CANTO
X
LA
ISLA DE EOLO.
EL
PALACIO DE CIRCE LA HECHICERA
Arribamos
a la isla Eolia, isla flotante donde habita Eolo Hipótada, amado de
los dioses inmortales. Un muro indestructible de bronce la rodea, y
se yergue como roca pelada.
«Tiene
Eolo doce hijos nacidos en su palacio, seis hijas y seis hijos mozos,
y ha entregado sus hijas a sus hijos como esposas. Siempre están
ellos de banquete en casa de su padre y su venerable madre, y tienen
a su alcance alimentos sin cuento. Durante el día resuena la casa,
que huele a carne asada, con el sonido de la flauta, y por la noche
duermen entre colchas y sobre lechos taladrados junto a sus
respetables esposas. Conque llegamos a la ciudad y mansiones de
éstos. Durante un mes me agasajó y me preguntaba detalladamente por
Ilión, por las naves de los argivos y por el regreso de los aqueos,
y yo le relaté todo como me correspondía. Y cuando por fin le hablé
de volver y le pedí que me despidiera, no se negó y me proporcionó
escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve años que él había
desollado, y en él ató las sendas de mugidores vientos, pues el
Cronida le había hecho despensero de vientos, para que amainara o
impulsara al que quisiera. Sujetó el odre a la curvada nave con un
brillante hilo de plata para que no escaparan ni un poco siquiera, y
me envió a Céfiro para que soplara y condujera a las naves y a
nosotros con ellas. Pero no iba a cumplirlo, pues nos vimos perdidos
por nuestra estupidez.
«Navegamos
tanto de día como de noche durante nueve días, y al décimo se nos
mostró por fin la tierra patria y pudimos ver muy cerca gente
calentándose al fuego. Pero en ese momento me sobrevino un dulce
sueño; cansado como estaba, pues continuamente gobernaba yo el timón
de la nave que no se lo encomendé nunca a ningún compañero, a fin
de llegar más rápidamente a la tierra patria.
«Mis
compañeros conversaban entre sí y creían que yo llevaba a casa oro
y plata, regalo del magnánimo Eolo Hipótada.
Y
decía así uno al que tenía al lado:
«"¡Ay,
ay, cómo quieren y honran a éste todos los hombres a cuya ciudad y
tierra llega! De Troya se trae muchos y buenos tesoros como botín;
en cambio, nosotros, después de llevar a cabo la misma expedición,
volvemos a casa con las manos vacías. También ahora Eolo le ha
entregado esto correspondiendo a su amistad. Conque, vamos,
examinemos qué es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este
odre."
«Así
hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis compañeros:
desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mientras
que a mis compañeros los arrebataba un huracán y los llevó
llorando de nuevo al ponto lejos de la patria. Entonces desperté yo
y me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la
nave para perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería
todavía entre los vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché
sobre la nave cubriendo mi cuerpo. Y las naves eran arrastradas de
nuevo hacia la isla Eofa por una terrible tempestad de vientos,
mientras mis compañeros se lamentaban.
«Por
fin pusimos pie en tierra, hicimos provisión de agua y enseguida
comenzaron mis compañeros a comer junto a las rápidas naves. Cuando
nos habíamos hartado de comida y bebida tomé como acompañantes al
heraldo y a un compañero y me encaminé a la ínclita morada de
Eolo, y lo encontré banqueteando en compañía de su esposa a hijos.
Cuando llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto a las
puertas, y ellos se levantaron admirados y me preguntaron:
«"¿Cómo
es que has vuelto, Odiseo? ¿Qué demón maligno ha caído sobre ti?
Pues nosotros te despedimos gentilmente para que llegaras a tu patria
y hogar a donde quiera que te fuera grato."
«Así
dijeron, y yo les contesté con el corazón acongojado:
«"Me
han perdido mis malvados compañeros y, además, el maldito sueño.
Así que remediadlo, amigos, pues está en vuestras manos."
«Así
dije, tratando de calmarlos con mis suaves palabras, pero ellos
quedaron en silencio, y por fin su padre me contestó:
«"Márchate
enseguida de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que
no me es lícito acoger ni despedir a un hombre que resulta odioso a
los dioses felices. ¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los
inmortales."
«Así
diciendo, me arrojó de su casa entre profundos lamentos. Así que
continuamos nagevando con el corazón acongojado, y el vigor de mis
hombres se gastaba con el doloroso remar, pues debido a nuestra
insensatez ya no se nos presentaba medio de volver.
«Navegamos
tanto de día como de noche durante seis días, y al séptimo
arribamos a la escarpada ciudadela de Lamo, a Telépilo de
Lestrigonia, donde el pastor que entra llama a voces al que sale y
éste le contesta; donde un hombre que no duerma puede cobrar dos
jomales, uno por apacentar vacas y otro por conducir blancas ovejas,
pues los caminos del día y de la noche son cercanos.
«Cuando
llegamos a su excelente Puerto lo rodea por todas partes roca
escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a
otro, por lo que la entrada es estrecha, todos mis compañeros
amarraron dentro sus curvadas naves, y éstas quedaron atadas, muy
juntas, dentro del Puerto, pues no se hinchaban allí las olas ni
mucho ni poco, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo
yo detuve mi negra nave fuera del Puerto, en el extremo mismo, sujeté
el cable a la roca y subiendo a un elevado puesto de observación me
quedé allí: no se veía labor de bueyes ni de hombres, sólo humo
que se levantaba del suelo.
«Entonces
envié a mis compañeros para que indagaran qué hombres eran de los
que comen pan sobre la tierra, eligiendo a dos hombres y dándoles
como tercer compañero a un heraldo. Partieron éstos y se
encaminaron por una senda llana por donde los carros llevaban leña a
la ciudad desde los altos montes. Y se toparon con una moza que
tomaba agua delante de la ciudad, con la robusta hija de Antifates
Lestrigón. Había bajado hasta la fuente Artacia de bella corriente,
de donde solían llevar agua a la ciudad. Acercándose mis compañeros
se dirigieron a ella y le pregtmtaron quién era el rey y sobre
quiénes reinaba, Y enseguida les mostró el elevado palacio de su
padre. Apenas habían entrado, encontraron a la mujer del rey, grande
como la cima de un monte, y se atemorizaron ante ella. Hizo ésta
venir enseguida del ágora al ínclito Antifates, su esposo, quien
tramó la triste muerte para aquéllos. Así que agarró a uno de mis
compañeros y se lo preparó como almuerzo, pero los otros dos se
dieron a la fuga y llegaron a las naves. Entonces el rey comenzó a
dar grandes voces por la ciudad, y los gigantescos Lestrígones que
lo oyeron empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se
parecían no a hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron
a arrojarnos peñascos grandes como hombres, así que junto a las
naves se elevó un estruendo de hombres que morían y de navíos que
se quebraban. Además, ensartábanlos como si fueran peces y se los
llevaban como nauseabundo festín.
«Conque
mientras mataban a éstos dentro del profundo Puerto, saqué mi aguda
espada de junto al muslo y corté las amarras de mi nave de
azuloscura proa. Y, apremiando a mis compañeros, les ordené que se
inclinaran sobre los remos para poder escapar de la desgracia. Y
todos a un tiempo saltaron sobre ellos, pues temían morir.
«Así
que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en dirección al
ponto, mientras que las demás se perdían allí todas juntas.
Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo de la
muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros.
«Y
llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas trenzas,
la terrible diosa dotada de voz, hermana carnal del sagaz Eetes:
ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a los mortales, y
de Perses, la hija de Océano.
«Allí
nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de la
ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un
dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir durante dos días y dos
noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del cansancio y el
dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día,
tomé ya mi lanza y aguda espada y, levantándome de junto a la nave,
subí a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de
hombres y oír voces. Cuando hube subido a un puesto de observación,
me detuve y ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos
caminos a través de unos encinares y espeso bosque, en el palacio de
Circe. Asi que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a
indagar, pues había vistó humo enrojecido.
«Mientras
así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme primero a la rápida
nave y a la ribera del mar para distribuir alimentos a mis
compañeros, y enviarlos a que indagaran ellos. Y cuando ya estaba
cerca de la curvada nave, algún dios se compadeció de mí -solo
como estaba-, pues puso en mi camino un enorme ciervo de elevada
cornamenta. Bajaba éste desde el pasto del bosque a beber al río,
pues ya lo tenía agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento
en que salía lo alcancé en medio de la espalda, junto al espinazo.
Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se desplomó sobre el
polvo chillando y su vida se le escapó volando. Me puse sobre él,
saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé tirado en el suelo.
Entre tanto, corté mimbres y varillas y, trenzando una soga como de
una braza, bien torneada por todas partes, até los pies del terrible
monstruo. Me dirigí a la negra nave con el animal colgando de mi
cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el
hombro con una sola mano y es que la bestia era descomunal. Arrojéla
por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros, dirigiéndome
a cada uno en particular con dulces palabras:
«"Amigos,
no descenderemos a la morada de Hades por muy afligidos que estemos,
hasta que nos llegue el día señalado. Conque, vamos, mientras
tenemos en la rápida nave comida y bebida, pensemos en comer y no
nos dejemos consumir por el hambre."
«Así
dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se quitaron de
encima las ropas, junto a la ribera del estéril mar, y contemplaron
con admiración al ciervo y es que la bestia era descomunal. Así que
cuando se hartaron de verlo con sus ojos, lavaron sus manos y se
prepararon espléndido festín.
«Así
pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a comer
abundante carne y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la
oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera del mar.
«Cuando
se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa los
reuní en asamblea y les comuniqué mi palabra:
«"Escuchad
mis palabras, compañeros, por muchas calamidades que hayáis
soportado. Amigos, no sabemos dónde cae el Poniente ni dónde el
Saliente, dónde. se oculta bajo la tierra Helios, que alumbra a los
mortales, ni dónde se levanta. Conque tomemos pronto una resolución,
si es que todavía es posible, que yo no lo creo. Al subir a un
elevado puesto de observación he visto una isla a la que rodea, como
corona, el ilimitado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con
mis ojos, en su mismo centro, humo a través de unos encinares y
espeso bosque."
«Así
dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuando
recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la violencia del
magnánimo Cíclope, el comedor de hombres. Lloraban a gritos y
derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con lamentarse.
Entonces dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas
grebas y di un jefe a cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros
el divino Euríloco. Enseguida agitamos unos guijarros en un casco de
bronce y saltó el guijarro del magnánimo Euríloco. Conque se puso
en camino y con él veintidós compañeros que lloraban, y nos
dejaron atrás a nosotros gimiendo también.
«Encontraron
en un valle la morada de Circe, edificada con piedras talladas, en
lugar abierto. La rodeaban lobos montaraces y leones, a los que había
hechizado dándoles brebajes maléficos, pero no atacaron a mis
hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrededor moviendo sus
largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus
perros moviendo la cola pues siempre lleva algo que calme sus
impulsos, así los lobos de poderosas uñas y los leones rodearon a
mis compañeros, moviendo la cola. Pero éstos se echaron a temblar
cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de
la diosa de lindas trenzas y oyeron a Circe que cantaba dentro con
hermosa voz, mientras se aplicaba a su enorme e inmortal telar ¡y
qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas!
Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más
preciado y valioso compañero:
«"Amigos,
alguien no sé si diosa o mujer está dentro cantando algo hermoso
mientras se aplica a su gran telar que todo el piso se estremece con
el sonido. Conque hablémosle enseguida."
«Así
dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa enseguida,
abrió las brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la
siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se quedó allí
barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo
sentar en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina
y rubia miel con vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes
maléficos para que se olvidaran por completo de su tierra patria.
«Después
que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los
encerró en las pocilgas. Quedaron éstos con cabeza, voz, pelambre y
figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable, la misma de
antes. Así quedaron encerrados mientras lloraban; y Circe les echó
de comer bellotas, fabucos y el fruto del cornejo, todo lo que comen
los cerdos que se acuestan en el suelo.
«Conque
Euríloco volvió a la rápida, negra nave para informarme sobre los
compañeros y su amarga suerte, pero no podía decir palabra con
desearlo mucho, porque tenía átravesado el corazón por un gran
dolor: sus ojos se llenaron de lágrimas y su ánimo barruntaba el
llanto. Cuando por fin le interrogamos todos llenos de admiración,
comenzó a contarnos la pérdida de los demás compañeros:
«"Atravesamos
los encinares como ordenaste, ilustre Odiseo, y encontramos en un
valle una hermosa mansión edificada con piedras talladas, en lugar
abierto. Allí cantaba una diosa o mujer mientras se aplicaba a su
enorme telar; los compañeros comenzaron a llamar a voces; salió
ella, abrió las brillantes puertas y nos invitó a entrar. Y todos
la siguieron en su ignorancia, pero yo no me quedé por barruntar que
se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y no
volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo
tiempo sentado."
«Así
habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos de plata,
grande, de bronce, y el arco en bandolera, y le ordené que me
condujera por el mismo camino, pero él se abrazó a mis rodillas y
me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas palabras:
«
“No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino; déjame
aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a ninguno de tus
compañeros. Huyamos rápidamente con éstos, pues quizá podamos
todavía evitar el día funesto".
«Así
habló, pero yo to contesté diciendo:
«"Euríloco,
quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo
me voy. Me ha venido una necesidad imperiosa."
«Así
diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi marcha por
el valle iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de muchos
brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la varita de oro,
semejante a un adolescente, con el bozo apuntándole ya y radiante de
juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Desdichado,
¿cómo es que marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres
del terreno? Tus compañeros están encerrados en casa de Circe, como
cerdos, ocupando bien construidas pocilgas. ¿Es que vienes a
rescatarlos? No creo que regreses ni siquiera tú mismo, sino que te
quedarás donde los demás. Así que, vamos, te voy a librar del mal
y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te
protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a
manifestar todos los malvados propósitos de Circe: te preparará una
poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá hechizarte,
ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a dar. Te
aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su
larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y lánzate
contra ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo,
a acostarte con ella. No réchaces por un momento el lecho de la
diosa, a fin de que suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti.
Pero debes ordenarla que jure con el gran juramento de los dioses
felices que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer
cobarde y poco hombre cuando te hayas desnudado”.
«Así
diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había arrancado de
la tierra y me mostró su propiedades: de raíz era negra, pero su
flor se asemejaba a la leche. Los dioses la llaman moly,
y es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero los
dioses lo pueden todo.
«Luego
marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla boscosa y yo me
dirigí a la mansión de Circe. Y mientras marchaba, mi corazón
revolvía muchos pensamientos. Me detuve ante las puertas de la diosa
de lindas trenzas, me puse a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió
ésta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar. Entonces
yo la seguí con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar
en un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis
pies había un escabel. Preparóme una pócima en copa de oro, para
que la bebiera, y echó en ella un brebaje, planeando maldades en su
corazón.
«Conque
cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí aunque no me había hechizado,
tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Marcha
ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos."
«Así
dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al muslo, me lancé
sobre Circe, como deseando matarla. Ella dió un fuerte grito y
corriendo se abrazó a mis rodillas y, lamentándose, me dirigió
aladas palabras:
«"¿Quién
y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus padres? Estoy
sobrecogida de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar
de haber bebido estos brebajes. Nadie, ningún otro hombre ha podido
soportarlos una vez que los ha hebido y han pasado el cerco de sus
dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón imposible de
hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me
dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de
Troya en su rápida, negra nave. Conque, vamos, vuelve tu espada a la
vaina y subamos los dos a mi cama, para que nos entreguemos
mutuamente unidos en amor y lecho."
«Así
dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté:
«"Circe,
¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis compañeros los has
convertido en cerdos en tu palacio, y a mí me retienes aquí y, con
intenciones perversas, me invitas a subir a tu aposento y a tu cama
para hacerme cobarde y poco hombre cuando esté desnudo. No desearía
ascender a tu cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran
juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna."
«Así
dije, y ella al punto juró como yo le había dicho. Conque, una vez
que había jurado y terminado su promesa, subí a la hermosa cama de
Circe.
«Entre
tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que tiene como
asistentas en su morada. Son de las que han nacido de fuentes, de
bosques y de los sagrados ríos que fluyen al mar. Una colocaba sobre
los sillones cobertores hermosos y alfombras debajo; otra extendía
mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas
de oro; la tercera mezclaba delicioso vino en una crátera de plata y
distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía
abundante fuego bajo un gran trípode y así se calentaba el agua.
Cuando el agua comenzó a hervir en el brillante bronce, me sentó en
la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode, vertiendola
agradable sobre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis miembros
el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con
aceite y vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar
sobre un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo
mis pies había un escabel. Una sierva derramó sobre fuente de plata
el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que me lavara,
y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable ama de llaves
puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas,
favoreciéndome entre los presentes. Y me invitaba a que comiera,
pero esto no placía a mi ánimo y estaba sentado con el pensamiento
en otra parte, pues mi ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe
me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte pesar,
colocóse a mi lado y me dirigió aladas palabras:
«"¿Por
qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo consumiendo tu ánimo y
no tocas siquiera la comida y la bebida? Seguro que andas barruntando
alguna otra desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he
jurado un poderoso juramento."
«Así
habló, y entonces le contesté diciendo:
«"Circe,
¿qué hombre como es debido probaría comida o bebida antes de que
sus compañeros quedaran libres y él los viera con sus ojos? Conque,
si me invitas con buena voluntad a beber y comer, suelta a mis fieles
compañeros para que pueda verlos con mis ojos."
«Así
dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las manos, abrió
las puertas de las pocilgas y sacó de allí a los que parecían
cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente, y Circe,
pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje. Se les cayó
la pelambre que había producido el maléfico brebaje que les diera
la soberana Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más
jóvenes que antes y más bellos y robustos de aspecto. Y me
reconocieron y cada uno me tomaba de la mano. A todos les entró un
llanto conmovedor -toda la casa resonaba que daba pena, y hasta la
misma diosa se compadeció de ellos. Así que se vino a mi lado y me
dijo la divina entre las diosas:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu
rápida nave junto a la ribera del mar. Antes que nada, arrastrad la
nave hacia tierra, llevad vuestras posesiones y armas todas a una
gruta y vuelve aquí después con tus fieles compañeros."
«Así
dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en camino hacia
la rápida nave junto a la ribera del mar. Conque encontré junto a
la rápida nave a mis fieles compañeros que lloraban lamentablemente
derramando abundante llanto. Como las terneras que viven en el campo
salen todas al encuentro y retozan en torno a las vacas del rebaño
que vuelven al establo después de hartarse de pastar (pues ni los
cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en
torno a sus madres), así me rodearon aquéllos, llorando cuando me
vieron con sus ojos. Su ánimo se imaginaba que era como si hubieran
vuelto a su patria y a la misma ciudad de Itaca, donde se habían
criado y nacido. Y, lamentándose, me decían aladas palabras:
«"Con
tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si
hubiéramos llegado a nuestra patria Itaca. Vamos, cuéntanos la
pérdida de los demás compañeros."
«Así
dijeron, y yo les hablé con suaves palabras:
«"Antes
que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevaremos hasta una
gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apresuraos a seguirme
todos, para que veáis a vuestros compañeros comer y beber en casa
de Circe, pues tienen comida sin cuento."
«Así
dije, y enseguida obedecieron mis ordenes. Sólo Euríloco trataba de
retenerme a todos los compañeros y, hablándoles, decía aladas
palabras:
«"Desgraciados,
¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a
casa de Circe, que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones
para que custodiéis por la fuerza su gran morada, como ya hizo el
Cíclope cuando nuestros compañeros llegaron a su establo y con
ellos el audaz Odiseo? También aquéllos perecieron por la
insensatez de éste."
«Así
habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto a mi robusto
muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla contra el suelo, aunque era
pariente mío cercano. Pero mis compañeros me lo impidieron, cada
uno de un lado, con suaves palabras:
«"Hijo
de los dioses, dejaremos aquí a éste, si tú así lo ordenas, para
que se quede junto a la nave y la custodie. Y a nosotros llévanos a
la sagrada mansión de Circe."
«Así
diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Euríloco no se
quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que nos siguió, pues
temía mis terribles amenazas.
«Entre
tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañeros que estaban en
su morada, los ungió con brillante aceite y los vistió con túnicas
y mantos. Y los encontramos cuando se estaban banqueteando en el
palacio. Cuando se vieron unos a otros y se contaron todo, rompieron
a llorar entre lamentos, y la casa toda resonaba. Así que la divina
entre las diosas se vino a mi lado y dijo:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis
más el abundance llanto, pues también yo conozco los trabajos que
habéis sufrido en el ponto lleno de peces y los daños que os han
causado en tierra firme hombres enemigos. Conque, vamos, comed
vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas
que teníais el día que abandonasteis la tierra patria de la
escarpada Itaca; que ahora estáis agotádos y sin fuerzas; con el
duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro ánimo no se llena
de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mucho."
«Así
dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos
quedamos un año entero día tras dia, dándonos a comer carne en
abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el año y
volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses ya habían
pasado largos días, me llamaron mis fieles compañeros y me
dijeron:
«"Amigo,
piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que te salves
y llegues a tu bien edificada morada y a tu tierra patria."
«Así
dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir. Estuvimos todo un
día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y
delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis
compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero yo subí a la
hermosa cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y
la diosa escuchó mi voz. Y hablándole, decía aladas palabras:
«"Circe,
cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo
ya está impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú
estás lejos, me consumen el corazón llorando a mi alrededor."
«Así
dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis
más tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes
que llevar a cabo otro viaje; tienes que llegarte a la mansión de
Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al alma del tebano
Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada.
Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener
conciencia; que los demás revolotean como sombras."
«Así
dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el
lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni volver a contemplar la
luz del sol.
«Cuando
me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:
«"Circe,
¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de
Hades nunca ha llegado nadie en negra nave."
«Así
dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas
necesidad de guía en tu nave. Coloca el mástil, extiende las
blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la llevará, y cuando
hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al
bosque de Perséfone esbeltos álamos negros y estériles
cañaverales, amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de
profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay
un lugar donde desembocan en el Aqueronte el Piriflegetón y el
Kotyto, difluente de la laguna Estigia, y una roca en la confluencia
de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe así te lo
aconsejo, y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una
libación en honor de todos los muertos, primero con leche y miel,
luego con delicioso vino y en tercer lugar, con agua. Y esparce por
encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes cabezas
de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás
una vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de
obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le sacrificarás
una oveja negra por completo, la que sobresalga entre vuestro rebaño.
Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica
allí mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y
vuélvete para dirigirte a las corrientes del río, donde se
acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a tus compañeros
que desuellen las víctimas que yacen en tierra atravesadas por el
agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen
a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú
saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que
las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de
que hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino,
caudillo de hombres, que te señalará el viaje, la longitud del
camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de peces."
«Así
dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de
túnica y manto, y ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil
y agradable, echó un hermoso ceñidor de oro a su cintura y sobre su
cabeza puso un velo. Entonces recorrí el palacio apremiando a mis
compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada hombre:
«"Ya
no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos, que la
soberana Circe me ha revelado todo."
«Así
dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni siquiera de
allí pude llevarme sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal
Elpenor, el más joven de todos, no muy brillante en la guerra ni muy
dotado de mientes, que, por buscar la fresca, borracho como estaba,
se había echado a dormir en el sagrado palacio de Circe, lejos de
los compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de
repente y no reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que
cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del
cuello y su alma bajó al Hades.
«Cuando
se acercaron los demás les dije mi palabra:
«"Seguro
que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe
me ha indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible
Perséfone para pedir oráculo al tebano Tiresias."
«A
sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar
y se mesaban los cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse.
«Y
cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del mar
derramando abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató
un carnero y una borrega negra, marchando inadvertida. ¡Con
facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios comiendo
aquí o allá si éste no quíere?»
CANTO
XI
DESCENSUS
AD INFEROS
«Y
cuando habíamos llegado a la nave y al mar, antes que nada empujamos
la nave hacia el mar divino y colocamos el mástil y las velas a la
negra nave. Embarcamos también ganados que habíamos tomado, y luego
ascendimos nosotros llenos de dolor, derramando gruesas lágrimas. Y
Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, nos
envió un viento que llenaba las velas, buen compañero detrás de
nuestra nave de azuloscura proa. Colocamos luego el aparejo, nos
sentamos a lo largo de la nave y a ésta la dirigían el viento y el
piloto. Durante todo el día estuvieron extendidas las velas en su
viaje a través del ponto.
«Y
Helios se sumergió, y todos los caminos se llenaron de sombras.
Entonces llegó nuestra nave a los confines de Océano de profundas
corrientes, donde está el pueblo y la ciudad de los hombres Cimerios
cubiertos por la oscuridad y la niebla. Nunca Helios, el brillante,
los mira desde arriba con sus rayos, ni cuando va al cielo estrellado
ni cuando de nuevo se vuelve a la tierra desde el cielo, sino que la
noche se extiende sombría sobre estos desgraciados mortales.
Llegados allí, arrastramos nuestra nave, sacamos los ganados y nos
pusimos en camino cerca de la corriente de Océano, hasta que
llegamos al lugar que nos había indicado Circe. Allí Perimedes y
Euríloco sostuvieron las víctimas y yo saqué la aguda espada de
junto a mi muslo e hice una fosa como de un codo por uno y otro lado.
Y alrededor de ella derramaba las libaciones para todos los difuntos,
primero con leche y miel, después con delicioso vino y, en tercer
lugar, con agua. Y esparcí por encima blanca harina.
«Y
hacía abundantes súplicas a las inertes cabezas de los muertos,
jurando que, al volver a Itaca, sacrificaría en mi palacio una vaca
que no hubiera parido, la que fuera la mejor, y que llenaría una
pira de obsequios y que, aparte de esto, sacrificaría a sólo
Tiresias una oveja negra por completo, la que sobresaliera entre
nuestros rebaños.
«Luego
que hube suplicado al linaje de los difuntos con promesas y súplicas,
yugulé los ganados que había llevado junto a la fosa y fluía su
negra sangre. Entonces se empezaron a congregar desde el Erebo las
almas de los difuntos, esposas y solteras; y los ancianos que tienen
mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo afectado por un
dolor reciente; y muchos alcanzados por lanzas de bronce, hombres
muertos en la guerra con las armas ensangrentadas. Andaban en grupos
aquí y allá, a uno y otro lado de la fosa, con un clamor
sobrenatural, y a mí me atenazó el pálido terror.
«A
continuación di órdenes a mis compañeros, apremiándolos a que
desollaran y asaran las víctimas que yacían en el suelo atravesadas
por el cruel bronce, y que hicieran súplicas a los dioses, al
tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Entonces saqué la aguda
espada de junto a mi muslo, me senté y no dejaba que las inertes
cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes de que hubiera
preguntado a Tiresias.
«La
primera en llegar fue el alma de mi compañero Elpenor. Todavía no
estaba sepultado bajo la tierra, la de anchos caminos, pues habíamos
abandonado su cadáver, no llorado y no sepulto, en casa de Circe,
que nos urgía otro trabajo. Contemplándolo entonces, lo lloré y
compadecí en mi ánimo, y, hablándole, decía aladas palabras:
«
“Elpenor, ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad? ¿Has llegado
antes a pie que yo en mi negra nave?"
«Así
le dije, y él, gimiendo, me respondió con su palabra:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, me enloqueció
el Destino funesto de la divinidad y el vino abundante. Acostado en
el palacio de Circe, no pensé en descender por la larga escalera,
sino que caí justo desde el techo y mi cuello se quebró por la
nuca. Y mi alma descendió a Hades.
«Ahora
te suplico por aquellos a quienes dejaste detrás de ti, por quienes
no están presentes; te suplico por tu esposa y por tu padre, el que
te nutrió de pequeño, y por Telémaco, el hijo único a quien
dejaste en tu palacio: sé que cuando marches de aquí, del palacio
de Hades, fondearás tu bien fabricada nave en la isla de Eea. Te
pido, soberano, que te acuerdes de mí allí, que no te alejes
dejándome sin llorar ni sepultar, no sea que me convierta para ti en
una maldición de los dioses. Antes bien, entiérrame con mis armas,
todas cuantas tenga, y acumula para mí un túmulo sobre la ribera
del canoso mar ¡desgraciado de mí! para que te sepan también los
venideros. Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo
remaba cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compañeros."
«Así
habló, y yo, respondiéndole, dije:
«“
Esto lo cumpliré, desdichado, y realizaré."
«Así
permanecíamos sentados, contestándonos con palabras tristes; yo
sostenía mi espada sobre la sangre y, enfrente, hablaba largamente
el simulacro de mi compañero.
«También
llegó el alma de mi difunta madre, la hija del magnánimo Autólico,
Anticlea, a quien había dejado viva cuando marché a la sagrada
Ilión. Mirándola la compadecí en mi ánimo, pero ni aun así la
permití, aunque mucho me dolía, acercarse a la sangre antes de
interrogar a Tiresias.
«Y
llegó el alma del Tebano Tiresias en la mano su cetro de oro, y me
reconoció, y dijo:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¿por qué has
venido, desgraciado, abandonando la luz de Helios, para ver a los
muertos y este lugar carente de goces? Apártate de la fosa y retira
tu aguda espada para que beba de la sangre y te diga la verdad."
«Así
dijo; yó entonces volví a guardar mi espada de clavos de plata, la
metí en la vaina, y sólo cuando hubo bebido la negra sangre se
dirigió a mí con palabras el irreprochable adivino:
«"Tratas
de conseguir un dulce regreso, brillante Odiseo; sin embargo, la
divinidad te lo hará difícil, pues no creo que pases desapercibido
al que sacude la tierra. Él ha puesto en su ánimo el resentimiento
contra ti, airado porque le cegaste a su hijo. Sin embargo,
llegaréis, aun sufriendo muchos males, si es que quieres contener
tus impulsos y los de tus compañeros cuando acerques tu bien
construida nave a la isla de Trinaquía, escapando del ponto de color
violeta, y encontréis unas novillas paciendo y unos gordos ganados,
los de Helios, el que ve todo y todo lo oye. Si dejas a éstas sin
tocarlas y piensas en el regreso, llegaréis todavía a Itaca, aunque
después de sufrir mucho; pero si les haces daño, entonces te
predigo la destrucción para la nave y para tus compañeros. Y tú
mismo, aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después
de perder a todos tus compañeros. Y encontrarás desgracias en tu
casa: a unos hombres insolentes que te comen tu comida, que pretenden
a tu divina esposa y le entregan regalos de esponsales.
«"Pero,
con todo, vengarás al volver las violencias de aquéllos. Después
de que hayas matado a los pretendientes en tu palacio con engaño o
bien abiertamente con el agudo bronce, toma un bien fabricado remo y
ponte en camino hasta que llegues a los hombres que no conocen el mar
ni comen la comida sazonada con sal; tampoco conocen éstos naves de
rojas proas ni remos fabricados a mano, que son alas para las naves.
Conque te voy a dar una señal manifiesta y no te pasará
desapercibida: cuando un caminante te salga al encuentro y te diga
que llevas un bieldo sobre tu espléndido hombro, clava en tierra el
remo fabricado a mano y, realizando hermosos sacrificios al soberano
Poseidón un carnero, un toro y un verraco semental de cerdas vuelve
a casa y realiza sagradas hecatombes a los dioses inmortales, los que
ocupan el ancho cielo, a todos por orden. Y entonces te llegará la
muerte fuera del mar, una muerte muy suave que te consuma agotado
bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán felices a tu alrededor.
Esto que te digo es verdad."
«Así
habló, y yo le contesté diciendo:
«"Tiresias,
esto lo han hilado los mismos dioses. Pero, vamos, dime esto e
infórmame con verdad: veo aquí el alma de mi madre muerta;
permanece en silencio cerca de la sangre y no se atreve a mirar a su
hijo ni hablarle. Dime, soberano, de qué modo reconocería que soy
su hijo." ,
«Así
hablé y él me respondió diciendo:
«"Te
voy a decir una palabra fácil y la voy a poner en tu mente.
Cualquiera de los difuntos a quien permitas que se acerque a la
sangre te dirá la verdad, pero al que se lo impidas se retirará."
«Así
habló, y marchó a la mansión de Hades el alma del soberano
Tiresias después de decir sus vaticinios.
«En
cambio, yo permanecí allí constante hasta que llegó mi madre y
bebió la negra sangre. Al pronto me reconoció y, llorando, me
dirigió aladas palabras:
«"Hijo
mío, cómo has bajado a la nebulosa oscuridad si estás vivo? Les es
difícil a los vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes ríos
y terribles corrientes, y, antes que nada, Océano, al que no es
posible atravesar a pie si no se tiene una fabricada nave. ¿Has
llegado aquí errante desde Troya con la nave y los compañeros
después de largo tiempo? ¿Es que no has llegado todavía a Itaca y
no has visto en el palacio a tu esposa?"
«Así
habló, y yo le respondí diciendo:
«"Madre
mía, la necesidad me ha traído a Hades para pedir oráculo al alma
del tebano Tiresias. Todavía no he llegado cerca de Acaya ni he
tocado nuestra tierra en modo alguno, sino que ando errante en
continuas dificultades desde al día en que seguí al divino Agamenón
a Ilión, la de buenos potros, para luchar con los troyanos.
«"Pero,
vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿Qué Ker de la terrible
muerte te dominó? ¿Te sometió una larga enfermedad o te mató
Artemis, la que goza con sus saetas, atacándote con sus suaves
dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo, a quien dejé; dime si mi
autoridad real sigue en su poder o la posee otro hombre, pensando que
ya no volveré más. Dime también la resolución y las intenciones
de mi esposa legítima, si todavía permanece junto al niño y
conserva todo a salvo o si ya la ha desposado el mejor de los
aqueos."
«Así
dije, y al pronto me respondió mi venerable madre:
«"Ella
permanece todavía en tu palacio con ánimo afligido, pues las noches
se le consumen entre dolores y los días entre lágrimas. Nadie tiene
todavía tu hermosa autoridad, sino que Telémaco cultiva
tranquilamente tus campos y asiste a banquetes equitativos de los que
está bien que se ocupe un administrador de justicia, pues todos le
invitan.
«"Tu
padre permanece en el campo, y nunca va a la ciudad, y no tiene
sábanas en la cama ni cobertores ni colchas espléndidas, sino que
en invierno duerme como los siervos en el suelo, cerca del hogar y
visten su cuerpo ropas de mala calidad, mas cuando llega el verano y
el otoño... tiene por todas partes humildes lechos formados por
hojas caídas, en la parte alta de su huerto fecundo en vides. Ahí
yace doliéndose, y crece en su interior una gran aflicción añorando
tu regreso, pues ya ha llegado a la molesta vejez.
«"En
cuanto a mí, así he muerto y cumplido mi destino: no me mató
Artemis, la certera cazadora, en mi palacio, acercándose con sus
suaves dardos, ni me invadió enfermedad alguna de las que suelen
consumir el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros, sino
que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu
bondad me privaron de mi dulce vida."
«Así
dijo, y yo, cavilando en mi mente, quería abrazar el alma de mi
difunta madre. Tres veces me acerqué mi ánimo me impulsaba a
abrazarla, y tres veces voló de mis brazos semejante a una sombra o
a un sueño.
«En
mi corazón nacía un dolor cada vez más agudo, y, hablándole, le
dirigí aladas palabras:
«"Madre
mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para que,
rodeándonos con nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto,
aunque sea en Hades? ¿Acaso la ínclita Perséfone me ha enviado
este simulacro para que me lamente y llore más todavía?"
«Así
dije, y al pronto me contestó mi soberana madre:
«"¡Ay
de mí, hijo mío, el más infeliz de todos los hombres! De ningún
modo te engaña Perséfone, la hija de Zeus, sino que ésta es la
condición de los mortales cuando uno muere: los nervios ya no
sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza poderosa del fuego
ardiente los consume tan pronto como el ánimo ha abandonado los
blancos huesos, y el alma anda revoloteando como un sueño. Conque
dirígete rápidamente a la luz del día y sabe todo esto para que se
lo digas a tu esposa después."
«Así
nos contestábamos con palabras. Y se acercaron pues las impulsaba la
ínclita Perséfone cuantas mujeres eran esposas e hijas de nobles.
Se congregaban amontonándose alrededor de la negra sangre y yo
cavilaba de qué modo preguntaría a cada una. Y ésta me pareció la
mejor determinación: saqué la aguda espada de junto a mi vigoroso
muslo y no permitía que bebieran la negra sangre todas a la vez. Así
que se iban acercando una tras otra y cada una de ellas contaba su
estirpe.
«A
la primera que vi fue a Tiro, nacida de noble padre, la cual dijo ser
hija del eximio Salmoneo y esposa de Creteo el Eólida, la que deseó
al divino Enipeo que se desliza sobre la tierra como el más hermoso
de los ríos.
Andaba
ella paseando junto a la hermosa corriente de Enipeo, cuando el que
conduce su carro por la tierra tomó la figura de éste y se acostó
junto a ella en los orígenes del voraginoso río. Y los cubrió una
ola de púrpura semejante a un monte, encorvada, y escondió al dios
y a la mujer mortal. Desató el dios su virginal ceñidor y le
infundió sueño y, después que hubo llevado a cabo las obras de
amor, la tomó de la mano, le dijo su palabra y la llamó por su
nombre: "Alégrate, mujer, por este amor, pues cuando pase un
año parirás hermosos hijos, que no son estériles los concúbitos
de los inmortales. Por tu parte, cuídate de ellos y nútrelos.
Ahora, marcha a casa, contente y no me nombres. Yó soy Poseidón, el
que sacude la tierra." Así habló y se sumergió en el ponto
lleno de olas. Y ella, grávida, acabó pariendo a Pelias y Neleo,
los cuales fueron poderosos servidores de Zeus. Pelias habitaba en
Jolcos, rico en ganado, y el otro en la arenosa Pilos. A sus demás
hijos los parió de Creteo esta reina entre las mujeres: a Esón,
Feres y Mitaón, guerrero ecuestre.
«Después
de ésta vi a Antíope, hija de Asopo, que también se gloriaba de
haber dormido entre los brazos de Zeus y parió a dos hijos, Anfión
y Zeto, quienes fueron los fundadores del reino de Tebas, la de siete
puertas, y la dotaron de torres, que sin torres no podían habitar la
espaciosa Tebas por muy póderosos que fueran.
«Después
de ésta vi a Alcmena, la mujer de Anfitrión, la que parió al
invencible Heracles, feroz como león, uniéndose al gran Zeus, entre
sus brazos.
«Y
a Mégara, la hija del valeroso Creonte, a la que. tuvo como esposa
el hijo de Anfitrión"', indomable siempre en su valor.
«También
vi a la madre de Edipo, la hermosa Epicasta, la que cometió una
acción descomedida, por ignorancia de su mente, al casarse con su
hijo, quien, después de dar muerte a su padre, se casó con ella
(los dioses han divulgado esto rápidamente entre los hombres).
Entonces reinaba él sobre los cadmeos sufriendo dolores por la
funesta decisión de los dioses en la muy deseable Tebas, pero ella
había descendido al Hades, el de puertas poderosamente trabadas,
después de atar una alta soga al techo de su elevado palacio,
poseída de su furor. Y dejó a Edipo numerosos dolores para el
futuro, cuantos llevan a cumplimiento las Erinias de una madre.
«También
vi a la hermosísima Cloris, a quien desposó Neleo en otro tiempo
por causa de su hermosura, dándole innumerables regalos de
esponsales; era la hija menor de Anfión Jasida, el que en otró
tiempo imperaba con fuerza en Orcómenos de los Minios. Ella imperaba
en Pilos y le dio a luz hijos ínclitos, Néstor y Cromio y el
arrogante Periclimeno. Y después de éstos parió a la hermosa Peró,
objeto de admiración para los mortales, a quien todos los vecinos
pretendían, mas Neleo no sé la daba a quien no hubiera robado de
Filace los cuernitorcidos bueyes carianchos de Ificlo, difíciles de
robar. Sólo un irreprochable adivino prometió robarlas, pero lo
trabó el pesado Destino de la divinidad y las crueles ligaduras y
los boyeros del campo. Cuando ya habían pasado los meses y los días,
por dar la vuelta el año, y habían pasado de largo las estaciones,
sólo entonces lo desató de nuevo la fuerza de Ificlo cuando le
comunicó la palabra de los dioses Y se cumplía la decisión de
Zeus.
«También
vi a Leda, esposa de Tíndaro, la cual dio a luz dos hijos de
poderosos sentimientos, Cástor, domador de caballos, y Polideuces,
bueno en el pugilato, a quienes mantiene vivos la tierra nutricia;
que incluso bajo tierra son honrados por Zeus y un día viven y otro
están muertos, alternativamente, pues tienen por suerte este honor,
igual que los dioses.
«Después
de ésta vi a Ifimedea, esposa de Alceo, la cual dijo que se había
unido a Poseidón y parido dos hijos aunque de breve vida, Otón,
semejante a los dioses y el ínclito Efialtes. La tierra nutricia los
crió los más altos y los más bellos, aunque menos que el ínclito
Orión. Éstos vivieron nueve años, su anchura era de nueve codos y
su longitud de nueve brazas; amenazaron a los inmortales con
establecer en el Olimpo la discordia de una impetuosa guerra;
intentaron colocar a Osa sobre Olimpo y sobre Osa al boscoso Pelión,
para que el cielo les fuera escalable, y tal vez lo habrían
conseguido si hubieran alcanzado la medida de la juventud. Pero los
aniquiló el hijo de Zeus, a quien parió Leto, de lindas trenzas,
antes de que les floreciera el vello bajo las sienes y su mentón se
espesara con bien florecida barba.
«También
vi a Fedra, y a Procris, y a la hermosa Ariadna, hija del funesto
Minos, a quien en otro tiempo llevóTeseo de Creta al elevado suelo
de la sagrada Atenas, pero no la disfrutó, que antes la mató
Artemis en Dia, rodeada de corriente, ante la presencia de Dioniso.
«También
vi a Mera, y a Climena, y a la odiosa Erifile, la que recibió
estimable oro a cambio de su marido.
«No
podría enumerar a todas, ni podría nombrar a cuántas esposas vi de
héroes y a cuántas hijas. Antes se acabaría la noche inmortal.
También es hora de dormir o bien marchando junto a la rápida nave
con mis compañeros, o bien aquí. La escolta será cosa vuestra y de
los dioses.»
Así
dijo Odiseo, todos enmudecieron en medio del silencio, y estaban
poseídos como por un hechizo en el sombrío palacio. Y entre ellos
comenzó a hablar Arete, de blancos brazos:
«Feacios,
¿cómo os parece este hombre en hermosura y grandeza y en
pensamientos bien equilibrados en su interior? Huésped mío es, pero
todos vosotros participáis del mismo honor. No os apresuréis a
despedirlo ni le privéis de regalos, ya que lo necesita. Muchas
cosas buenas tenéis en vuestros palacios por la benignidad de los
dioses.»
Y
entre ellos habló el anciano héroe Equeneo él era el más anciano
de los feacios.
«Amigos,
las palabras de la prudente reina no han dado lejos del blanco ni de
nuestra opinión. Obedecedla, pues. De Alcínoo, aquí presente,
depende el obrar y el decir.»
Y
Alcínoo le respondió a su vez y dijo:
«
Cierto, esta palabra se mantendrá mientras yo viva para mandar sobre
los feacios amantes del remo: que el huésped acepte, por mucho que
ansíe el regreso, esperar hasta el atardecer, hasta que complete
todo mi regalo, y la escolta será cuestión de todos los hombres, y
sobre todo de mí, de quien es el poder sobre el pueblo.»
Y
respondiendo dijo el magnánimo Odiseo:
«Poderoso
Alcínoo, señalado entre todo tu pueblo, si me rogarais permanecer
hasta un año incluso, y me dispusierais una escolta y me entregarais
espléndidos dones, lo aceptaría y, desde luego, me sería más
ventajoso llegar a mi querida patria con las manos más llenas. Así,
también sería más honrado y querido de cuantos hombres me vieran
de vuelta en Itaca.»
Y
de nuevo le respondió Alcínoo diciendo:
«Odiseo,
al mirarte de ningún modo sospechamos que seas impostor y mentiroso
como muchos hombres dispersos por todas partes, a quienes alimenta la
negra tierra, ensambladores de tales embustes que nadie podría
comprobarlos.. Por el contrario, hay en ti una como belleza de
palabras y buen juicio, y nos has narrado sabiamente tu historia,
como un aedo: todos los tristes dolores de los argivos y los tuyos
propios. Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si viste a alguno
de los eximios compañeros que te acompañaron a Ilión y recibieron
la muerte allí. La noche esta es larga, interminable, y no es tiempo
ya de dormir en el palacio. Sigue contándome estas hazañas dignas
de admiración. Aún aguantaría hasta la divina Eos si tú aceptaras
contar tus dolores en mi palacio.»
Y
respondiéndole habló el muy astuto Odiseo:
«Poderoso
Alcínoo, señalado entre todo tu pueblo, hay un tiempo para los
largos relatos y un tiempo también para el sueño. Si aún quieres
escuchar, no sería yo quien se negara a narrarte otros dolores
todavía más luctuosos: las desgracias de mis compañeros, los
cuales perecieron después; habían escapado a la luctuosa guerra de
los troyanos, pero sucumbieron en el regreso por causa de una mala
mujer.
«Después
que la casta Perséfone había dispersado aquí y allá las almas de
las mujeres, llegó apesadumbrada el alma del Atrida Agamenón y a su
alrededor se congregaron otras, cuantas junto con él habían
perecido y recibido su destino en casa de Egisto. Reconocióme al
pronto, luego que hubo bebido la negra sangre, y lloraba agudamente
dejando caer gruesas lágrimas. Y extendía hacía mí sus brazos,
deseoso de tocarme, pero ya no tenía una fuerza firme, ni en
absoluto fuerza, cual antes había en sus ágiles miembros. Al verlo
lloré y lo compadecí en mi ánimo y, dirigiéndome a él, le dije
aladas palabras:
«"Noble
Atrida, soberano de tu pueblo, Agamenón, ¿qué Ker de la triste
muerte te ha domeñado? ¿Es que te sometió en las naves Poseidón
levantando inmenso soplo de crueles vientos?, ¿o te hirieron en
tierra hombres enemigos por robar bueyes y hermosos rebaños de
ovejas o por luchar por tu ciudad y tus mujeres?"
«Así
dije, y él, respondiéndome, habló enseguida:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no me ha
sometido Poseidón en las naves levantando inmenso soplo de crueles
vientos ni me hirieron en tierra hombres enemigos, sino que Egisto me
urdió la muerte y el destino, y me asesinó en compañía de mi
funesta esposa, invitándome a entrar en casa, recibiéndome al
banquete, como el que mata a un novillo junto al pesebre. Así perecí
con la muerte más miserable, y en torno mío eran asesinados
cruelmente otros compañeros, como los jabalíes albidenses que son
sacrificados en las nupcias de un poderoso o en un banquete a escote
o en un abundante festín. Tú has intervenido en la matanza de
machos hombres muertos en combate individual o en la poderosa
batalla, pero te habrías compadecido mucho más si hubieras visto
cómo estábamos tirados en torno a la crátera y las mesas repletas
en nuestro palacio, y todo el pavimento humeaba con la sangre.
También puede oír la voz desgraciada de la hija de Príamo, de
Casandra, a la que estaba matando la tramposa Clitemnestra a mi lado.
Yo elevaba mis manos y las batía sobre el suelo, muriendo con la
espada clavada, y ella, la de cara de perra, se apartó de mí y no
esperó siquiera, aunque ya bajaba a Hades, a cerrarme los ojos ni
juntar mis labios con sus manos. Que no hay nada más terrible ni que
se parezca más a un perro que una mujer que haya puesto tal crimen
en su mente, como ella concibió el asesinato para su inocente
marido. ¡Y yo que creía que iba a ser bien recibido por mis hijos y
esclavos al llegar a casa! Pero ella, al concebir tamaña maldad, se
bañó en la infamia y la ha derramado sobre todas las hembras
venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar."
«Así
habló, y yo me dirigí a él contestándole:
«"¡Ay,
ay, mucho odia Zeus, el que ve a lo ancho, a la raza de Atreo por
causa de las decisiones de sus mujeres, desde el principio! Por causa
de Helena perecimos muchos, y a ti, Clitemnestra te ha peparado una
trampa mientras estabas lejos."
«Así
dije, y él, respondiéndome, se dirigió a mí:
«"Por
eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus
intenciones, las que tú te sepas bien, mas dile una cosa y que la
otra permanezca oculta. Aunque tú no, Odiseo, tú no tendrás la
perdición por causa de una mujer. Muy prudente es y concibe en su
mente buenas decisiones la hija de Icario; la prudente Penélope. Era
una joven recién casada cuando la dejamos al marchar a la guerra y
tenía en su seno un hijo inocente que debe sentarse ya entre el
número de los hombres; ¡feliz él! Su padre lo verá al llegar y él
abrazará a su padre ésta es la costumbre, pero mi esposa no me
permitió siquiera saturar mis ojos con la vista de mi hijo, pues me
mató antes. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho:
dirige la nave a tu tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues
ya no puede haber fe en las mujeres.
«"Pero
vamos, dime e infórmame con verdad si has oído que aún vive mi
hijo en Orcómenos o en la arenosa Pilos, o junto a Menelao en la
ancha Esparta, pues seguro que todavía no está muerto sobre la
tierra el divino Orestes."
Así
dijo, y yo, respondiendo, me dirigí a él:
«"Atrida,
¿por qué me preguntas esto? Yo no sé si vive él o está muerto, y
es cosa mala hablar inútilmente."
«Así
nos contestábamos con palabras tristes y estábamos en pie
acongojados, derramando gruesas lágrimas. Llegó después el alma
del Pelida Aquiles y la de Patroclo, y la del irreprochable Antíloco
y la de Ayax, el más hermoso de aspecto y cuerpo entre los dánaos
después del irreprochable hijo de Peleo. Reconocióme el alma del
Eacida de pies veloces y, lamentándose, me dijo aladas palabras:
«"Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, desdichado,
¿qué acción todavía más grande preparas en tu mente? ¿Cómo te
has atrevido a descender a Hades, donde habitan los muertos, los que
carecen de sentidos, los fantasmas de los mortales que han perecido?"
«Así
habló, y yo, respondiéndole, dije:
«"Aquiles,
hijo de Peleo, el más excelente de los aqueos, he venido en busca de
un vaticinio de Tiresias, por si me revelaba algún plan para poder
llegar a la escarpada Itaca; que aún no he llegado cerca de Acaya ni
he desembarcado en mi tierra, sino que tengo desgracias
continuamente. En cambio, Aquiles, ningún hombre es más feliz que
tú, ni de los de antes ni de los que vengan; pues antes, cuando
vivo, te honrábamos los argivos igual que a los dioses, y ahora de
nuevo imperas poderosamente sobre los muertos aquí abajo. Conqúe no
te entristezcas de haber muerto, Aquiles."
«Así
hablé, y él, respondiéndome, dijo:
«"No
intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar
sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no
tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres,
de los muertos. Pero, vamos, dime si mi hijo ha marchado a la guerra
para ser el primer guerrero o no. Dime también si sabes algo del
irreprochable Peleo, si aún conserva sus prerrogativas entre los
numerosos mirmidones, o lo desprecian en la Hélade y en Ptía porque
la vejez le sujeta las manos y los pies, pues ya no puedo servirle de
ayuda bajo los rayos del sol, aunque tuviera el mismo vigor que en
otro tiempo, cuando en la amplia Troya mataba a los mejores del
ejército defendiendo a los argivos. Si me presentara de tal guisa,
aunque fuera por poco tiempo, en casa de mi padre, haría odiosas mis
poderosas e invencibles manos a cualquiera de aquellos que le hacen
violencia y lo excluyen de sus honores."
«Así
habló, y yo, respondiendo, me dirigí a él:
«
"En verdad, no he oído nada del ilustre Peleo, pero te voy a
decir toda la verdad sobre tu hijo Neoptólemo ya que me lo mandas,
pues yo mismo lo conduje en mi cóncava y equilibrada nave desde
Esciro en busca de los aqueos de hermosas grebas. Desde luego, cuando
meditábamos nuestras decisiones en torno a la ciudad de Troya,
siempre hablaba el primero y no se equivocaba en sus palabras. Sólo
Néstor, igual a un dios, y yo lo superábamos. Y cuando luchábamos
los aqueos en la llanura de los troyanos, nunca permanecía entre la
muchedumbre de los guerreros ni en las filas, sino que se adelantaba
un buen trecho, no cediendo a ninguno en valor. Mató a muchos
guerreros en duro combate, pero no te podría decir todos ni nombrar
a cuántos del ejército mató defendiendo a los argivos; pero sí
cómo mató con el bronce al hijo de Telefo, al héroe Euripilo,
mientras muchos de sus compañeros sucumbían a su alrededor por
causa de regalos femeninos. Siempre lo vi el más hermoso, después
del divino Memnón. Y cuando ascendíamos al caballo que fabricó
Epeo los mejores entre los argivos (a mí se me había enconmendado
todo: el abrir la bien trabada emboscada o cerrarla), en ese momento
los demás jefes de los dánaos y los consejeros se secaban las
lágrimas y temblaban los miembros de cada uno, pero a él nunca, vi
con mis.ojos ni que le palideciera la hermosa piel, ni que secara las
lágrimas de sus mejillas. Y me suplicaba insistentemente que
saliéramos del caballo, y apretaba la empuñadura de la espada y la
lanza pesada por el bronce, meditando males contra los troyanos.
Después, cuando ya habíamos devastado la escarpada ciudad de
Príamo, con una buena parte y un buen botín, ascendió a la nave
incólume y no herido desde lejos par el agudo bronce, ni de cerca en
el cuerpo a cuerpo, como suele suceder a menudo en la guerra, cuando
Ares enloquece indistintamente."
«Así.
hablé, y el alma del Eácida de pies veloces marchó a grandes pasos
a través del prado de asfódelo, alegre porque le había dicho que
su hijo era insigne.
«Las
demás almas de los difuntos estaban entristecidas y cada una
preguntaba por sus cuitas. Sólo el alma de Ayax, el hijo de Telamón,
se mantenía apartada a lo lejos, airada por causa de la victoria en
la que lo vencí contendiendo en el juicio sobre las armas de
Aquiles, junto a las naves. Lo estableció la venerable madre y
fueron jueces los hijos de los troyanos y Palas Atenea. ¡Ojalá no
hubiera vencido yo en tal certamen! Pues por causa de estas armas la
tierra ocultó a un hombre como Ayax, el más excelente de los dánaos
en hermosurá y gestas después del irreprochable hijo de Peleo.
«A
él me dirigí con dulces palabras:
«"Áyax,
hijo del irreprochable Telamón. ¿Ni siquiera muerto vas a olvidar
tu cólera contra mí por causa de las armas nefastas? Los dioses
proporcionaron a los argivos aquella ceguera, pues pereciste siendo
tamaño baluarte para los aqueos. Los aqueos nos dolemos por tu
muerte igual que por la vida del hijo de Peleo. Y ningún otro es
responsable, sino Zeus, que odiaba al ejército de los belicosos
dánaos y a ti te impuso la muerte. Ven aquí, soberano, para
escuchar nuestra palabra y nuestras explicaciones. Y domina tu ira y
tu generosó ánimo."
«Así
dije, pero no me respondió, sino que se dirigió tras las otras
almas al Erebo de los muertos. Con todo, me hubiera hablado entonces,
aunque airado o yo a él pero mi ánimo deseaba dentro de mi pecho
ver las almas de los demás difuntos.
«Allí
vi sentado a Minos, el brillante hijo de Zeus, con el cetro de
oro impartiendo justicia a los muertos. Ellos exponían sus causas a
él, al soberano, sentados o en pie, a lo largo de la mansión de
Hades de anchas puertas.
«Y
despuës de éste vi al gigante Orión persiguiendo por el prado de
asfódelo a las fieras que había matado en los montes desiertos,
sosteniendo en sus manos la clava toda de bronce, eternamente
irrompible.
«Y
vi a Ticio, al hijo de la Tierra augusta, yaciendo en el suelo.
Estaba tendido a lo largo de nueve yugadas, y dos águilas posadas a
sus costados le roían el hígado, penetrando en sus entrañas. Pero
él no conseguía apartarlas con sus manos, pues había violado a
Leto, esposa augusta de Zeus, cuando ésta se dirigía a Pito a
través del hermoso Panopeo.
«También
vi a Tántalo, que soportaba pesados dolores, en pie dentro del lago;
éste llegaba a su mentón, pero se le veía siempre sediento y no
podía tomar agua para beber, pues cuantas veces se inclinaba el
anciano para hacerlo, otras tantas desaparecía el agua absorbida y a
sus pies aparecía negra la tierra, pues una divinidad la secaba.
También había altos árboles que dejaban caer su fruto desde lo
alto perales, manzanos de hermoso fruto, dulces higueras y verdeantes
olivos, pero cuando el anciano intentaba asirlas con sus manos, el
viento las impulsaba hacia las oscuras nubes.
«Y
vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme
piedra entre sus brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y
empujaba la piedra hacia arriba, hacia la cumbre, pero cuando iba a
trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía volver una y otra
vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo,
él la empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el sudor se
deslizaba por sus miembros y el polvo caía de su cabeza.
«Después
de éste vi a la fuerza de Héracles, a su imagen. Éste goza de los
banquetes entre los dioses inmortales y tiene como esposa a Hebe de
hermosos tobillos, la hija del gran Zeus y de Hera, la de sandalias
de oro.
«En
torno suyo había un estrépito de cadáveres, como de pájaros, que
huían asustados en todas direcciones. Y él estaba allí, semejante
a la oscura noche, su arco sosteniendo desnudo y sobre el nervio una
flecha, mirando alrededor que daba miedo y como el que está siempre
a punto de disparar. Y rodeando su pecho estaba el terrible tahalí,
el cinturón de oro en el que había cincelados admirables trabajos
osos, salvajes jabalíes, leones de mirada torcida, combates, luchas,
matanzas, homicidios. Ni siquiera el artista que puso en este
cinturón todo su arte podría realizar otra cosa parecida. Me
reconoció al pronto cuando me vio con sus ojos y, llorando, dijo
aladas palabras:
«
“Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides,
¡también tú andas arrastrando una existencia desgraciada, como la
que yo soportara bajo los rayos del sol! Hijo de Zeus Cronida era yo
y, sin embargo, tenía una pesadumbre inacabable. Pues estaba sujeto
a un hombre muy inferior a mí que me imponía pesados trabajos.
También me envió aquí en cierta ocasión para sacar al Perro, pues
pensaba que ninguna otra prueba me sería más difícil. Pero yo me
llevé al Perro a la luz y lo saqué de Hades. Y me escoltó Hermes y
la de ojos brillantes, Atenea."
«Así
habló y se volvió de nuevo a la mansión de Hades. Yo, sin embargo,
me quedé allí por si venía alguno de los otros héroes guerreros,
los que ya habían perecido. También habría visto a hombres todavía
más antiguos a quienes mucho deseaba ver, a Teseo y Pirítoo, hijos
gloriosos de los dioses, pero se empezaron a congregar multitudes
incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de
mí el pálido terror, no fuera que la ilustre Perséfone me enviara
desde Hades la cabeza de la Gorgona, del terrible monstruo.
«Entonces
marché a la nave y ordené a mis compañeros que embarcaran
enseguida y soltaran amarras. Y ellos embarcaron rápidamente y se
sentaron sobre los remos.
«Y
el oleaje llevaba a la nave por el río Océano, primero al impulso
de los remos y después se levantó una brisa favorable. »
CANTO
XII
LAS
SIRENAS ESCILA Y CARIBDIS.
LA
ISLA DEL SOL. OGIGIA
Cuando
la nave abandonó la corriente del río Océano y arribó al oleaje
del ponto de vastos caminos y a la isla de Eea, donde se encuentran
la mansión y los lugares de danza de Eos y donde sale Helios, la
arrastramos por la arena, una vez llegados. Desembarcamos sobre
la ribera del mar, y dormidos esperamos a la divina Eos.
«Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, envié a unos compañeros al palacio de Circe para que se
trajeran el cadáver del difunto Elpenor. Cortamos enseguida unos
leños y lo enterramos apenados, derramando abundante llanto, en el
lugar donde la costa sobresalía más. Cuando habían ardido el
cadáver y las armas del difunto, erigimos un túmulo y, levantando
un mojón, clavamos en lo más alto de la tumba su manejable remo. Y
luego nos pusimos a discutir los detalles del regreso.
«Pero
no dejó Circe de percatarse que habíamos llegado de Hades y se
presentó enseguida para proveernos. Y con ella sus siervas llevaban
pan y carne en abundancia y rojo vino. Y colocándose entre nosotros
dijo la divina entre las diosas:
«"Desdichados
vosotros que habéis descendido vivos a la morada de Hades; seréis
dos veces mortales, mientras que los demás hombres mueren sólo uná
vez. Pero, vamos, comed esta comida y bebed este vino durante todo el
día de hoy y al despuntar la aurora os pondréis a navegar; que yo
os mostraré el camino y os aclararé las incidencias para que no
tengáis que lamentaros de sufrir desgracias por trampa dolorosa del
mar o sobre tierra firme."
«Así
dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Así que pasamos
todo el día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y
delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis
compañeros se echaron a dormir junto a las amarras de la nave. Pero
Circe me tomó de la mano y me hizo sentar lejos de mis compañeros
y, echándose a mi lado, me preguntó detalladamente. Yo le conté
todo como correspondía y entonces me dijo la soberana Circe:
«"Así
es que se ha cumplido todo de esta forma. Escucha ahora tú lo que
voy a decirte y lo recordará después el dios mismo.
«"Primero
llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se
acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de
las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos,
llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan
éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un
gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca.
Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la
miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos
las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren
de pies y manos, firme junto al mástil que sujeten a éste las
amarras, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y
si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos
te sujeten todavía con más cuerdas.
«"Cuando
tus compañeros las hayan pasado de largo, ya no te diré cuál de
dos caminos será el tuyo; decidelo tú mismo en el ánimo. Pero te
voy a decir los dos: a un lado hay unas rocas altísimas, contra las
que se estrella el oleaje de la oscura Anfitrite. Los dioses felices
las llaman Rocas Errantes. No se les acerca ningún ave, ni siquiera
las temblorosas palomas que llevan ambrosía al padre Zeus; que,
incluso de éstas, siempre arrebata alguna la lisa piedra, aunque el
Padre (Zeus) envía otra para que el número sea completo. Nunca las
ha conseguido evitar nave alguna de hombres que haya llegado allí,
sino que el oleaje del mar, junto con huracanes de funesto fuego,
arrastran maderos de naves y cuerpos de hombres. Sólo consiguió
pasar de largo por allí una nave surcadora del ponto, la célebre
Argo, cuando navegaba desde el país de Eetes. Incluso entonces la
habría arrojado el oleaje contra las gigantescas piedras, pero la
hizo pasar de largo Hera, pues Jasón le era querido.
«"En
cuanto a los dos escollos, uno llega al vasto cielo con su aguda
cresta y le rodea oscura nube. Ésta nunca le abandona, y jamás, ni
en invierno ni en verano, rodea su cresta un cielo despejado. No
podría escalarlo mortal alguno, ni ponerse sobre él, aunque tuviera
veinte manos y veinte pies, pues es piedra lisa, igual que la
pulimentada. En medio del escollo hay una oscura gruta vuelta hacia
Poniente, que llega hasta el Erebo, por donde vosotros podéis hacer
pasar la cóncava nave, ilustre Odiseo. Ni un hombre vigoroso,
disparando su flecha desde la cóncava nave, podría alcanzar la
hueca gruta. Allí habita Escila, que aúlla que da miedo: su voz es
en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido, y es un
monstruo maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le
diera cara. Doce son sus pies, todos deformes, y seis sus largos
cuellos; en cada uno hay una espantosa cabeza y en ella tres filas de
dientes apiñados y espesos, llenos de negra muerte. De la mitad para
abajo está escondida en la hueca gruta, pero tiene sus cabezas
sobresaliendo fuera del terrible abismo, y allí pesca explorándolo
todo alrededor del escollo, por si consigue apresar delfines o perros
marinos, o incluso algún monstruo mayor de los que cría a miles la
gemidora Anfitrite. Nunca se precian los marineros de haberlo pasado
de largo incólumes con la nave, pues arrebata con cada cabeza a un
hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva.
«"También
verás, Odiseo, otro escollo más llano cerca uno de otro. Harías
bien en pasar por él como una flecha. En éste hay un gran cabrahigo
cubierto de follaje y debajo de él la divina Caribdis sorbe
ruidosamente la negra agua. Tres veces durante el día la suelta y
otras tres vuelve a soberla que da miedo. ¡Ojalá no te encuentres
allí cuando la está sorbiendo, pues no te libraría de la muerte ni
el que sacude la tierra! Conque acércate, más bien, con rapidez al
escollo de Escila y haz pasar de largo la nave, porque mejor es echar
en falta a seis compañeros que no a todos juntos."
«Así
dijo, y yo le contesté y dije:
«"Diosa,
vamos, dime con verdad si podré escapar de la funesta Caribdis y
rechazar también a Escila cuando trate de dañar a mis compañeros."
«Así
dije, y ella al punto me contestó, la divina entre las diosas:
«"Desdichado,
en verdad te placen las obras de la guerra y el esfuerzo. ¿Es que no
quieres ceder ni siquiera a los dioses inmortales? Porque ella no es
mortal, sino un azote inmortal, terrible, doloroso, salvaje e
invencible. Y no hay defensa alguna, lo mejor es huir de ella, porque
si te entretienes junto a la piedra y vistes tus armas contra ella.,
mucho me temo que se lance por segunda vez y te arrebate tantos
compañeros como cabezas tiene. Conque conduce tu nave con fuerza e
invoca a gritos a Cratais, madre de Escila, que la parió para daño
de los mortales. Ésta la impedirá que se lance de nuevo.
«"Luego
llegarás a la isla de Trinaquía, donde pastan las muchas vacas y
pingües rebaños de ovejas de Helios: siete Tebaños de vacas y
otros tantos hermosos apriscos de ovejas con cincuenta animales cada
uno, No les nacen crías, pero tampoco mueren nunca. Sus pastoras son
diosas, ninfas de lindas trenzas, Faetusa y Lampetía, a las que
parió para Helios Hiperiónida la diosa Neera. Nada más de parirlas
y criarlas su soberana madre, las llevó a la isla de Trinaquía para
que vivieran lejos y pastorearan los apriscos de su padre y las vacas
de rotátiles patas.
«"Si
dejas incólumés estos rebaños y te ocupas del regreso, aun con
mucho sufrir podréis llegar a Itaca, pero si les haces daño,
predigo la perdición para la nave y para tus compañeros. Y tú,
aunque evites la muerte, llegarás tarde y mal, después de perder a
todos tus compañeros."
«Así
dijo y, al pronto, llegó Eos, la de trono de oro.
«Ella
regresó a través de la isla, la divina entre las diosas, y yo partí
hacia la nave y apremié a mis compañeros para que embarcaran y
soltaran amarras. Así que embarcaron con presteza y se sentaron
sobre los bancos y, sentados en fila, batían el canoso mar con los
remos. Y Circe de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz,
envió por detrás de nuestra nave de azuloscura proa, muy cerca, un
viento favorable, buen compañero, que hinchaba las velas. Después
de disponer todos los aparejos, nos sentamos en la nave y la
conducían el viento y el piloto.
«Entonces
dije a mis compañeros con corazón acongojado:
«"Amigos,
es preciso que todos y no sólo uno o dos conozcáis las predicciones
que me ha hecho Circe, la divina entre las diosas. Así que os las
voy a decir para que, después de conocerlas, perezcamos o consigamos
escapar evitando la muerte y el destino.
«"Antes
que nada me ordenó que evitáramos a las divinas Sirenas y su
florido prado. Ordenó que sólo yo escuchara su voz; mas atadme con
dolorosas ligaduras para que permanezca firme allí, junto al mástil;
que sujeten a éste las amarras, y si os suplico o doy órdenes de
que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas."
«Así
es como yo explicaba cada detalle a mis compañeros.
«Entretanto
la bien fabricada nave llegó velozmente a la isla de las dos Sirenas
pues la impulsaba próspero viento. Pero enseguida cesó éste y se
hizo una bonanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.
«Levantáronse
mis compañeros para plegar las velas y las pusieron sobre la cóncava
nave y, sentándose al remo, blanqueaban el agua con los pulimentados
remos.
«Entonces
yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo
apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera pues la
oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida
y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos,
a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil
sujetaron a éste las amarras y, sentándose, batían el canoso mar
con los remos.
«Conque,
cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al
gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que
se acercaba y entonaron su sonoro canto:
«"Vamos,
famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu
nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo
con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino
que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues
sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta
Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la
tierra fecunda."
«Así
decían lanzando su hermosa voz. Entonces mi corazón deseó
escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles
señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban,
y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más
cuerdas, apretándome todavía más.
«Cuando
por fin las habían pasado de largo y ya no se oía más la voz de
las Sirenas ni su canto, se quitaron la cera mis fieles compañeros,
la que yo había untado en sus oídos, y a mí me soltaron de las
amarras.
«Conque,
cuando ya abandonábamos su isla, al pronto comencé a ver vapor y
gran oleaje y a oír un estruendo. Como a mis compañeros les entrara
el terror, volaron los remos de sus manos y éstos cayeron todos
estrepitosamente en la corriente. Así que la nave se detuvo allí
mismo, puesto que ya no movían los largos remos con sus manos.
«Entonces
iba yo por la nave apremiando a mis compañeros con suaves palabras,
poniéndome al lado de cada uno:
«"Amigos,
ya no somos inexpertos en desgracias. Este mal que nos acecha no es
peor que cuando el Cíclope nos encerró con poderosa fuerza en su
cóncava cueva. Pero por mis artes, mi decisión y mi inteligencia
logramos escapar de allí y creo que os acordaréis de ello. Así que
también ahora, vamos, obedezcamos todos según yo os indique.
Vosotros sentaos en los bancos y batid con los remos la profunda
orilla del mar, por si Zeus nos concede huir y evitar esta perdición;
y a ti, piloto, esto es lo que te ordeno ponlo en lo interior, ya que
gobiernas el timón de la cóncava nave: mantén a la nave alejada de
ese vapor y oleaje y pégate con cuidado a la roca no sea que se te
lance sin darte cuanta hacia el otro lado y nos pongas en medio del
peligro."
«Así
dije y enseguida obedecieron mis palabras. Todavía no les hablé de
Escila, desgracia imposible de combatir, no fuera que por temor
dejaran de remar y se me escondieran todos dentro.
«Entonces
no hice caso de la penosa recomendación de Circe, pues me ordenó
que en ningún caso vistiera mis armas contra ella. Así que vestí
mis ínclitas armas y con dos lanzas en mis manos subí a la cubierta
de proa, pues esperaba que allí se me apareciera primero la rotosa
Escila, la que iba a llevar dolor a mis compañeros. Pero no pude
verla por lado alguno y se me cansaron los ojos de otear por todas
partes la brumosa roca.
«Así
que comenzamos a sortear el estrecho entre lamentos, pues de un lado
estaba Escila, y del otro la divina Caribdis sorbía que daba miedo
la salada agua del mar. Y es que cuando vomitaba, todo ella
borbollaba como un caldero que se agita sobre un gran fuego la espuma
caía desde arriba sobre lo alto de los dos escollos, y cuando sorbía
de nuevo la salada agua del mar, aparecía toda arremolinada por
dentro, la roca resonaba espantosamente alrededor y al fondo se veía
la tierra con azuloscura arena.
«El
terror se apoderó de mis compañeros y, mientras la mirábamos
temiendo morir, Escila me arrebató de la cóncava nave seis
compañeros, los que eran mejores de brazos y fuerza. Mirando a la
rápida nave y siguiendo con los ojos a mis compañeros, logré ver
arriba sus pies y manos cuando se elevaban hacia lo alto. Daban voces
llamándome por mi nombre, ya por última vez, acongojados en su
corazón. Como el pescador en un promontorio, sirviéndose de larga
caña, echa comida como cebo a los pececillos (arroja al mar el
cuerno de un toro montaraz) y luego tira hacia fuera y los coge
palpitantes, así mis
compañeros
se elevaban palpitantes hacia la roca.
«Escila
los devoró en la misma puerta mientras gritaban y tendían sus manos
hacia mí en terrible forcejeo. Aquello fue lo más triste que he
visto con mis ojos de todo cuanto he sufrido recorriendo los caminos
del mar. Cuando conseguimos escapar de la terrible Caribdis y de
Escila, llegamos enseguida a la irreprochable isla del dios donde
estaban las hermosas carianchas vacas y los numerosos rebaños de
ovejas de Helios Hiperión.
«Cuando
todavía me encontraba en la negra nave pude oír el mugido de las
vacas en sus establos y el balar de las ovejas. Entonces se me vino a
las mientes la palabra del adivino ciego, el tebano Tiresias, y de
Circe de Eea, quienes me encomendaron encarecidamente evitar la isla
de Helios, el que alegra a los mortales.
«Así
que dije a mis compañeros acongojado en mi corazón:,
«"Escuchad
mis palabras, compañeros que tantas desgracias habéis sufrido, para
que os manifieste las predicciones de Tiresias y de Circe de Eea,
quienes me encomendaron encarecidamente evitar la isla de Helios, el
que alegra a los mortales, pues me dijeron que aquí tendríamos el
más terrible mal. Conque conducid la negra nave lejos de la isla."
«Así
dije y a ellos se les quebró el corazón.
«Entonces
Euriloco me contestó con odiosa palabra:
«"Eres
terrible, Odiseo, y no se cansa tu vigor ni tus miembros. En verdad
todo lo tienes de hierro si no permites a tus compañeros agotados
por el cansancio y por el sueño poner pie a tierra en una isla
rodeada de corriente, dónde podríamos prepararnós sabrosa comida.
Por el contrario, les ordenas que anden errantes por la rápida noche
en el brumoso ponto, alejándose de la isla. De la noche surgen
crueles vientos, azote de las naves. ¿Cómo se podría huir del
total exterminio si por casualidad se nos viene de repente un huracán
de Noto o de Céfixo de soplo violento, que son quienes, sobre todo,
destruyen las naves por voluntad de los soberanos dioses? Cedamos,
pues, a la negra noche y preparémonos una comida quedándonos junto
a la rápida nave. Y al amanecer embarcaremos y lanzaremos la nave al
vasto ponto,"
«Así
dijo Euríloco y los demás compañeros aprobarón sus palábras,
Entonces me di cuenta de que un demón nos preparaba desgracia y,
hablándoles, dije aladas palabras:
«"Euríloco,
mucho me forzáis, solo como estoy. Pero, vamos, juradme al menos con
fuerte juramento que si encontramos una vacada o un gran rebaño de
ovejas, nadie, llevado de funesta insensatez, matará vaca u oveja
alguna. Antes bien; comed tranquilos el alimento que nos dio la
inmortal Circe."
«Así
dije y todos juraron al punto tal como les había dicho. Así que
cuando habían jurado y completado su juramento, detuvimos en el
cóncavo Puerto nuestra bien construida nave, cerca de agua dulce;
desembarcaron mi compañeros y se prepararon con habilidad la comida.
«Luego
que habían arrojado de sí el deseo de comida y bebida, comenzaron a
llorar pues se acordaron enseguida por los compañeros a quienes
había devorado Escila, arrebatándlos de la cóncava nave; y
mientras lloraban, les sobrevino un profundo sueño.
«Cuando
terciaba la noche y declinaban los astros, Zeus, el que amontona las
nubes, levantó un viento para que soplara en terrible huracán y
cubrió de nubes tierra y mar. Y se levantó del cielo la noche.
«Cuando
se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
anclamos la nave arrastrándola hasta una gruta, donde estaba el
hermoso lugar de danza de las Ninfas y sus asientos.
«Entonces
los convoqué en asamblea y les dije:
«"Amigos,
en la rápida nave tenemos comida y bebida; apartémonos de las vacas
no sea que nos pase algo malo, que estas vacas y gordas ovejas
pertenecen a un dios terrible, a Helios, el que lo ve todo y todo lo
oye."
«Así
dije y su valeroso ánimo se dejó persuadir.
«Durante
todo un mes sopló Noto sin parar y no había ningún otro viento,
salvo Euro y Noto. Así que, mientras mis compañeros tuvieron comida
y rojo vino, se mantuvieron alejados de las vacas por deseo de vivir;
pero cuando se consumieron todos los víveres de la nave, pusiéronse
por necesidad a la caza de peces y aves; todo lo que llegaba a sus
manos, con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos.
«Yo
me eché entonces a recorrer la isla para suplicar a los dioses, por
si alguno me manifestaba algún camino de vúelta; y, cuando
caminando por la isla ya estaba lejos de mis compañeros, lavé mis
manos al abrigo del viento y supliqué a todos los dioses que poseen
el Olimpo. Y ellos derramaron el dulce sueño sobre mis párpados.
«Entonces
Euríloco comenzó a manifestar a mis compañeros esta funesta
decisión:
«"Escuchad
mis palabras, compañeros que tantos males habéis sufrido. Todas las
clases de muerte son odiosas para los desgraciados mortales, pero lo
más lamentable es morir de hambre y arrastrar el destino. Conque,
vamos, llevémonos las mejores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a
los inmortales que poseen el vasto cielo. Si llegamos a Itaca,
nuestra patria, edificaremos a Helios Hiperión un esplendido templo
donde podríamos erigir muchas y excelentes estatuas.
«"Pero
si, irritado por sus vacas de alta cornamenta, quiere destruir
nuestra nave .y los demás dioses les acompañan prefiero perder la
vida de una vez, de bruces contra una ola, antes que irme consumiendo
poco a poco en una isla desierta."
«Así
dijo Euríloco y los demás compañeros aprobaron sus palabras. Así
que se llevaron enseguida las mejores vacas de Helios, de por allí
cerca pues las hermosas vacas carianchas de rotátiles patas pastaban
no lejos de la nave de azuloscura proa. Pusiéronse a su alrededor e
hicieron súplica a los dioses, cortando ramas tiernas de una encina
de elevada copa pues no tenían blanca cebada en la nave de buenos
bancos. Cuando habían hecho la súplica, degollado y desollado las
vacas, cortaron los muslos y los cubrieron de grasa a uno y otro lado
y colocaron carne sobre ellos. No tenían vino para libar sobre las
víctimas mientras se asaban, pero libaron con agua mientras se
quemaban las entrañas. Cuando ya se habían quemado los muslos y
probaron las entrañas, cortaron en trozos lo demás y lo ensartaron
en pinchos.
«Entonces
el profundo sueño desapareció de mis párpados y me puse en camino
hacia la rápida nave y la ribera del mar. Y, cuando me hallaba cerca
de la curvada nave, me rodeó un agradable olor a grasa. Rompí en
lamentos e invoqué a gritos a los dioses inmortales:
«"Padre
Zeus y demás dioses felices que vivís siempre; para mi perdición
me habéis hecho acostar con funesto sueño, pues mis compañeros han
resuelto un tremendo acto mientras estaban aquí."
«En
esto llegó Lampetía, de luengo peplo, rápida mensajera a Helios
Hiperión, para anunciarle que habíamos matado a sus vacas. Y éste
se dirigió al punto a los inmortales acongojado en su corazón:
«"Padre
Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, castigad ya a
los compañeros de Odiseo Laertíada que me han matado las vacas
¡obra impía!, con las que yo me complacía al dirigirme hacia el
cielo estrellado y al volver de nuevo hacia la tierra desde el cielo.
Porque si no me pagan una recompensa equitativa por las vacas, me
hundiré en el Hades y brillaré para los muertos."
«Y
contestándole dijo Zeus, el que reúne las nubes:
«"Helios,
sigue brillando entre los inmortales y los mortales hombres sobre la
tierra nutricia, que yo lanzaré mi brillante rayo y quebraré
enseguida su nave en el ponto rojo como el vino."
«Esto
es lo que yo oí decir a Calipso, de hermoso peplo, y ella decía que
se lo había oído a su vez a Hermes.
«Conque,
cuando bajé hasta la nave y el mar, los reprendí a unos y otros
poniéndome a su lado, pero no podíamos encontrar remedio las vacas
estaban ya muertas. Entonces los dioses comenzaron a manifestarles
prodigios: las pieles caminaban, la carne mugía en el asador, tanto
la cruda como la asada. Así es como las vacas cobraron voz.
«Durante
seis días mis fieles compañeros prosiguieron banqueteándose y
llevándose las mejores vacas de Helios, pero cuando Zeus Cronida nos
trajo el séptimo, dejó el viento de lanzarse huracanado y nosotros
embarcamos y empujamos la nave al vasto ponto no sin colocar el
mástil y extender las blancas velas.
«Cuando
abandonamos la isla y ya no se divisaba tierra alguna sino sólo
cielo y mar, el Cronida puso una negra nube sobre la cóncava nave y
el mar se oscureció bajo ella. La nave no pudo avanzar mucho tiempo,
porque enseguida se presentó el silbante Céfiro lanzándose en
huracán y la tempestad de viento quebró los dos cables del mástil.
Cayó éste hacia atrás y todos los aparejos se desparramaron bodega
abajo. En la misma proa de la nave golpeó el mástil al piloto en la
cabeza, rompiendo todos los huesos de su cráneo y, como un
volatinero, se precipitó de cabeza contra la cubierta y su valeroso
ánimo abandonó los huesos.
«Zeus
comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave, y
ésta se revolvió toda, sacudida por el rayo de Zeus, y se llenó de
azufre. Mis compañeros cayeron fuera y, semejantes a las cornejas
marinas, eran arrastrados por el oleaje en torno a la negra nave.
Dios les había arrebatado el regreso.
«Entonces
yo iba de un lado a otro de la nave, hasta que el huracán desencajó
las paredes de la quilla y el oleaje la arrastraba desnuda. El mástil
se partió contra ésta, pero, como había sobre aquél un cable de
piel de buey, até juntos quilla y mástil y, sentándome sobre
ambos, me dejé llevar de los funestos vientos.
«Entonces
Céfiro dejó de lanzarse huracanado y llegó enseguida Noto trayendo
dolores a mi ánimo, haciendo que volviera a recorrer de nuevo la
funesta Caribdis.
«Dejéme
llevar por el oleaje durante toda la noche y al salir el sol llegué
al escollo de Escila y a la terrible Caribdis. Ésta comenzó a
sorber la salada agua del mar, pero entonces yo me lancé hacia
arriba, hacia el elevado cabrahigo y quedé adherido a él como un
murciélago. No podía apoyarme en él con los pies para trepar, pues
sus raíces estaban muy lejos y sus ramas muy altas ramas largas y
grandes que daban sombra a Caribdis. Así que me mantuve firme hasta
que ésta volviera a vomitar el mástil y la quilla, y un rato más
tarde me llegaron mientras estaba a la expectativa. Mis maderos
aparecieron fuera de Caribdis a la hora en que un hombre se levanta
del ágora para ir a comer, después de juzgar numerosas causas de
jóvenes litigantes. Dejéme caer desde arriba de pies y manos y me
desplomé ruidosamente sobre el oleaje junto a mis largos maderos, y
sentado sobre ellos, comencé a remar con mis brazos. El padre de
hombres y dioses no permitió que volviera a ver a Escila, pues no
habría conseguido escapar de la ruina total.
«Desde
allí me dejé llevar durante nueve días, y en la décima noche los
dioses me impulsaron hasta la isla de Ogigia, donde habitaba Calipso
de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz que me entregó su
amor y sus cuidados.
«Pero,
¿para qué te voy a contar esto? Ya os lo he narrado ayer a ti y a
tu fuerte esposa en el palacio, y me resulta odioso volver a relatar
lo que he expuesto detalladamente.»
CANTO
XIII
LOS
FEACIOS DESPIDEN A ODISEO.
LLEGADA
A ITACA
Así
habló, y todos enmudecieron en el silencio; estaban poseídos como
por un hechizo en el sombrío palacio. Entonces Alcínoo le contestó
y dijo:
«Odiseo,
ya que has llegado a mi palacio de piso de bronce, de elevado techo,
creo que no vas a volver a casa errabundo otra vez por mucho que
hayas sufrido. En cuanto a vosotros, cuantos acostumbráis a beber en
mi palacio el rojo vino de los ancianos escuchando al aedo, os voy a
hacer este encargo: el forastero ya tiene, en un arca bien
pulimentada, oro bien trabajado y cuantos regalos le han traído los
consejeros de los feacios. Démosle también un gran trípode y una
caldera cada hombre, que nosotros después os recompensaremos
recogiéndolo por el pueblo, pues es doloroso que uno haga dones
gratis.»
Así
habló Alcínoo y les agradó su palabra. Y se marchó cada uno a su
casa con ganas de dormir.
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, se apresuraron hacia la nave llevando el bronce propio de los
guerreros.
Y
la sagrada fuerza de Alcínoo, marchando en persona, colocó todo
bien bajo los bancos de la nave, no fuera que causaran daño a alguno
de los compañeros durante el viaje cuando se apresuraran moviendo
los remos.
Luego
marcharon al palacio de Alcínoo y dispusieron el almuerzo. La
sagrada fuerza de Alcínoo sacrificó entre ellos un buey en honor de
Cronida Zeus, el que oscurece las nubes, el que gobierna a todos.
Quemaron los muslos y se repartieron gustosos un magnífico banquete;
y entre ellos cantaba el divino aedo, Demódoco, venerado por su
pueblo. Pero Odiseo volvía una y otra vez su cabeza hacia el
resplandeciente sol, deseando que se pusiera, pues ya pensaba en el
regreso. Como cuando un hombre desea vivamente cenar cuando su pareja
de bueyes ha estado todo el día arrastrando el bien construido arado
por el campo la luz del sol se pone para él con agrado, ya que se va
a cenar, y sus rodillas le duelen al caminar, así se puso el sol con
agrado para Odiseo.
Y
volvió a dirigirse a los feacios amantes del remo y, dirigiéndose
sobre todo a Alcínoo, dijo su palabra:
«Poderoso
Alcínoo, el más ilustre de tu pueblo, haced una libación y
devolvedme a casa sin daño. Y a vosotros, ¡salud! Ya se me ha
proporcionado lo que mi ánimo deseaba, una escolta y amables regalos
que ojalá los dioses, hijos de Urano, hagan prosperar. ¡Que
encuentre en casa, al volver, a mi irrepochable esposa junto con los
míos sanos y salvos! Vosotros quedaos aquí y seguid llenando de
gozo a vuestras esposas legítimas y a vuestros hijos; que los dioses
os repartan bienes de todas clases y que ningún mal se instale entre
vosotros.»
Así
habló y todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al
forastero, porque había hablado como le correspondía. Entonces
Alcínoo se dirigió a un heraldo:
«
Pontónoo, mezcla una crátera y reparte vino a todos en el palacio,
para que demos escolta al forastero hasta su tierra patria después
de orar al padre Zeus.»
Así
habló, y Pontónoo mezcló el vino que alegra el corazón y se lo
repartió a todos, uno tras otro. Y libaron desde sus mismos asientos
en honor de los dioses felices, los que poseen el ancho cielo.
El
divino Odiseo se puso en pie, colocó una copa de doble asa en manos
de Arete y le dijo aladas palabras:
«Sé
siempre feliz, reina hasta que te lleguen la vejez y la muerte que
andan rondando a los hombres. Yo vuelvo a casa, goza tú en este
palacio entre tus hijos, tu pueblo y el rey Alcínoo.»
Así
hablando el divino Odiseo traspasó el umbral. Y la fuerza de Alcínoo
le envió un heraldo para que le condujera hasta la rápida nave y la
ribera del mar. También le envió Arete a sus esclavás, a una con
un manto bien lavado y una túnica, a otra le dio un arca adornada
para que la llevara y otra portaba trigo y rojo vino.
Cuando
arribaron a la nave y al mar, sus ilustres acompañantes colocaron
todo en la cóncava nave, la bebida y la comida toda, y para Odiseo
extendieron una manta y una sábana en la cubierta de proa, para que
durmiera sin despertar. Subió él y se acostó en silencio, y ellos
se sentaron en los bancos, cada uno en su sitio, y soltaron el cable
de una piedra pérforada. Después se inclinaron y batían el mar con
el remo.
A
Odiseo se le vino un sueño profundo a los párpados, sueño
sosegado, delicioso, semejante en todo a la muerte. Y la nave... como
los cuadrúpedos caballos se arrancan todos a la vez en la llanura a
los golpes del látigo y elevándose velozmente apresuran su marcha,
así se elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía en el
resonante mar. Corría ésta con firmeza, sin estorbos; ni un halcón
la habría alcanzàdo, la más rápida de las aves. Y en su carrera
cortaba veloz las olas del mar portando a un hombre de pensamientos
semejantes a los de los dioses que había sufrido muchos dolores en
su ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya dormía
imperturbable, olvidado de todas sus penas.
Y
cuando despuntó el más brillante astro, el que avanza anunciando la
luz de Eos que nace de la mañana, la nave se acercó para fondear en
la isla.
En
el pueblo de Itaca hay un puerto, el de Forcis, el viejo del mar, y
en él hay dos salientes escarpados que se inclinan hacia el puerto y
que dejan fuera el oleaje producido por silbantes vientos; dentro,
las naves de buenos bancos permanecen sin amarras cuando llegan al
término del fondeadero. Al extremo del puerto hay un olivo de anchas
hojas y cerca de éste una gruta sombría y amable consagrada a las
ninfas que llaman Náyades. Hay dentro cráteras y ánforas de piedra
y también dentro fabrican las abejas sus panales. Hay dentro grandes
telares de piedra donde las ninfas tejen sus túnicas con púrpura
marina ¡una maravilla para velas! y también dentro corren las aguas
sin cesar. Tiene dos puertas, la una del lado de Bóreas accesible a
los hombres; la otra, del lado de Noto, es en cambio sólo para
dioses y no entran por ella los hombres, que es camino de inmortales.
Hacia allí remaron, pues ya lo conocían de antes, y la nave se
apresuró a fondear en tierra firme, como a media altura ¡tales eran
las manos de los remeros que la impulsaban! Éstos descendieron de la
nave de buenos bancos y levantando primero a Odiseo de la cóncava
nave, le colocaron sobre la arena, rendido por el sueño, junto con
su manta y resplandeciente sábana. También sacaron las riquezas que
los ilustres feacios le habían donado cuando volvía a casa por
voluntad de la magnánima Atenea.
Conque
colocaron todo junto, cerca del tronco de olivo, lejos del camino no
fuera que algún caminante cayera sobre ello y lo robara antes de que
Odiseo despertase, y se volvieron a casa.
Pero
el que sacude la tierra no se había olvidado de las amenazas que
había hecho al divino Odiseo al principio y preguntó la decisión
de Zeus:
«Padre
Zeus, ya no tendré nunca honores entre los dioses inmortales si los
mortales no me honran, los feacios que, además, son de mi propia
estirpe. Yo pensaba que Odiseo regresaría a casa después de mucho
sufrir el regreso no se lo había quitado del todo porque tú se lo
prometiste desde el principio, pero los feacios lo han traído
durmiendo en rápida nave sobre el ponto y lo han dejado en Itaca. Le
han entregado además innumerables regalos, bronce y oro en
abundancia y ropa tejida, tantos como jamás habría sacado de Troya
si hubiera vuelto incólume con su parte sorteada del botín.»
Y
le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:
«¡Ay,
ay, poderoso dios que sacudes la tierra, qué cosas has dicho! Nunca
lo deshonrarán los dioses. Sería difícil despachar sin honores al
más antiguo y excelente. Si alguno de los hombres, cediendo a su
violencia y poder, no lo honra, tienes y tendrás siempre tu
compensación. Obra como desees y sea agradable a tu ánimo.»
Y
le contestó Poseidón, el que sacude la tierra:
«Enseguida
actuaría, oh tú que oscureces las nubes, como dices, pero estoy
siempre acechando tu cólera y procurando evitarla. Con todo, quiero
ahora destruir en el brumoso ponto la hermosa nave de los feacios en
su viaje de vuelta, para que se contengan y dejen de escoltar a los
hombres. Quiero también ocultar su ciudad toda bajo un monte» Y le
contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:
«Amigo
mío, creo que lo mejor será que, cuando todo el pueblo esté
contemplando desde la ciudad a la nave acercándose, coloques cerca
de tierra un peñasco semejante a una rápida nave, para que todos se
asombren y puedas ocultar su ciudad bajo un gran monte.»
Luego
que oyó esto Poseidón, el que sacude la tierra, se puso en camino
hacia Esqueria, donde los feacios nacen, y allí se detuvo. Y la nave
surcadora del ponto se acercó en su veloz carrera. El que sacude la
tierra se acercó, la convirtió en piedra y la estableció
firmemente, como si tuviera raíces, golpeándola con la palma de su
mano. Y se alejó de allí. Los feacios de largos remos se dirigían
mutuamente aladas palabras, hombres célebres por sus naves, y decía
uno así mirando al que tenía al lado:
«Ay
de mí, ¿quién ha encadenado en el ponto a la rápida nave en su
regreso a casa? Ya se la veía del todo.»
Así
decía uno pues no sabían cómo había sucedido. Entonces Alcínoo
habló entre ellos y dijo:
«¡Ay,
ay, en verdad ya me ha alcanzado el antiguo presagio de mi padre,
quien aseguraba que Poseidón se irritaría con nosotros por ser
prósperos acompañantes de todo el mundo! Decía que algún día
destruiría en el brumoso ponto una hermosa nave de los feacios al
volver de una expedición, y que ocultaría nuestra ciudad bajo un
monte. Así decía el anciano y todo se está cumpliendo ahora.
Conque, vamos, obedeced todos lo que yo os señale: dejad de
acompañar a los mortales cuando alguien llegue a nuestra ciudad.
Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece
y no nos oculta la ciudad bajo un enorme monte.»
Así
habló y ellos sintieron miedo y prepararon los toros. Así es que
suplicaban al soberano Poseidón los jefes y consejeros de los
feacios, en pie, rodeando el altar.
En
esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero
no la reconoció pues ya llevaba mucho tiempo ausente. La diosa Palas
Atenea esparció en torno suyo una nube, la hija de Zeus, para
hacerlo irreconocible y contarle todo, no fuera que su esposa,
ciudadanos y amigos le reconocieran antes de que los pretendientes
pagaran todos sus excesos. Por esto, todo le parecía distinto al
soberano, los largos caminos, los puertos de cómodo anclaje, las
elevadas rocas y los verdeantes árboles.
Así
que se puso en pie de un salto y comenzó a mirar su tierra patria.
Dio un grito lastimero, golpeó sus muslos con las palmas de las
manos y entre lamentos decía su palabra:
«Ay
de mí, ¿a qué tierra de mortales he llegado? ¿Son acaso
soberbios, salvajes y carentes de justicia, o amigos de los
forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?. ¿A dónde
llevo tantas riquezas?, ¿por dónde voy a marchar? ¡Ojalá me
hubiera quedado junto a los féacios! También podría haberme
llegado a otro rey de los muy poderosos y quizá éste me habría
recibido como amigo y escoltado de vuelta a casa, porque ahora no sé
dónde dejar esto ni voy a dejarlo aquí, no sea que se me convierta
en botín de otro. iAy!, ¡ay!, en verdad no eran del todo prudentes
ni justos los jefes y consejeros de los feacios, quienes me han
traído a otra tierra. Decían que me iban a llevar a Itaca, hermosa
al atardecer, pero no lo han cumplido. Que Zeus los castigue, el dios
de los suplicantes, el que vigila a todos los hombres y castiga a
quien yerra.
«Pero,
ea, voy a contar mis riquezas y a contemplarlas, no sea que se
marchen llevándose algo en la cóncava nave.»
Así
diciendo, se puso a contar los hermosos trípodes y calderos y el oro
y la hermosa ropa tejida. Pero no echó nada de menos. Y sentía
dolor por su tierra patria caminando por la ribera del resonante mar,
en medio de lamentos.
Conque
se le acercó Atenea, semejante en su aspecto a un hombre joven, un
pastor de rebaños delicado como suelen ser los hijos de los reyes,
portando sobre sus hombros un manto doble, bien trabajado. Bajo sus
brillantes pies llevaba sandalias y en sus manos un venablo.
Alegróse
al verla Odiseo y fue a su encuentro; y hablándole dirigió aladas
palabras:
«Amigo,
puesto que eres el primero a quien encuentro en este país, ¡salud!
No te me acerques con aviesas intenciones, salva esto y sálvame a
mí, pues te lo pido como a un dios y me he acercado a tus rodillas.
Dime esto en verdad para que yo lo sepa: ¿qué tierra es ésta, qué
pueblo, qué hombres viven aquí? ¿Es una isla hermosa al atardecer
o la ribera de un continente de fecunda tierra que se inclina hacia
el mar?
Y
la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él a su vez:
«Eres
tonto, forastero, o vienes de lejos si me preguntas por esta tierra.
No carece de nombre, no. La conocen muy muchos, tanto los que habitan
hacia la aurora y el sol como los que se orientan hacia la brumosa
oscuridad. Cierto que es escarpada y difícil para cabalgar, pero
tampoco es excesivamente pobre, aunque no extensa: en ella se produce
trigo sin medida y también vino. Siempre tiene lluvia y floreciente
rocío; alimenta buenas cabras y buenos toros; hay madera de todas
clases y abrevaderos inagotables. Por eso, forastero, el nombre de
Itaca ha llegado incluso hasta Troya, que aseguran se encuentra muy
lejos de la tierra aquea.»
Así
habló, y el sufridor, el divino Odiseo, sintió gozo y alegría por
su tierra patria: así se lo había dicho Palas Atenea, la hija de
Zeus, el que lleva égida.
Y
hablándole le dijo aladas palabras (aunque no la verdad) y, de
nuevo, tomó la palabra, controlando continuamente en el pecho su
astuto pensamiento:
«He
oído sobre Itaca incluso en la extensa Creta, lejos, más allá del
Ponto. Y ahora he llegado yo con estas riquezas. He dejado otro tanto
a mis hijos y ando huyendo, pues he matado a Ortíloco, hijo de
Idomeneo, el que vencía en la extensa Creta a los hombres
comerciantes con sus rápidos pies. Quería éste privarme de todo mi
botín conseguido en Troya, por el que sufrí dolores probando
guerras y dolorosas olas, porque no servía complaciente a su padre
en el pueblo de los troyanos, sino que mandaba yo sobre otros
compañeros. Y lo alcancé con mi lanza guarnecida de bronce cuando
volvía del campo, emboscándome cerca del camino con un amigo. La
oscura noche cubría el cielo nadie nos vio, y le arranqué la vida a
escondidas. Así que, luego de matarlo con el agudo bronce, me dirigí
a una nave de ilustres fenicios y les supliqué, entregándoles
abundante botín, que me dejaran en Pilos o en la divina Elide, donde
dominan los epeos, pero la fuerza del viento los alejó de allí muy
contra su voluntad, pues no querían engañarme.
«Así
que hemos llegado por la noche después de andar a la deriva. Remamos
con vigor hasta el puerto y ninguno de nosotros se acordó de
almorzar por más que lo ansiábamos. Conque descendimos todos de la
nave y nos acostamos. A mí se me vino un dulce sueño, cansado como
estaba, y ellos, sacando mis riquezas de la cóncava nave, las
dejaron cerca de donde yo yacía sobre la arena.
«Y
embarcando se marcharon a la bien habitada Sidón. Así que yo me
quedé atrás con el corazón acongojado.»
Así
dijo y sonrió la diosa de ojos brillantes, Atenea, y lo acarició
con su mano. Tomó entonces el aspecto de una mujer hermosa y grande,
conocedora de labores brillantes, y le habló y dijo aladas palabras:
«Astuto
sería y trapacero el que te aventajara en toda clase de engaños,
por más que fuera un dios el que tuvieras delante. Desdichado,
astuto, que no te hartas de mentir, ¿es que ni siquiera en tu propia
tierra vas a poner fin a los engaños y las palabras mentirosas que
te son tan queridas? Vamos, no hablemos ya más, pues los dos
conocemos la astucia: tú eres el mejor de los mortales todos en el
consejo y con la palabra, y yo tengo fama entre los dioses por mi
previsión y mis astucias. Pero ¡aun así, no has reconocido a Palas
Atenea, la hija de Zeus, la que te asiste y protege en todos tus
trabajos, la que te ha hecho querido a todos los feacios! De nuevo he
venido a ti para que juntos tramemos un plan para ocultar cuantas
riquezas te donaron los ilustres feacios al volver a casa por mi
decisión, y para decirte cuántas penas estás destinado a soportar
en tu bien edificada morada. Tú has de aguantar por fuerza y no
decir a hombre ni mujer, a nadie, que has llegado después de vagar;
soporta en silencio numerosos dolores aguantando las violencias de
los hombres.»
Y
contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Es
difícil, diosa, que un mortal te reconozca si contigo topa, por muy
experimentado que sea, pues tomas toda clase de apariencias. Ya sabía
yo que siempre me has sido amiga mientras los hijos de los aqueos
combatíamos en Troya, pero desde que saqueamos la elevada ciudad de
Príamo y nos embarcamos y un dios dispersó a los aqueos no lo había
vuelto a ver, hija de Zeus. No te vi embarcar en mi nave para
protegerme de desgracia alguna, sino que he vagado siempre con el
corazón acongojado hasta que los dioses me han librado del mal,
hasta que en el rico pueblo de los feacios me animaste con tus
palabras y me condujiste en persona hasta la ciudad. Ahora te pido
abrazado a tus rodillas (pues no creo que haya llegado a Itaca
hermosa al atardecer sino que ando dando vueltas por alguna otra
tierra y creo que tú me has dicho esto para burlarte y confundirme),
dime si de verdad he llegado a mi patria.»
Y
le contestó la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«En
tu pecho siempre hay la misma cordura. Por esto no puedo abandonarte
en el dolor, porque eres discreto, sagaz y sensato. Cualquier otro
que llegara después de andar errante, marcharía gustosamente a ver
a sus hijos y esposa en el palacio; sólo tú no deseas conocer ni
enterarte hasta que hayas puesto a prueba a tu mujer, quien permanece
inconmovible en el palacio mientras las noches se le consumen entre
dolores y los días entre lágrimas. En verdad, yo jamás desconfié,
pues sabía que volverías después de haber perdido a todos sus
compañeros, pero no quise enfrentarme con Poseidón, hermano de mi
padre, quien había puesto el rencor en su corazón irritado porque
le habías cegado a su hijo.
«Pero,
vamos, te voy a mostrar el suelo de Itaca para que te convenzas. Este
es el puerto de Forcis, el viejo del mar, y éste el olivo de anchas
hojas, al extremo del puerto. Cerca de él, la gruta sombría,
amable, consagrada a las ninfas que llaman Náyades. Es la cueva
amplia y sombría donde tú solías sacrificar a las Ninfas numerosas
hecatombes perfectas. Y éste es el monte Nérito, revestido de
bosque.»
Así
diciendo, la diosá dispersó la nube y apareció el país ante sus
ojos. Alegróse entonces el sufridor, el divino Odiseo, y se llenó
de gozo por su patria y besó la tierra donadora de grano. Luego
suplicó a las Ninfas levantando sus manos:
«Ninfas
Náyades, hijas de Zeus, nunca creí que volvería a veros. Alegraos
con mi suave súplica, volveré a haceros dones como antes si la hija
de Zeus, la diosa Rapaz, me permite benévola que viva y hace crecer
a mi hijo.»
Y
se dirigió a él la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Cobra
ánimo, no te preocupes ahora de esto; coloquemos ahora mismo tus
riquezas en lo profundo de la divina gruta a fin de que se conserven
intactas y pensemos para que todo salga lo mejor posible.»
Así
hablando, la diosa se introdujo en la sombría gruta buscando un
escondrijo por ella, mientras Odiseo la seguía de cerca llevando
todo, el oro y el sólido bronce y los bien fabricados vestidos que
le habían donado los feacios. Conque colocó todo bien y arrimó un
peñasco a la entrada Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva
égida. Y sentándose los dos junto al tronco del olivo sagrado,
meditaban la muerte para los soberbios pretendientes. La diosa de
ojos brillantes, Palas Atenea, comenzó a hablar:
«Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, piensa cómo
vas a poner tus manos sobre los desvergonzados pretendientes que
llevan ya tres años mandando en tu palacio, cortejando a tu divina
esposa y haciéndole regalos de esponsales, aunque ella se lamenta
continuamente por tu regreso y da esperanzas a todos y hace promesas
a cada uno enviándoles recados, si bien su mente revuelve otros
planes.»
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ay,
ay! ¡Conque he estado a punto de perecer en mi palacio con la
vergonzosa muerte del Atrida Agamenón si tú, diosa, no me hubieras
revelado todo, como es debido! Vamos, trama un plan para que los haga
pagar y asísteme tú misma poniendo dentro de mí el mismo vigor y
valentía que cuando destruimos las espesas almenas de Troya. Si tú
me socorrieras con el mismo interés, diosa de ojos brillantes, sería
capaz de luchar junto a ti contra trescientos hombres, diosa
soberana, siempre que me socorrieras benevolente.»
Y
la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, le contestó:
«En
verdad, estaré a tu lado y no me pasarás desapercibido cuando
tengamos que arrostrar este peligro. Conque creo que mancharán con
su sangre y sus sesos el maravilloso pavimento los pretendientes que
consumen tu hacienda.
«Vamos,
te voy a hacer irreconocible para todos: arrugaré la hermosa piel de
tus ígiles miembros y haré desaparecer de tu cabeza los rubios
cabellos; lo cubriré de harapos que te harán odioso a la vista de
cualquier hombre y llenaré de legañas tus antes hermosos ojos, de
forma que parezcas desastroso a los pretendientes, a tu esposa y a tu
hijo, a quienes dejaste en palacio.
«Llégate
en primer lugar al porquero, el que vigila tus cerdos, quien se
mantiene fiel y sigue amando a tu hijo y a la prudente Penélope. Lo
encontrarás sentado junto a los cerdos; éstos están paciendo junto
a la Roca del Cuervo, cerca de la fuente Aretusa, comiendo
innumerables bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían en los
cerdos abundante grasa. Detente allí, siéntate a su lado y
pregúntale por todo, mientras yo voy a Esparta de hermosas mujeres a
buscar a tu hijo Telémaco, Odiseo, pues ha marchado a la extensa
Lacedemonia junto a Menelao para preguntar noticias sobre ti, por si
aún vives.»
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«¿Por
qué no se lo dijiste, si conoces todo en tu interior? ¿Acaso para
que también él sufriera penalidades vagando por el estéril ponto
mientras los demás consumen mí hacienda?»
Y
le contestó la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea:
«No
te préocupes demasiado por él. Yo misma lo escolté para que
cosechara fama de valiente marchando allí. En verdad, no sufre
penalidad alguna, está en el palacio del Atrida y tiene de todo a su
disposición. Cierto que unos jóvenes le acechan en negra nave con
intención de matarlo antes de que regrese a tu tierra, pero no creo
que esto suceda antes de que la tierra abrace a alguno de los
pretendientes que consumen tu hacienda. »
Hablando
así, lo tocó Atenea con su varita: arrugó la hermosa piel de sus
ágiles miembros e hizo desaparecer de su cabeza los rubios cabellos;
colocó sobre sus miembros la piel de un anciano y llenó de legañas
sus antes hermosos ojos. Le cubrió de andrajos miserables y una
túnica desgarrada, sucia, ennegrecida por el humo, y le vistió con
una gran piel, ya sin pelo, de veloz ciervo; le dio un cayado y un
feo zurrón rasgado por muchos sitios y con la correa retorcida.
Así
deliberaron y se separaron los dos; y ella marchó luego a la divina
Lacedemonia en busca del hijo de Odiseo.
CANTO
XIV
ODISEO
EN LA MAJADA DE EUMEO
Entonces
él se puso en camino desde el puerto a través de un sendero
escarpado en lugar boscoso por las cumbres, hacia donde Atenea le
había manifestado que encontraría al divino porquero, el que
cuidaba de su hacienda más que los demás siervos que el divino
Odiseo había adquirido. Y lo encontró sentado en el pórtico, donde
tenía edificada una elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en
lugar abierto. El porquero mismo la había edificado para los cerdos
de su soberano ausente, lejos de su dueña y del anciano Laertes, con
piedras de cantera, y lo había coronado de espino; tendió fuera una
empalizada completa, espesa y cerrada, sacando estacas de lo negro de
una encina.
Dentro
de la cuadra había construido doce pocilgas, unas junto a otras,
para encamar a las cerdas, y en cada una se encerraban cincuenta
cerdas, todas hembras que habían ya parido. Los cerdos dormían
fuera y eran muy inferiores en número, pues los habían diezmado los
divinos pretendientes con sus banquetes: el porquero les enviaba cada
vez el mejor de sus robustos cebones, trescientos sesenta en total.
También
dormían a su lado cuatro perros, semejantes a fieras, que alimentaba
el porquero, caudillo de hombres.
Este
andaba entonces sujetando a sus pies unas sandalias después de
cortar una moteada piel de buey. Los demás porqueros, tres en total,
habían marchado cada uno por su lado con los cerdos en manada; al
cuarto lo había enviado Eumeo a la fuerza a la ciudad para que
llevara un cebón a los soberbios pretendientes a fin de que lo
sacrificaran y saciaran con la carne su apetito.
De
pronto los perros de incesantes ladridos vieron a Odiseo y corrieron
hacia él ladrando. Entonces Odiseo se sentó astutamente y el cayado
se le escapó de las manos.
Allí,
sin duda, en su propia cuadra habría sufrido un dolor vergonzoso,
pero el porquero, siguiéndolos con veloces pies, se lanzó a través
del portico la piel cayó de sus manos y a grandes voces dispersó a
los perros en varias direcciones con una espesa pedrea. Y se dirigió
al soberano:
«Anciano,
por poco te han despedazado los perros en un instante y quizá me
habrías culpado a mí. También a mí me han dado los dioses dolores
y lamentos, pues sentado lloro a mi divino soberano y cebo cerdos
para que se los coman otros. En cambio, él andará errante por
pueblos y ciudades extranjeras mendigando comida si es que vive aún
y contempla la luz del sol.
«Pero
sígueme, vayamos a mi cabaña, anciano, para que también tú sacies
el apetito de comer y beber y me digas de dónde eres y cuántas
penas has tenido que sufrir.»
Así
diciendo, lo condujo a su cabaña el divino porquero; le hizo entrar
y sentarse, extendió maleza espesa y encima tendió la piel de una
hirsuta cabra salvaje, su propia yacija, grande y peluda. Alegróse
Odiseo porque lo había recibido así y le dijo su palabra llamándolo
por su nombre:
«Forastero,
¡que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más
vivamente deseas, ya que me has acogido con bondad!»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Forastero,
no es santo deshonrar a un extraño, ni aunque viniera uno más
miserable que tú, que de Zeus son los forasteros y mendigos todos.
Nuestros dones son pequeños, pero amistosos, pues la naturaleza de
los siervos es tener siempre miedo cuando dominan nuevos soberanos.
En verdad, los dioses han impedido el regreso de quien me habría
estimado gentilmente y otorgado cuanto un dueño bondadoso suele
conceder a su siervo una casa, un lote de tierra y una esposa
solicitada, cuando éste se esfuerza por él y un dios hace prosperar
sus labores, como está haciendo prosperar el trabajo en el que yo me
mantengo activo. Por esto me habría beneficiado mucho mi soberano si
hubiera envejecido aquí, pero ha muerto ¡así pereciera por
completo la raza de Helena, pues aflojó las rodillas de muchos
hombres!, pues también mi soberano marchó por causa del honor de
Agamenón a Ilión, de buenos potros, para combatir a los troyanos.»
Hablando
así, sujetó enseguida su túnica con el ceñidor y se puso en
camino de las pocilgas donde tenía encerradas las manadas de
cochinillos. Tomó dos de allí y los sacrificó, quemó, troceó y
atravesó con asadores. Y, después de asar todos, se los ofreció a
Odiseo calientes en sus mismos asadores y extendió blanca harina.
Después mezcló vino agradable como la miel en su cuenco y se sentó
enfrente, y animándole decía:
«Come
ahora, forastero, lo que es dado comer a los siervos, cochinillo, que
de los cebones se encargan los pretendientes, sin miedo a la venganza
divina ni compasión. No aman los dioses felices las acciones impías,
sino que honran la justicia y las obras discretas de los hombres. Es
cierto que son enemigos y hostiles quienes invaden una tierra ajena,
por más que Zeus les conceda el botín, pero cuando vuelven repletos
a las naves para regresar a su patria, incluso a éstos les
sobreviene un pesado temor a la venganza divina. Sin duda, los
pretendientes deben conocer porque quizá hayan oído la palabra de
algún dios la triste muerte de Odiseo, pues no quieren cortejar con
justicia ni volver a sus posesiones, y con gusto devoran entre
excesos la hacienda, despreocupadamente. Todas las noches y días que
nos manda Zeus sacrifïcan víctimas, no sólo una ni sólo dos
ovejas; y el vino... lo consumen a cántaros, sin mesura. Y es que la
fortuna de Odiseo era inmensa; ninguno de los héroes del oscuro
continente ni de la misma Itaca poseía tanta. Ni veinte hombres
juntos tienen tanta abundancia. Te voy a echar la cuenta: doce
rebaños en el continente, otros tantos de ovejas, otros tantos de
cerdos y cabras apacientan para él pastores asalariados y sus
propios pastores. Aquí se alimentan en total once numerosos rebaños
de cabras en el extremo de la isla, pues se las vigilan hombres de
bien. Todos los días, sin excepción, cada uno de éstos lleva a los
pretendientes un animal, la mejor de sus gordas cabras. Y yo vigilo y
protejo estos cerdos y les hago llegar el mejor de ellos, eligiéndolo
bien. »
Así
habló mientras Odiseo comía la carne y bebía el vino con
voracidad, en silencio. Y estaba sembrando la desgracia para los
pretendientes.
Cuando
acabó de almorzar y saciar su apetito con la comida, le entregó
Eumeo un cuenco repleto de vino en el que solía él beber. Aquél lo
recibió y se alegró en su interior y, hablando, le dijo aladas
palabras:
«Amigo,
¿quién te compró con sus bienes, tan rico y poderoso como dices?
Aseguras que ha perecido por causa del honor de Agamenón; dime su
nombre por si lo conozco ¡siendo como es! Seguro que Zeus y los
demás dioses inmortales saben si te puedo hablar de él porque lo
haya visto, pues he vagado mucho.»
Y
le contestó el porquero, caudillo de hombres:
«Anciano,
ningún caminante que viniera con noticias de él lograría persuadir
a su esposa y querido hijo, que los vagabundos suelen mentir por mor
del sustento y no gustan de decir verdad. Todo caminante que llega al
pueblo de Itaca se llega a mi dueña para decirle mentiras. Claro que
ella lo acoge con amor y le pregunta detalladamente, y las lágrimas
se deslizan de sus mejillas lamentándose por él, como es propio de
mujer que ha perdido a su marido en tierra extraña.
«Puede
que tú también, anciano, inventes cualquier cuento con tal de que
alguien te regale una túnica y un manto. Pero seguro que los perros
y las veloces aves están tratando de arrancar la piel de sus huesos
y su alma le ha abandonado, o puede que lo hayan devorado los peces
en el mar y sus huesos anden tirados por tierra, revueltos entre la
arena. Así es como ha muerto él, y a todos los suyos, y sobre todo
a mí, sólo nos queda tristeza para el futuro. Que no podré nunca
encontrar a un soberano tan bueno adonde quiera que vaya, ni aunque
vuelva a casa de mi padre y mi madre, donde un día nací y ellos me
criaron. Y es que no es tan grande mi dolor por ellos aunque mucho
deseo verlos en mi tierra patria como es la añoranza que me ha
invadido por Odiseo ausente. No me atrevo, forastero, a nombrarlo
incluso ausente ¡tanto me estimaba y se preocupaba por mí!, pero lo
llamo amigo aunque se encuentre lejos.»
Y
le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Amigo,
puesto que lo niegas por completo y crees que nunca volverá, tu
corazón anda ya sin esperanza. Pero yo lo voy a decir y no a tontas,
sino con jurameto que Odiseo viene de camino hacia acá. Este será
el don por mi buena nueva cuando haya llegado él: vestidme con un
manto y una túnica hermosas; no antes, pues no te aceptaría por más
necesitado que estuviera. Que para mí es más odioso que las puertas
de Hades el que por ceder a su pobreza cuenta mentiras. Sea testigo
Zeus antes que ningún otro dios y la mesa de hospitalidad y el hogar
del irreprochable Odiseo al que acabo de llegar. En verdad todo esto
se cumplirá tal como anuncio: dentro de este mismo año llegará
Odiseo; cuando acabe este mes y entre otro, volverá a casa y hará
pagar a cuantos deshonran a su esposa a ilustre hijo.»
Y
contestando le dijiste, porquero Eumeo:
«Anciano,
no te voy a conceder ese don por tu buena nueva ni va a regresar ya
Odiseo a casa, pero bebe gustoso y volvamos nuestros recuerdos a otro
lado; no me traigas esto a la memoria, que mi ánimo se llena de
dolor cada vez que alguien me recuerda a mi fiel soberano.
«Dejemos,
pues, el juramento, aunque ¡ojalá vuelva Odiséo! como quiero yo y
quieren Penélope, el anciano Laertes y Telémaco, semejante a los
dioses. También ahora me lamento sin consuelo por el hijo que
engendró Odiseo, por Telémaco. Cuando los dioses lo criaron
semejante a un retoño, ya decía yo que no sería en nada inferior,
entre los hombres, a su querido padre, admirable en cuerpo y aspecto;
pero alguno de los inmortales o quizá de los hombres debe haberle
dañado la bien equilibrada mente, pues ha marchado a la divina Pilos
en busca de noticias de su padre, y los ilustres pretendientes lo
acechan al volver a casa para que desaparezca sin gloria de Itaca la
progenie del divino Arcisio. Pero dejemos a éste, ya sea
sorprendido, ya escape porque el Cronida tienda su mano sobre él.
«Vamos,
cuéntame ahora, anciano, tus propias desgracias y dime con verdad
para que yo lo sepa: ¿quién y de dónde eres entre los hombres?
Dónde se encuentran tu ciudad y tus padres? ¿En qué barco has
llegado? ¿Cómo te han traído hasta Itaca los marineros y quiénes
se preciaban de ser? Porque no creo que hayas llegado aquí a pie».
Y
contestándole dijo el muy astuto Odiseo: .
«En
verdad, te voy a contestar con exactitud. Ni aunque tuviéramos por
mucho tiempo comida y dulce bebida para celebrar un festín dentro de
tu cabaña mientras los demás continúan su labor podría yo
fácilmente, ni siquiera en un año entero, acabar la narración de
cuantas penalidades ha soportado mi ánimo por voluntad de los
dioses. Mi raza procede de Creta lo digo bien alto y soy hijo de un
hombre rico. Numerosos hijos legítimos nacieron de su esposa en el
palacio y fueron criados, pero a mí me parió una madre comprada,
una concubina, aunque mi padre, Cástor Hilacida, de cuya rata me
precio de ser, me estimaba igual que a sus legítimos. Como un dios
era venerado éste en el pueblo de Creta por su abundancia, riqueza y
vigorosos hijos. Pero las Keres de la muerte se lo llevaron a las
moradas de Hades y sus magnánimos hijos sortearon la hacienda y se
la repartieron, entregándome a mí una nonada y una casa. Caséme
con mujer de casa rica por mis muchas virtudes, que no era yo inútil
ni temeroso de luchar. Pero ya se ha acabado todo, aunque viendo la
caña seca te darás cuenta, pues un gran infortunio me abruma.
«En
verdad, Ares y Atenea me concedieron audacia y hombría. Cada vez que
elegía para el combate a hombres sobresalientes, sembrando
desgracias para el enemigo, jamás mi valeroso corazón puso los ojos
en la muerte, sino que, saltando el primero, solía matar con mi
lanza a cuantos enemigos no se igualaran a mis pies. Así era yo en
el combate.
«En
cambio, no me agradaba la labor ni el cuidado de la hacienda que
suele criar hijos brillantes: siempre me gustaron las naves remeras,
los combates, los bien torneados venablos y las flechas, cosas
funestas que suelen causar espanto en los demás. Sin embargo, la
divinidad puso en mi alma estos intereses, que cada hombre se
complace en un trabajo. Antes de que los hijos de los aqueos
desembarcaran en Troya, ya me había puesto nueve veces al frente de
hombres y naves de veloces proas contra gentes de otras tierras. Y
conseguía mucho botín, del que elegía lo mejor, y también me
tocaba mucho en suerte. Así que rápidamente prosperó mi casa y me
convertí en un hombre temido y respetado en Creta.
«Pero
cuando Zeus, que ve a lo ancho, dispuso la luctuosa expedición que
iba a aflojar las rodillas de muchos hombres, nos dieron órdenes a
mí y al ilustre Idomeneo de capitanear las naves que marchaban a
Ilión. No había medio de negarse, nos lo impedían las duras
habladurías del pueblo. Allí combatimos nueve años los hijos de
los aqueos, pero al décimo destruimos la ciudad de Príamo y
volvimos a casa en las naves; y un dios dispersó a los aqueos.
Entonces fue cuando el providence Zeus meditó desgracias contra mí,
miserable. Había permanecido sólo un mes complaciéndome con mis
hijos y legítima esposa, cuando mi ánimo me impulsó a hacer una
expedición a Egipto después de equipar bien mis naves en compañía
de mis divinos compañeros.
«Equipé
nueve naves y enseguida se congregó la dotación. Durante seis días
comieron en mi casa mis leales compañeros; les ofrecí numerosas
víctimas para que las sacrificaran en honor de los dioses y
prepararan comida para sí. Conque el séptimo día zarpamos
tranquilamente de la extensa Creta impulsados por un Bóreas fresco,
agradable, como si navegáramos por una corriente. Ninguna nave se me
dañó, nosotros estábamos sanos y salvos, y a las naves las
dirigían el viento y los pilotos.
«A
los cinco días llegamos al Egipto de buena corriente y atraqué mis
bien equilibradas naves en este río. Entonces ordené a mis leales
compañeros que se quedaran junto a ellas para vigilarlas y
envié espías a lugares de observación con orden de que regresaran,
pero éstos, cediendo a su ambición y dejándose arrastrar por sus
impulsos, saquearon los hermosos campos de los egipcios, se llevaron
a las mujeres y niños y mataron a los hombres. Pronto llegó el
griterío a la ciudad, así que al escucharlo se presentaron al
despuntar la aurora. Llenóse la llanura toda de gentes de pie y a
caballo y del estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el rayo,
indujo a mis compañeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió a
dar el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción; allí
mataron con agudo bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los
llevaron vivos para forzarlos a trabajar sus campos.
«Entonces
Zeus puso en mi mente el siguiente plan (¡ojalá hubiera muerto
saliendo al encuentro de mi destino allí en Egipto, pues todavía me
tenía que tender sus brazos la desgracia!): al punto quité de mi
cabeza el bien trabajado yelmo y de mis hombros el escudo y arrojé
de mi brazo la lanza. Lleguéme frente al carro del rey y besé sus
rodillas. Él me protegió y se compadeció de mí y, sentándome en
su carro, me condujo a su palacio con lágrimas en mis ojos. Cierto
que muchos trataron de acosarme con sus lamas deseando matarme pues
estaban muy enfurecidos, pero el rey me protegió por temor a la
cólera de Zeus Hospitalario, el que se irrita sobremanera por las
obras malvadas.
«Allí
mé quedé siete años y conseguí reunir mucha riqueza entre los
egipcios pues todos me regalaban. Pero cuando se acercó el octavo
año cumpliendo su ciclo llegó un hombre fenicio conocedor de
mentiras, un laña que ya había causado perjuicios a muchos hombres.
Éste me convenció para marchar a Fenicia, donde tenía su casa y
posesiones. Allí permanecí durante un año completo junto a él,
pero cuando pasaron meses y días en el ciclo del año y pasaron las
estaciones me envió a Libia en una nave surcadora del ponto,
tramando falacias para que llevara con él una mercancía, pero en
realidad con intención de venderme y cobrar inmensa fortuna. Le
seguía en la nave a la fuerza pues ya barruntaba yo algo. Ésta
corría impulsada por un Bóreas fresco, agradable, a la altura del
centro de Creta. Y Zeus nos preparaba la perdición.
«Cuando
por fin dejamos atrás Creta y no se veía tierra alguna, sino sólo
cielo y mar, el Cronida puso una oscura nube sobre la cóncava nave y
bajo ella se oscureció el ponto. Y Zeus comenzó a tronar al tiempo
que lanzaba un rayo contra la nave. Y esta se revolvió toda sacudida
por el rayo de Zeus y se Ilenó de azufre. Todos cayeron fuera de la
nave y, semejantes a las cornejas marinas eran arrastrados por las
olas en torno a la nave. Dios les había arrebatado el regreso. En
cuanto a mí..., afligido como estaba, el mismo Zeus puso entre mis
manos el mástil gigantesco de la nave de azuloscura proa para que
escapara una vez más de la perdición. Así que, trabado al mástil,
me dejaba llevar de los funestos vientos. Durante nueve días me dejé
llevar y al décimo una gran ola rodante me acercó era noche cerrada
a la tierra de los tesprotos, donde me acogió sin pagar precio el
héroe Fidón, el rey de los tesprotos.
«Acercóseme
su hijo cuando ya estaba yo agotado por la imtemperie y el cansancio
y me llevó a casa sosteniéndome en su brazo hasta que llegó al
palacio de su padre, donde me vistió de manto y túnica.
«Allí
fue donde supe de Odiseo, pues el rey me dijo que estaba hospedándolo
y agasajándolo a punto de volver a su tierra patria. Además, me
mostró cuantas riquezas había conseguido Odiseo reunir bronce y oro
y bien trabajado hierro. En verdad, podrían éstas alimentar a otro
hombre hasta la décima generación: ¡tantos tesoros tenía
depositados en el palacio del rey! Me dijo que Odiseo había marchado
a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde la
divina encina de elevada copa, para enterarse si debía volver a las
claras u ocultamente al próspero pueblo de Itaca, después de tantos
años de ausencia. Y juró ante mí, mientras hacía una libación en
su palacio, que ya tenía dispuesta una nave y compañeros que lo
escoltarían hasta su tierra patria. Pero a mí me despidió antes,
pues resultó que una nave de tesprotos estaba a punto de zarpar
hacia Duliquia, rica en grano. Les ordenó que me enviaran
gentilmente al rey Acasto, pero les agradó más una malvada decisión
sobre mi persona, para que aún estuviera más cerca de la perdición.
Así que cuando la nave surcadora del ponto se había alejado
bastante de tierra urdieron contra mí la esclavitud; me despojaron
de túnica y manto y echaron sobre mí miserables andrajos y una mala
túnica rasgada, lo que estás viendo ahora con tus ojos.
«Llegaron
al atardecer a los campos de Itaca, hermosa al atardecer. Una vez
allí, me ataron fuertemente a la nave de buenos bancos con un bien
torneado cable y descendiendo precipitadamente a la ribera del mar se
dispusieron a cenar. Pero los mismos dioses, sin duda, aflojaron mis
ligaduras fácilmente. Cubrí mi cabeza con los andrajos y,
deslizándome por el pulido timón hasta dar de pechos en el mar,
comencé a nadar con ambos brazos como si fueran remos, y pronto
estuve fuera de su alcance. Salí del agua por donde hay un bosque de
verdeantes encinas y caí desplomado. Los tesprotos me buscaron aquí
y allá, dando grandes gritos, pero como no les interesara molestarse
más, embarcaron de nuevo en su cóncava nave. Conque han sido los
dioses mismos los que me han ocultado fácilmente y me han hecho
llegar al establo de un hombre prudente, pues mi destino es que viva
aún.»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Ay,
desdichado forastero, de verdad que has conmovido mi ánimo al
contarme detalladámente tus sufrimientos y vagabundeos, pero no creo
que sean razonables tus palabras y no vas a convencerme de cuanto has
dicho sobre Odiseo. ¿Por qué tienes que mentir en vano siendo como
eres? Yo mismo reconozco el regreso de mi soberano; muy odioso debió
de hacerse a los ojos de todos los dioses cuando no lo dejaron morir
entre los troyanos ni en brazos de los suyos, una vez que hubo
concluido la guerra. Entonces le habría construido una tumba el
ejército panaqueo y habría él cobrado gran fama para su hijo, pero
ahora se lo han llevado las Harpías sin gloria alguna. Así que yo
ando solitario entre mis cerdos y no me acerco a la ciudad, si no me
ordena ir la prudente Penélope cuando llega alguna noticia. Entonces
todos se sientan a preguntar detalles, tanto los que sienten dolor
por la larga ausencia de su soberano como los que se alegran
consumiendo su hacienda sin pagar. Pero a mí no me agrada ir allá a
preguntar desde que me engañó con sus palabras un etolio que llegó
a mi casa, vagabundo de muchas tierras, tras haber dado muerte a un
hombre. Yo le agasajé y él me aseguró que lo había visto en casa
de Idomeneo, en Creta, reparando las naves que le habían quebrado
los vendavales. También me aseguró que volvería para el verano o
el otoño con muchas riquezas en compañía de sus divinos
compañeros.
«Conque
no me halagues con mentiras ni trates de encantarme también tú,
anciano sufridor, una vez que la divinidad lo ha traído junto a mí.
Si lo respeto y agasajo no es por eso, sino por veneración a Zeus
Hospitalario y por compasión hacia ti.»
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
De
verdad que tienes un ánimo desconfiado cuando no consigo persuadirte
y no logro convencerte ni siquiera con juramento.
«Pero,
vamos, hagamos un pacto y que sean testigos los dioses que poseen el
Olimpo: si vuelve tu soberano a esta casa, vísteme con manto y
túnica y envíame a Duliquio, donde place a mi ánimo; pero si no
vuelve tu soberano, como afirmo, ordena a las esclavas que me
despeñen desde una gran roca para que todo mendigo se guarde de
mentir.»
Y
le contestó y dijo el divino porquero:
«Forastero,
¡había yo de tener a los ojos de los hombres buena fama y virtud
ahora y para siempre, si después de introducirte en mi cabaña y
darte dones de hospitalidad te matara y arrebatara la vida! ¡Con
buenos sentimientos iba yo después a dirigir mis plegarias a Zeus
Cronida!
«Pero
ya es hora de cenar; pronto tendré dentro a mis compañeros para
preparar en la cabaña sabrosa comida.»
Esto
se decían uno a otro, cuando se acercaron cerdos y porqueros. Los
encerraron para que se acostaran por grupos y se levantó un
inenarrable estruendo de cerdas acomodándose en las pocilgas.
Después,
el divino porquero daba estas órdenes a sus compañeros:
«Traed
el mejor cerdo para que se lo sacrifique al forastero de lejanas
tierras, que también nosotros tendremos parte, los que ya llevamos
tiempo soportando miserias por culpa de los cerdos de blancos
dientes, pues otros se comen nuestro esfuerzo sin pagarlo.»
Así
diciendo, partió leña con su implacable bronce y ellos metieron un
cerdo bien gordo de cinco años, poniéndole junto al hogar. Y el
porquero no se olvidó de los inmortales, pues estaba dotado de noble
corazón. Así que arrojó al fuego, como primicias, unos pelos de la
cabeza del cerdo de blancos dientes y oró a todos los dioses para
que volviera el prudence Odiseo a casa.
Luego
levantó el cerdo y lo golpeó con una rama de encina que había
dejado al hacer leña. Y el alma abandonó a éste. Así que lo
degollaron, chamuscaron y trocearon, y el porquero envolvió los
trozos en gorda grasa, miembro por miembro, y arrojó algunos al
fuego rebozándolos en harina de cebada; después los partieron y
atravesaron con pinchos, los asaron con cuidado y sacaron y pusieron
sobre la mesa de trinchar. Levantóse el porquero para distribuirlos
pues su corazón conocía la equidad y dividió todo en siete partes:
una la ofreció, al tiempo que oraba, a las Ninfas y a Hermes, el
hijo de Maya, y las demás las distribuyó a cada uno. Odiseo recibió
contento con el alargado lomo del cerdo de blancos dientes, pues éste
fortaleció el ánimo del soberano, y dirigiéndose a Eumeo dijo el
prudence Odiseo:
«¡Ojalá,
Eumeo, seas tan querido al padre Zeus como lo eres de mí, pues,
siendo como soy, me has distinguido con tus bienes.»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Come,
desdichado forastero, y alégrate con todo lo que tienes a tu
alcance, que dios te dará unas cosas y otras las dejará pasar,
según le cumpla a su ánimo, pues lo puede todo.»
Así
diciendo, ofreció las primicias a los dioses que han nacido para
siempre y, luego de libar, puso rojo vino en manos de Odiseo, el
destructor de ciudades, que se hallaba sentado junto a su porción.
También
les repartió pan Mesaulio, a quien había adquirido el porquero
mismo, una vez que se hubo ausentado su soberano y se quedó sólo,
lejos de su dueña y del anciano Laertes. Se lo había comprado a los
tafios con su propio dinero.
Y
ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante y, cuando
hubieron arrojado de sí el deseo de comer y beber, les retiró
Mesaulio el pan y se dispusieron a ir al lecho, saciados de pan y
carne.
Y
llegó una noche desapacible, noche sin luna, que Zeus estuvo
lloviendo toda ella, pues soplaba un fuerte Céfiro que siempre trae
lluvia. Entonces se dirigió Odiseo a ellos para poner a prueba al
porquero, por ver si se quitaba el manto y se lo entregaba o incitaba
a uno de sus compañeros, ya que tanto se preocupaba de él:
«Escuchadme
ahora, Eumeo y todos vosotros, compañeros; os voy a decir mi palabra
con una súplica, pues me ha impulsado el perturbador vino, el que
hace cantar y reír suavemente incluso al más prudente, el que
induce a danzar y hace soltar palabras que estarían mejor no dichas.
Pero ya que he empezado a hablar, no voy a ocultároslo. ¡Ojalá
fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado como cuando marchamos
a poner una emboscada junto a Troya! Iban como jefes Odiseo y el
Atrida Menelao y junto a ellos mandaba yo como tercero, pues ellos me
lo ordenaron. Cuando ya habíamos llegado a la empinada muralla de la
ciudad nos apostamos entre espesos espinos, en un cañaveral bajo
nuestras armas y se nos vino una noche desapacible, glacial, pues
caía el Bóreas. Así que se nos vino de arriba una nieve helada,
como escarcha, y el hielo se condensaba en nuestros escudos. Todos
tenían mantos y túnicas y dormían apaciblemente cubriendo sus
hombros con los escudos, pero yo había dejado al marchar mi manto a
unos compañeros por imprevisión, pues no creía que iría a tener
frío en absoluto; así que había partido sólo con mi escudo y una
escarcela brillante. Cuando ya estaba terciada la noche y los astros
declinaban, me dirigí a Odiseo, que estaba a mi lado, tocándolo con
mi codo y él enseguida prestó oidos "Laertiada de linaje
divino, Odiseo rico en ardides, ya no me contaré más entre los
vivos pues me está doblegando el temporal, que no tengo manto. Un
dios me ha engañado para que viniera con una sola túnica y ahora ya
no hay escape posible."
«Así
dije y él enseguida echó mano a esta treta ¡cómo era el hombre
para decidir y combatir! y hablando en voz baja me dijo su palabra:
"Calla, no te oiga alguno de los aqueos." Así diciendo se
apoyó sobre el codo y levantando la cabeza dijo su palabra:
"Escuchadme, los míos: acaba de venirme un sueño divino
mientas dormía. Nos hemos alejado demasiado de las naves, que vaya
alguien a decir al Atrida Agamenón, pastor de su pueblo, si ordena
que vengan más hombres desde las naves." Así dijo y enseguida
se levantó Toante, hijo de Andremón, y dejando su rojo manto echó
a correr hacia las naves. Así que yo me acosté con alegría
envuelto en su manto y se mostró Eos de trono de oro. ¡Ojalá fuera
yo joven y mi vigor no estuviera trabado, pues quizá alguno de los
porqueros me daría un manto en esta cuadra tanto por amor como por
respeto a un hombre valeroso!, que ahora me desprecian por tener mala
ropa sobre mi cuerpo.»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Anciano
es una irreprochable historia la que has contado y no creo que hayas
dicho palabra inútil, fuera de lugar. Por eso no vas a carecer de
vestido ni de cosa alguna de la que está bien que tengan los
desdichados suplicantes que nos salen al encuentro; pero cuando
amanezca sacudirás tus andrajos, pues no hay aquí muchos mantos ni
túnicas de recambio para cubrirse, que cada hombre tiene sólo uno.
Mas cuando venga el querido hijo de Odiseo, él te dará un manto y
una túnica y te enviará a donde tu corazón lo empuje.»
Así
diciendo, se levantó y le tendió un camastro cerca del fuego y le
puso encima pieles de ovejas y cabras.
Echóse
allí Odiseo y sobre él arrojó Eumeo un manto grueso y grande que
tenía de repuesto para cuando se levantara terrible temporal.
Así
que allí se acostó Odiseo, y los jóvenes a su lado. Pero al
porquero no le gustaba dormir lejos de la piara, por lo que se
aprestó a salir y Odiseo se alegró por lo mucho que se cuidaba de
su hacienda, aunque él estaba lejos. Primero se echó a los fuertes
hombros la aguda espada y luego se vistió un grueso manto que le
protegiera del viento; tomó la piel de un cabrón bien gordo y un
agudo venablo que le protegiera de perros y hombres; y se puso en
camino, deseando dormir, hacia el lugar donde dormían los machos,
bajo una cóncava roca, al abrigo del Bóreas.
CANTO
XV
TELÉMACO
REGRESA A ITACA
Entre
tanto había marchado Palas Atenea hacia la extensa Lacedemonia para
sugerir el regreso al ilustre hijo del magnánimo Odiseo y ordenarle
que regresara.
Y
encontró a Telémaco y al brillante hijo de Néstor durmiendo en el
pórtico del glorioso Menelao, aunque en verdad sólo al hijo de
Néstor dominaba el dulce sueño, que a Telémaco no lo sujetaba el
blando sueño y en la noche inmortal agitaba en su interior la
angustia por su padre. Se acercó Atenea, la de ojos brillantes y le
dijo:
«Telémaco,
no está bien vagar más tiempo lejos de casa dejando allí tus
bienes y a hombres tan soberbios. ¡Cuidado, no vayan a repartirse y
devorarlo todo mientras tú haces un viaje baldío! Vamos, apremia a
Menelao, de recia voz guerrera, para que te despida, a fin de que
encuentres a tu ilustre madre todavía en casa, que ya su padre y
hermanos andan empujándola a que se case con Eurímaco, pues éste
aventaja a todos los pretendientes en regalarla y en aumentar su
dote. Guárdate de que no se lleve de casa, contra tu voluntad, algún
bien. Pues ya sabes cómo es el alma de una mujer: está dispuesta a
acrecentar la casa de quien la despose olvidando y despreocupándose
de sus primeros hijos y de su esposo, una vez que ha muerto.
«Conque
ponte en camino y deja todo en manos de la esclava que te parezca la
mejor, hasta que los dioses te den una esposa ilustre.
«Te
voy a decir algo más, ponlo en tu interior: los más nobles de los
pretendientes te han puesto emboscada en el paso entre Itaca y la
escarpada Same, deliberadamente, pues desean matarte antes de que
llegues a tu tierra patria. Pero no creo que esto suceda antes de que
la tierra abrace a alguno de los pretendientes que se comen tu
hacienda. Así que aleja de las islas tu bien construida nave y
navega por la noche, pues te enviará viento favorable aquel de los
inmortales que te custodia y protege. Tan pronto como hayas llegado a
la ribera de Itaca, envía la nave y a tus compañeros a la ciudad y
tú marcha primero junto al porquero, el que vigila los cerdos y te
es fiel. Pasa allí la noche y envíale a la ciudad para que anuncie
a la prudente Penélope que estás a salvo y has llegado de Pilos.»
Hablando
asi marchó hacia el lejano Olimpo. Despertó Telémaco al hijo de
Néstor de su dulce sueño empujándole con el pie y le dijo su
palabra:
«Despierta,
Pisístrato, hijo de Néstor, unce al carro los caballos de una sola
pezuña a fin de apresurar nuestro viaje.»
Y
le contestó Pisfstrato, el hijo de Néstor:
«Telémaco,
no es posible conducir en la oscura noche, aunque estemos ansiosos de
ponernos en camino. Pronto despuntará la aurora. Esperemos a que el
héroe Atrida Menelao, ilustre por su lanza, nos traiga sus dones,
los ponga en el carro y nos despida con palabras amables; que un
huésped se acuerda cada día del hombre que te ha acogido si éste
le ha ofrecido su amistad.»
Así
habló y al punto apareció Eos de trono de oro.
Y
se les acercó Menelao, de recia voz guerrera, levantándose del
lecho de junto a Helena de lindas trenzas.
Cuando
lo vio el hijo de Odiseo vistió apresuradamente sobre su cuerpo la
brillante túnica, echó sobre sus resplandecientes hombros un gran
manto y se dirigió a la puerta. Y colocándose a su lado le dijo el
querido hijo de Odiseo:
«Atrida
Menelao, vástago de Zeus, pastor de tu pueblo, despídeme ya a mi
querida patria, pues mi ánimo desea regresar.»
Y
le contestó Menelao, de recia voz guerrera:
«Telémaco,
no te detendré más tiempo si deseas volver, que también a mí me
irrita quien recibe a ún huésped y te ama en exceso o en exceso te
aborrece. Todo es mejor si es moderado. La misma bajeza comete quien
anima a su huésped a que se vaya, cuando éste no quiere hacerlo,
que quien se lo impide cuando lo desea. Hay que agasajar al huésped
cuando está en tu casa, pero también despedirlo si lo desea. Mas
espera a que traiga mis hermosos dones y los ponga en el carro, dones
hermosos lo verás con tus propios ojos, y a que diga a las mujeres
que preparen en palacio un almuerzo de cuanto aquí abunda. Que es
honor y gloria, al tiempo que provecho, el que os marchéis por la
tierra inmensa después de almorzar. Si deseas volver por la Hélade
y el centro de Argos, para que yo mismo te acompañe, unciré mis
caballos y te conduciré por las ciudades de los hombres. Nadie nos
despedirá con las manos vacías, sino que nos darán algo para
llevarnos un trípode de buen bronce, un jarrón o dos mulos o una
copa de oro.»
Y
Telémaco le contestó con sensatez:
«Atrida
Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, quiero volver ya a
mis cosas, pues no he dejado al venir ningún vigilante de mis
posesiones; no quiero que por buscar a mi padre vaya a perderme yo, o
que me desaparezca del palacio algún tesoro de valor.»
Luego
que le oyó Menelao, de recia voz guerrera, ordenó a su esposa y
esclavas que preparasen en palacio un almuerzo de cuanto allí
abundaba. Acercósele después Eteoneo, hijo de Boeto, tras
levantarse de la cama pues no habitaba lejos, y le ordenó Menelao,
de recia voz guerrera, que encendiera fuego y asara carne. Y aquél
no desobedeció.
Menelao
ascendió a su perfumado dormitorio, pero no sólo, que junto a él
marchaban Helena y Megapentes. Cuando habían llegado adonde tenía
sus tesoros el Atrida Menelao, tomó una copa de doble asa y ordenó
a su hijo Megapentes que llevara una crátera de plata. Helena
habíase detenido junto a sus areas donde tenía peplos multicolores
que ella misma había bordado. Tomó uno de éstos y se lo llevó
Helena, divina entre las mujeres, el más hermoso por sus adornos y
el más grande brillaba como una estrella y estaba encima de los
demás.
Conque
atravesaron el palacio hasta que llegaron junto a Telémaco. Y le
dijo el rubio Menelao:
«Telémaco,
¡ojalá Zeus, el tronador esposo de Hera, lo lleve a término el
regreso tal como tú tu pretendes! En cuanto a los dones..., te voy a
entregar el más hermoso y estimable de cuantos tesoros tengo en
casa. Te voy a dar una crátera trabajada, toda ella de plata, con
los bordes fundidos con oro, obra de Hefesto me la dió el héroe
Fédimo, rey de los sidonios, cuando su palacio me cobijó al
regresar yo allí. Esto quiero regalarte a ti.»
Hablando
así, puso en sus manos la copa de doble asa el héroe Atrida; luego
el vigoroso Megapentes le acercó una crátera de plata. También se
le acercó Helena, de lindas mejillas, con el peplo en sus manos, le
dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«También
yo, hijo mío, te entrego este regalo, recuerdo de las manos de
Helena, para que se lo lleves a tu esposa en el momento de la deseada
boda, y que permanezca junto a tu madre en palacio hasta entonces.
Que llegues feliz a tu bien edificada morada y a tu tierra patria.»
Así
diciendo lo puso en sus manos y él lo recibió gozoso. Lo tomó
después el héroe Pisístrato y lo puso en la caja del carro, no sin
admirarlo con toda su alma.
Después
el rubio Menelao los condujo hasta el salón y ambos se sentaron en
sillas y sillones. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el
aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro para que se lavaran y a
su lado extendió una mesa pulimentada. Y la venerable ama de llaves
puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas
favoreciéndoles entre los que estaban presentes. El hijo de Boeto
repartía la carne y distribuía las porciones, y el hijo del ilustre
Menelao escanciaba el vino. Echaron ellos mano de los alimentos que
tenían delante y, cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y
beber, Telémaco y el brillante hijo de Néstor uncieron los
caballos, subieron al carro de variados colores y lo condujeron fuera
del portico y de la resonante galería. Y el rubio Menelao salió
tras ellos llevando en su mano derecha rojo vino en copa de oro, para
que marcharan después de hacer libación.
Se
colocó delante de los caballos y dijo como despedida:
«¡Salud,
muchachos!, y transmitid mis saludos a Néstor, pastor de su pueblo,
pues fue conmigo tierno como un padre mientras los hijos de los
aqueos combatíamos en Troya.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Vástago
de Zeus, de verdad que al llegar comunicaremos a aquél todo, según
nos lo has dicho. ¡Ojalá al volver yo a Itaca encontrara a Odiseo
en casa y pudiera decirle que vengo de junto a ti y he ganado toda tu
amistad!, pues llevo regalos hermosos y buenos.»
Mientras
así hablaba le voló un pájaro por la derecha, un halcón que
llevaba entre sus garras a un enorme ganso blanco, doméstico, de
algún corral pues le seguían gritando hombres y mujeres; y el
halcón se acercó a aquéllos y se lanzó por la derecha, frente a
los caballos. A1 verlo se llenaron de contento y alegróseles a todos
el ánimo.
Y
entre ellos comenzó a hablar Pisfstrato, el hijo de Néstor:
«Piensa,
Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, si es para nosotros
o para ti para quien ha mostrado el dios este presagio.»
Así
dijo, y Menelao, amado de Ares, se puso a cavilar para poder
contestarle oportunamente después de pensarlo.
Pero
Helena, de largo peplo, tomándole delantera dijo su palabra:
«Escuchadme,
voy a hacer una predicción tal como los inmortales me lo están
poniendo en el pecho y como creo que se va a cumplir. Del mismo modo
que este halcón ha venido del monte y arrebatado al ganso mientras
se alimentaba en la casa donde está su progenie y sus padres, así
Odiseo, después de mucho sufrir y mucho vagar, llegará a casa y los
hará pagar, o quizá ya está en casa sembrando la muerte para todos
los pretendientes.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«¡Ojalá
lo disponga así Zeus, el tronante esposo de Hera! En este cáso te
invocaría también allí como a una diosa.»
Así
dijo y sacudió con el látigo a los caballos. Y éstos se lanzaron
velozmente hacia la llanura precipitándose por la ciudad.
Y
arrastraron el yugo por ambos lados durance todo el día. Se puso el
sol y todos los caminos se llenaron de sombra cuando llegaron a
Feras, a casa de Diocles, hijo de Ortíloco, a quien Alfeo engendró.
Allí pasaron la noche y éste les entregó dones de hospitalidad.
Cuando
se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
uncieron sus caballos y ascendieron al carro de variados colores y lo
condujeron fuera del pórtico y de la resonante galería. Restalló
el látigo para que partieran y los caballos se lanzaron muy a gusto.
Por fin llegaron a la elevada ciudad de Pilos y Telémaco se dirigió
al hijo de Néstor:
«Hijo
de Néstor, ¿podrías cumplir mi palabra si me haces una promesa?,
ya que nos preciamos de tener viejos lazos de hospitalidad por el
amor de nuestros padres, además de ser de la misma edad, y este
viaje nos habrá de unir más. No me lleves más allá de la nave,
déjame aquí mismo, no sea que el anciano me retenga contra mi
voluntad en su palacio por mor de agasajarme. Y tengo que llegar
pronto.»
Así
habló y el hijo de Néstor deliberó en su interior cómo cumpliría
su palabra, como le correspondía. Mientras así pensaba, parecióle
mejor volver sus caballos hacia la rápida nave y la ribera del mar.
Así que puso en la popa los hermosísimos dones, vestidos y oro, que
Menelao le había dado y apremiándole decía aladas palabras:
«Embarca
enseguida y ordénaselo a tus compañeros antes que llegue yo a casa
y se lo anuncie al anciano; tal como tiene de irritable el ánimo no
lo dejará ir, antes bien vendrá él en persona a buscarte y te
aseguro que no volvería de baldío, y se irritaría sobremanera.»
Así
hablando torció sus caballos de hermosas crines hacia la ciudad de
los Pilios y arribó enseguida a casa.
Entretanto,
Telémaco apremiaba a sus compañeros con estas órdenes:
«Poned
en orden los aparejos, compañeros, en la negra nave, y embarquemos
para acelerar el viaje.»
Así
habló y ellos lo escucharon y obedecieron. Conque embarcaron y se
sentaron sobre los bancos.
Ocupábase
él en esto, así como en orar y hacer sacrificio a Atenea junto a la
proa, cuando se le acercó un forastero, uno que había huido de
Argos por haber dado muerte a alguien, un adivino. Por linaje era
descendiente de Melampo, quien en otro tiempo vivió en Pilos,
criadora de ganados, habitando con extrema prosperidad un palacio
entre los pilios. Luego marchó a otras tierras huyendo de su patria
y del magnánimo Neleo, el más noble de los vivientes, quien le
retuvo por la fuerza muchos bienes durante un año completo. Todo
este tiempo estuvo en el palacio de Fílaco encadenado con dolorosas
ligaduras, padeciendo grandes sufrimientos por causa de la hija de
Neleo y la pesada ceguera que puso en su mente Erinis, la diosa
horrenda.
Pero
consiguió escapar de la muerte y terminó llevándose a Pilos, desde
Filace, sus mugidores bueyes. Así que castigó al divino Neleo por
su acción indigna y llevó a casa mujer para su hermano. Y marchó
luego a otras tierras, a Argos, criadora de caballos, pues su destino
era que habitara allí reinando sobre numerosos argivos. Allí tomó
mujer y construyó un palacio de elevado techo. Y engendró a
Antifates y Mantio, robustos hijos. Antifates engendró al magnánimo
Oicleo, y Oicleo a su vez a Anfiarao, salvador de su pueblo, a quien
amó de corazón Zeus, portador de égida y Apolo dispensó numerosas
pruebas de amistad. Pero no llegó al umbral de la vejez, sino que
pereció en Tebas por la traición de una mujer. Y sus hijos fueron
Alcmeón y Anfíloco. Mantio, por su parte, engendró a Polífides y
a Clito. Pero, ¡ay!, que a Clito se lo llevó Eos, de hermoso trono,
por ser tan bello, así que Apolo hizo adivino al magnánimo
Polífides, el mejor de los hombres, una vez que hubo muerto
Anfiarao. Pero, irritado con su padre, emigró a Hiperesia y,
poniendo allí su morada, profetizaba para todos los hombres.
De
éste era hijo el que se acercó entonces a Telémaco y su nombre era
Teoclímeno. Lo encontró haciendo libación y súplicas sobre la
rápida, negra nave, y le dirigió aladas palabras:
«Amigo,
ya que te encuentro sacrificando en este lugar, te ruego por las
ofrendas y el dios, e incluso por tu propia cabeza y la de los
compañeros que te siguen, me digas la verdad y nada ocultes a mis
preguntas: ¿de dónde eres? ¿Dónde se encuentran tu ciudad y tus
padres?»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«En
verdad, forastero, te voy a hablar sinceramente. De origen soy
itacense y mi padre es Odiseo si es que alguna vez ha existido;
ahora, desde luego, ha perecido con triste muerte. Por esto he tomado
compañeros y una negra nave para preguntar por mi padre, largo
tiempo ausente.»
Y
Teoclímeno, semejante a los dioses, le dijo a su vez:
«Así
estoy también yo, huido de mi patria por matar a un hombre de mi
propia tribu. Muchos son mis hermanos y parientes en Argos, criadora
de caballos, y mucho es su poder sobre los aqueos. Por evitar la
muerte y la negra Ker ando huyendo de éstos, que mi destino es vagar
entre los hombres. Conque admíteme en tu nave, ya que he llegado a
ti como suplicante; cuidado no me maten, pues creo que me andan
persiguiendo.»
Y
Telémaco a su vez le contestó discretamente:
«No,
no te rechazaré de mi equilibrada nave si tanto lo deseas. Conque
sígueme, te agasajaremos con lo que tengamos.»
Así
hablando, tomó de sus manos la lanza de bronce y la tendió sobre la
cubierta de la curvada nave, y también él ascendió a la nave
surcadora del ponto. Luego que se hubo sentado en la proa, puso a
Teoclímeno a su lado y soltaron amarras. Telémaco ordenó a sus
compañeros que se aplicaran a los aparejos y éstos le obedecieron
con prontitud. Así que levantaron el mástil de abeto y lo encajaron
en el hueco travesaño, lo amarraron con cables y extendieron las
blancas velas con correas bien trenzadas de piel de buey. Y la de
ojos brillantes, Atenea, les envió un viento favorable, que se
abalanzó impetuoso por el éter, para que la nave recorriera
rápidamente en su carrera la salada agua del mar.
Pasaron
bordeando Crunos y el río Calcis, de hermosa corriente. Se puso el
sol y todos los caminos se llenaron de sombra, y la nave dio proa a
Feas impulsada por el viento favorable de Zeus y pasó junto a la
divina Elide, donde dominan los epeos. Desde allí enfiló Telémaco
hacia las Islas Puntiagudas cavilando si conseguiría escapar o sería
sorprendido.
Entre
tanto, Odiseo y el divino porquero se daban a comer en la cabaña y
junto a ellos comían otros hombres. Cuando habían echado de sí el
deseo de comer y beber, se dirigió a ellos Odiseo tratando de probar
si el porquero aún le seguiría agasajando gentilmente y le ordenaba
quedarse en la majada o si le despachaba a la ciudad:
«Escúchame,
Eumeo, y también vosotros, todos sus compañeros. Al amanecer deseo
ponerme en camino hasta la ciudad para mendigar. No quiero ser ya un
peso para ti y los compañeros. Pero dame indicaciones y un buen
compañero que me guíe, que me lleve hasta allí. En la ciudad
vagaré por mi cuenta, por si alguien me larga un vaso de vino y un
mendrugo. También me presentaré en el palacio del divino Odiseo
para dar noticias a la prudente Penélope y quizás me acerque a los
soberbios pretendientes por si me dan de comer, que tienen alimentos
en abundancia. Con diligencia haría yo cuanto quisieran, porque te
voy a decir una cosa y tú ponla en tu mente y escúchame: por la
gracia de Hermes, el mensajero, el que da gracia y honor a las obras
de los hombres, ningún hombre podría competir conmigo en habilidad
para remejer el fuego y quemar leña seca, para trinchar, asar y
escanciar; en fin, para cuanto los plebeyos sirven a los nobles.»
Y
tú, porquero Eumeo, le dijiste irritado:
«Ay,
forastero, ¿por qué te ha venido a la mente ese proyecto? Lo que tú
deseas en verdad es morir allí si pretendes mezclarte con el grupo
de los pretendientes, cuya soberbia y violencia han llegado al férreo
cielo. No son como tú los que sirven a aquéllos; son jóvenes bien
vestidos de manto y túnica, siempre brillantes de cabeza y rostro
quienes les sirven. Y las bien pulimentadas mesas están repletas de
pan y carne y de vino. Conque quédate aquí. Nadie te va a molestar
mientras estés conmigo, ni yo ni los compañeros que tengo. Y cuando
llegue el querido hijo de Odiseo te vestirá de manto y túnica y te
despedirá a donde tu corazón te empuje.»
Y
le contestó a continuación el sufridor, el divino Odiseo:
«¡Ojalá,
Eumeo, llegues a ser tan amado del padre Zeus como tu eres de mí por
librarme del vagabundeo y de la miseria! Que no hay nada peor para el
hombre que ser vagabundo; por culpa del maldito estómago sufren
pesares los hombres a quienes les llega el vagar, la desgracia y el
dolor. Pero ya que me retienes y aconsejas que aguarde a aquél,
háblame de la madre del divino Odiseo y de su padre, a quien aquél
abandonó cuando se acercaba al umbral de la vejez; dime si viven aún
bajo los rayos del sol o ya han muerto y están en la morada de
Hades.»
Y
le contestó el porquero, caudillo de hombres:
«En
verdad, huésped, te voy a hablar con toda sinceridad. Laertes vive
todavía, aunque todos los días le pide a Zeus morir en su palacio,
pues se lamenta terriblemente por su ausente hijo y por su prudente
esposa que le dejó afligido al morir y le puso en la más cruel
vejez. Ella murió de dolor por su ilustre hijo, de muerte cruel ¡que
nadie muera así de quienes viviendo aquí conmigo me son amigos y
obran como amigos! Mientras ella vivió, aunque entre dolores, me
agradaba hablarle y preguntarle, ya que ella me había criado junto
con Ctimena de luengo peplo, ilustre hija suya, a quien parió la
última de sus hijos. Junto con ésta me crié y poco menos que a
ésta me quería su madre. Pero cuando llegamos ambos a la amable
juventud, entregaron a Ctimena como esposa a alguien de Same,
recibiendo una buena dote, y a mí me vistió de hermosos túnica y
manto y, dándome calzado para mis pies, me envió al campo. Y me
amaba de corazón. Ahora echo en falta todo aquello, pero con todo,
los dioses felices están haciendo prosperar la labor de la que me
ocupo. De aquí como y bebo a incluso doy a los necesitados, pero no
me es dado oír las palabras ni las obras de mi dueña desde que ha
caído sobre el palacio esa peste de hombres soberbios. Y eso que los
siervos necesitamos mucho hablar con la dueña y conocer todas las
órdenes y comer y beber e, incluso, llevarnos algo al campo; cosas,
en fin, que alegran siempre el corazón de los siervos.»
Y
contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ay,
ay!, así que ya de pequeño, porquero Eumeo, anduviste errante lejos
de tu patria y de tus padres. Vamos, dime –y cuéntame con verdad
si fue devastada la ciudad de amplias calles en que habitaban tu
padre y tu venerable madre, o si te capturaron hombres enemigos
cuando te hallabas solo junto a tus ovejas o bueyes y te trajeron en
sus naves a venderte en casa de este hombre, quien seguro que entregó
un precio digno de ti.»
Y
a su vez le contestó el porquero, caudillo de hombres:
«Forastero,
ya que me preguntas esto e inquieres, escucha en silencio, goza y
recuéstate a beber vino. Interminables son estas noches: hay para
dormir y para escuchar complacido. No tienes por qué acostarte antes
de tiempo, que el mucho dormir es dañino. De los demás, si a
alguien le impulsa el corazón, que salga a acostarse y al despuntar
la aurora desayúnese y conduzca los cerdos del dueño. Pero nosotros
gocemos con nuestras tristes penas, recordándolas mientras bebemos y
comemos en mi cabaña, que también un hombre goza con sus penas
cuando ya tiene mucho sufrido y mucho trajinado. Así que te voy a
contar lo que me preguntas.
«Hay
una isla llamada Siría no sé si la conoces de oídas por cima de
Ortigia, donde el sol da la vuelta; no es excesivamente populosa,
pero es buena, cría buenos pastos y buenos animales, abunda en vino
y en trigo. La pobreza jamás se acerca al pueblo y las odiosas
enfermedades tampoco rondan a los mortales. Sólo cuando envejecen
sus habitantes en la ciudad se acerca Apolo, el del arco de plata,
junto con Artemis, y los matan acechándolos con sus suaves dardos.
Allí hay dos ciudades y todo está repartido entre ellas. Sobre las
dos reinaba mi padre, Ktesio Ormenida, semejante a los inmortales.
«Conque
un día llegaron allí unos fenicios, célebres por sus naves, unos
lañas, llevando en su negra nave muchas maravillas. Mi padre tenía
en palacio una mujer fenicia, hermosa y grande, conocedora de labores
brillantes. Entonces los muy taimados fenicios la sedujeron. Cuando
estaba lavando, un fenicio se unió con ella en amor y lecho junto a
la cóncava nave, cosa que trastorna la mente de las hembras, incluso
de la que es laboriosa. Luego le preguntó quién era y de dónde
procedía, y ella le habló enseguida del palacio de elevado techo de
su padre: "Me precio de ser de Sidón, abundante en bronce, y
soy hija del poderoso y rico Arybante, pero me raptaron unos piratas
de Tafos cuando volvía del campo y me trajeron a casa de este hombre
para venderme, y él pagó un precio digno de mí."
«Y
le contestó el hombre que se había unido a hurtadillas con ella:
"Bien podrías volver con nosotros a casa para que puedas ver el
palacio de elevado techo de tu padre y madre y a ellos mismos, que
todavía viven y se los llama ricos." Y la mujer se dirigió a
él y le contestó con su palabra: "Bien podría ser así,
marineros, pero sólo si me queréis asegurar con juramento que me
llevaréis intacta a casa." Así dijo y todos juraron como ella
les pidió.
«Conque
cuando habían concluido su juramento, de nuevo les dijo y contestó
con su palabra: "Chitón ahora, que ninguno de vuestros
compañeros me dirija la palabra si me encuentra en la calle o junto
a la fuente, no sea que alguien vaya a casa y se lo cuente al viejo y
éste lo barrunte y me sujete con dolorosas ligaduras y a vosotros os
prepare la muerte. Así que retened mis palabras en vuestra mente y
apresurad la compra de lo necesario para el viaje. Y cuando la nave
se encuentre llena de alimentos, que alguien venga al palacio con
rapidez para comunicármelo. Os traeré oro, cuanto halle a mano, y
estoy dispuesta a daros otras cosas como pasaje: en efecto, yo cuido
en palacio del hijo de este hombre, un crío ya muy despierto, pues
corretea conmigo hasta la puerta. Podría llevármelo a la nave y os
produciría un buen precio si vais a venderlo a cualquier parte en el
extranjero." Así diciendo, marchó al hermoso palacio.
«Los
fenicios permanecieron todo el año con nosotros y llenaron su negra
nave con bienes mercados. Y cuando su cóncava nave ya estaba cargada
para volver, enviaron un mensajero a la mujer para que les diera el
recado. Llegó al palacio de mi padre un hombre muy astuto con un
collar de oro engastado con electro. Las esclavas del palacio y mi
venerable madre lo palpaban con sus manos y lo contemplaban con sus
ojos, prometiendo un buen precio. Y él hizo una seña a la mujer sin
decir palabra y luego marchó a la cóncava nave. Ella me tomó de la
mano y me sacó fuera. Encontró en el pórtico copas y mesas de unos
convidados que frecuentaban la casa de mi padre. Habíanse marchado
éstos a la asamblea y al lugar de reunión del pueblo, así que
escondió tres copas en su regazo y se las llevó y yo en mi
inocencia la seguía. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron
de sombra, cuando, marchando a buen paso, llegamos al ilustre puerto
donde estaba la veloz nave de los fenicios.
«Embarcaron
haciéndonos subir a los dos y navegaban los húmedos caminos. Y Zeus
envió viento favorable.
«Durante
seis días navegamos sin parar, día y noche, y cuando el Cronida
Zeus nos trajo el séptimo día, Artemis Flechadora alcanzó a la
mujer y ésta se desplomó con ruido sobre la sentina como una
gaviota del mar. Así que la arrojaron por la borda para que fuera
pasto de focas y peces y yo quedé solo acongojado en mi corazón.
«El
viento que los llevaba y el agua los impulsaron a Itaca, donde
Laertes me compró con su dinero. Así es como llegué a ver con mis
ojos esta tierra.»
Y
Odiseo, de linaje divino, le contestó con su palabra:
«Eumeo,
mucho en verdad has conmovido mi corazón dentro del pecho al contar
detalladamente cuánto has sufrido, pero también Zeus te ha puesto
un bien al lado de un mal, ya que llegaste sufriendo mucho al palacio
de un hombre bueno que te proporciona gentilmente comida y bebida, y
llevas una existencia agradable.
«En
cambio, yo he llegado aquí después de recorrer sin rumbo muchas
ciudades de mortales.»
Esto
es lo que se contaban mutuamente y se echaron a dormir, pero no mucho
tiempo, un poquito sólo, porque enseguida se presentó Eos, de trono
de oro.
En
esto los compañeros de Telémaco, ya en tierra, desataron las velas,
quitaron el mástil rápidamente y se dirigieron luego remando hacia
el fondeadero. Arrojaron el ancla y amarraron el cable; luego
desembarcaron sobre la ribera del mar, se prepararon el almuerzo y
mezclaron rojo vino. Y cuando habían echado de sí el deseo de comer
y beber, comenzó Telémaco a hablarles con discreción:
«Llevad
vosotros la negra nave a la ciudad, que yo voy a inspeccionar los
campos y los pastores. Por la tarde bajaré a la ciudad después de
ver mis labores. Y al amanecer os voy a ofrecer un buen banquete de
carnes y agradable vino como recompensa por el viaje.»
Y
Teoclímeno, semejante a los dioses, se dirigió a él:
«¿Adónde
iré yo, hijo mío? ¿A qué palacio voy a ir de los que dominan en
la pedregosa Itaca? ¿Acaso marcharé directamente a tu palacio y al
de tu madre?»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«En
otras circunstancias te pediría que fueras a nuestro palacio y no
echarías en falta dones de hospitalidad, pero será peor para ti,
pues yo voy a estar ausente y mi madre no podrá verte, que no se
deja ver a menudo en la casa ante los pretendientes, sino que trabaja
su telar lejos de éstos en el piso de arriba. Así que te diré de
un hombre a cuya casa podrías ir: Eurímaco, hijo brillante del
prudente Pólibo, a quien los itacenses miran como a un dios, pues es
con mucho el más excelente y quien más ambiciona casar con mi madre
y conseguir la dignidad de Odiseo. Pero sólo Zeus Olímpico, el que
habita en el éter, sabe si les va a proporcionar antes de las
nupcias el día de la destrucción.»
Cuando
así hablaba le sobrevoló un pájaro por la derecha, un halcón,
veloz mensajero de Apolo. Desplumaba entre sus patas una paloma y las
plumas cayeron a tierra entre la nave y el mismo Telémaco.
Conque
Teoclímeno, llamándolo aparte, lejos de sus compañeros, le tomó
de la mano, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Telémaco,
este pájaro te ha volado por la derecha no sin la voluntad del dios,
pues al verlo de frente me he percatado que era un ave agüeral. Así
que no existe otra estirpe más regia que la vuestra en el pueblo de
Itaca. Siempre seréis dominadores.»
Y
Telémaco le contestó a su vez discretamente:
«Forastero,
¡ojalá se cumpliera esa palabra! Pronto sabrías de mi afecto y mis
muchos dones, de forma que cualquiera que te encontrara te llamaría
dichoso.»
Dijo,
y se dirigió a Pireo, fiel compañero:
«Pireo
Clitida, tú eres quien más me has obedecido de estos compañeros en
lo demás; lleva también ahora al forastero a tu casa y agasájale
gentilmente y respétalo hasta que yo llegue.»
Y
Pireo, famoso por su lanza, le contestó:
«
Telémaco, aunque te quedes aquí mucho tiempo yo me llevaré a éste
y no echará en falta dones de hospitalidad.»
Así
diciendo, subió a la nave y apremió a los compañeros para que
embarcaran también ellos y soltaran amarras. Conque subieron y se
sentaron sobre los bancos. Telémaco ató bajo sus pies hermosas
sandalias y tomó su ilustre lanza, aguzada con agudo bronce, de la
cubierta del navío. Los compañeros soltaron amarras y echando la
nave al mar enfilaron hacia la ciudad como se lo había ordenado
Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo.
Y
sus pies lo llevaban veloz, dando grandes zancadas, hasta que llegó
a la majada donde tenía las innumerables cerdas, con las que pasaba
la noche el porquero, que era noble, que conocía la bondad hacia sus
dueños.
CANTO
XVI
TELÉMACO
RECONOCE A ODISEO
En
esto Odiseo y el divino porquero se preparaban el desayuno al
despuntar la aurora dentro de la cabaña, encendiendo fuego habían
despedido a los pastores junto con las manadas de cerdos. Cuando se
acercaba Telémaco, no ladraron los perros de incesantes ladridos,
sino que meneaban la cola.
Percatóse
el divino Odiseo de que los perros meneaban la cola, le vino un ruido
de pasos y enseguida dijo a Eumeo aladas palabras:
«Eumeo,
sin duda se acerca un compañero o conocido, pues los perros no
ladran, sino que menean la cola. Y oigo ruido de pasos.»
No
había acabado de decir toda su palabra, cuando su querido hijo puso
pie en el umbral. Levantóse sorprendido el porquero y de sus manos
cayeron los cuencos con los que se ocupaba de mezclar rojo vino.
Salió al encuentro de su señor y besó su rostro, sus dos hermosos
ojos y sus manos; y le cayó un llanto abundante. Como un padre acoge
con amor a su hijo que vuelve de lejanas tierras después de diez
años, a su único hijo amado por quien sufriera indecibles pesares,
así el divino porquero besó a Telémaco, semejante a los
inmortales, abrazando todo su cuerpo como si hubiera escapado de la
muerte. Y, entre lamentos, decía aladas palabras:
«Has
venido, Telémaco, como dulce luz. Creía que ya no volvería a verte
más cuando marchaste a Pilos con tu nave. Vamos, entra, hijo mío,
para que goce mi corazón contemplándote recién llegado de otras
tierras. Que no vienes a menudo al campo ni junto a los pastores,
sino que te quedas en la ciudad, pues es grato a tu ánimo contemplar
el odioso grupo de los pretendientes.»
Y
Telémaco le contestó a su vez discretamente:
«Así
se hará, abuelo, que yo he venido aquí por ti, para verte con mis
ojos y oír de tus labios si mi madre está todavía en palacio o ya
la ha desposado algún hombre; que la cama de Odiseo está llena de
telarañas por falta de quien se acueste en ella.»
Y
se dirigió a él el porquero, caudillo de hombres:
«¡Claro
que permanece ella en tu palacio con ánimo paciente! Las noches se
le consumen entre dolores y los días entre lágrimas.»
Así
diciendo, tomó de sus manos la lanza de bronce. Entonces Telémaco
se puso en camino y traspasó el umbral de piedra, y cuando entraba,
su padre le cedió el asiento. Pero Telémaco le contuvo y dijo:
«Sientate,
forastero, que ya encontraremos asiento en otra parte de nuestra
majada. Aquí está el hombre que nos lo proporcionará.»
Así
diciendo, volvió a sentarse. El porquero le extendió ramas verdes y
por encima unas pieles, donde fue a sentarse el querido hijo de
Odiseo. También les acercó el porquero fuentes de carne asada que
habían dejado de la comida del día anterior, amontonó rápidamente
pan en canastas y mezcló en un jarro vino agradable. Y luego fue a
sentarse frente al divino Odiseo.
Conque
echaron mano de los alimentos que tenían delante y cuando habían
arrojado de sí el deseo de comer y beber, Telémaco se dirigió al
divino porquero:
«Abuelo,
¿de dónde ha llegado este forastero? ¿Cómo le han traído hasta
Itaca los marineros? ¿Quiénes se preciaban de ser? Porque no creo
que haya llegado a pie hasta aquí.»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«En
verdad, hijo, te voy a contar toda la verdad. De origen se precia de
ser de la vasta Creta y asegura que ha recorrido errante muchas
ciudades de mortales. Que así se lo ha hilado el destino. Ahora ha
llegado a mi majada huyendo de la nave de unos tesprotos y yo te lo
encomiendo a ti; obra como gustes, se precia de ser tu suplicante.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Eumeo,
en verdad has dicho una palabra dolorosa. ¿Cómo voy a recibir en mi
casa a este huésped? En cuanto a mí, soy joven y no confío en mis
brazos para rechazar a un hombre si alguien lo maltrata. Y en cuanto
a mi madre, su ánimo anda cavilando en su interior si permanecerá
junto a mí y cuidará de su casa por vergüenza del lecho de su
esposo y de las habladurías del pueblo, o si se marchará ya en pos
del más excelente de los aqueos que la pretenda y le ofrezca más
riquezas.
«Pero
ya que ha llegado a tu casa, vestiré al forastero con manto y
túnica, hermosos vestidos, y le daré afilada espada y sandalias
para sus pies y le enviaré a donde su ánimo y su corazón lo
empujen. Pero si quieres, retenlo en la majada y cuídate de él, que
yo enviaré ropas y toda clase de comida para que no sea gravoso ni a
ti ni a tus compañeros. Sin embargo, yo no la dejaría ir adonde
están los pretendientes pues tienen una insolencia en exceso
insensata, no sea que le ultrajen y a mí me cause una pena terrible;
es difícil que un hombre, aunque fuerte, tenga éxito cuando está
entre muchos, pues éstos son, en verdad, más poderosos.»
Y
le dijo el sufridor, el divino Odiseo:
«Amigo
puesto que me es permitido contestarte, mucho se me ha desgarrado el
corazón al escuchar de vuestros labios cuántas obras insolentes
realizan los pretendientes en el palacio contra tu voluntad, siendo
como eres. Dime si te dejas dominar de buen grado o es que te odia la
gente del pueblo, siguiendo una inspiración de la divinidad, o si
tienes algo que reprochar a tus hermanos, en los que un hombre suele
confiar cuando surge una disputa por grande que sea. ¡Ojalá fuera
yo así de joven con los impulsos que siento o fuera hijo del
irreprochable Odiseo u Odiseo en persona que vuelve después de andar
errante! pues aún hay una parte de esperanza. ¡Que me corte la
cabeza un extranjero si no me convertía en azote de todos ellos,
presentándome en el megaron de Odiseo Laertíada! Pero si me
dominaran por su número, solo como estoy, preferiría morir en mi
palacio asesinado antes que ver continuamente estas acciones
vergonzosas: maltratar a forasteros y arrastrar por el palacio a las
esclavas, sacar vino continuamente y comer el pan sin motivo, en
vano, para un acto que no va a tener cumplimiento».
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Forastero,
te voy a hablar sinceramente. No me es hostil todo el pueblo porque
me odie, ni tengo nada que reprochar a mis hermanos, en los que un
hombre suele confiar cuando surge una disputa, por grande que sea.
Que el Cronida siempre dio hijos únicos a nuestra familia: Arcisío
engendró a Laertes, hijo único, y a Odiseo lo engendró único su
padre; a su vez Odiseo, después de engendrarme sólo a mí, me dejó
en el palacio sin poder disfrutarme.
«Ello
es que cuantos nobles dominan en las islas, Duliquio, Same y la
Boscosa Zante, y cuantos mandan en la escarpada Itaca pretenden a mi
madre y arruinan mi hacienda. Ella no se niega a este odioso
matrimonio ni es capaz de poner un término, así que los
pretendientes consumen mi casa y creo que pronto acabarán incluso
conmigo mismo. Pero en verdad esto está en las rodillas de los
dioses.
«Abuelo,
tú marcha rápido y di a la prudente Penélope que estoy a salvo y
he llegado de Pilos. Entre tanto, yo permaneceré aquí y tú vuelve
después de darle a ella sola la noticia; que no se entere ninguno de
los demás aqueos, pues son muchos los que maquinan la muerte contra
mí.»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Lo
sé, me doy cuenta, se lo ordenas a quien lo comprende. Pero, vamos,
vamos, dime y contéstame con verdad si hago el mismo camino para
anunciárselo al desdichado Laertes, quien mientras tanto ha estado
vigilando entre lamentos la labor de Odiseo y comía y bebía con los
esclavos cuando su ánimo le empujaba a ello. En cambio, ahora desde
que tú marchaste a Pilos con la nave, dicen que ya ni come ni bebe
ni vigila la labor, sino que permanece sentado entre llantos y se le
seca la piel pegada a los huesos.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Es
triste, pero lo dejaremos aunque nos duela, que si todo dependiera de
los mortales, primero elegiríamos el día del regreso del padre.
Conque marcha con la noticia y no andes por los campos en busca de
Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a escondidas a la
despensera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano.»
Así
dijo y apremió al porquero. Tomó éste las sandalias y atándolas a
sus pies se dirigió hacia la ciudad. No se le ocultó a Atenea que
el porquero Eumeo había salido de la majada y se acercó allí
asemejándose a una mujer hermosa y grande, conocedora de labores
brillantes.
Se
detuvo a la puerta de la cabaña y se le apareció a Odiseo.
Telémaco
no la vio ni se percató pues los dioses no se hacen visibles a todos
los mortales, pero la vieron Odiseo y los perros, aunque no ladraron,
sino que huyeron espantados entre gruñidos a otra parte de la
majada.
Atenea
hizo señas con sus cejas, diose cuenta el divino Odiseo y salió de
la habitación junto a la larga pared del patio. Se puso cerca de
ella y Atenea le dijo:
«Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides; manifiesta ya
tu palabra a tu hijo y no se la ocultes más, a fin de que preparéis
la muerte y Ker para los pretendientes y marchéis a la ínclita
ciudad. Tampoco yo estaré mucho tiempo lejos de ellos, pues estoy
ansiosa de luchar.»
Así
dijo Atenea y lo tocó con su varita de oro. Primero puso en su
cuerpo un manto bien limpio y una túnica, y aumentó su estatura y
juventud. Luego volvió a tornarse moreno, sus mandíbulas se
extendieron y de su mentón nació negra barba.
Cuando
hubo realizado esto, marchó Atenea y Odiseo se encaminó a la
cabaña. Su hijo se asombró al verlo y volvió la vista a otro lado
no fuera un dios, y hablándole dijo aladas palabras:
«Forastero,
ahora me pareces distinto de antes; tienes otros vestidos y tu piel
no es la misma. En verdad eres un dios de los que poseen el vasto
Olimpo. Sé benevolente para que te entregue en agradecimiento
objetos sagrados y dones de oro bien trabajado. Cuídate de
nosotros.»
Y
le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«No
soy un dios ¿por qué me comparas con los inmortales? sino tu padre
por quien sufres dolores sin cuento soportando entre lamentos las
acciones violentas de esos hombres.»
Así
hablando besó a su hijo y dejó que el llanto cayera a tierra de sus
mejillas, pues antes lo estaba conteniendo, siempre inconmovible.
Y
Telémaco aún no podía creer que era su padre, le dijo de nuevo
contestándole:
«Tú
no eres Odiseo, mi padre, sino un demón que me hechiza para que me
lamente con más dolores todavía, pues un hombre no sería capaz con
su propia mente de maquinar esto si un dios en persona no viene y le
hate a su gusto y fácilmente joven o viejo. Que tú hace poco eras
viejo y vestías ropas desastrosas, en cambio ahora pareces un dios
de los que poseen el vasto cielo.»
Y
contestándole dijo Odiseo rico en ardides:
«
Telémaco, no está bien que no te admires muy mucho ni te alegres de
que tu padre esté en casa. Ningún otro Odiseo te vendrá ya aquí,
sino éste que soy yo, tal cual soy, sufridor de males, muy
asendereado, y he llegado a los veinte años a mi patria. En verdad
esto es obra de Atenea la Rapaz que me convierte en el hombre que
ella quiere pues puede: unas veces semejante a un mendigo y otras a
un hombre joven vestido de hermosas ropas, que es fácil para los
dioses que poseen el vasto cielo exaltar a un mortal o arruinarlo.»
Así
hablando se sentó, y Telémaco, abrazado a su padre, sollozaba
derramando lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y
lloraban agudamente, con más intensidad que los pájaros pigargos o
águilas de curvadas garras, a quienes los campesinos han arrebatado
las crías antes de que puedan volar. Así derramaban ellos bajo sus
párpados un llanto que daba lástima. Y se hubiera puesto el sol
mientras sollozaban, si Telémaco no se hubiera dirigido enseguida a
su padre:
«Padre
mío, ¿en qué nave te han traído a Itaca los marineros?, ¿quiénes
se preciaban de ser?, pues no creo que hayas llegado aquí a pie.»
Y
le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Desde
luego, hijo, te voy a decir la verdad. Me han traído los feacios,
célebres por sus naves, quienes escoltan también a otros hombres
que llegan hasta ellos. Me han traído dormido sobre el ponto en
rápida nave y me han depositado en Itaca, no sin entregarme
brillantes regalos bronce, oro en abundancia y ropa tejida. Todo está
en una gruta por la voluntad de los dioses. Así que por fin he
llegado aquí por consejo de Atenea, para que decidamos sobre la
muerte de mis enemigos. Conque, vamos, enumérame a los pretendientes
para que yo vea cuántos y quiénes son, que después de reflexionar
en mi irreprochable ánimo te diré si podemos enfrentarnos a ellos
nosotros dos sin ayuda, o buscamos a otros.»
Y
Telérnaco le contestó discretamente:
«Padre,
siempre he oído la fama que tienes de ser buen luchador con las
manos y prudente en tus resoluciones, pero has dicho algo
extesivamente grande ¡me atenaza la admiración!, pues no sería
posible que dos hombres lucharan contra muchos y aguerridos.
»Respecto
a los pretendientes no son una decena ni sólo dos, sino muchas más.
Enseguida sabrás su número: de Duliquio son cincuenta y dos jóvenes
selectos y le siguen seis escuderos; de Same proceden veinticuatro
hombres, de Zante veinte hijos de aqueos y de Itaca misma doce, todos
excelentes, con quienes están el heraldo Medonte, el divino aedo y
dos siervos conocedores de los servicios del banquete. Si nos
enfrentáramos a todos ellos mientras están dentro, temo que no
podrías castigar aunque hayas vuelto sus violencias en forma amarga
y terrible.
»Pero
si puedes pensar en alguien que nos defienda, dímelo, alguien que
con ánimo amigo nos sirva de ayuda.»
Y
le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Te
to diré; ponlo en tu pecho y escúchame. Piensa si Atenea en unión
del padre Zeus nos pueden defender o tengo que pensar en otro
aliado.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Excelentes
en verdad son los dos aliados de que me hablas, pues se apuestan
arriba, entre las nubes, y ambos dominan a los hombres y a los dioses
inmortales.»
Y
le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Sí,
en verdad no estarán mucho tiempo lejos de la fuerte lucha cuando la
fuerza de Ares juzgue en mi palacio entre los pretendientes y
nosotros. Pero tú marcha a casa al despuntar la aurora y reúnete
con los soberbios pretendientes, que a mí me conducirá después el
porquero bajo el aspecto de un mendigo miserable y viejo.
«Si
me deshonran en el palacio, que tu corazón soporte el que yo reciba
malos tratos, aunque me arrastren por los pies hasta la puerta o
incluso me arrojen sus dardos. Tú mira y aguanta, pero ordénales,
eso sí, que repriman sus insensateces dirigiéndote a epos con
palabras dulces. Aunque no te harán caso, pues ya tienen a su lado
el día de su destino. Te voy a decir otra cosa que has de poner en
tus mientes: cuando Atenea, de muchos pensamientos, lo ponga en mi
interior, te haré señas con la cabeza; tú entonces calcula cuántas
arenas guerreras hay en el mégaron y sube a depositarlas en lo más
profundo de la habitación del piso de arriba. Cuando te pregunten
los pretendientes ansiosamente, contéstales con suaves palabras:
"Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó
Odiseo cuando marchó a Troya, que están manchadas hasta donde las
llega el aliento del fuego. Además el Cronida ha puesto en mi pecho
una razón más importante: no sea que os llenéis de vino y
levantando una disputa entre vosotros, lleguéis a heriros mutuamente
y a llenar de vergüenza el banquete y vuestras pretensiones de
matrimonio; que el hierro por sí sólo arrastra al hombre."
Luego deja sólo para nosotros dos un par de espadas y otro de lamas
y dos escudos para nuestros brazos, a fin de que los sorprendamos
echándonos sobre ellos. Te voy a decir otra cosa y tú ponla en tu
interior: si de verdad eres mío y de mi propia sangre, que nadie se
entere de que Odiseo está en casa; que no lo sepa Laertes ni
el porquero, ni ninguno de los siervos ni siquiera la misma Penélope,
sino solos tú y yo. Conozcamos la actitud de las mujeres y pongamos
a prueba a los siervos, a ver quién nos honra y quién no se cuida y
te deshonra, siendo quien eres.»
Y
contestándole dijo su ilustre hijo:
«Padre,
creo que de verdad vas a conocer mi coraje y enseguida, pues no es
precisamente la irreflexión lo que me domina. Pero, con todo, no
creo que vayamos a sacar ganancia ninguno de los dos. Te insto a que
reflexiones, pues vas a recorrer en vano durante un tiempo los campos
para probar a cada hombre, mientras ellos devoran tranquilamente en
palacio nuestros bienes, insolentemente y sin cuidarse de nada. Te
aconsejo, por el contrario, que trates de conocer a las siervas, las
que te deshonran y las que te son inocentes. No me agradaría que
fuéramos por las majadas poniendo a prueba a los hombres; ocupémonos
después de esto, si es que en verdad conoces algún presagio de
Zeus, portador de égida.»
Mientras
así hablaban, arribó a Itaca la bien trabajada nave que había
traído de Pilos a Telémaco y compañeros.
Cuando
éstos entraron en el profundo puerto, empujaron a la negra nave
hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas.
Luego llevaron a casa de Clitio los hermosos dones y enviaron un
heraldo al palacio de Odiseo para comunicar a Penélope que Telémaco
estaba en el campo y había ordenado llevar la nave a la ciudad para
que la ilustre reina no sintiera temor ni derramara tiernas lágrimas.
Encontráronse
el heraldo y el divino porquero para comunicar a la mujer el mismo
recado y, cuando ya habían llegado al palacio del divino rey, fue el
heraldo quien habló en medio de las esclavas.
«Reina,
tu hijo ha llegado.»
Luego
el porquero se acercó a Penélope y le dijo lo que su hijo le había
ordenado decir. Cuando hubo acabado todo su encargo, se puso en
camino hacia los cerdos abandonando los patios y el palacio.
Los
pretendientes estaban afligidos y abatidos en su corazón; salieron
del mégaron a lo largo de la pared del patio y se sentaron allí
mismo, cerca de las puertas. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a
hablar entre ellos:
«Amigos,
gran trabajo ha realizado Telémaco con este viaje; ¡y decíamos que
no lo llevaría a término! Vamos, botemos una negra nave, la mejor,
y reunamos remeros que vayan enseguida a anunciar a aquéllos que ya
está de vuelta en casa.»
No
había terminado de hablar, cuando Anfínomo volviéndose desde su
sitio, vio a la nave dentro del puerto y a los hombres amainando
velas o sentados al remo. Y sonriendo suavemente dijo a sus
compañeros:
«No
enviemos embajada alguna; ya están aquí. O se lo ha manifestado un
dios o ellos mismos han visto pasar de largo a la nave y no han
podido alcanzarla.»
Así
dijo, y ellos se levantaron para encaminarse a la ribera del mar.
Enseguida empujaron la negra nave hacia el litoral y sus valientes
servidores les llevaron las armas. Marcharon todos juntos a la plaza
y no permitieron que nadie, joven o viejo, se sentara a su lado. Y
comenzó a hablar entre ellos Antínoo, hijo de Eupites:
«¡Ay,
ay, cómo han librado del mal los dioses a este hombre! Durante días
nos hemos apostado vigilantes sobre las ventosas cumbres, turnándonos
continuamente. Al ponerse el sol, nunca pasábamos la noche en tierra
sino en el mar, esperando en la rápida nave a la divina Eos,
acechando a Telémaco para sorprenderlo y matarlo. Pero entre tanto
un dios le ha conducido a casa.
Con
que meditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no
se nos escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir
nuestro propósito, que él es hábil en sus resoluciones y el pueblo
no nos apoya del todo.
«Vamos,
antes de que reúna a los aqueos en asamblea..., pues no creo que se
desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en pie para
decir a todo el mundo que le hemos trenzado la muerte y no le hemos
alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas malas acciones cuando le
escuche. ¡Cuidado, no vayan a causamos daño y nos arrojen de
nuestra tierra y tengamos que marchar a país ajeno! Conque
apresurémonos a matarlo en el campo lejos de la ciudad, o en el
camino. Podríamos quedarnos con su bienes y posesiones
repartiéndolas a partes iguales entre nosotros y entregar el palacio
a su madre y a quien case con ella, para que se lo queden. Pero si
estas palabras no os agradan, sino que preferís que él viva y posea
todos sus bienes patrios, no volvamos desde ahora a reunirnos aquí
para comer sus posesiones; que cada uno pretenda a Penélope
asediándola con regalos desde su palacio, y quizá luego case ella
con quien le entregue más y le venga destinado. »
Así
habló y todos quedaron en silencio. Entonces se levantó y les dijo
Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes (éste
era de Duliquio, rica en trigo y pastos, y capitaneaba a los
pretendientes; era quien más agradaba a Penélope por sus palabras,
pues estaba dotado de buenas mientes)... Con sentimientos de amistad
hacia ellos se levantó y dijo:
«Amigos,
yo al menos no desearía acabar con Telémaco, pues la raza de los
reyes es terrible de matar. Así que conozcamos primero la decisión
de los dioses. Si la voluntad del gran Zeus lo aprueba, yo seré el
primero en matarlo y os incitaré a los demás, pero si los dioses
tratan de impedirlo, os aconsejo que pongáis término.»
Así
dijo Anfínomo y les agradó su palabra. Se levantaron al punto y se
encaminaron a casa de Odiseo y llegados allí se sentaron en pulidos
sillones.
Entonces
Penélope decidió mostrarse ante los pretendientes, poseedores de
orgullosa insolencia, pues se había enterado de que pretendían
matar a su hijo en palacio se lo había dicho el heraldo Medonte, que
conocía su decisión. Se puso en camino hacia el mégaron junto con
sus siervas y cuando hubo llegado junto a los pretendientes, la
divina entre las mujeres, se detuvo junto a una columna del bien
labrado techo, sosteniendo delante de sus mejillas un grueso velo.
Censuró a Antínoo, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Antínoo,
insolente, malvado; dicen en Itaca que eres el mejor entre tus
compañeros en pensamiento y palabra, pero no eres tal. ¡Ambicioso!,
por qué tramas la muerte y el destino para Telémaco y no prestas
atención a los suplicantes, cuyo testigo es Zeus? No es justo tramar
la muerte uno contra otro. ¿Es que no recuerdas cuando tu padre vino
aquí huyendo por terror al pueblo, pues éste rebosaba de ira porque
tu padre, siguiendo a unos piratas de Tafos, había causado daño a
los tesprotos que eran nuestros aliados? Querían matarlo y romperle
el corazón y comerse su mucha hacienda, pero Odiseo se lo impidió y
los contuvo, deseosos como estaban. Ahora tú te comes sin pagar la
hacienda de Odiseo, pretendes a su mujer y tratas de matar a su hijo,
produciéndome un gran dolor. Te ordeno que pongas fin a esto y se lo
aconsejes a los demás.»
Y
Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó:
«Hija
de Icario, prudente Penélope, cobra ánimos. No te preocupes por
esto. No existe ni existirá ni va a nacer hombre que ponga sus manos
sobre tu hijo Telémaco, al menos mientras yo viva y vean mis ojos
sobre la tierra. Además, te voy a decir otra cosa que se cumplirá:
pronto correría la sangre de ése por mi lanza pues también a mí
Odiseo, el destructor de ciudades, sentándome muchas veces sobre sus
rodillas me ponía en las manos carne asada y me ofrecía rojo vino.
Por esto Telémaco es para mí el más querido de los hombres y te
ruego que no temas su muerte al menos a manos de los pretendientes;
en cuanto a la que procede de los dioses, ésa es imposible
evitarla.»
Así
habló para animarla, aunque también él tramaba la muerte contra
Telémaco.
Entonces
Penélope subió al brillante piso de arriba y lloraba a Odiseo, su
esposo, hasta que Atenea de ojos brillantes le puso dulce sueño
sobre los párpados.
El
divino porquero llegó al atardecer junto a Odiseo y su hijo cuando
éstos se preparaban la cena, después de sacrificar un cerdo de un
año. Entonces Atenea se acercó a Odiseo Laertíada y tocándole con
su varita le hizo viejo de nuevo y vistió su cuerpo de tristes
ropas, para que el porquero no lo reconociera al verlo de frente y
fuera a comunicárselo a la prudente Penélope sin poder guardarlo
para sí.
Telémaco
fue el primero en dirigirle su palabra:
«Ya
has llegado, Eumeo: ¿qué se dice por la ciudad? ¿Han vuelto ya los
arrogantes pretendientes de su emboscada, o todavía esperan a que yo
vuelva a casa?»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«No
tenía yo que inquirir ni preguntar eso al bajar a la ciudad. Mi
ánimo me empujó a comunicar mi recado y volver aquí de nuevo. Pero
se encontró conmigo un veloz enviado de tus compañeros, un heraldo
que habló a tu madre antes que yo. También sé otra cosa, pues la
he visto con mis ojos: al volver para acá había ya atravesado la
ciudad en el lugar donde está el cerro de Hermes cuando vi entrar en
nuestro puerto una veloz nave; había en ella numerosos hombres y
estaba cargada de escudos y lanzas de doble punta. Pensé que eran
ellos, pero no lo sé con certeza.»
Así
habló, y sonrió la sagrada fuerza de Telémaco dirigiendo los ojos
a su padre, evitando al porquero. Cuando habían acabado del trajin
de preparar la comida, cenaron y su ánimo no se vio privado de un
alimento proporcional. Y una vez que habían arrojado de sí el deseo
de comer y beber, volvieron su pensamiento al dormir y recibieron el
don del sueño.
CANTO
XVII
ODISEO
MENDIGA ENTRE LOS PRETENDIENTES
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de los dedos de
rosa, calzó Telémaco bajo sus pies hermosas sandalias, el querido
hijo del divino Odiseo, tomó la fuerte lanza que se adaptaba bien a
sus manos deseando marchar a la ciudad y dijo a su porquero:
«Abuelo,
yo me voy a la ciudad para que me vea mi madre, pues no creo que
abandone los tristes lamentos y los sollozos acompañados de
lágrimas, hasta que me vea en persona. Así que te voy a encomendar
esto: lleva a la ciudad a este desdichado forastero para que mendigue
allí su pan el que quiera le dará un mendrugo y un vaso de vino,
pues yo no puedo hacerme cargo de todos los hombres, afligido como
estoy en mi corazón. Y si el forastero se encoleriza, peor para él,
que a mí me place decir verdad.»
Y
contestándole dijo el astuto Odiseo:
«Amigo,
tampoco yo quiero que me retengan. Para un pobre es mejor mendigar
por la ciudad que por los campos y me dará el que quiera, pues ya no
soy de edad para quedarme en las majadas y obedecer en todo a quien
da las órdenes y los encargos. Conque, marcha, que a mí me llevará
este hombre, a quien has ordenado, una vez que me haya calentado al
fuego y haya solana. Tengo unas ropas que son terriblemente malas y
temo que me haga daño la escarcha mañanera, pues decís que la
ciudad está lejos.»
Así
dijo, y Telémaco cruzó la majada dando largas zancadas; iba
sembrando la muerte para los pretendientes.
Cuando
llegó al palacio, agradable para vivir, dejó la lanza que llevaba
junto a una elevada columna y entró en el interior, traspasando el
umbral de piedra.
La
primera en verlo fue la nodriza Euriclea, que extendía cobertores
sobre los bien trabajados sillones y se dirigió llorando hacia él.
A su alrededor se congregaron las demás siervas del sufridor Odiseo
y acariciándolo besaban su cabeza y hombros.
Salió
del dormitorio la prudente Penélope, semejante a Artemis o a la
dorada Afrodita, y echó llorando sus brazos a su querido hijo, le
besó la cabeza y los dos hermosos ojos y, entre lamentos, decía
aladas palabras:
«Has
llegado, Telémaco, como dulce luz. Ya no creía que volvería a
verte desde que marchaste en la nave a Pilos, a ocultas y contra mi
voluntad, en busca de noticias de tu padre. Vamos, cuéntame cómo
has conseguido verlo.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Madre
mía, no despiertes mi llanto ni conmuevas mi corazón dentro del
pecho, ya que he escapado de una muerte terrible. Conque, báñate,
viste tu cuerpo con ropa limpia, sube al piso de arriba con tus
esclavas y promete a todos los dioses realizar hecatombes perfectas,
por si Zeus quiere llevar a cabo obras de represalia.
«Yo
marcharé al ágora para invitar a un forastero que me ha acompañado
cuando volvía de allí. Lo he enviado por delante con mis divinos
compañeros y he ordenado a Pireo que lo lleve a su casa y lo agasaje
gentilmente y honre hasta que yo llegue.»
Así
habló, y a Penélope se le quedaron sin alas las palabras. Así que
se bañó, vistió su cuerpo con ropa limpia y prometió a todos los
dioses realizar hecatombes perfectas por si Zeus quería llevar a
cabo obras de represalia.
Entonces
Telémaco atravesó el mégaron portando su lanza y le acompañaban
dos veloces lebreles. Atenea derramó sobre él la gracia y todo el
pueblo se admiraba al verlo marchar. Y los arrogantes pretendientes
le rodearon diciéndole buenas palabras, pero en su interior
meditaban secretas maldades. Telémaco entonces evitó a la
muchedumbre de éstos y fue a sentarse donde se sentaban Méntor,
Antifo y Haliterses, quienes desde el principio eran compañeros de
su padre. Y éstos le preguntaban por todo. Se les acercó Pireo,
célebre por su lanza, llevando al forastero a través de la ciudad
hasta la plaza. Entonces Telémaco ya no estuvo mucho tiempo lejos de
su huésped, sino que se puso a su lado. Y Pireo le dirigió primero
aladas palabras:
«Telémaco,
envía pronto unas mujeres a mi casa para que te devuelva los regalos
que te hizo Menelao.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Pireo,
en verdad no sabemos cómo resultará todo esto. Si los pretendientes
me matan ocultamente en palacio y se reparten todos los bienes de mi
padre, prefiero que tú te quedes con los regalos y los goces antes
que alguno de ellos. Pero si consigo sembrar para éstos la muerte y
Ker, llévalos alegre a mi casa, que yo estaré alegre.»
Así
diciendo condujo a casa a su asendereado huésped. Cuando llegaron al
palacio agradable para vivir, dejaron sus mantos sobre sillas y
sillones y se bañaron en bien pulimentadas bañeras. Después que
las esclavas les hubieron bañado, ungido con aceite y puesto mantos
de lana y túnicas, salieron de las bañeras y fueron a sentarse en
sillas. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que
llevaba en hermosa jarra de oro para que se lavaran, y a su lado
extendió una mesa pulimentada. Y la venerable ama de llaves puso
comida sobre ella y añadió abundantes piezas, favoreciéndolas
entre los que estaban presentes. Entonces la madre se sentó frente a
él, junto a una columna del mégaron, se reclinó en un asiento y
revolvía entre sus manos suaves copos de lana. Y ellos echaron mano
de los alimentos que tenían delante.
Cuando
habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, comenzó a hablar
entre ellos la prudente Penélope:
«Telémaco,
en verdad voy a subir al piso de arriba y acostarme en el lecho que
tengo regado de lágrimas desde que Odiseo partió a Ilión con los
Atridas. Y es que no has sido capaz, antes de que los arrogantes
pretendientes llegaran a esta casa, de hablarme claramente del
regreso de tu padre, si es que has oído algo.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Madre,
te voy a contar la verdad. Marchamos a Pilos junto a Néstor, pastor
de su pueblo, quien me recibió en su elevado palacio y me agasajó
gentilmente, como un padre a su hijo recién llegado de otras tierras
después de largo tiempo. Así de amable me recibió junto con sus
ilustres hijos. Me dijo que no había oído nunca a ningún humano
hablar sobre Odiseo, vivo o muerto, pero me envió junto al Atrida
Menelao, famoso por su lanza, con caballos y un carro bien ajustado.
Allí vi a la argiva Helena, por quien troyanos y argivos sufrieron
mucho por voluntad de los dioses. Enseguida me preguntó Menelao, de
recia voz guerrera, qué necesidad me había llevado a la divina
Lacedemonia y yo le conté toda la verdad.
«Entonces,
contestándome con su palabra, dijo: "¡Ay, ay! ¡Conque querían
dormir en el lecho de un hombre intrépido quienes son cobardes! Como
una cierva acuesta a sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva
de un fuerte león y mientras sale a pastar en los hermosos valles,
aquél regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a ambos, así
Odiseo dará vergonzosa muerte a aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y
Apolo, ojalá que siendo como cuando en la bien construida Lesbos se
levantó para disputar y luchó con Filomeleides, lo derribó
violentamente y todos los aqueos se alegraron! Ojalá que con tal
talante se enfrentara Odiseo con los pretendientes: corto el destino
de todos sería y amargas sus nupcias. En cuanto a lo que me
preguntas y suplicas, no querría apartarme de la verdad y engañarte.
Conque no te ocultaré ni guardaré secreto sobre lo que me dijo el
veraz anciano del mar. Este dijo que lo había visto sufriendo
fuertes dolores en el palacio de la ninfa Calipso, quien lo retenía
por la fuerza, y que no podía regresar a su tierra patria porque no
tenía naves provistas de remos ni compañeros que le acompañaran
por el ancho lomo del mar. Así me dijo el Atrida Menelao, famoso por
su lanza, y luego de acabar su relato regresamos. Los inmortales me
concedieron un viento favorable y me escoltaron velozmente hasta mi
patria.»
Así
habló y conmovió el ánimo de Penélope.
Entonces
Teoclímeno, semejante a los dioses, comenzó a hablar entre ellos:
«Esposa
venerable de Odiseo Laertíada, en verdad él no sabe nada; escucha
mi palabra, pues te voy a profetizar con veracidad y no voy a
ocultarte nada. ¡Sea testigo Zeus, antes que los demás dioses, y la
mesa de hospitalidad y el hogar del irreprochable Odiseo, al que he
llegado, de que en verdad Odiseo ya está en su tierra patria,
sentado o caminando, sabedor de estas malas acciones y sembrando la
muerte para todos los pretendientes. Este es el augurio que yo
observé, y me hice oír de Telémaco mientras estaba en la nave de
buenos bancos».
Y
le contestó la prudente Penélope:
«Forastero,
¡ojalá se cumpliera esta tu palabra! Entonces conocerías mi
amistad enseguida y numerosos regalos de mí, hasta el punto de que
cualquiera que contigo topara te llamaría dichoso.»
Así
hablaban unos con otros.
Los
pretendientes, por su parte, se complacían arrojando discos y
venablos ante el palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde
acostumbraban, llenos de arrogancia. Pero cuando fue la hora de comer
y les llegaron de todas partes del campo los animales que les traían
los de siempre, se dirigió a ellos Medonte (éste era quien más les
agradaba de los heraldos y solía acompañarlos al banquete):
«Mozos,
una vez que todos habéis complacido vuestro ánimo con los juegos,
dirigíos al palacio para preparar el almuerzo, que no es cosa mala
yantar a su tiempo.»
Así
habló y ellos se pusieron en pie y marcharon obedeciendo su palabra.
Cuando llegaron a la bien edificada morada dejaron sus mantos en
sillas y sillones y sacrificaron grandes ovejas y gordas cabras;
sacrificaron cebones y un toro del rebaño para preparar su almuerzo.
Entre
tanto Odiseo y el divino porquero se disponían a marchar del campo a
la ciudad y comenzó a hablar el porquero, caudillo de hombres:
«Forastero,
puesto que deseas marchar hoy mismo a la ciudad, como recomendó mi
soberano (que yo, desde luego, preferiría dejarte para vigilar la
majada, pero tengo respeto por mi amo y temo que me reprenda después
y en verdad son duras las reprimendas de los amos), marchemos ya,
pues el día está avanzado y quizá sea peor esperar a la tarde.»
Y
contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Lo
sé, me doy cuenta, se lo dices a quien lo comprende. Conque
marchemos y tú sé mi guía. Dame un bastón si es que tienes uno
cortado para que me apoye, pues decís que el camino es muy
resbaladizo.»
Así
dijo y echó a sus hombros el sucio zurrón desgarrado por muchas
partes, en el que había una correa retorcida. Entonces Eumeo le dio
el deseado bastón y se pusieron los dos en camino, quedando perros y
pastores para guardar la majada.
Eumeo
condujo hacia la ciudad a su soberano, que se asemejaba a un
miserable y viejo mendigo, que se apoyaba en su bastón y cubría su
cuerpo con vestidos que daban pena. Cuando en su marcha por el
empinado sendero se encontraban cerca de la ciudad y llegaron a una
fuente labrada de hermosa corriente, a donde iban por agua los
ciudadanos (la habían construido Itaco, Nerito y Polictor en el
centro de un bosque de álamos negros que crecían con su agua; era
completamente redonda y de lo alto de una piedra caía agua fría, y
encima de ella había un altar de las Ninfas, donde solían
sacrificar todos los ciudadanos), allí se topó con ellos Melantio,
hijo de Dolio, que conducía las cabras, las que sobresalían entre
todo el ganado, para festín de los pretendientes; y con él
marchaban dos pastores.
Cuando
los vio 1es reprendió de palabra y llamándolos por su nombre les
dijo algo atroz e inconveniente que hizo saltar el corazón de
Odiseo:
«Vaya,
vaya, un desgraciado conduce a otro desgraciado; es claro que dios
siempre lleva a la gente hacia los de su calaña. ¿Adónde,
miserable porquero, llevas a ese gorrón, a ese mendigo pegajoso, a
ese aguafiestas? Arrimará los hombros a muchas puertas para rascarse
mientras pide mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras
a mí para vigilante de mi majada, para mozo de cuadra y para llevar
brezos a mis chivos, quizá bebiendo leche de cabra echaría gordos
muslos. Pero ahora que ha aprendido esas malas artes no querrá
ponerse a trabajar, que preferirá mendigar por el pueblo y alimentar
su insaciable estómago. Conque te voy a decir algo que se va a
cumplir: si se acerca a la casa del divino Odiseo, sus tortillas van
a romper muchas banquetas que lloverán sobre su cabeza desde las
manos de esos hombres, pues va a ser su blanco por la casa.»
Así
habló, y al pasar a su lado, el insensato dio una patada a Odiseo en
la cadera, aunque no consiguió echarlo fuera del camino, sino que
éste se mantuvo firme. Entonces Odiseo dudaba entre arrancarle la
vida saltando tras él con el palo o levantarle y tirarle de cabeza
contra el suelo, pero se aguantó y se contuvo. El porquero, en
cambio, se encaró con él y le reprendió, y levantando las manor
suplicó así:
«Ninfas
de la fuente, hijas de Zeus, si alguna vez Odiseo quemó en vuestro
honor muslos de corderos o cabritos cubriéndolos con gorda grasa,
cumplidme este deseo: que vuelva este hombre conducido por un dios.
Seguro que él acabaría con toda la insolencia que ahora pasea por
la ciudad, mientras malos pastores acaban con los ganados.»
Y
le contestó Melantio, el cabrero:
«¡Ay,
ay, qué cosa ha dicho este perro urdidor de intrigas! Me lo voy a
llevar algún día lejos de Itaca en negra nave de Buenos bancos para
que me entreguen por él un buen precio, porque ¡ojalá Apolo, el de
arco de plaza, alcance hoy mismo a Telémaco dentro del palacio o
sucumba a manos de los pretendientes, lo mismo que Odiseo ha perdido
en tierras lejanas el día de su regreso!»
Así
diciendo, los dejó caminando lentamente; en cambio, él se puso en
camino y llegó enseguida a la morada del rey. Entró y sentó entre
los pretendientes, frente a Eurímaco, pues a éste era a quien más
estimaba. Pusieron junto a él una porción de carne los que servían
y la venerable ama de llaves le llevó pan y se lo dejó al lado para
que lo comiera.
Odiseo
y el divino porquero se detuvieron en su caminar; les llegaba el
sonido de la sonora lira, pues Femio se había puesto a cantar para
ellos. Entonces Odiseo tomó de la mano al porquero y le dijo:
«Eumeo,
a lo que parece ésta es la hermosa morada de Odiseo, pues se destaca
tanto que se la puede ver fácilmente entre otras muchas. Una
estancia sigue a la otra, su patio está cercado con muro y cornisa y
sus puertas bien firmes son de doble hoja. Ningún hombre podría
rendirla por la fuerza. Me parece que muchos hombres se están
banqueteando dentro, pues se levanta un olor a grasa y resuena la
lira, a la que los dioses han hecho compañera del banquete.»
Y
contestando le dijiste, porquero Eumeo:
«Con
facilidad lo has percatado, que no eres sandio tampoco en lo demás.
Pero, vamos, pensemos cómo actuar. Entra tú primero en la agradable
morada y mézclate con los pretendientes, que yo me quedaré aquí;
o, si quieres, quédate tú y entraré yo primero. Pero no te quedes
parado mucho tiempo, no sea que te vea alguien fuera y te tire algo o
te eche. Esto es to que te aconsejo que consideres.»
Y
le contestó luego el sufridor, el divino Odiseo:
«Lo
sé, me doy cuenta, se lo dices a quien comprende. Con que marcha tú
primero y yo me quedaré aquí, que ya sé lo que son golpes y
pedradas. Mi ánimo es paciente, pues he sufrido muchos males en el
mar y la guerra; que venga esto después de aquello. Cuando tiene
apetito, no es posible acallar al maldito estómago que tantas
desgracias suele acarrear a los hombres; por culpa suya incluso las
bien entabladas naves se preparan para surcar el estéril mar
portando la desgracia a hombres enemigos.»
Así
hablaban entre sí. Entonces un perro que estaba tumbado enderezó la
cabeza y las orejas, el perro Argos, a quien el sufridor Odiseo había
criado, aunque no pudo disfrutar de él, pues antes se marchó a la
divina Ilión. Al principio le solían llevar los jóvenes a
perseguir cabras montaraces, ciervos y liebres, pero ahora yacía
despreciado una vez que se hubo ausentado Odiseo entre el estiércol
de mulos y vacas que estaba amontonado ante la puerta a fin de que
los siervos de Odiseo se lo llevaran para abonar sus extensos campos.
Allí estaba tumbado el perro Argos, lleno de pulgas. Cuando vio a
Odiseo cerca, entonces sí que movió la cola y dejó caer sus
orejas, pero ya no podia acercarse a su amo. Entonces Odiseo, que le
vio desde lejos, se enjugó una lágrima sin que se percatara Eumeo y
le preguntó:
«Eumeo,
es extraño que este perro esté tumbado entre el estiércol. Su
cuerpo es hermoso, aunque ignoro si, además de hermoso, era rápido
en la carrera o, por el contrario, era como esos perros falderos que
crían los señores por lujo.»
Y
contestándole dijiste, porquero Eumeo:
«Este
perro era de un hombre que ha muerto lejos de aquí. Si su cuerpo y
obras fueron como cuando lo dejó Odiseo al marchar a Troya, pronto
lo admirarías al contemplar su rapidez y vigor, que nunca salía
huyendo de ninguna bestia en la profundidad del espeso bosque cuando
la perseguíapues también era muy diestro en seguir el rastro. Pero
ahora lo tiene vencido la desgracia, pues su amo ha perecido lejos de
su patria y las mujeres no se cuidan de él; que los siervos, cuando
los amos ya no mandan, no quieren hacer los trabajos que les
corresponden, pues Zeus, que ve a lo ancho, quita a un hombre la
mitad de su valía cuando le alcanza el día de la esclavitud.»
Así
diciendo entró en la morada, agradable para vivir, y se fue derecho
por el mégaron en busca de los ilustres pretendientes. Y a Argos le
arrebató el destino de la negra muerte al ver a Odiseo después de
veinte años.
Telémaco,
semejante a los dioses, fue el primero en ver al porquero avanzar por
la casa y enseguida le hizo señas invitándole a ponerse a su lado.
Eumeo echó una ojeada, tomó una banqueta que estaba cerca (donde se
solía sentar el trinchante para repartir abundante carne entre los
pretendientes cuando se banqueteaban en el palacio) y llevándoselo
lo puso junco a la mesa de Telémaco y se sentó. Entonces el heraldo
tomó una porción, sacó pan del canasto y se lo ofreció.
Enseguida,
detrás de Eumeo, entró en el patio Odiseo semejante a un miserable
y viejo mendigo que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con
ropas que daban pena, sentóse sobre el umbral de madera de fresno
dentro de las puertas y se apoyó en la jamba de madera de ciprés
que un artesano había pulimentado hábilmente y enderezado con la
plomada. Telémaco llamó junto a sí al porquero y le dijo mientras
cogía un pan entero del hermoso canasto y cuanta carne le cupo en
las manos:
«Lleva
esto al forastero y ofréceselo, y aconséjale que vaya recorriendo
todos los pretendientes y les pida, que no es buena la vergüenza
para el hombre necesitado.»
Así
dijo; echó a andar el porquero cuando hubo oído su palabra y,
poniéndose cerca, le dijo aladas palabras:
«Forastero,
Telémaco te entrega esto y te aconseja que vayas recorriendo todos
los pretendientes y les pidas, que dice que no es buena la vergüenza
para un hombre necesitado.»
Y
contestándole dijo el astuto Odiseo:
«Soberano
Zeus, ¡que Telémaco sea próspero entre los hombres y obtenga todo
cuanto anhela en su corazón!»
Así
dijo; tomólo en sus dos manos y lo puso a sus pies, sobre el sucio
zurrón; y lo comió mientras cantaba el aedo en el palacio.
Cuando
lo había comido terminó el divino aedo y los pretendientes
comenzaron a alborotar en el palacio.
Entonces
Atenea se puso cerca de Odiseo Laertíada y lo apremió a que
recogiera mendrugos entre los pretendientes y pudiera conocer quiénes
eran rectos y quiénes injustos, aunque ni aun así iba a librar a
ninguno de la muerte. Así que se puso en marcha para mendigar de
izquierda a derecha a cada uno de ellos, extendiendo sus manos a
todas partes como si fuera un mendigo de siempre. Los pretendientes
le daban compadecidos, se admiraban de él y se preguntaban unos a
otros quién podría ser y de dónde vendría. Entonces habló entre
ellos Melantio, el cabrero:
«Escuchadme,
pretendientes de la ilustre reina, sobre este forastero, pues yo lo
he visto ya antes. En realidad lo ha traído aquí el porquero,
aunque no sé de cierto de dónde se precia de ser su linaje.»
Así
dijo, y Antínoo reprendió al porquero:
«Porquero
ilustre, ¿por qué lo has traído a la ciudad? ¿Es que no tenemos
suficientes vagabundos, mendigos pegajosos, aguafiestas? ¿O es que
te parecen pocos los que se reúnen aquí para comer la hacienda de
tu señor y has invitado también a éste?»
Y
contestándole dijiste, porquero Eumeo:
«Antínoo,
con ser noble no dices palabras justas. Pues ¿quién sale a traer de
fuera un forastero como no sea uno de los servidores del pueblo, un
adivino, un curador de enfermedades o un trabajador de la madera, o
incluso un aedo inspirado que complazca con sus cantos? Estos sí,
éstos son los hombres a quienes se invita a venir sobre la extensa
tierra, pero nadie invitaría a un vagabundo a que le importune.
«Y
es que tú has sido siempre entre todos los pretendientes el más
duro para con los siervos de Odiseo, y en especial para conmigo.
Ahora que a mí no me importa mientras me viva en el palacio la
prudente Penélope y Telémaco, semejante a los dioses.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Calla,
no me contestes a éste con tantas palabras. Antínoo acostumbra a
provocar continuamente con palabras duras e incluso incita a los
demás.»
Así
dijo, y dirigió a Antínoo aladas palabras:
«Antínoo,
en verdad tu cuidas de mí como un padre de su hijo al aconsejarme
que arroje del palacio al forastero con palabra tajante; que no
cumpla dios esto. Toma algo y dáselo; no lo veo con malos ojos, sino
que te ordeno que lo hagas. Y no tengas temor por causa de mi madre
ni de ninguno de los siervos que hay en la casa del divino Odiseo.
Aunque creo que es otro pensamiento el que albergas en tu pecho, pues
prefieres comer tú a destajo antes que dárselo a otro.»
Y
Antínoo le contestó y dijo:
«¡Telémaco
fanfarrón, incapaz de reprimir tu ira, qué cosa has dicho! Si todos
los pretendientes le dieran tanto como yo, su casa lo retendría
durante tres meses lejos de aquí.»
Así
dijo, y tomándolo de debajo de la mesa, le enseñó el escabel sobre
el que apoyaba sus brillantes pies mientras se daba al banquete. Pero
todos los demás le dieron y llenaron su zurrón de pan y carne. Iba
ya Odiseo por el pavimento a probar los regalos de los aqueos, cuando
se detuvo junto a Antínoo y le dijo su palabra:
«Dame,
amigo, que no me pareces el menos noble de los aqueos, sino el más
excelente, pues te asemejas a un rey. Por ello tienes que darme
incluso más comida que los demás y yo diré tu nombre por la
infinita tierra. También yo habité en otro tiempo en casa rica y
daba a menudo a un vagabundo así, de cualquier ralea que fuera y
cualquier cosa que llegara precisando. Tenía miles de esclavos y
otras muchas cosas con las que los hombres viven bien y se les llama
ricos. Pero Zeus Cronida me arruinó pues debió de quererlo así
enviándome con unos errantes piratas a Egipto, camino largo, para
que pereciera. Atraqué mis cuvadas naves en el río Egipto. Entonces
ordené a mis leales compañeros que se quedaran junto a ellas para
vigilarlas y envié espías a puestos de observación con orden de
que regresaran, pero éstos, cediendo a su ambición, saquearon los
hermosos campos de los egipcios, se llevaron a las mujeres y tiernos
niños y mataron a los hombres. Pronto llegó el griterío a la
ciudad, así que, al escucharlo, se presentaron al despuntar la
aurora: llenóse la llanura toda de gente de a pie y a caballo y del
estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a mis
compañeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió a dar el pecho.
Por todas partes nos rodeaba la destrucción. Allí mataron con agudo
bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los llevaron vivos
para forzarlos a trabajar sus campos, pero a mí me llevaron a Chipre
y me entregaron a un forastero que dio con nosotros, a Dmator Jasida,
quien gobernaba con fuerza en Chipre. Desde allí he llegado aquí
después de sufrir desgracias».
Y
Antínoo le contestó y dijo:
«¿Qué
dios nos ha traído aquí esta peste, esta ruina del banquete?
Quédate ahí en medio, lejos de mi mesa, no sea que tengas que
volver enseguida al amargo Egipto y a Chipre, que eres un mendigo
audaz y desvergonzado. Te pones ante éstos, uno tras otro, y todos
te dan atolondradamente, pues no tienen moderación ni sienten
compasión al regalar cosas ajenas que tienen en abundancia a su
disposición.»
Y
le contestó retirándose el astuto Odiseo:
«¡Ay,
ay, que a tu gallardía no se añade también la cordura! En verdad,
no darías ni siquiera sal de tu propia hacienda a quien se te
acercara si, estando en casa ajena, no has podido tomar un poco de
pan para darme, y eso que tienes en abundancia a tu disposición.»
Así
habló; Antínoo se irritó más aún en su corazón y mirándole
torvamente le dirigió aladas palabras:
«Ahora
es cuando creo que no vas a retirarte con bien atravesando el
mégaron, ya que estás injuriándome.»
Asi
habló, y, tomando el escabel, se lo tiró al hombro derecho,
acertándole en el extremo de la espalda. Odiseo se mantuvo en pie,
firme como una roca, y el golpe de Antínoo no le hizo perder pie,
pero movió la cabeza en silencio meditando secretos males.
Se
retiró para sentarse en el umbral, dejó el bien lleno zurrón y
comenzó a hablar a los pretendientes:
«Escuchadme,
pretendientes de la ilustre reina, para que os diga lo que mi ánimo
me ordena dentro del pecho. No es grande el dolor en las entrañas ni
la pena cuando un hombre es golpeado luchando por sus posesiones, sus
toros o sus blancas ovejas. Pero Antínoo me ha golpeado por causa
del miserable estómago, el maldito estómago que proporciona males
sin cuento a los hombres. Conque, si en verdad existen dioses y
Erinis de los mendigos, que el término de la muerte alcance a
Antínoo antes de su matrimonio.»
Y
Antínoo hijo de Eupites, le replicó:
«Siéntate
a comer tranquilo, forastero, o lárgate a otra parte, no sea que los
jóvenes te arrastren por el palacio, por lo que dices, asiéndote
del pie o del brazo y te llenen todo de arañazos.»
Asi
habló, y todos ellos se indignaron sobremanera. Y uno de los jóvenes
orgullosos decía así:
«Antínoo,
cruel, no has hecho bien en golpear al pobre vagabundo, si es que
existe un dios en el cielo. Que los dioses andan recorriendo las
ciudades bajo la forma de forasteros de otras tierras y con otros mil
aspectos, y vigilan la soberbia de los hombres o su rectitud.»
Así
le dijeron los pretendientes, pero él no prestaba atención a sus
palabras.
Telémaco
hacía crecer en su corazón un gran dolor por su padre golpeado,
pero no dejó caer a tierra lágrima alguna de sus párpados, sino
que movió la cabeza en silencio, meditando secretos males.
Cuando
la prudente Penélope oyó que el forastero había sidó golpeado en
el palacio dijo a sus siervas:
«¡Ojalá
Apolo, de ilustre arco, te alcance también a ti de esta forma!»
Y
la despensera Eurínome dijo:
«¡Ojalá
se diera cumplimiento a nuestras maldiciones! Ninguno de éstos
llegaría vivo hasta la aurora de hermoso trono.»
Y
la prudente Penélope le dijo:
«Tata,
todos son enemigos, pues maquinan maldades, pero Antínoo sobre todos
se asemeja a una negra Ker. Ese pobre forastero vaga por la casa
pidiendo a los hombres, pues le obliga la pobreza; todos han llenado
su zurrón y le han dado, pero éste le ha alcanzado con un escabel
en el hombro derecho.»
Así
hablaba ella con sus esclavas, sentada en el dormitorio, mientras
comía el divino Odiseo. Entonces llamó junto a sí al divino
porquero y le dijo:
«Ve,
divino Eumeo, y ordena al forastero que venga para saludarlo y
preguntarle si ha oído hablar sobre el sufridor Odiseo o lo ha visto
con sus ojos pues parece un hombre muy asendereado. »
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Reina,
ojalá se callaran los aqueos; este sí que hechizaría tu corazón
con lo que cuenta. Yo lo he tenido tres noches y tres días en mi
cabaña (pues fue a mí a quien llegó primero después de huir de
una nave), pero todavía no ha terminado de contarme sus desgracias.
Como cuando un hombre contempla embelesado a un aedo que canta
inspirado por los dioses y conoce versos deseables para los hombres y
éstos desean escucharle sin cesar siempre que se pone a cantar, así
me ha hechizado éste sentado en mi morada. Asegura que es huésped
de Odiseo por parte de padre y que habitaba en Creta, donde está el
linaje de Minos. Ha llegado de allí sufriendo penalidades, después
de mucho rodar, y afirma haber oído sobre Odiseo vivo y cercano, en
el rico pueblo de los tesprotos; y trae a casa numerosos tesoros.»
Y
le dijo la prudente Penélope:
«Marcha,
invítalo a venir aquí para que me lo cuente en persona. Que se
diviertan éstos fuera o aquí en la casa, puesto que su ánimo está
alegre: y es que sus bienes están intactos en su palacio; se los
comen los siervos, en cambio ellos vienen todos los días a nuestro
palacio y, sacrificando toros y ovejas y gordas cabras, se banquetean
y beben el rojo vino sin mesura. Todo se está perdiendo, pues no hay
un hombre como Odiseo para apartar de su casa esta peste. Si Odiseo
llegara a su sierra patria haría pagar enseguida, junto con su hijo,
las violencias de estos hombres.»
Así
habló, y Telémaco lanzó un gran estornudo y toda la casa resonó
espantosamente. Rióse Penélope y dirigió a Eumeo aladas palabras:
«Marcha
y haz venir frente a mí al forastero. ¿No ves que mi hijo ha
estornudado ante mis palabras? Por esto no puede dejar de cumplirse
la muerte para todos los pretendientes; nadie podrá alejar de ellos
la muerte y las Keres. Voy a decirte otra cosa que has de poner en tu
interior: si reconozco que todo lo que dice es cierto, le vestiré de
túnica y manto, hermosos vestidos.»
Así
habló; marchó el porquero luego que hubo escuchado su palabra y,
poniéndose cerca, le dijo aladas palabras:
«Padre
forastero, te llama la prudente Penélope, la madre de Telémaco. Su
ánimo la impulsa a preguntarte por su esposo, ya que ha sufrido
muchas penas. Y si reconoce que todo lo que le dices es cierto, te
vestirá de túnica y manto, cosas que más necesitas. También
podrás alimentar tu vientre pidiendo comida por el pueblo, y te dará
quien lo desee.»
Y
le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Eumeo,
contaría enseguida toda la verdad a la hija de Icario, a la prudente
Penélope -pues sé muy bien sobre aquél y hemos recibido un
infortunio semejante, pero temo a la multitud de los terribles
pretendientes, cuya soberbia y violencia ha llegado al férreo cielo.
Además, cuando ese hombre me hizo daño golpeándome al cruzar el
salón y sin hacer yo nada malo, ni Telémaco ni ningún otro me
protegió. Por esto aconsejo a Penélope que se quede en sus
habitaciones por mucho que desee salir hasta la puesta del sol.
Pregúnteme entonces sobre el día del regreso de su esposo, sentada
muy cerca del fuego, pues tengo unos vestidos que dan pena y bien lo
sabes tú, que ya te supliqué antes que a nadie.»
Así
habló, y marchó el porquero cuando hubo escuchado su palabra.
Cuando atravesaba el umbral le dijo Penélope:
«
¿No me lo traes, Eumeo? ¿Qué es lo que ha pensado el vagabundo?
¿Es que tiene mucho miedo de alguien o se avergüenza por otros
motivos de cruzar la casa? Malo es un vagabundo vergonzoso.»
Y
tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Ha
hablado como le corresponde y dice lo que pensaría cualquier otro
que quiere evitar la soberbia de esos hombres altivos. Conque te
aconseja que esperes hasta la puesta del sol. Y es que será para ti
mucho mejor, reina, que estés sola cuando dirijas tu palabra al
forastero o le escuches.»
Y
le contestó la prudente Penélope:
«No
piensa como insensato el forastero, sea como fuere, pues entre los
mortales hombres no hay quienes maquinen semejantes maldades, llenos
de arrogancia.»
Así
habló ella, y el divino porquero marchó hacia la multitud de los
pretendientes, una vez que le hubo manifestado todo. Luego dirigió a
Telémaco aladas palabras, manteniendo cerca su cabeza para que no se
enteraran los demás:
«Amigo,
yo me marcho a vigilar los cerdos y todo aquello, tu sustento y el
mío. Ocúpate tú aquí de todo. Antes que nada mira por tu
seguridad y piensa la forma de que no te pase nada, que muchos de los
aqueos andan meditando males. ¡Ojalá los destruya Zeus antes de que
nos llegue la desgracia!»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Así
será, abuelo. Márchate después de merendar pero vuelve al amanecer
y trae hermosas víctimas, que yo y los inmortales nos cuidaremos de
todo esto.»
Así
habló; el porquero se sentó de nuevo sobre la bien pulida banqueta
y después de saciar su apetito con comida y bebida se puso en marcha
hacia los cerdos, abandonando el patio y el mégaron lleno de
comensales.
Y
éstos gozaban con la danza y el canto, pues ya había caído la
tarde.
CANTO
XVIII
LOS
PRETENDIENTES VEJAN A ODISEO
En
esto llegó un mendigo del pueblo que solía pedir por la ciudad de
Itaca y sobresalía por su vientre insaciable, por comer y beber sin
parar. No tenía vigor ni fortaleza, pero su cuerpo era grande al
mirarlo. Su nombre era Arneo, que se lo puso su soberana madre el día
de su nacimiento, pero todos los jóvenes le llamaban Iro, porque
solía ir de correveidile cuando alguien se lo mandaba. Cuando llegó,
empezó a perseguir a Odiseo por su casa y le insultaba diciendo
aladas palabras:
«Viejo,
sal del pórtico, no sea que te arrastre por el pie. ¿No has oído
que todos me hacen guiños incitándome a que te arrastre? Yo, sin
embargo, siento vergüenza. Conque levántate, no sea que nuestra
disputa llegue a las manos.»
Y
mirándole torvamente dijo el muy astuto Odiseo:
«Desgraciado,
ni te hago daño alguno ni te dirijo la palabra, y no siento envidia
de que alguien te dé, aunque recojas muchas cosas. Este umbral tiene
cabida para los dos y no tienes por qué envidiar lo ajeno. Me
pareces un vagabundo como yo y son los dioses los que dan fortuna.
Pero no me provoques a luchar, no sea que me irrites y, con ser
viejo, te empape de sangre el pecho y los labios. Así tendría más
tranquilidad para mañana, pues no creo que volvieras por segunda vez
al palacio de Odiseo Laertíada.»
Y
el vagabundo Iro le contestó airado:
«¡Ay,
ay, qué deprisa habla este gorrón que se parece a una vieja
ennegrecida por el hollín! Y eso que podría yo pensar en dañarle
golpeándolo con las dos manos y arrancar todos los dientes de sus
mandíbulas, como los de un cerdo devorador de mieses, y tirarlos al
suelo. Ponte el ceñidor para que todos vean que luchamos; aunque
¿cómo podrías luchar con un hombre más joven?»
Así
es como se iban encolerizando sobre el pulimentado pavimento, delante
de las elevadas puertas. La sagrada fuerza de Antínoo oyó a los dos
y sonriendo dulcemente dijo a los pretendientes:
«Amigos,
nunca hasta ahora nos había tocado en suerte una diversión como la
que dios nos ha traído a esta casa. El forastero e Iro están
incitándose mutuamente a llegar a las manos. Así que empujémosles
enseguida.»
Así
dijo y todos comenzaron a reírse; rodearon a los andrajosos mendigos
y les dijo Antínoo, hijo de Eupites:
«
Escuchadme, ilustres pretendientes, mientras os hablo. Hay en el
fuego unos vientres de cabra, éstos que hemos dejado para la cena
llenándolos de grasa y de sangre. El que venza de los dos y resulte
más fuerte podrá levantarse él mismo y coger el que quiera.
Además, podrá participar siempre de nuestro banquete y no
permitiremos que ningún otro mendigo se nos acerque a pedir.»
Así
dijo Antínoo y les agradó su palabra. Entonces el astuto Odiseo les
dijo con intenciones engañosas:
«Amigos,
no es posible que un viejo luche con un hombre más joven, sobre todo
si está abrumado por el infortunio, pero el perverso vientre me
empuja a que sucumba ante sus golpes. Conque, vamos, juradme todos
con firme juramento que nadie prestará ayuda a Iro y me golpeará
con mano pesada injustamente, haciéndome sucumbir ante éste por la
fuerza.»
Así
dijo, y todos juraron como les había pedido. Así que cuando habían
completado su juramento dijo entre ellos la sagrada fuerza de
Telémaco:
«Forastero,
si tu corazón y tu valeroso ánimo te empujan a defenderte de éste,
no temas a ninguno de los aqueos, pues tendrá que luchar contra
muchos más quien te mate. Yo soy quien te hospeda y los dos reyes
Antínoo y Eurímaco, ambos discretos, aprueban mis palabras.»
Así
dijo, y todos asintieron. Así que Odiseo ciñó sus miembros con los
andrajos y dejó al descubierto unos muslos grandes y hermosos y al
descubierto quedaron sus anchos hombros, su torso y sus pesados
brazos.
Entonces
Atenea se puso a su lado y fortaleció los miembros del pastor de su
pueblo. Todos los pretendientes se asombraron muy mucho y uno decía
así al que tenía al lado:
«Pronto
este Iro va a dejar de ser Iro y tener la desgracia que se ha
buscado; ¡menudos muslos deja ver el viejo a través de sus
andrajos!»
Así
decían, y el corazón le dio un vuelco a Iro de mala manera. Pero
aun así los escuderos le ciñeron y arrastraron a la fuerza
atemorizado. Y sus carnes le temblaban en todo el cuerpo. Entonces
Antínoo le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«¡Ojalá
no existieras, fanfarrón, ni hubieras nacido si tanto tiemblas y
temes a éste, a un viejo abrumado por el infortunio que le ha
alcanzado! Pero te voy a decir algo que se va a cumplir: Si éste te
vence y resulta más fuerte, te meteré en negra nave y te enviaré
al continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales, para que
te corte la nariz y las orejas con cruel bronce y arrancando tus
miembros se los arroje a los perros para que se los coman crudos.»
Así
dijo, el temblor se apoderó todavía más de sus miembros y lo
arrastraron hacia el medio. Y los dos extendieron sus brazos.
Entonces,
el sufridor, el divino Odiseo, dudó entre derribarlo de forma que su
alma le abandonara al caer o derribarlo suavemente y extenderlo en el
suelo. Y mientras así dudaba le pareció más ventajoso derribarlo
suavemente para que los aqueos no sospecharan nada. Así que
levantando ambos los brazos, Iro golpeó a Odiseo en el hombro
derecho y Odiseo golpeó el cuello de Iro bajo la oreja y rompió por
dentro sus huesos. Al punto bajó por su boca la negra sangre y cayó
al suelo gritando. Pateaba contra el suelo y hacía rechinar sus
dientes, y los ilustres pretendientes levantaron sus manos y se
morían de risa. Entonces Odiseo le asió por el pie y lo arrastró a
lo largo del pórtico hasta llegar al patio y las puertas de la
galería. Lo dejó sentado contra la cerca del patio, le puso el
bastón entre las manos y le dirigió aladas palabras:
«Quédate
ahí sentado para espantar a cerdos y perros, y no pretendas ser jefe
de forasteros y mendigos, miserable como eres, no sea que te busques
un mal todavía mayor.»
Así
diciendo echó a sus hombros el sucio zurrón rasgado por muchas
partes, en el que había una correa retorcida, volvió al umbral y se
sentó. Los pretendientes entraron riéndose suavemente y le
felicitaban con sus palabras, y uno de los jóvenes arrogantes decía
así:
«Forastero,
que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más
desees y sea caro a tu corazón, pues has hecho que este insaciable
deje de vagabundear por el pueblo. Pronto lo llevaremos al
continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales.»
Así
decían y el divino Odiseo se alegró con el presagio. Entonces
Antínoo le puso al lado un gran vientre lleno de grasa y sangre.
También Anfínomo puso a su lado dos panes que tomó de la cesta, le
ofreció vino en copa de oro y dijo:
«Salud,
padre forastero; que seas rico y feliz en el futuro, pues ahora estás
envuelto en numerosas desgracias.»
Y
contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Anfínomo,
de verdad que me pareces discreto, siendo hijo de tal padre, pues he
oído la fama que tiene Niso de Duliquia de ser gallardo y rico.
Dicen que eres hijo de éste y pareces hombre discreto. Por eso te
voy a decir algo préstame atención y escúchame: nada cría la
tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respiran y caminan
por ella. Mientras los dioses le prestan virtud y sus rodillas son
ágiles, cree que nunca en el futuro va a recibir desgracias; pero
cuando los dioses felices le otorgan miserias, incluso éstas tiene
que soportarlas con ánimo paciente contra su voluntad. Pues el
pensamiento de los hombres terrenos cambia con cada día que nos trae
el padre de hombres y dioses. También en otro tiempo yo estuve a
punto de ser rico y feliz entre los hombres, pero cometí numerosas
violencias cediendo a mi fuerza y poder por confiar en mi padre y mis
hermanos. Por esto ningún hombre debe ser nunca injusto, sino
retener en silencio los dones que los dioses le hagan.
«Estoy
viendo a los pretendientes maquinar acciones semejantes, trasquilando
los bienes y deshonrando a la esposa de un hombre que, te aseguro, no
estará ya mucho tiempo lejos de los suyos y su patria, por el
contrario, está cerca. Conque ¡ojalá un dios te saque de aquí y
lleve a casa para no tener que enfrentarte con aquél el día que
regrese a su tierra patria!; que creo no va a ser sin sangre la
contienda entre él y los pretendientes, cuando haya entrado en su
hogar.»
Así
habló, después de hacer libación bebió el delicioso vino y volvió
a depositar la copa en manos del conductor de su pueblo. Éste marchó
por el palacio acongojado en su corazón moviendo la cabeza, pues ya
veía en su interior la perdición. Pero ni aun así consiguió
escapar a la muerte, que también a éste sujetó Atenea bajo los
brazos de Telémaco para que sucumbiera con fuerza a su lanza.
Y
volvió a sentarse en el sillón de donde se había levantado.
Entonces
la diosa de ojos brillantes, Atenea, puso en la mente de la hija de
Icario, la prudente Penélope, la idea de aparecer ante los
pretendientes, a fin de que ensanchara aún más el corazón de
éstos y resultara aún más respetable que antes a los ojos de su
esposo e hijo. Sonrió sin motivo, dijo su palabra a la despensera y
la llamó por su nombre:
«Eurínome,
mi ánimo desea, aunque nunca antes lo deseó, mostrarme ante los
pretendientes por odiosos que me sigan siendo. Voy a decir a mi hijo
una palabra que quizá le resulte provechosa: que no se mezcle con
los pretendientes, quienes le hablan bien, pero por detrás le
piensan mal.»
Y
Eurínome, la despensera, le dirigió su palabra:
«Sí,
todo esto lo dices como te corresponde, hija. Conque ve y di a tu
hijo tu palabra y nada le ocultes, pero antes lava tu cuerpo y pinta
tus mejillas. No vayas con el rostro tan empapado de llanto, que es
cosa mala andar siempre entre penas. Tu hijo es ya tan grande como
pedías a los inmortales verlo, cubierto de barba.»
Y
le contestó la prudente Penélope:
«Eurínome,
no digas, por más que te cuides de mí, que lave mi cuerpo y unja
mis mejillas con aceite, que los dioses que ocupan el Olimpo me
arrebataron la belleza el día que aquél se marchó en las cóncavas
naves. Pero dile a Autónoe e Hipodamia que vengan, a fin de que me
acompañen por el palacio. No quiero presentarme sola ante hombres,
pues siento vergüenza.»
Así
dijo, y la anciana atravesó el mégaron para dar el recado a las
mujeres y apremiarlas a que marcharan.
Entonces
Atenea, la diosa de ojos brillantes, concibió otra idea: derramó
sobre la hija de Icario dulce sueño y ésta echóse a dormir en la
misma silla y todos los miembros se le aflojaron. Entretanto, la
divina entre las diosas le otorgó dones inmortales para que los
aqueos se admiraran al verla. En primer lugar limpió su hermoso
rostro con la belleza inmortal con que suele adornarse Citerea, de
linda corona, cuando comparte el deseable coro de las Gracias.
También la hizo más alta y más fuerte a la vista y la hizo más
blanca que el marfil tallado. Realizado esto, sè alejó la divina
entre las diosas y llegaron del mégaron las siervas de blancos
brazos, acercándose con vocerío.
Entonces
abandonó el sueño a Penélope, frotóse las mejillas con sus manos
y dijo:
«¡Qué
blando letargo ha cubierto mis sufrimientos! Ojalá la casta Artemis
me proporcionara una muerte así de blanda ahora mismo, para no
seguir consumiendo mi vida con corazón acongojado en la nostalgia de
las muchas virtudes de mi marido, pues era el más excelente de los
aqueos.»
Así
diciendo, abandonó el brillante piso de arriba, pero no sola, que la
acompañaban dos siervas. Cuando llegó juntó a los pretendientes la
divina entre las mujeres se detuvo junto a una columna del ricamente
labrado techo, sosteniendo ante sus mejillas un grueso velo. Y una
diligente sierva se colocó a cada lado. Las rodillas de los
pretendientes se debilitaron allí mismo pues había hechizado su
corazón con el deseo y todos desearon acostarse junto a ella en la
cama.
Entonces
se dirigió a Telémaco, su querido hijo:
«Telémaco,
ya no tienes voluntad ni juicio firmes. Cuando eras niño regías tus
intereses aún mejor que ahora; en cambio, ahora que eres grande y
has alcanzado la medida de la juventud y eso que cualquiera pensaría
que eres hijo de un hombre rico mirando tu talla y hermosura, un ser
de otro sitio, y no tienes voluntad ni juicio como es debido. ¡Qué
acción es esta que se ha producido en el palacio...!, y tú que has
permitido que se ultrajara a este forastero... ¿Qué pasaría si un
huésped alojado en nuestro palacio recibiera este doloroso trato?
Seguro que la vergüenza y el escarnio de las gentes serían para
ti.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Madre
mía, no me voy a indignar porque te irrites conmigo, que pienso en
mi interior y sé muy bien cada cosa, lo bueno y lo malo, aunque
hasta ahora he sido todavía un niño. Pero no puedo pensar en todo
con discreción, pues me asustan éstos que se sientan a mi lado
maquinando maldades y yo no tengo quien me ayude. El altercado entre
el forastero e Iro se ha producido no por voluntad de los
pretendientes, sino porque aquél era más vigoroso.
«¡Ojalá
por Zeus padre, Atenea y Apolo que los pretendientes inclinaran su
cabeza vencidos, en el patio los unos, dentro de la casa los otros, y
se les aflojaran los miembros de la misma forma que el desdichado Iro
está ahora sentado con la cabeza gacha, semejante a un borracho, sin
poder tenerse en pie ni volver a casa, pues sus miembros están
flojos.»
Así
se decían uno a otro. Y Eurímaco se dirigió a Penélope con
palabras:
«
Hija de Icario, prudente Penélope, si te contemplaran todos los
aqueos de Argos de Yaso, serían muchos más los pretendientes que se
banquetearan desde el amanecer en vuestro palacio, pues sobresales
entre las mujeres por tu forma y talla y por el juicio que tienes
dentro bien equilibrado.»
Y
le contestó luego la prudente Penélope:
«Eurímaco,
en verdad han destruido los inmortales mis cualidades forma y cuerpo,
el día en que los aqueos se embarcaron para Ilión, y con ellos
estaba mi esposo Odiseo. Si al menos viniera él y cuidara mi vida,
mayor sería mi gloria y yo más bella, pero estoy afligida, pues son
tantos los males que la divinidad ha agitado contra mí. Cuando
marchó Odiseo abandonando su tierra patria, me tomó de la mano
derecha por la muñeca y me dijo: "Mujer, no creo que vuelvan
incólumes de Troya todos los aqueos de buenas grebas, que dicen que
los troyanos son buenos luchadores, tanto lanzando el venablo como
las flechas o montando en veloces caballos, los cuales pueden decidir
rápidamente una gran contienda cuando está equilibrada. Por esto,
no sé si va a librarme dios o perecerá en la misma Troya. Cuida tú
aquí de todo; presta atención a mis padres en el palacio como
ahora, o todavía más, cuando yo esté lejos. Cuando veas que mi
hijo ya tiene barba, cásate con quien desees y abandona tu casa."
Así dijo aquél y todo se está cumpliendo. Llegará la noche en que
el odioso matrimonio salga al encuentro de esta desgraciada a quien
Zeus ha quitado la felicidad. Pero me ha llegado al corazón esta
terrible aflicción: no suele ser así al menos antes no lo era el
comportamiento de los pretendientes que quieren cortejar a una mujer
noble, hija de un hombre rico, rivalizando entre sí; suelen llevar
vacas y rico ganado para festín de los amigos de la novia y entregar
a ésta brillantes presentes, pero no comerse sin pagar una hacienda
ajena.»
Así
habló, y se llenó de alegría el sufridor, el divino Odiseo porque
trataba de arrancar regalos y hechizar sus corazones con blandas
palabras, mientras su mente revolvía otras intenciones.
Entonces
Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a ella:
«Hija
de Icario, prudente Penélope, recibe los dones que quieran traerte
los aqueos pues no es bueno rechazar un regalo, que nosotros no
iremos a trabajo ni a parte alguna hasta que te desposes con el mejor
de los aqueos.»
Así
habló Antínoo y les agradó su palabra. Así que cada uno envió a
un heraldo para que trajera presentes. A Antínoo le trajo su heraldo
un gran peplo hermoso, bordado y con doce broches todos de oro
encajados en sus bien dobladas corchetas. A Eurímaco le trajo
enseguida un collar adornado de oro, engarzado con ámbar, como un
sol. Sus siervos le llevaron a Euridamente dos pendientes con tres
perlas, grandes como moras, que despedían una gracia sin cuento. De
casa de Pisandro, el soberano hijo de Polictor, trajo un siervo una
gargantilla, hermoso adorno. Cada uno de los aqueos llevó su hermoso
regalo. Entonces subió la divina entre las mujeres al piso superior
y a su lado las siervas portaban los hermosísimos presentes.
Los
pretendientes se entregaron a la danza y al deseable canto y
esperaron a que llegara la tarde, y cuando estaban gozando se les
echó encima la oscura tarde. Entonces colocaron tres parrillas en el
palacio para que les alumbraran, y en ellas madera seca, muy seca,
reseca, recién cortada con el bronce, y la mezclaron con teas. Y las
siervas del sufridor Odiseo se alternaban para alumbrar. Entonces les
dijo el mismo hijo de los dioses, el muy astuto Odiseo:
«Siervas
de Odiseo, señor vuestro largo tiempo ausente, marchad a las
habitaciones de la venerable reina y moved la rueca junto a ella y
divertidla sentadas en su estancia, o cardad copos de lana en
vuestras manos, que yo me quedaré aquí para ofrecer luz a todos
éstos. Aunque quieran aguardar a Eos, de hermoso trono, no me
rendirán, que tengo mucho aguante.»
Así
dijo, y ellas se echaron a reír mirándose unas a otras. Entonces
empezó a censurarle con palabras de reproche Melanto de lindas
mejillas (la había engendrado Dolio, pero la crió Penélope y la
cuidaba como a una hija y le daba juguetes, pero ni aun así sentía
lástima en su corazón por Penélope, sino que solía acostarse y
hacer el amor con Eurímaco). Ésta, pues, reprendió a Odiseo con
palabras ultrajantes:
«
Desgraciado forastero, estás tocado en tus mientes; no quieres ir a
dormir a casa del herrero ni al albergue público, sino que te quedas
aquí y hablas mucho con audacia, en medió de tantos hombres, sin
sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado de
tus entrañas, o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces.
Acaso estás fuera de ti por vencer a Iro, el vagabundo? Cuidado, no
se levante contra ti alguien más fuerte que Iro y, golpeándote en
la cabeza con pesadas manos, te arrastre fuera del patio manchado de
sangre.»
Y
mirándola torvamente, le dijo el muy astuto Odiseo:
«Perra,
voy a ir a contar a Telémaco lo que estás diciendo, para que te
corte en pedazos.»
Así
diciendo, espantó a las mujeres con sus palabras y se pusieron en
camino por el palacio, y sus miembros estaban flojos por el terror,
pues pensaban que había dicho la verdad. Entonces Odiseo se puso
junto a las parrillas ardientes para alumbrarlos y dirigía su mirada
a todos ellos, pero su corazón revolvía dentro del pecho lo que no
iba a quedar sin cumplimiento.
Y
Atenea no permitió que los esforzados pretendientes contuvieran del
todo los escarnios que laceran el corazón, para que el dolor se
hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo Laertíada. Así que
Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar ultrajando a Odiseo y
produjo risa a sus compañeros:
«Escuchadme,
pretendientes de la famosa reina, mientras os digo lo que mi corazón
me ordena dentro del pecho. Este hombre ha llegado a casa de Odiseo
no sin la voluntad de los dioses, que me parece que la luz de las
antorchas sale de su misma cabeza, pues no le queda ni un solo pelo.»
Así
dijo, y luego se dirigió a Odiseo, destructor de ciudades:
«Forastero,
¿querrías servirme como jornalero, si te acepto, en el extremo del
campo (y tu jornal será suficiente), para construir cercas y plantar
elevados árboles? Te ofrecería comida todo el año y te daría ropa
y calzado para tus pies. Aunque ahora que has aprendido malas artes
no querrás ponerte al trabajo, sino mendigar por el pueblo para
alimentar tu insaciable estómago.»
Y
le contestó diciendo el muy astuto Odiseo:
«Eurímaco,
si tú y yo rivalizáramos en el trabajo durante el verano, cuando
los días son largos, en la siega del heno y yo tuviera una bien
curvada hoz y tú otra igual para ponernos al trabajo sin comer hasta
el crepúsculo y hubiera hierba, o si hubiera dos bueyes que arrear,
los mejores bueyes, rojizos y grandes, saciados ambos de heno, de
igual edad y peso, nada endebles de fortaleza, y hubiera un campo de
cuatro fanegas y cediera el terrón al arado..., entonces verías si
soy capaz de tirar un surco bien derecho.
«Lo
mismo digo si hoy mismo el Cronida moviera guerra en algún lado y
tuviera yo escudo y un par de lanzas y un yelmo de bronce bien
ajustado a mis sienes; ibas a verme enzarzado entre los primeros
combatientes y no mentarías mi estómago para ultrajarme. Pero eres
arrogante y tu corazón es duro. Te crees grande y poderoso porque
frecuentas la compañía de gente pequeña y villana, pero si viniera
Odiseo de vuelta a su tierra patria, pronto estas puertas, con ser
sobremanera anchas, te iban a resultar estrechas cuando trataras de
salir huyendo a través del pórtico.»
Así
dijo, y Eurímaco se encolerizó más todavía, y mirándole
torvamente le dirigió aladas palabras:
«Ah,
desgraciado, pronto voy a producirte daño por lo que dices en
presencia de tantos hombres sin sentir miedo en tu corazón. Seguro
que el vino se ha apoderado de tus entrañas o quizá siempre es así
tu juicio y dices sandeces. ¿Acaso estás fuera de ti por haber
vencido a Iro, el vagabundo?»
Así
diciendo, cogió el escabel, pero Odiseo fue a sentarse junto a las
rodillas de Anfínomo de Duliquia por temor a Eurímaco, y éste
alcanzó al escanciador en el brazo derecho. La jarra cayó al suelo
con estrépito y el copero se desplomó boca arriba gritando.
Los
pretendientes alborotaron en el sombrío palacio y uno decía así al
que tenía cerca:
«¡Ojalá
el forastero éste hubiera muerto en otra parte antes de venir! Así
no habría organizado tal alboroto. Ahora, en cambio, estamos
peleándonos por culpa de unos mendigos y no habrá placer en el
magnífico festín, pues está venciendo lo peor.»
Y
la divina fuerza de Telémaco habló entre ellos:
«
Desdichados, estáis enloquecidos y ya no podéis ocultar más tiempo
los efectos de la comida y bebida. Sin duda os empuja un dios. Conque
marchaos a casa a dormir ahora que os habéis banqueteado bien,
cuando os lo ordene el ánimo, que yo no empujaré a nadie.»
Así
dijo, y todos clavaron los dientes en sus labios y se admiraban de
Telémaco porque había hablado audazmente. Entonces Anfínomo,
ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes, se levantó entre
ellos y dijo:
«Amigos,
que nadie se moleste por lo dicho tan justamente, tocándole con
palabras contrarias. No maltratéis tampoco al forastero ni a ninguno
de los esclavos del palacio del divino Odiseo. Conque, vamos, que el
copero haga una primera libación, por orden, en las copas, para que
una vez realizada marchemos a casa a dormir. En cuanto al forastero,
dejémoslo en el palacio de Odiseo al cuidado de Telémaco, ya que es
a su casa donde ha llegado.»
Así
dijo y a todos les agradó su palabra. El héroe Mulio, heraldo de
Duliquio, mezcló vino en la crátera era siervo de Anfínomo y,
puesto en pie, repartió vino a todos. Éstos libaron en honor de los
dioses felices con delicioso vino y, cuando habían hecho la libación
y bebido cuanto quiso su ánimo, se pusieron en camino, cada uno a su
casa, para dormir.
CANTO
XIX
LA
ESCLAVA EURICLEA RECONOCE A ODISEO
En
cambio, el divino Odiseo se quedó en el palacio ideando, con la
ayuda de Atenea, la muerte contra los pretendientes, y de súbito
dijo a Telémaco aladas palabras:
«Telémaco,
es preciso que lleves adentro todas las armas y que, cuando los
pretendientes las echen de menos y pregunten, los engañes con estas
suaves palabras: "Las he retirado del fuego, pues ya no se
parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó a Troya, que están
ennegrecidas hasta donde les ha alcanzado el aliento del fuego.
Además, un demón ha puesto en mi interior una razón más poderosa:
no sea que os llenéis de vino y, levantando disputa entre vosotros,
lleguéis a heriros unos a otros y a llenar de vergüenza el convite
y vuestras pretensiones de matrimonio; que el hierro por sí solo
arrastra al hombre"».
Así
dijo; Telémaco obedeció a su padre, y llamando a su nodriza
Euriclea le dijo:
«Tata,
reténme a las mujeres dentro de las habitaciones del palacio
mientras transporto a la despensa las magníficas armas de mi padre a
las que el humo ennegrece, pues están descuidadas por la casa
mientras mi padre está ausente; que yo era hasta hoy un niño
pequeño, pero ahora quiero transportarlas para que no les llegue el
aliento del fuego.»
Y
le respondió su nodriza Euriclea:
«
Hijo, ¡ojalá hubieras adquirido ya prudencia para cuidarte de la
casa y guardar todas tus posesiones! Pero ¿quién portará entonces
la luz a tu lado?, pues no dejas salir a las esclavas; quienes
podrían alumbrarte.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«El
forastero, éste, pues no permitiré que esté ocioso el que toca mi
vasija, aunque haya venido de lejos.»
Así
dijo, y a ella se le quedaron sin alas las palabras. Así que cerró
las puertas de las habitaciones, agradables para vivir.
Entonces
se apresuraron Odiseo y su resplandeciente hijo a llevar adentro los
cascos y los abollados escudos y las agudas lanzas, y por delante
Palas Atenea hacía una luz hermosísima con una lámpara. Y Telémaco
dijo de pronto a su padre:
«Padre,
es una gran maravilla esto que veo con mis ojos: las paredes del
palacio y los hermosos intercolumnios y las vigas de abeto y las
columnas que las soportan arriba se muestran a mis ojos como si
fueran de fuego encendido. Seguro que algún dios de los que poseen
el ancho cielo está dentro.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Calla
y reténlo en tu pensamiento, y no preguntes; ésta es la manera de
obrar de los dioses que poseen el Olimpo. Pero acuéstate, que yo me
quedaré aquí para provocar todavía más a las esclavas y a tu
madre; ella me preguntará sobre cada cosa entre lamentos.»
Así
dijo, y Telémaco, iluminado por las brillantes antorchas, se puso en
camino a través del palacio hacia el dormitorio donde solía
acostarse cuando le llegaba el dulce sueño. También entonces se
acostó allí y aguardaba a Eos divina. En cambio el divino Odiseo se
quedó en el mégaron ideando, con la ayuda de Atenea, la muerte
contra los pretendientes.
Entonces
salió de su dormitorio la prudente Penélope semejante a Artemis o a
la dorada Afrodita. Le habían colocado junto al hogar el sillón
bien labrado con marfil y plata donde solía sentarse. Lo había
fabricado en otro tiempo el artífice Icmalio y, unido a él, había
puesto para los pies un escabel sobre el que se echaba una gran piel.
Allí se sentó la discreta Penélope y llegaron del mégaron las
esclavas de blancos brazos; retiraron el abundance pan y las mesas y
copas donde bebían los arrogantes varones, y arrojaron al suelo el
fuego de las parriIlas amontonando sobre él mucha leña para que
hubiera luz y para calentar. Entonces Melanto reprendió a Odiseo por
segunda vez:
«Forastero,
¿es que incluso ahora, por la noche, vas a importunar dando vueltas
por la casa y espiar a las mujeres? Vete afuera, desdichado, y
contente con la comida, o vas a salir afuera enseguida, aunque sea
alcanzado por un tizón.»
Y
mirándola torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:
«Desdichada,
¿por qué te diriges contra mí con ánimo irritado? ¿Acaso porque
voy sucio y visto mi cuerpo con ropa miserable y pido limosna por el
pueblo? La necesidad me empuja; así son los mendigos y los
vagabundos. También yo en otro tiempo habitaba feliz mi próspera
casa entre los hombres y muchas veces daba a un vagabundo, de
cualquier ralea que fuese, cualquier cosa que precisara al llegar. Y
eso que tenía innumerables esclavos y muchas otras cosas con las que
la gente vive bien y se la llama rica. Pero Zeus Cronida me las
arrebató, pues así lo quiso. Por esto, ¿cuidado, mujer!, no sea
que algún día también tú pierdas toda la hermosura por la que
ahora, desde luego, brillas entre las esclavas: no vaya a ser que tu
señora se irrite y enfurezca contigo, o llegue Odiseo, pues aún hay
una parte de esperanza. Y si éste ha perecido y no es posible que
regrese, sin embargo ya tiene, por voluntad de Apolo, un hijo como
Telémaco a quien ninguna de las mujeres del palacio le pasa
inadvertida si es insensata, pues ya no es tan joven.»
Así
dijo: le escuchó la prudence Penélope y respondió a la esclava, le
habló y la llamó por su nombre:
«¡Atrevida,
perra desvergonzada!, no se me oculta que cometes una mala acción
que pagarás con tu cabeza. Sabías pues me lo has oído a mí misma
que iba a preguntar al forastero en mis habitaciones acerca de mi
esposo, pues estoy afligida intensamente.»
Así
dijo, y luego se dirigió a la despensera Eurínome:
«Eurínome,
trae ya una silla y sobre ella una piel para que se siente y diga su
palabra el forastero y escuche la mía. Quiero interrogarle.»
Así
dijo; ésta llevó enseguida una pulimentada silla y sobre ella
extendió una piel donde se sentó después el sufridor, el divino
Odiseo. Y entre ellos comenzó a hablar la prudente Penélope:
«Forastero,
esto es lo primero que quiero preguntarte: ¿quién de los hombres
eres y de dónde? ¿Donde están tu ciudad y tus padres?
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer,
ninguno de los mortales sobre la inmensa tierra podría censurarte,
pues en verdad tu gloria llega al ancho cielo como la de un
irreprochable rey que, reinando con terror a los dioses sobre muchos
y valerosos hombres, sustenta la justicia y produce la negra tierra
trigo y cebada y se inclinan los árboles por el fruto, y las ovejas
paren robustas y el mar proporciona peces por su buen gobierno, y el
pueblo es próspero bajo su cetro. Con todo, hazme cualquier otra
pregunta en tu casa, pero no me preguntes por mi linaje y tierra
patria, no sea que cargues más mi espíritu de penas con el
recuerdo. En verdad soy muy desgraciado, pero no está bien sentarse
en casa ajena a gemir y lamentarse que es cosa mala sufrir siempre
sin descanso, no sea que alguna de las esclavas se enoje contra mí o
tú misma y diga que derramo lágrimas por tener la mente pesada por
el vino.»
Y
le respondió la prudente Penélope:
«Forastero,
en verdad los inmortales destruyeron mis cualidades figura y cuerpo
el día en que los argivos se embarcaron para Ilión y entre ellos
estaba mi esposo, Odiseo. Si al menos volviera él y cuidara de mi
vida, mayor sería mi gloria y yo más bella. Pero ahora estoy
afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado
contra mí; pues cuantos nobles dominan sobre las islas, en Duliquio
y Same, y la boscosa Zante, y los que habitan en la misma Itaca,
hermosa al atardecer, me pretenden contra mi voluntad y arruinan mi
casa. Por esto no me cuido de los huéspedes ni de los suplicantes y
tampoco de los heraldos, los ministros públicos, sino que en la
nostalgia de Odiseo se consume mi corazón. Éstos tratan de
apresurar la boda, pero yo tramo engaños. Un dios me inspiró al
principio que me pusiera a tejer un velo, una tela sutil e
inacabable, y entonces les dije: "Jóvenes pretendientes míos,
puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad mi boda hasta que
acabe un velo no sea que se me destruyan inútiles los hilos, un
sudario para el héroe Laertes, para cuando le alcance el destino
fatal de la muerte de largos lamentos; no vaya a ser que alguna entre
el pueblo de las aqueas se irrite contra mí si es enterrado sin
sudario el que tanto poseyó." Así les dije, y su ánimo
generoso se dejó persuadir. Entonces hilaba sin parar durance el día
la gran tela y la deshacía durante la noche, poniendo antorchas a mi
lado. Así engañé y persuadí a los aqueos durante tres años, pero
cuando llegó el cuarto y se sucedieron las estaciones en el
transcurrir de los meses y pasaron muchos días, por fin me
sorprendieron por culpa de mis esclavas ¡perras, que no se cuidan de
mi! y me reprendieron con sus palabras. Así que tuve que terminar el
velo y no voluntariamente, sino por la fuerza.
«Ahora
no puedo evitar la boda ni encuentro ya otro ardid. Mis padres me
impulsan a casarme y mi hijo se indigna cuando devoran nuestra
riqueza, pues se da cuenta, que ya es un hombre muy capaz de guardar
su casa y Zeus le da gloria. Pero, con todo, dime tu linaje y de
dónde eres, pues seguro que no has nacido de una encina de antigua
historia ni de un peñasco.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable
mujer de Odiseo Laertíada, ¿no vas a dejar de preguntarme sobre mi
linaje? Te lo voy a contar aunque me vas a hacer un regalo de penas
todavía más numerosas que las que me cercan pues ésta es la
costumbre cuando un hombre está ausente de su patria durante tanto
tiempo como yo, errante por muchas ciudades de mortales soportando
males, pero aun así te voy a contestar a lo que me preguntas e
inquieres. Creta es una tierra en medio del ponto, rojo como el vino,
hermosa y fértil, rodeada de mar. En ella hay numerosos hombres,
innumerables, y noventa ciudades en las que se mezclan unas y otras
lenguas. En ellas están los aqueos y los magnánimos eteocretenses,
en ellas los cidones y los dorios divididos en tres tribus, y los
divinos pelasgos. Entre estas ciudades está Cnossós, una gran urbe
donde reinó durante nueve años Minos, confidente del gran Zeus,
padre de mi padre el magnánimo Deucalión. Éste nos engendró a mí
y al soberano Idomeneo, quien, juntamente con los Atridas, marchó a
Ilión en las corvas naves. Mi ilustre nombre es Etón y soy el más
joven, que él es mayor y más valiente. Allí fue donde vi a Odiseo
y le di los dones de hospitalidad, pues lo había llevado a Creta la
fuerza del viento cuando se dirigía hacia Troya, después de
apartarlo de las Mareas. Había atracado en Amniso, cerca de donde
está la gruta de Ilitia, en un puerto difícil, escapando a duras
penas a las tormentas. Enseguida subió a la ciudad y preguntó por
Idomeneo, pues decía que era su huésped querido y respetado. Era la
décima o la undécima aurora desde que había partido con sus
cóncavas naves hacia Ilión. Yo lo llevé a palacio y le procuré
digna hospitalidad; le honré gentilmente con la abundancia de cosas
que había en la casa y tanto a él como a sus compañeros les di
harina a expensas del pueblo y rojo vino que reuní, y bueyes para
sacrificar, a fin de que saciaran su apetito.
«Allí
permanecieron doce días los divinos aqueos, pues soplaba Bóreas, el
viento impetuoso, y no dejaba estar de pie sobre el suelo algún
funesto demón lo había levantado, pero al decimotercero cayó el
viento y se dieron a la mar.»
Amañaba
muchas mentiras al hablar, semejantes a verdades, y mientras ella le
oía le corrían las lágrimas y se le consumía el cuerpo. Lo mismo
que en las altas montañas se derrite la nieve a la que funde Euro
después que Céfiro la hace caer y cuando está fundida los ríos
aumentan su curso, así se fundían sus hermosas mejillas vertiendo
lágrimas por su marido, que estaba a su lado.
Odiseo
sentía piedad por su mujer cuando sollozaba, pero los ojos se le
mantuvieron firmes como si fueran de cuerno o hierro, inmóviles en
los párpados. Y ocultaba sus lágrimas con engaño. De nuevo le
contestó con palabras y dijo:
«Forastero,
ahora quiero probar si de verdad albergaste en tu palacio a mi
esposo, como afirmas, junto con sus compañeros, semejantes a los
dioses. Dime cómo eran los vestidos que cubrían su cuerpo y cómo
era él mismo, y háblame de sus compañeros, los que le seguían.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer,
es difícil decirlo después de tan larga separación, pues ya hace
veinte años que marchó de allí y dejó mi patria, pero aun así te
lo diré como mi corazón me lo pinta. El divino Odiseo tenía un
manto purpúreo de lana, manto doble que sujetaba un broche de oro
con agujeros dobles y estaba bordado por delante: un perro sujetaba
entre las patas delanteras a un cervatillo moteado y lo miraba
fijamente forcejear. Y esto es lo que asombraba a todos, que, siendo
de oro, el uno miraba al cervatillo mientras lo ahogaba y el otro,
deseando escapar, forcejeaba con los pies. También vi alrededor de
su cuerpo una túnica resplandeciente y como binza de cebolla seca;
¡tan suave era y brillante como el sol! Muchas mujeres la
contemplaban con admiración. Pero te voy a decir una cosa que has de
poner en tu interior: no sé si Odiseo rodeaba su cuerpo con ellas ya
en casa o se las dio, al marchar sobre la veloz nave, alguno de sus
compañeros o tal vez incluso algún huésped (ya que Odiseo era
amigo para muchos), pues pocos entre los aqueos eran semejantes a él.
«También
yo le di una broncínea espada y un manto doble, hermoso, purpúreo,
y una túnica orlada, y lo despedí respetuosamente sobre su nave de
sólidos bancos. Le acompañaba un heraldo un poco mayor que él, de
quien también te voy a decir cómo era exactamente: caído de
hombros, negra la tez, rizado el cabello y de nombre Euribates.
Odiseo le honraba por encima de sus otros compañeros porque le
concebía pensamientos ajustados.»
Así
dijo, y a ella se le levantó aún más el deseo de llorar al
reconocer las señales que le había dicho Odiseo con exactitud. Y
luego que se hubo saciado del gemido de abundantes lágrimas le
respondió con palabras y dijo:
«Forastero,
aunque ya antes eras digno de compasión, ahora vas a ser querido y
respetado en mi palacio, pues yo misma le di esas vestiduras que
dices las traje dobladas de la despensa y les puse un broche
resplandeciente para que fuera un adorno para él; pero ya no lo
recibiré nunca de vuelta en casa, pues con funesto destino marchó
Odiseo en cóncava nave para ver la maldita Ilión, que no hay que
nombrar.»
Y
la respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer
venerada de Odiseo Laertíada, ya no desfigures más tu hermoso
cuerpo ni consumas tu espíritu lamentando a tu esposo. Aunque en
nada te he de reprender, pues cualquier mujer se lamenta de haber
perdido a su legítimo esposo con quien ha engendrado hijos uniéndose
en amor, aunque sea distinto de Odiseo, de quien dicen que era
semejante a los dioses. Pero deja de gemir y atiende a mi palabra,
pues te voy a hablar sinceramente y no lo voy a ocultar que ya he
oído acerca del regreso de Odiseo, que está cerca y vivo en el rico
pueblo de los tesprotos. También trae muchos y maravillosos bienes
que ha mendigado por el pueblo, pero ha perdido a sus leales
compañeros y la cóncava nave en el ponto, rojo como el vino, cuando
venía de la isla de Trinaquía, pues estaban airados contra él Zeus
y Helios, porque sus compañeros había matado las vacas de éste.
Así que todos ellos perecieron en el alborotado ponto, pero a él lo
empujó el oleaje sobre la quilla de su nave hacia tierra firme,
hacia la tierra de los feacios, que han nacido cercanos a los dioses.
Éstos le honraron de corazón como a un dios y le dieron muchas
cosas, y querían llevarlo ellos mismos a su patria sano y salvo.
Podría estar aquí Odiseo hace mucho tiempo, pero a su ánimo le
pareció más ventajoso marchar por tierra para reunir mucha riqueza.
Así es como sobresale Odiseo por su mucha astucia entre los mortales
hombres y ningún otro mortal podría rivalizar con él. Así me lo
decía Fidón, el rey de los tesprotos, y juró delante de mí
mientras hacía libación en su casa, que había echado su nave al
mar y estaban dispuestos los compañeros que iban a llevarlo a su
tierra patria, pero a mí me envió antes, pues marchaba casualmente
una nave de Tesprotos a Duliquio, rica en trigo. Y me mostró cuantas
riquezas había reunido Odiseo; podrían alimentar a otro hombre
hasta la décima generación: ¡tantos tesoros tenía depositados en
el palacio del rey! También me dijo que Odiseo había marchado a
Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde la
divina encina de elevada copa, para enterarse si debía volver a las
claras u ocultamente a su tierra patria, después de tantos años de
ausencia. Así pues, él está a salvo y vendrá muy pronto, no
permaneciendo ya largo tiempo lejos de los suyos y de su tierra
patria.
«Sin
embargo, te haré un juramento: sea testigo Zeus antes que nadie, el
más excelso y poderoso de los dioses, y el Hogar del irreprochable
Odiseo, al que he llegado, que todo esto se cumplirá como yo digo;
durante este mismo año vendrá Odiseo, cuando se haya acabado este
mes y comenzado el siguiente.»
Y
se dirigió a él la prudente Penélope:
«Forastero,
¡ojalá llegara a cumplirse esa palabra! Rápidamente conocerías mi
amistad y muchos regalos de mi parte, hasta el punto de que
cualquiera que contigo topara te llamaría dichoso. Pero mis
presentimientos son y así sucederá precisamente que ni Odiseo
volverá ya a casa ni tú lograrás conseguir una escolta, puesto que
no hay en la casa jefes como era Odiseo entre los hombres si es que
alguna vez existiópara dar escolta y recibir a sus venerables
huéspedes. Vamos, siervas, lavadlo y ponedle un lecho, mantas y
sábanas resplandecientes, y así, bien caliente, le llegue Eos de
trono de oro. Al amanecer lavadle y ungidle y que se ocupe de comer
sentado en la sala junto a Telémaco. Será doloroso para aquel de
los pretendientes que, por envidia, llegara a molestarlo. Ninguna
otra acción llevará a cabo aquí dentro, aunque se irrite
terriblemente. ¿Cómo podrías saber, forastero, que aventajo a las
demás mujeres en inteligencia y consejo si comieras en el palacio
sucio, vestido miserablemente? Los hombres son de corta vida; para
quien es cruel y tiene sentimientos crueles piden todos los mortales
tristezas en el futuro mientras viva, y una vez que está muerto
todos le insultan. En cambio, el que es irreprochable y tiene
sentimientos irreprochables... la fama de éste la llevan sus
huéspedes a todos los hombres. Y muchos lo llaman noble.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer
venerable de Odiseo Laertíada, las mantas y las resplandecientes
sábanas me disgustan desde el día en que dejé los nevados montes
de Creta marchando sobre la nave de largos remos. Me voy a acostar
como antes, cuando dormía noches insomnes, pues ya he descansado
muchas noches en lecho miserable aguardando a Eos, de hermoso trono.
Tampoco son agradables a mi ánimo los baños de pies; ninguna mujer
tocará mi pie de las que te son servidoras en el palacio, si no hay
alguna muy anciana y de sentimientos fieles que haya soportado en su
ánimo tantas cosas como yo. A ésa no le impediría tocar mis pies.»
Y
se dirigió a él la prudente Penélope:
«Huésped,
amigo, pues jamás ha Ilegado a mi casa ningún hombre tan sensato de
entre los huéspedes de lejanas tierras; con qué sabiduría dices
todo, con qué discreción. Tengo una anciana que alberga en su mente
decisiones discretas, la que alimentó y crió a aquel desdichado
recibiéndolo en sus brazos cuando lo parió su madre. Ésta te
lavará los pies, aunque está muy débil. Conque, vamos, levántate
enseguida, prudente Euriclea, y lava al compañero en edad de tu
soberano. También estarán así los pies y manos de Odiseo, pues los
mortales envejecen enseguida en medio de la desgracia.»
Así
dijo; la anciana se ocultaba con las manos el rostro y derramaba
calientes lágrimas, y dijo lastimera palabra:
«¡Ay,
hijo mío, que no tenga yo remedios para ti...! Con tener el ánimo
temeroso de los dioses, Zeus to ha odiado más que a los demás
hombres, que jamás mortal alguno quemó tantos pingües muslos para
Zeus, el que se alegra con el rayo, ni excelentes hecatombes como tú
le has ofrecido con la súplica de poder llegar a una ancianidad
feliz y poder alimentar a un hijo ilustre. En cambio sólo a ti to ha
privado del brillante día del regreso. Tal vez se burlen también
así de aquél las esclavas de hospedadores de lejanas tierras cuando
llegue al magnífico palacio de alguno, como se burlan de ti todas
estas perras a las que no permites que te laven para evitar el
escarnio y numerosos oprobios. A mí, sin embargo, me lo ordena la
hija de Icario, la prudente Penélope, aunque no contra mi voluntad.
Por esto te lavaré los pies, por la propia Penélope y a la vez por
ti mismo, pues se me conmueve dentro el ánimo con tus penas. Pero,
vamos, atiende ahora a una palabra que to voy a decir: muchos
forasteros infortunados han venido aquí, pero creo que jamás he
visto a ninguno tan parecido a Odiseo en el cuerpo, voz y pies, como
tú.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Anciana,
así dicen cuantos nos han visto con sus ojos, que somos parecidos el
uno al otro, como tú misma dices dándote cuenta.»
Así
dijo; la anciana tomó un caldero reluciente y le lavaba los pies;
echó mucha agua fría y sobre ella derramó caliente. Entonces
Odiseo se sentó junto al hogar y se volvió rápidamente hacia la
oscuridad, pues sospechó enseguida que ésta, al cogerlo, podría
reconocer la cicatriz y sus planes se harían manifiestos. La anciana
se acercó a su soberano y lo lavaba. Y enseguida reconoció la
cicatriz que en otro tiempo le hiciera un jabalí con su blanco
colmillo cuando fue al Parnaso en compañía de Autólico y sus
hijos, el padre ilustre de su madre, que sobresalía entre los
hombres por el hurto y el juramento. Se lo había concedido el dios
Hermes, pues en su honor quemaba muslos de corderos y cabritos en
agradecimiento y éste le asistía benévolo. Cuando Autólico fue a
la opulenta población de Itaca, se encontró a un hijo recién
nacido de su hija. Euriclea lo puso sobre sus rodillas cuando había
terminado de cenar y le habló y llamó por su nombre:
«Autólico
busca tú mismo un nombre para el hijo de tu hija, pues muy deseado
es para ti.»
Y
a su vez respondió Autólico y dijo:
«Yerno
e hija mía, ponedle el nombre que voy a decir. Ya que he llegado
hasta aquí enfadado con muchos hombres y mujeres a través de la
fértil tierra, que su nombre epónimo sea Odiseo. Y cuando en la
plenitud de la juventud llegue a la gran casa materna, al Parnaso
donde tengo las riquezas, yo le daré de ellas y lo despediré
contento.»
Por
esto había marchado Odiseo, para que le diera espléndidos regalos.
Autólico y los hijos de Autólico le acogieron cariñosamente con
las manos y con dulces palabras. Y la madre de su madre, Anfitea,
abrazó a Odiseo y le besó la cabeza y hermosos ojos. Autólico
ordenó a sus gloriosos hijos que dispusieran la comida y éstos
escucharon al que se lo mandaba. Enseguida llevaron un toro de cinco
años, lo desollaron, prepararon y dividieron todo; lo partieron
habilidosamente, lo clavaron en asadores y después de asarlo
cuidadosamente distribuyeron los panes. Así que comieron durante
todo el día, hasta que se puso el sol, y nadie carecía de un bien
distribuido alimento. Y cuando el sol se puso y cayó la noche, se
acostaron y recibieron el don del sueño.
Tan
pronto como se mostró Eos, la hija de la mañana, la de dedos de
rosa; salieron de cacería los perros y los mismos hijos de Autólico,
y entre ellos iba el divino Odiseo. Ascendieron al elevado monte
Parnaso, vestido de selva, y enseguida llegaron a los ventosos
valles. El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de
las plácidas y profundas corrientes de Océano, cuando llegaron los
cazadores a un valle. Delante de ellos iban los perros buscando las
huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre ellos marchaba el
divino Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga
sombra. Un enorme jabalí estaba tumbado en una densa espesura a la
que no atravesaba el húmedo soplo de los vientos al agitarse ni
golpeaba con sus rayos el resplandeciente Helios ni penetraba la
lluvia por completo ¡tan densa era!, y una gran alfombra de hojas la
cubría. Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres y perros
cuando marchaban cazando y desde la espesura, erizada la crin y
briIlando fuego sus ojos, se detuvo frente a ellos. Odiseo fue el
primero en acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su
robusta mano deseando herirlo. El jabalí se le adélantó y le atacó
sobre la rodilla y, lanzándose oblicuamente, desgarró con el
colmillo mucha carne, pero no llegó al hueso del mortal. En cambio
Odiseo le hirió alcanzándole en la paletilla derecha y la punta de
la resplandeciente lanza lo atravesó de parte a parte y cayó en el
polvo dando chillidos, y escapó volando su ánimo. Enseguida le
rodearon los hijos de Autólico, vendaron sabiamente la herida del
irreprochable Odiseo semejante a un dios y con un conjuro retuvieron
la negra sangre.
Pronto
llegaron a casa de su padre y Autólico y los hijos de Autólico lo
curaron bien, le dieron espléndidos regalos y, alegres, lo enviaron
contento a su patria Itaca.
Su
padre y venerable madre se alegraron al verlo volver y le preguntaban
detalladamente por la cicatriz, qué le había pasado. Y él les
contó con detalle cómo mientras cazaba, le había herido un jabalí
con su blanco colmillo al marchar al Parnaso con los hijos de
Autólico.
La
anciana tomó entre las palmas de sus manos esta cicatriz y la
reconoció después de examinarla. Soltó el pie para que se le
cayera y la pierna cayó en el caldero. Resonó el bronce, inclinóse
él hacia atrás, hacia el lado opuesto, y el agua se derramó por el
suelo. El gozo y el dolor invadieron al mismo tiempo el corazón de
la anciana y sus dos ojos se llenaron de lágrimas, y su floreciente
voz se le pegaba. Asió de la barba a Odiseo y dijo:
«Sin
duda eres Odiseo, hijo mío: no te había reconocido antes de ahora,
hasta tocar a todo mi señor.»
Así
dijo e hizo señas a Penélope con los ojos queriendo indicar que su
esposo estaba dentro. Pero ésta no pudo verla, aunque estaba
enfrente, ni comprenderla, pues Atenea le había distraído la
atención. Entonces Odiseo acercó sus manos, la asió de la garganta
con la derecha y con la otra la atrajo hacia sí diciendo:
«Nodriza,
¿por qué quieres perderme? Tú misma me criaste sobre tus pechos.
Ya he llegado a la tierra patria tras sufrir muchas penalidades, a
los veinte años. Pero ya que te has dado cuenta y un dios lo ha
puesto en tu interior, calla, no vaya a ser que se dé cuenta algún
otro en el palacio; porque te voy a decir esto y ciertamente se va a
cumplir: si con la ayuda de un dios hiciese sucumbir a los ilustres
pretendientes, no te perdonaré ni a ti, con ser mi nodriza, cuando
mate a las otras esclavas en mi palacio.»
Y
le contestó la prudente Euriclea:
«Hijo
mío, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! Sabes que
mi ánimo es firme y no domable; me mantendré como una sólida
piedra o como el hierro. Te voy a decir otra cosa que has de poner en
tu interior: si por tu causa un dios hace sucumbir a los ilustres
pretendientes, entonces te hablaré minuciosamenre respecto a las
mujeres del palacio, quiénes te deshonran y quiénes son inocentes.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Nodriza,
¿por qué me las vas a señalar tú? Yo mismo las observaré y
conoceré a cada una, pero mantén en silencio tus palabras y confía
en los dioses.»
Así
dijo, y la anciana marchó a través del mégaron para traer agua de
lavar los pies, pues la primera se había derramado toda. Y después
que lo lavó y ungió con espeso aceite, de nuevo arrastró Odiseo la
silla cerca del fuego para calentarse, y ocultó la cicatriz con los
andrajos.
Y
la prudente Penélope comenzó a hablar entre ellos:
«Forastero,
sólo esto te voy a preguntar, poco más, que va a ser pronto la hora
de dormir para aquel de quien el sueño se apodere dulcemente, aun
estando afligido. A mí me ha dado un dios una pena inmensa, pues
durante el día, aunque me lamente y gima, me complace atender a mis
labores y las de las esclavas en el palacio, pero luego que llega la
noche y el sueño las invade a todas, yazco en el lecho mientras
agudas angustias inquietan sin cesar mi agitado corazón. Como cuando
la hija de Pandáreo, el amarillo Aedón, canta hermosamente recién
entrada la primavera sobre el tupido follaje de los árboles cambia a
menudo de tono y vierte su voz de múltiples ecos llorando a su hijo
Itilo, hijo del rey Zeto, a quien en otro tiempo mató con el bronce
sin darse cuenta, así también mi ánimo vacila entre permanecer
junto a mi hijo y guardar todo intacto, mis bienes y esclavas y la
casa grande de elevada techumbre, por vergüenza al lecho conyugal y
a las habladurías del pueblo, o seguir a aquel de los aqueos que sea
el mejor y me pretenda en el palacio entregándome innumerables
presentes de boda. Porque mientras mi hijo era todavía pequeño e
irreflexivo no me permitía casarme y abandonar la casa de mi esposo,
pero ahora que es mayor y ha llegado al límite de la edad juvenil,
incluso desea que me marche del palacio, indignado por los bienes que
le comen los aqueos.
«Conque,
vamos, interprétame este sueño, escucha: veinte gansos comían en
mi casa trigo remojado con agua y yo me alegraba contemplándolos,
pero vino desde el monte una gran águila de corvo pico y a todos les
rompió el cuello y los mató, y ellos quedaron esparcidos por el
palacio, todos juntos, mientras el águila ascendía hacia el divino
éter. Yo lloraba a gritos, aunque era un sueño, y se reunieron en
torno a mí las aqueas de lindas trenzas, mientras me lamentaba
quejumbrosamente de que el águila me hubiera matado a los gansos.
Entonces volvió ésta y se posó sobre la parte superior del palacio
y, llamando con voz humana, dijo: "Cobra ánimos, hija del muy
celebrado Icario, que no es un sueño, sino visión real y feliz que
habrá de cumplirse. Los gansos son los pretendientes y yo antes era
el águila, pero ahora he regresado como esposo tuyo, yo que voy a
dar a todos los pretendientes un destino ignominioso." Así dijo
y luego me abandonó el dulce sueño. Cuando miré en derredor vi a
los gansos en el palacio comiendo trigo junto a la gamella en el
mismo sitio de costumbre.»
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer,
no es posible en modo alguno interpretar el sueño dándole otra
intención, después que el mismo Odiseo te ha manifestado cómo lo
va a llevar a cabo. Clara parece la muerte para los pretendientes,
para todos en verdad; ninguno escapará a la muerte y a las Keres.»
Y
le contestó la prudente Penélope:
«Forastero,
sin duda se producen sueños inescrutables y de oscuro lenguaje y no
todos se cumplen para los hombres. Porque dos son las puertas de los
débiles sueños: una construida con cuerno, la otra con marfil. De
éstos, unos llegan a través del bruñido marfil, los que engañan
portando palabras irrealizables; otros llegan a través de la puerta
de pulimentados cuernos, los que anuncian cosas verdaderas cuando
llega a verlos uno de los mortales. Y creo que a mí no me ha llegado
de aquí el terrible sueño, por grato que fuera para mí y para mi
hijo.
«Te
voy a decir otra cosa que has de poner en tu interior: esta aurora
llegará infausta, pues me va a alejar de la casa de Odiseo. Voy a
establecer un certamen, las hachas de combate que aquél colocaba en
línea recta como si fueran escoras, doce en total. Él se colocaba
muy lejos y hacía pasar el dardo una y otra vez a través de ellas.
Ahora voy a establecer este certamen para los pretendientes y el que
más fácilmente tienda el arco entre sus manos y haga pasar una
flecha por todas las doce hachas, a ése seguiré inmediatamente
dejando esta casa legítima, muy hermosa, llena de riquezas. Creo que
algún día me acordaré de ella incluso en sueños.»
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer
venerable de Odiseo Laertíada, no difieras por más tiempo ese
certamen en tu casa, pues el muy astuto Odiseo llegará antes de que
ellos toquen ese pulido arco, tiendan la cuerda y atraviesen el
hierro con la flecha.»
Y
le dijo a su vez la prudente Penélope:
«Si
quisieras deleitarme, forastero, sentado junto a mí en la sala, no
se me vertería el sueño sobre los párpados, pero no es posible que
los hombres estén siempre sin dormir, que los inmortales han
establecido una porción para cada uno de los mortales sobre la
fértil tierra. Así que subiré al piso de arriba y me acostaré en
el funesto lecho, siempre regado por mis lágrimas desde que Odiseo
marchó a la maldita Ilión que no hay que nombrar. Allí me
acostaré; tú acuéstate en esta estancia extendiendo algo por el
suelo, o que te pongan una cama.»
Así
diciendo, subió al resplandeciente piso superior; mas no sola, que
con ella marchaban también las otras esclavas.
Y
cuando hubo subido al piso superior con las esclavas, se puso a
llorar a Odiseo, su esposo, hasta que la de ojos brillantes le
infundió sueño sobre los párpados, Atenea.
CANTO
XX
LA
ÚLTIMA CENA DE LOS PRETENDIENTES
Entonces
el divino Odiseo comenzó a acostarse en el vestíbulo; extendió la
piel no curtida de un buey y sobre ella muchas pieles de ovejas que
habían sacrificado los aqueos, y Eurínome echó sobre él un manto
cuando se hubo acostado.
Y
mientras Odiseo yacía allí desvelado, meditando males en su
interior contra los pretendientes, salieron del palacio riendo y
chanceando unas con otras las mujeres que solían acostarse con
éstos. El ánimo de Odiseo se conmovía dentro del pecho y lo
meditaba en su mente y en su corazón si se lanzaría detrás y
causaría la muerte a cada una, o si todavía las iba a dejar unirse
por última y postrera vez con los orgullosos pretendientes. Y su
corazón le ladraba dentro. Como la perra que camina alrededor de sus
tiernos cachorrillos ladra a un hombre y se lanza a luchar con él si
no lo conoce, así también le ladraba dentro el corazón indignado
por las malas acciones. Y se golpeó el pecho y reprendió a su
corazón con estas razones:
«¡Aguanta,
corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más
desvergonzado, el día en que el Cíclope de furia incontenible comía
a mis valerosos compañeros. Tú lo soportaste hasta que, cuandó
creías morir, la astucia te sacó de la cueva.»
Así
dijo increpando a su corazón y éste se mantuvo sufridor, pero él
se revolvía aquí y allá. Como cuando un hombre revuelve sobre
abundante fuego un vientre lleno de grasa y sangre, pues desea que se
ase deprisa, así se revolvía él a uno y otro lado, meditando cómo
pondría las manos sobre los desvergonzados pretendientes, siendo él
solo contra muchos. Entonces Atenea bajó del cielo y se llegó a su
lado semejante en su cuerpo a una mujer y colocándose sobre su
cabeza le dijo esta palabra:
«¿Por
qué estás desvelado todavía, desdichado, más que ningún mortal?
Esta es tu casa y tu mujer está en ella y tu hijo es como cualquiera
desearía que fuese su hijo.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Sí,
diosa, todo eso lo dices con razón, pero lo que medita mi espíritu
dentro del pecho es cómo pondría mis manos sobre los desvergonzados
pretendientes solo como estoy, mientras que ellos están siempre
dentro en grupo. También medito esto dentro del pecho, lo más
importante: si lograra matarlos por la voluntad de Zeus y de ti
misma, ¿a dónde podría refugiarme? Esto es lo que te invito a
considerar.»
Y
a su vez le dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Desdichado,
cualquiera suele seguir el consejo de un compañero peor, aunque éste
sea mortal y no conciba muchas ideas, pero yo soy una diosa, la que
constantemente te protege en tus dificultades. Te voy a hablar
claramente: aunque nos rodearan cincuenta compañías de hombres de
voz articulada, deseosos de matar por causa de Ares, incluso a éstos
podrías arrebatarles los bueyes y las pingües ovejas. Conque
procura coger el sueño; es locura mantenerse en vela y vigilar
durante toda la noche cuando ya vas a salir de tus desgracias.» ,
Así
diciendo, le vertió sueño sobre los párpados y se volvió al
Olimpo la divina entre las diosas.
Cuando
ya comenzaba a vencerlo el sueño, el que desata las preocupaciones
del espíritu y afloja los miembros, despertó su fiel esposa y
rompió a llorar sentada en el blando lecho. Y luego que se hubo
saciado de llorar la divina entre las mujeres, suplicó en primer
lugar a Artemis:
«Artemis,
diosa soberana hija de Zeus, ¡ojalá me quitaras la vida ahora mismo
arrojando a mi pecho
una
flecha, o que me arrebatara un huracán y me llevara sobre los
brumosos caminos arrojándome en la desembocadura del refluente
Océano como cuando los huracanes se llevaron a las hijas de
Pandáreo!. Los dioses aniquilaron a sus padres y ellas quedaron
huérfanas en el palacio, pero la divina Afrodita las alimentó con
queso y dulce miel y con delicioso vino; Hera les otorgó una belleza
y prudencia superior a todas las mujeres; la casta Artemis les
concedió gran estatura, y Atenea les enseñó a realizar labores
brillantes. Un día que Afrodita había subido al elevado Olimpo a
fin de pedir para ellas el cumplimiento de un floreciente matrimonio
a Zeus, que goza con el rayo (pues éste conoce todo, tanto la suerte
como el infortunio de los mortales hombres), las Harpías arrebataron
a las doncellas y se las entregaron a las odiosas Erinias para que
fueran sus criadas. ¡Así me mataran los que poseen mansiones en el
Olimpo, o me alcanzara con sus flechas Artemis, de lindas trenzas,
para hundirme en la odiosa tierra y ver a Odiseo y no tener que
satisfacer los designios de un hombre inferior a él! Que la
desgracia es soportable cuando uno pasa los días llorando,
acongojado en su corazón, si por la noche se apodera de él el sueño
(pues éste hace olvidar lo bueno y lo malo cuando cubre los
párpados), pero a mí la divinidad incluso me envía malos sueños,
pues esta noche ha vuelto a dormir a mi lado un hombre igual a como
era Odiseo cuando marchó con el ejército. Con que mi corazón se
llenó de alegría, pues no creía que era un sueño, sino realidad.»
Así
dijo, y enseguida llegó Eos, de trono de oro. Mientras aquélla
lloraba, escuchó su voz el divino Odiseo y, meditando después, se
le hacía que ella ya le había reconocido y puesto a su cabecera.
Así que recogió el manto y las pieles en que se había acostado y
las puso sobre una silla dentro del mégaron, pero la piel de buey se
la llevó afuera. Y suplicó a Zeus, levantando sus manos:
«Zeus
padre, si por vuestra voluntad me habéis traído a mi patria sobre
lo seco y lo húmedo, después de llenarme de males en exceso, que
cualquiera de los hombres que se despiertan dentro muestre un
presagio, y que fuera se muestre otro prodigio de Zeus.»
Así
dijo suplicando y le escuchó Zeus, el que ve a lo ancho. Al punto
tronó desde el resplandeciente Olimpo, desde lo alto de las nubes, y
se alegró el divino Odiseo. El presagio lo envió una molinera desde
la casa, cerca de donde el pastor de su pueblo tenía las muelas en
las que se afanaban doce mujeres en total, fabricando harina de
cebada y trigo, médula de los hombres. Las demás mujeres dormían
ya, una vez que hubieron molido su trigo pero esta, que era la más
débil, todavía no había terminado. Entonces se puso en pie y dijo
su palabra, señal para su amo:
«Zeus
padre, que reinas sobre dioses y hombres, has tronado fuertemente
desde el cielo estrellado y en ninguna parte hay nubes. Como señal,
sin duda, se lo muestras a alguien. Cúmpleme ahora también a mí,
desdichada, la palabra que voy a decirte: que los pretendientes tomen
su agradable comida hoy por última y postrera vez en el palacio de
Odiseo. Ellos son quienes con el cansado trabajo han hecho flaquear
mis rodillas mientras fabricaba harina; que cenen ahora por última
vez.»
Así
dijo, y se alegró con el presagio el divino Odiseo y con el trueno
de Zeus, pues pensaba que castigaría a los culpables.
Entonces
se congregaron las esclavas en el hermoso palacio de Odiseo y
encendían en el hogar el infatigable fuego. Telémaco se levantó
del lecho, mortal igual a un dios, después de vestir sus vestidos,
se echó a los hombros la aguda espada, ató a sus relucientes pies
hermosas sandalias y, asiendo la fuerte lanza de punta de bronce, se
puso sobre el umbral y dijo a Euriclea:
«Tata,
¿habéis honrado al huésped con lecho y comida, o yace descuidado?;
pues así es mi madre, aun siendo prudente: honra inconsideradamente
al peor de los hombres de voz articulada y, en cambio, al mejor lo
despide sin haberlo honrado.»
Y
a su vez le dijo la prudente Euriclea:
«Hijo,
no vayas ahora a culpar a la inocente, pues mientras él quiso bebió
vino y de comida aseguró que ya no le apetecía más, que ella se lo
preguntaba. Cuando, finalmente, se acordó del lecho y del sueño, tu
madre ordenó a las esclavas preparárselo, pero él no quiso dormir
en lecho y colchas, sino en el vestíbulo sobre una piel no curtida
de buey y pieles de ovejas, como alguien completamente mísero y
desventurado. Y nosotras le cubrimos con un manto.»
Así
dijo; Telémaco salió del mégaron sosteniendo la lanza a su lado
marchaban dos veloces lebreles, y echó a caminar hacia el ágora
junto a los aqueos de hermosas grebas.
Entonces
la divina entre las mujeres, Euriclea, hija de Ope Pisenórida,
comenzó a dar órdenes a las mujeres:
«Vamos,
unas barred diligentes y regad el palacio, y colocad en las labradas
sillas tapetes purpúreos; otras fregad con esponjas todas las mesas
y limpiad las cráteras y las labradas copas de doble asa; y otras
marchad por agua a la fuente y volved enseguida con ella, pues los
pretendientes no estarán mucho tiempo lejos del palacio, sino que
volverán temprano, que hoy es para todos día de fiesta».
Así
dijo, y ellas la escucharon y obedecieron. Unas veinte marcharon
hacia la fuente de aguas profundas y otras trabajaban habilidosamente
allí mismo, en la casa.
En
esto entraron los nobles sirvientes, quienes luego cortaron leña
bien y con habilidad. Las mujeres volvieron de la fuente y detrás
llegó el porquero conduciendo tres cerdos los mejores entre todos;
los dejó paciendo en el hermoso cercado y se dirigió a Odiseo con
dulces palabras:
«Forastero
¿te ven mejor los aqueos ahora, o te siguen ultrajando en el
palacio, como antes?»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ojalá,
Eumeo, castigaran ya los dioses el ultraje que éstos infieren con
insolencia ejecutando acciones inicuas en casa extraña y sin tener
ni parte de vergüenza!»
Esto
es lo que se decían uno a otro cuando se les acertó Melantio, e1
cabrero, conduciendo junto con dos pastores las cabras que
sobresalían entre todo el rebaño para festín de los pretendientes;
las ató bajo el sonoro pórtico y se dirigió a Odiseo con mordaces
palabras:
«Forastero,
¿vas a seguir importunando en el palacio pidiendo limosna a los
hombres?; ¿es que no vas a salir fuera? Creo que no nos vamos a
separar sin que pruebes mis brazos, pues tú no pides como se debe.
También hay otros convites entre los aqueos.»
Así
dijo, péro a éste no le contestó el muy astuto Odiseo, sino que
movió la cabeza en silencio, meditando males. Después de éstos
llegó tercero Filetio el caudillo de hombres, llevando una vaca no
paridera y pingues cabras para los pretendientes (los habían pasado
los barqueros, quienes también transportan a los demás hombres, a
cualquiera que les llegue): las ató bajo el sonoro pórtico e
interrogaba al porquero poniéndose a su lado:
«Porquero,
¿quién es este forastero recién llegado a nuestra casa?, ¿de qué
hombres se precia de ser?, ¿dónde están su familia y su tierra
patria? ¡Infeliz!, desde luego parece por su cuerpo un rey soberano.
En verdad los dioses abruman con desgracia a los hombres que vagan
mucho, cuando incluso a los reyes otorgan infortunio.»
Así
dijo y poniéndose a su lado le saludó con la diestra y, hablándole,
dijo aladas palabras:
«Bienvenido,
padre huésped, ¡ojalá tengas felicidad en el futuro, que lo que es
ahora estás sujeto por numerosos males! Padre Zeus, ningún otro de
los dioses es más cruel que tú; una vez que crea a los hombres no
los compadece de que caigan en el infortunio y los tristes dolores.
¡Cosa singular!, según lo vi los ojos me lloraban, pues me acordé
de Odiseo; que también aquél, creo yo, vaga entre los hombres con
tales andrajos, si es que de alguna manera vive aún y ve la luz del
sol. Porque si ya está muerto y en las mansiones de Hades... ¡ay de
mí, irreprochable Odiseo, el que me puso al frente de las vacas,
siendo niño aún en el país de los cefalenios! Ahora éstas son
innumerables; de ninguna manera le podría crecer más a un hombre la
raza de vacunos de anchas frentes. Pero otros me ordenan traerlas
para comérselas ellos y no se cuidan de su hijo en el palacio ni
temen la venganza de los dioses, pues desean ya repartirse las
posesiones del señor, largo tiempo ausente. Y mi corazón revuelve
esto dentro del pecho: es cosa mala marchar mientras vive su hijo al
pueblo de otros, emigrando con estas vacas hacia hombres de un país
extraño, pero todavía lo es más quedarme aquí guardando las vacas
para otros y soportar tristezas. Hace tiempo me habría marchado
huyendo junto a otros reyes poderosos, pues esto ya es insoportable,
pero aún espero que ese desdichado vuelva de algún sitio y haga
dispersarse a los pretendientes en el palacio.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Boyero,
puesto que no pareces cobarde ni insensato sé bien que la prudencia
te ha llegado a la mente, te diré y juraré un gran juramento: ¡sea
testigo Zeus antes que los demás dioses y la hospítalaria mesa y el
Hogar de Odiseo al que he llegado!; mientras estés tú mismo aquí
dentro, vendrá a casa Odiseo y con tus ojos podrás ver muertos, si
quieres, a los pretendientes que aquí mandan.»
Y
el boyero le dijo:
«Forastero,
¡ojalá el Cronida cumpliera de verdad esta tu palabra! Conocerías
entonces cuál es mi fuerza y qué brazos me acompañan.»
También
Eumeo suplicaba a todos los dioses que el prudente Odiseo volviera a
casa. Y esto es lo que se decían uno al otro.
Entre
tanto los pretendientes preparaban la muerte contra Telémaco. Se les
acercó por el lado izquierdo un pájaro, el águila que vuela alto,
reteniendo a una temblorosa paloma, y Anfínomo comenzó a hablar
entre ellos y dijo:
«Amigos,
no nos saldrá bien la decisión de dar muerte a Telémaco, conque
pensemos en la comida.»
Así
dijo Anfínomo y a ellos les agradó su palabra. Entraron en el
palacio del divino Odiseo, pusieron sus mantos sobre siIlas y
sillones y comenzaron a sacrificar grandes ovejas y pingües cabras,
así como gordos cerdos y una vaca del rebaño. Luego asaron las
entrañas, las repartieron, mezclaron el vino en las cráteras y el
porquero distribuía las copas; Filetio, caudiIlo de hombres, les
distribuía el pan en hermosos canastos y Melantio vertía el vino. Y
ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante.
Telémaco,
pensando astutamente, hizo sentar a Odiseo dentro del bien construido
palacio, junto al umbral de piedra, le puso una pobre silla y una
mesa pequeña y le colocaba parte de las asaduras y le vertía vino
en copa de oro. Y le dijo estas palabras:
«Siéntate
aquí con los hombres y bebe vino; yo mismo te libraré de las
injurias y de las manos de todos los pretendientes, pues esta casa no
es del pueblo, sino de Odiseo, y la adquirió para mí. En cuanto a
vosotros, pretendientes, contened vuestras manos para que nadie
suscite disputa ni altercado.»
Así
habló; todos ellos clavaron los dientes en sus labios y admiraban a
Telémaco, porque había hablado audazmente. Y entre ellos habló
Antínoo, hijo de Eupites:
«Por
más dura que sea, aceptemos, aqueos, la palabra de Telémaco quien
mucho nos ha amenazado. No lo quiso Zeus Cronida, si no ya le
habríamos parado los pies en el palacio, aunque sea sonoro
hablador.»
Así
dijo Anfínomo, pero Telémaco no hizo caso de sus palabras.
Los
heraldos iban conduciendo a través de la ciudad la sagrada hecatombe
de los dioses, mientras los melenudos aqueos se congregaban bajo el
sombrío bosque de Apolo, el que hiere de lejos. Y después que
hubieron asado la carne de las partes externas, las retiraron,
repartieron y celebraban un gran banquete. Y los que servían
pusieron junto a Odiseo una porción igual a las que había tocado en
suerte a ellos; así lo había ordenado Telémaco, el hijo del divino
Odiseo.
Y
Atenea no dejaba que los arrogantes pretendientes contuvieran del
todo los escarnios que laceran el corazón, para que el dolor se
hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo Laertíada. Había
entre los pretendientes un hombre de pensamientos impíos. Ctesipo
era su nombre y en Same habitaba su casa. Éste pretendía a la
esposa de Odiseo, largo tiempo ausente, confiado en sus muchas
posesiones. Y decía entonces a los soberbios pretendientes:
«Escuchadme,
ilustres pretendientes, lo que voy a deciros. El forastero tiene una
parte igual, como es razonable, pues no es decoroso ni justo privar
del festín a los huéspedes de Telémaco, cualquiera que llegue a
este palacio. Pero también yo voy a darle un regalo de hospitalidad
para que él mismo se lo entregue al bañero o a otro de los esclavos
que habitan el palacio del divino Odiseo.»
Así
diciendo, cogió de una bandeja una pata de buey y se la arrojó con
robusta mano. Odiseo inclinó la cabeza ligeramente, la esquivó y
sonrió en su ánimo con sonrisa sardónica. La pata dio en el bien
construido muro y Telémaco reprendió a Ctesipo con su palabra:
«Ctesipo,
lo mejor para tu vida ha sido no alcanzar al forastero, pues él ha
evitado el golpe; en caso contrario, yo te habría alcanzado de lleno
con la agúda lanza, y en vez de boda, tu padre se habría cuidado de
tu funeral. Por esto, que ninguno muestre sus insolencias en mi casa,
pues ya comprendo y sé cada cosa, las buenas y las malas. Hace poco
aún era niño y toleraba, aun viéndolo, el degüello de ovejas así
como el vino que se bebía y la comida, pues es difícil que uno solo
contenga a muchos. Conque, vamos, no me causéis ya más daños como
si fuerais enemigos, aunque si me queréis matar con el bronce, sería
mejor morir que ver continuamente estas obras inicuas: a los
huéspedes maltratados y a las esclavas indignamente forzadas en mi
hermoso palacio.»
Así
dijo y todos ellos enmudecieron en el silencio. Y más tarde dijo
Agelao Damastórida:.
«Amigos.
ninguno vaya a irritarse contestando con razones contrarias a lo
dicho con justicia. No maltratéis al forastero ni a ningún otro de
los esclavos que hay en la casa de Odiseo, aunque yo diría una
palabra dulce a Telémaco y a su madre, si ésta fuera agradable a su
corazón: mientras vuestro ánimo confiaba en que regresaría a casa
el prudente Odiseo, no os indignabais porque permanecieran los
pretendientes ni por retenerlos en la casa; incluso habría sido lo
mejor si Odiseo hubiese regresado a casa. Pero ya es evidente que no
ha de volver de ningún modo; conque, vamos, siéntate junto a tu
madre y dile que case con quien sea el mejor y le entregue más
cosas, para que tú sigas poseyendo con alegría todo lo de tu padre,
comiendo y bebiendo, y ella cuide la casa de otro.»
Y
le contestó Telémaco discretamente:
«¡No,
por Zeus, Agelao, y por las tristezas de mi padre quien puede que
haya muerto o ande errante lejos de Itaca! De ninguna manera trato de
retrasar el casamiento de mi madre; por el contrario, la exhorto a
casarse con el que quiera e incluso le doy regalos innumerables. Pero
me avergüenzo de arrojarla del palacio contra su voluntad, con
palabra forzosa. ¡No permita la divinidad que esto suceda!»
Así
dijo Telémaco, y Palas Atenea levantó una risa inextinguible entre
los pretendientes y les trastornó la razón. Reían con mandíbulás
ajenas y comían carne sanguinolenta; sus ojos se llenaban de
lágrimas y su ánimo presagiaba el llanto. Entonces les habló
Teoclímeno, semejante a un dios:
«¡Ah,
desdichados!, ¿qué mal es éste que padecéis? En noche están
envueltas vuestras cabezas y rostros y de vuestras rodillas abajo. Se
enciende el gemido y vuestras mejillas están llenas de lágrimas.
Con sangre están rociados los muros y los hermosos intercolumnios y
de fantasmas lleno el vestíbulo y lleno está el patio de los que
marchan a Erebo bajo la oscuridad. El sol ha desaparecido del cielo y
se ha extendido funesta niebla.»
Así
dijo, y todos se rieron de él dulcemente. Y Eurímaco, hijo de
Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:
«Está
loco el forastero recién llegado de tierra extraña. Vamos, jóvenes,
llevadlo rápidamente fuera de la casa; que marche al ágora, ya que
piensa que aquí es de noche.»
Y
le contestó Teoclímeno, semejante a un dios:
«Eurímaco,
no to he pedido que me des acompañamiento, que tengo ojos, oídos y
ambos pies y una razón bien construida en mi pecho, en absoluto
incongruente. Con éstos me voy afuera, pues veo claro que la
destrucción se os acerca, de la que no va a poder huir ninguno de
los pretendientes, los que en la casa de Odiseo, semejante a un dios,
insultáis a los hombres y ejecutáis acciones inicuas.»
Así
diciendo salió del palacio, agradable vivienda, y marchó a casa de
Pireo, quien lo recibió benévolo. Y los pretendientes se miraban
unos a otros e irritaban a Telémaco, burlándose de sus huéspedes.
Así decía uno de los arrogantes jóvenes:
«Telémaco,
nadie es más desafortunado con los huéspedes que tú. Tienes uno
como ese mendigo vagabundo necesitado de comida y vino, en absoluto
conocedor de hazañas ni de vigor, sino un peso muerto de la tierra,
y ese otro que se levantó a vaticinar; si me hicieras caso, lo mejor
sería que metiéramos a los forasteros en una nave de muchos bancos
y los enviáramos a Sicilia, donde te darían un precio conveniente.»
Así
dijeron los pretendientes, pero Telémaco no hacía caso de sus
palabras, sino que miraba a su padre en silencio, aguardando siempre
cuándo pondría las manos sobre los desvergonzados pretendientes.
Y
la hermosa hija de Icario, la prudence Penélope, poniendo su sillón
enfrente escuchaba las palabras de cada uno de los hombres en el
palacio. Así es como se prepararon, entre risas, un almuerzo dulce y
agradable, pues habían sacrificado en abundancia. Pero ninguna otra
cena podría ser más desgraciada como la que iban a prepararles más
tarde la diosa y el fuerte hombre, pues ellos fueron los primeros en
ejecutar acciones indignas.
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