menor idea de lo que pretende decirme —se limitó a exponer lady
Diana.
—¿No le sugieren esos dos algo así como una pareja formada por un loco y su
loquero?
El doctor Garth se dio media vuelta y echó a andar por la carretera, dejándola sola.
Lady Diana se sintió por un instante como si se le acabara de caer algo muy
apreciado desde una torre al abismo, aunque a la vez sentía que ni la torre era tan
alta ni el abismo tan hondo. Sí supo que se le debilitaba el pulso, eso lo notó
perfectamente mientras su imaginaria torre parecía verse amenazada por una
sacudida. Cuando comenzaba a recuperar el control de sí misma vio que llegaba
hasta ella su hermano, jadeante por el esfuerzo pero con expresión feliz.
—Acabo de invitar a nuestra casa a esos dos caballeros —le dijo—, para hablar
15más tranquilamente de negocios. Pero será mejor que nos vayamos, porque se
acerca la tormenta y si llueve mucho será difícil pasar el vado... tendríamos que
cruzarlo de dos en dos en nuestro destartalado cabriolé.
Sintiéndose como si soñara, Diana se vio desatando al caballo, primero, y al poco
con las riendas de nuevo entre sus manos. También como en un sueño oyó aquella
voz irritante de Hurrel proclamando: «Somos los Hermanos Celestiales, ¿saben?
Por eso no podemos separarnos». Y también como en un sueño oyó la voz de su
hermano, que decía: «Caballero, será sólo un minuto; luego volverá Wilson con el
cabriolé, no hay sitio más que para dos, compréndalo...»
Estaban de pie, cerca del umbral de la posada, y Gabriel Gale saltó de la mesa y se
acercó al cabriolé.
Entonces lady Diana sintió que le crecía en el pecho algo parecido a la
impaciencia, o acaso a la desconfianza, y con un tono de altiva indiferencia dijo:
—¿Viene usted primero, Mr. Gale?
El artista, al oírla, se puso pálido como si hubiera sido abrupta y súbitamente
iluminado por unos potentes reflectores. Miró atrás, por encima de su hombro, y de
un salto se sentó junto a la joven dama, casi al tiempo que el caballo, alargando el
cuello todo lo que le daba de sí, comenzaba a dirigirse al vado.
La lluvia había sido abundante más arriba, toda vez que el agua cubría casi por
completo las patas del caballo, y, a pesar de que sólo vadeaban el río, Diana se
sintió como si cruzara el Rubicón.
Enoch Wilson, el mozo de cuadra, uno de los pocos sirvientes que aún quedaban
en Westermaine Abbey, se había alejado para visitar a su padre sin sospechar el
decisivo papel que iba a tener en los sombríos acontecimientos que se produjeron
aquella noche. Por lo demás, su vida privada, como la de tantos espíritus
inmortales, en nada afecta al curso de esta historia... Pero baste señalar que era
completamente sordo, y que, como la gran mayoría de los mozos de cuadra, se
mostraba más afín a los modales y querencias de los caballos que a los modales y
costumbres de los hombres.
Lady Diana, al no verlo en la cuadra, lo buscó en los establos que se alzaban más
cerca del río que de la mansión, donde vivía el padre de Wilson. Una vez hubo
dado con él, le habló acaso con excesiva agitación y rapidez, pidiéndole que fuese
con el cabriolé a buscar a su hermano y al acompañante; le metió prisa pues era
evidente que en breve comenzaría a llover en todo el valle y el vado sería
imposible de cruzar. El mozo de cuadra vadeó en efecto el río bajo la amenaza de
la tormenta, y al aproximarse a la posada oyó como pueden oír los sordos unas
voces que le parecieron las propias de una discusión. Ocurría que Mr. Hurrel se
hallaba en plena expansión, en plena actividad de su entusiástica campaña. Pero el
mozo de cuadra creyó que las palabras y ademanes del terrateniente Westermaine,
su amo, le indicaban que se diera la vuelta y los dejara hablar en paz pues no
quería ser molestado, y así lo hizo, cruzando Wilson de nuevo el río, pero en
sentido contrario esta vez, y llevó después al caballo a su cuadra, felicitándose de
que la vuelta no les hubiera creado los problemas que a buen seguro hubiesen
16tenido en breve, ya que la tormenta descargaría en cosa de pocos minutos un
auténtico diluvio. Después se dio a sus ocupaciones habituales, dejando hacer al
destino.
Mientras, lady Diana, saliendo de las cuadras, emprendió el camino para reunirse
con su huésped, que ya se había dirigido a la casa para ponerse a resguardo de la
lluvia incluso antes de que comenzara a caer. Mientras subía por un sendero
sembrado de malvarrosas y altas plantas, avistó una inmensa formación de nubes
cargadas de lluvia, que parecía una isla, incluso un continente con montañas y
cráteres, flotando sobre el crepuscular perfil arbolado que cerraba el valle. En
aquel crepúsculo que cubría con vivos colores el jardín había ya un algo
espeluznante, una oscuridad amenazadora; pero en lo alto del abrupto sendero se
veía una gran mancha dorada sobre la cual se destacaba la figura en cuya busca
iba. La reconoció de inmediato por unas ropas oscuras que antes, cuando brilló el
sol, le parecieron de hilo de oro. Agitaba los brazos como débiles ramas batidas
por el viento; unos brazos que ahora parecieron a Diana inusitadamente largos. Le
pareció incluso que aquel cuerpo se desmembraba, o por lo menos se deformaba
por momentos. Hasta le pareció que no tenía cabeza, algo que no pudo sino
obligarla a decirse que aquello era una fantasía, un sinsentido. Pero justo entonces
la pesadilla dio paso a un absurdo, porque aquel hombre describió en el aire una
especie de salto mortal y cayó sobre sus pies tranquilamente, riéndose como un
orate. En realidad había estado haciendo el pino, apoyado sobre la cabeza, o mejor
dicho, sobre sus manos.
—Perdóneme —se excusó cuando la joven dama llegó a su altura—; suelo hacerlo
porque es muy útil para un paisajista buscar perspectivas nuevas, ver el paisaje al
revés, con la cabeza a la altura del suelo... Así contempla uno las cosas tal como
son en realidad; es una verdad preclara, tanto en el arte como en la filosofía —
quedó pensativo, como si meditase, y prosiguió—: Lo de ir erguido está muy bien,
pero si sabemos que los ángeles vienen de lo más alto es precisamente porque
cuelgan cabeza abajo. En realidad son los que tienen los pies en el suelo quienes
andan con la cabeza en las nubes.
A la joven dama no le dio precisamente risa la facha hilarante del artista, al
contrario. Fue la suya una sensación de miedo que no disminuyó cuando Gale bajó
la voz y le hizo una pregunta:
—¿Permite que le confíe un secreto?
Sonó entonces un gran trueno, un estallido fenomenal en el cielo que pareció llenar
toda la tierra, y antes de que ella pudiera darle o no su consentimiento, el artista se
puso a hablar en voz baja y tono grave, incluso en susurro.
—El mundo está cabeza abajo. Todos andamos cabeza abajo y hasta con la cabeza
en los pies. Somos como las moscas agarradas al techo. Si no nos caemos es
porque el milagro existe.
El restallido blanco de un relámpago cegó el crepúsculo; lady Diana experimentó
una sensación aún más sobrecogedora al observar la seriedad con que se expresaba
el pintor, su ceño duramente fruncido ahora. No pudo evitar que su tono de voz
17pareciera irritado al rebatirlo:
—Dice usted cosas de locos... —pero se detuvo presa del pánico, pues volvió a
dejarse sentir un gran trueno, cuyo eco parecía repetir loco, loco., loco; lady Diana
acababa de dar forma con sus palabras justo a la idea más horrenda, a la que por
nada del mundo hubiera querido que le alumbrase el cerebro.
La lluvia había hecho que aumentara considerablemente el caudal del río, pero en
el jardín de la mansión aún no caía una gota. Diana dudaba, sin embargo, de que
aquel hombre pudiera sentir la lluvia. No parecía capaz más que de seguir la
ilación propia de sus ideas delirantes, y no cesaba de hablar una vez que había
comenzado a hacerlo, como si en realidad lo hiciese consigo mismo... Seguía
perorando sobre el andar cabeza abajo como expresión del más certero
racionalismo.
—Recordará usted que San Pedro, de quien ya hemos hablado, fue crucificado
cabeza abajo —dijo Gale—. Pues bien, no puedo dejar de pensar que su humildad
innegable fue así premiada, con esa visión última, la más bella de su existencia
corpórea, antes de que le llegara la muerte. San Pedro pudo ver el paisaje tal como
es, las estrellas cual flores, las nubes como colinas... Y los hombres colgando a
merced de Dios.
Una gota de agua más bien grande cayó sobre el poeta; el efecto que provocó en él
fue indescriptible; pareció que lo aguijoneaba como una avispa, sumiéndole en una
especie de trance: comenzó a caminar haciendo círculos a la vez que exclamaba
con una voz distinta, más natural:
—¡Dios mío! ¿Dónde está Hurrel? ¿Qué demonios hace todo el mundo? ¿Por qué
no estamos todos juntos de una maldita vez?
Llevada por un impulso que no es necesario analizar, lady Diana se inclinó sobre
unos altos lirios y se asomó al valle, mirando en dirección a la posada. Así vio,
entre los lirios, la muy crecida corriente que daba al río un aspecto infranqueable,
el propio de un caudal mortífero.
Aquel río le pareció el símbolo de algo más grave aún que la evidencia de que
estaba sola en la peligrosa compañía de un loco. Tenía la sensación, hiriente
aunque vaga, de que la locura en sí misma no era sino una circunstancia
abominable, y en la situación concreta en que se hallaba, un obstáculo insalvable
entre ella y aquel algo aún indescifrable pero que sin embargo intuía que pudo
haber sido hermoso y llenar su alma. Otro río brutal que se interponía entre ella y
su particular país de las hadas.
Fue entonces cuando Gabriel Gale lanzó un grito sobrecogedor, pues acababa de
reparar en el caudal torrencial que corría más abajo.
—En el fondo tenía usted razón —dijo sumamente angustiado—; usted habló de
Judas pero yo osé hablar de San Pedro. He cometido blasfemia, he caído en un
pecado sin absolución posible. Yo soy el único traidor; yo soy el hombre que
entregó a Dios —concluyó en un tono más grave y resignado.
El agudo dolor de la realidad, tan fría, hacía que la mente de la joven fuese
18cobrando el sentido necesario. Había oído hablar de esos dementes que se
autoinculpan de pecados terribles. Con la frialdad necesaria, y su correspondiente
dolor, vio que se rearmaba, que le volvían las fuerzas y la valentía naturales
siempre en ella, y se aprestó a hacer algo, aunque tampoco sabía qué era lo que
debía hacer. Mientras luchaba consigo misma desechando posibilidades, una luz
encendida en cierto modo por el propio loco que tenía ante sí comenzó a darle la
solución, pues Gale corría cuesta abajo, en dirección al vado ahora infranqueable.
—Tengo que cruzar el río aunque sea a nado —oyó que decía Gale—. No debo
separarme de Hurrel... ¡No puedo separarme de Hurrel! ¡No sé qué podrá suceder
sí no está conmigo!
Diana lo siguió, sorprendida al ver que variaba el rumbo en un punto de su alocada
carrera cuesta abajo, para desviarse y dirigirse a las cuadras en vez de al río.
Apenas pudo preguntarse qué pretendía aquel pobre loco y ya lo vio luchando con
el caballo, que se le resistía, para meterlo entre las varas del cabriolé.
Curiosamente, verlo así la reconfortó; se alegró de comprobar que aquel hombre
aparentemente tan lánguido y pusilánime tenía la fuerza de un hombre de verdad,
aunque fuese la fuerza de un hombre verdaderamente loco. No obstante, su
serenidad, el respeto que se tenía, hicieron que no permaneciese pasiva ante lo que
observaba, que no podía considerarse de otra manera que como un suicidio
inminente. Por muy loco que estuviera aquel hombre, en la medida en que ansiaba
a toda costa reunirse con su loquero, no hacía más que cumplir con su deber de
buen demente, y no quería ella ver cómo se extinguía el que acaso fuera último
destello de cordura de Gale, que luchaba en esos momentos por abrirse paso a
través del muro de las extravagancias propias de su enfermedad mental.
—Déjeme conducir al caballo, que irá mejor si lo guío yo... A ver si podemos
lograrlo... —dijo entonces lady Diana con un tono inusitadamente vivo.
Ya se había puesto el sol tras las colinas y la noche se iba cerrando sin tregua,
sumida en la oscuridad temprana de la tormenta. A medida que el cabriolé se
acercaba a la margen del río, lady Diana comprobó la gran violencia del caudal en
auténtica torrentera; el agua hacía olas, formaba crestas y cavernas; parecía el agua
de un mundo subterráneo precipitándose de manera inexorable hacia el Styx 2 para
sumarse a sus aguas. Pero no se le ocurrió llamarlo, siquiera metafóricamente, el
río de la muerte, pues se precipitaban sus aguas contra el coche y el caballo de
manera que amenazaban con la muerte nada metafóricamente, haciendo que fuese
vacilante el paso del bruto y obligando a sufrir duras sacudidas a los humanos que
iban en el cabriolé. Los truenos se dejaban sentir de continuo. No había más luz
que la de los relámpagos. Su acompañante, para colmo, tampoco cesaba en su
monólogo, algunos de cuyos fragmentos resultaban a la joven dama más
impresionantes que los propios truenos. Llegó a temer, con toda la convicción, con
toda la razón y con todo el sentido de la realidad que poseía, que aquel hombre
incluso podía destrozarla de un momento a otro, de tan loco como estaba. Bajo
todo esto, sin embargo, había algo más, contrario e increíble; algo que hundía sus
2
Estigia, el río o laguna de los poemas homéricos que daba siete vueltas alrededor del infierno. (N. del T.)
19raíces en la necesidad de compañía y en el heroico comportamiento del que hacía
gala; algo tan profundamente arraigado estaba que incluso la hacía parecer, a la vez
que miedosa, exultante, y en un trance próximo a la felicidad.
El caballo estuvo a punto de ser vencido por la corriente cuando llegaban al otro
lado del vado, pero resistió gracias a que Gale, inopinadamente, saltó del coche y
lo guió del bocado aunque el agua le llegaba casi a la cintura. En medio de la
tormenta oyeron por primera vez unas voces que parecían tener origen en la
posada, unas voces fuertes y agudas, como si en verdad se estuviera produciendo
una discusión o una conversación tan importante y necesaria como la que el sordo
mozo de cuadra había supuesto. Se dejó sentir igualmente el ruido de una silla que
se estrella contra el suelo. Gale llevó el caballo a tierra firme con la fuerza de un
diablo, soltó después la brida y echó a correr hacia la posada. Entonces un grito
estridente pareció atravesar la noche como un cuchillo para desvanecerse
lentamente como un sollozo entre las hierbas de las márgenes del río, como si las
hierbas fuesen los espíritus del río Hades; incluso los truenos parecieron
enmudecer para mejor oír aquel lamento. Pero antes de que los truenos dejaran
sentir de nuevo su voz se vio el largo destello de un relámpago que pareció
iluminarlo todo como la propia luz del día, ofreciendo a la vista con perfecta
claridad las ramas y los arbustos de las alturas más frondosas, hasta los tréboles de
los prados próximos al río. Con idéntica nitidez presenció la joven durante un
instante una escena en verdad abominable, aunque no pudiera considerarse extraña;
algo que regresaba a ese lugar como una horrible pesadilla vuelve una y otra noche
a los sueños: la negra silueta de un hombre balanceándose colgado del rótulo de El
Sol Naciente. Pero no se trataba del mismo hombre de antes.
Diana pensó por unos instantes que también ella había enloquecido sin remedio;
creía que su razón se le negaba, hundida en la excitación nerviosa; quiso que todo
lo que veía no fueran más que puntos negros en el aire, a los que su imaginación,
por el agotamiento de sus facultades intelectuales, daba forma. Pero resultaba que
uno de aquellos puntos negros del aire se parecía mucho a su hermano, y el otro,
casi a la altura del suelo, se parecía al muy activo, enérgico y emprendedor hombre
de negocios llamado Mr. James Hurrel, quien, en ese preciso instante, mostraba
una energía distinta a la que había ofrecido anteriormente, pues se limitaba a bailar,
a girar, a dar saltos y a mostrar toda clase de piruetas excéntricas y hasta groseras
ante la silueta que se balanceaba colgada del rótulo de la posada.
Tras el relámpago volvió a hacerse la oscuridad; de inmediato oyó la voz de Gale,
una voz tan fuerte y sobria como nunca supuso que la tuviera, una voz que se
impuso a la fuerza del viento y al eco del trueno que siguió al relámpago.
—Ya está bien —dijo—, ya está a salvo.
Aunque le costaba comprender lo que había visto, supo que habían llegado a
tiempo mientras un escalofrío de pánico la sacudía de la cabeza a los pies.
Aún no acertaba a ver y a entender del todo cuando entró con paso inseguro, con
las piernas temblorosas, en el salón de la posada, donde vio sobre la mesa una
lámpara de aceite humeante alrededor de la cual se hallaban los tres personajes de
20la tragedia recién frustrada. Allí estaba su hermano, que se recuperaba de un
colapso, con cara de convaleciente; tenía ante sí una copa llena hasta arriba de
buen coñac y parecía abatido en la butaca. Gabriel Gale seguía de pie, con la
actitud propia de quien asume el mando ante una situación difícil, con el rostro
blanquísimo, duro como el mejor mármol. Mr. Hurrel hablaba en tono bajo, con
gran calma, mientras le señalaba con el dedo como quien da una orden a un perro.
—Lárgate allí, junto a la ventana; no debes alterarte por ningún motivo —le dijo.
Gale obedeció entonces; tomó asiento en el otro extremo de la habitación y se puso
a contemplar impávidamente la tormenta a través de los cristales, sin prestar
atención a lo que sucedía.
—¿Pero qué significa todo esto? —acertó a preguntar al fin lady Diana—. Creía
que usted... Pero la verdad es que ya me avisó el doctor Garth de que no eran
ustedes más que un loco y un loquero...
—Así es, milady, lo somos —terció entonces Gale—. Ya ve usted que sí... Pero el
loquero ha tenido un comportamiento mucho más demencial que el loco.
—Creí que el loco era usted —dijo ella con bastante simplismo, de tan asustada.
—No —respondió Gale—. Yo sólo soy el criminal.
Estaban ahora en el umbral; hablaban con voces ahogadas por la tormenta; estaban
tan solos como poco antes, mientras vadeaban el río. Diana no podía sino recordar
el diálogo que habían tenido antes de que comenzara a llover; tampoco podía
olvidarse del extraño monólogo que había oído en el cabriolé a Gale, quien usó de
un lenguaje violento y misterioso.
—Cuando veníamos hacia aquí —habló ella—, dijo usted cosas que se me antojan
más graves aún que lo que le acabo de escuchar... ¿Por qué dice algo tan brutal
contra sí mismo?
—Sí, es posible que me expresara de manera un tanto brutal —aceptó Gale—. Y es
posible que no estuviese usted equivocada... Siento simpatía por los locos y por eso
puedo andar con ellos. Soy el único que puede mantener bajo control a este
lunático... Es una historia muy larga que quizás le cuente algún día... Resulta que
este pobre muchacho me hizo una vez un gran favor, que sólo puedo devolverle
cuidando de él y salvándolo de la infernal brutalidad de los loqueros... Más de una
vez me han dicho que tengo un talento especial para cuidar de los locos, que tengo
una especie de gran capacidad de comprensión y de imaginación psicológica. Por
lo general siempre sé qué piensan hacer; he conocido a bastantes locos, de modos y
maneras muy diferentes; he conocido a maniáticos religiosos que se creían
divinidades o condenados; he conocido a revolucionarios obcecados que creían por
igual en la dinamita y en el nudismo; he conocido a filósofos lunáticos acerca de
los cuales tendría muchas cosas que contarle, milady; he conocido a hombres que
se comportaban como si en verdad vivieran en otro mundo y bajo otras estrellas...
Pero de todos esos maniáticos el más loco es este hombre de negocios, puede
creerme.
Esbozó una sonrisa amarga, pero volvió a ensombrecerse con dureza su rostro muy
21pronto y siguió diciendo:
—En cuanto a lo que decía usted, sí, es posible que me haya expresado con
excesiva dureza contra mí mismo, pero tenga por seguro que me lo merezco.
¿Acaso no abandoné a este pobre loco, convirtiéndome por ello en un traidor? ¿No
hice lo que Judas, dejar a un pobre amigo a merced de la desgracia? Es verdad que
nunca le había dado un ataque como éste, pero no es menos cierto que el corazón
me palpitaba terriblemente para avisarme de que tras presenciar el intento de
suicidio del posadero pudiera ocurrírsele alguna idea semejante... Pero le juro que
nunca supuse que llegara a intentar algo así con su hermano; créame que, si llego a
imaginarlo... Bueno, no me creo con el menor derecho a excusarme. He dejado
llegar las cosas a tales extremos que a punto se ha estado de causar un crimen... Yo
soy quien tenía que balancearse ahora mismo colgado del rótulo, si es que la horca
puede resultar castigo suficiente por lo que he hecho.
—¿Por qué...? —comenzó a preguntar lady Diana sin mucha convicción, pero se
detuvo de golpe, llevada de la sensación de que se abría ante ella un mundo
completamente distinto al que hasta entonces había conocido.
—¿Por qué? —repitió Gale con la voz más alterada—. Bien sabe usted por qué...
Bien sabe usted lo que tantas veces ha hecho que un centinela abandone su puesto
de guardia. Bien sabe usted qué llevó a Troílo al abandono de Troya, qué fue lo
que hizo que el pobre Adán tuviera que salir del Paraíso... No creo necesario
decírselo. Y tampoco tengo derecho a hacerlo.
Lady Diana miraba a lo más oscuro con una sonrisa singular dibujada en los labios.
—Bien; queda aún —dijo— esa otra historia que ha prometido contarme algún
día... ¿Quizás si volvemos a encontrarnos?
Y le tendió su mano fuerte en señal de despedida.
Cuando a la mañana siguiente el sol volvió a bañar aquellos parajes los dos
fantásticos y a la vez siniestros personajes ya seguían su camino. Ida la tormenta,
cantaban los pájaros; nada hacía presagiar, en aquella calma, en aquel ambiente de
normalidad, las cosas extrañas que aún sucederían antes de que lady Diana y
Gabriel Gale volvieran a encontrarse. Tras aquella noche de espanto la joven dama
hallaba ahora solaz en el reposo y la contemplación, sin dejar de recordar aquellas
palabras referidas a un mundo que estaba cabeza abajo, aunque se decía que sólo
aquella noche el mundo había estado en verdad cabeza abajo, y durante más
tiempo del que pudiera resultar divertido. Sin embargo, aún le era imposible
analizar aquella sensación de que, a pesar de todo lo ocurrido, al fin había
encontrado algo muy próximo a un equilibrio verdadero.
22II
EL PÁJARO AMARILLO
Eran cinco los hombres que hicieron un alto en la cumbre de una colina sobre un
valle lo suficientemente hermoso como para que se pudiera tenerlo por un paisaje
espléndido, aunque un tanto agreste y abandonado como para aludir a él cual
panorama idílico. Aquellos cinco hombres formaban un grupo de artistas que
habían ido de excursión; sin embargo, una vez alcanzada la cumbre de la colina, ni
prosiguieron su camino hasta concluir la excursión ni se dieron a la práctica de
cualesquiera artes.
Daba la impresión de que habían llegado al último confín de la tierra. Un confín
del mundo, empero, que al parecer ejercía sobre ellos curiosos y variados efectos,
según sus respectivas características personales, no obstante lo cual con un claro
denominador común, como lo era el hecho de que todos sin excepción parecían
haber alcanzado ese algo definitivo, aunque vago, difícil de precisar, que buscaban.
La bondad del lugar en donde estaban, en cualquier caso, era tan difícil de definir
como única, aunque no hubiera allí nada distinto de veinte valles cualesquiera de
aquellos condados occidentales de las colinas del País de Gales. Las verdes laderas
de las colinas se perdían en los bosques umbríos y hasta negros en su contraste con
ese verdor, pero a los que los troncos grises de los árboles daban una luz especial al
reflejarse en las aguas del río serpenteante como onduladas columnas. Algo más
allá, en una de las márgenes del río, la tierra despejada de árboles formaba una
especie de tablado en el que hubieran puesto huertos y jardines entre los cuales se
alzaba una casa antigua de ladrillos rojos en la que destacaban los azules postigos,
y a cuya fachada se aferraban plantas trepadoras salvajes, más como el musgo se
agarra a la piedra que como las flores de un parterre lo hacen a las casas. Aquella
casa tenía el tejado plano, en cuyo justo medio destacaba la boca de una chimenea;
un leve hilo de humo blanco subía vertical hacia el cielo, como si quisiera dar fe
con su constancia inalterable de que no se trataba precisamente de una casa
deshabitada. Sólo uno de aquellos cinco hombres albergaba un motivo especial
para contemplar casi ensimismado la casa.
El más maduro de aquellos cinco artistas era un hombre moreno, vivaracho, de
expresión que denotaba variadas ambiciones y ojos nerviosos bajo las gafas; un
poco más adelante cobraría fama como pintor, con el nombre de Luke Walton;
contemplaba la casa de manera especial, a tal punto que su contemplación, llegado
un momento, pareció hostigarlo tanto como una mosca, e incluso como algo peor.
No hallaba nada que le gustase; no paraba de cambiar de sitio su silla plegable,
como si cambiara de localidad en un teatro, ante la risa burlona de los demás.
Otro de aquellos cinco era un muchacho gordo y muy rubio que se llamaba Hutton
y que contemplaba la escena con mirada de bóvido. Hutton, después de tomar unos
apuntes del natural en su cuaderno, anunció con voz casi estentórea que aquel lugar
23le parecía idóneo para que se entregaran definitivamente al picnic, por lo que él se
disponía a comer, importándole poco lo que decidieran hacer los otros.
El tercero, también pintor, se mostró de acuerdo con él, aunque como tenía tanta
fama de poeta como de pintor, al menos entre sus amigos, no podía hacer otra cosa
que no fuese dejar a un lado el trabajo a la menor oportunidad que se le presentara.
El artista en cuestión se llamaba Gabriel Gale y no parecía dispuesto a perder el
tiempo entrando en éxtasis ante un paisaje más, y menos aún ponerse a pintarlo;
así, después de comer su sandwich de jamón de un par de mordiscos, y de beber un
largo trago de vino rojo de la frasca que le ofreció uno de sus amigos, se echó boca
arriba bajo un árbol para contemplar el crepúsculo a través de las hojas tremolantes
en las ramas, haciendo creer a unos que se había dormido y a otros que ideaba
versos.
El cuarto era un hombrecillo de ademanes felinos y baja estatura; se apellidaba
Garth y era algo así como miembro honorario del grupo de artistas, pues en
realidad mostraba mayor interés por las ciencias que por las artes, y en vez de una
caja de pinturas llevaba al hombro una cámara fotográfica. Pero no sería justo decir
que era incapaz de apreciar la belleza de un paisaje; por el contrario, se dispuso a
colocar el trípode de la máquina de manera que abarcara la casa y el jardín. En ésas
estaba cuando el quinto hombre, que hasta entonces ni se había movido, ni dicho
una palabra, hizo un gesto violento y rápido, tan rápido y violento, que más que
una cámara fotográfica pareció que intentara detener el disparo de un fusil a punto
de causar una muerte.
—¡No! —gritó—. Bastante triste resulta ya que alguien trate de pintarla...
—¿Qué le ocurre? —se extrañó Garth—. ¿No le gusta esa casa?
—Al contrario, me gusta demasiado... O, mejor dicho, la quiero demasiado como
para que sólo me guste, aunque sea demasiado...
Este quinto artista era el más joven de aquellos hombres, aunque había alcanzado
ya algunos éxitos y gozaba por ello de cierta fama en la región, de una parte porque
había consagrado su arte a los paisajes de la zona y a las leyendas de la tierra, y de
otra porque pertenecía a una familia de terratenientes muy conocida y apreciada
por quienes moraban entre las colinas. Era alto, con el cabello de color castaño
oscuro; tenía el rostro moreno y alargado; destacaba en él su nariz aquilina, que si
bien es cierto que no resultaba muy bella, no es menos verdad que otorgaba al
joven un aire la mar de aristocrático. Su mirada parecía velada de continuo por un
aire de tristeza inconmensurable, lo que hacía que se le echaran unos cuantos años
más de los que en realidad tenía. Era el único que no había hecho el menor ademán
de ponerse a trabajar, a comer, a reposar, ni a nada, en cuanto llegaron a la cumbre
de la colina. Mientras Walton movía su silla plegable de un sitio a otro, mientras
Hutton masticaba a dos carrillos, mientras Gale seguía tumbado bajo el árbol en su
aparentemente dulce lecho de hojas caídas, él había permanecido tan inmóvil como
una estatua mirando fijamente hacia la casa. Sólo cuando Garth comenzó a montar
su cámara fotográfica en el trípode decidió levantar la mano y decir lo que dijo.
Garth lo miró irónicamente, una mirada que acentuó las facciones angulosas de su
24rostro. El científico, acaso por ser bajito, era un hombre de admirable sentido del
humor.
—Esto me hace pensar que hay una historia oculta, querido amigo —dijo—; no sé
por qué, pero me parece que tiene usted ganas de hacerme alguna confidencia, ¿a
que sí? Cuéntemelo, hombre; le aseguro que soy perfectamente capaz de guardar
un secreto, se trate de lo que se trate... Soy médico y estoy acostumbrado a guardar
secretos. Créame, sobre todo guardo muy bien los secretos de los chiflados... Se lo
digo para animarle...
El joven, llamado John Mallow, continuaba mirando hacia la casa con expresión
dolorida. Algo en su rostro, sin embargo, demostró que su amigo tenía razón, que
ardía en deseos de hacer una confidencia.
—No se preocupe por los demás —lo animó Garth—, que no pueden oírnos...
Están muy ocupados con eso de no hacer nada. ¡Hutton! ¡Gale! —gritó—. ¿Pueden
escuchar lo que decimos?
—Sí, estoy escuchando el canto de los pájaros —se dejó sentir la voz de Gale
saliendo de su lecho de hojas caídas.
—Hutton se ha dormido —dijo Garth—. Claro, con lo que come... ¿Usted no
duerme, Gale?
—No duermo, pero sueño —respondió el poeta—. Si uno permanece mucho rato
mirando hacia arriba, comprueba que no hay arriba ni abajo, que sólo hay algo que
podríamos definir como un sueño luminoso, o todo lo más, verde. Y los pájaros
parecen entonces peces. Son formas, simplemente, de distintos colores; formas que
se perciben a través de las hojas de los árboles, verdes, pardas, grises... Pero ahora
mismo estoy viendo un pájaro que en realidad es un pez completamente amarillo.
—Seguro que es un pájaro carpintero —dijo Garth—. ¿Golpea la madera del árbol
usando el pico como si fuera un martillo?
—No tiene pico ni nada que se parezca a un martillo —respondió Gale con voz
soñolienta—. Tampoco tiene una forma especialmente extraña.
—¡Burro! —le gritó Garth con cierta aspereza—. ¿Acaso cree que se va a parecer a
un empleado de una casa de subastas? Desde luego... Ustedes, los poetas, estarán
muy versados en asuntos de la naturaleza, pero no tienen la menor idea de historia
natural... En fin, Mallow —dijo dirigiéndose de nuevo al joven—, ya ve que no
tiene nada que temer de nuestros amigos; puede hablar tranquilamente, incluso sin
bajar la voz... Dígame qué hay de su casa...
—Esa casa no es mía —respondió Mallow—. Es de una vieja amiga de mi madre,
una viuda, Mistress Verney. Como puede observar, la casa parece a punto de ser
devorada por la vegetación, porque los Verney han ido arruinándose poco a poco
hasta no ser nada y ya no saben qué hacer, ni toman la menor iniciativa sobre su
propiedad. Ya no están en el principio del fin, sino en el final más lamentable y
triste. Pero le digo que he pasado en esa casa los momentos más felices de mi vida,
unos momentos de felicidad incomparables... Nunca podré disfrutar de algo que se
le aproxime siquiera.
25—¿Tan encantadora era Mistress Verney? —preguntó Garth con cierta cautela—.
¿O quizás deba suponer que hay una generación más joven?
—Hay, en efecto, una generación más joven, para mi desgracia —respondió
Mallow—. Una generación que ha crecido de una forma... digamos revolucionada.
Una generación que ha crecido hasta superar todo lo que me pueda caber en la
cabeza —hizo una pausa, tras la cual preguntó a Garth—: ¿Cree usted en una
mujer médico?
—No creo en ningún médico, sea hombre o mujer. Recuerde que yo soy médico.
—Bien, en realidad no se trata de una mujer médico, sino de algo por el estilo —
siguió diciendo Mallow—. Estudia Psicología y cosas así... Laura se lo ha tomado
muy en serio y trabaja con psicólogos rusos.
—Digamos que su estilo narrativo me parece harto conciso, pero creo que Laura es
la hija de Mistress Verney, ¿me equivoco? —preguntó Garth—. Y supongo
también que Laura tiene algo que ver con aquellos días tan felices de los que me ha
hablado, los que no volverán...
—Suponga lo que le venga en gana, ya sabe lo que quiero decir —le soltó el joven
dando un respingo—. El asunto que de veras importa es que Laura tiene unas ideas
radicalmente nuevas y ha logrado convencer a su madre para que se baje del
caballo de la aristocracia de rancio abolengo, aunque pobre, sea al precio que sea.
No quiero decir que no tenga algo de razón, dadas las circunstancias por las que
pasa la casa, pero la modernidad de las ideas que profesa Laura causa algunas
complicaciones, incluso enojosos desórdenes. Laura no sólo ha decidido ganarse la
vida por sí misma, sino que lo hace en el laboratorio de un misterioso moscovita. Y
ha obligado a su madre a tomar un huésped de pago en la casa... Y el huésped de
pago es el misterioso psicólogo moscovita, que al parecer gusta de retirarse a
descansar al campo cuando sale de su laboratorio.
—Y supongo que además de moscovita y psicólogo es joven y apuesto —aventuró
Garth.
—Anoche —prosiguió Mallow—, se instaló en la casa a última hora; por ese
motivo los he traído a todos ustedes aquí. Les dije que se trataba de un paraje
hermosísimo, y lo es, ciertamente... Pero no quiero pintarlo; ni siquiera, en el
fondo, quiero visitarlo, aunque los haya arrastrado a ustedes hasta aquí. Pero no
puedo negar que tampoco me desagrada estar cerca de esa casa.
—Comprendo; como no podía librarse de nosotros, pues ya se había comprometido
a participar en la excursión, nos ha traído hasta aquí... Bueno, da igual... Dígame
qué sabe de ese profesor ruso.
—No sé nada de él, salvo que es un hombre de prestigio en la ciencia y en la
política. He oído decir que hace años logró evadirse de Siberia, volando los muros
de la cárcel en la que estaba con una bomba que él mismo hizo. De ser verdad eso,
es un hombre de gran valor, sin duda. También he oído decir que ha publicado un
libro titulado algo así como Psicología de la Libertad, pero de lo que estoy seguro
es de que Laura comparte todos sus puntos de vista, es más, de que está
absolutamente subyugada por sus tesis. No lo entiendo, créame; Laura y yo nos
26conocemos y queremos de toda la vida, no creo que pueda tomarme por un
estúpido, y por supuesto que yo mismo tengo razones para no considerarme un
imbécil... Debo confesarle, sin embargo, que en los últimos tiempos, cada vez que
Laura y yo nos hemos encontrado, parecíamos dos personas que van en sentido
contrario y se cruzan a determinada altura del camino. Me parece que ella se aleja,
va hacia el exterior, y yo me ensimismo, voy hacia mi interior. A medida que va
pasando el tiempo sé más cosas, más mundo conozco, leo más libros, soy capaz de
responderme a preguntas de mayor complejidad, y no obstante todo eso me siento
imperiosamente llamado a volver a los lugares donde crecí, donde fui niño, donde
disfruté de los juegos, como un pájaro que regresa a su nido. Eso, desde luego,
reduce mi círculo inevitablemente. Creo con absoluta convicción que un viaje no
es tal si uno no regresa a su casa; es más, creo que no hay otro motivo para hacer
un largo viaje que el de regresar a casa. Laura ve las cosas de manera muy
diferente. Podría comprender incluso que para ella esta casa sea la cárcel y estas
colinas los muros que la circundan, pero me parece que sus tesis últimas no se
deben sino a la influencia que sobre ella ejerce ese psicólogo moscovita; dice
Laura que en su propio valle, en su propio jardín, los árboles crecen únicamente
para asomarse al exterior, algo así como la expresión latina que habla de echar
ramas... Según Laura, en el verbo irradiar radica la auténtica felicidad. Quizás
tenga razón, no lo pongo en duda; pero en cualquier caso, de lo que sí puedo estar
seguro es de que yo irradio hacia mi interior. Por eso pinto mis cuadros en este
rincón del mundo y sobre este rincón del mundo; y si únicamente pudiera pintar
este valle, tenga por seguro que haría un cuadro tras otro del jardín de esa casa; y si
sólo pudiera pintar ese jardín, me limitaría a recoger en mis cuadros las
enredaderas que hay bajo la ventana de la habitación de Laura.
Hutton despertó con un bostezó sonoro y echó a andar desperezándose hasta donde
el más dispuesto Walton había empezado ya a pintar, al fin, tras decirse que había
encontrado una buena perspectiva. El poeta Gabriel Gale, sin embargo, continuaba
echado bajo el árbol, contemplando boca arriba las hojas de los árboles para
creerlas así boca abajo. Cuando Garth le dijo algo, se dignó a responderle, si bien
con bastante desgana, lo siguiente:
—Han expulsado al amarillo.
—¿Cómo? ¿A quién han expulsado? —preguntó Mallow sin poder disimular su
sobresalto.
—Los otros pájaros... Se han puesto a pegar picotazos al amarillo hasta echarlo de
aquí —dijo Gale.
—Puede que lo considerasen un intruso, y hasta un indeseable, sólo eso —aventuró
Garth aguantándose la risa.
—O puede que se hayan creído lo del peligro amarillo —dijo Gale a modo de
conclusión, sumergiéndose de nuevo en sus ensoñaciones.
Mallow, en vista de que el poeta nada más decía, prosiguió su doliente monólogo:
—Ese psicólogo se apellida Ivanov, no sé si lo conocerá usted, al menos de
nombre... Parece que se ha puesto a escribir otro libro nada más llegar aquí; Laura
27viene a ser su secretaria, algo así; por una cosa que me comentó la última vez que
hablamos brevemente, intentan dar forma a la teoría matemática de la eliminación
de los límites y...
—¡Mire! —exclamó entonces Garth—. Parece que esa especie de fortaleza con
almenas y todo genera algo de vida en su interior... Alguien ha abierto una
ventana...
—Me parece que no ha observado usted la casa con tanto detenimiento como yo...
Es lógico... —dijo Mallow tratando de mostrarse calmado—. Esa ventana del
ángulo izquierdo ha estado abierta todo el rato; en realidad siempre está abierta. Es
la ventana de un pequeño gabinete contiguo al dormitorio de invitados, que Laura
siempre ha utilizado como cuarto de trabajo, está lleno de cosas suyas... Pero me
temo que ahora lo ocupa también el huésped.
—Bueno, si es un huésped de pago, ha de sentirse cómodo —observó Garth.
—Pero no deja de ser un huésped raro, y no sólo un extraño... Y espero que sea, en
efecto, un huésped de pago, sólo eso. Pero, mire... Ahora sí están abriendo una
ventana... Fíjese en los postigos; es la del extremo de la gran biblioteca de la casa...
Preferiría pensar que es ahí donde enclaustran al psicólogo para que trabaje a
gusto... Es más, me gustaría que no saliera de ahí.
—Puede que el Filósofo esté tratando de aplicar una de sus teorías a las corrientes
de aire —dijo Garth—. Él, o quien sea, ha abierto tres ventanas más y mire, ahora
parece estar luchando con otra que se le resiste.
Se abrió una quinta ventana; vieron que, al hacerlo, una rama trepadora que subía
hasta allí se tronchó y cayó al jardín; fue como si una cadena verde que condenaba
aquella estancia de la casa, que Mallow pretendía prisión para el psicólogo ruso, se
rompiera para procurarle la libertad. Fue como si alguien hubiese roto el sellado de
una tumba.
Mallow mostró entonces un semblante mucho más que sombrío. La presencia de
aquel revolucionario idealista en la casa de Laura, en el que veía un rival, suponía
para él poco menos que una agresión. Las ventanas de aquella casa seguían
abriéndose una tras otra, como un Argos que despertara de un largo sueño. Mallow
no podía sino extrañarse ante semejante actividad; jamás le había parecido aquella
casa una planta que se abre. Pronto se abrieron todas las ventanas a la luz clara del
día. La gran biblioteca de la casa debía de estar ya bien iluminada, bien aireada.
Garth había dicho algo acerca de las corrientes de aire y la filosofía; pero ahora
aquello parecía ocupado por una especie de oficiante de un rito pagano que hubiese
convertido la casa en la morada de los dioses de los vientos.
En aquella visión de hora matutina había algo más; no era sólo la hilera de
ventanas abiertas, por mucho que de común estuviesen trancadas. El despliegue de
vida que aquello suponía era en sí algo fantástico, confería a la escena un aire
nuevo, un aire fresco que en vez de entrar por las ventanas saliera de ellas. Ya
estaba el sol alto, pero aún envolvía la casa la neblina matinal para hacerla brotar
de la misma explosión de la aurora. Los árboles del bosque, que parecían abrirse
como abanicos, daban la impresión de murmurar al mecerse las hojas de sus ramas
28el verbo irradiar, absolutamente desconocido para ellos hasta entonces. Flotando
sobre sus copas, las nubes, cual despedidas por una ignota fuerza centrífuga,
arrastraban los colores del amanecer como si quisieran asentarlos incluso en el
mediodía.
Mallow sentía un cierto estremecimiento ante todas aquellas cosas tan frescas, tan
novedosas, en expansión inevitable, que le atraían y repelían a la vez. Todo, bajo
aquel hálito, parecía maravillosamente desproporcionado, hasta en movimiento.
Incluso el marco de la puerta que daba acceso al jardín, un marco relativamente
destrozado, parecía balancearse dulcemente ante sus ojos.
Una exclamación de Garth lo sacó de su silenciosa contemplación, de aquel sueño
en estado de vigilia que, más bien, era como una pesadilla nocturna sufrida bajo el
imperio de la luz del sol.
—¡Caramba, pero si aún le quedan ventanas! Ha abierto la del tejado —dijo el
médico.
El cristal de la claraboya del tejado, bajo los rayos del sol, había lanzado un
destello blanco que anunció la inmediata salida de un hombre. A la distancia en la
que se hallaban poco podían ver de él, salvo que era un hombre alto y delgado, de
buen porte, y que peinaba un muy rubio cabello brillante como el oro. Vestía un
batín de vivos colores, que por su brillo bajo el sol no podía ser sino de seda. Ya en
el tejado, se desperezó alzando los brazos lentamente, manteniéndolos así un buen
rato, con evidentes muestras de satisfacción; esa satisfacción del hombre que acaba
de ser arrancado dulcemente de un largo sueño no menos dulce.
—¡Obsérvelo usted! —dijo Mallow a su amigo, haciendo una mueca extraña,
indescriptible, que de inmediato se borró de su rostro—. Me parece que ha llegado
el momento de que les haga una visita.
—Sí, creo que debería hacerlo... ¿Prefiere ir solo? —le preguntó Garth.
Nada más decirlo, echó Garth una ojeada al resto del grupo. Vio que Walton y
Hutton conversaban a buena distancia el uno del otro, pero sin alzar por ello en
exceso la voz; sólo Gale seguía donde antes, tumbado boca arriba bajo las
frondosas ramas del árbol, como si no pensara hacer otra cosa el resto de su vida
que observar a los pájaros. Garth lo llamó, pero sólo al cabo de un rato Gale le
contestó, diciendo:
—¿Alguna vez ha sido usted un triángulo isósceles?
—Rara vez lo he sido —le respondió Garth como si no le extrañase la pregunta—.
¿Podría preguntarle a qué se refiere?
—Estaba pensando algo... Me preguntaba —dijo el poeta mientras se incorporaba
un poco, muy lentamente, hasta apoyarse sobre un codo— si no ha de ser una
sensación de lo más desagradable sentirse encerrado por unas líneas rectas...
También me preguntaba, en lógica consecuencia, si no sería preferible estar
encerrado en un círculo... ¿Alguno de ustedes ha estado preso alguna vez en una
cárcel redonda?
—¿Pero cómo se le pueden ocurrir cosas tan absurdas? —le preguntó el doctor
29Garth, algo incómodo ahora.
—Me lo ha sugerido un pajarito. Por eso pienso en todo eso como en algo
verdadero —respondió Gale en completa calma.
Ahora estaba de pie y avanzaba lentamente, como un sonámbulo, hasta el corte de
la cumbre, mirando en dirección a la casa situada cerca del río. Sus ojos
ensoñecidos se abrieron como las ventanas de la casa que contemplaba.
—Ahí hay otro pajarito —dijo señalando al hombre que seguía desperezándose en
el tejado—. Debe de ser un gorrión, se le ve muy contento... Sí, es un gorrión, sin
duda; son los pájaros que mejor se adaptan a este ambiente. Se amolda
perfectamente.
Algo de cierto había en lo que expresaba, por muy propio de un chiflado que pueda
parecer, porque el hombre del tejado estaba de pie, en el borde mismo ahora,
asomándose al vacío... Y agitaba los brazos como si pretendiese volar.
Lo último que había dicho Gale no podía por menos que llamar la atención del
médico.
—¿A qué se amolda? —preguntó Garth cada vez más molesto, muy seco ahora.
—Es como un pájaro amarillo —comenzó a decir Gale con mucha parsimonia—.
Sí, mírele la cabeza amarilla... No, quizás no se trate de un gorrión, sino de uno de
esos... ¿Cómo dijeron que los llamaban? ¿ Pájaros-martillo?
—¿Pájaros-martillo? No diga tonterías, hombre, eso lo será usted, por lo que
golpea con sus chifladuras —dijo Garth claramente molesto ahora—. Usted sí que
parece un pájaro y no ese hombre; usted, con sus largas piernas y su pelo de paja;
usted sí que es un pájaro más amarillo que ese hombre.
Mallow, con sus ojos como de hallarse a punto de entrar en un éxtasis místico,
miró primero a uno y luego al otro, al hombre del tejado y al poeta. Le pareció
evidente el parecido entre aquellos dos hombres altos y rubios.
—Puede que me parezca, sí —aceptó Gale de buen grado—; quizás me parezca a
ese pájaro, lo que sin duda me resultará muy beneficioso pues así tendré que
esforzarme aún más en no ser como él... Podríamos ser pájaros de plumaje
idéntico, pájaros de pluma amarilla los dos, sí, señores; mas les aseguro que jamás
volaremos juntos... A él le gusta volar solo... En lo que se refiere a la condición de
martillo, un martillo amarillo, un martillo del color que sea, bueno, evidentemente
se trata de una alegoría.
—Le aseguro que soy incapaz de ver una alegoría en cualquiera de las idioteces
que dice usted, amigo mío —le soltó el doctor Garth ahora francamente enojado.
—Aunque es verdad —prosiguió Gale como si no hubiera escuchado a su amigo—
que alguna vez fui un martillo, pero para romper cosas, para destrozar muchas
cosas. Claro que con el tiempo he aprendido a hacer con un martillo las cosas para
las que se hicieron los martillos... Alguna vez, pues, lo uso como es debido.
—¿Debo suponer que quiere decir algo? —preguntó Garth.
—Sí; que si tengo que golpear un clavo con un martillo, lo hago. Y muy bien —
30dijo Gale.
Mallow, sin embargo, no bajaría a visitar la casa de Mistress Verney hasta
primeras horas de la tarde. Mistress Verney tenía que dirigirse a una villa próxima,
como todas las tardes, por lo que el joven se cargó de razones para decirse que
debía iniciar el asedio al extraño cuando estuviese solo en la casa. O en compañía
de su ayudante, mejor dicho.
Quería contar con sus amigos, para que distrajeran al ruso mientras él abordaba a la
joven y le pedía explicaciones, por lo que, no sin alguna protesta por parte de ellos,
arrastró hasta el salón de la casa a Garth y a Gale. Aunque la verdad es que a Gale
no lo pudo arrastrar. Era difícil arrastrar a un tipo como el, bastante distraído, entre
otras cosas, por lo que de continuo se quedaba rezagado y había que esperarle. Es
más, aun siendo tan alto, siempre encontraba la manera de pasar inadvertido, y
hasta de perderse, cuando le venía en gana. Al final, hartos de tantas dilaciones,
Mallow y Gale decidieron acelerar el paso y no esperarlo más, ignorándole como si
se hubiera echado de nuevo bajo un árbol.
No es que Gale fuese un tipo poco sociable, nada de eso; quería mucho a sus
amigos, incluso prestaba atención a sus opiniones y se desvivía por hacerles el
favor que fuese, si se lo pedían. Cualquiera que no le conociese bien hubiera
supuesto que Gale decía aquellas cosas que decía sólo por oírse, sólo porque estaba
encantado con el timbre de su voz. Sus amigos, que en el fondo estaban encantados
con él, sabían que no, que había algo más que un encantamiento de Gale con su
propia voz; es más, estaban seguros de que ni siquiera prestaba atención a su
timbre de voz cuando hablaba.
Lo que hacía imprevisibles las reacciones de Gale era que su voz y su gesticulación
se producían en muchas ocasiones por nada, por una insignificancia que a él, no
obstante, le parecía algo no ya signo merecedor de atención, sino trascendental.
Cualquier tontería que a un hombre normal no le causa más que una leve
impresión, y hasta una levísima impresión, a Gale le causaba un gran impacto, era
un auténtico incidente, mucho más que reseñable, digno de análisis profundo; el
incidente del día; algo que dejaba en un segundo plano todo lo demás, incluso
alguna obligación que hubiese contraído, cualquier compromiso.
Gale se conducía siempre bajo el influjo de la sugestión. Cualquier persona
medianamente lógica, por ejemplo, sabe, porque lo percibe, que en un simple seto
de un jardín o en una revuelta de un camino hay algo incluso tentador, de una
belleza digna de admiración. Pero sigue adelante, tras admirar vagamente aquello.
Gale, empero, se detenía ahí; aceptaba la invitación, la sugerencia, no se daba a las
vagas admiraciones. La forma de una colina, los ángulos de una casa, suponían un
gran reto para Gale, algo a descubrir. Y a descubrirlo se entregaba intensamente,
hasta creer que había descubierto al menos parte del secreto que allí se escondía;
feliz, entonces, porque ya podía dar algún nombre a su fantasía. Ésas eran las
aventuras de su vida. Y tales eran las razones por las que a veces se sumía en sus
ideas con una obstinación propia de la paloma que se dirige a su palomar pase lo
que pase. Claro está, necesitaba siempre un punto de partida, una sugerencia
31propia, una sugestión que ahora le faltaba.
Tras dejarlo atrás, sus amigos doblaron la esquina de la casa para pasar ante la gran
ventana antigua que daba al jardín. Gale, en contra de lo que Mallow y Garth
suponían, llegó pronto a esa altura de la casa. A través del cristal se veía una
mesita redonda sobre la que había una pecera con peces rojos. Gale se detuvo a
mirarlos como si jamás hubiese contemplado nada parecido, aunque eran peces
rojos de lo más común, esos pececillos típicos de las peceras. Hay que decir que
Gale sostenía que la finalidad principal de la vida humana es la de mirar las cosas
como si fuese la primera vez que se ven. Y la penumbra de aquella estancia, hasta
la que apenas llegaban los rayos del sol que empezaba a ponerse, ofrecía el mejor
telón de fondo para la escena que contemplaba Gale absolutamente extasiado. La
pecera no era tal, sino una esfera verde a la que se le veía un corazón que ardía en
llamas muy vivas.
—¿Por qué los llamarán peces de oro? 3 —se preguntó en voz alta, francamente
irritado—. Son de un color mucho más hermoso que el del oro; un color que sólo
se asemeja al de algunas puestas de sol. El oro sugiere lo amarillo, y no el más
bello de los amarillos; ni siquiera se parece al amarillo limón del pájaro que he
visto hoy... El cobre... El cobre es mucho más hermoso que el oro... ¿Por qué no se
considerará al cobre el más precioso de los metales? —hizo una pausa y siguió
reflexionando en voz alta y pausada—: ¿Y si cuando un hombre fuese a cambiar
un cheque por oro le dieran monedas de cobre en vez del oro, explicándole que el
cobre posee los ricos matices del color del crepúsculo y el oro no? ¿Por qué no se
hace?
No recibió respuesta, claro, porque hizo la pregunta al aire. Sus amigos, que habían
pasado ante aquella ventana un poco antes, ni siquiera repararon mínimamente en
la pecera con sus peces rojos, dirigiéndose con impaciencia, por el contrario, a la
puerta principal de la casa.
Gale estuvo largo rato ante la ventana, contemplando la pecera con los peces rojos.
Cuando al fin dio unos pasos, no lo hizo para seguir los de Garth y Mallow, sino
para adentrarse en los senderos del jardín sobre los que se comenzaba a cerrar la
oscuridad lentamente, y atravesándolos, llegar hasta el huerto. Ni que decir tiene
que en su cerebro chapoteaban ideas tan incomprensibles como románticas a partir
de aquella imagen, la de los peces rojos en la pecera.
Mientras, Mallow y Garth, hombres mucho más prácticos y resolutivos, habían
entrado en la casa y hablaban ya con un miembro de la servidumbre. En el jardín
había cosas que también hubieran podido desatar las fantasías románticas de
Mallow, pero su estado de exaltación espiritual tendía ahora lamentablemente a lo
sentimental. Había, por ejemplo, un viejo y encantador trapecio en un rincón del
huerto, tras el jardín; y una cancha de tenis, con la hierba alta, descuidada; y la
horquilla que hacía la copa de un peral... De cada una de esas cosas hubiera podido
urdir una historia, un cuadro. Pero se hallaba poseído por una extraña curiosidad,
que no llegaba a ser rabia, mucho más acaparadora de sus atenciones; no podía
3
Goldfish, en el original. (N. del T.)
32ahora dejarse llevar por el espíritu de la evocación; por el contrario, se sentía
llamado a lo que fuese con tal de desentrañar el porqué de la presencia de aquel
hombre en la casa, que tantas cosas había cambiado en el viejo refugio de sus
recuerdos de la infancia. Quería saber hasta qué punto habían cambiado las cosas.
Todas las cosas. Llegó a temer que hasta los viejos y confortables muebles que
albergaba la vieja casa hubieran sido cambiados por otros, según iba pasando el
extraño por las distintas habitaciones que había decidido ocupar, no ya visitar de
vez en cuando, a saber si definitivamente.
La casualidad hizo que su paso por aquellas estancias de la casa fuese casi una
persecución, pues parecieron ir en pos de algo que se les escapaba. Justo cuando
entraban en la amplia biblioteca, el extraño, que se hallaba cerca de una de las
ventanas, en el extremo contrario, demostraba ser un hombre amante de la
naturaleza, además de muy ágil, pues pasaba las piernas por el alféizar y saltaba al
jardín sin trompicarse. No obstante, una vez abajo, pareció que no tenía la menor
intención de huir de ellos, pues alzando la cabeza hacia la ventana por la que
ambos se asomaban, bañado por el incipiente crepúsculo, radiante también su
sonrisa, les dio la bienvenida hablando en un inglés excelente, aunque con un
inevitable acento extranjero. Llevaba aquel batín luminoso que le habían visto
desde la colina, de colorines entre los que primaba el amarillo limón, cosa que,
junto a la vivida impresión que causaba su cabello muy rubio, había hecho que el
poeta Gale lo tomara por un pájaro.
Tenía bajo aquel cabello de oro unas muy pobladas cejas, aunque no muy elevadas,
y una nariz larga y recta, una nariz propia de los bustos y de las monedas griegas;
una nariz, en fin, de esas que, cuando se ven en alguien, ofrecen una sensación de
poca naturalidad, seguramente a causa de su simetría, que no puede parecemos
sino siniestra, por no decir claramente proterva. Empero, nada de excéntrico ni de
exótico había en aquel hombre; gesticulaba con absoluta naturalidad y se expresaba
con corrección y sencillez; incluso había una evidente gracia natural en todas sus
maneras. Nada parecía inculparlo de cualquier cosa, salvo, quizás, una inquietud
que se le adivinaba, más que vérsele, en sus ojos brillantes y bastante saltones, a tal
punto que los dos amigos tuvieron durante largo rato, hasta que se acostumbraron a
ellos, la sensación de que le colgaban fuera de sus órbitas naturales, moviéndose en
el aire.
Sus ojos, por cierto, se fijaron antes que nada en la cámara fotográfica que llevaba
ahora colgada del cuello el doctor Garth, pues se había dejado el trípode en la
colina. En cuanto concluyeron los saludos y las cortesías de rigor, el desconocido
comenzó a hablar de la fotografía. Aseguró, incluso profetizó su desarrollo en
detrimento de la pintura, y rechazó con gran convencimiento las objeciones del
médico, quien dijo que la pintura tenía, sobre la fotografía, la superioridad
innegable del color.
—Pronto habrá fotografía en color; de hecho, ya la hay; sólo falta perfeccionarla
—dijo el extranjero con vehemencia—. Bueno, puede incluso que nunca se
perfeccione del todo, pero será mejor cada día... Eso es lo que opina la ciencia.
Sabemos, aunque de manera aproximada, lo que puede hacerse, bueno o malo, con
33el lápiz del dibujante o con el pincel del pintor, o con el cincel del escultor. No se
puede ir más allá. Pero disponemos de otros instrumentos que sí van más allá,
porque su propio descubrimiento nos llama a mejorarlos incesantemente. Amigos
míos, el gran triunfo del telescopio es precisamente el de ser telescópico.
—Bueno, en cualquier caso esperaré a que se produzca esa revolución fotográfica
que augura, ese cambio según usted inminente, antes de echar mi caballete y mi
paleta de pintor a una pira —dijo Mallow, malhumorado.
—¿A qué cambios se refiere usted? —preguntó el ruso con interés creciente.
—Pues esperaré a que una de estas cámaras eche a andar por un sendero, con su
trípode y todo, en busca del paisaje que más le plazca —dijo Mallow.
—Pues sepa usted que eso es más posible de lo que pudiera imaginarse —dijo el
científico—. En este nuestro tiempo, en el que los ojos y los oídos del hombre
hallan prolongación en alambres que le hacen ver y oír más allá de sus lógicos
alcances, sus nervios se expanden sobre las ciudades en forma de teléfonos y
telégrafos. La gran ciudad moderna se convertirá en una gran máquina, cuya
palanca de mando estará en manos del hombre, para servirle. Y el hombre se
convertirá así en un auténtico gigante, con todo a su alcance.
Mr. John Mallow se quedó unos segundos observando al científico ruso con
expresión de ira, pero al fin dijo calmo:
—Si tanto ama la vida en las ciudades modernas, ¿por qué se ha metido en un lugar
tan apartado y campestre?
El desconocido palideció; fue perceptible su incomodo, la alteración de sus
nervios; la luz crepuscular pareció blanquearlo por completo... Pero pronto volvió
a sonreír como antes y habló de nuevo, aunque en un tono menos petulante:
—Aquí dispone uno de mucho más espacio, eso es innegable —dijo—. Puedo
asegurarle que soy aún más amante del espacio que de las ciudades modernas. Pero
también aquí llegarán los adelantos de la ciencia, a los más remotos confines... La
palabra clave es aviación, amigos míos.
Nada pudieron replicarle, porque antes de que lo hicieran ya seguía el científico
hablando por los codos, con la mayor animación pintada en el rostro, con los ojos
cada vez más saltones. Hizo el gesto de quien lanza una piedra al aire, en parábola.
—Arriba, en el cielo —dijo—. Por ahí hallaremos expansión, más espacio.
Disponemos ahí arriba de un espacio sin ventanas; los nuevos puertos estarán en el
aire, en lo más alto, mucho más allá de nuestras cabezas, en un mar del que jamás
veremos el fin, ni siquiera veremos la línea del horizonte... Todo empezará con la
conquista de los planetas y con la subsiguiente colonización de las estrellas.
—A mí me parece que habrá conquistado usted la estrella más remota, en efecto,
antes de conquistar este modesto y antiguo confín terráqueo —le soltó Mallow—.
Este rincón posee un hechizo muy superior a cualesquiera trucos de magia. En esta
tierra vivió Merlín... Y aunque es verdad que Merlín sucumbió a un hechizo, lo que
sí estamos en disposición de asegurar es que no lo hizo ante el hechizo ni el
sortilegio de Marconi.
34—Claro, todo el mundo sabe cuál fue el hechizo que hizo hincar la rodilla a Merlín
—dijo el científico sin dejar de sonreír.
Mallow sabía bien de la capacidad de los intelectuales y científicos rusos para no
sorprenderse ante tamaño conocimiento de la poesía y de la cultura occidental.
Pero aquella alusión no pudo por menos que hacerle poner de nuevo los pies en la
tierra, preocuparse de cosas más próximas. Quiso ver Mallow en las palabras del
científico una pista de cuál podía ser el motivo de que se hubiera dirigido a aquel
valle.
Laura Verney avanzaba entonces por el jardín hasta donde se encontraban los tres,
con unos papeles en la mano. Era una joven de cabello rojo y cutis sonrosado;
poseía una belleza que podría denominarse como de exuberancia pagana, que no
obstante contrastaba con la profunda seriedad de sus ojos claros, algo que sólo
podía verse cuando se la tenía cerca. Se podría decir que era una belleza pagana
con ojos puritanos. Saludó cortés pero dominadora de la situación a los dos recién
llegados y ofreció al científico los papeles que llevaba en la mano, sin hacerle el
menor comentario sobre ellos. Algo en su actitud, quizás el automatismo de sus
gestos, pareció turbar a Mallow, despertar aún más su impaciencia, pues tomando
el sombrero que había dejado en el alféizar de una de las ventanas bajas, dijo con la
voz muy clara y fuerte, muy seguro de sí mismo:
—Clara, ¿podrías indicarme el camino para salir del jardín? Es que ya no lo
recuerdo.
Tuvo que pasar algún tiempo antes de que le dijera las palabras de despedida, a la
sombra del muro exterior, cerca del portón de salida. Era tan amarga su actitud que
parecía exagerar el carácter definitivo de aquella despedida, no sólo de ella sino de
todo cuanto la rodeaba, todo aquello que no podía separar de Laura en sus
evocaciones.
—Deberías echar abajo ese trapecio, está muy viejo —le había dicho Mallow
mientras atravesaban el jardín—. Hazlo y podrás instalar ahí el resorte que pueda
llevar a cualquiera a la luna, un mágico resorte de acero electrificado. Dicen que se
podrá ir a la luna, en breve, en diez segundos...
—Lo que sí sé es que no puedo bajar la luna hasta este jardín —dijo Laura con una
dulce sonrisa—, y la verdad es que tampoco tengo la menor gana de hacer algo así.
—Te veo muy reaccionaria, Laura —observó Mallow con sorna—. La luna sólo es
un viejo volcán apagado que no sirve más que para que lo evoquen los románticos
pasados de moda... Supongo que convertirás la cancha de tenis en un lugar en el
que se pueda jugar a lo que sea, mecánicamente, apretando botones incluso desde
muchas millas de distancia de aquí... ¿Has acabado ya tu proyecto del peral que da
peras eléctricamente, apretando un botón?
—No hace falta abandonar cosas para que el mundo siga progresando —respondió
Laura no sin cierto incomodo ante la actitud de Mallow—. Podemos estar seguros
de que el mundo seguirá avanzando, o evolucionando, si es más propio decirlo
así... Creo que estás equivocado en unas cuantas cosas... No se trata sólo de seguir
avanzando; prima el principio de expansión. Expansión, ésa es la palabra; abrirse,
35ensancharse, describir órbitas cada vez más amplias. Eso supone capacidad de
conseguir, serenidad y paz, naturalmente; eso significa que...
Pero calló de golpe, como para escuchar una respuesta. Aunque lo hizo sólo porque
la luna arrojaba una sombra sobre ella, la de alguien que se había encaramado al
muro.
La luz de la luna le hacía un halo pálido y amarillento sobre la cabeza; ambos
creyeron por un instante que se trataba del científico ruso, que se había subido al
muro como antes se había encaramado al tejado de la casa. Pero al fijarse más
atentamente Mallow en aquella figura, no sin sobresaltarse dijo el nombre de Gale.
—Tienen que abandonar este lugar inmediatamente —fue lo que les espetó seca y
gravemente el poeta—. Todo el mundo debe abandonar esta casa con urgencia, no
hay tiempo para dar explicaciones.
Saltó del muro para situarse frente a ellos; Mallow, al verle de cerca el rostro, bajo
la luna nueva, le notó terriblemente pálido.
—¿Qué le ocurre, amigo? ¿Ha visto un fantasma? —le preguntó.
—Sí, el fantasma de un pez —dijo el poeta—. Mejor dicho, tres fantasmas
pequeños, los fantasmas de tres pequeños peces... Hay que irse de aquí a toda prisa.
Sin volver la cabeza, Gale echó a caminar por los campos que más allá del jardín y
del huerto de la casa se elevaban hasta donde el grupo de artistas había hecho alto
por la mañana. Mallow y Laura le seguían, sin dejar de preguntarle un montón de
cosas, lógicamente asustados. Sólo pareció concederles Gale el favor de la
respuesta cuando Laura dijo, lamentándose, que su madre no tardaría en volver a
casa, que quizás se hubieran cruzado con ella en el camino, sin advertirlo.
—No, por fortuna no ha sido así —dijo Gale, tajante—. Envié a Garth en
avanzadilla para que la detuviese si se dirigía hacia esa casa... Puede estar
tranquila, milady; su madre se hallará a salvo, se lo garantizo.
Pero no era Laura Verney una mujer dispuesta a dejarse conducir mucho tiempo
por un hombre, al que además no conocía; un tipo, encima, que se expresaba de
forma autoritaria o que no se expresaba de ninguna manera. Por lo tanto, en cuanto
llegaron a la cumbre de la colina y estuvieron bajo el árbol a cuyo amparo había
pasado buena parte del día el poeta, entregado a sus muy sesudas meditaciones a
propósito de los pájaros, Laura se plantó con furiosa decisión.
—No daré un paso más —anunció— hasta que me convenza usted de que debemos
seguirle.
Gale se volvió hacia ella, no menos furioso que la joven, muy pálido, con ojos de
loco.
—De manera que me pide usted una prueba de mis razones. Pues mire, sé bien qué
clase de prueba me pide... Tonterías... Huellas, la suela de unos zapatos fáciles de
identificar... O la impresión digital ensangrentada que además haya sido
comparada con las que tiene Scotland Yard en sus archivos. O una cajita de
fósforos que casualmente se le ha caído a alguien, ¿verdad? ¿Acaso cree usted,
milady, que no he leído novelas policíacas? Mire, le diré la verdad: no puedo
36mostrarle la menor prueba. Una prueba de las que usted me pide, claro. Y si le
hablo de mis razones, seguro que se las toma por una excentricidad, si no por una
chifladura. Tiene dos opciones; o hace lo que yo quiera, y luego me da las gracias,
o deja que me exprese como me venga en gana, y durante todo el tiempo que me
parezca que debo hacerlo, y le da usted después gracias a los cielos por haberme
seguido hasta hallarse sana y a salvo.
Mallow contemplaba la escena sin alterarse, pues sabía de las intuiciones de Gale.
Pero cuando éste hizo una pausa, lo interpeló:
—Amigo mío, será mejor, en cualquier caso, que nos haga partícipes de sus
razones... Yo sé que sus razones suelen ser fundadas, pero nuestra acompañante...
La furiosa mirada de Gale se desplazó entonces del rostro inquieto de la joven al de
su amigo, y acto seguido al montón de hojas sobre el que unas horas antes había
estado tumbado.
—Bien... Me encontraba aquí, mirando al cielo —dijo—, o a las copas de los
árboles, para ser más exacto, y nada de lo que ustedes hablaban me llegaba porque
no quería que me llegase, me complacía en mirar y oír a los pájaros... Sabrán
ustedes qué ocurre cuando uno se pasa un buen rato mirando algo... Acaba viendo
algo así como un dibujo fijo, como el del papel de las paredes de las casas. Yo veía
un dibujo verde, gris y pardo; era como si el mundo entero tuviese aquel dibujo;
era como si Dios hubiera creado un mundo de pájaros, de copas de árboles y de
espacio, verde, gris y pardo.
Laura dejó escapar una risa que más bien parecía una protesta, pero Mallow dijo a
su amigo:
—Siga, por favor.
—De repente —siguió diciendo Gale— me percaté de que en mitad de ese dibujo
había una mancha amarilla. Poco a poco descubrí que no era una mancha sino un
pájaro, y luego me percaté del tipo de pájaro de que se trataba... Alguien habló de
un pájaro carpintero, pero aunque no sea yo un experto en pájaros, supe que no,
nada de eso... Era un canario.
Laura, que se había alejado unos pasos convencida de que Gale no seguiría
diciendo más que tonterías, se detuvo interesada, con un brillo de expectación en
los ojos.
—Me pregunté —prosiguió Gale— cómo era posible que un canario estuviese
entre pájaros silvestres, y sobre todo, me pregunté cómo y por qué habría llegado
hasta aquí... Aunque vagamente, pensé en el pájaro, no en un ser humano. Pero
tuve una especie de visión, contra el cielo despejado de la mañana; vi una ventana
que se abría, y la puerta de una jaula, que también se abría. Entonces comprendí
que los pájaros pardos trataban de matar al pájaro amarillo, lo que alentó mis
reflexiones, como supongo que le hubiese ocurrido a cualquiera ante una escena
tan dramática. ¿Debemos considerar siempre un acto de generosidad devolver la
libertad a un pájaro? ¿Qué es la libertad? ¿Alguien puede decirlo sin la menor
duda? Convengamos en que la libertad, por encima de cualquier otra
consideración, es el derecho a ser uno mismo; según ese razonamiento, y aunque
37atendiendo a circunstancias concretas, el pájaro amarillo era libre en su jaula.
Estaba solo. Cantaba libremente. En el bosque, sus plumas le serían arrancadas por
los otros pájaros, que además lo picotearían hasta dejarlo sin canto. Eso me llevó a
pensar que el hecho de ser uno mismo, lo que supone ser libre, es en el fondo la
limitación de uno mismo... Sí, mis queridos amigos; estamos limitados por
nuestros cuerpos y por nuestras mentes; si nos evadimos de ellos, dejamos de ser
nosotros mismos, incluso dejamos de ser, sin más. Pregunté en ese instante de mi
reflexión si un triángulo isósceles se sentía aprisionado y si podría haber algo que
pudiéramos denominar una prisión redonda... Pero volveremos sobre este
concepto, el de la prisión redonda, antes que concluya esta historia.
»Vi poco después al hombre encaramado al tejado que abría los brazos como alas y
alzaba la cabeza hacia el cielo. No sabía nada de ese hombre, pero sí que era quien
había otorgado al canario la libertad, arrojándolo a lo desconocido, al riesgo;
después, mientras bajábamos por la falda de la colina, comprendí algo más al oír
cierto comentario que aludía a la evasión de una cárcel protagonizada por ese
hombre; un hecho, me dije, que había abocado a ese hombre a unas concepciones
filosóficas presididas por los conceptos de libertad y fuga. Comprendí que no podía
ser de otra forma, pues aquel momento crucial, aquel momento en que saltaron los
muros de la prisión para abrirle el paso de la libertad, a buen seguro fue el más
determinante de su existencia. Supe así por qué daba la libertad al canario y por
qué, como comentó alguien, había escrito un libro sobre la psicología de la
libertad... Un poco más tarde me vi ante una ventana contemplando unos peces
rojos en su pecera, sólo por el gusto de hacerlo, me encanta ver peces rojos en las
peceras; los peces rojos de las peceras colorean mis pensamientos, me los tiñen de
un agradable y tranquilizador color naranja y a veces escarlata que me ayuda a
tranquilizarme durante mucho tiempo. Largo tiempo, por lo demás, estuve
contemplando aquella pecera con sus peces rojos; pero al cabo de tan largo tiempo
me di cuenta de que la posición de los peces había cambiado, al igual que su color.
Comenzaba a anochecer y a brillar la luna; mas lo que observaba en la pecera era
una especie de fulgor cadavérico: los peces yacían panza arriba sobre la mesa;
comprendí que la pecera estaba rota en mil pedazos. Pero no me asusté; por el
contrario, creo que adquirí entonces una comprensión definitiva del romanticismo,
o al menos del romanticismo inherente al momento que vivía, porque tan
fantásticos peces rojos habían sido para mí el jeroglífico de un mensaje que el dedo
implacable de Dios había escrito en oro sobre un fondo blanco y rojo... Cuando
miré de nuevo, sin embargo, ese dedo había escrito otro mensaje que constituía
toda una lección necesaria, y además en espantosas letras de color ceniciento
aunque yo quise que fueran plateadas. El mensaje decía: «Este hombre está loco».
»No me parecería ilógico que estuvieran pensando ustedes, ahora mismo, que estoy
tan loco como ese hombre. Puedo asegurarles que soy a la vez como él y distinto.
Soy como él porque puedo admitir el pensamiento de chifladuras como las suyas y
tengo sus mismas ansias de libertad. Pero soy diferente porque puedo, por ventura,
encontrar aún el camino de regreso a mi casa. Un loco de verdad es el que pierde el
camino de regreso a su casa y jamás lo encuentra. Este hombre acaba de franquear
38la débil línea que separa la libertad de la locura. Un hombre que abre la jaula de un
pájaro es un amante de la libertad, sin duda, aunque un amante exagerado, o
enloquecido, de la libertad. Pero un hombre que rompe una pecera porque la
considera una prisión para el pez ha perdido la razón, vive en un mundo de
alucinaciones, vive preso del irrefrenable deseo de hallarse fuera del mundo. Otra
cosa más me reveló el gris cadavérico de los peces: un estallido de la demencia
abrupto, vertiginoso. Abocar a un canario a los peligros del bosque podía ser
considerado, no obstante, un acto de gentileza, aunque discutible; pero condenar a
la muerte a unos peces rojos supone haber desatado una furia destructiva e
incontrolable.
»¿Qué más?, se preguntarán ustedes. He aludido a una prisión redonda; en una
mente que evoluciona en paralelo a ideas como las que sostiene este hombre, se da
en realidad la aceptación del concepto de prisión redonda. Es el mismo cielo,
preñado de estrellas; es ese arco sereno e inmarchitable al que llamamos infinito...
Pero no dijo más. Gale terminaba de pronunciar estas palabras, cuando pareció
preso de una convulsión, agitó los brazos, trató de tomar aire y cayó de bruces.
Casi a la par, Mallow sintió que una fuerza ignota lo arrojaba contra un árbol,
mientras la joven Laura caía sobre él, abrazándose a su cuerpo de una forma que, a
pesar de la violencia de aquel torbellino, contenía la tierna respuesta a muchas de
las preguntas que el muchacho se había hecho. Sólo cuando lograron rehacerse
comprendieron que en el valle entero resonaba el eco de un rugido aterrador, que la
oscuridad se había hecho un relámpago rojo y cegador. Un destello glorioso, como
si inopinadamente el sol hubiera decidido cambiar el curso de las cosas para lucir
más potente que nunca. Un mundo radiante, ésa fue la única expresión que inundó
la mente de Mallow.
Mallow, bastante melancólico, quizás más que aturdido, se complació observando
cómo avanzaba a ras de hierba una llamarada que se detuvo a pocos pasos de
donde estaban. Se dijo que, a despecho de la violencia de la visión, el momento era
hermoso. Pero pronto comprendió que se trataba del marco de la puerta que había
contemplado desde lo alto de la colina por la mañana.
Se hallaban suficientemente lejos de la casa como para saberse a salvo, lo que hizo
que poco a poco fueran cobrando consciencia del momento. Mallow miró de nuevo
aquel pedazo de madera azul que se retorcía bajo las llamaradas auríferas. Y
entonces se echó a temblar sin remedio.
Vio al poco los rostros de sus amigos Walton y Hutton, que llegaban corriendo
hasta allí; pálidos bajo las llamas, venían de una hostería cercana a la que ya se
había dirigido el resto del grupo para pasar la noche y reponer fuerzas.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Walton.
—Una explosión, parece evidente —dijo Hutton.
—Sí, una explosión —repitió Mallow, tratando de dominar sus temblores,
esforzándose lastimeramente en esbozar una sonrisa.
Subía la gente a la colina, huyendo cuanto más lejos mejor de la proximidad de la
casa. Gabriel Gale se volvió hacia lo que era casi una muchedumbre.
39—No es nada —dijo—; ha sido el cañón de la cárcel, la señal de alerta... Se ha
fugado un preso.
40III
LA SOMBRA DEL TIBURÓN
Resulta curioso observar que el desaparecido Sherlock Holmes, mientras llevaba a
cabo una de sus ingeniosas investigaciones, hacia las que jamás podremos
demostrar el agradecimiento debido, sólo en dos ocasiones evita dar una
explicación, por resultarle del todo imposible hacerlo.
En ambos casos, y he aquí lo más interesante, el propio y muy distinguido autor
llegó a considerar posteriormente como posibles ambas imposibilidades, e incluso
a darlas por positivamente ciertas. En el primer caso, el eminente detective declara
que nunca antes había tenido noticia de un crimen cometido por un ser capaz de
volar. Sin embargo, desde el comienzo imparable del desarrollo de la aviación, sir
Arthur Conan Doyle, un gran patriota y un excelente historiador de la guerra, fue
testigo de innumerables crímenes cometidos por seres que volaban. En el segundo
caso, afirma el detective que en ningún supuesto debe acusarse de un crimen, ni
siquiera atribuirles el hecho que sea, a los espíritus, ni a cualquier otra criatura
sobrenatural, lo que es decir a ninguno de los agentes de los cuales, en lo que a su
existencia se refiere, sir Arthur es hoy el más pugnaz y apasionado defensor.
Cabe colegir de ello que, en el estado actual de su espíritu y por ende de sus
creencias, el perro de los Baskerville muy bien podría ser un perro del otro mundo,
o por lo menos, si el optimismo con que suelen contemplarse las creencias que en
el presente defiende sir Arthur se lo permite, que es muy posible que sí, algo
parecido a un perro del Infierno. Quiero, empero, dejar constancia clara de esta
coincidencia antes de iniciar la narración de un relato en el que las dos
explicaciones deben contemplarse. Los científicos demuestran un gran empeño en
atribuirlo a la aviación y los espiritistas a los espíritus, aunque puede ponerse en
duda más que justificadamente que ni el espíritu ni el aviador merezcan
felicitaciones por su utilidad asesina, o por su utilidad en tanto que asesinos.
Se trata de un misterio que aún se sostiene entre nosotros, al menos como un
recuerdo, como una referencia, como una alusión, pero que en su día resultó
sensacional; hablo de la muerte de cierto caballero conocido como sir Owen Cram,
un millonario excéntrico y muy conocido por su afán de mostrarse como el más
grande protector y mecenas de las ciencias y las artes. La particularidad de su caso
radica en que fue hallado muerto, cosido a puñaladas, en la orilla del mar, en una
franja de arena de playa en la cual no había más huellas que las de sus propios
pasos. Quedó plenamente demostrado que, naturalmente, no fue él quien se causó
aquellas heridas, pues resultó imposible a los investigadores determinar
precisamente que hubiera podido causarse sir Owen las puñaladas. Fueron muchas
las teorías expuestas, que hablaban, como ya hemos apuntado, de su fervor por la
aviación hasta su no menos fervoroso estudio de los fenómenos psíquicos, cosas en
las que coincidía con sir Arthur Conan Doyle. Todo lo más, se consideró posible, e
41incluso hubo quien dijo que estaba absolutamente demostrado, que únicamente los
reinos de la ciencia y del espiritismo pudieron tener algo que ver en aquello.
La verdadera historia de aquel hecho, no obstante, jamás se ha referido, aunque
contenga elementos que, si bien no pueden considerarse plenamente
sobrenaturales, resultan, cuando menos, supranormales. Mas para exponerlos en
toda su mayor claridad es preciso volver atrás, a la escena con la que dio comienzo
todo, la que aconteció en los jardines de la mansión de sir Owen próxima al mar,
donde el viejo gentleman ejercía su sapiencia desempeñándose como árbitro
respetable en las contiendas intelectuales libradas por los jóvenes estudiantes de
diversas materias, y por hombres versados ya en unas cuantas especialidades, sus
compañeros favoritos todos ellos. Fue la escena que indujo al singular silencio y
aislamiento, y en los últimos tiempos a su excéntrica aparición pública, a Mr.
Amos Boon.
Mr. Amos Boon había sido misionero y seguía vistiendo como un misionero; la
realidad es que no vestía como nada más que un misionero. Su Figura, barbada y
corpulenta, destacaba especialmente gracias al sombrero de ala ancha con que se
tocaba y a la levita con que se cubría las espaldas; todo eso le daba a la vez un
aspecto zafio y desaliñado, pero no carente de atractivo. Era de tez morena y su
barba muy negra; las cejas, espesas e igualmente negras, le daban un aire de andar
sumido en dolorosas introspecciones y su mirada era huidiza; para colmo, uno de
sus ojos parecía más grande que el otro, cosa que ponía en su cara una expresión
siniestra, aunque salvándolo con ello de la vulgaridad más despiadada.
Mr. Amos Boon había dejado de ejercer como misionero por lo que él mismo
llamaba su amplitud de ideas, aunque no fueron pocos los que decían que, más que
de ideas, se trataba de una amplitud de moral propiciada por las islas de los Mares
del Sur, donde había vivido largos años, islas que resultaron ser el teatro de buena
parte de su emancipación ética.
Claro que esto podía tratarse de una malévola interpretación, por parte de algunos,
de su profunda y muy humana curiosidad y de su simpatía por las costumbres de
los salvajes en general y de las salvajes en particular, todo lo cual, en un hombre
blanco, conduce en numerosas ocasiones a la decadencia, una vez abandona el
hombre blanco sus prejuicios. Sea como fuere, viajando solo como lo hacía, y en la
sola compañía de una Biblia por todo equipaje, solía consultar aquellas páginas con
bastante frecuencia, primero como si buscase el consejo de un oráculo, y después
en busca de errores conceptuales y contradicciones varias, porque un detractor de
la Biblia no es más que un adorador de ella, pero a la inversa. Así se consagró a la
no muy dura tarea de demostrar que David y Saúl no siempre observaron un
comportamiento digno del favor divino, por lo que de continuo proclamaba Mr.
Amos Boon que prefería a los filisteos. Boon y sus filisteos, por cierto, era el
nombre que se habían dado algunos jóvenes levitas amigos de sir Owen, que
pululaban también alrededor del misionero, y que participaban de sus tesis, nada
piadosas.
42Por aquel mismo tiempo presidía y moderaba un día sir Owen Cram una discusión
entre un par de estudiantes, sus jóvenes amigos, sobre ciencia y poesía. Sir Owen
era un hombre inquieto, de ademanes vivos, bajo de estatura; tenía una gran cabeza
y lucía un bigotito gris encrespado; de la cabeza le caía una especie de flequillo
igualmente gris, como la cresta desvanecida de una cacatúa. Había en su no saber
estarse quieto algo de reptante y en su caminar de pies planos y piernas cortas y
torcidas algo que los alegres muchachos que lo acompañaban comparaban con la
forma de desplazarse de los cangrejos; era, en fin, un hombre dispuesto siempre a
volverse en cualquier dirección; un típico amateur entregado a una manía tras otra,
no por inconsútil menos apasionado e intenso. Un buen día había decidido
impulsivamente legar toda su fortuna a un museo de historia natural, para poco
después entregarse frenéticamente a la tarea de pintar paisajes. Naturalmente, las
gentes que lo rodeaban eran la mejor exposición de sus variadas aficiones.
En aquel momento, un joven pintor que comenzaba a inclinarse igualmente por la
poesía defendía unas muy elevadas tesis poéticas contra la firme pero sonriente
resistencia de un médico en ciernes, cuyo mayor objeto de estudio era la biología.
Las bases del acuerdo hubieran sido imposibles, y nadie, salvo sir Owen, hubiese
podido sentir por ambos la misma simpatía; mas el punto importante era ver el
curioso efecto de la controversia de ambos contendientes a propósito del caso de
Mr. Boon, allí presente.
—Digamos que versar sobre las flores es algo que ya no tiene sentido, pero las
flores sí lo tienen —decía el poeta—. Tennyson 4 está en lo cierto cuando habla de
la flor en el muro agrietado; pero pocos son los que contemplan una flor en ese
muro; prefieren las flores del papel pintado de las paredes; y si las generalizaciones
pueden ser tristes, observarlas sólo resulta impresionante, pues si hay una
providencia especial que vela por las estrellas que caen ha de haber otra más
importante que vele por las estrellas que se levantan; y sobre todo, si se trata de
una estrella viva.
—Bien, de acuerdo —decía el hombre de ciencia, condescendiente; era un
muchacho pelirrojo, con gafas, de rostro inteligente, apellidado Wilkes—. Me
parece, sin embargo, que si seguimos por ahí nos apartaremos del buen camino.
Una flor no es más que una excrecencia como cualquier otra, con sus órganos y
todo; su interior, al fin y al cabo, no es más bello ni más feo que el de cualquier
animal; un insecto, amigos míos, es más o menos el mismo mecanismo de anillos y
radios; me interesan de la misma manera que me interesa un pulpo o cualquier otro
animal marino, que para usted, no obstante, puede convertirse en un monstruo.
—¿Por qué exponer las cosas de la vida de esa forma? —preguntaba el poeta—.
¿No es acaso igualmente lógico exponerlas al revés? ¿Por qué no se puede afirmar
que un pulpo es tan maravilloso como una flor, en lugar de admitir que una flor sea
tan vulgar como un pulpo? ¿Por qué no decir que la jibia y el pulpo, y todos los
monstruos marinos, son también flores que constituyen un jardín en el mar? Sí, las
4
Alfred Tennyson, lord Tennyson (1809-1892), el gran poeta de la época victoriana, autor de The Deviland the
Lady (publicado póstumamente en 1930) e In Memoriam (1852), entre otros poemas capitales de la lírica inglesa.
(N. del T.)
43flores temibles y maravillosas del jardín crepuscular de Dios que es el mar. Estoy
seguro de que Dios ama a un tiburón como yo amo a una amapola.
—En cuanto a Dios, querido Gale —empezó a decir el otro con calma, aunque de
repente cambió el orden de sus ideas, y de su discurso—; bueno, mire, querido
amigo, yo no soy más que un hombre... científico, si así lo quiere, cosa que para
usted tendrá una consideración inferior a la de un animal marino... Por lo que dice
del tiburón, le aseguro que el único interés que despierta en mí ese animal es el de
partirlo por la mitad... Siempre y cuando no me haya partido él a mí antes, claro...
—¿Ha visto usted algún tiburón? —intervino inesperadamente Amos Boon.
—En sociedad, no, seguro —respondió el poeta un tanto maleducadamente, mas
arrepintiéndose de inmediato pues su rostro enrojeció bajo el cabello rubio.
Era un hombre alto, de piernas y brazos muy largos; se llamaba Gabriel Gale y se
le conocía más como pintor que como poeta.
—Usted los habrá visto en un acuario, pero yo los he visto en el mar—dijo Boon—
. Los he visto allá en donde se enseñorean de las aguas y son adorados y temidos
por los hombres, que les rinden esa pleitesía debida a los más grandes dioses... La
verdad es que me daría lo mismo adorar al dios tiburón que a cualquier otro dios...
Gale, el poeta, escuchaba en silencio, porque a la vez que oía aquellas palabras su
mente se llenaba de fantasías; acogía con placer toda imagen fantástica y en el acto
vio los mares purpúreos y revueltos donde reinan esos monstruos marinos.
Otro muchacho que estaba junto a él, y que hasta entonces había permanecido en
silencio, intervino con suavidad, midiendo mucho sus palabras; era un estudiante
de teología apellidado Simón, pues sir Owen, quizás como reminiscencia de un
tiempo en el que apreciaba estos estudios, también gustaba de rodearse de algún
que otro fervoroso de la teología. Simón era un joven delgado con el cabello
castaño oscuro y lacio; tenía unos ojos muy vivos y una mirada penetrante, aunque
mostraba cierto gesto de tensión, acaso por hallarse siempre con los labios muy
prietos. Fuese por cautela, o fuese por desprecio, había dejado el ataque al
materialismo médico en manos del poeta porque Gale se mostraba siempre
dispuesto a debatir sobre cualquier cosa, engarzando una discusión con otra.
—¿Sólo adoran a los tiburones? —preguntó el joven Simón—. Pues me parece una
religión muy limitada, la de esas gentes...
—¡Una religión! —exclamó con desprecio Amos Boon—. ¿Qué sabe usted de la
religión? Usted, querido joven, es de esos que se limitan a pasar la bandeja para
que sir Owen deje caer un penique en ella y ayude a levantar así un púlpito desde
el que cualquier cura podrá dirigir la palabra a una congregación de solteronas...
Aquella gente tiene algo que se parece a la religión. Hacen sacrificios y ofrendas...
Ofrendan animales, niños, sus propias vidas... Estoy seguro de que se volverían
usted y los suyos verdes de miedo si pudieran ver sólo una vez cómo se manifiesta
el fervor de esa religión... Digamos que no es como un pez en el mar, sino como el
mar alrededor del pez. El mar es la nube azul en la que se mueve, o el velo, o la
cortina verde que lo envuelve, y cuyo borde se arrastra con el fragor del trueno.
44Se habían vuelto todos hacia él, porque había en la atmósfera algo más que el eco
de sus palabras. Ya invadía el crepúsculo el jardín, que se extendía hasta el filo de
un acantilado calizo sobre el mar. El último destello de la puesta de sol irradiaba
sobre una zona de césped, dándole un tono amarillento, más que verde, y un brillo
casi de oro que se destacaba sobre el último perfil del horizonte que, de un índigo
oscuro y violáceo, se transformaba al aproximarse a la orilla en un verde pálido y
melancólico. Una nube alargada, de perfiles dentados, parecía arrastrarse hacia los
últimos rayos del sol, mientras el hombre barbudo y tocado con un sombrero de
alas anchas, aquel que tanto tiempo había vivido en los Mares del Sur, la señalaba
con un dedo enérgico y decía:
—Hay un lugar en el que la forma de esa nube sería llamada por los nativos la
sombra del tiburón. Mil hombres caerían entonces de bruces a tierra, dispuestos a
ayunar, a morir o a luchar... ¿No observan ustedes la gran aleta dorsal de esa nube,
negra como el pico de una montaña que se desplazara cual los semovientes?
Ustedes pierden el tiempo discutiendo sobre tonterías, como podrían hacerlo sobre
un golpe de golf; o todo lo más querrían pintar esto como si se tratase de un pastel
de Navidad... Y alguno hasta diría que el judío Jehová puede acariciar el lomo de
esa nube como si fuera una liebre...
—¡Bah, bah, amigo mío! —exclamó entonces sir Owen, muy nervioso—; no nos
gusta oírle proferir esas blasfemias.
Boon volvió hacia él sus ojos; o uno solo, el que se le agrandó hasta parecer el de
un Cíclope. Su negra silueta se destacaba sobre la hierba silvestre y parecía que su
barba crujiese al decir:
—¿Blasfemia? Ande usted con cuidado, no vaya a ser precisamente usted quien
esté blasfemando —acusó con mucha dureza.
Apenas pudo hacer un gesto sir Owen y ya la negra silueta que se destacaba
entonces contra la mancha de oro viejo del ocaso había dado media vuelta y se
alejaba de la mansión, tan impetuosamente que alguno creyó que iba a precipitarse
por el acantilado. Pero halló la escalera de madera que bajaba hasta el sendero, y al
poco oyeron sus pasos en dirección a la aldea de pescadores de la playa.
Sir Owen movió la cabeza hacia los lados, como si quisiera sacudirse una especie
de parálisis, o un mal sueño.
—Mi viejo amigo es un poco excéntrico, caballeros; pero no se vayan aún,
queridos amigos —rogó a los estudiantes—; no permitamos que arruine nuestra
tertulia, aún es pronto para retirarnos.
La oscuridad creciente, y un cierto malestar que a todos invadía, había comenzado
ya a disgregar al grupo de estudiantes que poco antes estuviera sentado en el jardín,
por lo que muy pronto el propietario de la mansión no estuvo más que en compañía
de los siempre fíeles Simón y Gale, así como el médico Wilkes, se quedaron a
cenar; pronto se vieron sentados a la mesa, alrededor de una botella de Chartreuse
verde, pues sir Owen, además de costosas excentricidades, se dejaba llevar
igualmente por los no menos costosos convencionalismos. El poeta, aunque era
hombre locuaz, permanecía en silencio observando el verde caldo de su copa como
45si se tratase del verde abisal del mar.
Sir Owen se decidió por otro de sus tópicos predilectos.
—Apuesto —dijo— a que soy el más trabajador de todos ustedes; me he pasado el
día entero ante mi caballete, ahí abajo, en la playa, luchando con este bendito
acantilado, tratando de que parezca en verdad calizo y no de queso.
—Sí, ya lo vi a usted, pero no quise interrumpirle —dijo Wilkes—; cuando baja la
marea ando por ahí buscando cosas; alguien que me vea supondrá que voy a buscar
conchas, o que paseo porque así lo requiere mi posible mala salud... Pero no, busco
otras cosas, con las que ya me he hecho lo que se puede considerar un museo, más
que una colección... No creo, pues, que se me pueda considerar un tipo ocioso.
Gale también estaba en la playa, aunque sin hacer nada, como acostumbra... Pero
lo que más me extraña es que ahora esté en silencio...
—Yo he escrito hoy varias cartas —dijo Simón—, lo que puede parecer que no
supone esfuerzo, pero no siempre las cartas son triviales... Escribir algunas cartas
puede dejarte realmente agotado...
Sir Owen miró entonces a Gale, que rompió el silencio dando un fuerte golpe en la
mesa, como si acabara de recordar algo de suma importancia.
—¡Dagon! —exclamó con los ojos en blanco.
Los otros no parecieron comprender; quizás pensaron que aquello, Dagon, era una
manera poética y hasta educada de evitar una palabra malsonante... Pero unos
segundos después los negros ojos de Simón se iluminaron y bajó lentamente la
cabeza mientras decía:
—Claro; por supuesto; tiene usted toda la razón... Por eso Mr. Boon es un decidido
partidario de los filisteos...
Y para dar respuesta a las miradas interrogativas de los otros, siguió diciendo el
joven Simón:
—Los filisteos eran un pueblo oriundo de Creta, al parecer de origen helénico, que
se asentaron en las costas de Palestina llevando hasta allí un culto que puede haber
sido el de Poseidón, pero que sus enemigos, los israelitas, calificaban como un
culto de Dagon. Lo más importante de todo esto es que el símbolo pintado o
tallado de ese dios, Dagon, parece haber sido un pez desde tiempo inmemorial.
Aquello pareció reavivar la discusión anterior entre el científico y el poeta.
—Debo confesar —dijo Wilkes— que me ha decepcionado mucho Mr. Boon. Se
presenta como un racionalista, como yo, pero en realidad parece haber cursado sus
estudios científicos en una academia de folklore de los Mares del Sur. Creo, por
otra parte, que ese hombre anda un tanto desequilibrado de los nervios, y para mí
que se ha enojado con nosotros por algo que no es más que una especie de fetiche...
Al fin y al cabo hablábamos de un pez...
—¡No, no y yo! —clamó Gale—. Es preferible reducirlo a la condición de fetiche,
a ese pez, quiero decir... Es preferible ofrecerse uno en sacrificio ante el horrendo
altar de ese pez... Cualquier cosa antes que formular tan aterradora blasfemia,
como lo es decir que no se trata más que de un pez... Eso es tan espantoso como
46decir que lo otro es sólo una flor...
—Ya, pero es que una flor es sólo una flor —dijo Wilkes—. Y la ventaja de
contemplar estas cosas bajo un punto de vista frío y racional estriba en que así
puede uno...
Se detuvo y permaneció inmóvil, como si acabara de observar algo extraño, si no
aterrador... No faltó entre quienes le acompañaban el que creyó ver en su pálido
rostro, en su ahora más afilada nariz aquilina, mayor palidez puntiaguda de la que
en realidad mostraba.
—¿No han visto nada tras esa ventana? ¿Hay alguien ahí fuera? —preguntó.
—¿Qué ocurre? ¿Ha visto usted algo extraño? —lo interrogó sir Owen, ahora
sobresaltado.
—Un rostro —dijo el científico—. Y no era un rostro humano... Salgamos a echar
un vistazo.
Gabriel Gale siguió al doctor sólo unos momentos, deteniéndose cuando éste,
impulsivo, apretaba el paso. No obstante su actitud de clara indolencia, el poeta se
había puesto en pie, en principio, de un salto, apoyando después sus manos en el
respaldo de la silla, rígido, atónito y asustado, porque también él había visto algo.
En realidad lo vieron todo, cosa que demostraba la expresión demudada de sus
rostros.
Contra el cristal de la ventana, si bien apenas iluminado, como surgido de la misma
oscuridad primera, se percibía una especie de rostro alargado; algo que en principio
podía haberse tomado simplemente por una máscara que representase a un duende,
a cualquier personaje de una pantomima. Aquello, ciertamente, no podía ser un
rostro humano, bajo ningún concepto, bajo ninguna impresión; aquello tenía los
ojos hundidos en una especie de grandes círculos, como los búhos... Sin embargo,
desprendía un tenue resplandor merced al cual podía observarse que no estaba
cubierto de plumas sino de escamas.
No tardó mucho en esfumarse. La mente del poeta, capaz de crear imágenes con
una rapidez propia del cinematógrafo hasta cuando las situaciones precisaban de
una actuación urgente, ya había elaborado una buena retahíla de inspiraciones
fantásticas a propósito de quién podría mostrar un rostro semejante. Pensó incluso,
sin hacer un gran esfuerzo para ello, en alguna especie de pez volador monstruoso
que se hubiera abierto camino hasta la ventana de la casa a través de la espuma de
las olas, de la fina arena de la playa y de los tejados de las pequeñas casas del
poblado de pescadores. Según otra fantasía inmediata, supuso que hasta podría ser
que la casa estuviera en el mismo fondo del mar, y que por ello pudieran acercarse
a sus ventanas los grandes peces con cabeza de duende que nadaban a su alrededor,
como si tomaran las ventanas de la casa por las portillas redondas de los barcos
hundidos.
Pero justo en ese momento se oyó una voz, gritona y tremolante, que anunciaba:
—¡El pez tiene piernas!
En un principio, aquellas palabras parecieron aportar una monstruosidad aún
47mayor al trance que vivían aquellos hombres. Mas pronto volvió a ellos el sentido
de lo real, del que era mejor exponente el rostro del doctor Wilkes, que lucía una
amplia sonrisa en el umbral de la puerta.
—Nuestro pez tiene dos piernas, y las usa, vaya si las usa —dijo—; echó a correr
como una liebre en cuanto me vio... Caballeros, he podido comprobar con absoluta
claridad que se trata de un hombre, un tipo que habrá querido darnos un susto,
gastarnos una broma. .. A eso queda reducido el fenómeno psíquico.
Miró entonces a sir Owen Cram, sin dejar de sonreír sarcásticamente, como si
sospechara de algo.
—Lo que sí me parece evidente —prosiguió el doctor Wilkes— es que tiene usted
un enemigo, sir Owen.
El misterio del pez humano no ocupó en lo sucesivo mucho más tiempo de las
conversaciones del grupo, toda vez que tenían sus componentes otros muchos
asuntos a propósito de los que versar. Cada uno de ellos siguió exponiendo sus
tesis y rebatiendo las de los otros, aferrándose a sus manías con calor y
despreciando las de cada oponente; hasta el tranquilo Simón, un hombre de común
bastante callado, fue interviniendo poco a poco con más ardor en las discusiones
que se suscitaban, hasta demostrar a sus amigos que se hallaba en posesión de una
habilidad argumental hasta cierto punto cínica.
Sir Owen continuaría pintando con el apasionamiento de un amateur, para
aprovechar las últimas luces del día; Gale, desdeñando la pintura, con la común
nonchalance de un pintor; Mr. Boon seguiría tan ocupado con su Biblia y sus
filisteos, y el doctor Wilkes con su museo y sus microscópicas criaturas marinas,
cuando el poblado de pescadores sufrió una sacudida propia de un temblor de
tierra, al caer sobre sus tejados aquella incomprensible tragedia que hizo aparecer
su nombre en todos los periódicos de la región durante mucho tiempo.
Gabriel Gale escalaba la espléndida pendiente de hierba que culminaba en el alto
acantilado calizo desde el que se dominaba la playa, alentado por un humor en
perfecta armonía con la aparición reciente del sol bajo la amenaza de tormenta que
cubría el cielo. Las nubes parecían poner un halo al sol, y flotaban sobre su cabeza
como lanzadas al aire por una rueda flamígera; así, cuando llegó Gale al borde del
precipicio tuvo una de aquellas extrañas revelaciones en las que el sol parecía no
ser únicamente el cuerpo más luminoso de un paisaje luminoso, sino el foco
solitario y único de toda fuente de luz. Era el momento de la bajamar, por lo que
las aguas no eran más que una leve franja de color turquesa sobre la que imperaba
aquella increíble irradiación. Junto a la franja de color turquesa había otra de arena
anaranjada, todavía húmeda, y después de esta franja, un desierto en el que se
alternaban el amarillo fuerte y los tonos parduscos, aunque todo comenzaba a
parecer desleído a medida que aumentaba la luz. Cuando Gale bajó la vista hacia
aquella extensión de oro pálido vio dos bultos negros en el centro; uno era un
pequeño caballete, aún de pie, con un taburete a su lado; el otro era el cuerpo
yacente de un hombre.
48Aquella figura permanecía inmóvil, pero mientras la contemplaba desde arriba
Gale se percató de que otra figura, igualmente humana, dirigiéndose desde las
sombras del acantilado, caminaba lentamente hacia el cuerpo yacente. Descubrió,
aguzando la vista cuanto le fue posible, que se trataba del joven Simón. Gale no
tardaría mucho en darse cuenta de que el cuerpo yacente era el de sir Owen Cram,
por lo que se dirigió a toda prisa hacia las escaleras de madera del acantilado, y una
vez abajo echó a correr por la arena hasta llegar a la altura de Simón. Ambos se
miraron fijamente unos instantes, y ambos, a la vez, sin decir palabra, bajaron los
ojos al unísono hacia el cuerpo sin vida de sir Owen. Los dos estaban ya
perfectamente convencidos de que su amigo había muerto. Pero Gale dijo:
—Tenemos que llamar a un médico... ¿Dónde está el doctor Wilkes?
—Me temo que ya no se puede hacer nada —dijo Simón levantando la vista hacia
el horizonte.
—Puede que Wilkes sólo confirme nuestro temor de que esté muerto, pero puede
también que nos diga algo sobre la forma en que murió —dijo Gale.
—Cierto; ahora mismo voy a buscarlo —dijo Simón y volvió hacia las sombras del
acantilado, siguiendo sus propias huellas.
Eran esas huellas, por cierto, lo que Gale miraba entonces, muy intrigado; el rastro
de sus pisadas era muy evidente, así como la doble hilera de pisadas de Simón, las
de su venida y ahora las de su ida; había otras huellas, más débiles, más vacilantes,
se podría decir que sin duda pertenecían a sir Owen, pues conducían justo hasta el
punto en que se hallaban el caballete y el taburete. Nada más. La arena estaba
reblandecida, por lo que cualquier pie, aun el más liviano, hubiera dejado en ella su
huella; la marea era baja y no se percibía en derredor ningún otro vestigio que
indicara la presencia anterior de otro ser humano en el lugar donde se hallaba el
cuerpo sin vida de sir Owen. Pese a todas estas evidencias, el cadáver mostraba un
corte profundo bajo la mandíbula. Mas no había arma de ninguna especie en el
lugar, ni cualquier cosa que pudiese avivar la impresión de que se trataba de un
suicidio.
Gabriel Gale, en cierto modo, o acaso en teoría, creía en el sentido común, aunque
no siempre lo pusiera en práctica. No paraba de repetirse que estaba ante los
indicios típicos en estos casos; la herida, el arma o la ausencia del arma, las huellas
o la ausencia de éstas. Una parte de su cerebro, sin embargo, escapaba a su control
y le gastaba jugarretas, a veces pesadas, grabando en su mente los detalles más
insignificantes, símbolos y obsesiones que después lo atormentaban como si fuesen
misterios. Ahí no podía hacer nada, era algo superior a sus fuerzas, algo que
escapaba de su albedrío; algo, en fin, más inconsciente que consciente. Pero los
detalles de cuanto percibía en esa forma siempre resultaban distintos a los que
observaban los demás. En aquel tétrico panorama que se le presentaba ahora ante
los ojos había dos o tres detalles que comenzaron a obsesionarle entonces y que
seguirían constituyendo una obsesión para él en lo sucesivo.
Sir Owen Cram yacía de espaldas y retorcido, con los pies vueltos hacia la arena, a
su izquierda; y a corta distancia, también a su izquierda, había una estrella de mar;
49no podía decirse Gale si era sólo el color brillante de aquella criatura marina lo que
se clavaba irracionalmente en sus ojos, o una vaga fantasía que le hacía ver en
aquel cuerpo humano desprovisto de vida una especie de estrella de mar con cuatro
miembros en vez de cinco. Pero no trató de analizar tan extravagante concepción
estética dictada por su psicología; era una parte de su mente, retenida, sofrenada, lo
que seguía sugiriéndole que el misterio de la arena sin hollar resultaría fácil de
entender, pero que en la estrella de mar radicaba el secreto del caso.
Alzó los ojos y vio a Simón regresar en compañía del médico, o mejor dicho, de
dos médicos, porque entre las amistades de sir Owen se contaban varios doctores.
El otro era el doctor Garth, un hombre menudo, de rostro afilado y sonrisa de buen
humor. Gale lo conocía de tiempo atrás, pero le dispensó un recibimiento más bien
frío. Garth y su colega Wilkes procedieron a examinar el cuerpo; no había mucho
más que decir, desde un punto de vista médico, salvo que estaba muerto. No
procedía ya otro tipo de reconocimiento, salvo el policial. Garth, que se había
acuclillado junto al cadáver de sir Owen, comenzó a hablar a su colega antes de
levantar hacia él los ojos.
—En esta herida hay algo extraño —dijo—; asciende en vertical, como si el golpe
le hubiera sido asestado desde abajo... Pero sir Owen era un hombre de baja
estatura y no parece probable que haya sido apuñalado por alguien aún más bajo
que él...
Entonces se produjo en el subconsciente de Gale un estallido que puso en el aire
una nota de acerba ironía.
—¿Acaso sugiere usted que lo ha matado la estrella de mar, dando un salto para
hacerlo? —dijo.
—No, por supuesto que no —respondió Garth con su buen humor de siempre—.
¿Pero qué diablos le pasa, querido amigo, a qué viene eso?
—Nada, que debo de ser un lunático —dijo el poeta, cabizbajo, mientras
comenzaba a dirigir sus pasos lentamente hacia la orilla del mar.
A medida que pasaba el tiempo crecía su convencimiento de que había formulado
de la manera más acertada su tesis. La imagen comenzó a llenar incluso sus
sueños, aunque no como una pesadilla recurrente y relacionada con el cadáver de
sir Owen; por el contrario, aquella insignificante criatura marina cobraba mayor
vida. Como al principio había visto el cuerpo desde arriba, tendido, lo imaginaba
ahora de pie, apoyado contra un muro, incrustado en una pared. Algunas veces la
tierra arenosa sobre la que había caído sir Owen aparecía en sus visiones como un
campo de oro viejo, como una ornamentación, como un escenario de las edades
más sombrías; y la estrella de mar brillaba cual lámpara maravillosa a los pies del
cadáver. Otras veces, su imaginación le ofrecía una especie de jeroglífico oriental,
como la representación de un dios de piedra que bailaba; pero la estrella de mar de
cinco puntas seguía a sus pies. También se le presentaba la escena acogiendo un
vulgar dibujo del color de la arena rojiza, pero entonces la estrella de mar era el
punto más rojo que se veía. Y si el cuerpo humano le parecía negro y seco como el
de una momia, la estrella de mar estaba llena de vida y agitaba sus flamígeros
50brazos como si quisiera anunciar algo. En ocasiones también se le presentaba el
cadáver cabeza abajo, como deseoso de devolver a las estrellas el lugar que les es
debido, que no es otro que el cielo.
«Anuncié a Wilkes que una flor es una estrella viviente —dijo para sí Gale—, pero
una estrella de mar es aún una estrella más viva, incluso literalmente hablando...
Pero esto es para volverse loco sin remedio... Y si hay algo a lo que me oponga con
todas mis fuerzas es a volverme un lunático... ¿Cómo podría ser útil a mis
dementes, a mis hermanos lunáticos, si pierdo el equilibrio en la cuerda floja de los
abismos de mi mente?»
Estuvo largo rato con la mirada perdida, mientras trataba de elucidar por completo
aquella extraña fantasía y dar así una profundidad absoluta a sus pensamientos, que
comenzaban a producirse en una dirección muy concreta... Por fin brilló en sus
ojos la luz de una posibilidad razonable y vio en pocos segundos que se trataba de
algo muy sencillo, muy fácil de comprender; algo, incluso, en lo que hubiera
debido pensar antes... Se echó a reír de una forma que resultaba inapropiada en
aquellos momentos, y dijo para sí en voz alta y tono grave, como si deseara que
sólo él mismo le oyese:
—Como Boon vaya por ahí presentando en sociedad a su tiburón, y ande yo en lo
mismo con mi estrella de mar, acabaremos por convertir el mundo en un acuario
mayor que el que se está construyendo el doctor Wilkes... Tengo que ir al pueblo
para seguir con mis investigaciones.
Cuando ya por la tarde regresó cruzando la playa a grandes zancadas, después de
haber mantenido conversaciones al parecer interesantes con varios pescadores y
marinos, lucía en el rostro una expresión mucho más que satisfecha.
«Siempre me pareció —comenzó a reflexionar para sí en el mismo tono de voz de
antes— que el misterio de las huellas sería lo más sencillo de este caso... Pero hay
otras cosas que no resultan nada sencillas».
Alzó los ojos, y a lo lejos, destacándose sobre la arena, solitaria y negra, contra el
leve y apacible resplandor de la tarde, vio la silueta del corpulento Amos Boon con
su sombrero de alas anchas.
Dudó unos instantes acerca de la conveniencia de aquel encuentro, y casi de
inmediato se dio media vuelta para dirigirse a la escalera de madera que conducía a
lo alto del acantilado.
Mr. Boon parecía muy entretenido trazando líneas en la arena con la punta de su
viejo y sucio paraguas, como un niño que dibujara los planos de un castillo de
arena, aunque sin el entusiasmo propio de los niños. Más de una vez había
observado Gale con detenimiento a aquel hombre mientras parecía sumido en las
más hondas reflexiones, aunque mostrando un gesto que nada indicaba y un sinfín
de movimientos automáticos. Mas cuando el poeta comenzaba a subir por la
escalera hasta lo más alto del acantilado, de nuevo lo asaltó la sensación irracional
de un vértigo visionario. Se dijo, como si quisiera advertirse de algo grave, que la
misión de su vida no podía limitarse a un constante paseo por la cuerda floja de los
funámbulos, salvo que quisiera ser devorado definitivamente por ese abismo que a
51tantos hombres de gran imaginación se ha tragado. Por lo tanto, bajó la vista para
observar las pendientes del acantilado que ya había dejado atrás, y después hacia la
arena. Y sobre la arena vio que las líneas trazadas por Boon con la punta de su
paraguas cobraban forma como si fuesen una pintura mural. Muchas veces había
observado que los niños suelen dibujar en la arena un cerdo muy grande, tan
grande como una casa. Pero ahora le resultó imposible rechazar su impresión
anterior de haber contemplado algo antiguo, algo así como un dibujo del
paleolítico, en aquello que percibía sobre la arena cada vez más oscura. Lo que
había dibujado Mr. Boon no era precisamente un cerdo, sino un tiburón temible,
con sus dientes aterradores, con su aleta dorsal firme y amenazante como un
cuerno.
No fue Gale el único en observar tan curioso dibujo. Cuando llegó a la barandilla
que ponía límite al borde del precipicio, donde concluían los peldaños de la
escalera de madera, vio que había tres personas allí apoyadas, las cuales miraban
hacia abajo. Supo Gale al instante que la resolución del caso estaba próxima.
Porque al ver sus siluetas destacadas contra el cielo, reconoció a los dos médicos y
al inspector de policía.
—Hola, Gale —lo saludó Wilkes—. Permita que le presente al inspector de policía
Davies, un hombre con muchos éxitos en su haber.
—Supongo, inspector, que hará pronto alguna detención —dijo entonces Garth.
—El inspector, de momento, va a seguir haciendo su trabajo —dijo el policía— y
no a hablar de lo que piensa hacer... Voy al pueblo; ¿me acompaña alguno de
ustedes?
El doctor Wilkes echó a andar tras el inspector, y lo mismo iba a hacer el doctor
Garth, pero se detuvo al sentir el tirón en la manga de la chaqueta que le daba Gale,
quien ahora parecía muy nervioso.
—Garth —le dijo—, debo presentarle mis excusas; creo que andaba un tanto
perdido, con la cabeza a pájaros, el otro día, cuando nos encontramos y no le
saludé a usted como se debe saludar a un viejo amigo... La verdad es que nos las
hemos visto juntos en más de un asunto comprometido, y quisiera hablar con usted
sobre el que ahora nos ocupa... ¿Bajamos a sentarnos para conversar?
Tomaron asiento en un banco de hierro que había un poco más abajo, en un
pintoresco recodo desde el que se obtenían hermosas vistas.
—Quisiera —prosiguió Gale— que me contase usted lo que intuye; supongo que
tiene alguna teoría, o que ya sabe algo; es más, estoy seguro de ello.
Garth se quedó unos instantes contemplando el mar en silencio, y dijo al fin:
—Se trata de Simón...
—Lo suponía —dijo Gale—. ¿Y qué hay?
—La investigación no ha tardado en revelar que Simón sabía de este asunto más de
lo que decía. Llegó junto al cadáver antes que usted; pero no quiso decir lo que vio
antes de que usted llegara; creímos que era debido a que tenía miedo a decir la
verdad, y en cierto modo así ha sido.
52—Simón no es muy hablador —dijo Gale con aire pensativo—. No es un hombre
que hable mucho de sí mismo, lo que quiere decir que piensa en exceso en sí
mismo... Es un tipo de hombre que siempre tiene algún secreto que guardar,
aunque no me refiero a que sea un criminal que pretenda ocultar sus crímenes; es
más, ni siquiera creo que sea un tipo malévolo... aunque sí muy morboso, ya sabe...
Es de ese tipo de muchachos que son maltratados en el colegio y jamás protestan.
Mientras tenga miedo de algo, será incapaz de abrir la boca.
—No sé cómo ha podido imaginarlo usted —dijo Garth admirado—, pero eso es
precisamente lo que han descubierto las investigaciones. La policía, al principio,
creyó que el silencio de Simón se debía a su culpabilidad; pero en realidad pronto
descubrieron que tenía miedo de algo mucho peor que la culpa; tenía en realidad el
miedo a un destino diabólico y a sus inevitables complicaciones. El caso es que,
apenas hubo amanecido, Simón se acercó al acantilado antes que usted y observó
desde allí algo que impresionó fuertemente su espíritu morboso. Vio a Boon de pie,
su negra silueta al borde del precipicio, resaltada por la claridad del día; Boon
agitaba los brazos de una forma muy rara, como si se dispusiera a volar. Simón
creyó que hablaba solo, o que incluso cantaba; poco después vio que Boon
caminaba en dirección al pueblo y se perdía de su vista. Simón dio unos pasos más,
y entonces, desde el mismo borde del acantilado, vio a sir Owen muerto junto a su
caballete.
—Y desde entonces no ha hecho más que ver tiburones por todas partes —dijo
Gale.
—Así es —ratificó Garth—. Simón ha confesado que para él una sombra en la
cortina, una nube ante la luna, tienen la inconfundible forma de un pez gigantesco
con la aleta dorsal amenazante. Eso, sin embargo, hay que matizarlo, pues en
realidad se trata de una forma que se presta a la confusión; sabemos que cualquier
objeto con una protuberancia triangular puede sugerir la misma idea a un hombre
en un estado de nervios como el de Simón. Pero la verdad es que, desde que el
pobre Simón creyó que Boon podía provocar la muerte de alguien a distancia, sólo
con maldecirlo o hechizarlo, es prácticamente imposible hablar razonablemente
con él. No teníamos más que una posibilidad, demostrarle que Boon podía haber
matado a sir Owen de manera bastante más convencional. Creo que al fin hemos
podido demostrárselo.
—¿Cuál es su tesis?
—Es demasiado vaga para ser calificada de tesis —admitió el doctor Garth—, pero
creo sinceramente que Boon pudo matar a sir Owen desde lo alto del acantilado, y
sin acudir a ninguna forma de conjuro sobrenatural. Veamos los hechos de la
siguiente manera: Boon ha estudiado muy a fondo los secretos de los salvajes, en
especial los secretos de los salvajes de ese rosario de islas que se extienden a lo
largo de Australia. Sabemos, sin embargo, que esos salvajes no son precisamente
ignorantes, por mucho que así se les pretenda llamar; es más, poseen habilidades
tan únicas como las armas de que se valen; tienen unos tubos que matan a
considerable distancia, soplando a través de ellos; y manejan el lazo y el arpón
53como nadie en nuestra tierra sabría hacerlo. Repare usted en ese invento de los
australianos, el boomerang, es un artefacto que vuelve a la mano que lo lanza; y
dígame, ¿acaso resultaría extraño que Boon hubiera aprendido a lanzar y a recoger
después ese objeto? ¿Acaso no sería posible que Boon hubiese atacado a sir Owen
con ese proyectil? El doctor Wilkes y yo, al examinar el cadáver, vimos que la
herida era realmente interesante, muy rara de ver; una herida hecha por un
instrumento agudo y penetrante, ligeramente curvado, y no solamente curvado
hacia arriba, sino hacia fuera, como si la curva volviese sobre sí misma. Eso, claro
está, sugiere un ataque con un arma ajena a las que se utilizan en esta tierra, un
arma con extrañas propiedades. Recuerde además que esta explicación aclararía
otra cosa, el quid de la cuestión, por así decirlo: el asesino no dejó huellas en la
playa.
Gale contemplaba el mar en silencio; pareció meditar profundamente sobre lo que
le había dicho el médico, y al fin habló:
—Su explicación es muy ingeniosa, pero yo sé bien por qué no dejó huellas de
pisadas, es algo mucho más sencillo que todo eso...
Garth se lo quedó mirando y dijo con tono muy grave:
—Permita que le pregunte, entonces, cuál es su tesis.
—Mi tesis le va a dejar usted, me temo, un montón no de tesis, sino de teorías —
respondió Gale—; es de esa misma materia con la que se tejen los sueños, por
acudir al lugar común. La mayor parte de la gente suele caer en una contradicción,
no por habitual menos constante: abunda en teorías y jamás ve lo que en la teoría
hay de vida normal, de utilitarismo, por así decirlo. La gente siempre piensa en
temperamentos, en circunstancias, en accidentes y casualidades, aunque la mayoría
de los hombres no son otra cosa que lo que las teorías hacen de ellos; muchos
hombres llegan al crimen o al matrimonio, o al deseo de ambas circunstancias,
como consecuencia de ciertas teorías sobre la existencia. Por eso me será imposible
siempre exponer mis tesis de esa manera brillante, sagaz y práctica, que utilizan
ustedes los médicos y también los inspectores y los detectives. Veo, en principio,
la mente de un hombre; en ocasiones hasta sin relacionarla con un hombre
concreto. Podría iniciar mi exposición únicamente describiendo un estado mental,
en lo que se refiere al triste caso que nos ocupa, y admito que eso pueda parecer
imposible, o por lo menos inconveniente, por inconsútil. Pero nuestro asesino, o
nuestro maniático, como prefiramos llamarle, está ahora muy afectado por alguna
de las cosas que se le atribuyen. Su vista no ve más allá de lo que es propio en
quien padece un grado al menos mediano de demencia, lo que le hace simple, y en
tanto que tal, salvaje... Pero dudo mucho que pudiera trasladar el salvajismo del
objeto a los medios de que dispone. Bajo ciertos aspectos, es verdad, puede
equipararse su vida a la de los bárbaros que habitan esas islas; ve a cada ser y a
cada objeto en su más completa desnudez, sin comprender que lo que viste y
adorna a los seres y a los objetos es a menudo lo que en realidad son, la parte más
real de los seres y de los objetos. ¿No ha reparado usted en la gran verdad que se
54esconde en ese adagio que dice vestido y en su sano juicio? 5 Un hombre no estará
jamás en su sano juicio, en el uso de sus facultades mentales, si no va cubierto por
los símbolos de su dignidad social; la humanidad, amigo mío, no es ni siquiera
medianamente humana cuando va desnuda; y en otro orden de cosas cabe decir que
ocurre lo mismo con supuestos de menor categoría, incluso en la observación de
los objetos inanimados. Recuerde usted la enorme cantidad de disparates que se
han dicho respecto a las auras; pero hay una verdad detrás de todo eso: todo posee
un halo; todo posee una especie de atmósfera única, una atmósfera propia de lo que
significa, que es lo que lo sacraliza o confiere estatus social. Incluso los seres más
insignificantes que estudiamos tienen su halo, perfectamente diferenciado. Lo que
ocurre es que no podemos verlo tan fácilmente...
—¿Y qué seres insignificantes cree usted que estudia Boon? —preguntó el doctor
Garth interesado por el discurso de su amigo—. ¿Acaso se refiere usted a los
caníbales?
—La verdad es que no estaba pensando ahora en Boon.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el doctor cada vez más interesado en lo que
exponía Gale—. ¡Pero si Boon está a punto de caer en manos de la policía!
—Boon es un buen hombre —dijo Gale con mucha calma—; un buen hombre...
muy tonto... Por eso es ateo. Hay ateos inteligentes, sin embargo, como trataré de
demostrar en breve; pero entre los ateos es más común el tipo tonto, zafio; un tipo
que además resulta muy simpático. Boon es un buen hombre, se lo repito; se
mueve por causas nobles, pero ilusorias; al principio habló de la superioridad de
los salvajes, ¿lo recuerda?, porque en realidad se tiene a sí mismo por una especie
de... subproducto, más o menos. Es posible que esté bastante chiflado, y por eso se
haya enredado de tal manera en toda esa historia fantástica de los tiburones... Pero
lo hace sólo porque su intelecto no ha podido digerir sus viajes. Dicen que viajar
amplía el horizonte de miras de la gente, pero para eso, antes de viajar, hay que
tener ideas, miras... Boon tiene una mentalidad propia de iglesia de suburbio y ante
sus ojos, en sus viajes, pasó todo un desfile panorámico de la adoración de la
dorada naturaleza y el purpúreo sacrificio. No sabe si anda con la cabeza sobre los
hombros o con la cabeza en los pies, como tantos... No obstante, le aseguro que no
me extrañaría que el cielo estuviese poblado de ateos como él, que se rascan la
cabeza preguntándose dónde están... Boon es sólo un paréntesis, sólo eso. El
hombre de quien hablo es mucho más sagaz y trascendente; se ocupa de cosas
ajenas a los misticismos turbios, a los sacrificios humanos, a todo eso. El sacrificio
humano es una debilidad perfectamente humana; emana del asesinato y es directo,
secreto; propio de una mente inhumana como el infierno. .. Ya me di cuenta de
todo eso la primera vez que hablé con él de las amapolas y dijo que no veía nada
especialmente exquisito en una flor.
—¡Pero hombre...! —inició Garth su protesta.
—No quiero decir con esto —atajó Gale— que el que un hombre haga la disección
5
Clothed and in his right mind, en el original; suele usarse en conversación para aludir a la respetabilidad de
alguien. (N. del T.)
55de una margarita suponga que sea carne de presidio, no... —e hizo el poeta un
gesto de magnanimidad y clemencia—; pero sí afirmo que otorgar a este acto el
significado que él le dio supone hallarse en el camino de la lógica que lleva al
crimen, si se le antoja seguirlo. Dios está en todo, pero este hombre querría estar
fuera de todo, querría verlo todo en el vacío, flotando en la nada, de manera
aislada, como lo está la muerte... Y no sólo no es lo mismo, sino que es lo más
opuesto al escepticismo, en el sentido en que vive Boon o en el que se expresa el
Libro de Job. Hay, amigo mío, hombres obsesionados por los misterios, pero este
hombre niega la existencia de los misterios; no es, hablando en términos generales,
un asunto de la teología, sino de la psicología. La mayor parte de los buenos
paganos y de los panteístas puede hablar de los milagros de la naturaleza; pero este
hombre niega que haya milagros, ni aun entendiendo metafóricamente por tales las
maravillas que se nos muestran a la vista. ¿No percibe usted que esta horrenda luz
derramada sobre las cosas tiene al menos que marchitar los misterios morales en
tanto que ilusiones, como el respeto a la edad, el respeto a la propiedad? Para él, la
santidad de la vida es una superstición. Los hombres de la calle no son más que
organismos con los órganos más o menos desarrollados. Y para un hombre así no
subsiste ya ningún terror en el contacto de la carne humana, ni es capaz de ver a
Dios observando sus actos a través de las miradas de los demás hombres.
—Pues quizás no crea en los milagros, pero los hace —observó sarcástico el doctor
Garth—. ¿O es que no resulta milagroso que pudiera matar a un hombre en la
playa sin dejar la menor huella?
—Es que lo hizo mientras remaba —respondió Gale tranquilamente.
—¿En plena bajamar?
Gale dijo que sí con la cabeza.
—Eso es lo que más me intrigó —siguió diciendo—; hasta que vi algo en la arena,
algo que me hizo dirigir mis pensamientos por un camino en el que no tuve más
remedio que investigar, hacer preguntas... Sí, pregunté a la gente de mar sobre las
mareas... Es muy simple; la tarde anterior había pleamar y las aguas subieron
incluso más que en otras mareas, a causa del viento; no tanto como para llegar
hasta donde se encontraba sentado Cram, pero muy cerca; así fue como salió del
agua el pez humano; así fue como el tiburón divinizado llevó a cabo realmente el
sacrificio del humano. .. El asesino llegó remando como reman los niños que están
de vacaciones, y se fue de la misma manera antes de que se produjese la bajamar.
—¿Quién? —preguntó Garth, estremeciéndose al hacerlo, temeroso de que Gale le
dijera el nombre que suponía.
—¿Quién anda por ahí en busca de criaturas marinas cada atardecer, con su
redeño? ¿Quién heredará la fortuna del viejo Cram, una fortuna con la que se
puede levantar un gran museo y asegurarse la más absoluta tranquilidad de una
vida dedicada a la investigación científica? ¿Quién dijo en aquella conversación en
el jardín de sir Owen que una orquídea no era más que un producto de la
naturaleza, como el cáncer?
—Creo que sé a quién se refiere —dijo el doctor Garth con sumo pesar—. Habla
56usted de ese inteligente muchacho, Wilkes, ¿verdad?
—Para comprender a Wilkes hay que comprender antes muchas otras cosas —
siguió diciendo Gale—. Reconstruya usted mentalmente la escena del crimen;
repare en aquella larga franja oscura de mar y arena, donde la última luz del día se
pone roja como la sangre, allá en donde va el científico en cada ocaso a dragar la
arena, en medio de tan sangrienta penumbra, buscando criaturas marinas, tanto
grandes como pequeñas; pero la criatura que pescó hace bueno ese lugar común de
los pescadores, quienes dicen que todo lo que les cae en la red pesa mucho. Para
él, su museo en construcción es una especie de cosmos; todo lo que encuentra por
ahí, desde un fósil a un pez volador, es único. Lleva gastada una gran suma de
dinero contrayendo deudas, todo en aras de su museo, digamos que de una manera
de lo más desinteresada... Incluso mandó hacer reproducciones ampliadas en cera o
pasta de papel de peces minúsculos o de ejemplares ya extinguidos. Imagínese,
cosas que ni el South Kensington puede permitirse, y que Wilkes no es capaz de
sufragar al contado en modo alguno con sus ingresos como médico. Sin embargo,
sabemos que había convencido a sir Owen para que legara su fortuna al museo; así,
Cram no era a sus ojos otra cosa que un viejo lunático que pintaba cuadros
malísimos, cuadros que no sabía pintar, y que además hablaba de ciencias de las
que nada sabía, y que, por lo tanto, no tenía en esta vida otra misión que cumplir
que no fuese la de largarse de una vez por todas al otro mundo y legar su fortuna al
museo.
»Bien, pues cuando cada mañana Wilkes concluía su tarea de limpiar las urnas de
cristal de sus máscaras y de sus reproducciones, daba la vuelta por el filo del
acantilado para buscar fósiles en la caliza con su martillito de geólogo; después lo
guardaba de nuevo en su saco de lona, abría su red, u otras veces sacaba de la bolsa
el redeño, bajaba y comenzaba a caminar por la orilla, atento a todo lo que se
moviese. Ahí es donde quiero fijar su atención ahora; mire esa arena de color rojo
oscuro e imagine la escena; es imposible entender nada sin ver el cuadro completo.
Wilkes recorre millas y millas de esta playa desolada ansioso por encontrar
cualquier vestigio de vida bajo la arena; aquí, un erizo de mar; allá, una estrella de
mar, un cangrejo, cualquier cosa con algo parecido a las patas... Ya le he dicho que
Wilkes se halla en esa fase en la que un científico puede hasta mirar a los ángeles
con ojos de ornitólogo. Así, ¿qué podía pensar de ese pobre desgraciado de sir
Owen, medio enano y deforme, con sus largas y pobladas patillas agitadas por el
viento, abiertas en abanico, visto desde atrás? Pues no podía pensar Wilkes sino
que se trataba de un cangrejo o de un erizo de mar. Las piernas arqueadas de Cram,
sus dos pies enroscados entre las patas del taburete tenían que darle todo el
aspecto, admitámoslo, de tener esos cinco miembros propios de las estrellas de
mar. Tampoco debe extrañarnos; comprenda usted que así visto pudiera parecer un
animal, incluso vulgar; una criatura marina más, de las muchas que se acercan a la
orilla y hasta se aventuran a caminar por la arena, e incluso hasta mucho más allá...
Wilkes no tenía más que hacerse con ejemplar semejante para que todos los demás
quedaran a salvo, lo que es decir al amparo de su museo. Para él, y como dicen los
pescadores, todo lo que cae en la red es pescado de la mejor calidad.
57»No es ocioso imaginar que, al acercarse a él, alargó la pértiga en la que sujetaba
su red y cubrió con ella la cabeza del pobre sir Owen, como si le hubiera caído
encima una polilla gigantesca y gris con las alas desplegadas; luego tiró
violentamente hacia atrás, para hacer que Cram cayese de espaldas, pataleando en
el aire con sus cortas y torcidas piernas, lo que sin duda le dio, más que en ningún
otro momento o postura, el aspecto inequívoco de un insecto, por ejemplo... El
asesino avanzó tirando de la pértiga, llevando en la otra mano su martillo de
geólogo; después, con la punta más afilada de la herramienta golpeó a sir Owen en
un punto que, como médico que es, sabía vital. La curva que observó usted en la
herida, amigo mío, fue hecha por ese agudísimo filo del martillo, que en realidad
no es tal sino un pequeño pico, como sabemos... Pero la curiosa dirección de la
herida y lo intrigante de cómo pudo serle causada al pobre Cram no se debía más
que a la posición en que se hallaban el asesino y el asesinado en el momento de
producirse el ataque. El asesino golpeó la cabeza que el pobre tenía entonces hacia
abajo y luego le seccionó el cuello bajo la mandíbula. Eso sólo hubiera sido posible
en caso de que la víctima se sostuviese sobre su cabeza, cosa en verdad extraña,
pues son pocas las personas que pueden esperar la llegada de su asesino en tal
posición. Sin embargo, con la extensión de la red debida a la pértiga y el derribo
que así hizo el criminal del asesinado, resultó factible matarlo en dicha postura;
además, la red arrastró consigo una estrella de mar, que cayó a los pies de la
víctima. Fue esa estrella de mar, y el que se hallara tan adentro de la playa, incluso
más allá de la Pina arena, donde hay tierra, hierba y arena, lo propio de esas
pequeñas dunas de playa, mírelas, lo que encaminó mis ideas hacia la marea y la
posibilidad de que el asesino hubiese llegado hasta su víctima a través del agua. Si
dejó alguna huella, el oleaje de la marea acabaría por borrarla pronto. Debo
admitir, no obstante, que ni por lo más remoto se me hubiese ocurrido pensar en
todo eso si no llego ver a ese pequeño monstruo rojizo con sus cinco miembros, la
estrella de mar.
—Así que para usted toda esa historia de la sombra del tiburón no tiene nada que
ver con el asunto... —dijo Garth.
—Sí, la sombra del tiburón tiene un papel muy principal en todo este embrollo —
respondió Gale—. Digamos que el asesino anduvo oculto en la sombra del tiburón
y dio el golpe desde esa misma sombra. Dudo mucho que hubiera podido hacerlo
de no presentarse la oportunidad de esa fantástica aleta tras la que esconderse.
Tenga en cuenta que él mismo se encargó de sobredimensionar la leyenda del
pobre Boon, ese tonto, no me atrevo a llamarlo lunático... Wilkes, recuérdelo, hasta
se puso a bailar ante Dagon e hizo como que lo espantaba... Me refiero al incidente
de la cara en la ventana. ¿Quién sino él hubiera sido capaz de urdir una broma tan
estúpida? Parecía algo realmente vivo porque se trataba de una de las máscaras
modeladas por el propio Wilkes; la había traído a casa de sir Owen en su saco de
lona, dejándola presta en el vestíbulo. No le resultó difícil sembrar la alarma, salir
a ver qué ocurría y ponerse la máscara para acercarse a la ventana. Luego dijo a sir
Owen que tenía un enemigo: fue una manera de preparar la escena ideal para el
crimen, la coartada perfecta. Quería que se atribuyese el asesinato de Cram a
58cualquier causa sobrenatural, a una historia mística de idólatras; quería, en suma,
apartar el curso de las investigaciones de la simple lógica que pudieran demostrar
los hechos... Lamentablemente, veo que se ha salido con la suya; según usted, el
pobre Boon está a punto de caer en manos de la policía.
Garth, nervioso, se puso en pie.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó al poeta.
—Usted sabrá; usted es un hombre bueno y justo, además de práctico —respondió
Gale—. Yo no soy un hombre precisamente práctico, no sé si sirvo en realidad
para algo —añadió mientras se levantaba alzando los hombros como para
excusarse.
Luego, desde el borde del precipicio contempló de nuevo el abismo.
59IV
EL CRIMEN DE GABRIEL GALE
El doctor Butterworth, famoso médico de Londres, estaba en mangas de camisa,
sentado en su residencia de verano, pues el día era muy caluroso y él había jugado
al tenis hasta poco antes en la cancha sobre la que pegaba de firme el sol. Era un
hombre de rostro sólido y buen porte, un hombre del que dimanaba salud y buen
humor, cosas que le ayudaban en el ejercicio de su profesión pero a las que él no
concedía la menor importancia, por no decir que ni se enteraba de ellas.
No era uno de esos hombres en los que la buena salud deviene en higiene
degenerada; jugaba al tenis cuando le daba la gana de hacerlo y dejaba de jugar al
tenis cuando le daba la gana de dejar de hacerlo, como aquella vez en la que se
retiró de la cancha para fumarse una buena pipa a la sombra. Le gustaba jugar
como le gustaban las bromas; muchos interpretaban esta disposición de su ánimo
como algo propio de quien no es un buen jugador; él, sin embargo, se sabía seguro
de poder jugar cuando le placiera hacerlo y contra quien fuese. Le encantaban
también las cosas graciosas; incluso lo más trivial e inadvertido para los demás de
cuanto pudiera salirle al paso. Ahora, precisamente, sus ojos se entretenían en un
detalle sin la menor importancia, algo que a él le sugería un curioso contraste con
el luminoso jardín que tenía a corta distancia. Enmarcado por la puerta de la casa,
como si fuese un escenario pleno de luces, se abría un sendero que cruzaba el
jardín con sus macizos alegres y sus radiantes tulipanes, los cuales tenían un algo,
una dignidad propia de las orlas de las antiguas ilustraciones persas. Por el centro
del sendero avanzaba una figura ofreciendo un duro contraste, una figura casi
negra, con chistera, con traje y paraguas negros; una especie de calco paródico del
Tulipán Negro, como si el mito hubiera cobrado vida desprovista de encanto. Un
instante después aquella fantasía se desvaneció, huyó del sueño en vigilia del
médico, porque bajo la chistera acababa de reconocer una cara familiar; sin
embargo, al observar que el contraste no resultaba sólo grosero, sino patético
también, quedó impresionado por la grave expresión de los ojos de quien lo
visitaba.
—¡Hola, Garth! —exclamó jovial como siempre—. Tome asiento, hágame el
favor, y cuénteme cosas... Trae usted pinta de venir de un entierro...
—Algo así —dijo el doctor Garth dejando caer su chistera en una silla.
Garth era un tipo tan vivaz como menudo; pelirrojo y de rostro afilado, se mostraba
ahora pálido, desencajado.
—Lo siento —se excusó el doctor Butterworth rápidamente—, no quería... Parece
usted muy afectado.
—En realidad no vengo de un entierro —dijo Garth con mucha tristeza—, sino que
voy a una especie de entierro; o a un curioso entierro, como se prefiera, en el que
60deben adoptarse una serie de precauciones, si no se quiere que sea... ¿cómo lo
diría? Un tanto prematuro, o apresurado, eso es...
—¿A qué se refiere? —lo interrogó su colega mirándole fijamente, con mucho
interés.
—Quiero decir que debo enterrar a un hombre vivo, algo así —respondió Garth
con una calma aterradora—. Se trata de un entierro que requiere dos certificados
médicos en vez de uno, como es preceptivo.
El doctor Butterworth desvió los ojos hacia el soleado jardín de la casa y se le
hundieron entonces las mejillas al hacer una especie de silbido inaudible, hacia
adentro.
—Comprendo —dijo—. Eso siempre es muy triste, amigo mío; supongo que se
trata de un asunto personal, algo que supera su condición de médico... ¿Se trata de
un amigo?
—Sí, es uno de mis mejores amigos, sin contarlo a usted, desde luego; es uno de
los tipos más brillantes de nuestro tiempo, además de una persona excelente.
Siempre temí algo parecido, pero no supuse que resultara tan duro cuando llegase
el momento —hizo una pausa, y tras reponerse añadió—: Es el pobre Gale; lo ha
hecho de una vez por todas.
—¿Qué ha hecho? —se sobresaltó el doctor Butterworth.
—No será fácil explicarlo, salvo si lo conoce usted —respondió Garth—. Gale es
pintor y poeta, además de unas cuantas cosas más, extrañas todas ellas, sin duda...
Y tiene una teoría muy personal acerca de cómo curar a los lunáticos. Por decirlo
brevemente, Gale, un amateur, se erigió en médico especializado en lunáticos, pero
ahora es él, el médico, quien se ha vuelto rematadamente loco. Es una tragedia...
Aunque cabría decir que se lo ha buscado.
—La verdad es que no acabo de entender la historia —dijo el doctor Butterworth
pacientemente.
—Ya le he dicho que Gale tiene una teoría muy personal acerca de cómo curar a
los lunáticos, ¿no? Según esa teoría, la cura de un loco sólo puede hacerse
mediante lo que Gale llama empatía... Eso, al parecer, consiste en seguir al pie de
la letra las propuestas e ideas de los lunáticos en cada momento, avanzando con
ellos no sólo medio camino, sino hasta el final del camino si es preciso. Yo me
burlaba de él, pobre tipo, y le decía siempre que si un chiflado se empeñara en
decirle que estaba hecho de cristal, según su teoría debería hacer todo lo posible
por sentirse transparente... Su tesis, en resumen, consiste en ver las cosas desde el
punto de vista de los lunáticos y hablarles en su propia lengua, por así decirlo. Gale
reconoció siempre, no obstante, que eso es peligroso, que es como dirigirse con los
ojos vendados al borde de un precipicio... Pero nunca ha dejado de hacerlo. Lo ha
hecho una vez más. Mejor dicho, lo ha hecho de una vez por todas.
—Ya, comprendo —dijo el doctor Butterworth, experimentando el sentir de que
toda su saludable conformación se revolvía contra lo que escuchaba—. Claro, eso
es como decir que un médico tiene que cojear para obtener la curación de un cojo,
61o cerrar los ojos para devolver la vista a un ciego.
—Y si un ciego guía a otro ciego... —dijo Garth moviendo la cabeza con gran
abatimiento—. El caso es que Gale está en el hoyo, sin remedio. Esta vez no tiene
escapatoria.
—¿Esta vez?
—Sí... Esta vez, o lo llevan al manicomio o lo meten en la cárcel —dijo Garth cada
vez más apesadumbrado—. Por eso tengo que darme prisa para que lo declaren
oficialmente loco cuanto antes, y bien sabe Dios cuánto me desagrada tener que
hacerlo. Gale, sin embargo, ha emprendido esta vez un viaje sin retorno, un viaje
por caminos que ni él mismo sospechaba que pudieran existir. Siempre fue un tipo
fantasioso y excéntrico; pero siempre fue, a la vez, cuerdo, lógico. Claro que nunca
se le había presentado un caso como el que acaba de trastornarlo definitivamente.
Y son varios los cargos que pueden pesar en su contra. Primero, agredió
salvajemente a un hombre; la verdad es que trató de asesinarlo con una horca de las
que usan los campesinos para amontonar el heno. Pero lo que más me impresiona
de esta terrible historia, precisamente por conocer tan bien como conozco a Gale,
es que haya intentado matar a un hombre pacífico, completamente inofensivo; a un
pobre muchacho de Cambridge, que es medio cura... Algo, como le digo,
absolutamente inconcebible en Gale, por muchas locuras que le hayamos visto
hacer. Los hombres con los que contendía en espíritu, si no en cuerpo, eran
siempre chiflados intelectuales, o mesmeristas 6 ; un tipo de hombres que necesitan,
en efecto, que alguien se les enfrente, como aquel doctor Wilkes, el de los labios
tan finos y fruncidos, o aquel otro lunático, el científico ruso... La única
explicación para todo este asunto es que Gale no era él mismo cuando dio en hacer
lo que hizo.
«Opino así por haber visto cómo desde hacía tiempo Gale se iba cargando de
electricidad, lo que me llenaba de temor a que descargase la tormenta. Quiero decir
que, cada vez que se aproximaba una tormenta, Gale parecía enloquecer más que
nunca antes. Eso me resultaba extraño, porque hasta no hace mucho jamás había
notado que las tormentas pudieran influir en su ánimo. Es más, en mitad de una
tormenta lo he visto hacer infinitas tonterías como caminar sobre las manos en un
jardín; lo hacía, precisamente, para demostrar que no tenía miedo a la tormenta y
que le importaba poco mojarse. Creo, sin embargo, que las últimas tormentas casi
tropicales que hemos padecido han sido muy perjudiciales para él; la simple
conversación sobre una tormenta inminente parecía enloquecerlo; y la tragedia, en
realidad, sucedió de la manera más tonta; todo empezó hablando del tiempo.
»Ocurrió que en mitad de un garden-party, hace poco, cuando se dejaba sentir una
humedad excesiva en el ambiente, Lady Flamborough dijo a uno de sus invitados:
"Nos ha traído usted el mal tiempo". Es una de esas cosas que se dicen por decir,
pero Lady Flamborough se la soltó a Saunders, un chico extraordinariamente
tímido; uno de esos muchachos con los pies muy grandes, que parecen haber
6
Seguidores de Mesmer (1734-1815), médico alemán que creyó haber descubierto en las propiedades del imán un
remedio para las enfermedades, acabando por afirmar la existencia de una fuerza semejante a la del mineral, de que
están dotados los seres animados. Tal fue la teoría que denominó magnetismo animal. (N. del T.)
62crecido más que su ropa... y sus ideas; un tipo, en fin, que sería la última persona
en una reunión que quisiera ser distinguida con una observación cualquiera, ni con
un elogio. Saunders, pues, se quedó con la boca abierta pero sin decir palabra; la
observación jocosa de la dama, no obstante, tuvo la desgracia de exasperar los
nervios de Gale... Aquella vez la cosa no pasó a mayores. Pero no mucho después
Gale vio a lady Flamborough en otra reunión social, una tarde de lluvia; y vio
también a Saunders; y no se le ocurrió a Gale otra cosa que señalarlo con un dedo
de conspirador cómico para decir: "Sigue trayendo la lluvia".
»No pasó mucho tiempo de aquello para que se produjese una de esas
coincidencias que sacan de sus casillas a los locos como ninguna otra cosa podría
hacerlo. Aquel grupo volvió a reunirse en casa de los Blakeney una tarde
magnífica, de mucho sol; el anciano Blakeney estaba en el jardín mostrando sus
flores a los invitados, pero poco después entrábamos todos en la casa para tomar el
té en el gran salón policromado; Saunders entró el último y tomó asiento; cuando
lo hizo se dejaron sentir risas ahogadas que hicieron que se le subieran los colores;
la broma de que llevaba la lluvia y el mal tiempo era ya un lugar común, y todos se
reían de él aunque aquella excelente tarde de sol parecía desmentir la mala fama
del pobre muchacho. Tras el té, los invitados pasaron a un salón contiguo, pero
Gale se dirigió a la puerta. Allí, entre dos columnas, vio una de las ventanas de un
ala de la mansión y se quedó como clavado en el piso, rígido, señalándola con el
dedo. Su gesto parecía avisar de algo realmente extraordinario; miré y no pude por
menos que compartir su sorpresa; las ventanas hasta entonces azules, que
transparentaban un cielo límpido y azul de verano, estaban ahora pintadas de lluvia
inminente, negras. Un segundo después y comenzó a caer la lluvia sobre la
mansión violentamente, lamiendo las fachadas como si estuviera lloviendo desde
hacía un milenio. Apenas diez minutos antes el jardín parecía de oro, el mismísimo
jardín de las Hespérides; ahora no podía apartar mis ojos de Gale, que contemplaba
aterrado aquella tormenta salida de la nada. Así estuvo un buen rato, hasta que al
fin, dándose media vuelta, y mirando con una expresión demencial que nunca
podrá borrárseme de la mente, se enfrentó a un pobre tipo que estaba unos pasos
más allá... Excuso decirle que se trataba del pobre Herbert Saunders.
«Como supondrá usted, no creo ni en magos ni en brujas que rijan el curso de las
cosas, y menos el curso de los elementos; pero no podía dejar de pensar que aquel
fenómeno era extraño; el cielo se había ennegrecido súbitamente y la lluvia había
comenzado a caer con una violencia pocas veces vista, apenas un poco después de
que entrara en el salón el último de los que allí estábamos, un tipo al que hasta
entonces se había asociado en broma el mal tiempo... Una simple coincidencia,
desde luego; pero lo que de verdad me inquietaba era el efecto que aquella
coincidencia podría causar en mi amigo, el psicólogo excitado. Vi que Saunders y
él se hallaban cerca de una ventana, el uno frente al otro, mirándose y
contemplando el diluvio alternativamente, mientras la tormenta ensombrecía el
jardín y las ramas de los árboles se retorcían como si una fuerza ignota las
torturase. El rostro de Saunders no mostraba más que un inocente asombro ante
aquel fenómeno; sonreía con su proverbial timidez, como cuando alguien le
63dedicaba un cumplido; es uno de esos hombres cuyo rostro, después de recibir un
elogio, parecen haber sufrido una bofetada. Seguro que el pobre no pensaba sino
que le iban a gastar de nuevo la broma; quizás pensara que la climatología inglesa
se aliaba pérfidamente con los otros, para permitir así que continuara la chanza...
El rostro de Gabriel Gale, sin embargo, era el de un demonio. Eso me pareció,
sobre todo, cuando al iluminárselo un relámpago, al que siguió un gran trueno y
lluvia aún más fuerte, se lo vi enrojecido de ira. Observé entonces que comenzaba
a balancearse, preso de una excitación que no podía explicarme, aunque la intuyera
desde hacía algún tiempo. Y tras el rugido de aquel trueno oí que decía en voz alta:
"Esto le hace sentir a uno como un dios tronante".
»Al pie del ventanal corría un sendero estrecho hacia las márgenes de un pequeño
prado contiguo al jardín, donde los Blakeney almacenaban el heno; un montón de
heno que se veía desde el interior de la casa parecía una montaña que fuese
menguando poco a poco ante la fuerza de la lluvia. Y sobre aquella montaña
menguante, una horca de dos afiladas púas que producía un efecto realmente
tétrico, como si su negro perfil hubiera captado la fantasía enloquecida de Gale,
que tiende desde siempre a sentirse influido por cualquier visión que le parezca
extraña, como si fuese un presagio. Un segundo después, y allí estaban, junto a la
ventana, los dueños de la casa lamentándose de la pérdida de su montaña de heno,
aunque Mrs. Blakeney se mostraba preocupada, muy especialmente, por la ruina en
que iban convirtiéndose las flores y unas sillas preciosas y muy lujosamente
tapizadas que había alrededor de una no menos exquisita mesa, bajo el gran
manzano cuyas tiernas ramas se retorcían con el castigo de la tormenta.
»Créame si le digo que Gabriel Gale, cuando está en uso de sus facultades
mentales, es el hombre más educado, gentil y caballeroso del mundo; hubiera sido
capaz, en el uso de su buen juicio, de salir y mojarse sin hacer el menor aspaviento
para retirar las sillas de lady Blakeney. Pero en aquel momento no era capaz sino
de mirar al infeliz Saunders, que parecía por momentos más agitado, como
temeroso de hacer lo que debe hacerse y a la vez de no hacerlo. Al fin,
inopinadamente, abrió la puerta, salió de la casa y echó a correr bajo la lluvia; Gale
avanzó unos pasos hasta la puerta y le gritó algo con tono muy desabrido; no creo
que quienes estaban allí entendieran lo que decía, por el fragor de la tormenta; pero
creo que, aunque hubiesen oído lo que dijo, nadie podría haberlo entendido. Yo oí
lo que soltaba Gale por su boca, y supe que había comprendido muy bien,
lamentablemente, aquellas palabras. Lo que gritó Gale al pobre Saunders fue lo
siguiente: "¿Por qué no llama usted a las sillas? Seguro que acuden tranquilamente
a sus manos".
»Pero como si se hubiese pensado mejor aún lo que decir, añadió un segundo
después: "Y también puede decirle al árbol que venga, ya verá cómo le obedece".
Como es lógico, no hubo respuesta de Saunders, quien, en parte debido a su
proverbial timidez, y en parte a la violencia con que seguía descargando agua la
tormenta, parecía completamente perdido, a tal punto que se desviaba a la
izquierda del manzano, por un sendero empinado. Yo sólo veía entre la manta de
agua que caía su silueta desgarbada, sus largos brazos agitándose torpemente... Y
64de súbito sucedió el incidente tan violento, causa de mi pesar. Había sobre otro
pequeño montón de heno una soga a medio recoger, y Gale, saliendo de la casa en
estampida se abalanzó sobre dicha soga, la tomó y vi que la manipulaba
rápidamente. Un segundo después, y con no menos rapidez, observé que la agitaba
en el aire dibujando ondulantes curvas de lazo; no pasó ni otro segundo cuando
Gale lanzó aquel lazo y vi la torpe silueta de Saunders que parecía aún más torpe,
dando pasos vacilantes, retrocediendo como si se hubiera topado con un obstáculo
imposible de franquear, o mejor dicho, retrocediendo porque una fuerza superior a
la suya tiraba de él... Al tiempo pude percatarme de que la cuerda se tensaba. La
cosa estaba clara. Gale lo había cazado a lazo y tiraba de él.
»Miré a mi alrededor implorando ayuda, pero me asusté al verme solo; los dueños
de la casa y el resto de los invitados se habían ido al salón contiguo, mientras
requerían a la servidumbre para que asegurase las ventanas y recogiera otros
objetos que había fuera de la casa, susceptibles de estropearse con el agua. Yo era,
pues, el único testigo de lo que pasaba en el prado, de aquella tragedia tan estúpida
como incomprensible que comenzaba a suceder. Vi a Gale arrastrar a Saunders
como si fuera un fardo atado al extremo de la cuerda; los vi pasar así a través de la
hilera de ventanas de la planta baja y desaparecer tras un esquinazo de la
mansión... Pero eso no fue todo... No puedo expresarle el pánico helador que sentí
cuando poco después vi reaparecer a Gale en aquella tétrica escena y se dirigió
hacia el montón de heno, tomó la horca entre sus manos y volvió a perderse raudo
tras el esquinazo, blandiendo triunfante la horca como si fuese la del mismísimo
demonio. No pude esperar más. Salí de la casa para correr hasta ellos, pero apenas
apreté el paso y resbalé sobre el empedrado mojado que hay al final de los
escalones de entrada. Me lastimé un pie y no pude hacer otra cosa que seguir
cojeando, muy despacio; la tormenta parecía haberse tragado al lunático y a su
víctima; pasó un buen rato hasta que los criados de la casa descubrieron lo que
había ocurrido: encontraron a Saunders atado a un árbol de la parte trasera de la
casa, vivo y hasta ileso, pero con todo el aspecto de haber estado a punto de ser
asesinado, por el terror que había en su mirada. Las dos púas de la horca estaban
clavadas en el árbol, con una fuerza increíble, a cada lado de su cuello,
manteniéndole sujeto al tronco como si le hubieran puesto un dogal de hierro. De
Gabriel Gale no tuvimos noticia hasta el día siguiente, cuando ya había pasado la
tormenta y brillaba de nuevo un sol esplendoroso. Gale paseaba tranquilamente por
un prado vecino al de la mansión, soplando muy delicadamente una amapola que
llevaba en la mano... La verdad es que nunca antes le había visto tan tranquilo, tan
apaciguado.
Se hizo un corto silencio, que rompió el doctor Butterworth:
—¿Y cómo se encuentra el pobre Saunders? —preguntó—. Supongo que nada
bien.
—Sufrió una fuerte impresión, naturalmente; aún está muy nervioso, pero por lo
que sé su estado general es bueno, ha pasado unos días de reposo... Por otra parte,
imagino que una persona tan pacífica como él, un muchacho que no hace mal a
nadie, no puede albergar el menor sentimiento cálido hacia quien estuvo a punto de
65liquidarlo, ni siquiera un mínimo de compasión... Creo, pues, que van a acusar a mi
amigo de intento de asesinato, salvo si logro demostrar que está chiflado.
—Bueno —dijo el reputado médico londinense, levantándose y abrochándose
lentamente la chaqueta que había tomado de una silla contigua—. Creo que
debemos ir a visitarlo e intentar resolver el caso antes de que sea tarde.
La entrevista entre el lunático y los médicos tuvo lugar en un hotel cercano; pero
fue tan breve y extraordinaria, por insólita, que Garth y Butterworth salieron de allí
con sus equilibradas mentes dándoles vueltas como las aspas de un molino. Gale
no invocó siquiera la atenuante de veleidad infantiloide, y por lo tanto inocente, en
el asunto de la amapola, lo que es decir acerca de su despreocupación tras agredir a
Saunders. Se limitó a escuchar paciente y benévolo a los médicos, como si éstos,
mayores que él, fueran mucho más jóvenes y debiera él condescender con sus
tonterías pueriles. Cuando Garth comenzó a insinuarle con mucho tacto que una
temporada de reposo le resultaría de gran beneficio, Gale se echó a reír cortándole
en seco las perífrasis.
—No se ponga nervioso, viejo amigo —dijo—; usted lo que me quiere decir es que
debería estar en un manicomio. Pero tranquilícese, que sé que lo hace con la mejor
intención.
—Ya sabe que soy su amigo —dijo Garth con bastante dulzura—, y estoy seguro
de que el resto de sus amigos le dirían lo mismo que yo...
—Sí, lo sé —respondió Gale devolviéndole la sonrisa—. Bueno, si tal es la opinión
de mis amigos, quizás me resulte beneficioso conocer igualmente la opinión de mis
enemigos...
—¿Qué quiere decir con eso de sus enemigos?
—¿Quizás deba hablar de mi enemigo, en vez de hacerlo de mis enemigos? —
preguntó a su vez Gale—. Más que nada, por el hombre contra el que cometí tan
intolerable ultraje... Bien, realmente, lo único que pido es que antes de que me
encierren le pregunte usted a Saunders qué piensa de sí mismo.
—¿Quiere usted decir —intervino entonces el doctor Butterworth con vehemente
extrañeza— que debemos preguntarle si le resultó grato, o al menos divertido,
verse medio estrangulado con una horca? ¿O quizás debiéramos preguntarle si
hubiese preferido sufrir un empalamiento?
—Sí, quiero que le pregunten si le gustó verse medio estrangulado por una horca
—dijo Gale y añadió frunciendo el entrecejo como si al tiempo que hablaba
meditase—: Y también si hubiese preferido ser empalado. Es más, voy a enviarle
una nota, probablemente un telegrama... Quiero preguntarle algo así como qué le
parecen las horcas... O cualquier otra cosa igual de simpática. Aunque... ¿por qué
no le escriben ustedes?
—También le podemos llamar por teléfono, ya puestos —dijo Garth.
El poeta negó con la cabeza.
—No —dijo—; los hombres como él se sienten más cómodos leyendo y
66escribiendo que hablando por teléfono. Por teléfono no hablaría, sólo
tartamudearía; y no tartamudearía para decir algo de lo que usted supone, aunque sí
es seguro que tartamudearía, no lo dude... Pero escribiendo en una de esas cabinas
de la oficina de telégrafos para responder al telegrama, se sentirá tan libre como en
un confesionario.
Cuando los médicos se fueron, asombrados, por no decir que enloquecidos por el
lunático, pero aceptando la proposición de éste como si fuese una tregua, para
ganar tiempo, no perdieron ni un minuto de tiempo en cumplir la condición
requerida. Enviaron ellos mismos el telegrama a Saunders, cuidadosamente
redactado; el agredido, que acababa de regresar a casa de su madre, con la que
vivía, leyó aquello que le preguntaban sobre sus impresiones y puntos de vista
acerca del proceder de Gabriel Gale. La respuesta llegó con una rapidez
impensable. Garth corrió al encuentro de Butterworth con el telegrama en las
manos, atónito. El texto decía así, exactamente así:
«Nunca podré agradecer a Gale suficientemente la amabilidad de su acto, con el
que contribuyó a algo mucho mejor que salvarme la vida».
Los médicos se miraron en silencio. Y así, en silencio, subieron al automóvil para
cruzar de nuevo las colinas y dirigirse a la mansión de los Blakeney, lugar al que
había ido a alojarse Gale tras la entrevista con ellos. Hubieron de recorrer, para
hacerlo, la región montañosa y bajar después por un mal trazado a la profunda
hondonada en medio de la que estaba la mansión de aquellas gentes tan respetables
que habían decidido aceptar la solicitud de asilo que les cursara tan peligroso
sujeto, Gabriel Gale. Garth no pudo por menos que reírse imaginando una escena
tan llamativa: el lunático bondadoso entre aquellas gentes. Butterworth también
hizo algunos comentarios irónicos al respecto.
La finca de los Blakeney se extendía hasta muy cerca del río; la mansión era una
de esas construcciones llamativas precisamente por su estilo anticuado, aunque no
sean antiguas. La mansión no era lo suficientemente antigua como para ser bella,
aunque poseía ese aire inequívoco que hace evocar, a quienes tienen edad
suficiente, las mansiones antiguas, las de abolengo, las de la primera época
victoriana, las que fueron tan admiradas hasta la mitad del reinado de la soberana.
Pero la verdad es que las altas columnas parecían desvaídas y las ventanas se
asomaban al exterior de manera poco armónica, como si se hubiesen descolgado de
los altos techos; las cortinas que había entre las columnas no eran más que trapos
rojos y un tanto descoloridos, desprovistos de majestuosidad y gracia. Butterworth,
con su buen humor y capacidad para la burla, decía según se aproximaban que
seguro que aquellos trapos lucían, no obstante, borlas inadecuadas, más grandes de
lo que es de recibo para resultar elegantes. Una casa extraña, en fin, un escenario
equívoco, en suma, para haber albergado una representación tan enloquecida como
la que allí se había vivido.
Claro que no se puede ocultar un hecho aún más extraño, como lo es el que fuese
67también aquella casa el escenario donde se produjo un acto de piedad inconcebible.
Rodeaban la mansión jardines bien trazados, bien cuidados; más allá, los prados,
unos perfectamente segados y otros con la hierba alta, los que lindaban con el río.
Entre los prados, hileras de árboles frutales y auténticas avenidas de arbustos
maravillosamente armónicos, que habían resistido de milagro el feroz ataque de la
tormenta de la noche anterior, preñada de relámpagos y vientos que azotaban desde
todos los puntos cardinales. El paisaje parecía yacer ahora apaciblemente, bajo el
dorado calor del verano; el cielo se mostraba tan azul y quieto que hasta el leve
zumbido del más modesto de los insectos semejaba el canto de una calandria. Así
relucían ahora, sólidas y objetivas, las características escénicas de la terrible farsa
que aquella finca y aquella mansión habían acogido. Ahora contemplaba Garth,
como si fuese imposible que hubiera ocurrido lo que ocurrió, las ventanas horas
antes bañadas por la lluvia, amenazados sus cristales por la furia del vendaval,
mientras él veía impotente la danza macabra del lunático y su víctima. Una
sensación igual de extraña lo invadió al contemplar el árbol en el que Gale había
clavado a Saunders, en cuyo tronco podían verse bien los dos agujeros de las púas
de la horca. Esos dos agujeros eran como los ojos de una calavera, lo que daba al
árbol el aspecto de un duende al que le hubieran salido en la cabeza múltiples
cuernos. En el prado seguía el heno amontonado, un algo deshechos aún los
montones; un poco más lejos, el alto muro de piedra, cubierto de verdín, del prado
contiguo, el que tenía la hierba alta. De lo más espeso de esta pequeña jungla
domada se elevaba en busca del cielo una columna de humo muy delgada, quizás
el humo de algunas briznas de hierba seca quemándose. Era el único vestigio
humano, la única señal de la presencia humana que se percibía en aquel paisaje
estival y cálido. Garth, empero, comprendió de inmediato el significado de aquel
humo. Y lanzó un gritó a través del paisaje, preguntando:
—¿Anda usted por ahí, Gale?
Dos pies de calzado puntiagudo se elevaron hacia el cielo y dos largas piernas
brotaron verticalmente de la hierba, junto a la débil columna de humo, agitándose
como si fueran brazos, como si respondieran a un código de señales. Luego las
piernas parecieron pegar un salto y zambullirse en la hierba, para que de inmediato
apareciese su propietario irguiéndose lentamente, mirándoles con una expresión de
humildad y benevolencia. Fumaba un cigarro largo y muy fino. De ahí salía en
realidad aquel humo.
Recibió la visita de los médicos y las nuevas sorprendentes que le daban sin el
menor aire de triunfo. Tampoco pareció extrañarse lo más mínimo. Caminó con
ellos hasta las sillas que había bajo el manzano, aquellas sillas que tuvieron
también su papel en la farsa representada la noche anterior, y se limitó a sonreír
mientras devolvía a Garth el telegrama remitido por Saunders.
—¿Y bien? ¿Sigue usted opinando que estoy loco? —preguntó.
—Realmente —intervino Butterworth—, lo que hay que preguntarse es si no estará
loco ese Saunders...
Gale se inclinó hacia delante en su silla, como para hacerles una confidencia.
68—No está loco —dijo—, nada de eso... Aunque ha estado a punto de volverse loco.
De nuevo se echó hacia atrás, contra el respaldo, y volvió la cabeza para mirar una
margarita, aunque con aire distraído, como si ya no reparase en la presencia de los
médicos. Poco después, sin embargo, habló de nuevo, pero de manera neutra, como
quien dicta una conferencia, sin el menor apasionamiento.
—Hay muchos jóvenes —comenzó a decir— que están a punto de volverse locos,
pero nada más, suelen recobrar la razón pronto... Se podría decir que es normal
pasar por algún periodo que se aproxima a la locura; es algo que se da cuando hay
un desequilibrio entre las fuerzas internas y las externas; muchos de esos chicos
aparentemente sanos, esos colegiales tan vehementes que sólo se interesan por el
criquet y lo que hay en las pastelerías, se ahogan interiormente, secretamente,
porque están hinchados de sentimientos morbosos de las que no pueden liberarse.
Pero nuestro amigo, el bueno de Saunders, expresaba todo eso claramente, nada
secretamente, si bien de manera simbólica... Incluso lo expresaba con su aspecto,
menos simbólicamente, la verdad. Era como si hubiese crecido demasiado aprisa
para las ropas que llevaba, o como si usara unos zapatos más pequeños que sus
pies. Las fuerzas de su interior, su morbosidad interna, derrotaban paulatinamente
a las fuerzas de su exterior. No sabía cómo relacionar una cosa con la otra, y
lógicamente no lo hacía. En cierto modo, su mente, su interior más íntimo, y su
manera de ser, de mostrarse en su exterior, no se correspondían; el interior era
colosal, cósmico; el exterior, pequeño y ruin, distante y temeroso. Dicho de otra
manera: el exterior, el mundo, se les hace demasiado grande a estos jóvenes, y
ocultan sus pensamientos, su interior, por considerarlos frágiles, vulnerables. Son
innumerables, créanme, los casos que se dan de esta desproporción terrible. Todos
sabemos de los insólitos abusos a los que se dan muchachos de estas
características, muchachos que permanecen silenciosos y sumisos hasta que un mal
día explotan... Sea cierto o no, solemos decir que las chicas son incapaces de
guardar un secreto... Pues bien, la desgracia de estos chicos radica en todo lo
contrario, en su insólita capacidad, por así decirlo, para guardar un secreto, el suyo
propio.
»Sin embargo, en esa época tan terrible hay un momento en que el peligro es
máximo: cuando se produce la primera desconexión entre lo subjetivo y lo
objetivo, el paso por el primer puente del ser; ahí, al tiempo que el muchacho
confirma la conciencia de ser, la conciencia de sí mismo, confirma también como
algo ineluctable su decepción. Saunders siempre había pasado inadvertido hasta
que lady Flamborough decidió hacerlo responsable de la lluvia y el mal tiempo;
eso, para colmo, sucedió justo en el momento en que sus sentidos de la proporción
y de las posibilidades entraban en abierto combate. Lo primero que me hizo
sospechar de su estado fue... Pero —se interrumpió bruscamente Gale—, dígame
primero ¿qué fue lo que le hizo suponer a usted que yo me había vuelto loco?
—Creo —comenzó a decir Garth seguro pero lentamente— que lo pensé por
primera vez cuando le vi contemplar la tormenta a través de los cristales de la
ventana.
69—¿La tormenta? —pareció extrañarse Gale—. ¿Es que hubo una tormenta? Ah, sí,
bueno, ahora lo recuerdo... ¡Es verdad que hubo una gran tormenta!
—¡Por todos los diablos! —exclamó Garth—. ¿Qué miraba usted por la ventana, si
no era la tormenta?
—Es que yo no miraba por la ventana.
—La verdad sea dicha, querido amigo...
—Yo me limitaba a mirar la ventana, sin más —dijo el poeta con gran
tranquilidad—. Suelo mirar las ventanas. Hay muy poca gente que lo haga, salvo si
en vez de cristales comunes tienen vitrales. Pero el simple cristal es algo
suficientemente hermoso, digno de ser contemplado y admirado en su transparente
pureza. El cristal es como un diamante; la transparencia es el color más
trascendente... Además, había otra cosa; había algo mucho más horrible y aterrador
que una tormenta, por fuerte que sea.
—¿Algo más horrible y aterrador, dice usted? ¿Qué era?
—Dos gotas de agua que resbalaban por el cristal —respondió Gale—. Justo lo que
estaba mirando Saunders en aquel momento.
Observó el poeta que los médicos lo miraban atónitos, sin saber qué decir, y
prosiguió:
—Sí, señores, les digo la verdad... Como dice el poeta...
Y comenzó a recitar con su voz más grave:
Pequeñas gotas de agua
pequeños granos de arena;
estremecen el alma
y ni las estrellas pueden soportarlo
—¿No les he dicho mil veces —prosiguió Gale ahora muy expresivo y animado—
que siempre contemplo con el mayor interés las cosas más pequeñas, bien una
piedra, una estrella de mar, lo que sea, y que éste es el único camino por el que
puedo acceder al entendimiento de algo? Bien, pues cuando vi que los ojos de
Saunders estaban clavados en el mismo punto del cristal que los míos, una
tremenda sacudida me recorrió todo el cuerpo... Había adivinado; mejor dicho,
había comprendido al fin su caso... Observé en las facciones de Saunders algo así
como una sonrisa de indiferencia.
«Sabrán, supongo, que hay jugadores que hasta hacen apuestas sobre dos gotas de
agua; es una apuesta, un deporte, si se quiere, que tiene algo especial, sin embargo:
es abstracto y equitativo, incluso imparcial, o al menos ésa es la sensación que
procura. Si usted apuesta en el canódromo, puede ocurrir que simpatice más con un
scotch terrier que con un irish terrier, o al revés, y eso le condiciona; a uno puede
gustarle la pinta de un jugador de billar o los colores de la vestimenta de un jockey,
pero el resultado de esas preferencias es a menudo radicalmente contrario a los
70intereses que se albergan, lo que arroja luces terribles sobre la limitación de
nuestras facultades intelectivas. Pero dos leves esferas transparentes sobre una
superficie igual de transparente ofrecen una sensación de equidad plena, una cierta
esperanza, no obstante ser abstracta, en la justicia; uno tiene la impresión, en
cualquier caso, de que la gota vencedora es la que uno mismo ha elegido. Incluso
puede uno, llevado de una cierta megalomanía, convencerse de que vencerá la que
ha elegido, antes de que comiencen a deslizarse, pues la ve exactamente igual a la
otra. Es fácil suponer que poseemos el control sobre cosas que penden de manera
tan igualada... Ahí fue cuando le dije, para comprobar si seguía correctamente su
orden de ideas aquello de «le hace sentirse a uno como un dios». ¿Pero de veras
creyó usted que me refería a la tormenta? ¡La tormenta! ¡Qué tontería! ¿Y por qué
una tormenta habría de hacer que alguien se sintiese como un dios? Al contrario;
ante una tormenta, alguien con un mínimo de sentido común, por muy extraviado
que tenga el juicio, sabrá que no puede sentirse precisamente como un dios. Pero
yo sabía bien que Saunders pasaba en aquellos momentos por una grave crisis, por
una situación peligrosa; un estado, en suma, en el que corría el peligro de creerse
un dios; trataba entonces de convencerse de que podía cambiar hasta el clima,
alentado por un juego, por su apuesta, por su contemplación de las dos gotas de
agua que comenzaban a deslizarse lentamente por el cristal. Saunders, eso lo
percibí claramente, comenzaba a sentirse omnipotente por primera vez en toda su
vida. Es más, creía que contemplaba dos estrellas fugaces a su servicio, en vez de
dos simples gotas de lluvia; en pocos segundos creyó que su mera presencia era
providencial e insuperable para algo tan modesto como esas dos gotas de agua.
«Ustedes, en su condición de médicos, saben que en los estados morbosos puede
haber algo doblemente intencionado; el sentido de esa frase popular que asegura
que un loco está fuera de sí mismo expresa claramente.
Al estar fuera de sí, el loco tiene una parte de su ser que lo induce a volverse loco y
otra que no cree en la locura, en que lo que pueda hacer sea demencial... Un
hombre en esas circunstancias puede deleitarse lo mismo con su locura que con la
contemplación de dos gotas de agua en un cristal. Un hombre así, como es lógico,
evitará subconscientemente someterse a pruebas decisivas. También evitará el
deseo de algo imposible, como que baile un árbol; lo hará en parte por miedo a que
el árbol se ponga a bailar y en parte también por el miedo a que el árbol siga
quieto. De repente, viendo a Saunders, sentí con una rapidez y furia indecibles, con
la mayor fuerza de todas las células de mi cerebro, que debía detenerlo de
inmediato, violentamente, incluso, con tal de impedir que dijera al árbol que
bailase, para evitarle al pobre muchacho la terrible decepción de que viera al árbol
quedarse como estaba.
»Por eso, amigos míos, le grité cuando abrió la puerta que ordenase a las sillas y al
árbol que vinieran. Estaba seguro de que si no aceptaba sus humanas limitaciones,
de forma brutal e instantánea, algo tan inhumano como imposible de calibrar en
sus más terribles alcances acabaría apoderándose de él irremisiblemente. No me
hizo caso; salió precipitadamente de la casa; una vez en el jardín, se olvidó del
prado, de las sillas, del árbol... Iba por ahí pegando brincos como una cabra ciega...
71Estaba claro que había perdido todo sentido de la realidad, que estaba fuera del
mundo; era un hombre a merced de los espacios; la tormenta, en realidad, estaba en
sí mismo; cuando regresara de aquel vagabundaje no podría volver a ser él mismo;
seguiría saltando y cantando y bailando por los caminos, como el ser más feliz y
enajenado de la tierra, nada lo detendría. Y yo me dije que algo tenía que
detenerlo, hacerle volver a la realidad. Tenía que ser algo rápido, definitivo; algo
que le revelase los límites del mundo de la realidad; tenía que hacerle padecer una
impresión brutal ante la que se quedara sin respuesta. Vi aquella cuerda y le lancé
el lazo como si fuese un caballo salvaje. Lo hice con la imagen en mi mente del
centauro pagano que retrocede, sometido, para seguir el camino del cielo; no en
vano sabemos que el centauro, como todo en el paganismo, es a la vez un ser
natural y sobrenatural; un monstruo y una exaltación de la naturaleza digna de ser
adorada.
»Bien, seguí adelante con mi idea, que puede parecerles extravagante, y que
incluso resultó una grave injuria para el pobre muchacho, a primera vista, pero
animado por la certeza de que obraba como es debido. Ya han comprobado que el
propio Saunders está seguro de que obré bien... Nadie más que yo sabía hasta qué
punto ese pobre chico se dirigía al camino erróneo; y también sabía yo que la única
manera de hacerlo volver a la realidad era el descubrimiento brusco y doloroso de
que no podía ni mover los árboles ni insuflar vida a las horcas de los campesinos;
quería demostrarle que por mucho que luchara por soltarse de una dura cuerda y de
las púas de una horca, no lo conseguiría.
»Era, desde luego, una dura medicina, una solución desesperada. Admito que, en
mi defensa, sólo puede decirse que se trató de eso, de una dura medicina, de una
solución desesperada y hasta poco elegante, si se quiere. Creía entonces, y lo sigo
creyendo, que no había más alternativas. Cualquier otro remedio, que hubiese
podido calmarlo temporalmente, sólo habría acrecentado al cabo su reserva, su
introversión, su miedo. Burlarse de él, por otra parte, hubiera sido horrible; es lo
peor que puede hacerse con alguien tan introvertido que es incapaz de un mínimo
sentido del humor. Este muchacho había comenzado a creer en unas posibilidades
que no tenía. Había que demostrarle su error.
—¿Cree usted—preguntó entonces el doctor Butterworth como si meditase, un
tanto ceñudo ahora— que en algún sentido razonaba sobre esa suerte de imaginería
teológica que según usted se había formado en sus pensamientos? ¿Le parece a
usted que realmente llegó a creerse capaz de hacer que lloviera y tronase, porque
era un dios, incluso el mismo Dios Todopoderoso? Lo cierto es que hay muchos
casos de delirio religioso que se presentan así...
—Recuerde usted —respondió Gale— que Saunders estudia teología; incluso
aspira al sacerdocio, por lo cual pudo pensar mucho, y durante bastante tiempo, en
la duda, en la inspiración, en las profecías... Eso ayudó a que sus ideas se desviaran
del buen camino. Lo peor se halla tantas veces cerca de lo mejor... Hay algo mucho
más grave y doloroso que el ateísmo, y no es otra cosa que el satanismo, también
conocido como la aspiración de ser Dios. Pero como materia susceptible de
especulación filosófica, no ya teológica, todo esto se encuentra más próximo al
72nervio vital del pensamiento universal de lo que pudiera imaginarse... Por eso me
resultó tentador, un auténtico reto, detenerlo a tiempo. A eso me refiero cuando le
digo que actué impulsado por una gran simpatía hacia ese pobre y joven chiflado.
Lo suyo no fue más que un error bastante comprensible.
—Mi querido Gale —protestó educadamente Garth—, creo que se ha aficionado
usted en exceso a las paradojas. Un aprendiz de cura se mete a golpes en su
cabezota la idea de que puede remover cielos y tierra y hacer que llueva y truene, y
lo llama usted un error bastante comprensible...
—¿Alguna vez se ha tumbado usted de espaldas, sobre la hierba, agitando las
piernas en alto? —preguntó el poeta al médico.
—Pues la verdad es que no, al menos pública y profesionalmente hablando —
respondió Garth—. No me parece, por lo demás, la mejor manera de acostarse...
Pero supongo que para usted sí lo es.
—Si echado de esa forma se entrega usted a la reflexión —siguió diciendo el
poeta— sobre las cosas más importantes, que son las más primitivas, acabará
preguntándose por qué hay problemas que uno puede controlar y otros que se nos
escapan por completo. Le aseguro que nuestras piernas parecen mucho más largas
cuando las agitamos en el aire, tumbados de espaldas en el suelo. Claro está, uno
puede agitar sus piernas en el aire, pero no los árboles. Aunque no estoy muy
seguro de que resulte extraño o anormal, hablando en abstracto, por supuesto, que
un hombre imagine que todo lo material forma parte de su propio cuerpo, a la vez
que tiene la impresión de que todo está fuera de su mente.
—Lamento no tener mayor interés por estos asuntos puramente metafísicos —
intervino entonces el doctor Butterworth—, pero la verdad es que no los entiendo.
Sé lo que quiere expresar usted cuando habla de un hombre que está fuera de su
juicio, en el sentido de estar fuera de su juicio, y nada más...Y me parece que está
usted en lo cierto cuando dice que Saunders se hallaba en un estado morboso que
lo hacía estar fuera de su sano juicio. En cuanto a lo de estar fuera de su cuerpo,
como las cosas están fuera de la mente, no puedo entenderlo más que de una
manera: pegarse un tiro en la cabeza y caer muerto. Pero, para serle sincero, creo
que estuvo usted a punto de sacarlo de su cuerpo tal y como lo he dicho, mediante
esa cura así de radical que le hizo... Quiero decir que, para hacerle volver a su sano
juicio, estuvo usted a punto de sacarlo de su propio cuerpo, o es más, estuvo usted
a punto de eliminar su propio cuerpo... Fue, ciertamente, una medicina
desesperada; y aun cuando admito que los resultados fueron excelentes, la verdad
es que no me gustaría comparecer en calidad de testigo ante un tribunal para
defender sus métodos curativos. Acepto en este caso, porque he podido
comprobarla, la bondad de su método... Pero cuando empieza usted con sus
místicas explicaciones, cuando habla del infierno que representa tenerlo todo en el
cerebro, y ver las cosas que hay fuera de la mente, todo eso... pues, con absoluta
franqueza, renuncio a tratar de seguir su razonamiento, querido Gale... Me temo
que pensará usted que soy excesivamente materialista.
—¡Ah, vaya, usted teme!, —gritó Gale indignado—. ¡Teme ser materialista,
73caramba! Me parece que no tiene usted mucha idea de lo que en verdad significa
temer... En mi opinión, sin embargo, los materialistas tienen razón; por lo menos
están suficientemente cerca del cielo para aceptar la tierra y no imaginarse que la
han hecho ellos... No son precisamente las dudas de los materialistas las más
temibles; lo son, por el contrario, las de los idealistas, las dudas mortales, las dudas
infernales...
—Siempre lo he tenido a usted por un idealista —terció Garth.
—Bueno —dijo Gale—, yo empleo el término idealista en un sentido Filosófico. Y
al hacerlo hablo de los verdaderos escépticos, que son los que dudan de la materia,
de la mente de los demás y de todo en general, menos de su ego personal. Yo
también he pasado por eso, como he pasado por casi todas las formas de la
imbecilidad más infernal. Y acaso sea ésta la única utilidad que tengo en el mundo:
que he pertenecido a todas las especies de la imbecilidad. No obstante, créame
cuando le digo que la más miserable y despreciable especie de idiota es la del que
cree haberlo creado todo y contenerlo todo. Amigo mío, el hombre es un ser
viviente; toda su felicidad consiste en esto, tan simple: convertirse en un chiquillo,
como la manda la Voz Suprema. Todo su goce consiste en recibir un regalo que él,
en su condición de chiquillo ilusionado, valora en la mayor de las medidas porque
es una sorpresa. Pero una sorpresa impropia, en tanto que procede de nuestro
exterior y es digna de gratitud por cuanto nos llega de alguien ajeno a nosotros
mismos.
»Yo llegué a soñar que había soñado toda la creación. Sentí que me habían sido
regaladas las estrellas y me entregué por ello al sol y a la luna. Soñé que había
estado detrás de todo, al principio de todas las cosas, y que sin mí nada de lo que
había sido creado podía haber existido. Quien se ha sentido en el centro del cosmos
sabe que es como hallarse en el infierno. Eso sólo se cura de una manera. Ya sé
que han sido muchos los que han escrito desde la más remota antigüedad acerca
del origen del mal y del dolor en el mundo, pero Dios nos prohíbe abundar en esa
cháchara de jaula de monos tan propia de los moralistas. Hay que buscar la verdad
auténtica, objetiva y experimentalmente comprobada. No hay más cura para estas
pesadillas humanas de omnisciencia que la confrontación con el dolor; eso es lo
que el hombre realmente no domina; el hombre ha de encontrarse en algún lugar
del que no pueda escapar para darse cuenta de que todas las cosas no vienen en
realidad de sí mismo. Éste es el significado de la comedia que ha visto usted
representada aquí, en esta casa, como una alegoría. Dudo que ninguna de nuestras
acciones sea otra cosa distinta de una alegoría; dudo que pueda proclamarse
cualquier verdad, salvo en forma, no ya de alegoría, sino de parábola. Hubo un
hombre que se veía sentado en el cielo, y los ángeles, sus servidores, iban vestidos
de colores luminosos, rodeados de nubes y de llamas y de toda la pompa y
esplendor de las estaciones del año. Pero aquel hombre estaba por encima de todo
y su expresión parecía llenar los cielos. Bien, pues yo lo clavé a un árbol, y que
Dios me perdone la blasfemia.
»Estaba de pie, mostrando una excitación reprimida y tensa; su rostro era muy
pálido; hablaba en parábola; aquello en lo que pensaba estaba lejos, muy lejos del
74jardín e incluso del trance que vivía; en su recuerdo se mezclaban sus
pensamientos en increíble y turbia agitación; en realidad se hallaba en otro jardín,
en medio de otra tormenta. El ruinoso arco de una abadía se destacaba espectral
sobre la luz fantasmagórica; más allá del río caudaloso se veía la hostería desolada;
todo aquel paraje gris era para Saunders un trozo purpúreo del Paraíso... Del
Paraíso Perdido.
»Repetía que no le quedaba otra opción, que sólo tenía un camino; que no podía
dar otra respuesta a su herejía, cuando en verdad había querido ser sólo un místico.
Eso, amigos míos, es poco menos que admitir que la mente lo es todo; eso es
destrozarse el corazón. Demos gracias a Dios por las duras piedras de los caminos;
demos gracias a Dios por la severidad con la que se muestran ante nosotros los
hechos de la vida real; demos gracias a Dios por los espinos y las rocas, por los
desiertos y por la sucesión de los años. En cuanto a mí, al menos sé bien ahora que
no soy ni el mejor de los hombres ni el más fuerte. Al menos sé bien que no lo he
soñado todo.
—Lo noto a usted muy raro —dijo Garth.
—Es que al fin he comprendido algo —respondió Gale—. Alguien se haría aquí
presente si pudiera conseguirlo con un sueño.
Y se hizo ese profundo silencio en el que se hubiera podido oír el vuelo de una
mosca. Cuando tomó de nuevo Gale la palabra, aunque lo hizo en el mismo tono
meditabundo, reflexivo, con que había expresado lo anterior, los médicos tuvieron
una intuición indescriptible, la sensación de que se abría en sus respectivos
cerebros una puerta ignota, durante unos segundos, que se acababa de cerrar para
siempre, empero, con un fuerte golpe.
—Todos estamos atados —siguió diciendo Gale— a los árboles, todos estamos
clavados a un árbol con una horca. Y mientras estemos así de fuertemente
amarrados sabremos que las estrellas seguirán en el cielo y que las colinas de la
tierra no se derrumbarán sobre nuestro mundo. ¿Pueden ustedes imaginarse el
alivio enorme, caudaloso su agradecimiento, que brotó de ese hombre amarrado al
árbol, un agradecimiento que era como un canto a la naturaleza, cuando después de
haberse debatido hasta el alba recibió al fin la revelación que ansiaba, la nueva
definitiva de que no era otra cosa que un hombre, sólo eso?
El doctor Butterworth miraba a Gale con una mezcla de perplejidad y burla; los
ojos del poeta brillaban como dos lámparas encendidas; sus palabras no eran las
comunes en un hombre común.
—Si no fuera porque atesoro una larga experiencia en el conocimiento de los
hombres —dijo Butterworth poniéndose en pie—, creería que usted, en el fondo,
sigue siendo un tipo sospechoso.
Gabriel Gale le dirigió una mirada penetrante y a la vez un tanto despectiva, por
encima del hombro; su tono de voz cambió entonces.
—No diga eso —replicó secamente—; en realidad no corro ningún otro peligro,
más que éste.
75—No le comprendo —confesó Butterworth—. ¿Se refiere usted al peligro de que
certifiquemos su locura?
—Pueden certificar ustedes lo que les apetezca, siempre y cuando el cielo continúe
siendo azul —dijo Gale con desdén—. ¿Cree de veras que me preocupa eso? ¿Cree
usted que no podría ser suficientemente feliz encerrado en un manicomio, mientras
pudiera ver brillar el arco iris o cómo se mueven las sombras en un muro? ¿Cree
usted que no podría seguir dando gracias a Dios por la forma delicada de la nariz
de uno de mis guardianes o por cualquier otro detalle, quizás insignificante, capaz
de producir un gran placer a una mente analítica? Me parece, sinceramente, que un
manicomio puede ser un lugar ideal para un cuerdo. Cien veces preferiría vivir en
una casa llena de lunáticos, una casa tranquila, apacible, antes que verme en uno de
esos clubes de intelectuales llenos de gente inintelectual que no hace más que decir
estupideces sobre el último libro de filosofía. Cien veces preferiría formar parte de
una de esas solícitas y atestadas instituciones para locos, que le obligan a uno a
prestar ayuda a los demás. No me preocupa en qué lugar acabaré mis días, con tal
de que mis pensamientos no divaguen más de lo necesario ni sigan un camino
erróneo. Pero usted ha hablado de un peligro real... Ha aludido usted a lo mismo
que Garth cuando dice que yo, al querer curar a los locos, puedo acabar
convirtiéndome en uno de ellos. Si alguien me dijera que realmente no entiende lo
que quiero expresar; si alguien me dijera que no puede comprender una verdad tan
simple como la de que lo mejor para un hombre es ser sólo un hombre, y que es
muy peligroso concederse a sí mismo honores divinos; si alguien me dijera, en fin,
que no entiende con claridad mis palabras, sino que ve en ellas algo al menos
próximo al misticismo propio de una mente alucinada, entonces sí estaría
realmente en peligro. Porque también estaré en el peligro de considerar, así, que no
soy un hombre sino Dios Omnipotente.
—Sigo sin comprender lo que quiere decir —señaló el amable doctor Butterworth,
sonriendo y moviendo la cabeza.
—Creo que soy el único hombre cuerdo —dijo Gabriel Gale.
Aquello tuvo una suerte de secuela, que llegó a oídos del doctor Garth tiempo
después. Fue una especie de epílogo a la comedia absurda de la horca y el
manzano.
Garth se diferenciaba de Gale, entre otras muchas cosas, por tener una propensión
clara hacia lo racional, o cuando menos hacia el racionalismo. Con gran frecuencia
debatía con escépticos de diversos clubes y grupos de científicos, considerándolos
una especie de cierto valor, pero a menudo auténticamente duros de mollera, si no
con el cerebro de madera.
En cierto lugar cuyo nombre no viene al caso por carecer de importancia, el título
de ateo oficial del pueblo había quedado vacante, tras la perversidad lamentable del
zapatero remendón de aquel sitio, que se empeñó en hacerse congregante, tras
convertirse. Sus funciones pasaron a ser desempeñadas por un sombrerero, un
hombre acomodado llamado Pond y con fama de excelente jugador de criquet. En
76el campo de criquet rivalizaba habitualmente con otro buen jugador, el vicario de
la parroquia, con el que en realidad se enfrentaba más en el criquet que en los
asuntos concernientes a la especulación espiritual. El vicario era uno de esos
hombres, en realidad, que gozan más con su fama como jugador que con cualquier
otra cosa, y en este caso concreto, más que con su capacidad argumental. Era uno
de esos vicarios de los que todo el mundo dice elogiosamente que no tienen nada
de vicarios. Era, además, fuerte, sonrosado, con la cara de un buey y de maneras
enérgicas y decididas. Joven aún, tenía un montón de hijos que componían una
turbulenta tribu de niños; el mismo vicario era, en cierto modo, también un
chiquillo, algo más grande.
Pero como es natural, algunos ratos de charla a los que no podemos calificar como
controvertidos, se producían a veces entre el vicario y el ateo del pueblo. No es
preciso compadecer al religioso por los aguijonazos que le daba el científico
materialista, porque a un paquidermo no le duelen los aguijonazos. El vicario era
uno de esos hombres que parecen haber sido rociados con capas y más capas de
una sustancia capaz de resistirlo todo menos la renuncia a su personal y muy
gozoso sentido de la vida. Pero hubo un episodio interesante, que se fijó en la
memoria de Pond, quien se lo contó a Garth en ese tono misterioso con que un
racionalista refiere una historia de fantasmas.
Los dos jugadores de criquet habían estado conversando en el tono amistoso de
siempre, sin atreverse a mayores honduras intelectuales. El vicario era, por
supuesto, un cristiano sincero; aunque también, simplemente, un cristiano
musculoso. Pero no supone desdoro para él decir que le gustaba señalar que una
cosa no era criquet, en vez de afirmar, sin más, que no era cristiana. La mayor
parte de las veces se regocijaba haciendo rabiar a su oponente con bromas un tanto
simplonas, o solventaba una pregunta del sombrerero preguntándole cuántos trucos
era capaz de hacer con un sombrero. Quizás la repetición de esta pregunta acabó
molestando al acaudalado librepensador, o quizás fuese el tono más profundo y
categórico que empleó el vicario para tratar de algún asunto de mayor
trascendencia lo que produjo el mismo efecto en el otro, pero lo cierto es que el
vicario empleó en aquella ocasión una forma de expresarse más enérgica que de
costumbre para reafirmar su filosofía de la existencia.
—Dios quiere que juegue usted —dijo—. Eso es todo lo que quiere Dios, gente
que tome parte en el juego.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Mr. Pond irritado como era raro en él—.
¿Cómo sabe usted qué quiere Dios? Porque usted, ni es Dios ni lo ha sido jamás,
¿no?
Se hizo entonces un silencio y el ateo se quedó mirando al vicario con una
expresión de rabia insólita.
—Sí —dijo el vicario con una voz grave, extraña—. En cierta y lamentable ocasión
fui Dios, al menos durante unas catorce horas... Pero renuncié a seguir siéndolo.
Me pareció un esfuerzo excesivo para mí.
Y tras decir aquellas palabras, el reverendo Herbert Saunders se dirigió lentamente
77al campo de criquet, donde se reunió con un grupo de boys scouts y varias
muchachas del pueblo, demostrando de nuevo alegría y ganas de bromear.
Mr. Pond, el ateo, permaneció largo tiempo sentado, sin embargo, con la vista fija,
como quien acaba de presenciar un milagro. Más tarde confió a Garth que por unos
instantes los ojos de Saunders le dieron la impresión de haber abandonado el rostro
coloradote y sano del vicario, como si se escaparan de una máscara. Un recuerdo
que asociaba, mezclándose, a algo instantáneo, horrendo, impresionante y a la vez
vacío; algo que sólo pudo expresar vagamente pensando a modo de ejemplo en una
fachada recién encalada, con unas ventanas vacías que daban a un callejón sin
salida. Y asomado a una de esas ventanas, mirando como sin ver en realidad nada,
el rostro de un imbécil muy pálido.
78V
EL DEDO DE PIEDRA
Tres jóvenes excursionistas hicieron un alto a las afueras de la villa de Carillón, en
el sur de Francia, villa de la cual hallaremos a buen seguro una cumplida
descripción en las guías, por cuanto goza de gran fama por su antiguo monasterio
bizantino, sede en el presente de la Universidad, y por haber sido escenario de las
hazañas de Boyg. Seguro que al lector se le despierta el interés por este nombre, o
se le aviva, pues forzosamente habrá de haberlo leído en innumerables
publicaciones periódicas así como en no pocas novelas.
Boyg y la Biblia se reconcilian periódicamente, por lo demás, en las conferencias
religiosas; Boyg ensancha y asombra ligeramente las mentes de innumerables
héroes protagonistas de largas historias de carácter psicológico, cuyas hazañas
comienzan en los parvularios y concluyen de común en los manicomios. El
periodista, al redactar a toda velocidad sus referencias a los tratamientos a que
fueron sometidos precursores de la ciencia como Galileo, se detiene, haciendo un
esfuerzo por recordar otro ejemplo, y termina siempre su trabajo aludiendo a
Giordano Bruno y a Boyg. Pero también los ortodoxos, u ortodoxos a medias, se
sienten fascinados y hasta experimentan que les cubre una ola de agnosticismo
merced a la cual afirman que desde los descubrimientos de Boyg, la doctrina del
homoousian, o de la conciencia humana, no ocupa el lugar que ocupaba, fuese el
tal lugar el que fuera.
Sería inútil decir que Boyg fue un gran descubridor, porque la gente siente por él
un profundo respeto desde hace muchos años, y también una extraordinaria
gratitud. Por lo demás, resulta igualmente inútil decir qué descubrió, porque la
gente no demostrará el menor interés por ello. La vaga creencia general señala ese
descubrimiento con algo referido a los fósiles y al largo periodo que es necesario
para la fosilización o petrificación, lo que implica, en general, un estudio de las
anónimas y anárquicas y hasta caprichosas fuerzas de la evolución que se
consideran hostiles a la religión. Pero a buen seguro que ninguno de los
descubrimientos que hizo Boyg durante su vida fue tan sensacional, desde un punto
de vista periodístico, como el que se hizo respecto a su persona después de muerto.
Tal aspecto, tan íntimo, es lo que aquí nos ocupa y concierne.
Los tres viajeros acordaron separarse durante una hora y reunirse después para
almorzar en un pequeño café. Las distintas formas en que empleó cada uno ese
tiempo para dar satisfacción a sus gustos y expectativas servirán para revelarnos
convenientemente sus personalidades.
Arthur Armitage era un muchacho moreno y serio, que se hallaba en posesión de
una fortuna más que excelente, con lo cual le resultaba fácil ampliar día a día su
cultura, sobre todo en lo que a las artes, y en especial a la arquitectura, se refiere.
Apenas llegó a la villa de Carillón, pues, pudo vérsele enfilando el camino hacia el
79antiguo monasterio bizantino llevando por proa su aquilina nariz; se había
preparado concienzudamente para cursar dicha visita, más aún que si fuese a
enfrentarse a un examen. Quien iba a su lado, aun tratándose de un artista, no daba
semejantes muestras de interés, ni mucho menos. Era un pintor que gustaba de
perder el tiempo ejerciendo como poeta; Armitage, sin embargo, acaso por querer
verse rodeado en todo momento de genios, se había convertido en algo así como su
protector. El artista en cuestión tenía por nombre Gabriel Gale y era un tipo joven
y alto, muy enteco y desgarbado, de cabellos ensortijados y rubios, o amarillos,
aunque a veces también parecían rojizos; un hombre, además, que aun dejándose
proteger no permitía verse avasallado de ninguna de las maneras posibles, ni
siquiera las más sutiles, por su mecenas.
Quiere decir lo anterior que Gabriel Gale siempre hacía lo que le venía en gana,
yendo a su antojo, a veces de manera un tanto abstracta, la verdad; y quiere decirse
con esto que en el fondo lo único que de veras le gustaba era no hacer nada. En
aquella ocasión, sin embargo, aceptó acaso de manera lamentable, dadas sus
proclamas en aras de su libre albedrío, reunirse con los otros en el café a la hora
convenida, pero quizás llevado de una cierta curiosidad se metió en dicho café para
tomarse un par de vasos de vino, antes de seguir los dictados de su libre albedrío.
Después se dirigió a los límites de la villa, trepando por la árida cuesta que
dominaba Carillón hacia las faldas de la colina, con la mirada inquiera y vivaz
puesta en las nubes y hablando consigo mismo, acaso a la espera de encontrarse
con alguien a quien decirle más o menos lo mismo que se iba diciendo. Eso vino a
ocurrirle casi apenas iniciado su paseo, cuando metió el pie en el techo de cristal de
un estudio que había pegado a la cuesta. Pero como era el estudio de un artista, la
discusión que se produjo quedó muy pronto en nada; y no sólo eso, sino que dio
paso a una disquisición filosófica la mar de grata para ambos, acerca del futuro de
las artes, y en concreto acerca del futuro del realismo en la pintura y en la
escultura. Cuando llegó la hora del almuerzo y Gale se dirigió al café en donde ya
había entrado antes para tomarse un par de vasos de vino glandes, aquello era
cuanto atesoraba tras su paseo por la hermosa e histórica villa de Carillón.
El tercero de aquellos jóvenes turistas se llamaba Garth, un tipo menudo y feo,
algo mayor que los otros y con mucha más vida que ellos, lo cual se le reflejaba en
la mirada sagaz, en la afilada decisión de su rostro; en realidad podía ser el
preceptor de sus amigos. Caminaba con paso rápido; era médico de reconocida
pericia y se mostraba inclinado a la experimentación científica más que a las
disquisiciones filosóficas o a las teorizaciones artísticas. Para él, la ciudad y su
Universidad, el antiguo monasterio y el café, no eran más que los templos en que
imperaba el genio de Boyg. No obstante, por esta vez su instinto, su propensión a
lo práctico pareció conducirlo de la manera más conveniente, pues descubrió cosas
mucho más interesantes que todo lo que su amigo adorador de las artes pudiera ver
en unos arcos románicos, o lo que su amigo el poeta pudiese hallar en las nubes
movedizas. Por ello, el argumento de esta historia gira forzosamente, pero no
forzadamente, alrededor de las aventuras que vivió Garth en esa hora.
Las mesas del café de la villa estaban dispuestas bajo una hilera de árboles que se
80alzaban majestuosos frente a una puerta redonda del muro, a través del cual podía
contemplarse el blanco resplandor de la carretera por la que habían llegado. Sin
embargo, las altas colinas que rodeaban la villa eran eso, tan altas, que sobresalían
muy por encima del muro para levantar una especie de paredón formado por
agresivas formaciones rocosas sin otra vegetación que la de algún que otro
matorral y unos cuantos cactus entre los pedruscos. No había otra grieta que el
lecho pedregoso de un arroyo. Abajo, donde el arroyo serpenteaba por el valle, se
alzaban las cúpulas del antiguo monasterio y arrancaba una empinada escalera
labrada entre las rocas, que seguía hasta cierta altura el curso del arroyo para
detenerse al pie de una pequeña y solitaria construcción igualmente de piedra, que
no era sino la cabaña de un pastor. Algo más arriba, el resplandor del techo de
cristal del estudio en el que Gale había metido la pata, marcaba el último vestigio
de hábitat humano en toda aquella rocosa extensión que circundaba la villa de
Carillón.
Armitage y Gale ya estaban sentados a una mesa cuando llegó el doctor Garth con
su paso vivo de siempre y tomó asiento junto a ellos dejándose caer en una silla.
—¿Han oído las últimas noticias? —preguntó.
Hizo la pregunta abruptamente, porque le molestó la actitud del poeta y del amante
de las artes, sumidos ambos en una especie de ensoñación... digamos artística;
como si pensaran en traer a cuento de un momento a otro cualquier conversación
sobre algo absolutamente inútil. Es más, Garth peguntó lo anterior tras haber oído
el siguiente diálogo, o perorata, entre los otros dos:
—Sí, creo que por fin he contemplado hoy las últimas esculturas que quedan de
aquella edad oscura... Y no son tan rígidas como las bizantinas, curiosamente;
tienen, por el contrario, ese aire grotesco tan propio del gótico —había dicho
Armitage.
—Pues yo he visto hoy las últimas creaciones escultóricas de la edad más moderna
—había dicho Gale—. Pero me parece que, al tiempo, podían ser obras
pertenecientes por igual a esa edad oscura sobre la que habla usted... Le aseguro
que en el estudio de ese artista al que he conocido hay cosas ciertamente grotescas.
—Díganme, ¿han oído la noticia? —repitió el doctor Garth—. Boyg ha muerto.
Gale hizo una pausa en la disquisición que pretendía iniciar sobre el gótico y su
pervivencia en la contemporaneidad, y muy serio, con una compungida reverencia,
dijo:
—Resquiescat in pace... ¿Quién era Boyg?
—¡Bueno, esto es increíble! —se indignó Garth—. Creía que hasta los niños
sabían quién era Boyg.
—Puede, pero yo apostaría lo que fuese a que no ha oído usted hablar de Paradou
—dijo Gale—. En realidad, todos vivimos en nuestro pequeño universo, con
nuestras clases y nuestros valores. Seguro que usted no ha oído hablar del escultor
más radicalmente nuevo de nuestro tiempo, ni del mejor jugador de fútbol, ni del
último campeón de ajedrez.
81Solía ocurrir que, mientras Gale disertaba sobre lo que fuese, no importaba cuan
abstracto resultara el tema de su discurso y su manera de hacerlo, hasta agotar su
exposición, Armitage tenía la facultad de experimentar una urgencia por saber que
lo hacía sumirse en el silencio más completo y escuchar atentamente. Sin embargo,
en aquel momento consultaba su cuaderno de notas, y al oír el nombre del moderno
escultor no pudo más que levantarse de su asiento, entusiasmado, para preguntar a
Gale:
—¿Quién es Paradou?
—El artista con el que he conversado antes de acudir a nuestra cita —respondió
Gale—. Hace un tipo de escultura muy avanzado; es un hombre excesivo; pueden
creerme si les digo que habla más que yo... Y piensa... Para mí que podría hacer
cualquier cosa, incluso en vez de esculpir. Tiene ideas muy novedosas sobre la
escultura... Su concepto del realismo...
—Quizás haríamos mejor olvidando el realismo para preocuparnos de la realidad
—dijo Garth bastante malhumorado—. Sepan que Boyg ha muerto... Y eso, con
todo, no es lo más grave...
Armitage alzó la vista, mostrando en su expresión algo de ese estar en las nubes
tan propio de su protegido, el poeta.
—Si no recuerdo mal —dijo—, Boyg descubrió algunas cosas sobre los fósiles,
¿no?
—El principal descubrimiento del profesor Boyg —comenzó a decir secamente el
médico— establece el período para la petrificación como distinto al de la
fosilización, relegando, con ello, los orígenes biológicos a una etapa que permite
asentar la cronología necesaria para convertir la hipótesis de la selección natural de
las especies en demostración taxativa y empírica. Quizás les parezca exagerado a
ustedes hablar de un descubrimiento aclamado por el mundo entero, pero les
aseguro que la sociedad científica, la única, por cierto, con capacidad y
conocimientos para juzgar acerca de estos problemas, quedó realmente
emocionada y agradecida a Boyg, tanto como admirada y sorprendida ante su
hallazgo.
—En resumen, la sociedad científica quedó petrificada al saber que no podía ser
petrificada —dijo el poeta.
—No puedo perder el tiempo jugando con usted a decir cosas ingeniosas, pero sin
sustancia —dijo Garth—. Sólo puedo pensar en ese hecho trascendental.
Armitage hizo un gesto de condescendencia, como si fuera el presidente de la mesa
donde se celebrara un debate.
—Dejemos que hable Garth —dijo—. Veamos, doctor. .. ¿De qué se trata?
Explíquese usted comenzando por el principio...
—Muy bien —dijo el doctor disponiéndose a expresarse con su voz más
campanuda—. Comenzaré por el principio, como dice usted. Llegué a esta ciudad
con una carta de presentación para el profesor Boyg, y como tenía gran interés en
visitar su museo geológico, que es el mejor legado suyo para esta ciudad, me dirigí
82a él antes que ir a cualquier otra parte. Bien, pues allí estaba el museo del profesor
Boyg con todas las ventanas rotas; las piedras lanzadas por esos energúmenos
llenaban todo el interior, a corta distancia de las vitrinas, varias de las cuales
estaban igualmente destrozadas.
—Bueno, quizás fueran sus donativos para el museo geológico —observó Gale—.
Un mecenas pasa ante el museo y le lanza su óbolo a través de la ventana, o lo
enriquece con una piedra perfectamente petrificada... No veo por qué no han de
admitirse actitudes semejantes en lo que llama usted el mundo de la ciencia; en el
mundo del arte esas cosas son bastante comunes... Los bustos y los bajorrelieves de
Paradou no son hoy más que grandes piedras escarnecidas por el público y...
—Paradou puede irse al... Paraíso, digámoslo así —le cortó Garth con más que
lógica impaciencia—. ¿Es que no hay manera de hacerle comprender a usted algo
ajeno a sus doctrinas y a sus ideas? No fue sólo el museo de Boyg... Pasé ante su
casa, en la que muy merecidamente hay una lápida, que ahora está cubierta de
barro. Crucé la plaza del mercado, donde acababan de dedicarle un monumento
aprovechando el pedestal del centro, y las coronas de laurel que depositaron a sus
pies alumnos y admiradores están destrozadas... Y la estatua de Boyg tiene la
cabeza abollada.
—Puede que la estatua sea de Paradou... No me extraña que la apedrearan... —
observó Gale.
—No creo —dijo el doctor con el mismo tono—. Seguro que no fue porque la
estatua es de Paradou, sino porque representa a Boyg. Lo mismo que el museo y la
lápida conmemorativa. Por algún motivo que ignoro, aquí, caballeros, ha ocurrido
en poco tiempo algo que evoca ciertos pasajes de la Revolución Francesa... Así son
los franceses, amigos míos... Recuerden aquellos disturbios en la villa bretona
donde nació Renán, porque decidieron erigirle una estatua. Sabrán ustedes, o si no
se lo digo yo, que Boyg era noruego de nacimiento, y que se instaló en Francia, y
más concretamente en esta hermosa villa de Carillón, por atraerle la formación
rocosa de la zona y las propiedades minerales de las aguas del arroyo. Se instaló
aquí, en fin, llevado de su afán de investigar en beneficio del género humano.
Bueno, pues dejando a un lado los furiosos ataques del párroco contra sus teorías
en general, parece que Boyg se topó también con una antigua superstición según la
cual ese arroyo es sagrado y en sus aguas las serpientes se convierten en pura
amonita, así, por las buenas... Un mito, por lo demás, común a muchas otras tierras
y a muchos otros países... Recuerden que lo mismo se dice que hace Santa Hilda en
Whity... Aquí, sin embargo, se dan ciertas condiciones especiales, que aportan
mayor calor propio de la tierra al mito. Los estudiantes de teología y los de
medicina se enfrentan a menudo, unos en el nombre de Roma y los otros en el
nombre de la Razón. Dicen que hay una especie de loco furioso, algo así como un
Pedro el Ermitaño, que vive en una ermita de lo alto de la colina, y que de vez en
cuando baja a la villa agitando los brazos y pegando fuego a todo lo que le sale al
paso, incluidas algunas casas.
—Sí, algo de eso he oído —dijo Armitage—. El cura que me acompañó en mi
83visita al monasterio, el superior, creo, un hombre muy parlanchín y amable, me
habló de un santo varón que vive en la colina y al que muchos quieren canonizar,
aun sin haber muerto...
—Será que siente el deseo de que lo martiricen —dijo Garth con gesto sombrío—.
Pero el verdadero martirio es otro... Permitan que siga narrándoles los hechos por
estricto orden. Crucé la plaza del mercado en busca de la residencia particular de
Boyg, que está en una de las esquinas de dicha plaza. Todo estaba cerrado y la
casa, según me pareció, vacía; sin embargo, empujé una puerta y entré; allí vi a un
viejo criado, que al principio se negó a responder a mis preguntas... En realidad, no
era el único que negaba la respuesta, y hasta el saludo, a un extranjero. Pero
cuando logré hacer ver a aquel hombre cuál era el objeto de mi visita, habló... Me
dijo que su señor había muerto.
El médico hizo una pausa y los otros dos respetaron su silencio. Al cabo de unos
segundos, sin embargo, Gale, que al fin parecía interesado por la historia, incluso
impresionado por el relato de Garth, preguntó de acuerdo con sus maneras un tanto
abstractas:
—¿Dónde está la tumba de ese hombre? Ha hecho usted un relato de un
dramatismo aterrador, amigo mío, por lo que tiene que haber terminado en una
tumba. Una peregrinación como la de ese hombre ha de concluir por fuerza en un
magnífico mausoleo de mármol y oro, como la tumba de Napoleón.
—No tiene tumba —dijo Garth tristemente—, aunque seguro que de aquí a no
mucho tiempo le erigirán más monumentos. Espero llegar a ver el día en que haya
una estatua de Boyg en cada ciudad del mundo, aun cuando en el presente se le
mancilla... Pero jamás podrá tener una tumba.
—¿Por qué no? —preguntó Armitage levantando la vista de nuevo y alzando las
cejas.
—Parece tarea imposible que pueda hallarse el cuerpo de Boyg —dijo el médico,
tan triste como antes—. No hay el menor rastro de su cadáver —hizo otra pausa
Garth, y repuesto, con la voz más firme, prosiguió—: Estoy convencido de que no
ha muerto por causas naturales; estoy convencido de que lo han asesinado.
Armitage cerró de golpe su cuaderno de notas y se quedó mirando fijamente la
mesa.
—Continúe, por favor —fue cuanto pudo decir.
—El viejo criado de Boyg —prosiguió Garth—, un hombre muy tranquilo,
silencioso, de rostro amarillento, muy educado, me habló del ayudante de Boyg,
del que me pareció por su tono que tenía celos... El ayudante científico del
profesor, su mano derecha, por así decirlo, se apellida Bertrand y al parecer es un
hombre muy capaz, un hombre, por ello, digno de la confianza del sabio, además
de un devoto seguidor de su causa. Continúa la obra de Boyg ahora mismo en lo
que es capaz de hacerlo; sobre su muerte o desaparición sabe más bien poco,
aunque sus conjeturas son perfectamente lógicas, Pero cuando al fin di con
Bertrand en su pequeña casa repleta de libros e instrumentos de trabajo de Boyg,
una casita situada en la cumbre de la colina, fuera de la villa, empecé a comprender
84algunas cosas relacionadas con este trágico y siniestro caso.
Bertrand es un buen hombre, muy tranquilo y bondadoso, aunque hay en él algo de
esa vanidad común en quienes trabajan a la sombra de un gran hombre. Es una
vanidad disculpable, sin embargo; incluso creo que cabe preguntarse si el
descubrimiento que haga un gran hombre no es en parte, también, de su ayudante.
Una vanidad, en fin, que no me parece censurable, porque demuestra en estos
hombres un afán de superación, una perseverancia en el trabajo, un intento de
alcanzar las cotas de sus maestros. Creo que Bertrand está interesado en saber qué
se ha hecho del cuerpo de Boyg, pero también en algo más. Creo que está
investigando en la dirección correcta, lo vi en sus ojos negros y brillantes, en su
expresión de gran inteligencia. No me parece ya, a estas alturas, un simple
científico ayudante, alguien que quiere aprender de su maestro. Me parece que se
ha convertido en una especie de detective amateur.
»La propensión hacia lo artístico que tienen ustedes, amigos míos, supongo que les
será de gran utilidad a la hora de descubrir a un poeta o a un escultor, pero
discúlpenme por decirles que una propensión hacia la ciencia es de mayor utilidad
llegado el caso de descubrir a un criminal. Bertrand, estoy seguro, se ha puesto a la
tarea de hacerlo con una fe irrevocable; estoy en condiciones de adelantarles a
ustedes algunas de sus hipótesis, por no decir de sus descubrimientos. Bertrand vio
por última vez a Boyg cuando bajaba éste por la orilla del arroyo en dirección a la
casa del escultor al que ha conocido usted hoy, Gale... Allí solía posar diariamente
durante una hora. Pero seré preciso en este punto, más en interés analítico por la
lógica del método que por necesidad lógica del argumento; sé que el escultor jamás
tuvo la menor discusión con Boyg, sino todo lo contrario; al parecer es un gran
devoto del científico, al que admiraba sobre todo por sus ideas revolucionarias.
—Ya lo sé —dijo Gale como si bajara la cabeza de las nubes—. Según Paradou, el
arte realista debe fundarse en la energía moderna, en los últimos descubrimientos
científicos. Pero esto supone una falacia, en tanto que...
—Permita que acabe mi relación de los hechos; después podrá usted refugiarse en
sus tesis —dijo el doctor Garth con gran firmeza—. Bertrand vio a Boyg tomar
asiento en el reseco piso de la colina, en un momento dado, y fumar un cigarro;
observen cuan árida es esa vertiente... Un hombre caminando por ahí sería tan
invisible como una mosca en un techo ennegrecido por el humo. Bertrand afirma
que hubo de regresar al laboratorio para seguir con la preparación de un
experimento y echó a andar; unos pocos pasos, se volvió y ya no vio a su maestro.
Y no ha vuelto a saber de él desde ese preciso instante.
»Al pie de la colina, en el extremo inferior del tramo de escalones labrados en la
piedra que trepa hacia la ermita, están los accesos principales al monasterio; ahí lo
tienen, en las mismas afueras, en los límites de la villa... Vean que lo primero con
que uno tropieza es ese gran cuadrilátero que componen los claustros, y las
celdillas de los frailes y de los novicios. Prefiero no abrumarles con los orígenes
del compromiso político por el cual esta parte de la institución ha permanecido
religiosa, mientras la parte científica y otras situadas más allá son laicas, dedicadas
85sólo al estudio. Pero me parece importante que presten atención al hecho de que la
parte monástica de la Universidad está en el límite mismo de la población, lo que
es decir el monasterio, mientras la otra cierra el camino hacia el interior de la villa.
A Boyg le hubiera sido del todo imposible franquear vivo o muerto, créanlo, esta
barrera laica, sin pasar bajo las miradas de la muchedumbre para la cual era él, y
sólo él, el principal culpable de los enfrentamientos y motines que se vivían en la
villa. La población entera se mostraba claramente alterada por causa del buen
Boyg, ya fuese a favor, ya fuese en contra. Creo que hubo de ocurrir algo en la
cumbre de la colina, o por lo menos antes de que llegase a la barrera inferior. El
detective amateur Bertrand comenzó por examinar la vertiente de la colina, o la
parte de la misma de mayor interés en lo que al caso se refiere; un trabajo ímprobo
que hizo, en cualquier caso, con la misma minuciosidad con que procede con el
microscopio. Bien, amigos míos; cuando examinó detenidamente aquella zona
rocosa y árida la encontró tal y como se contempla desde abajo; no hay ni cuevas
ni hoyos; no hay una sola grieta ni falla en toda la superficie de esa roca negra...
Una rata no podría esconderse entre esas matas que apenas levantan un palmo del
suelo. En suma, Bertrand no halló el menor escondrijo, pero sí un indicio: un trozo
de papel descolorido y húmedo, junto al arroyo; con trazo apresurado y débil pero
perfectamente legible, con la letra de Boyg, estaba escrito «mañana iré a su casa
para informarle de algo importante que debe usted saber». Nada más.
»Mi amigo Bertrand se sentó y comenzó a pensar en lo que había encontrado. La
nota, evidentemente, había caído al agua del arroyo; eso significa que no había sido
tirada al cauce en la villa, por la simple razón de que el agua no corre hacia arriba...
Sólo quedaban, pues, el estudio del escultor y la ermita, en la parte alta. Pero Boyg
no hubiera escrito al escultor para avisarlo de que iría a verlo al día siguiente,
puesto que se dirigía allí. Lo más probable es que la persona a la que quería ir a
visitar era el ermitaño, por lo que no es vana conjetura suponer lo que tendría que
decirle... Bertrand sabía mejor que nadie que Boyg acababa de completar su gran
descubrimiento hasta un punto asombroso, con nuevos hechos y ratificaciones
incontestables; me parece bastante plausible, pues, que deseara anunciarlo a su más
fanático adversario; era una manera elegante de sugerirle que abandonase su
empecinamiento y su encono contra él.
Gale, que contemplaba entonces el cielo con la vista fija en un pájaro, intervino
con bastante brusquedad:
—De todos esos ataques contra Boyg—dijo—, ¿puede decirse que alguno lo fuera
contra su persona, no contra sus teorías?
—No, ni siquiera estos fanáticos se atrevían a tanto —dijo Garth también
bruscamente—; era un buen hombre, un escandinavo prototípico, sencillo e
inocente; para mí que era como un niño grande, de tan entusiasta... Pero creo, sin
embargo, que precisamente por eso le odiaban... Fue a decir la verdad, a proclamar
el hallazgo de la luz en medio de las tinieblas... Y no se le volvió a ver bajo la luz
del sol.
Armitage miraba con los ojos entornados hacia la ermita de la vertiente de la
86colina.
—¿Quiere usted decir —preguntó— que ese hombre de quien hablan todos como
de un santo, el amigo de mi amigo el abate, o lo que sea, no es más que un asesino?
—Usted, en realidad, y hasta donde nos ha contado, habló con su amigo el abate
del Románico —dijo Garth—. Si hubiese hablado usted con él de fósiles, quizás
habría visto otra faceta de su carácter, menos idílica... Estos religiosos latinos se
presentan a menudo... digamos que muy cuidadamente bruñidos. Pero sepa usted
que también tienen espinas, y pinchan... En cuanto al santón de la colina, bien, está
autorizado por los superiores del monasterio a llevar esa vida de eremita; y está
autorizado, igualmente, para otras muchas cosas; por ejemplo, para hacer lo que le
venga en gana. En las grandes celebraciones baja a la villa y predica; y puedo
asegurarle que cuando lo hace es un Bedlam 7 desencadenado. Claro que puedo
excusar a este hombre de sus desmanes, pues al fin y al cabo no es más que un
lunático... Pero tampoco tengo por qué dudar de que no sea un maniático asesino...
—¿Ha tomado su amigo Bertrand alguna medida legal, al amparo de sus sospechas
o intuiciones? —preguntó Armitage.
—¡Bien, amigos míos! Aquí es donde comienza el misterio —dijo el médico.
Se hizo un silencio, durante el cual los tres fruncieron gravemente el ceño. Garth
prosiguió al cabo de un rato:
—Sí; Bertrand hizo una denuncia formal ante la policía; el juez de instrucción de la
villa, después de tomar declaración a varias personas, decidió que no podía ser
admitida a trámite la denuncia, que no había lugar a la misma... Su providencia se
basaba en que no disponían del cadáver; algo, por cierto, que suele entrañar la
dificultad mayor con la que se topan los detectives cuando investigan un posible
asesinato. El eremita, cuyo nombre creo que es Hyacinth, también fue llamado a
declarar, pero no tuvo dificultad alguna en demostrar que su ermita está tan
desnuda y es tan árida como la colina misma. Allí no puede ocultarse un cadáver,
eso es cierto; tampoco es fácil cavar una tumba en un suelo rocoso... Después
prestó declaración el abate, como lo llama usted, o Padre Bernard, del monasterio y
Colegio católico universitario. Convenció al juez de que tampoco en las celdas del
monasterio podía esconderse un cuerpo. Las celdas del monasterio tienen poco
mobiliario, apenas el camastro y una mesa y una silla, por la sencilla razón de que
en alguno de los motines habidos se utilizaron para avivar el fuego de los
enfrentamientos incendiarios que aquí se han producido. Eso fue lo que dijo
Bernard para defenderse, y estoy seguro de que lo hizo muy bien, pues se trata de
un hombre muy capaz que sabe unas cuantas cosas, además de lo que concierne al
Románico. Hyacinth, por su parte, aunque sea un loco fanatizado, es hombre
elocuente y capaz de estarse predicando durante horas. Ambos, en fin, son mucho
más elocuentes y astutos que el juez instructor... Pero estoy seguro de que Bertrand
no hace sino dejar que pase el tiempo, acumular evidencias y reabrir así el caso
más adelante... Esas dificultades claras para ocultar un cuerpo... ¡Vaya, pero si lo
7
Primer manicomio de Londres, fundado en 1247 por el sheriff de la ciudad Simón Fitz-Mary. En lenguaje popular
un Bedlam es un loco. (N. del T.)
87tenemos aquí!
Garth interrumpió su relato al percatarse de la presencia de un hombre joven que
llegaba apresuradamente, se detenía unos instantes y luego se acercaba a la mesa
en la que estaban los tres. Iba rigurosamente vestido de luto, con sombrero negro
de fieltro, un traje muy severo de cuello alto y su barba igualmente negra y en
punta. Tenía todo el aspecto de uno de esos personajes, siempre anticuados, de
Gaboriau 8 . Es más, era como ese personaje de Gaboriau llamado Lecoq; sus ojos
negros, en aquel pálido rostro, eran los ojos de alguien a quien podría considerarse
un detective nato; y su rostro pálido lo era más que nunca debido a la excitación.
Se detuvo junto a la silla del doctor Garth, se inclinó un poco hacia él y le dijo en
voz baja:
—Ya lo he encontrado.
El doctor Garth dio un brinco y se puso en pie, con los ojos brillantes de
curiosidad; pero casi de inmediato volvió a su actitud ponderada de siempre,
incluso ceremoniosa, y presentó a Monsieur Bertrand a sus amigos.
—Puede hablar con absoluta libertad —lo animó acto seguido—; tanto mis amigos
como yo no tenemos otro interés que el de que se descubra la verdad del caso.
—Pues he descubierto la verdad —dijo el francés con
(8)
los labios fruncidos, casi sin abrir la boca—. Sé bien qué han hecho esos frailes
asesinos con el cadáver de Boyg.
—¿Nos concede el derecho a enterarnos? —preguntó Armitage.
—Lo sabrá todo el mundo dentro de tres días —dijo el francés, muy pálido—;
como las autoridades se niegan a reabrir el caso, tengo pensado convocar una
asamblea pública en la plaza del mercado para pedir que lo hagan. Allí acudirán
también los asesinos, por supuesto; los denunciaré, y no sólo eso; formularé la
necesaria acusación ante su propia cara. Acuda también usted, monsieur, el jueves
a las dos y media; así sabrá cómo uno de los más grandes hombres de nuestro
mundo halló la muerte a manos de sus enemigos. Pero en principio no le puedo
decir más que una palabra. Como dijo el gran Edgar Poe en su propia lengua,
caballero, «la verdad no siempre cae a un pozo». Pero me parece que a veces, de
tan obvia, pasa inadvertida.
Gabriel Gale, que parecía dormitar, se mostró por el contrario muy despierto.
—Eso es cierto —dijo—, y lo es en casi todos los casos.
Armitage se volvió hacia él con expresión de interés supremo.
—Supongo que no pensará usted dedicarse a investigar como si fuera un detective,
Gale —dijo—. No me lo imagino emergiendo del mar de los sueños para ponerse
en adelante al servicio de Scotland Yard.
—A lo mejor cree nuestro amigo Gale que puede hallar el cuerpo de Boyg—dijo
8
Emile Gaboriau (1835-1873), novelista realmente plúmbeo, cuyas obras de intriga más conocidas son El dinero de
los otros, M. Lecoq y La cuerda al cuello. (N. del T.)
88Garth echándose a reír.
Gale se levantó pesadamente de su silla, y con su acostumbrado tono de
indiferencia dijo:
—Pues sí, caballeros; en cierto modo, sí... Estoy completamente seguro de poder
hallar el cadáver. La verdad es que ya lo he encontrado...
Quienes conozcan íntimamente a Mr. Arthur Armitage no necesitarán que les diga
que en todos sus viajes al extranjero lleva un diario en el que anota sus impresiones
con gran colorido, sabiendo encontrar en cada momento le mot juste. Pero la pluma
se le cayó de las manos en aquella ocasión, por así decirlo, o al menos se deslizaba
alocadamente por la página en blanco entonces, sin precisar nada, cuando trató de
describir el populoso mitin convocado por Bertrand; aunque en realidad habría que
decir que fueron dos las reuniones que allí se celebraron, en la pintoresca plaza del
mercado de la villa, por la que apenas dos días atrás había caminado extasiándose
ante la belleza arquitectónica que la circundaba. Siempre había leído sobre la
democracia, y es más, siempre había escrito sobre los valores de la democracia;
ahora, en contacto acaso por primera vez en su vida con una clara manifestación de
democracia, ésta se lo tragó como si la tierra se hubiese desgarrado por un
terremoto.
Había una diferencia clara, y además sorprendente, entre aquella muchedumbre
francesa convocada en la plaza de un mercado y las muchedumbres inglesas que
había visto en Hyde Parle o en Trafalgar Square. Los franceses no habían acudido
a liberar sus sentimientos, sino a liberarse de sus enemigos. Algo distinto,
forzosamente, había de salir de aquella concentración; algo, quizás hasta un
crimen, pero algo; la cosa no podía quedar en nada. Le llamaba la atención que con
tanta ferocidad como contenía aquella muchedumbre, había en la masa una especie
de disciplina militar. Los grupos de voluntarios se desplegaban en sucesivos
cordones, y de manera un tanto rudimentaria pero eficaz seguían las instrucciones
de sus respectivos jefes. El padre Bernard estaba allí, con su rostro de bronce,
como la máscara de un emperador romano; obedecido sumisamente en aquella
suerte de cruzada a la que parecían dispuestos sus fieles, tras él podía verse,
mirándolo todo con ojos feroces, a Hyacinth; a pesar de su mirada parecía éste un
cadáver al que acabaran de exhumar; tenía un rostro huesudo y unas órbitas tan
oscuras y hondas que podían ocultarle los ojos apenas lo quisiera.
Del otro lado estaban la tétrica palidez de Bertrand y la actividad ratonil del doctor
Garth, que no paraba de moverse aunque sin despegarse mucho del científico; la
muchedumbre anticlerical rugía tras ellos y los ojos de Garth brillaban triunfantes.
Antes de que Armitage pudiese reaccionar, y tomar así al fin alguna nota de lo que
veía, Bertrand se había encaramado a una silla, junto al pedestal de la estatua, para
anunciar con un hilo de voz, mas reafirmando lo que decía con gestos dramáticos,
que estaba allí para vengar a su maestro.
Le salieron entonces las palabras, y lo hicieron a borbotones, pero elocuentes,
terribles; Armitage, sin embargo, las oía como en un sueño del que sólo despertó
cuando comenzaron a contar lo que había esperado, pues eran unas palabras que
89hubiesen despertado a cualquier soñador. Fue cuando Bertrand habló de su maestro
como en un poema en prosa, como si le dedicara un cántico elegiaco, aunque no
hacía más que referir cuanto suponía había sido la tragedia de Boyg, el héroe. Y
oyó también las palabras de Bertrand aludiendo a lo que habían dicho los otros a
propósito de la imposibilidad de ocultar un cadáver. En ese punto, tanto Armitage
como la muchedumbre, escucharon, sin embargo, algo que no habían oído aún; o
quizás fue algo que sabían, o al menos sospechaban, pero no lograban explicarse,
cosa que frecuentemente ocurre en los momentos más críticos de una situación aún
más crítica.
—Dicen que sus celdas están vacías y alardean de su frugalidad, de la sencillez de
sus vidas —decía Bertrand—, y es cierto que estos esclavos de la superstición se
apartan voluntariamente de aquello que más placentero resulta a los hombres...
Pero no supongáis que no se dan al placer, no... Creedme, hacen sus celebraciones;
si no pueden regocijarse en el amor, se regocijan en el odio; todo el mundo parece
haberse olvidado de que el mismo día en que desapareció mi maestro los
estudiantes de teología quemaron su casa y golpearon su estatua recién erigida.
Un estremecimiento que no llegó a ser siquiera un susurro, pero que se dejaba
sentir más que un aullido, recorrió a las gentes allí congregadas; la muchedumbre
había comprendido bien cuál era el sentido que Bertrand daba a sus palabras. Pero
aún fue mayor el estremecimiento cuando oyeron lo que siguió:
—¿Acaso quemaron la estatua de Bruno? ¿Acaso quemaron la estatua de Dolet 9 ?
—decía Bertrand con su pálido rostro fanatizado—. Estos mártires de la verdad
acabaron en la hoguera en nombre de la Iglesia y la gloria de su Dios... Claro, el
progreso inherente al paso del tiempo ha hecho que no sean tan brutales, y no
quemaron a Boyg vivo, porque... ¡Lo quemaron muerto! Así borraron las huellas
de su crimen. Sí, la verdad no siempre cae a un pozo, a veces brilla en las altas
torres; mientras yo me debatía en mi búsqueda de los huesos de mi maestro, entre
cactus, matojos y grietas, en público, a cielo abierto, ante una multitud vociferante
reunida frente a la basílica, su cuerpo desaparecía de tal modo que no pudiera ser
visto por nadie.
Cuando el último rugido de furor y los últimos vítores de aquel infierno de
exaltación se hubieron apagado, el padre Bernard consiguió hacer oír su voz.
—Baste decir en respuesta a esta acusación propia de un demente que los ateos que
la levantan contra nosotros no han conseguido convencer siquiera a su ateo
gobierno para que los apoye. Pero como la acusación no se hace sino contra el
piadoso Hyacinth, más que contra mí, que sea él quien responda.
De nuevo el encono de los bandos allí reunidos levantó un ciclón de gritos apenas
abrió la boca el ermitaño. Su tono de voz, empero, poseía una cualidad penetrante
y apaciguadora; en aquella voz que salía de un rostro que semejaba una calavera,
9
Si antes aludía Bertrand a Giordano Bruno, ahora se refiere a Esteban Dolet (1509-1546), erudito e impresor
francés. Tomó parte contra Erasmo en la controversia sobre el valor de las obras de Cicerón, y gracias a un estudio
humanista dedicado a Francisco I, obtuvo de éste el privilegio de imprimir durante diez años toda clase de obras en
latín, griego, italiano y francés. Después de ser encarcelado tres veces, bajo la acusación de ateísmo, fue torturado y
quemado vivo en París. (N. del T.)
90que evocaba unas tibias, había una delicia musical conmovedora, la misma que
cautivaba a los peregrinos. Además, en un momento tan crítico como el que vivía,
poseía una fuerza de convicción y de veracidad que estaba más allá de todas las
posibilidades de las artes de la oratoria.
Antes de que el tumulto se desvaneciese del todo, Armitage, movido por un
impulso, por una especie de instinto nervioso, se volvió a Garth para preguntarle:
—¿Dónde está Gale? Creí que vendría... ¿No dijo no sé qué tontería, a propósito de
que tenía el cadáver?
Garth se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Supongo que andará por ahí, por la cumbre de la colina, contándole cualquier
idiotez al primero con que se haya topado —dijo el médico—. No podemos exigir
a los poetas que recuerden las tonterías que dicen.
—Amigos míos —iba diciendo Hyacinth en el mismo tono apacible y penetrante—
, no tengo respuesta que dar a la acusación que se me hace. No puedo refutarla con
pruebas. Si un hombre puede ir a la guillotina por lo que aquí se ha dicho, sin más,
iré. ¿Acaso creéis que ignoro que han sido muchos los inocentes guillotinados?
Monsieur Bertrand ha hablado de que Bruno fue quemado en la hoguera, como si
sólo se hubiese hecho eso con los enemigos de la Iglesia. ¿No sabemos bien los
franceses que Juana de Arco también fue quemada viva? ¿Alguien puede decir que
fue culpable de algo? Los primeros cristianos fueron torturados por caníbales,
acusación tan verosímil como la que se hace contra mí. ¿Imagináis acaso que pues
ahora matáis hombres con la maquinaria de guerra moderna y con las modernas
leyes, no sabemos que estáis dispuestos a matarlos igual e injustamente como lo
hicieron Nerón y Heliogábalo? ¿Creéis que no sabemos que los poderosos de este
mundo son lo que siempre han sido y que vuestros abogados, que oprimen a los
pobres por su mezquindad, capaces son de hacer que corra la sangre a cambio de
un poco de oro? Si me viese obligado a adoptar la oratoria de un abogado, podría
utilizarla contra vosotros de manera más razonable que la vuestra contra mí. ¿Qué
pensáis que puede haberme hecho poner en peligro la salvación de mi alma, para
cometer un crimen monstruoso? ¿Por una teoría contra otra teoría, por una
hipótesis contra otra hipótesis, por un leve y fantástico temor de que un
descubrimiento acerca de los fósiles pudiera amenazar la verdad imperecedera? Yo
podría alzar mi dedo y señalar a otros que tienen razones más poderosas que éstas.
Puedo señalar a un hombre que, gracias a la muerte de Boyg, ha heredado todo su
poder y su posición; sí, puedo señalar a uno que con el crimen se ha convertido en
su heredero, el único a quien realmente beneficia el asesinato de Boyg; un hombre
que ha sido, no tanto el ayudante de Boyg como su rival. Sólo él ha dicho que
Boyg fue visto en la colina el día del crimen. Sólo él hereda del muerto algo
verdaderamente cuantificable, desde las más vastas ambiciones del mundo
científico hasta la última lupa de su colección, pues con todo se ha quedado. Este
hombre vive, está entre nosotros y me bastaría con extender una de mis manos para
tocarle.
Cientos de rostros se volvieron hacia Bertrand con expresión de humana ferocidad;
91el cariz que adquiría la confrontación era demasiado dramático como para que se
dejara sentir ahora un grito. Bertrand estaba pálido, con los labios amoratados, pero
fue capaz de sonreír mientras decía estas palabras:
—¿Y qué se supone que he hecho con el cadáver?
—Dios le conceda no haber hecho nada con él, ni muerto ni vivo —respondió el
ermitaño—. No le acuso a usted; pero si alguna vez recibe una acusación injusta,
como la que contra mí ha formulado, hará bien en pedir ayuda a Dios... Dios
siempre atestigua a favor de los inocentes. Si me guillotinaran dos veces, dos veces
atestiguaría Dios en mi favor, permitiéndome caminar con la cabeza en las manos
por estas calles, como san Dionisio... No tengo pruebas, ya lo he dicho. No puedo
llamar a otros que testifiquen en mi favor. Sólo cuento con Dios. Él puede
liberarme, si considera que lo merezco.
Se hizo entre la muchedumbre un silencio muy profundo y largo, más que una
pausa. Casi se oyó la voz de Armitage, con tono irritado, comentando a Garth:
—¡Vaya, al fin se ha dignado venir usted, Gale! ¿Ha caído del cielo?
Gale estaba cerca de la estatua, con aire incómodo, con un aire de quien acaba de
llegar a su casa y la encuentra llena de gente. Bertrand, al verlo también, aprovechó
aquella suerte de anticlímax.
—Aquí —dijo— hay un caballero que cree poder encontrar el cadáver de Boyg...
¿Lo ha traído consigo, monsieur?
La historia del poeta y detective recién llegado a la villa era conocida ya por
muchos de sus habitantes, por lo que las palabras de Bertrand provocaron aplausos
y risas.
—¡Lo lleva en el bolsillo! —se oyó una voz estridente.
—¡Sí, lo lleva en el bolsillo del chaleco! —se oyó otra voz, profunda y sepulcral.
Mr. Gale, en efecto, tenía las manos en los bolsillos. Respondió con su
acostumbrada indiferencia:
—Bueno, no llevo el cadáver en mis bolsillos, en el sentido en que ustedes lo
dicen. Pero puede que sí —dijo mirando a Bertrand.
De inmediato, sorprendiendo a sus amigos por su inusitada viveza, se subió a una
silla para dirigirse a la muchedumbre con voz clara y en muy buen francés:
—Amigos míos —dijo—, lo primero que tengo que hacer es adherirme a cuanto ha
dicho mi honorable amigo, si me permite llamarlo así, acerca de los méritos y
cualidades morales del difunto profesor Boyg. Si algo hay dudoso, si sobre algo
disentimos, debemos en todo caso saludar en él esta investigación de la verdad, que
es el más desinteresado de todos nuestros deberes con Dios. Estoy de acuerdo con
el doctor Garth en que Boyg merece una estatua, no sólo en esta villa, sino en todas
las ciudades del mundo.
Los anticlericales comenzaron a aplaudir con fervor, mientras sus adversarios
aguardaban en silencio, preguntándose hasta dónde se alargaría aquella excéntrica
exposición del no menos excéntrico personaje que les dirigía la palabra. El poeta
92pareció percatarse de aquello, sonrió y siguió diciendo:
—Puede que se pregunten ustedes por qué digo todo esto, y con tanto énfasis,
además... Bueno, supongo que todos tienen sus buenas razones para reconocer en
el profesor un auténtico amor a la verdad. Pero yo sé algo que ustedes ignoran, lo
que me hace estar más convencido de su honestidad.
—¿De qué se trata? —preguntó el padre Bernard aprovechando la pausa que hizo
Gale.
—Boyg —dijo Gale— se dirigía a visitar al padre Hyacinth para confesarle su
error.
Bertrand hizo un rápido movimiento hacia delante, que pareció un intento de
agresión. Garth lo detuvo y Gale prosiguió, sin prestar atención, al menos
aparentemente, a Bertrand.
—El profesor Boyg había descubierto que su tesis era errónea. Tal era el
sensacional descubrimiento que había hecho en sus últimos días, con sus últimos y
sensacionales experimentos científicos —dijo Gale—. Lo sospeché comparando la
versión general y su fama de hombre sencillo y bondadoso. No creí en ningún
momento que pudiera dirigirse a su adversario para restregarle por la cara su
triunfo; era más probable, por el contrario, que considerase una cuestión de honor
darle cuenta de su fracaso. Porque, aun sin pretenderme una autoridad en esta
materia, estoy seguro de que Boyg estaba en un error... Las cosas no necesitan,
después de todo, miles de años para petrificarse de una forma determinada. En
ciertas condiciones que los químicos pueden explicar mejor que yo, no precisan de
un tiempo superior a un año, o incluso a un día. Hay algo en las propiedades del
agua de esta villa, aplicadas o intensificadas por métodos especiales, algo que
puede transformar en pocas horas un organismo animal en un fósil. El experimento
científico ha sido hecho y la prueba la tienen ustedes ante sus ojos —hizo un gesto
vago con la mano, y acaso algo más excitado siguió diciendo—: Monsieur
Bertrand está en lo cierto al decir que la verdad no ha caído a un pozo sino que
brilla en lo alto de una torre. Yo digo más: la verdad está en un pedestal y llevan
ustedes un buen rato contemplándola, aunque sin saberlo... He ahí el cuerpo del
profesor Boyg.
Señaló entonces la estatua del centro de la plaza, que estaba como siempre, con la
mirada baja en dirección a la calzada por donde pasaban indiferentes los naturales
de la villa, mas coronada de laurel chamuscado y con la cabeza y el rostro
abollados, al parecer a golpes y pedradas.
—Alguien ha dicho —continuó Gale satisfecho por el mar de rostros atónitos que
tenía ante sí— que tenía yo el cadáver de Boyg en el bolsillo, lo que es decir su
estatua... Bien, pues no es del todo cierto, porque sólo llevo una parte —y sacó
lentamente de uno de sus bolsillos algo pequeño, algo que, visto desde lejos,
parecía un trozo de yeso grisáceo—. Vean, damas y caballeros; he aquí uno de los
dedos de la estatua de Boyg, roto probablemente de una pedrada, o de un palo. Ahí
estaba, en el pedestal. No tuve más que agacharme y cogerlo. .. Alguien que sepa
lo justo de estas materias sobre las que ya hemos tratado, podrá comprobar que la
93consistencia de este dedo es la misma de los admirados fósiles del museo
geológico.
Alargó el dedo hacia la muchedumbre, que siguió atónita, como si se hubieran
convertido todos en estatuas de piedra.
—Es posible que me tomen por un loco —dijo riéndose Gale—. Bueno, lamento
llevarles la contraria, pero la verdad es que no he enloquecido del todo, al menos
de momento, aunque sí es cierto que tengo gran afinidad con los lunáticos, porque
puedo entenderme con ellos mucho mejor que con la mayoría de los cuerdos dado
que soy capaz de comprenderlos y aun de participar de la manera extravagante con
que funcionan las ideas de los locos. Y comprendo al loco que hizo esto, con quien
he pasado unas cuantas horas en el día de hoy; sé por ello que éste es el tipo de
cosas que puede hacer un loco como él. Cuando oí hablar por vez primera de
conchas fosilizadas, de insectos petrificados y de otras historias semejantes, hice lo
que un loco como él hubiera hecho, que no es sino exagerar la idea con una especie
de visión enloquecida; una visión de selvas fósiles, de ganado fósil, de elefantes y
de camellos fósiles; así llegué a un sistema de ideas diferentes, a una coincidencia
de términos que no pudo por menos que sorprenderme, dejándome petrificado, si
no helado... Era el hombre fósil.
»Miré a la estatua y comprendí que no es una estatua. Es un cadáver petrificado
por la curiosa e interesante acción química del agua del arroyo. Lo llamo fósil, por
expresarlo de una manera fácil de entender por todos, incluso por mí mismo,
aunque sé lo justo de geología como para tener plena conciencia de que no es así
como debe designarse científicamente. Pero la verdad es que, una vez hecho mi
descubrimiento, lo que menos me preocupaba era la geología. En todo caso me
preocupaba lo que podríamos llamar criminología, o crimen, sin más, que es como
quiero llamar al caso que nos ocupa. Si este monumento era un cadáver, ¿quién era
y dónde estaba el criminal? ¿Quién era el infame asesino que había puesto a su
víctima a la vista de todos, haciéndolo a la vez visible e invisible a plena luz del
día? Todos los habitantes de esta villa saben y hablan y discuten de la corriente del
arroyo y de cierto pedazo de papel; todo el mundo, desde que se suscitó el asunto
del pedazo de papel, todo el mundo, digo, estuvo de acuerdo en afirmar que el
secreto se ocultaba en esa oscura colina, en la que no hay nada, salvo el estudio
con el techo de cristal de la cuesta que lleva a la colina y la solitaria ermita, más
arriba. Precisamente la ermita concitaba buena parte de las sospechas... El escultor
no, por ser un admirador y buen amigo del profesor Boyg... Pero recuerden qué fue
lo que en realidad descubrió el profesor Boyg... Obtuvo uno de esos
descubrimientos que hacen más daño a los amigos que a los enemigos. Un hombre
con el valor necesario como para admitir que se ha equivocado se ve abocado al
odio más feroz de quienes antes lo ensalzaban. El descubrimiento final de Boyg,
como el descubrimiento que aquí desvelo, invierte la relación entre las dos casas de
la colina, el estudio del escultor, en el inicio, y la ermita casi en la cumbre. Aunque
el padre Hyacinth fuera un demonio en vez de un santo, no hubiera podido impedir
a su adversario una retractación pública. Fue un boygista quien lo hizo; fue un
seguidor de Boyg quien se convirtió en su más acerbo perseguidor, quien descargó
94sobre el profesor toda la violencia de su furiosa irracionalidad. Fue Paradou, el
escultor, quien armado de un cincel asesinó a su maestro y filósofo tras una
discusión sobre las teorías de Boyg, que éste daba por erróneas y el otro
consideraba la fuente de su más ardiente inspiración vital y artística, sin importarle
lo más mínimo si estaba en lo cierto o si se precipitaba por las pendientes de la
falacia. Es posible que no quisiera matar a Boyg, al menos eso quiero creer. En
cualquier caso, y aun convencido como lo estoy de que Paradou está loco, su
proceder responde a una lógica concreta... Aquí radica, en fin, el punto lógico más
interesante y digno de estudio de todo este asunto.
»Esta misma mañana estuve con Paradou, a quien conocí pues tuve la ventura de
meter la pata en el techo de cristal de su estudio... Es un hombre que gusta de la
controversia y la discusión; cuando lo vi esta mañana, por cierto, su humor era el
más combativo de los posibles. Tuve con él una larga discusión acerca del realismo
en el arte, y en especial en la escultura... Es común decir que de las discusiones se
saca poco en claro. Pero yo afirmo que de las discusiones siempre se obtienen
beneficios; de cualquier modo, si quieren ustedes saber qué obtuve de mi discusión
con Paradou, es preciso que sepan primero, precisamente, algo de esa discusión
que mantuvimos... Todo el mundo se burla de Paradou, todo el mundo se ríe de sus
esculturas, todos dicen que convierte a los hombres en monstruos; más aún, he
oído decir a muchos naturales de esta villa que Paradou hace figuras con la cabeza
aplastada, como las serpientes, las rodillas arrugadas como los elefantes, y chepas
que les hacen parecer un híbrido entre el hombre y el camello. Él os contestaba que
veía en vuestras caras "ojos de gusano ciego, asquerosos", y os llamaba brutos,
ignorantes, payasos, y os decía que sois feos y repugnantes aunque os hayan hecho
creer que parecéis gracias y dioses helénicos... Así empezó la discusión, sobre
estos aspectos, teniendo Paradou en sus manos un martillo y unas tenazas...
¡Menos mal que no tenía un cincel! En cualquier caso, aún no se le había ocurrido
la idea. Le vino después, tras cometer su crimen. Al contemplar el cadáver brotó de
él una furia criminal, aunque ignota, nacida de lo más profundo de su decepción.
Comenzó a proyectar una farsa tan gigantesca como la Gran Pirámide. Decidió
erigir en la plaza del mercado aquella lúgubre masa de granito para mofarse
íntimamente de sus críticos y de sus detractores, que sois casi todos vosotros. Poco
antes, el muerto en persona, lo que es decir el profesor Boyg todavía con vida, le
había estado explicando el proceso mediante el cual el agua del arroyo petrifica
rápidamente la materia orgánica. Las notas y documentos referidos a este
fenómeno, que daba al traste con las teorías del profesor Boyg, se hallaban tiradas
en el suelo del estudio. Era cosa de aplicar el descubrimiento de Boyg en el propio
cuerpo del infortunado científico. Si levantaba el cadáver, si lo solidificaba en la
corriente, si lo ponía después en el pedestal, habría realizado al fin aquel anhelo
sobre el que amargamente había discutido conmigo: un hombre real, convertido en
estatua, para escarnio del resto de los hombres.
»Este genio demente se había prometido disfrutar en su fuero interno de los
aspectos más jocosos del caso y de su pretendida superioridad sobre el resto de los
habitantes de esta villa. Ya se veía al pie de la estatua, oyendo los comentarios
95sobre su creación de artista lunático. Ya veía los grupos riéndose y señalando lo
que para ellos jamás podría ser la representación de un hombre. Ya se veía
riéndose de vosotros. Ni siquiera tuvo que ocultar el cadáver. Mandó que se lo
bajaran del estudio, incluso con pompa y ceremonia, escoltado por los admiradores
del científico. Pero Boyg era más que un hombre que acababa de hacer un
descubrimiento primordial. Y este monumento terrible al pecado contiene a la vez
una rara y extraña virtud. Bien haréis, pues, admirándolo como un verdadero hito
de la ciencia. Esta es la estatua de Boyg más verdadera; esta fría quimera de la roca
no es únicamente el engendro de una horrible transformación química; es, sin más,
el resultado de un noble experimento, que da fe para siempre del honor y la
probidad de la ciencia.
Podéis alabarlo como hombre de ciencia; porque Boyg, en efecto, obró como un
hombre de bien. Podéis erigirle monumentos como héroe de la ciencia, porque fue
héroe más por equivocado que hallándose en lo cierto. Y aun cuando las estrellas
no vieron jamás brotar de los suelos ni la sustancia de nuestra estrella natal una
monstruosidad cual lo es un hombre de carne y hueso convertido en piedra no deja
impasibles a los cielos, que lo contemplarán siempre en su sola condición de
hombre. Y nosotros, pertenecientes a todas las escuelas y a todas las filosofías,
podremos pasar en lo sucesivo ante esta estatua como un cortejo fúnebre ante una
tumba ilustre. Y saludarlo como soldados, rindiéndole así honores.
96VI
LA CASA DEL PAVO REAL
Ocurrió hace algunos años, en una calle desierta y soleada de los suburbios, entre
villas y jardines; por allí caminaba un muchacho que vestía de manera estrafalaria,
de tan pueblerina, y se tocaba con un sombrero prehistórico, recién llegado a
Londres desde un remoto pueblo adormilado del oeste del país. Nada en él era
digno de destacarse, salvo lo que le sucedió, algo en verdad extraordinario, aunque
quizás quepa decir, sin embargo, lamentable.
Calle abajo y a la carrera venía un hombre ya de cierta edad, sin resuello, con la
cabeza al aire, pero vestido con ropas de gala; este hombre, precipitándose sobre el
pueblerino, lo agarró de las solapas de su vieja y anticuada chaqueta y lo invitó a
cenar, sin más. Podría decirse, en realidad, que le rogó que cenara con él; mas
como el pobre pueblerino nada sabía ni de aquel hombre ni de nadie en muchas
leguas a la redonda, aquello le pareció ciertamente singular; así, tomándolo por una
costumbre rara, pero costumbre de Londres al fin y al cabo, ciudad peculiar por lo
que siempre había oído contar, ciudad donde, había oído decir también, las calles
estaban pavimentadas de oro, aceptó. Acudió con el desconocido a su hospitalaria
casa, que se alzaba un poco más abajo. Y nunca volvió a ser visto entre los vivos.
Ninguna de las explicaciones más lógicas en estos casos serviría para resolver
siquiera aproximadamente el suceso. Aquellos dos hombres no se conocían de
nada. El pueblerino no llevaba consigo documento alguno de importancia, ni una
cantidad de dinero que mereciese la pena; su aspecto, por lo demás, a nadie hubiera
hecho suponer que fuese rico. Sin embargo, el hombre que lo invitó a cenar
ostentaba casi de manera insultante todos los signos de la prosperidad; las solapas
de su chaqué eran de satén; sus gemelos y los botones de la camisa lucían piedras
preciosas y el cigarro que fumaba perfumó deliciosamente la calle. No era cosa,
pues, de suponerle movido por el afán de robo, ni por la necesidad de timar a un
pueblerino. La verdad es que el móvil que le llevó a hacer lo que hizo es realmente
extraño. Cualquiera, antes de imaginarlo remotamente, hubiese hecho otras mil
conjeturas.
Es posible que nadie hubiese podido averiguar qué ocurrió realmente, de no ser por
la excentricidad de otro joven que acertó a pasar por la misma calle unas dos horas
más tarde, atraído por la bondad de aquel sol que todo lo bañaba. Esto no quiere
decir que aportase a la investigación las sutilezas propias de un detective, y mucho
menos de un detective novelesco, uno de esos que resuelven los casos que se les
presentan analizando minuciosamente los más mínimos detalles, los cuales
disparan su ya de por sí vertiginosa agilidad mental. Más bien, digamos que
resolvía los problemas que se le planteaban, y en los que se inmiscuía, gracias
precisamente a un cierto grado de ausencia mental. Cualquier objeto, el que fuese,
en el que fijara la vista, quedaba impreso en su mente con la fuerza de un talismán;
97y clavando allí sus ojos, en una suerte de visión interna de ese objeto que se le
hubiese fijado en la mente, y hasta mirándolo directamente antes de perderlo de
vista, conseguía que el objeto de marras le hablara, no ya como un talismán, sino
como un oráculo. Podía ser una piedra, una estrella de mar, un canario. Cosas así,
en fin, habían atraído su mirada, tanto externa como interna, dándole al fin la
respuesta a las muchas preguntas que se hacía.
En este caso el objeto resultó ser menos trivial, menos ordinario; y hubo de
transcurrir bastante tiempo hasta que el punto de vista de este hombre joven fuera
ordinario, o el debido. El caso es que iba bajando tranquilamente por la soleada
calle, disfrutando de la placentera ensoñación de ver los codesos dibujar líneas
doradas sobre el verde y los espinos rojos y blancos destacarse en los rincones en
sombra, en aquella hora cercana a la puesta de sol. No obstante, en lo que más se
deleitaba fue en la contemplación de los semicírculos verdes que se repetían en los
jardines sucesivos como un dibujo de lunas verdes.
No era un hombre para el que la repetición supusiera monotonía; sólo en una
ocasión, al mirar la puerta de acceso al jardín de una casa tuvo la sensación, muy
agradable, por lo demás, o acaso fuera una casi sensación pero no por ello menos
agradable, de que una nueva nota de color se destacaba sobre el verde. Una cosa de
un verde que más parecía azul; un objeto que se movía; o no era un objeto... Algo,
en cualquier caso, que se movía ágilmente haciendo girar una diminuta cabeza, o
cosa parecida, en lo alto de un largo cuello, o cosa parecida. Era un pavo real. Al
fin se percató de ello. El luminoso azul del plumaje del cuello del pavo real le
sugirió un fuego azul. Y el fuego azul evocó en él una extraña fantasía sobre los
demonios azules. Antes, claro, de que se diese cuenta por completo de que lo que
miraba era un pavo real. Pero pensó en mil cosas antes de caer en la más obvia. La
cola, que el pavo real arrastraba como una especie de manto con ojos, llevó sus
erráticas fantasías hacia aquellos divinos y sombríos monstruos del Apocalipsis,
cuyos ojos se multiplican como sus alas, antes de que pudiera decirse que un pavo
real, incluso en el campo de la lógica más utilitarista, era un bicho raro de ver en
un ambiente de tan apacible vulgaridad como el que lo rodeaba.
Gabriel Gale, así se llamaba el joven, era un poeta menor y un pintor mayor; en su
condición de pintor, y acaso por su amor a los paisajes, más de una vez había sido
invitado a las fincas y jardines de las casas en que moraba la muy acomodada
aristocracia, jardines en los que, sin embargo, es común ver pavos reales a los que
tratan como si fuesen animales domésticos. La evocación de aquellas casas de los
aristócratas despertó en él la imagen de una de ellas, abandonada y
lamentablemente comparada por todos con las demás mansiones, una casa que no
obstante tenía para Gale la belleza inefable de un paraíso perdido. Por un instante
le pareció ver de pie en la hierba una figura aún más espléndida y majestuosa que
la de un pavo real, cuyas ropas, de un azul luminoso, irradiaban una viva tristeza
que podía simbolizar perfectamente a un demonio azul. Pero cuando todas sus
fantasías intelectuales y sus emotivos recuerdos se desvanecieron, sólo quedó en él
una perplejidad, algo bastante más racional. Al fin y al cabo, un pavo real no es
algo que se vea en el modesto jardín de una casa modesta de los suburbios, por
98muy soleada y tranquila que sea la calle en la que se alce... Sería un bicho muy
grande en un jardín tan pequeño. Si abriera la cola parecería ir a derribar los
arbustos. Era como si al ir a visitar a una vieja solterona se encontrara con que, en
vez de un pájaro, tenía en la casa un avestruz.
Tan prácticas y lógicas reflexiones pasaron por su cabeza antes de llegar a la más
utilitarista de todas: desde hacía cinco minutos estaba apoyado en la puerta de
acceso al jardín de una casa desconocida, con todo el aire de autoridad e indolencia
de un propietario rural apoyado en la puerta de acceso a su granja. Alguien que lo
hubiese visto podría haber sospechado de él. Pero ni salió nadie de aquella casa ni
pasó nadie por la calle. O sí, pero no porque saliera de la casa, sino porque entró...
Al ver al pavo real girar de nuevo su pequeña corona e irse despacioso arrastrando
la cola ya plegada en dirección a la casa, abrió con calma el poeta la puerta del
jardín y avanzó sobre la hierba siguiendo el rastro del pavo real. El crepúsculo, que
comenzaba a oscurecerlo todo maravillosamente, muy lentamente, enriquecía el
jardín con macizos de rojo espino, aunque la casa tomaba entonces un aspecto más
vulgar. Parecía hallarse aún en construcción, o quizás fuese que se estuviera
haciendo en ella un remozamiento, porque apoyada contra la pared había una
escalera por la que se podía subir al primer piso. Era evidente, además, que habían
cortado unos cuantos arbustos algo más allá, como si se proyectara la construcción
de otra casita adyacente. Mientras contemplaba todo eso al pie de la escalera de
mano, con aire de inequívoca perplejidad, su mirada fue adquiriendo una mayor
capacidad escrutadora. Había un claro contraste entre la casa, la escalera de obra,
el jardín con el pavo real. Era como si tan aristocrática ave y los arbustos hubiesen
estado allí antes de que los obreros instalaran el mortero y los vulgares ladrillos.
La inocencia de Gale a veces podía confundirse con la mayor impudicia. Como
tantos seres humanos, podía obrar mal a sabiendas de que lo hacía y avergonzarse
y arrepentirse de ello poco después. Sin embargo, si no albergaba la intención de
hacer algo mal hecho, era imposible que se le ocurriese pensar que hubiera algo de
lo que arrepentirse. Bajo su punto de vista, entrar en una casa ajena sin permiso
significaba sospecha de robo inminente. Pero la invitación que le hacía aquella
escalera apoyada en la pared de la casa era muy tentadora, ni siquiera podía
considerarse una aventura. Comenzó a trepar como si subiese por la escalera
principal de un gran hotel. Al llegar a los travesaños medianos se detuvo,
frunciendo el ceño. Aceleró y se metió de una vez por todas en la casa, a través de
la ventana.
El salón en el que entró, más que en la penumbra, se hallaba en la oscuridad;
pasaron unos segundos hasta que la luz exterior, reflejada en un espejo ovalado, le
permitiese darse cuenta de los detalles del interior. Todo estaba polvoriento, todo
poseía un aire de fatal abandono; las cortinas de un verde azulado mostraban el
dibujo de un pavo real, como si quisieran reproducir decorativamente lo que se
veía en el jardín, aunque con un fondo de colores muertos. Cuando miró por
segunda vez el espejo vio que el cristal estaba rajado. A pesar de todo aquello,
parecía como si el salón hubiera sido dispuesto para celebrar algo, ya que en el
centro había una mesa preparada para una cena de gala. Con los platos, copas para
99los distintos vinos; los platos diferentes y los jarrones azules que adornaban la
mesa y la chimenea mostraban el dibujo de las mismas flores rojas y blancas del
jardín. La mesa procuraba la impresión, en cualquier caso, de albergar algo
extraño, quizás sólo un aire... Lo primero que se le pasó a Gale por la cabeza fue
que se había producido allí una pelea, durante la cual un salero voló por el aire para
estrellarse contra el cristal del espejo. Luego se fijó en los cuchillos y un
resplandor de comprensión comenzó a iluminarle los ojos un tanto desorbitados
cuando se abrió la puerta y entró un hombre grueso con los cabellos grises.
La aparición de aquel hombre le devolvió el sentido de la realidad, como si lo
recobrara un hombre caído por la borda de un barco al sentir la frialdad de las
aguas. Recordó de golpe dónde estaba y cómo había llegado a aquel salón. Era
propio de Gale que, al percatarse de algo esencial, aunque habitualmente tarde,
viese el momento con gran lucidez y se dispusiera a proceder de la manera más
lógica, sabedor de cuáles podrían ser las consecuencias de no hacerlo. Era difícil
justificar su presencia. Hubiera necesitado de una conferencia, con una larga
introducción poética o filosófica, para explicar por qué había subido por la escalera
de obra, y por qué había entrado antes en el jardín de la casa. Hasta reparó en un
detalle tan sospechoso como que tenía un cuchillo en la mano, de plata, como
todos los demás... Así, tras unos instantes de vacilación, dejó lentamente el
cuchillo sobre la mesa y se quitó el sombrero.
—Bueno —dijo con una ironía acaso poco oportuna—; si yo fuera usted, no
gritaría... Aunque supongo que lo hará usted, y llamará además a la policía...
Aquel hombre, el dueño de la casa, según parecía, se mostró profundamente
anonadado. Sobresaltado, abrió la boca como si fuese a gritar, pero la cerró de
nuevo, como si en realidad no quisiera decir palabra. Era un hombre de gesto
adusto, aunque no del todo vulgar, incluso resultaba bien parecido; tenía, sin
embargo, unos ojos saltones que parecían en perpetua protesta ante todo lo que
veían. Por alguna razón difícil de explicar, sin embargo, no era en los acusadores
ojos de aquel hombre en lo que se fijaba ahora el poeta temeroso de ser tomado por
un ladrón.
Aquella extravagancia por la que su mirada solía detenerse en lo más trivial le
llevaba ahora a contemplar el botón de la pechera del caballero, que no era sino un
ópalo de tamaño más grande de lo habitual en estos casos.
—¿Es usted un ladrón? —preguntó por fin a Gale el dueño de la casa.
—Para poner las cosas en claro —respondió el poeta—, debo decir que no lo soy...
Pero si me pregunta usted qué soy, le diré que no lo sé.
El hombre dio rápidamente la vuelta a la mesa, dirigiéndose a él primero con
intención de tenderle una mano, y luego las dos.
—No, no... Estoy seguro de que es usted un ladrón, pero no me importa —dijo—.
¿Quiere cenar conmigo? —y añadió tras una pausa, en la que respiraba con
ansiedad—: Vamos, acepte mi invitación; vea que tiene un cubierto dispuesto.
Gale echó un vistazo a la mesa, también algo polvorienta, y contó el número de
cubiertos preparados. Eso confirmó sus sospechas de que aquel hombre era un
100excéntrico. Eso le hizo saber por qué llevaba un ópalo en la pechera, por qué estaba
roto el espejo, por qué había sal derramada en la mesa y en el suelo, por qué los
cuchillos de plata estaban dispuestos en cruz sobre la mesa, por qué había espino
rojo en el jardín y en las macetas del alféizar de la ventana por la que había entrado
al salón comedor, por qué el pavo real lo presidía todo como elemento decorativo,
por qué tenía un pavo real vivo en el jardín... Supo Gale, igualmente, que la
escalera de obra no estaba apoyada en la pared de la casa para que cualquiera se
subiese a la ventana, sino para que tuviera que pasar forzosamente bajo ella quien
se dirigiera a la puerta de la casa. Y supo Gale, de paso, que era el invitado número
trece que se sentaría a la mesa.
—Nos servirán en seguida —le dijo el hombre del ópalo en la pechera con gran
afectuosidad—. Aguarde un momento, que voy a buscar al resto de mis invitados,
seguro que le parecen la mejor compañía posible, ya lo verá... No son gente que
guste de las tonterías, de lo trivial; son gente aguda, que no cree en la superstición.
Mi nombre, por cierto, es Crundle, Humphrey Crundle, y soy muy conocido, y
espero que estimado, en el mundo de los negocios. Comprenda que tenía que
presentarme ante usted, antes de presentarle a los demás...
Gale tuvo la vaga sensación de haber fijado más de una vez su mirada por lo
general distraída en este hombre, al que asociaba, de manera no menos vaga, a una
marca de jabones, a unos comprimidos no sabía para qué y a una pluma
estilográfica. No obstante tratarse Gale de un hombre poco ducho en tales
productos, comprendió al poco que el hombre que anunciaba todo eso, aunque
residiera en aquella modesta villa, podía permitirse el lujo de tener un pavo real en
el jardín, y a saber si alguno más picoteando por ahí, y servir cinco clases de vino
en la cena. Pero había más cosas bulléndole en la cabeza; se asomó al balcón con
aire sombrío, o quizás sólo meditabundo, mientras el sol parecía morirse sobre el
césped.
Cuando llegaron los miembros del Club de los Trece, subiendo en tropel la
escalera, parecieron realmente dispuestos a dar cuenta de una buena cena. Parecían
muy animados en general; algunos, incluso, resultaban groseros de tan animados;
los pocos jóvenes que allí se contaban, probablemente funcionarios, o
probablemente empleados de oficina, se mostraban un tanto nerviosos, si no
alterados, como si se dispusieran a hacer algo realmente osado. De entre los
miembros del Club destacaban dos, por su porte excepcionalmente distinguido;
uno era un anciano enjuto, cuyo rostro constituía un laberinto de arrugas en lo alto
de las cuales llevaba una peluca de color castaño. Fue presentado a Gale como sir
Daniel Creed, que en tiempos, por lo que parece, fue un abogado de gran
notoriedad. El otro, que le fue presentado simplemente como Mr. Noel, parecía aún
más interesante; era alto, fuerte, de una edad difícil de calcular, de rostro
inteligente y de ojos no menos valiosos. Tenía unas facciones hermosas, aunque su
corpulencia las distorsionaba; los hoyos de sus sienes y las órbitas de sus ojos
hundidos le daban un aspecto fatigado, como de hallarse sumido en constantes
reflexiones mentalmente agotadoras, lo que contrastaba con su fortaleza física. La
intuición de Gale, tan sutil, le dijo que la apariencia de aquel hombre no era
101engañosa; que el tal Mr. Noel había asistido a muchas cenas como aquélla, y acaso
a cenas más extrañas que aquélla, en las que probablemente buscase algo aún más
extraño. Algo que aún no había encontrado.
Sin embargo, debido a la locuacidad del anfitrión hubo de pasar mucho rato hasta
que los invitados comenzaran a dar muestras de lo que de verdad eran. Mr.
Crundle, como presidente del Club de los Trece, debió de considerar su deber
pronunciar trece docenas de palabras; así, habló por todos durante un buen rato,
agitándose en su silla presidencial de la mesa, muy satisfecho, como quien acaba
de alcanzar al fin la más extravagante intuición de la felicidad. En la alegría
verbosa de aquel comerciante de cabellos grises había algo casi anormal; en
realidad parecía alimentado por una fuerza interior que nada tenía que ver con la
celebración de la cena que presidía. Algunas observaciones, con las que fustigó a
varios de sus invitados, fueron de lo más inconveniente, aunque él mismo las
celebraba a carcajadas. Gale no dejaba de preguntarse qué haría aquel hombre
cuando vaciase las cinco copas de vinos diferentes que tenía ante sí... Tuvo Gale la
suerte de que se mostrara en más de un aspecto, extraños todos, antes de vaciar las
copas.
El anciano Creed no osó tomar la palabra hasta que oyó afirmar al anfitrión que
todas esas cosas que dice la gente, todo eso de la mala suerte, no es más que una
tontería; una imbecilidad. Creed, con su voz aguda y temblorosa, le dio así réplica:
—Mi querido Crundle, en esto me parece que hay que ser más preciso —dijo como
correspondía a un abogado—. Es cierto que algunas supersticiones son tonterías,
pero no lo es menos que no todas son del mismo género tonto. A la luz de lo que
demuestra la investigación histórica, me veo obligado a disentir de una forma,
permítamelo, en cierto modo singular. El origen de algunas supersticiones es
obvio, y el de otras resulta en verdad intrincado... La superstición del viernes y
trece tiene probablemente un argumento de raíz religiosa, ¿pero cuál puede ser el
origen de esa superstición según la cual se cree que las plumas de pavo real traen
mala suerte?
Crundle se rió de nuevo a carcajadas y dijo que seguro que se trataba de una
tontería cualquiera; Gale, que había tomado asiento al lado de Mr. Noel, intervino
entonces en tono divertido.
—Creo poder aportar algo —dijo—. Me parece haber encontrado rastro de ello en
los viejos manuscritos iluminados de los siglos IX y X; hay una ilustración muy
interesante, una ilustración propia de la rigidez bizantina, pero suficientemente
expresiva; en ella se representa a los dos ejércitos celestiales dispuestos a combatir
para hacerse con el cielo... Pero así como san Miguel entrega lanzas a los ángeles
fieles, Satán arma a los ángeles rebeldes con plumas de pavo real.
Noel volvió sus ojos hundidos hacia quien así había hablado.
—Eso que dice es muy interesante, amigo mío —señaló—. ¿Cree usted que se
esconde en ello una alegoría de la antigua creencia teológica acerca de la
perversidad del orgullo?
—En el jardín —terció Crundle entre carcajadas—tienen ustedes un pavo real
102entero... Desplúmenlo, si gustan... Y luego vayan a luchar contra los ángeles...
—No serían armas muy eficaces —dijo Gale muy serio ahora—. Supongo que eso
precisamente, que las plumas de pavo real no son un arma eficaz, fue lo que
quisieron explicar aquellos artistas... A mí, sin embargo, me parece que la alegoría
esconde otra intención; el bando legitimista se arma para una batalla real y aún no
consumada, mientras el bando rebelde no hace sino exhibir sus particulares y muy
llamativas palmas de la victoria, trocadas en plumas de pavo real... Y es imposible
vencer a alguien con una palma de la victoria.
Crundle daba muestras de inquietud y a la vez de curiosidad ante lo que decía
Gale; su alegría fue entonces menos explosiva; sus ojos penetrantes parecían pedir
una respuesta al resto de sus invitados; cerraba y abría la boca, tamborileaba con
los dedos en la mesa. Y estalló nada más concluir Gale su exposición.
—¿Qué quiere decir todo eso? Veo en ustedes, amigos míos, unas caras muy largas
—dijo—. ¿Es que alguien se va a creer toda esa sarta de tonterías?
—Perdóneme usted —dijo el viejo abogado, deseoso de insistir en la lógica de la
historia—; yo he hablado de causas, no de justificaciones; he dicho que la causa de
la leyenda que habla acerca de la mala suerte que traen las plumas de pavo real es
más oscura que la de la leyenda del viernes trece.
—¿Cree usted que el viernes es un día aciago? —preguntó Crundle como si
estuviese acorralado, dirigiéndose a Gale.
—No, a mí me parece un día muy propicio —respondió el poeta—. Todos los
cristianos, y no importa cuáles sean sus supersticiones, creen que el viernes es un
día feliz... De lo contrario no se hubiera ensalzado el Viernes Santo.
—¡Ah, los cristianos! —exclamó Mr. Crundle acalorado, pero fue interrumpido
por la voz de Noel, que también pareció molesto.
—Yo no soy cristiano —dijo Noel con una voz de pedernal—. Sería inútil discutir
ahora sobre si me gustaría o no serio, pero creo que lo que dice Mr. Gale es
perfectamente lógico; una religión como la cristiana tiene que contradecir
forzosamente una superstición como la que aquí se ha expuesto; creo además que
la verdad puede hallarse aún más lejos; si yo creyese en Dios, no lo haría en un
dios que hace que la felicidad dependa de un salero o de una pluma de pavo real.
Eso me lleva a suponer que el Dios de los cristianos no estaba precisamente loco.
Gale asentía con la cabeza, pensativo, y tomó la palabra como si sólo hablara a
Noel en medio del desierto:
—Bajo ese punto de vista —dijo—, tiene usted toda la razón. Pero creo que hay
algo más que decir sobre eso... Como ya lo he expresado, creo que la mayoría de la
gente se toma estas supersticiones a la ligera, quizás más a la ligera incluso que
usted mismo, que no es creyente. .. Y me parece que en nuestro mundo de fortuitas
circunstancias en el que piensan las gentes, un mundo en realidad más próximo a
los duendes que a los ángeles, hablan de unos demonios... digamos de poco fuste...
Después de todo, sin embargo, los cristianos admiten que hay más de un tipo de
ángeles, y admiten así la existencia de los ángeles caídos, en los que creen como
103otros creen, y también muchos de ellos, en el poder de las plumas de pavo real.
Pero de la misma manera que los espíritus menores gastan bromas moviendo
mesitas y haciendo sonar tambores, también pueden hacerlo lanzando saleros y
blandiendo cuchillos. Es una verdad incontestable que nuestras almas no dependen
de un espejo roto, aunque nada le gustaría tanto a un espíritu inferior como
hacernos creer eso; que lo consiga o no dependerá del estado de espíritu con que lo
rompamos; me es muy fácil imaginar que romper un espejo en un cierto estado de
espíritu moral, como, por ejemplo, un estado de espíritu de desprecio e
inhumanidad, puede poner a un hombre en contacto con influencias inferiores.
Puedo imaginar sin esfuerzo que sobre la casa donde se haya realizado este acto se
cierne una nube y que los espíritus del mal se agrupan en ella.
Se hizo un extraño silencio; tuvo Gale la sensación de que aquel silencio se
expandía por el jardín y hasta por las calles próximas. Nadie tomaba la palabra;
sólo un grito estridente del pavo real lo rompió al cabo de un rato.
Fue entonces cuando Humphrey Crundle pareció querer asombrar a sus invitados.
Hasta entonces había permanecido quieto, mirando a Gale con los ojos cada vez
más saltones; pero cuando pareció recobrar la voz habló de manera tan cortante y
acerada, que su tono fue apenas un poco más humano que el del grito del pavo
real... Vacilaba, tartamudeaba, se atropellaba, rabiaba; sólo el final de su discurso
fue inteligible.
—... venir aquí a decir asquerosas tonterías, vacuidades. .. Y beberse mi borgoña
como un marqués... Y hablar así contra... contra lo primero que... ¿Por qué no nos
pellizcan también la nariz, eh? ¿Por qué diablos no nos pellizcan también la nariz?
—¡Bah, bah! —intervino Noel conciliador pero tajante—. Sea usted razonable,
Crundle; hasta donde sé, este caballero está aquí porque lo ha invitado usted
mismo, para que sustituya a otro de nuestros amigos.
—En efecto —dijo el viejo abogado tratando de precisar, como siempre—, Arthur
Bailey envió un telegrama diciendo que no podía venir. Mr. Gale, pues, ha
ocupado su sitio.
—Sí —dijo secamente Crundle—, le pedí que tomase asiento ahí para que ocupara
la silla número trece... Pero considerando cómo llegó hasta aquí, creo que en
realidad sólo le interesa beber buen vino y cenar hasta hartarse.
Noel intervino de nuevo para pedir tranquilidad al anfitrión, pero Gale ya se había
puesto en pie. No parecía contrariado, sino distraído; se dirigió a Noel y a Creed,
como si no reparase en su muy enojado anfitrión.
—Les agradezco mucho, caballeros, su amabilidad conmigo —dijo—, pero me
parece que debo irme... Es cierto que he sido invitado a cenar, pero no a visitar esta
casa... En fin, no puedo evitar llevarme una extraña sensación de todo esto...
Jugueteó por un momento con los cuchillos cruzados sobre la mesa, y mirando al
jardín añadió:
—Debo confesar que no tengo tanta seguridad de que quien debía figurar aquí
como el invitado número trece haya tenido tanta suerte como yo, señores... En
104cualquier caso...
—¿Qué quiere decir usted? —preguntó con inusitada violencia el dueño de la
casa—. ¿Acaso sería capaz de ir diciendo por ahí que no le he dado de cenar bien?
¡Si será capaz de decir que lo he envenenado!
Gale seguía mirando a través de la ventana, y sin mover ni siquiera los músculos
de la cara, dijo:
—Yo en realidad soy el invitado que hace el número catorce... Y no he pasado bajo
la escalera...
Era propio del viejo Creed seguir un argumento lógico sólo de manera literal, por
lo que se le escapó completamente el simbolismo y la metáfora espiritual que se
contenían en las palabras de Gale. El más sutil Noel, sin embargo, le comprendió
perfectamente; por primera vez, el viejo abogado con peluca parecía en verdad un
hombre senil. Guiñó el ojo a Gale y le dijo con ánimo divertido:
—¿De veras observa usted lo de la escalera y otras tonterías semejantes?
—No sé —respondió Gale— si me tomaría la molestia, en algún momento, de
observar esas cosas, pero sí sé que no me tomaría la molestia de infringir las leyes
que establecen esas tonterías... Cuando uno infringe algo así, la verdad es que está
infringiendo otras cosas... Hay cosas que se rompen tan fácilmente como un espejo
—hizo una pausa, ante las atentas miradas de todos, y siguió como si se
excusara—: Ahí están los Diez Mandamientos, ya sabe...
De nuevo se hizo un silencio, si cabe más impresionante que el anterior, durante el
cual observó Noel, sorprendido, que escuchaba con cierta tensión, con una
irracional rigidez, la fea voz de la hermosa ave del jardín. Pero calló su aprensión.
Albergaba la subconsciente e inexplicable sensación de que el pavo real acababa
de ser estrangulado en la oscuridad.
Entonces volvió el poeta, por vez primera, sus ojos hacia Humphrey Crundle.
—Los pavos reales —dijo Gale— pueden no traer la mala suerte, pero simbolizan
el orgullo, el pavoneo. Y así fue, con orgullo, arrogancia y desprecio, como
comenzó usted a pisotear las tradiciones o locuras, tanto da, de gentes humildes; y
así ha llegado usted a pisotear finalmente algo aún más sagrado... Los espejos rotos
pueden no traer la mala suerte, pero los cerebros rotos sí; y se ha vuelto usted loco
a fuerza de pretenderse razonable, a fuerza de querer presentarse ante los demás
como un hombre con un gran sentido común. Pero no es más que un criminal;
probablemente, el criminal más lunático de cuantos podríamos encontrarnos en
nuestros días... El color rojo puede no traer la mala suerte, pero hay algo más rojo
y señalador de una mayor mala suerte, y hay manchas de ello en el alféizar de la
ventana y en los travesaños de la escalera de obra... Yo mismo creí en un principio
que eran pétalos rojos.
Por primera vez el anfitrión estaba absolutamente inmóvil. Algo en su pétrea
inmovilidad pareció animar al resto de los allí reunidos, pues se pusieron en pie al
unísono en medio de un confuso rumor de protestas y de una gran perplejidad que
se mascaba en el ambiente. Únicamente Mr. Noel parecía conservar la cabeza
105sobre los hombros.
—Mr. Gale —dijo con voz firme—, ha dicho usted algo, pero no sé si se ha
excedido o si se ha quedado corto... Para algunos habrá estado usted diciendo una
sarta de tonterías, pero tengo la ligera impresión de que lo que suele usted afirmar
no siempre carece de tanto sentido como pudiera parecer... No obstante, que deje
usted las cosas en este punto, en fin... creo que sería imperdonable, una auténtica
calumnia. Por decirlo con mayor claridad, creo haber entendido que, según usted,
aquí se ha cometido un crimen... ¿A quién acusa? ¿O quizás sugiere que somos
todos culpables? ¿O acaso debemos acusarnos los unos a los otros sin más?
—No lo acuso a usted, por supuesto —dijo Gale—; por el contrario, lo invito a que
investigue y decida si tengo o no razón. Sir Daniel Creed es abogado y puede
prestarle ayuda... Vaya usted y vea atentamente esas manchas a las que he aludido
en los travesaños de la escalera... Encontrará también un rastro semejante en la
hierba, que conduce hasta el recipiente para la basura que hay al fondo del jardín...
Le sugiero, por lo demás, que abra usted dicho recipiente, un cajón suficientemente
grande... Creo que ahí concluirá su investigación.
El viejo Crundle continuaba sentado, sin moverse; parecía un monumento
funerario. Los demás invitados tuvieron la impresión de que sus ojos saltones se le
habían vuelto para mirar a su interior; era como si estuviese concentrado en la
resolución de un enigma que además de cegarlo le aturdía, como si aquella
extravagante escena que se desarrollaba en el salón comedor de su casa no contara
para él... Creed y Noel salieron de allí y se oyeron perfectamente sus pasos en
dirección hacia la planta baja; luego oyeron todos sus voces, ya en el jardín; unas
voces que se alejaron en dirección al cajón de la basura, mientras arriba el anfitrión
seguía inmóvil y en silencio, con el aspecto de un ídolo oriental de piedra con un
ópalo clavado en el pecho. Pero de pronto pareció ensancharse y brillar como si
una lámpara gigantesca acabara de encenderse en su interior. Se puso de pie, alzó
su copa como para iniciar un brindis, pero la bajó con tal fuerza que se rompió; el
vino, al derramarse, dibujó sobre el mantel una roja estrella que parecía de sangre.
—¡Ya lo tengo, estaba en lo cierto! —exclamó con algo parecido a la exultación—.
¿Acaso no lo ven? Aquel hombre no era el número trece, sino el catorce; y este
nuevo amigo hace el quince. Arthur Bailey es el auténtico número trece, aunque no
se halle entre nosotros. .. ¿Pero qué importa? ¿Por qué ha de importarnos? Es el
socio número trece de nuestro club y con eso basta; no puede haber otro número
trece, ¿verdad? Lo demás me trae sin cuidado; ni me importa lo que piensen
ustedes de mí ni lo que hagan... Y repito que todas estas tonterías poéticas que ha
dicho este nuevo invitado no tienen el menor valor ni suponen cosa digna de ser
tenida en cuenta. El hombre que hay en la basura no es el número trece, y reto a
cualquiera a...
Acababan de hacerse presentes de nuevo en el salón Noel y Creed. Tenían una
expresión grave. El dueño de la casa continuaba expresándose con su aterradora y
silente volubilidad de lunático. Cuando en una de éstas se atragantó, abriendo la
boca como para dar mejor cabida al torrente de sus propias palabras, aprovechó
106Noel para decir con una voz que sonó, no ya metálica, sino como el acero:
—Siento tener que decir que estaba usted en lo cierto, Mr. Gale.
—Ha sido lo más horrible que he visto en toda mi vida —dijo el anciano Creed,
desplomándose sobre una silla y llenando de brandy una copa con mano
temblorosa.
—El cuerpo de un pobre infeliz, con la garganta seccionada... Está ahí, en el cajón
de la basura—siguió diciendo Noel con una voz apagada, como sin vida—. Por sus
ropas, bastante anticuadas para un hombre joven, aventuro que es natural de Store-
under-Ham, en Somerset.
—¿Cómo es? —preguntó Gale con mucho interés.
—Un hombre alto y delgado —respondió Noel mirándole con curiosidad—. ¿Por
qué lo pregunta?
—He supuesto que se parecería un poco a mí —dijo el poeta.
Crundle se había vuelto a aplastar en su asiento, tras aquella extraña explosión de
poco antes. No hizo tentativa alguna de huir, ni de explicarse. Continuaba
moviendo los labios como si hablase consigo mismo, como si quisiera exponer a su
propia comprensión de la forma más lúcida que aquel hombre al que había
asesinado no era de ninguna manera el número trece, porque simplemente no tenía
derecho a serlo. Sir Daniel Creed, por otra parte, estaba aturdido e impresionado,
pero fue el primero en romper el silencio expectante que se había producido en el
salón. Levantó su abovedada y ridícula cabeza culminada en peluca y dijo:
—Esa sangre derramada clama justicia. Soy viejo, pero la vengaría incluso en la
persona de mi hermano, si hubiera lugar.
—Voy a telefonear a la policía —dijo Noel pausadamente—. No veo el menor
motivo para no hacerlo.
Su corpulencia y sus facciones parecieron entonces menos pesadas y en sus ojos
hundidos había un resplandor de rabia. Un hombre muy vivaracho, apellidado Bull,
un tipo con pintas de viajante de comercio, pasó a ocupar la escena como si fuese
el presidente de un jurado; era típico en él; era uno de esos hombres que siempre
aguardan a que otros tomen la iniciativa para pasar de inmediato a la acción y
erigirse en el ponente principal.
—No hay ningún motivo de vacilación, no caben aquí los sentimentalismos —
anunció con una voz que parecía el barrito de un elefante—. Se trata de un suceso
muy doloroso, por supuesto; un socio de nuestro club, todo eso... Pero no caben los
sentimentalismos, repito. Un hombre capaz de asesinar tan fríamente merece la
horca. Todos sabemos quién ha sido, no nos caben ya dudas; se lo hemos oído
confesar hace un momento...
—Siempre pensé que era un mal hombre —dijo uno de los funcionarios, con aire
de tener alguna cuenta pendiente que saldar con el anfitrión.
—Sí, creo que debemos proceder con la mayor celeridad —dijo Noel tratando de
insuflarse ánimo—. ¿Dónde está el teléfono?
107Gabriel Gale se acercó al aplastado Crundle y se volvió para enfrentarse al grupo,
que avanzaba hacia él.
—¡Deténganse! —les gritó con energía—. Permítanme que tome la palabra.
—¿Qué ocurre? —preguntó Noel.
—No me gustaría que me tomaran ustedes por jactancioso —comenzó a decir
Gale—, pero, por desgracia, la discusión no puede sino hacer que lo parezca, me
temo... Soy un sentimental, como diría Mr. Bull; soy por naturaleza un sentimental,
caballeros, un simple y menesteroso escritor de cánticos sentimentales. Ustedes,
por el contrario, son gente sensata, racional, fuerte, más o menos bien situada, que
se ríe de las supersticiones; son, en suma, un grupo de caballeros con un sentido
práctico de la vida y con un gran sentido común, por ello... Pero acepten que no ha
sido precisamente su sentido común lo que ha descubierto el crimen cometido. Sin
mí, se hubieran limitado ustedes a cenar y a fumarse tranquilamente un cigarro al
tiempo que saboreaban una copa de grog. Después se hubieran ido a sus casas tan
tranquilos, sin echar un vistazo siquiera desde lejos al cajón de la basura. Han sido
ustedes, además, incapaces de suponer a lo que puede llegar un hombre que se
desliza por la senda del más acerbo racionalismo, del más descarnado
escepticismo. Bien, pues aquí tienen a un pobre desgraciado que así se ha
conducido; ahí tienen a este idiota, ahí, inmóvil en su silla; yo, un sentimental, uno
de los que se pasan la vida en la luna, lo he descubierto... Y seguramente lo he
hecho porque soy sólo un sentimental. Y acaso también porque, aun siendo un
sentimental, quizás algún rayo de la luna me haya tocado, incluso uno de esos
mismos rayos de la luna que han herido para su mal a este hombre. Por eso pude
intuir cuáles eran sus pasos descarriados; y ahora, en mi condición de sentimental
relativamente feliz, permítaseme que diga un par de cosas en defensa de este pobre
hombre.
—¿Llama usted pobre hombre a quien no es más que un asesino? —preguntó
Creed con la voz quebrada por la irritación.
—Sí... Yo he descubierto su crimen, yo lo he acusado como el asesino que es, y
por eso me arrogo también el derecho a defenderlo.
—¿Es capaz de defender a un criminal? —preguntó Bull con no menos irritación
en su voz.
—Algunos criminales —comenzó a decir Gale con mucha calma—, sólo algunos,
son dignos de compasión y defensa... Nuestro amigo es un tipo único de asesino.
La verdad es que no estoy muy seguro de que sea un asesino... Quizás todo fue un
accidente. Quizás se debió todo a una acción mecánica en la que este pobre hombre
actuó como un autómata...
Creed, que pareció recobrar los bríos de cuando ejerció como abogado, quizás
excitado por el caso que tenía ante sí, recuperó el mejor y más profesional tono de
voz, la pausa precisa para llevar a cabo un interrogatorio, y hasta los ojos se le
iluminaron, como ido su cansancio, o como ida su senilidad.
—¿Pretende usted —comenzó a decir a Gale— que Crundle recibió un telegrama
de Bailey, se dio cuenta por ello de que habría un cubierto libre en la mesa, salió a
108la calle, invitó a cenar al primer pobre diablo con que se encontró, lo trajo aquí,
tomó una navaja o cualquier otro elemento punzante, lo degolló, bajó el cadáver
aún caliente por la escalera de obra y lo tiró a la basura, y pretende usted, además,
que todo eso lo hizo de manera accidental, sin premeditación, produciéndose de
forma tan automática como irreflexiva?
—Muy bien dicho, sir Daniel —aplaudió Gale al viejo abogado—, pero permita
que le formule una pregunta igualmente lógica... En su jerga legal, ¿cuál es el
móvil del crimen? Dice usted que no se puede asesinar a un desconocido por
accidente, pero, ¿por qué asesinaría Crundle a un desconocido sin motivo? ¿Cuál
sería el móvil? Matar a ese hombre no sólo no le sería útil para ninguno de sus
negocios o proyectos futuros, sino que podría destruir su hasta ahora exitosa
carrera. ¿Por qué cree usted que hizo de la ausencia del miembro número trece del
club un monumento al crimen más chapucero? El crimen, por lo demás, siempre ha
sido un supuesto contrario al credo, o a la duda demente, o a la negación, como
queramos llamarlo, de que siempre ha hecho gala Crundle.
—Sí, eso es cierto —intervino Noel—. ¿Pero qué significa todo este debate?
—Creo que sólo yo puedo darle una respuesta precisa —dijo Gale—. ¿No se han
dado ustedes cuenta de lo muy llena de extravagancias que está la vida misma?
Con tantas actitudes extravagantes como podemos observar a diario hasta pueden
tomarse fotografías asaz diferentes las unas de las otras... Las nuevas y muy feas
escuelas dedicadas al arte moderno nos lo demuestran constantemente; vemos por
doquier figuras rígidas y contrahechas que se sostienen sobre un solo pie y que
apoyan sus manos sobre los más incongruentes objetos... A eso lo llaman pintura y
escultura modernas... En realidad no es más que la exposición de las extrañas
posiciones. Bueno, puedo comprenderlo porque yo mismo, esta tarde, me he
encontrado en una extraña posición.
»Acababa de subir a esa ventana por mera curiosidad, y estaba de pie al lado de
esta mesa tratando de colocar unos cuchillos en su posición normal, habitual,
convencional... Aún llevaba puesto mi sombrero, pero en cuanto entró Crundle
hice un gesto para destocarme, con el cuchillo en la mano; rápidamente, sin
embargo, enmendé mi gesto y dejé primero el cuchillo sobre la mesa, para
quitarme el sombrero después y presentar mis respetos al hombre que me había
sorprendido en su casa... Bueno, supongo que todos ustedes habrán tenido alguna
experiencia inconveniente con sus gestos instintivos. Crundle, al verme de súbito,
inesperadamente, y antes de acercarse a mí, se estremeció como si fuera yo el
mismísimo Dios Todopoderoso, o como si fuera el verdugo que venía ya a
buscarlo a su propia casa para ejecutar cuanto antes la sentencia por su crimen.
Creo saber por qué se estremeció de espanto como lo hizo. También yo soy alto y
delgado, también yo tengo unos cabellos que a veces parecen de estropajo; y me
hallaba contra la luz de la ventana, en la misma situación en la que había estado
antes la víctima. Creo que Crundle tuvo la impresión de que el cadáver de su
víctima acababa de salir del cajón de la basura y trepado por la escalera. Mi gesto
de irresolución con el cuchillo a medio levantar en dirección a mi sombrero fue lo
que me hizo atisbar qué había pasado realmente.
109«Cuando ese pobre diablo de Somerset entró en este salón comedor, a buen seguro
se sorprendió como ninguno de nosotros lo haría. Venía de un lugar apartado; era
uno de esos hombres del campo que creen en los presagios. Acababa de coger uno
de los cuchillos para ponerlo recto, cuando su mirada vio además que había sal
derramada sobre el mantel. Quizás pensó que él mismo la había derramado al tratar
de poner el cuchillo en su posición habitual. Pero en ese preciso instante, crucial
para el pobre diablo pueblerino, Crundle entró en el salón, haciendo con ello que
aumentara la confusión, si no la turbación, de su invitado, y obligando con ello a
que éste acelerase su gesto de hacer a la vez las dos cosas que su superstición le
pedía. El pobre hombre, con el mango del cuchillo aún en la mano, tomó un poco
de sal y trató de echarla hacia atrás, por encima de su hombro. Pero el fanático
victimario, veloz como un rayo, saltó como una pantera sobre el pueblerino y le
agarró la muñeca que tenía en alto.
»Fue un momento en el que todo el universo que sostiene a Crundle se tambaleó...
Ustedes hablan de superstición, sin tener en cuenta que toda esta casa está llena de
sortilegios. ¿No saben ustedes de los hechizos mágicos, de los rituales que hay
aquí, sólo que dispuestos en sentido contrario al que de común se les otorga, igual
que las brujas dicen al revés la Oración del Señor? ¿Son ustedes capaces de
imaginar la reacción de una bruja si dos palabras de esa oración les salieran
causalmente por orden? Crundle se dio cuenta de que el pueblerino contravenía
con su acción todos los sortilegios de magia negra en los que creía. Si el pobre
infeliz conseguía arrojar la sal por encima de su hombro, su obra podría quedar
invalidada, contrarrestada... Con toda su fuerza, la que pidió a los infiernos, agarró
aquella mano que sostenía el cuchillo, sin otra intención, en verdad, que la de
impedir que ese incauto pueblerino echara la sal por encima de su hombro.
»Sólo Dios sabe si fue un accidente, y no lo digo por decir; sólo soy un hombre,
como Crundle, y jamás llevaré a un hombre al patíbulo, si puedo evitarlo, por un
acto que quizás haya sido automático, por un acto accidental que incluso, habida
cuenta de las creencias de Crundle, podría tomarse por un acto de defensa propia.
Fue una lucha entre dos formas de superstición, que acabó trágicamente, como
consecuencia de algún movimiento brusco inducido por la obsesión, por la
necesidad de Crundle de evitar que triunfase sobre la suya la superstición del
pueblerino de Somerset.
Crundle, aplastado en su silla, ya no concitaba la atención de nadie,
paradójicamente; era como un elemento más del mobiliario del salón. Noel, sin
embargo, se dio cuenta de ello, se volvió hacia él tras meditar profundamente en lo
expuesto por Gale, y fría y pacientemente, como si se dirigiese a un niño díscolo,
le preguntó:
—¿Todo eso es cierto?
Crundle logró ponerse de pie de un salto, con los labios temblorosos, con boqueras
de saliva en las comisuras.
—Lo que me gustaría saber... —comenzó a decir con la voz fuerte, pero las
palabras se le secaron en la garganta de inmediato, y tras tambalearse cayó de
110bruces sobre la mesa, entre los trozos de cristal de la copa rota y el vino antes
derramado.
—Quizás más que a la policía debamos llamar ahora a un médico —dijo Noel.
—Para lo que se puede hacer ya por él, mejor que vengan dos médicos —dijo Gale
dirigiéndose a la ventana por la que había entrado.
Noel fue con Gale hasta la puerta del jardín, pasando ambos junto al pavo real. El
césped, bajo el brillo de la luna, parecía tan azul como el propio pavo. Una vez
estuvo el poeta del otro lado de la puerta, se dirigió a quien lo había acompañado:
—Es usted Norman Noel, el gran viajero, supongo... Si es así, me interesa usted
mucho más que ese monomaníaco, por lo que me gustaría hacerle una pregunta.
Perdone si hago alguna suposición inconveniente sobre usted, pero es una mala
costumbre que tengo y no puedo evitar... Ha estudiado usted supersticiones por
todo el mundo, y ha visto cosas comparadas con las cuales toda esta tontería de la
sal derramada y el cuchillo no es más que un juego de niños y de viejas
solteronas... Ha hollado usted sombrías selvas en las cuales el vampiro parece más
grande y poderoso que el dragón, y montañas en las que según dicen moran los
licántropos; ha estado usted, en fin, allá donde los hombres dicen que en el rostro
de la esposa o del amigo pueden ver la expresión de un animal sanguinario, y ha
conocido a gente que tiene supersticiones verdaderas, negras, enormes, terribles,
por las que se rigen sus días... Quiero hacerle una pregunta acerca de todo eso...
—Por lo visto sabe usted varias cosas sobre la superstición —le interrumpió
Noel—, pero contestaré con mucho gusto las preguntas que me haga.
—¿Esa gente es más feliz que usted? —preguntó al fin Gale, y tras una pausa
prosiguió—: ¿No cantan más canciones, no bailan más danzas y no beben más
vino que usted, y con mayor y más sincera alegría? ¿Verdad que sí lo hacen? Es así
porque creen en el mal. En los hechizos temibles, en la mala suerte, en el mal de
ojo, cosas que representan bajo la más estúpida simbología, no obstante muy
eficaz... Pero se trata de supuestos contra los que hay que luchar; esa gente, al
menos, ve las cosas en blanco y negro; esa gente ve la vida, en suma, como el
campo de batalla que en realidad es... Sin embargo, usted es desgraciado porque no
cree en el mal y le parece una filosofía razonable contemplarlo todo bajo el mismo
tono grisáceo... Se lo digo a las claras porque sé que usted, esta noche, ha
despertado a la realidad. Ha visto usted al fin algo merecedor de odio y se ha
sentido feliz por ello. Un simple asesinato, sin más, un asesinato cometido bajo el
influjo de cualquier móvil comprensible, no lo hubiera conmovido a usted, no le
hubiera hecho vibrar los nervios... Comprendo sus emociones, amigo mío; ha visto
usted algo vergonzoso e infame hasta lo indecible en la muerte de ese pobre
pueblerino.
Noel asintió con la cabeza.
—Creo que ha sido la forma de los faldones de su chaqueta, de tan pueblerina, lo
que más me ha hecho reflexionar después de ver ese cadáver —dijo.
111—Estoy seguro —respondió Gale—. Bien, pues he ahí el camino hacia la
realidad... Buenas noches.
Y siguió andando por aquella carretera apartada que bajo la luz de la luna adquiría
un tono herboso. Pero no vio Gale más pavos reales. Puede darse por cierto que
seguramente no tenía el menor interés por verlos.
112VII
LA JOYA PÚRPURA
Gabriel Gale era pintor y poeta; y la última persona a la que se le hubiera ocurrido
actuar, ni siquiera en privado y de manera intrascendente, como detective. Pero
había resuelto varios casos intrincados, realmente misteriosos, aunque cabría
hablar de casos misteriosos y atractivos para un místico, más que para un policía,
precisamente por el misterio en que aparecían envueltos. No obstante, en alguna
ocasión se había visto obligado a bajar de las nubes de su misticismo para pisar la
atmósfera más asfixiante del crimen. Así, alguna vez tuvo que probar que un
aparente suicidio no había sido más que un crimen; otras, que un aparente
asesinato había sido un suicidio; y en la mayor parte de las ocasiones hubo de
vérselas con supuestos más leves, como falsificaciones o estafas. Por lo general,
sin embargo, llegaba a la resolución de dichos casos gracias a una serie de
coincidencias difíciles de explicar; algo relacionado más que con la lógica
deductiva con su imaginativo interés por los extraños motivos que mueven a los
hombres, y por las a veces aún más extrañas actitudes que demuestran en acciones
que les hacen cruzar la raya fronteriza de la legalidad. A menudo conseguía
demostrar Gale, así, que los móviles de los ladrones y de los asesinos son
perfectamente cuerdos e incluso convencionales.
—Yo no valgo para hacer un trabajo tan delicado —solía decir—. La policía
podría hacerme parecer, sin el menor esfuerzo, como un imbécil; bastaría ponerme
ante un caso de inspiración práctica o utilitarista, como esos que se narran en las
novelas de detectives. ¿De qué sirve que mida las huellas dejadas por unos pies
para demostrar que uno u otro anduvo por allí? Pero si se me muestran las huellas
de unas manos en el suelo, puedo decir que se trata de alguien que camina cabeza
abajo, y también por qué lo hace. ¿Que cómo lo sé? Es muy fácil. Ocurre,
simplemente, que estoy loco. Y porque lo estoy, también yo camino así de vez en
cuando.
Esa capacidad para comprender a los chiflados fue lo que, probablemente, le llevó
a desentrañar el desconcertante y misterioso caso de la desaparición de Phineas
Salt, el famoso dramaturgo. Quizás quienes estuvieron relacionados con el caso
hicieron bien en ponerlo en manos de un poeta, pues poeta era el desaparecido,
como quien pone en manos de un ladrón experto la resolución de un caso de robo.
Además, el caso parecía encerrar, según todos los indicios, los poéticos móviles
que sólo podría tener un poeta, y hasta los partidarios de las actuaciones policiales
más prácticas y ortodoxas convinieron en la necesidad de que interviniese un
poeta, por hallarse más próximo a la comprensión de ciertos móviles que el más
experto detective.
Phineas Salt era un hombre de vida privada que en realidad lo era pública, como la
de Byron o D'Annunzio. Era, por otra parte, un hombre excepcional. Quizás más
113excepcional que respetable. Había mucho que admirar en él, sin embargo, aunque
mucha gente le admiraba precisamente lo menos admirable. Los pesimistas lo
tenían por el mayor de los pesimistas, consideración por la que su caso, en un
principio, se tuvo por suicidio. Los optimistas, por su parte, sostenían casi con
obstinación que era el mayor de los optimistas, el Verdadero Optimista (signifique
este supuesto lo que sea), por lo que, en su acérrima pero consecuente tendencia al
optimismo, defendían la tesis de que Salt había sido asesinado.
Su obra parecía a los ojos de Europa de un romanticismo tan exaltado que pocos
eran los que mantenían la calma necesaria para reflexionar sobre lo ocurrido, o los
que hacían acopio del valor necesario, en aquel ambiente, para insinuar que nada
hay en la naturaleza, ni principio alguno formulado, que impidiera a un poeta
caerse a un pozo, por ejemplo, o sufrir un calambre mientras nadaba. Tanto sus
admiradores como los que ejercían profesionalmente el periodismo preferían
ofrecer más sublimes soluciones al enigma.
Phineas Salt no tenía más familia, desde un punto de vista legal, que un hermano,
pequeño comerciante en las Midlands. Sin embargo, eran muchas las personas con
las que el poeta había mantenido una estrecha relación espiritual y comercial. Por
ejemplo, había un editor, cuyas emociones ante la noticia de la desaparición del
poeta fueron una mezcla de dolor, ante la evidencia de que ya no podría contar más
con su obra, y de esperanza al comprobar que la gran relevancia del caso iba
aumentando las ventas de la ya publicada. Este editor era un hombre de mucha
notoriedad y relevancia social, al menos según se conciben en nuestros días la
notoriedad y la relevancia social. Sir Walter Drummond, que así se llamaba, era
dueño de una casa editora reputada; y él, en sí mismo, era un digno representante
de cierta clase de prósperos escoceses que contradicen la común leyenda sobre
éstos añadiendo a sus buenas artes para el comercio una radiante bonhomía.
Otro de los afectados por la desaparición del poeta fue cierto empresario teatral que
ya se disponía a llevar a la escena la tragedia poética sobre Alejandro y los persas
firmada por Phineas Salt. Era este empresario un judío muy vinculado a lo artístico
pero capaz de amoldarse a lo que fuese, llamado Isidore Marx; un hombre que se
balanceaba igualmente entre las ventajas y los inconvenientes del inevitable
silencio que seguiría, tras el estreno, a los gritos que pidieran la presencia del autor.
Y también dejó el poeta en el más absoluto de los vacíos, con su desaparición, a
una actriz más que detestable y de pésimo carácter que debía conquistar nuevos
laureles en su interpretación de la Princesa persa; una mujer, por otra parte, a la
que se asociaba el nombre del autor, y no sólo en las tablas. Y dejó igualmente
Phineas Salt una buena cantidad de amistades literarias; entre éstas había algunos
que eran en verdad literatos, pero se puede decir que, en realidad, ninguno era su
amigo. La carrera de Phineas Salt había sido tan sorprendente, sin embargo, por
parecida a un drama sensacionalista, que no resultó menos sorprendente ver lo
poco que sabía la gente del autor cuando todos sin excepción comenzaron a hacer
conjeturas a propósito de su suerte o de su simple paradero. En resumen, que la
falta de indicios hacía que las circunstancias de su desaparición parecieran tan
sensacionales y revolucionarias como lo había sido su aparición en cualquiera de
114aquellos foros.
Gabriel Gale, que participaba de esos mismos ambiente literarios, conocía bien
todo lo relacionado con Phineas Salt; además había tenido tratos de carácter
editorial con sir Walter Drummond y otros de carácter escénico con Isidore Marx.
Por lo demás, había evitado cuidadosamente que se le relacionara con Miss Hertha
Hathaway, la afamada y detestable actriz intérprete de Shakespeare, pero la
conocía bien porque frecuentaba un mundo en el que es fácil conocer a todo el
mundo. No obstante hallarse tan próximo a los bulliciosos ambientes en los que se
pavoneaba Phineas Salt, Gabriel Gale no pudo por menos que experimentar una
irónica sensación cuando supo de la mucho más pedestre intimidad del poeta.
Su relación con este caso fue debida, no al conocimiento que de esos ambientes
literarios y artísticos tenía, sino a la casualidad de que su amigo, el doctor Garth,
fuese el médico de cabecera de Salt. Y no pudo evitar sentir regocijo y ganas de
reír cuando asistió a una especie de consejo de familia y vio cuán insignificante e
incluso grotesco era el abogado que presidía aquella sesión. No le quedó más
remedio que decirse que en el fondo es natural que los asuntos privados de cada
uno sean privados, y que hubiera sido absurdo suponer que un poeta de exaltado
romanticismo tuviera que poner sus asuntos en manos de un abogado igualmente
romántico y exaltado, o acudir a la consulta de un dentista sólo si era éste también
romántico y exaltado. En definitiva, el doctor Garth, aun joven pero vestido de
negro riguroso, cual lo exigía la respetabilidad de su profesión, parecía un médico,
como el abogado parecía también un abogado. Era un hombrecillo de rostro
cuadrado y cabello plateado, apellidado Gunter; parecía imposible que sus bien
ordenados expedientes y sus cajas de caudales contuviesen documentos
relacionados con un caso como el de la escandalosa desaparición de Phineas Salt.
Joseph Salt, el hermano de Phineas, que acababa de llegar de sus lares
provincianos, era eso, un provinciano; parecía imposible que aquel modesto y
apocado comerciante, con el cabello del color de la arena y su pobre indumentaria,
fuese el último exponente vivo de un apellido tan glorioso. Completaba el grupo
quien había sido durante muchos años secretario de Phineas Salt, un tipo
desconcertantemente secretarial por no decir servil; a muchos hubiera parecido
imposible que alguien así ejerciera como hombre de confianza de un ser de
romanticismo tan exaltado como lo fue Phineas Salt. Gale, al observarlo, tuvo que
admitir que incluso los poetas pueden volverse locos en situaciones en las cuales
mucha gente relacionada con ellos permanece cuerda. Pensó, llevado de sus
reflexiones, que Byron necesitó de un mayordomo, que por lo demás fue un buen
mayordomo, a pesar de sus ínfulas artísticas 10 ; y cruzó su mente, de igual manera,
el disparatado pensamiento de que probablemente Shelley hubo de visitar alguna
vez la consulta de un dentista, que sería uno más, un dentista como los demás
dentistas.
Sin embargo, no perdió el sentido del contraste al entrar con los otros en aquella
íntima cámara, ni le tembló el pulso al saberse en la necesidad de adoptar en breve
10
Chesterton se refiere, no sin cierta crueldad, a John William Polidori (al que Byron basureaba llamándolo
doctorcito Polli-Polli), mayordomo, secretario y médico de Byron, además de autor de The Vampyre. (N. del T.)
115responsabilidades inapelables, de carácter terriblemente práctico, por mucho que
ese sentido del contraste le hiciera sentir ridículo en algún momento de la reunión.
No se consideraba capaz como consejero legal, ni creía poder ofrecer soluciones
prácticas al asunto del que trataban, habida cuenta de que, para intentarlo al menos,
habría de tratar en profundidad con el abogado y con el secretario de Phineas Salt.
El doctor Garth le había rogado que lo acompañase, y allí estaba, en silencio,
mirando a Garth. Gunter, el abogado, exponía así la situación:
—Según nos ha referido Mr. Hatt —dijo el abogado dirigiendo una mirada al
secretario—, vio por última vez a Mr. Phineas Salt en su casa, dos horas antes del
almuerzo, el viernes pasado... Hasta hace apenas una hora, hubiera supuesto que
esta entrevista, al parecer muy breve por lo que nos ha dicho Mr. Hatt, supuso la
última ocasión en la que el desaparecido vio a alguien, pero cierta persona
totalmente desconocida para mí me ha confiado que estuvo con Mr. Salt seis o
siete horas después de que éste hablara con Mr. Hatt, y además en su propia casa...
Esa persona me ha prometido acudir ante nosotros, en cuanto le sea posible, para
dar cuenta de los pormenores de aquel encuentro. En fin, caballeros, si
consideramos dignas de crédito las palabras de mi comunicante, podremos seguir
al menos el curso de las cosas de lo sucedido, a través del cual acaso hallemos
algún indicio acerca de la suerte, o el mero paradero, de Mr. Salt. No creo que
podamos hacer más, salvo esperar que llegue esa persona.
—Creo que ya está aquí —dijo el doctor Garth—; he oído que abren la puerta, y
oigo ahora mismo que unos pasos suben la empinada escalera que conduce a este
recinto donde mora la legalidad, en el que nos encontramos.
La reunión se celebraba en el despacho del abogado, en el Lincolns Inn.
En efecto, apenas unos segundos después se hacía presente un hombre delgado. Se
deslizó, más que entrar, en el despacho. El recién llegado tenía un aspecto discreto,
era un hombre de maneras suaves y vestía un traje gris ajado y con muchos brillos,
de tan resobado, pero que conservaba todavía un destello último de elegancia. El
otro único detalle digno de mención en aquel hombre era que no sólo tenía el
cabello muy largo y negro, partido por la raya al medio, sino que su rostro del
color de las olivas aparecía enmarcado por una fina barba negra bien cuidada. Dejó
sobre una silla su sombrero negro, de alas anchas y con poco apresto, de copa muy
baja, que evocaba los cafés y la iluminación de las calles de París.
—Me llamo James Florence —dijo en un tono de voz que revelaba su distinción—.
Yo era muy amigo de Phineas Salt y en nuestros mejores días viajamos juntos por
Europa... Creo, en fin, que hicimos juntos su último viaje.
—Su último viaje —intervino el abogado mirándole con fijeza y con el ceño
fruncido—. ¿Quiere usted decir que Mr. Salt está muerto, o asegura eso para poner
un tono melodramático a esta reunión?
—Creo que... o Mr. Salt está muerto... o algo aún más sensacional, más increíble...
—respondió Mr. James Florence.
—¿Qué significa eso? —preguntó el abocado, incómodo—. ¿De veras cree que
podría darse una noticia más sensacional que la de su muerte?
116El hombrecillo lo miró fijamente, con expresión grave, y respondió con tono bajo y
voz pausada:
—No, no puedo imaginar nada más sensacional.
Pero como vio en el abogado un gesto de impaciencia o de hartazgo, como si
creyera que le estaba haciendo víctima de una broma macabra, el extraño añadió en
el mismo tono de antes:
—Aún trato de imaginarlo...
—Bien —cortó Gunter—, quizás sea mejor que nos cuente usted su historia, a ver
si así logramos llevar esta reunión por los cauces debidos, aquellos para la que ha
sido convocada.... Como bien sabe, soy el consejero legal de Mr. Salt; este
caballero aquí presente es su hermano, Mr. Joseph Salt, también mi cliente; y este
otro caballero es el doctor Garth, médico de cabecera de Mr. Phineas Salt... Y este
señor es Mr. Gabriel Gale.
El recién llegado fue haciendo inclinaciones de cabeza a medida que el otro le
presentaba a los allí reunidos. Después, con pausa, pero con soltura y confianza,
acercó una silla al grupo y tomó asiento entre sus componentes.
—Fui a casa de mi amigo Phineas el viernes pasado, cerca de las cinco de la
tarde... Creo haber visto salir a este caballero de la casa justo cuando llegaba yo.
Miró al secretario, Mr. Hatt, hombre de rostro duro y mirada reticente, que a fuer
de pretenderse discreto ocultaba su nombre americano, Hiram; pero no podía
ocultar del todo su agudeza americana, concentrada en la reticencia de sus ojos,
como no podía ocultar ni sus gafas ni su mentón prominente. Mr. Hatt miró a Mr.
Florence sin que se le alterase un solo músculo de su cara de palo, y siguió en
silencio, como acostumbraba.
—Cuando entré en la casa vi a Phineas en un estado de gran excitación y violencia,
como nunca lo había visto. Parecía como si alguien se hubiera entretenido en
destrozar el mobiliario; habían derribado una estatuilla de su pedestal; habían roto
en mil pedazos un caro jarrón lleno de lirios... Phineas iba de un lado a otro como
un león en su jaula, con la cabellera encrespada y la barba que parecía arder...
Pensé en un principio que se trataba de una de sus poses artísticas, de una de sus
transfiguraciones, de una intención poética... Pero de inmediato me dijo que había
tenido una conversación con una dama, Miss Hertha Hathaway, que acababa de
irse.
—Perdone —intervino el abogado—; parece que Mr. Hatt acababa de irse también,
por lo que nos ha dicho usted —y dirigiéndose a Mr. Hatt—: No recuerdo haberle
oído contar nada de esa dama, Mr. Hatt...
—Hay reglas de elemental prudencia —dijo el inmutable Hiram—; tampoco me
han preguntado ustedes por ella... Me limité a irme una vez finalizado mi trabajo.
—Pero puede tratarse de algo importante —dijo Gunter como si meditase—. Si
Mr. Salt y la actriz se arrojaron jarrones y estatuillas a la cabeza, me parece que no
sería aventurado suponer que había entre ellos alguna divergencia, algún contraste
de opiniones...
117—Hubo más —dijo Florence con gran resolución—. Phineas me confesó que
estaba harto de todo aquello, y por lo que creí comprender, de todo en general...
Estaba furioso. Creo que ya había bebido un poco; pero se dio media vuelta y
extrajo de un mueble una polvorienta botella de absenta, diciendo que debíamos
beber a nuestra salud y en recuerdo de los felices días de París... Dijo también que
sería la última vez, o el último día, o la última ocasión, algo así, en que pudiéramos
hacerlo... Yo, caballeros, llevaba mucho tiempo sin beber un trago de absenta, pero
conozco esa bebida lo suficiente como para saber que no puede tomarse como si
fuera vino o brandy; es una bebida que puede abocar a un hombre a la locura, de
tan extraordinariamente como procura las visiones; es una bebida que otorga, en
cierto modo, una claridad como la del hachís... No obstante, bebí con él... Bien, el
caso fue que Phineas salió de la casa, poco después, como un huracán; sacó su
automóvil, lo arrancó sin problemas, con esa lucidez veloz que da la absenta... Pero
es una lucidez tóxica... Phineas fue aumentando paulatinamente la velocidad del
auto hacia Old Kent Road; llegamos así al campo, en dirección sudeste. Yo iba, en
realidad, arrastrado por él, poseído de no sé qué hipnótico poder, preso de una
animación que sólo después pude asociar a la absenta. A pesar de eso me sentía
inquieto, asustado mientras vagábamos por aquellas carreteras y caminos mientras
se hacía la oscuridad. Varias veces estuvimos a punto de estrellarnos con el coche;
pero no creo que Phineas tuviera la intención de morir en un vulgar accidente de
automóvil; no dejaba de proclamar enfáticamente que quería llegar a los más altos
e inaccesibles lugares del mundo, y si eran éstos peligrosos, mejor; eso sí, dijo
también que desde alguna de esas alturas, una cima, una torre, un pico, un
precipicio, o bien remontaría el vuelo como las águilas, o bien caería a peso, como
una piedra. Todo aquello sonaba un poco grotesco, tanto más porque recorríamos
una de las regiones más llanas de Inglaterra, en la que es imposible encontrar
alguna altura como esas con las que soñaba Salt con tanto entusiasmo. No sé
cuántas horas después le oí gritar algo distinto, una expresión de júbilo; y sobre la
última franja gris del cielo y la tierra llana que se extendía hacia el este vi las torres
de Canterbury.
—Me pregunto —dijo Gabriel Gale como quien se despereza tras un sueño—,
cómo derribarían esa estatuilla... Si alguien la tiró por las buenas, seguro que fue la
mujer... No creo que Mr. Salt hubiese sido capaz de hacer algo así, ni siquiera
borracho.
Volvió la cabeza lentamente, mirando casi sin expresión a la igualmente
inexpresiva cara de Mr. Hatt. Pero nada más dijo. Tras un corto y espeso silencio,
Florence siguió su relato:
—No sé si tomó aquel último camino, y la pequeña carretera que lo seguía, a fin de
llegar a la catedral, o si fue una simple coincidencia; lo que sí me parece es que en
esa región nada había que pudiera atraerlo tanto, dado su estado en aquellos
momentos, y sobre todo, tras haberle oído hablar de las alturas. Fue divisar las altas
torres de Canterbury y comenzó de nuevo con sus enloquecidas parábolas; hablaba
de trepar hasta las gárgolas y cabalgarlas como si fueran caballos diabólicos, o de
cazarlas como si fuesen perros infernales amenazantes en los vientos del cielo. Era
118tarde cuando llegamos a la catedral; a pesar de alzarse en medio de la ciudad, como
saben, y de levantarse desde un hoyo mucho más profundo que cualquiera desde
los que se alzan otras catedrales, no parecía haber vida, todas las casas
circunvecinas estaban cerradas y silenciosas. Nos metimos entonces en los
soportales de un edificio anejo que tenía aspecto de albergar una comunidad de
clausura; todo parecía oculto en las sombras que arrojaba la catedral, pero percibí
en Salt un resplandor formidable, una especie de aura sobre su alborotado cabello,
que me sugirió un fuego escarlata y siniestro. No puedo decir que su aspecto, así
visto, tuviese algo de sagrado; recuerdo todo esto muy vivamente porque de
repente se puso a entonar alabanzas a la luz de la luna, y en especial al efecto que
hacían sus rayos al filtrarse por los vitrales, remedando así los versos de Keats.
Manifestó con furia su deseo de entrar en la catedral y admirar sus vitrales, jurando
a voz en grito que era lo único, digamos religioso, que le gustaría hacer, y que de
conseguirlo sería lo único religioso que había hecho en toda su vida. Pero cuando
comprobó que no había acceso posible a la catedral, pues todas sus puertas estaban
cerradas, tuvo una reacción violenta, de mucha rabia y desprecio, que lo llevó a
proferir insultos contra el deán, el capítulo y cuantos se le venían a la mente. Hubo
en su delirio una cierta reminiscencia histórica. Tomó una piedra y comenzó a
golpear con ella la puerta principal, gritando: «¡Somos los hombres del rey!
¿Dónde está el traidor? ¡Hemos venido a matar al arzobispo!» Y se reía
enloquecido, añadiendo después: «No deja de ser gracioso que quisieran matar al
doctor Randall Davidson, pues el que sí merecía la muerte era Becket 11 ... ¡Había
vivido! Había sabido sacar el mejor provecho de ambos mundos, en un sentido más
amplio del que suele atribuirse a este concepto. No los había vivido a la vez, ni
mucho menos mansamente, como hacen los snobs... Vivió los dos mundos de uno
en uno, alternativamente, en toda su amplitud, hasta los límites de cada uno de
ellos. Vestía de rojo y oro y se tocaba con laurel, venciendo así a innumerables
caballeros en las justas; y de repente se hizo santo, dio a los pobres todos sus
bienes y riquezas, se entregó al ayuno y murió como un mártir... ¡Sí, señor, eso es
vida! ¡Así es como se vive bien una doble vida! No me extraña que su tumba haga
milagros».
«Entonces —prosiguió Florence— arrojó la piedra lejos de sí y de golpe toda
aquella evocación jocosa anterior pareció dejarlo sumido en el abatimiento y en la
melancolía, petrificado como una de esas grandes cabezas de piedra esculpidas
sobre las puertas de las catedrales góticas. "Esta noche he de hacer un milagro —
me dijo muy serio—, en cuanto me haya muerto".
»Claro está, le pregunté a qué se refería. Pero no me respondió una palabra. Un
poco después, sin embargo, comenzó a hablarme suavemente, dándome las gracias
por hacerle compañía, añadiendo que había llegado el momento de que nos
separásemos pues le había llegado su hora... Y cuando le pregunté qué hora, y
adonde pretendía dirigirse, se limitó a señalar con el dedo hacia arriba, pero no me
11
Thomas Becket (1117-1164), o santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury y gran canciller de Inglaterra con
el rey Enrique II, asesinado al pie del altar por negarse a aceptar las Constituciones de Clarendon (1164), por las
cuales se quitaban a la Iglesia católica algunas de sus más antiguas prerrogativas. (N. del T.)
119quedó claro si quería decir metafóricamente que subiría al cielo o si pretendía
escalar una de aquellas altas torres. En cualquier caso, la única escalera de acceso a
las torres, como saben, es interior, y no imaginaba cómo podría subir, estando
cerrada la catedral, a la torre más alta. Se lo dije y me respondió: "No se preocupe,
que ascenderé... Me subirán... Pero mi tumba, lamentablemente, no hará milagros.
Jamás podrá hallarse mi cuerpo".
«Entonces, antes de que pudiera yo hacer algo, dio un salto, se agarró a una piedra
saliente y un segundo después estaba a horcajadas sobre la misma. Vi que se ponía
de pie, aún sin poder reaccionar yo, comenzaba a escalar y poco después se me
perdía de la vista, amparado en las sombras que arrojaba la torre principal. Sólo oía
su voz, cada más lejana, diciendo: "¡Ascenderé, claro que ascenderé!" Luego
imperó el mayor de los silencios. No puedo afirmar, sin embargo, que no volviese
a bajar.
—¿Quiere usted decir que no lo ha vuelto a ver desde ese momento? —preguntó
Gunter con mucha gravedad.
—Lo que quiero decir —respondió Florence con gravedad no menor— es que
dudo de que alguien lo haya vuelto a ver desde entonces.
—¿No hizo usted alguna averiguación posterior en el lugar? —volvió a preguntar
el abogado.
Florence se echó a reír tristemente.
—La verdad es que sí —respondió—; llamé a las casas vecinas y hasta acudí a la
policía, pero nadie me hizo caso, todos se reían de lo que les contaba, que fue lo
que acabo de referirles a ustedes. Me decían que seguramente había bebido más de
la cuenta, lo cual, por lo demás, era cierto; supongo que imaginaban que mi visión
en aquellos momentos era doble y que me sentía perseguido por mi propia sombra,
cualquier cosa... Pero ahora que se ha producido el escándalo y los periódicos
vienen repletos de noticias acerca de la desaparición de Salt, supongo que nadie
más me tomará por un borracho. .. Cansado, tomé al fin el tren y regresé a Londres.
—¿Y el automóvil de Salt? —preguntó el doctor Garth tajante.
El rostro de Florence mostró una evidente consternación.
—¡Es cierto, el automóvil! —exclamó echándose las manos a la cabeza—. Me
había olvidado por completo del coche... Salt lo dejó entre dos casas, cerca de la
catedral.
Gunter se levantó para dirigirse a una sala contigua, desde donde telefoneó sin que
pudiera oírse bien lo que hablaba. Volvió justo cuando Mr. Florence recogía su
sombrero, y rehecho, con su natural desenvoltura de siempre, anunció que se
marchaba porque nada más tenía que añadir. Gunter lo vio alejarse con una
expresión de interés en el rostro, como si dudase de la veracidad de lo que aquel
hombrecillo les había contado. Luego se volvió a los demás y dijo:
—Un tipo curioso, señores... Un tipo realmente curioso. Pero hay otra cosa no
menos curiosa, que debo comunicarles; algo que quizás esté relacionado con él. O
quizás no...
120Pareció reparar entonces por primera vez en la presencia de Mr. Joseph Salt.
—¿Podría decirnos usted, Mr. Salt, en qué situación económica se encontraba su
hermano? —preguntó el abogado al más allegado a Phineas Salt de cuantos allí
estaban.
—No —respondió el provinciano como si aquella pregunta le produjese
repulsión—. Como podrán comprender, estoy aquí para hacer cuanto pueda por el
buen nombre de mi familia. Como podrán comprender, igualmente, Phineas y yo
nunca hemos tenido muchas cosas en común; es más, muchas de las cosas que
traen los periódicos no me benefician, incluso me duelen... La gente puede admirar
a un poeta porque bebe fuego verde o trata de volar desde la torre de una catedral,
pero en donde yo vivo serán pocos los que, por eso que causa admiración a otros,
acudan a mí para encargarme provisiones para un almuerzo... Quizás teman que les
haya puesto fuego verde en la cerveza. Acabo de abrir un establecimiento en
Croydon, justo en estos momentos; estoy prometido y mi futura esposa es una
mujer que siempre anda metida por la iglesia... No, todo este asunto no me
beneficia en nada, al contrario...
Garth no pudo reprimir una sonrisa de malicia al pensar en las vidas tan distintas
de los dos hermanos, pero se dijo al tiempo que en el fondo había mayor sentido
común en la actitud aparentemente más mediocre de aquel provinciano que en los
delirios poéticos del otro.
—Sí—dijo el médico—; lo comprendo perfectamente, pero no se puede evitar la
curiosidad pública, tratándose además de un hombre tan famoso y respetado como
su hermano Phineas.
—Lo que yo quería preguntarle —intervino de nuevo el abogado— es si tenía
usted idea, aunque fuese vagamente, de cuáles eran los ingresos medios de Phineas
y si disponía de capital, porque él le hubiera hablado alguna vez de todo esto.
—La verdad... —comenzó a decir Joseph Salt meditabundo— no creo que tuviese
un gran capital; todo lo más, me parece, tenía las cinco mil libras que cada uno de
nosotros heredó de nuestro padre, cuando murió y hubimos de vender su negocio...
Aunque también puede ser que se las hubiera gastado, pues desde luego no era
hombre que ahorrase mucho, llevaba un tren de vida muy alto... Sí sé que a veces
metía la cuchara en algunos negocios que salían bien... Pero ya saben cómo era...
El contenido de la cuchara se le acababa en seguida... Para mí que en los últimos
tiempos tenía unas dos o tres mil libras en el banco...
—Exacto —dijo el abogado—. Tenía en el banco dos mil quinientas libras el día
de su desaparición. Una suma que desapareció también ese mismo día, pues
Phineas acudió a retirar los fondos.
—¿Y no podría haberse ido en busca de un clima mejor, algo así? —preguntó
Joseph Salt.
—Es posible —concedió el abogado—. Pudo albergar la intención de viajar a otro
país, en efecto, pero alguien se lo impidió... ¡Quién sabe!
—¿Y cómo desapareció el dinero? —preguntó Garth—. De haber viajado podría
121seguirse el rastro de esa suma, por los gastos hechos.
—A lo peor —dijo el abogado— el dinero desapareció mientras Phineas, borracho,
hablaba tonterías con un no menos borracho y sucio bohemio, que, como hemos
podido comprobar, posee unas excelentes dotes de narrador de historietas
inverosímiles.
Garth y Gale miraron a un tiempo a Gunter; observaron así, cada cual según su
manera de entender las cosas, que la expresión del abogado era excesivamente
severa para ser tenida por cínica.
—¡Ah! —exclamó el médico como sin aire—. ¿Insinúa usted algo peor que un
robo?
—No tengo la menor prueba, y por lo tanto no tengo el menor derecho a afirmar
siquiera que se haya producido un robo —respondió el abogado sin dulcificar su
expresión—. Pero sí tengo derecho a sospechar. A sospechar muchas cosas. En
principio parece haber pruebas de la veracidad del relato de Mr. Florence, al menos
en su primera parte... Mr. Florence vio a Mr. Hatt. Lo que me hace deducir que
también Mr. Hatt vio a Mr. Florence.
En la impasible expresión de Mr. Hatt no aparecía la menor contradicción, cosa
que los demás tomaron por asentimiento.
—He obtenido testimonios —prosiguió Gunter— de gente que vio salir a Florence
en compañía de Phineas. Nada corrobora, sin embargo, la historia de esa carrera
automovilística por los caminos y carreteras de Kent; si quieren que les diga qué
opino de todo eso, creo muy probable que tan excéntrico paseo de borrachos
concluyera en cualquier antro frecuentado por criminales, de esos que hay en la
Old Kent Road... He telefoneado hace un rato para preguntar por el automóvil
abandonado en Canterbury, y me dijo la policía que no se ha encontrado rastro
alguno del mismo... Recuerden además algo que me parece de capital importancia:
ese tipo, Florence, se olvidó por completo del coche. Y se contradijo al afirmar que
volvió en tren a Londres. Sólo eso me hace creer que su historia es totalmente
falsa.
—¿Lo cree de veras? —dijo Gale mirándole con aire infantil, sorprendido—. Pues
a mí eso es lo que me parece más verídico.
—¿Cómo? —se extrañó Gunter—. ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —respondió Gale— que ese detalle, precisamente ese detalle, es
tan verdadero, que me creo todo lo demás. Aunque me hubiese descrito también
cómo remontó el vuelo Phineas agitando los brazos tras lanzarse desde la torre
principal, me lo creería. O si me dice que se fue cabalgando sobre un dragón —
volvió a sentarse, frunció el ceño como si meditara, parpadeó varias veces en un
lapso de tiempo que duró pocos segundos, y añadió en tono seguro—: ¿Es que no
ve usted que ésa fue una equivocación lógica, la que sin duda habría de cometer un
hombre como él que se viera en una situación semejante? Florence es un hombre
sin dinero, que va poco aseado; un hombre que sólo viaja en tren. Considere usted
que es arrastrado a una enloquecida aventura en automóvil por un amigo rico; se
ve, en cierta manera, viviendo un sueño bajo los efectos de la absenta; se encuentra
122además metido en un misterio que adquiere las características de una pesadilla, y
cuando despierta comprueba que su amigo ha desaparecido camino del cielo, o por
lo menos de las alturas, y que todo el mundo le niega con risas que la cosa haya
podido suceder como él dice que sucedió... Un policía lo trata con desprecio... Este
pobre hombre no podía sentirse más responsable del automóvil de Phineas Salt que
de una carroza fantástica tirada por grifones. Considere usted igualmente que el
coche formaba parte de aquella ensoñación. Tenía que volver necesariamente a la
banalidad de su existencia, por lo que regresó a la realidad de Londres en tren, en
el asiento más barato. Estoy seguro de que nunca hubiera cometido un error u
omisión como el que usted le atribuye, de habérselo inventado todo. Por eso afirmo
que nos ha dicho toda la verdad.
Los allí presentes se quedaron mirando al poeta con asombro; entonces, procedente
de la sala contigua, sintieron el timbrazo agudo del teléfono. Gunter se levantó
aprisa para contestar a la llamada; durante un rato no se oyó más que el rumor de
su voz, que unas veces parecía preguntar y otras responder. Poco después entraba
de nuevo en el despacho con la estupefacción más descarnada pintada en el rostro.
—La verdad es que tengo que considerar esto una coincidencia extraordinaria—
dijo—. Acaban de confirmarme lo que usted ha dicho —confesó mirando a Gale—
. La policía ha encontrado las huellas de unos neumáticos que se corresponden con
los del automóvil de Phineas Salt; estuvo detenido largo rato donde Florence dijo,
en efecto... Pero hay algo que resulta verdaderamente extraño: el automóvil ha
desaparecido. Las huellas de los neumáticos muestran que se dirigió al sudeste. Me
temo que lo conducía el propio Phineas Salt, señores; tengo que dar la razón a la
policía, en este punto.
—¡Hacia el sudeste! —exclamó Gale volviendo a ponerse de pie—. ¡Lo sabía!
Dio unos pasos de lado a lado del despacho, con las manos a la espalda, ante la
expectación de los otros, y al fin, deteniéndose, con palabra segura, prosiguió:
—No debemos precipitarnos. Hay que tener en cuenta varios aspectos del caso.
Primero, me parece que hasta el más imbécil de los hombres aceptaría que Phineas
no podía hacer otra cosa que seguir hacia el este, por la simple razón de que
cuando desapareció ya despuntaba el día, lo que supone, en buena lógica, que
pusiera rumbo hacia la salida del sol. ¿O es que harían ustedes lo contrario? Pero si
en verdad su locura tenía que ver con las alturas, los acantilados, todo eso, no
podía por menos que darse cuenta de que había dejado a sus espaldas las últimas
elevaciones de la región y conducía por zonas cada vez más llanas, por la carretera
que lleva directamente al Thanet... ¿Qué tenía que hacer, pues? Dirigirse a los
blancos acantilados de la región, desde los que, por lo menos, vería el mar y la
arena; pero he supuesto que también querría ver gente, como la hubiera visto de día
desde lo alto de las torres de la catedral de Canterbury... Sé bien que la carretera
del sudeste...
Hizo una pausa y miró a los demás con aire de solemne suficiencia, como quien se
dispone a desvelar el más sagrado de los misterios.
—Márgate—dijo.
123—¿Por qué Márgate? —preguntó Garth.
—Para suicidarse, supongo —dijo secamente el abogado—. ¿Qué otra cosa podría
hacer en Márgate un hombre como él, salvo suicidarse?
—No hay que adelantar acontecimientos, caballeros, vayamos por pasos —
intervino de nuevo Gale—. Se cuentan por millones las personas que acuden allí
para divertirse, aunque está por ver que una de ellas fuera Phineas Salt... Pero
puede que sí... Esas masas negras arrastrándose, vistas desde la altura de los
blancos acantilados, pueden resultar una especie de visión para un pesimista;
quizás esa visión le hiciera evocar la espantosa idea destructiva de cerrar algo así
como las compuertas del acantilado y dejar atrapada en el mar a la multitud... Pero
puede, igualmente, que albergase la loca idea de dar gloria a Márgate con su
creatividad... O con su capacidad de destrucción, quién sabe... Probablemente
pensó que con su acto, el que fuese, podría trocar la mediocre sonoridad del
nombre, Márgate, otorgándole un carácter o bien trágico o bien heroico... A un
hombre como él se le pueden pasar por la cabeza cosas así, no lo duden...
El hermano tendero de Phineas fue el primero en levantarse de su asiento una vez
cerró la boca Gale; acariciando con los pulgares las solapas de su chaqueta de corte
provinciano, turbado ante lo que no acababa de comprender, dijo:
—Mucho me temo, señores, que esto me supera, que no entiendo una palabra...
Gárgolas, dragones, pesimistas... No sé nada de eso, caballeros... Creo, por el
contrario, que deberíamos centrarnos en lo que ha encontrado la policía, una pista
que puede conducir a Márgate, de acuerdo... Pero me parece que no deberíamos
decir nada sobre eso, y mucho menos tonterías, al menos hasta que la policía tenga
alguna información de peso que ofrecernos.
—Mr. Salt tiene razón —dijo el abogado con el rostro enrojecido—. He aquí un
hombre de negocios, un comerciante que nos devuelve a la senda de las
consideraciones prácticas, lo que es decir de la realidad... Haré más averiguaciones
donde hay que hacerlas, sin filosofías... Confío en poderles traer nuevas cuanto
antes.
Si Gabriel Gale se sentía poco menos que desplazado en aquel ámbito severo e
imponente que era el despacho de Mr. Gunter, en el que imperaban el cuero y los
legajos comerciales, no hubiera resultado extraño que se hallase aún más
incómodo, casi como un pez fuera del agua, donde se celebró la segunda reunión.
Fue en el nuevo cuartel general de los Salt, o mejor dicho, del que quedaba de
ellos; fue en el pequeño comercio de Croydon, donde el prosaico hermano del
poeta desaparecido presidiría la reunión en medio del follón propio en un pequeño
negocio, su nuevo negocio, para tratar de todo lo relacionado con los aspectos
probablemente más fúnebres del caso.
El comercio pueblerino, o suburbial, más bien, de Mr. Salt, era en verdad un
comercio muy pueblerino, o más bien muy suburbial; se trataba de una tienda
pequeña, confitería y otras cosas por el estilo, con un anejo donde en mesitas muy
pequeñas se servían refrescos que no eran, en realidad, más que una muy
124transparente y triste limonada. Las confituras y los pasteles grandes estaban, sin
embargo, artísticamente dispuestos en el escaparate para llamar la atención de
quienes pasaran por la acera, en especial la atención de los más jóvenes; pero como
el escaparate era casi más grande que la tienda, el interior parecía lleno de una luz
fría, como descolorido. En la trastienda, abarrotada de caramelos, confituras de
todo tipo y cosas tales como figuritas y recuerdos de distintas localidades, aparte
de otros de carácter estrictamente familiar, había además un diploma de la
Sociedad de Abastos y un retrato de Jorge V. Como se puede apreciar, resultaría
difícil suponer qué cosa de interés intelectual podría encontrar en un sitio así Mr.
Gale, un hombre que por lo general no observaba las cosas, los simples objetos,
digamos que de manera objetiva, en sí mismos, sino relacionándolos con un
determinado orden de ideas muy personal. Por lo que fuere, sin embargo, tan
modesto negocio suburbial pareció despertar en él una atracción extraordinaria, un
interés supremo.
Pareció incluso interesarse mucho más por aquel local que por el caso que los
había reunido allí. Contemplaba en éxtasis las porcelanas y los almohadones de
color rosa de la chimenea; fue difícil, así, apartarlo de la abstraída contemplación
de los visillos de colores limón y fresa que adornaban las ventanas; hasta la
limonada tan clara que bebían pareció interesarlo como si su vaso contuviera el
verde opalino de la absenta que al parecer había jugado tan importante y
probablemente trágico papel en el avatar último de Phineas Salt.
Gabriel Gale había pasado las horas previas de aquella mañana en un estado de
euforia difícil de explicar, quizás porque el día era hermoso, de buena temperatura,
o acaso por razones de carácter más personal, tanto da. Se dirigió al lugar escogido
para la cita siguiendo las modestas avenidas de los suburbios con un paso más
ligero que de costumbre. Vio al pastelero hermano del poeta salir de una villa de
categoría social ligeramente superior a la suya, y a una mujer joven con una trenza
de color castaño arrollada a la cabeza y un rostro severo pero a la vez hermoso, que
bajaba con el Mr. Salt comerciante por el sendero del jardín. No tuvo que
esforzarse mucho Gale para reconocer en ella a esa que tan metida andaba por la
iglesia. El poeta contempló los cuadriláteros de césped y los árboles bajos con más
sentimentalismo que interés, casi como si se trataran de una antigua pintura suya,
pero el caso es que su buen no humor no sufrió la menor alteración ni siquiera
cuando, unas farolas más allá, se tropezó con la saturnina y nada simpática
presencia de Mr. Hiram Hatt. El prometido enamorado de la mujer muy metida en
las cosas de la iglesia seguía en la puerta del jardín, como suelen hacerlo sus
congéneres enamorados, y Gale y Hatt pasaron de largo y a paso ligero, tras
saludarse brevemente, en dirección a su tienda. Un poco más adelante, Gale,
mirando a Hatt, hizo la siguiente observación:
—¿Qué opina usted de ese deseo de convertirse en uno de los amantes de
Cleopatra?
Mr. Hatt confesó cáustico que de haber sentido alguna vez un deseo semejante, su
aparición en la escena histórica probablemente hubiera carecido de la proverbial
exactitud americana.
125—¡Oh, quedan muchas Cleopatras por aquí! —observó Gale—. Y muchísimos
hombres que tienen la sensación de haberse convertido en el que hace el centón de
maridos de una aventurera egipcia... ¿Qué pudo llevar a un hombre realmente
inteligente, como el hermano de este pobre tendero, a dejarlo todo por una
mujerzuela como Hertha Hathaway?
—En eso le doy la razón —dijo Hatt—; no dije nada de esa mujer porque no era
asunto mío; pero le aseguro, Mr. Gale, que es una auténtica mujerzuela, una
calamidad de mujer. Y observe usted que el hecho de no mencionarla ha
despertado en ese picapleitos un montón de oscuras sospechas... Apuesto a que
supone que ella y yo tenemos algo que ver en la desaparición de Phineas Salt.
Gale miró fijamente a los ojos al secretario Hatt, y le dijo:
—¿Le sorprendería encontrarlo en Márgate?
—No; pero tampoco me sorprendería que lo encontrásemos en cualquier otro lugar
—respondió Hatt—. En los últimos días parecía inquieto, a disgusto... Supongo
que de tanto mezclarse con gente tan vulgar como la que frecuentaba. En los
últimos tiempos apenas trabajaba; se pasaba las horas contemplando una hoja en
blanco, como si se le hubieran acabado las ideas.
—O como si le cruzaran por la mente demasiadas ideas —apostilló Gale.
Así llegaron a la puerta del negocio de Mr. Joseph Salt, encontrando allí al doctor
Garth, igualmente recién llegado. Pero en cuanto entraron algo les produjo una
impresión sombría. El abogado estaba ya sentado en aquel extravagante lugar y
mostraba una expresión resuelta además de ruda; tenía puesto el sombrero de copa,
como si fuese un juez dispuesto a dictar sentencia. Pero no fue sólo eso; los recién
llegados sintieron también que el abogado les apuntaba con un arco tendido y la
flecha presta.
—¿Dónde está Mr. Joseph Salt? —preguntó—. Me aseguró que llegaría a las once
en punto.
Gale sonrió ligeramente y comenzó a juguetear con los adornos de la muy
recargada chimenea.
—Está despidiéndose —dijo—. La palabra adiós a veces resulta muy larga, lleva
mucho tiempo decirla...
—Pues habremos de empezar sin él —dijo Gunter—, Puede que sea mejor.
—¿Es que va a tener que darle malas noticias? —preguntó el doctor Garth en voz
baja—. ¿Ha sabido algo de Phineas?
—Sí; creo que podemos hablar justamente de últimas noticias —respondió
secamente el abogado—. Por lo que he podido averiguar... Mr. Gale, le agradecería
mucho que dejase de jugar con eso y tomara asiento... Tengo que contarles algo...
—Sí, supongo... ¿No es precisamente todo lo que va a tener que explicarnos? —
respondió Gale.
Tomó algo de la repisa de la chimenea y lo acercó a la mesita a la que estaba
sentado Gunter. Era un objeto realmente absurdo, que sin embargo atrajo las
126miradas de todos como si se tratase de una valiosísima pieza de un siniestro museo
del crimen o del suicidio. Era una especie de jarroncillo barato, infantil, pintado de
rosa y blanco, en el que estaba escrito en grandes letras de purpurina lo siguiente:
«Recuerdo de Márgate».
—En el interior parece que hay una fecha —dijo Gale pegando mucho el ojo a la
boca del jarroncito—. Bueno, caballeros; pues es de este año y recuerden que
estamos a comienzos del mismo...
—Sí, seguramente sea una de las cosas que habrá que explicar —dijo el abogado—
. Pero hay más recuerdos de Márgate...
Sacó de su bolsillo un montón de papeles y los dejó lentamente sobre la mesa, con
aire pensativo. Después tomó de nuevo la palabra.
—Comprenda —dijo— que estamos ante un caso que podemos considerar
misterioso; nuestro hombre ha desaparecido, eso es innegable. Pero no crea usted
que un hombre puede desaparecer tan fácilmente en medio de una muchedumbre.
La policía ha encontrado las huellas de su automóvil, pero no imagine usted que
alguien puede ir por ahí tranquilamente, tirando cadáveres por la portezuela de un
coche... Siempre, en cualquier parte, hay algún tipo mano sobre mano que se fija
en todo... Hubiera ocurrido lo que fuese, siempre habría una explicación... Y creo
que ya la tengo.
Gale dejó el jarroncito en la mesa y se quedó mirando a Gunter con la boca abierta.
Luego tosió, tartamudeó, se atropello, y finalmente dijo de forma legible:
—¿Es eso cierto? ¿Ha descubierto usted lo que pasó? ¿Sabe usted lo de la joya
púrpura?
—Oigan ustedes, por favor —dijo Garth con aire de generosidad indignada—; este
asunto está comenzando a resultarme melodramático; no me importa tomar parte
en el intento de desentrañar un misterio, pero no me venga usted ahora con que
estamos detrás del rubí de un rajá... ¿O es que va a decirme también que el
desaparecido se ha convertido en algo así como el ojo de Vishnu?
—No —dijo el poeta—. Está en el ojo del espectador.
—¿Y quién es? —preguntó Gunter no menos extrañado—. No acierto a
comprender de qué habla, pero sí puedo afirmar que se trata de un robo... Pero, en
cualquier caso, se produjo mucho más que un robo.
Sacó de entre los papeles que había depositado en la mesa una de esas fotografías
que hacen los fotógrafos ambulantes los días festivos.
—Nuestras investigaciones en Márgate —iba diciendo Gunter— no han sido del
todo infructuosas. Por el contrario, han dado buenos frutos. Tenemos un testigo, un
fotógrafo ambulante, un hombre que retrata a la gente en la playa de Márgate.
Bien, pues este fotógrafo afirma haber visto a Phineas Salt, un hombre grueso, con
el cabello largo y desordenado y la barba roja, que se pasó un montón de tiempo
sentado en un promontorio, contemplando a la muchedumbre.
Después bajó por la escalera trazada en la caliza, y atravesando un buen trecho de
playa lleno de gente, se puso a conversar con un tipo con aspecto de funcionario,
127aunque puede que fuese un simple visitante de fin de semana. Un rato después,
ambos se dirigieron a las casetas de baños, con la más que probable intención de
cambiarse de ropa y zambullirse en el mar. El fotógrafo cree que se metieron en el
agua, aunque no está muy seguro, no los vio... Lo que sí es cierto es que no volvió
a ver al hombre de la barba roja, aunque sí al tipo vulgar y bien afeitado, tanto
cuando salió del agua con su traje de baño, como después de vestirse con su traje
de funcionario. No sólo le vio; también le tomó una fotografía, aquí la tienen...
Tendió la fotografía a Garth, quien la miró arqueando levemente las cejas. La
fotografía representaba a un hombre robusto, con cara de bulldog y ojos
inexpresivos; tenía la cabeza erguida y miraba, aparentemente, en dirección al mar;
llevaba un traje muy claro, de domingo, pero de corte barato, desprovisto del
menor rasgo de distinción; por lo poco que podía observarse bajo la sombra del ala
del sombrero de paja, parecía tener el cabello claro. No hizo falta que el doctor se
imaginara la fotografía en color, porque al momento supo de qué color se trataba:
un color rojo arenoso y claro; lo había visto muchas veces, no en una foto, sino en
la cabeza de quien lo ostentaba. El hombre del sombrero de paja era, sin lugar a
dudas, Mr. Joseph Salt, el pastelero, el nuevo comerciante del barrio de Croydon.
—Así que Phineas fue a Márgate a encontrarse con su hermano —dijo Garth—. Es
lógico... Márgate es un lugar que ha de gustar forzosamente a un hombre como
Joseph Salt...
—Sí, Joseph fue en una de esas excursiones en autocar, con un montón más de
turistas; parece que regresó la misma noche, en el mismo vehículo... Pero de
Phineas nadie sabe una palabra.
—Su tono me lleva a suponer —dijo Garth con voz y gesto graves— que a usted le
parece que Phineas nunca salió de allí...
—Creo que no lo veremos más, salvo si se ahogó y algún día el mar arroja su
cuerpo a la playa... Pero, en ese caso, lo más probable sea que la fuerte corriente se
lo lleve mar adentro, no que lo devuelva.
—El misterio se hace cada vez más difícil de desentrañar; todo esto no hace más
que enrevesar el caso —observó el médico.
—No, al contrario —dijo el abogado—. En mi opinión todo esto simplifica las
cosas.
—¿Cómo? —se extrañó Garth—. ¿Que se simplifican las cosas?
—Sí —dijo el abogado mientras apoyaba las manos en los brazos de su asiento y
se ponía de pie de un salto—; creo que la historia es tan simple como la de Caín y
Abel. Y debo confesarles, caballeros, que me gusta esta historia.
Se produjo un silencio espeso, roto al fin por Gale, que miraba con fijeza el
jarroncito recuerdo de Márgate, al tiempo que lloriqueaba como un niño, o emitía
unos sonidos, por mejor decirlo, como los lloriqueos de un niño.
—¡Qué jarroncito tan precioso! —comenzó a decir con voz de niño lloroso—.
Debió de comprarlo antes de montarse en el autocar para volver aquí... ¡Es tan
natural, comprar una cosa tan linda cuando uno acaba de asesinar a su hermano!
128—La verdad es que todo esto me parece increíble, insisto en que el caso se enreda
cada vez más —dijo Garth frunciendo con angustia el entrecejo—. Creo que
debemos tratar de explicarnos cómo lo hizo... No me parece que sea muy difícil
ahogar a un hombre en el mar, incluso en una playa llena de gente, pero no alcanzo
a comprender el móvil de este caso concreto. ¿Lo tienen ustedes?
—El móvil es tan obvio como antiguo, o tradicional, si lo prefiere —respondió
Gunter—, He aquí un caso en el que los celos llevan al odio, de manera lenta pero
implacable y corrosiva. He aquí dos hermanos, hijos de un mismo padre, un
modesto comerciante de las Midlands, que han recibido idéntica educación y que
por ello tienen las mismas posibilidades de triunfar en la vida; dos hombres de
poca diferencia de edad entre ambos, fuertes, pelirrojos, muy parecidos hasta que
Phineas se dejó crecer una barba de bolchevique y dio en llevar los cabellos
alborotados. Durante su juventud apenas hubo diferencias entre ellos, aunque se
dieran las habituales querellas entre los hermanos, aunque siempre con un
comportamiento equitativo y leal por ambas partes. Pero reparen en el presente.
Uno de ellos llena el mundo con su nombre solo, ostenta la corona de laurel de
Petrarca, se sienta a la mesa con reyes y emperadores, lo adoran las mujeres como
a un héroe del cine. Y el otro... Bien, digamos que basta con señalar que ha de vivir
el resto de su vida esclavizado en un cuartucho como éste en el que estamos...
—¿No le gusta a usted este cuartucho? —preguntó Gale con aparente
simplicidad—. Pues yo lo encuentro delicioso; algunos de estos adornos son muy
bonitos...
—Todavía no está claro —siguió Gunter como si ignorase a Gale— cómo
consiguió el pastelero llevarse al poeta a Márgate, y convencerlo además de que se
metiese con él en el agua. Sin embargo, y aun reconociendo que en aquellos
momentos el pobre Phineas andaba digamos que divagando, tan inquieto que
apenas podía entregarse a su trabajo, no tenemos la menor prueba de que estuviese
al corriente o sospechara siquiera un poco del odio que sentía por él su hermano
desde hacía años. Es fácil imaginar, así, cómo Phineas comenzó a nadar
confiadamente junto a Joseph, y cómo éste, una vez lejos ambos de la multitud de
bañistas, lo hundió hasta ahogarlo para dejarle luego a merced de la corriente.
Después volvió tranquilamente a la orilla, se vistió y ocupó su asiento en el
autocar.
—Por favor, no se olviden de ese jarroncito tan precioso —dijo Gale con la voz
exageradamente suave—. Mr. Joseph Salt se detuvo a comprarlo y luego se subió
al autocar para regresar a casa... Bien, ha hecho usted una reconstrucción perfecta
del crimen, Mr. Gunter, y le felicito... Pero hasta las cosas más perfectas tienen un
fallo; en su reconstrucción del crimen hay uno evidente, bueno, digamos sólo que
hay un pequeño error... Pero me parece que se ha equivocado usted de lado a lado.
—¿Sí? ¿A qué se refiere? —saltó el abogado.
—Permítame que corrija su argumento —dijo Gale—. Dice usted que Joseph
envidiaba a Phineas. Pues bien, me parece que era precisamente al revés. Era
Phineas quien tenía envidia de Joseph.
129—Mi querido Gale —dijo el doctor Garth dando muestras de una gran
impaciencia—, me parece que está usted pegando brincos como una cabra loca, y
permítame decirle que no me parece que estemos en una situación propicia para
sus graciosas paradojas, por divertidas que puedan resultar a veces... Ya me sé de
memoria sus fantasías, sus bromas y todo eso... Pero me parece que nos hallamos
en un momento particularmente difícil. Y además estamos en la casa de un
probable asesino, que puede llegar en cualquier instante.
—Sí, vivimos un trance infernal —dijo Gunter dando muestras de flaqueza por
primera vez.
Levantó el abogado los ojos con gesto de aprensión, como si esperase ver
pendiendo del techo polvoriento la cuerda de la horca.
Entonces se abrió bruscamente la puerta y se hizo presente el hombre a quien
prácticamente habían juzgado y condenado por asesinato. Sus ojos brillaban como
los de un niño ante un juguete nuevo, su rostro había enrojecido hasta las orejas,
sus hombros cuadrados parecían echarse hacia atrás como los de un soldado en
posición de firmes, y en el ojal de su chaqueta lucía una hermosa flor roja, una de
esas flores que recordó Gale haber visto en los macizos de cierta casa ante la que
había pasado poco antes. Gale supo pronto el porqué de tan triunfal entrada del
tendero Mr. Joseph Salt.
Pero apenas se hizo presente en su propia tienda observó el hombre exultante de la
flor en el ojal la tétrica expresión de casi todos los allí presentes, y miró con
angustiada fijeza al abogado.
—Bien —dijo al fin—. ¿Han avanzado algo en sus investigaciones, caballeros?
Estaba a punto Gunter de abrir sus labios, que parecían sellados, como para dirigir
a Joseph Salt aquella pregunta que una vez oyó Caín que le venía del cielo, cuando
Gale lo interrumpió echándose atrás en su silla y soltando una risita alegre.
—Por mi parte, he abandonado las investigaciones —dijo Gale—; ya no tengo que
interesarme más por este caso.
—Eso quiere decir que sabe que no podrá encontrar nunca a mi hermano, Phineas
Salt —dijo el comerciante con tristeza.
—No, es que lo he encontrado —dijo Gale.
El doctor Garth no pudo impedir ponerse de pie de un salto. Se quedó mirando a
Gale con los ojos encendidos.
—Señores, estoy hablando con Phineas Salt —afirmó rotundamente Gale.
Se levantó, dio unos pasos hacia el propietario, se inclinó ligeramente como para
observarlo mejor, y acentuando la gravedad de su expresión dijo:
—¿Quiere usted dar por resuelto el caso, Mr. Phineas Salt, o prefiere que lo haga
yo, contando lo ocurrido?
Se hizo un pesado silencio.
—Cuéntelo usted todo —dijo el tendero—. Sí, supongo que sabe usted la verdad...
—Lo sé porque yo hubiese hecho lo mismo, a buen seguro —dijo Gale
130pausadamente—. Es lo que algunos llaman padecer una analogía con los lunáticos,
incluyendo entre éstos a los hombres de letras...
—¡Un momento! —clamó el asombrado Gunter—. Antes de que empiece a
ponerse usted demasiado literario, ¿debo entender que este caballero, el propietario
del establecimiento donde estamos, es en realidad Mr. Phineas Salt, el poeta? Y si
así fuera, ¿dónde está su hermano, Mr. Joseph Salt?
—Dando la vuelta al mundo, supongo —dijo Gale—. Sí, viajando por el
extranjero, tomándose unas vacaciones; unas vacaciones que no serán menos
agradables a causa de las dos mil quinientas libras que su hermano le regaló para
que se las gastara divirtiéndose... Le resultó muy fácil desaparecer; se limitó a
nadar un buen trecho, para salir del agua por otra parte de la playa en la que tenía
ropa distinta. Mientras, nuestro amigo se metió en la caseta de baños, se rapó la
barba y se vistió... Sin barba y con el cabello peinado se parecía a su hermano lo
suficiente como para que ninguno de los viajeros del autocar sospechase que era
otro... Y observen el detalle... Abrió un nuevo comercio en otro barrio.
—¿Por qué? —preguntó Garth desesperado, acaso porque no acertaba a
comprender lo que oía—. En el nombre de todos los santos y de todos los
arcángeles, ¿por qué? ¡Esto no tiene el menor sentido!
—Yo se lo explicaré —dijo Gale—. Aunque puede que al final siga sin encontrarle
sentido.
Se quedó mirando un rato el jarroncito y al fin dijo:
—Esto es lo que llamará usted, querido Garth, una historia absurda, probablemente
con razón; aunque también hay quien llama a esto, gente seguramente absurda,
poesía... El poeta Phineas Salt era un hombre que, en su frenesí de libertad y
omnisciencia, había llegado a poseerlo todo. Había intentado, a la vez, sentirlo
todo, experimentarlo todo, incluso lo que no podía ser... Y encontró así, como lo
hubiera encontrado cualquier hombre como él, que esa ilimitada libertad es, en sí
misma, un límite. Es como un círculo que, al tiempo, es eternidad y prisión. No
sólo quería hacerlo todo. Quería ser también todo el mundo. Para el panteísta, Dios
es todo el mundo; para el cristiano, es también alguien muy en concreto. Pero esta
especie de panteísta no podía limitarse a una elección. Desearlo todo es no querer
nada. Mr. Hatt, aquí presente, dijo que lo vio sentado ante una hoja en blanco; y yo
le dije que no era porque no tuviese nada que escribir, sino porque podía escribir
acerca de cualquier cosa. Cuando llegó al acantilado y vio la muchedumbre a sus
pies, tan vulgar y a la vez tan compleja, sintió primero que podía escribir mil
historias, y después, que no podía escribir ni una sola: no tenía mayores motivos
para elegir a uno en vez de al otro.
»¿Cuál sería el siguiente paso a dar, llegado a este punto? Creo haberles dicho ya
que no había más que dos pasos entre los que elegir: o saltar o dejar de ser lo que
había sido hasta entonces. Ser otro; ser alguien, en vez de escribir acerca de todo el
mundo; encarnarse en uno de esos seres humanos que forman la muchedumbre;
empezar a vivir como una persona real vive la realidad. Cosa difícil, salvo en el
improbable caso de que una persona vuelva a nacer.
131»Pero lo intentó, reflexionó, halló lo que deseaba. Recordó las cosas que no había
conocido desde los lejanos días de la infancia; los objetos que gustan a la clase
media; negociar con caramelos y limonada; enamorarse de una muchacha, una
vecina, y entusiasmarse con ella hasta lo indecible... Ser joven, en definitiva. Ése
era el único paraíso sin mácula que quedaba en la imaginación de un hombre que
había puesto los cielos boca abajo. Por eso lo intentó. Por eso, en suma,
experimentó. Y creo que podernos decir que ha tenido éxito.
—Sí —afirmó el pastelero con evidente satisfacción—. Al fin he tenido éxito.
Mr. Gunter se levantó de su asiento con aire desconsolado.
—En fin, no porque me lo haya explicado usted convenientemente creo entenderlo
todo —dijo—. Pero debo aceptar que las cosas son como usted las ha contado...
Permítame una pregunta, por favor... ¿Cómo lo ha descubierto?
—Yo creo que fue el escaparate lleno de dulces de colores lo que me dio la pista a
seguir —dijo Gale—. No podía apartar la vista de esos colorines... Era todo tan
bonito... Los dulces son mejores que las joyas; los niños tienen razón; los dulces le
hacen experimentar a uno la feliz sensación de que come rubíes y esmeraldas...
Incluso, al mirarlos, tenía la convicción de que me hablaban. Y llegué a entender lo
que me decían. Vistas desde el interior de la tienda, esas grosellas violeta y púrpura
poseían vida y lucían como amatistas; pero, desde fuera, con la luz que caía sobre
los dulces, parecían banales y mates... Había muchas más cosas, de tono dorado y
hasta opacas, que parecían más alegres contempladas en el escaparate desde el
interior... Entonces pensé de repente en el hombre que había querido entrar en la
catedral para ver los vitrales desde el interior... Ésa fue la clave. Ahí lo comprendí
todo. El hombre que había decorado el escaparate no podía ser el modesto tendero.
No era un hombre que pensara en el aspecto de las cosas desde el exterior, sino en
cómo debían mostrarse a su mirada de artista. Desde el interior de la tienda veía
joyas púrpura. Pero al recordar el episodio de la catedral me vino a la mente algo
más. Recordé lo que había dicho el poeta acerca de la doble vida de santo Tomás
de Canterbury; y cómo, una vez obtenida la mayor gloria terrenal, necesitó
despojarse de todo. San Phineas de Croydon está viviendo también su doble vida, o
su segunda vida.
—Bien —interrumpió Gunter, echándose hacia atrás mientras bostezaba—, con
todos mis respetos, sólo puedo decir que si ha hecho todo eso es que se ha vuelto
loco.
—No —le corrigió Gale—; muchos de mis amigos se han vuelto locos, y no por
ello he dejado de tenerles simpatía... Pero en este caso debería usted hablar de la
Historia del Hombre que se volvió Cuerdo.
132VIII
EL MANICOMIO DE LA AVENTURA
Un escaso cortejo fúnebre atravesaba un recoleto cementerio de la rocosa costa de
Cornualles, llevando un féretro a su tumba, cavada al pie del bajo muro contra el
que se estrellaba el viento. El ataúd era sencillo; el cortejo, compuesto por
campesinos y pescadores, lo miraba sin embargo con ojos oblicuos, con un temor
supersticioso, como si fuese cierto ataúd de esa leyenda según la cual contiene un
monstruo. En realidad iba dentro el cuerpo de alguien muy próximo a ellos, un
vecino que vivió cerca de sus casas pero al que jamás habían visto.
A quien presidía el duelo, no obstante, sí lo habían visto frecuentemente; solía
desaparecer durante temporadas enteras, pues se refugiaba en la casa del difunto,
pero cuando salía de allí lo hacía sin preocuparse de que lo vieran. Del difunto
nadie podía decir cuándo había llegado allí; todos suponían que lo hizo de noche y
que sólo abandonó la casa para ir al cementerio, ya metido en el ataúd.
Quien presidía el cortejo era un hombre alto, vestido de negro, que iba con la
cabeza descubierta por lo que el viento racheado del mar silbaba entre sus largos
cabellos como entre las crecidas hierbas de la costa. Aún era un hombre joven,
pero nadie hubiese podido decir que el traje de luto que vestía le sentaba mal. No
obstante, quien lo conociera de antes no habría podido hacer otra cosa que
sorprenderse ante su indumentaria, como si el traje negro supusiera que había
cambiado radicalmente. Cuando vestía su habitual y descuidado traje de mezclilla
de pintor ambulante que iba por ahí pintando paisajes, parecía distraído, o más que
eso, ausente, ajeno a la realidad. El traje negro, empero, le daba un aspecto más
severo a su rostro, una perspectiva más angular. Vestido de negro y con el tono
amarillento de sus cabellos crecidos, bien podía haber sido el Hamlet más
convencional, el de la expresión visionaria en los ojos; aunque el Hamlet más
convencional difícilmente hubiera podido tener esa barbilla prominente de nuestro
hombre, que reposaba casi sobre el nudo de su también negra corbata.
Al concluir el entierro salió del camposanto y se dirigió a la oficina de correos,
dando zancadas a cada paso más largas, como quien, ajeno al menor respeto
debido, a lo que se tiene por decente comportamiento, apenas podía disimular que
acababa de quitarse de encima un gran peso.
«Es horrible —dijo para sus adentros—, pero me siento como un viudo feliz».
Bien, llegó a la oficina de correos y dirigió un telegrama a lady Diana
Westermaine, en Westermaine Abbey. Decía el telegrama:
«Llegaré mañana, cumpliendo mi promesa. Le contaré la historia de una extraña
amistad».
Salió igualmente aprisa de la modesta oficina de correos, y más aún, sin acortar sus
zancadas, salió en dirección al este, hasta dejar tras de sí la última casa del pueblo.
133Su traje de luto y su sombrero, que ahora llevaba puesto, se destacaban casi
escandalosamente en el verde de la campiña otoñal.
Llevaba ya medio día caminando, había comido un poco de pan y queso con
cerveza en una pequeña hostería, y reemprendía su marcha igual de veloz que
antes, cuando le sucedió el primer acontecimiento extraño de aquel día. Se
encaminaba hacia el cauce de un riachuelo que corría por una hondonada entre las
colinas, y llegó un punto en que el sendero se estrechaba para correr al pie de un
alto muro de piedra. Era un muro levantado con grandes piedras planas; a lo largo
de su parte más alta corría una especie de cornisa que sugería la dentadura de un
gigante. Lo normal sería que no se hubiese fijado siquiera en la estructura del
muro, y la verdad es que no prestó la menor atención al muro en sí, hasta que
percibió algo, hasta que en un punto de aquella cornisa se producía un hueco
notable, de golpe, y uno de los dientes del gigante caía a sus pies levantando una
nubecilla de polvo parecida al humo de una explosión. El diente del gigante, al
desprenderse de lo alto del muro, le había rozado la cabellera.
Lógicamente impresionado, levantó la vista hasta donde había intuido un instante
antes el hueco diciéndose que se había librado de morir por muy poco, y vio en el
negro agujero de la cornisa un rostro que lo miraba fijamente y con expresión
malévola.
—¡Podría denunciarle y mandarlo a la cárcel! —gritó el del traje negro.
—No, no podría hacerlo —dijo el que estaba en lo alto del muro, desapareciendo al
instante con la agilidad de una ardilla.
El hombre vestido de negro, cuyo nombre era Gabriel Gale, levantó la vista y
contempló pensativamente el muro; era alto y difícil de escalar por la disposición
de sus piedras planas; además, el otro ya se habría escapado. Gale se preguntó por
qué diablos quienquiera que fuese aquel ser había hecho eso. Pero no tardó mucho
en reflexionar acerca de lo que el otro le había dicho cuando lo amenazó con la
cárcel.
A decir verdad, pese a que aquellas palabras dichas por el desconocido parecían
absolutamente banales, hicieron evocar a Gale los hechos que acabaron en aquel
pequeño cementerio; así, mientras reanudaba su marcha, ahora a paso aún más
ligero, trataba de recopilar en su mente todos y cada uno de los detalles de aquella
historia tan extraña que debía narrar a lady Diana en breve.
Unos catorce años atrás, cuando llegó a su mayoría de edad, Gabriel Gale heredó
unas deudas no muy gravosas y el libre dominio de unas tierras que daban escasos
réditos. Aunque había crecido en la tradición y los usos de los modestos
terratenientes, no era Gale un hombre especialmente dado a opinar sólo como
opinan los modestos terratenientes, distinguiéndose de éstos por otras apetencias y
por otras miras... La verdad es que, desde su primera juventud, su política era muy
distinta de la política de los pequeños propietarios rurales; sus ideas, para éstos,
eran muy revolucionarias, por lo que en la región se le consideraba capaz de alzar
la antorcha y pegarle fuego a todo lo que le saliera al paso. Incluso intervino en la
134defensa de los cazadores furtivos y de los gitanos; escribió cartas a los periódicos
de la región, que los directores consideraron excesivamente elocuentes, por no
decir otra cosa, como para ser publicadas. Denunció también a la Magistratura del
condado por su actitud, para él injusta, en la concesión de cosas que tenían que
haber sido adjudicadas justamente y no lo fueron. Y al descubrir que las
autoridades en general estaban contra él y ejercían el control legal de los medios de
expresión, inventó un método muy personal que además le resultó muy divertido y
contrarió de manera indecible a las autoridades, sobre todo a las de la Magistratura.
Por ejemplo, aprovechando el talento que poseía para dibujar y pintar, así como
para adivinar lo que pensaban los demás y captar con una mirada el carácter de
cualquiera, se convirtió en un retratista muy especial. No en eso que por lo general
se conoce como un pintor elegante. Las tierras de Gale comprendían varias granjas
con blancos muros o vallados que lindaban con la carretera; pero cada vez que un
potentado cualquiera, o un magistrado, hacía algo que Gale no consideraba justo,
pintaba su retrato en las paredes blancas de las granjas. No eran, propiamente
dicho, caricaturas; eran, en realidad, unos retratos en los que el pintor exponía al
desnudo, crudamente, el alma del retratado. No hubo nada ofensivo, por ejemplo,
en el retrato que hizo de aquel gran príncipe de los negocios que hoy es Par del
Reino; ni los ojos que miraban bajo sus cejas espesas, ni el escaso cabello
malamente partido por una raya en medio, pecaban de exageración, pero en aquella
su sonrisa comercial los labios parecían decir únicamente una cosa: «¿Y no hay
más beneficio?» Incluso se le notaba en la expresión que lo que vendía no era
precisamente de buena calidad. En cuanto al retrato formidable que hizo Gale del
coronel Ferrars, con sus grandes mostachos y sus pobladas cejas, hay que decir que
hacía justicia a la noble distinción de su rostro... pero revelaba a las claras que era
el rostro de un lunático, de un chiflado que tenía el temor subconsciente de
descubrir que en efecto estaba loco.
Con sus coloridas proclamas, Mr. Gale contribuyó grandemente al
embellecimiento de las granjas, de sus tierras, cabe decir de la región, también, y a
hacerse amar por sus iguales, e incluso por quienes eran aún menos que él. Nadie
podía adoptar además ninguna medida legal contra él, porque Gale se limitaba a
pintar; ni escribía libelos contra nadie ni pintaba leyenda alguna al pie de sus
retratos; pintaba en las paredes de sus granjas, encima, sin apropiarse de la fachada
de la casa de nadie, y en fin, lo ya dicho: se limitaba a pintar retratos.
Entre los que cada día se reunían a ver el nuevo retrato hecho por Gale se contaba
un campesino de rostro colorado y curtido, con largas y espesas patillas, apellidado
Banks, capaz de deleitarse con cualquier acontecimiento que se saliera de lo
normal, pero de expresión impenetrable y acaso de corta capacidad de opinión...
Nunca consiguió meterse en la cabeza la simbología social que había en los
retratos pintados por Gale, aunque los contemplara con gran interés, como si lo que
viese fuera todo un acontecimiento capaz de elevar a la mayor gloria su región,
como cuando nace una ternera con cinco patas o se corre la voz de que ha sido
visto un fantasma paseando por las antiguas horcas del pantano. Lo antes dicho no
supone, sin embargo, que Banks fuese imbécil; por el contrario, disponía de todo
135un gran repertorio de chistes e historias cómicas, trágicas y tragicómicas, que
venían a demostrar lo muy ricas que eran las tradiciones de aquella humanidad
encerrada en el corto espacio físico de aquella región. Así ocurrió que el granjero y
su revolucionario vecino pintor sostuvieron andando el tiempo largas
conversaciones sobre pasteles de carne y cerveza, mientras hacían largas
excursiones a tumbas antiguas y emocionantes, o a históricas tabernas, no menos
emocionantes. Y así ocurrió, también, que en una de aquellas largas excursiones
Banks tropezó con uno de sus antiguos compañeros, quedando constituido un
grupo de tres amigos que algún descubrimiento no totalmente desprovisto de
interés harían, sobre todo cuando los excursionistas pasaron de ser tres a ser cuatro.
El primero de aquellos amigos era un hombre lleno de vida, con una barba larga y
ojos penetrantes que tenía por habilidosa costumbre hacer girar constantemente
mientras sonreía y hablaba. Tanto él como Banks mostraron gran interés por
aquellas proclamas políticas de Gale, a la vez que, curiosamente, las consideraban
una broma sin mayor trascendencia. Ambos, por lo demás, mostraban mayor
interés aún en presentarle a un amigo, Wolfe, al que sin embargo aludían siempre
como Sim, según ellos un tipo con mucho ingenio y alguna experiencia en crítica
política, que sin duda podría darle ideas. Gale, sumido en aquella especie de
soñolienta curiosidad tan típica en él, se vio, pues, arrastrado a una excursión que
tenía como objetivo principal presentarle a Sim. Y le fue presentado Sim, en
efecto, en una pequeña hostería llamada Las Uvas, media milla río arriba. Para ir
hasta allí los tres amigos tomaron una barca, siendo el timonel Starkey, un tipo
diminuto. Era una hermosa mañana de otoño, pero el río estaba casi oculto entre
sus altas márgenes de espeso boscaje, con algún claro soleado, en uno de los cuales
se alzaba un hotelucho que parecía contemplar embobado el río. En la ribera que
dominaba las aguas los esperaba un hombre de muy buen aspecto, con un hermoso
rostro curtido, como de actor, y los cabellos ensortijados y grises. Les dio la
bienvenida con una agradable sonrisa y se encaminó hacia la casa con gesto
decidido.
—He encargado algo para ustedes —dijo—. Ya debe de estar preparado.
Mientras Gabriel Gale avanzaba en la retaguardia de la marcha en fila, subiendo
por el pavimentado sendero que conducía a la puerta de la hostería, su mirada
errabunda se fijó en el resto del jardín; algo vibró entonces en su espíritu, que era
muy dado a vibrar, en cualquier caso, e incluso a rebelarse, hablando en términos
generales. Gale no comprendía por qué tenía que subir a través de aquel sendero
tan recto y bien trazado, cuando muchas otras cosas del jardín despertaban su
ardiente fantasía. Hubiera preferido, desde luego, almorzar en una de aquellas
mesitas a la intemperie que había diseminadas por la hierba. Hubiera preferido
andar casi a tientas por la semioscuridad de aquella glorieta del fondo del jardín, en
la que podía ver la mesa de piedra redonda y el banco semicircular bajo la bóveda
a la que ponían gruesas cortinas incontables plantas trepadoras. Incluso se sentía
más atraído por un viejo trapecio que aparecía entre sus montantes de hierro por
los matorrales de la margen del río. Aquella atracción fue tan irresistible que no
pudo reprimir un grito:
136—¡Allá me voy!
Y echó a correr a través del jardín en dirección a la glorieta para subirse al trapecio
de un salto. Se columpió un par de veces, y ya se disponía a dejar el asiento con un
nuevo salto para caer de pie sobre la hierba, cuando justo en ese momento la
cuerda que sujetaba el asiento se rompió, y cayó Gale de espaldas agitando sus
piernas en el aire. No obstante, de un nuevo salto se puso en pie y se encontró de
frente a sus amigos, que lo habían seguido y le miraban con expresión de censura,
como poco... Salvo el sonriente Starkey, cuyos ojos giratorios eran los de siempre,
al igual que su sonrisa.
—¡Vaya trapecio! —protestó Gale—. Aquí todo se cae a pedazos...
Y pegó un tirón de la otra cuerda, que cayó a la hierba. Entonces, dirigiéndose a
Gale, dijo Wolfe:
—¿Así que quiere hacer usted un número de circo en la glorieta? Muy bien, entre
usted y arranque todas las telarañas que encuentre; cuando acabe entraré yo.
Gale entró sonriente en aquel oscuro rincón y se sentó en el centro del banco
semicircular. Mr. Banks, un hombre más práctico, se había negado en redondo a
penetrar en aquella caverna rodeada de hojas y siguió en dirección al hotelucho.
Poco después entraban Wolfe y Starkey, que tomaron asiento en cada extremo del
banco semicircular, con Gabriel Gale entre ambos.
—Supongo que habrá sido un impulso, ¿no? —dijo sonriente Wolfe a Gale—.
Ustedes, los poetas, suelen padecer de impulsos, ¿no es así?
—La verdad es que no podría decirle si ha sido o no un impulso poético —dijo
Gale—; de lo que sí estoy seguro es de que se necesitaría de un poeta para decirlo,
e incluso describirlo. No estoy seguro de ser poeta. En cualquier caso, sí estoy
seguro de que no podría describir jamás este tipo de impulsos; la única manera de
hacerlo, por lo demás, sería escribiendo un poema sobre ese maldito trapecio que
no sirve para columpiarse y otro sobre la glorieta, enmarcándolos luego en un gran
poema dedicado al jardín en su conjunto. Pero los poemas de esas características
no se escriben así como así ni en un corto espacio de tiempo. Debo decirle,
además, que un verdadero poeta nunca hablaría en prosa... Yo hablo en prosa... Un
verdadero poeta hablaría del tiempo en estrofas rimbombantes, en estrofas
hinchadas como las nubes de las tormentas, o le pediría en la mesa que le alcanzase
las patatas en un impromptu lírico tan hermoso como la flor azul de la patata.
—Pues haga usted un poema en prosa —dijo Simeón Wolfe—. Díganos así sus
impresiones acerca del jardín y del columpio.
Gabriel Gale estaba de muy buen humor, tenía uno de sus días más locuaces, de
mayor sociabilidad. Hablaba mucho de sí mismo precisamente porque no era
egoísta. En esta ocasión lo hizo extensamente. Le gustaba ver a aquellos hombres
atentos e interesados, y trató de expresar con las palabras justas los imperceptibles,
los intangibles impulsos que provocaban siempre en él ciertas formas o colores,
determinadas revueltas del camino, tantas veces sinuoso, de la vida. Trató de
expresar su análisis del atractivo que se contenía en aquel trapecio con sus
rudimentarios conocimientos de la aviación, para decir que algo así, un trapecio, un
137columpio, conseguía hacer de un hombre un niño, porque daba al niño, y por lo
tanto al hombre, la sensación de ser un pájaro. Dijo que aquella glorieta era
fascinante sólo porque era una auténtica ruina, casi un antro. Habló expresamente
de la verdad psicológica, para decir que aquellos ruinosos objetos elevaban a lo
más alto el espíritu de un hombre, aunque dudaba que el suyo se hubiese elevado.
También hablaron los otros. Mientras hacían el almuerzo disertaron sobre sus
respectivas experiencias personales, y Gale pudo comenzar así a comprender
cuáles eran sus personalidades y cuáles sus puntos de vista más arraigados, o más
forzosamente arraigados. Wolfe había viajado mucho, especialmente por el este del
país; la experiencia de Starkey había sido mucho más local, pero igualmente
interesante; ambos, en fin, habían conocido diversos casos y problemas
psicológicos sobre los cuales consultaban sus notas. Ambos estuvieron de acuerdo
en el proceso mental de Gale; se comunicaron que, aun no siendo muy común,
tampoco era único.
—En realidad —dijo Wolfe—, creo que su mentalidad pertenece a un tipo
particular del que he conocido algunos casos. ¿No le ha ocurrido a usted lo mismo,
Starkey?
—Estoy totalmente de acuerdo.
Fue en aquel momento cuando Gale dirigió una mirada que parecía ensoñadora a la
luz que caía sobre la hierba, y en el momento más plácido, brotó de su interior un
destello como un relámpago; una de esas intuiciones que le acompañaban en
cualquier momento; quizás la mayor y mejor intuición de su vida.
Sobre la luz plateada del río, el negro marco del destrozado trapecio de destacaba
como una horca. No se veía rastro ni de la cuerda ni del asiento, no ya donde
hubieran debido colgar, sino en el suelo, donde habían caído. Dirigió una mirada
en derredor suyo y las vio por fin, ocultas a medias detrás del banco, en el sitio
donde Starkey se había sentado. Al instante lo comprendió todo. Supo la profesión
de los dos hombres que tenía a su lado. Supo por qué le pedían que describiese el
proceso de su mente. No tardarían en sacarse del bolsillo un documento para
obligarle a firmarlo. No saldría de aquella glorieta como un hombre libre.
—Así que son ustedes médicos y creen que estoy loco —les dijo sin dar señales de
alarma, incluso alegremente.
—Esa expresión no es precisamente científica —dijo Simeón Wolfe en tono
conciliador—. Pertenece usted a un tipo que los amigos y admiradores deben tener
la consideración de tratar de una forma muy concreta, pero que en ningún caso ha
de ser molesta o poco amistosa. En realidad es usted un artista que posee un
temperamento que podríamos denominar como de megalomanía modificada; un
temperamento que se manifiesta mediante constantes exageraciones. No puede
usted ver una pared desnuda sin experimentar el irresistible impulso de cubrirla
con una pintura. No puede usted ver cómo se balancea un inocente trapecio para
que se columpien los niños sin pensar en barcos volantes que se balancean en el
aire. Me aventuro a decir que no puede ver usted un gato sin pensar en un tigre, ni
un lagarto sin pensar en un dragón.
138—Eso es rigurosamente cierto —dijo Gale con gran solemnidad—. ¡Jamás haría lo
contrario!
Su boca se ladeó un poco entonces en una sonrisa, como si acabara de ocurrírsele
algo muy gracioso.
—La psicología es sin duda algo de mucha importancia y valor —siguió diciendo
Gale—; parece que nos enseña a leer los pensamientos de los demás, aquello que
más se oculta en su mente. Usted, por ejemplo, tiene una mentalidad muy
interesante; ha alcanzado una condición que creo reconocer, pues se encuentra
usted en pleno desarrollo de esa actitud especial en la cual un hombre, cuando
piensa en algo, no lo hace en el epicentro fundamental de ese algo. No ve usted
más que los bordes difuminados de ese algo. Su enfermedad es la opuesta a la mía,
a eso que usted llama hacer de un gato un tigre y de un lagarto un dragón; otros lo
llaman hacer de una montaña una topera... Usted no se limita a hacer de un gato un
gato, sino que va hacia atrás, probando que es menos que un gato; un gatito
defectuoso, o un gato con una clara deficiencia mental. Pero un gato es un gato; tal
es la suprema cordura con que de manera tan espesa, tan velada, se expresa su
mente. Después de todo, una topera es una colina y una montaña es también una
montaña; pero ha caído usted en ese estado mental de la reina loca que decía
conocer montañas comparadas con las cuales todas las demás eran un valle. No
puede usted captar una cosa llamada simplemente cosa. Nada tiene para usted un
epicentro, un eje central cuerdo. En su cosmogonía no hay un centro. Su problema
empieza por ser ateo.
—Yo no he dicho que sea ateo —dijo Wolfe mirándole fijamente.
—Y yo no he dicho que sea artista —replicó Gale—, ni he dicho que tenga
apetencias de serlo; ni tengo, por supuesto, un afán artístico incontrolable, ni cosa
parecida. Pero le diré algo... Sólo soy capaz de exagerar las cosas según la forma
en que se desarrollan. Y le aseguro que muy pocas veces me equivoco. Puede ser
usted tan frágil como un gato, pero yo sabía que se iba usted convirtiendo poco a
poco en un tigre. Y adiviné que este lagarto que es su amigo Starkey podía, por
medio de cierta magia negra, la de su ciencia, convertirse en un dragón.
Mientras seguía hablando no perdía de vista a Starkey, sin dejar tampoco de mirar
hacia el exterior a través del oscuro arco de la glorieta, que se le antojaba el de una
cárcel con un guardia a cada lado de la puerta.
Más allá se veía la siniestra silueta de la horca, y tras ella el verde plateado del
jardín y el río, que brillaban al unísono como un paraíso de la libertad perdida.
Pero era característico en Gale, incluso cuando se veía en una situación
desesperada, mostrarse lógico e incluso agresivo, hasta resultar triunfante. Le
apasionaba dar la vuelta a los argumentos que se esgrimían en su contra, incluso
cuando eran tan abstractos como una tabla de multiplicar.
—¿Por qué, mis doctos amigos —siguió diciendo, ahora con cierto aire de
desprecio—, se creen ustedes más indicados para redactar un informe sobre mi
estado mental que yo sobre el suyo? No pueden ustedes ver en mí más
profundamente de lo que yo puedo ver en ustedes. Ni siquiera la mitad. ¿Acaso
139desconocen que un pintor de retratos tiene que valorar a quien tiene frente a sí a
primera vista, tanto como al parecer hacen los médicos, según presumen? Y les
aseguro que yo hago eso mucho mejor que ustedes; digamos que tengo la fortuna
de poseer ese don... Por ello puedo pintar mis grandes retratos en las paredes. Y no
duden de que sabría pintar como es debido sus retratos, caballeros. .. Sé qué tiene
metido usted en la cabeza, doctor Simeón Wolfe; y le aseguro que lo que tiene ahí
no es más que un caos de excepciones que no se ajustan a la menor regla. Es usted
capaz de encontrar anormal cualquier cosa, precisamente porque no es usted
normal; es usted capaz de juzgar loco a todo el mundo, pero en cuanto a la razón
por la que quiere considerarme loco... bueno, sólo puedo decirle que se trata de
otra de las desventajas de ser ateo. Cree usted que no pesará sobre su conciencia
haberse convencido de que debe cometer la traición, la absoluta villanía que debe
cometer usted hoy.
—Ahora ya no me queda la menor duda sobre su deterioro mental —dijo el doctor
Wolfe en tono de mofa.
—Parece usted un actor, pero muy malo —respondió Gale con mucha calma—.
Veo que mis simples conjeturas sobre usted eran todo un diagnóstico. Estos
expoliadores y usureros que oprimen al pobre en mi valle natal son incapaces de
encontrar una ley, por intrincada que sea, que me impida pintar los colores de su
alma en el infierno. De manera que lo han sobornado a usted y a ese otro doctor, a
bajo precio, seguramente, para que me resuelvan el trámite de conseguir plaza en el
manicomio... Sé bien qué clase de hombre es usted; sé bien que no es la primera
monstruosidad que hace para ayudar a un rico a salir del atolladero. Usted es de esa
gente capaz de hacer cualquier cosa por tener contento a quien le paga, aunque le
pague poco... Incluso puede que fuese usted capaz de asesinar a una criatura que
aún no ha nacido...
El rostro de Wolfe seguía arrugado en su semítica expresión de ironía, pero su tinte
oliváceo había adquirido un tono amarillento repulsivo. Con una súbita estridencia,
abrupta como el ladrido de un perro, Starkey gritó:
—¡Hable usted con más respeto!
—¡Vaya! —exclamó Gale como con hartazgo—. Al fin habló también el doctor
Starkey... Bien, pues hablemos todo lo médicamente que sea posible acerca del
estado mental del doctor Starkey...
Volvía los ojos lánguidamente hacia donde se encontraba Starkey, pero se detuvo
ante un cambio que percibió en el exterior de la glorieta. Un tipo extraño se había
detenido bajo el marco del trapecio, mirando hacia arriba e inclinando la cabeza a
un lado, como los pájaros. Era un hombre joven, pero bajo y rechoncho, que vestía
estrafalariamente; Gale supuso que se trataba de un huésped despistado. Su
presencia, en cualquier caso, no le serviría de mucho, pensó, porque la ley estaba
de parte de los médicos. Así que siguió hablando.
—El deterioro mental del doctor Starkey —dijo— ha hecho que olvide algo
fundamental como lo es el amor a la verdad, ni más ni menos. Usted, Starkey, no
es un hombre que se guíe por una filosofía del escepticismo, como su colega;
140usted, mi querido amigo Starkey, es un hombre práctico; pero lleva tanto tiempo
mintiendo, que es incapaz de ver las cosas como son, sólo como usted quiere que
sean, según el calibre de sus mentiras. Junto a cada cosa está el ideal que la
sostiene, que es su sombra; pero usted sólo ve la sombra, y además donde le
conviene y cuando le conviene. La percibe rápidamente, eso sí, pero se dirige de
inmediato a la potencialidad engañosa de todo para dar a cada cosa un uso muy
distinto del que por su ideal le corresponde. Es usted uno de esos tipos que se creen
originales porque siempre toman las callejas más tortuosas. Muy pronto se dio
cuenta de que el trapecio no era más que un algo insustancial, que podía, sin
embargo, proporcionarle unas cuerdas para atarme, temeroso de que me pusiera
violento. Vio usted, igualmente, que haciéndome entrar el primero en la glorieta
me tendría acorralado. Pero lo de columpiarme en el trapecio y entrar en la glorieta
fueron ideas que sólo a mí se me ocurrieron; no es usted un pensador que aplique
la ciencia del comportamiento, como el sinvergüenza de su colega; usted se limita
a apropiarse de las ideas de los otros con la rapidez de un carterista. En cuanto ve
usted una idea que asoma por un bolsillo cualquiera, no puede evitar pegarle un
tirón y llevársela. Ahí se demuestra su locura, amigo mío; no puede resistir usted la
tentación de ser inteligente, o, mejor dicho, de pedir prestada la inteligencia de los
demás. Su desvergüenza es la propia de los desarrapados, por lo que no me
extrañaría que hubiese estado alguna vez en la cárcel.
Starkey se puso de pie de un salto, tomando las cuerdas y arrojándolas sobre la
mesa.
—¡Hay que atarlo y amordazarlo, está delirando! —gritó fuera de sí.
—Bien, eso me hace simpatizar en cierto modo con su forma de ser —siguió
diciendo Gale tan tranquilo—. Cree usted que debo ser amordazado, porque si
estuviese en libertad medio día más, o quizás simplemente media hora más, podría
averiguar muchas cosas acerca de usted, haciendo jirones su reputación de hombre
y médico respetable, ¿verdad?
No obstante, mientras hablaba seguía observando Gale con gran interés los
movimientos que hacía aquel hombre bajo y grueso en el exterior de la glorieta.
Había cruzado el jardín, y tras coger una silla se dirigía a la glorieta. Con gran
sorpresa por parte de los médicos, entró, puso la silla en la entrada y tomó asiento
estirando las piernas y metiéndose las manos en los bolsillos, mientras miraba con
mucha curiosidad a Gabriel Gale. Allí sentado, en la penumbra de la glorieta, con
su cabeza grande y cuadrada de cabello corto, con sus anchos hombros, ofrecía una
presencia un tanto inquietante, por no decir misteriosa.
—No me gustaría interrumpirles, caballeros, aunque quizás fuese más honesto por
mi parte decir que deseo interrumpirles —dijo—. Porque lo cierto es que quiero
interrumpirles. A decir verdad, doctores, cometerían ustedes la mayor imprudencia
amordazando a este hombre para llevárselo a la fuerza.
—¿Por qué dice eso? —acertó a preguntar Starkey.
—Porque si lo intentan, los mataré —respondió el extraño.
Gale y los médicos lo miraron sorprendidos; Wolfe, sin abandonar su habitual tono
141despectivo, dijo:
—Creo que le resultaría difícil matarnos a los dos a la vez.
El desconocido sacó sus manos de los bolsillos, con un destello metálico; en cada
una de ellas tenía un revólver que apuntaba a los médicos como si fueran dos
largos dedos de acero.
—Los mataré, aparte de por lo antes dicho, si gritan o tratan de huir —dijo el
desconocido luciendo una media sonrisa de burla en los labios.
—¡Se está usted ganando la horca! —le gritó Wolfe abruptamente.
—No, no, qué va... —respondió el otro—. Salvo que dos muertos pudieran
levantarse del suelo para colgarme. .. Tengo todo el derecho a matarlos, señores.
Hay un acta del Parlamento que me permite ir por ahí matando a quien me venga
en gana. No puedo ser penado por ello, haga lo que haga y mate a quien mate...
En realidad soy el rey de Inglaterra y dice la Carta Magna que, por mi condición,
nada de cuanto haga será malo...
—¿Pero qué dice usted? —se extrañó Wolfe—. ¡Está rematadamente loco!
El desconocido soltó una risita corta y ahogada que estremeció a los médicos, y al
propio Gale.
—¡Ha dado usted en el blanco con su primer tiro, amigo! —gritó—. Ya veo que es
usted rápido e intuitivo... Sí, señor... Estoy loco, es verdad; acabo de escaparme del
manicomio que hay por aquí cerca, el mismo al que quieren llevar ustedes a este
hombre. Me escapé gracias a mi astucia, por las habitaciones privadas del jefe de
servicio, un buen médico que tuvo la amabilidad de dejarse abierto el cajón de la
mesa donde guarda habitualmente estas bonitas armas... Puede que me atrapen de
nuevo, pero jamás me ahorcarían, precisamente porque estoy loco... Sí, es posible
que me atrapen de nuevo; pero no consentiré que atrapen a este hombre. Tiene toda
la vida por delante; no quiero que sufra lo que he tenido que sufrir yo... Me gusta
su pinta... Me gusta la manera en que ha tirado por tierra toda esa palabrería
médica de ustedes. Comprenderán, pues, doctores, que estas armas me otorgan
ahora mismo el poder de un sultán absolutamente irresponsable de sus actos... Así
que, si les vuelo la tapa de los sesos, no harán más que encerrarme donde ya he
estado... Pero les ofrezco un trato: les perdonaré la vida si permiten que mi amigo
los deje aquí bien ataditos con esas cuerdas con las que querían atarlo... Es sólo
para poder escaparnos sin mayores prisas, ¿comprenden?
A Gale le resultó difícil, en adelante, recordar aquello tal y como se produjo.
Cuando evocaba el suceso le parecía una especie de sueño, o mejor dicho, una
especie de pantomima que hubiera soñado... Y eso que los resultados de la acción
del loco fueron altamente positivos para él.
Diez minutos después, ambos, Gale y el desconocido, caminaban libres por el
bosque que se cerraba más allá de las lindes del jardín, tras dejar en la glorieta a los
médicos, atados como dos sacos de patatas.
El bosque supuso entonces para Gale un mundo realmente maravilloso. Cada árbol
era un árbol de Navidad cargado de regalos; cada claro era un escenario al que
142salía tras descorrer el telón con la alegría de un niño... Hasta muy poco antes todo
aquello pudo perderse para él, amenazado como lo estaba por las más terribles
tinieblas, peores que la muerte... Pero el cielo le mandó un Ángel de la Guarda en
la forma de aquel loco fugado de un manicomio.
Gale por aquel tiempo era muy joven; su juventud, sin embargo, no había
encontrado aún ni la vocación ni la oportunidad de enamorarse. Había en él algo de
aquellos jóvenes cruzados que hacían votos tan extraños como no cortarse los
cabellos hasta haber conquistado la Ciudad Santa. Su libertad ansiaba algo que la
ligase, y en aquel momento sólo se le ocurría un compromiso.
Cuando llevaban recorridas unas doscientas yardas por la margen del río, Gale se
detuvo, y dirigiéndose en tono solemne a su amigo, dijo:
—Usted es quien me ha dado todo eso. Ante Dios, y por todo el tiempo que me
dure la vida, será usted quien ha creado para mí el cielo y la tierra. Ha plantado
usted en mi vida libre y triunfal estos árboles, como candelabros de siete brazos
que hacen relucir sus ramas de plata al sol. Ha desparramado usted a mis pies estas
hojas rosadas, más bellas que las propias rosas. Ha dado usted a las nubes la forma
que atesoran, para que yo las admire. Ha inventado usted los pájaros... ¿Cree que
podría gozar yo de todo esto, si lo supiera encadenado de nuevo en ese infierno
detestable del manicomio? No, amigo mío; tendría entonces la impresión de
haberle robado todo esto que me ha dado usted... Me sentiría como un ladrón de
estrellas... Le juro que no volverá usted al manicomio, en tanto pueda yo evitarlo...
Usted me ha salvado y en adelante lo salvaré yo cuantas veces sea preciso... Le
debo la vida y a usted se la consagro; sufriré a su lado cuanto haya que sufrir; y
que Dios me conceda el don de que sólo la muerte pueda separarnos.
Así dijo Gale, en aquel bosque, las palabras que habrían de determinar en lo
sucesivo el curso de su existencia. La huida a través de aquel bosque se convirtió
en una peregrinación por todo el país. Eran dos forajidos. Pero fue también como si
se hubiese declarado una tregua entre ellos y sus perseguidores, porque cada parte
tenía mucho que temer de la otra. Gale no hizo uso de cuanto sabía ya acerca de los
doctores, por temor a que insistieran en la persecución de su amigo; y los médicos
no persistieron en la persecución por temor a que Gale hiciera público lo que sabía
de ellos. Así fueron por ahí los huidos sin que nadie los molestase, hasta el día en
que ocurrieron los hechos descritos en el primero de estos relatos, cuando uno de
los forajidos se enamoró y el otro sufrió un acceso paroxístico que a punto estuvo
de convertirlo en un criminal.
Sin embargo aquel suceso lo cambió todo. El estallido criminal obligó a que Gale,
no sin gran tristeza, se convenciese de que además de su caballeresco voto hecho a
su compañero de correrías tenía otras responsabilidades; y llegó así a la conclusión
de que éste sólo podía seguir viviendo de manera más segura, en cierto modo
apartado del mundo. Lo instaló, pues, en aquella secreta y confortable casa de
Cornualles, pasando la mayor parte de su tiempo haciéndole compañía, y si no,
dejándolo al cuidado de una fiel sirvienta. Aquel hombre allí recluido, cuyo
nombre era James Hurrel, se había dedicado en tiempos a los negocios,
143demostrando gran capacidad y audacia; pero un mal día su cerebro no pudo resistir
la compleja importancia de sus asuntos comerciales, enloqueciendo. Vivía en
Cornualles con relativa tranquilidad, llenando las mesas de la casa de proyectos y
las paredes de anuncios de empresas financieras que auguraban un porvenir
espléndido. Pero murió un mal día, según todos los indicios sin que lo abandonara
en el último instante de su vida la más completa felicidad. Gale se sintió al fin un
hombre completamente libre cuando volvió del entierro.
A la mañana siguiente, tras unas horas de marcha, un cambio en el paisaje de
aquella región forestal le dijo que se acercaba al país que tenía por encantado.
Recordó la curiosa forma en que se agrupaban los árboles, que parecían sostenerse
de puntillas, dándole la espalda para asomarse al valle de la felicidad. Llegó al
punto en que la carretera tomaba la dirección a la colina, por donde había andado
en tiempos con su compañero, y vio a sus pies los prados cayendo abruptamente
como tejados de bálago, y extendiéndose uno y otro llano hasta alcanzar el ancho
río y el vado, y la sombría posada El Sol Naciente.
El antiguo dueño de la posada, aquel hombre melancólico, había abandonado ya el
lugar, su negocio, considerando mucho menos melancólico y bastante más
productivo emplearse en alguno de los establos de los alrededores. Un hombre más
vivaz, un tipo con las trazas inequívocas de los mozos de cuadra, se encargaba
ahora de la posada y de cantar las excelencias de la región. Gale, para no ser
menos, informó a su vez al nuevo posadero de las bondades de aquel cielo bajo el
cual se extendían los paisajes que ponderaba, hablándole además de una puesta de
sol que en cierta ocasión había contemplado en aquel valle, algo que sin duda no
tenía parangón en ninguna otra parte del mundo; y que incluso la tormenta que
siguió a la puesta de sol, añadió Gale, fue algo realmente sublime. Sus
divagaciones cambiaron, sin embargo, al poner el posadero una nota en su mano,
que alguien de la gran casa del otro lado del río le había dejado allí. La nota, sin
encabezamiento, decía así:
«Deseo escuchar su relato, y espero que venga a visitarme mañana, jueves. Temo
tener que ausentarme hoy, pues he de visitar a un tal doctor Wilson, de
Wimbledon, por un asunto de trabajo; quiero decir que es muy probable que
encuentre trabajo en casa del doctor Wilson. Supongo que sabrá que no corren
precisamente buenos tiempos para mi casa
D.W»
El paisaje pareció oscurecerse ante sus ojos mientras leía la carta, pero no perdió la
vivacidad de su actitud ni la palabra animada.
—Me parece que he cometido un error —dijo, guardándose la nota en un
bolsillo—; tengo que marcharme de inmediato. Debo visitar otro lugar aún más
pintoresco y poético que éste, y mire que es difícil. Tengo que ir, amigo mío, a
Wimbledon, que tiene un cielo extraño, único; las puestas de sol de Wimbledon
son famosas en el mundo entero; una tormenta en Wimbledon adquiere
144características apocalípticas... Pero volveré a este lugar tarde o temprano... Buenas
tardes.
Todo cuanto hizo Mr. Gale a partir de aquel momento fue muy calculado, no
obstante la peculiaridad de sus acciones. Comenzó por tomar asiento en un
escalón, frunciendo con dureza el ceño, como si estuviese sumido en arduas
reflexiones. Después envió un telegrama a un tal doctor Garth, amigo suyo, y a dos
o tres personas más, de posición acomodada. Después, ya en Londres, se dirigió a
las redacciones de los periódicos más sensacionalistas y buscó en sus archivos los
detalles de una serie de crímenes de antaño, ya olvidados. Cuando llegó a
Wimbledon tuvo una larga conversación con un agente de alquileres y terminó
hacia la caída de la tarde ante la alta valla de un jardín con una puerta pintada de
verde que se abría en aquella ancha y desierta calzada del suburbio. Se acercó a la
puerta y la empujó suavemente con un dedo, como si quisiera comprobar si la
pintura estaba seca. Pero la puerta, adornada con decorativas bandas de metal
labrado, pese a su apariencia de estar cerrada, cedió, dejando ver los lechos de
flores de colores de un hermoso jardín. Gale no se extrañó de aquella belleza,
adentrándose en el jardín y dejando la puerta entreabierta. La familia a la que iba a
visitar, y en la que la empobrecida Diana Westermaine ocuparía seguramente el
puesto de ama de llaves o de secretaria, era de aquellas que aúnan una moderna
sencillez con un cierto confort Victoriano, sin reparar en gastos. Los invernaderos
del jardín eran antiguos pabellones y estaban llenos de especies bellas y exóticas;
pero aún había cosas más antiguas, como una estatua gris y aparentemente deforme
que ocupaba el centro del jardín. Por aquí y por allá, más pequeños detalles
Victorianos, como los aros y las mazas de un croquet en el suelo, como si los
jugadores hubieran dejado a medias una partida; bajo un árbol, una mesa con el
servicio de té dispuesto; la mesa denotaba que la gente que allí vivía daba gran
importancia a la hora del té. Todos aquellos objetos de uso común entre los
humanos, pero no utilizados en esos momentos por seres humanos, realzaban lo
desierto que estaba el jardín. Mejor dicho, realzaban que estaba casi desierto el
jardín, pues ya se apreciaba algo que podía llenarlo extrañamente de vida. A lo
lejos, en uno de los senderos que conducían a la colina, vio una figura que
avanzaba distraídamente hacia donde se encontraba. Pasó por debajo de un arco
coronado de plantas trepadoras y allí, después de tantos años, volvieron a
encontrarse. El hecho de que ambos vistieran de negro, como de luto, daba gran
simbolismo y solemnidad al encuentro.
Gale había conservado siempre vivo en su memoria el recuerdo de aquellos ojos y
la bella distinción de su rostro, asomando por las puntas del cuello azul de la blusa
que lucía aquel día. Y en cuanto la vio de nuevo quedó maravillado de que el rostro
solo de ella no aniquilara todos sus recuerdos, al contrario. La joven dama se
quedó mirando a Gale con los ojos brillantes y fijos en los suyos, y dijo:
—Vaya, la verdad es que parece usted muy impaciente...
—Sí, quizás —respondió Gale—; pero lo cierto es que llevo esperando cuatro
años.
145—Vendrán a tomar el té dentro de poco —dijo ella con cierto embarazo— y tendré
que presentarlo a usted. .. Acepté el empleo esta mañana... Iba a enviarle un
telegrama contándoselo...
—Pues gracias a Dios que la he seguido —dijo Gale—; su telegrama no hubiera
llegado a mis manos...
—¿Qué quiere decir? ¿Por qué me ha seguido? —preguntó ella.
—Digamos que no me gustó esta su dirección en Wimbledon —dijo Gale.
Justo en ese momento varias personas comenzaban a llenar el jardín mientras ellos
se dirigían lentamente a la mesa sobre la que estaba el servicio de té dispuesto. El
rostro de la muchacha estaba más pálido que de costumbre, pero en sus ojos grises
brillaban una luz inextinguible y una curiosidad recelosa. Cuando llegaron a la
mesa, dos o tres de aquellas personas que habían llegado al jardín tomaban asiento
a la mesa y Gale las saludó cortés e incluso ceremoniosamente.
Aún no habían hecho acto de presencia los dueños de la casa; sólo había tres
hombres, probablemente huéspedes, o quizás sólo invitados a la reunión familiar.
Uno de ellos era un joven alto y elegante que lucía un bigote rubio, lo que le
empequeñecía algo la cara; fue presentado como Mr. Wolmer y tenía una nariz
aquilina, que hubiera hecho pensar a Gale en el pico de un búho de no ser por sus
ojos saltones y lo muy hundida que tenía la barbilla, lo que le asemejaba más a un
loro. El otro era el Mayor Bruce, hombre pequeño y fuerte con la cabeza apepinada
y una cabellera de un gris que parecía plomo, un tipo que tenía además una
expresión que sugería que era incapaz de abrir la boca, como así era... El tercero
era un hombre ya de edad, tocado con una gorra negra para taparse la calva, con
una barba roja y abierta en abanico. Era al parecer una persona importante y se le
conocía como Profesor Patterson.
Gale compartió con ellos el té, manteniendo una conversación muy animada, sin
dejar de preguntarse quién debería ocupar aquel sitio de la presidencia de la mesa,
mientras Diana Westermaine comenzaba a llenar las tazas.
Mr. Wolmer era, además de lo antes dicho, un hombre nervioso; al poco se
levantó, y como impelido por la necesidad de hacer algo, comenzó a golpear las
bolas del croquet. Gale, que no dejaba de observarlo, siguió su ejemplo, tomó una
de las mazas y se dispuso a hacer el prodigio de pasar dos bolas bajo el arco. Era
un truco que requería una gran precisión, porque para lograrlo se puso antes cabeza
abajo, sosteniéndose sobre las manos, y estudiar así mucho mejor el tiro.
—¿Piensa usted meter la cabeza bajo el aro? —le preguntó Wolmer un tanto
ásperamente, movido por una impaciencia que había ido creciendo en él como si
experimentase auténtica repulsión hacia el desconocido.
—No, no —dijo Gale alegremente, mientras hacía correr las bolas—. Admito que
se trata de una posición incómoda. .. Es casi como estar a punto de ser guillotinado.
Wolmer contemplaba con la mirada vaga el aro de hierro y murmuró algo con voz
baja y ronca, que pareció un se lo merecería usted. Entonces hizo revolotear
súbitamente su mazo por encima de su cabeza, como si fuese un hacha de guerra, y
146descargándolo con fuerza sobre el aro, lo hundió por completo en la hierba. Toda
aquella pantomima tenía algo profundamente impresionante y daba la sensación de
que bajo el aro había una cabeza humana. Era como si ante sus ojos acabase de
llevarse a cabo una decapitación.
—Será mejor que deje el mazo —dijo el profesor con voz tranquilizadora,
poniendo una mano temblorosa sobre el hombro de Mr. Wolmer.
—Sí, sí —dijo, arrojando el mazo por encima de su hombro, como un atleta que
lanzara el martillo en un campo de deportes. El mazo cruzó el aire como un
relámpago, hasta alcanzar aquella estatua de yeso que parecía deforme,
decapitándola. Mr. Wolmer se echó a reír de una manera extraña, bastante
escandalosa, y se encaminó hacia la mansión.
La joven Diana lo había observado todo ceñuda y aún más pálida. Reinó un
silencio espeso y desagradable durante unos segundos, que acertó a romper el
Mayor Bruce, al cabo, diciendo:
—Es la atmósfera de este lugar —dijo—. No es muy sana...
La atmósfera de aquel jardín de los suburbios era en realidad clara, soleada y
agradable. Diana dirigió una mirada circular llena de perplejidad, llenándose de la
hermosura de aquellos setos de flores, del césped que relucía bajo la luz clara de la
tarde.
—Quizás sea mi mala suerte —siguió diciendo el Mayor Bruce, pensativo—, pero
la verdad es que lo que me ocurre es muy serio... Tengo una enfermedad que hace
de este lugar, para mí, un sitio horrible, insoportable.
—¿Qué quiere decir? —preguntó inquieta Diana.
Hubo otro largo silencio, y al fin respondió el Mayor Bruce:
—Es que estoy cuerdo.
Lady Diana miró nuevamente a su alrededor, para deleitarse con el soleado jardín,
pero se estremeció como si la sacudiera un escalofrío. Mil cosas ocurridas en las
últimas horas acudieron a su mente. Supo por qué había desconfiado
instintivamente de aquella residencia en cuyo servicio acababa de entrar. Sabía que
sólo hay un lugar en el mundo en el que los hombres dicen que están cuerdos.
Mientras el hombrecillo de la cabeza apepinada se alejaba con la rigidez de un
autómata, lady Diana buscó a Gale con los ojos y comprobó que no se encontraba
allí. Sintió un profundo vacío, una vasta sensación de terror. Lo único que le
importaba ya era precisamente aquel hombre que había desaparecido. Puso en la
balanza de sus pensamientos la posibilidad de que ella misma estuviese loca contra
la posibilidad de que los demás estuvieran cuerdos. Y de repente, por una brecha
abierta entre los setos, vio algunas siluetas que se movían en el otro extremo del
jardín. El anciano profesor que se tocaba con la gorra negra caminaba rápido, como
si anduviese de puntillas, agitando los brazos como sí en vez de tales fueran las
aletas de un pez, avanzando su roja barba al viento. Detrás de él se erguía, con la
misma suavidad y rapidez, a la distancia de un par de yardas, la alargada figura gris
de Gabriel Gale. No sabía Diana qué podía significar todo aquello; no era capaz
147más que de mirar nuevamente los parterres y los invernaderos llenos de flores que
ahora se le antojaban monstruosas, con la vaga sensación de ver en la estatua
decapitada un símbolo aclaratorio, como si fuese la estatua la imagen del dios de
aquel jardín de la sinrazón.
Un momento después se hizo presente Gale por el extremo del seto y avanzó hacia
ella, sonriéndole bajo el sol. Al verla tan pálida se detuvo.
—¿Sabe usted dónde estamos? —le susurró Diana—. Esto es un manicomio.
—Pero es muy sencillo escapar de aquí —dijo Gale con total tranquilidad—.
Tengo que decirle, sin embargo, que esto no es un manicomio.
—¿Que no?
—No, es mucho peor —dijo Gale.
—No se ande con rodeos, se lo ruego —suplicó la joven dama—. Dígame todo lo
que sepa acerca de este espantoso lugar.
—Yo lo tengo por un lugar sagrado —respondió Gale—. ¿No fue acaso bajo este
arco que se me apareció usted surgiendo del abismo de mi recuerdo? Al fin y al
cabo estamos en un jardín hermoso, por lo que siento tener que abandonarlo. La
casa también forma parte del romanticismo que envuelve todo esto... La verdad es
que hubiéramos podido estar muy bien aquí... si sólo hubiese sido un manicomio
—suspiró hondamente, como con pena, y prosiguió—: En un manicomio apacible,
tranquilo, agradable, podría decirle todo lo que siento necesidad de decirle; pero en
un sitio como éste, no soy capaz... Hay cosas más prácticas que hacer ahora, sin
embargo, y me parece que por ahí vienen los encargados de hacerlas.
Nunca pudo, en adelante, unir debidamente Diana los fragmentos de aquella
pesadilla y la forma espantosa en que se precipitaron; con gran asombro por su
parte vio una nueva comitiva avanzar por el sendero del jardín; a la cabeza iba un
hombre de pelo rojo y chistera, cuyas agudas y humorísticas facciones le eran
vagamente conocidas; detrás de él marchaban dos figuras corpulentas, con ropas
normales de calle, y entre ellos caminaba el Profesor Patterson, esposado.
—Lo han sorprendido prendiendo fuego a una casa —dijo el hombre del pelo
rojo—. Documentos importantes.
Más tarde, después de aquel asombroso correr de las horas, Gale y la muchacha
estaban sentados en un banco del jardín, tratando de explicarse convenientemente
lo sucedido.
—Supongo que recordará usted al doctor Garth —comenzó a decir Gale—. Bien,
pues gracias a su ayuda inestimable he podido desenredar todo este embrollo. La
verdad es que la policía llevaba tiempo sospechando la naturaleza real de esta casa
de reposo de Wimbledon. No, Diana, no; esto no es un manicomio; es un antro de
criminales, los más viciosos y empedernidos, que se han refugiado en la ingeniosa
idea de ser declarados irresponsables por un médico; de manera que lo peor que le
puede ocurrir al director es ser acusado de negligencia por dejarlos escapar.
Consulte usted los archivos y los encontrará declarados irresponsables de una larga
lista de crímenes. Se me ocurrió seguir este orden de ideas porque por casualidad
148sabía cuál era su origen. A propósito, supongo que éste debe de ser el caballero que
la contrató a usted...
Se refería Gale a un hombre bajo y vivaracho que en aquel momento salía de la
casa y cruzaba el jardín adelantando su aguda barbilla con el gesto de un foxterrier.
—Sí, es el doctor Wilson; me contrató esta mañana —dijo Diana.
El doctor se detuvo ante ellos, moviendo la cabeza a derecha e izquierda como un
perro y mirándolos con los párpados entornados.
—Así que éste es el doctor Wilson —dijo Gale—. Buenos, días, doctor Starkey —
y al ver que uno de aquellos hombres vestidos con ropas normales de calle se
acercaba al doctor Wilson, añadió en tono reflexivo—: Ya sabía yo que nunca
desaprovecharía usted una idea ajena.
Dos calles más debajo de donde se alzaba el manicomio había un parque pequeño,
no mayor que un jardín privado, cruzado por ornamentales senderos preñados de
arbustos radiantes, un verdadero oasis para las niñeras que paseaban a los
chiquillos del suburbio. Estaba también adornado con aquellos bancos de respaldo
curvado, uno de los cuales ostentaba, a su vez, el adorno de una pareja enlutada
que trataba, no sin bastante esfuerzo, de parecer respetable y hasta rígida. Por
desagradables que hubieran sido los acontecimientos vividos aquella tarde, al
menos transcurrieron rápidamente y la noche sólo comenzaba a cerrarse. El sol aún
iluminaba el cielo y los rincones del jardín, y en él no se oía otro ruido que el
lejano pero muy agudo chillido de algunos niños que jugaban.
Pues en ese lugar fue donde Gabriel Gale contó a Diana todo lo referido a su voto
en favor del lunático y cuanto le sucedió a partir del momento en que lo hiciera,
desde el episodio en aquel jardín próximo al río hasta el entierro de Hurrel en el
cementerio de los acantilados.
—No puedo comprender dos cosas —dijo la joven—; ¿cómo supo usted que me
encontraría en este lugar, y cómo sabía lo que era esa casa en realidad?
—Porque —comenzó a decir Gale tímido, mirando la gravilla del sendero—
cuando le dije a Starkey en aquella glorieta que sabía cómo le funcionaba la mente
y que eso le llevaría a cometer errores, no fue precisamente por ánimo jactancioso.
Starkey jamás desperdicia la ocasión de aprovecharse de algo, de lo que sea. No
importa si se trata de una idea errónea o acertada; le basta con que la idea sea de
otro... Cuando el pobre Jimmy Hurrel presumió de que no podría ser castigado por
la ley, pues estaba loco, tuve la convicción de que en el cerebro de Starkey acababa
de caer una semilla que acabaría por germinar. Estaba seguro. Había hecho lo
mismo cuando se me ocurrió lo del trapecio y la glorieta. Mientras Jim vivió, el
doctor Starkey sabía que yo tenía motivos para guardar silencio, pero en cuanto
murió mi buen amigo puso en práctica la idea. Es de acciones rápidas; su mente es
como un relámpago... pero también, como el relámpago, zigzagueante. Envió a uno
de sus esbirros a que me partiera la cabeza cuando me dirigía a verla a usted.
Interceptó mi telegrama y se la llevó a usted, bajo engaños, antes de que
pudiésemos hablar. Dígame qué le parece todo esto.
—Su voto fue ciertamente duro —dijo—. Durante todo este tiempo no habrá
149podido usted pintar ni hacer muchas otras cosas; no me parece justo que un genio
tenga que estar ligado a un loco por culpa de unas palabras.
Gale se mostró alterado.
—¡Por Dios, no diga eso! ¡No diga que uno no puede ligarse fielmente a un
lunático con unas simples palabras! No me diga que cometí ese error, se lo ruego...
Diga usted lo que quiera, pero eso no... ¡Es una idea horrible, una locura!
—¿Por qué? ¿A qué se refiere?
—Porque quiero pedirle que haga usted un voto aún más duro, aún más difícil de
cumplir... Quiero que se ligue usted a un loco, con unas simples palabras.
Se hizo un silencio, al final del cual la joven dama sonrió y se colgó del brazo de
Gale.
—No —dijo—; sólo un tonto... Bueno, usted me gusta; me gustó incluso cuando lo
tomé por un loco... aquel día que se puso cabeza abajo... Ahora no me parece que
el voto que me pide resulte muy difícil de cumplir... Pero... ¿Qué demonios hace?
¡Oh, no, Dios mío!
—¿Y qué otra cosa quiere que haga después de lo que acaba de decirme? —
respondió Gale con calma—. Permita que me ponga cabeza abajo...
Los niños que jugaban en el jardín contemplaron con asombro cómo un hombre
vestido de negro hacía cosas que, como poco, podrían calificarse como extrañas.
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