sábado, 3 de junio de 2017

MARIO BENEDETTI. LA TREGUA.

MARIO BENEDETTI
LA TREGUA
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Lunes 11 de febrero
Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar
en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos
cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de
trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me
digo que no, que no es el ocio lo que preciso sino el
derecho a trabajar en aquello que quiero. ¿Por ejemplo?
El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los
domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y tam-
bién como secreta defensa contra mi futura y garantizada
artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo dia-
riamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero
debe ser algo desolador empezar a estudiar solfeo a los
cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá no lo hiciera
mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas.
¿Y eso qué? Imagino una notita bibliográfica sobre “los
atendibles valores de ese novel autor que roza la
cincuentena” y la mera posibilidad me causa repugnan-
cia. Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro
(es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi nin-
guna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de
exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima
solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a to-
dos, con una sonrisa melancólica y pueril que le había
quedado prendida en los labios desde la época en que
hacía méritos frente al novio motociclista que después se
mató en una de nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella
vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cin-
cuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada,
pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompa-
ñamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas
torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo
eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo,
porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas
palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.

Viernes 15 de febrero
Para rendir pasablemente en la oficina, tengo que obli-
garme a no pensar que el ocio está relativamente cerca.
De lo contrario, los dedos se me crispan y la letra redon-
da con que debo escribir los rubros primarios me sale
quebrada y sin elegancia. La redonda es uno de mis
mejores prestigios como funcionario. Además, debo con-
fesarlo, me provoca placer el trazado de algunas letras
como la M mayúscula o la b minúscula, en las que me he
permitido algunas innovaciones. Lo que menos odio es la
parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo: el volver a pasar
un asiento que ya redacté miles de veces, el efectuar un
balance de saldos y encontrar que todo está en orden,
que no hay diferencias a buscar. Ese tipo de labor no me
cansa, porque me permite pensar en otras cosas y hasta
(¿por qué no decírmelo a mí mismo?) también soñar. Es
como si me dividiera en dos entes dispares, contradicto-
rios, independientes, uno que sabe de memoria su traba-
jo, que domina al máximo sus variantes y recovecos, que
está seguro siempre de dónde pisa, y otro soñador y fe-
bril, frustradamente apasionado, un tipo triste que, sin
embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría, un
distraído a quien no le importa por dónde corre la pluma
ni qué cosas escribe la tinta azul que a los ocho meses
quedará negra.
En mi trabajo, lo insoportable no es la rutina; es el
problema nuevo, el pedido sorpresivo de ese Directorio
fantasmal que se esconde detrás de actas, disposiciones y
aguinaldos, la urgencia con que se reclama un informe o
un estado analítico o una previsión de recursos. Entonces
sí, como se trata de algo más que rutina, mis dos mitades
deben trabajar para lo mismo, ya no puedo pensar en lo
que quiero, y la fatiga se me instala en la espalda y en la
nuca, como un parche poroso. ¿Qué me importa la
ganancia probable del rubro Pernos de Pistón en el
segundo semestre del penúltimo ejercicio? ¿Qué me im-
porta el modo más práctico de conseguir el abatimiento
de los Gastos Generales?
Hoy fue un día feliz, sólo rutina.

Lunes 18 de febrero
Ninguno de mis hijos se parece a mí. En primer lugar,
todos tienen más energías que yo, parecen siempre más
decididos, no están acostumbrados a durar. Esteban es el
más huraño. Todavía no sé a quién se dirige su resenti-
miento, pero lo cierto es que parece un resentido. Creo
que me tiene respeto, pero nunca se sabe. Jaime es quizá
mi preferido, aunque casi nunca pueda entenderme con
él. Me parece sensible, me parece inteligente, pero no me
parece fundamentalmente honesto. Es evidente que hay
una barrera entre él y yo. A veces creo que me odia, a
veces que me admira. Blanca tiene por lo menos algo de
común conmigo: también es una triste con vocación de
alegre. Por lo demás, es demasiado celosa de su vida
propia, incanjeable, como para compartir conmigo sus
más arduos problemas. Es la que está más tiempo en
casa y tal vez se sienta un poco esclava de nuestro desor-
den, de nuestras dietas, de nuestra ropa sucia. Sus rela-
ciones con los hermanos están a veces al borde de la
histeria, pero se sabe dominar y, además, sabe dominar-
los a ellos. Quizá en el fondo se quieran bastante, aunque
eso del amor entre hermanos lleve consigo la cuota de
mutua exasperación que otorga la costumbre. No, no se
parecen a mí. Ni siquiera físicamente. Esteban y Blanca
tienen los ojos de Isabel. Jaime heredó de ella su frente y
su boca. ¿Qué pensaría Isabel si pudiera verlos hoy, pre-
ocupados, activos, maduros? Tengo una pregunta mejor:
¿qué pensaría yo, si pudiera ver hoy a Isabel? La muerte
es una tediosa experiencia; para los demás, sobre todo
para los demás. Yo tendría que sentirme orgulloso de
haber quedado viudo con tres hijos y haber salido ade-
lante. Pero no me siento orgulloso, sino cansado. El orgu-
llo es para cuando se tienen veinte o treinta años. Salir
adelante con mis hijos era una obligación, el único esca-
pe para que la sociedad no se encarara conmigo y me
dedicara la mirada inexorable que se reserva a los padres
desalmados. No cabía otra solución y salí adelante. Pero
todo fue siempre demasiado obligatorio como para que
pudiera sentirme feliz.

Martes 19 de febrero
A las cuatro de la tarde me sentí de pronto insopor-
tablemente vacío. Tuve que colgar el saco de lustrina y
avisar en Personal que debía pasar por el Banco República
para arreglar aquel asunto del giro. Mentira. Lo que no
soportaba más era la pared frente a mi escritorio, la horri-
ble pared absorbida por ese tremendo almanaque con un
febrero consagrado a Goya. ¿Qué hace Goya en esta vieja
casa importadora de repuestos de automóviles? No sé qué
habría pasado si me hubiera quedado mirando el almana-
que como un imbécil. Quizá hubiera gritado o hubiera
iniciado una de mis habituales series de estornudos
alérgicos o simplemente me hubiera sumergido en las pá-
ginas pulcras del Mayor. Porque he aprendido que mis
estados de preestallido no siempre conducen al estallido. A
veces terminan en una lúcida humillación, en una acepta-
ción irremediable de las circunstancias y sus diversas y
agraviantes presiones. Me gusta, sin embargo, convencer-
me de que no debo permitirme estallidos, de que debo
frenarlos radicalmente so pena de perder mi equilibrio.
Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada bús-
queda del aire libre, del horizonte, de quién sabe cuántas
cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte y me
conformo con acomodarme en la ventana de un café y
registrar el pasaje de algunas buenas piernas.
Estoy convencido de que en horas de oficina la ciudad
es otra. Yo conozco el Montevideo de los hombres a ho-
rario, los que entran a las ocho y media y salen a las
doce, los que regresan a las dos y media y se van defini-
tivamente a las siete. Con estos rostros crispados y
sudorosos, con esos pasos urgentes y tropezados; con
ésos somos viejos conocidos. Pero está la otra ciudad, la
de las frescas pitucas que salen a media tarde recién
bañaditas, perfumadas, despreciativas, optimistas, chis-
tosas; la de los hijos de mamá que se despiertan al me-
diodía y a las seis de la tarde llevan aún impecable el
blanco cuello de tricolina importada, la de los viejos que
toman el ómnibus hasta la Aduana y regresan luego sin
bajarse, reduciendo su módica farra a la sola mirada re-
confortante con que recorren la Ciudad Vieja de sus nos-
talgias; la de las madres jóvenes que nunca salen de no-
che y entran al cine, con cara de culpables, en la vuelta
de las 15.30; la de las niñeras que denigran a sus patro-
nas mientras las moscas se comen a los niños; la de los
jubilados y pelmas varios, en fin, que creen ganarse el
cielo dándoles migas a las palomas de la plaza. Ésos son
mis desconocidos, por ahora al menos. Están instalados
demasiado cómodamente en la vida, en tanto yo me
pongo neurasténico frente a un almanaque con su febre-
ro consagrado a Goya.

Jueves 21 de febrero
Esta tarde, cuando venía de la oficina, un borracho me
detuvo en la calle. No protestó contra el gobierno, ni dijo
que él y yo éramos hermanos, ni tocó ninguno de los
innumerables temas de la beodez universal. Era un bo-
rracho extraño, con una luz especial en los ojos. Me tomó
de un brazo y me dijo, casi apoyándose en mí: “¿Sabés lo
que te pasa? Que no vas a ninguna parte”. Otro tipo que
pasó en ese instante me miró con una alegre dosis de
comprensión y hasta me consagró un guiño de solidari-
dad. Pero ya hace cuatro horas que estoy intranquilo,
como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora
me hubiese enterado.

Viernes 22 de febrero
Cuando me jubile, creo que no escribiré más este
diario, porque entonces me pasarán sin duda muchas
menos cosas que ahora, y me va a resultar insoportable
sentirme tan vacío y además dejar de ello una constan-
cia escrita. Cuando me jubile, tal vez lo mejor sea aban-
donarme al ocio, a una especie de modorra compensa-
toria, a fin de que los nervios, los músculos, la energía,
se relajen de a poco y se acostumbren a bien morir. Pero
no. Hay momentos en que tengo y mantengo la lujosa
esperanza de que el ocio sea algo pleno, rico, la última
oportunidad de encontrarme a mí mismo. Y eso sí val-
dría la pena anotarlo.

Sábado 23 de febrero
Hoy almorcé solo, en el Centro. Cuando venía por
Mercedes, me crucé con un tipo de marrón. Primero
esbozó un saludo. Debo haberlo mirado con curiosidad,
porque el hombre se detuvo y con alguna vacilación me
tendió la mano. No era una cara desconocida. Era algo
así como la caricatura de alguien que yo, en otro tiem-
po, hubiera visto a menudo. Le di la mano, murmuran-
do disculpas, y confesando de algún modo mi perpleji-
dad. “¿Martín Santomé?”, me preguntó, mostrando en
la sonrisa una dentadura devastada. Claro que Martín
Santomé, pero mi desconcierto era cada vez mayor.
“¿No te acordás de la calle Brandzen?” Bueno, no mu-
cho. Hace como treinta años de esto y yo no soy famoso
por mi memoria. Naturalmente, de soltero viví en la
calle Brandzen, pero aunque me molieran a palos no
podría decir cómo era el frente de la casa, cuántos bal-
cones tenía, quiénes vivían al lado. “¿Y del café de la
calle Defensa?” Ahora sí, la niebla se disipó un poco y vi
por un instante el vientre, con ancho cinturón, del galle-
go Álvarez. “Claro, claro”, exclamé iluminado. “Bueno,
yo soy Mario Vignale.” ¿Mario Vignale? No me acuerdo,
juro que no me acuerdo. Pero no tuve valor para confe-
sárselo. El tipo parecía tan entusiasmado con el encuen-
tro... Le dije que sí, que me disculpara, que yo era un
pésimo fisonomista, que la semana pasada me había
encontrado con un primo y no lo había reconocido
(mentira). Naturalmente, había que tomar un café, de
modo que me arruinó la siesta sabatina. Dos horas y
cuarto. Se empecinó en reconstruirme pormenores, en
convencerme de que había participado en mi vida. “Me
acuerdo hasta de la tortilla de alcauciles que hacía tu
vieja. Sensacional. Yo iba siempre a las once y media a
ver si me invitaba a comer.” Y lanzó una tremenda riso-
tada. “¿Siempre?”, le pregunté, todavía desconfiado.
Entonces sufrió un acceso de vergüenza: “Bueno, fui
unas tres o cuatro veces”. Entonces, ¿cuál era la porción
de verdad? “Y tu vieja ¿está bien?” “Murió hace quince
años.” “Carajo. ¿Y tu viejo?” “Murió hace dos años, en
Tacuarembó. Estaba parando en casa de mi tía Leonor.”
“Debía estar viejo.” Claro que debía estar viejo. Dios
mío, qué aburrimiento. Sólo entonces formuló la pre-
gunta más lógica: “Che, ¿total te casaste con Isabel?”.
“Sí, y tengo tres hijos”, contesté, acortando camino. Él
tiene cinco. Qué suerte. “¿Y cómo está Isabel? ¿Siempre
guapa?” “Murió”, dije, poniendo la cara más inescruta-
ble de mi repertorio. La palabra sonó como un disparo
y él —menos mal— quedó desconcertado. Se apuró a
terminar el tercer café y en seguida miró el reloj. Hay
una especie de reflejo automático en eso de hablar de la
muerte y mirar en seguida el reloj.

Domingo 24 de febrero
No hay caso. La entrevista con Vignale me dejó una
obsesión: recordar a Isabel. Ya no se trata de conseguir su
imagen a través de las anécdotas familiares, de las foto-
grafías, de algún rasgo de Esteban o de Blanca. Conozco
todos sus datos pero no quiero saberlos de segunda
mano, sino recordarlos directamente, verlos con todo
detalle frente a mí tal como veo ahora mi cara en el
espejo. Y no lo consigo. Sé que tenía ojos verdes, pero no
puedo sentirme frente a su mirada.


Lunes 25 de febrero
Me veo poco con mis hijos. Nuestros horarios no siem-
pre coinciden y menos aún nuestros planes o nuestros
intereses. Son correctos conmigo, pero como son, ade-
más, tremendamente reservados, su corrección parece
siempre el mero cumplimiento de un deber. Esteban, por
ejemplo, siempre se está conteniendo para no discutir mis
opiniones. ¿Será la simple distancia generacional lo que
nos separa, o podría hacer yo algo más para comunicar-
me con ellos? En general, los veo más incrédulos que
desatinados, más reconcentrados de lo que yo era a sus
años.
Hoy cenamos juntos. Probablemente haría unos dos
meses que no estábamos todos presentes en una cena
familiar. Pregunté, en tono de broma, qué acontecimien-
to festejábamos, pero no hubo eco. Blanca me miró y
sonrió, como para enterarme de que comprendía mis
buenas intenciones, y nada más. Me puse a registrar cuá-
les eran las escasas interrupciones del consagrado silen-
cio. Jaime dijo que la sopa estaba desabrida. “Ahí tenés
la sal, a diez centímetros de tu mano derecha”, contestó
Blanca, y agregó, hiriente: “¿Querés que te la alcance?”.
La sopa estaba desabrida. Es cierto, pero ¿qué necesi-
dad? Esteban informó que, a partir del próximo semestre,
nuestro alquiler subirá ochenta pesos. Como todos con-
tribuimos, la cosa no es tan grave. Jaime se puso a leer el
diario. Me parece ofensivo que la gente lea cuando come
con una familia. Se lo dije. Jaime dejó el diario, pero fue
lo mismo que si lo hubiera seguido leyendo, ya que siguió
hosco, alunado. Relaté mi encuentro con Vignale, tratan-
do de sumirlo en el ridículo para traer a la cena un poco
de animación. Pero Jaime preguntó: “¿Qué Vignale es?”.
“Mario Vignale.” “¿Un tipo medio pelado, de bigote?” El
mismo. “Lo conozco. Buena pieza”, dijo Jaime, “es com-
pañero de Ferreira. Bruto coimero”. En el fondo me gusta
que Vignale sea una porquería, así no tengo escrúpulos
en sacármelo de encima. Pero Blanca preguntó: “¿Así
que se acordaba de mamá?”. Me pareció que Jaime iba
a decir algo, creo que movió los labios, pero decidió que-
darse callado. “Feliz de él”, agregó Blanca, “yo no me
acuerdo”. “Yo sí”, dijo Esteban. ¿Cómo se acordará?
¿Como yo, con recuerdos de recuerdos, o directamente,
como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será posible
que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y
que a mí, en cambio, que tengo registradas tantas no-
ches, tantas noches, tantas noches, no me quede nada?
Hacíamos el amor a oscuras. Será por eso. Seguro que es
por eso. Tengo una memoria táctil de esas noches, y ésa
sí es directa. Pero ¿y el día? Durante el día no estábamos
a oscuras. Llegaba a casa cansado, lleno de problemas,
tal vez rabioso con la injusticia de esa semana, de ese
mes.
A veces hacíamos cuentas. Nunca alcanzaba. Acaso
mirábamos demasiado los números, las sumas, las restas,
y no teníamos tiempo de mirarnos nosotros. Donde ella
esté, si es que está, ¿qué recuerdo tendrá de mí?
En definitiva, ¿importa algo la memoria? “A veces me
siento desdichada, nada más que de no saber qué es lo
que estoy echando de menos”, murmuró Blanca, mien-
tras repartía los duraznos en almíbar. Nos tocaron tres y
medio a cada uno.


Miércoles 27 de febrero
Hoy ingresaron en la oficina siete empleados nuevos:
cuatro hombres y tres mujeres. Tenían unas espléndidas
caras de susto y de vez en cuando dirigían a los veteranos
una mirada de respetuosa envidia. A mí me adjudicaron
dos botijas (uno de dieciocho y otro de veintidós) y una
muchacha de veinticuatro años. Así que ahora soy todo
un jefe: tengo nada menos que seis empleados a mis
órdenes. Por primera vez, una mujer. Siempre les tuve
desconfianza para los números. Además, otro inconve-
niente: durante los días del período menstrual y hasta en
sus vísperas, si normalmente son despiertas, se vuelven
un poco tontas; si normalmente son un poco tontas, se
vuelven imbéciles del todo. Estos “nuevos” que entraron
no parecen malos. El de dieciocho años es el que me
gusta menos. Tiene un rostro sin fuerza, delicado, y una
mirada huidiza y, a la vez, adulona. El otro es un eterno
despeinado, pero tiene un aspecto simpático y (por ahora
al menos) evidentes ganas de trabajar. La chica no pare-
ce tener tantas ganas, pero al menos comprende lo que
uno le explica; además, tiene la frente ancha y la boca
grande, dos rasgos que por lo general me impresionan
bien. Se llaman Alfredo Santini, Rodolfo Sierra y Laura
Avellaneda. A ellos los pondré con los libros de merca-
derías, a ella con el Auxiliar de Resultados.

Jueves 28 de febrero
Esta noche conversé con una Blanca casi desconocida
para mí. Estábamos solos después de la cena. Yo leía el
diario y ella hacía un solitario. De pronto se quedó inmó-
vil, con una carta en alto, y su mirada era a la vez perdida
y melancólica. La vigilé durante unos instantes; luego, le
pregunté en qué pensaba. Entonces pareció despertarse,
me dirigió una mirada desolada y, sin poderse contener,
hundió la cabeza entre las manos, como si no quisiera
que nadie profanara su llanto. Cuando una mujer llora
frente a mí, me vuelvo indefenso y, además, torpe. Me
desespero, no sé cómo remediarlo. Esta vez seguí un im-
pulso natural, me levanté, me acerqué a ella y empecé a
acariciarle la cabeza, sin pronunciar palabra. De a poco
se fue calmando y las llorosas convulsiones se espacia-
ron. Cuando al fin bajó las manos, con la mitad no usada
de mi pañuelo le sequé los ojos y le soné la nariz. En ese
momento no parecía una mujer de veintitrés años, sino
una chiquilina, momentáneamente infeliz porque se le
hubiera roto una muñeca o porque no la llevaban al zoo-
lógico. Le pregunté si se sentía desgraciada y contestó
que sí. Le pregunté el motivo y dijo que no sabía. No me
extrañó demasiado. Yo mismo me siento a veces infeliz
sin un motivo concreto. Contrariando mi propia expe-
riencia, dije: “Oh, algo habrá. No se llora por nada”.
Entonces empezó a hablar atropelladamente, impulsada
por un deseo repentino de franqueza: “Tengo la horrible
sensación de que pasa el tiempo y no hago nada y nada
acontece, y nada me conmueve hasta la raíz. Miro a Es-
teban y miro a Jaime y estoy segura de que ellos también
se sienten desgraciados. A veces (no te enojes, papá)
también te miro a vos y pienso que no quisiera llegar a
los cincuenta años y tener tu temple, tu equilibrio, senci-
llamente porque los encuentro chatos, gastados. Me sien-
to con una gran disponibilidad de energía, y no sé en qué
emplearla, no sé qué hacer con ella. Creo que vos te
resignaste a ser opaco, y eso me parece horrible, porque
yo sé que no sos opaco. Por lo menos, que no lo eras”. Le
contesté (¿qué otra cosa podía decirle?) que tenía razón,
que hiciera lo posible por salir de nosotros, de nuestra
órbita, que me gustaba mucho oírla gritar esa inconformi-
dad, que me parecía estar escuchando un grito mío, de
hace muchos años. Entonces sonrió, dijo que yo era muy
bueno y me echó los brazos al cuello, como antes. Es una
chiquilina todavía.

Viernes 1° de marzo
El gerente llamó a los cinco jefes de sección. Durante
tres cuartos de hora nos habló del bajo rendimiento del
personal. Dijo que el Directorio le había hecho llegar una
observación en ese sentido, y que en el futuro no estaban
dispuestos a tolerar que, a causa de nuestra desidia
(cómo le gusta recalcar “desidia”), su posición se viera
gratuitamente afectada. Así que de ahora en adelante,
etcétera, etcétera.
¿A qué le llamarán “bajo rendimiento del personal”?
Yo puedo decir, al menos, que mi gente trabaja. Y no
solamente los nuevos, también los veteranos. Es cierto
que Méndez lee novelas policiales que acondiciona hábil-
mente en el cajón central de su escritorio, en tanto que su
mano derecha empuña una pluma siempre atenta a la
posible entrada de algún jerarca. Es cierto que Muñoz
aprovecha sus salidas a Ganancias Elevadas para estafar-
le a la empresa veinte minutos de ocio frente a una cer-
veza. Es cierto que Robledo cuando va al cuarto de baño
(exactamente, a las diez y cuarto) lleva escondido bajo el
guardapolvo el suplemento en colores o la página de
deportes. Pero también es cierto que el trabajo está siem-
pre al día, y que en las horas en que el trámite aprieta y
la bandeja aérea de Caja viaja sin cesar, repleta de bole-
tas, todos se afanan y trabajan con verdadero sentido de
equipo. En su reducida especialidad, cada uno es un ex-
perto, y yo puedo confiar plenamente en que las cosas se
están haciendo bien.
En realidad, bien sé hacia dónde iba dirigido el garrote
del gerente. “Expedición” trabaja a desgano y además
hace mal su tarea. Todos sabíamos hoy que la arenga era
para Suárez, pero entonces ¿a qué llamarnos a todos?,
¿qué derecho tiene Suárez de que compartamos su culpa
exclusiva? ¿Será que el gerente sabe, como todos noso-
tros, que Suárez se acuesta con la hija del presidente? No
está mal Lidia Valverde.


Sábado 2 de marzo
Anoche, después de treinta años, volví a soñar con mis
encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá me-
nos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inven-
tó un método realmente original para que yo tragase sin
mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enor-
me impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y
unos anteojos negros. Con ese aspecto, para mí terrorífi-
co, venía a golpear en mi ventana. La sirvienta, mi ma-
dre, alguna tía, coreaban entonces: “¡Ahí está don
Policarpo!”. Don Policarpo era una especie de monstruo
que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi
propio terror, el resto de mis fuerzas alcanzaba para mo-
ver mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de
ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo
para todos. Amenazarme con don Policarpo equivalía a
apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido
en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita, la
traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos por-
menores de mi pánico. Es curioso cómo a veces se puede
llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del
susto, estaban mis noches, mis noches llenas de
encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que
siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa
bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno
para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra,
pero se movían pesadamente en una especie de in-
termitente balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, to-
das iguales, ya que en eso había venido a parar el imper-
meable de mi tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos
horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los
años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con
esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los
párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la
cíclica escena. A veces, soñando otro sueño cualquiera,
yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido
soñar mis Policarpos. Y una noche vinieron por última
vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron
silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante
muchos años dormí con una inevitable desazón, con una
casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía
decidido a encontrarlos, pero sólo conseguía crear la bru-
ma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi
antiguo miedo. Sólo eso. Después fui perdiendo aun esa
esperanza y llegué insensiblemente a la época en que
empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi
sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche. Ano-
che, cuando estaba en el centro mismo de un sueño más
vulgar que pecaminoso, todas las imágenes se borraron y
apareció la bruma, y en medio de la bruma, todos mis
Policarpos. Sé que me sentí indeciblemente feliz y horro-
rizado. Todavía ahora, si me esfuerzo un poco, puedo
reconstruir algo de aquella emoción. Los Policarpos, los
indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infan-
cia, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente
imprevisto. Por primera vez se dieron vuelta, sólo por un
momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela.


Martes 12 de marzo
Es bueno tener una empleada que sea inteligente.
Hoy, para probar a Avellaneda, le expliqué de un tirón
todo lo referente a Contralor. Mientras yo hablaba, ella
fue haciendo anotaciones. Cuando concluí, dijo: “Mire,
señor, creo que entendí bastante, pero tengo dudas sobre
algunos puntos”. Dudas sobre algunos puntos... Méndez,
que se ocupaba de eso antes que ella, necesitó nada
menos que cuatro años para disiparlas... Después la puse
a trabajar en la mesa que está a mi derecha. De vez en
cuando le echaba un vistazo. Tiene lindas piernas. Toda-
vía no trabaja automáticamente, así que se fatiga. Ade-
más es inquieta, nerviosa. Creo que mi jerarquía (pobre
inexperta) la cohíbe un poco. Cuando dice: “Señor
Santomé”, siempre pestañea. No es una preciosura. Bue-
no, sonríe pasablemente. Algo es algo.


Miércoles 13 de marzo
Esta tarde, cuando llegué del Centro, Jaime y Esteban
estaban gritando en la cocina. Alcancé a oír que Esteban
decía algo sobre “los podridos de tus amigos”. En cuanto
sintieron mis pasos, se callaron y trataron de hablarse
con naturalidad. Pero Jaime tenía los labios apretados y
a Esteban le brillaban los ojos. “¿Qué pasa?”, pregunté.
Jaime se encogió de hombros, y el otro dijo: “Nada que
te importe”. Qué ganas de encajarle una trompada en la
boca. Eso es mi hijo, ese rostro duro, que nada ni nadie
ablandará jamás. Nada que me importe. Fui hasta la
heladera y saqué la botella de leche, la manteca. Me sentí
indigno, abochornado. No era posible que él me dijera:
“Nada que te importe” y yo me quedara tan tranquilo, sin
hacerle nada, sin decirle nada. Me serví un vaso grande.
No era posible que él me gritara con el mismo tono que
yo debía emplear con él y que, sin embargo, no emplea-
ba. Nada que me importe. Cada trago de leche me dolía
en las sienes. De pronto me di vuelta y lo tomé de un
brazo. “Más respeto con tu padre, ¿entendés?, más respe-
to.” Era una idiotez decirlo ahora, cuando ya había pasa-
do el momento. El brazo estaba tenso, duro, como si
repentinamente se hubiera convertido en acero. O en
plomo. Me dolió la nuca cuando levanté la cabeza para
mirarlo en los ojos. Era lo menos que podía hacer. No, él
no estaba asustado. Simplemente, sacudió el brazo hasta
soltarse, se le movieron las aletas de la nariz, y dijo:
“¿Cuándo crecerás?” y se fue dando un portazo. Yo no
debía tener una cara muy tranquila cuando me di vuelta
para enfrentar a Jaime. Seguía recostado en la pared.
Sonrió con espontaneidad y sólo comentó: “¡Qué mala
sangre, viejo, qué mala sangre!”. Es increíble, pero en ese
preciso instante sentí que se me helaba la rabia. “Es que
también tu hermano...”, dije, sin convicción. “Dejálo”,
contestó él, “a esta altura ninguno de nosotros tiene re-
medio”.
Viernes 15 de marzo
Mario Vignale estuvo a verme en la oficina. Quiere
que vaya a su casa la semana que viene. Dice que en-
contró antiguas fotos de todos nosotros. No las trajo el
muy cretino. Desde luego, constituyen el precio de mi
aceptación. Acepté, claro. ¿A quién no le atrae el propio
pasado?


Sábado 16 de marzo
Esta mañana, el nuevo —Santini— intentó confesarse
conmigo. No sé qué tendrá mi cara que siempre invita a
la confidencia. Me miran, me sonríen, algunos llegan
hasta a hacer la mueca que precede al sollozo; después
se dedican a abrir su corazón. Y, francamente, hay cora-
zones que no me atraen. Es increíble la cómoda impudi-
cia, el tono de misterio con que algunos tipos secretean
acerca de sí mismos. “Porque yo, ¿sabe, señor?, yo soy
huérfano”, dijo de entrada para atornillarme en la pie-
dad. “Tanto gusto, y yo viudo”, le contesté con un gesto
ritual, destinado a destruir aquel empaque. Pero mi
viudez le conmueve mucho menos que su propia orfan-
dad.
“Tengo una hermanita, ¿sabe?” Mientras hablaba, de
pie junto a mi escritorio, hacía repiquetear los dedos,
frágiles y delgados, sobre la tapa de mi libro Diario. “¿No
podés dejar quieta esa mano?”, le grité, pero él sonrió
dulcemente antes de obedecer. En la muñeca lleva una
cadena de oro, con una medallita. “Mi hermanita tiene
diecisiete años, ¿sabe?” El “¿sabe?” es una especie de tic.
“¿No me digas? ¿Y está buena?” Era mi desesperada
defensa antes de que se rompieran los diques de su últi-
mo remedo de escrúpulos y yo me viera definitivamente
inundado por su vida íntima. “Usted no me toma en se-
rio”, dijo apretando los labios, y se fue muy ofendido a su
mesa. No trabaja demasiado rápido. Tardó dos horas en
hacerme el resumen de febrero.


Domingo 17 de marzo
Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día
más desalentador, el más insulso. Quisiera quedarme en la
cama hasta tarde, por lo menos hasta las nueve o las diez,
pero a las seis y media me despierto solo y ya no puedo
pegar los ojos. A veces pienso qué haré cuando toda mi
vida sea domingo. Quién sabe, a lo mejor me acostumbro
a despertarme a las diez. Fui a almorzar al Centro, porque
los muchachos se fueron por el fin de semana, cada uno
por su lado. Comí solo. Ni siquiera me sentí con fuerzas
para entablar con el mozo el facilongo y ritual intercambio
de opiniones sobre el calor y los turistas. Dos mesas más
allá, había otro solitario. Tenía el ceño fruncido, partía los
pancitos a puñetazos. Dos o tres veces lo miré, y en una
oportunidad me crucé con sus ojos. Me pareció que allí
había odio. ¿Qué habría para él en mis ojos? Debe ser una
regla general que los solitarios no simpaticemos. ¿O será
que, sencillamente, somos antipáticos?
Volví a casa, dormí la siesta y me levanté pesado, de
mal humor. Tomé unos mates y me fastidió que estuviera
amargo. Entonces me vestí y me fui otra vez al Centro.
Esta vez me metí en un café; conseguí una mesa junto a
la ventana. En un lapso de una hora y cuarto, pasaron
exactamente treinta y cinco mujeres de interés. Para en-
tretenerme hice una estadística sobre qué me gustaba
más en cada una de ellas. Lo apunté en la servilleta de
papel. Éste es el resultado. De dos, me gustó la cara; de
cuatro, el pelo; de seis, el busto; de ocho, las piernas; de
quince, el trasero. Amplia victoria de los traseros.


Lunes 18 de marzo
Anoche Esteban volvió a las doce, Jaime a las doce y
media, Blanca a la una. Los sentí a todos, recogí minu-
ciosamente cada ruido, cada paso, cada palabrota mur-
murada. Creo que Jaime vino un poco borracho. Por lo
menos, se tropezaba con los muebles y tuvo abierta
como media hora la canilla del lavabo. Sin embargo, las
puteadas eran de Esteban, que nunca toma. Cuando lle-
gó Blanca, Esteban le dijo algo desde su cuarto, y ella
contestó que se metiera en sus cosas. Después, el silen-
cio. Tres horas de silencio. El insomnio es la peste de mis
fines de semana. Cuando me jubile, ¿no dormiré nunca?
Esta mañana sólo hablé con Blanca. Le dije que no me
gustaba que llegara a esas horas. Ella no es insolente, de
modo que no merecía que yo la rezongara. Pero además
está el deber, el deber de padre y madre. Tendría que ser
ambos a la vez; y creo que no soy nada. Sentí que me
extralimitaba cuando me oí preguntarle con tono
admonitorio: “¿Qué anduviste haciendo? ¿A dónde fuis-
te?”. Entonces ella, mientras embadurnaba la tostada
con manteca, me contestó: “¿Por qué te sentís obligado a
hacerte el malo? Hay dos cosas de las cuales estamos
seguros: que nos tenemos cariño y que yo no estoy ha-
ciendo nada incorrecto”. Estaba derrotado. Sin embargo
agregué, nada más que para salvar las apariencias: “Todo
depende de qué entendés por incorrecto”.
Martes 19 de marzo
Trabajé toda la tarde con Avellaneda. Búsqueda de
diferencias. Lo más aburrido que existe. Siete centési-
mos. Pero en realidad se componía de dos diferencias
contrarias: una de dieciocho centésimos y otra de veinti-
cinco. La pobre todavía no agarró bien la onda. En un
trabajo de estricto automatismo, como éste, ella se cansa
igual que en cualquier otro que la fuerce a pensar y a
buscar soluciones propias. Yo estoy tan hecho a este tipo
de búsquedas, que a veces las prefiero a otra clase de
trabajo. Hoy, por ejemplo, mientras ella me cantaba los
números y yo tildaba la cinta de sumar, me ejercité en irle
contando los lunares que tiene en su antebrazo izquierdo.
Se dividen en dos categorías: cinco lunares chicos y tres
lunares grandes, de los cuales uno abultadito. Cuando
terminó de cantarme noviembre, le dije, sólo para ver
cómo reaccionaba: “Hágase quemar ese lunar. General-
mente no pasa nada, pero en un caso cada cien, puede
ser peligroso”. Se puso colorada y no sabía dónde poner
el brazo. Me dijo: “Gracias, señor”, pero siguió dictándo-
me terriblemente incómoda. Cuando llegamos a enero,
empecé a dictar yo, y ella ponía los tildes. En un determi-
nado instante, tuve conciencia de que algo raro estaba
pasando y levanté la vista en mitad de una cifra. Ella
estaba mirándome la mano. ¿En busca de lunares? Qui-
zá. Sonreí y otra vez se murió de vergüenza. Pobre Ave-
llaneda. No sabe que soy la corrección en persona y que
jamás de los jamases me tiraría un lance con una de mis
empleadas.
Jueves 21 de marzo
Cena en lo de Vignale. Tiene una casa asfixiante, os-
cura, recargada. En el living hay dos sillones, de un inde-
finido estilo internacional, que, en realidad, parecen dos
enanos peludos. Me dejé caer en uno de ellos. Desde el
asiento subía un calor que me llegaba hasta el pecho.
Vino a recibirme una perrita desteñida, con cara de solte-
rona. Me miró sin olfatearme, luego se despatarró y co-
metió el clásico delito de lesa alfombra. La mancha que-
dó allí, sobre una cabeza de pavo real, que era la vedette
en aquel diseño más bien espantoso. Pero había tantas
manchas en la alfombra que al final uno podía llegar a
creer que formaban parte de la decoración.
La familia de Vignale es numerosa, estentórea, cargan-
te. Incluye a su mujer, su suegra, su suegro, su cuñado, su
concuñado y —horror de los horrores— sus cinco niños.
Éstos podrían ser definidos aproximadamente como
monstruitos. En lo físico son normales, demasiado norma-
les, rubicundos y sanos. Su monstruosidad está en lo mo-
lestos que son. El mayor tiene trece años (Vignale se casó
ya maduro) y el menor seis. Se mueven constantemente,
constantemente hacen ruido, constantemente discuten a
los gritos. Uno tiene la sensación de que se le están tre-
pando por la espalda, por los hombros, que siempre están
a punto de meterle a uno los dedos en las orejas o tirarle
del pelo. Nunca llegan a tanto, pero el efecto es el mismo,
y se tiene conciencia de que en casa de Vignale uno está
a merced de esa jauría. Los adultos de la familia se han
refugiado en una envidiable actitud de prescindencia, que
no excluye trompadas perdidas que de pronto cruzan el
aire y se instalan en la nariz, o en la sien, o en el ojo de
uno de aquellos angelitos. El método de la madre, por
ejemplo, podría definirse así: tolerar toda postura e inso-
lencia del niño que moleste a los otros, incluidas las visitas,
pero castigar todo gesto o palabra del niño que la moleste
a ella personalmente. El punto culminante de la cena tuvo
lugar a los postres. Uno de los chicos quiso dejar testimo-
nio de que el arroz con leche no le agradaba. Dicho testi-
monio consistió en volcar íntegramente su porción sobre
los pantalones del menor de sus hermanitos. El gesto fue
festejado con generoso ruido, el llanto del damnificado
superó todas mis previsiones y no cabe en ninguna des-
cripción.
Después de la cena, los niños desaparecieron, no sé si
dispuestos a irse a la cama o a preparar un cóctel de
veneno para mañana temprano. “¡Qué chicos!”, comentó
la suegra de Vignale, “lo que pasa es que tienen vida”.
“La infancia es eso: vida pura”, fue el adecuado colofón
del yerno. Respondiendo a una inexistente averiguación
de mi parte, la concuñada me señaló: “Nosotros no tene-
mos hijos”. “Y ya llevamos siete años de casados”, dijo el
marido con una risotada aparentemente maliciosa. “Yo
por mí quisiera”, aclaró la mujer, “pero éste se complace
en evitarlos”. Fue Vignale quien nos rescató a todos de
semejante divagación ginecológica y anticonceptiva,
para referirse a lo que constituía el máximo atractivo de
la noche: la exhibición de las célebres fotos de museo.
Las guardaba en un sobre verde, fabricado caseramente
con papel de embalar, sobre el cual había escrito con
letras de imprenta. “Fotografías de Martín Santomé”. Evi-
dentemente, el sobre era viejo, pero la leyenda bastante
reciente. En la primera foto aparecían cuatro personas
frente a la casa de la calle Brandzen. No fue necesario
que Vignale me dijera nada: a la vista de la fotografía mi
memoria pareció sacudirse y acusó recibo de aquella
imagen amarillenta que había sido sepia. Quienes esta-
ban en la puerta eran mi madre, una vecina que después
se fue a España, mi padre y yo mismo. Mi aspecto era
increíblemente desgarbado y ridículo. “Esta foto, ¿la to-
maste vos?”, le pregunté a Vignale. “Estás loco. Yo nunca
he juntado valor para empuñar una máquina fotográfica
o un revólver. Esta foto la sacó Falero. ¿Te acordás de
Falero?” Vagamente. Por ejemplo, que el padre tenía una
librería y que él le robaba revistas pornográficas, preocu-
pándose luego de divulgar entre nosotros ese aspecto
fundamental de la cultura francesa. “Mirá esta otra”, dijo
Vignale, ansioso. Allí también estaba yo, junto al Ado-
quín. El Adoquín (de eso sí me acuerdo) era un imbécil
que siempre se pegaba a nosotros, festejaba todos nues-
tros chistes, aun los más aburridos, y no nos dejaba ni a
sol ni a sombra.
No me acordaba de su nombre, pero estaba seguro de
que era el Adoquín. La misma expresión pajarona, la
misma carne fofa, el mismo pelo engominado. Solté la
risa, una de mis mejores risas de este año. “¿De qué te
reís?”, preguntó Vignale. “Del Adoquín. Fijáte qué pinta.”
Entonces Vignale bajó los ojos, hizo una recorrida ver-
gonzante por los rostros de su mujer, de sus suegros, de
su cuñado, de su concuñada, y luego dijo con voz ronca:
“Creí que ya no te acordabas de ese mote. Nunca me
gustó que me llamaran así”. Me tomó totalmente de sor-
presa. No supe qué hacer ni qué decir. ¿Así que Mario
Vignale y el Adoquín eran una misma persona? Lo miré,
lo volví a mirar, y confirmé que era estúpido, empalagoso
y pajarón. Pero evidentemente se trataba de otra estupi-
dez, de otro empalago, de otra pajaronería. No eran las
del Adoquín de aquel entonces, qué iban a ser. Ahora
tienen no sé qué de irremediable. Creo que balbuceé:
“Pero, che, si nadie te lo decía con mala intención.
Acordáte de que a Prado le decían el Conejo”. “Ojalá me
hubieran llamado a mí el Conejo”, dijo, en tono compun-
gido, el Adoquín Vignale. Y no miramos más fotografías.


Viernes 22 de marzo
Corrí veinte metros para alcanzar el ómnibus y quedé
reventado. Cuando me senté, creí que me desmayaba.
En la tarea de quitarme el saco, de desabrocharme el
cuello de la camisa y moverme un poco para respirar
mejor, rocé dos o tres veces el brazo de mi compañera de
asiento. Era un brazo tibio, no demasiado flaco. En el
roce sentí el tacto afelpado del vello, pero no lograba
identificar si se trataba del mío o el de ella o el de ambos.
Desdoblé el diario y me puse a leer. Ella, por su parte,
leía un folleto turístico sobre Austria. De a poco fui respi-
rando mejor, pero me quedaron palpitaciones por todo
un cuarto de hora. Su brazo se movió tres o cuatro veces,
pero no parecía querer separarse totalmente del mío. Se
iba y regresaba. A veces el tacto se limitaba a una tenue
sensación de proximidad en el extremo de mis vellos.
Miré varias veces hacia la calle y de paso la fiché. Cara
angulosa, labios finos, pelo largo, poca pintura, manos
anchas, no demasiado expresivas. De pronto el folleto se
le cayó y yo me agaché a recogerlo. Naturalmente, eché
una ojeada a las piernas. Pasables, con una curita en el
tobillo. No dijo gracias. A la altura de Sierra, comenzó sus
preparativos para bajarse. Guardó el folleto, se acomodó
el pelo, cerró la cartera y pidió permiso. “Yo también
bajo”, dije, obedeciendo a una inspiración. Ella empezó a
caminar rápido por Pablo de María, pero en cuatro zan-
cadas la alcancé. Caminamos uno junto al otro, durante
cuadra y media. Yo estaba aún formando mentalmente
mi frase inicial de abordaje, cuando ella dio vuelta la
cabeza hacia mí, y dijo: “Si me va a hablar, decídase”.


Domingo 24 de marzo
Pensándolo bien, qué caso extraño el del viernes. No
nos dijimos los nombres ni los teléfonos ni nada personal.
Sin embargo, juraría que en esta mujer el sexo no es un
rubro primario. Más bien parecía exasperada por algo,
como si su entrega a mí fuera su curiosa venganza contra
no sé qué. Debo confesar que es la primera vez que
conquisto una mujer tan sólo con el codo y, también, la
primera vez que, una vez en la amueblada, una mujer se
desviste tan rápido y a plena luz. El agresivo desparpajo
30con que se tendió en la cama, ¿qué probaba? Hacía tanto
por poner en evidencia su completa desnudez que estuve
por creer que era la primera vez que se encontraba en
cueros frente a un hombre. Pero no era nueva. Y con su
cara seria, su boca sin pintura, sus manos inexpresivas, se
las arregló, sin embargo, para disfrutar. En el momento
que consideró oportuno, me suplicó que le dijera palabro-
tas. No es mi especialidad, pero creo que la dejé satisfe-
cha.
Lunes 25 de marzo
Empleo público para Esteban. Es el resultado de su
trabajo en el club. No sé si alegrarme con ese nombra-
miento de jefe. Él, que viene de afuera, pasa por encima
de todos los que ahora serán sus subordinados. Me ima-
gino que le harán la vida imposible. Y con razón.


Miércoles 27 de marzo
Hoy me quedé hasta las once de la noche en la oficina.
Una gauchada del gerente. Me llamó a las seis y cuarto
para decirme que precisaba esa porquería para mañana
a primera hora. Era un trabajo para tres personas. Avella-
neda, pobrecita, se ofreció para quedarse. Pero tuve lás-
tima.
También se quedaron tres en Expedición. En realidad,
era lo único verdaderamente necesario. Pero, claro, el
gerente no iba a hacer trabajar extra al macho de la
Valverde sin adornarle el castigo con el trabajo extra de
algún inocente. Esta vez el inocente fui yo. Paciencia.
Estoy deseando que la Valverde se aburra de ese cafisho.
Me deprime horriblemente trabajar fuera de hora.
Toda la oficina silenciosa, sin público, con los escritorios
mugrientos, llenos de carpetas y biblioratos. El conjunto
da una impresión de basura, de desperdicio. Y en medio
de ese silencio y de esa oscuridad, tres tipos aquí y tres
allá, trabajando sin ganas, arrastrando el cansancio de
las ocho horas previas.
Robledo y Santini me dictaban las cifras, yo escribía a
máquina. A las ocho de la noche me empezó a doler la
espalda, cerca del hombro izquierdo. A las nueve el dolor
me importaba poco; seguía escribiendo como un autóma-
ta las roncas cifras que ellos me dictaban. Cuando termi-
namos, nadie habló. Los de Expedición ya se habían ido.
Fuimos los tres hasta la Plaza, les pagué un café en el
mostrador del Sorocabana y nos dijimos chau. Creo que
me guardaron un poco de rencor porque los elegí a ellos.


Jueves 28 de marzo
Hablé largamente con Esteban. Le expuse mis dudas
sobre la justicia de su nombramiento. No pretendía que
renunciara; por Dios, sé que eso ya no se estila. Simple-
mente, me hubiera gustado oírle decir que se sentía incó-
modo. De ningún modo. “No hay caso, viejo, vos seguís
viviendo en otra época.” Así me dijo. “Ahora nadie se
ofende si viene un tipo cualquiera y lo pasa en el escala-
fón. ¿Y sabés por qué nadie se ofende? Porque todos
harían lo mismo si la ocasión se les pusiera a tiro. Estoy
seguro de que a mí no me van a mirar con bronca sino
con envidia.”
Le dije... Bueno, ¿qué importa lo que le dije?


Viernes 29 de marzo
Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por
Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una mucha-
cha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la
sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos. A veces pien-
so qué habría ocurrido si me hubiese metido a cura. Pro-
bablemente, nada. Tengo una frase que pronuncio cuatro
o cinco veces por año: “Hay dos profesiones para las que
estoy seguro de no tener la mínima vocación: militar y
sacerdote”. Pero creo que lo digo por vicio, sin el menor
convencimiento.
Llegué a casa despeinado, con la garganta ardiendo y
los ojos llenos de tierra. Me lavé, me cambié y me instalé
a tomar mate detrás de la ventana. Me sentí protegido. Y
también profundamente egoísta. Veía pasar a hombres,
mujeres, viejos, niños, todos luchando contra el viento, y
ahora también con la lluvia. Sin embargo no me vinieron
ganas de abrir la puerta y llamarlos para que se refugia-
ran en mi casa y me acompañaran con un mate caliente.
Y no es que no se me haya ocurrido hacerlo. La idea me
pasó por la cabeza, pero me sentí profundamente ridículo
y me puse a imaginar las caras de desconcierto que pon-
dría la gente, aun en medio del viento y de la lluvia.
¿Qué sería de mí, en este día, si hace veinte o treinta
años me hubiera decidido a meterme a cura? Sí, ya sé, el
viento me levantaría la sotana y quedarían al descubierto
mis pantalones de hombre vulgar y silvestre. Pero ¿y en lo
demás? ¿Habría ganado o habría perdido? No tendría
hijos (creo que habría sido un cura sincero, ciento por
ciento casto), no tendría oficina, no tendría horario, no
tendría jubilación. Tendría Dios, eso sí, y tendría religión.
Pero ¿es que acaso no los tengo? Francamente, no sé si
creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que
Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En reali-
dad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado
(raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto
suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su
no existencia. Gracias a una corazonada, puedo creer en
Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar.
¿Entonces? Acaso Dios tenga un rostro de croupier y yo
sólo sea un pobre diablo que juega a rojo cuando sale
negro, y viceversa.


Sábado 30 de marzo
Robledo todavía está de trompa conmigo, a causa del
trabajo extraordinario del último miércoles. Pobre tipo.
Según me contó Muñoz esta mañana, la novia de Roble-
do lo cela espantosamente. El miércoles tenía que encon-
trarse con ella a las ocho y, debido a que yo lo elegí para
quedarse, no pudo ir. Le avisó por teléfono, pero no
hubo caso. La otra desconfiada ya le comunicó que no
quiere saber más nada de él. Dice Muñoz que él lo con-
suela diciéndole que siempre es mejor enterarse de esos
inconvenientes antes del casamiento, pero Robledo está
con una luna tremenda. Hoy lo llamé y le expliqué que
no sabía lo de la novia. Le pregunté por qué no me lo
había dicho, y entonces me miró con unos ojos que echa-
ban chispas y murmuró: “Usted bien que lo sabía. Ya me
tienen podrido con esas bromitas”. Estornudó, de puro
nervioso, y agregó en seguida, con un amplio gesto de
decepción: “Que ellos, que son flor de guarangos, me
hagan esos chistes, lo comprendo. Pero que usted, todo
un tipo serio, se preste a secundarlos, francamente me
desilusiona un poco. Nunca se lo dije, pero tenía de usted
un buen concepto”. Quedaba un poco violento que yo
saliera a defender su buen concepto sobre mi persona, de
modo que le dije, sin ironía: “Mirá, si te parece me creés
y si no paciencia. Yo no sabía nada. Así que punto final
y andá a trabajar, si no querés que yo también me desilu-
sione”.


Domingo 31 de marzo
Esta tarde, cuando salía del California, vi desde lejos a
la del ómnibus, la “mujer del codo”. Venía con un tipo
corpulento, de aspecto deportista y con dos dedos de
frente. Cuando el tipo reía, era como para ponerse a
reflexionar sobre las imprevistas variantes de la imbecili-
dad humana. Ella también reía echando la cabeza hacia
atrás y apretándose mimosamente contra él. Pasaron
frente a mí y ella me vio en mitad de una carcajada, pero
no la interrumpió. No podría asegurar que me reconoció.
Por lo pronto, le dijo al centroforward: “Ay, querido” y
con un movimiento musculoso y coqueto arrimó su cabe-
za a la corbata con jirafas. Después dieron vuelta por
Ejido. Gran interrogante. ¿Qué tiene que ver esta tipa
con la que la otra tarde se desnudó en tiempo récord?


Lunes 1° de abril
Hoy me mandaron, para que yo lo atendiera, al “judío
que viene a pedir trabajo”. Cada dos o tres meses apare-
ce por aquí. El gerente no sabe cómo sacárselo de enci-
ma. Es un tipo alto, pecoso, de unos cincuenta años;
habla horriblemente el español y quizá lo escriba peor.
Su cantinela informa siempre que su especialización es
correspondencia en tres o cuatro idiomas, taquigrafía en
alemán, contabilidad de costos. Extrae del bolsillo una
carta en estado de absoluto deterioro, en la cual el jefe de
personal de no sé qué instituto de La Paz, Bolivia, certi-
fica que el señor Franz Heinrich Wolff prestó servicios a
entera satisfacción y se retiró por su propia voluntad. Sin
embargo, la expresión del tipo está lo más alejada posible
de toda voluntad, propia o ajena. Ya conocemos de me-
moria todos sus tics, todos sus argumentos, toda su resig-
nación. Porque él siempre insiste en que le hagan una
prueba, pero cuando lo ponemos a escribir a máquina, la
carta siempre le sale mal; a las pocas preguntas que se le
formulan responde siempre con tranquilos silencios. No
puedo imaginar de qué vive. Su aspecto es a la vez limpio
y miserable. Parece estar inexorablemente convencido de
su fracaso; no se otorga la mínima posibilidad de tener
éxito, pero sí la obligación de ser empecinado, sin impor-
tarle mayormente frente a cuántas negativas deba estre-
llarse. Yo no sabría decir exactamente si el espectáculo es
patético, repugnante o sublime, pero creo que nunca po-
dré olvidar la cara (¿serena?, ¿resentida?) con que el
hombre recibe siempre el resultado negativo de la prueba
y la semirreverencia con que se despide. Alguna vez lo he
visto por la calle, caminando despacio o mirando simple-
mente el río de la gente que pasa y que quizá le inspire
alguna reflexión. Creo que jamás logrará sonreír. Su mi-
rada podría ser la de un loco o la de un sabio o la de un
simulador o la de alguien que ha sufrido mucho. Pero lo
cierto es que, cada vez que lo veo, a mí me deja una
sensación de incomodidad como si yo fuera en parte
culpable de su estado, de su miseria, y —lo peor de
todo— como si él supiera que yo soy culpable. Ya sé que
es una idiotez. Yo no puedo conseguirle empleo en mi
oficina; además, él no sirve.
¿Y entonces? Quizá yo sepa que hay otras formas de
ayudar a un semejante. ¿Pero cuáles? ¿Consejos, por
ejemplo? No quiero ni pensar la cara con que los recibi-
ría. Hoy, después que le dije por décima vez que no, sentí
que me venía una bocanada de lástima y me decidí a
tenderle la mano con un billete de diez pesos. Él me dejó
con la mano tendida, me miró fijamente (una mirada
bastante complicada aunque creo que en ella el ingre-
diente principal era, a su vez, la lástima) y me dijo con
ese desagradable acento de eres que suenan como ges:
“Usted no compgende.” Lo cual es rigurosamente cierto.
No comprendo y basta. No quiero pensar más en todo
esto.


Martes 2 de abril
Me veo poco con mis hijos. Especialmente con Jaime.
Es curioso, porque es precisamente a Jaime a quien qui-
siera ver más a menudo. De los tres es el único que tiene
humor. No sé qué validez tiene la simpatía en las relacio-
nes entre padres e hijos, pero lo cierto es que Jaime es,
de los tres, el que me resulta más simpático. Pero, en
compensación, es también el menos transparente.
Hoy lo vi, pero él no me vio. Una curiosa experiencia.
Yo estaba en Convención y Colonia, despidiéndome de
Muñoz que me había acompañado hasta allí. Jaime pasó
por la vereda de enfrente. Iba con otros dos, que tenían
algo desagradable en el porte o en el vestir; no me acuer-
do bien, porque me fijé especialmente en Jaime. No sé
qué les iría diciendo a los otros, pero éstos se reían con
grandes aspavientos. Él iba serio, pero su expresión era
de satisfacción, o quizás no, más bien provenía del
convencimiento de su superioridad, del claro dominio
que en ese momento ejercía sobre sus acompañantes.
A la noche le dije: “Hoy te vi por Colonia. Ibas con otros
dos”. Me pareció que se ponía colorado. Acaso me equivo-
qué. “Un compañero de oficina y su primo”, dijo. “Parece
que los divertías mucho”, agregué. “Uh, ésos se ríen de
cualquier pavada.”
Entonces, creo que por primera vez en su vida, me
hizo una pregunta personal, una pregunta que se refería
a mis propias preocupaciones: “Y... ¿para cuándo calcu-
lás que estará pronta tu jubilación?”. ¡Jaime preguntando
por mi jubilación! Le dije que Esteban le había hablado a
un amigo para que la apurara. Pero tampoco puede apu-
rarla demasiado. Es inevitable que, antes que nada, yo
cumpla mis cincuenta. “¿Y cómo te sentís?”, preguntó.
Yo me reí y me limité a encogerme de hombros. No dije
nada, por dos razones. La primera, que todavía no sé
qué haré con mi ocio. La segunda, que estaba conmovi-
do con ese repentino interés. Un buen día, hoy.


Jueves 4 de abril
Otra vez tuvimos que quedarnos hasta tarde. Ahora la
culpa fue nuestra: hubo que buscar una diferencia. Todo un
problema para elegir la gente. El pobre Robledo me miraba
desafiante, pero no lo elegí; prefiero que piense que me
tiene dominado. Santini tenía un cumpleaños, Muñoz anda
con una uña encarnada que lo tiene de muy mal humor,
Sierra hace dos días que no viene. Al final se quedaron
Méndez y Avellaneda. A las ocho menos cuarto, se me acer-
có Méndez muy misterioso y me preguntó para cuánto te-
níamos. Le dije que por lo menos hasta las nueve. Enton-
ces, más misterioso aún y tomando las máximas precaucio-
nes para que no lo escuchara Avellaneda, me confesó que
a las nueve tenía un programa y que primero quería ir a su
casa para bañarse, afeitarse, cambiarse, etc. Todavía lo hice
sufrir un poco. Le pregunté: “¿Está buena?”. “Es un poema,
jefe.” Ellos saben bien que la única arma para conquistarme
es la franqueza. Y se pasan de francos. Le di permiso, claro.
Pobre Avellaneda. En cuanto quedamos solos en el
enorme local, se puso más nerviosa que de costumbre.
Cuando me alcanzó una planilla y vi que le temblaba la
mano, le pregunté a quemarropa: “¿Tengo un aspecto muy
amenazante? No se ponga así, Avellaneda”. Se rió y desde
ese momento trabajó más tranquila. Es todo un problema
hablarle. Siempre tengo que estar a medio camino entre la
severidad y la confianza. Tres o cuatro veces la miré de
reojo. Se ve que es una buena chica. Tiene rasgos defini-
dos, de tipa leal. Cuando se aturulla un poco con el traba-
jo, inevitablemente se despeina y eso le queda bien. Sólo
a las nueve y diez encontramos la diferencia. Le pregunté
si quería que la acompañase. “No, señor Santomé, de nin-
gún modo.” Pero mientras caminábamos hasta la Plaza,
hablamos del trabajo. Tampoco aceptó un café. Le pregun-
té dónde vivía y con quién. Padre y madre. ¿Novio? Fuera
de la oficina debo inspirarle menos respeto, porque contes-
tó afirmativamente y en un tono normal. “¿Y cuándo ten-
dremos colecta?”, pregunté, como es de ritual en estos
casos. “Oh, hace sólo un año que hablamos.” Yo creo que
después de haberme confesado que tenía novio, se sintió
más defendida e interpretó mis preguntas como un interés
casi paternal. Reunió todo su coraje para averiguar si yo
era casado, si tenía hijos, etcétera. Se puso muy seria ante
la notificación de mi viudez y creo que estuvo luchando
entre cambiar rápidamente de tema o acompañarme el
sentimiento con veinte años de atraso. Triunfó la cordura y
pasó a hablarme de su novio. Apenas me había enterado
de que trabajaba en el Municipio, cuando apareció su
trole. Me dio la mano y todo, qué barbaridad.


Viernes 5 de abril
Carta de Aníbal. Se aburrió en San Pablo y regresa a
fin de mes. Para mí es una buena noticia. Tengo pocos
amigos y Aníbal es el mejor. Por lo menos es el único
con quien puedo hablar de ciertos temas sin sentirme
ridículo. Alguna vez tendremos que investigar en qué se
basa nuestra afinidad. Él es católico, yo no soy nada. Él
es mujeriego, yo me limito a lo indispensable. Él es acti-
vo, creador, categórico; yo soy rutinario e indeciso. Lo
cierto es que, muchas veces, él me empuja a tomar una
decisión; otras, soy yo el que lo freno con alguna de mis
dudas. Cuando murió mi madre —hará en agosto quin-
ce años— yo estaba hecho una ruina. Sólo me sostenía
una fervorosa rabia contra Dios, los parientes, el próji-
mo. Cada vez que recuerdo el velorio interminable,
siento asco. Los asistentes se dividían en dos clases: los
que empezaban a llorar desde la puerta y después me
sacudían entre sus brazos, y los que llegaban tan sólo a
cumplir, me daban la mano con empalagosa compun-
ción y a los diez minutos estaban contando chistes ver-
des. Entonces llegó Aníbal, se acercó, ni siquiera me dio
la mano, y se puso a hablar con naturalidad: de mí, de
sí mismo, de su familia, incluso de mi madre. Esa natu-
ralidad fue una especie de bálsamo, de verdadero con-
suelo; yo la interpreté como el mejor homenaje que al-
guien podía hacer a mi madre, y a mí mismo en mi
afecto por mi madre. Es tan sólo un detalle, un episodio
casi insignificante, eso lo comprendo bien, pero tuvo
lugar en uno de esos momentos en que el dolor lo pone
a uno exageradamente receptivo.


Sábado 6 de abril
Sueño descabellado. Yo venía de atravesar en pijama
el Parque de los Aliados. De pronto, en la vereda de una
casa lujosa, de dos plantas, vi que estaba Avellaneda. Me
acerqué sin vacilar. Ella tenía puesto un vestidito liso, sin
adornos ni cinturón, directamente sobre la carne. Estaba
sentada en un banquito de cocina, junto a un eucalipto,
y pelaba papas. De pronto tuve conciencia de que ya era
de noche y me acerqué y le dije: “Qué rico olor a cam-
po”. Al parecer, mi argumento fue decisivo, porque inme-
diatamente me dediqué a poseerla, sin que mediase re-
sistencia alguna de su parte.
Esta mañana, cuando apareció Avellaneda con un ves-
tidito liso, sin adornos ni cinturón, no pude aguantarme y
le dije: “Qué rico olor a campo”. Me miró con auténtico
pánico, exactamente como se mira a un loco o a un bo-
rracho. Para peor de males traté de explicarle que estaba
hablando solo. No la convencí, y al mediodía, cuando se
fue, todavía me vigilaba con cierta prevención. Una prue-
ba más de que es posible ser más convincente en los
sueños que en la realidad.


Domingo 7 de abril
Casi todos los domingos, almuerzo y ceno solo, e ine-
vitablemente me pongo melancólico. “¿Qué he hecho de
mi vida?” es una pregunta que suena a Gardel o a Suple-
mento Femenino o artículo del Reader’s Digest. No im-
porta. Hoy domingo, me siento más allá de lo irrisorio y
puedo hacerme preguntas de ese tipo. En mi historia par-
ticular, no se han operado cambios irracionales, virajes
insólitos y repentinos. Lo más insólito fue la muerte de
Isabel. ¿Residirá en esa muerte la clave verdadera de lo
que yo considero mi frustración? No lo creo. Más aún,
cuanto más me investigo, más me convenzo de que esa
muerte joven fue una desgracia, digamos, con suerte.
(Por Dios, qué vulgar y mezquino suena esto. Yo mismo
me horrorizo.) Quiero decir que en el momento en que
Isabel desaparece, yo tenía veintiocho años y ella veinti-
cinco. Estábamos pues, en pleno auge del deseo. Creo
que mi deseo físico más vehemente me fue inspirado por
ella. Será por eso tal vez que si bien soy incapaz de
reconstruir (con mis propias imágenes, no con fotografías
o recuerdos de recuerdos) el rostro de Isabel, puedo en
cambio volver a sentir en mis manos, todas las veces que
lo necesite, el tacto particular de su cintura, de su vientre,
de sus pantorrillas, de sus senos. ¿Por qué las palmas de
mis manos tienen una memoria más fiel que mi memo-
ria? Una consecuencia puedo extraer de todo esto: que si
Isabel hubiera vivido los suficientes años más como para
que su cuerpo se aflojara (eso tenía de bueno: su piel lisa
y tirante en todas sus zonas) y aflojara, por ende, mi
capacidad de desearla, no puedo garantizar qué hubiera
sido de nuestro vínculo ejemplar. Porque toda nuestra
armonía, que era cierta, dependía inexorablemente de la
cama, de nuestra cama. No quiero decir con esto que
durante el día nos lleváramos como perro y gato; por el
contrario, en nuestra vida cotidiana se usaba una buena
dosis de concordia. Pero ¿cuál era el freno para los esta-
llidos, para los desbordes? Sencillamente, el goce de las
noches, su presencia protectora en medio de los sinsabo-
res del día. Si alguna vez el odio nos tentaba y empezá-
bamos a apretar los labios, nos cruzaba por los ojos el
aliciente de la noche, pasada o futura, y entonces, inevi-
tablemente, nos envolvía una oleada de ternura que
aplacaba todo brote de rencor. En eso no estoy disconfor-
me. Mi matrimonio fue una buena cosa, una alegre tem-
porada.
Pero ¿y lo demás? Porque está la opinión que uno
puede tener de sí mismo, algo que increíblemente tiene
poco que ver con la vanidad. Me refiero a la opinión
ciento por ciento sincera, la que uno no se atrevería a
confesarle ni al espejo frente al que se afeita. Recuerdo
que hubo una época (allá entre mis dieciséis y mis veinte
años) en que tuve una buena, casi diría una excelente
opinión de mí mismo. Me sentía con impulso para empe-
zar y llevar a cabo “algo grande”, para ser útil a muchos,
para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la
mía una actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me
hubiera gustado recibir la aceptación y hasta el aplauso
ajeno, creo que mi primer objetivo no era usar de los
otros, sino serles de utilidad. Ya sé que esto no es caridad
pura y cristiana; además, no me importa mucho el senti-
do cristiano de la caridad. Recuerdo que yo no pretendía
ayudar a los menesterosos, o a los tarados, o a los mise-
rables (creo cada vez menos en la ayuda caóticamente
distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamen-
te, ser de utilidad para mis iguales, para quienes tenían
un más comprensible derecho a necesitar de mí.
La verdad es que esa excelente opinión acerca de mí
mismo ha decaído bastante. Hoy me siento vulgar y, en
algunos aspectos, indefenso. Soportaría mejor mi estilo
de vida si no tuviera conciencia de que (sólo mentalmen-
te, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que
tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como
para encaramarme a otra posibilidad, saber que soy su-
perior, no demasiado, a mi agotada profesión, a mis po-
cas diversiones, a mi ritmo de diálogo: saber todo eso no
ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien me hace
sentirme más frustrado, más inepto para sobreponerme a
las circunstancias. Lo peor de todo es que no han acae-
cido terribles cosas que me cercaran (bueno, la muerte de
Isabel es algo fuerte, pero no puedo llamarla terrible;
después de todo, ¿existe algo más natural que irse de este
mundo?), que frenaran mis mejores impulsos, que impi-
dieran mi desarrollo, que me ataran a una rutina aletar-
gante. Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por la vía
más simple: la acumulación. La seguridad de saberme
capaz para algo mejor, me puso en las manos la poster-
gación, que al fin de cuentas es un arma terrible y suici-
da. De ahí que mi rutina no haya tenido nunca carácter
ni definición; siempre ha sido provisoria, siempre ha
constituido un rumbo precario, a seguir nada más que
mientras duraba la postergación, nada más que para
aguantar el deber de la jornada durante ese período de
preparación que al parecer yo consideraba imprescindi-
ble, antes de lanzarme definitivamente hacia el cobro de
mi destino. Qué pavada, ¿no? Ahora resulta que no tengo
vicios importantes (fumo poco, sólo de aburrido tomo
una cañita de cuando en cuando), pero creo que ya no
podría dejar de postergarme: éste es mi vacío, por otra
parte incurable. Porque si ahora mismo me decidiera a
asegurarme, en una especie de tardío juramento: “Voy a
ser exactamente lo que quise ser”, resultaría que todo
sería inútil. Primero, porque me siento con escasas fuer-
zas como para jugarlas a un cambio de vida, y luego,
porque ¿qué validez tiene ahora para mí aquello que
quise ser? Sería algo así como arrojarme conscientemen-
te a una prematura senilidad. Lo que deseo ahora es
mucho más modesto que lo que deseaba hace treinta
años y, sobre todo, me importa mucho menos obtenerlo.
Jubilarme, por ejemplo. Es una aspiración, naturalmente,
pero es una aspiración en cuesta abajo. Sé que va a
llegar, sé que vendrá sola, sé que no será preciso que yo
proponga nada. Así es fácil, así vale la pena entregarse y
tomar decisiones.


Martes 9 de abril
Esta mañana me llamó el Adoquín Vignale. Le hice
decir que no estaba, pero cuando me volvió a llamar a la
tarde, me sentí obligado a atenderlo. En esto soy categó-
rico: si tengo esta relación (no me atrevo a llamarla amis-
tad) es tal vez porque la merezco.
Quiere venir a casa. “Algo confidencial, viejo. No pue-
do decirlo por teléfono, ni tampoco puedo traerte a casa
para esto.” Quedamos combinados para el jueves de no-
che. Vendrá después de la cena.


Miércoles 10 de abril
Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente,
pero ¿qué es?


Jueves 11 de abril
Falta media hora para que cenemos. Esta noche viene
Vignale. Sólo estaremos Blanca y yo. Los muchachos
desaparecieron no bien se enteraron de la visita. No los
acuso. Yo también hubiera escapado.
En Blanca se ha operado un cambio. Tiene color en las
mejillas, y no es artificial; tiene color aún después de
lavarse la cara. A veces se olvida de que estoy en la casa
y se pone a cantar. Tiene poca voz pero la maneja con
gusto. Me agrada oírla. ¿Qué pasará por la cabeza de mis
hijos? ¿Estarán en el momento de las aspiraciones en
cuesta arriba?


Viernes 12 de abril
Ayer Vignale llegó a las once y se fue a las dos de la
mañana. Su problema cabe en pocas palabras: su
concuñada se ha enamorado de él. Vale la pena transcri-
bir, aunque sólo sea aproximadamente, la versión de
Vignale: “Fijáte que ellos hace seis años que viven con
nosotros. Seis años no son cuatro días. No te voy a decir
que hasta ahora nunca me hubiera fijado en la Elvira. Vos
ya te diste cuenta de que está bastante buena. Y si la vieras
en traje de baño, se te caen las medias. Pero, che, una cosa
es mirar y otra aprovechar. ¿Qué querés? Mi patrona ya
está un poco jamona y además está agotada por el trabajo
de la casa y el cuidado de los chiquilines. Podrás imaginar-
te que después de quince años de casado no es cosa de
verla e ipso facto inflamarse de pasión. Además, tiene
unos períodos que le duran como una quincena, así que es
bastante difícil que mis ganas lleguen a coincidir con su
disponibilidad. La verdad es que muchas veces ando ham-
briento y me como con los ojos las pantorrillas de la Elvira,
que, para peor de males, de entrecasa anda siempre de
shorts. La cosa es que la mujer ha interpretado mal mis
miradas; bueno, en realidad las ha interpretado bien, pero
no era para tanto. La pura verdad es que si hubiera sabido
que la Elvira gustaba de mí, ni la habría observado, por-
que lo que menos quiero es armar relajo dentro de mi
propio hogar, que para mí siempre fue sagrado. Primero
fueron miradas y yo haciéndome el oso. Pero el otro día se
me cruzó de piernas, así nomás, en shorts, y no tuve más
remedio que decirle: ‘Tené cuidado’. Me contestó: ‘No
quiero tener cuidado’, y fue el acabóse. A continuación me
preguntó si era ciego, que yo bien sabía que no le era
indiferente, etcétera, etcétera. Aunque estaba seguro que
de nada iba a servir, le recordé la existencia del marido, o
sea mi cuñado, y ¿sabés qué me contestó?: ‘¿Quién? ¿Ese
tarado?’. Y ahí está lo peor: que tiene razón, Francisco es
un tarado. Eso es lo que me enfría un poco los escrúpulos.
¿Vos qué harías en mi lugar?”.
Yo en su lugar no tendría problemas: primero, no me
hubiera casado con la idiota de su mujer, y segundo, no
me sentiría atraído en absoluto por la carne blanda de la
otra veterana. Pero no pude decirle otra cosa que lugares
comunes: “Tené cuidado. Mirá que no te la vas a poder
sacar de encima. Si querés rifarte toda tu situación fami-
liar, entonces dale; pero si esa situación te importa más
que todo, entonces no te arriesgues”.
Se fue compungido, preocupado, indeciso. Creo, sin
embargo, que la frente de Francisco está en peligro.


Domingo 14 de abril
Esta mañana tomé un ómnibus, me bajé en Agraciada
y Diecinueve de Abril. Hace años que no iba por ahí. Me
hice la ilusión de que visitaba una ciudad desconocida.
Sólo ahora me di cuenta de que me he acostumbrado a
vivir en calles sin árboles. Y qué irremediablemente frías
pueden llegar a ser.
Una de las cosas más agradables de la vida: ver cómo
se filtra el sol entre las hojas.
Buena mañana la de hoy. Pero a la tarde dormí una
siesta de cuatro horas y me levanté de mal humor.
Martes 16 de abril
Sigo sin averiguar qué es lo que me atrae en Avellane-
da. Hoy la estuve estudiando. Se mueve bien, se recoge
armoniosamente el pelo, sobre las mejillas tiene una leve
pelusa, como de durazno. ¿Qué hará con el novio? O
mejor, ¿qué hará el novio con ella? ¿Jugarán a la parejita
decente o se calentarán como cualquier hijo de vecino?
Pregunta clave para un servidor: ¿Envidia?


Miércoles 17 de abril
Dice Esteban que si quiero tener la jubilación para fin
de año, la cosa hay que empezarla ahora. Dice que me va
a ayudar a moverla, pero que aun así llevará tiempo.
Ayudar a moverla quizá signifique untarle la mano a al-
guien. No me gustaría. Sé que el más indigno es el otro,
pero yo tampoco sería inocente. La teoría de Esteban es
que es necesario desempeñarse en el estilo que exige el
ambiente. Lo que en un ambiente es simplemente honra-
do, en otro puede ser simplemente imbécil. Tiene algo de
razón, pero me desalienta que tenga razón.


Jueves 18 de abril
Vino el inspector: amable, bigotudo. Nadie hubiera
pensado que fuese tan cargoso. Empezó pidiendo datos
del último balance y terminó solicitando una discrimina-
ción de rubros que figura en el inventario inicial. Me pasé
acarreando viejos y destartalados libros desde la mañana
hasta última hora de la tarde. El inspector era un primor:
sonreía, pedía perdón, decía “Mil gracias”. Un encanto el
tipo. ¿Por qué no se morirá? Al principio estuve amasan-
do mi rabia, contestando entre dientes, puteando mental-
mente. Después la bronca cedió paso a otra sensación.
Empecé a sentirme viejo. Esos datos iniciales de 1929,
los había escrito yo; esos asientos y contraasientos que
figuraban en el borrador del Diario, los había escrito yo;
esos transportes a lápiz en libro de Caja, los había escrito
yo. En ese entonces era sólo un pinche, pero ya me da-
ban a hacer cosas importantes, aunque la módica gloria
fuera sólo del jefe, exactamente como ahora gano yo mi
módica gloria por las cosas importantes que hacen
46Muñoz y Robledo. Me siento un poco como el Herodoto
de la empresa, el resgistrador y el escriba de su historia,
el testigo sobreviviente. Veinticinco años. Cinco lustros.
O un cuarto de siglo. No. Parece mucho más sobrecoge-
dor decir, lisa y llanamente, veinticinco años, ¡y cómo ha
ido cambiando mi letra! En 1929 tenía una caligrafía
despatarrada: las “t” minúsculas no se inclinaban hacia
el mismo lado que las “d”, que las “b” o que las “h”,
como si no hubiera soplado para todas el mismo viento.
En 1939, las mitades inferiores de las “f”, las “g” y las “j”
parecían una especie de flecos indecisos, sin carácter ni
voluntad. En 1945 empezó la era de las mayúsculas, mi
regusto en adornarlas con amplias curvas, espectaculares
e inútiles. La “M” y la “H” eran grandes arañas, con tela
y todo. Ahora mi letra se ha vuelto sintética, pareja, dis-
ciplinada, neta. Lo que sólo prueba que soy un simu-
lador, ya que yo mismo me he vuelto complicado, despa-
rejo, caótico, impuro. De pronto, al pedirme el inspector
un dato correspondiente a 1930, reconocí mi caligrafía,
mi caligrafía de una etapa especial. Con la misma letra
que escribí: “Detalle de sueldos pagados al personal en el
mes de agosto de 1930”, con esa misma letra y en ese
mismo año, había escrito dos veces por semana: “Queri-
da Isabel”, porque Isabel vivía entonces en Melo y yo le
escribía puntualmente los martes y viernes. Ésa había
sido, pues, mi letra de novio. Sonreí, arrastrado por los
recuerdos, y el inspector sonrió conmigo. Después me
pidió otra discriminación de rubros.


Sábado 20 de abril
¿Estaré reseco? Sentimentalmente, digo.


Lunes 22 de abril
Nuevas confesiones de Santini. Otra vez referentes a la
hermanita de diecisiete años. Dice que cuando los padres
no están en la casa, ella viene a su cuarto y baila casi
desnuda frente a él. “Tiene un traje de baño de esos de
dos partes, ¿sabe? Bueno, cuando viene a bailar a mi
cuarto, se quita la parte de arriba.” “¿Y vos qué hacés?”
“Yo... me pongo nervioso.” Le dije que si solamente se
ponía nervioso, no había peligro. “Pero, señor, eso es
inmoral”, dijo, agitando la muñeca con la cadenita y la
medalla. “Y ella, ¿qué razones te da para venir a bailar
delante tuyo con tan poca ropa?” “Fíjese, señor, dice que
a mí no me gustan las mujeres y que ella me va a curar.”
“¿Y es cierto eso?” “Bueno, aunque fuera cierto... no
tiene por qué hacerlo... por ella misma... me parece.”
Entonces me resigné a hacerle la pregunta que él estaba
buscando desde hacía tiempo: “Y los hombres, ¿te gus-
tan?”. Sacudió otra vez la cadenita y la medalla. Dijo:
“Pero eso es inmoral, señor”, me hizo un guiño que esta-
ba a medio camino entre lo travieso y lo asqueroso y,
antes de que yo pudiera agregar nada, me preguntó: “¿O
usted no lo cree así?”. Lo saqué vendiendo boletines y le
mandé un trabajo de esos bien pudridores. Tiene por lo
menos para diez días de no levantar la cabeza. Eso es lo
que me faltaba: un marica en la sección. Parece que es
del tipo “con escrúpulos”. Qué alhaja. Una cosa es cierta,
sin embargo: que la hermanita se las trae.


Miércoles 24 de abril
Hoy, como todos los 24 de abril, cenamos juntos.
Buen motivo: el cumpleaños de Esteban. Creo que todos
nos sentimos un poco obligados a mostrarnos alegres. Ni
siquiera Esteban parece alunado; hizo algunos chistes,
aguantó a pie firme nuestros abrazos.
El menú preparado por Blanca fue el punto más alto de
la noche. Naturalmente, eso también predispone al buen
humor. No es del todo absurdo que un pollo a la portugue-
sa me deje más optimista que una tortilla de papas. ¿No se
le habrá ocurrido a ningún sociólogo efectuar un detenido
análisis sobre la influencia de las digestiones en la cultura,
la economía y la política uruguayas? ¡Cómo comemos,
Dios mío! En la alegría, en el dolor, en el asombro, en el
desaliento. Nuestra sensibilidad es primordialmente diges-
tiva. Nuestra innata vocación de demócratas se apoya en
un viejo postulado: “Todos tenemos que comer”. A nues-
tros creyentes les importa sólo en parte que Dios les per-
done sus deudas, pero en cambio piden de rodillas, con
lágrimas en los ojos, que no les falte el pan nuestro de
cada día. Y ese Pan Nuestro no es —estoy seguro— un
mero símbolo: es un pan alemán de a kilo.
Bueno, comimos bien, tomamos un buen clarete, fes-
tejamos a Esteban. Al final de la cena, cuando revolvía-
mos lentamente el café, Blanca dejó caer una noticia:
tiene novio. Jaime la envolvió con una mirada rara, inde-
finida (¿qué es Jaime?, ¿quién es Jaime?, ¿qué quiere
Jaime?). Esteban preguntó alegremente el nombre del
“infeliz”. Yo creo que me sentí contento y lo dejé traslucir.
“¿Y cuándo conocemos a esa monada?”, pregunté.
“Mirá, papá, Diego no va a hacer esas visitas protocola-
res de lunes, miércoles y viernes. Nos encontramos en
cualquier parte, en el Centro, en su casa, aquí.” Cuando
dijo “en su casa” debimos haber fruncido nuestros ceños,
porque ella se apresuró a agregar: “Vive con su madre,
en un apartamento. No tengan miedo”. “Y la madre,
¿nunca sale?”, preguntó Esteban, ya un poco agrio. “No
te pongas pesado”, dijo Blanca y en seguida me lanzó la
pregunta: “Papá, quiero saber si vos me tenés confianza.
Es la única opinión que me importa. ¿Me tenés confian-
za?”. Cuando me preguntan así, a quemarropa, hay una
sola cosa que puedo contestar. Mi hija lo sabe. “Claro
que te tengo confianza”, dije. Esteban se limitó a dejar
constancia de su incredulidad en una sonora carraspera.
Jaime siguió callado.


Viernes 26 de abril
El gerente convocó a otra reunión de jefes. No estaba
Suárez, por suerte tiene gripe. Martínez aprovechó la oca-
sión para decir algunas verdades. Estuvo bien. Le admiro
la energía. A mí en el fondo me importan un cuerno: la
oficina, los títulos, las jerarquías y otras pavadas. Nunca
me sentí atraído por las jerarquías. Mi lema secreto:
“Cuanto menos jerarquías, menos responsabilidad”. La
verdad es que uno vive más cómodo sin grandes cargos.
En cuanto a Martínez, está bien lo que hace. De todos los
jefes, los únicos que podían aspirar a una subgerencia
(cargo a llenar a fin de año) seríamos, por orden de anti-
güedad: yo, Martínez y Suárez. A mí Martínez no me teme,
porque sabe que me jubilo. En cambio le tiene miedo (y
con razón) a Suárez, porque desde que éste anda con la
Valverde, sus progresos han sido notables: de ayudante
del cajero pasó a oficial 1o a mediados del año pasado, de
oficial 1o a jefe de Expedición hace apenas cuatro meses.
Martínez sabe perfectamente que la única forma de defen-
derse de Suárez es desacreditarlo totalmente. Por cierto
que para eso no tiene que exprimir demasiado su imagina-
ción, ya que Suárez es, en cuanto a cumplimiento, una
calamidad. Se sabe inmune, se sabe odiado, pero el escrú-
pulo no ha sido nunca su especialidad.
Había que ver la cara del gerente cuando el otro soltó
su entripado. Martínez le preguntó directamente si “el
señor gerente no sabía si algún otro miembro del Directo-
rio tenía alguna hija disponible que quisiera acostarse
con jefes de sección”, agregando que él “estaba a las
órdenes”. El gerente le preguntó qué buscaba con eso, si
quería que lo suspendieran. “De ningún modo”, aclaró
Martínez, “lo que busco es un ascenso. Tengo entendido
que el procedimiento es éste”. El gerente daba lástima. El
hombre sabe que Martínez tiene razón, pero, además,
sabe que él no puede hacer nada. Por ahora, al menos,
Suárez es intocable.


Domingo 28 de abril
Llegó Aníbal. Fui a recibirlo al Aeropuerto. Está más
flaco, más viejo, más gastado. De todos modos, fue una
alegría volver a verlo. Hablamos muy poco, porque esta-
ban las tres hermanas y yo nunca me he llevado bien con
esos loros. Quedamos en vernos uno de estos días; me
llamará a la oficina.


Lunes 29 de abril
Hoy la sección era un desierto. Faltaron tres. Además,
Muñoz anduvo en la calle y Robledo tuvo que revisar las
fichas con la sección Ventas. Menos mal que a esta altura
del mes no hay mucho trabajo. El jaleo viene siempre
después del primero. Aproveché la soledad y la escasez
de trabajo para charlar un rato con Avellaneda. Hace
unos cuantos días que la noto apagada, casi triste. Eso sí,
le sienta la tristeza. Le afila los rasgos, le pone los ojos
melancólicos, la hace más joven aún. Me gusta Avellane-
da, creo que ya escribí esto alguna vez. Le pregunté qué
le pasaba. Se acercó a mi mesa, me sonrió (qué bien
sonríe), no dijo nada. “Hace unos cuantos días que la
noto apagada, casi triste”, le dije, y a fin de que mi co-
mentario tuviera el mismo equipo de palabras que mi
pensamiento, agregué: “Eso sí, le sienta la tristeza”. No lo
tomó como un piropo. Sólo se le alegraron los ojos me-
lancólicos, y dijo: “Usted es muy bueno, señor Santomé”.
¿Por qué el “señor Santomé”, Dios mío? Había sonado
tan bien la primera parte... El “señor Santomé” me recor-
dó mi casi cincuentena, apagó inexorablemente mis hu-
mos, y sólo me restaron fuerzas para preguntarle en tono
fallutamente paternal: “¿el novio?”. A la pobre Avellane-
da se le llenaron los ojos de lágrimas, sacudió la cabeza
en un gesto que parecía una afirmación, balbuceó un
“perdón” y salió corriendo hacia el cuarto de baño. Yo
quedé por un rato sin saber qué hacer delante de mis
papeles; creo que estaba conmovido. Me sentí agitado,
como hace mucho no me sentía. Y no era la nerviosidad
corriente de alguien que ve a una mujer llorando o a
punto de. Mi agitación era mía, sólo mía; la agitación de
asistir a mi propia conmoción. De pronto se hizo la luz en
mi propio cerebro: ¡Entonces no estoy reseco! Cuando
regresó Avellaneda, ya sin lágrimas y un poco avergonza-
da, yo todavía estaba disfrutando egoístamente de mi
novel descubrimiento. No estoy reseco, no estoy reseco.
Entonces la miré con gratitud, y como en ese momento
regresaban Muñoz y Robledo, ambos nos pusimos a
trabajar como obedeciendo a un secreto acuerdo.


Martes 30 de abril
Vamos a ver, ¿qué me pasa? Todo el día estuvo tran-
sitando por mi cabeza, como si se tratara de un slogan
recurrente, la única frase: “Así que se peleó con el novio”.
Y a continuación mi ritmo respiratorio se alegraba. El mis-
mo día en que descubro que no estoy reseco, me siento en
cambio intranquilizadoramente egoísta. Bueno, creo que,
a pesar de todo, esto significa un paso adelante.


Miércoles 1° de mayo
El Día de los Trabajadores más aburrido de la historia
universal. Para peor: gris, lluvioso, prematuramente in-
vernal. Las calles sin gente, sin ómnibus, sin nada. Y yo
en mi cuarto, en mi cama camera de uno solo, en este
oscuro, pesado silencio de las siete y media. Ojalá fueran
ya las nueve de la mañana y yo estuviera en mi escritorio
y de vez en cuando mirara hacia la izquierda y encontra-
ra aquella figurita triste, concentrada, indefensa.


Jueves 2 de mayo
No quise hablar con Avellaneda. Primero, porque no
quiero asustarla; segundo, porque no sé realmente qué
decirle. Antes tengo que saber con precisión qué me
está sucediendo. No puede ser que, a mis años, apa-
rezca de pronto esta muchacha, que ni siquiera es
definidamente linda, y se convierta en el centro de mi
atención. Me siento nervioso como un adolescente, eso
es cierto, pero cuando miro mi piel que empieza a aflo-
jarse, cuando veo estas arrugas de mis ojos, estas
várices de mis tobillos, cuando siento por las mañanas
mi tos vejancona, absolutamente necesaria para que
mis bronquios empiecen su jornada, entonces ya no me
siento adolescente sino ridículo.
Todo el mecanismo de mis sentimientos quedó deteni-
do hace veinte años, cuando murió Isabel. Primero fue
dolor, después indiferencia, más tarde libertad, última-
mente tedio. Largo, desierto, invariable tedio. Oh, duran-
te todas estas etapas el sexo siguió activo. Pero la técnica
fue de picoteo. Hoy un programa en el ómnibus, mañana
la contadora que estuvo de inspección, pasado la cajera
de Edgardo Lamas, S. A. Nunca dos veces con la misma.
Una especie de inconsciente resistencia a comprometer-
me, a encasillar el futuro en una relación normal, de base
permanente. ¿Por qué todo eso? ¿Qué estaba defendien-
do? ¿La imagen de Isabel? No lo creo. No me he sentido
víctima de ese trágico compromiso, que, por otra parte,
nunca suscribí. ¿Mi libertad? Puede ser. Mi libertad es
otro nombre de mi inercia. Acostarse hoy con una, maña-
na con otra; bueno, es un decir, alcanza con una vez por
semana. Lo que pide la naturaleza y nada más; igual que
comer, igual que bañarse, igual que ir de cuerpo. Con
Isabel era diferente, porque había una especie de co-
munión y, cuando hacíamos el amor, parecía que cada
duro hueso mío se correspondía con un blando hueco de
ella, que cada impulso mío se hallaba matemáticamente
con su eco receptor. Tal para cual. Igual que cuando uno
se acostumbra a bailar con la misma pareja. Al principio,
a cada movimiento corresponde una réplica; después, la
réplica corresponde a cada pensamiento. Uno solo es el
que piensa, pero son los dos cuerpos los que hacen la
figura.


Sábado 4 de mayo
Aníbal me telefoneó. Mañana nos veremos.
Avellaneda faltó a la oficina. Jaime me pidió plata.
Nunca lo había hecho antes. Le pregunté para qué la
precisaba. “No puedo ni quiero decírtelo. Si querés me la
prestás y si no guardátela. Me da exactamente lo mismo.”
“¿Lo mismo?” “Sí, lo mismo, porque si tengo que pagar
ese precio chusma de abrirte mi vida íntima, mi corazón,
mis intestinos, etcétera, prefiero conseguirla en cualquier
otro lado, donde sólo me cobren interés.” Le di el dinero,
claro. Pero ¿a qué tanta violencia? Una mera pregunta no
es un precio chusma. Lo peor de todo, lo que más rabia
me da, es que generalmente hago esas preguntas de puro
distraído, ya que lo que menos quiero es meterme en las
zonas privadas de los otros y, menos que menos, en las
de mis hijos. Pero tanto Jaime como Esteban están siem-
pre en estado de preconflicto en lo que a mí respecta. Ya
son tremendos pelotudos; pues entonces, que se las arre-
glen como puedan.


Domingo 5 de mayo
Aníbal no es el mismo. Siempre tuve la secreta impre-
sión de que él iba a ser joven hasta la eternidad. Pero
parece que la eternidad llegó, porque ya no lo encuen-
tro joven. Ha decaído físicamente (está delgado, los
huesos se le notan más, la ropa le queda grande, su
bigote está como deshilachado), pero no es sólo eso.
Desde el tono de su voz, que me parece mucho más
opaco que el que yo recordaba, hasta el movimiento de
las manos, que han perdido vivacidad; desde su mirada,
que en el primer momento me pareció lánguida pero
después me di cuenta de que era sólo desencantada,
hasta sus temas de conversación, que antes eran chis-
peantes y ahora son increíblemente grises, todo se sinte-
tiza en una sola comprobación: Aníbal ha perdido su
goce de vivir.
No habló casi nada de sí mismo, es decir, habló sólo
superficialmente de sí mismo. Juntó algún dinero, pare-
ce. Quiere establecerse aquí con un negocio, pero aún
no ha decidido en qué ramo. Eso sí, se sigue interesan-
do en la política.
No es mi fuerte. Me di cuenta de eso cuando él em-
pezó a hacer preguntas cada vez más incisivas, como
buscando explicaciones a cosas que no alcanza a com-
prender. Me di cuenta de que esos temitas que uno a
veces baraja en charlas de oficina o de café, o sobre los
cuales vagamente piensa de refilón cuando lee el diario
durante el desayuno, me di cuenta de que sobre esos
temas yo no tenía una verdadera opinión formada.
Aníbal me obligó y creo que me fui afirmando a medida
que le respondía. Me preguntó si yo creía que todo esta-
ba mejor o peor que hace cinco años, cuando él se fue.
“Peor”, contestaron mis células por unanimidad. Pero
luego tuve que explicar. Ufa, qué tarea.
Porque, en realidad, la coima siempre existió, el aco-
modo también, los negociados, ídem. ¿Qué está peor,
entonces? Después de mucho exprimirme el cerebro lle-
gué al convencimiento de que lo que está peor es la
resignación. Los rebeldes han pasado a ser semirrebel-
des, los semirrebeldes a resignados. Yo creo que en este
luminoso Montevideo, los dos gremios que han progre-
sado más en estos últimos tiempos son los maricas y los
resignados. “No se puede hacer nada”, dice la gente.
Antes sólo daba su coima el que quería conseguir algo
ilícito. Vaya y pase. Ahora también da coima el que
quiere conseguir algo lícito. Y esto quiere decir relajo
total.
Pero la resignación no es toda la verdad. En el prin-
cipio fue la resignación; después, el abandono del es-
crúpulo; más tarde, la coparticipación. Fue un ex re-
signado quien pronunció la célebre frase: “Si tragan los
de arriba, yo también”. Naturalmente, el ex resignado
tiene una disculpa para su deshonestidad: es la única
forma de que los demás no le saquen ventaja. Dice que
se vio obligado a entrar en el juego, porque de lo con-
trario su plata cada vez valía menos y eran más los
caminos rectos que se le cerraban. Sigue manteniendo
un odio vengativo y latente contra aquellos pioneros
que lo obligaron a seguir esa ruta. Quizá sea, después
de todo, el más hipócrita, ya que no hace nada por
zafarse. Quizá sea también el más ladrón, porque sabe
perfectamente que nadie se muere de honestidad.
¡Lo que es no estar acostumbrado a pensar en todo
esto! Aníbal se fue a la madrugada y yo me quedé tan
inquieto que no quise pensar en Avellaneda.


Martes 7 de mayo
Hay dos procedimientos para abordar a Avellaneda:
a) la franqueza, decirle aproximadamente: “Usted me
gusta, vamos a ver qué pasa”; b) la fallutería, decirle
aproximadamente: “Mire, muchacha, que yo tengo mi
experiencia, puedo ser su padre, escuche mis consejos”.
Aunque parezca increíble, quizá me convenga el segun-
do. Con el primero arriesgo mucho y además todo está
aún demasiado inmaduro. Yo creo que hasta ahora ella
ve en mí a un jefe más o menos amable y nada más. Sin
embargo, no es tan jovencita. Veinticuatro años no son
catorce. En una de ésas es de las que prefieren los tipos
maduros. Pero el novio era un pendejo, sin embargo.
Bueno, así le fue con él. A lo mejor, ahora, por reacción,
se va hacia el otro extremo. Y en el otro extremo puedo
estar yo, señor maduro, experimentado, canoso, reposa-
do, cuarenta y nueve años, sin mayores achaques, suel-
do bueno. A los tres hijos no los pongo en mi ficha; no
ayudan. De todos modos, ella sabe que los tengo.
Ahora bien (y para decirlo en términos de comadre
de barrio), ¿cuáles son mis intenciones? La verdad es
que no me decido a pensar en algo permanente, del
tipo “hasta que la muerte nos separe” (escribí Muerte y
ya apareció Isabel, pero Isabel era otra cosa, creo que
en Avellaneda me importa menos el lado sexual, o será
tal vez que lo sexual importa menos a los cuarenta y
nueve años que a los veintiocho), pero tampoco me
decido a quedarme sin Avellaneda. Lo ideal, ya lo sé,
sería tener a Avellaneda sin obligación de la perma-
nencia. Pero ya es mucho pedir. Se puede intentar, sin
embargo.
Antes de que le hable, no puedo saber nada. Todos
son cuentos que me hago. Es cierto que, a esta altura,
estoy un poco aburrido de las citas a oscuras, de los
encuentros en amuebladas. Hay siempre una atmósfera
enrarecida y una sensación de inmediatez, de cosa ur-
gente, que pervierte cualquier clase de diálogo que yo
sostenga con cualquier clase de mujer. Hasta el momen-
to de acostarme con ella, sea quien sea, lo importante
es acostarme con ella; después de hecho el amor, lo
importante es irnos, volver cada uno a su cama particu-
lar, ignorarnos para siempre. En tantos y tantos años de
este juego, no recuerdo ni una sola conversación recon-
fortante, ni una sola frase conmovedora (mía o ajena),
de esas que están destinadas a reaparecer después,
quién sabe en qué instante confuso, para terminar con
alguna vacilación, para decidirnos a tomar una actitud
que requiera una dosis mínima de coraje. Bueno, esto
no es totalmente cierto. En una amueblada de la calle
Rivera, debe hacer unos seis o siete años, una mujer me
dijo esta frase famosa: “Vos hacés el amor con cara de
empleado”.


Miércoles 8 de mayo
Vignale otra vez. Me esperaba a la salida de la oficina.
No tuve más remedio que aceptarle un cortado, como
prólogo inevitable a una hora de confidencias.
Está radiante. Al parecer, la concuñada tuvo éxito en
su ofensiva amorosa, así que están ahora en pleno idilio:
“Tiene una metida conmigo, que parece mentira”, dijo
acariciándose una corbata muy juvenil, crema con
rombitos azules, que significaba por cierto una notoria
evolución con respecto a las muy arrugadas, de un oscu-
ro marrón indefinido, que usaba en su época de marido
a secas, de marido fiel. “Toda una mujer, che, y con
hambre atrasada.”
Me imagino el hambre atrasada de la robusta Elvira, y
no quiero ni pensar en lo que será del pobre Vignale
dentro de seis meses. Pero ahora irradia felicidad por
todos sus poros. Cree sinceramente que fue su estampa
de varón lo que la sedujo. No se da cuenta de que, frente
al “hambre atrasada” de la otra (el pobre Francisco no ha
de desmentir, seguramente, su beatífica cara de capón),
él sólo representaba el hombre que estaba más a mano,
la posibilidad de ponerse al día.
“¿Y tu mujer?”, le pregunté, con aire de conciencia
vigilante. “Tranquila nomás. ¿Vos sabés lo que me dijo el
otro día? Qué últimamente yo andaba mucho mejor de
genio. Y tiene razón. Hasta el hígado me funciona bien.”


Jueves 9 de mayo
En la oficina no puedo hablarle. Tiene que ser en otra
parte. Estoy estudiando su itinerario. Ella se queda a me-
nudo a comer en el Centro. Almuerza con una amiga,
una gorda que trabaja en London París. Pero después se
separan y ella va a tomar alguna cosa en un café de
Veinticinco y Misiones. Tiene que ser un encuentro ca-
sual. Es lo mejor.


Viernes 10 de mayo
Conocí a Diego, mi futuro yerno. Primera impresión:
me gusta. Tiene decisión en la mirada, habla con una
especie de orgullo que (así me parece) no es gratuito, es
decir, que se apoya en algo de su propiedad. Me trató
con respeto, pero sin adularme. En toda su actitud había
algo que me gustó, y creo que gustó también a mi vani-
dad. Estaba bien predispuesto hacia mí, eso fue evidente,
y esa buena predisposición, ¿de qué otra fuente puede
venir que no sea de sus conversaciones con Blanca? Yo
sería verdaderamente feliz, en este rubro al menos, si
supiera que mi hija tiene una buena impresión de mí. Es
curioso; no me importa, por ejemplo, la opinión que le
merezco a Esteban. Me importa, en cambio, y bastante
por cierto, la que les merezco a Jaime y a Blanca. Quizá
la rebuscada razón consista en que, pese a que los tres
representan mucho para mí, pese a que en los tres veo
reflejados muchos de mis impulsos y de mis inhibiciones,
en Esteban noto además una especie de discreta animad-
versión, una variante de odio que él ni siquiera se atreve
a confesarse a sí mismo. No sé qué fue primero, si su
rechazo o el mío, pero lo cierto es que yo tampoco lo
quiero como a los otros, siempre me sentí lejos de este
hijo que nunca para en casa, que me dirige la palabra
como por obligación, y que hace que todos nos sintamos
como “extraños” en “su familia”, la que se compone de
él y sólo de él. Jaime tampoco se siente muy inclinado a
comunicarse conmigo, pero en su caso no advierto ese
tipo de rechazo incontenible. Jaime es, en el fondo, un
solitario sin arreglo, y los demás, todos los demás, vienen
a pagar los platos rotos.
Volviendo a Diego: me agrada que el muchacho tenga
carácter, le hará bien a Blanca. Es un año menor que
ella, pero parece cuatro o cinco mayor. Lo esencial es
que ella se sienta protegida; por su parte, Blanca es leal,
no lo va a defraudar. Me gusta eso de que salgan juntos
y solos, sin prima o hermanita acompañante. La camara-
dería es una linda etapa, insustituible, irrecuperable. Eso
no se lo perdonaré nunca a la madre de Isabel; durante el
noviazgo se nos pegaba siempre como un parche, nos
vigilaba tan estrecha y celosamente que, aunque uno fue-
ra el colmo de la pureza, se sentía obligado a convocar
todos los pensamientos pecaminosos que tuviere disponi-
bles. Hasta en aquellas ocasiones —rarísimas, por cier-
to— en que ella no estaba presente, no nos sentíamos
solos; estábamos seguros de que una especie de fantas-
ma con pañoleta registraba todos nuestros movimientos.
Si alguna vez nos besábamos, estábamos tan tensos, tan
atentos a captar cualquier indicio premonitorio de su
aparición en cualquiera de los puntos cardinales del li-
ving, que el beso nos resultaba siempre un contacto
meramente instantáneo, con poco de sexo y menos aún
de ternura, y en cambio mucho de susto, de cortocircuito,
de nervio herido. Ella vive aún; la otra tarde la vi por
Sarandí, espigada, resuelta, inacabable, acompañando a
la menor de sus seis muchachas y a un desgraciado con
cara de novio en custodia. La chica y el candidato no
iban del brazo, había entre ellos una luz de por lo menos
veinte centímetros. Se ve que la vieja no se ha apeado
aún de su famoso lema. “El brazo, cuando me caso”.
Pero vuelvo a alejarme del tema Diego. Dice que tra-
baja en una oficina, pero que es sólo provisorio. “No
puedo conformarme con la perspectiva de verme siempre
allá, encerrado, tragando olor a viejo sobre los libros.
Estoy seguro de que voy a ser y hacer otra cosa, no sé si
mejor o peor que esto que hago, pero otra cosa.” Tam-
bién hubo una época en que yo pensaba así. Sin embar-
go, sin embargo... Este tipo parece más decidido que yo.


Sábado 11 de mayo
En algún momento le oí decir que los sábados a me-
diodía se encuentra con una prima en Dieciocho y Para-
guay. Tengo que hablarle. Estuve una hora en esa esqui-
na, pero no vino. No quiero citarla; tiene que ser casual.

Domingo 12 de mayo
También le oí decir que los domingos va a la feria.
Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces
me pareció que era ella. En la aglomeración veía de
pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un
peinado o un hombro que parecían los suyos, pero des-
pués la figura se completaba y hasta el trozo afín pasaba
a integrarse con el resto y perdía su semejanza. A veces
una mujer vista desde atrás tenía su mismo paso, sus
caderas, su nuca. Pero de pronto se daba vuelta y el
parecido se convertía en un absurdo. Lo único que no
engaña (así, como rasgo aislado) es la mirada. En ningún
lado encontré sus ojos. No obstante (sólo ahora lo pien-
so) no sé cómo son, de qué color. Regresé cansado, atur-
dido, fastidiado, aburrido. Aunque hay otra palabra más
certera: regresé solitario.


Lunes 13 de mayo
Son verdes. A veces grises. La estaba mirando, quizá
con demasiado detenimiento, y entonces ella me pregun-
tó: “¿Qué tengo, señor?”. Qué ridículo que me diga “se-
ñor”. “Tiene la cara tiznada”, dije como un cobarde. Se
pasó el índice por la mejilla (un gesto suyo bastante ca-
racterístico que le estira el ojo hacia abajo, no le queda
bien) y volvió a preguntar: “¿Y ahora?”. “Ahora quedó
impecable”, contesté, con un poco menos de cobardía.
Se sonrojó, y yo pude agregar: “Ahora ya no está impe-
cable: ahora está linda”. Creo que se dio cuenta. Creo
que ahora sabe que está pasando algo. ¿O lo habrá inter-
pretado como un halago paternal? Me da asco sentirme
paternal.


Miércoles 15 de mayo
Estuve en el café de Veinticinco y Misiones. Desde las
doce y media hasta las dos. Hice un experimento. “Tengo
que hablar con ella”, pensé, “por lo tanto tiene que apare-
cer”. Empecé a “verla” en cada mujer que se acercaba por
Veinticinco. Ahora no me importaba mayormente que en
ésta o aquella figura no pudiera reconocer ni un solo deta-
lle que me la recordara .Yo igual la “veía”. Una especie de
juego mágico (o idiota, todo depende del ángulo desde el
que se mire). Sólo cuando la mujer se encontraba a pocos
pasos, yo efectuaba un brusco retroceso mental y dejaba
de verla, sustituía la imagen deseada por la indeseable
realidad. Hasta que, de pronto, el milagro se hizo.
Una muchacha apareció en la esquina y, de inmediato,
vi en ella a Avellaneda, la imagen de Avellaneda. Pero
cuando quise efectuar el consabido retroceso, sucedió
que en la realidad también era Avellaneda. Qué salto,
Dios mío. Creí que el corazón se había instalado en mis
sienes. Estaba a dos pasos, junto a mi ventana. Dije:
“¿Qué tal? ¿Qué anda haciendo?”. El tono era natural,
casi rutinario. Miró sorprendida, creo que agradablemen-
te sorprendida, ojalá que agradablemente sorprendida.
“Ah, señor Santomé, me dio un susto.” Un solo gesto
displicente de mi mano derecha, acompañando una invi-
tación sin énfasis: “¿Un café?”. “No, no puedo, qué lásti-
ma. Me espera mi padre en el Banco, para un trámite.”
Es el segundo café que me rechaza, pero esta vez dijo:
“qué lástima”. Si no lo hubiera dicho, creo que habría
tirado un vaso contra el piso o me habría mordido el
labio inferior o me habría clavado las uñas en las yemas.
No, macanas, pura alharaca; no habría hecho nada. A lo
sumo, quedarme desalentado y vacío, con la pierna cru-
zada, los dientes apretados y los ojos doliéndome de tan-
to mirar el mismo pocillo. Pero dijo: “Qué lástima”, y
todavía antes de dejarme, preguntó: “¿Usted siempre
está aquí, a esta hora?”. “Claro”, mentí. “Entonces pos-
tergamos la invitación para otro día.” “Bueno, no se olvi-
de”, insistí, y ella se fue. Como a los cinco minutos vino
el mozo, me trajo otro café, y dijo, mirando hacia la calle:
“¿Qué lindo solcito, eh? Uno se siente como nuevo. Vie-
nen ganas de cantar y todo”. Sólo entonces me oí. In-
conscientemente, como un viejo gramófono al que po-
nen un disco y se olvidan de él, yo había llegado, sin
darme cuenta, a la segunda estrofa de Mi Bandera.


Jueves 16 de mayo
“¿A que no sabés con quién me encontré?”, dijo en el
teléfono la voz de Vignale. Mi silencio fue sin duda tan
provocativo que él no pudo esperar ni siquiera tres se-
gundos para brindar la solución al acertijo: “Con
Escayola, fijáte”. Me fijé. ¿Escayola? Cosa rara volver a
oír ese nombre, un apellido antiguo, de esos que ya no
vienen. “No me digas, ¿y cómo está?”
“Hecho una tonina, pesa 98 kilos.” Bueno, resulta que
Escayola se enteró de que Vignale me había encontrado
y —naturalmente— una cena figura en el programa.
Escayola. También es de la época de la calle Brandzen.
Pero de éste sí me acuerdo. Era un adolescente flacucho,
alto, nervioso: para todo tenía pronto un comentario de
burla y en general su charla era regocijante. En el café del
Gallego Álvarez, Escayola era la estrella. Evidentemente,
todos estábamos predispuestos a la risa; porque Escayola
decía cualquier cosa (no era necesario que fuese muy
graciosa) y ya todos nos tentábamos. Recuerdo que a
veces reíamos a los gritos, agarrándonos la barriga. Creo
que el secreto estaba en que él se hacía el gracioso, con
gran seriedad: una especie de Buster Keaton. Será bueno
verlo de nuevo.

Viernes 17 de mayo
Al fin sucedió. Yo estaba en el café, sentado junto a la
ventana. Esta vez no esperaba nada, no estaba vigilando.
Me parece que hacía números, en el vano intento de equi-
librar los gastos con los ingresos de este mayo tranquilo,
verdaderamente otoñal, pletórico de deudas. Levanté los
ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma
o sencillamente —y cuánto mejor— como Avellaneda.
“Vengo a reclamar el café del otro día”, dijo. Me puse de
pie, tropecé con la silla, mi cucharita de café resbaló de la
mesa con un escándalo que más bien parecía provenir de
un cucharón. Los mozos miraron. Ella se sentó. Yo recogí
la cucharita, pero antes de poderme sentar me enganché
el saco en ese maldito reborde que cada silla tiene en el
respaldo. En mi ensayo general de esta deseada entrevista,
yo no había tenido en cuenta una puesta en escena tan
movida. “Parece que lo asusté”, dijo ella, riendo con fran-
queza. “Bueno, un poco sí”, confesé, y eso me salvó. La
naturalidad estaba recuperada. Hablamos de la oficina, de
algunos compañeros, le relaté varias anécdotas de tiempos
idos. Ella reía. Tenía un saquito verde oscuro sobre una
blusa blanca. Estaba despeinada, pero nada más que en la
mitad derecha, como si un ventarrón la hubiera alcanzado
sólo en ese lado. Se lo dije. Sacó un espejito de la cartera,
se miró, se divirtió un rato con lo ridícula que se veía. Me
gustó que su buen humor le alcanzara para burlarse de sí
misma. Entonces dije: “¿Sabe que usted es culpable de
una de las crisis más importantes de mi vida?”. Preguntó:
“¿Económicas?”, y todavía reía. Contesté: “No, senti-
mental” y se puso seria. “Caramba”, dijo, y esperó que yo
continuara. Y continué: “Mire, Avellaneda, es muy posible
que lo que le voy a decir le parezca una locura. Si es así,
me lo dice nomás. Pero no quiero andar con rodeos: creo
que estoy enamorado de usted”. Esperé unos instantes. Ni
una palabra. Miraba fijamente la cartera. Creo que se ru-
borizó un poco. No traté de identificar si el rubor era ra-
diante o vergonzoso. Entonces seguí: “A mi edad y a su
edad, lo más lógico hubiera sido que me callase la boca;
pero creo que, de todos modos, era un homenaje que le
debía. Yo no voy a exigir nada. Si usted, ahora o mañana
o cuando sea, me dice basta, no se habla más del asunto
y tan amigos. No tenga miedo por su trabajo en la oficina,
por la tranquilidad en su trabajo; sé comportarme, no se
preocupe”. Otra vez esperé. Estaba allí, indefensa, es de-
cir, defendida por mí contra mí mismo. Cualquier cosa que
ella dijera, cualquier actitud que asumiera, iba a significar:
“Éste es el color de su futuro”. Por fin no pude esperar más
y dije: “¿Y?”. Sonreí un poco forzadamente y agregué con
una voz temblona que estaba desmintiendo el chiste que
pretendía ser: “¿Tiene algo que declarar?”. Dejó de mirar
su cartera. Cuando levantó los ojos, presentí que el mo-
mento peor había pasado. “Ya lo sabía”, dijo. “Por eso
vine a tomar café.”


Sábado 18 de mayo
Ayer, cuando llegué a escribir lo que ella me había
dicho, no seguí más. No seguí porque quise que así
terminara el día, aun el día escrito por mí, con ese latido
de esperanza. No dijo: “Basta”. Pero no sólo no dijo:
“Basta”, sino que dijo: “Por eso vine a tomar café”.
Después me pidió un día, unas horas por lo menos, para
pensar. “Lo sabía y sin embargo es una sorpresa; debo
reponerme.” Mañana domingo almorzaremos en el Cen-
tro. ¿Y ahora qué? En realidad, mi discurso preparado
incluía una larga explicación que ni siquiera llegué a
iniciar. Es cierto que no estaba muy seguro de que eso
fuera lo más conveniente. También había barajado la
posibilidad de ofrecerme a aconsejarla, de poner a su
disposición la experiencia de mis años. Sin embargo,
cuando salí de mis cálculos y la hallé frente a mí, y caí
en todos esos ademanes torpes e incontrolados, vislum-
bré por lo menos que la única salida para escaparme
fructuosamente del ridículo era decir lo que dictara la
inspiración del momento y nada más, olvidándome de
los discursos preparados y las encrucijadas previas. No
estoy arrepentido de haber seguido el impulso. El dis-
curso salió breve y —sobre todo— sencillo, y creo que la
sencillez puede ser una adecuada carta de triunfo frente
a ella. Quiere pensarlo, está bien. Pero yo me digo: si
sabía que yo sentía lo que siento, ¿cómo es que no tenía
una opinión formada, cómo es que puede vacilar en
cuanto a su actitud de asumir? Las explicaciones pue-
den ser varias: por ejemplo, que en realidad proyecte
pronunciar el terrible “basta”, pero haya encontrado
demasiado cruel el decírmelo así, a quemarropa. Otra
explicación: que ella haya sabido (saber, en este caso
significa intuir) lo que yo sentía, lo que yo siento, pero,
no obstante ello, no haya creído que yo llegara a
expresarlo en palabras, en una proposición concreta. De
ahí la vacilación. Pero ella vino “por eso” a tomar café.
¿Qué quiere decir? ¿Que deseaba que yo planteara la
pregunta y, por lo tanto, la duda? Cuando uno desea
que le planteen una pregunta de este tipo, por lo común
es para responder con la afirmativa. Pero también pue-
de haber deseado que yo formulara por fin la pregunta,
para no seguir esperando, tensa e incómoda, y estar en
condiciones, de una vez por todas, de decir que no y
recuperar el equilibrio. Además está el novio, el ex no-
vio. ¿Qué pasa con él? No en los hechos (los hechos,
evidentemente, indican el cese de las relaciones), sino
en ella misma. ¿Seré yo, en definitiva, el impulso que
faltaba, el empujoncito que su duda esperaba para de-
cidirla a volver a él? Además están la diferencia de
años, mi condición de viudo, mis tres hijos, etcétera. Y
decidirme sobre qué tipo de relación es el que verdade-
ramente quisiera mantener con ella. Esto último es más
complicado de lo que parece. Si este diario tuviera un
lector que no fuera yo mismo, tendría que cerrar el día
en el estilo de las novelas por entregas: “Si quiere saber
cuáles son las respuestas a estas acuciantes preguntas,
lea nuestro próximo número.”


Domingo 19 de mayo
La esperé en Mercedes y Río Branco. Llegó con sólo
diez minutos de retraso. Su traje sastre de los domingos la
mejora mucho, aunque es probable que yo estuviera es-
pecialmente preparado para encontrarla mejor, siempre
mejor. Hoy sí estaba nerviosa. El trajecito era un buen
augurio (quería impresionar bien); los nervios, no. Pre-
sentí que por debajo del colorete, sus mejillas y labios
estaban pálidos. En el restorán eligió una mesa del fondo,
casi escondida. “No quiere que la vean conmigo. Mal
augurio”, pensé. No bien se sentó abrió su cartera, sacó
su espejito y se miró. “Vigila su aspecto. Buena señal.”
Esta vez hubo un cuarto de hora (mientras pedimos el
fiambre, el vino, mientras pusimos manteca sobre el pan
negro) en que el tema fueron generalidades. De pronto
ella dijo: “Por favor, no me acribille con esas miradas de
expectativa”. “No tengo otras”, contesté, como un idiota.
Usted quiere saber mi respuesta”, agregó, “y mi respues-
ta es otra pregunta”. “Pregunte”, dije. “¿Qué quiere decir
eso de que usted está enamorado de mí?” Nunca se me
había ocurrido que esa pregunta existiera, pero ahí esta-
ba a mi alcance. “Por favor, Avellaneda, no me haga
aparecer más ridículo aún. ¿Quiere que le especifique,
como un adolescente, en qué consiste estar enamorado?”
“No, de ningún modo.” “¿Y entonces?” En realidad, yo
me estaba haciendo el artista; en el fondo bien sabía qué
era lo que ella estaba tratando de decirme. “Bueno”, dijo,
“usted no quiere parecer ridículo, pero en cambio no tie-
ne inconveniente en que yo lo parezca. Usted sabe lo que
quiero decirle. Estar enamorado puede significar, sobre
todo en la jerga masculina, muchas cosas diferentes”.
“Tiene razón. Entonces póngale la mejor de esas muchas
cosas. A eso me refería ayer, cuando se lo dije.” No era
un diálogo de amor, qué esperanza. El ritmo oral parecía
corresponder a una conversación entre comerciantes, o
entre profesores, o entre políticos, o entre cualesquiera
poseedores de contención y equilibrio. “Fíjese”, seguí,
algo más animado, “está lo que se llama la realidad y está
lo que se llama las apariencias”. “Ajá”, dijo ella, sin deci-
dirse a parecer burlona. “Yo la quiero a usted en eso que
se llama la realidad, pero los problemas aparecen cuando
pienso en eso que se llama las apariencias.” “¿Qué pro-
blemas?”, preguntó, esta vez creo que verdaderamente
intrigada. “No me haga decir que yo podría ser su padre,
o que usted tiene la edad de alguno de mis hijos. No me
lo haga decir, porque ésa es la clave de todos los proble-
mas y, además, porque entonces sí voy a sentirme un
poco desgraciado.” No contestó nada. Estuvo bien. Era
lo menos riesgoso. “¿Comprende entonces?”, pregunté,
sin esperar respuesta. “Mi pretensión, aparte de la muy
explicable de sentirme feliz o lo más aproximado a eso, es
tratar de que usted también lo sea. Y eso es lo difícil.
Usted tiene todas las condiciones para concurrir a mi
felicidad, pero yo tengo muy pocas para concurrir a la
suya. Y no crea que me estoy mandando la parte. En otra
posición (quiero decir, más bien, en otras edades) lo más
correcto sería que yo le ofreciese un noviazgo serio, muy
serio, quizá demasiado serio, con una clara perspectiva
de casamiento al alcance de la mano. Pero si yo ahora le
ofreciese algo semejante, calculo que sería muy egoísta,
porque sólo pensaría en mí, y lo que yo más quiero ahora
no es pensar en mí sino pensar en usted. Yo no puedo
olvidar —usted tampoco— que dentro de diez años yo
tendré sesenta. ‘Escasamente un viejo’, podrá decir un
optimista o un adulón, pero el adverbio importa muy
poco. Quiero que quede a salvo mi honestidad al decirle
que ni ahora ni dentro de unos meses, podré juntar fuer-
zas como para hablar de matrimonio. Pero —siempre hay
un pero— ¿de qué hablar entonces? Yo sé que, por más
que usted entienda esto, es difícil, sin embargo, que ad-
mita otro planteo. Porque es evidente que existe otro
planteo. En ese otro planteo hay cabida para el amor,
pero no la hay en cambio para el matrimonio.” Levantó
los ojos, pero no interrogaba. Es probable que sólo haya
querido ver mi cara al decir eso. Pero, a esta altura, yo ya
estaba decidido a no detenerme. “A ese otro planteo, la
imaginación popular, que suele ser pobre en deno-
minaciones, lo llama una Aventura o un Programa, y es
bastante lógico que usted se asuste un poco. A decir ver-
dad, yo también estoy asustado, nada más que porque
tengo miedo de que usted crea que le estoy proponiendo
una aventura. Tal vez no me apartaría ni un milímetro de
mi centro de sinceridad, si le dijera que lo que estoy
buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de
convenio entre mi amor y su libertad. Ya sé, ya sé. Usted
está pensando que la realidad es precisamente la inversa;
que lo que yo estoy buscando es justamente su amor y mi
libertad. Tiene todo el derecho de pensarlo, pero reco-
nozca que a mi vez tengo todo el derecho de jugármelo
todo a una sola carta. Y esa sola carta es la confianza que
usted pueda tener en mí.” En ese momento estábamos a
la espera del postre. El mozo trajo al fin los manjares del
cielo y yo aproveché para pedirle la cuenta. Inmediata-
mente después del último bocado, Avellaneda se limpió
fuertemente la boca con una servilleta y me miró sonrien-
do. La sonrisa le formaba una especie de rayitos junto a
las comisuras de los labios. “Usted me gusta”, dijo.


Lunes 20 de mayo
El plan trazado es la absoluta libertad. Conocernos y
ver qué pasa, dejar que corra el tiempo y revisar. No hay
trabas. No hay compromisos. Ella es espléndida.


Martes 21 de mayo
“Te hace bien el tónico”, me dijo Blanca al mediodía.
“Estás animado, más contento.”


Viernes 24 de mayo
Es una especie de juego, ahora, en la oficina. El juego
del Jefe y la Auxiliar. La consigna es no salirse del ritmo,
del trato normal, de la rutina. A las nueve de la mañana
distribuyo el trabajo: a Muñoz, a Robledo, a Avellaneda,
a Santini. Avellaneda es una más en la lista, sólo una de
todos esos que extienden su mano frente a mi mesa para
que yo les entregue las planillas. Allí están la mano de
Muñoz, larga, rugosa, con uñas tipo garra; la mano de
Robledo, corta, casi cuadrada; la mano de Santini, de
dedos finos, con dos anillos; y al lado, la de ella, con
dedos parecidos a los de Santini, sólo que femeninos en
vez de afeminados. Ya le avisé que, cada vez que se
acerca con los otros y extiende su mano, yo deposito
(mentalmente, claro) un beso de caballero sobre sus nu-
dillos afilados, sensibles. Ella dice que eso no se nota en
mi cara de piedra. A veces se tienta, trata de contagiarme
las ganas incontenibles de reír, pero yo me mantengo
firme. Tan firme que esta tarde Muñoz se me acercó y me
preguntó si me pasaba algo, pues hacía unos días que me
notaba un poco preocupado. “¿Es por el balance que se
acerca? Esté tranquilo, jefe. Los libros los ponemos rápi-
damente al día. En otros años hemos estado mucho más
atrasados.” Qué me importa el balance. Casi le largo la
risa en la cara. Pero hay que disimular. “¿Usted cree,
Muñoz, que llegaremos? Mire que después vienen los pla-
zos de Ganancias Elevadas y los pesados ésos rechazan
tres o cuatro veces las declaraciones juradas, y, claro, nos
empezamos a atorar con el trabajo. Hay que meterle,
Muñoz, mire que éste es mi último balance y quiero que
salga al pelo. Dígaselo a los muchachos, ¿eh?”


Domingo 26 de mayo
Hoy cené con Vignale y Escayola. Todavía estoy im-
presionado. Nunca he sentido con tanto rigor el paso del
tiempo como hoy, cuando me enfrenté a Escayola des-
pués de casi treinta años de no verlo, de no saber nada
de él. El adolescente alto, nervioso, bromista, se ha con-
vertido en un monstruo panzón, con un impresionante
cogote, unos labios carnosos y blandos, una cara con
manchas que parecen de café chorreado, y unas ho-
rribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacu-
den cuando se ríe. Porque ahora Escayola se ríe. Cuan-
do vivía en la calle Brandzen, la eficacia de sus chistes
residía precisamente en que él los contaba muy serio.
Todos nos moríamos de risa, pero él permanecía
impasible. En la cena de hoy hizo algunas bromas, con-
tó un cuento verde que yo sabía desde que iba al cole-
gio, narró alguna anécdota presumiblemente picante,
extraída de su actividad como corredor de Bolsa. Lo
más que pudo lograr fue que yo me sonriera mo-
deradamente y que Vignale (realmente un tipo pierna)
soltara una carcajada tan artificial que más bien parecía
una carraspera. No pude contenerme y le dije: “Aparte
de algunos kilos de más que tenés ahora, lo que más
extraño en vos es que te rías fuerte. Antes te mandabas
el más criminal de los chistes con una cara de velorio
que era sensacional”. A Escayola le pasó por los ojos un
destello de rabia o quizá de impotencia y en seguida se
puso a explicarme: “¿Sabés lo que pasó? Yo siempre
hacía los chistes con gran seriedad, tenés razón, ¡cómo
te acordás! Pero un día me di cuenta de que me estaba
quedando sin temas. A mí no me gustaba repetir cuen-
tos ajenos. Vos sabés que yo era un creador. El chiste
que yo contaba, nadie lo había oído antes. Yo los inven-
taba y a veces intentaba verdaderas series de chistes
con un personaje central como el de las historietas, y le
sacaba jugo por dos o tres semanas. Ahora bien, cuando
me di cuenta de que no encontraba temas (no sé qué
me habrá pasado; a lo mejor se me vació el marote) no
quise retirarme a tiempo, como un buen deportista, y
entonces empecé a repetir chistes de otros. Al principio
los seleccionaba, pero pronto se me agotó también la
selección, y entonces agregué cualquier cosa a mi reper-
torio. Y la gente, los muchachos (yo siempre tuve mi
barra) empezaron a no reírse, a no encontrar gracioso
nada de lo que yo decía. Tenían razón, pero tampoco
ahí me retiré, inventé otro recurso: reírme yo, a medida
que contaba, a fin de impresionar a mi oyente y conven-
cerlo de que el cuento era efectivamente muy chispean-
te. Al principio me acompañaban en la risa, pero pronto
aprendieron a sentirse defraudados, a saber que mi risa
no era precisamente un augurio de segura comicidad.
También aquí tenían razón, pero ya no pude dejar de
reírme. Y aquí estoy, ya lo viste, convertido en un pesa-
do. ¿Querés un consejo? Si querés conservar mi amis-
tad, habláme de cosas trágicas”.

Martes 28 de mayo
Ella viene casi todos los días a tomar el café conmigo.
El tono general de la charla es siempre el de la amistad.
A lo sumo, de amistad y algo más. Pero voy haciendo
progresos en ese “algo más”. Por ejemplo, a veces habla-
mos de Lo Nuestro. Lo Nuestro es ese indefinido vínculo
que ahora nos une. Pero cuando lo mencionamos es
siempre desde afuera. Me explico: decimos, por ejemplo,
que “en la oficina todavía nadie se dio cuenta de Lo
Nuestro”, o que tal o cual cosa sucedió antes de que
empezara Lo Nuestro. Pero, en definitiva, ¿qué es Lo
Nuestro? Por ahora, al menos, es una especie de compli-
cidad frente a los otros, un secreto compartido, un pacto
unilateral. Naturalmente, esto no es una aventura, ni un
programa, ni —menos que menos— un noviazgo. Sin
embargo, es algo más que una amistad. Lo peor (¿o lo
mejor?) es que ella se encuentra muy cómoda en esta
indefinición. Me habla con toda confianza, con todo hu-
mor, creo que hasta con cariño. Tiene una visión muy
personal y bastante irónica de cuanto la rodea. No le
gusta oír chismes acerca de la oficina, pero los tiene a
todos bien catalogados. A veces, en el café, mira a su
alrededor, y deja caer un comentario certero, puntual,
inmejorable. Hoy, por ejemplo, había una mesa con cua-
tro o cinco mujeres, todas alrededor de los treinta o trein-
ta y cinco años. Las miró detenidamente y después me
preguntó: “¿Son escribanas, verdad?”. Efectivamente,
eran escribanas. Conozco a algunas de ellas, por lo me-
nos de vista, desde hace años. “¿Las conoce?”, le pre-
gunté. “No, nunca las he visto.” “¿Y entonces?, ¿cómo
acertó?” “No sé; siempre puedo reconocer a las mujeres
que son escribanas. Tienen rasgos y hábitos muy especia-
les, que no se repiten en otras profesionales. O se pintan
los labios de un solo trazo duro, como quien escribe en
un pizarrón, o tienen una eterna carraspera de tanto leer
escrituras, o no saben llevar sus carteras de tanto cargar
portafolios. Hablan frenándose, como si no quisieran
decir nada que vaya a contrariar los códigos, y nunca las
verá usted mirarse en un espejo. Fíjese en aquélla, la
segunda de la izquierda, tiene unas pantorrillas de
vicecampeona atlética. Y la que está al lado, tiene cara
de no saber hacer ni un huevo frito. A mí me dan fiebre,
¿y a usted?” No, a mí no me dan fiebre (más aún, recuer-
do una escribana que es propietaria del busto más atrac-
tivo de este universo y sus alrededores), pero me divierte
escucharla cuando se entusiasma en pro o en contra de
algo. Las pobres escribanas, hombrunas, enérgicas, mus-
culosas, siguieron discutiendo, totalmente ajenas a la
demoledora crítica que, mesa por medio, iba agregando
nuevos reproches a su aspecto, a su postura, a su actitud,
a su charla.

Jueves 30 de mayo
Buena pieza el amigo de Esteban. Me cobra el cin-
cuenta por ciento del premio retiro. Pero me asegura
que no tendré que trabajar ni un solo día más de lo
necesario. La tentación es grande. Bueno, era grande.
Porque ya caí. Me rebajó a un cuarenta por ciento y me
recomendó que aceptara antes de que se arrepintiese,
que con nadie hacía eso, que nunca cobraba menos del
cincuenta por ciento, que preguntara por ahí nomás,
“porque en mi profesión hay muchos abusadores y gen-
te sin escrúpulos”, que a mí me hacía ese precio espe-
cial por tratarse del padre de Esteban. “Yo al flaco lo
quiero como a un hermano. Durante cuatro años juga-
mos todas las noches al billar. Eso une, don.” Yo me
acordaba de Aníbal, de nuestras conversaciones del
domingo 5, cuando yo le decía: “Ahora también da coi-
ma el que quiere conseguir algo lícito, y esto quiere
decir relajo total”.

Viernes 31 de mayo
El 31 de mayo era el cumpleaños de Isabel. Qué lejos
está. Una vez, en un cumpleaños, le compré una muñe-
ca. Era una muñeca alemana, que movía los ojos y cami-
naba. La llevé a casa en una caja larga, de cartón durísi-
mo. La puse sobre la cama y le pedí que adivinara: “Una
muñeca”, dijo ella. Nunca se lo perdoné.
Ninguno de los muchachos se acordó: por lo menos,
no me lo dijeron. Se han alejado paulatinamente del cul-
to de su madre. Creo que Blanca es la única que en
realidad la echa de menos, la única que la menciona con
naturalidad. ¿Seré yo el culpable? En los primeros tiem-
pos, no hablaba mucho de ella, sólo porque me era do-
loroso. Ahora tampoco hablo mucho de ella, porque
temo equivocarme, temo hablar de otra persona que
nada haya tenido que ver con mi mujer.
¿Alguna vez Avellaneda se olvidará así de mí? He aquí
el misterio: antes de empezar a olvidarse, tiene que acor-
darse, que empezar a acordarse.

Domingo 2 de junio
El tiempo se va. A veces pienso que tendría que ir
apurado, que sacarle el máximo partido a estos años que
quedan. Hoy en día, cualquiera puede decirme, después
de escudriñar mis arrugas: “Pero si usted todavía es un
hombre joven”. Todavía. ¿Cuántos años me quedan de
“todavía”? Lo pienso y me entra el apuro, tengo la
angustiante sensación de que la vida se me está escapan-
do, como si mis venas se hubieran abierto y yo no pudie-
ra detener mi sangre. Porque la vida es muchas cosas
(trabajo, dinero, suerte, amistad, salud, complicaciones),
pero nadie va a negarme que cuando pensamos en esa
palabra Vida, cuando decimos, por ejemplo, “que nos
aferramos a la vida”, la estamos asimilando a otra pala-
bra más concreta, más atractiva, más seguramente im-
portante: la estamos asimilando al Placer. Pienso en el
placer (cualquier forma de placer) y estoy seguro de que
eso es vida. De ahí el apuro, el trágico apuro de estos
cincuenta años que me pisan los talones. Aún me que-
dan, así lo espero, unos cuantos años de amistad, de
pasable salud, de rutinarios afanes, de expectativa ante la
suerte, pero ¿cuántos me quedan de placer? Tenía veinte
años y era joven; tenía treinta y era joven; tenía cuarenta
y era joven. Ahora tengo cincuenta años y soy “todavía
joven”. Todavía quiere decir: se termina.
Y ése es el lado absurdo de nuestro convenio: dijimos
que lo tomaríamos con calma, que dejaríamos correr el
tiempo, que después revisaríamos la situación. Pero el
tiempo corre, lo dejemos o no, el tiempo corre y la vuelve
a ella cada día más apetecible, más madura, más fresca,
más mujer, y en cambio a mí me amenaza cada día con
volverme más achacoso, más gastado, menos valiente,
menos vital. Tenemos que apurarnos hacia el encuentro,
porque en nuestro caso el futuro es un inevitable
desencuentro. Todos sus Más se corresponden con mis
Menos. Todos sus Menos se corresponden con mis Más.
Comprendo que para una mujer joven puede ser un
atractivo saber que uno es un tipo que vivió, que cambió
hace mucho la inocencia por la experiencia, que piensa
con la cabeza bien colocada sobre los hombros. Es posi-
ble que eso sea un atractivo, pero qué breve. Porque la
experiencia es buena cuando viene de la mano del vigor;
después, cuando el vigor se va, uno pasa a ser una deco-
rosa pieza de museo, cuyo único valor es ser un recuerdo
de lo que se fue. La experiencia y el vigor son coetáneos
por muy poco tiempo. Yo estoy ahora en ese poco tiem-
po. Pero no es una suerte envidiable.

Martes 4 de junio
Sensacional. La Valverde se peleó con Suárez. Toda la
oficina está convulsionada. La cara de Martínez era un
himno. Para él esa ruptura significa, lisa y llanamente, la
subgerencia. Suárez no vino de mañana. A la tarde llegó
con un moretón en la frente y cara de velorio. El gerente
lo llamó y le pegó cuatro gritos. Eso quiere decir que no
se trata de un simple rumor, sino de una versión realmen-
te oficial y autorizada.
Viernes 7 de junio
Hasta ahora habíamos ido dos veces al cine, pero des-
pués ella se iba sola. Hoy, en cambio, la acompañé a la
casa. Había estado muy cordial, muy compañera. En mi-
75tad de la película, cuando Alida Valli sufre tanto con el
imbécil de Farley Granger, sentí de pronto que su mano
se apoyaba sobre mi brazo. Creo que fue un movimiento
reflejo, pero el caso es que después no la retiró. Hay
dentro de mí un señor que no quiere forzar los aconteci-
mientos, pero también hay otro señor que piensa
obsesivamente en el apuro.
Nos bajamos en Ocho de Octubre y caminamos las tres
cuadras. Estaba oscuro, pero era la clara oscuridad de la
noche sin más ni más. La UTE, la vieja y gaucha UTE me
regalaba un apagón. Ella iba caminando separada de mí,
como a un metro. Pero al acercarme a una esquina (una
esquina con almacén, con mesa de truco iluminada a
vela), alguien separó lentamente su sombra de la sombra
de un árbol. Y el metro de distancia se esfumó y, antes de
que yo me diera cuenta ella me estaba dando el brazo. El
dueño de la sombra era un borracho, un borracho in-
ofensivo e indefenso que murmuraba: “¡Vivan los pobres
de espíritu y el Partido Nacional!”. Sentí que ella sofoca-
ba una risita y que aflojaba la tensión de sus dedos. Su
casa es el 368 de una calle con nombre y apellido, algo
como Ramón P. Gutiérrez o Eduardo Z. Domínguez, no
me acuerdo. Tiene zaguán y balcones. La puerta estaba
cerrada, pero ella me contó que también hay una cancela
con algo que quiere ser vitrales. “Dicen que el dueño
quiso imitar los vitrales de Notre Dame, pero le aseguro
que hay un San Sebastián que parece Gardel.”
No abrió en seguida. Se recostó blandamente contra la
puerta. Pensé que el pasamano de bronce estaría rozando
su columna vertebral. Pero no se quejaba. Entonces dijo:
“Usted es muy bueno. Quiero decir, que se porta muy
bien”. Y yo, que me conozco, mentí como un santo: “Claro
que soy muy bueno. Pero no estoy seguro de estarme por-
tando bien”. “No sea creído”, dijo, “¿no le enseñaron,
cuando era chico, que cuando uno se porta bien no tiene
que reconocerlo?” Era el momento y ella lo esperaba:
“Cuando era chico me enseñaron que siempre que uno se
porta bien, recibe un premio. ¿Acaso yo no lo merezco?”.
Hubo un instante de silencio. No le veía la cara porque el
76follaje de un maldito pino municipal interceptaba la luz de
la luna. “Sí, lo merece”, oí que decía. Entonces sus dos
brazos emergieron en lo oscuro y se apoyaron en mis hom-
bros. Debe haber visto ese preparativo en alguna película
argentina. Pero el beso que siguió no lo vio en ninguna
película, estoy seguro. Me gustan sus labios, quiero decir el
gusto, el modo como se hunden, como se entreabren,
como se escapan. Naturalmente, no es la primera vez que
besa. ¿Y eso qué? Después de todo es un alivio volver a
besar en la boca y con confianza y con cariño. No sé cómo,
no sé qué paso raro habremos dado, pero lo cierto es que,
de pronto, sentí que el pasamano de bronce estaba hun-
diéndose en mi columna vertebral. Estuve una media hora
en la puerta del 368. Qué adelantos, Señor. Ni ella ni yo lo
dijimos, pero después de esta jornada hay una cosa que
quedó establecida. Mañana pensaré. Ahora estoy cansa-
do. También podría decir: feliz. Pero estoy demasiado aler-
ta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí
mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que
se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado.
Domingo 9 de junio
Quizá yo sea un maniático de la equidistancia. En
cada problema que se me presenta, nunca me siento
atraído por las soluciones extremistas. Es posible que ésa
sea la raíz de mi frustración. Una cosa es evidente: si, por
un lado, las actitudes extremistas provocan entusiasmo,
arrastran a los otros, son índices de vigor, por otro, las
actitudes equilibradas son por lo general incómodas, a
veces desagradables y casi nunca parecen heroicas. Por
lo general, se precisa bastante valor (una clase muy espe-
cial de valor) para mantenerse en equilibrio, pero no se
puede evitar que a los demás les parezca una demostra-
ción de cobardía. El equilibrio es aburrido, además. Y el
equilibrio es, hoy en día, una gran desventaja que por lo
general la gente no perdona.
¿A qué venía todo esto? Ah, sí. La equidistancia que
77ahora busco tiene que ver (¿qué no tiene que ver con ella
en mi vida actual?) con Avellaneda. No quiero perjudi-
carla ni quiero perjudicarme (primera equidistancia); no
quiero que nuestro vínculo arrastre consigo la absurda
situación de un noviazgo tirando a matrimonio, ni tampo-
co que adquiera el matiz de un programa vulgar y silves-
tre (segunda equidistancia); no quiero que el futuro me
condene a ser un viejo despreciado por una mujer en la
plenitud de sus sentidos, ni tampoco que, por temor a ese
futuro, quede yo al margen de un presente como éste, tan
atractivo e incanjeable (tercera equidistancia); no quiero
(cuarta y última equidistancia) que vayamos rodando de
amueblada en amueblada, ni tampoco que fundemos un
Hogar con mayúscula.
¿Soluciones? Primera: alquilar un apartamentito. Sin
abandonar mi casa, claro. Bueno, primera y se acabó. No
hay otra.

Lunes 10 de junio
Frío y viento. Qué peste. Pensar que cuando tenía
quince años, me gustaba el invierno. Ahora empiezo a
estornudar y pierdo la cuenta. A veces tengo la sensación
de que en vez de nariz, tengo un tomate maduro, con esa
madurez que tienen los tomates diez segundos antes de
empezar a pudrirse. Cuando voy por el trigesimoquinto
estornudo, no puedo evitar sentirme en inferioridad de
condiciones con respecto al resto del género humano.
Admiro la nariz de los santos, esas narices afiladas y li-
bres que tienen, por ejemplo, los santos del Greco. Admi-
ro la nariz de los santos, porque éstos (es evidente) jamás
estaban resfriados, jamás eran diezmados por estos
estornudos en cadena. Jamás. Si hubieran estornudado
en secuencia de veinte o treinta estallidos consecutivos,
no habrían podido evitar el entregarse devotamente a la
puteada oral e intelectual. Y quien putea —aun en el más
simplificado de sus malos pensamientos— se está cerran-
do el camino de la Gloria.


Martes 11 de junio
No le dije nada, pero me lancé a la búsqueda de apar-
tamento. Tengo uno, ideal, metido en la cabeza. Desgra-
ciadamente, para los ideales no hay liquidaciones, siem-
pre salen caros.


Viernes 14 de junio
Debe hacer como un mes que no mantengo con Jaime o
con Esteban una conversación que supere los cinco minu-
tos. Entran rezongando, se encierran en sus habitaciones,
comen en silencio mientras leen el diario, se van renegando
y vuelven a la madrugada. Blanca, en cambio, está amable,
conversadora, feliz. A Diego lo veo poco, reconozco su pre-
sencia en la cara de Blanca. No me equivoco: es un buen
tipo. Sé que Esteban tiene otro rebusque. Se lo consiguieron
en el club. Tengo la impresión, sin embargo, de que se está
empezando a arrepentir de haberse dejado atrapar por
completo. Algún día estallará, ya lo veo, y mandará todo al
diablo. Ojalá sea pronto. No me gusta verlo embarcado en
una empresa que aparentemente contraría sus viejas con-
vicciones. No me gusta que se vuelva cínico, uno de esos
falsos cínicos, que, cuando llega la hora del reproche, se
excusan: “Es el único modo de progresar, de ser algo”. Jai-
me sí trabaja y lo hace bien; lo quieren en el empleo. Pero
el problema suyo es otra cosa. Lo peor es que no sé en qué
consiste. Está siempre nervioso, insatisfecho. Aparen-
temente, tiene carácter, pero a veces no estoy muy seguro
de si es carácter o si es capricho. No me gustan sus amigos.
Tienen algo de pitucos, vienen de Pocitos y tal vez en el
fondo lo desprecian. Se aprovechan de él, porque Jaime es
hábil, manualmente hábil, y siempre está haciendo algo que
ellos le han encargado. Gratis, como corresponde. Ninguno
de ellos trabaja, son hijos de papá. A veces oigo que protes-
tan: “Che, qué peste con tu laburo. Nunca se puede contar
con vos”. Dicen laburo como quien cumple una proeza,
como un salvacionista que se acerca a un mendigo borra-
cho y, traspasado de asco y de piedad, lo toca con la punta
del zapato; dicen laburo como si después del decirlo tuvie-
ran que desinfectarse.


Sábado 15 de junio
Encontré apartamento. Bastante parecido al ideal e
increíblemente barato. De todos modos, tendré que
apretar el presupuesto, pero espero que alcance. Está a
cinco cuadras de Dieciocho y Andes. Tiene la ventaja,
además, de que puedo amueblarlo con cuatro reales. Es
un decir. No tendré más remedio que agotar el saldo de
$ 2.465,79 que tengo en el Hipotecario.
Esta noche saldré con ella. No pienso decirle nada.
Domingo 16 de junio
Sin embargo se lo dije. Hacíamos las tres cuadras des-
de Ocho de Octubre hasta su casa, esta vez sin apagón.
Creo que tartamudeé, invoqué nuestro plan de absoluta
libertad, de conocernos y ver qué pasa, de dejar correr el
tiempo y revisar. Estoy seguro de que tartamudeé. Hace
un mes que ella apareció en Veinticinco y Misiones a
reclamar su café. “Quiero proponerte algo”, dije. La tu-
teo desde el viernes 7 pero ella no. Pensé que iba a con-
testar: “Ya sé”, lo que hubiera significado un gran alivio
para mí. Pero no. Me dejó cargar con todo el peso de la
propuesta. Esta vez no adivinó o no quiso adivinar. Nun-
ca fui especialista en prolegómenos, de modo que me
ceñí a lo indispensable: “Alquilé un apartamento. Para
nosotros”. Fue una lástima que no hubiera apagón, por-
que en ese caso no habría visto su mirada. Era triste,
acaso. Yo qué sé. Nunca estuve muy seguro acerca de lo
que las mujeres quieren decir cuando me miran. A veces
creo que me interrogan y al cabo de un tiempo caigo en
la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo.
Entre nosotros se estacionó por un momento una palabra
como una nube, como una nube que empezó a moverse.
Ambos pensamos en la palabra matrimonio, ambos com-
prendimos que la nube se alejaba, que mañana el cielo
estaría despejado. “¿Sin consultarme?”, preguntó. Con la
cabeza contesté que sí. La verdad: tenía un nudo en la
garganta. “Está bien”, dijo ella, tratando de sonreír, “a mí
hay que tratarme así, por el método de las situaciones
creadas”. Estábamos en el zaguán. La puerta estaba
abierta, porque era mucho más temprano que el otro día.
Había luces aquí y allá. No había sitio para el misterio.
Sólo esa otra cosa que se llama silencio. Empecé a com-
prender que mi propuesta no era un éxito rotundo. Pero
a los cincuenta años ya no puede aspirarse a éxitos ro-
tundos. ¿Y si hubiera dicho que no? Por esa falta de
negativa estaba pagando un precio, y ese precio era la
situación incómoda, el momento desagradable, casi pe-
noso, de verla callada frente a mí, un poco doblada en su
saco oscuro, con una cara de estarle diciendo adiós a
varias cosas. No me besó. Yo tampoco tomé la iniciativa.
Su rostro estaba tenso, endurecido. De pronto, sin previo
aviso, pareció que se añejaban todos sus resortes, como
si hubiera renunciado a una máscara insoportable, y así
como estaba, mirando hacia arriba, con la nuca apoyada
en la puerta, empezó a llorar. Y no era el famoso llanto
de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se
siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se sien-
te brillantemente desgraciado, entonces sí vale la pena
llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones,
y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de des-
graciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio
para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces
hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y
porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se
retoma el equilibrio, la normalidad. Así era el llanto de
ella. En este rubro no me engaña nadie. “¿Puedo ayudar-
te?”, dije, con todo, “¿puedo remediar esto en algo?”
Preguntas al santo botón. Saqué una más, muy desde el
fondo de mis dudas: “¿Qué pasa? ¿Querés que nos case-
mos?”. Pero la nube estaba lejos. “No”, dijo. “Lloro por-
que todo es una lástima.” Y es tan cierto. Todo es una
lástima: que no hubiera apagón, que yo tenga cincuenta,
que ella sea buena chica, que mis tres hijos, que su anti-
guo novio, que el apartamento... Saqué mi pañuelo y le
sequé los ojos. “¿Ya pasó todo?”, pregunté. “Sí, pasó
todo.” Era mentira, pero ambos comprendimos que hacía
bien en mentir. Con la mirada aún convaleciente, agregó:
“No creas que siempre soy tan tonta.” No creas, dijo;
estoy seguro de que dijo no creas. Me tuteó, entonces.


Jueves 20 de junio
Hace cuatro días que no escribo nada. Entre los trámi-
tes para alquilar el apartamento, la aceptación de garan-
tía, el retiro de los $ 2.465,79, la compra de algunos
muebles, lo he pasado tremendamente agitado. Mañana
me entregan el apartamento. El sábado de tarde me lle-
van las cosas.


Viernes 21 de junio
Lo echaron a Suárez, es increíble, pero lo echaron. El
personal fomentó alegremente el rumor de que la
Valverde había presionado para que lo liquidaran. Lo
sorprendente es que la causa del despido no pudo ser
menor. Expedición mandó dos encomiendas equivoca-
das. Suárez ni siquiera se enteró de esos envíos, segura-
mente efectuados por unos de esos muchachos novicios
y pajarones que tienen a su cargo la tarea de empa-
quetar. En un pasado no muy lejano, Suárez hizo cual-
quier cantidad de porquerías y nadie le dijo nada. Evi-
dentemente, desde hace tres o cuatro días, el gerente
tendría la orden de defenestrar a este amante en desgra-
cia; pero Suárez, que olfateaba lo que se le venía encima,
se estuvo portando como un niño ejemplar. Llegaba en
hora, hasta hubo días que trabajó alguna horita extra;
estaba amable, humilde, disciplinado. De nada le valió,
sin embargo. Si no hubiera tenido lugar esa falta en Ex-
pedición, estoy seguro de que igual lo habrían despedido,
por fumar demasiado o por no haberse lustrado los zapa-
tos. Algún refinado sostiene, por otra parte, que los pa-
quetes fueron enviados con destino erróneo, por orden
expresa y confidencial de la Gerencia. No me extrañaría
nada.
Cuando le comunicaron a Suárez la noticia, daba lás-
tima verlo. Fue a la Caja, cobró su indemnización, volvió
a su escritorio y empezó a vaciar los cajones, en silencio,
sin que nadie se le acercara a preguntarle qué le pasaba,
o a darle algún consejo, o a ofrecerle una ayuda. En sólo
media hora, había pasado a ser un indeseable. Yo hace
años que no me hablo con él (desde el día en que me di
cuenta de que extraía datos confidenciales de Contaduría
para transmitírselos a uno de los directores y envenenarlo
contra los otros), pero juro que hoy me vinieron ganas de
acercarme y decirle alguna palabra de simpatía, de con-
suelo. No lo hice porque el tipo es una inmundicia y
porque no lo merecía, pero no pude evitar sentir un poco
de asco ante ese cambio total y repentino (en el que
participaron desde el presidente del Directorio hasta el
último de los pinches), basado pura y exclusivamente en
la suspensión de las relaciones entre Suárez y la hija de
Valverde. Puede parecer insólito, pero el clima de esta
empresa comercial depende, en gran parte, de un orgas-
mo privado.


Sábado 22 de junio
No fui a la oficina. Aprovechando el caos jubiloso de
ayer, le pedí al gerente la correspondiente autorización
para faltar esta mañana. Me fue concedida con sonrisas y
hasta con el comentario estimulante y risueño de que no
sabía cómo se podrían arreglar sin el hombre clave de la
oficina. ¿Me querrán encajar a mí la hija de Valverde?
Bah.
Recibí los muebles en el apartamento y trabajé como
un negro. Quedó bien. Nada rabiosamente moderno. No
me gustan esas sillas funcionales, con esas patas ridícula-
mente inestables, que se desmoronan de sólo mirarlas
con rencor. No me gustan esos respaldos que siempre
parecen hechos a la medida de otro usufructuario. No me
gustan esas lámparas que siempre iluminan lo que uno
no tiene interés en ver ni en mostrar, por ejemplo: telara-
ñas, cucarachas, fusibles.
Creo que es la primera vez que arreglo un ambiente a
mi gusto. Cuando me casé, mi familia nos regaló el dor-
mitorio, y la familia de Isabel aportó el comedor. Se da-
ban de patadas el uno con el otro, pero no importa.
Después, venía mi suegra y dictaminaba: “A ustedes les
hace falta un cuadrito en el living”. Ni que decirlo dos
veces. A la mañana siguiente aparecía una naturaleza
muerta, con salchichones, queso duro, un melón, pan
casero, botellas de cerveza, algo en fin que me quitaba el
apetito por un semestre. Otras veces, generalmente en
ocasión de algún aniversario, cierto tío nos mandaba
gaviotas para colgar en la pared del dormitorio o dos
mayólicas con unos pajecitos maricones que eran aproxi-
madamente repugnantes. Después que Isabel murió, y a
medida que el tiempo, mis distracciones y el servicio do-
méstico fueron terminando con las naturalezas muertas,
las gaviotas y los pajecitos, Jaime fue llenando la casa
con esos mamarrachos que precisan una explicación pe-
riódica. A veces los veo, a él y a sus amigos, extasiados
frente a una jarra que tiene alas, recortes de diarios, una
puerta y testículos, y los oigo comentar: “¡Qué reproduc-
ción bárbara!”. No entiendo ni quiero entender, porque
la verdad es que su admiración ¡tiene una cara de hipó-
crita! Un día les pregunté: “¿Y por qué no traen alguna
vez una lámina con algo de Gauguin, de Monet, de
Renoir? ¿Acaso son malos?”. Entonces Danielito Gómez
Ferrando, un pendejo que se acuesta todos los días a las
cinco de la mañana, porque “las horas de la noche son
las más auténticas”, un delicado que no pisa un restorán
después que ha visto allá a alguien que usa escarbadien-
tes, ése, justamente ése, me contestó: “Pero señor, noso-
84tros estamos con el Abstracto”. Él, en cambio, no es nada
abstracto con su carita sin cejas y su eterna expresión de
gatita preñada.


Domingo 23 de junio
Abrí la puerta y me hice a un lado para que ella pasa-
ra. Entró a pasitos cortos, mirándolo todo con extrema
atención, como si hubiera querido ir absorbiendo lenta-
mente la luz, el clima, el olor. Pasó una mano por la mesa
libro, luego por el tapizado del sofá. Ni siquiera miró
hacia el dormitorio. Se sentó, quiso sonreír y no pudo. Me
pareció que le temblaban las piernas. Miró las reproduc-
ciones de la pared: “Botticelli”, dijo, equivocándose. Era
Filippo Lippi. Ya habrá tiempo de aclarárselo. Empezó a
preguntar sobre calidades, sobre precios, sobre mueble-
rías. “Me gusta”, dijo tres o cuatro veces.
Eran las siete de la tarde; el sol, casi tendido, conver-
tía en anaranjado el papel crema de las paredes. Me
senté a su lado y se puso rígida. Ni siquiera había deja-
do la cartera. Se la pedí. “¿Te acordás que no sos la
visita sino la dueña de la casa?” Entonces, haciendo un
esfuerzo, se aflojó un poco el pelo, se quitó la chaqueta,
estiró nerviosamente las piernas. “¿Qué hay?”, pregun-
té. “¿Estás asustada?” “¿Tengo cara de estarlo?”, res-
pondió preguntando. “Francamente sí.” “Puede ser.
Pero no es de vos ni de mí.” “Ya sé, estás asustada sólo
del momento.” Me pareció que se tranquilizaba. Una
cosa era cierta. No se estaba mandando la parte. La
palidez significaba que el susto era sincero. Su actitud
no era la misma de esas cajeras que aceptan ir a la
amueblada, pero que, en el momento mismo en que el
taxi se detiene, se vuelven puntualmente histéricas y
llaman a gritos a la mamá. No, en ella nada es teatro.
Estaba confusa y no quería —quizá no me convenía—
indagar demasiado sobre las causas de esa confusión.
“Lo que pasa es que tengo que acostumbrarme a la
idea”, dijo, tal vez para conformarme. Ella se daba
cuenta de que yo estaba un poco desalentado. “Una
siempre imagina estas cosas de un modo un poco dife-
rente de lo que después viene a ser. Pero algo tengo que
reconocer y agradecerte. Esto que has preparado no es
demasiado distinto de lo que yo tenía pensado.” “¿Des-
de cuándo?” “Desde que iba al Liceo y estaba enamora-
da del profesor de matemáticas.” La mesa estaba pron-
ta, con esos platos lisos, amarillos, que la empleada del
bazar había elegido por mí. (No es totalmente cierto, a
mí también me gustan.) Serví el fiambre, cumplí con
toda dignidad el papel de anfitrión. A ella le gustaba
todo, pero la tensión no le dejaba disfrutar de nada.
Cuando llegó el momento de descorchar el champán, ya
no estaba pálida. “¿Hasta qué hora podés quedarte?”,
pregunté. “Hasta tarde.” “¿Y tu madre?” “Mi madre
sabe lo nuestro.”
Un golpe bajo, evidentemente. Así no vale. Me sentí
como desnudo, con esa desesperada desnudez de los
sueños, cuando uno se pasea en calzoncillos por
Sarandí y la gente lo festeja de vereda a vereda. “Y eso
¿por qué?”, me atreví a preguntar. “Mi madre sabe todo
lo mío.” “¿Y tu padre?” “Mi padre vive fuera del mundo.
Es sastre. Horrible. Nunca vayas a hacerte un traje con
él. Los hace todos a la medida del mismo maniquí. Pero
además es teósofo. Y anarquista. Nunca pregunta nada.
Los lunes se reúne con sus amigos teósofos y glosa a la
Blavatsky hasta la madrugada; los jueves vienen a casa
sus amigos anarquistas y discuten a grito pelado sobre
Bakunin y sobre Kropótkin. Por lo demás es un hombre
tierno, pacífico, que a veces me mira con una dulce
paciencia y me dice cosas muy útiles, de las más útiles
que he escuchado jamás.” Me gusta mucho que hable
de los suyos, pero hoy me gustó especialmente. Me pa-
reció que era un buen presagio para la inauguración de
nuestra flamante intimidad. “Y tu madre, ¿qué dice de
mí?” Mi trauma psíquico proviene de la madre de Isa-
bel. “¿De vos? Nada. Dice de mí.” Terminó con el resto
del champán que quedaba en la copa y se limpió los
labios con la servilletita de papel. Ya no le quedaba
nada de pintura. “Dice de mí que soy una exagerada,
que no tengo serenidad.” “¿Con respecto a lo nuestro o
con respecto a todo?” “A todo. La teoría de ella, la gran
teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la
felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho
menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo
que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente
acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más
que por haber creído que la felicidad era una permanen-
te sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis,
de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastan-
te menos (o quizá bastante más, pero de todos modos
otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos
desgraciados son en realidad felices, pero no se dan
cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están
muy lejos del máximo bienestar. Es algo semejante a lo
que pasa con los desilusionados de la Gruta Azul. La
que ellos imaginaron es una gruta de hadas, no sabían
bien cómo era, pero sí que era una gruta de hadas, en
cambio llegan allí y se encuentran con que todo el mila-
gro consiste en que uno mete las manos en el agua y se
las ve levemente azules y luminosas.” Evidentemente, le
agrada relatar las reflexiones de su madre. Creo que las
dice como una convicción inalcanzable para ella, pero
también como una convicción que ella quisiera
fervientemente poseer. “Y vos, ¿cómo te sentís?”, pre-
gunté, “¿como si te vieras las manos levemente azules y
luminosas?” La interrupción la trajo a la tierra, al mo-
mento especial que era este hoy. Dijo: “Todavía no las
introduje en el agua”, pero en seguida se sonrojó. Por-
que, claro, la frase podía tomarse como una invitación,
hasta por una urgencia que ella no había querido for-
mular. Yo no tuve la culpa, pero ahí estuvo mi repentina
desventaja. Se levantó, se recostó en la pared, y me
preguntó con un tonito que quería ser simpático, pero
que en realidad era notoriamente inhibido: “¿Puedo
pedirte un primer favor?”. “Podés”, respondí, y ya tenía
mis temores. “¿Dejás que me vaya, así sin otra cosa?
Hoy, sólo por hoy. Te prometo que mañana todo irá
bien.” Me sentí desilusionado, imbécil, comprensivo.
“Claro que te dejo. No faltaba más.” Pero faltaba. Cómo
no que faltaba.


Lunes 24 de junio
Esteban está enfermo. Dice el médico que puede ser
algo serio. Esperemos que no. Pleuritis o algo pulmonar.
No sabe. ¿Cuándo sabrán los médicos? Después de al-
morzar, entré a su cuarto a ver cómo estaba. Leía, con la
radio encendida. Cuando me vio entrar, cerró el libro,
después de doblar el ángulo superior de la página que
estaba leyendo. Apagó la radio. Como diciendo: “Bueno,
se acabó mi vida privada”. Hice como que no me daba
cuenta. Yo no sabía de qué hablar. Nunca sé de qué
hablar con Esteban. Cualquiera sea el tema que toque-
mos, es fatal que terminemos discutiendo. Me preguntó
cómo marchaba mi jubilación. Creo que marcha bien. En
realidad, no puede ser demasiado complicada. Hace
tiempo que arreglé todo mi itinerario, que pagué los
aportes que debía, que hice regularizar mi ficha. “Según
tu amigo, el asunto no será largo.” El tema Mi Jubilación
es uno de los más frecuentados entre Esteban y yo. Hay
una especie de convenio tácito en mantenerlo siempre al
día. Con todo, hoy hice una tentativa: “Bueno, contáme
un poco cómo van tus cosas. Nunca hablamos”. “Es cier-
to. Debe ser que tanto vos como yo andamos siempre
muy ocupados.” “Debe ser. Pero ¿de veras tenés mucho
que hacer en tu oficina?” Una pregunta idiota, a la mar-
chanta. La respuesta fue la previsible, pero yo no la había
previsto: “¿Qué querés decir? ¿Que los empleados pú-
blicos somos todos unos vagos? ¿Eso querés decir? Claro,
solamente ustedes, los notables empleados de comercio,
tienen el privilegio de ser eficaces y trabajadores”. Me
sentí doblemente rabioso, porque la culpa la tenía yo.
“Mirá, no seas pavo. No quise decir eso, ni siquiera lo
pensé. Estás susceptible como una solterona. O tenés
una cola de paja grande como una casa.” Inesperada-
mente, no dijo nada ofensivo. Debe ser que la fiebre lo ha
debilitado. Más aún, llegó a disculparse: “Puede ser que
tengas razón. Siempre ando de mal genio. Yo qué sé.
Como si me sintiera incómodo conmigo mismo”. Como
confidencia y partiendo de Esteban, era casi una exage-
ración. Pero como autocrítica, creo que está muy aproxi-
mada a la verdad. Hace tiempo que me da la impresión
de que el paso de Esteban no sigue al de su conciencia.
“¿Qué dirías vos si dejo el empleo público?” “¿Ahora?”
“Bueno, ahora no. Cuando me cure, si me curo. Dijo el
médico que a lo mejor tengo para unos cuantos meses.”
“¿Y a qué se debe esta viaraza?” “No me preguntes de-
masiado. ¿No te alcanza con que quiera cambiar?” “Sí
que me alcanza. Me dejás muy contento. Lo único que
me preocupa es que si precisás una licencia por enferme-
dad, es más fácil que la consigas donde estás ahora.” “A
vos, cuando tuviste el tifus, ¿te echaron? ¿Verdad que
no? Y faltaste como seis meses.” En realidad, le llevaba
la contra por el puro placer de oírlo afirmarse. “Lo prin-
cipal, ahora, es que te cures. Después veremos.” Enton-
ces se lanzó a un largo retrato de sí mismo, de sus limita-
ciones, de sus esperanzas. Tan largo, que llegué a la ofi-
cina a las tres y cuarto, y tuve que disculparme con el
gerente. Yo estaba impaciente, pero no me sentía con
derecho a interrumpirlo. Era la primera vez que Esteban
se confiaba. No podía defraudarlo. Después hablé yo. Le
di algún consejo, pero muy amplio, sin fronteras. No que-
ría espantarlo. Y creo que no lo espanté. Cuando me fui
le palmeé la rodilla que abultaba bajo la frazada. Y me
dedicó una sonrisa. Dios mío, me pareció la cara de un
extraño. ¿Será posible? Por otra parte, un extraño lleno
de simpatía. Y es mi hijo. Qué bien.
Tuve que quedarme hasta tarde en la oficina y, en con-
secuencia, postergar la iniciación de mi “luna de miel”.

Martes 25 de junio
Un trabajo bárbaro. Será para mañana.

Miércoles 26 de junio
Tuve que trabajar hasta las diez de la noche. Estoy
literalmente reventado.

Jueves 27 de junio
Creo que hoy debe haber sido el último día de jaleo.
Nunca he visto un pedido de informes más complicado y
más inútil. Y ya tenemos el balance encima.
Esteban pasó sin fiebre. Menos mal.

Viernes 28 de junio
Al fin. A las siete y media salí de la oficina y fui al
apartamento. Ella había llegado antes, había abierto con
su llave y se había instalado. Cuando llegué me recibió
alegremente, sin inhibiciones, otra vez con un beso. Co-
mimos. Hablamos. Reímos. Hicimos el amor. Todo estu-
vo tan bien, que no vale la pena escribirlo. Estoy rezando:
“Que dure”, y para presionar a Dios voy a tocar madera
sin patas.

Sábado 29 de junio
Parece que lo de Esteban no es tan serio. La ra-
diografía y los análisis desmintieron al médico y su mal
agüero. A ese tipo le gusta aterrorizar, anunciar por lo
menos la proximidad de graves complicaciones, de peli-
gros indefinidos e implacables. Después, si la realidad no
es tan tremenda, sobreviene una gran sensación de ali-
vio, y el alivio familiar es por lo común el mejor clima
posible para pagar sin fastidio, hasta con gratitud, una
cuenta abusivamente alta. Cuando uno le pregunta al
doctor, humildemente, casi con vergüenza, sintiendo cla-
ramente el bochorno de tocar un tema tan vulgar y gro-
sero frente a quien sacrifica su vida y su tiempo por la
salud del prójimo: “¿Cuánto es, doctor?”, él dice siempre,
acompañando sus palabras con un generoso y compren-
sivo gesto de incomodidad: “Por favor, amigo, ya habrá
tiempo para hablar de eso. Y no se apure, que conmigo
nunca va a tener problema”. Y en seguida, para rescatar
la dignidad humana de este sórdido bache, hace punto y
aparte y se lanza a dictar cátedra sobre el caldito que
mañana tomará el convaleciente. Después, cuando al fin
llega el tiempo de hablar de eso, viene la hinchada cuen-
ta, sola, por correo, y uno se queda un poco turulato ante
la cifra, quizá porque en ese momento no está presente la
sonrisa afable, paternal, franciscana, de aquel austero
mártir de la ciencia.

Domingo 30 de junio
Todo un día para nosotros, desde el desayuno en ade-
lante. Vine ansioso por verificar, por comprobarlo todo.
Lo del viernes fue una cosa única, pero torrencial. Pasó
todo tan rápido, tan natural, tan felizmente, que no pude
tomar ni una sola anotación mental. Cuando se está en el
foco mismo de la vida, es imposible reflexionar. Y yo
quiero reflexionar, medir lo más aproximadamente posi-
ble esta cosa extraña que me está pasando, reconocer
mis propias señales, compensar mi falta de juventud con
mi exceso de conciencia. Y entre los detalles que quiero
verificar está el tono de su voz, los matices de su voz,
desde la extrema sinceridad hasta el ingenuo disimulo;
está su cuerpo, al que virtualmente no vi, pero pude des-
cubrir, porque preferí pagar deliberadamente ese precio
con tal de sentir que se aflojaba la tensión, que sus ner-
vios cedían la plaza a los sentidos; preferí que la oscuri-
dad fuera realmente impenetrable, a prueba de toda ren-
dija iluminada, con tal de que sus estremecimientos de
vergüenza, de miedo, qué sé yo, se cambiaran paulatina-
mente, en otros estremecimientos, más tibios, más nor-
males, más propios de la entrega. Hoy me dijo: “Estoy
feliz de que todo haya pasado”, y parecía, por el impulso
de las palabras, por la luz de los ojos, que se estuviera
refiriendo a un examen, a un parto, a un ataque, a cual-
quier cosa de mayor riesgo y responsabilidad que la sim-
ple, corriente, cotidiana operación de acostarse juntos un
hombre y su mujer, mucho más simple, corriente y coti-
diana que la de acostarse juntos un hombre y una mujer.
“Hasta te diría que me siento sin culpa, limpia de peca-
do.” Debo haber hecho un gesto de impaciencia, porque
en seguida aclaró: “Yo sé que eso no lo podés entender,
que es algo que no cabe en los muchos dedos de frente
masculina. Para ustedes hacer el amor es una especie de
trámite normal, de obligación casi higiénica, raras veces
un asunto de conciencia. Es envidiable cómo pueden se-
parar ese detalle que se llama sexo, de todo lo otro esen-
cial, de todas las otras zonas de la vida. Ustedes mismos
inventaron eso de que el sexo lo es todo en la mujer. Lo
inventaron y después lo desfiguraron, lo convirtieron en
una caricatura de lo que verdaderamente significa. Cuan-
do lo dicen, piensan en la mujer como una gozadora
vocacional, impenitente. El sexo es todo en la mujer, es
decir la vida entera de la mujer, con sus afeites, con su
arte de engañar, con su barniz de cultura, con sus lágri-
mas listas, con todo su equipo de seducciones para agra-
dar al hombre y convertirlo en el proveedor de su vida
sexual, de su exigencia sexual, de su rito sexual”. Estaba
entusiasmada y hasta parecía enojada conmigo. Me mira-
ba con una ironía tan segura, que parecía la depositaria
de toda la dignidad femenina de este mundo. “¿Y nada
de eso es cierto?”, pregunté, nada más que para provo-
carla, porque quedaba muy linda en su actitud agresiva.
“Algo de eso es cierto, a veces es cierto. Ya sé que hay
mujeres que son eso y nada más. Pero hay otras, la ma-
yoría, que no son eso, y otras más, que aunque lo sean,
son además otra cosa, un ser humano complicado, ego-
céntrico, extremadamente sensible. Quizá sea cierto que
el ego femenino sea sinónimo de sexo, pero hay que
comprender que la mujer identifica el sexo con la con-
ciencia. Allí puede estar la mayor culpa, la mejor felici-
dad, el problema más arduo. Para ustedes es tan diferen-
te. Compará, si querés, el caso de una solterona y el de
un solterón, que en apariencia podrían tomarse como
prójimos afines, como dos frustrados paralelos. ¿Cuáles
son las reacciones de una y otro?” Tomó aliento y siguió.
“Mientras la solterona se vuelve malhumorada, cada
vez menos femenina, maniática, histérica, incompleta, el
solterón en cambio se vuelca hacia el exterior, se hace
chispeante, ruidoso, viejo verde. Los dos padecen la so-
ledad, pero para el solterón es sólo un problema de asis-
tencia doméstica, de cama individual; para la solterona,
la soledad es un mazazo en la nuca.” Fue muy inoportu-
no de mi parte, pero en ese momento me reí. Ella se
frenó en su discurso y me miró con curiosidad. “Me hace
gracia oírte defender a las solteronas”, dije. “Me gusta y
me asombra, además, verte así de preocupada por for-
mular tu teoría. Debés heredarlo de tu madre. Ella tiene
su teoría de la felicidad; vos también tenés la tuya, una
que quizá podría denominarse ‘De las vinculaciones en-
tre el sexo y la conciencia en la mujer promedio’. Pero
ahora decíme, ¿de dónde sacaste que los hombres pien-
san de ese modo, de que fueron los hombres quienes
inventaron esa saludable macana de que el sexo lo es
todo en la mujer?” Puso cara de sentir vergüenza, de
saberse acorralada: “Yo qué sé. Alguien me lo dijo. Yo no
soy una erudita. Pero si no la inventó un hombre, mere-
cería que la hubiera inventado”. Ahora sí volvía a recono-
cerla, en esa salida de chiquilina que se ve descubierta y
recurre a una vuelta de aparente ingenuidad sólo para
hacerse disculpar. Después de todo, no me importan de-
masiado sus arranques feministas. En definitiva, todo
había sido para explicarme por qué había dejado de sen-
tirse culpable. Bueno, eso era lo importante, que no se
creyera culpable, que aflojara la tensión, que se sintiera
cómoda en mis brazos. Lo demás es adorno, justifica-
ción; puede y no puede estar, a mí me da lo mismo. Si a
ella le gusta sentirse justificada, si ella convierte todo esto
en un grave problema de conciencia, y quiere hablarlo,
quiere que yo me haga cargo, que se lo escuche decir,
bueno, entonces que lo diga y se lo escucho. Queda muy
linda con los cachetes encendidos por el entusiasmo.
Además, no es cierto que para mí no sea esto un asunto
de conciencia. No sé en qué día lo escribí, pero estoy
seguro de que dejé constancia de mis vacilaciones, y
¿qué es la vacilación sino un rodeo de la conciencia?
Pero ella es formidable. De pronto se calló, dejó a un
lado toda su militancia, se miró en el espejo, no con
coquetería sino burlándose de sí misma, se sentó en la
cama y me llamó: “Vení, sentate aquí, soy una idiota
perdiendo el tiempo con semejante discurso. Total, yo sé
que vos no sos como los otros. Yo sé que me entendés,
que sabés por qué razón esto es para mí un verdadero
caso de conciencia”. Había que mentir y dije: “Claro que
lo sé”. Pero a esa altura ella estaba en mis brazos y había
otras cosas en qué pensar, otros viejos proyectos que
realizar, otras nuevas caricias que atender. Los casos de
conciencia tienen también su lado tierno.

Miércoles 3 de julio
Parece mentira, pero a Aníbal no lo veía desde que
volvió de Brasil, a principios de mayo. Ayer me llamó y
me dejó contento. Tenía necesidad de hablar con alguien,
de confiar en alguien. Sólo ahí me di cuenta de que hasta
ahora todo el asunto de Avellaneda lo había guardado
para mí, sin hablarlo con nadie. Y es explicable. ¿Con
quién hubiera podido comentarlo? ¿Con mis hijos? De
sólo imaginarlo se me pone la piel de gallina. ¿Con
Vignale? Me figuro su guiño de malicia, su palmadita en
el hombro, su risotada cómplice, y de inmediato me vuel-
vo indeclinablemente reservado. ¿Con la gente del em-
pleo? Sería un horrible paso en falso y, a la vez, la abso-
luta seguridad de que Avellaneda habría de abandonar la
oficina. Pero aun si ella no trabajara allí, creo que tampo-
co tendría fuerzas para hablar de mí mismo en esos tér-
minos. En las oficinas no hay amigos; hay tipos que se
ven todos los días, que rabian juntos o separados, que
hacen chistes y se los festejan, que se intercambian sus
quejas y se transmiten sus rencores, que murmuran del
Directorio en general y adulan a cada director en particu-
lar. Esto se llama convivencia, pero sólo por espejismo la
convivencia puede llegar a parecerse a la amistad. En
tantos años de oficina, confieso que Avellaneda es mi
primer afecto verdadero. Lo demás tiene la desventaja de
la relación no elegida, del vínculo impuesto por las cir-
cunstancias. ¿Qué tengo yo de común con Muñoz, con
Méndez, con Robledo? Sin embargo, a veces nos reímos
juntos, tomamos alguna copa, nos tratamos con simpa-
tía. En el fondo, cada uno es un desconocido para los
otros, porque en este tipo de relación superficial se habla
de muchas cosas, pero nunca de las vitales, nunca de las
verdaderamente importantes y decisivas. Yo creo que el
trabajo es el que impide otra clase de confianza; el traba-
jo, esa especie de constante martilleo, o de morfina, o de
gas tóxico. Alguna vez, uno de ellos (Muñoz especialmen-
te) se me ha acercado para iniciar una conversación real-
mente comunicativa. Ha empezado a hablar, ha empeza-
do a delinear con franqueza su autorretrato, ha empe-
zado a sintetizar los términos de su drama, de ese módi-
co, estacionado, desconcertante drama que atosiga la
vida de cada cual, por más hombre-promedio que se
sienta. Pero siempre hay alguien que llama desde el mos-
trador. Durante media hora él tiene que explicar a un
cliente moroso la inconveniencia y el castigo de la mora,
discute, grita un poco, seguramente se siente envilecido.
Cuando vuelve a mi mesa, me mira, no dice nada. Hace
el esfuerzo muscular correspondiente a la sonrisa, pero
las comisuras se le doblan hacia abajo. Entonces toma
una planilla vieja, la arruga en el puño, concienzu-
damente, y después la tira al cesto de papeles. Es un
simple sustitutivo; lo que no sirve más, lo que tira al
cesto, es la confidencia. Sí, el trabajo amordaza la con-
fianza. Pero también existe la burla. Todos somos
especialistas en la burla. La disponibilidad de interés
hacia el prójimo hay que gastarla de algún modo; de lo
contrario, se enquista y sobreviene la claustrofobia, la
neurastenia, qué sé yo. Ya que no tenemos la suficiente
valentía, la suficiente franqueza como para interesarnos
amistosamente por el prójimo (no el prójimo nebuloso,
bíblico, sin rostro, sino el prójimo con nombre y apellido,
el prójimo más próximo, el que escribe en el escritorio
frente al mío y me alcanza el cálculo de intereses para
que yo lo revise y ponga mi inicial de visto bueno), ya
que renunciamos voluntariamente a la amistad, bueno,
pues entonces, vamos a interesarnos burlonamente por
ese vecino que a través de ocho horas es siempre vulne-
rable. Además, la burla proporciona una especie de soli-
daridad. Hoy el candidato es éste, mañana es aquél,
pasado seré yo. El burlado maldice en silencio, pero
pronto se resigna, sabe que esto es sólo una parte del
juego, que en el futuro cercano, a lo mejor dentro de una
hora o dos, podrá elegir la forma de desquite que mejor
coincida con su vocación. Los burladores, por su parte,
se sienten solidarios, entusiastas, chispeantes. Cada vez
que uno de ellos le agrega a la burla un condimento, los
otros festejan, se hacen señas, se sienten rijosos de
complicidad, sólo falta que se abracen y griten los hurras.
Y qué alivio reírse, incluso cuando hay que aguantar la
risa porque allá en el fondo ha asomado el gerente su
cara de sandía, qué desquite contra la rutina, contra el
papeleo, contra esa condena que significa estar ocho ho-
ras enredado en algo que no importa, en algo que hace
hinchar las cuentas bancarias de esos inútiles que pecan
por el mero hecho de vivir, de dejarse vivir, de esos
inanes que creen en Dios sólo porque ignoran que hace
mucho tiempo que Dios ha dejado de creer en ellos. La
burla y el trabajo. ¿En qué difieren, después de todo? Y
qué trabajo nos da la burla, qué fatiga. Y qué burla es
este trabajo, qué mal chiste.

Jueves 4 de julio
Hablé largamente con Aníbal. Es la primera vez que
pronuncio ante alguien el nombre de Avellaneda, es de-
cir, la primera vez que lo pronuncio con el verdadero
sentido que ese nombre tiene para mí. En algún mo-
mento, mientras se lo relataba, me pareció que veía todo
el asunto desde fuera, como un espectador profunda-
mente interesado. Aníbal me escuchó con religiosa aten-
ción. “¿Y por qué no te casás? No entiendo bien el matiz
de ese escrúpulo.” Me parecía mentira que no lo en-
tendiese, estaba tan claro. Vuelta a la explicación, al clisé
de la explicación que yo me doy desde el comienzo: mi
edad, su edad, yo dentro de diez años, ella dentro de diez
años, el afán de no perjudicarla, el otro afán de no pare-
cer ridículo, el goce del presente, mis tres hijos, etcétera,
etcétera. “¿Y te parece que así no la perjudicás?” Claro,
eso es inevitable, pero de todos modos la perjudico me-
nos que encadenándola. “¿Y ella qué dice? ¿Está de
acuerdo?” Eso se llama una pregunta incómoda. No sé si
está de acuerdo. En su oportunidad, ella dijo que sí, pero
la verdad es que no sé si está de acuerdo. ¿Podrá ser que
ella prefiera la situación estable, oficialmente estable y
consagrada? ¿Me estaré diciendo que lo hago por ella y
lo estaré haciendo realmente por mí? “¿Es al ridículo que
le temés o a otra cosa?” Evidentemente, el tipo estaba
decidido a poner el dedo en la llaga. “¿Qué querés decir
con eso?” “Me pediste que fuera franco, ¿no? Quiero
decir que a mí me parece muy claro todo el problema: lo
que te pasa es que tenés miedo de que dentro de diez
años ella te ponga cuernos.” Qué feo eso de que le digan
a uno la verdad, sobre todo si se trata de una de esas
verdades que uno ha evitado decirse aun en los solilo-
quios matinales, cuando recién se despierta y murmura
pavadas amargas, profundamente antipáticas, cargadas
de autorrencor, a las que es necesario disipar antes de
despertarse por completo y ponerse la máscara que, en el
resto del día, verán los otros y verá a los otros. ¿Así que
tengo miedo de que dentro de diez años ella me ponga
cuernos? A Aníbal le contesté con una palabrota, que es
la reacción tradicionalmente varonil para cuando a uno
lo tratan de cornudo, aunque sea a larga distancia y a
largo plazo. Pero la duda siguió girando en mi cabeza y
en el momento en que lo escribo no puedo evitar sentir-
me un poco menos generoso, un poco menos equilibra-
do, un poco más vulgar y desabrido.


Sábado 6 de julio
Llovió a baldes, después del mediodía. Estuvimos vein-
te minutos en una esquina, esperando que llegara la cal-
ma, mirando desalentadamente a la gente que corría. Pero
nos estábamos enfriando sin remedio y yo empecé a estor-
nudar con una regularidad amenazadora. Conseguir un
taxi era una especie de imposible. Estábamos a dos cua-
dras del apartamento y decidimos ir a pie. En realidad,
corrimos también nosotros como enloquecidos y llegamos
al apartamento en tres empapados minutos. Quedé por un
rato con una gran fatiga, echado como una cosa inútil
sobre la cama. Antes tuve fuerzas, sin embargo, para bus-
car una frazada y envolverla a ella. Se había quitado el
saco, que chorreaba, y también la pollera, que quedó he-
cha una lástima. De a poco me fui calmando y a la media
hora ya había entrado en calor. Fui a la cocina, encendí el
primus, puse agua a calentar. Desde el dormitorio, ella me
llamó. Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y
estaba junto a la ventana mirando llover. Me acerqué, yo
también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De
pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa
rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienes-
tar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz
como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de
que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado,
con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así.
Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segun-
do, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay
derecho a prórrogas. Allá abajo un perro trotaba sin prisa
y con bozal, resignado a lo irremediable. De pronto se
detuvo y obedeciendo a una rara inspiración levantó una
pata, después siguió su trote tan sereno. Realmente, pare-
cía que se había detenido a cerciorarse de que seguía llo-
viendo. Nos miramos a un tiempo y soltamos la risa. Me
figuré que el hechizo se había roto, que la famosa cumbre
había pasado... Pero ella estaba conmigo, podía sentirla,
palparla, besarla. Podía decir simplemente: “Avellaneda.”
“Avellaneda” es, además, un mundo de palabras. Estoy
aprendiendo a inyectarle cientos de significados y ella tam-
bién aprende a conocerlos. Es un juego. De mañana digo:
“Avellaneda”, y significa: “Buenos días”. (Hay un “Avella-
neda” que es reproche, otro que es aviso, otro más que es
disculpa.) Pero ella me malentiende a propósito para ha-
cerme rabiar. Cuando pronuncio el “Avellaneda” que sig-
nifica: “Hagamos el amor”, ella muy ufana contesta: “¿Te
parece que me vaya ahora? ¡Es tan temprano!”. Oh, los
viejos tiempos en que Avellaneda era sólo un apellido, el
apellido de la nueva auxiliar (sólo hace cinco meses que
anoté: “La chica no parece tener muchas ganas de traba-
jar, pero al menos entiende lo que uno le explica”), la
etiqueta para identificar a aquella personita de frente an-
cha y boca grande que me miraba con enorme respeto.
Ahí está ahora, frente a mí, envuelta en su frazada. No me
acuerdo cómo era cuando me parecía insignificante,
inhibida, nada más que simpática. Sólo me acuerdo de
cómo es ahora: una deliciosa mujercita que me atrae, que
me alegra absurdamente el corazón, que me conquista.
Parpadeé conscientemente, para que nada estorbara des-
pués. Entonces mi mirada la envolvió, mucho mejor que la
frazada; en realidad, no era independiente de mi voz, que
ya había empezado a decir: “Avellaneda”. Y esta vez me
entendió perfectamente.


Domingo 7 de julio
Un día de sol espléndido, casi otoñal. Fuimos a
Carrasco. La playa estaba desierta, tal vez debido a que,
en pleno julio, la gente no se anima a creer en el buen
tiempo. Nos sentamos en la arena. Así con la playa vacía,
las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que
gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco
lamentablemente dócil, maleable. Veo ese mar implaca-
ble y desolado, tan orgulloso de su espuma y de su cora-
je, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi
irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable
admiración. Pero después, casi en seguida, la admiración
se desintegra, y paso a sentirme tan indefenso como una
almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie
de eternidad. Cuando yo era niño, él golpeaba y golpea-
ba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo,
cuando era niño el abuelo de mi abuelo. Una presencia
móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, in-
sensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no
sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También
un testigo insensible. Una presencia móvil pero sin vida.
Avellaneda también lo miraba, con el viento en el pelo,
sin pestañear: “Vos, ¿creés en Dios?”, dijo continuando el
diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. “No sé,
yo querría que Dios existiese. Pero no estoy seguro. Tam-
poco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar
conforme con nuestra credulidad a partir de algunos da-
tos desperdigados e incompletos.” “Pero si es tan claro.
Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro,
manos, corazón. Dios es un común denominador. Tam-
bién podríamos llamarlo la Totalidad. Dios es esta piedra,
mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube,
todo.” “Y eso ¿te atrae? ¿Eso te conforma?” “Por lo me-
nos, me inspira respeto.” “A mí no. No puedo figurarme
a Dios como una gran Sociedad Anónima.”

Lunes 8 de julio
Esteban ya se levanta. Su enfermedad nos ha dejado
un buen saldo, tanto a él como a mí. Hemos tenido dos
o tres conversaciones francas, verdaderamente saluda-
bles. Incluso hablamos alguna vez de generalidades,
pero con naturalidad, sin que el mutuo fastidio dictara
las respuestas.


Martes 9 de julio
¿Así que tengo miedo de que dentro de diez años ella
me ponga cuernos?


Miércoles 10 de julio
Vignale. Lo encontré por Sarandí. No tuve más reme-
dio que escucharlo. No parecía feliz. Yo estaba apurado,
así que tomamos un café en el mostrador. Allí, en voz
alta, en ese estilo de estentórea confidencia que él culti-
va, me relató el nuevo capítulo de su idilio: “Qué mala
pata, che. Mi mujer nos agarró, ¿te das cuenta? No nos
pescó lo que se dice en flagrante. Sólo nos estábamos
besando. Pero te imaginarás el bochinche que armó la
gorda. Que en su propia casa, bajo su propio techo, co-
miendo su propio pan. Yo, que soy el propio marido, me
sentía como una cucaracha. Elvira, en cambio, lo tomó
con gran serenidad y se mandó la teoría del siglo: que
ella y yo siempre habíamos sido como hermanos y que lo
que mi mujer había visto era eso justamente, un beso
fraternal. Yo me sentí de lo más incestuoso y la gorda
armó una bronca descomunal. Están arreglados, dijo, si
se figuran que me voy a quedar mansita como el tarado
de Francisco. Habló con mi suegra, con los vecinos, con
el almacenero. A las dos horas todo el barrio sabía que la
loquita ésa le había querido quitar el marido. Por su lado,
Elvira habló enérgicamente con Francisco y le dijo que la
estaban insultando, que no se quedaría en esa casa ni un
solo minuto más. Se quedó sin embargo como tres horas,
en el curso de las cuales me hizo una cosa muy fea, lo
que se dice muy fea. Fijáte que Francisco a todo decía
que sí, el tipo no era nada peligroso. Pero la gorda insis-
tía, gritaba, dos o tres veces se le fue encima a la Elvira.
Y entonces la Elvira, en uno de esos momentos de terror,
¿a que no sabés qué le dijo? Que en qué cabeza cabía
que ella se fuera a fijar en una porquería como yo. ¿Te
das cuenta? Y lo peor de todo es que con eso la conven-
ció a la otra, y la gorda se quedó tranquila, ¿Pero te das
cuenta? Te juro que esto no se lo perdono a la Elvira.
Que se vayan nomás, ella y su cornudito. Después de
todo, mirá, no está tan buena como me parecía. Además,
ahora que dejé de ser un marido fiel, he llegado a la
conclusión de que puedo tener programitas más jóvenes,
más fresquitas; sobre todo, que no tengan nada que ver
con el rubro hogar, que para mí siempre fue sagrado. Y
de paso la gorda no se preocupa, pobre”.

Sábado 13 de julio
Ella está a mi lado, dormida. Estoy escribiendo en una
hoja suelta, esta noche lo pasaré a la libreta. Son las
cuatro de la tarde, el final de la siesta. Empecé a pensar
en una comparación y terminé con otra. Está aquí, al
lado mío, el cuerpo de ella. Afuera hace frío, pero aquí la
temperatura es agradable, más bien hace calor. El cuerpo
de ella está casi al descubierto, la frazada y la sábana se
han deslizado hacia un costado. Quise comparar este
cuerpo con mis recuerdos del cuerpo de Isabel. Evidente-
mente, eran otras épocas. Isabel no era delgada, sus se-
nos tenían volumen, y por eso caían un poco. Su ombligo
era hundido, grande, oscuro, de márgenes gruesos. Sus
caderas eran lo mejor, lo que más me atraía; tengo una
memoria táctil de sus caderas. Sus hombros eran llenos,
de un blanco rosáceo. Sus piernas estaban amenazadas
por un futuro de várices, pero todavía eran hermosas,
bien torneadas. Este cuerpo que está a mi lado no tiene
absolutamente ningún rasgo en común con aquél. Avella-
neda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad,
sus hombros están llenos de pecas, su ombligo es infantil
y pequeño, sus caderas también son lo mejor (¿o será que
las caderas siempre me conmueven?), sus piernas son
delgadas pero están bien hechitas. Sin embargo, aquel
cuerpo me atrajo y éste me atrae. Isabel tenía en su des-
nudez una fuerza inspiradora, yo la contemplaba e
inmediatamente todo mi ser era sexo, no había por qué
pensar en otra cosa. Avellaneda tiene en su desnudez
una modestia sincera, simpática e inerme, un desamparo
que es conmovedor. Me atrae profundamente, pero aquí
el sexo es sólo un tramo de la sugestión, del llamamiento.
La desnudez de Isabel era una desnudez total, más pura
quizá. El cuerpo de Avellaneda es una desnudez con ac-
titud. Para quererla a Isabel bastaba con sentirse atraído
por su cuerpo. Para quererla a Avellaneda es necesario
querer el desnudo más la actitud, ya que ésta es por lo
menos la mitad de su atractivo. Tener a Isabel entre los
brazos significaba abrazar un cuerpo sensible a todas las
reacciones físicas y capaz también de todos los estímulos
lícitos. Tener en mis brazos la concreta delgadez de Ave-
llaneda, significa abrazar además su sonrisa, su mirada,
su modo de decir, el repertorio de su ternura, su reticen-
cia a entregarse por completo y las disculpas por su reti-
cencia. Bueno, ésa era la primera comparación. Pero
vino la otra, y esa otra me dejó gris, desanimado. Mi
cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda. Qué tristeza.
Nunca he sido un atleta, líbreme Dios. Pero aquí había
músculos, aquí había fuerza, aquí había una piel lisa,
tirante. Y sobre todo no había tantas otras cosas que
desgraciadamente ahora hay. Desde la calvicie desequili-
brada (el lado izquierdo es el más desierto), la nariz más
ancha, la verruga del cuello, hasta el pecho con islas
pelirrojas, el vientre retumbante, los tobillos varicosos,
los pies con incurable, deprimente micosis. Frente a Ave-
llaneda no me importa, ella me conoce así, no sabe cómo
he sido. Pero me importa ante mí, me importa recono-
cerme como un fantasma de mi juventud, como una ca-
ricatura de mí mismo. Hay una compensación quizá: mi
cabeza, mi corazón, en fin, yo como ente espiritual, quizá
sea hoy un poco mejor que en los días y las noches de
Isabel. Sólo un poco mejor, tampoco conviene ilusionar-
se demasiado. Seamos equilibrados, seamos objetivos,
seamos sinceros, vaya. La respuesta es: “¿Eso cuenta?”.
Dios, si es que existe, debe estar allá arriba haciéndose
cruces. Avellaneda (oh, ella existe) está ahora acá abajo
abriendo los ojos.


Lunes 15 de julio
Al fin de cuentas, puede ser que Aníbal tenga razón,
que yo le esté sacando el cuerpo al matrimonio, más por
miedo al ridículo que por defender el futuro de Avellane-
da. Y eso no estaría bien. Porque hay una cosa cierta y es
que la quiero. Esto lo escribo sólo para mí, así que no
importa que suene cursi. Es la verdad. Punto. Por lo tan-
to, no quiero que sufra. Yo creía (en realidad, creía saber-
lo) que estaba eludiendo una situación estable para que
Avellaneda siempre estuviera libre, para que, dentro de
unos años, no se sintiera encadenada a un vejestorio. Si
ahora resulta que eso era sólo un pretexto ante mí mismo,
mientras que la verdadera razón era una especie de segu-
ro contra futuros engaños, está bastante claro que habría
que cambiar toda la estructura, todo el aparato exterior
de esta unión. Quizá ella sufra más con una situación
clandestina, siempre provisoria, que sintiéndose amarra-
da a un tipo que la dobla en edad. Después de todo, en
mi miedo al ridículo la estoy juzgando mal, y eso es una
porquería de mi parte. Yo sé que es buena persona, que
está hecha de buena pasta. Sé que si alguna vez se ena-
morase de alguien, no me dejaría en esa humillante igno-
rancia que constituye la afrenta de los burlados. Acaso
me lo diría o, de algún modo, yo captaría el trance y
tendría la suficiente serenidad como para entenderlo.
Pero tal vez mejor sería hablarlo con ella, otorgarle el
poder de decidir por sí misma, ayudarla a sentirse segura.


Miércoles 17 de julio
Blanca estuvo triste hoy, Jaime, ella y yo cenamos en
silencio. Esteban hacía su primera salida nocturna des-
pués de la enfermedad. No dije nada durante la comida,
porque demasiado sé cómo reacciona Jaime. Después,
cuando él se fue, virtualmente sin saludar (no puede to-
marse como “buenas noches” el gruñido que antecedió
al portazo), me quedé leyendo el diario en el comedor, y
Blanca se demoró expresamente mientras levantaba la
mesa. Tuve que alzar el diario para que ella retirara el
mantel, y entonces la miré. Tenía los ojos semillorosos.
“¿Qué pasa con Jaime?”, le pregunté. “Con Jaime y con
Diego; me peleé con los dos.” Demasiado enigmático. No
podía imaginarme a Jaime y a Diego aliados contra ella.
“Diego dice que Jaime es un marica. Por eso me peleé
con Diego.” Me golpeó dos veces la palabra; porque iba
dirigida a mi hijo y porque la había dicho Diego, en quien
cifro esperanzas, en quien confío. “¿Y se puede saber con
qué motivo tu dichoso Diego se permite insultar?” Blanca
sonrió con un poco de amargura. “Eso es lo peor. Que no
es un insulto. Es la verdad. Por eso fue que me peleé con
Jaime.” Era evidente que Blanca se violentaba al decir
todo eso, sobre todo por ser yo el destinatario de la reve-
lación. A mí mismo me sonó a falso cuando dije: “¿Y vos
le das más crédito a la calumnia de Diego que a lo que
diga tu hermano?”. Blanca bajó los ojos. En la mano
tenía la panera. Era la imagen del patetismo, de un pate-
tismo conmovedor y de entrecasa. “Justamente”, dijo, “es
el propio Jaime quien lo dice”. Hasta ese momento nun-
ca había pensado que mis ojos se pudieran abrir tanto.
Me dolían las sienes. “Así que esos amigos...”, balbuceé.
“Sí”, dijo ella. Era un mazazo. Sin embargo, me di cuenta
de que en el fondo de mí mismo ya existía una sospecha.
Por eso, sólo por eso, la palabra no sonaba del todo
nueva para mí. “Una cosa te pido”, agregó, “no le digas
nada. Está perdido. No siente escrúpulos, ¿sabés? Dice
que las mujeres no lo atraen, que es algo que él no ha
buscado, que cada uno tiene la naturaleza que Dios le dio
y que a él no le dio la capacidad de sentirse atraído por
las mujeres. Se justifica con ardor, te aseguro que no
tiene complejo de culpa”. Entonces dije, sin ninguna con-
vicción: “Si le reviento la cabeza a trompadas, vas a ver
cómo le viene el complejo de culpa”. Blanca se rió, por
primera vez en la noche: “No me defraudes. Yo sé que no
vas a hacer eso”. Entonces me entró el desánimo, un
desánimo horrible, sin esperanza. Se trataba de Jaime,
de mi hijo, el que heredó la frente y la boca de Isabel.
¿Hasta dónde llegaba mi culpa y dónde empezaba la
de él? Es cierto que yo no los entendí como debía, que no
pude suplir totalmente a la madre. Ah, yo no tengo voca-
ción de madre. Ni siquiera estoy demasiado seguro de mi
vocación de padre. ¿Pero esto qué tiene que ver con que
él haya terminado así? Quizá yo hubiera podido cortar
esas amistades en su comienzo. Quizá, si lo hubiera he-
cho, él habría seguido viéndose con ellos sin que yo lo
supiera. “Tengo que hablarle”, dije, y Blanca pareció re-
signarse a la tormenta. “Y además tenés que reconciliarte
con Diego”, agregué.


Jueves 18 de julio
Tenía dos cosas que decirle a Avellaneda, pero sólo
estuvimos una hora en el departamento y únicamente le
hablé de Jaime. No me dijo que yo fuera totalmente ino-
cente, y se lo agradecí. Mentalmente, claro. Pero yo pien-
so, además, que cuando un tipo viene podrido, no hay
educación que lo cure, no hay atención que lo enderece.
Claro que yo pude hacer más por él, eso es tan cierto, tan
cierto, que no puedo sentirme inocente. Además, ¿qué es
lo que quiero, qué es lo que yo preferiría? ¿Que él no
fuera marica o simplemente sentirme yo libre de toda
culpa? Qué egoístas somos, Dios mío, qué egoísta soy.
Aun el sentirme al día con la conciencia es una especie
de egoísmo, de apego a la comodidad, al confort del
espíritu. A Jaime no lo vi.


Viernes 19 de julio
Tampoco lo vi hoy. Pero sé que Blanca le dijo que yo
quería hablar con él. Esteban es bastante violento. Mejor
que no se entere. ¿O ya lo sabrá?

Sábado 20 de julio
Blanca me trajo el sobre. La carta dice así: “Viejo: sé
que querés hablar conmigo y de antemano conozco el
tema. Me vas a predicar moral y hay dos razones por las
que no puedo aceptar tu prédica. La primera que yo no
tengo nada que reprocharme. La segunda que vos tam-
bién tenés tu vida clandestina. Te he visto con la
chiquilina esa que te ha enredado, y creo que estarás de
acuerdo en que no es la mejor forma de guardar el debi-
do respeto a la memoria de mamá. Pero allá vos con tu
puritanismo unilateral. Como a mí no me gusta lo que
hacés y a vos no te gusta lo que yo hago, lo mejor es
desaparecer. Ergo: desaparezco. Tenés el campo libre.
Soy mayor de edad, no te preocupes. Me imagino ade-
más que mi retirada te acercará más a mis hermanitos.
Blanca lo sabe todo (por más informes, dirigíte a ella); a
Esteban lo enteré yo, en la tarde de ayer, en su oficina.
Para tu tranquilidad, debo confesarte que reaccionó
como todo un machito y me dejó un ojo negro. El que
aún tengo abierto me alcanza para ver el futuro (no es
tan malo, ya verás) y dirigir la última mirada a mi simpá-
tica familia, tan pulcra, tan formal. Saludos, Jaime”. Le
alcancé el papel a Blanca. Lo leyó detenidamente y dijo:
“Ya se llevó sus cosas. Esta mañana”. Estaba pálida
cuando agregó: “Y lo de la mujer, ¿es cierto?”. “Es y no
es”, dije. “Es cierto que mantengo un vínculo con una
mujer, una muchacha casi. Vivo con ella. No es cierto, en
cambio, que ello signifique una ofensa a tu madre. Me
parece que tengo derecho a querer a alguien. Bueno, a
esta muchacha la quiero. No me he casado con ella sólo
porque no estoy seguro de que eso sea lo más conve-
niente.” Tal vez esta última frase estaba de más. No sé
bien. Ella tenía los labios apretados. Creo que vacilaba
entre cierto atavismo filial y un sentido muy simple de lo
humano. “Pero ¿es buena?”, preguntó, ansiosa. “Sí, es
buena”, dije. Respiró aliviada; aún me tiene confianza.
También yo respiré aliviado, al sentirme capaz de provo-
car esa confianza. Entonces obedecí a una repentina ins-
piración. “¿Es mucho pedirte que la conozcas?” “Yo mis-
ma te lo iba a pedir”, dijo. No hice comentarios, pero el
agradecimiento estaba en mi garganta.


Domingo 21 de julio
“Quizá, al principio, cuando lo nuestro empezó, lo hu-
biera preferido. Ahora creo que no.” Lo anoto antes que
nada, porque tengo miedo de olvidar. Ésa fue su respues-
ta. Porque esta vez le hablé con toda franqueza; el tema
matrimonio fue discutido hasta agotarlo. “Antes de que
viniéramos aquí, al apartamento, yo me di cuenta de que
a vos te resultaba penoso pronunciar esa palabra. Un día
la dijiste, en el zaguán de mi casa, y por haberla dicho
tenés toda mi gratitud. Sirvió para que yo me decidiera a
creer en vos, en tu cariño. Pero no podía aceptarla, por-
que hubiera sido una base falsa para este presente, que
era futuro entonces. De aceptarla, hubiera tenido que
aceptar también que vos te doblegaras, que te obligaras
a una decisión para la que no estabas maduro. Me
doblegué yo, en cambio, pero, como es lógico, puedo
estar más segura de mis reacciones que de las tuyas. Yo
sabía que, aun doblegándome, no te guardaría rencor; si
te forzaba a doblegarte, en cambio, no sabía si vos me
guardarías un poco de rencor. Ahora todo pasó. Ya caí.
Hay algo atávico en la mujer que la lleva a defender la
virginidad, a exigir y exigirse las máximas garantías para
rodear su pérdida. Después, cuando una ya cayó, enton-
ces se da cuenta de que todo era un mito, una vieja
leyenda para cazar maridos. Por eso te digo que ahora no
estoy segura de que el matrimonio sea nuestra mejor
solución. Lo importante es que estemos unidos por algo:
ese algo existe, ¿verdad que sí? Ahora bien, ¿no te parece
más poderoso, más fuerte, más lindo que lo que nos una
sea eso que verdaderamente existe, y no un simple trámi-
te, el discurso ritual de un juez apurado y panzón? Ade-
más están tus hijos. Yo no quiero aparecer como querien-
do disputar tu vida con la imagen de tu mujer, no quiero
que ellos sientan celos en representación de su madre. Y
finalmente, está tu miedo al tiempo, a que te vuelvas
viejo y yo mire a otra parte: no seas tan mimoso. Lo que
más me gusta de vos, es algo que no habrá tiempo capaz
de quitártelo.” Más que sus verdades, eran mis deseos los
que ella enunciaba tan calmosamente. Por otra parte,
qué agradables de oír.


Lunes 22 de julio
Preparé cuidadosamente el encuentro, pero Avellane-
da no sabía nada. Estábamos en la confitería. Muy pocas
veces salimos juntos. Ella siempre está nerviosa y cree
que nos va a ver alguien de la oficina. Yo le digo que
tarde o temprano eso tiene que ocurrir. Tampoco nos
vamos a pasar la vida encerrados en el apartamento. Por
sobre el pocillo, ella vio mi mirada. “¿A quién viste? ¿Al-
guno de allá?” Allá es la oficina. “No, no es de allá. Pero
es alguien que quiere conocerte.” Se puso tan nerviosa
que por un momento me arrepentí de haberle provocado
esta prueba. Siguió el rumbo de mi mirada y la reconoció
antes de que yo dijese otra cosa. Después de todo, Blan-
ca debe tener algún rasgo mío. La llamé con un gesto.
Estaba linda, alegre, simpática. Me sentí bastante orgullo-
so de mi paternidad. “Ésta es Blanca, mi hija.” Avellane-
da tendió la mano. Temblaba. Blanca estuvo muy bien.
“Por favor, tranquilícese. Fui yo quien quiso conocerla.”
Pero Avellaneda no recuperaba su equilibrio. Murmura-
ba, terriblemente inquieta: “Jesús. No puedo hacerme a
la idea de que él le haya hablado de mí. No puedo hacer-
me a la idea de que usted haya querido conocerme. Per-
dóneme, debo parecerle no sé qué...”. Blanca hacía todo
lo posible por calmarla, yo también. Pese a todo, pude
advertir que un cabo de simpatía se había tendido entre
las dos mujeres. Son casi de la misma edad. De a poco,
Avellaneda se fue tranquilizando; así y todo derramó al-
guna lagrimita. A los diez minutos, ya hablaban como
dos personas civilizadas y normales. Yo las dejaba. Era
un placer nuevo tenerlas a las dos junto a mí, a las dos
mujeres que quiero más. Cuando nos separamos
(Avellaneda insistió con fervor en que yo acompañara a
mi hija), caminamos unas cuadras bajo la llovizna, antes
de tomar el ómnibus. Después, ya en casa, Blanca me
dio un abrazo, uno de esos abrazos que ella no derrocha
y que por eso mismo son más memorables. Con su me-
jilla junto a la mía, me dijo: “Me gusta de veras. Nunca
creí que supieras elegir tan bien”. Comí un poco y me fui
a la cama. Tengo un cansancio equivalente a un año
entero de trabajos forzados. Pero qué importa.


Martes 23 de julio
No la veía a Avellaneda desde ayer, cuando nos dejó a
Blanca y a mí. Hoy, temprano, en la oficina, se acercó a
mi mesa con dos biblioratos para hacerme una consulta.
Siempre nos cuidamos durante el trabajo (hasta ahora,
nadie se dio cuenta). Pero hoy la examiné con atención.
Yo quería saber cómo había salido de aquella trampa que
le había preparado. Estaba seria, muy seria, casi sin colo-
rete. Le di las indicaciones. Estábamos rodeados de gen-
te, así que no podíamos decirnos nada. Pero ella, cuando
se retiró, aprovechó para dejarme dos talonarios y un
pedacito de papel con un solo garabato: “Gracias”.


Viernes 26 de julio
Ocho de la mañana. Estoy desayunando en el Tupí.
Uno de mis mayores placeres. Sentarme junto a cualquiera
de las ventanas que miran hacia la plaza. Llueve. Mejor
todavía. He aprendido a querer ese monstruo folklórico
que es el Palacio Salvo. Por algo figura en todas las posta-
les para turistas. Es casi una representación del carácter
nacional: guarango, soso, recargado, simpático. Es tan,
pero tan feo, que lo pone a uno de buen humor. Me gusta
el Tupí a esta hora, bien temprano, cuando todavía no lo
han invadido los maricas (me había olvidado de Jaime,
qué pesadilla) y sólo hay uno que otro viejo aislado, le-
yendo El Día o El Debate con increíble fruición. La mayo-
ría son jubilados que no han podido apearse de sus
madrugones. ¿Seguiré yo viniendo al Tupí cuando me ju-
bile? ¿No podré acostumbrarme a disfrutar de la cama
hasta las once, como un hijo de director cualquiera? La
verdadera división de las clases sociales, habría que hacer-
la teniendo en cuenta la hora en que cada uno se tira de
la cama. Se acerca Biancamano, el mozo amnésico, efi-
cientemente cándido y risueño. Por quinta vez le pido un
cortado chico con medias lunas, y él me trae un café largo
con traviatas. Es tanta su buena voluntad que me doy por
vencido. Mientras yo echo los cuadrados de azúcar en el
pocillo, él me habla del tiempo y del trabajo. “Esta lluvia le
molesta a la gente, pero yo digo: ¿Estamos en invierno o
qué?”. Yo le doy la razón, porque es evidente que estamos
en invierno. Después lo llama un señor de la mesa del
fondo, bastante molesto porque Biancamano le trajo algo
que él no había encargado. Es uno que no se da por ven-
cido. O quizá es un mero argentino, que vino a hacer su
semanal negocito de dólares y todavía no conoce las cos-
tumbres de la casa. En la segunda parte de mi festín, en-
tran los diarios. Hay días en que los compro todos. Me
gusta reconocer sus constantes. El estilo de cabriola
sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipo-
cresía de El País; el mazacote informativo de El Día, ape-
nas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical;
la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella
sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una
especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose
señas, cambiando las parejas. Pero todos se sirven del
mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y
nosotros leemos, y, a partir de esa lectura creemos, vota-
mos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos
generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de
ayer, que hoy defienden ardorosamente a aquel de quien
ayer dijeron pestes y, lo peor de todo, que hoy ese mismo
Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso pre-
fiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque
siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló
aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace
treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranje-
ros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para
mirar los diarios, hay que bajar los ojos.


Sábado 27 de julio
Está entusiasmada con Blanca. “Nunca imaginé que
fueras capaz de tener una hija tan encantadora.” Me lo
dice más o menos cada media hora. Esta frase y la de
Blanca (“Nunca creí que supieras elegir tan bien”) no ha-
blan muy amablemente de mí, de la confianza retroactiva
que ellas depositaban en mis respectivas capacidades de
generar y de escoger. Pero estoy contento. Y Avellaneda
también. Su garabateado “gracias” del martes pasado
tuvo después amplio desarrollo. Confiesa haber pasado un
mal momento cuando se enfrentó a mi hija. Pensó que
Blanca venía a hacerle una escena, con todos los repro-
ches que se imaginaba explicables, que ella se creía a pun-
to de merecer. Pensó que el choque iba a ser tan violento,
tan grave, tan demoledor, que lo nuestro no iba a sobrevi-
vir. Y sólo entonces se dio cuenta cabal de que eso nuestro
realmente importaba en su vida, que quizá le fuera inso-
portable acabar ahora con esta situación que apenas tiene
patente de provisoria. “No querrás creerlo, pero todo eso
me pasó por la cabeza mientras tu hija se acercaba por
entre las mesas.” Por eso, la actitud amistosa de Blanca fue
para ella un regalo inesperado. “Decíme, ¿podré ser su
amiga?”, es ahora su pregunta esperanzada, y pone una
cara deliciosa, tal vez la misma con que hace veinte años
habrá preguntado a sus padres sobre los Reyes Magos.


Martes 30 de julio
No hay noticias de Jaime. Blanca preguntó a la ofici-
na. Hace diez días que no va. Con Esteban hemos llega-
do al tácito acuerdo de no hablar del problema. Para él
ha sido un golpe también. Me pregunto cómo reaccio-
nará cuando se entere de la existencia de Avellaneda.
Le he pedido a Blanca que no le diga nada. Por ahora,
al menos. Tal vez yo exagere la nota, situando a mis
hijos (o permitiendo que ellos se encaramen allí) en una
función de jueces. Yo he cumplido con ellos. Les he
dado instrucción, cuidado, cariño. Bueno, quizá en el
tercer rubro he sido un poco avaro. Pero es que yo no
puedo ser uno de esos tipos que andan siempre con el
corazón en la mano. A mí me cuesta ser cariñoso, inclu-
sive en la vida amorosa. Siempre doy menos de lo que
tengo. Mi estilo de querer es ése, un poco reticente,
reservado el máximo sólo para las grandes ocasiones.
Quizá haya una razón y es que tengo la manía de los
matices, de las gradaciones. De modo que si siempre
estuviera expresando el máximo, ¿qué dejaría para esos
momentos (hay cuatro o cinco en cada vida, en cada
individuo) en que uno debe apelar al corazón en pleno?
También siento un leve resquemor frente a lo cursi, y a
mí lo cursi me parece justamente eso: andar siempre
con el corazón en la mano. Al que llora todos los días,
¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor,
un dolor para el cual sean necesarias las máximas de-
fensas? Siempre puede matarse, pero eso, después de
todo, no deja de ser una pobre solución. Quiero decir
que es más bien imposible vivir en crisis permanente,
fabricándose una impresionabilidad que lo sumerja a
uno (una especie de baño diario) en pequeñas agonías.
Las buenas señoras dicen, con su habitual sentido de la
economía psicológica, que no van al cine a ver películas
tristes porque “bastante amarga es la vida”. Y tienen
algo de razón: bastante amarga es la vida como para
que, además, nos pongamos plañideros o mimosos o
histéricos, sólo porque algo se puso en nuestro camino
y no nos deja proseguir nuestra excursión hacia la di-
cha, que a veces está al lado del desatino. Recuerdo que
una vez, cuando los chicos iban al colegio, en la clase de
Jaime pusieron un deber, una de esas recurrentes com-
posiciones sobre el clásico tema de la madre. Jaime te-
nía nueve años y volvió a casa sintiéndose profunda-
mente desgraciado. Yo traté de hacerle entender que
eso le iba a pasar muchas veces, que él había perdido a
su madre y debía conformarse, que no era cosa de estar
llorando por eso todos los días, y que la mayor prueba
de afecto era precisamente demostrar que esa ausencia
no le ponía en inferioridad de condiciones frente a los
otros. Quizá mi lenguaje fuera inapropiado para su
edad. Lo cierto es que dejó de llorar, me miró con una
animadversión estremecedora, y, con una firmeza de
predestinado, pronunció estas palabras: “Vos vas a ser
mi madre, y si no te mato”. ¿Qué quiso decir? No era
tan chico como para no saber que estaba reclamando
un absurdo, pero quizá no era tan grande como para
disimular mejor su primera agonía, la primera de esas
diarias agonías en las que después concentró sus renco-
res, sus rebeldías, sus frustraciones. El hecho de que sus
maestras, sus compañeros, la sociedad, reclamaran a su
madre, le hacía sentir por primera vez toda la fuerza de
su ausencia. No sé por qué prodigio imaginativo me
echaba a mí las culpas de esa ausencia. Quizá pensaba
que si yo la hubiese cuidado mejor, ella no habría des-
aparecido. Yo era el culpable, por lo tanto debía susti-
tuirla. “Si no te mato.” No me mató, claro, pero se vino
a matar él, a anularse él. Ya que el hombre de la familia
le había fallado, se dedicó a negar al hombre que había
en sí mismo. ¡Ufa! Qué complicada explicación para
desarrollar un hecho tan escueto, tan ordinario, tan
ilevantable. Mi hijo es un marica. Un marica. Uno como
el repugnante de Santini, el que tiene la hermana que se
desnuda. Hubiera preferido que me saliera ladrón, mor-
finómano, imbécil. Quisiera sentir lástima hacia él, pero
no puedo. Sé que hay explicaciones racionales y hasta
razonables. Sé que muchas de esas explicaciones me
cargarían a mí con parte de la culpa. Pero ¿por qué
Esteban y Blanca crecieron normalmente, por qué ellos
no se desviaron y el otro sí? Justamente el otro, el que
yo más quería. Nada de lástima. Ni ahora ni nunca.


Jueves 1° de agosto
Me llamó el gerente. Nunca lo pude tragar. Es un tipo
maravillosamente ordinario y cobarde. Alguna vez he tra-
tado de representarme su alma, su ser abstracto, y he
conseguido una imagen repulsiva. Allí donde normal-
mente va la dignidad, él sólo tiene un muñón; se la
amputaron. La dignidad ortopédica que ahora usa le al-
canza empero para sonreír. Precisamente, sonreía cuan-
do entré en el despacho. “Una buena noticia.” Cuando se
restregaba las manos, parecía que me iba a acogotar. “Le
ofrecen nada menos que la subgerencia.” A la vista esta-
ba que él no compartía la oferta del Directorio. “Permíta-
me que lo felicite.” Tiene una mano pegajosa, como si
acabara de abrir un tarro de mermelada. “Claro que con
una condición.” Por una vez, la piedra detrás del cangre-
jo. Realmente se parece a un cangrejo. Sobre todo en ese
instante en que caminaba hacia el costado para salir de
atrás de su escritorio. “La condición es que usted no se
jubile hasta dentro de dos años.” ¿Y el ocio? Es un lindo
puesto la subgerencia, sobre todo para terminar la carre-
ra en la empresa. Hay poco que hacer, se atiende a algu-
nos clientes importantes, se vigila el trabajo del personal,
se sustituye al gerente cuando éste se ausenta, se dedica
uno a aguantar a los directores y sus chistes horribles, a
las señoras de los directores y sus muestras de enci-
clopédica ignorancia. Pero ¿y mi ocio? “¿Cuánto tiempo
me da para pensarlo?”, pregunté. Era un anticipo de mi
negativa. Al Cangrejo le brillaron los ojos, y dijo: “Una
semana. El jueves próximo tengo que llevar su respuesta
al Directorio”. Cuando volví a la sección, todos lo sabían.
Siempre pasa eso con las noticias estrictamente confiden-
ciales. Hubo abrazos, felicitaciones, comentarios. Hasta
la funcionaria Avellaneda se acercó y me dio la mano. De
todas aquellas manos, la suya era la única que transmitía
la vida.


Sábado 3 de agosto
Lo hablé largamente con ella. Me dice que lo piense
bien, que la subgerencia es un puesto cómodo, agrada-
ble, respetado, bien pago. Bueno, lo mismo que yo sé.
Pero también sé que tengo derecho al descanso y que ese
derecho no lo vendo por cien pesos más de sueldo. Quizá
tampoco lo vendería aunque la oferta fuera mucho ma-
yor. Para mí lo esencial ha sido siempre que lo que gane
me alcance para vivir. Y a mí me alcanza. Tengo un buen
sueldo. No preciso más. Ni siquiera ahora, con el gasto
extra del apartamento. Cuando me jubile, además, creo
que podré contar con una entrada levemente mayor (casi
cien pesos más), ya que los aguinaldos me han au-
mentado considerablemente el promedio de los últimos
cinco años y además no tendré descuentos. Claro, deberé
afrontar la baja de la moneda, que es la más segura
garantía de inflación. La amenaza es cierta, pero tengo
siempre la posibilidad de llevar alguna contabilidad más
o menos clandestina. Claro que Avellaneda esgrime ade-
más otras razones más conmovedoras, menos contantes
y sonantes que toda esta sórdida previsión: “Si vos no
estás allí, la oficina va a ser insoportable”. Mejor. Con
eso tampoco me convence, porque tengo un proyecto:
que cuando me jubile, ella deje de trabajar. Lo mío alcan-
zará para los dos. Además, somos módicos. Nuestras
diversiones son, por razones obvias, rigurosamente
domésticas. Alguna vez al cine, a un restorán, a una
confitería. Algún domingo, cuando hace frío pero hay sol,
a caminar por la orilla, a respirar mejor. Compramos al-
gún libro, algún disco, pero más que cualquier otra cosa
nos entretiene hablar, hablar de nosotros, referirnos toda
esa zona de nuestras vidas que está antes de Lo Nuestro.
No hay diversión, no hay espectáculo que pueda sustituir
lo que disfrutamos en ese ejercicio de la sinceridad, de la
franqueza. Ya vamos adquiriendo un mayor entrena-
miento. Porque también hay que habituarse a la sinceri-
dad. Con todos estos años en que Aníbal estuvo en el
extranjero, con tantos problemas de comunicación en mis
relaciones con mis hijos, con el pudor defensivo que
siempre resguardó mi vida privada de la malicia
oficinesca, con mis sólo higiénicas aproximaciones a
mujeres siempre nuevas, nunca repetidas, es evidente
que me había ido desacostumbrando a la sinceridad. In-
cluso es probable que sólo en forma esporádica la prac-
ticara conmigo mismo. Digo esto porque alguna vez, en
estos diálogos francos con Avellaneda, me he encontrado
pronunciando palabras que me parecían más sinceras
aún que mis pensamientos. ¿Es posible eso?


Domingo 4 de agosto
Esta mañana abrí un cajón del armario chico y se des-
parramaron por el suelo una cantidad imprevista de fo-
tos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un pa-
pel de un color indefinido (es probable que en su origen
haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras,
con la tinta corrida por viejas humedades para siempre
resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto
su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de
Isabel. Pocas cartas nos hemos escrito Isabel y yo. En
realidad, no hubo motivo, ya que no tuvimos largas sepa-
raciones. La carta estaba fechada en Tacuarembó, el 17
de octubre de 1935. Me sentí un poco extraño al enfren-
tarme a aquellos caracteres delgados, de largas y perfila-
das colas, en los que era posible reconocer una persona
y también una época. Era evidente que no había sido
escrita con una estilográfica, sino con una de aquellas
plumas cucharita que, no bien se las obligaba a escribir,
sabían quejarse sordamente y hasta escupir a su alrede-
dor gotitas casi invisibles de tinta violeta. Tengo que
transcribir esa carta en esta libreta. Tengo que hacerlo,
porque ella es parte de mí mismo, de mi incanjeable
historia. Me fue dirigida en una circunstancia muy espe-
cial y, además, su relectura me ha descentrado un poco,
me ha hecho dudar de algunas cosas, incluso diría que
me ha conmovido. Dice así: “Querido mío: hace tres se-
manas que llegué. Tradúcelo: tres semanas que duermo
sola. ¿No te parece horrible? Tú sabes que a veces me
despierto de noche y tengo absoluta necesidad de tocar-
te, de sentirte a mi lado. No sé qué tienes de reconfortan-
te, pero el saberte junto a mí hace que en el semisueño
me sienta bajo tu protección. Ahora tengo horribles pesa-
dillas, pero mis pesadillas no tienen monstruos. Sólo con-
sisten en soñar que estoy sola en la cama, sin ti. Y cuan-
do me despierto y ahuyento la pesadilla, resulta que efec-
tivamente estoy sola en la cama, sin ti. La única dife-
rencia es que en el sueño no puedo llorar y, en cambio,
cuando me despierto, lloro. ¿Por qué me pasa esto? Sé
que estás en Montevideo, sé que te cuidas, sé que piensas
en mí. ¿Verdad que piensas? Esteban y la nena están
bien, aunque sabes que tía Zulma los mima demasiado.
Apróntate a que, a nuestro regreso, la nena no nos deje
dormir por unas cuantas noches. Por Dios, ¿cuándo ven-
drán esas cuantas noches? Tengo una noticia, ¿sabes?
Estoy otra vez embarazada. Es horrible decírtelo y que no
me beses. ¿O para ti no es tan horrible? Será varón y le
pondremos Jaime. Me gustan los nombres que empiezan
con jota. No sé por qué, pero esta vez tengo un poco de
miedo. ¿Y si me muero? Contéstame pronto diciéndome
que no, que no voy a morirme. ¿Pensaste ya qué harías si
yo me muero? Tú eres animoso, sabrías defenderte; ade-
más, encontrarías en seguida otra mujer, ya estoy espan-
tosamente celosa de ella. ¿Viste qué neurasténica estoy?
Es que me hace mucho mal no tenerte aquí, o que no me
tengas allí, es lo mismo. No te rías; siempre te ríes de
todo, aun cuando no se trate de nada gracioso. No te rías,
no seas malo. Escríbeme diciendo que no voy a morirme.
Ni siquiera como alma en pena podría dejar de
extrañarte. Ah, antes que me olvide: háblale por teléfono
a Maruja para hacerle acordar de que el 22 es el cum-
pleaños de Dora. Que la salude por mí y por ella. ¿La
casa está muy sucia? ¿Fue a limpiar la muchacha que me
recomendó Celia? Cuidado con mirarla demasiado, ¿eh?
Tía Zulma está feliz de tener aquí a los nenes. Y Tío
Eduardo no te digo nada... Los dos me hacen grandes
cuentos de ti, cuando tenías diez años y venías a pasar
aquí tus vacaciones. Parece que te hiciste famoso con tus
respuestas para todo. Un muchacho bárbaro, dice tío
Eduardo. Yo creo que sigues siendo un muchacho bárba-
ro, aun cuando llegas cansado de la oficina y tienes en
los ojos un poco de resentimiento, y me tratas con ligere-
za, a veces con rabia. Pero de noche lo pasamos bien,
¿no es cierto? Hace tres días que está lloviendo. Yo me
siento junto al balcón de la sala y miro la calle. Pero por
la calle no pasa ni un alma. Cuando los nenes están
durmiendo, voy al escritorio de tío Eduardo y me entre-
tengo con el Diccionario Hispanoamericano. Aumentan a
ojos vistas mi cultura y mi aburrimiento. ¿Será niño o
niña? Si fuera niña, puedes elegir el nombre, siempre y
cuando no sea Leonor. Pero no. Va a ser varón y se
llamará Jaime, y tendrá una cara larga como la tuya y
será muy feo y tendrá mucho éxito con las mujeres. Mira,
me gustan los hijos, los quiero mucho, pero lo que más
me gusta es que sean hijos tuyos. Ahora llueve
frenéticamente sobre los adoquines. Voy a hacer el solita-
rio de los cinco montones, el que me enseñó Dora, ¿te
acuerdas? Si me sale, es que no me voy a morir de parto.
Te quiere, te quiere, te quiere, tu Isabel. P.D.: ¡Salió el
solitario! ¡Hurra!”.
A veintidós años de distancia, qué indefenso parece
este entusiasmo. Sin embargo, era legítimo, era honesto,
era cierto. Es curioso que con la relectura de esta carta
haya vuelto a encontrar el rostro de Isabel, ese rostro
que, a pesar de todos mis olvidos, estaba en mi memoria.
Y lo hallé a partir de esos “tú”, de esos “puedes”, de esos
“tienes”, porque Isabel nunca hablaba de “vos”, y no por
convicción sino meramente por costumbre, quizá por
manía. Leí esos “tú” y en seguida pude reconstruir la
boca que los decía. Y en Isabel la boca era lo más impor-
tante de su rostro. La carta es como ella era: un poco
caótica, en permanente vaivén del optimismo al pesimis-
mo y viceversa, siempre alrededor del amor en la cama,
llena de temores, movediza. Pobre Isabel. El hijo fue va-
rón y se llamó Jaime, pero ella murió de un ataque de
eclampsia pocas horas después del parto. Jaime no tiene
una cara larga como la mía. No es nada feo, pero su éxito
con las mujeres es provisorio, y además inútil. Pobre Isa-
bel. Creía que, sacando el solitario, ya había convencido
al destino, y únicamente lo había provocado. Todo está
tan lejano, tan lejano. Hasta el marido de Isabel, el des-
tinatario de esa carta de 1935 que era yo mismo, hasta
ése también está ahora lejos, no sé si para bien o para
mal. “No te rías”, me dice y me repite. Y era cierto: yo me
reía en ese entonces muy seguido y a ella mi risa le caía
mal. No le gustaban las arrugas que se me formaban
junto a los ojos cuando me reía ni encontraba graciosa la
causa de mi risa, ni podía evitar sentirse molesta y agre-
siva cuando yo me reía. Cuando estábamos con otra
gente y yo me reía, ella me miraba con ojos de censura
que anticipaban el reproche posterior para cuando está-
bamos solos: “No te rías, por favor, quedas horrible”.
Cuando ella murió, la risa se me cayó de la boca. Anduve
casi un año agobiado por tres cosas: el dolor, el trabajo y
los hijos. Después volvió el equilibrio; volvió el aplomo,
volvió la calma. Pero la risa no volvió. Bueno, a veces me
río, claro, pero por algún motivo especial o porque cons-
cientemente quiero reírme, y esto es muy raro. En cam-
bio, aquella risa que era casi un tic, un gesto permanente,
ésa no volvió. A veces pienso que es una lástima que no
esté Isabel para verme tan serio; ella hubiera disfrutado
mucho con mi seriedad actual. Pero, tal vez, si Isabel
estuviera aquí, conmigo, no me habría curado de la risa.
Pobre Isabel. Ahora me doy cuenta de que hablaba muy
poco con ella. A veces no encontraba de qué hablar; en
realidad, no había entre nosotros muchos temas comu-
nes, aparte de los hijos, los acreedores, el sexo. Pero de
este último tema no era imprescindible hablar. Ya eran
bastante elocuentes nuestras noches. ¿Eso era el amor?
No estoy seguro. Es probable que si nuestro matrimonio
no hubiera terminado a los cinco años, habríamos adivi-
nado más tarde que eso era sólo un ingrediente. Y quizá
no mucho más tarde. Pero en esos cinco años fue un
ingrediente que alcanzó para mantenernos unidos, fuer-
temente unidos. Ahora, con Avellaneda, el sexo es (para
mí, al menos) un ingrediente menos importante, menos
vital; mucho más importantes, más vitales, son nuestras
conversaciones, nuestras afinidades. Pero no me encan-
dilo. Tengo bien presente que ahora tengo cuarenta y
nueve años y cuando murió Isabel tenía veintiocho. Es
más que seguro que si ahora apareciese Isabel, la misma
Isabel de 1935 que escribió su carta desde Tacuarembó,
una Isabel de pelo negro, de ojos buscadores, de caderas
tangibles, de piernas perfectas, es más que seguro que yo
diría: “Qué lástima” y me iría a buscarla a Avellaneda.


Miércoles 7 de agosto
Otro elemento a tener en cuenta frente a la posibilidad
de la subgerencia. Si en mi vida no se hubiera introduci-
do Avellaneda, quizá tendría derecho a vacilar. Compren-
do que para algunos el ocio puede ser fatal; sé de varios
jubilados que no fueron capaces de sobrevivir a esa inte-
rrupción de la rutina. Pero ésa es gente que se ha ido
endureciendo, anquilosando, que virtualmente ha ido
dejando de pensar por su cuenta. No creo que éste fuera
mi caso. Yo pienso por mi cuenta. Pero aun pensando por
mi cuenta, podría desconfiar del ocio, siempre que el ocio
fuera una simple variante de la soledad; como podría
serlo, en mi futuro de hace unos meses, antes de que
apareciese Avellaneda. Pero con ella instalada en mi exis-
tencia, ya no habrá soledad. Es decir: ojalá que no haya.
Hay que ser más modesto, más modesto. No frente a los
demás, eso qué importa. Hay que ser más modesto cuan-
do uno se enfrenta, cuando uno se confiesa a sí mismo,
cuando uno se acerca a su última verdad, que aún puede
llegar a ser más decisiva que la voz de la conciencia,
porque ésta sufre de afonías, de imprevistas ronqueras,
que a menudo le impiden ser audible. Ya sé ahora que mi
soledad era un horrible fantasma, sé que la sola presen-
cia de Avellaneda ha bastado para espantarla, pero sé
también que no ha muerto, que estará juntando fuerzas
en algún sótano inmundo, en algún arrabal de mi rutina.
Por eso, sólo por eso, me apeo de mi suficiencia y me
limito a decir: ojalá.


Jueves 8 de agosto
Qué alivio. Ya contesté que no. El gerente sonrió satis-
fecho, satisfecho porque yo no le gusto como colabora-
dor, y también porque mi negativa le servirá para crear la
retroactividad de las buenas razones que seguramente
habrá esgrimido para oponerse a mi ascenso. “Lo que yo
decía un hombre terminado, un hombre que no quiere
lucha. Para este cargo necesitamos un tipo activo, vital,
emprendedor, no un fatigado.” Me parece ver el
jueguecito grosero, jactancioso, egocéntrico, de su as-
queroso pulgar. Asunto concluido. Qué tranquilidad.


Lunes 12 de agosto
Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No
hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoya-
da mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos
tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una
tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de
pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: “Te
quiero”. Entonces me di cuenta de que era la primera vez
que me lo decía, más aún, que era la primera vez que lo
decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte ve-
ces por noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso,
era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en
cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizá ya no
precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia.
Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una
opresión en la que no parecía estar afectado ningún órga-
no físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí,
en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma,
hecha un ovillo. “Hasta ahora no te lo había dicho”, mur-
muró, “no porque no te quisiera, sino porque ignoraba
por qué te quería. Ahora lo sé”. Pude respirar, me pareció
que la bocanada de aire llegaba desde mi estómago.
Siempre puedo respirar cuando alguien explica las cosas.
El deleite frente al misterio, el goce frente a lo inesperado,
son sensaciones que a veces mis módicas fuerzas no so-
portan. Menos mal que alguien explica siempre las cosas.
“Ahora lo sé. No te quiero por tu cara, ni por tus años, ni
por tus palabras, ni por tus intenciones. Te quiero porque
estás hecho de buena madera.” Nadie me había dedica-
do jamás un juicio tan conmovedor, tan sencillo, tan
vivificante. Quiero creer que es cierto, quiero creer que
estoy hecho de buena madera. Quizá ese momento haya
sido excepcional, pero de todos modos me sentí vivir. Esa
opresión en el pecho significa vivir.


Jueves 15 de agosto
El lunes próximo empezaré mi última licencia. Será un
anticipo del gran Ocio Final. Jaime no ha dado señales
de vida.


Viernes 16 de agosto
Un incidente verdaderamente incómodo. Me había
encontrado a las siete y media con Aníbal, y después de
charlar un rato en el café, tomamos el trole. A él tam-
bién le sirve, aunque se baja antes. Hablábamos de
mujeres, matrimonio, fidelidad, etcétera. Todo en térmi-
nos muy amplios, generales. Yo, en voz muy baja, por-
que siempre he recelado del oído viajero de la gente;
pero Aníbal aun cuando quiere secretear, lo hace con un
soplido estentóreo que inunda el ambiente. No sé a qué
caso concreto nos referíamos. De pie junto a él, en el
pasillo, iba una vieja de cara cuadrada y sombrero re-
dondo. Yo me di cuenta de que estaba pendiente de las
palabras de Aníbal, pero como lo que éste iba diciendo
era muy edificante, muy pequeño-burgués, muy moral
sin atenuantes, no me preocupé demasiado. Sin embar-
go, cuando Aníbal bajó y la vieja pasó a ocupar su
asiento junto a mí, lo primero que me dijo fue: “No le
haga caso a ese tipo diabólico”. Y antes de que yo arti-
culara un estupefacto: “¿Cómo dijo?”, ya la vieja se-
guía: “Un tipo verdaderamente diabólico. Son ésos los
que arruinan los hogares. Ah, ustedes los pantalones.
¡Con qué facilidad condenan a las mujeres! Mire, yo le
puedo asegurar que cuando una mujer se pierde, siem-
pre hay un hombre ruin, cretino, denigrante, que pri-
mero le hizo perder la fe en sí misma”. La vieja hablaba
a los gritos. Todas las cabezas empezaron a darse vuelta
para registrar quién era el destinatario de semejante res-
ponso. Yo me sentía como un insecto. Y la vieja seguía:
“Yo soy batllista pero contraria al divorcio. El divorcio es
lo que ha matado la familia. ¿Sabe en qué va a parar
ese tipo diabólico que le acompañaba? Ah, no lo sabe.
Pues yo sí lo sé. Ese tipo va a parar a la cárcel o se va
a matar. Y lo bien que haría. Porque yo conozco hom-
bres a los que habría que quemarlos vivos”. Me repre-
senté la insólita imagen de Aníbal chamuscándose en la
hoguera. Sólo entonces tuve aliento para responder.
“Dígame, señora, ¿por qué no se calla? ¿Usted qué sabe
del problema? Lo que aquel señor venía diciendo es
justamente lo contrario de lo que usted entendió...” Y la
vieja, incólume: “Fíjese en las familias de antes. Ahí sí
había moral. Usted pasaba al atardecer frente a los ho-
gares y veía sentados en la vereda al esposo, la esposa
y los hijos, todos juiciosos, dignos, bien educados. Eso
es la felicidad, señor, y no tratar siempre que la mujer se
pierda, que la mujer se entregue a la mala vida. Porque
en el fondo ninguna mujer es mala, ¿sabe?”. Y cuando
me gritaba eso agitando el índice, el sombrero se le
desacomodaba un poco hacia la izquierda. Confieso
que esa imagen ideal de la felicidad con toda la familia
sentada en la vereda, no llegaba a conmoverme dema-
siado. “Usted no le haga caso, señor. Usted ríase, eso es
lo que tiene que hacer.” “¿Y por qué no se ríe usted, en
vez de ponerse tan furiosa?” La gente ya había empeza-
do a hacer comentarios. La vieja tenía sus partidarios;
yo, los míos. Cuando digo “yo”, quiero decir ese enemi-
go hipotético y fantasmal contra el cual la señora des-
cargaba sus improperios. “Y tenga en cuenta que soy
batllista pero contraria al divorcio.” Entonces, antes de
que reiniciara el ominoso ciclo, pedí permiso y me bajé,
diez cuadras antes de mi destino.


Sábado 17 de agosto
Esta mañana estuve hablando con dos miembros del
Directorio. Cosas sin mayor importancia, pero que alcan-
zaron, sin embargo, para hacerme entender que sienten
por mí un amable, comprensivo desprecio. Imagino que
ellos, cuando se repantigan en los mullidos sillones de la
sala del Directorio, se deben sentir casi omnipotentes, por
lo menos tan cerca del Olimpo como puede llegar a sen-
tirse un alma sórdida y oscura. Han llegado al máximo.
Para un futbolista, el máximo significa llegar un día a
integrar el combinado nacional; para un místico, comuni-
carse alguna vez con su Dios; para un sentimental, hallar
en alguna ocasión en otro ser el verdadero eco de sus
sentimientos. Para esta pobre gente, en cambio, el máxi-
mo es llegar a sentarse en los butacones directoriales,
experimentar la sensación (que para otros sería tan incó-
moda) de que algunos destinos están en sus manos, ha-
cerse la ilusión de que resuelven, de que disponen, de
que son alguien. Hoy, sin embargo, cuando yo los mira-
ba, no podía hallarles cara de Alguien sino de Algo. Me
parecen Cosas, no Personas. Pero, ¿qué les pareceré yo?
Un imbécil, un incapaz, una piltrafa que se atrevió a re-
chazar una oferta del Olimpo. Una vez, hace muchos
años, le oí decir al más viejo de ellos: “El gran error de
algunos hombres de comercio es tratar a sus empleados
como si fueran seres humanos”. Nunca me olvidé ni me
olvidaré de esa frasecita, sencillamente porque no la pue-
do perdonar. No sólo en mi nombre, sino en nombre de
todo el género humano. Ahora siento la fuerte tentación
de dar vuelta la frase y pensar: “El gran error de algunos
empleados es tratar a sus patrones como si fueran perso-
nas”. Pero me resisto a esa tentación. Son personas. No
lo parecen, pero son. Y personas dignas de una odiosa
piedad, de la más infamante de las piedades, porque la
verdad es que se forman una cáscara de orgullo, un re-
pugnante empaque, una sólida hipocresía, pero en el
fondo son huecos. Asquerosos y huecos. Y padecen la
más horrible variante de la soledad: la soledad del que ni
siquiera se tiene a sí mismo.


Domingo 18 de agosto
“Contáme cosas de Isabel.” Avellaneda tiene eso de
bueno: hace que uno se descubra cosas, que se conozca
mejor. Cuando uno permanece mucho tiempo solo,
cuando pasan años y años sin que el diálogo vivificante
y buceador lo estimule a llevar esa modesta civilización
del alma que se llama lucidez hasta las zonas más intrin-
cadas del instinto, hasta esas tierras realmente vírgenes,
inexploradas, de los deseos, de los sentimientos, de las
repulsiones, cuando esa soledad se convierte en rutina,
uno va perdiendo inexorablemente la capacidad de sen-
tirse sacudido, de sentirse vivir. Pero viene Avellaneda y
hace preguntas, y sobre las preguntas que me hace, yo
me hago muchas más, y entonces sí, ahora sí, me siento
vivo y sacudido. “Contáme cosas de Isabel” es un pedi-
do inocente, simple, y sin embargo... Las cosas de Isa-
bel son mis cosas, o fueron; son las cosas de ese tipo
que era yo en tiempos de Isabel. Qué inmadurez, Dios
mío. Cuando apareció Isabel, yo no sabía lo que quería,
no sabía qué esperaba de ella o de mí. No había modos
de comparar, pues no había patrones para reconocer
cuándo era felicidad, cuándo desdicha. Los buenos
momentos iban formando después la definición de la
felicidad, los malos momentos servían para crear la fór-
mula de la desdicha. Eso también se llama frescura,
espontaneidad, pero a cuántos abismos lleva lo espon-
táneo. Yo tuve suerte, en medio de todo. Isabel era bue-
na, yo no era un cretino. Nuestra unión nunca fue com-
plicada. Pero ¿qué habría pasado si el tiempo hubiera
llegado a gastar ese amenazado atractivo del sexo?
“Contáme cosas de Isabel” era una invitación a la since-
ridad. Yo sabía el riesgo que corría. Los celos retrospec-
tivos (por su imposibilidad de rencor, por su falta de
desafío, por su improbable competencia) son espantosa-
mente crueles. No obstante, fui sincero. Conté las cosas
de Isabel que verdaderamente eran suyas. Y mías. No
inventé una Isabel que permitiera lucirme ante Avella-
neda. Tuve el impulso de hacerlo, claro. A uno siempre
le gusta quedar bien, y después de quedar bien le gusta
quedar mejor frente a quien quiere, frente a quien uno,
a su vez, pretende hacer méritos para ser querido. No la
inventé, primero, porque creo que Avellaneda es digna
de la verdad, y luego, porque yo también soy digno,
porque estoy fatigado (y en este caso la fatiga es casi un
asco) del disimulo, de ese disimulo que uno se pone
como una careta sobre el viejo rostro sensible. Por eso,
no estoy asombrado de que, a medida que Avellaneda
se fue enterando de cómo había sido Isabel, yo también
me haya ido enterando de cómo había sido yo.


Lunes 19 de agosto
Empecé hoy mi última licencia. Llovió todo el día.
Estuve toda la tarde en el apartamento. Cambié dos
tomacorrientes, pinté un armarito, me lavé dos camisas
de nailon. A las siete y media llegó Avellaneda, pero sólo
estuvo hasta las ocho. Tenía que ir al cumpleaños de una
tía. Dice que Muñoz, como suplente mío, es insoportable-
mente mandón y pedante. Ya tuvo un incidente con Ro-
bledo.


Martes 20 de agosto
Hace un mes que Jaime se fue de casa. Piense o no en
eso, lo cierto es que el problema me acompaña siempre.
¡Si por lo menos hubiera podido hablar una sola vez con
él!


Miércoles 21 de agosto
Me quedé en casa y leí no sé cuántas horas, pero sólo
revistas. No quiero hacerlo más. Me deja una horrible
sensación de tiempo derrochado, algo así como si la es-
tupidez me anestesiara el cerebro.


Jueves 22 de agosto
Me siento un poco extraño sin la oficina. Pero quizá me
sienta así porque tengo conciencia de que esto no es el
verdadero ocio, de que es tan sólo un ocio a término,
amenazado otra vez por la oficina.


Viernes 23 de agosto
Le quise dar una sorpresa. Me puse a esperarla a una
cuadra de la oficina. A las siete y cinco la vi acercarse.
Pero venía con Robledo. No sé qué le diría Robledo; lo
cierto es que ella se reía sin trabas, realmente divertida.
¿Desde cuándo Robledo es tan gracioso? Me metí en un
café, los dejé pasar y después empecé a caminar a unos
treinta pasos detrás de ellos. Al llegar a Andes se despi-
dieron. Ella dobló hacia San José. Iba al apartamento,
claro. Yo entré en un cafecito bastante mugriento, donde
me sirvieron un cortado en un pocillo que aún tenía
pintura de labios. No lo tomé, pero tampoco le reclamé
al mozo. Estaba agitado, nervioso, intranquilo. Sobre
todo, fastidiado conmigo mismo. Avellaneda riéndose
con Robledo. ¿Qué había de malo en eso? Avellaneda
en una simple reación humana no meramente oficinesca 
oficinesca, con un tipo que no era yo. Avellaneda cami-
nando por la calle junto a un hombre joven, uno de su
generación, no un calandraca como yo. Avellaneda le-
jos de mí. Avellaneda viviendo por su cuenta. Claro que
no había nada malo en todo eso. Pero la horrible sen-
sación proviene quizá de que ésta es la primera vez que
entreveo conscientemente la posibilidad de que Avella-
neda pueda existir, desenvolverse y reír sin que mi am-
paro (no digamos mi amor) resulte imprescindible. Yo
sabía que la conversación entre ella y Robledo había
sido inocente. O quizá no. Porque Robledo no tiene por
qué saber que ella no es libre. Qué idiota, qué cursi, qué
convencional me siento al escribir: “Ella no es libre”.
¿Libre para qué? Acaso la esencia de mi inquietud sea
haber comprobado esto, nada más: que ella puede sen-
tirse muy cómoda con gente joven, especialmente con
un hombre joven. Y otra cosa: esto que vi no es nada,
pero en cambio es mucho lo que entreví, y lo que entre-
ví es el riesgo de perderlo todo. Robledo no interesa. En
el fondo es un frívolo que jamás llegaría a interesarle.
Salvo que yo no la conozca en absoluto. Bueno, ¿la
conoceré? Robledo no interesa. Pero ¿y los otros, todos
los otros del mundo? Si un hombre joven la hace reír,
¿cuántos otros pueden enamorarla? Si ella me pierde un
día (su única enemiga puede ser la muerte, la maliciosa
muerte que nos tiene fichados), ella tendría su vida
entera, tendría el tiempo en sus manos, tendría su co-
razón, que siempre será nuevo, generoso, espléndido.
Pero si yo la pierdo un día (mi único enemigo es el
Hombre, el Hombre que está en todas las esquinas del
mundo, el Hombre que es joven y fuerte y que prome-
te), perdería con ella la última oportunidad de vivir, el
último respiro del tiempo, porque si bien mi corazón
ahora se siente generoso, alegre, renovado, sin ella vol-
vería a ser un corazón definitivamente envejecido.
Pagué el cortado que no tomé y me encaminé hacia el
apartamento. Llevaba conmigo un vergonzante temor a
su silencio, sobre todo porque sabía de antemano que
aunque ella no dijese nada, yo no iba a investigar ni a
preguntar ni a reprochar. Simplemente iba a tragarme la
amargura, y, eso sí era seguro, a comenzar una era de
pequeñas tormentas sin desahogo. Tengo una particular
desconfianza hacia mis épocas grises. Creo que me tem-
blaba la mano cuando hice girar la llave de la cerradura.
“¿Cómo llegaste tan tarde?”, gritó desde la cocina. “Esta-
ba esperándote para contarte la última locura de Roble-
do, ¡qué tipo! Hacía años que no me reía tanto.” Y apa-
reció en el living con su delantal, su pollera verde, su
buzo negro, sus ojos limpios, cálidos, sinceros. Ella no
podrá saber nunca de qué me estaba salvando con esas
palabras. La atraje hacia mí y mientras la abrazaba,
mientras aspiraba el olor tiernamente animal de sus hom-
bros a través del otro olor universal de la lana, sentí que
el mundo empezaba de nuevo a girar, sentí que podía
relegar otra vez a un futuro lejano, todavía innominado,
esa amenaza concreta que se había llamado Avellaneda y
los Otros. “Avellaneda y yo”, dije, despacito. Ella no en-
tendió el porqué de esas tres palabras en esa precisa
oportunidad, pero alguna oscura intuición le hizo saber
que estaba aconteciendo algo importante. Se separó un
poco de mí, todavía sin soltarme, y reclamó: “A ver,
decílo otra vez”. “Avellaneda y yo”, repetí, obediente.
Ahora estoy solo, de vuelta en casa, y son casi las dos de
la madrugada. De vez en cuando, nada más que porque
me da fuerzas y me entona y me afirma, sigo repitiendo:
“Avellaneda y yo”.


Sábado 24 de agosto
Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo,
tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera
convencerme de que efectivamente poseo una definición
de Dios, un concepto de Dios. Pero no poseo nada seme-
jante. Son raras las veces en que pienso en Dios, sencilla-
mente porque el problema me excede tan sobrada y
soberanamente, que llega a provocarme una especie de
pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis
razones. “Dios es la Totalidad”, dice a menudo Avellane-
da. “Dios es la Esencia de todo”, dice Aníbal, “lo que
mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran
Coherencia”. Soy capaz de entender una y otra defini-
ción, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable
que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo
necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios
en quien pueda buscar amparo, un Dios que me respon-
da cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis
dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si
Dios es sólo la energía que mantiene vivo el Universo, si
es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede
importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un
insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un
átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que
Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis
manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me impor-
ta asirlo con mi corazón.


Domingo 25 de agosto
Me trajo fotos de su infancia, de su familia, de su mun-
do. Es una prueba de amor, ¿verdad que sí? Fue una
criatura delgadita, de ojos algo espantados, de pelo oscu-
ro y lacio. Hija única. Yo también fui hijo único. Y no es
fácil, uno acaba por sentirse desamparado. Hay una foto
deliciosa en que aparece con un enorme perro policía, y
el animal la mira con aire de protección. Me imagino que
siempre todo el mundo habrá tenido ganas de protegerla.
Sin embargo, no es tan indefensa, está bastante segura
de lo que quiere. Además, me gusta que esté segura. Está
segura de que el trabajo la asfixia, de que nunca se suici-
dará, de que el marxismo es un grave error, de que yo le
gusto, de que la muerte no es el fin de todo, de que sus
padres son magníficos, de que Dios existe, de que la
gente en que confía no habrá de fallarle jamás. Yo no
podría ser así de categórico. Pero lo mejor de todo es que
ella no se equivoca. Su seguridad le sirve incluso para
amedrentar al destino. Hay una foto en que está con sus
padres, cuando tenía doce años. A partir de esa imagen
yo también me animo a construir mi impresión de ese
matrimonio singular, armónico, diferente. Ella es una
mujer de rasgos suaves, nariz fina, pelo negro y piel muy
clara con dos lunares en la mejilla izquierda. Los ojos son
serenos, quizá demasiado; tal vez no sirvan para com-
prometerse totalmente en el espectáculo a que asisten, en
lo que ven vivir, pero me parecen capaces de compren-
derlo todo. Él es un hombre alto, de hombros más bien
estrechos, con una calvicie que ya en ese entonces había
hecho estragos, unos labios muy delgados y un mentón
muy afilado pero nada agresivo. Me preocupan mucho
los ojos de la gente. Los suyos tienen algo de desequili-
brio. No por cierto de enajenación, sino de ajenidad. Son
los ojos de un tipo que está sorprendido por el mundo,
por el mero hecho de encontrarse en él. Ambos son (se
les ve en la cara) buenas personas, pero me gusta más la
bondad de ella que la de él. El padre es un hombre ex-
celente, pero no es capaz de comunicarse con el mundo,
de modo que no se puede saber qué iría a suceder el día
en que llegara a establecerse esa comunicación. “Se
quieren, de eso estoy segura”, dice Avellaneda, “pero no
sé si ése es el modo de quererse que a mí me gusta”.
Sacude la cabeza para acompañar la duda, luego se ani-
ma a agregar: “Relacionadas con los sentimientos hay
una serie de zonas vecinas, afines, fáciles de confundir. El
amor, la confianza, la piedad, la camaradería, la ternura;
yo no sé nunca en cuál de esas zonas tienen lugar las
relaciones de papá y mamá. Es algo muy difícil de definir
y no creo que ellos mismos lo hayan definido. En alguna
ocasión he rozado el tema en conversaciones con mamá.
Ella cree que hay demasiada serenidad en su unión con
mi padre, demasiado equilibrio como para que exista
efectivamente amor. Esa serenidad, ese equilibrio, a los
que también puede llamarse falta de pasión, habrían sido
quizá insoportables si ellos hubieran tenido algo que re-
procharse. Pero no hay reproches ni motivos de repro-
ches. Se saben buenos, honestos, generosos. Saben tam-
bién que todo eso, aun siendo tan magnífico como es, no
significa todavía el amor, ni significa que se quemen en
ese fuego. No se queman, y eso que los une dura más
aún”. “¿Y qué pasa contigo y conmigo? ¿Nos estamos
quemando?”, pregunté, pero en ese preciso instante es-
taba distraída, y su mirada también parecía la de alguien
sorprendido por el mundo, por el mero hecho de encon-
trarse en él.


Lunes 26 de agosto
Se lo dije a Esteban. Blanca había ido a almorzar con
Diego, así que estábamos solos al mediodía. Fue un gran
alivio enterarme de que ya lo sabía. Jaime lo había ente-
rado. “Mirá, papá, yo no lo puedo comprender to-
talmente ni creo que sea la mejor solución que te hayas
unido a una muchacha tantos años menor que vos. Pero
una cosa es cierta: no me atrevo a juzgarte. Sé que cuan-
do uno ve las cosas desde fuera, cuando uno no se siente
complicado en ellas, es muy fácil proclamar qué es lo
malo y qué es lo bueno. Pero cuando uno está metido
hasta el pescuezo en el problema (y yo he estado muchas
veces así), las cosas cambian, la intensidad es otra, apa-
recen hondas convicciones, inevitables sacrificios y
renunciamientos que pueden parecer inexplicables para
el que sólo observa. Ojalá que lo pases bien, no superfi-
cialmente bien, sino bien de veras. Ojalá te sientas a la
vez protector y protegido, que es una de las más agrada-
bles sensaciones que puede permitirse el ser humano. Yo
me acuerdo muy poco de mamá. En realidad, es una
imagen verdadera a la que se le han superpuesto las
imágenes y los recuerdos de los demás. Ya no sé cuál de
esos recuerdos es exclusivamente mío. Uno solo quizá:
ella peinándose en el dormitorio, con su largo y oscuro
pelo cayéndole en la espalda. Ya ves que no es mucho lo
que recuerdo de mamá. Pero con los años he ido habi-
tuándome a considerarla algo ideal, inalcanzable, casi
etéreo. Era tan linda. ¿Verdad que sí? Comprendo que a
lo mejor esa representación mía tiene poco que ver con lo
que verdaderamente fue mamá. Sin embargo, es así
como ella existe para mí. Por eso me chocó un poco
cuando él me dijo que andabas con una muchacha. Me
chocó pero lo admito, porque sé que estabas muy solo. Y
más me doy cuenta ahora, porque he seguido tu proceso
y te he visto revivir. Así que no te juzgo, no puedo juzgar-
te; más aún, me gustaría mucho que hubieras acertado y
te acercaras lo más posible a la buena suerte.”


Martes 27 de agosto
Frío y sol. Sol de invierno, que es el más afectuoso, el
más benévolo. Fui hasta la Plaza Matriz y me senté en
un banco, después de abrir un diario sobre la caca de
las palomas. Frente a mí, un obrero municipal limpiaba
el césped. Lo hacía con parsimonia, como si estuviera
por encima de todos los impulsos. ¿Cómo me sentiría yo
si fuera un obrero municipal limpiando el césped? No,
ésa no es mi vocación. Si yo pudiera elegir otra profe-
sión que la que tengo, otra rutina que la que me ha
gastado durante treinta años, en ese caso yo elegiría ser
mozo de café. Y sería un mozo activo, memorioso, ejem-
plar. Buscaría asideros mentales para no olvidarme de
los pedidos de todos. Debe ser magnífico trabajar siem-
pre con caras nuevas, hablar libremente con un tipo que
hoy llega, pide un café, y nunca más volverá por aquí.
La gente es formidable, entretenida, potencial. Debe ser
fabuloso trabajar con la gente en vez de trabajar con
números, con libros, con planillas. Aunque yo viajara,
aunque me fuera de aquí y tuviera oportunidad de sor-
prenderme con paisajes, monumentos, caminos, obras
de arte, nada me fascinaría tanto como la gente, como
ver pasar a la gente y escudriñar sus rosarios, reconocer
aquí y allá gestos de felicidad y de amargura, ver cómo
se precipitan hacia sus destinos, en insaciada turbulen-
cia, con espléndido apuro, y darme cuenta de cómo
avanzan, inconscientes de su brevedad, de su insignifi-
cancia, de su vida sin reservas, sin sentirse jamás aco-
rralados, sin admitir que están acorralados. Creo que
nunca, hasta ahora, había sido consciente de la presen-
cia de la Plaza Matriz. Debo haberla cruzado mil veces,
quizá maldije en otras tantas ocasiones el desvío que
hay que hacer para rodear la fuente. La he visto antes,
claro que la he visto, pero no me había detenido a ob-
servarla, a sentirla, a extraer su carácter y reconocerlo.
Estuve un buen rato contemplando el alma agresiva-
mente sólida del Cabildo, el rostro hipócritamente lava-
do de la Catedral, el desalentado cabeceo de los árbo-
les. Creo que en ese momento se me afirmó definitiva-
mente una convicción: soy de este sitio, de esta ciudad.
En esto (es probable que en nada más) creo que debo
ser un fatalista. Cada uno ES de un solo sitio en la tierra
y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí. Aquí pago mi
cuota. Ese que pasa (el de sobretodo largo, la oreja
salida, la ronquera rabiosa), ése es mi semejante. Toda-
vía ignora que yo existo, pero un día me verá de frente,
de perfil o de espaldas, y tendrá la sensación de que
entre nosotros hay algo secreto, un recóndito lazo que
nos une, que nos da fuerzas para entendernos. O quizá
no llegue nunca ese día, quizá él no se fije nunca en esta
plaza, en este aire que nos hace prójimos, que nos em-
pareja, que nos comunica. Pero no importa; de todos
modos, es mi semejante.


Miércoles 28 de agosto
Sólo me quedan cuadro días de licencia. No echo de
menos la oficina. Echo de menos a Avellaneda. Hoy fui
al cine, solo. Vi una de cowboys. Hasta la mitad, me
entretuve; a partir de allí, me aburrí de mí mismo, de mi
propia paciencia.


Jueves 29 de agosto
Le pedí a Avellaneda que faltara a la oficina. Yo, su
jefe, le autoricé y basta. Se quedó todo el día conmigo en
el apartamento. Me imagino la bronca de Muñoz, con dos
tipos menos en la sección y toda la responsabilidad sobre
sus hombros. No sólo la imagino sino que la comprendo.
Pero no importa. Estoy en una edad en que el tiempo
parece y es irrecuperable. Tengo que asirme desespera-
damente a esta razonable dicha que vino a buscarme y
que me encontró. Por eso es que no puedo volverme
magnánimo, generoso, no puedo ponerme a pensar en
las preocupaciones de Muñoz antes que en las mías. La
vida se va, se está yendo ahora mismo, y yo no puedo
soportar esa sensación de escape, de acabamiento, de
final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo
un día, un pobre, indigno, limitado día, al que todos,
desde Dios para abajo, hemos condenado. No es la eter-
nidad pero es el instante, que, después de todo, es su
único sucedáneo verdadero. Así que tengo que apretar el
puño, tengo que gastar esta plenitud sin ninguna reserva,
sin previsión alguna. Quizá después venga el ocio defini-
tivo, el ocio asegurado, quizá haya después muchos días
como éste, y piense entonces en este apuro, en esta im-
paciencia, como en un ridículo agotamiento. Quizá, sólo
quizá. Pero este Mientras Tanto tiene el alivio, la garantía
de lo que es, de lo que está siendo.
Hace frío. Avellaneda estuvo todo el día de buzo y
pantalones. Así, con el pelo recogido, parecía un mu-
chacho. Le dije que tenía cara de diariero. Pero no me
prestó demasiada atención. Estaba preocupada con su
horóscopo. Hace un año alguien le hizo su horóscopo y le
predijo el futuro. Al parecer, en ese futuro figuraba su
actual empleo, y, sobre todo, figuraba yo. “Hombre ma-
duro, de mucha bondad, algo apagado pero inteligente.”
¿Qué tal? Ése soy yo. “¿Vos qué pensás? ¿Se podrá, así
nomás, predecir el futuro?” “Yo no sé si se podrá, pero de
cualquier manera me parece una trampa. Yo no quiero
saber qué me va a pasar. Sería horrible. ¿Te imaginás qué
vida espantosa si uno supiera cuándo se va a morir?” “A
mí me gustaría saber cuándo voy a morirme. Si fuera
posible conocer la fecha de la propia muerte, uno podría
regular su ritmo de vida, gastarse más o gastarse menos
de acuerdo al saldo que le restara.” A mí me parecería
monstruoso. Pero la predicción dice que Avellaneda ten-
drá dos o tres hijos, que será feliz, pero quedará viuda
(bah), que morirá de una enfermedad circulatoria, allá
por sus ochenta. A Avellaneda le preocupan muchos los
dos o tres hijos. “¿Vos querés tener?” “No estoy muy
seguro.” Ella se da cuenta de que mi respuesta es la pru-
dencia en persona, pero cuando me mira yo sé que ella
quisiera tener hijos, por lo menos uno. “No te pongas
triste”, digo, “si te ponés triste soy capaz de encargar
mellizos”. Sabe lo que yo pienso, sufre por eso y se aferra
al vaticinio. “¿Y no te importa la viudez, aunque sea una
viudez clandestina?” “No me importa, porque hasta allí
no llega mi fe. Yo sé que sos indestructible, que las pre-
dicciones te pasan al lado, sin tocarte.” Nada más que
una muchacha trepada sobre el sofá, con las piernas
arrolladas, y la punta de la nariz colorada de frío.


Viernes 30 de agosto
Durante la licencia, escribí todos los días. Se me hace
cuesta arriba reintegrarme al trabajo. Esta licencia ha
sido un buen aperitivo de mi jubilación. Blanca recibió
hoy una carta de Jaime, rencorosa, violenta. El párrafo
que me dedica, dice así: “Decíle al viejo que todos mis
amores fueron platónicos, así que, cuando tenga pesadi-
llas en las que aparezca mi inmunda persona, puede dar-
se vuelta y respirar tranquilo. Por ahora”. Es demasiado
odio junto para que sea verdadero. Al final voy a pensar
que este hijo me quiere un poco.


Sábado 31 de agosto
Avellaneda y Blanca se veían sin que yo lo supiera. A
Blanca se le escapó una frasecita reveladora y todo que-
dó al descubierto. “No queríamos decírtelo, porque esta-
mos aprendiendo mucho sobre vos.” Al principio me pa-
reció una broma miserable, después me conmoví. No
tuve más remedio que figurarme a las dos muchachas
intercambiando sus respectivas imágenes incompletas
acerca de este tipo sencillo que soy yo. Una especie de
rompecabezas. Hay curiosidad en esto, claro, pero tam-
bién hay cariño. Avellaneda, por su parte, se mostró muy
culpable, me pidió perdón, dijo por centésima vez que
Blanca era estupenda. Me gusta que sean amigas, por mí,
a través de mí, a causa de mí, pero no puedo evitar a
veces la sensación de estar de más. En realidad, soy un
veterano del que se están ocupando dos muchachas.


Domingo 1o de setiembre
Se acabó la farra. Mañana otra vez a la oficina. Pienso
en las planillas de ventas, en la goma de pan, en los
libros copiadores, en las libretas de cheques, en la voz del
gerente, y el estómago se me revuelve.


Lunes 2 de setiembre
Me recibieron como a un salvador: con todos los pro-
blemas sin resolver. Parece que estuvo un inspector y
armó tremendo lío sobre una idiotez. Muñoz, el pobre, se
ahoga en un vaso de agua. A Santini lo encontré más
marica que de costumbre. Me hizo unas monerías bastan-
te escandalosas. ¿Éste también será platónico? Se dice
que, en vista de mi negativa, traerán un subgerente de
otra compañía. Martínez está que brama. Hoy, por pri-
mera vez después de la borrasca, vino la Valverde. Mue-
ve el trasero con un entusiasmo digno de mejor causa.


Martes 3 de setiembre
Por primera vez, Avellaneda me habló de su antiguo
novio. Se llama Enrique Ávalos y trabaja en el Municipio.
El noviazgo sólo duró un año. Exactamente, desde abril
del año pasado hasta abril de este año. “Es un buen tipo.
Todavía le tengo estima, pero...” Me doy cuenta de que
siempre temí esta explicación, pero también me doy
cuenta de que mi mayor temor era que no llegara. Si ella
se atrevía a mencionarlo, era porque el tema ya no im-
portaba tanto. De cualquier modo, todos mis sentidos
estuvieron pendientes de ese Pero, que me sonaba a
música celestial. Porque el novio había tenido sus venta-
jas (su edad, su aspecto, el mero hecho de llegar primero)
y quizá no las había sabido aprovechar. A partir de ese
Pero empezaban las mías y yo sí estaba dispuesto a apro-
vecharlas, es decir, a socavarle el terreno al pobre Enri-
que Ávalos. La experiencia me ha enseñado que uno de
los métodos más eficaces para derrotar a un rival en el
vacilante corazón de una mujer, es elogiar sin restriccio-
nes a ese mismo rival, es volverse tan comprensivo, tan
noble y tolerante, que uno mismo se sienta conmovido.
“De veras, todavía le tengo estima pero estoy segura de
que no hubiera podido ser ni medianamente feliz con él.”
“Bueno, ¿por qué estás tan segura? ¿No decís que es un
buen tipo?” “Claro que es. Pero no alcanza. Ni siquiera
puedo achacarle que él sea muy frívolo y yo muy profun-
da, porque ni yo soy tan profunda como para que me
moleste una buena dosis de frivolidad, ni él es tan frívolo
como para que no llegue a conmoverlo un sentimiento
verdaderamente hondo. Las dificultades eran de otro or-
den. Creo que el obstáculo más insalvable era que no nos
sentíamos capaces de comunicarnos. Él me exasperaba;
yo lo exasperaba. Posiblemente me quisiera, vaya uno a
saberlo, pero lo cierto es que tenía una habilidad especial
para herirme.” Qué estupendo. Yo tenía que hacer un
gran esfuerzo para que la satisfacción no me inflara los
carrillos, para poner la cara preocupada de alguien que
en verdad lamentara que todo aquello hubiera acabado
en una frustración. Hasta tuve fuerzas para abogar por mi
enemigo: “¿Y vos pensaste si no tendrías también tu poco
de culpa? A lo mejor, él te hería simplemente porque vos
estabas siempre esperando que él te hiriese. Vivir eterna-
mente a la defensiva no es, con toda seguridad, el méto-
do más eficaz para mejorar la convivencia.” Entonces
ella sonrió y sólo dijo: “Contigo no tengo necesidad de
vivir a la defensiva. Me siento feliz”. Eso ya era superior
a mis fuerzas de contención y disimulo. La satisfacción se
derramó por todos mis poros, mi sonrisa llegó de oreja a
oreja, y ya no me importó dedicarme a arruinar para
siempre los prestigios aún sobrevivientes del pobre Enri-
que, un maravilloso derrotado.


Miércoles 4 de setiembre
Muñoz, Robledo, Méndez, me hablaron con insistencia
de Avellaneda, de lo bien que había trabajado durante mi
licencia, de lo buena compañera que había demostrado
ser. ¿Qué pasa? ¿Cómo se habrá comportado Avellaneda
en estos días para que esos insensibles se muestren emo-
cionados? Hasta el gerente me llamó y, entre otros asun-
tos, me dejó caer esta frase distraída: “¿Qué tal esa mu-
chacha que tiene en su sección? Tengo buenos informes
sobre su trabajo”. Formulé un mesurado elogio, en el
tono más convencional del mundo. Pero el Cangrejo
agregó: “¿Sabe por qué se lo preguntaba? Porque a lo
mejor la traigo aquí, como secretaria”. Sonrió mecánica-
mente, sonreí mecánicamente. Debajo de mi sonrisa, por
lo menos, había palabrotas a granel.


Jueves 5 de setiembre
Creo que en esto sentimos igual. Tenemos imperiosa
necesidad de decírnoslo todo. Yo hablo con ella como si
hablara conmigo mismo; en realidad, mejor aún que si ha-
blara conmigo mismo. Es como si Avellaneda participara de
mi alma, como si estuviera acurrucada en un rincón de mi
alma, esperando mi confidencia, reclamando mi sinceridad.
Ella, por su parte, también me lo dice todo. En otro momen-
to, sé que hubiera anotado: “Por lo menos, así lo creo”, pero
ahora no puedo, sencillamente porque no sería cierto. Aho-
ra sé que ella me lo dice todo.


Viernes 6 de setiembre
Lo vi a Vignale en la confitería, muy escondido en una
mesita del fondo, con una chiquilina bastante vistosa. Me
saludó con un gran ademán, como para confirmarme
que se ha lanzado a la aventura en gran escala. Así,
desde lejos, la pareja me daba un poco de lástima. De
pronto me encontré pensando: “¿Y yo?”. Claro que
Vignale es un tipo grosero, ampuloso, guarango... Pero ¿y
yo? ¿Cómo seré yo para quien mire desde lejos? Salgo
muy poco con Avellaneda. Nuestra vida transcurre en la
oficina y en el apartamento. Me temo que mi resistencia
a salir con ella se apoye más que nada en un vigilado
temor a quedar mal. No, no puede ser. En un momento
en que Vignale estaba hablando con el mozo, la mucha-
cha le lanzó una mirada dura, de desprecio. Avellaneda
no podría mirarme así.


Sábado 7 de setiembre
Me citó el amigo de Esteban. Es prácticamente seguro
que mi jubilación esté pronta para dentro de cuatro me-
ses. Es curioso: cuanto más me acerco al descanso, más
insoportable me resulta la oficina. Sé que me restan sólo
cuatro meses de asientos, de contraasientos, balancetes,
cuentas de orden, declaraciones juradas. Pero daría un
año de vida por que esos cuatro meses se redujeran a
cero. Bueno, pensándolo mejor, no daría un año de vida,
porque ahora mi vida tiene a Avellaneda.


Domingo 8 de setiembre
Esta tarde hicimos el amor. Lo hemos hecho tantas
veces y sin embargo no lo he registrado. Pero hoy fue
algo maravilloso. Nunca en mi vida, ni con Isabel ni con
nadie, me sentí tan cerca de la gloria. A veces pienso que
Avellaneda es como una horma que se ha instalado en
mi pecho y lo está agrandando, lo está poniendo en con-
diciones adecuadas para sentir cada día más. Lo cierto es
que yo ignoraba que tenía en mí esas reservas de ternura.
Y no me importa que ésta sea una palabra sin prestigio.
Tengo ternura y me siento orgulloso de tenerla. Hasta el
deseo se vuelve puro, hasta el acto más definitivamente
consagrado al sexo se vuelve casi inmaculado. Pero esa
pureza no es mojigatería, no es afectación, no es preten-
der que sólo apunto al alma. Esa pureza es querer cada
centímetro de su piel, es aspirar su olor, es recorrer su
vientre, poro a poro. Es llevar el deseo hasta la cumbre.


Lunes 9 de setiembre
En la sección Ventas le han preparado una trampa
sangrienta a un tal Menéndez, un muchacho ingenuo,
supersticioso, tremendamente cabulero, que entró en la
empresa formando parte de la misma tanda que Santini,
Sierra y Avellaneda. Resulta que Menéndez se compró un
entero para la lotería de mañana. Dijo que esta vez no lo
iba a mostrar a nadie, porque tenía la corazonada de
que, si no lo mostraba, el número iba a salir con la gran-
de. Pero esta tarde vino el cobrador de Peñarol, y
Menéndez, al abrir la billetera para pagarle, dejó por
unos segundos el número sobre el mostrador. Él no se dio
cuenta pero Rosas, un cretino en permanente estado de
alerta, anotó mentalmente el número y de inmediato hizo
un repartido verbal. La broma que han preparado para
mañana es la siguiente: se combinaron con el lotero de
enfrente para que, a determinada hora, anote en el piza-
rrón el número 15.301 en el lugar del primer premio.
Sólo por unos minutos, después lo borrará. Al lotero le
gustó tanto la concepción del chiste que, contra lo previs-
to, accedió a colaborar.


Martes 10 de setiembre
Fue tremendo. A las tres menos cuarto, llegó Gaizolo
de la calle y dijo en voz alta: “Puta, qué bronca. Le
estuve jugando a la cifra uno hasta el sábado pasado, y
justo sale hoy.” Desde el fondo llegó la primera pregunta
prevista: “¿Así que terminó en uno? ¿Te acordás de las
dos cifras?”. “Cero uno”, fue la respuesta de mal talante.
Entonces Peña saltó desde su escritorio: “Che, yo le jugué
al 301” y agregó en seguida, dirigiéndose a Menéndez,
que trabaja frente al ventanal: “Dale, Menéndez, fijáte en
el pizarrón. Si salió el 301, me forré de veras”. Parece
que Menéndez dio vuelta la cabeza con toda parsimonia,
en la actitud del tipo que todavía se está frenando para
no hacerse ilusiones. Vio las grandes y claras cifras del
15.301 y quedó por un momento paralizado. Creo que
en ese instante habrá pesado todas las posibilidades y
también habrá desechado toda posible trampa. Nadie,
sino él, conocía el número. Pero el itinerario de la broma
terminaba allí. El plan establecía que, en ese momento,
todos venían en equipo a tomarle el pelo. Pero nadie
había previsto que Menéndez pegara un salto y saliera
corriendo hacia el fondo. La versión de algún testigo es
que entró sin golpear en el despacho del gerente (que en
ese momento atendía a un representante de una firma
americana), prácticamente se le tiró encima y antes de
que el otro pudiera encauzar su propio asombro, ya le
había dado un sonoro beso en la pelada. Yo, que me di
cuenta tarde de este último giro, penetré tras él en el
despacho, lo tomé de un brazo y lo saqué a la fuerza. Allí,
entre las cajas de pernos y pistones, mientras él se sacu-
día en unas carcajadas eléctricas que nunca podré olvi-
dar, le dije casi a los gritos la verdad verdadera. Me sentí
horrible haciendo eso, pero no había más remedio. Nun-
ca vi desmoronarse a un hombre de esa manera irreme-
diable y repentina. Se le doblaron las piernas, abrió la
boca sin poderla cerrar, y después, sólo después, se tapó
los ojos con la mano derecha. Lo senté en una silla y
entré en el despacho del gerente a explicarle el episodio,
pero el cretino no podía tolerar que el representante
americano hubiera presenciado su humillación: “No se
fatigue explicándome una historia increíble. Ese imbécil
está despedido”.
Eso es lo horrible: está efectivamente despedido, y
además amargado para siempre. Esos cinco minutos de
frenética ilusión van a ser imborrables. Cuando los otros
supieron la noticia, fueron en delegación a la gerencia,
pero el Cangrejo es inflexible. Debe ser el día más triste,
más grosero, más deprimente de todos los muchos años
que he pasado en la oficina. Sin embargo, a última
hora, la cofradía de los crueles tuvo un gesto: en tanto
que Menéndez no encuentre otro empleo, el personal
decidió contribuir con un pequeño porcentaje hasta for-
mar su sueldo y entregárselo. Pero hubo un obstáculo:
Menéndez no acepta el regalo o la reparación o como
quiera llamársele. Tampoco quiere hablar con nadie de
la oficina. Pobre tipo. Yo mismo me estoy reprochando
por no haberlo puesto sobre aviso desde ayer. Pero na-
die podía imaginarse que su reacción fuera tan fulmi-
nante.


Miércoles 11 de setiembre
Pasado mañana es mi cumpleaños, pero ella igual me
mostró sus regalos. Primero me dio un reloj de oro.
Pobrecita. Debe haber consumido íntegramente sus aho-
rros. Después, con un poco de vergüenza, abrió una ca-
jita y me mostró el otro obsequio: un caracolito alargado,
de líneas perfectas: “Lo recogí en La Paloma, el día en
que cumplí nueve años. Vino una ola y lo dejó a mis pies,
como una atención del mar. Creo que fue el momento
más feliz de mi infancia. Por lo menos, es el objeto mate-
rial que más quiero, que más admiro. Quiero que lo ten-
gas, que lo lleves contigo. ¿Te parece ridículo?”.
Ahora está en la palma de mi mano. Vamos a ser bue-
nos amigos.


Jueves 12 de setiembre
Diego es un preocupado y, merced a su influencia,
Blanca se está convirtiendo en otra preocupada. Esta no-
che hablé largamente con ambos. Su preocupación es el
país, su propia generación, y, en el fondo de ambas abs-
tracciones, su preocupación se llama Ellos Mismos. Diego
quiere hacer algo rebelde, positivo, estimulante, renova-
dor; no sabe bien qué. Hasta ahora lo que siente con la
máxima intensidad es un inconformismo agresivo, en el
cual falta todavía un poco de coherencia. Le parece funes-
ta la apatía de nuestra gente, su carencia de impulso so-
cial, su democrática tolerancia hacia el fraude, su reacción
guaranga e inocua ante la mistificación. Le parece espan-
toso, por ejemplo, que exista un matutino con diecisiete
editorialistas que escriben como un hobby, diecisiete ren-
tistas que desde un bungalow de Punta del Este claman
contra la horrible plaga del descanso, diecisiete pitucos
que usan toda su inteligencia, toda su lucidez, para hen-
chir de habilidosa convicción un tema en que no creen,
una diatriba que en el fondo de sí mismos consideran
injusta. Le subleva que las izquierdas sobrelleven, sin disi-
mularlo mucho, un fondo de aburguesado acomodo, de
rígidos ideales, de módico camanduleo. “¿Usted ve alguna
salida?”, pregunta y vuelve a preguntar, con franca, provo-
cativa ansiedad. “Lo que es yo, por mi parte, no la veo.
Hay gente que entiende lo que está pasando, que cree que
es absurdo lo que está pasando, pero se limitan a lamen-
tarlo. Falta pasión, ése es el secreto de este gran globo
democrático en que nos hemos convertido. Durante varios
lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la objetividad
es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo, ni siquiera
para cambiar un país de bolsillo como éste. Hace falta
pasión, y pasión gritada, o pensada a los gritos, o escrita a
los gritos. Hay que gritarle en el oído a la gente, ya que su
aparente sordera es una especie de autodefensa, de cobar-
de y malsana autodefensa. Hay que lograr que se despier-
te en los demás la vergüenza de sí mismos, que se sustitu-
ya en ellos la autodefensa por el autoasco. El día en que el
uruguayo sienta asco de su propia pasividad, ese día se
convertirá en algo útil.”


Viernes 13 de setiembre
Hoy cumplo cincuenta años. Es decir, a partir de este
día estoy en condiciones de jubilarme. Una fecha que
parece sentenciada para hacer balance. Pero yo he esta-
do haciendo balance todo el año. Me revientan los ani-
versarios, las alegrías y las penas a plazo fijo. Me parece
deprimente, por ejemplo, que el 2 de noviembre de-
bamos llorar a coro por nuestros muertos, que el 25 de
agosto nos emocionemos a la simple vista de la bandera
nacional. Se es o no se es, no importa el día.


Sábado 14 de setiembre
Sin embargo, la fecha de ayer no pasó en vano. Hoy,
en varios momentos del día, pensé: “Cincuenta años”, y
se me fue el alma a los pies. Estuve frente al espejo y no
pude evitar un poco de piedad, un poco de conmisera-
ción hacia ese tipo arrugado, de ojos con fatiga, que
nunca llegó ni llegará a nada. Lo más trágico no es ser
mediocre pero inconsciente de esa mediocridad; lo más
trágico es ser mediocre y saber que se es así y no confor-
marse con ese destino que, por otra parte (eso es lo
peor), es de estricta justicia. Entonces, cuando estaba
mirándome al espejo, apareció sobre mi hombro la cabe-
za de Avellaneda. Al tipo arrugado, que nunca llegó ni
llegará a nada, se le encendieron los ojos, y por dos horas
y media se olvidó de que había cumplido cincuenta años.


Domingo 15 de setiembre
Ella se ríe. Yo le pregunto: “¿Te das cuenta de lo que
significan cincuenta años?”, y ella se ríe. Pero quizá en el
fondo se dé cuenta de todo y vaya depositando muy diver-
sas cosas en los platillos de la balanza. Sin embargo, es
buena y no me dice nada. No menciona que llegará un
instante inevitable en que yo la miraré sin sexo, en que su
mano en mi mano no será un choque eléctrico, en que yo
conservaré por ella el suave cariño que se tiene por las
sobrinas, por las hijas de los amigos, por las más remotas
actrices de cine, un cariño que es una suerte de decoración
mental pero que no puede herir ni ser herido, no puede
provocar cicatrices ni apurar el corazón, un cariño manso,
apacible, inocuo, que parece un adelanto del monótono
amor de Dios. Entonces la miraré y no podré sentir celos,
porque habrá pasado la época de las tormentas. Cuando
en el cielo despejado de la setentena aparece una nube, ya
se sabe que es la nube de la muerte. Ésta debe ser la frase
más cursi, más ridícula, que he dejado caer en la libreta.
La más verdadera, quizá. ¿Por qué será que lo verdadero
es siempre un poco cursi? Los pensamientos sirven para
edificar lo digno sin excusa, lo estoico sin claudicación, el
equilibrio sin reservas, pero las excusas, las claudicacio-
nes, las reservas, están agazapadas en la realidad, y cuan-
do allí llegamos, nos desarman, nos aflojan. Cuanto más
dignos sean los propósitos a cumplir, más ridículos pare-
cen los propósitos incumplidos. La miraré y no podré sen-
tir celos de nadie; sólo celos de mí mismo, celos de este
individuo de hoy que siente celos de todos. Salí con Ave-
llaneda y mis cincuenta años, la paseé y los paseé a lo
largo de Dieciocho. Quise que me vieran con ella. Creo
que no me crucé con nadie de la oficina. Pero en cambio
me vieron la mujer de Vignale, un amigo de Jaime, dos
parientes de ella. Además (¡qué horrible además!) en Die-
ciocho y Yaguarón me crucé con la madre de Isabel. Es
increíble: han pasado años y años por mi rostro y por el
suyo, y sin embargo, cuando la veo, el corazón me sigue
dando un vuelco; en realidad, algo más que un vuelco, un
brinco de rabia e impotencia. Una mujer invencible, tan
admirablemente invencible que uno no puede menos que
sacarse el sombrero. Saludó, con la misma agresiva reti-
cencia de veinte años atrás, y después envolvió literalmen-
te a Avellaneda de una larga ojeada, que era a la vez
diagnóstico y desahucio. Avellaneda percibió la sacudida,
me apretó el brazo y preguntó quién era. “Mi suegra”, dije.
Y es cierto: mi primera y única suegra. Porque aun en el
caso de que yo me casara con Avellaneda, aun en el caso
de que yo nunca hubiera sido el marido de Isabel, esta
altísima, potente, decisiva matrona de setenta años, habría
sido siempre y hasta siempre mi Suegra Universal, inevita-
ble, destinada, mi Suegra que procede directamente de
ese Dios de terror que ojalá no exista, aunque más no sea
para recordarme que el mundo es eso, que el mundo tam-
bién se detiene a veces a contemplarnos, con una mirada
que también puede llegar a ser diagnóstico y desahucio.


Lunes 16 de setiembre
Salimos de la oficina casi juntos, pero ella no quiso ir
al apartamento. Está resfriada. Así que fuimos a la farma-
cia y le compré un jarabe expectorante. Después toma-
mos un taxi y la dejé a dos cuadras de su casa. No quiere
correr el riesgo de que el padre se entere. Caminó unos
pocos pasos, se dio vuelta y me hizo un alegre saludo con
la mano. En el fondo, nada de eso es demasiado impor-
tante. Pero en el gesto había familiaridad, había sencillez.
Y en ese instante me sentí cómodo, estuve seguro de que
entre ella y yo existe una comunicación, desvalida quizá,
pero tranquilamente cierta.


Martes 17 de setiembre
Avellaneda no vino a la oficina.


Miércoles 18 de setiembre
Santini volvió a la confidencia. Es repugnante y a la
vez divertido. Dice que la hermana ya no va a bailarle
desnuda. Tiene novio.
Avellaneda tampoco vino hoy. Parece que la madre
llamó por teléfono cuando yo no estaba, así que habló
con Muñoz. Dice que la hija tiene gripe.


Jueves 19 de setiembre
Hoy sí empecé a extrañarla. En la sección estuvieron
hablando de ella, y de pronto me resultó insoportable
que no hubiese venido.


Viernes 20 de setiembre
Tampoco hoy vino Avellaneda. Esta tarde estuve en el
apartamento y en cinco minutos se me aclaró todo. En
cinco minutos desaparecieron todos los escrúpulos: voy a
casarme. Más que todos los argumentos que yo mismo
me había venido haciendo, más que todas las conversa-
ciones con ella, más que todo eso lo que vale es esta
ausencia. Qué acostumbrado estoy a ella, a su presencia.


Sábado 21 de setiembre
Se lo confesé a Blanca y la dejé feliz. Tengo que decír-
selo a Avellaneda, tengo que decírselo porque ahora sí
encontré toda la fuerza, toda la convicción. Pero hoy
tampoco vino.


Domingo 22 de setiembre
¿No podría enviarme un telegrama? Me ha prohibido
que vaya a su casa, pero si mañana lunes no aparece,
descubriré de todos modos algún pretexto para visitarla.


Lunes 23 de setiembre
Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios
mío. Dios mío.


Viernes 17 de enero
Hace casi cuatro meses que no anoto nada. El 23 de
setiembre no tuve valor para escribirlo.


El 23 de setiembre, a las tres de la tarde, sonó el telé-
fono. Rodeado de empleados, formularios, consultas, le-
vanté el tubo. Una voz de hombre dijo: “¿El señor
Santomé? Mire, está hablando con un tío de Laura. Una
mala noticia, señor. Verdaderamente una mala noticia.
Laura falleció esta mañana”.
En el primer momento no quise entender. Laura no era
nadie, no era Avellaneda. “Falleció”, dijo la voz del tío.
La palabra es un asco. Falleció significa un trámite: “Una
mala noticia, señor”, había dicho el tío. ¿Él qué sabe?
¿Qué sabe cómo una mala noticia puede destruir el futu-
ro y el rostro y el tacto y el sueño? ¿Qué sabe, eh? Lo
único que sabe es decir: “Falleció”, algo tan insopor-
tablemente fácil como eso. Seguramente se estaba enco-
giendo de hombros. Y eso también era un asco. Fue por
eso que cometí algo tan horrible. Con la mano izquierda
hice una pelota con una planilla de ventas, con la dere-
cha acerqué el tubo a mi boca y dije lentamente: “¿Por
qué no se va a la mierda?”. No recuerdo bien. Me parece
que la voz preguntó varias veces: “¿Cómo dijo, señor?”,
pero yo también dije varias veces: “¿Por qué no se va a
la mierda?”. Entonces me quitaron el teléfono y hablaron
con el tío. Creo que grité, resoplé, dije tonterías. Apenas
si podía respirar. Sentí que me desabrochaban el cuello,
que me aflojaban la corbata. Hubo una voz desconocida
que dijo: “Ha sido un choque emocional”, y otra voz,
ésta sí conocida, la de Muñoz, que se puso a explicar:
“Era una empleada que él apreciaba mucho”. En esa
nebulosa de sonidos, había también sollozos de Santini,
una chabacanísima explicación de Robledo sobre el mis-
terio de la muerte, y las rituales instrucciones del gerente
para que se enviara una corona. Al fin, entre Sierra y
Muñoz consiguieron meterme en un taxi y me trajeron a
casa.
Blanca abrió la puerta asustadísima pero Muñoz en
seguida la tranquilizó: “No se preocupe, señorita, su papá
está perfectamente. ¿Sabe lo que pasó? Falleció una
compañera y él se impresionó mucho. Y con razón por-
que era una chica macanuda”. Él también dijo: “Falle-
ció”. Bueno, quizá el tío, Muñoz y los otros, hagan bien
en decir “falleció”, porque eso suena tan ridículo, tan
fino, tan lejos de Avellaneda que no puede herirla, no
puede destruirla.
Entonces, cuando estuve en casa solo en mi cuarto,
cuando hasta la pobre Blanca me retiró el consuelo de
su silencio, moví los labios para decir: “Murió. Avellane-
da murió”, porque murió es la palabra, murió es el de-
rrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la ver-
dadera respiración del dolor, murió es la desesperación,
la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo.
Entonces, cuando moví los labios para decir “Murió”,
entonces vi mi inmunda soledad, eso que había queda-
do de mí, que era bien poco. Con todo el egoísmo de
que disponía, pensé en mí mismo, en el remendado
ansioso que ahora pasaba a ser. Pero ésa era, a la vez,
la forma más generosa de pensar en ella, la más total de
imaginarla a ella. Porque hasta el 23 de setiembre, a las
tres de la tarde, yo tenía mucho más de Avellaneda que
de mí. Ella había empezado a entrar en mí, a convertir-
se en mí, como un río que se mezcla demasiado con el
mar y al fin se vuelve salado como el mar. Por eso,
cuando movía los labios y decía: “Murió”, me sentía
atravesado, despojado, vacío, sin mérito. Alguien había
venido y había decretado: “Despójenlo a este tipo de
cuatro quintas partes de su ser”. Y me habían despoja-
do. Lo peor de todo es que ese saldo que ahora soy, esa
quinta parte de mí mismo en que me he convertido,
sigue teniendo conciencia, sin embargo, de su poque-
dad, de su insignificancia. Me ha quedado una quinta
parte de mis buenos propósitos, de mis buenos proyec-
tos, de mis buenas intenciones, pero la quinta parte que
me ha quedado de mi lucidez alcanza para darme cuen-
ta de que eso no sirve. La cosa se acabó, sencillamente.
No quise ir a su casa, no quise verla muerta, porque era
una indecorosa desventaja. Que yo la viera y ella no.
Que yo la tocara y ella no. Que yo viviera y ella no. Ella
es otra cosa, es el último día, allí puedo tratarla de igual
a igual. Es ella bajándose del taxi, con el remedio que
yo le había comprado, es ella caminando unos pasos y
dándose vuelta para dedicarme un gesto. El último, el
último, el último gesto. Lloro y me aferro a él. Aquel día
escribí que en ese instante tuve la seguridad de que
entre ella y yo existía una comunicación. Pero la seguri-
dad existía mientras ella existía. Ahora mis labios se
mueven para decir: “Murió. Avellaneda murió”, y la se-
guridad está extenuada, la seguridad es una cosa impú-
dica, indecorosa, que nada tiene que hacer aquí. Volví a
la oficina, claro, a que los comentarios me atravesaran,
me pudrieran, me hartaran. “Me dijo la prima que era
una gripe vulgar y silvestre, y de repente, ¡páfate!, le
falló el corazón.” Me integré otra vez en el trabajo, resol-
ví asuntos, evacué consultas, redacté informes. Soy ver-
daderamente un funcionario ejemplar. A veces se me
acercan Muñoz o Robledo o el mismo Santini, y tratan
de iniciar una charla evocativa con prolegómenos de
este tipo: “Pensar que este trabajo lo hacía Avellaneda”,
“Mire, jefe, esta anotación es de Avellaneda”. Yo enton-
ces desvío los ojos y digo: “Bueno, está bien, hay que
seguir viviendo”. Los puntos que gané el 23 de setiem-
bre, los he perdido con creces. Sé que murmuran que
soy un egoísta, un indiferente, que la desgracia ajena no
me roza. No importa que murmuren. Ellos están fuera.
Fuera de ese mundo en que estuvimos Avellaneda y yo.
Fuera de ese mundo en que ahora estoy yo, solo como
un héroe, pero sin ninguna razón para sentir coraje.


Miércoles 22 de enero
A veces hablo de ella con Blanca. No lloro, no me
desespero; hablo simplemente. Sé que allí hay un eco.
Es Blanca la que llora, la que se desespera. Dice que no
puede creer en Dios. Que Dios me ha ido dando y qui-
tando las oportunidades, y que ella no se siente con
fuerzas como para creer en un Dios de crueldad, en un
sádico omnímodo. Sin embargo, yo no me siento tan
lleno de rencor. El 23 de setiembre no sólo escribí varias
veces: “Dios mío”. También lo pronuncié, también lo
sentí. Por primera vez en mi vida, sentí que podía dialo-
gar con Él. Pero en el diálogo Dios tuvo una parte floja,
vacilante, como si no estuviera muy seguro de sí. Tal vez
yo haya estado a punto de conmoverlo. Tuve la sensa-
ción, además, de que había un argumento decisivo, un
argumento que estaba junto a mí, frente a mí, y que,
pese a ello, yo no podía reconocer, no podía incorporar
a mi alegato. Entonces, pasado ese plazo que Él me
otorgó para que yo lo convenciera, pasado ese amago
de vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente
sus fuerzas. Dios volvió a ser la todopoderosa Negación
de siempre. Sin embargo, no puedo tenerle rencor, no
puedo manosearlo con mi odio. Sé que me dio la opor-
tunidad y que no supe aprovecharla. Quizá algún día
pueda asir ese argumento único, decisivo, pero para ese
entonces yo ya estaré atrozmente ajado y este presente
más ajado aún. A veces pienso que si Dios jugara lim-
pio, también me habría dado el argumento que debía
usar contra él. Pero no. No puede ser. No quiero un Dios
que me mantenga, que se decida a confiarme la llave
para volver, tarde o temprano, a mi conciencia; no quie-
ro un Dios que me brinde todo hecho, como podría
hacer uno de esos prósperos padres de la Rambla, po-
dridos en plata, con su hijito pituco e inservible. Eso sí
que no. Ahora las relaciones entre Dios y yo se han
enfriado. Él sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo
sé que Él es una lejana soledad, a la que no tuve ni
tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla,
sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.


Viernes 24 de enero
Hoy, a través de todo el día, mientras desayunaba,
mientras trabajaba, mientras almorzaba, mientras discu-
tía con Muñoz, estuve ofuscado por una sola idea, desga-
jada a su vez en varias dudas: “¿Qué pensó ella antes de
morir? ¿Qué representé para ella en ese instante? ¿Recu-
rrió a mí? ¿Dijo mi nombre?”


Domingo 26 de enero
Por primera vez releí mi Diario, de febrero a enero. Ten-
go que buscar todos Sus Momentos. Ella apareció el 27 de
febrero. El 12 de marzo anoté: “Cuando dice señor, siem-
pre pestañea. No es una preciosura. Bueno, sonríe pasa-
blemente. Algo es algo”. Yo escribí eso, yo pensé alguna
vez eso de ella. El 10 de abril: “Avellaneda tiene algo que
me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?” Bueno, ¿y qué
era? Todavía no lo sé. Me atraían sus ojos, su voz, su
cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timi-
dez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su
ternura, su sueño, su paso, sus suspiros. Pero ninguno de
esos rasgos bastaba para atraerme compulsiva, totalmen-
te. Cada atractivo se apoyaba en otro. Ella me atraía como
un todo, como una suma insustituible de atractivos, acaso
sustituibles. El 17 de mayo le dije: “Creo que estoy enamo-
rado de usted”, y ella había contestado: “Ya lo sabía.” Me
sigo diciendo eso, la oigo diciendo eso, y todo este presen-
te se vuelve insoportable. Dos días después: “Lo que estoy
buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de
convenio entre mi amor y su libertad”. Ella había contes-
tado: “Usted me gusta”. Es horrible cómo duelen esas tres
palabras. El 7 de junio la besé y a la noche escribí: “Maña-
na pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir
feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme to-
talmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante
ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es
decir: desconfiado”. Sin embargo, ¿de qué me sirvió esa
desconfianza? ¿Acaso la aproveché para vivir más intensa,
más afanosa, más perentoriamente? No, por cierto. Des-
pués adquirí cierta seguridad, pensé que todo estaba bien
si uno era consciente de querer, y de querer con eco, con
repercusión. El 23 de junio me habló de sus padres, de la
teoría de la felicidad creada por su madre. Quizá yo debie-
ra reemplazar a mi inexorable Suegra Universal con esta
imagen buena, con esta mujer que entiende, que perdona.
El 28 tuvo lugar el hecho más importante de mi vida. Yo,
nada menos que yo, terminé por rezar: “Que dure”, y para
presionar a Dios toqué madera sin patas. Pero quedó de-
mostrado que Dios era incorruptible. Todavía el 6 de
julio me permití anotar: “De pronto tuve conciencia de que
ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el
grado máximo de bienestar, era la Dicha”, pero en seguida
yo mismo me di bofetadas de alerta. “Estoy seguro de que
la cumbre es un breve segundo, un destello instantáneo, y
no hay derecho a prórrogas”. Lo escribí fallutamente, sin
embargo; ahora lo sé. Porque en el fondo yo tenía fe en
que hubiera prórrogas, en que la cumbre no fuera sólo un
punto, sino una larga, inacabable meseta. Pero no había
derecho a prórrogas, claro que no. Después escribí lo de la
palabra “Avellaneda”, de todos los significados que tenía.
Ahora pienso: “Avellaneda” y la palabra significa: “No
está, no estará nunca más”. No puedo.

Martes 28 de enero
En la libreta hay tantas otras cosas, tantos otros ros-
tros: Vignale, Aníbal, mis hijos, Isabel. Nada de eso im-
porta, nada de eso existe. Mientras estuvo Avellaneda
comprendí mejor la época de Isabel, comprendí mejor a
Isabel misma. Pero ahora ella no está, e Isabel ha desapa-
recido detrás de un espeso, de un oscuro telón de abati-
miento.


Viernes 31 de enero
En la oficina defiendo tenazmente mi vida (mi muerte)
esencial, entrañable, profunda. Nadie sabe qué pasa
exactamente en mí. Mi colapso del 23 de setiembre fue,
para todos, una explicable conmoción y nada más. Aho-
ra ya se habla menos de Avellaneda y yo no saco el tema.
Yo la defiendo con mis pocas fuerzas.


Lunes 3 de febrero
Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me al-
canzaba para sentir que era bien acogido. Más que be-
sarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra
cosa, ella me daba la mano y eso era amor.


Jueves 6 de febrero
Se me ocurrió la otra noche y hoy lo llevé a cabo. A las
cinco me escapé de la oficina. Cuando llegué al 368 e
hice sonar el timbre, sentí una picazón en la garganta y
empecé a toser.
Se abrió la puerta y yo estaba tosiendo como un con-
denado. Era el padre, el mismo padre de las fotos, pero
más viejo, más triste, más cansado. Tosí más fuerte, para
sobreponerme definitivamente a la tos, y conseguí pre-
guntar si él era el sastre. Inclinó la cabeza hacia un cos-
tado para responder que sí: “Bueno, yo quería hacerme
un traje”. Me hizo pasar al taller. “Nunca vayas a hacerte
un traje con él”, había dicho Avellaneda, “los hace todos
a la medida del mismo maniquí”. Allí estaba —imperté-
rrito, burlón, mutilado— el maniquí. Elegí la tela, enume-
ré algunos detalles, arreglé el precio. Entonces se acercó
a la puerta del fondo y llamó sin gritar: “Rosa”. “Mi
madre sabe lo nuestro”, había dicho ella, “mi madre sabe
todo lo mío”. Pero Lo Nuestro no incluía mi apellido, mi
rostro, mi estatura. Para la madre, Lo Nuestro era Avella-
neda y un amante sin nombre. “Mi mujer”, presentó el
padre, “el señor ¿cómo dijo que se llamaba?” “Morales”,
mentí. “Cierto, el señor Morales.” Los ojos de la madre
tenían una tristeza penetrante. “Se va a hacer un traje.”
Ninguno de los dos usaba luto. Había una amargura li-
viana, natural. La madre me sonrió. Tuve que mirar hacia
el maniquí, porque era superior a mis fuerzas soportar
esa sonrisa que había sido de Avellaneda. Abrió una
libretita y el padre empezó a tomar mis medidas, a dictar
números de dos cifras. “¿Usted es del barrio? Setenta y
cinco.” Dije que más o menos. “Se lo pregunto porque
me resultó cara conocida. Cincuenta y cuatro.” “Bueno,
vivo en el Centro pero vengo muy a menudo por acá.”
“Ah, con razón. Setenta y nueve.” Ella anotaba automá-
ticamente, mirando hacia la pared. “El pantalón que cai-
ga sobre el zapato, ¿verdad? Uno cero siete.” Tengo que
volver el jueves próximo, para la prueba. Había un libro
sobre la mesa: Blavatsky. Él tuvo que irse un momento.
La madre cerró la libretita y me miró. “¿Por qué vino a
hacerse un traje con mi marido? ¿Quién lo recomendó?”
“Oh, nadie en especial. Estaba enterado de que aquí
vivía un sastre y nada más.” Sonó tan poco convincente
que me dio vergüenza. Ella me miró otra vez. “Ahora
trabaja poco. Desde que murió mi hija.” No dijo falleció.
“Ah, claro. ¿Y hace mucho?” “Casi cuatro meses.” “Lo
siento, señora”, dije, y yo, que lo siento no exactamente
como un dolor sino como una catástrofe, como un de-
rrumbe, como un caos, fui consciente de la mentira, por-
que decir: “Lo siento”, pronunciar ese pésame, tan frívo-
lo, tan tardío, era sencillamente espantoso, era casi lo
mismo que decir: “Falleció”. Y era espantoso sobre todo
porque se lo decía a la única persona que podía com-
prender lo otro, que podía comprender la verdad.


Jueves 13 de febrero
Era el día de la prueba, pero no estaba el sastre. El
señor Avellaneda no estaba. Me lo dijo su esposa cuando
yo ya había entrado. “No pudo esperarlo, pero dejó todo
listo para que yo se lo pruebe.” Fue a la otra habitación y
apareció con el saco. Me queda horrible. Después de todo,
era cierto que él hacía los trajes a la medida del maniquí.
De pronto me di vuelta hacia un costado (en realidad, ella
me fue dando vuelta con la excusa de ir colocando alfileres
y hacer marcas de tiza) y quedé frente a una fotografía de
Avellaneda que no estaba el jueves pasado. El golpe fue
demasiado repentino, demasiado brutal. La madre me es-
taba observando y sus ojos tomaron buena nota de mi
pobre estupor. Entonces depositó sobre la mesa los alfile-
res sobrantes y la tiza, y sonrió tristemente, ya segura,
antes de preguntarme: “Usted... ¿es?”. Entre la primera y
la segunda palabra hubo un espacio en blanco de dos o
tres segundos, pero ese silencio bastó para convertir la
pregunta en algo transparente. Era obligatorio responder.
Y respondí, sin decir palabra; con la cabeza, con los ojos,
con todo mi ser dije que sí. La madre de Avellaneda apoyó
una mano en mi brazo, en el brazo todavía sin manga que
emergía de aquel inhábil proyecto de hilvanes. Después
me quitó lentamente el saco, lo depositó sobre el maniquí.
Qué bien le quedaba. “Usted quiere saber, ¿verdad?” Yo
estaba seguro de que no me miraba con rencor, ni ver-
güenza, ni nada que no fuera una exhausta, sufrida pie-
dad. “Usted la conoció, usted la quería, y estará atormen-
tado. Yo sé cómo se siente. Siente que su corazón es una
cosa enorme que empieza en el estómago y acaba en la
garganta. Se siente desgraciado, y feliz de sentirse desgra-
ciado. Yo sé qué horrible es eso.” Hablaba como si se
hubiera reencontrado con un antiguo confidente, pero
también hablaba con algo más que su dolor actual. “Hace
veinte años se me murió alguien. Alguien que era todo.
Pero no se murió con esta muerte. Simplemente, se fue.
Del país, de mi vida, sobre todo de mi vida. Es peor esa
muerte, se lo aseguro. Porque fui yo quien pedí que se
fuera, y hasta ahora nunca me lo perdoné. Es peor esa
muerte, porque una queda aprisionada en el propio pasa-
do, destruida por el propio sacrificio.” Se pasó una mano
por la nuca y yo pensé que iba a decir: “No sé por qué le
cuento a usted estas cosas”. Pero en cambio agregó:
“Laura era lo último que me quedaba de él. Por eso siento
otra vez que el corazón es una cosa enorme que empieza
en el estómago y acaba en la garganta. Por eso sé lo que
usted está pasando”. Acercó una silla y se sentó extenua-
da. Yo pregunté: “Y ella, ¿qué sabía de eso?”. “Nada”,
dijo. “Laura no sabía absolutamente nada. Yo soy la única
dueña de mi historia. Pobre orgullo, ¿verdad?” De pronto
me acordé: “¿Y su teoría de la felicidad?”. Sonrió, casi
indefensa: “¿También le contó eso? Fue una hermosa
mentira, un cuento de hadas para que mi hija no perdiera
pie, para que mi hija se sintiera vivir. Fue el mejor regalo
que le hice. Pobrecita”. Lloraba con los ojos en alto, sin
pasarse las manos por la cara, lloraba con orgullo. “Pero
usted quiere saber”, dijo. Entonces me contó los últimos
días, las últimas palabras, los últimos momentos de Avella-
neda. Pero eso nunca será anotado. Eso es Mío,
incorruptiblemente Mío. Eso estará esperándome en la
noche, en todas las noches, para cuando yo retome el hilo
de mi insomnio, y diga: “Amor”.


Viernes 14 de febrero
“Se quieren, de eso estoy segura”, decía Avellaneda
acerca de sus padres, “pero no sé si ése es el modo de
quererse que a mí me gusta”.


Sábado 15 de febrero
El amigo de Esteban me telefoneó para avisarme que
mi jubilación está pronta. El 1o de marzo ya no iré a la
oficina.


Domingo 16 de febrero
Esta mañana fui a buscar el traje. El señor Avellaneda
estaba terminando de plancharlo. La fotografía llenaba la
habitación y yo no pude dejar de mirarla. “Es mi hija”,
dijo, “mi única hija”. No sé qué le contesté ni me importa
acordarme. “Murió hace poco.” Otra vez volví a escu-
charme pronunciar: “Lo siento”. “Cosa curiosa”, agregó
en seguida, “ahora pienso que estuve ajeno a ella, que
nunca le demostré cuánto la necesitaba. Desde que era
chiquilina fui postergando la gran charla que me había
prometido tener con ella. Primero yo no tenía tiempo, des-
pués ella empezó a trabajar, y, además, soy bastante co-
barde. Me asusta un poco, ¿sabe?, sentirme sentimental.
Lo cierto es que ahora no está y yo me he quedado con
esa carga en el pecho, con esas palabras nonatas que hu-
bieran podido ser mi salvación”. Por un momento dejó de
hablar y contempló la foto. “Muchas veces pensé que ella
no había heredado ni un solo rasgo mío. ¿Usted le encuen-
tra algo?” “Un aire general”, mentí. “Puede ser. Pero en el
alma sí era como yo. Mejor dicho, como fui yo. Porque
ahora me siento vencido, y cuando uno se deja vencer, se
va deformando, se va convirtiendo en una grosera parodia
de sí mismo. Mire, esta muerte de mi hija fue una mala
jugada. Del destino o del médico, no sé bien. Pero estoy
seguro de que fue una mala jugada. Si usted la hubiera
conocido, se daría cuenta de lo que quiero decirle.” Yo
pestañeé unas diez veces seguidas, pero él no ponía aten-
ción. “Sólo en una mala jugada se puede liquidar a una
muchacha así. Era (¿cómo puedo explicarle?) un ser lim-
pio y a la vez intenso y a la vez pudoroso de su intensidad.
Era un encanto. Yo siempre estuve convencido de que no
merecía esa hija. La madre sí la merecía, porque Rosa es
un carácter, Rosa es capaz de enfrentarse con el mundo.
Pero a mí me falta decisión, me falta estar seguro. ¿Usted
ha pensado alguna vez en el suicidio? Yo sí. Pero nunca
podré. Y eso también es una carencia. Porque yo tengo
todo el cuadro mental y moral del suicida, menos la fuerza
que se precisa para meterse un tiro en la sien. Tal vez el
secreto resida en que mi cerebro tiene algunas necesidades
propias del corazón, y mi corazón algunas exquisiteces
propias del cerebro.” Otra vez se quedó inmóvil, esta vez
con la plancha en alto, mirando la foto. “Fíjese en los ojos.
Fíjese cómo siguen mirando, por sobre la costumbre, por
sobre su muerte. Si hasta parece que lo miran a usted.” La
frase quedó sola. Yo quedé sin aliento. Él se quedó sin
tema. “Bueno, ya está”, dijo doblando cuidadosamente el
pantalón, “es una buena tela peinada. Mire qué bien se
plancha”.

Martes 18 de febrero
No iré más al 368. En realidad, no puedo ir más.

Jueves 20 de febrero
Hace tiempo que no veo a Aníbal. No sé nada de
Jaime. Esteban se limita a hablarme de temas generales.
Vignale me llama a la oficina y yo hago decir que no
estoy. Quiero estar solo. A lo sumo, hablar con mi hija. Y
hablar de Avellaneda, claro.

Domingo 23 de febrero
Hoy, después de cuatro meses, estuve en el apar-
tamento. Abrí el ropero. Estaba su perfume. Eso qué im-
porta. Lo que importa es su ausencia. En algunas ocasio-
nes, no puedo captar los matices que separan la inercia
de la desesperación.

Lunes 24 de febrero
Es evidente que Dios me concedió un destino oscuro.
Ni siquiera cruel. Simplemente oscuro. Es evidente que
me concedió una tregua. Al principio, me resistí a creer
que eso pudiera ser la felicidad. Me resistí con todas mis
fuerzas, después me di por vencido y lo creí. Pero no era
la felicidad, era sólo una tregua. Ahora estoy otra vez
metido en mi destino. Y es más oscuro que antes, mucho
más.


Martes 25 de febrero
A partir del primero de marzo, no llevaré más esta
libreta. El mundo ha perdido su interés. No seré yo quien
registre ese hecho. Y hay un solo tema del que podría
escribir. Pero no quiero.


Miércoles 26 de febrero
Cómo la necesito. Dios había sido mi más importante
carencia. Pero a ella la necesito más que a Dios.


Jueves 27 de febrero
En la oficina me quisieron dar una despedida y no
acepté. Para no incurrir en grosería, armé una excusa
muy verosímil, a base de problemas familiares. La verdad
es que no puedo imaginarme como el desabrido motivo
de una cena alegre, ruidosa, con bombardeos de pan y
vino derramado.


Viernes 28 de febrero
Último día de trabajo. Nada de trabajo, claro. Me lo
pasé dando apretones de manos, recibiendo abrazos.
Creo que el gerente desbordaba de satisfacción y que
Muñoz estaba realmente conmovido. Allí quedó mi mesa.
Nunca pensé que me importara tan poco desprenderme
de la rutina. Los cajones quedaron vacíos. En uno de
ellos encontré un carnet de Avellaneda. Ella lo había
dejado para que registráramos el número en su ficha
personal. Me lo puse en el bolsillo y aquí está. La foto
debe tener unos cinco años, pero hace cuatro meses ella
era más linda. Otra cosa ha quedado en claro y es que la
madre está en un error: yo no me siento feliz de sentirme
desgraciado. Me siento simplemente desgraciado. Se aca-
bó la oficina. Desde mañana y hasta el día de mi muerte,
el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera,
esto es el ocio. ¿Qué haré con él?

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