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martes, 15 de mayo de 2018

El príncipe, de Maquiavelo capítulos 10 a 17

10 Cómo deben medirse las fuerzas de todos los principados


O el principado es bastante grande para que en él halle el príncipe, en caso necesario, con qué sostenerse por sí mismo, o es tal que, en semejante caso, se ve precisado a implorar el auxilio de los otros.
Pueden sostenerse los príncipes por sí mismos, cuando tienen suficientes hombres y dinero para formar el correspondiente ejército, con el que estén habilitados para dar batalla a cualquiera que llegara a atacarlos. Necesitan de los otros, los que no pudiendo salir a campaña contra los enemigos, se ven obligados a encerrarse dentro de sus muros y ceñirse a guardarlos.
Se ha hablado del primer caso; y le mentaremos todavía, cuando se presente la ocasión de ello.
En el segundo caso, no podemos menos de alentar a semejantes príncipes a mantener y fortificar la ciudad de su residencia sin inquietarse por lo restante del país. Cualquiera que haya fortificado bien el lugar de su mansión, y se haya portado bien con sus gobernados, como lo hemos dicho más arriba y lo diremos adelante, no será atacado nunca más que con mucha circunspección, porque los hombres miran con tibieza siempre las empresas que les presentan dificultades; y que no puede esperarse un triunfo fácil, atacando a un príncipe que tiene bien fortificada su ciudad y no está aborrecido de su pueblo.
Las ciudades de Alemania son muy libres; tienen, en sus alrededores, poco territorio que les pertenezca; obedecen al emperador cuando lo quieren; y no le temen a él ni a ningún otro potentado inmediato, a causa de que están fortificadas, y cada uno de ellos ve que le sería dificultoso y adverso el atacarlas. Todas tienen fosos, murallas, una suficiente artillería, y conservan en sus bodegas, cámaras y almacenes con qué comer, beber y hacer lumbre durante un año. Fuera de esto, a fin de tener suficientemente alimentado al populacho, sin que sea gravoso al público, tienen siempre, es común con qué darle de trabajar por espacio de un año en aquellas especies de obras que son el nervio y alma de la ciudad, y con cuyo producto se sustenta este populacho. Mantienen también en una grande consideración los ejercicios militares, y tienen sumo cuidado de que permanezcan ellos en vigor.
Así, pues, un príncipe que tiene una ciudad fuerte y no se hace aborrecer en ella, no puede ser atacado; y si lo fuera, se volvería con oprobio el que le atacara. Son tan variables las cosas terrenas, que es casi imposible que el que ataca, siendo llamado en su país por alguna vicisitud inevitable de sus Estados, permanezca rodando un año con su ejército bajo unos muros que no le es posible atacar.
Si alguno objetara que en el caso de que teniendo un pueblo sus posesiones afuera y las viera quemar perdería paciencia, y que un dilatado sitio y su interés le hacían olvidar el de su príncipe, responderé que un príncipe poderoso y valiente superará siempre estas dificultades; ya haciendo esperar a sus gobernados que el mal no será largo, ya haciéndoles temer diversas crueldades por parte del enemigo, o ya, últimamente, asegurándose con arte de aquellos súbditos que le parezcan muy osados en sus quejas.
Fuera de esto, habiendo debido naturalmente el enemigo, desde su llegada, quemar y asolar el país, cuando estaban los sitiados en el primer ardor de la defensa, el príncipe debe tener tanto menos desconfianza después, cuanto a continuación de haberse pasado algunos días se han enfriado los ánimos, los daños están ya hechos, los males sufridos y sin que les quede remedio ninguno. Los ciudadanos entonces llegan tanto mejor a unirse a él, cuanto les parece que ha contraído una nueva obligación con ellos, con motivo de haberse arruinado sus posesiones y casas en defensa suya. La naturaleza de los hombres es de obligarse unos a otros, así tanto con los beneficios que ellos acuerdan como con los que reciben. De ello es preciso concluir que, considerándolo todo bien, no le es difícil a un príncipe, que es prudente, el tener al principio y en lo sucesivo durante todo el tiempo de un sitio, inclinados a su persona los ánimos de sus conciudadanos, cuando no les falta con qué vivir ni con qué defenderse.


11 De los principados eclesiásticos


No nos resta hablar ahora más que de los principados eclesiásticos, sobre los que no hay dificultad ninguna más que para adquirir la posesión suya; porque hay necesidad, a este efecto, de valor o de una buena fortuna. No hay necesidad de uno ni otro para conservarlos; se sostiene uno en ellos por medio de instituciones, que fundadas antiguamente, son tan poderosas y tienen tales propiedades, que ellas conservan al príncipe en su Estado de cualquier modo que él proceda y se conduzca.
Únicamente estos príncipes tienen Estados sin estar obligados a defenderlos, y súbditos sin experimentar la molestia de gobernarlos. Estos Estados, aunque indefensos, no les son quitados; y estos súbditos, aunque sin gobierno como ellos están, no tienen zozobra ninguna de esto; no piensan en mudar de príncipe, y ni aun pueden hacerlo. Son, pues, estos Estados los únicos que prosperan y están seguros.
Pero como son gobernados por causas superiores a que la razón humana no alcanza, los pasaré en silencio; sería menester ser bien presuntuoso y temerario para discurrir sobre unas soberanías erigidas y conservadas por Dios mismo.
Alguno, sin embargo, me preguntará de qué proviene que la Iglesia Romana se elevó a una tan superior grandeza en las cosas temporales, de tal modo que la dominación pontificia de la que, antes del Papa Alejandro VI los potentados italianos, y no solamente los que se llaman potentados, sino también cada barón, cada señor, por más pequeños que fuesen, hacían corto aprecio en las cosas temporales, hace temblar ahora a un Rey de Francia, aun pudo echarle de Italia, y arruinar a los venecianos. Aunque estos hechos son conocidos, no tengo por cosa en balde el representarlos en parte.
Antes que el Rey de Francia, Carlos VIII, viniera a Italia, esta provincia estaba distribuida bajo el imperio del Papa, Venecianos, rey de Nápoles, duque de Milán y Florentinos. Estos potentados debían tener dos cuidados principales: el uno que ningún extranjero trajera ejércitos a Italia, y el otro que no se engrandeciera ninguno de ellos. Aquellos contra quienes más les importaba tomar estas precauciones, eran el Papa y los venecianos. Para contener a los venecianos era necesaria la unión de todos los otros, como se había visto en la defensa de Ferrara; y para contener al Papa se valían estos potentados de los barones de Roma, que, hallándose divididos en dos facciones, las de los Urbinos y Colonias, tenían siempre, con motivo de sus continuas discusiones, desenvainada la espada unos contra otros, a la vista misma del Pontífice, al que inquietaban incesantemente. De ello resultaba que la potestad temporal del pontificado permanecía siempre débil y vacilante.
Aunque a veces sobrevenía un Papa de vigoroso genio como Sixto IV, la fortuna o su ciencia no podían desembarazarle de este obstáculo, a causa de la brevedad de su pontificado. En el espacio de diez años, que, uno con otro, reinaba cada Papa, no les era posible, por más molestias que se tomaran, el abatir una de estas facciones. Si uno de ellos, por ejemplo, conseguía extinguir casi la de los Colonnas, otro Papa, que se hallaba enemigo de los Ursinos, hacía resucitar a los Colonnas. No le quedaba ya suficiente tiempo para aniquilarlos después; y con ello acaecía que hacían poco caso de las fuerzas temporales del Papa en Italia.
Pero se presentó Alejandro VI, quien, mejor que todos sus predecesores, mostró cuánto puede triunfar un Papa, con su dinero y fuerzas, de todos los demás príncipes. Tomando a su duque de Valentinois por instrumento, y aprovechándose de la ocasión del paso de los franceses, ejecutó cuantas cosas llevo referidas ya al hablar sobre las acciones de este duque. Aunque su intención no había sido aumentar los dominios de la Iglesia, sino únicamente proporcionar otros grandísimos al duque, sin embargo, lo que hizo por él, ocasionó el engrandecimiento de esta potestad temporal de la Iglesia, supuesto que a la extinción del duque heredó ella el fruto de sus guerras. Cuando el papa Julio vino después, la halló muy poderosa, pues ella poseía toda la Romaña; y todos los barones de Roma estaban sin fuerza, supuesto que Alejandro, con los diferentes modos de hacer derrotar sus facciones, las había destruido. Halló también el camino abierto para algunos medios de atesorar, que Alejandro no había puesto en práctica nunca. Julio no solamente siguió el curso observado por éste, sino que también formó el designio de conquistar Bolonia, reducir a los venecianos, arrojar de Italia a los franceses. Todas estas empresas le salieron bien, y con tanta más gloria para él mismo, cuanto ellas llevaban la mira de acrecentar el patrimonio de la Iglesia y no el de ningún particular. Además de esto, mantuvo las facciones de los Urbinos y Colonnas en los mismos términos en que las halló; y aunque había entre ellas algunos jefes capaces de turbar el Estado, permanecieron sumisos, porque los tenía espantados la grandeza de la Iglesia, y no había cardenales que fueran de su familia: lo cual era causa de sus disensiones. Estas facciones no estarán jamás sosegadas mientras que ellas tengan algunos cardenales, porque éstos mantienen, en Roma y por afuera, unos partidos que los barones están obligados a defender; y así es como las discordias y guerras entre los barones, dimanan de la ambición de estos prelados.
Sucediendo Su Santidad el papa León X a Julio, halló, pues, el pontificado elevado a un altísimo grado de dominación; y hay fundamentos para esperar que, si Alejandro y Julio le engrandecieron con las armas, este pontífice le engrandecerá más todavía, haciéndole venerar con su bondad y demás infinitas virtudes que sobresalen en su persona.



12 Cuántas especies de tropas hay; y de los soldados mercenarios


Después de haber hablado en particular de todas las especies de principados sobre las que al principio me había propuesto discurrir considerado, bajo algunos aspectos, las causas de su buena o mala constitución; y mostrando los medios con que muchos príncipes trataron de adquirirlos y conservarlos, me resta ahora discurrir, de un modo general, sobre los ataques y defensas que pueden ocurrir en cada uno de los Estados de que llevo hecha mención.
Los principales fundamentos de que son capaces todos los Estados, ya nuevos, ya antiguos, ya mixtos, son las buenas leyes y armas; y porque las leyes no pueden ser malas en donde son buenas las armas, hablaré de las armas echando a un lado las leyes.
Pero las armas con que un príncipe defiende su Estado son o las suyas propias o armas mercenarias, o auxiliares, o armas mixtas.
Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas. Si un príncipe apoya su Estado con tropas mercenarias, no estará firme ni seguro nunca, porque ellas carecen de unión, son ambiciosas, indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de los amigos, y cobardes contra los enemigos, y que no temen temor de Dios, ni buena fe con los hombres. Si uno, con semejantes tropas, no queda vencido, es únicamente cuando no hay todavía ataque. En tiempo de paz te pillan ellas; y en el de guerra dejan que te despojen los enemigos.
La causa de esto es que ellas no tienen más amor, ni motivo que te las apegue que el de su sueldecillo; y este sueldecillo no puede hacer que estén resueltas a morir por ti. Tienen ellas a bien ser soldados tuyos, mientras que no hacen la guerra; pero si ésta sobreviene huyen ellas y quieren retirarse.
No me costaría sumo trabajo el persuadir lo que acabo de decir, supuesto que la ruina de la Italia, en este tiempo (en el siglo XVI), no proviene sino de que ella, por espacio de muchos años, descuidó en las armas mercenarias, que lograron ciertamente, es verdad, algunos triunfos en provecho de tal o cual príncipe y se manifestaron animosas contra varias tropas del país; pero a la llegada del extranjero mostraron lo que realmente eran ellas. Por esto Carlos VIII, rey de Francia, tuvo la facilidad de tomar la Italia con greda; y el que decía que nuestros pecados eran la causa de ello, decía la verdad; pero no eran los que él creía, sino los que tengo mencionados ya. Y como e s t o s pecados eran los de los príncipes, llevaron ellos mismos también su castigo.
Quiero demostrar todavía mejor la desgracia que el uso de esta especie de tropas acarrea. O los capitanes mercenarios son hombres excelentes o no lo son. Si no lo son, no puedes fiarte en ellos, porque aspiran siempre a elevarse ellos mismos a la grandeza, sea oprimiéndote, a ti que eres dueño suyo, sea oprimiendo a los otros contra tus intenciones, y si el capitán no es un hombre de valor, causa comúnmente tu ruina.
Si alguno replica diciendo que cuanto capitán tenga tropas a su disposición, sea o no mercenario, obrará del mismo modo, responderé mostrando cómo estas tropas mercenarias deben emplearse por un príncipe o república.
El príncipe debe ir en persona a su frente y hacer por sí mismo el oficio de capitán. La república debe enviar a uno de sus ciudadanos para mandarlas; y si después de sus primeros principios no se muestra muy capaz de ello, debe sustituirle con otro. Si, por el contrario se muestra muy capaz, conviene que le contenga, por medio de sabias leyes para impedirle pasar del punto que ella ha fijado.
La experiencia nos enseña que únicamente los príncipes que tienen ejércitos propios y las repúblicas que gozan del mismo beneficio hacen grandes progresos, mientras que las repúblicas y príncipes que se apoyan sobre ejércitos mercenarios no experimentan más que reveses.
Por otra parte, una república cae menos fácilmente bajo el yugo del ciudadano que manda, y que desea esclavizarla, cuando está armada con sus propias armas que cuando no tiene más que ejércitos extranjeros. Roma y Esparta se conservaron libres con sus propias armas por espacio de muchos siglos, y los suizos, que están armados del mismo modo, se mantienen también sumamente libres.
Por lo que mira a los inconvenientes de los ejércitos mercenarios de la antigüedad, tenemos el ejemplo de los cartagineses, que acabaron siendo sojuzgados por sus soldados mercenarios después de la primera guerra contra los romanos, aunque los capitanes de estos soldados eran cartagineses. Habiendo sido nombrado Filipo de Macedonia por capitán de los tebanos después de muerto Epaminondas, los hizo vencedores, es verdad; pero a continuación de la victoria, los esclavizó. Constituidos los milaneses en república después de la muerte del duque Felipe María Visconti, emplearon como mantenidos a su sueldo a Francisco Sforza y tropa suya contra los venecianos; y este capitán, después de haber vencido a los venecianos en Caravaggio, se unió con ellos para sojuzgar a los milaneses que, sin embargo, eran sus amos. Cuando Sforza, su padre, que estaba con sus tropas al sueldo de la reina de Nápoles, la abandonó de repente, quedó ella tan bien desarmada que para no perder su reino se vio precisada a echarse en los brazos del rey de Aragón.
Si los venecianos y florentinos extendieron su dominación con esta especie de armas durante los últimos años, y si los capitanes de estas armas no se hicieron príncipes de Venecia; si, finalmente, estos pueblos se defendieron bien con ellas, los florentinos, que tuvieron particularmente esta dicha, deben dar gracias a la suerte por la cual sola ellos fueron singularmente favorecidos. Entre aquellos valerosos capitanes, que podían ser temibles, algunos, sin embargo, no tuvieron la dicha de haber ganado victorias; otros encontraron insuperables obstáculos, y, finalmente, hay varios que dirigieron su ambición hacia otra parte. Del número de los primeros fue Juan Acat, sobre cuya fidelidad no podemos formar juicio, supuesto que él no fue vencedor; pero se convendrá en que si lo hubiera sido, quedaban a su discreción los florentinos. Si Santiago Sforza no invadió los Estados que le tenían a su sueldo, nace de que tuvo siempre contra sí a los Braceschis, que le contenían, al mismo tiempo que él los contenía. Últimamente, si Francisco Sforza dirigió eficazmente su ambición hacia la Lombardía fue porque Bracio dirigía la suya hacia los Estados de la Iglesia y el reino de Nápoles. Pero volvamos a algunos hechos más cercanos a nosotros.
Tomemos la época en que los florentinos habían elegido por capitán suyo a Paulo Viteli, habilísimo sujeto y que había adquirido una grande reputación, aunque nacido en una condición vulgar. ¿Quién negará que si él se hubiera apoderado de Pisa, sus soldados, por más florentinos que ellos eran, hubieran tenido por conveniente el quedarse con él? Si él hubiera pasado al sueldo del enemigo, no era ya posible remediar cosa ninguna; y supuesto que le habían conservado por capitán, era cosa natural que le obedeciesen sus tropas.
Si se consideran los adelantamientos que los venecianos hicieron, se verá que ellos obraron segura y gloriosamente mientras que hicieron ellos mismos la guerra. Lo cual se verificó mientras que no tentaron nada contra la tierra firme, y que su nobleza peleó valerosamente con el pueblo bajo armado. Pero cuando se pusieron a hacer la guerra por tierra, abandonándolos entonces su valor abrazaron los estilos de la Italia y se sirvieron de legiones mercenarias. No tuvieron que desconfiarse mucho de ellas en el principio de sus adquisiciones, porque no poseían, entonces, en tierra firme, un país considerable, y gozaban todavía de una respetable reputación. Pero luego que se hubieron engrandecido, bajo el mando del capitán Carmagnola, echaron de ver bien pronto la falta en que ellos habían incurrido. Viendo a este hombre, tan hábil como valeroso, dejarse derrotar, sin embargo, al obrar por ellos contra el duque de Milán, su soberano natural, y sabiendo, además, que en esta guerra se conducía fríamente, comprendieron que no podían vencer ya con él. Pero como hubieran corrido peligro de perder lo que habían adquirido si hubieran licenciado a este capitán, que se hubiera pasado al servicio del enemigo, y como también la prudencia no les permitía dejarle en su puesto, se vieron obligados, para conservar sus adquisiciones, a hacerle perecer.
Tuvieron después por capitán a Bartolomé Colleoni de Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y otros semejantes, con los que debían menos esperar ganar que temer perder; como sucedió en Vaila, donde en una sola batalla fueron despojados de lo que no habían adquirido más que con ochocientos años de enormes fatigas.
Concluyamos de todo esto que con legiones mercenarias las conquistas son lentas, tardías, débiles, y las pérdidas repentinas e inmensas.
Supuesto que estos ejemplos me han conducido a hablar de la Italia, en que se sirven de semejantes armas muchos años hace, quiero volver a tomar de más arriba lo que le es relativo, a fin de que habiendo dado a conocer su origen y progresos pueda reformarse mejor el uso suyo. Es menester traer a la memoria, desde luego, cómo en los siglos pasados, luego que el emperador de Alemania hubo comenzado a ser echado de la Italia y el Papa a adquirir en ella una grande dominación temporal, se vio dividida aquélla en muchos Estados. En las ciudades más considerables se armó el pueblo contra los nobles, quienes, favorecidos al principio por el emperador, tenían oprimidos a los restantes ciudadanos; y el Papa auxiliaba estas rebeliones populares para adquirir valimiento en las cosas terrenas. En otras muchas ciudades, diversos ciudadanos se hicieron príncipes de ellas. Habiendo caído con ello la Italia casi toda bajo el poder de los papas, si se exceptúan algunas repúblicas, y no estando habituados estos pontífices ni sus cardenales a la profesión de las armas, se echaron a tomar a su sueldo tropas extranjeras. El primer capitán que puso en crédito a estas tropas, fue el romañol Alberico de Como, en cuya escuela se formaron, entre otros varios, aquel Bracio y aquel Sforza, que fueron después los árbitros de la Italia; tras ellos vinieron todos aquellos otros capitanes mercenarios que, hasta nuestros días, mandaron los ejércitos de nuestra vasta península. El resultado de su valor es que este hermoso país, a pesar de ellos, pudo recorrerse libremente por Carlos VIII, tomarse por Luis XII, sojuzgarse por Fernando e insultarse por los suizos.
El método que estos capitanes seguían consistía primeramente en privar de toda consideración a la infantería, a fin de proporcionarse la mayor a sí mismos; y obraban así porque, no poseyendo Estado ninguno, no podían tener más que pocos infantes, ni alimentar a muchos, y que, por consiguiente, la infantería no podía adquirirles un gran renombre. Preferían la caballería, cuya cantidad proporcionaban a los recursos del país que había de alimentarla, y en el que era tanto más honrada cuanto más fácil era su mantenimiento. Las cosas habían llegado al punto que, en un ejército de veinte mil hombres, no se contaban dos mil infantes.
Habían tomado, además, todos los medios posibles para desterrar de sus soldados y de sí mismos la fatiga y el miedo, introduciendo el uso de no matar en las refriegas, sino de hacer en ellas prisioneros, sin degollarlos. De noche los de las tiendas no iban a acampar en las tierras, y los de las tierras no volvían a las tiendas; no hacían fosos ni empalizadas alrededor de su campo ni se acampaban durante el invierno. Todas estas cosas permitidas en su disciplina militar se habían imaginado por ellos, como lo hemos dicho, para ahorrarles algunas fatigas y peligros. Pero con estas precauciones condujeron la Italia a la esclavitud y envilecimiento.




13 De los soldados auxiliares, mixtos y propios


Las armas auxiliares que he contado entre las inútiles, son las que otro príncipe os presta para socorreros y defenderos. Así, en estos últimos tiempos, habiendo hecho el papa Julio una desacertada prueba de las tropas mercenarias en el ataque de Ferrara, convino con Fernando, rey de España, que éste iría a incorporársele con sus tropas. Estas armas pueden ser útiles y buenas en sí mismas; pero son infaustas siempre para el que las llama; porque si pierdes la batalla, quedas derrotado, y si la ganas te haces prisionero suyo en algún modo.
Aunque las antiguas historias están llenas de ejemplos que prueban esta verdad, quiero detenerme en el de Julio II, que está todavía muy reciente. Si el partido que él abrazó de ponerse todo entero en las manos de un extranjero para conquistar Ferrara, no le fue funesto, es que su buena fortuna engendró una tercera causa, que le preservó contra los efectos de esta mala determinación. Habiendo sido derrotados sus auxiliares en Rávena, los suizos que sobrevivieron, contra su esperanza y la de todos los demás, echaron a los franceses que habían ganado la victoria. No quedó hecho prisionero de sus enemigos, por la única razón de que ellos iban huyendo; ni de sus auxiliares, a causa de que él había vencido realmente, pero con armas diferentes de las de ellos.
Hallándose los florentinos sin ejército totalmente, llamaron a diez mil franceses para ayudarlos a apoderarse de Pisa; y esta disposición les hizo correr más peligros que no habían encontrado nunca en ninguna empresa marcial.
Queriendo oponerse el emperador de Constantinopla a sus vecinos, envió a la Grecia diez mil turcos, los que, acabada la guerra, no quisieron ya salir de ella; y fue el principio de la sujeción de los griegos al yugo de los infieles.
Únicamente el que no quiere estar habilitado para vencer es capaz de valerse de semejantes armas, que miro como mucho más peligrosas que las mercenarias. Cuando son vencidas, no quedan por ello todas menos unidas y dispuestas a obedecer a otros que a ti, en vez de que las mercenarias, después de la victoria, tienen necesidad de una ocasión más favorable para atacarle, porque no forman todas un mismo cuerpo. Por otra parte, hallándose reunidas y pagadas por ti, el tercero a quien has conferido el mando suyo no puede tan pronto adquirir bastante autoridad sobre ellas para disponerlas inmediatamente a atacarte. Si la cobardía es lo que debe temerse más en las tropas mercenarias, lo más temible en las auxiliares es la valentía.
Un príncipe sabio evitó siempre valerse de unas y otras; y recurrió a sus propias armas, prefiriendo perder con ellas a vencer con las ajenas. No miró jamás como una victoria real lo que se gana con las armas de los otros. No titubearé nunca en citar, sobre esta materia, a César Borgia y conducta suya en semejante caso. Entró este duque con armas auxiliares en la Romaña, conduciendo a ella las tropas francesas con que tomó Imola y Forli; pero no pareciéndole bien pronto seguras semejantes armas, y juzgando que había menos riesgo en servirse de las mercenarias, tomó a su sueldo las de los Ursinos y Vitelis. Hallando después que éstos obraban de un modo sospechoso, infiel y peligroso, se deshizo de ellas, recurrió a unas armas que fuesen suyas propias.
Podemos juzgar fácilmente de la diferencia que hubo entre la reputación del duque César Borgia, sostenido por los Ursinos y Vitelis, y la que él se granjeó luego que se hubo quedado con sus propios soldados, no apoyándose más que sobre sí mismo. Se hallará ésta muy superior a la precedente. No fue bien apreciado bajo el afecto militar, más que cuando se vio que él era enteramente poseedor de las armas que empleaba.
Aunque no he querido desviarme de los ejemplos italianos tomados en una era inmediata a la nuestra, no olvidaré por ello a Hierón de Siracusa, del que tengo yo hecha mención anteriormente. Desde que fue elegido por los siracusanos para jefe de su ejército, como lo he dicho, conoció al punto que no era útil la tropa mercenaria, porque sus jefes eran lo que fueron en lo sucesivo los capitanes de Italia. Creyendo que él no podía conservarlos, ni retirarlos, tomó la resolución de destrozarlos; hizo después la guerra con sus propias armas y nunca ya con las ajenas.
Quiero traer a la memoria todavía un hecho del Antiguo Testamento que tiene relación con mi materia. Ofreciendo David a Saúl ir a pelear contra el filisteo Goliat, Saúl, para darle alientos, le revistió con su armadura real; pero David, después de habérsela puesto, la desechó diciendo que cargado así no podía servirse libremente de sus propias fuerzas y que gustaba más de acometer con honda y cuchillo al enemigo. En suma, si tomas las armaduras ajenas, o ellas se te caen de los hombros, o te pesan mucho, o te aprietan y embarazan.
Carlos VII, padre de Luis XI, habiendo librado con su valor y fortuna la Francia de la presencia de los ingleses, conoció la necesidad de tener armas que fuesen suyas y quiso que hubiera caballería e infantería en su reino. El rey Luis XI, su hijo, suprimió la infantería y tomó a su sueldo suizos. Imitada esta falta por sus sucesores, es ahora, como lo vemos (en el año de ), la causa de los peligros en que se halla el reino. Dando alguna reputación a los suizos desalentó su propio ejército, y suprimiendo enteramente la infantería hizo dependiente de las armas ajenas su propia caballería, que acostumbrada a pelear con el socorro de los suizos cree no poder ya vencer sin ellos. Resulta de ello que los franceses no bastaron para pelear contra los suizos, y que sin ellos no intentan nada contra los otros.
Los ejércitos de la Francia se compusieron, pues, en parte, de sus propias armas, y en parte de las mercenarias. Reunidas las unas y otras valen más que si no hubiera más que mercenarias o auxiliares; pero un ejército así formado es inferior con mucho a lo que él sería si se compusiera de armas francesas únicamente. Este ejemplo basta, porque el reino de Francia sería invencible si se hubiera acrecentado o conservado solamente la institución militar de Carlos VII. Pero a menudo una cierta cosa, que los hombres de una mediana prudencia establecen con motivo de algún bien que ella promete, esconde en sí misma un funestísimo veneno, como lo dije antes hablando de las fiebres tísicas. Así, pues, el que estando al frente de un principado no descubre el mal en su raíz, ni le conoce hasta que él se manifiesta, no es verdaderamente sabio. Pero está acordada a pocos príncipes esta perspicacia.
Si se quiere subir al origen de la ruina del imperio romano se descubrirá que ella trae su fecha de la época en que él se puso a tomar godos a sueldo, porque desde entonces comenzaron a enervarse sus fuerzas; y cuanto vigor se le hacía perder se convertía en provecho de ellos.
Concluyo que ningún principado puede estar seguro cuando no tiene armas que le pertenezcan en propiedad. Hay más: depende él enteramente de la suerte, porque carece del valor que sería necesario para defenderle en la adversidad. La opinión y máxima de los políticos sabios fue siempre que ninguna cosa es tan débil, tan vacilante, como la reputación de una potencia que no está fundada sobre sus propias fuerzas.
Las propias son las que se componen de los soldados, ciudadanos o hechuras del príncipe: todas las demás son mercenarias o auxiliares. El modo para formarse armas propias, será fácil de hallar si se examinan las instituciones de que hablé antes, y si se considera cómo Filipo, padre de Alejandro, igualmente que muchas repúblicas y príncipes se formaron ejércitos y los ordenaron. Remito enteramente a sus constituciones para este objeto.



14 De las obligaciones del príncipe en lo concerniente al arte de la guerra


Un príncipe no debe tener otro objeto, otro pensamiento, ni cultivar otro arte más que la guerra, el orden y disciplina de los ejércitos, porque es el único que se espera ver ejercido por el que manda. Este arte es de una tan grande utilidad que él no solamente mantiene en el trono a los que nacieron príncipes, sino que también hace subir con frecuencia a la clase de príncipe a algunos hombres de una condición privada. Por una razón contraria, sucedió que varios príncipes, que se ocupaban más en las delicias de la vida que en las cosas militares, perdieron sus Estados. La primera causa que te haría perder el tuyo sería abandonar el arte de la guerra, como la causa que hace adquirir un principado al que no le tenía, es sobresalir en este arte. Mostrose superior en ello Francisco Sforza por el solo hecho de que, no siendo más que un simple particular, llegó a ser duque de Milán; y sus hijos, por haber evitado las fatigas e incomodidades de la profesión de las armas, de duques que ellos eran pasaron a ser simples particulares con esta diferencia.
Entre las demás raíces del mal que te acaecerá, si por ti mismo no ejerces el oficio de las armas, debes contar el menosprecio que habrán concebido para con tu persona, lo que es una de aquellas infamias de que el príncipe debe preservarse, como se dirá más adelante al hablar de aquellas a las que se propasa él con utilidad. Entre el que es guerrero y el que no lo es no hay ninguna proporción. La razón nos dice que el sujeto que se halla armado no obedece con gusto a cualquiera que sea desarmado; y que el amo que está desarmado no puede vivir seguro entre sirvientes armados. Con el desdén que está en el corazón del uno y la sospecha que el ánimo del otro abriga, no es posible que ellos hagan juntos buenas operaciones.
Además de las otras calamidades que se atrae un príncipe que no entiende nada de guerra, hay la de no poder ser estimado de sus soldados, ni fiarse de ellos. El príncipe no debe cesar, pues, jamás, de pensar en el ejercicio de las armas, y en los tiempos de paz, debe darse a ellas todavía más que en los de guerra. Puede hacerlo de dos modos: el uno con acciones, y el otro con pensamientos.
En cuanto a sus acciones, debe no solamente tener bien ordenadas y ejercitadas sus tropas, sino también ir con frecuencia a caza, con la que, por una parte, acostumbra su cuerpo a la fatiga, y por otra, aprende a conocer la calidad de los sitios, el declive de las montañas, la entrada de los valles, la situación de las llanuras, la naturaleza de los ríos, la de las lagunas. Es un estudio en el que debe poner la mayor atención.
Estos conocimientos le son útiles de dos modos. En primer lugar, dándole a conocer bien su país le ponen en proporción de defenderle mejor; y, además, cuando él ha conocido y frecuentado bien los sitios, comprende fácilmente, por analogía, lo que debe ser otro país que él no tiene a la vista, y en el que no tenga operaciones militares que combinar. Las colinas, valles, llanuras, ríos y lagunas que hay en la Toscana, tienen con los de los otros países una cierta semejanza que hace que, por medio del conocimiento de una provincia, se pueden conocer fácilmente las otras.
El príncipe que carece de esta ciencia práctica no posee el primero de los talentos necesarios a un capitán, porque ella enseña a hallar al enemigo, a tomar alojamiento, a conducir los ejércitos, a dirigir las batallas, a talar un territorio con acierto. Entre las alabanzas que los escritores dieron a Filopémenes, rey de los acayos, es la de no haber pensado nunca, aun en tiempo de paz, más que en los diversos modos de hacer la guerra. Cuando él se paseaba con sus amigos por el campo, se paraba con frecuencia, y discurría con ellos sobre este objeto, diciendo: «Si los enemigos estuvieran en aquella colina inmediata, y nos halláramos aquí con nuestro ejército, ¿cuál de ellos o nosotros tendría la superioridad? ¿Cómo se podría ir seguramente contra ellos, observando las reglas de la táctica? ¿Cómo convendría darles el alcance, si se retiraran?». Les proponía, andando, todos los casos en que puede hallarse un ejército, oía sus pareceres, decía el suyo y lo corroboraba con buenas razones; de modo que teniendo continuamente ocupado su ánimo en lo que concierne al arte de la guerra, nunca conduciendo sus ejércitos, habría sido sorprendido por un accidente para el que él no hubiera preparado el conducente remedio.
El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer las historias; y, al contemplar las acciones de los varones insignes, debe notar particularmente cómo se condujeron ellos en las guerras, examinar las causas de sus victorias, a fin de conseguirlas él mismo; y las de sus pérdidas, a fin de no experimentarlas. Debe, sobre todo, como hicieron ellos, escogerse, entre los antiguos héroes cuya gloria se celebró más, un modelo cuyas acciones y proezas estén presentes siempre en su ánimo. Así como Alejandro Magno imitaba a Aquiles, César seguía a Alejandro, y Scipión caminaba tras las huellas de Ciro. Cualquiera que lea la vida de este último, escrita por Xenofonte, reconocerá después en la de Scipión, cuánta gloria le resultó a éste de haberse propuesto a Ciro por modelo y cuán semejante se hizo a él, por otra parte, con su continencia, afabilidad, humanidad y liberalidad, según lo que Xenofonte nos refirió de su vida.
Estas son las reglas que un príncipe sabio debe observar. Tan lejos de permanecer ocioso en tiempo de paz, fórmese entonces un copioso caudal de recursos que puedan serle de provecho en la adversidad, a fin de que si la fortuna se le vuelve contraria, le halle dispuesto a resistirse a ella.



15  De las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o censurados


Nos resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados y amigos. Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo mismo después de ellos, no incurriré en el cargo de presunción, supuesto que no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin escribir una cosa útil para quien la comprende, he tenido por más conducente seguir la verdad real de la materia que los desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella; porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron ni existieron nunca. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y saber cómo deberían vivir ellos, que el que, para gobernarlos, abandona el estudio de lo que se hace, para estudiar lo que sería más conveniente hacerse aprende más bien lo que debe obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella; supuesto que un príncipe que en todo quiere hacer profesión de ser bueno, cuando en el hecho está rodeado de gentes que no lo son, no puede menos de caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un príncipe que desea mantenerse, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad, según que las circunstancias lo exijan.
Dejando, pues, a un lado las cosas imaginarias de las que son verdaderas, digo que cuantos hombres hacen hablar de sí, y especialmente los príncipes, porque están colocados en mayor altura que los demás, se distinguen con alguna de aquellas prendas patentes, de las que más atraen la censura y otras la alabanza. El uno es mirado como liberal, el otro como miserable en lo que me sirve de una expresión toscana en vez de emplear la palabra avaro; porque en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, y llamamos miserable a aquel únicamente que se abstiene de hacer uso de lo que él posee. Y para continuar mi enumeración añado: éste pasa por dar con gusto, aquel por ser rapaz; el uno se reputa como cruel, el otro tiene la fama de ser compasivo; éste pasa por carecer de fe, aquél por ser fiel en sus promesas; el uno por afeminado y pusilánime, el otro por valeroso y feroz; tal por humano, cuál por soberbio; uno por lascivo, otro por casto; éste por franco, aquél por artificioso; el uno por duro, el otro por dulce y flexible; éste por grave, aquél por ligero; uno por religioso, otro por incrédulo, etc.
No habría cosa más loable que un príncipe que estuviera dotado de cuantas buenas prendas he entremezclado con las malas que les son opuestas; cada uno convendrá en ello, lo sé. Pero como uno no puede tenerlas todas, y ni aun ponerlas perfectamente en práctica, porque la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le harían perder su principado; y aun para preservarse, si lo puede, de los que no se lo harían perder. Si, no obstante esto, no se abstuviera de los últimos, estaría obligado a menos reserva abandonándose a ellos. Pero no tema incurrir en la infamia ajena a ciertos vicios si no puede fácilmente sin ellos conservar su Estado; porque si se pesa bien todo, hay una cierta cosa que parecerá ser una virtud, por ejemplo, la bondad, clemencia, y que si la observas, formará tu ruina, mientras que otra cierta cosa que parecerá un vicio formará tu seguridad y bienestar si la practicas.



16 De la liberalidad y avaricia


Comenzando por la primera de estas prendas, diré cuán útil sería el ser liberal; sin embargo, la liberalidad que te impidiera que te temieran, te sería perjudicial. Si la ejerces prudentemente como ella debe serlo, de modo que no lo sepan, no incurrirás por esto en la infamia del vicio contrario. Pero como el que quiere conservarse entre los hombres la reputación de ser liberal no puede abstenerse de parecer suntuoso, sucederá siempre que un príncipe que quiere tener la gloria de ello consumirá todas sus riquezas en prodigalidades; y al cabo, si quiere continuar pasando por liberal, estará obligado a gravar extraordinariamente a sus gobernados, a ser extremadamente fiscal y hacer cuanto es imaginable para tener dinero. Pues bien, esta conducta comenzará a hacerle odioso a sus gobernados; y empobreciéndose así más y más, perderá la estimación de cada uno de ellos, de tal modo, que después de haber perjudicado a muchas personas para ejercer esta prodigalidad que no ha favorecido más que a un cortísimo número de éstas sentirá vivamente la primera necesidad, y peligrará al menor riesgo. Si reconociendo entonces su falta, quiere mudar de conducta, se atraerá repentinamente la infamia ajena a la avaricia.
No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio, ejercer la virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia, porque con el tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando vean que por medio de su parsimonia le bastan sus rentas para defenderse de cualquiera que le declaró la guerra y para hacer empresas sin gravar a sus pueblos; por este medio ejerce la liberalidad con todos aquellos a quienes no toma nada, y cuyo número es infinito mientras que no es avaro más que con aquellos hombres a quienes no da, y cuyo número es poco crecido.
¿No hemos visto en estos tiempos que solamente los que pasaban por avaros hicieron grandes cosas y que los pródigos quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse servido de la reputación de hombre liberal para llegar al pontificado, no pensó ya después en conservar este renombre cuando quiso habilitarse para pelear contra el rey de Francia. Sostuvo muchas guerras sin imponer un tributo extraordinario, y su larga parsimonia le suministró cuanto era necesario para los gastos superfluos. El actual rey de España (Fernando, rey de Castilla y Aragón), si hubiera sido liberal, no hubiera hecho tan famosas empresas, ni vencido en tantas ocasiones.
Así, pues, un príncipe que no quiere verse obligado a despojar a sus gobernados y quiere tener siempre con qué defenderse, no ser pobre y miserable, ni verse precisado a ser rapaz, debe temer poco el incurrir en la fama de avaro, supuesto que la avaricia es uno de aquellos vicios que aseguran su reinado. Si alguno me objetara que César consiguió el imperio con su liberalidad, y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por liberales, respondería yo: o estás en camino de adquirir un principado, o te lo has adquirido ya; en el primer caso, es menester que pases por liberal, y en el segundo, te será perniciosa la liberalidad. César era uno de los que querían conseguir el principado de Roma; pero si hubiera vivido él algún tiempo después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios, hubiera destruido su imperio.
¿Me replicarán que hubo muchos príncipes que, con sus ejércitos, hicieron grandes cosas y, sin embargo, tenían la fama de ser muy liberales?. Responderé: o el príncipe en sus larguezas expende sus propios bienes y los de sus súbditos o expende el bien ajeno. En el primer caso debe ser económico; y en el segundo, no debe omitir ninguna especie de liberalidad. El príncipe que con sus ejércitos va a llenarse de botín, saqueos, carnicerías, y disponer de los caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus soldados, porque, sin esto, no le seguirían ellos. Puedes mostrarte entonces ampliamente generoso, supuesto que das lo que no es tuyo ni de tus soldados, como lo hicieron Ciro, César, Alejandro; y este dispendio que en semejante ocasión haces con el bien de los otros, tan lejos de perjudicar a tu reputación, le añade una más sobresaliente. La única cosa que pueda perjudicarte, es gastar el tuyo.
No hay nada que se agote tanto de sí mismo como la liberalidad; mientras que la ejerces, pierdes la facultad de ejercerla, y te vuelves pobre y despreciable; o bien, cuando quieres evitar volvértelo, te haces rapaz y odioso. Ahora bien, uno de los inconvenientes de que un príncipe debe preservarse, es el de ser menospreciado y aborrecido. Conduciendo a uno y otro la liberalidad, concluyo de ello que hay más sabiduría en no temer la reputación de avaro que no produce más que una infamia sin odio, que verse, por la gana de tener fama de liberal, en la necesidad de incurrir en la nota de rapaz, cuya infamia va acompañada siempre del odio público.



17 De la severidad y clemencia, y si vale más ser amado que temido


Descendiendo después a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo príncipe debe desear ser tenido por clemente y no por cruel. Sin embargo, debo advertir que él debe temer el hacer mal uso de su clemencia. César Borgia pasaba por cruel, y su crueldad, sin embargo, había reparado los males de la Romaña, extinguido sus divisiones, restablecido en ella la paz, y hechósela fiel. Si profundizamos bien su conducta, veremos que él fue mucho más clemente que lo fue el pueblo florentino, cuando para evitar la reputación de crueldad dejó destruir Pistoya.
Un príncipe no debe temer, pues, la infamia ajena a la crueldad, cuando necesita de ella para tener unidos a sus gobernados, e impedirles faltar a la fe que le deben; porque con poquísimos ejemplos de severidad serás mucho más clemente que los príncipes que, con demasiada clemencia, dejan engendrarse desórdenes acompañados de asesinatos y rapiñas, visto que estos asesinatos y rapiñas tienen la costumbre de ofender la universalidad de los ciudadanos, mientras que los castigos que dimanan del príncipe no ofenden más que a un particular.
Por lo demás, le es imposible a un príncipe nuevo el evitar la reputación de cruel a causa de que los Estados nuevos están llenos de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de Dido con el motivo de que su Estado pertenecía a esta especie; porque hace decir por esta Reina:

Res dura et regni novitus me talia cogunt
Moliri, et late fines custode tueri.



Un semejante príncipe no debe, sin embargo, creer ligeramente el mal de que se le advierte; y no obrar, en su consecuencia, más que con gravedad, sin atemorizarse nunca él mismo. Su obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que mucha confianza le haga impróvido, y que mucha desconfianza le convierta en un hombre insufrible.
Se presenta aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido primero que amado, cuando se está en la necesidad de carecer de uno u otro de ambos beneficios.
Puede decirse, hablando generalmente, que los hombres son ingratos, volubles, disimulados, que huyen de los peligros y son ansiosos de ganancias. Mientras que les haces bien y que no necesitas de ellos, como lo he dicho, te son adictos, te ofrecen su caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando llega esta necesidad. El príncipe que se ha fundado enteramente sobre la palabra de ellos se halla destituido, entonces, de los demás apoyos preparatorios, y decae; porque las amistades que se adquieren, no con la nobleza y grandeza de alma, sino con el dinero, no pueden servir de provecho ninguno en los tiempos peligrosos, por más bien merecidas que ellas estén; los hombres temen menos el ofender al que se hace amar que al que se hace temer, porque el amor no se retiene por el solo vínculo de la gratitud, que en atención a la perversidad humana, toda ocasión de interés personal llega a romper; en vez de que el temor del príncipe se mantiene siempre con el del castigo, que no abandona nunca a los hombres.
Sin embargo, el príncipe que se hace temer debe obrar de modo que si no se hace amar al mismo tiempo, evite el ser aborrecido; porque uno puede muy bien ser temido sin ser odioso; y él lo experimentará siempre, si se abstiene de tomar la hacienda de sus gobernados y soldados, como también de robar sus mujeres o abusar de ellas.
Cuando le sea indispensable derramar la sangre de alguno, no deberá hacerlo nunca sin que para ello haya una conducente justificación y un patente delito. Pero debe entonces, ante todas cosas, no apoderarse de los bienes de la víctima; porque los hombres olvidan más pronto la muerte de un padre que la pérdida de su patrimonio. Si fuera inclinado a robar el bien ajeno, no le faltarían jamás ocasiones para ello: el que comienza viviendo de rapiñas, halla siempre pretextos para apoderarse de las propiedades ajenas, en vez de que las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados son más raras y le faltan con la mayor frecuencia.
Cuando el príncipe está con sus ejércitos y tiene que gobernar una infinidad de soldados, debe de toda necesidad no inquietarse de pasar por cruel, porque sin esta reputación no puede tener un ejército unido, ni dispuesto a emprender cosa ninguna. Entre las acciones admirables de Aníbal se cuenta que teniendo un numerosísimo ejército compuesto de hombres de países infinitamente diversos, y yendo a pelear en una tierra extraña, su conducta fue tal que en el seno de este ejército, tanto en la mala como en la buena fortuna, no hubo nunca ni siquiera una sola disensión entre ellos, ni ninguna sublevación contra su jefe. Esto no pudo provenir más que de su desapiadada inhumanidad, que unida a las demás infinitas prendas suyas, le hizo siempre tan respetable como terrible a los ojos de sus soldados. Sin cuya crueldad no hubieran bastado las otras prendas suyas para obtener este efecto. Son poco reflexivos los escritores que se admiran, por una parte, de sus proezas; y que vituperan, por otra, la causa principal de ellas. Para convencerse de esta verdad, que las demás virtudes suyas no le hubieran bastado, no hay necesidad más que del ejemplo de Scipión, hombre muy extraordinario, no solamente en su tiempo, sino también en cuantas épocas nos recuerda sobresalientes memorias de la Historia. Sus ejércitos se rebelaron contra él en España, únicamente por un efecto de su mucha clemencia, que dejaba a sus soldados más licencia que la disciplina militar podía permitirlo. Le reconvino de esta extremada clemencia, en Senado pleno, Fabio, quien, por esto mismo, le trató de corruptor de la milicia romana. Destruidos los Locrios por un teniente de Scipión, no había sido vengado, y ni aun él había castigado la insolencia de este lugarteniente. Todo esto provenía de su natural blando y flexible, en tanto grado que el que quiso disculparle por ello en el Senado dijo que había muchos hombres que sabían mejor no hacer faltas que corregir las de los demás. Si él hubiera conservado el mando, con un semejante genio, hubiera alterado a la larga su reputación y gloria; pero como vivió después bajo la dirección del Senado desapareció esta perniciosa prenda, y aun la memoria que de ella se hacía, fue causa de convertirla en gloria suya.
Volviendo, pues, a la cuestión de ser temido y amado, concluyo que, amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe éste, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él y no en lo que depende de los otros, haciendo solamente de modo que evite ser aborrecido como ahora mismo acabo de decir.