CRIMEN Y CASTIGO
FIODOR DOSTOIEVSKI
PRIMERA PARTE
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la
reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento
e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más
que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había
alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso
de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a
pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba
casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba
invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba
a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la
patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un
hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún
tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la
hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado,
que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación
con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta
miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a
todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera
abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y
vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con
evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como
un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su
acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un
negocio tan audaz! pensó con una sonrisa extraña . Sí, el hombre lo tiene todo
al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus
mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor
inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es
lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago,
no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a
divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de
pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué
necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer...
"eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo
ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego,
sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios,
de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan
conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una
casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante
excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en
aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día
de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de
amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso,
extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la media,
delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos
oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de
embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer
ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella
costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba
cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que
estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo
vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes
andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que
nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos
amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo
ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía
llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz
hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus
harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con
alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero
cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en
una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a voz en
grito:
¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado,
cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de abolladuras. Sin
embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo
que se había apoderado del joven.
Lo sabía murmuró en su turbación , lo presentía. Nada hay peor que esto.
Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este
sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va
vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea; no esta cosa
tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta
a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él,
andando el tiempo, y será una pista... Lo cierto es que hay que llamar la
atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí está el quid. Eso es lo
que acaba por perderle a uno...
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía
que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había
contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún reciente.
Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria audacia, a la vez
sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora,
transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de
sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución,
se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a
aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo,
aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada
paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un
temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas
daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de
pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie:
sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios
de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas y
de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero
nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y
oscura como era propio de una escalera de servicio. Pero estos detalles eran
familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella
oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de
verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos
y estaban sacando los muebles de un departamento ocupado el joven lo sabía
por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven , en este rellano no habrá
durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría
que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños
departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél. Pero el
joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla debió
de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La
debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la
inquilina observó al intruso con evidente desconfianza. Sólo se veían sus ojillos
brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y
abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro,
dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La
vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos
sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia.
Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo
algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite. Un viejo chal de
franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a
pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La
tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El joven debió de mirarla de un
modo algo extraño, pues los menudos ojos recobraron su expresión de
desconfianza.
Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes barbotó rápidamente,
inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente articuló la vieja, sin dejar
de mirarlo con una expresión de recelo.
Bien; pues he venido para un negocillo como aquél dijo Raskolnikof, un tanto
turbado y sorprendido por aquella desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó,
desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta
de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.
Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes
revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas,
adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente
iluminaba la habitación.
«Entonces se dijo de súbito Raskolnikof , también, seguramente lucirá un sol
como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor
detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario,
decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de respaldo
curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con espejo,
varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor,
que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano.
Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de
limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el
departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una
limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo,
una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda
habitación, también sumamente reducida, donde estaban la cama y la cómoda
de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más
piezas en el departamento.
¿Qué desea usted? preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había
entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a frente.
Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que
representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó
hace tres días.
Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto
empeñado, jovencito!
¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?
¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La
vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo
en una joyería por sólo rublo y medio.
Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre. Recibiré
dinero de un momento a otro.
Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
¡Rublo y medió! exclamó el joven.
Si no le parece bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado; pero, de
pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera era su último recurso y de que
había ido allí para otra cosa.
Venga el dinero dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído.
Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.
«Sin duda, el cajón de arriba dedujo . Lleva las llaves en el bolsillo derecho.
Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una mayor que las otras y que
tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo tanto, hay
una caja, tal vez una caja de caudales. Las llaves de las cajas de caudales
suelen tener esa forma... ¡Ah, qué innoble es todo esto!»
La vieja reapareció.
Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses del
rublo y medio son quince kopeks, que cobro por adelantado. Además, por los
dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes
que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted
ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.
Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?
Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no mostraba
ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer o decir algo, aunque ni
él mismo sabía exactamente qué.
Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de plata...
Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva...
Se detuvo, turbado.
Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
Entonces, adiós... ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su
hermana con usted? preguntó en el tono más indiferente que le fue posible,
mientras pasaba al vestíbulo.
¿A usted qué le importa?
No lo he dicho con ninguna intención... Usted en seguida... Adiós, Alena
Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la
escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas emociones. Al fin, ya
en la calle, exclamó:
¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No,
todo ha sido una necedad, un absurdo afirmó resueltamente . ¿Cómo ha
podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable. Todo
esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo un mes
pen...!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La
sensación de profundo disgusto que le oprimía y le ahogaba cuando se dirigía
a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse
de la angustia que le torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a
nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al
levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía
una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al establecimiento. De él
salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno
en el otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había
entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la
sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para
llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado. Se sentó en un
rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un
vaso con avidez.
Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron
aclararse.
«Todo esto son necedades se dijo, reconfortado . No había motivo para perder
la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un trozo de
galleta, y ya está firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la voluntad
renace. ¡Cuánta nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el
hombre que se ha librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió con
una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de
su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo
enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos
con que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco
personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica. Después de su
marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo
embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba
tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado,
un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco,
completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los
brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin
levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla,
haciendo esfuerzos para recordar las palabras.
Durante un año entero acaricié a mi mujer...
Duran...te un año entero a...ca...ricié a mi mu...jer.
O:
En la Podiatcheskaia
me he vuelto a encontrar con mi antigua...
Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno
compañero observaba estas explosiones de alegría con gesto desconfiado y
casi hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba sentado
aparte, ante un vaso que se llevaba de vez en cuando a la boca, mientras
lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía presa de
cierta agitación interna.
II
Raskolnikof no estaba acostumbrado al trato con la gente y, como ya hemos
dicho últimamente incluso huía de sus semejantes. Pero ahora se sintió de
pronto atraído hacia ellos. En su ánimo acababa de producirse una especie de
revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan
hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que
acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de
tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos
instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad
que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía
frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus
botas, sus elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que
primero se veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de
mugre, e iba sin corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un
candado. Un muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador;
otro más joven aún servía a los clientes. Trozos de cohombro, panecillos
negros y rodajas de pescado se exhibían en una vitrina que despedía un olor
infecto. El calor era insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores
de alcohol, que daba la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco
minutos.
A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un
interés súbito cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una
palabra con ellas. Esta impresión produjo en Raskolnikof el cliente que
permanecía aparte y que tenía aspecto de funcionario retirado. Algún tiempo
después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikof la
atribuía a una especie de presentimiento. Él no quitaba ojo al supuesto
funcionario, y éste no sólo no cesaba de mirarle, sino que parecía ansioso de
entablar conversación con él. A las demás personas que estaban en la taberna,
sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una
especie de altivo desdén, como a personas que considerase de una esfera y
de una educación demasiado inferiores para que mereciesen que él les
dirigiera la palabra.
Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus
escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso,
hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos
encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella
fisonomía era la vehemencia que expresaba y acaso también cierta finura y un
resplandor de inteligencia , pero por su mirada pasaban relámpagos de locura.
Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que
mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco
de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba,
esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía
tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos.
Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía profundamente
agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en
su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando
visibles muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikof directamente y dijo, en
voz alta y firme:
Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena forma? A
pesar de la sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver en usted
un hombre culto y no uno de esos individuos que van de taberna en taberna.
Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades del corazón. Soy
consejero titular: Marmeladof, consejero titular. ¿Puedo preguntarle si también
usted pertenece a la administración del Estado?
No: estoy estudiando repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel lenguaje
ampuloso y también al verse abordado tan directamente, tan a quemarropa,
por un desconocido. A pesar de sus recientes deseos de compañía humana,
fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le había dirigido había
experimentado su habitual y desagradable sentimiento de irritación y
repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en relación con
él.
Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido exclamó vivamente el
funcionario . Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resultado de mi
experiencia, señor, de mi larga experiencia.
Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas
intelectuales.
Usted es hombre de estudios... Pero permítame...
Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque
embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le
trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávidamente
sobre Raskolnikof, cualquiera habría dicho que también él llevaba un mes sin
desplegar los labios.
Señor siguió diciendo en tono solemne , la pobreza no es un vicio: esto es
una verdad incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez no es
una virtud, cosa que lamento. Ahora bien, señor; la miseria sí que es un vicio.
En la pobreza, uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos; en la
indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indigente no se emplea
el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de la
sociedad humana. Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo. He
aquí el origen de la embriaguez, señor. El mes pasado, el señor Lebeziatnikof
golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo en modo alguno.
¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta. Simple curiosidad. ¿Ha
pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno?
No, nunca me he visto en un trance así repuso Raskolnikof.
Pues bien, yo sí que me he visto. Ya llevo cinco noches durmiendo en el Neva.
Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. En efecto, briznas de
heno se veían aquí y allá, sobre sus ropas y hasta en sus cabellos. A juzgar
por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días.
Sus manos, gruesas, rojas, de uñas negras, estaban cargadas de suciedad.
Todos los presentes le escuchaban, aunque con bastante indiferencia. Los
chicos se reían detrás del mostrador. El tabernero había bajado expresamente
para oír a aquel tipo. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero
con aire de persona importante. Al parecer, Marmeladof era muy conocido en
la casa. Ello se debía, sin duda, a su costumbre de trabar conversación con
cualquier desconocido que encontraba en la taberna, hábito que se convierte
en verdadera necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados
severamente, e incluso maltratados, en su propia casa. Así, tratan de
justificarse ante sus compañeros de orgía y, de paso, atraerse su
consideración.
Pero di, so fantoche exclamó el patrón, con voz potente . ¿Por qué no
trabajas? Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado?
¿Que por qué no estoy en una oficina, señor? dijo Marmeladof, dirigiéndose a
Raskolnikof, como si la pregunta la hubiera hecho éste ¿Dice usted que por
qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que esta impotencia no es un
sufrimiento para mí? ¿Cree usted que no sufrí cuando el señor Lebeziatnikof
golpeó a mi mujer el mes pasado, en un momento en que yo estaba borracho
perdido? Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso... en el caso de tener
que pedir un préstamo sin esperanza?
Sí... Pero ¿qué quiere usted decir con eso de «sin esperanza»?
Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un
fracaso». Por ejemplo, usted está convencido por anticipado de que cierto
señor, un ciudadano íntegro y útil a su país, no le prestará dinero nunca y por
nada del mundo... ¿Por qué se lo ha de prestar, dígame? El sabe
perfectamente que yo no se lo devolvería jamás. ¿Por compasión? El señor
Lebeziatnikof, que está siempre al corriente de las ideas nuevas, decía el otro
día que la compasión está vedada a los hombres incluso para la ciencia, y que
así ocurre en Inglaterra, donde impera la economía política. ¿Cómo es posible,
dígame, que este hombre me preste dinero? Pues bien, aun sabiendo que no
se le puede sacar nada, uno se pone en camino y...
Pero ¿por qué se pone en camino? le interrumpió Raskolnikof.
Porque uno no tiene adónde ir, ni a nadie a quien dirigirse. Todos los hombres
necesitan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un momento en que uno
siente la necesidad de ir a alguna parte, a cualquier parte. Por eso, cuando mi
hija única fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo la acompañé...
(porque mi hija está registrada como...) añadió entre paréntesis, mirando al
joven con expresión un tanto inquieta . Eso no me importa, señor se apresuró
a decir cuando los dos muchachos se echaron a reír detrás del mostrador, e
incluso el tabernero no pudo menos de sonreír . Eso no me importa. Los gestos
de desaprobación no pueden turbarme, pues esto lo sabe todo el mundo, y no
hay misterio que no acabe por descubrirse. Y yo miro estas cosas no con
desprecio, sino con resignación... ¡Sea, sea, pues! Ecce Homo. Óigame, joven:
¿podría usted...? No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más
significativa. ¿Se atrevería usted a afirmar, mirándome a los ojos, que no soy
un puerco?
El joven no contestó.
Bien dijo el orador, y esperó con un aire sosegado y digno el fin de las risas
que acababan de estallar nuevamente . Bien, yo soy un puerco y ella una
dama. Yo parezco una bestia, y Catalina Ivanovna, mi esposa, es una persona
bien educada, hija de un oficial superior. Demos por sentado que yo soy un
granuja y que ella posee un gran corazón, sentimientos elevados y una
educación perfecta. Sin embargo... ¡Ah, si ella se hubiera compadecido de mí!
Y es que los hombres tenemos necesidad de ser compadecidos por alguien.
Pues bien, Catalina Ivanovna, a pesar de su grandeza de alma, es injusta...,
aunque yo comprendo perfectamente que cuando me tira del pelo lo hace por
mi bien. Te repito sin vergüenza, joven; ella me tira del pelo insistió en un tono
más digno aún, al oír nuevas risas . ¡Ah, Dios mío! Si ella, solamente una vez...
Pero, ¡bah!, vanas palabras... No hablemos más de esto... Pues es lo cierto
que mi deseo se ha visto satisfecho más de una vez; sí, más de una vez me
han compadecido. Pero mi carácter... Soy un bruto rematado.
De acuerdo observó el tabernero, bostezando.
Marmeladof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
Sí, un bruto... Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No los
zapatos, entiéndame, pues, en medio de todo, esto sería una cosa en cierto
modo natural; no los zapatos, sino las medias. Y también me he bebido su
esclavina de piel de cabra, que era de su propiedad, pues se la habían
regalado antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado
cuchitril. Es invierno; ella se enfría; empieza a toser y a escupir sangre.
Tenemos tres niños pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Friega,
lava la ropa, lava a los niños. Está acostumbrada a la limpieza desde su más
tierna infancia... Todo esto con un pecho delicado, con una predisposición a la
tisis. Yo lo siento de veras. ¿Creen que no lo siento? Cuanto más bebo, más
sufro. Por eso, para sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida. Yo
bebo para sufrir más profundamente.
Inclinó la cabeza con un gesto de desesperación.
Joven continuó mientras volvía a erguirse , creo leer en su semblante la
expresión de un dolor. Apenas le he visto entrar, he tenido esta impresión. Por
eso le he dirigido la palabra. Si le cuento la historia de mi vida no es para
divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque deseo que
me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi esposa se educó
en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó la
danza del chal ante el gobernador de la provincia y otras altas personalidades.
Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. La medalla... se vendió
hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo tiene guardado en su baúl.
Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Aunque estaba a matar con
esta mujer, lo hacía porque experimentaba la necesidad de vanagloriarse ante
alguien de sus éxitos pasados y de evocar sus tiempos felices. Yo no se lo
censuro, pues lo único que tiene son estos recuerdos: todo lo demás se ha
desvanecido... Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable. Se friega ella
misma el suelo y come pan negro, pero no toleraría de nadie la menor falta de
respeto. Aquí tiene usted explicado por qué no consintió las groserías de
Lebeziatnikof; y cuando éste, para vengarse, le pegó ella tuvo que guardar
cama, no a causa de los golpes recibidos, sino por razones de orden
sentimental. Cuando me casé con ella, era viuda y tenía tres hijos de corta
edad. Su primer matrimonio había sido de amor. El marido era un oficial de
infantería con el que huyó de la casa paterna. Catalina adoraba a su marido,
pero él se entregó al juego, tuvo asuntos con la justicia y murió. En los últimos
tiempos, él le pegaba. Ella no se lo perdonó, lo sé positivamente; sin embargo,
incluso ahora llora cuando lo recuerda, y establece entre él y yo comparaciones
nada halagadoras para mi amor propio; pero yo la dejo, porque así ella se
imagina, al menos, que ha sido algún día feliz. Después de la muerte de su
marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje, donde yo
me encontraba entonces. Vivía en una miseria tan espantosa, que yo, que he
visto los cuadros más tristes, no me siento capaz de describirla. Todos sus
parientes la habían abandonado. Era orgullosa, demasiado orgullosa. Fue
entonces, señor, entonces, como ya le he dicho, cuando yo, viudo también y
con una hija de catorce años, le ofrecí mi mano, pues no podía verla sufrir de
aquel modo. El hecho de que siendo una mujer instruida y de una familia
excelente aceptara casarse conmigo, le permitirá comprender a qué extremo
llegaba su miseria. Aceptó llorando, sollozando, retorciéndose las manos; pero
aceptó. Y es que no tenía adónde ir. ¿Se da usted cuenta, señor, se da usted
cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir? No, usted no lo puede
comprender todavía... Durante un año entero cumplí con mi deber
honestamente, santamente, sin probar eso y señalaba con el dedo la media
botella que tenía delante , pues yo soy un hombre de sentimientos. Pero no
conseguí atraérmela. Entre tanto, quedé cesante, no por culpa mía, sino a
causa de ciertos cambios burocráticos. Entonces me entregué a la bebida... Ya
hace año y medio que, tras mil sinsabores y peregrinaciones continuas, nos
instalamos en esta capital magnífica, embellecida por incontables
monumentos. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿Comprende,
señor? Esta vez fui yo el culpable: ya me dominaba el vicio de la bebida. Ahora
vivimos en un rincón que nos tiene alquilado Amalia Ivanovna Lipevechsel.
Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el alquiler? Eso lo ignoro. En la casa hay
otros muchos inquilinos: aquello es un verdadero infierno. Entre tanto, la hija
que tuve de mi primera mujer ha crecido. En cuanto a lo que su madrastra la ha
hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. Pues Catalina Ivanovna, a pesar de sus
sentimientos magnánimos, es una mujer irascible e incapaz de contener sus
impulsos... Sí, así es. Pero ¿a qué mencionar estas cosas? Ya comprenderá
usted que Sonia no ha recibido una educación esmerada. Hace muchos años
intenté enseñarle geografía e historia universal, pero como yo no estaba muy
fuerte en estas materias y, además, no teníamos buenos libros, pues los libros
que hubiéramos podido tener..., pues..., ¡bueno, ya no los teníamos!, se
acabaron las lecciones. Nos quedamos en Ciro, rey de los persas. Después
leyó algunas novelas, y últimamente Lebeziatnikof le prestó La Fisiología, de
Lewis. Conoce usted esta obra, ¿verdad? A ella le pareció muy interesante, e
incluso nos leyó algunos pasajes en voz alta. A esto se reduce su cultura
intelectual. Ahora, señor, me dirijo a usted, por mi propia iniciativa, para hacerle
una pregunta de orden privado. Una muchacha pobre pero honesta, ¿puede
ganarse bien la vida con un trabajo honesto? No ganará ni quince kopeks al
día, señor mío, y eso trabajando hasta la extenuación, si es honesta y no
posee ningún talento. Hay más: el consejero de Estado Klopstock Iván
Ivanovitch..., ¿ha oído usted hablar de él...?, no solamente no ha pagado a
Sonia media docena de camisas de Holanda que le encargó, sino que la
despidió ferozmente con el pretexto de que le había tomado mal las medidas y
el cuello le quedaba torcido.
»Y los niños, hambrientos...
»Catalina Ivanovna va y viene por la habitación, retorciéndose las manos, las
mejillas teñidas de manchas rojas, como es propio de la enfermedad que
padece. Exclama:
» En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es
holgazanear.
»Y yo le pregunto: ¿qué podía beber ni comer, cuando incluso los niños
llevaban más de tres días sin probar bocado? En aquel momento, yo estaba
acostado y, no me importa decirlo, borracho. Pude oír una de las respuestas
que mi hija (tímida, voz dulce, rubia, delgada, pálida carita) daba a su
madrastra.
» Yo no puedo hacer eso, Catalina Ivanovna.
»Ha de saber que Daría Frantzevna, una mala mujer a la que la policía conoce
perfectamente, había venido tres veces a hacerle proposiciones por medio de
la dueña de la casa.
» Yo no puedo hacer eso repitió, remedándola, Catalina Ivanovna . ¡Vaya un
tesoro para que lo guardes con tanto cuidado!
»Pero no la acuse, señor. No se daba cuenta del alcance de sus palabras.
Estaba trastornada, enferma. Oía los gritos de los niños hambrientos y,
además, su deseo era mortificar a Sonia, no inducirla... Catalina Ivanovna es
así. Cuando oye llorar a los niños, aunque sea de hambre, se irrita y les pega.
»Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba, se
ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran
más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Ivanovna y,
sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No
pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger
nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es
propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la
cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles
hombros y todo su cuerpo... Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto,
joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a
la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la noche,
sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas,
enlazadas... Ahí tiene usted... Y yo... yo estaba borracho.
Marmeladof se detuvo como si se hubiese quedado sin voz. Tras una pausa,
llenó el vaso súbitamente, lo vació y continuó su relato.
Desde entonces, señor, a causa del desgraciado hecho que le acabo de
referir, y por efecto de una denuncia procedente de personas malvadas (Daría
Frantzevna ha tomado parte activa en ello, pues dice que la hemos engañado),
desde entonces, mi hija Sonia Simonovna figura en el registro de la policía y se
ha visto obligada a dejarnos. La dueña de la casa, Amalia Feodorovna, no
hubiera tolerado su presencia, puesto que ayudaba a Daría Frantzevna en sus
manejos. Y en lo que concierne al señor Lebeziatnikof..., pues... sólo le diré
que su incidente con Catalina Ivanovna se produjo a causa de Sonia. Al
principio no cesaba de perseguir a Sonetchka. DespUés, de repente, salió a
relucir su amor propio herido. «Un hombre de mi condición no puede vivir en la
misma casa que una mujer de esa especie.» Catalina Ivanovna salió entonces
en defensa de Sonia, y la cosa acabó como usted sabe. Ahora Sonia suele
venir a vernos al atardecer y trae algún dinero a Catalina Ivanovna. Tiene
alquilada una habitación en casa del sastre Kapernaumof. Este hombre es cojo
y tartamudo, y toda su numerosa familia tartamudea... Su mujer es tan
tartamuda como él. Toda la familia vive amontonada en una habitación, y la de
Sonia está separada de ésta por un tabique... ¡Gente miserable y tartamuda...!
Una mañana me levanto, me pongo mis harapos, levanto los brazos al cielo y
voy a visitar a su excelencia Iván Afanassievitch. ¿Conoce usted a su
excelencia Iván Afanassievitch? ¿No? Entonces no conoce usted al santo más
santo. Es un cirio, un cirio que se funde ante la imagen del Señor... Sus ojos
estaban llenos de lágrimas después de escuchar mi relato desde el principio
hasta el fin.
» Bien, Marmeladof me dijo . Has defraudado una vez las esperanzas que
había depositado en ti. Voy a tomarte de nuevo bajo mi protección.
ȃstas fueron sus palabras.
» Procura no olvidarlo añadió . Puedes retirarte.
»Yo besé el polvo de sus botas..., pero sólo mentalmente, pues él, alto
funcionario y hombre imbuido de ideas modernas y esclarecidas, no me habría
permitido que se las besara de verdad. Volví a casa, y no puedo describirle el
efecto que produjo mi noticia de que iba a volver al servicio activo y a cobrar un
sueldo.
Marmeladof hizo una nueva pausa, profundamente conmovido. En ese
momento invadió la taberna un grupo de bebedores en los que ya había hecho
efecto la bebida. En la puerta del establecimiento resonaron las notas de un
organillo, y una voz de niño, frágil y trémula, entonó la Petite Ferme. La sala se
llenó de ruidos. El tabernero y los dos muchachos acudieron presurosos a
servir a los recién llegados. Marmeladof continuó su relato sin prestarles
atención. Parecía muy débil, pero, a medida que crecía su embriaguez, se iba
mostrando más expansivo. El recuerdo de su último éxito, el nuevo empleo que
había conseguido, le había reanimado y daba a su semblante una especie de
resplandor. Raskolnikof le escuchaba atentamente.
De esto hace cinco semanas. Pues sí, cuando Catalina Ivanovna y Sonetchka
se enteraron de lo de mi empleo, me sentí como transportado al paraíso.
Antes, cuando tenía que permanecer acostado, se me miraba como a una
bestia y no oía más que injurias; ahora andaban de puntillas y hacían callar a
los niños. «¡Silencio! Simón Zaharevitch ha trabajado mucho y está cansado.
Hay que dejarlo descansar.» Me daban café antes de salir para el despacho, e
incluso nata. Compraban nata de verdad, ¿sabe usted? lo que no comprendo
es de dónde pudieron sacar los once rublos y medio que se gastaron en
aprovisionar mi guardarropa. Botas, soberbios puños, todo un uniforme en
perfecto estado, por once rublos y cincuenta kopeks. En mi primera jornada de
trabajo, al volver a casa al mediodía, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Catalina
Ivanovna había preparado dos platos: sopa y lechón en salsa, manjar del que
ni siquiera teníamos idea. Vestidos no tiene, ni siquiera uno. Sin embargo, se
había compuesto como para ir de visita. Aun no teniendo ropa, se había
arreglado. Ellas saben arreglarse con nada. Un peinado gracioso, un cuello
blanco y muy limpio, unos puños, y parecía otra; estaba más joven y más
bonita. Sonetchka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos con su dinero, pero
nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente qué os venga a ver con
frecuencia. Vendré alguna vez de noche, cuando nadie pueda verme.»
¿Comprende, comprende usted? Después de comer me fui a acostar, y
entonces Catalina Ivanovna no pudo contenerse. Hacía apenas una semana
había tenido una violenta disputa con Amalia Ivanovna, la dueña de la casa; sin
embargo, la invitó a tomar café. Estuvieron dos horas charlando en voz baja.
» Simón Zaharevitch dijo Catalina Ivanovna tiene ahora un empleo y recibe un
sueldo. Se ha presentado a su excelencia, y su excelencia ha salido de su
despacho, ha tendido la mano a Simón Zaharevitch, ha dicho a todos los
demás que esperasen y lo ha hecho pasar delante de todos. ¿Comprende,
comprende usted? "Naturalmente le ha dicho su excelencia , me acuerdo de
sus servicios, Simón Zaharevitch, y, aunque usted no se portó como es debido,
su promesa de no reincidir y, por otra parte, el hecho de que aquí ha ido todo
mal durante su ausencia (¿se da usted cuenta de lo que esto significa?), me
induce a creer en su palabra."
»Huelga decir continuó Marmeladof que todo esto lo inventó mi mujer, pero no
por ligereza, ni para darse importancia. Es que ella misma lo creía y se
consolaba con sus propias invenciones, palabra de honor. Yo no se lo
reprocho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le entregué
íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cariñito.
"¡Cariñito mío!", me dijo, y tuvimos un íntimo coloquio, ¿comprende? Y dígame,
se lo ruego: ¿qué encanto puedo tener yo y qué papel puedo hacer como
esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me llamó cariñito.
Marmeladof se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar. Sin
embargo, logró contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre acabado,
las cinco noches pasadas en las barcas de heno, aquella botella y, unido a
esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa y su familia, tenían
perplejo a su interlocutor. Raskolnikof estaba pendiente de sus labios, pero
experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber entrado en
aquel lugar.
¡Ah, señor, mi querido señor! exclamó Marmeladof, algo repuesto . Tal vez a
usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté
fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y estúpidos, de mi
vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de reír, pues siento
todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en
mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra
vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener
mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la
restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas cosas más... Pero he
aquí, caballero y Marmeladof se estremeció de súbito, levantó la cabeza y miró
fijamente a su interlocutor , he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que
acaricié todos estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la
noche, inventé una mentira y, como un ladrón nocturno, robé la llave del baúl
de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que le había
entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero... ¡miradme todos! Hace cinco
días que no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido
mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje en una taberna del puente de
Egipto. Todo ha terminado.
Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se acodó
en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y,
mirando a Raskolnikof con una especie de malicia intencionada, de cinismo
fingido, se echó a reír y exclamó:
Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber.¡Ja, ja, ja!
¿Y ella te lo ha dado? preguntó uno de los que habían entrado últimamente,
echándose también a reír.
Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero continuó
Marmeladof, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikof . Me ha dado treinta
kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios ojos. Ella no
me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha sido una mirada
que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede sufrir así
por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin condenarlos... Pero es
todavía más amargo que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Acaso ella no
los necesita? ¿No le parece a usted, mi querido señor, que ella ha de
conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero; es una limpieza
especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas almidonadas, elegantes
zapatos que embellezcan el pie en el momento de saltar sobre un charco.
¿Comprende, comprende usted la importancia de esta limpieza? Pues bien; he
aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Y
me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de
un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene?
Con franqueza, señor: ¿me compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
Pero ¿por qué te han de compadecer? preguntó el tabernero, acercándose a
Marmeladof.
La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insultar
fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían
prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del charlatán.
¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? bramó de pronto
Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación,
como si sólo esperase este momento . ¿Por qué me han de compadecer?, me
preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que
merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifícame,
juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me
encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría.
¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún
placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí,
dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no
podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los
hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez. Él
vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha
sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus
hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha
vuelto la cara con horror ante ese bebedor despreciable?» Y dirá a Sonia:
«Ven. Yo te perdoné..., te perdoné..., y ahora te redimo de todos tus pecados,
porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, El la perdonará, yo
sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi corazón hace unas horas, cuando
estaba en su casa... Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y
nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también
vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y
todos avanzaremos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois
unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid
conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los austeros se volverán hacia
Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los
recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos
se ha considerado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos
brazos y nosotros nos arrojaremos en ellos, deshechos en lágrimas..., y lo
comprenderemos todo, entonces lo comprenderemos todo..., y entonces todos
comprenderán... También comprenderá Catalina Ivanovna... ¡Señor, venga a
nos el reino!
Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la
profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.
Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de
silencio. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.
¿Habéis oído?
¡Viejo chocho!
¡Burócrata!
Y otras cosas parecidas.
¡Vámonos, señor! exclamó de súbito Marmeladof, levantando la cabeza y
dirigiéndose a Raskolnikof . Lléveme a mi casa... El edificio Kozel... Déjeme en
el patio... Ya es hora de que vuelva al lado de Catalina Ivanovna.
Hacía un rato que Raskolnikof había pensado marcharse, otorgando a
Marmeladof su compañía y su sostén. Marmeladof tenía las piernas menos
firmes que la voz y se apoyaba pesadamente en el joven. Tenían que recorrer
de doscientos a trescientos pasos. La turbación y el temor del alcohólico iban
en aumento a medida que se acercaban a la casa.
No es a Catalina Ivanovna a quien temo balbuceaba, en medio de su
inquietud . No es la perspectiva de los tirones de pelo lo que me inquieta. ¿Qué
es un tirón de pelos? Nada absolutamente. No le quepa duda de que no es
nada. Hasta prefiero que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso lo que
temo. Lo que me da miedo es su mirada..., sí, sus ojos... Y también las
manchas rojas de sus mejillas. Y su jadeo... ¿Ha observado cómo respiran
estos enfermos cuando los conmueve una emoción violenta...? También me
inquieta la idea de que voy a encontrar llorando a los niños, pues si Sonia no
les ha dado de comer, no sé..., yo no sé cómo habrán podido..., no sé, no sé...
Pero los golpes no me dan miedo... Le aseguro, señor, que los golpes no sólo
no me hacen daño, sino que me proporcionan un placer... No podría pasar sin
ellos. Lo mejor es que me pegue... Así se desahoga... Sí, prefiero que me
pegue... Hemos llegado... Edificio Kozel... Kozel es un cerrajero alemán, un
hombre rico... Lléveme a mi habitación.
Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. La escalera estaba
cada vez más oscura. Eran las once de la noche, y aunque en aquella época
del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto que la
parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad.
La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de
vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de
longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella
reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente
ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más
distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de
la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho
jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja.
Sobre esta mesa, en una palmatoria de hierro, ardía el cabo de vela.
Marmeladof tenía, pues, alquilada una habitación. entera y no un simple rincón,
pero comunicaba con otras habitaciones y era como un pasillo. La puerta que
daba a las habitaciones, mejor dicho, a las jaulas, del piso de Amalia
Lipevechsel, estaba entreabierta. Se oían voces y ruidos diversos. Las risas
estallaban a cada momento. Sin duda, había allí gente que jugaba a las cartas
y tomaba el té. A la habitación de Marmeladof llegaban a veces fragmentos de
frases groseras.
Raskolnikof reconoció inmediatamente a Catalina Ivanovna. Era una mujer
horriblemente delgada, fina, alta y esbelta, con un cabello castaño, bello
todavía. Como había dicho Marmeladof, sus pómulos estaban cubiertos de
manchas rojas. Con los labios secos, la respiración rápida e irregular y
oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la
habitación. En sus ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura
fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica producía una penosa impresión a la luz
vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.
Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladof
superaba bastante a la de su mujer. Ella no advirtió la presencia de los dos
hombres. Parecía sumida en un estado de aturdimiento que le impedía ver y
oír.
La atmósfera de la habitación era irrespirable, pero la ventana estaba cerrada.
De la escalera llegaban olores nauseabundos, pero la puerta del piso estaba
abierta. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, dejaba pasar espesas
nubes de humo de tabaco que hacían toser a Catalina Ivanovna; pero ella no
se había preocupado de cerrar esta puerta.
El hijo menor, una niña de seis años, dormía sentada en el suelo, con el cuerpo
torcido y la cabeza apoyada en el sofá. Su hermanito, que tenía un año más
que ella, lloraba en un rincón y los sollozos sacudían todo su cuerpo.
Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve
años, alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y,
sobre los desnudos hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien
dos años atrás, pero que ahora apenas le llegaba a las rodillas. Estaba al lado
de su hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado brazo. Al mismo
tiempo, seguía a su madre con una mirada temerosa de sus oscuros y grandes
ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.
Marmeladof no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a
Raskolnikof hacia el interior. Catalina Ivanovna se detuvo distraídamente al ver
ante ella a aquel desconocido y, volviendo momentáneamente a la realidad,
parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero sin duda se imaginó
en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra. Entonces fue
a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido arrodillado en el
umbral.
¿Ya estás aquí? exclamó, furiosa . ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero?
¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje! ¿Qué
has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladof abrió al punto los brazos,
dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba encima
ni un kopek.
¿Dónde está el dinero? siguió vociferando la mujer . ¡Señor! ¿Es posible que
se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar a
fuerza de tirones. Marmeladof procuraba aminorar su esfuerzo arrastrándose
humildemente tras ella, de rodillas.
¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! exclamaba
mientras su mujer le tiraba del pelo y lo sacudía.
Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el suelo
se despertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo soportar la
escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en brazos de su
hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.
¡Todo, todo se lo ha bebido! gritaba, desesperada, la pobre mujer . ¡Y estas
ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! señalaba a los niños, se retorcía
los brazos . ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikof.
¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él! ¡Fuera
de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa
de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro
encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas
caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban
las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a
Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron
en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia
Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para
restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada
mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día
siguiente.
Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de Ilevarse la mano al bolsillo,
coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en la
taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después,
cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto
de volver a subir.
«¡Qué estupidez he cometido! pensó . Ellos tienen a Sonia, y yo no tengo
quien me ayude.»
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese
podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.
«Sonia necesita cremas siguió diciéndose, con una risita sarcástica, mientras
iba por la calle . Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonia está
ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como la de los animales,
depende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse el cinturón. Lo
mismo les ocurre con Sonia. En ella han encontrado una verdadera mina. Y se
aprovechan... Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado. Al principio
derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana!
A todo se acostumbra uno.»
Quedó ensimismado. De pronto, involuntariamente, exclamó:
Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo
menos, todos los hombres? Entonces habría que admitir que nos dominan los
prejuicios, los temores vanos, y que uno no debe detenerse ante nada ni ante
nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!
III
Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le
había procurado descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por
su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de
largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento,
despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en
unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le
habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles
estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos
cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían,
como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba
verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un
largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura
de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el
lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más
mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño
cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa
blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.
No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero
Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se
había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La
simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a su
habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos
mentales dominados por ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le
había pasado por la imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba
sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada
con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar
hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba.
Ella fue la que lo despertó aquella mañana.
¡Vamos! ¡Levántate ya! le gritó . ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya
las nueve... Te he traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.
¿Me lo envía la patrona? preguntó, incorporándose penosamente.
¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?
Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y
dos terrones de azúcar amarillento.
Oye, Nastasia; hazme un favor dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un
puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, como de costumbre, se
había acostado vestido . Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un
poco de salchichón del más barato.
El panecillo blanco te lo traeré en seguida pero el salchichón... ¿No prefieres
un plato de chtchis? Es de ayer y está riquísimo. Te lo guardé, pero viniste
demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.
Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su
lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una campesina que hablaba por los
codos y que había llegado a la capital directamente de su aldea.
Praskovia Pavlovna quiere denunciarte a la policía dijo.
El frunció las cejas.
¿A la policía? ¿Por qué?
Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara.
Es lo único que me faltaba murmuró el joven, apretando los dientes . En estos
momentos, esa denuncia sería un trastorno para mí. ¡Esa mujer es tonta!
añadió en voz alta . Hoy iré a hablar con ella.
Desde luego, es tonta. Tanto como yo. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué
te pasas el día echado así como un saco? Y no se sabe ni siquiera qué color
tiene el dinero. Dices que antes dabas lecciones a los niños. ¿Por qué ahora
no haces nada?
Hago algo replicó Raskolnikof secamente, como hablando a la fuerza.
¿Qué es lo que haces?
Un trabajo.
¿Qué trabajo?
Medito respondió el joven gravemente, tras un silencio.
Nastasia empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la
hacían reír, se retorcía en silencio, mientras todo su cuerpo era sacudido por
las mudas carcajadas.
¿Has ganado mucho con tus meditaciones? preguntó cuando al fin pudo
hablar.
No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además, odio las
lecciones: de buena gana les escupiría.
No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.
¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks! ¿Qué haría yo
con eso?
Seguía hablando como a la fuerza y parecía responder a sus propios
pensamientos.
Entonces, ¿pretendes ganar una fortuna de una vez?
Raskolnikof le dirigió una mirada extraña.
Sí, una fortuna respondió firmemente tras una pausa.
Bueno, bueno; no pongas esa cara tan terrible... ¿Y qué me dices del panecillo
blanco? ¿Hay que ir a buscarlo, o no?
Haz lo que quieras.
¡Ah, se me olvidaba! Llegó una carta para ti cuando no estabas en casa.
¿Una carta para mí? ¿De quién?
Eso no lo sé. Lo que sé es que le di al cartero tres kopeks. Espero que me los
devolverás.
¡Tráela, por el amor de Dios! ¡Trae esa carta! exclamó Raskolnikof,
profundamente agitado . ¡Señor...! ¡Señor...!
Un minuto después tenía la carta en la mano. Como había supuesto, era de su
madre, pues procedía del distrito de R. Estaba pálido. Hacía mucho tiempo que
no había recibido ninguna carta; pero la emoción que agitaba su corazón en
aquel momento obedecía a otra causa.
¡Vete, Nastasia! ¡Vete, por el amor de Dios! Toma tus tres kopeks, pero vete
en seguida; te lo ruego.
La carta temblaba en sus manos. No quería abrirla en presencia de la sirvienta;
deseaba quedarse solo para leerla. Cuando Nastasia salió, el joven se llevó el
sobre a sus labios y lo besó. Después estuvo unos momentos contemplando la
dirección y observando la caligrafía, aquella escritura fina y un poco inclinada
que tan familiar y querida le era; la letra de su madre, a la que él mismo había
enseñado a leer y escribir hacía tiempo. Retrasaba el momento de abrirla:
parecía experimentar cierto temor. Al fin rasgó el sobre. La carta era larga. La
letra, apretada, ocupaba dos grandes hojas de papel por los dos lados.
«Mi querido Rodia decía la carta : hace ya dos meses que no te he escrito y
esto ha sido para mí tan penoso, que incluso me ha quitado el sueño muchas
noches. Perdóname este silencio involuntario. Ya sabes cuánto te quiero.
Dunia y yo no tenemos a nadie más que a ti; tú lo eres todo para nosotras: toda
nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir. Sólo Dios sabe lo
que sentí cuando me dijiste que habías tenido que dejar la universidad hacía ya
varios meses por falta de dinero y que habías perdido las lecciones y no tenías
ningún medio de vida. ¿Cómo puedo ayudarte yo, con mis ciento veinte rublos
anuales de pensión? Los quince rublos que te envié hace cuatro meses, los
pedí prestados, con la garantía de mi pensión, a un comerciante de esta ciudad
Ilamado Vakruchine. Es una buena persona y fue amigo de tu padre; pero
como yo le había autorizado por escrito a cobrar por mi cuenta la pensión,
tenía que procurar devolverle el dinero, cosa que acabo de hacer. Ya sabes por
qué no he podido enviarte nada en estos últimos meses.
»Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por otra parte, en
estos momentos no podemos quejarnos de nuestra suerte, por el motivo que
me apresuro a participarte. Ante todo, querido Rodia, tú no sabes que hace ya
seis semanas que tu hermana vive conmigo y que ya no tendremos que volver
a separarnos. Gracias a Dios, han terminado sus sufrimientos. Pero vayamos
por orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta ahora te hemos
ocultado.
»Cuando hace dos meses me escribiste diciéndome que te habías enterado de
que Dunia había caído en desgracia en casa de los Svidrigailof, que la trataban
desconsideradamente, y me pedías que te lo explicara todo, no me pareció
conveniente hacerlo. Si te hubiese contado la verdad, lo habrías dejado todo
para venir, aunque hubieras tenido que hacer el mismo camino a pie, pues
conozco tu carácter y tus sentimientos y sé que no habrías consentido que
insultaran a tu hermana.
»Yo estaba desesperada, pero ¿qué podía hacer? Por otra parte, yo no sabía
toda la verdad. El mal estaba en que Dunetchka, al entrar el año pasado en
casa de los Svidrigailof como institutriz, había pedido por adelantado la
importante cantidad de cien rublos, comprometiéndose a devolverlos con sus
honorarios. Por lo tanto, no podía dejar la plaza hasta haber saldado la deuda.
Dunia (ahora ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodia) había pedido esta
suma especialmente para poder enviarte los sesenta rublos que entonces
necesitabas con tanta urgencia y que, efectivamente, te mandamos el año
pasado. Entonces te engañamos diciéndote que el dinero lo tenía ahorrado
Dunia. No era verdad; la verdad es la que te voy a contar ahora, en primer
lugar porque nuestra suerte ha cambiado de pronto por la voluntad de Dios, y
también porque así tendrás una prueba de lo mucho que te quiere tu hermana
y de la grandeza de su corazón.
»El señor Svidrigailof empezó por mostrarse grosero con ella, dirigiéndole toda
clase de burlas y expresiones molestas, sobre todo cuando estaban en la
mesa... Pero no quiero extenderme sobre estos desagradables detalles: no
conseguiría otra cosa que irritarte inútilmente, ahora que ya ha pasado todo.
»En resumidas cuentas, que la vida de Dunetchka era un martirio, a pesar de
que recibía un trato amable y bondadoso de Marfa Petrovna, la esposa del
señor Svidrigailof, y de todas las personas de la casa. La situación de Dunia
era aún más penosa cuando el señor Svidrigailof bebía más de la cuenta,
cediendo a los hábitos adquiridos en el ejército.
»Y esto fue poco comparado con lo que al fin supimos. Figúrate que
Svidrigailof, el muy insensato, sentía desde hacía tiempo por Dunia una pasión
que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva. Tal vez estaba avergonzado
y atemorizado ante la idea de alimentar, él, un hombre ya maduro, un padre de
familia, aquellas esperanzas licenciosas e involuntarias hacia Dunia; tal vez sus
groserías y sus sarcasmos no tenían más objeto que ocultar su pasión a los
ojos de su familia. Al fin no pudo contenerse y, con toda claridad, le hizo
proposiciones deshonestas. Le prometió cuanto puedas imaginarte, incluso
abandonar a los suyos y marcharse con ella a una ciudad lejana, o al
extranjero si lo prefería. Ya puedes suponer lo que esto significó para tu
hermana. Dunia no podía dejar su puesto, no sólo porque no había pagado su
deuda, sino por temor a que Marfa Petrovna sospechara la verdad, lo que
habría introducido la discordia en la familia. Además, incluso ella habría sufrido
las consecuencias del escándalo, pues demostrar la verdad no habría sido
cosa fácil.
»Aún había otras razones para que Dunia no pudiera dejar la casa hasta seis
semanas después. Ya conoces a Dunia, ya sabes que es una mujer inteligente
y de carácter firme. Puede soportar las peores situaciones y encontrar en su
ánimo la entereza necesaria para conservar la serenidad. Aunque nos
escribíamos con frecuencia, ella no me había dicho nada de todo esto para no
apenarme. El desenlace sobrevino inesperadamente. Marfa Petrovna
sorprendió un día en el jardín, por pura casualidad, a su marido en el momento
en que acosaba a Dunia, y lo interpretó todo al revés, achacando la culpa a tu
hermana. A esto siguió una violenta escena en el mismo jardín. Marfa Petrovna
llegó incluso a golpear a Dunia: no quiso escucharla y estuvo vociferando
durante más de una hora. Al fin la envió a mi casa en una simple carreta, a la
que fueron arrojados en desorden sus vestidos, su ropa blanca y todas sus
cosas: ni siquiera le permitió hacer el equipaje. Para colmo de desdichas, en
aquel momento empezó a diluviar, y Dunia, después de haber sufrido las más
crueles afrentas, tuvo que recorrer diecisiete verstas en una carreta sin toldo y
en compañía de un mujik. Dime ahora qué podía yo contestar a tu carta, qué
podía contarte de esta historia.
»Estaba desesperada. No me atrevía a decirte la verdad, ya que con ello sólo
habría conseguido apenarte y desatar tu indignación. Además, ¿qué podías
hacer tú? Perderte: esto es lo único. Por otra parte, Dunetchka me lo había
prohibido. En cuanto a llenar una carta de palabras insulsas cuando mi alma
estaba henchida de dolor, no me sentía capaz de hacerlo.
»Desde que se supo todo esto, fuimos el tema preferido por los murmuradores
de la ciudad, y la cosa duró un mes entero. No nos atrevíamos ni siquiera a ir a
cumplir con nuestros deberes religiosos, pues nuestra presencia era acogida
con cuchicheos, miradas desdeñosas e incluso comentarios en voz alta.
Nuestros amigos se apartaron de nosotras, nadie nos saludaba, e incluso sé de
buena tinta que un grupo de empleadillos proyectaba contra nosotras la mayor
afrenta: embadurnar con brea la puerta de nuestra casa. Por cierto que el
casero nos había exigido que la desalojáramos.
»Y todo por culpa de Marfa Petrovna, que se había apresurado a difamar a
Dunia por toda la ciudad. Venía casi a diario a esta población, en la que conoce
a todo el mundo. Es una charlatana que se complace en contar historias de
familia ante el primero que llega, y, sobre todo, en censurar a su marido
públicamente, cosa que no me parece ni medio bien. Así, no es extraño que le
faltara el tiempo para ir pregonando el caso de Dunia, no sólo por la ciudad,
sino por toda la comarca.
»Caí enferma. Tu hermana fue más fuerte que yo. ¡Si hubieras visto la
entereza con que soportaba su desgracia y procuraba consolarme y darme
ánimos! Es un ángel...
»Pero la misericordia divina ha puesto fin a nuestro infortunio.
»El señor Svidrigailof ha recobrado la lucidez. Torturado por el remordimiento y
compadecido sin duda de la suerte de tu hermana, ha presentado a Marfa
Petrovna las pruebas más convincentes de la inocencia de Dunia: una carta
que Dunetchka le había escrito antes de que la esposa los sorprendiera en el
jardín, para evitar las explicaciones de palabra y demostrarle que no quería
tener ninguna entrevista con él. En esta carta, que quedó en poder del señor
Svidrigailof al salir de la casa Dunetchka, ésta le reprochaba vivamente y con
sincera indignación la vileza de su conducta para con Marfa Petrovna, le
recordaba que era un hombre casado y padre de familia y le hacía ver la
indignidad que cometía persiguiendo a una joven desgraciada e indefensa. En
una palabra, querido Rodia, que esta carta respira tal nobleza de sentimientos
y está escrita en términos tan conmovedores, que lloré cuando la leí, e incluso
hoy no puedo releerla sin derramar unas lágrimas. Además, Dunia pudo contar
al fin con el testimonio de los sirvientes, que sabían más de lo que el señor
Svidrigailof suponía.
»María Petrovna quedó por segunda vez estupefacta, como herida por un rayo,
según su propia expresión, pero no dudó ni un momento de la inocencia de
Dunia, y al día siguiente, que era domingo, lo primero que hizo fue ir a la iglesia
e implorar a la Santa Virgen le diera fuerzas para soportar su nueva desgracia
y cumplir con su deber. Acto seguido vino a nuestra casa y nos refirió todo lo
ocurrido, llorando amargamente. En un arranque de remordimiento, se arrojó
en los brazos de Dunia y le suplicó que la perdonara. Después, sin pérdida de
tiempo, recorrió las casas de la ciudad, y en todas partes, entre sollozos y en
los términos más halagadores, rendía homenaje a la inocencia, a la nobleza de
sentimientos y a la integridad de la conducta de Dunia. No contenta con esto,
mostraba y leía a todo el mundo la carta escrita por Dunetchka al señor
Svidrigailof. E incluso dejaba sacar copias, cosa que me parece una
exageración. Recorrió las casas de todas sus amistades, en lo cual empleó
varios días. Ello dio lugar a que algunas de sus relaciones se molestaran al ver
que daba preferencia a otros, lo que consideraban una injusticia. Al fin se
determinó con toda exactitud el orden de las visitas, de modo que cada uno
pudo saber de antemano el día que le tocaba el turno. En toda la ciudad se
sabía dónde tenía que leer Marfa Petrovna la carta tal o cual día, y el
vecindario adquirió la costumbre de reunirse en la casa favorecida, sin excluir
aquellas familias que ya habían escuchado la lectura en su propio hogar y en el
de otras familias amigas. Yo creo que en todo esto hay mucha exageración,
pero así es el carácter de Marfa Petrovna. Por otra parte, es lo cierto que ella
ha rehabilitado por completo a Dunetchka. Toda la vergüenza de esta historia
ha caído sobre el señor Svidrigailof, a quien ella presenta como único culpable,
y tan inflexiblemente, que incluso siento compasión de él. A mi juicio, la gente
es demasiado severa con este insensato.
»Inmediatamente llovieron sobre Dunia ofertas para dar lecciones, pero ella las
ha rechazado todas. Todo el mundo se ha apresurado a testimoniarle su
consideración. Yo creo que a esto hay que atribuir principalmente el
acontecimiento inesperado que va a cambiar, por decirlo así, nuestra vida. Has
de saber, querido Rodia, que Dunia ha recibido una solicitud de matrimonio y la
ha aceptado, lo que me apresuro a comunicarte. Aunque esto se ha hecho sin
consultarte, espero que nos perdonarás, pues ya comprenderás que no
podíamos retrasar nuestra decisión hasta que recibiéramos tu respuesta. Por
otra parte, no habrías podido juzgar con acierto las cosas desde tan lejos.
»He aquí cómo ha ocurrido todo:
»El prometido de tu hermana, Piotr Petrovitch Lujine, es consejero de los
Tribunales y pariente lejano de Marfa Petrovna. Por mediación de ella, y
después de intervenir activamente en este asunto, nos transmitió su deseo de
entablar conocimiento con nosotras. Le recibimos cortésmente, tomamos café
y, al día siguiente mismo, nos envió una carta en la que nos hacía su petición
con finas expresiones y solicitaba una respuesta rápida y categórica. Es un
hombre activo y que está siempre ocupadísimo. Ha de partir cuanto antes para
Petersburgo y debe aprovechar el tiempo.
»Al principio, como comprenderás, nos quedamos atónitas, pues no
esperábamos en modo alguno una solicitud de esta índole, y tu hermana y yo
nos pasamos el día reflexionando sobre la cuestión. Es un hombre digno y bien
situado. Presta servicios en dos departamentos y posee una pequeña fortuna.
Verdad es que tiene ya cuarenta y cinco años, pero su presencia es tan
agradable, que estoy segura de que todavía gusta a las mujeres. Es austero y
sosegado, aunque tal vez un poco altivo. Pero es muy posible que esto último
sea tan sólo una apariencia engañosa.
»Ahora una advertencia, querido Rodia: cuando lo veas en Petersburgo, cosa
que ocurrirá muy pronto, no te precipites a condenarlo duramente, siguiendo tu
costumbre, si ves en él algo que te disguste. Te digo esto en un exceso de
previsión, pues estoy segura de que producirá en ti una impresión favorable.
Por lo demás, para conocer a una persona, hay que verla y observarla
atentamente durante mucho tiempo, so pena de dejarte llevar de prejuicios y
cometer errores que después no se reparan fácilmente.
»Todo induce a creer que Piotr Petrovitch es un hombre respetable a carta
cabal. En su primera visita nos dijo que era un espíritu realista, que compartía
en muchos puntos la opinión de las nuevas generaciones y que detestaba los
prejuicios. Habló de otras muchas cosas, pues parece un poco vanidoso y le
gusta que le escuchen, lo cual no es un crimen, ni mucho menos. Yo,
naturalmente, no comprendí sino una pequeña parte de sus comentarios, pero
Dunia me ha dicho que, aunque su instrucción es mediana, parece bueno e
inteligente. Ya conoces a tu hermana, Rodia: es una muchacha enérgica,
razonable, paciente y generosa, aunque posee (de esto estoy convencida) un
corazón apasionado. Indudablemente, el motivo de este matrimonio no es, por
ninguna de las dos partes, un gran amor; pero Dunia, además de inteligente, es
una mujer de corazón noble, un verdadero ángel, y se impondrá el deber de
hacer feliz a su marido, el cual, por su parte, procurará corresponderle, cosa
que, hasta el momento, no tenemos motivo para poner en duda, pese a que el
matrimonio, hay que confesarlo, se ha concretado con cierta precipitación. Por
otra parte, siendo él tan inteligente y perspicaz, comprenderá que su felicidad
conyugal dependerá de la que proporcione a Dunetchka.
»En lo que concierne a ciertas disparidades de genio, de costumbres
arraigadas, de opiniones (cosas que se ven en los hogares más felices),
Dunetchka me ha dicho que está segura de que podrá evitar que ello sea
motivo de discordia, que no hay que inquietarse por tal cosa, pues ella se
siente capaz de soportar todas las pequeñas discrepancias, con tal que las
relaciones matrimoniales sean sinceras y justas. Además, las apariencias son
engañosas muchas veces. A primera vista, me ha parecido un tanto brusco y
seco; pero esto puede proceder precisamente de su rectitud y sólo de su
rectitud.
»En su segunda visita, cuando ya su petición había sido aceptada, nos dijo, en
el curso de la conversación, que antes de conocer a Dunia ya había resuelto
casarse con una muchacha honesta y pobre que tuviera experiencia de las
dificultades de la vida, pues considera que el marido no debe sentirse en
ningún caso deudor de la mujer y que, en cambio, es muy conveniente que ella
vea en él un bienhechor. Sin duda, no me expreso con la amabilidad y
delicadeza con que él se expresó, pues sólo he retenido la idea, no las
palabras. Además, habló sin premeditación alguna, dejándose llevar del calor
de la conversación, tanto, que él mismo trató después de suavizar el sentido de
sus palabras. Sin embargo, a mí me parecieron un tanto duras, y así se lo dije
a Dunetchka; pero ella me contestó con cierta irritación que una cosa es decir y
otra hacer, lo que sin duda es verdad. Dunia no pudo pegar ojo la noche que
precedió a su respuesta y, creyendo que yo estaba dormida, se levantó y
estuvo varias horas paseando por la habitación. Finalmente se arrodilló delante
del icono y oró fervorosamente. Por la mañana me dijo que ya había decidido
lo que tenía que hacer.
»Ya te he dicho que Piotr Petrovitch se trasladará muy pronto a Petersburgo,
adonde le llaman intereses importantísimos, pues quiere establecerse allí como
abogado. Hace ya mucho tiempo que ejerce y acaba de ganar una causa
importante. Si ha de trasladarse inmediatamente a Petersburgo es porque ha
de seguir atendiendo en el senado a cierto trascendental asunto. Por todo esto,
querido Rodia, este señor será para ti sumamente útil, y Dunia y yo hemos
pensado que puedes comenzar en seguida tu carrera y considerar tu porvenir
asegurado. ¡Oh, si esto llegara a realizarse! Sería una felicidad tan grande, que
sólo la podríamos atribuir a un favor especial de la Providencia. Dunia sólo
piensa en esto. Ya hemos insinuado algo a Piotr Petrovitch. El, mostrando una
prudente reserva, ha dicho que, no pudiendo estar sin secretario, preferiría,
naturalmente, confiar este empleo a un pariente que a un extraño, siempre y
cuando aquél fuera capaz de desempeñarlo. (¿Cómo no has de ser capaz de
desempeñarlo tú?) Sin embargo, manifestó al mismo tiempo el temor de que,
debido a tus estudios, no dispusieras del tiempo necesario para trabajar en su
bufete. Así quedó la cosa por el momento, pero Dunia sólo piensa en este
asunto. Vive desde hace algunos días en un estado febril y ha forjado ya sus
planes para el futuro. Te ve trabajando con Piotr Petrovitch e incluso llegando a
ser su socio, y eso sin dejar tus estudios de Derecho. Yo estoy de acuerdo en
todo con ella, Rodia, y comparto sus proyectos y sus esperanzas, pues la cosa
me parece perfectamente realizable, a pesar de las evasivas de Piotr
Petrovitch, muy explicables, ya que él todavía no te conoce.
»Dunia está segura de que conseguirá lo que se propone, gracias a su
influencia sobre su futuro esposo, influencia que no le cabe duda de que
llegará a tener. Nos hemos guardado mucho de dejar traslucir nuestras
esperanzas ante Piotr Petrovitch, sobre todo la de que llegues a ser su socio
algún día. Es un hombre práctico y no le habría parecido nada bien lo que
habría juzgado como un vano ensueño. Tampoco le hemos dicho ni una
palabra de nuestra firme esperanza de que te ayude materialmente cuando
estés en la universidad, y ello por dos razones. La primera es que a él mismo
se le ocurrirá hacerlo, y lo hará del modo más sencillo, sin frases altisonantes.
Sólo faltaría que hiciera un feo sobre esta cuestión a Dunetchka, y más aún
teniendo en cuenta que tú puedes llegar a ser su colaborador, su brazo
derecho, por decirlo así, y recibir esta ayuda no como una limosna, sino como
un anticipo por tu trabajo. Así es como Dunetchka desea que se desarrolle este
asunto, y yo comparto enteramente su parecer.
»La segunda razón que nos ha movido a guardar silencio sobre este punto es
que deseo que puedas mirarle de igual a igual en vuestra próxima entrevista.
Dunia le ha hablado de ti con entusiasmo, y él ha respondido que a los
hombres hay que conocerlos antes de juzgarlos, y que no formará su opinión
sobre ti hasta que te haya tratado.
»Ahora te voy a decir una cosa, mi querido Rodia. A mí me parece, por ciertas
razones (que desde luego no tienen nada que ver con el carácter de Piotr
Petrovitch y que tal vez son solamente caprichos de vieja), a mí me parece,
repito, que lo mejor sería que, después del casamiento, yo siguiera viviendo
sola en vez de instalarme en casa de ellos. Estoy completamente segura de
que él tendrá la generosidad y la delicadeza de invitarme a no vivir separada
de mi hija, y sé muy bien que, si todavía no ha dicho nada, es porque lo
considera natural; pero yo no aceptaré. He observado en más de una ocasión
que los yernos no suelen tener cariño a sus suegras, y yo no sólo no quiero ser
una carga para nadie, sino que deseo vivir completamente libre mientras me
queden algunos recursos y tenga hijos como Dunetchka y tú.
»Procuraré vivir cerca de vosotros, pues aún tengo que decirte lo más
agradable, Rodia. Precisamente por serlo lo he dejado para el final de la carta.
Has de saber, querido hijo, que seguramente nos volveremos a reunir los tres
muy pronto, y podremos abrazarnos tras una separación de tres años. Está
completamente decidido que Dunia y yo nos traslademos a Petersburgo. No
puedo decirte la fecha exacta de nuestra salida, pero puedo asegurarte que
está muy próxima: tal vez no tardemos más de ocho días en partir. Todo
depende de Piotr Petrovitch, que nos avisará cuando tenga casa. Por ciertas
razones, desea que la boda se celebre cuanto antes, lo más tarde antes de la
cuaresma de la Asunción.
»¡Qué feliz seré cuando pueda estrecharte contra mi corazón! Dunia está loca
de alegría ante la idea de volver a verte. Me ha dicho (en broma, claro es) que
esto habría sido motivo suficiente para decidirla a casarse con Piotr Petrovitch.
Es un ángel.
»No quiere añadir nada a mi carta, pues tiene tantas y tantas cosas que
decirte, que no siente el deseo de empuñar la pluma, ya que escribir sólo unas
líneas sería en este caso completamente inútil. Me encarga te envíe mil
abrazos.
»Aunque estemos en vísperas de reunirnos, uno de estos días te enviaré algún
dinero, la mayor cantidad que pueda. Ahora que todos saben por aquí que
Dunetchka se va a casar con Piotr Petrovitch, nuestro crédito se ha reafirmado
de súbito, y puedo asegurarte que Atanasio Ivanovitch está dispuesto a
prestarme hasta setenta y cinco rublos, que devolveré con mi pensión. Por lo
tanto, te podré mandar veinticinco o, tal vez treinta. Y aún te enviaría más si no
temiese que me faltara para el viaje. Aunque Piotr Petrovitch haya tenido la
bondad de encargarse de algunos de los gastos del traslado (de nuestro
equipaje, incluido el gran baúl, que enviará por medio de sus amigos,
supongo), tenemos que pensar en nuestra llegada a Petersburgo, donde no
podemos presentarnos sin algún dinero para atender a nuestras necesidades,
cuando menos durante los primeros días.
»Dunia y yo lo tenemos ya todo calculado al céntimo. El billete no nos resultará
caro. De nuestra casa a la estación de ferrocarril más próxima sólo hay
noventa verstas, y ya nos hemos puesto de acuerdo con un mujik que nos
llevará en su carro. Después nos instalaremos alegremente en un
departamento de tercera. Yo creo que podré mandarte, no veinticinco, sino
treinta rublos.
»Basta ya. He llenado dos hojas y no dispongo de más espacio. Ya te lo he
contado todo, ya estás informado del cúmulo de acontecimientos de estos
últimos meses. Y ahora, mi querido Rodia, te abrazo mientras espero que nos
volvamos a ver y te envío mi bendición maternal. Quiere a Dunia, quiere a tu
hermana, Rodia, quiérela como ella te quiere a ti; ella, cuya ternura es infinita;
ella, que te ama más que a sí misma. Es un ángel, y tú, toda nuestra vida, toda
nuestra esperanza y toda nuestra fe en el porvenir. Si tú eres feliz, lo seremos
nosotras también. ¿Sigues rogando a Dios, Rodia, crees en la misericordia de
nuestro Creador y de nuestro Salvador? Sentiría en el alma que te hubieras
contaminado de esa enfermedad de moda que se llama ateísmo. Si es así,
piensa que ruego por ti. Acuérdate, querido, de cuando eras niño; entonces, en
presencia de tu padre, que aún vivía, tú balbuceabas tus oraciones sentado en
mis rodillas. Y todos éramos felices.
»Hasta pronto. Te envío mil abrazos.
»Te querrá mientras viva
» PULQUERIA RASKOLNIKOVA.»
Durante la lectura de esta carta, las lágrimas bañaron más de una vez el rostro
de Raskolnikof, y cuando hubo terminado estaba pálido, tenía las facciones
contraídas y en sus labios se percibía una sonrisa densa, amarga, cruel. Apoyó
la cabeza en su mezquina almohada y estuvo largo tiempo pensando. Su
corazón latía con violencia, su espíritu estaba lleno de turbación. Al fin sintió
que se ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que habitación parecía
un baúl o una alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban espacio libre. Cogió
su sombrero y salió. Esta vez no temía encontrarse con la patrona en la
escalera. Había olvidado todos sus problemas. Tomó el bulevar V., camino de
Vasilievski Ostrof. Avanzaba con paso rápido, como apremiado por un negocio
urgente. Como de costumbre, no veía nada ni a nadie y susurraba palabras
sueltas, ininteligibles. Los transeúntes se volvían a mirarle. Y se decían: Está
bebido.»
IV
La carta de su madre le había trastornado, pero Raskolnikof no había vacilado
un instante, ni siquiera durante la lectura, sobre el punto principal. Acerca de
esta cuestión, ya había tornado una decisión irrevocable: «Ese matrimonio no
se llevará a cabo mientras yo viva. ¡Al diablo ese señor Lujine!»
«La cosa no puede estar más clara pensaba, sonriendo con aire triunfal y
malicioso, como si estuviese seguro de su éxito . No, mamá; no, Dunia; no
conseguiréis engañarme... Y todavía se disculpan de haber decidido la cosa
por su propia cuenta y sin pedirme consejo. ¡Claro que no me lo han pedido!
Creen que es demasiado tarde para romper el compromiso. Ya veremos si se
puede romper o no. ¡Buen pretexto alegan! Piotr Petrovitch está siempre tan
ocupado, que sólo puede casarse a toda velocidad, como un ferrocarril en
marcha. No, Dunetchka, lo veo todo claro; sé muy bien qué cosas son esas
que me tienes que decir, y también lo que pensabas aquella noche en que ibas
y venias por la habitación, y lo que confiaste, arrodillada ante la imagen que
siempre ha estado en el dormitorio de mamá: la de la Virgen de Kazán. La
subida del Gólgota es dura, muy dura... Decís que el asunto está
definitivamente concertado. Tú, Avdotia Romanovna, has decidido casarte con
un hombre de negocios, un hombre práctico que posee cierto capital (que ha
amasado ya cierta fortuna: esto suena mejor e impone más respeto). Trabaja
en dos departamentos del Estado y comparte las ideas de las nuevas
generaciones (como dice mamá), y, según Dunetchka, parece un hombre
bueno. Este parece es lo mejor: Dunetchka se casa impulsada por esta simple
apariencia. ¡Magnifico, verdaderamente magnifico!
»... Me gustaría saber por qué me habla mamá de las nuevas generaciones.
¿Lo habrá hecho sencillamente para caracterizar al personaje o con la segunda
intención de que me sea simpático el señor Lujine...? ¡Las muy astutas! Otra
cosa que me gustaría aclarar es hasta qué punto han sido francas una con otra
aquel día decisivo, aquella noche y después de aquella noche. ¿Hablarían
claramente o comprenderían las dos, sin necesidad de decírselo, que tanto una
como otra tenían una sola idea, un solo sentimiento y que las palabras eran
inútiles? Me inclino por esta última hipótesis: es la que la carta deja entrever.
»A mamá le pareció un poco seco, y la pobre mujer, en su ingenuidad, se
apresuró a decírselo a Dunia. Y Dunia, naturalmente, se enfadó y respondió
con cierta brusquedad. Es lógico. ¿Cómo no perder la calma ante estas
ingenuidades cuando la cosa está perfectamente clara y ya no es posible
retroceder? ¿Y por qué me dirá: quiere a Dunia, Rodia, porque ella te quiere a
ti más que a su propia vida? ¿No será que la tortura secretamente el
remordimiento por haber sacrificado su hija a su hijo? "Tú eres toda nuestra
vida, toda nuestra esperanza para el porvenir." ¡Oh mama...!»
Su irritación crecía por momentos. Si se hubiera encontrado en aquel instante
con el señor Lujine, estaba seguro de que lo habría matado.
«Cierto prosiguió, cazando al vuelo los pensamientos que cruzaban su
imaginación , cierto que para conocer a un hombre es preciso observarlo largo
tiempo y de cerca, pero el carácter del señor Lujine es fácil de descifrar. Lo que
más me ha gustado es el calificativo de hombre de negocios y eso de que
parece bueno. ¡Vaya si lo es! ¡Encargarse de los gastos de transporte del
equipaje, incluso el gran baúl...! ¡Qué generosidad! Y ellas, la prometida y la
madre, se ponen de acuerdo con un mujik para trasladarse a la estación en
una carreta cubierta (también yo he viajado así). Esto no tiene importancia:
total, de la casa a la estación sólo hay noventa verstas. Después se instalarán
alegremente en un vagón de tercera para recorrer un millar de verstas. Esto me
parece muy natural, porque cada cual procede de acuerdo con los medios de
que dispone. Pero usted, señor Lujine, ¿qué piensa de todo esto? Ella es su
prometida, ¿no? Sin embargo, no se ha enterado usted de que la madre ha
pedido un préstamo con la garantía de su pensión para atender a los gastos
del viaje. Sin duda, usted ha considerado el asunto como un simple convenio
comercial establecido a medias con otra persona y en el que, por lo tanto, cada
socio debe aportar la parte que le corresponde. Ya lo dice el proverbio: "El pan
y la sal, por partes iguales; los beneficios, cada uno los suyos. Pero usted sólo
ha pensado en barrer hacia dentro: los billetes son bastante más caros que el
transporte del equipaje, y es muy posible que usted no tenga que pagar nada
por enviarlo. ¿Es que no ven ellas estas cosas o es que no quieren ver nada?
¡Y dicen que están contentas! ¡Cuando pienso que esto no es sino la flor del
árbol y que el fruto ha de madurar todavía! Porque lo peor de todo no es la
cicatería, la avaricia que demuestra la conducta de ese hombre, sino el
carácter general del asunto. Su proceder da una idea de lo que será el marido,
una idea clara...
»¡Como si mama tuviera el dinero para arrojarlo por la ventana! ¿Con qué
llegará a Petersburgo? Con tres rublos, o dos pequeños billetes, como los que
mencionaba el otro día la vieja usurera... ¿Cómo cree que podrá vivir en
Petersburgo? Pues es el caso que ha visto ya, por ciertos indicios, que le será
imposible estar en casa de Dunia, ni siquiera los primeros días después de la
boda. Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita que debe
de haber abierto los ojos a mamá, a pesar de que ella se niegue a reconocerlo
con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho que no quiere vivir con ellos. Pero
¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los ciento veinte rublos de
la pensión, de los que hay que deducir el préstamo de Atanasio Ivanovitch? En
nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista que le queda tejiendo prendas
de lana y bordando puños, pero yo sé que esto no añade más de veinte rublos
al año a los ciento veinte de la pensión; lo sé positivamente. Por lo tanto, y a
pesar de todo, ellas fundan sus esperanzas en los sentimientos generosos del
señor Lujine. Creen que él mismo les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo
acepten. ¡Sí, si...! Esto es muy propio de dos almas románticas y hermosas. Os
presentan hasta el último momento un hombre con plumas de pavo real y no
quieren ver más que el bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el
reverso de la medalla; no quieren llamar a las cosas por su nombre por
adelantado; la sola idea de hacerlo les resulta insoportable. Rechazan la
verdad con todas sus fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas
idealizado les da un puñetazo en la cara. Me gustaría saber si el señor Lujine
está condecorado. Estoy seguro de que posee la cruz de Santa Ana y se
adorna con ella en los banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y los
grandes comerciantes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda... En fin,
¡que se vaya al diablo!
»Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. Te
conozco bien, mi querida Dunetchka. Tenías casi veinte años cuando te vi por
última vez, y sé perfectamente cómo es tu carácter. Mamá dice en su carta que
Dunetchka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo todo. Esto ya lo
sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es capaz de soportarlo
todo. El hecho de que haya podido soportar al señor Svidrigailof y todas las
complicaciones que este hombre le ha ocasionado demuestra que, en efecto,
es una mujer de gran entereza. Y ahora se imagina, lo mismo que mamá, que
podrá soportar igualmente a ese señor Lujine que sustenta la teoría de la
superioridad de las esposas tomadas en la miseria y para las que el marido
aparece como un bienhechor, cosa que expone (es un detalle que no hay que
olvidar) en su primera entrevista. Admitamos que las palabras se le han
escapado, a pesar de ser un hombre razonable (seguramente no se le
escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever así en las
explicaciones que se apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunia? Se ha
dado cuenta de cómo es este hombre y sabe que habrá de compartir su vida
con él, si se casa. Sin embargo, es una mujer que viviría de pan duro y agua,
antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacrificaría a las
comodidades, no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos,
naturalmente, por el señor Lujine. No, la Dunia que yo conozco es distinta a la
de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado. En verdad, su vida era dura
en casa de Svidrigailof; no es nada grato pasar la existencia entera sirviendo
de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido de que mi
hermana preferiría trabajar con los negros de un hacendado o con los
sirvientes letones de un alemán del Báltico, que envilecerse y perder la
dignidad encadenando su vida por cuestiones de interés con un hombre al que
no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor Lujine
estuviera hecho de oro puro y brillantes, Dunia no se avendría a ser su
concubina legítima. ¿Por qué, pues, lo ha aceptado?
»¿Qué misterio es éste? ¿Dónde está la clave del enigma? La cosa no puede
estar más clara: ella no se vendería jamás por sí misma, por su bienestar, ni
siquiera por librarse de la muerte. Pero lo hace por otro; se vende por un ser
querido. He aquí explicado el misterio: se dispone a venderse por su madre y
por su hermano... Cuando se llega a esto, incluso violentamos nuestras más
puras convicciones. La persona pone en venta su libertad, su tranquilidad, su
conciencia. "Perezca yo con tal que mis seres queridos sean felices." Es más,
nos elaboramos una casuística sutil y pronto nos convencemos a nosotros
mismos de que nuestra conducta es inmejorable, de que era necesaria, de que
la excelencia del fin justifica nuestro proceder. Así somos. La cosa está clara
como la luz.
»Es evidente que en este caso sólo se trata de Rodion Romanovitch
Raskolnikof: él ocupa el primer plano. ¿Cómo proporcionarle la felicidad,
permitirle continuar los estudios universitarios, asociarlo con un hombre bien
situado, asegurar su porvenir? Andando el tiempo, tal vez llegue a ser un
hombre rico, respetado, cubierto de honores, e incluso puede terminar su vida
en plena celebridad... ¿Qué dice la madre? ¿Qué ha de decir? Se trata de
Rodia, del incomparable Rodia, del primogénito. ¿Cómo no ha de sacrificar al
hijo mayor la hija, aunque esta hija sea una Dunia? ¡Oh adorados e injustos
seres! Aceptarían sin duda incluso la suerte de Sonetchka, Sonetchka
Marmeladova, la eterna Sonetchka, que durará tanto como el mundo. Pero
¿habéis medido bien la magnitud del sacrificio? ¿Sabéis lo que significa? ¿No
es demasiado duro para vosotras? ¿Es útil? ¿Es razonable? Has de saber,
Dunetchka, que la suerte de Sonia no es más terrible que la vida al lado del
señor Lujine. Mamá ha dicho que no es éste un matrimonio de amor. ¿Y qué
ocurrirá si, además de no haber amor, tampoco hay estimación, pues, por el
contrario, ya existe la antipatía, el horror, el desprecio? ¿Qué me dices a
esto...? Habrá que conservar la "limpieza". Sí, eso es. ¿Comprendéis lo que
esta limpieza significa? ¿Sabéis que para Lujine esta limpieza no difiere en
nada de la de Sonetchka? E incluso es peor, pues, bien mirado, en tu caso,
Dunetchka, hay cierta esperanza de comodidades, de cosas superfluas, cierta
compensación, en fin, mientras que en el caso de Sonetchka se trata
simplemente de no morirse de hambre. Esta "limpieza" cuesta cara, Dunetchka,
muy cara. ¿Y qué sucederá si el sacrificio es superior a tus fuerzas, si te
arrepientes de lo que has hecho? Entonces todo serán lágrimas derramadas en
secreto, maldiciones y una amargura infinita, porque, en fin de cuentas, tú no
eres una Marfa Petrovna. ¿Y qué será de mamá entonces? Ten presente que
ya se siente inquieta y atormentada. ¿Qué será cuando vea las cosas con toda
claridad? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Porque, en realidad, no habéis pensado en
mí. ¿Por qué? Yo no quiero vuestro sacrificio, Dunetchka; no lo quiero, mamá.
Esta boda no se llevará a cabo mientras yo viva. ¡No, no lo consentiré!»
De pronto volvió a la realidad y se detuvo.
«Dices que la boda no se celebrará, pero ¿qué harás para impedirla? Y ¿con
qué derecho te opondrás? Tú les dedicarás toda tu vida, todo tu porvenir, pero
cuando hayas terminado los estudios y estés situado. Ya sabemos lo que eso
significa: no son más que castillos en el aire... Ahora, inmediatamente, ¿qué
harás? Pues es ahora cuando has de hacer algo, ¿no comprendes? ¿Y qué es
lo que haces? Las arruinas, pues si te han podido mandar dinero ha sido
porque una ha pedido un préstamo sobre su pensión y la otra un anticipo en
sus honorarios. ¿Cómo las librarás de los Atanasio Ivanovitch y de los
Svidrigailof, tú, futuro millonario de imaginación, Zeus de fantasía que te irrogas
el derecho de disponer de su destino? En diez años, tu madre habrá tenido
tiempo para perder la vista haciendo labores y llorando, y la salud a fuerza de
privaciones. ¿Y qué me dices de tu hermana? ¡Vamos, trata de imaginarte lo
que será tu hermana dentro de diez años o en el transcurso de estos diez
años! ¿Has comprendido?»
Se torturaba haciéndose estas preguntas y, al mismo tiempo, experimentaba
una especie de placer. No podían sorprenderle, porque no eran nuevas para él:
eran viejas cuestiones familiares que ya le habían hecho sufrir cruelmente,
tanto, que su corazón estaba hecho jirones. Hacía ya tiempo que había
germinado en su alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido
creciendo, amasándose, desarrollándose, y últimamente parecía haberse
abierto como una flor y adoptado la forma de una espantosa, fantástica y brutal
interrogación que le atormentaba sin descanso y le exigía imperiosamente una
respuesta.
La carta de su madre había caído sobre él como un rayo. Era evidente que ya
no había tiempo para lamentaciones ni penas estériles. No era ocasión de
ponerse a razonar sobre su impotencia, sino que debía obrar inmediatamente y
con la mayor rapidez posible. Había que tomar una determinación, una
cualquiera, costara lo que costase. Había que hacer esto o...
¡Renunciar a la verdadera vida! exclamó en una especie de delirio . Aceptar el
destino con resignación, aceptarlo tal como es y para siempre, ahogar todas
las aspiraciones, abdicar definitivamente el derecho de obrar, de vivir, de
amar...
«¿Comprende usted lo que significa no tener adónde ir?» Éstas habían sido las
palabras pronunciadas por Marmeladof la víspera y de las que Raskolnikof se
había acordado súbitamente, porque «todo hombre debe tener un lugar adonde
ir».
De pronto se estremeció. Una idea que había cruzado su mente el día anterior
acababa de acudir nuevamente a su cerebro. Pero no era la vuelta de este
pensamiento lo que le había sacudido. Sabía que la idea tenía que volver, lo
presentía, lo esperaba. No obstante, no era exactamente la misma que la de la
víspera. La diferencia consistía en que la del día anterior, idéntica a la de todo
el mes último, no era más que un sueño, mientras que ahora... ahora se le
presentaba bajo una forma nueva, amenazadora, misteriosa. Se daba perfecta
cuenta de ello. Sintió como un golpe en la cabeza; una nube se extendió ante
sus ojos.
Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo. Experimentaba
la necesidad de sentarse. Su vista erraba en busca de un banco. Estaba en
aquel momento en el bulevar K..., y el banco se ofreció a sus ojos, a unos cien
pasos de distancia. Aceleró el paso cuanto le fue posible, pero por el camino le
ocurrió una pequeña aventura que absorbió su atención durante unos minutos.
Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advirtió que a unos veinte pasos
delante de él había una mujer a la que empezó por no prestar más atención
que a todas las demás cosas que había visto hasta aquel momento en su
camino. ¡Cuántas veces entraba en su casa sin acordarse ni siquiera de las
calles que había recorrido! Incluso se había acostumbrado a ir por la calle sin
ver nada. Pero en aquella mujer había algo extraño que sorprendía desde el
primer momento, y poco a poco se fue captando la atención de Raskolnikof. Al
principio, esto ocurrió contra su voluntad e incluso le puso de mal humor, pero
en seguida la impresión que le había dominado empezó a cobrar una fuerza
creciente. De súbito le acometió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña
a aquella mujer.
Desde luego, a juzgar por las apariencias, debía de ser una muchacha, una
adolescente. Iba con la cabeza descubierta, sin sombrilla, a pesar del fuerte
sol, y sin guantes, y balanceaba grotescamente los brazos al andar. Llevaba un
ligero vestido de seda, mal ajustado al cuerpo, abrochado a medias y con un
desgarrón en lo alto de la falda, en el talle. Un jirón de tela ondulaba a su
espalda. Llevaba sobre los hombros una pañoleta y avanzaba con paso
inseguro y vacilante.
Este encuentro acabó por despertar enteramente la atención de Raskolnikof.
Alcanzó a la muchacha cuando llegaron al banco, donde ella, más que
sentarse, se dejó caer y, echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos como si
estuviera rendida de fatiga. Al observarla de cerca, advirtió que su estado
obedecía a un exceso de alcohol. Esto era tan extraño, que Raskolnikof se
preguntó en el primer momento si no se habría equivocado. Estaba viendo una
carita casi infantil, de unos dieciséis años, tal vez quince, una carita orlada de
cabellos rubios, bonita, pero algo hinchada y congestionada. La chiquilla
parecía estar por completo inconsciente; había cruzado las piernas, adoptando
una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de
que estaba en la calle.
Raskolnikof no se sentó, pero tampoco quería marcharse. Permanecía de pie
ante ella, indeciso.
Aquel bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente desierto a
aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin embargo, a unos cuantos
pasos de allí, en el borde de la calzada, había un hombre que parecía sentir un
vivo deseo de acercarse a la muchacha, por un motivo a otro. Sin duda había
visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero
Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas
furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que Raskolnikof no se dio cuenta, y
esperaba con impaciencia el momento en que el desharrapado joven le dejara
el campo libre.
Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de unos treinta
años, bien vestido, grueso y fuerte, de tez roja y boca pequeña y encarnada,
coronada por un fino bigote.
Al verle, Raskolnikof experimentó una violenta cólera. De súbito le acometió el
deseo de insultar a aquel fatuo.
Diga, Svidrigailof: ¿qué busca usted aquí? exclamó cerrando los puños y con
una sonrisa mordaz.
¿Qué significa esto? exclamó el interpelado con arrogancia, frunciendo las
cejas y mientras su semblante adquiría una expresión de asombro y disgusto.
¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.
¿Cómo te atreves, miserable...?
Levantó su fusta. Raskolnikof se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin
pensar en que su adversario podía deshacerse sin dificultad de dos hombres
como él. Pero en este momento alguien le sujetó fuertemente por la espalda.
Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.
¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.
Y preguntó a Raskolnikof, al reparar en su destrozado traje:
¿Qué le ocurre a usted? ¿Cómo se llama?
Raskolnikof lo examinó atentamente. El policía tenía una noble cara de soldado
y lucía mostachos y grandes patillas. Su mirada parecía llena de inteligencia.
Precisamente es usted el hombre que necesito gritó el joven cogiéndole del
brazo . Soy Raskolnikof, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por usted
añadió dirigiéndose al otro Venga, guardia; quiero que vea una cosa...
Y sin soltar el brazo del policía lo condujo al banco.
Venga... Mire... Está completamente embriagada. Hace un momento se
paseaba por el bulevar. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene
aspecto de mujer alegre profesional. Yo creo que la han hecho beber y se han
aprovechado de su embriaguez para abusar de ella. ¿Comprende usted?
Después la han dejado libre en este estado. Observe que sus ropas están
desgarradas y mal puestas. No se ha vestido ella misma, sino que la han
vestido. Esto es obra de unas manos inexpertas, de unas manos de hombre;
se ve claramente. Y ahora mire para ese lado. Ese señor con el que he estado
a punto de llegar a las manos hace un momento es un desconocido para mí: es
la primera vez que le veo. Él la ha visto como yo, hace unos instantes, en su
camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha sentido un
vivo deseo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado, llevársela Dios
sabe adónde. Estoy seguro de no equivocarme. No me equivoco, créame. He
visto cómo la acechaba. Yo he desbaratado sus planes, y ahora sólo espera
que me vaya. Mire: se ha retirado un poco y, para disimular, está haciendo un
cigarrillo. ¿Cómo podríamos librar de él a esta pobre chica y llevarla a su casa?
Piense a ver si se le ocurre algo.
El agente comprendió al punto la situación y se puso a reflexionar. Los
propósitos del grueso caballero saltaban a la vista; pero había que conocer los
de la muchacha. El agente se inclinó sobre ella para examinar su rostro desde
más cerca y experimentó una sincera compasión.
¡Qué pena! exclamó, sacudiendo la cabeza . Es una niña. Le han tendido un
lazo, no cabe duda... Oiga, señorita, ¿dónde vive?
La muchacha levantó sus pesados párpados, miró con una expresión de
aturdimiento a los dos hombres a hizo un gesto como para rechazar sus
preguntas.
Oiga, guardia dijo Raskolnikof, buscando en sus bolsillos, de donde extrajo
veinte kopeks . Aquí tiene dinero. Tome un coche y llévela a su casa. ¡Si
pudiéramos averiguar su dirección...!
Señorita volvió a decir el agente, cogiendo el dinero : voy a parar un coche y
la acompañaré a su casa. ¿Adónde hay que llevarla? ¿Dónde vive?
¡Dejadme en paz! ¡Qué pelmas! exclamó la muchacha, repitiendo el gesto de
rechazar a alguien.
Es lamentable. ¡Qué vergüenza! se dolió el agente, sacudiendo la cabeza
nuevamente con un gesto de reproche, de piedad y de indignación . Ahí está la
dificultad añadió, dirigiéndose a Raskolnikof y echándole por segunda vez una
rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba que aquel joven andrajoso
diera dinero . ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? le preguntó.
Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y,
apenas ha llegado al banco, se ha dejado caer.
¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y
ya bebida! No cabe duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas
de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay hoy por el mundo! A lo mejor es hija de
casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en nuestros tiempos.
Parece una muchacha de buena familia.
De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien
educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos
modales.
Lo más importante exclamó Raskolnikof, agitado , lo más importante es no
permitir que caiga en manos de ese malvado. La ultrajaría por segunda vez;
sus pretensiones son claras como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.
Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste lo oyó y
pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a
dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se alejó lentamente una docena de
pasos y se detuvo de nuevo.
No permitir que caiga en sus manos repitió el agente, pensativo . Desde
luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo
contrario... Oiga, señorita. Dígame...
Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha abrió los ojos
por completo, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera
repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el
camino por donde había venido.
¡Los muy insolentes! murmuró . ¡No me los puedo quitar de encima!
Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con
paso rápido y todavía inseguro. El elegante desconocido continuó la
persecución, pero por el otro lado de la calzada y sin perderla de vista.
No se inquiete dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la
muchacha : ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo!
repitió, y lanzó un suspiro.
En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso
incomprensible.
¡Oiga! gritó al noble bigotudo.
El policía se volvió.
¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se divierta! y señalaba al perseguidor . ¿A
usted qué?
El agente no comprendía. Le miraba con los ojos muy abiertos.
Raskolnikof se echó a reír.
¡Bah! exclamó el agente mientras sacudía la mano con ademán desdeñoso.
Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha.
Sin duda había tomado a Raskolnikof por un loco o por algo peor.
Cuando el joven se vio solo se dijo, indignado:
«Se lleva mis veinte kopeks. Ahora hará que el otro le pague también y le
dejará la muchacha: así terminará la cosa. ¿Quién me ha mandado meterme a
socorrerla? ¿Acaso esto es cosa mía? Sólo piensan en comerse vivos unos a
otros. ¿A mí qué me importa? Tampoco sé cómo me he atrevido a dar esos
veinte kopeks. ¡Como si fueran míos...!»
A pesar de estas extrañas palabras, tenía el corazón oprimido. Se sentó en el
banco abandonado. Sus pensamientos eran incoherentes. Por otra parte,
pensar, fuera en lo que fuere, era para él un martirio en aquel momento.
Hubiera deseado olvidarlo todo, dormirse, después despertar y empezar una
nueva vida.
«¡Pobre muchacha! se dijo mirando el pico del banco donde había estado
sentada . Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero,
su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto
seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría
Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre
muchacha rodando de un lado a otro... Después el hospital (así ocurre siempre
a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer las cosas
discretamente), y después... después... otra vez al hospital. Dos o tres años de
esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es
una mujer agotada... ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado a eso! Sí,
todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a mí! Un tanto por ciento al
año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dónde..., en el infierno, sin
duda, para garantizar la tranquilidad de los demás... ¡Un tanto por ciento! ¡Qué
expresiones tan finas, tan tranquilizadoras, tan técnicas, emplea la gente...! Un
tanto por ciento; no hay, pues, razón, para inquietarse... Si se dijera de otro
modo, la cosa cambiaria..., la preocupación sería mayor...
»¿Y si Dunetchka se viera englobada en este tanto por ciento, si no el año que
corre, el que viene?
»Pero, a todo esto, ¿adónde voy? pensó de súbito . ¡Qué raro! Yo he salido de
casa para ir a alguna parte; apenas he terminado de leer, he salido para...
¡Ahora me acuerdo: iba a Vasilievski Ostrof, a casa de Rasumikhine! Pero
¿para qué? ¿A santo de qué se me ha ocurrido ir a ver a Rasumikhine? ¡Qué
cosa tan extraordinaria!»
Ni él mismo comprendía sus actos. Rasumikhine era uno de sus antiguos
compañeros de universidad. Hay que advertir que Raskolnikof, cuando
estudiaba, vivía aparte de los demás alumnos, aislado, sin ir a casa de ninguno
de ellos ni admitir sus visitas. Sus compañeros le habían vuelto pronto la
espalda. No tomaba parte en las reuniones, en las polémicas ni en las
diversiones de sus condiscípulos. Estudiaba con un ahínco, con un ardor que le
había atraído la admiración de todos, pero ninguno le tenía afecto. Era pobre
en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si mismo como si guardara
un secreto. Algunos de sus compañeros juzgaban que los consideraba como
niños a los que superaba en cultura y conocimientos y cuyas ideas e intereses
eran muy inferiores a los suyos.
Sin embargo, había hecho amistad con Rasumikhine. Por lo menos, se
mostraba con él más comunicativo, más franco que con los demás. Y es que
era imposible comportarse con Rasumikhine de otro modo. Era un muchacho
alegre, expansivo y de una bondad que rayaba en el candor. Pero este candor
no excluía los sentimientos profundos ni la perfecta dignidad. Sus amigos lo
sabían, y por eso lo estimaban todos. Estaba muy lejos de ser torpe, aunque a
veces se mostraba demasiado ingenuo. Tenía una cara expresiva; era alto y
delgado, de cabello negro, e iba siempre mal afeitado. Hacía sus calaveradas
cuando se presentaba la ocasión, y se le tenía por un hércules. Una noche que
recorría las calles en compañía de sus camaradas había derribado de un solo
puñetazo a un gendarme que media como mínimo uno noventa de estatura.
Del mismo modo que podía beber sin tasa, era capaz de observar la sobriedad
más estricta. Unas veces cometía locuras imperdonables; otras mostraba una
prudencia ejemplar.
Rasumikhine tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le turbaba;
ningún revés le abatía. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar el hambre
más atroz y los fríos más crueles. Era extremadamente pobre, tenía que vivir
de sus propios recursos y nunca le faltaba un medio a otro de ganarse la vida.
Conocía infinidad de lugares donde procurarse dinero..., trabajando,
naturalmente.
Se le había visto pasar todo un invierno sin fuego, y él decía que esto era
agradable, ya que se duerme mejor cuando se tiene frió. Había tenido también
que dejar la universidad por falta de recursos, pero confiaba en poder reanudar
sus estudios muy pronto, y procuraba por todos los medios mejorar su situación
pecuniaria.
Hacía cuatro meses que Raskolnikof no había ido a casa de Rasumikhine. Y
Rasumikhine ni siquiera conocía la dirección de su amigo. Un día, hacía unos
dos meses, se habían encontrado en la calle, pero Raskolnikof se había
desviado e incluso había pasado a la otra acera. Rasumikhine, aunque había
reconocido perfectamente a su amigo, había fingido no verle, a fin de no
avergonzarle.
V
No hace mucho pensó me propuse, en efecto, ir a pedir a Rasumikhine que
me proporcionara trabajo (lecciones a otra cosa cualquiera); pero ahora ¿qué
puede hacer por mí? Admitamos que me encuentre algunas lecciones e incluso
que se reparta conmigo sus últimos kopeks, si tiene alguno, de modo que yo no
pueda comprarme unas botas y adecentar mi traje, pues no voy a presentarme
así a dar lecciones. Pero ¿qué haré después con unos cuantos kopeks? ¿Es
esto acaso lo que yo necesito ahora? ¡Es sencillamente ridículo que vaya a
casa de Rasumikhine!»
La cuestión de averiguar por qué se dirigía a casa de Rasumikhine le
atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo. Buscaba afanosamente
un sentido siniestro a aquel acto aparentemente tan anodino.
«¿Se puede admitir que me haya figurado que podría arreglarlo todo con la
exclusiva ayuda de Rasumikhine, que en él podía hallar la solución de todos
mis graves problemas?», se preguntó sorprendido.
Reflexionaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de pronto cosa inexplicable ,
después de estar torturándose la mente durante largo rato, una idea
extraordinaria surgió en su cerebro.
«Iré a casa de Rasumikhine se dijo entonces con toda calma, como el que ha
tomado una resolución irrevocable ; iré a casa de Rasumikhine, cierto, pero no
ahora...; iré a su casa al día siguiente del hecho, cuando todo haya terminado y
todo haya cambiado para mí.»
Repentinamente, Raskolnikof volvió en sí.
«Después del hecho se dijo con un sobresalto . Pero este hecho ¿se llevará a
cabo, se realizará verdaderamente?»
Se levantó del banco y echó a andar con paso rápido. Casi corría, con la
intención de volver a su casa. Pero al pensar en su habitación experimentó una
impresión desagradable. Era en su habitación, en aquel miserable tabuco,
donde había madurado la «cosa», hacía ya más de un mes. Raskolnikof dio
media vuelta y continuó su marcha a la ventura.
Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Se estremecía. Tenía frío
a pesar de que el calor era insoportable. Cediendo a una especie de necesidad
interior y casi inconsciente, hizo un gran esfuerzo para fijar su atención en las
diversas cosas que veía, con objeto de librarse de sus pensamientos; pero el
empeño fue vano: a cada momento volvía a caer en su delirio. Estaba absorto
unos instantes, se estremecía, levantaba la cabeza, paseaba la mirada a su
alrededor y ya no se acordaba de lo que estaba pensando hacía unos
segundos. Ni siquiera reconocía las calles que iba recorriendo. Así atravesó
toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, pasó el puente y
desembocó en las islas menores.
En el primer momento, el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus
cansados ojos, habituados al polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los
enormes y aplastantes edificios. Aquí la atmósfera no era irrespirable ni
pestilente. No se veía ni una sola taberna... Pero pronto estas nuevas
sensaciones perdieron su encanto para él, que otra vez cayó en un malestar
enfermizo.
A veces se detenía ante alguno de aquellos chalés graciosamente incrustados
en la verde vegetación. Miraba por la verja y veía a lo lejos, en balcones y
terrazas, mujeres elegantemente compuestas y niños que correteaban por el
jardín. Lo que más le interesaba, lo que atraía especialmente sus miradas, eran
las flores. De vez en cuando veía pasar elegantes jinetes, amazonas,
magníficos carruajes. Los seguía atentamente con la mirada y los olvidaba
antes de que hubieran desaparecido.
De pronto se detuvo y contó su dinero. Le quedaban treinta kopeks... «Veinte al
agente de policía, tres a Nastasia por la carta. Por lo tanto, ayer dejé en casa
de los Marmeladof de cuarenta y siete a cincuenta...» Sin duda había hecho
estos cálculos por algún motivo, pero lo olvidó apenas sacó el dinero del
bolsillo y no volvió a recordarlo hasta que, al pasar poco después ante una
tienda de comestibles, un tabernucho más bien, notó que estaba hambriento.
Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un
pastel que se llevó para darle fin mientras continuaba su paseo. Hacía mucho
tiempo que no había probado el vodka, y la copita que se acababa de tomar le
produjo un efecto fulminante. Las piernas le pesaban y el sueño le rendía. Se
propuso volver a casa, pero, al llegar a la isla Petrovski, hubo de detenerse:
estaba completamente agotado.
Salió, pues, del camino, se internó en los sotos, se dejó caer en la hierba y se
quedó dormido en el acto.
Los sueños de un hombre enfermo suelen tener una nitidez extraordinaria y se
asemejan a la realidad hasta confundirse con ella. Los sucesos que se
desarrollan son a veces monstruosos, pero el escenario y toda la trama son tan
verosímiles y están llenos de detalles tan imprevistos, tan ingeniosos, tan
logrados, que el durmiente no podría imaginar nada semejante estando
despierto, aunque fuera un artista de la talla de Pushkin o Turgueniev. Estos
sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en
el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.
Raskolnikof tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con
su familia cuando era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los
alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el
calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la
memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El
panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni
siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el
horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de
un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una
gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo
atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de
clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con
voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de
la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando
el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de
pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente
polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos
trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el
cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El
niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para
oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya
mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un
plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había
una cruz formada con pasas. Raskolnikof adoraba esta iglesia, sus viejas
imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza
temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de
su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse
porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque
se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba
piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante
de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al
establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas
con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos
cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de
las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de
barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba
contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con
paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas
de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos
enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo
de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto
muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los
mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos
cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un
atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo
presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a
retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre
cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas
rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada
descuidadamente en el hombro.
¡Subid, subid todos! grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara
mofletuda y tez de un rojo de zanahoria . Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante
carreta!
¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
¡Subid! ¡Os llevaré a todos! vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se
instala en el pescante.
El caballo bayo dice a grandes voces se lo llevó hace poco Mathiev, y esta
bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de
honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar, os
aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! exclamó una voz burlona
entre la multitud.
¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
Por lo menos, os llevará a buena marcha.
¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos
latigazos es lo que necesita esta calamidad!
Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y
todavía queda espacio libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de
cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuentas de
colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente,
¿cómo no reírse ante la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al
galope semejante carga? Dos de los jóvenes que están en la carreta se
proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de U ¡Arre! y el
caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que
apenas logra avanzar al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada
de latigazos. Las risas redoblan en la carreta y entre la multitud que la ve partir.
Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia, obstinado en verla
galopar.
¡Dejadme subir también a mí, hermanos! grita un joven, seducido por el alegre
espectáculo.
¡Sube! ¡Subid! grita Mikolka . ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de
golpes... ¡Latigazos! ¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle
para hacerle más daño.
Papá, papaíto exclama Rodia . ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a
ese pobre caballito?
Vámonos,
vámonos
responde el padre . Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles...
Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de si, corre
hacia la carreta. El pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego
empieza a tirar nuevamente... Está a punto de caer.
¡Pegadle hasta matarlo! ruge Mikolka . ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os
ayudo!
¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
¡Lo vas a matar! vocifera un tercero.
¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana.
¡Subid, subid todos! ¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque
medio muerto por la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a
cocear. Hasta el viejo, sin poder contenerse, participa de la alegría general. En
verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se
sostiene sobre sus patas...!
Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un
látigo y empiezan a golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la
izquierda.
Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! vocifera Mikolka.
¡Cantemos una canción, camaradas! dice una voz en la carreta . El estribillo
tenéis que repetirlo todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El
estribillo se silba. La campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodia se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le
pegan en los ojos..., ¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus
lágrimas. Uno de los verdugos le roza la cara con el látigo. Él ni siquiera se da
cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que
sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la
mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que,
aunque ha llegado al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
¡El diablo te lleve! vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo.
Sosteniéndolo con las dos manos por un extremo, lo levanta penosamente
sobre el lomo de la víctima.
¡Lo vas a matar! grita uno de los espectadores.
Seguro que lo mata dice otro.
¿Acaso no es mío? ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la
pobre bestia. El animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia
del golpe; después da un salto y empieza a tirar con todo el resto de sus
fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas partes encuentra los
látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez,
luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha
podido acabar con el caballo de un solo golpe.
¡Es duro de pelar! exclama uno de los espectadores.
Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora dice otro de los
curiosos.
¡Coge un hacha! sugiere un tercero . ¡Hay que acabar de una vez!
¡No decís más que tonterías! brama Mikolka . ¡Dejadme pasar!
Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se
pone derecho, se ve en sus manos una barra de hierro.
¡Cuidado! exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El
caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la
barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se
desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
¡Acabemos con él! ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo
primero que encuentran látigos, palos, estacas y se arrojan sobre el caballejo
agonizante. Mikolka, de pie junto a la víctima, no cesa de golpearla con la
barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo resoplido y muere.
¡Ya está! dice una voz entre la multitud.
Se había empeñado en no galopar.
¡Es mío! exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y
como lamentándose de no tener otra victima a la que golpear.
Desde luego, tú no crees en Dios dicen algunos de los que han presenciado
la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y
se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa;
besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka blandiendo
los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo estaba buscando, y
se lo lleva.
Ven, ven le dice . Vámonos a casa.
Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por
su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su
contraída garganta.
Están borrachos responde el padre . Así se divierten. Pero vámonos: aquí no
tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace
un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikof se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados
sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
¡Bendito sea Dios! exclamó . No ha sido más que un sueño.
Se sentó al pie de un árbol y respiró profundamente.
«Pero ¿qué me ocurre? Debo de tener fiebre. Este sueño horrible lo
demuestra.»
Tenía el cuerpo acartonado; en su alma todo era oscuridad y turbación. Apoyó
los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre las manos.
«¿Es posible, Señor, es realmente posible que yo coja un hacha y la golpee
con ella hasta partirle el cráneo? ¿Es posible que me deslice sobre la sangre
tibia y viscosa, para forzar la cerradura, robar y ocultarme con el hacha,
temblando, ensangrentado? ¿Es posible, Señor?»
Temblaba como una hoja...
«Pero ¿a qué pensar en esto? prosiguió, profundamente sorprendido . Ya
estaba convencido de que no sería capaz de hacerlo. ¿Por qué, pues,
atormentarme así...? Ayer mismo, cuando hice el... ensayo, comprendí
perfectamente que esto era superior a mis fuerzas. ¿Qué necesidad tengo de
volver e interrogarme? Ayer, cuando bajaba aquella escalera, me decía que el
proyecto era vil, horrendo, odioso. Sólo de pensar en él me sentía aterrado,
con el corazón oprimido... No, no tendría valor; no lo tendría aunque supiera
que mis cálculos son perfectos, que todo el plan forjado este último mes tiene
la claridad de la luz y la exactitud de la aritmética... Nunca, nunca tendría
valor... ¿Para qué, pues, seguir pensando en ello?»
Se levantó, lanzó una mirada de asombro en todas direcciones, como
sorprendido de verse allí, y se dirigió al puente. Estaba pálido y sus ojos
brillaban. Sentía todo el cuerpo dolorido, pero empezaba a respirar más
fácilmente. Notaba que se había librado de la espantosa carga que durante
tanto tiempo le había abrumado. Su alma se había aligerado y la paz reinaba
en ella.
«Señor imploró , indícame el camino que debo seguir y renunciaré a ese
maldito sueño.»
Al pasar por el puente contempló el Neva y la puesta del sol, hermosa y
flamígera. Pese a su debilidad, no sentía fatiga alguna. Se diría que el temor
que durante el mes último se había ido formando poco a poco en su corazón se
había reventado de pronto. Se sentía libre, ¡libre! Se había roto el embrujo, la
acción del maleficio había cesado.
Más adelante, cuando Raskolnikof recordaba este período de su vida y todo lo
sucedido durante él, minuto por minuto, punto por punto, sentía una mezcla de
asombro e inquietud supersticiosa ante un detalle que no tenía nada de
extraordinario, pero que había influido decisivamente en su destino.
He aquí el hecho que fue siempre un enigma para él.
¿Por qué, aun sintiéndose fatigado tan extenuado, que debió regresar a casa
por el camino más corto y más directo, había dado un rodeo por la plaza del
Mercado Central, donde no tenía nada que hacer? Desde luego, esta vuelta no
alargaba demasiado su camino, pero era completamente inútil. Cierto que
infinidad de veces había regresado a su casa sin saber las calles que había
recorrido; pero ¿por qué aquel encuentro tan importante para él, a la vez que
tan casual, que había tenido en la plaza del Mercado (donde no tenía nada que
hacer), se había producido entonces, a aquella hora, en aquel minuto de su
vida y en tales circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia más
grave y decisiva en su destino? Era para creer que el propio destino lo había
preparado todo de antemano.
Eran cerca de las nueve cuando llegó a la plaza del Mercado Central. Los
vendedores ambulantes, los comerciantes que tenían sus puestos al aire libre,
los tenderos, los almacenistas, recogían sus cosas o cerraban sus
establecimientos. Unos vaciaban sus cestas, otros sus mesas y todos
guardaban sus mercancías y se disponían a volver a sus casas, a la vez que
se dispersaban los clientes. Ante los bodegones que ocupaban los sótanos de
los sucios y nauseabundos inmuebles de la plaza, y especialmente a las
puertas de las tabernas, hormigueaba una multitud de pequeños traficantes y
vagabundos.
Cuando salía de casa sin rumbo fijo, Raskolnikof frecuentaba esta plaza y las
callejas de los alrededores. Sus andrajos no atraían miradas desdeñosas: allí
podía presentarse uno vestido de cualquier modo, sin temor a llamar la
atención. En la esquina del callejón K., un matrimonio de comerciantes vendía
artículos de mercería expuestos en dos mesas: carretes de hilo, ovillos de
algodón, pañuelos de indiana... También se estaban preparando para
marcharse. Su retraso se debía a que se habían entretenido hablando con una
conocida que se había acercado al puesto. Esta conocida era Elisabeth
Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar, hermana de Alena Ivanovna, viuda
de un registrador, la vieja Alena, la usurera cuya casa había visitado
Raskolnikof el día anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía
tiempo que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un poco a
Raskolnikof.
Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bondadosa
que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía
esclavizada; la hacía trabajar noche y día, e incluso llegaba a pegarle.
Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los
escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con
gran animación. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth experimentó un sentimiento
extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada
de sorprendente.
Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo que debe
hacer decía el comerciante en voz alta . Venga mañana a eso de las siete.
Ellos vendrán también.
¿Mañana? dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si no se
atreviera a comprometerse.
¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! exclamó la esposa del comerciante,
que era una mujer de gran desenvoltura y voz chillona . Cuando la veo ponerse
así, me parece estar mirando a una niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer
que la tiene en un puño no es más que su medio hermana.
Le aconsejo que no diga nada a su hermana continuó el marido . Créame.
Venga a casa sin pedirle permiso. La cosa vale la pena. Su hermana tendrá
que reconocerlo.
Tal vez venga.
De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted resolverá.
Le daremos una taza de té prometió la vendedora.
Bien, vendré repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante.
Y empezó a despedirse con su calma característica.
Raskolnikof había dejado ya tan atrás al matrimonio y su amiga, que no pudo
oír ni una palabra más. Había acortado el paso insensiblemente y había
procurado no perder una sola sílaba de la conversación. A la sorpresa del
primer momento había sucedido gradualmente un horror que le produjo
escalofríos. Se había enterado, de súbito y del modo más inesperado, de que
al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la vieja, la
única persona que la acompañaba, habría salido y, por lo tanto, que a las siete
del día siguiente la vieja ¡estaría sola en la casa!
Raskolnikof estaba cerca de la suya. Entró en ella como un condenado a
muerte. No intentó razonar. Además, no habría podido.
Sin embargo, sintió súbitamente y con todo su ser, que su libre albedrío y su
voluntad ya no existían, que todo acababa de decidirse irrevocablemente.
Aunque hubiera esperado durante años enteros una ocasión favorable, aunque
hubiera intentado provocarla, no habría podido hallar una mejor y que ofreciese
más probabilidades de éxito que la que tan inesperadamente acababa de
venírsele a las manos.
Y aún era menos indudable que el día anterior no le habría sido fácil averiguar,
sin hacer preguntas sospechosas y arriesgadas, que al día siguiente, a una
hora determinada, la vieja contra la que planeaba un atentado estaría
completamente sola en su casa.
VI
Raskolnikof se enteró algún tiempo después, por pura casualidad, de por qué
el matrimonio de comerciantes había invitado a Lisbeth a ir a su casa. El
asunto no podía ser más sencillo e inocente. Una familia extranjera venida a
menos quería vender varios vestidos. Como esto no podía hacerse con
provecho en el mercado, buscaban una vendedora a domicilio. Lisbeth se
dedicaba a este trabajo y tenía una clientela numerosa, pues procedía con la
mayor honradez: ponía siempre el precio más limitado, de modo que con ella
no había lugar a regateos. Hablaba poco y, como ya hemos dicho, era humilde
y tímida.
Pero, desde hacía algún tiempo, Raskolnikof era un hombre dominado por las
supersticiones. Incluso era fácil descubrir en él los signos indelebles de esta
debilidad. En el asunto que tanto le preocupaba se sentía especialmente
inclinado a ver coincidencias sorprendentes, fuerzas extrañas y misteriosas. El
invierno anterior, un estudiante amigo suyo llamado Pokorev le había dado,
poco antes de regresar a Karkov, la dirección de la vieja Alena Ivanovna, por si
tenía que empeñar algo. Pasó mucho tiempo sin que tuviera necesidad de ir a
visitarla, pues con sus lecciones podía ir viviendo mal que bien. Pero, hacía
seis semanas, había acudido a su memoria la dirección de la vieja. Tenía dos
cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre y un anillo con tres
piedrecillas rojas que su hermana le había entregado en el momento de
separarse, para que tuviera un recuerdo de ella. Decidió empeñar el anillo.
Cuando vio a Alena Ivanovna, aunque no sabía nada de ella, sintió una
repugnancia invencible.
Después de recibir dos pequeños billetes, Raskolnikof entró en una taberna
que encontró en el camino. Se sentó, pidió té y empezó a reflexionar. Acababa
de acudir a su mente, aunque en estado embrionario, como el polluelo en el
huevo, una idea que le interesó extraordinariamente.
Una mesa casi vecina a la suya estaba ocupada por un estudiante al que no
recordaba haber visto nunca y por un joven oficial. Habían estado jugando al
billar y se disponían a tomar el té. De improviso, Raskolnikof oyó que el
estudiante daba al oficial la dirección de Alena Ivanovna y empezaba a hablarle
de ella. Esto le llamó la atención: hacía sólo un momento que la había dejado,
y ya estaba oyendo hablar de la vieja. Sin duda, esto no era sino una simple
coincidencia, pero su ánimo estaba dispuesto a entregarse a una impresión
obsesionante y no le faltó ayuda para ello. El estudiante empezó a dar a su
amigo detalles acerca de Alena Ivanovna.
Es una mujer única. En su casa siempre puede uno procurarse dinero. Es rica
como un judío y podría prestar cinco mil rublos de una vez. Sin embargo, no
desprecia las operaciones de un rublo. Casi todos los estudiantes tenemos
tratos con ella. Pero ¡qué miserable es!
Y empezó a darle detalles de su maldad. Bastaba que uno dejara pasar un día
después del vencimiento, para que se quedara con el objeto empeñado.
Da por la prenda la cuarta parte de su valor y cobra el cinco y hasta el seis por
ciento de interés mensual.
El estudiante, que estaba hablador, dijo también que la usurera tenía una
hermana, Lisbeth, y que la menuda y horrible vieja la vapuleaba sin ningún
miramiento, a pesar de que Lisbeth medía aproximadamente un metro ochenta
de altura.
¡Una mujer fenomenal! exclamó el estudiante, echándose a reír.
Desde este momento, el tema de la charla fue Lisbeth. El estudiante hablaba
de ella con un placer especial y sin dejar de reír. El oficial, que le escuchaba
atentamente, le rogó que le enviara a Lisbeth para comprarle alguna ropa
interior que necesitaba.
Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de
ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres
diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. La
vieja la hacía trabajar noche y día. Además de que guisaba y lavaba la ropa
para su hermana y ella, cosía y fregaba suelos fuera de casa, y todo lo que
ganaba se lo entregaba a Alena. No se atrevía a aceptar ningún encargo,
ningún trabajo, sin la autorización de la vieja. Sin embargo, Alena Lisbeth lo
sabía había hecho ya testamento y, según él, su hermana sólo heredaba los
muebles. Dinero, ni un céntimo: lo legaba todo a un monasterio del distrito de
N. para pagar una serie perpetua de oraciones por el descanso de su alma.
Lisbeth procedía de la pequeña burguesía del tchin. Era una mujer
desgalichada, de talla desmedida, de piernas largas y torcidas y pies enormes,
como toda su persona, siempre calzados con zapatos ligeros. Lo que más
asombraba y divertía al estudiante era que Lisbeth estaba continuamente
encinta.
Pero ¿no has dicho que no vale nada? inquirió el oficial.
Tiene la piel negruzca y parece un soldado disfrazado de mujer, pero no
puede decirse que sea fea. Su cara no está mal, y menos sus ojos. La prueba
es que gusta mucho. Es tan dulce, tan humilde, tan resignada... La pobre no
sabe decir a nada que no: hace todo lo que le piden... ¿Y su sonrisa? ¡Ah, su
sonrisa es encantadora!
Ya veo que a ti también te gusta dijo el oficial, echándose a reír.
Por su extravagancia. En cambio, a esa maldita vieja, la mataría y le robaría
sin ningún remordimiento, ¡palabra! exclamó con vehemencia el estudiante.
El oficial lanzó una nueva carcajada, y Raskolnikof se estremeció. ¡Qué extraño
era todo aquello!
Oye dijo el estudiante, cada vez más acalorado , quiero exponerte una
cuestión seria. Naturalmente, he hablado en broma, pero escucha. Por un lado
tenemos una mujer imbécil, vieja, enferma, mezquina, perversa, que no es útil
a nadie, sino que, por el contrario, es toda maldad y ni ella misma sabe por qué
vive. Mañana morirá de muerte natural... ¿Me sigues? ¿Comprendes?
Sí afirmó el oficial, observando atentamente a su entusiasmado amigo.
Continúo. Por otro lado tenemos fuerzas frescas, jóvenes, que se pierden,
faltas de sostén, por todas partes, a miles. Cien, mil obras útiles se podrían
mantener y mejorar con el dinero que esa vieja destina a un monasterio.
Centenares, tal vez millares de vidas, se podrían encauzar por el buen camino;
multitud de familias se podrían salvar de la miseria, del vicio, de la corrupción,
de la muerte, de los hospitales para enfermedades venéreas..., todo con el
dinero de esa mujer. Si uno la matase y se apoderara de su dinero para
destinarlo al bien de la humanidad, ¿no crees que el crimen, el pequeño
crimen, quedaría ampliamente compensado por los millares de buenas
acciones del criminal? A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de
la corrupción. Por una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente
aritmética. Además, ¿qué puede pesar en la balanza social la vida de una
anciana esmirriada, estúpida y cruel? No más que la vida de un piojo o de una
cucaracha. Y yo diría que menos, pues esa vieja es un ser nocivo, lleno de
maldad, que mina la vida de otros seres. Hace poco le mordió un dedo a
Lisbeth y casi se lo arranca.
Sin duda -admitió el oficial , no merece vivir. Pero la Naturaleza tiene sus
derechos.
¡Alto! A la Naturaleza se la corrige, se la dirige. De lo contrario, los prejuicios
nos aplastarían. No tendríamos ni siquiera un solo gran hombre. Se habla del
deber, de la conciencia, y no tengo nada que decir en contra, pero me pregunto
qué concepto tenemos de ellos. Ahora voy a hacerte otra pregunta.
No, perdona; ahora me toca a mí; yo también tengo algo que preguntarte.
Te escucho.
Pues bien, la pregunta es ésta. Has hablado con elocuencia, pero dime:
¿serías capaz de matar a esa vieja con tus propias manos?
¡Claro que no! Estoy hablando en nombre de la justicia. No se trata de mí.
Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justicia...
Ahora vamos a jugar otra partida.
Raskolnikof se sentía profundamente agitado. Ciertamente, aquello no eran
más que palabras, una conversación de las más corrientes sostenida por gente
joven. Más de una vez había oído charlas análogas, con algunas variantes y
sobre temas distintos. Pero ¿por qué había oído expresar tales pensamientos
en el momento mismo en que ideas idénticas habían germinado en su cerebro?
¿Y por qué, cuando acababa de salir de casa de Alena Ivanovna con aquella
idea embrionaria en su mente, había ido a sentarse al lado de unas personas
que estaban hablando de la vieja?
Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante conversación de
café ejerció una influencia extraordinaria sobre él durante todo el desarrollo del
plan. Ciertamente, pareció haber intervenido en todo ello la fuerza del destino.
Al regresar de la plaza se dejó caer en el diván y estuvo inmóvil una hora
entera. Entre tanto, la oscuridad había invadido la habitación. No tenía velas.
Por otra parte, ni siquiera pensó en encender una luz. Más adelante, nunca
pudo recordar si había pensado algo en aquellos momentos. Finalmente, sintió
de nuevo escalofríos de fiebre y pensó con satisfacción que podía acostarse en
el diván sin tener que quitarse la ropa. Pronto se sumió en un sueño pesado
como el plomo.
Durmió largamente y casi sin soñar. A las diez de la mañana siguiente,
Nastasia entró en la habitación. No conseguía despertarlo. Le llevaba pan y un
poco de té en su propia tetera, como el día anterior.
¡Eh! ¿Todavía acostado? gritó, indignada . ¡No haces más que dormir!
Raskolnikof se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza. Dio una vuelta
por el cuarto y volvió a echarse en el diván.
¿Otra vez a dormir? exclamó Nastasia . ¿Es que estás enfermo?
Raskolnikof no contestó.
¿Quieres té?
Más tarde repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y se volvió de
cara a la pared.
Nastasia estuvo un momento contemplándolo.
A lo mejor está enfermo de verdad -murmuró mientras se marchaba.
A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había
probado el té. Nastasia se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.
¿A qué viene tanta modorra? gruñó, mirándole con desprecio.
Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la
mirada fija en el suelo.
¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? preguntó Nastasia.
Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.
Debes salir dijo Nastasia tras un silencio . Te conviene tomar un poco el aire.
Comerás, ¿verdad?
Más tarde balbuceó débilmente Raskolnikof . Ahora vete.
Y reforzó estas palabras con un ademán.
Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con un gesto de
compasión. Luego se fue.
Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el
té, cogió la cuchara y empezó a comer.
Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado
el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván.
Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en
la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en
Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los
camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban
balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero
Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un
rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul
maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con
reflejos dorados...
De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se
estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana.
Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como
si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió
cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que
pudiera llegar de la escalera.
Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la
casa entera parecía dormir... La idea de que había estado sumido desde el día
anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado
nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran
las campanadas de las seis las que acababa de ofr... Súbitamente, a su
embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y
febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo.
Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón
seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo,
había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo
de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior
que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras
formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo.
Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y
sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a coser el extremo del cordón
debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo
resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la
parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había
procurado hacía tiempo y los guardaba, envueltos en un papel, en el cajón de
su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un
ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la
mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del
gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener
continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El
nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino,
sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo
del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su
balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había
peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.
Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña
hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo
objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún
objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de
una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus
paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de
hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel
mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató
firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el
aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran
deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por
unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no
tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera
no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta
prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había
guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo
necesitara.
Poco después oyó voces en el patio.
¡Ya son más de las seis!
¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!
Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera
cautelosamente, con paso silencioso, felino... Le faltaba la operación más
importante: robar el hacha de la cocina. Hacía ya tiempo que había elegido el
hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero esta
herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus
fuerzas. Por eso había escogido definitivamente el hacha.
Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a
medida que se afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar
de la lucha espantosa que se estaba librando en su alma, Raskolnikof no podía
admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a realizarse.
Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se
hubiesen desvanecido y todas las dificultades se hubiesen allanado, él,
seguramente, habría renunciado en el acto a su proyecto, por considerarlo
disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar,
numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle
insignificante que no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al
atardecer, Nastasia no estaba nunca en casa: o pasaba a la de algún vecino o
bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Estas ausencias
eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así,
bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una
hora más tarde, cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio.
Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera
y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya en la casa.
Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una
nueva ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y
la buscaba primero y después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las
sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.
Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar.
Por otra parte, no tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los
puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar.
Pero esto último le parecía completamente imposible. No concebía que pudiera
dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa.
Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja
para efectuar un reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho
de creer que obraba en serio. Se había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un
ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación.» Pero no había
podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado
contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se
podía dar por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de
afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no pudo
encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la
obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo
retuviera.
Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de
un modo poco menos que automático. Era como si alguien le llevara de la
mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si
un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera
que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.
Al principio de esto hacía ya bastante tiempo , lo que más le preocupaba era el
motivo de que todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista
del culpable se hallara sin ninguna dificultad. Raskolnikof llegó a diversas y
curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello estaba en la
personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el
crimen.
En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una
pérdida de voluntad y raciocinio, a los que sustituía una especie de
inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa, precisamente en el
momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía
este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se
desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la
perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su
ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y
terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.
Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o
si el crimen, por su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se
confundían con los síntomas patológicos. Pero era incapaz de resolver este
problema.
Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes
trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad
durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un
crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le Ilevaron a esta
conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado
práctico del asunto, le preocupaba muy poco.
«Bastaría se decía que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez
en el momento de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá
que analizar incluso los detalles más ínfimos.»
Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikof
no se sentía capaz de tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora
de obrar, todo le pareció extraordinario, imprevisto como un producto del azar.
Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un
detalle insignificante. Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su
patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada
furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera ausente, no
estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su
habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el
momento en que él cogía el hacha.
Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la
cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en
una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la
vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta
de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le
abatió profundamente.
«¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras bajaba los últimos
escalones que era seguro que Nastasia se abría marchado a esta hora?»
Estaba anonadado; incluso experimentaba un sentimiento de humillación. Su
furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda, salvaje, hervía en él.
Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no
le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una
ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura
garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el
interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la
izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó
a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el
umbral y llamó al portero con voz apagada.
«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta
abierta.»
Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de
debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el
nudo corredizo, introdujo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la
garita. Nadie le había visto.
«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa
extraña.
Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó a
andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas.
Apenas miraba a los transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno;
su deseo era pasar lo más inadvertido posible.
De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.
«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme una
gorra.»
Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.
Su mirada se dirigió casualmente al interior de una tienda y vio un reloj que
señalaba las siete y diez minutos. No había tiempo que perder. Sin embargo,
tenía que dar un rodeo, pues quería entrar en la casa por la parte posterior.
Cuando últimamente pensaba en la situación en que se hallaba en aquel
momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Pero ahora veía que no era así:
no experimentaba miedo alguno. Por su mente desfilaban pensamientos,
breves, fugitivos, que no tenían nada que ver con su empresa. Cuando pasó
ante los jardines Iusupof, se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes
monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a
conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e
incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego se
hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las
grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la
necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios,
llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó
sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la
realidad.
«¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! lo mejor es no pensar en
nada.»
Sin embargo, seguidamente, como en un relámpago de lucidez, se dijo:
«Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al
lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino».
Pero rechazó inmediatamente esta idea.
Ya estaba cerca. Ya veía la casa. Allí estaba su gran puerta cochera...
En esto, un reloj dio una campanada.
«¿Las siete y media ya? Imposible. Ese reloj va adelantado.»
Pero también esta vez tuvo suerte. Como si la cosa fuera intencionada, en el
momento en que él llegó ante la casa penetraba por la gran puerta un carro
cargado de heno. Raskolnikof se acercó a su lado derecho y pudo entrar sin
que nadie lo viese. Al otro lado del carro había gente que disputaba: oyó sus
voces. Pero ni nadie le vio a él ni él vio a nadie. Algunas de las ventanas que
daban al gran patio estaban abiertas, pero él no levantó la vista: no se atrevió...
La escalera que conducía a casa de Alena Ivanovna estaba a la derecha de la
puerta. Raskolnikof se dirigió a ella y se detuvo, con la mano en el corazón,
como si quisiera frenar sus latidos. Aseguró el hacha en el nudo corredizo,
aguzó el oído y empezó a subir, paso a paso sigilosamente. No había nadie.
Las puertas estaban cerradas. Pero al llegar al segundo piso, vio una abierta
de par en par. Pertenecía a un departamento deshabitado, en el que
trabajaban unos pintores. Estos hombres ni siquiera vieron a Raskolnikof. Pero
él se detuvo un momento y se dijo: «Aunque hay dos pisos sobre éste, habría
sido preferible que no estuvieran aquí esos hombres.»
Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de
las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente seguía
desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo del de
la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta había
desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior. Sin
duda, los inquilinos se habían mudado.
Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será mejor que me
vaya?» Pero ni siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la
puerta y no oyó nada: en el departamento de Alena Ivanovna reinaba un
silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera:
permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar
desde abajo...
Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio.
Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido..., demasiado
trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar
hasta tranquilizarme un poco.» Pero los latidos de su corazón, lejos de
normalizarse, eran cada vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió
lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento
después insistió con violencia.
No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada,
habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero
era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres...
Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se habían
agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó
fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió
que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido
rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo
mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de
que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras.
Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna,
discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este
momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a
su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido
desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía
extinguirse y su cuerpo paralizarse... Un instante después oyó que descorrían
el cerrojo.
VII
Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en
la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con
desconfianza desde la sombra.
En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que
estuvo a punto de echarlo todo a perder.
Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un
hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la
puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó
paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de
bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral,
para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada,
dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola
palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.
Buenas tardes, Alena Ivanovna empezó a decir en el tono más indiferente que
le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz
entrecortada, le temblaban las manos . Le traigo..., le traigo... una cosa para
empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando
suelta a su lengua.
¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga; aquí tiene
aquello de que le hablé el otro día.
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero
inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo
observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación.
Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en
aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.
Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel
mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
¿Por qué me mira así, como si no me conociera? exclamó Raskolnikof de
pronto, indignado también . Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me
dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció
ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
¿Qué me traes?
Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?
Tengo fiebre repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible
esfuerzo : ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La
usurera le quitó el paquetito de las manos.
Pero ¿qué es esto? volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente
a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
Una pitillera... de plata... Véala.
Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor
asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a
Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero
la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos
manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo
estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle
vueltas.
Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! exclamó la vieja,
volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la
levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la
dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero
notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,
grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que
hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía
fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte
anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo
único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una
de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos
nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de
un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó
definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó
sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que
parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban
rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar,
procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de
donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves.
Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más
adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran
atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos
en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en
aquel llavero de acero que él ya había visto.
Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A
un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho,
perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada
con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había
una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a
probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La
tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas
vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder.
Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro
pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación.
Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó
las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la
levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba
muerta.
Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el
cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba
era innecesaria.
Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto,
Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero
era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo,
impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo
consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó
utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver.
Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de
tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el
cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.
Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja.
También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de
madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba
grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin
abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el
hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero
sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del
temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por
ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en
introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con
las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de
que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde
tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la
cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En
efecto, vio un arca bastante grande de más de un metro de longitud , tapizada
de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura.
Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo
del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un
vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer,
trozos de tela.
Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un
reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo
aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados
todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas
joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de
periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo:
introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán
sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor
de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto...
No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito
percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó
en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte.
Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se
levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación
estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el
cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener
fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una
hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no
pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue
retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio,
aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el
hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas
que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y
empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni
siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su
cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera
apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del
hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió
por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y
corrió al vestíbulo.
Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no
había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido
capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y
lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que
tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de
aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría
entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus
crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del
mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones
interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos.
Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas
esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo,
como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un
cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos
estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo;
después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el
alféizar de la ventana y se lavó.
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres
minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó
todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y
luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas
acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán,
inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente
como le permitió la escasa luz que había en la cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo
las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía
que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.
Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento
angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en
disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas
que le conducían a la perdición.
«¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo. Entonces
sintió el terror más profundo que había sentido en toda su vida. Permaneció un
momento inmóvil, como si no pudiera dar crédito a sus ojos: la puerta del piso,
la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado hacía unos
momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así había
estado durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado abierta. La vieja
se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino precaución... Lo
chocante era que él había visto a Lisbeth dentro del piso... ¿Cómo no se le
ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta tenía que estar
abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen rato.
Se oían gritos lejanos. Sin duda llegaban del portal. Dos fuertes voces
cambiaban injurias.
«¿Qué hará ahí esa gente?»
Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que
disputaban debían de haberse marchado.
Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió
estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando.
«Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en un
profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar, cuando
percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la escalera
seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que,
apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto
piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este
presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad
significativa? Eran lentos, pesados, regulares...
Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más
perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya
estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó
petrificado.. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos
vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de
alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en
el suelo, sin poder hacer movimiento alguno para defendernos.
Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De pronto,
Raskolnikof salió de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al interior del
departamento con paso rápido y seguro, cerró la puerta y echó el cerrojo, todo
procurando no hacer ruido.
El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella,
encogido, conteniendo la respiración.
El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikof, en
el mismo sitio desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del
interior hacía un rato, cuando sólo la puerta lo separaba de la vieja.
El visitante respiró varias veces profundamente.
«Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikof llevando la mano al
mango del hacha. Verdaderamente, todo aquello parecía un mal sueño. El
desconocido tiró violentamente del cordón de la campanilla.
Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía
dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a
llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia,
empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
Raskolnikof miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la hembrilla,
dando la impresión de que iba a saltar de un momento a otro. Un siniestro
horror se apoderó de él.
Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de
Raskolnikof. Momentáneamente concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él
la puerta, pero desistió al comprender que el otro podía advertirlo. Perdió por
completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer», se dijo.
Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le
devolvió la calma.
¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? murmuró . ¡El diablo las
lleve! A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la
belleza idiota... ¡Abrid de una vez, mujerucas...! Están durmiendo, no me cabe
duda.
Estaba desesperado. Tiró del cordón lo menos diez veces más y tan fuerte
como pudo. Se veía claramente que era un hombre enérgico y que conocía la
casa.
En este momento se oyeron, ya muy cerca, unos pasos suaves y rápidos.
Evidentemente, otra persona se dirigía al piso cuarto. Raskolnikof no oyó al
nuevo visitante hasta que estaban llegando al descansillo.
No es posible que no haya nadie dijo el recién llegado con voz sonora y
alegre, dirigiéndose al primer visitante, que seguía haciendo sonar la
campanilla . Buenas tardes, Koch.
«Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikof inmediatamente.
No sé qué demonios ocurre repuso Koch . Hace un momento casi echo abajo
la puerta... ¿Y usted de qué me conoce?
¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas do billar, una tras otra, en
el Gambrinus.
¡Ah, sí!
¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me pared imposible. ¿Adónde
puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
¡Qué le vamos a hacer! exclamó el joven . Nos tendremos que ir por donde
hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma
me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para venir
de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja decrépita
no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de pronto, se le
ocurre marcharse a dar un paseo!
¿Y si preguntáramos al portero?
¿Para qué?
Para saber si está en casa o cuándo volverá.
¡Preguntar, preguntar...! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
¡Oiga! exclamó de pronto el joven . ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco
cuando se tira.
Bueno, ¿y qué?
Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye
resonar cuando se mueve la puerta?
¿Y qué?
Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si
hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo
habrían podido echar el cerrojo por dentro... ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en
casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no
quieren abrir.
¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! exclamó Koch, asombrado . Pero ¿qué demonio
estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
¡Déjelo! Es inútil dijo el joven . Hay algo raro en todo esto. Ha llamado usted
muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto puede
significar que las dos están desvanecidas o...
¿O qué?
Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
No dijo el joven ; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
¿Por qué he de quedarme?
Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
Bien, me quedaré.
Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no está
claro; esto es evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a
bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego,
pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo
estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la
cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha. Era
presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos
hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus
comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la
situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación
de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso.
«¡Que acaben de una vez! p, pensaba.
Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la
calma.
Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado,
ruidoso.
«¿Qué hacer, Dios mío
Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor
ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó
a bajar. Inmediatamente sólo había bajado tres escalones oyó gran alboroto
más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse... Volvió a
subir a toda prisa.
¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y
corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.
¡Mitri, Mitri, Miiitri! vociferaba hasta desgañitarse . ¿Te has vuelto loco? ¡Así
vayas a parar al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo
volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios
hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir
tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la
sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
«¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si S me dejan pasar,
también, pues luego se acordarán de mí.»
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de
pronto..., ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso
abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los
pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente
fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos
estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía
una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso
furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres
estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el
cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después
salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
Nadie en la. escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la
izquierda.
Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de
la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos
momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que en
seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos
llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había
ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.
Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía
aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera
esquina.
«Si entrara en un portal se decía y me escondiese en la escalera... No, sería
una equivocación... ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco,
tampoco...!»
Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en
ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría
menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de
transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía
andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba
empapado.
¡Vaya merluza, amigo! le gritó una voz cuando desembocaba en el canal.
Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se
sentía.
Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le
sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a punto de caer
desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya en
la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo:
dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.
Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el
hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella,
arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier casa.
Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba cerrada,
pero no con llave. Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin embargo,
Raskolnikof había perdido hasta tal punto la facultad de razonar, que se fue
hacia la garita y abrió la puerta.
Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado:
«¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más
natural.
Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof pudo dejar el
hacha debajo del banco, entre los leños, exactamente como la encontró.
Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La
puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie
de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces
en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría
proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no
podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.
SEGUNDA PARTE
I
Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de su
letargo y se percataba de que la noche estaba muy avanzada, pero no
pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él seguía tendido de bruces en
el diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado de todo
su ser.
De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores.
Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las
dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las
tabernas se dijo Deben de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
«¿Ya las dos? ¿Es posible?»
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta
sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el
sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo
de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un
momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro
sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía.
¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta?
Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había
caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
«Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero...»
Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente
de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía
verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a
examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el
derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas
las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces.
Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados
bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.
Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de que
la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la
vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos para
esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había examinado las
ropas.
En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos sobre la
mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había quedado
nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto, donde el
papel estaba roto y despegado a trechos de la pared. En una de las bolsas que
el papel formaba introdujo el montón de menudos paquetes. «Todo arreglado»
, se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto estúpido la grieta del
papel, que se había abierto todavía más.
De súbito se estremeció de pies a cabeza.
¡Señor! ¡Dios mío! murmuró, desesperado . ¿Qué he hecho? ¿Qué me
ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan las cosas?
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para
nada en aquellas joyas. Creía que sólo se apoderaría de dinero, y esto explica
que no tuviera preparado ningún escondrijo. «¿Pero por qué me he alegrado?
se preguntó . ¿No es un disparate esconder así las cosas? No cabe duda de
que estoy perdiendo la razón.»
Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez
recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó
de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano, en una
silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio.
Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco minutos se
despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre sus
ropas.
«¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo corredizo
está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado un detalle tan
importante, una prueba tan evidente!» Arrancó el cordón, lo deshizo e introdujo
las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior.
«Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas a nadie. Por
lo menos, así lo creo», se dijo de pie en medio de la habitación.
Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a mirar
en todas direcciones para asegurarse de que no se le había olvidado nada. Ya
se sentía torturado por la convicción de que todo le abandonaba, desde la
memoria a la más simple facultad de razonar.
«¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es.»
Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban todavía en el
suelo, en medio del cuarto, expuestos a las miradas del primero que llegase.
Pero ¿qué me pasa? exclamó, confundido.
En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso sus ropas
estaban llenas de manchas de sangre y que él no podía verlas debido a la
merma de sus facultades. De pronto se acordó de que la bolsita estaba
manchada también. «Hasta en mi bolsillo debe de haber sangre, ya que estaba
húmeda cuando me la guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y
vio que, en efecto, había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio
salió de lo más hondo de su pecho y pensó, triunfante: «La razón no me ha
abandonado completamente: no he perdido la memoria ni la facultad de
reflexionar, puesto que he caído en este detalle. Ha sido sólo un momento de
debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo
izquierdo del pantalón.
En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y Raskolnikof
descubrió, a través de un agujero del calzado, una mancha acusadora en el
calcetín. Se quitó la bota y comprobó que, en efecto, era una mancha de
sangre: toda la puntera del calcetín estaba manchada... «Pero ¿qué hacer?
¿Dónde tirar los calcetines, los flecos, el bolsillo...?»
En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras en las
manos, se preguntaba:
«¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las
investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí
mismo...? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que me lo lleve y lo tire
en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras hacía
mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en vez de
poner en práctica sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada. Volvía a
sentir escalofríos. Estaba helado. De nuevo se echó encima su abrigo de
estudiante.
Varias horas estuvo tendido en el diván. De vez en cuando pensaba: «Sí, hay
que ir a tirar todo esto en cualquier parte, para no pensar más en ello. Hay que
ir inmediatamente.» Y más de una vez se agitó en el diván con el propósito de
levantarse, pero no le fue posible. Al fin un golpe violento dado en la puerta le
sacó de su marasmo.
¡Abre si no te has muerto! gritó Nastasia sin dejar de golpear la puerta con el
puño . Siempre está tumbado. Se pasa el día durmiendo como un perro. ¡Como
lo que es! ¡Abre ya! ¡Son más de las diez!
Tal vez no esté dijo una voz de hombre.
«La voz del portero se dijo al punto Raskolnikof . ¿Qué querrá de mí?»
Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan
violentamente, que le hacía daño.
Y echado el pestillo observó Nastasia . Por lo visto, tiene miedo de que se lo
lleven... ¿Quieres levantarte y abrir de una vez?
«¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no cabe
duda! ¿Debo abrir o hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste!»
Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era tan
estrecha, que podía abrir la puerta sin dejar el diván.
No se había equivocado: eran Nastasia y el portero.
La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikof miraba al portero con
desesperada osadía. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y
burdamente lacrado.
Esto han traído de la comisaría.
¿De qué comisaría?
De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
Pero ¿qué quiere de mí la policía?
¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y se dispuso a
marcharse.
Tienes cara de enfermo dijo Nastasia, que no quitaba ojo a Raskolnikof. Al oír
estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la sirvienta le dijo : Tiene fiebre
desde ayer.
Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.
Quédate acostado dijo Nastasia, compadecida, al ver que Raskolnikof se
disponía a levantarse . Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.
Tras una pausa, preguntó:
¿Qué tienes en la mano?
Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los flecos
del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde recordó
que en las vagas vigilias que interrumpían su sueño febril apretaba todo
aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla.
¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!
Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a esconder debajo
del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada retadora.
Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se dio
cuenta de que estaba recibiendo un trato muy distinto al que se da a una
persona a la que van a detener.
Pero... ¿por qué le citaba la policía?
Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.
No, no quiero té balbuceó . Voy a ver qué quiere la policía. Ahora mismo voy
a presentarme.
¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
He dicho que voy.
Allá tú.
Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó a la ventana y
examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.
«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha
esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente,
Nastasia no las ha podido ver: estaba demasiado lejos.»
Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y releerlo varias
veces para comprender lo que decía. Era una citación redactada en la forma
corriente, en la que se le indicaba que debía presentarse aquel mismo día, a
las nueve y media, en la comisaría del distrito.
«¡Qué cosa más rara! se dijo mientras se apoderaba de él una dolorosa
ansiedad . No tengo nada que ver con la policía, y me cita precisamente hoy.
¡Señor, que termine esto cuanto antes!»
Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. No se reía
de los rezos, sino de sí mismo. Empezó a vestirse rápidamente.
«Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»
Y se dijo inmediatamente:
«He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.»
Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto de
horror e inquietud. Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a
poner, echándose de nuevo a reír.
«¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los
hábitos, las apariencias..., todo, en fin.»
Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.
«Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»
Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
«¡Esto es superior a mis fuerzas!»
Las piernas le temblaban.
¿De miedo? barbotó.
Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.
«¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido pensó
mientras se dirigía a la escalera . Lo peor es que estoy aturdido, que puedo
decir lo que no debo.»
Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había
puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.
«Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»
Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era su
desesperación. Tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y
continuó su camino.
«¡Con tal que todo termine rápidamente...!»
El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que no
había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de
cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de
suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros,
coches de alquiler...
El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extremo
de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los que
tienen fiebre.)
Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió una
mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió enseguida los ojos.
«Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a la
comisaría.
La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a
unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al
antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.
Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un mujik
con un cuaderno en la mano.
«Debe de ser un ordenanza. Por lo tanto, esa escalera conduce a la
comisaría.»
Y, aunque no estaba seguro de ello, empezó a subir. No quería preguntar a
nadie.
«Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba mientras se iba
acercando al cuarto piso.
La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro pisos
daban a ella y sus puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El calor
era asfixiante. Se veían subir y bajar ordenanzas con sus carpetas debajo del
brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún
asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikof
entró y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí tan
insoportable como en la escalera. Además, el local estaba recién pintado y se
desprendía de él un olor que daba náuseas.
Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua.
Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le
impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la
menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que
no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño.
Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.
¿Qué quieres?
El joven le mostró la citación.
¿Es usted estudiante? preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel.
Sí, estudiaba.
El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de cabellos
enmarañados y mirada vaga. Parecía dominado por una idea fija.
«Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es indiferente», pensó
Raskolnikof.
Vaya usted al secretario dijo el escribiente, señalando con el dedo la
habitación del fondo.
Raskolnikof se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era sumamente reducida y
estaba llena de gente. Las personas que había en ella iban un poco mejor
vestidas que las que el joven acababa de ver. Entre ellas había dos mujeres.
Una iba de luto y vestía pobremente. Estaba sentada ante el secretario y
escribía lo que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada.
Vestía ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño. Estaba
aparte y parecía esperar algo. Raskolnikof presentó el papel al secretario. Éste
le dirigió una ojeada y dijo:
¡Espere!
Después siguió dictando a la dama enlutada.
El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se dijo. Y fue
recobrándose poco a poco.
Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede perderme... Es
lástima que no circule más aire aquí. Uno se ahoga. La cabeza me da más
vueltas que nunca y soy incapaz de discurrir.»
Sentía un profundo malestar y temía no poder vencerlo. Trataba de fijar su
pensamiento en cuestiones indiferentes, pero no lo conseguía. Sin embargo, el
secretario le interesaba vivamente. Se dedicó a estudiar su fisonomía. Era un
joven de unos veintidós años, pero su rostro, cetrino y lleno de movilidad, le
hacía parecer menos joven. Iba vestido a la última moda. Una raya que era una
obra de arte dividía en dos sus cabellos, brillantes de cosmético. Sus dedos,
blancos y perfectamente cuidados, estaban cargados de sortijas. En su chaleco
pendían varias cadenas de oro. Con gran desenvoltura, cambió unas palabras
en francés con un extranjero que se hallaba cerca de él.
Siéntese, Luisa Ivanovna dijo después a la gruesa, colorada y ricamente
ataviada señora, que permanecía en pie, como si no se atreviera a sentarse,
aunque tenía una silla a su lado.
Ich danke respondió Luisa lvanovna en voz baja.
Se sentó con un frufrú de sedas. Su vestido, azul pálido guarnecido de blancos
encajes, se hinchó en torno de ella como un globo y llenó casi la mitad de la
pieza, a la vez que un exquisito perfume se esparcía por la habitación. Pero
ella parecía avergonzada de ocupar tanto espacio y oler tan bien. Sonreía con
una expresión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad.
Al fin la dama enlutada se levantó, terminado el asunto que la había llevado
allí.
En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo
los hombros a cada paso. Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una
escarapela, y se sentó en un sillón. La dama lujosamente ataviada se apresuró
a levantarse apenas le vio, y empezó a saludarle con un ardor extraordinario, y
aunque él no le prestó la menor atención, ella no osó volver a sentarse en su
presencia. Este personaje era el ayudante del comisario de policía. Ostentaba
unos grandes bigotes rojizos que sobresalían horizontalmente por los dos lados
de su cara. Sus facciones, extremadamente finas, sólo expresaban cierto
descaro.
Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su
aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.
Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella
mirada, que el funcionario se sintió ofendido.
¿Qué haces aquí tú? exclamó éste, asombrado sin duda de que semejante
desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.
He venido porque me han llamado repuso Raskolnikof . He recibido una
citación.
Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda se apresuró a
decir el secretario, levantando la cabeza de sus papeles . Aquí está y presentó
un cuaderno a Raskolnikof, señalándole lo que debía leer.
«¿Una deuda...? ¿Qué deuda? pensó Raskolnikof . El caso es que ya estoy
seguro de que no se me llama por... aquello.»
Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso, indecible,
un bienestar inefable.
Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? le gritó el ayudante, cuyo mal
humor había ido en aumento . Le han citado a las nueve y media, y son ya más
de las once.
No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora repuso
Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de él una cólera
repentina y se entregaba a ella con cierto placer . ¡Bastante he hecho con venir
enfermo y con fiebre!
¡No grite, no grite!
Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy estudiante y
no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono.
Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en seguida:
sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después saltó de
su asiento.
¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.
¡También usted está en la comisaría! replicó Raskolnikof , y, no contento con
proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos
nosotros.
Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.
El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante
pareció dudar un momento.
¡Eso no le incumbe a usted! respondió al fin con afectados gritos . Lo que ha
de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el documento,
Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra usted. ¡Usted no
paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!
Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del
papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y
otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.
Pero ¿qué es esto? preguntó al secretario.
Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el importe
de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en qué
fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir de la
capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que
haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para
poner en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley.
¡Pero si yo no debo nada a nadie!
Ese punto no es de nuestra incumbencia. A nosotros se nos ha remitido un
efecto protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve meses
en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta
señora ha enviado al consejero Tchebarof en pago de una cuenta. En vista de
ello, nosotros le hemos citado a usted para tomarle declaración.
¡Pero si esa señora es mi patrona!
¡Y eso qué importa!
El secretario le miraba con una sonrisa de superioridad e indulgencia, como a
un novicio que empieza a aprender a costa suya lo que significa ser deudor.
Era como si le dijese: «¿Eh? ¿Qué te ha parecido?»
Pero ¿qué importaban en aquel momento a Raskolnikof las reclamaciones de
su patrona? ¿Valía la pena que se inquietara por semejante asunto, y ni
siquiera que le prestara la menor atención? Estaba allí leyendo, escuchando,
respondiendo, incluso preguntando, pero todo lo hacía maquinalmente. Todo
su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de haberse librado del
temor que hacía unos instantes lo sobrecogía. Por el momento, había
expulsado de su mente el análisis de su situación, todas las preocupaciones y
previsiones temerosas. Fue un momento de alegría absoluta, animal.
Pero de pronto se desencadenó una tormenta en el despacho. El ayudante del
comisario, todavía bajo los efectos de la afrenta que acababa de sufrir y
deseoso de resarcirse, empezó de improviso a poner de vuelta y media a la
dama del lujoso vestido, la cual, desde que le había visto entrar, no cesaba de
mirarle con una sonrisa estúpida.
Y tú, bribona le gritó a pleno pulmón, después de comprobar que la señora de
luto se había marchado ya , ¿qué ha pasado en tu casa esta noche? Dime:
¿qué ha pasado? Habéis despertado a todos los vecinos con vuestros gritos,
vuestras risas y vuestras borracheras. Por lo visto, te has empeñado en ir a la
cárcel. Te lo ha advertido lo menos diez veces. La próxima vez te lo diré de
otro modo. ¡No haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!
Raskolnikof se quedó tan estupefacto al ver tratar de aquel modo a la elegante
dama, que se le cayó el papel que tenía en la mano. Sin embargo, no tardó en
comprender el porqué de todo aquello, y la cosa le pareció sobremanera
divertida. Desde este momento escuchó con interés y haciendo esfuerzos por
contener la risa. Su tensión nerviosa era extraordinaria.
Bueno, bueno, Ilia Petrovitch... empezó a decir el secretario, pero enseguida
se dio cuenta de que su intervención sería inútil: sabía por experiencia que
cuando el impetuoso oficial se disparaba, no había medio humano de
detenerle.
En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre
ella empezó por hacerla temblar, pero cosa extraña a medida que las
invectivas iban lloviendo sobre su cabeza, su cara iba mostrándose más
amable, y más encantadora la sonrisa que dirigía al oficial. Multiplicaba las
reverencias y esperaba impaciente el momento en que su censor le permitiera
hablar.
En mi casa no hay escándalos ni pendencias, señor capitán se apresuró a
decir tan pronto como le fue posible (hablaba el ruso fácilmente, pero con
notorio acento alemán) . Ni el menor escándalo ella decía «echkándalo» . Lo
que ocurrió fue que un caballero llegó embriagado a mi casa... Se lo voy a
contar todo, señor capitán. La culpa no fue mía. Mi casa es una casa seria, tan
seria como yo, señor capitán. Yo no quería «echkándalos»... Él vino como una
cuba y pidió tres botellas la alemana decía «potellas» . Después levantó las
piernas y empezó a tocar el piano con los pies, cosa que está fuera de lugar en
una casa seria como la mía. Y acabó por romper el piano, lo cual no me parece
ni medio bien. Así se lo dije, y él cogió la botella y empezó a repartir botellazos
a derecha e izquierda. Entonces llamé al portero, y cuando Karl llegó, él se fue
hacia Karl y le dio un puñetazo en un ojo. También recibió Enriqueta. En cuanto
a mí, me dio cinco bofetadas. En vista de esta forma de conducirse, tan
impropia de una casa seria, señor capitán, yo empecé a protestar a gritos, y él
abrió la ventana que da al canal y empezó a gruñir como un cerdo.
¿Comprende, señor capitán? ¡Se puso a hacer el cerdo en la ventana!
Entonces, Karl empezó a tirarle de los faldones del frac para apartarlo de la
ventana y..., se lo confieso, señor capitán..., se le quedó un faldón en las
manos. Entonces empezó a gritar diciendo que man mouss pagarle quince
rublos de indemnización, y yo, señor capitán, le di cinco rublos por seis Rock.
Como usted ve, no es un cliente deseable. Le doy mi palabra, señor capitán, de
que todo el escándalo lo armó él. Y, además, me amenazó con contar en los
periódicos toda la historia de mi vida.
Entonces, ¿es escritor?
Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que se permite, aun sabiendo que está
en una casa digna...
Bueno, bueno; siéntate. Ya te he dicho mil veces...
Ilia Petrovitch... repitió el secretario, con acento significativo.
El ayudante del comisario le dirigió una rápida mirada y vio que sacudía
ligeramente la cabeza.
En fin, mi respetable Luisa Ivanovna continuó el oficial , he aquí mi última
palabra en lo que a ti concierne. Como se produzca un nuevo escándalo en lu
digna casa, te haré enchiquerar, como soléis decir los de tu noble clase. ¿Has
entendido...? ¿De modo que el escritor, el literato, aceptó cinco rublos por su
faldón en tu digna casa? ¡Bien por los escritores! dirigió a Raskolnikof una
mirada despectiva . Hace dos días, un señor literato comió en una taberna y
pretendió no pagar. Dijo al tabernero que le compensaría hablando de él en su
próxima sátira. Y también hace poco, en un barco de recreo, otro escritor
insultó groseramente a la respetable familia, madre a hija, de un consejero de
Estado. Y a otro lo echaron a puntapiés de una pastelería. Así son todos esos
escritores, esos estudiantes, esos charlatanes... En fin, Luisa Ivanovna, ya
puedes marcharte. Pero ten cuidado, porque no te perderé de vista.
¿Entiendes?
Luisa Ivanovna empezó a saludar a derecha e izquierda calurosamente, y así,
haciendo reverencias, retrocedió hasta la puerta. Allí tropezó con un gallardo
oficial, de cara franca y simpática, encuadrada por dos soberbias patillas,
espesas y rubias. Era el comisario en persona: Nikodim Fomitch. Al verle, Luisa
Ivanovna se apresuró a inclinarse por última vez hasta casi tocar el suelo y
salió del despacho con paso corto y saltarín.
Eres el rayo, el trueno, el relámpago, la tromba, el huracán dijo el comisario
dirigiéndose amistosamente a su ayudante . Te han puesto nervioso y tú te has
dejado llevar de los nervios. Desde la escalera lo he oído.
No es para menos replicó en tono indiferente Ilia Petrovitch llevándose sus
papeles a otra mesa, con su característico balanceo de hombros . Juzgue
usted mismo. Ese señor escritor, mejor dicho, estudiante, es decir, antiguo
estudiante, no paga sus deudas, firma pagarés y se niega a dejar la habitación
que tiene alquilada. Por todo ello se le denuncia, y he aquí que este señor se
molesta porque enciendo un cigarrillo en su presencia. ¡Él, que sólo comete
villanías! Ahí lo tiene usted. Mírelo; mire qué aspecto tan respetable tiene.
La pobreza no es un vicio, mi buen amigo respondió el comisario . Todos
sabemos que eres inflamable como la pólvora. Algo en su modo de ser te
habrá ofendido y no has podido contenerte. Y usted tampoco añadió
dirigiéndose amablemente a Raskolnikof . Pero usted no le conoce. Es un
hombre excelente, créame, aunque explosivo como la pólvora. Sí, una
verdadera pólvora: se enciende, se inflama, arde y todo pasa: entonces sólo
queda un corazón de oro. En el regimiento le llamaban el «teniente Pólvora».
¡Ah, qué regimiento aquél! exclamó Ilia Petrovitch, conmovido por los halagos
de su jefe aunque seguía enojado.
Raskolnikof experimentó de súbito el deseo de decir a todos algo
desagradable.
Escúcheme, capitán dijo con la mayor desenvoltura, dirigiéndose al comisario
. Póngase en mi lugar. Estoy dispuesto a presentarle mis excusas si en algo le
he ofendido, pero hágase cargo: soy un estudiante enfermo y pobre, abrumado
por la miseria así lo dijo: «abrumado» . Tuve que dejar la universidad, porque
no podía atender a mis necesidades. Pero he de recibir dinero: me lo enviarán
mi madre y mi hermana, que residen en el distrito de ... Entonces pagaré. Mi
patrona es una buena mujer, pero está tan indignada al ver que he perdido los
alumnos que tenía y que no le pago desde hace cuatro meses, que ni siquiera
me da mi ración de comida. En cuanto a su reclamación, no la comprendo. Me
exige que le pague en seguida. ¿Acaso puedo hacerlo? Juzguen ustedes
mismos.
Todo eso no nos incumbe volvió a decir el secretario.
Permítame, permítame. Estoy completamente de acuerdo con usted, pero
permítame que les dé ciertas explicaciones.
Raskolnikof seguía dirigiéndose al comisario y no al secretario. También
procuraba atraerse la atención de Ilia Petrovitch, que, afectando una actitud
desdeñosa, pretendía demostrarle que no le escuchaba, sino que estaba
absorto en el examen de sus papeles.
Permítame explicarle que hace tres años, desde que llegué de mi provincia,
soy huésped de esa señora, y que al principio..., no tengo por qué ocultarlo...,
al principio le prometí casarme con su hija. Fue una promesa simplemente
verbal. Yo no estaba enamorado, pero la muchacha no me disgustaba... Yo era
entonces demasiado joven... Mi patrona me abrió un amplio crédito, y empecé
a llevar una vida... No tenía la cabeza bien sentada.
Nadie le ha dicho que refiera esos detalles íntimos, señor le interrumpió
secamente Ilia Petrovitch, con una satisfacción mal disimulada . Además, no
tenemos tiempo para escucharlos.
Para Raskolnikof fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo fogosamente.
Permítame, permítame explicar, sólo a grandes rasgos, cómo ha ocurrido todo
esto, aunque esté de acuerdo con usted en que mis palabras son inútiles...
Hace un año murió del tifus la muchacha y yo seguí hospedándome en casa de
la señora Zarnitzine. Y cuando mi patrona se trasladó a la casa donde ahora
habita, me dijo amistosamente que tenía entera confianza en mí; pero que
desearía que le firmase un pagaré de ciento quince rublos, cantidad que, según
mis cálculos, le debía... Permítame... Ella me aseguró que, una vez en
posesión del documento, seguiría concediéndome un crédito ilimitado y que
jamás, jamás..., repito sus palabras..., pondría el pagaré en circulación. Y ahora
que no tengo lecciones ni dinero para comer, me exige que le pague... Es
inexplicable.
Esos detalles patéticos no nos interesan, señor dijo Ilia Petrovitch con ruda
franqueza . Usted ha de limitarse a prestar la declaración y a firmar el
compromiso escrito que se le exige. La historia de sus amores y todas esas
tragedias y lugares comunes no nos conciernen en absoluto.
No hay que ser tan duro murmuró el comisario, yendo a sentarse en su mesa
y empezando a firmar papeles. Parecía un poco avergonzado.
Escriba usted dijo el secretario a Raskolnikof.
¿Qué he de escribir? preguntó ásperamente el denunciado.
Lo que yo le dicte.
Raskolnikof creyó advertir que el joven secretario se mostraba más desdeñoso
con él después de su confesión; pero, cosa extraña, a él ya no le importaban lo
más mínimo los juicios ajenos sobre su persona. Este cambio de actitud se
había producido en Raskolnikof súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos. Si
hubiese reflexionado, aunque sólo hubiera sido un minuto, se habría
asombrado, sin duda, de haber podido hablar como lo había hecho con
aquellos funcionarios, a los que incluso obligó a escuchar sus confidencias. ¿A
qué se debería su nuevo y repentino estado de ánimo? Si en aquel momento
apareciese la habitación llena no de empleados de la policía, sino de sus
amigos más íntimos, no habría sabido qué decirles, no habría encontrado una
sola palabra sincera y amistosa en el gran vacío que se había hecho en su
alma. Le había invadido una lúgubre impresión de infinito y terrible aislamiento.
No era el bochorno de haberse entregado a tan efusivas confidencias ante Ilia
Petrovitch, ni la actitud jactanciosa y triunfante del oficial, lo que había
producido semejante revolución en su ánimo. ¡Qué le importaba ya su bajeza!
¡Qué le importaban las arrogancias, los oficiales, las alemanas, las diligencias,
las comisarías...! Aunque le hubiesen condenado a morir en la hoguera, no se
habría inmutado. Es más: apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo,
jamás sentido y que no habría sabido definir, se había producido en su interior.
Comprendía, sentía con todo su ser que ya no podría conversar sinceramente
con nadie, hacer confidencia alguna, no sólo a los empleados de la comisaría,
sino ni siquiera a sus parientes más próximos: a su madre, a su hermana...
Nunca había experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho
de que él se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento razonado,
sino de una sensación, la más espantosa y torturante que había tenido en su
vida, aumentaba su tormento.
El secretario de la comisaría empezó a dictarle la fórmula de declaración
utilizada en tales casos. «No siéndome posible pagar ahora, prometo saldar mi
deuda en... (tal fecha). Igualmente, me comprometo a no salir de la capital, a
no vender mis bienes, a no regalarlos...»
¿Qué le pasa que apenas puede escribir? La pluma se le cae de las manos
dijo el secretario, observando a Raskolnikof atentamente . ¿Está usted
enfermo?
Si... Me ha dado un mareo... Continúe.
Ya está. Puede firmar.
El secretario tomó la hoja de manos de Raskolnikof y se volvió hacia los que
esperaban.
Raskolnikof entregó la pluma, pero, en vez de levantarse, apoyó los codos en
la mesa y hundió la cabeza entre las manos. Tenía la sensación de que le
estaban barrenando el cerebro. De súbito le acometió un pensamiento
incomprensible: levantarse, acercarse al comisario y referirle con todo detalle el
episodio de la vieja; luego llevárselo a su habitación y mostrarle las joyas
escondidas detrás del papel de la pared. Tan fuerte fue este impulso que se
levantó dispuesto a llevar a cabo el propósito, pero de pronto se dijo: «¿No
será mejor que lo piense un poco, aunque sea un minuto...? No, lo mejor es no
pensarlo y quitarse de encima cuanto antes esta carga.
Pero se detuvo en seco y quedó clavado en el sitio. El comisario hablaba
acaloradamente con Ilia Petrovitch. Raskolnikof le oyó decir:
Es absurdo. Habrá que ponerlos en libertad a los dos. Todo contradice
semejante acusación. Si hubiesen cometido el crimen, ¿con qué fin habrían ido
a buscar al portero? ¿Para delatarse a sí mismos? ¿Para desorientar? No, es
un ardid demasiado peligroso. Además, a Pestriakof, el estudiante, le vieron los
dos porteros y una tendera ante la puerta en el momento en que llegó. Iba
acompañado de tres amigos que le dejaron pero en cuya presencia preguntó al
portero en qué piso vivía la vieja. ¿Habría hecho esta pregunta si hubiera ido a
la casa con el propósito que se le atribuye? En cuanto a Koch, estuvo media
hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir a casa de la vieja. Eran
exactamente las ocho menos cuarto cuando subió. Reflexionemos...
Permítame. ¿Qué explicación puede darse a la contradicción en que han
incurrido? Afirman que llamaron, que la puerta estaba cerrada. Sin embargo,
tres minutos después, cuando vuelven a subir con el portero, la puerta está
abierta.
Ésa es la cuestión principal. No cabe duda de que el asesino estaba en el piso
y había echado el cerrojo. Seguro que lo habrían atrapado si Koch no hubiese
cometido la tontería de abandonar la guardia para bajar en busca de su amigo.
El asesino aprovechó ese momento para deslizarse por la escalera y escapar
ante sus mismas narices. Koch está aterrado; no cesa de santiguarse y decir
que si se hubiese quedado junto a la puerta del piso, el asesino se habría
arrojado sobre él y le habría abierto la cabeza de un hachazo. Va a hacer
cantar un Tedeum...
¿Y nadie ha visto al asesino?
¿Cómo quiere usted que lo vieran? dijo el secretario, que desde su puesto
estaba atento a la conversación . Esa casa es un arca de Noé.
La cosa no puede estar más clara dijo el comisario, en un tono de convicción.
Por el contrario, está oscurísima replicó Ilia Petrovitch.
Raskolnikof cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Pero no llegó a ella...
Cuando volvió en sí, se vio sentado en una silla. Alguien le sostenía por el lado
derecho. A su izquierda, otro hombre le presentaba un vaso amarillento lleno
de un líquido del mismo color. El comisario, Nikodim Fomitch, de pie ante él, le
miraba fijamente. Raskolnikof se levantó.
¿Qué le ha pasado? ¿Está enfermo? le preguntó el comisario secamente.
Apenas podía sostener la pluma hace un momento, cuando escribía su
declaración observó el secretario, volviendo a sentarse y empezando de nuevo
a hojear papeles.
¿Hace mucho tiempo que está usted enfermo? gritó Ilia Petrovitch desde su
mesa, donde también estaba hojeando papeles. Se había acercado como
todos los demás, a Raskolnikof y le había examinado durante su
desvanecimiento. Cuando vio que volvía en sí, se apresuró a regresar a su
puesto.
Desde anteayer balbuceó Raskolnikof.
¿Salió usted ayer?
Sí.
¿Aun estando enfermo?
Sí.
¿A qué hora?
De siete a ocho.
Permítame que le pregunte dónde estuvo.
En la calle.
He aquí una contestación clara y breve.
Raskolnikof había dado estas respuestas con voz dura y entrecortada. Estaba
pálido como un lienzo. Sus grandes ojos, negros y ardientes, no se abatían
ante la mirada de Ilia Petrovitch.
Apenas puede tenerse en pie, y tú todavía... empezó a decir el comisario.
No se preocupe repuso Ilia Petrovitch con acento enigmático.
Nikodim Fomitch iba a decir algo más, pero su mirada se encontró casualmente
con la del secretario, que estaba fija en él, y esto fue suficiente para que se
callara. Se hizo un silencio general, repentino y extraño.
Ya no le necesitamos dijo al fin Ilia Petrovitch . Puede usted marcharse.
Raskolnikof se fue. Apenas hubo salido, la conversación se reanudó entre los
policías con gran vivacidad. La voz del comisario se oía más que las de sus
compañeros. Parecía hacer preguntas.
Ya en la calle, Raskolnikof recobró por completo la calma.
«Sin duda, van a hacer un registro, y en seguida se decía mientras se
encaminaba a su alojamiento . ¡Los muy canallas! Sospechan de mí.»
Y el terror que le dominaba poco antes volvió a apoderarse de él enteramente.
II
Y si el registro se ha efectuado ya? También podría ser que me encontrase con
la policía en casa.»
Pero en su habitación todo estaba en orden y no había nadie. Nastasia no
había tocado nada.
«Señor, ¿cómo habré podido dejar las joyas ahí?»
Corrió al rincón, introdujo la mano detrás del papel, retiró todos los objetos y
fue echándolos en sus bolsillos. En total eran ocho piezas: dos cajitas que
contenían pendientes o algo parecido (no se detuvo a mirarlo); cuatro
pequeños estuches de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un trozo de
papel de periódico, y otro envoltorio igual que, al parecer, contenía una
condecoración. Raskolnikof repartió todo esto por sus bolsillos, procurando que
no abultara demasiado, cogió también la bolsita y salió de la habitación,
dejando la puerta abierta de par en par.
Avanzaba con paso rápido y firme. Estaba rendido, pero conservaba la lucidez
mental. Temía que la policía estuviera ya tomando medidas contra él; que al
cabo de media hora, o tal vez sólo de un cuarto, hubiera decidido seguirle. Por
lo tanto, había que apresurarse a hacer desaparecer aquellos objetos
reveladores. No debía cejar en este propósito mientras le quedara el menor
residuo de fuerzas y de sangre fría... ¿Adónde ir...? Este punto estaba ya
resuelto. «Arrojaré las cosas al canal y el agua se las tragará, de modo que no
quedará ni rastro de este asunto.» Así lo había decidido la noche anterior, en
medio de su delirio, e incluso había intentado varias veces levantarse para
llevar a cabo cuanto antes la idea.
Sin embargo, la ejecución de este plan presentaba grandes dificultades.
Durante más de media hora se limitó a errar por el malecón del canal,
inspeccionando todas las escaleras que conducían al agua. En ninguna podía
llevar a la práctica su propósito. Aquí había un lavadero lleno de lavanderas,
allí varias barcas amarradas a la orilla. Además, el malecón estaba repleto de
transeúntes. Se le podía ver desde todas partes, y a quien lo viera le extrañaría
que un hombre bajara las escaleras expresamente para echar una cosa al
agua. Por añadidura, los estuches podían quedar flotando, y entonces todo el
mundo los vería. Lo peor era que las personas con que se cruzaba le miraban
de un modo singular, como si él fuera lo único que les interesara. «¿Por qué
me mirarán así? se decía . ¿O todo será obra de mi imaginación?»
Al fin pensó que acaso sería preferible que se dirigiera al Neva. En sus
malecones había menos gente. Allí llamaría menos la atención, le sería más
fácil tirar las joyas y detalle importantísimo estaría más lejos de su barrio.
De pronto se preguntó, asombrado, por qué habría estado errando durante
media hora ansiosamente por lugares peligrosos, cuando se le ofrecía una
solución tan clara. Había perdido media hora entera tratando de poner en
práctica un plan insensato forjado en un momento de desvarío. Cada vez era
más propenso a distraerse, su memoria vacilaba, y él se daba cuenta de ello.
Había que apresurarse.
Se dirigió al Neva por la avenida V. Pero por el camino tuvo otra idea. ¿Por qué
ir al Neva? ¿Por qué arrojar los objetos al agua? ¿No era preferible ir a
cualquier lugar lejano, a las islas, por ejemplo, buscar un sitio solitario en el
interior de un bosque y enterrar las cosas al pie de un árbol, anotando
cuidadosamente el lugar donde se hallaba el escondite? Aunque sabía que en
aquel momento era incapaz de razonar lógicamente, la idea le pareció
sumamente práctica.
Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la
plaza que hay al final de la avenida V. vio a su izquierda la entrada de un gran
patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no
haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura
considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera
que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se
desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y
cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo
rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de
carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba
cubierto de un negro polvillo de carbón.
«He aquí un buen sitio para tirar las joyas pensó . Después se va uno, y
asunto concluido.»
Advirtiendo que no había nadie, penetró en el patio. Cerca de la puerta, ante la
empalizada, había uno de esos canalillos que suelen verse en los edificios
donde hay talleres. En la valla, sobre el canal, alguien había escrito con tiza y
con las faltas de rigor: «Proivido acer aguas menores.» Desde luego,
Raskolnikof no pensaba llamar la atención deteniéndose allí. Pensó: «Podría
tirarlo todo aquí, en cualquier parte, y marcharme.
Miró nuevamente en todas direcciones y se llevó la mano al bolsillo. Pero en
ese momento vio cerca del muro exterior, entre la puerta y el pequeño canal,
una enorme piedra sin labrar, que debía de pesar treinta kilos largos. Del otro
lado del muro, de la calle, llegaba el rumor de la gente, siempre abundante en
aquel lugar. Desde fuera nadie podía verle, a menos que se asomara al patio.
Sin embargo, esto podía suceder; por lo tanto, había que obrar rápidamente.
Se inclinó sobre la piedra, la cogió con ambas manos por la parte de arriba,
reunió todas sus fuerzas y consiguió darle la vuelta. En el suelo apareció una
cavidad. Raskolnikof vació en ella todo lo que llevaba en los bolsillos. La bolsita
fue lo último que depositó. Sólo el fondo de la cavidad quedó ocupado. Volvió a
rodar la piedra y ésta quedó en el sitio donde antes estaba. Ahora sobresalía
un poco más; pero Raskolnikof arrastró hasta ella un poco de tierra con el pie y
todo quedó como si no se hubiera tocado.
Salió y se dirigió a la plaza. De nuevo una alegría inmensa, casi insoportable,
se apoderó momentáneamente de él. No había quedado ni rastro. «¿Quién
podrá pensar en esa piedra? ¿A quién se le ocurrirá buscar debajo?
Seguramente está ahí desde que construyeron la casa, y Dios sabe el tiempo
que permanecerá en ese sitio todavía. Además, aunque se encontraran las
joyas, ¿quién pensaría en mí? Todo ha terminado. Ha desaparecido hasta la
última prueba.» Se echó a reír. Sí, más tarde recordó que se echó a reír con
una risita nerviosa, muda, persistente. Aún se reía cuando atravesó la plaza.
Pero su hilaridad cesó repentinamente cuando llegó al bulevar donde días
atrás había encontrado a la jovencita embriagada.
Otros pensamientos acudieron a su mente. Le aterraba la idea de pasar ante el
banco donde se había sentado a reflexionar cuando se marchó la muchacha.
El mismo temor le infundía un posible nuevo encuentro con el gendarme
bigotudo al que había entregado veinte kopeks. «¡El diablo se lo lleve!
Siguió su camino, lanzando en todas direcciones miradas coléricas y
distraídas. Todos sus pensamientos giraban en torno a un solo punto, cuya
importancia reconocía. Se daba perfecta cuenta de que por primera vez desde
hacía dos meses se enfrentaba a solas y abiertamente con el asunto.
«¡Que se vaya todo al diablo! se dijo de pronto, en un arrebato de cólera . El
vino está escanciado y hay que beberlo. El demonio se lleve a la vieja y a la
nueva vida... ¡Qué estúpido es todo esto, Señor! ¡Cuántas mentiras he dicho
hoy! ¡Y cuántas bajezas he cometido! ¡En qué miserables vulgaridades he
incurrido para atraerme la benevolencia del detestable Ilia Petrovitch! Pero,
¡bah!, qué importa. Me río de toda esa gente y de las torpezas que yo haya
podido cometer. No es esto lo que debo pensar ahora...»
De súbito se detuvo; acababa de planteársele un nuevo problema, tan
inesperado como sencillo, que le dejó atónito. «Si, como crees, has procedido
en todo este asunto como un hombre inteligente y no como un imbécil, si
perseguías una finalidad claramente determinada, ¿cómo se explica que no
hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te hayas
preocupado de averiguar lo que ha producido ese acto por el que has tenido
que afrontar toda suerte de peligros y horrores? Hace un momento estabas
dispuesto a arrojar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera has mirado...
¿Qué explicación puedes dar a esto?»
Todas estas preguntas tenían un sólido fundamento. Lo sabia desde antes de
hacérselas. La noche en que había resuelto tirarlo todo al agua había tomado
esta decisión sin vacilar, como si hubiese sido imposible obrar de otro modo.
Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles. Sabía que
todo había de ocurrir como estaba ocurriendo; lo sabía desde el momento
mismo en que había sacado los estuches del arca sobre la cual estaba
inclinado... Sí, lo sabía perfectamente.
«La causa de todo es que estoy muy enfermo se dijo al fin sombríamente . Me
torturo y me hiero a mí mismo. Soy incapaz de dirigir mis actos. Ayer, anteayer
y todos estos días no he hecho más que martirizarme... Cuando esté curado,
ya no me atormentaré. Pero ¿y si no me curo nunca? ¡Señor, qué harto estoy
de toda esta historia...!»
Mientras así reflexionaba, proseguía su camino. Anhelaba librarse de estas
preocupaciones, pero no sabía cómo podría conseguirlo. Una sensación nueva
se apoderó de él con fuerza irresistible, y su intensidad aumentaba por
momentos. Era un desagrado casi físico, un desagrado pertinaz, rencoroso, por
todo lo que encontraba en su camino, por todas las cosas y todas las personas
que lo rodeaban. Le repugnaban los transeúntes, sus caras, su modo de andar,
sus menores movimientos. Sentía deseos de escupirles a la cara, estaba
dispuesto a morder a cualquiera que le hablase.
Al llegar al malecón del Pequeño Neva, en Vasilievski Ostrof, se detuvo en
seco cerca del puente.
«May vive en esa casa pensó . Pero ¿qué significa esto? Mis pies me han
traído maquinalmente a la vivienda de
Rasumikhine. Lo mismo me ocurrió el otro día. Esto es verdaderamente
chocante. ¿He venido expresamente o estoy agua por obra del azar? Pero esto
poco importa. El caso es que dije que vendría a casa de Rasumikhine "al día
siguiente". Pues bien, ya he venido. ¿Acaso tiene algo de particular que le
haga una visita?»
Subió al quinto piso. En él habitaba Rasumikhine.
Se hallaba éste escribiendo en su habitación. Él mismo fue a abrir. No se
habían visto desde hacía cuatro meses. Llevaba una bata vieja, casi hecha
jirones. Sus pies sólo estaban protegidos por unas pantuflas. Tenía revuelto el
cabello. No se había afeitado ni lavado. Se mostró asombrado al ver a
Raskolnikof.
¿De dónde sales? exclamó mirando a su amigo de pies a cabeza. Después
lanzó un silbido . ¿Tan mal te van las cosas? Evidentemente, hermano, nos
aventajas a todos en elegancia añadió, observando los andrajos de su
camarada . Siéntate; pareces cansado.
Y cuando Raskolnikof se dejó caer en el diván turco, tapizado de una tela vieja
y rozada (un diván, entre paréntesis, peor que el suyo), Rasumikhine advirtió
que su amigo parecía no encontrarse bien.
Tú estás enfermo, muy enfermo. ¿Te has dado cuenta?
Intentó tomarle el pulso, pero Raskolnikof retiró la mano.
¡Bah! ¿Para qué? dijo He venido porque... me he quedado sin lecciones..., y
yo quisiera... No, no me hacen falta para nada las lecciones.
Rasumikhine le observaba atentamente.
¿Sabes una cosa, amigo? Estás delirando.
Nada de eso; yo no deliro replicó Raskolnikof levantándose.
Al subir a casa de Rasumikhine no había tenido en cuenta que iba a verse
frente a frente con su amigo, y una entrevista, con quienquiera que fuese, le
parecía en aquellos momentos lo más odioso del mundo. Apenas hubo
franqueado la puerta del piso, sintió una cólera ciega contra Rasumikhine.
¡Adiós! exclamó dirigiéndose a la puerta.
¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco?
¡Déjame! dijo Raskolnikof retirando bruscamente la mano que su amigo le
había cogido.
Entonces, ¿a qué diablos has venido? Has perdido el juicio. Esto es una
ofensa para mí. No consentiré que te vayas así.
Bien, escucha. He venido a tu casa porque no conozco a nadie más que a ti
para que me ayude a volver a empezar. Tú eres mejor que todos los demás, es
decir, más inteligente, más comprensivo... Pero ahora veo que no necesito
nada, ¿entiendes?, absolutamente nada... No me hacen falta los servicios ni la
simpatía de los demás... Estoy solo y me basto a mí mismo... Esto es todo.
Déjame en paz.
¡Pero escucha un momento, botarate! ¿Es que te has vuelto loco? Puedes
hacer lo que quieras, pero yo tampoco tengo lecciones y me río de eso. Estoy
en tratos con el librero Kheruvimof, que es una magnífica lección en su género.
Yo no lo cambiaría por cinco lecciones en familias de comerciantes. Ese
hombre publica libritos sobre ciencias naturales, pues esto se vende como el
pan. Basta buscar buenos títulos. Me has llamado imbécil más de una vez,
pero estoy seguro de que hay otros más tontos que yo. Mi editor, que es poco
menos que analfabeto, quiere seguir la corriente de la moda, y yo,
naturalmente, le animo... Mira, aquí hay dos pliegos y medio de texto alemán.
Puro charlatanismo, a mi juicio. Dicho en dos palabras, la cuestión que estudia
el autor es la de si la mujer es un ser humano. Naturalmente, él opina que sí y
su labor consiste en demostrarlo elocuentemente. Kheruvimof considera que
este folleto es de actualidad en estos momentos en que el feminismo está de
moda, y yo me encargo de traducirlo. Podrá convertir en seis los dos pliegos y
medio de texto alemán. Le pondremos un título ampuloso que llene media
página y se venderá a cincuenta kopeks el ejemplar. Será un buen negocio. Se
me paga la traducción a seis rublos el pliego, o sea quince rublos por todo el
trabajo. Ya he cobrado seis por adelantado. Cuando terminemos este folleto
traduciremos un libro sobre las ballenas, y para después ya hemos elegido
unos cuantos chismes de Les Confessions. También los traduciremos. Alguien
ha dicho a Kheruvimof que Rousseau es una especie de Radiscev.
Naturalmente, yo no he protestado. ¡Que se vayan al diablo...! Bueno, ¿quieres
traducir el segundo pliego del folleto Es la mujer un ser humano? Si quieres,
coge inmediatamente el pliego, plumas, papel (todos estos gastos van a cargo
del editor), y aquí tienes tres rublos: como yo he recibido seis adelantados por
toda la traducción, a ti te corresponden tres. Cuando hayas traducido el pliego,
recibirás otros tres. Pero que te conste que no tienes nada que agradecerme.
Por el contrario, apenas te he visto entrar, he pensado en tu ayuda. En primer
lugar, yo no estoy muy fuerte en ortografía, y en segundo, mis conocimientos
del alemán son más que deficientes. Por eso me veo obligado con frecuencia a
inventar, aunque me consuelo pensando que la obra ha de ganar con ello. Es
posible que me equivoque... Bueno,¿aceptas?
Raskolnikof cogió en silencio el pliego de texto alemán y los tres rublos y se
marchó sin pronunciar palabra. Rasumikhine le siguió con una mirada de
asombro. Cuando llegó a la primera esquina, Raskolnikof volvió
repentinamente sobre sus pasos y subió de nuevo al alojamiento de su amigo.
Ya en la habitación, dejó el pliego y los tres rublos en la mesa y volvió a
marcharse, sin desplegar los labios.
Rasumikhine perdió al fin la paciencia.
¡Decididamente, te has vuelto loco! vociferó . ¿Qué significa esta comedia?
¿Quieres volverme la cabeza del revés? ¿Para qué demonio has venido?
No necesito traducciones murmuró Raskolnikof sin dejar de bajar la escalera.
Entonces, ¿qué es lo que necesitas? le gritó Rasumikhine desde el rellano.
Raskolnikof siguió bajando en silencio.
Oye, ¿dónde vives?
No obtuvo respuesta.
¡Vete al mismísimo infierno!
Pero Raskolnikof estaba ya en la calle. Iba por el puente de Nicolás, cuando
una aventura desagradable le hizo volver en sí momentáneamente. Un cochero
cuyos caballos estuvieron a punto de arrollarlo le dio un fuerte latigazo en la
espalda después de haberle dicho a gritos tres o cuatro veces que se apartase.
Este latigazo despertó en él una ira ciega. Saltó hacia el pretil (sólo Dios sabe
por qué hasta entonces había ido por medio de la calzada) rechinando los
dientes. Todos los que estaban cerca se echaron a reír.
¡Bien hecho!
¡Estos granujas!
Conozco a estos bribones. Se hacen el borracho, se meten bajo las ruedas y
uno tiene que pagar daños y perjuicios.
Algunos viven de eso.
Aún estaba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, ardiendo de ira,
siguiendo con la mirada el coche que se alejaba, cuando notó que alguien le
ponía una moneda en la mano. Volvió la cabeza y vio a una vieja cubierta con
un gorro y calzada con borceguíes de piel de cabra, acompañada de una joven
su hija sin duda que llevaba sombrero y una sombrilla verde.
Toma esto, hermano, en nombre de Cristo.
Él tomó la moneda y ellas continuaron su camino. Era una pieza de veinte
kopeks. Se comprendía que, al ver su aspecto y su indumentaria, le hubieran
tomado por un mendigo. La generosa ofrenda de los veinte kopeks se debía,
sin duda, a que el latigazo había despertado la compasión de las dos mujeres.
Apretando la moneda con la mano, dio una veintena de pasos más y se detuvo
de cara al río y al Palacio de Invierno. En el cielo no había ni una nube, y el
agua del Neva cosa extraordinaria era casi azul. La cúpula de la catedral de
San Isaac (aquél era precisamente el punto de la ciudad desde donde mejor se
veía) lanzaba vivos reflejos. En el transparente aire se distinguían hasta los
menores detalles de la ornamentación de la fachada.
El dolor del latigazo iba desapareciendo, y Raskolnikof, olvidándose de la
humillación sufrida. Una idea, vaga pero inquietante, le dominaba. Permanecía
inmóvil, con la mirada fija en la lejanía. Aquel sitio le era familiar. Cuando iba a
la universidad tenía la costumbre de detenerse allí, sobre todo al regresar (lo
había hecho más de cien veces), para contemplar el maravilloso panorama. En
aquellos momentos experimentaba una sensación imprecisa y confusa que le
llenaba de asombro. Aquel cuadro esplendoroso se le mostraba frío, algo así
como ciego y sordo a la agitación de la vida... Esta triste y misteriosa impresión
que invariablemente recibía le desconcertaba, pero no se detenía a analizarla:
siempre dejaba para más adelante la tarea de buscarle una explicación...
Ahora recordaba aquellas incertidumbres, aquellas vagas sensaciones, y este
recuerdo, a su juicio, no era puramente casual. El simple hecho de haberse
detenido en el mismo sitio que antaño, como si hubiese creído que podía tener
los mismos pensamientos e interesarse por los mismos espectáculos que
entonces, e incluso que hacía poco, le parecía absurdo, extravagante y hasta
algo cómico, a pesar de que la amargura oprimía su corazón. Tenía la
impresión de que todo este pasado, sus antiguos pensamientos e intenciones,
los fines que había perseguido, el esplendor de aquel paisaje que tan bien
conocía, se había hundido hasta desaparecer en un abismo abierto a sus
pies... Le parecía haber echado a volar y ver desde el espacio como todo
aquello se esfumaba.
Al hacer un movimiento maquinal, notó que aún tenía en su mano cerrada la
pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un momento mirando fijamente
la moneda y luego levantó el brazo y la arrojó al río.
Inmediatamente emprendió el regreso a su casa. Tenía la impresión de que
había cortado, tan limpiamente como con unas tijeras, todos los lazos que le
unían a la humanidad, a la vida...
Caía la noche cuando llegó a su alojamiento. Por lo tanto, había estado
vagando durante más de seis horas. Sin embargo, ni siquiera recordaba por
qué calles había pasado. Se sentía tan fatigado como un caballo después de
una carrera. Se desnudó, se tendió en el diván, se echó encima su viejo
sobretodo y se quedó dormido inmediatamente.
La oscuridad era ya completa cuando le despertó un grito espantoso. ¡Qué
grito, Señor...! Y después... Jamás había oído Raskolnikof gemidos, aullidos,
sollozos, rechinar de dientes, golpes, como los que entonces oyó. Nunca
habría podido imaginarse un furor tan bestial.
Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo.
Pero los golpes, los lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. De
súbito, con profundo asombro, reconoció la voz de su patrona. La viuda
lanzaba ayes y alaridos. Las palabras salían de su boca anhelantes; debía de
suplicar que no le pegasen más, pues seguían golpeándola brutalmente. Esto
sucedía en la escalera. La voz del verdugo no era sino un ronquido furioso;
hablaba con la misma rapidez, y sus palabras, presurosas y ahogadas, eran
igualmente ininteligibles.
De pronto, Raskolnikof empezó a temblar como una hoja. Acababa de
reconocer aquella voz. Era la de Ilia Petrovitch. Ilia Petrovitch estaba allí
tundiendo a la patrona. La golpeaba con los pies, y su cabeza iba a dar contra
los escalones; esto se deducía claramente del sonido de los golpes y de los
gritos de la víctima.
Todo el mundo se conducía de un modo extraño. La gente acudía a la
escalera, atraída por el escándalo, y allí se aglomeraba. Salían vecinos de
todos los pisos. Se oían exclamaciones, ruidos de pasos que subían o bajaban,
portazos...
«¿Pero por qué le pegan de ese modo? ¿Y por qué lo consienten los que lo
ven?», se preguntó Raskolnikof, creyendo haberse vuelto loco.
Pero no, no se había vuelto loco, ya que era capaz de distinguir los diversos
ruidos...
Por lo tanto, pronto subirían a su habitación. «Porque, seguramente, todo esto
es por lo de ayer... ¡Señor, Señor...!»
Intentó pasar el pestillo de la puerta, pero no tuvo fuerzas para levantar el
brazo. Por otra parte, ¿para qué? El terror helaba su alma, la paralizaba... Al
fin, aquel escándalo que había durado diez largos minutos se extinguió poco a
poco. La patrona gemía débilmente. Ilia Petrovitch seguía profiriendo
juramentos y amenazas. Después, también él enmudeció y ya no se le volvió a
oír.
«¡Señor! ¿Se habrá marchado? No, ahora se va. Y la patrona también,
gimiendo, hecha un mar de lágrimas...»
Un portazo. Los inquilinos van regresando a sus habitaciones. Primero lanzan
exclamaciones, discuten, se interpelan a gritos; después sólo cambian
murmullos. Debían de ser muy numerosos; la casa entera debía de haber
acudido.
¿Qué significa todo esto, Señor? ¿Para qué, en nombre del cielo, habrá venido
este hombre aquí?»
Raskolnikof, extenuado, volvió a echarse en el diván. Pero no consiguió
dormirse. Habría transcurrido una media hora, y era presa de un horror que no
había experimentado jamás, cuando, de pronto, se abrió la puerta y una luz
iluminó el aposento. Apareció Nastasia con una bujía y un plato de sopa en las
manos. La sirvienta lo miró atentamente y, una vez segura de que no estaba
dormido, depositó la bujía en la mesa y luego fue dejando todo lo demás: el
pan, la sal, la cuchara, el plato.
Seguramente no has comido desde ayer. Te has pasado el día en la calle
aunque ardías de fiebre.
Oye, Nastasia: ¿por qué le han pegado a la patrona?
Ella lo miró fijamente.
¿Quién le ha pegado?
Ha sido hace poco..., cosa de una media hora... En la escalera... Ilia
Petrovitch, el ayudante del comisario de policía, le ha pegado. ¿Por qué? ¿A
qué ha venido...?
Nastasia frunció las cejas y le observó en silencio largamente. Su inquisitiva
mirada turbó a Raskolnikof e incluso llegó a atemorizarle.
¿Por qué no me contestas, Nastasia? preguntó con voz débil y acento tímido.
Esto es la sangre murmuró al fin la sirvienta, como hablando consigo misma.
¿La sangre? ¿Qué sangre? balbuceó él, palideciendo y retrocediendo hacia la
pared.
Nastasia seguía observándole.
Nadie le ha pegado a la patrona lijo con voz firme y severa.
Él se quedó mirándola, sin respirar apenas.
Lo he oído perfectamente murmuró con mayor apocamiento aún . No estaba
dormido; estaba sentado en el diván, aquí mismo... lo he estado oyendo un
buen rato... El ayudante del comisario ha venido... Todos los vecinos han salido
a la escalera...
Aquí no ha venido nadie. Es la sangre lo que te ha trastornado. Cuando la
sangre no circula bien, se cuaja en el hígado y uno delira... Bueno, ¿vas a
comer o no?
Raskolnikof no contestó. Nastasia, inclinada sobre él, seguía observándole
atentamente y no se marchaba.
Dame agua, Nastasiuchka.
Ella se fue y reapareció al cabo de dos minutos con un cantarillo. Pero en este
punto se interrumpieron los pensamientos de Raskolnikof. Pasado algún
tiempo, se acordó solamente de que había tomado un sorbo de agua fresca y
luego vertido un poco sobre su pecho. Inmediatamente perdió el conocimiento.
III
Sin embargo, no estuvo por completo inconsciente durante su enfermedad: era
el suyo un estado febril en el que cierta lucidez se mezclaba con el delirio.
Andando el tiempo, recordó perfectamente los detalles de este período. A
veces le parecía ver varias personas reunidas alrededor de él. Se lo querían
llevar. Hablaban de él y disputaban acaloradamente. Después se veía solo:
inspiraba horror y todo el mundo le había dejado. De vez en cuando, alguien se
atrevía a entreabrir la puerta y le miraba y le amenazaba. Estaba rodeado de
enemigos que le despreciaban y se mofaban de él. Reconocía a Nastasia y
veía a otra persona a la que estaba seguro de conocer, pero que no recordaba
quién era, lo que le llenaba de angustia hasta el punto de hacerle llorar. A
veces le parecía estar postrado desde hacía un mes; otras, creía que sólo
llevaba enfermo un día. Pero el... suceso lo había olvidado completamente. Sin
embargo, se decía a cada momento que había olvidado algo muy importante
que debería recordar, y se atormentaba haciendo desesperados esfuerzos de
memoria. Pasaba de los arrebatos de cólera a los de terror. Se incorporaba en
su lecho y trataba de huir, pero siempre había alguien cerca que le sujetaba
vigorosamente. Entonces él caía nuevamente en el diván, agotado,
inconsciente. Al fin volvió en sí.
Eran las diez de la mañana. El sol, como siempre que hacía buen tiempo,
entraba a aquella hora en la habitación, trazaba una larga franja luminosa en la
pared de la derecha e iluminaba el rincón inmediato a la puerta. Nastasia
estaba a su cabecera. Cerca de ella había un individuo al que Raskolnikof no
conocía y que le observaba atentamente. Era un mozo que tenía aspecto de
cobrador. La patrona echó una mirada al interior por la entreabierta puerta.
Raskolnikof se incorporó.
¿Quién es, Nastasia? preguntó, señalando al mozo.
¡Ya ha vuelto en sí! exclamó la sirvienta.
¡Ya ha vuelto en sí! repitió el desconocido.
Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció. Era tímida y
procuraba evitar los diálogos y las explicaciones. Tenía unos cuarenta años,
era gruesa y fuerte, de ojos oscuros, cejas negras y aspecto agradable.
Mostraba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era
exageradamente pudorosa.
¿Quién es usted? preguntó Raskolnikof al supuesto cobrador.
Pero en este momento la puerta se abrió y dio paso a Rasumikhine, que entró
en la habitación inclinándose un poco, por exigencia de su considerable
estatura.
¡Esto es un camarote! exclamó . Estoy harto de dar cabezadas al techo. ¡Y a
esto llaman habitación...! ¡Bueno, querido; ya has recobrado la razón, según
me ha dicho Pachenka!
Acaba de recobrarla dijo la sirvienta.
Acaba de recobrarla repitió el mozo como un eco, con cara risueña.
¿Y usted quién es? le preguntó rudamente Rasumikhine . Yo me llamo
Vrasumivkine y no Rasumikhine, como me llama todo el mundo. Soy
estudiante, hijo de gentilhombre, y este señor es amigo mío. Ahora diga quién
es usted.
Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto asunto.
Entonces, siéntese.
Al decir esto, Rasumikhine cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.
Has hecho bien en volver en ti siguió diciendo . Hace ya cuatro días que no te
alimentas: lo único que has tomado ha sido unas cucharadas de té. Te he
mandado a Zosimof dos veces. ¿Te acuerdas de Zosimof? Te ha reconocido
detenidamente y ha dicho que no tienes nada grave: sólo un trastorno nervioso
a consecuencia de una alimentación deficiente. «Falta de comida dijo . Esto es
lo único que tiene. Todo se arreglará.» Está hecho un tío ese Zosimof. Es ya un
médico excelente... Bueno dijo dirigiéndose al mozo , no quiero hacerle perder
más tiempo. Haga el favor de explicarme el motivo de su visita... Has de saber,
Rodia, que es la segunda vez que la casa Chelopaief envía un empleado. Pero
la visita anterior la hizo otro. ¿Quién es el que vino antes que usted?
Sin duda, usted se refiere al que vino anteayer. Se llama Alexis Simonovitch y,
en efecto, es otro empleado de la casa.
Es un poco más comunicativo que usted, ¿no le parece?
Desde luego, y tiene más capacidad que yo.
¡Laudable modestia! Bien; usted dirá.
Se trata dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof de que, atendiendo a los
deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin
duda, habrá oído hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por
mediación de nuestra oficina. Si está usted en posesión de su pleno juicio le
entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Atanasio
Ivanovitch, el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda,
ya estaría usted informado de esto.
Sí, sí..., ya recuerdo... Vakhruchine... murmuró Raskolnikof, pensativo.
¿Oye usted? exclamó Rasumikhine . Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto,
está en su cabal juicio. Por otra parte, advierto que también usted es un
hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar con sensatez.
Pues sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo
que ya otra vez, atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este
mismo modo. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este servicio y
ha informado del asunto a Simón Simonovitch, rogándole le haga entrega de
treinta y cinco rublos. Aquí están.
Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y
ahora juzgue usted mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades
mentales?
Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me
eche una firma.
Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?
Sí, aquí lo tiene.
Traiga... Vamos, Rodia; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré.
Coge la pluma y pon tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de
las mieles.
No vale la pena dijo Raskolnikof rechazando la pluma.
¿Qué es lo que no vale la pena?
Firmar. No quiero firmar.
¡Ésa es buena! En este caso, la firma es necesaria.
Yo no necesito dinero.
¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy
bien que el dinero te hace falta... Le ruego que tenga un poco de paciencia.
Esto no es nada... Tiene sueños de grandeza. Estas cosas le ocurren incluso
cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido. Entre los
dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos!
Puedo volver a venir.
No, no. ¿Para qué tanta molestia...? ¡Usted es un hombre de buen sentido...!
¡Vamos, Rodia; no entretengas a este señor! ¡Ya ves que está esperando!
Y se dispuso a coger la mano de su amigo.
Deja dijo Raskolnikof . Firmaré.
Cogió la pluma y firmó en el libro. El empleado entregó el dinero y se marchó.
¡Bravo! Y ahora, amigo, ¿quieres comer?
Sí.
¿Hay sopa, Nastasia?
Sí; ayer sobró.
¿Está hecha con pasta de sopa y patatas?
Sí.
Lo sabía. Tráenos también té.
Bien.
Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y una especie de
inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y esperar el desarrollo de los
acontecimientos.
«Me parece que no deliro pensó . Todo esto tiene el aspecto de ser real. p
Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en seguida les
serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos cucharas y dos platos, sino,
cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo, con sal,
pimienta, mostaza para la carne... Hasta estaba limpio el mantel.
Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos
botellitas de cerveza. Sería un buen final.
¡Sabes cuidarte! rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el encargo.
Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia, con inquieta
atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto, Rasumikhine se había
instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el cuello con su brazo izquierdo tan
torpemente como lo habría hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria,
empezó a llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas de
sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo, la sopa
estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió ávidamente una, dos, tres cucharadas.
Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más,
tenía que consultar a Zosimof.
En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.
¿Quieres té, Rodia? preguntó Rasumikhine.
Sí.
Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima, me
parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad... ¡Ah! ¡Llegó la
cerveza!
Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar
con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.
Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días masculló con
la boca llena . Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como es
natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es
esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?
No gaste bromas.
¿Y té?
¡Hombre, eso...!
Sírvete... No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.
Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza
y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en
el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo, la levantó y
empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas
con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del
tratamiento.
Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte
para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e
incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia,
misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de
tener bien agudizados la vista y el oído.
Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de
haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un
brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada
(ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas
eran de una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se sintió
vivamente interesado.
Es necesario que Pachenka nos envíe hoy mismo la frambuesa en dulce para
prepararle un jarabe dijo Rasumikhine volviendo a la mesa y reanudando su
interrumpido almuerzo.
¿Pero de dónde sacará las frambuesas? preguntó Nastasia, que mantenía un
platillo sobre la palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té
en su boca, gota a gota haciéndolo pasar por un terrón de azúcar que sujetaba
con los labios.
Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasia... No
puedes figurarte, Rodia, las cosas que han pasado aquí durante tu
enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como un ladrón, sin decirme
dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida
empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué...! No me acordaba
de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De
tu antiguo domicilio, lo único que recordaba era que estaba en el edificio
Kharlamof, en las Cinco Esquinas... ¡Me harté de buscar! Y al fin resultó que no
estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a veces
unos líos con los nombres...! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a
las oficinas de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al
cabo de dos minutos me daban tu dirección actual. Estás inscrito.
¿Inscrito yo?
¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que
solicitaron mientras yo estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me
informó de todo lo que te había ocurrido, de todo absolutamente. Sí, lo sé todo.
Se lo puedes preguntar a Nastasia. He trabado conocimiento con el comisario
Nikodim Fomitch, me han presentado a Ilia Petrovitch, y conozco al portero, y al
secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof. Finalmente, cuento con la amistad
de Pachenka. Nastasia es testigo.
La has engatusado.
Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.
Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna.
¡Oye, mal educado! replicó Nastasia. Pero en seguida se echó a reír de buena
gana. Cuando se hubo calmado continuó : Soy Petrovna y no Nikiphorovna.
Lo tendré presente... Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo me
propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían
acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conocimiento de mis
veleidades... Por eso no esperaba que fuese tan... complaciente. ¿Qué opinas
tú de todo esto?
Raskolnikof no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de
angustia.
Sí, está incluso demasiado bien informada dijo Rasumikhine, sin que le
afectara el silencio de Raskolnikof y como si asintiera a una respuesta de su
amigo . Conoce todos los detalles.
¡Qué frescura! exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las
genialidades de Rasumikhine.
El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conducta
equivocada. Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un carácter
lleno de imprevistos. En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Pero es
incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida... ¿Y qué
decir del pagaré? Sólo no estando en te juicio pudiste firmarlo. ¡Y ese proyecto
de matrimonio con Natalia Egorovna...! Ya ves que estoy al corriente de todo...
Pero advierto que estoy tocando un punto delicado... Perdóname; soy un
asno... Y, ya que hablamos de esto, ¿no opinas que Prascovia Pavlovna es
menos necia de lo que parece a primera vista?
Sí respondió Raskolnikof entre dientes y volviendo la cabeza, pues había
comprendido que era más prudente dar la impresión de que aceptaba el
diálogo.
¿Verdad que sí?
exclamó Rasumikhine, feliz ante el hecho de que
Raskolnikof le hubiera contestado . Pero esto no quiere decir que sea
inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un carácter verdaderamente raro. A mí
me desorienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los
cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto
autoriza el embuste. Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un
punto de vista intelectual, puramente metafísico, por decirlo así. Pues nuestras
relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las comprendo... En fin,
volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad, que no
dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya no te pudo
considerar como persona de la familia, puesto que su hija había muerto, la
inquietud se apoderó de ella. Y tú, para acabar de echarlo a perder, empezaste
a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te fueras de su casa. Ya
hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y te hizo firmar ese
pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre...
Esto fue una vileza mía declaró Raskolnikof con voz clara y vibrante . Mi
madre está poco menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándome
habitación y comida.
Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la conducta
del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Sin su intervención,
Pachenka no habría dado ningún paso contra ti: es demasiado tímida para eso.
Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo primero que hizo fue
preguntar: «¿Es solvente el firmante del efecto?» Contestación: «Sí, pues tiene
una madre que con su pensión de ciento veinte rublos pagará la deuda de su
Rodienka, aunque para ello haya de quedarse sin comer; y también tiene una
hermana que se vendería como esclava por él.» En esto se basó el señor
Tchebarof... Pero ¿por qué te alteras? Conozco toda la historia. Comprendo
que te expansionaras con Prascovia Pavlovna cuando veías en ella a tu futura
suegra, pero..., te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cuestión. El
hombre honrado y sensible se entrega fácilmente a las confidencias, y el
hombre de negocios las recoge para aprovecharse. En una palabra, ella
endosó el pagaré a Tchebarof, y éste no vaciló en exigir el pago. Cuando me
enteré de todo esto, me propuse, obedeciendo a la voz de mi conciencia,
arreglar el asunto un poco a mi modo, pero, entre tanto, se estableció entre
Pachenka y yo una corriente de buena armonía, y he puesto fin al asunto
atacándolo en sus raíces, por decirlo así. Hemos hecho venir a Tchebarof, le
hemos tapado la boca con una pieza de diez rublos y él nos ha devuelto el
pagaré. Aquí lo tienes; tengo el honor de devolvértelo. Ahora solamente eres
deudor de palabra. Tómalo.
Rasumikhine depositó el documento en la mesa. Raskolnikof le dirigió una
mirada y volvió la cabeza sin desplegar los labios. Rasumikhine se molestó.
Ya veo, querido Rodia, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y
divertirte con mi charla, y veo que no consigo sino irritarte.
¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio? preguntó
Raskolnikof, tras un breve silencio y sin volver la cabeza.
Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de
Zamiotof te produjo verdadero espanto.
¿Zamiotof, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?
Para hacer estas preguntas, Raskolnikof se había vuelto con vivo impulso
hacia Rasumikhine y le miraba fijamente.
Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos hablado
tanto de ti! Por él he sabido todas las cosas que te he contado. Es un excelente
muchacho, Rodia, y más que excelente..., dentro de su género, claro es. Ahora
somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque, ¿sabes una cosa?
Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas de Luisa
Ivanovna?
¿He hablado durante mi delirio?
¡Ya lo creo!
¿Y qué decía?
Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su
juicio... Pero no perdamos tiempo. Hablemos de nuestro asunto.
Se levantó y cogió su gorra.
¿Qué decía?
¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto?
Tranquilízate: no has dicho ni una palabra de tu condesa. Has hablado mucho
de un bulldog, de pendientes, de cadenas de reloj, de la isla Krestovsky, de un
portero... Nikodim Fomitch a Ilia Petrovitch estaban también con frecuencia en
tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas,
seriamente preocupado. No cesabas de repetir, gimoteando: «Dádmela; la
quiero. El mismo Zamiotof empezó a buscarla por todas partes, y no le importó
traerte esa porquería con sus manos, blancas, perfumadas y llenas de sortijas.
Cuando recibiste esa asquerosa bota te calmaste. La tuviste en tus manos
durante veinticuatro horas. No fue posible quitártela. Todavía debe de estar en
el revoltijo de tu ropa de cama. También reclamabas unos bajos de pantalón
deshilachados. ¡Y en qué tono tan lastimero los pedías! Había que oírte.
Hicimos todo lo posible por averiguar de qué bajos se trataba. Pero no hubo
medio de entenderte... Y vamos ya a nuestro asunto. Aquí tienes tus treinta y
cinco rublos. Tomo diez, y dentro de un par de horas estaré de vuelta y te
explicaré lo que he hecho con ellos. He de pasar por casa de Zosimof. Hace
rato que debería haber venido, pues son más de las once... Y tú, Nastenka, no
te olvides de subir frecuentemente durante mi ausencia, para ver si quiere agua
o alguna otra cosa. El caso es que no le falte nada... A Pachenka ya le daré las
instrucciones oportunas al pasar.
Siempre le llama Pachenka, el muy bribón dijo Nastasia apenas hubo salido el
estudiante.
Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder
contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por
saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el joven
parecía haberla subyugado.
Apenas cerró Nastasia la puerta y se fue, el enfermo echó a sus pies la
cubierta y saltó al suelo. Había esperado con impaciencia angustiosa, casi
convulsiva, el momento de quedarse solo para poder hacer lo que deseaba.
Pero ¿qué era lo que deseaba hacer? No conseguía acordarse.
«Señor: sólo quisiera saber una cosa. ¿Lo saben todo o lo ignoran todavía? Tal
vez están aleccionados y no dan a entender nada porque estoy enfermo.
Acaso me reserven la sorpresa de aparecer un día y decirme que lo saben todo
desde hace tiempo y que sólo callaban porque... Pero ¿qué iba yo a hacer? Lo
he olvidado. Parece hecho adrede. Lo he olvidado por completo. Sin embargo,
estaba pensando en ello hace apenas un minuto...»
Permanecía en pie en medio de la habitación y miraba a su alrededor con un
gesto de angustia. Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído... No,
aquello no estaba allí... De súbito creyó acordarse y, corriendo al rincón donde
el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano en el hueco y
hurgó... Tampoco estaba allí. Entonces se fue derecho a la estufa, la abrió y
buscó entre las cenizas.
¡Allí estaban los bajos deshilachados del pantalón y los retales del forro del
bolsillo! Por lo tanto, nadie había buscado en la estufa. Entonces se acordó de
la bota de que Rasumikhine acababa de hablarle. Ciertamente estaba allí, en el
diván, cubierta apenas por la colcha, pero era tan vieja y estaba tan sucia de
barro, que Zamiotof no podía haber visto nada sospechoso en ella.
«Zamiotof..., la comisaría... ¿Por qué me habrán citado? ¿Dónde está la
citación...? Pero ¿qué digo? ¡Si fue el otro día cuando tuve que ir...! También
entonces examiné la bota... ¿Para qué habrá venido Zamiotof? ¿Por qué lo
habrá traído Rasumikhine?»
Estaba extenuado. Volvió a sentarse en el diván.
«¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo
creo que es realidad... ¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y
cuanto antes...! Pero ¿adónde? Además ¿dónde está mi ropa? No tengo botas
tampoco... Ya sé: me las han quitado, las han escondido... Pero ahí está mi
abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones... Y el dinero está sobre la
mesa, afortunadamente... ¡Y el pagaré...! Cogeré el dinero y me iré a alquilar
otra habitación, donde no puedan encontrarme... Sí, pero ¿y la oficina de
empadronamiento? Me descubrirán. Rasumikhine daría conmigo... Es mejor
irse lejos, fuera del país, a América... Desde allí me reiré de ellos... Cogeré el
pagaré: en América me será útil... ¿Qué más me llevaré...? Creen que estoy
enfermo y que no me puedo marchar... ¡Ja, ja, ja...! He leído en sus ojos que lo
saben todo... Lo que me inquieta es tener que bajar esta escalera... Porque
puede estar vigilada la salida, y entonces me daría de manos a boca con los
agentes... Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media botella de
cerveza fresca!»
Cogió la botella, que contenía aún un buen vaso de cerveza, y se la bebió de
un trago. Experimentó una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Pero un
minuto después ya se le había subido la bebida a la cabeza. Un ligero y no
desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Se echó en el diván y se
cubrió con la colcha. Sus pensamientos, ya confusos e incoherentes, se
enmarañaban cada vez más. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia.
Apoyó voluptuosamente la cabeza en la almohada, se envolvió con la colcha
que había sustituido a la vieja y destrozada manta, lanzó un débil suspiro y se
sumió en un profundo y saludable sueño.
Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Rasumikhine, que
acababa de abrir la puerta y se había detenido en el umbral, vacilante.
Raskolnikof se levantó inmediatamente y se quedó mirándole con la expresión
del que trata de recordar algo. Rasumikhine exclamó:
¡Ya veo que estás despierto...! Bueno, aquí me tienes...
Y gritó, asomándose a la escalera:
¡Nastasia, sube el paquete!
Luego añadió, dirigiéndose a Raskolnikof:
Te voy a presentar las cuentas.
¿Qué hora es? preguntó el enfermo, paseando a su alrededor una mirada
inquieta.
Has echado un buen sueño, amigo. Deben de ser las seis de la tarde. Has
dormido más de seis horas.
¡Seis horas durmiendo, Señor...!
No hay ningún mal en ello. Por el contrario, el sueño es beneficioso. ¿Acaso
tenías algún negocio urgente? ¿Una cita? Para eso siempre hay tiempo. Hace
ya tres horas que estoy esperando que té despiertes. He pasado dos veces por
aquí y seguías durmiendo. También he ido dos veces a casa de Zosimof. No
estaba... Pero no importa: ya vendrá... Además, he tenido que hacer algunas
cosillas. Hoy me he mudado de domicilio, Ilevándome a mi tío con todo lo
demás..., pues has de saber que tengo a mi tío en casa. Bueno, ya hemos
hablado bastante de cosas inútiles. Vamos a lo que interesa. Trae el paquete,
Nastasia... ¿Y tú cómo estás, amigo mío?
Me siento perfectamente. Ya no estoy enfermo... Oye, Rasumikhine: ¿hace
mucho tiempo que estás aquí?
Ya té he dicho que hace tres horas que estoy esperando que té despiertes.
No, me refiero a antes.
¿Cómo a antes?
¿Desde cuándo vienes aquí?
Ya te lo he dicho. ¿Lo has olvidado?
Raskolnikof quedó pensativo. Los acontecimientos de la jornada se le
mostraban como a través de un sueño. Todos sus esfuerzos de memoria
resultaban infructuosos. Interrogó a Rasumikhine con la mirada.
Sí, lo has olvidado dijo Rasumikhine . Ya me había parecido a mí que no
estabas en tus cabales cuando te hablé de eso... Pero el sueño té ha hecho
bien. De veras: tienes mejor cara. Ya verás como recobras la memoria en
seguida. Entre tanto, echa una mirada aquí, grande hombre.
Y empezó a deshacer aquel paquete que, al parecer, era para él cosa
importante.
Te aseguro, mi fraternal amigo, que era esto lo que más me interesaba. Pues
es preciso convertirte en lo que se llama un hombre. Empecemos por arriba.
¿Ves esta gorra? preguntó sacando del paquete una bastante bonita, pero
ordinaria y que no debía de haberle costado mucho . Permíteme que te la
pruebe.
No, ahora no; después rechazó Raskolnikof, apartando a su amigo con un
gesto de impaciencia.
No, amigo Rodia; debes obedecer; después sería demasiado tarde. Ten en
cuenta que, como la he comprado a ojo, no podría dormir esta noche
preguntándome si te vendría bien o no.
Se la probó y lanzó un grito triunfal.
¡Te está perfectamente! Cualquiera diría que está hecha a la medida. El
cubrecabezas, amigo mío, es lo más importante de la vestimenta. Mi amigo
Tolstakof se descubre cada vez que entra en un lugar público donde todo el
mundo permanece cubierto. La gente atribuye este proceder a sentimientos
serviles, cuando lo único cierto es que está avergonzado de su sombrero, que
es un nido de polvo. ¡Es un hombre tan tímido...! Oye, Nastenka, mira estos
dos cubrecabezas y dime cuál prefieres, si este palmón cogió de un rincón el
deformado sombrero de su amigo, al que llamaba palmón por una causa que
sólo él conocía o esta joya... ¿Sabes lo que me ha costado, Rodia? A ver si lo
aciertas... ¿A ti qué te parece, Nastasiuchka? preguntó a la sirvienta, en vista
de que su amigo no contestaba.
Pues no creo que te haya costado menos de veinte kopeks.
¿Veinte kopeks, calamidad? exclamó Rasumikhine, indignado . Hoy por veinte
kopeks ni siquiera a ti se lo podría comprar... ¡Ochenta kopeks...! Pero la he
comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando ya esté vieja,
te darán otra gratis. Palabra de honor que éste ha sido el trato... Bueno,
pasemos ahora a los Estados Unidos, como Ilamábamos a esta prenda en el
colegio. He de advertirte que estoy profundamente orgulloso del pantalón.
Y extendió ante Raskolnikof unos pantalones grises de una frágil tela estival.
Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco hace
juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos felicitamos
de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más
flexibles... Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso en el
mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide
espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la
ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas estivales.
Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto, habrás de
dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones... Bueno, adivina lo que
han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco
kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que la gorra: el año
próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro
modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo
que compra le dura toda la vida... Ahora vamos con las botas. ¿Qué té
parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos
meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada
de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las
había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y
medio. No son caras, ¿verdad?
Pero ¿y si no le vienen bien? preguntó Nastasia.
¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto?
replicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de
Raskolnikof . He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería.
He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me he
entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el
plastrón de moda... Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la
gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco, unos cincuenta
por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un precio por todo, sin
detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea que
tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente
equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo está en buen use todavía, sino
que conserva un sello de distinción. ¡He aquí la ventaja de vestirse en
Charmar!. En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los comprarás.
Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pachenka y de tu hospedaje
no te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de
permitirnos que te mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu
camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad.
Déjame le rechazó Raskolnikof. Seguía encerrado en una actitud sombría y
había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.
Es preciso, amigo Rodia insistió Rasumikhine . No pretendas que haya
gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasiuchka, no te hagas
la pudorosa y ven a ayudarme.
Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa.
El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más
de dos minutos. «No quieren dejarme en paz, pensaba.
Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:
¿Con qué dinero has comprado todo eso?
¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de
una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de
Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te
acuerdas?
Sí, ahora me acuerdo repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría
meditación.
Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.
En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y
fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que
visitaba a Raskolnikof.
¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! exclamó Rasumikhine.
IV
Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una
cara pálida, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba
lentes y en uno de sus dedos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía un
amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa que
llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su
camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y
maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que
parecía afectada. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí mismo, pero su
presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus conocidos
cundía la opinión de que era un hombre difícil de tratar, pero todos reconocían
su capacidad como médico.
He pasado dos veces por tu casa, querido Zosimof exclamó Rasumikhine .
Como ves, el enfermo ha vuelto en sí.
Ya lo veo, ya lo veo dijo Zosimof. Y preguntó a Raskolnikof, mirándole
atentamente : ¿Qué, cómo van esos ánimos?
Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se
recostó cómodamente.
Continúa con su melancolía dijo Rasumikhine . Hace un momento le ha
faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa
interior.
Me parece muy natural, si no tenía ganas de mudarse. La muda podía
esperar... El pulso es completamente normal... Un poco de dolor de cabeza,
¿eh?
Estoy bien, estoy perfectamente repuso Raskolnikof, irritado.
Al decir esto se había incorporado repentinamente, con los ojos centelleantes.
Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almohada, quedando de cara a
la pared. Zosimof le observaba con mirada atenta.
Muy bien, la cosa va muy bien dijo en tono negligente . ¿Ha comido algo hoy?
Rasumikhine le explicó lo que había comido y le preguntó qué se le podía dar.
Eso tiene poca importancia... Té, sopa... Nada de setas ni de cohombros, por
supuesto... Ni carnes fuertes...
Cambió una mirada con Rasumikhine y continuó:
Pero, como ya he dicho, eso tiene poca importancia... Nada de pociones, nada
de medicamentos. Ya veremos si mañana... El caso es que hoy hubiéramos
podido... En fin, lo importante es que todo va bien.
Mañana por la tarde me lo llevaré a dar un paseo dijo Rasumikhine . Iremos a
los jardines Iusupof y luego al Palacio de Cristal.
Mañana tal vez no convenga todavía... Aunque un paseo cortito... En fin, ya
veremos.
Lo que me contraría es que hoy estreno un nuevo alojamiento cerca de aquí y
quisiera que estuviese con nosotros, aunque fuera echado en un diván... Tú sí
que vendrás, ¿eh? preguntó de improviso a Zosimof . No lo olvides; tienes que
venir.
Procuraré ir, pero hasta última hora me será imposible. ¿Has organizado una
fiesta?
No, simplemente una reunión íntima. Habrá arenques, vodka, té, un pastel.
¿Quién asistirá?
Camaradas, gente joven, nuevas amistades en su mayoría. También estará un
tío mío, ya viejo, que ha venido por asuntos de negocio a Petersburgo. Nos
vemos una vez cada cinco años.
¿A qué se dedica?
Ha pasado su vida vegetando como jefe de correos en una pequeña
población. Tiene una modesta remuneración y ha cumplido ya los sesenta y
cinco. No vale la pena hablar de él, aunque té aseguro que lo aprecio. También
vendrá Porfirio Simonovitch, juez de instrucción y antiguo alumno de la Escuela
de Derecho. Creo que tú lo conoces.
¿Es también pariente tuyo?
¡Bah, muy lejano...! Pero ¿qué te pasa? Pareces disgustado. ¿Serás capaz de
no venir porque un día disputaste con él?
Eso me importa muy poco.
¡Mejor que mejor! También asistirán algunos estudiantes, un profesor, un
funcionario, un músico, un oficial, Zamiotof...
¿Zamiotof? Te agradeceré que me digas lo que tú o él indicó al enfermo con
un movimiento de cabeza tenéis que ver con ese Zamiotof.
¡Ya salió aquello! Los principios... Tú estás sentado sobre tus principios como
sobre muelles, y no té atreves a hacer el menor movimiento. Mi principio es
que todo depende del modo de ser del hombre. Lo demás me importa un
comino. Y Zamiotof es un excelente muchacho.
Pero no demasiado escrupuloso en cuanto a los medios para enriquecerse.
Admitamos que sea así. Eso a mí no me importa. ¿Qué importancia tiene?
exclamó Rasumikhine con una especie de afectada indignación . ¿Acaso he
alabado yo este rasgo suyo? Yo sólo digo que es un buen hombre en su
género. Además, si vamos a juzgar a los hombres aplicándoles las reglas
generales, ¿cuántos quedarían verdaderamente puros? Apostaría cualquier
cosa a que si se mostraran tan exigentes conmigo, resultaría que no valgo un
bledo... ni aunque té englobaran a ti con mi persona.
No exageres: yo daría dos bledos por ti.
Pues a mí me parece que tú no vales más de uno... Bueno, continúo. Zamiotof
no es todavía más que un muchacho, y yo le tiro de las orejas. Siempre es
mejor tirar que rechazar. Si rechazas a un hombre, no podrás obligarlo a
enmendarse, y menos si se trata de un muchacho. Debemos ser muy
comprensivos con estos mozalbetes... Pero vosotros, estúpidos progresistas,
vivís en las nubes. Despreciáis a la gente y no veis que así os perjudicáis a
vosotros mismos... Y té voy a decir una cosa: Zamiotof y yo tenemos entre
manos un asunto que nos interesa a los dos por igual.
Me gustaría saber qué asunto es ése.
Se trata del pintor, de ese pintor de brocha gorda. Conseguiremos que lo
pongan en libertad. No será difícil, porque el asunto está clarísimo. Nos bastará
presionar un poco para que quede la cosa resuelta.
No sé a qué pintor té refieres.
¿No? ¿Es posible que no té haya hablado de esto...? Se trata de la muerte de
la vieja usurera. Hay un pintor mezclado en el suceso.
Ya tenía noticias de ese asunto. Me enteré por los periódicos. Por eso sólo me
interesó hasta cierto punto. Bueno, explícame.
También asesinaron a Lisbeth dijo de pronto Nastasia dirigiéndose a
Raskolnikof. (Se había quedado en la habitación, apoyada en la pared,
escuchando el diálogo.)
¿Lisbeth? murmuró Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
Sí, Lisbeth, la vendedora de ropas usadas. ¿No la conocías? Venía a esta
casa. Incluso arregló una de tus camisas.
Raskolnikof se volvió hacia la pared. Escogió del empapelado, de un amarillo
sucio, una de las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que
había en él y se dedicó a examinarla atentamente. Observó los pétalos.
¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola.
Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor movimiento. Su
mirada permanecía obstinadamente fija en la menuda flor.
Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor?
preguntó Zosimof,
interrumpiendo con viva impaciencia la palabrería de Nastasia, que suspiró y
se detuvo.
Que se sospecha que es el autor del asesinato dijo Rasumikhine, acalorado.
¿Hay cargos contra él?
Sí, y, fundándose en ellos, se le ha detenido. Pero, en realidad, estos cargos
no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos demostrar. La policía sigue
ahora una falsa pista, como la siguió al principio con..., ¿cómo se llaman...?
Koch y Pestriakof... Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede
menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es
posible que Pestriakof pase dentro de un rato por mi casa... A propósito, Rodia.
Tú debes de estar enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad,
precisamente la víspera del día en que té desmayaste en la comisaría cuando
se estaba hablando de ello.
¿Quieres que te diga una cosa, Rasumikhine? dijo Zosimof . Te estoy
observando desde hace un momento y veo que té alteras con una facilidad
asombrosa.
¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión exclamó Rasumikhine
dando un puñetazo en la mesa . Lo más indignante de este asunto no son los
errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones conducen a
la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se
creen infalibles. Yo aprecio a Porfirio, pero... ¿Sabes lo que les desorientó al
principio? Que la puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestriakof volvieron a
subir con el portero, la encontraron abierta. Entonces dedujeron que Pestriakof
y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.
No té acalores. Tenían que detenerlos... De ese Koch tengo noticias. Al
parecer, compraba a la vieja los objetos que no se desempeñaban.
No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se
lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina
de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos procedimientos y
seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una
nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los
hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un
cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones.
¿Y tú sabes interpretar los hechos?
Lo que té puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que
podría ayudar al esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse...
¿Conoces los detalles del suceso?
Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.
¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la
policía sólo pensaba aún en Koch y Pestriakof (a pesar de que éstos habían
dado toda clase de explicaciones convincentes sobre sus pasos), he aquí que
se produce un hecho inesperado. Un campesino llamado Duchkhine, que tiene
una taberna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega
un estuche que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la
siguiente historia:
« Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la
del suceso), Mikolai, un pintor de oficio que frecuenta mi establecimiento, me
trajo estos pendientes y me pidió que le prestara dos rublos, dejándome la joya
en prenda.
» ¿De dónde has sacado esto? le pregunté.
»Él me contestó que se los había encontrado en la calle, y yo no le hice más
preguntas. Le di un rublo. Pensé que si yo no hacia la operación, se
aprovecharía otro, que Mikolai se bebería el dinero de todas formas y que era
preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a entregarla
a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a
reclamarla.»
Naturalmente dijo Rasumikhine , esto era un cuento tártaro. Duchkhine mentía
descaradamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos
pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entregarlos a la
policía. Si lo hizo fue por miedo. Pero esto poco importa. Dejemos que
Duchkhine siga hablando.
«Conozco a Mikolai Demetiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el
distrito de Zaraisk, gobierno de Riazán. No es un alcohólico, pero le gusta
beber a veces. Yo sabía que él estaba pintando unas habitaciones en la casa
de enfrente, con Mitri, que es paisano suyo. Apenas tuvo en sus manos el
rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Mitri no
estaba con él entonces. A la mañana siguiente me enteré de que Alena
Ivanovna y su hermana Lisbeth habían sido asesinadas a hachazos. Las
conocía y sabia que la vieja prestaba dinero sobre los objetos de valor. Por eso
tuve ciertas sospechas acerca de estos pendientes. Entonces me dirigí a la
casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la
cosa. Lo primero que hice fue preguntar:
» ¿Está Mikolai?
»Y Mitri me explicó que Mikolai no había ido al trabajo, que había vuelto a su
casa bebido al amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y
que habia vuelto a marcharse. Mitri no le había vuelto a ver y estaba
terminando solo el trabajo.
»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y
da a la misma escalera que las habitaciones de las victimas.
»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos
datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis
sospechas se hubieran desvanecido.
»A la mañana siguiente, o sea dos después del crimen continuó Duchkhine ,
apareció Mikolai en mi establecimiento. Había bebido, pero no demasiado, de
modo que podía comprender lo que se le decía. Se sentó en un banco sin
pronunciar palabra. En aquel momento sólo habia en la taberna otro cliente,
que dormía en un banco, y mis dos muchachos.
» ¿Has visto a Mitri? pregunté a Mikolai.
» No, no lo he visto repuso.
» Entonces, ¿no has venido por aquí?
» No, no he venido desde anteayer.
» ¿Dónde has pasado esta noche?
» En las Arenas, en casa de los Kolomensky.
»Entonces le pregunté:
» ¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche?
» Me los encontré en la acera respondió con un tonillo sarcástico y sin
mirarme.
» ¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa
en la casa donde trabajabas?
» No, no sabía nada de eso.
»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto
se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta... Yo intento detenerle.
» Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada?
»Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo, entre
tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se
planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desaparece tras
la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de que era
culpable.»
Lo mismo creo yo dijo Zosimof.
Espera, escucha el final... Naturalmente, la policía empezó a buscar a Mikolai
por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se registró su casa. En la vivienda
de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar y revolver. Al
fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. Al llegar
a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su
cuello y la había entregado al dueño de la posada para que se la cambiara por
vodka. Se le dio la bebida. Unos minutos después, una campesina que volvía
de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina, mirando por una rendija, a
un hombre que evidentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una cuerda del
techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había
subido a un montón de leña y se disponía a pasar la cabeza por el nudo
corredizo. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente.
» ¡Vaya unos pasatiempos que té buscas!
» Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.
»Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente, que
es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.
» ¿Quién es usted y qué edad tiene?
» Tengo veintidós años y soy..., etcétera.
»Pregunta:
» Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera
a tal hora?
»Respuesta:
» Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.
» ¿Y no oyó usted ningún ruido?
» No oí nada de particular.
» ¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del
cuarto piso y a su hermana?
» No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Atanasio Pavlovitch anteayer en su
taberna.
» ¿De dónde sacó los pendientes?
» Me los encontré en la calle.
» ¿Por qué no fue a trabajar al día siguiente con su compañero Mitri?
» Tenía ganas de divertirme.
» ¿Adónde fue?
» De un lado a otro.
» ¿Por qué huyó usted de la taberna de Duchkhine?
» Tenía miedo.
» ¿De qué?
» De que me condenaran.
» ¿Cómo explica usted ese temor si tenía la conciencia tranquila?
»Aunque parezca mentira, Zosimof continuó Rasumikhine , se le hizo esta
pregunta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente... ¿Qué té
parece? Dime: ¿qué té parece?
Las pruebas son abrumadoras.
Yo no té hablo de las pruebas, sino de la pregunta que se le hizo, del concepto
que tiene de su deber esa gente, esos policías... En fin, dejemos esto... Desde
luego, presionaron al detenido de tal modo, que acabó por declarar:
« No fue en la calle donde encontré los pendientes, sino en el piso donde
trabajaba con Mitri.
» ¿Cómo se produjo el hallazgo?
» Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvimos todo el día trabajando y, cuando nos
íbamos a marchar, Mitri cogió un pincel empapado de pintura y me lo pasó por
la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los
escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la
entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que
no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo portero
hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero y se sumó a
los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la
casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque
no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle.
El, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por el pelo y noté que me
devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consiguió libertarse y
echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar,
volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos
dejado de cualquier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que
volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de
la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un
estuche, y en el estuche los pendientes.
¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? preguntó de súbito
Raskolnikof, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto.
Seguidamente, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el
diván.
Sí, ¿y qué? ¿Por qué té pones así? ¿Qué té ha pasado? preguntó
Rasumikhine levantándose de su asiento.
No, nada balbuceó Raskolnikof penosamente, dejando caer la cabeza en la
almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.
Hubo un momento de silencio.
Debía de estar medio dormido, ¿verdad? preguntó Rasumikhine, dirigiendo a
Zosimof una mirada interrogadora.
El doctor movió negativamente la cabeza.
Bueno dijo , continúa. ¿Qué ocurrió después?
¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su
trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste le dio,
como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había
encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo que
concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.» Yo no sabía nada
insiste , no supe nada hasta dos días después.
» ¿Y por qué se ocultó?
» Por miedo.
» ¿Por qué quería ahorcarse?
» Por temor.
» ¿Temor de qué?
» De que me condenaran.
»Y esto es todo terminó Rasumikhine . ¿Qué conclusiones crees que han
sacado?
No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No
podían dejar en libertad a tu pintor de fachadas.
¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda!
Óyeme. No te acalores. Has de convenir que si el día y a la hora del crimen,
unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de
Nicolás, es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle
importante para la instrucción del sumario.
¿Que cómo se los procuró? exclamó Rasumikhine . Pero ¿es posible que tú,
doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar la
naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu profesión,
no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los datos que te he
dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus declaraciones en los
interrogatorios que ha sufrido son la pura verdad? Los pendientes llegaron a
sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el estuche y lo recogió.
Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la primera
vez.
Oye, escúchame con atención. El portero, Koch, Pestriakof, el segundo
portero, la mujer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en la
portería con la portera, el consejero Krukof, que acababa de bajar de un coche
y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas personas,
es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo debajo de
él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo y le devolvía los
golpes con creces. Están ante la puerta y dificultan el paso. Se les insulta
desde todas partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los
testigos), gritan, disputan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen
por la calle. Como verdaderos chiquillos, ¿comprendes? Ten en cuenta que
arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor;
no estaban todavía fríos cuando los encontraron... Supongamos que los
autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nicolás, y
que han robado, forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en
el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede concebir la
indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas,
esa riña infantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la
misma casa en que lo han cometido? ¿Es esta conducta compatible con el
hacha, la sangre, la astucia criminal y la prudencia que forzosamente han de
acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber
cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los
cuerpos no se han enfriado todavía), salen del piso, dejando la puerta abierta y,
aun sabiendo que sube gente a casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la
puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la
gente, cosa que confirman ocho testigos... ¡Qué absurdo!
Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...
¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los
pendientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen
constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda explicado
de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto, es
discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a
Nicolás, y más aún cuando se da el caso de que estos hechos están fuera de
duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia, ¿son
capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente en una
imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede
aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos
materiales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el
estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría
ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión fundamental;
esto es lo que me indigna, ¿comprendes?
Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta.
¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?
Sí repuso Rasumikhine frunciendo las cejas . Koch reconoció la joya y dijo
quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le
pertenecían.
Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pestriakof
subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada?
Desgraciadamente, nadie lo vio repuso Rasumikhine, malhumorado . Ni
siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría
ya gran cosa. «Vimos dicen que el piso estaba abierto y nos pareció que
trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle y no podríamos
decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.»
¿Así, la inculpabilidad de Nicolás descansa enteramente en las risas y en los
golpes que cambió con su camarada...? En fin, admitamos que esto constituye
una prueba importante en su favor. Pero dime: ¿cómo puedes explicar el
proceso del hallazgo de los pendientes, si admites que el acusado dice la
verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba?
¿Que cómo puedo explicarlo? Del modo más sencillo. La cosa está
perfectamente clara. Por lo menos, el camino que hay que seguir para llegar a
la verdad se nos muestra con toda claridad, y es precisamente esa joya la que
lo indica. Los pendientes se le cayeron al verdadero culpable. Éste estaba
arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestriakof llamaban a la puerta.
Koch cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su
compañero. Entonces el asesino sale del piso y empieza a bajar la escalera, ya
que no tiene otro camino para huir. A fin de no encontrarse con el portero, Koch
y Pestriakof, ha de esconderse en el piso vacío que Nicolás y Mitri acaban de
abandonar. Permanece oculto detrás de la puerta mientras los otros suben al
piso de las víctimas, y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su
escondite y baja tranquilamente. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a
correr por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han dispersado. Tal
vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por
aquella puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás
de la puerta, y él no lo advirtió porque tenía otras muchas cosas en que pensar
en aquel momento. Que el estuche estuviera allí demuestra que el asesino se
escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.
Ingenioso, amigo Rasumikhine, diabólicamente ingenioso, incluso demasiado
ingenioso.
¿Por qué demasiado?
Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que
uno cree hallarse ante una obra teatral.
Rasumikhine abrió la boca para protestar, pero en este momento se abrió la
puerta, y los jóvenes vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos
conocía.
V
Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada
y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de
sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés.
«¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación,
estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y
una especie de afectado terror.
Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que
seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y
que le miraba como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos
enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin
moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.
Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin,
como es lógico, la cosa cambió.
Comprendiendo sin duda pues ello saltaba a la vista que su arrogancia no
imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero
se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con
cierta rigidez.
Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante dijo,
articulando las palabras sílaba a sílaba.
Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine,
aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.
Ahí lo tiene usted, en el diván dijo . ¿Y usted qué desea?
La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al
presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero en
seguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en
Zosimof.
Ahí tiene usted a Raskolnikof repuso el doctor, indicando al enfermo con un
movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con
gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que
consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo
al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su
semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido
y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo
acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas... Sin
embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que
primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente temor.
Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un
movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y
entrecortada pero agresiva:
Si, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:
Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le
será enteramente desconocido.
Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor
con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la
primera vez que oía semejante nombre.
¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? exclamó Piotr Petrovitch,
un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada.
Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio
ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una
curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
Yo creía..., yo suponía... balbuceó que una carta que se cursó hace diez días,
tal vez quince...
Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta? le interrumpió Rasumikhine . Si
tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el
umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una
silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho
pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante.
Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que
se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de
inquietud.
No esté usted violento dijo éste levantando la voz . Hace cinco días que Rodia
está enfermo. Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el
conocimiento y ha comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo
acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y
ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga
usted conversando con él como si no estuviéramos.
Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted se dirigía a Zosimof que mi
conversación y mi presencia pueden fatigar al enfermo?
No, repuso Zosimof . Por el contrario, su charla le distraerá.
Y volvió a lanzar un bostezo.
¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana dijo
Rasumikhine, cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr
Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener presente
que el impertinente y desharrapado joven se había presentado como
estudiante.
Su madre... comenzó a decir Lujine.
Rasumikhine lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto interrogante.
No, no es nada. Continúe.
Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en
Petersburgo, he retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme
de que usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo, con la natural
sorpresa...
Ya estoy enterado, ya estoy enterado replicó de súbito Raskolnikof, cuyo
semblante expresaba viva irritación . Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya
ve que lo sé.
Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof,
pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo
una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle
se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente,
con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o
como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención.
Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.
Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el
calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego,
se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había
aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión
de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción,
acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía
perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine
acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto
permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se
ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él
prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil
precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba
puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta
predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona
americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina
camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de
batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le
sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no
representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La
encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos
lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante.
Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero
había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el
ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de
desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en
el exterior.
Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió
amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando
el techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir
las rarezas de Raskolnikof.
Lamento profundamente encontrarle en este estado dijo para reanudar la
conversación . Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no
puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en
un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya
índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su
hermana, de un momento a otro.
Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante
dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento,
pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:
Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento
provisional.
¿Dónde? preguntó Raskolnikof con voz débil.
Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev.
Eso está en el bulevar Vosnesensky
interrumpió Rasumikhine . El
comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.
Sí, son departamentos amueblados...
Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada
recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué
vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un asunto escandaloso. Por lo
demás, los departamentos se alquilan a buen precio.
Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa
de llegar a Petersburgo dijo Piotr Petrovitch, un tanto molesto ; pero, sea como
fuere, las dos habitaciones que he alquilado son muy limpias. Además, hay que
tener en cuenta que todo esto es provisional... Yo tengo ya contratado nuestro
definitivo..., mejor dicho, nuestro futuro hogar añadió volviéndose hacia
Raskolnikof . Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo
ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí,
en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con un joven que es amigo mío:
Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es precisamente el que me ha indicado la
casa Bakaleev.
¿Lebeziatnikof? preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este nombre le
hubiese recordado algo.
Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le
conoce usted?
No..., no repuso Raskolnikof.
Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Fui tutor
suyo hace ya tiempo. Es un joven simpatiquísimo, que está al corriente de
todas las ideas. A mí me gusta tratar con gente joven. Así se entera uno de las
novedades que corren por el mundo.
Piotr Petrovitch miró a sus oyentes con la esperanza de percibir en sus
semblantes un signo de aprobación.
¿A qué clase de novedades se refiere? preguntó Rasumikhine.
Alas de tipo más serio, es decir, más fundamental repuso Piotr Petrovitch, al
que el tema parecía encantar . Hacía ya diez años que no habia venido a
Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas han llegado
a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo,
hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse de
estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes... Y créame que estoy
encantado.
¿De qué?
Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado una
visión más clara, un espíritu más critico, por decirlo así, una actividad más
razonada.
Es verdad dijo Zosimof entre dientes.
No digas tonterías replicó Rasumikhine . El sentido de los negocios no nos
llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difícil
aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el hábito
de la actividad... De las ideas continuó, dirigiéndose a Piotr Petrovitch puede
decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor
sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque
desde hace algún tiempo estemos plagados de bandidos. Pero actividad,
ninguna en absoluto.
No estoy de acuerdo con usted dijo Lujine, visiblemente encantado . Cierto
que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes
con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan
al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con
que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que los
esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios que han
podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido ya ciertos resultados.
Se han difundido ideas nuevas que son excelentes; obras desconocidas aún,
pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico
y sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios
verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto... En una
palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a mi juicio,
constituye un éxito.
Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse gruñó inesperadamente
Raskolnikof.
¿Cómo? preguntó Lujine, que no había entendido.
Pero Raskolnikof no le contestó.
Todo eso es exacto se apresuró a decir Zosimof.
¿Verdad? exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable.
Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad
(sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo : Convenga usted que todo se ha
perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo
menos en los terrenos de las ciencias y la economía.
Eso es un lugar común.
No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha
dicho: «Ama a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué
resultará? Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente . Pues resultará que
dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos
quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue
varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia
persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el
interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás
tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las
fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas
enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto,
trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues
contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por
un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso
general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha
inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo
para abrirse camino entre los sueños y las quimeras que la ahogaban.
Perdóneme le interrumpió Rasumikhine . Yo pertenezco a la categoría de los
imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era
despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que
no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de
todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino
también que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a alardear ante
nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es
usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios
públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo
cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un
verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.
Caballero exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena
de dignidad , ¿quiere usted decir con eso que también yo...?
¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme...? En fin, basta ya...
Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con
Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petrovitch.
Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la
firme resolución de marcharse al cabo de dos minutos.
Ya hemos trabado conocimiento dijo a Raskolnikof . Espero que, una vez esté
curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que
ya conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.
Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr Petrovitch se puso
en pie.
Seguramente dijo Zosimof a Rasumikhine , el asesino es uno de sus
deudores.
Seguramente
repitió Rasumikhine . Porfirio no revela a nadie sus
pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empeñado en casa de
la vieja.
¿Los interroga? exclamó Raskolnikof.
Sí, ¿por qué?
No, por nada.
Pero ¿cómo sabe quiénes son? preguntó Zosimof.
Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que
envolvían los objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al
enterarse de lo ocurrido.
El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución,
qué audacia!
Pues no replicó Rasumikhine . En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados.
Yo estoy seguro de que es un inexperto de que éste es su primer crimen. Si
nos imaginamos un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene
explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un principiante y
admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el
azar? Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo
el robo? Busca en la caja donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos
cuantos objetos que no valen más de treinta rublos y se llena con ellos los
bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una
caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de
billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho:
un principiante! Perdió la cabeza, y si no Lo han descubierto no Lo debe a su
destreza, sino al azar.
¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? intervino Lujine,
dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a
despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar
buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la razón.
Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?
¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.
¿Conoce usted los detalles?
Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que
plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante los
últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la sucesión
ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra
es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un
día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de correos en
la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas
fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda de falsificadores de
billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor de historia universal.
Además, se da muerte a un secretario de embajada por una oscura cuestión de
dinero... Si la vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media
(los mujiks no tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar este
relajamiento moral en la clase más culta de nuestra ciudad?
Los fenómenos económicos han producido transformaciones que... comenzó
a decir Zosimof.
¿Cómo explicarlo? le interrumpió Rasumikhine . Pues precisamente por esa
falta de actividad razonada.
¿Qué quiere usted decir?
¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron?
«Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme Lo
más rápidamente posible.» No recuerdo las palabras que empleó, pero sé que
quiso decir «ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se
acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la
comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.
Pero la moral, las leyes...
¿Qué le sorprende? preguntó repentinamente Raskolnikof . Todo esto es la
aplicación de sus teorías.
¿De mis teorías?
Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que
se puede incluso asesinar.
Un momento, un momento... exclamó Lujine.
No estoy de acuerdo dijo Zosimof.
Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba
convulsivamente.
Todo tiene su medida dijo Lujine con arrogancia . Una idea económica no ha
sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo...
¿Acaso no es cierto le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera,
pero llena a la vez de un júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento
en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella
era su pobreza, pues Lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder
dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?
Pero... exclamó Lujine, trastornado por la cólera . ¡Oh, qué modo de
desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las
noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra
de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por Lo menos, Lo
supongo... Se Lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus
excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las
novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis
palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su
sentido. Además...
¡Óigame! bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en
Lujine una mirada ardiente . ¡Escuche!
Usted dirá.
Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio
que duró varios segundos.
Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más
contra mi madre, lo echo escaleras abajo.
¡Pero Rodia! exclamó Rasumikhine.
¡Si, escaleras abajo!
Lujine había palidecido y se mordía los labios.
Óigame, señor comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse :
la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde
el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido
solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un
enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!
¡Yo no estoy enfermo! exclamó Raskolnikof.
¡Peor que peor!
¡Váyase al diablo!
Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la
mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó
mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos
momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al
verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la
terrible ofensa recibida.
¡Vaya un modo de conducirse! dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la
cabeza con un gesto de preocupación.
¡Déjame! ¡Dejadme todos! gritó Raskolnikof en un arrebato de ira . ¿Me
dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a
nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!
Vámonos dijo Zosimof a Rasumikhine.
Pero ¿lo vamos a dejar así?
Vámonos.
Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.
Pero ¿qué tiene?
Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora
habría sido capaz de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión
que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.
Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la
conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la
hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de
su enfermedad.
Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y
¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le
saca de su mutismo? Ese crimen... Oír hablar de él le pone fuera de sí.
Lo he notado en seguida respondió Rasumikhine . Presta atención y se
inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese
asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso.
Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro
de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral
grave.
Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de
angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a
marcharse.
¿Te traigo ya el té? preguntó.
Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del
aposento.
VI
Apenas Se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo,
deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y
empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito.
La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de
los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma,
de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos,
revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a
la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y
parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando
estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento
contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos
segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco
rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos
destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el
cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso
de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta.
Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del
samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol
se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el
polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad.
Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y
lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni
siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin
a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo
conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero
¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor
idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este
pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que
era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase.
«Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una
firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino
de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio
camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que
ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una
jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que
vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero
de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba
cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la
esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks.
Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el
público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y
la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y
patética como si le hubiesen cortado la voz.
¡Basta! gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
¿Le gustan las canciones callejeras? preguntó de súbito Raskolnikof a un
transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y
tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
A mí continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de
canciones me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío,
sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos
los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae
una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de
la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...
No sé..., no sé... Perdone balbuceó el paseante, tan alarmado por las
extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar
a la otra acera.
El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado,
precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes
hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al
reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que
llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene
aspecto de campesina, ¿verdad?
Aquí vienen muchos comerciantes respondió el joven, midiendo a Raskolnikof
con una mirada de desdén.
¿Cómo se llama?
Como le pusieron al bautizarlo.
¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?
El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.
Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano,
que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que
quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me
perdone.
¿Es un figón lo que hay allí arriba?
Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud
de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar
atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la
menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al
bulevar V. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un
recodo, conduce a la calle de Sadovaia. Había recorrido muchas veces aquella
callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a
deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se
ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó
ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas.
De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia
(como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la
acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios
de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la
guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había
un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras
en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un
soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando
juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos
individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho
tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con
voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, Ilevaban la cabeza descubierta y
calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían
cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a
Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de
falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba
furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones.
Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y
soñador.
Mi hombre, amor mío,
no me pegues sin razón,
cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta
la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión
de vida o muerte.
«¿Y si entrase? pensó . Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase
también?»
¿No entra usted, caballero? le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no
inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
Usted también es un guapo mozo dijo.
Demasiado delgado dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa .
Seguro que acaba de salir del hospital.
Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz
chata dijo de súbito un alegre mujik que pasaba por allí con la blusa
desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa . ¡Esto alegra el corazón!
En vez de hablar tanto, entra.
Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.
Raskolnikof continuó su camino.
¡Oiga, señor! le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.
¿Qué?
Ella se turbó.
Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida
en su presencia. Déme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas
de cinco kopeks.
¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!
¿Cómo te llamas?
Llámame Duklida.
¡Es vergonzoso! exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza
con un gesto de desesperación . No comprendo cómo se puede mendigar de
este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.
Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así.
Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de
equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su
desaprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo pensaba Raskolnikof al alejarse que un condenado a
muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que
morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde
tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o
perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta
vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es
vivir... y añadió al cabo de un momento : El hombre es cobarde, y cobarde el
que le reprocha esta cobardía.»
Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho.
Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimof ha dicho que leyó
en la prensa...»
¿Me dará los periódicos? preguntó entrando en un salón de té espacioso,
bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano,
un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó
reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que
fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
¿Quiere usted vodka? preguntó el camarero.
Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te
daré propina.
Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?
El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y
empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola...
Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había
caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un
incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de
Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban
ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y
buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos
temblaban de impaciencia al pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof,
Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría.
Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y
partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana
un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor,
pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
Pero ¿usted aquí? dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría
adoptado para dirigirse a un viejo camarada . Pero si Rasumikhine me dijo ayer
que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en
su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a
él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una
sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.
Ya sé que vino usted respondió ; ya me lo han dicho... Usted me buscó la
bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron
ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba
defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al
«teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no
hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
¡Qué charlatán!
¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
No, a su amigo Rasumikhine.
¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y
gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora
mismo?
¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que
invitarme?
Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
No se enfade, no se enfade añadió, dándole una palmada en la espalda . Se
lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de
los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de
la vieja.
¿Cómo sabe usted que dijo eso?
Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...
¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No
debió salir de casa.
¿De modo que le parece que estoy raro?
Sí. ¿Qué estaba leyendo?
Los periódicos.
Sólo hablan de incendios.
Yo no leía los incendios.
Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer
sus labios.
No repitió , yo no leía las noticias de los incendios y añadió, guiñándole un
ojo : Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que
estaba leyendo.
Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no
puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede?
Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído
mucho.
He seguido seis cursos en el Instituto repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.
¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin,
que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia!
Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual
retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.
¡Qué extraño está usted! dijo, muy serio, Zamiotof . Yo creo que aún desvaría.
¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se
pregunta usted por qué, ¿no?
Sí.
Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos...
Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?
Pero ¿qué dice usted?
Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.
¿Qué pájaro?
Después se lo diré. Ahora le voy a participar..., mejor dicho, a confesar..., no,
tampoco..., ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la
expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando... hizo un
guiño, seguido de una pausa que he venido aquí a leer los detalles
relacionados con la muerte de la vieja usurera.
Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de
Zamiotof, que casi llegó a tocarla.
El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza.
Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado,
cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.
¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? exclamó de pronto,
desconcertado y molesto por aquella extraña actitud . ¿Por qué cree usted que
me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese
suceso?
Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las
exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:
Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se
acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya?
Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? preguntó Zamiotof,
inquieto.
El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión
repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e
incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que
volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen... Estaba detrás
de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro
lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando
juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles
hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes
carcajadas...
O está usted loco, o... dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
¿O qué...? Acabe, dígalo.
No replicó Zamiotof . ¡Es tan absurdo...!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de
hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en
las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un
largo silencio.
¿Por qué no se toma el té? dijo Zamiotof . Se va a enfriar
¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí!
Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en
Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la
expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió
tomándose el té.
Actualmente, los crímenes se multiplican dijo Zamiotof . Hace poco leí en las
Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de
monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar
billetes de Banco.
Ese asunto ya es viejo repuso con toda calma Raskolnikof . Hace ya más de
un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son
unos bandidos?
A la fuerza han de serlo.
¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se
reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran
más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que
en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en
un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos
inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los
bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega!
Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan
logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo
unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en
circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le
entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro
mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa,
pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él.
Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!
¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente;
me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que
están por encima de las fuerzas humanas.
Pero ¡temblar sólo por eso!
¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una
situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes
falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el
descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza.
¿Usted no?
Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la
comisaría. Una especie de escalofrió le recorría la espalda.
Yo habría procedido de modo distinto manifestó . Le voy a explicar cómo me
habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros
rublos lo menos cuatro veces, examinando los billetes por todas partes.
Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me
habría detenido. Del montón habría sacado un billete de cincuenta rublos y lo
habría mirado al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo
habría vuelto a examinar de cerca, como si temiese que fuera falso. Entonces
habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sabe? Un pariente mío
ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer millar
en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo
fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber
vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y
luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos, habría sacado un
billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me
los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría
pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al
abrir la puerta... «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer
una pregunta. Así habría procedido yo.
¡Es usted terrible! exclamó Zamiotof entre risas . Afortunadamente, eso no
son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de
modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo, sino ni el más
ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales circunstancias.
Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja
asesinada en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de
coraje, ya que ha cometido el crimen durante el día, y puede decirse que ha
sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien, sus manos temblaron. No
pudo consumar el robo. Perdió la calma: los hechos lo demuestran.
Raskolnikof se sintió herido.
¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo
con mordaz ironía.
No le quepa duda de que daremos con él.
¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes
sólo se preocupan de averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que
no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar el dinero por la ventana. ¿Cómo
no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos
por poco que se lo propusiera.
El caso es que todos hacen lo mismo repuso Zamiotof . Después de haber
demostrado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger
en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted,
naturalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
¡Oh usted es insaciable! dijo, malhumorado . Usted quiere saber cómo obraría
yo si me viese en un caso así.
Exacto repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía
unos momentos, su semblante revelaba una profunda seriedad.
¿Es muy grande ese deseo?
Mucho.
Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró
tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y,
apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado
de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una
piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas
piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún
rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría
quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el
dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de
tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado
un año, o dos, o tres, sin volver por allí... ¡Y ya podrían ustedes buscar al
culpable!
¡Está usted loco! exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste
palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba
convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a
mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba
perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión
temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a
punto de escapársele.
¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? preguntó, e inmediatamente
volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó
una sonrisa.
¿Es posible? preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
Confiese que se lo ha creído dijo en un tono frío y burlón . ¿Verdad que sí?
¡Confiéselo!
Nada de eso replicó vivamente Zamiotof . No lo creo en absoluto. Y ahora
menos que nunca.
¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por
poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moins que jamais.
No, no exclamó Zamiotof, visiblemente confundido . Yo no lo he creído nunca.
Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron
ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora»
me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
¡Eh! ¿Cuánto le debo?
Treinta kopeks dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! continuó, mostrando a
Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes . Billetes rojos y azules,
veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas,
¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un
kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda.
¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...!
¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la
que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente
abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los
efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le iba agotando. A veces
recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las
perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante
ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato,
pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas
sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con
Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de
distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se
miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la
ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
¿Conque estabas aquí? vociferó . ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha
escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He
estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya... ¡Y miren ustedes de
dónde sale...! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar
solo repuso con toda calma Raskolnikof.
¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y
ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de
Cristal? ¡Dímelo!
Déjame en paz dijo Raskolnikof, tratando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a
Raskolnikof.
¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir
una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un
paquete, llevarte a casa y encerrarte.
Óyeme, Rasumikhine empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta
calma : ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué
interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrificios e
incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse
enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo
he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya
estoy harto? No sé qué placer se puede sentir torturando a la gente. Y te
aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy continuamente
irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú
también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la
fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré
que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes
tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil,
pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del
veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con
una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con
Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su
amigo.
¡Vete al diablo! dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le
llamó, en un arranque repentino.
¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el
primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís
una desgracia a os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus
huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un
átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que
corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo
primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún
otro ser humano.
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más
indignado todavía:
¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación.
Mis invitados deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que
los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un
idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras... Oye, Rodia;
yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo...
Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía
en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro.
Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa... Tendrás un buen sillón; se
lo pediré a la patrona... Un té modesto... Compañía agradable... Si lo prefieres,
podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros.
Zosimof está invitado. ¿Vendrás?
No.
¡No lo creo! gritó Rasumikhine, impaciente . Tú no puedes saber que no irás.
No puedes responder de tus actos y, además, no entiendes nada... Yo he
renegado de la sociedad mil veces y luego he vuelto a ella a toda prisa... Te
sentirás avergonzado de tu conducta y volverás al lado de tus semejantes...
Edificio Potchinkof, tercer piso. ¡No lo olvides!
Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
¿Yo? Le cortaré las orejas al que muestre tales intenciones. Edificio
Potchinkof, número cuarenta y siete, departamento del funcionario
Babuchkhine...
No iré, Rasumikhine.
Y Raskolnikof dio media vuelta y empezó a alejarse.
Pues yo creo que sí que vendrás, porque lo conozco... ¡Oye! ¿Está aquí
Zamiotof?
Sí.
¿Habéis hablado?
Sí.
¿De qué...? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof,
cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
Raskolnikof llegó a la Sadovia, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le
había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y
entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
¡Que se vaya al diablo! murmuró . Habla como un hombre cuerdo y, sin
embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como
personas sensatas?
Esto es lo que me parece que teme Zosimof y se llevó el dedo a la sien ¿Y
qué ocurrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río... He
hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof. Pero éste había desaparecido sin dejar
rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto antes a
Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de... Se internó en él, se acodó en el
pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado
gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de tenderse en
medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos
sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras
crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla,
incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del
canal y quedó absorto, en atenta contemplación. De pronto, una serie de
círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los
malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una
figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le impresionó de tal
modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de
detenerse cerca de él, a su derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo
en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la
embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le
vieron, porque no veían nada ni a nadie. De improviso, puso en el pretil el
brazo derecho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al
canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo
momentáneamente, pues en seguida reapareció y empezó a deslizarse al
suave impulso de la corriente. Su cabeza y sus piernas estaban sumergidas:
únicamente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella
como una almohada.
¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! gritaban de todas partes.
Acudía la gente; las dos orillas se llenaron de espectadores; la multitud de
curiosos aumentaba en torno a Raskolnikof y le prensaba contra el pretil.
¡Señor, pero si es Afrosiniuchka! dijo una voz quejumbrosa . ¡Señor, sálvala!
¡Hermanos, almas generosas, salvadla!
¡Una barca! ¡Una barca! gritó otra voz entre la muchedumbre.
Pero no fue necesario. Un agente de la policía bajó corriendo las escaleras que
conducían al canal, se quitó el uniforme y las botas y se arrojó al agua. Su
tarea no fue difícil. El cuerpo de la mujer, arrastrado por la corriente, había
llegado tan cerca de la escalera, que el policía pudo asir sus ropas con la mano
derecha y con la izquierda aferrarse a un palo que le tendía un compañero.
Sacaron del canal a la víctima y la depositaron en las gradas de piedra. La
mujer volvió muy pronto en sí. Se levantó, lanzó varios estornudos y empezó a
escurrir sus ropas, con gesto estúpido y sin pronunciar palabra.
¡Virgen Santa! gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de
Afrosiniuchka . Se ha puesto a beber, a beber... Hace poco intentó ahorcarse,
pero la descolgaron a tiempo. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a
mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Es vecina nuestra,
¿saben?, vecina nuestra. Vive aquí mismo, dos casas después de la esquina...
La multitud se fue dispersando. Los agentes siguieron atendiendo a la víctima.
Uno de ellos mencionó la comisaría.
Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia,
de embrutecimiento. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir:
Esto es repugnante... Arrojarse al agua no vale la pena... No pasará nada... Es
tonto ir a la comisaría... Zamiotof no está allí. ¿Por qué...? Las comisarías
están abiertas hasta las diez.
Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas
direcciones.
«¡Bueno, vayamos!», se dijo. Y, dejando el puente, se dirigió a la comisaría.
Tenía la sensación de que su corazón estaba vacío, y no quería reflexionar. Ya
ni siquiera sentía angustia: un estado de apatía había reemplazado a la
exaltación con que había salido de casa resuelto a terminar de una vez.
«Desde luego, esto es una solución se decía, mientras avanzaba lentamente
por la calzada que bordeaba el canal . Sí, terminaré porque quiero terminar...
Pero ¿es esto, realmente, una solución...? El espacio justo para poner los
pies... ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero
final...? ¿Debo contarlo todo o no...? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese
sentarme o echarme aquí mismo...! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así!
¡Se le ocurre a uno cada estupidez...!»
Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la
izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente encontraría lo que buscaba.
Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un momento y se
internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin rumbo fijo, con el
deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo.
De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera
murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la
puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había vuelto desde «aquella»
tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la
entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio,
situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof
se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al
llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba»,
se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde
trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda
ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto... «¡Éste es!»
Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el
interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El
joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el
piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos
empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría
explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso como lo
dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar
los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas,
habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la
ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando
en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para
sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto
desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto
hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los
empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los
restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la
entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se
dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo:
Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y
llevaba el vestido de los domingos. «¿A qué vienen esas miradas tiernas?, le
pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este
momento, Tite Ivanovitch...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de
emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.
¿Y qué es una revista de modas? preguntó el más joven, con el deseo de que
su compañero le instruyera.
Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las
semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven
para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino
como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes?
¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter! exclamó el joven, entusiasmado .
Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.
Todo, excepto eso, amigo terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikof se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había
estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente
pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar
ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada
por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó
mirándole.
¿Qué desea usted? le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikof se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a
tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de
hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de
recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad
creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un
placer cuya violencia iba en aumento.
Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? le preguntó el empapelador de más
edad, yendo hacia él.
Raskolnikof volvió a la habitación.
Quiero alquilar este departamento repuso , y es natural que desee verlo.
De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.
Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de
sangre?
¿De qué sangre?
Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.
Pero ¿quién es usted? exclamó, ya inquieto, el empapelador.
¿Yo?
Sí.
¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.
Ya es hora de que nos vayamos dijo el mayor . Incluso nos hemos retrasado.
Vámonos, Aliochka. Tenemos que cerrar.
Entonces, vamos dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.
¡Hola, portero! exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos
porteros, una mujer, un burgués en bata y otros individuos. Raskolnikof se fue
derecho a ellos.
¿Qué desea? le preguntó uno de los porteros.
¿Has estado en la comisaría?
De allí vengo. ¿Qué desea usted?
¿Están todavía los empleados?
Sí.
¿Está el ayudante del comisario?
Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea?
Raskolnikof no contestó; quedó pensativo.
Ha venido a ver el piso dijo el empapelador de más edad.
¿Qué piso?
El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado la
sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha venido para alquilar una
habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones. Después
ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con
nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolnikof. En sus ojos había una mezcla de
curiosidad y recelo.
Bueno, pero ¿quién es usted?
Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina,
edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba
obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su
interlocutor.
Diga: ¿para qué ha subido al piso?
Quería verlo.
Pero si en él no hay nada que ver...
Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría dijo de pronto el burgués.
Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin
perder la calma ni salir de su indiferencia:
Vamos.
Sí, hay que llevarlo insistió el burgués con vehemencia . ¿A qué ha ido allá
arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.
A lo mejor dice esas cosas porque está bebido dijo el empapelador en voz
baja.
Pero ¿qué quiere usted? exclamó de nuevo el portero, que empezaba a
enfadarse de verdad . ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?
¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? le preguntó Raskolnikof en son de
burla.
Es un vagabundo opinó la mujer.
¿Para qué discutir? dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba la
blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura . ¡Hala,
fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo!
Y cogiendo a Raskolnikof por un hombro, lo echó a la calle.
Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el
equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
Es un bribón dijo el empapelador.
Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón dijo la mujer.
Aunque no sea nada más que un granuja, debimos llevarlo a la comisaría.
Lo mejor es no mezclarse en estas cosas opinó el corpulento mujik . Desde
luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe
cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una
callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía
tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él,
solamente para él...
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al
final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud
había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?»
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que
pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió.
Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría
terminado para él.
VII
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos
caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero
había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los
caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo,
contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna
encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo,
ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El
cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba
tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin
conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba
miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su
cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas.
Evidentemente, el accidente era grave.
¡Señor! se lamentaba el cochero . ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo!
Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a
poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre
borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando.
Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después
retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo
ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son
jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos
se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la
desgracia.
Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte dijo una
voz.
Tres veces exactamente dijo otro . Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias
del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y
rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había
provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital,
pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su
rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! exclamó, abriéndose paso a codazos entre
los que estaban delante de él . Es un antiguo funcionario: el consejero titular
Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un
médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación
extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio
su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al
herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera
sido su padre.
El edificio Kozel dijo está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un
acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es
un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una
complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré!
¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el
camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes.
Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había
que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se
ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del
lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e
indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes
precauciones.
¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la
escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren
un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como
siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida
habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en
voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor,
Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas
cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de
expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se
esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se
dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día,
para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que
le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había
juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los
talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios
proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e
inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para
acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su
turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta
para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y
que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos
de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las
siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
Tal vez no me creas, Polenka decía mientras medía con sus pasos la
habitación , pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia
que habia en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha
hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el
servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador;
sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía:
«Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.»
Cuando... empezó a toser . ¡Maldita sea! exclamó después de escupir y
llevándose al pecho las crispadas manos . Pues cuando... Bueno, en el último
baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme...
(ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia),
pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que
bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser
esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo
te he enseñado, pues si se deja para mañana... de nuevo tosió , mañana...
volvió a toser , ¡mañana el agujero será mayor! gritó, a punto de ahogarse . El
paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo... Había
bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día
siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije
que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre,
Polia. El mío estaba furioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...?
Lida dijo dirigiéndose a la niña más pequeña , esta noche dormirás sin
camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese
desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada...
Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor!
¿Más todavía? exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba
lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando
una especie de fardo . ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
¿Dónde lo ponemos? preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de
él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
En el diván; ponedlo en el diván dijo Raskolnikof . Aquí. La cabeza a este
lado.
¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La
diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó
contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladof, Raskolnikof corrió hacia Catalina
Ivanovna.
¡Por el amor de Dios, cálmese! dijo con vehemencia . ¡No se asuste!
Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá
en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta
casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
¡Esto tenía que pasar!
exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y
abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que
se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una
almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había
pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las
heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se
había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los
gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que
vivía uno en la casa de al lado.
He enviado a buscar un médico dijo a Catalina Ivanovna . No se inquiete
usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla,
cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo
son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya
veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y,
sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar
por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno
lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con
más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que
ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna
no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar
hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo
dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana
siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikof, pero las fuerzas le fallaron y
poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo
y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangrentada cara
de Marmeladof. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado, respirando con
dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a
decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
Polia exclamó Catalina Ivanovna , corre a casa de Sonia y dile que a su padre
le ha atropellado un coche y que venga en seguida. Si no estuviese en casa,
dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue.
Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya
no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había
quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la
escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían
dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y,
al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? gritó a la
muchedumbre de curiosos . Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y
venís con el cigarrillo en la boca! exclamó mientras empezaba a toser . Sólo os
falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva!
¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo
visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras
otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni siquiera el
hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena,
incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya
cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a
turbar la tranquilidad de una casa.
¡Pretender que no hay derecho a morir! exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos.
Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona,
la señora Lipevechsel, que acababa de enterarse de la desgracia y acudía para
restablecer el orden en el departamento. Esta señora era una alemana que
siempre andaba con enredos y chismes.
¡Ah, Señor! ¡Dios mío! exclamó golpeando sus manos una contra otra . Su
marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo
yo, la propietaria.
¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas
comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con
objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada
condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer) . Sí, Amalia
Ludwigovna...
Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy
Amal Iván.
Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de
su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este
momento se está riendo detrás de la puerta se oyó, en efecto, una risita
socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las
greñas , la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad,
no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le
ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa
puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo
contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará
informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se
acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos
favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos
amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un
sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo,
hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven señalaba a Raskolnikof ,
que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía
desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de
pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el
moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia
él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a
Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa;
la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de
sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda
la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las
lágrimas fluyeron de sus ojos.
¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! exclamó en
un tono de desesperación . Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco,
Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
Un sacerdote pidió con voz ronca.
Catalina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y
exclamó, desesperada:
¡Ah, vida tres veces maldita!
Un sacerdote repitió el moribundo, tras una breve pausa.
¡Silencio! le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida
y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se
calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña
Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le
miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña,
visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
¿Qué quieres? le preguntó Catalina Ivanovna.
Va descalza, va descalza murmuró el herido, fijando su mirada casi
inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
¡Calla! gritó Catalina Ivanovna, irritada . Bien sabes por qué va descalza.
¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno
de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso,
examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna,
le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo
verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias
costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa
mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la
huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se
ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre
había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había
llevado a rastras unos treinta pasos.
Es inexplicable dijo el médico en voz baja a Raskolnikof que no haya
quedado muerto en el acto.
En definitiva, ¿cuál es su opinión?
Morirá dentro de unos instantes.
Entonces, ¿no hay esperanza?
Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la
cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para
qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo,
habrá muerto.
Le ruego que pruebe a sangrarlo.
Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente
ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo
se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la
extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le
cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa.
Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió,
encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía
comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados
sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón el de la estufa y
allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo,
descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas,
levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas
reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas.
Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su
hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó
de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el
vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores.
Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del
umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se
abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su
carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se
acercó a ella y le dijo:
Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la
muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la
muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida
pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona
propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su
mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no
se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de
una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su
cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la
puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro,
ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la
noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado
con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se
percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los
ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus
azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al
sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin
algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su
estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se
acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se
creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
¿Qué será de estas criaturas? le interrumpió ella, con un gesto de
desesperación, mostrándole a sus hijos.
Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado dijo el pope sacudiendo la
cabeza.
¿Y esto no es un pecado? exclamó Catalina Ivanovna, señalando al
agonizante.
Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una
indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le
han ocasionado al privarla de su sostén.
¡No me comprende usted! exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de
irritación y desaliento . ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en
su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por
otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros,
sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para
malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para
nosotros una ventura, una economía.
Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un
gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su
marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le
arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a
su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le
hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su
cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado
en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar
trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los
niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara
el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no
quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo
mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho
convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se
había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su
esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos
inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le
gritó con acento imperioso:
¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se
dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su
presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
¿Quién es? ¿Quién es? preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca,
indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde
se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
¡Quieto! ¡Quieto! exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer
unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con
amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás
la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante,
desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le
llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof
expresó un dolor infinito.
¡Sonia, hija mía, perdóname! exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó
pesadamente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se
apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aquello
era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como
petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
¡Tenía que suceder! exclamó Catalina Ivanovna mirando al cadáver de su
marido . ¿Qué haré ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer
mañana a mis hijos?
Raskolnikof se acercó a ella.
Catalina Ivanovna le dijo , la semana pasada, su difunto esposo me contó la
historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba
de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi
cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo,
cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo
suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con
mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle
útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramente mañana... Adiós. Ya
nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud
que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim
Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar
personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la visita de
Raskolnikof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
¿Usted aquí? exclamó.
Sí repuso Raskolnikof . Han venido un médico y un sacerdote. No le ha
faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho.
Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe
duda y, al decir esto, le miraba irónicamente.
Va usted manchado de sangre dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del
mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a
bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba,
poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por
todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta
un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar
en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en
silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos
apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La
niña corría tras él y le gritaba:
¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la
separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio.
Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba
con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le
habían encomendado.
Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive?
preguntó
precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de
felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al
contemplar a Polenka así.
¿Quién te ha enviado?
Mi hermana Sonia respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que
antes.
Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se
ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!
¿Quieres mucho a Sonia?
La quiero más que a nadie repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa
cobró cierta gravedad.
¿Y a mí? ¿Me querrás?
La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y
adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos
delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy
fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven,
rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
¡Pobre papá! exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas,
que secaba con sus manos . No se ven más que desgracias añadió
inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños
cuando quieren hablar como las personas mayores.
¿Os quería vuestro padre?
A la que más quería era a Lidotchka dijo Polenka con la misma gravedad y ya
sin sonreír , porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía
regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el
catecismo añadió con cierta arrogancia . Mamá no decía nada, pero nosotros
sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere
que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?
¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y
Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la
Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.»
Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros
rezábamos también por el primero.
Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus
oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.
Toda mi vida rezaré por usted respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el
cuello con los brazos.
Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día
siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez
cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el
puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.
«¡Basta! se dijo en tono solemne y enérgico . ¡Atrás los espejismos, los vanos
terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace
un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en
la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón,
de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»
Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto
y maléfico.
«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa
rodeada de abismos!
»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de
suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A
propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de
Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más...
Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que
tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas
hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»
Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando
penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el
modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué
había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su
alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se
aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir,
de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez
prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo recordó de pronto , he encargado que recen por el siervo
Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya
era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el
departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya
oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba
abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía.
La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince
personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona
estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas,
fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la
dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto
con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin
tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que
ahora estaba algo mareado.
Escucha le dijo con vehemencia Raskolnikof . He venido a decirte que has
ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En
cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a
caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que
estás débil...
¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de
asomar la cabeza?
¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido
sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario.
Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan todos al
diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado
oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien,
palabra de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo
que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo
puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mientan: no
acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.
Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una
profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
Debe ir a acostarse inmediatamente dijo, después de haber examinado a su
paciente , y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le
he preparado. ¿Lo tomará?
Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
Haces bien en acompañarlo a casa dijo Zosimof a Rasumikhine . Ya veremos
cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una
gran mejoría. Esto demuestra que no hay mejor maestro que la experiencia.
¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando
salíamos? murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle . No te lo diré
todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que
charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo
a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te
has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en
segundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada, y,
finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesionad desde
hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha hecho
cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación
que has tenido con Zamiotof.
Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof
también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco
chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha,
¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?,
porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de
paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...?
Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros,
querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente. He
observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero
hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia
Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero
ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikof escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo prudente
bajo la influencia del alcohol.
Yo me desmayé dijo Raskolnikof porque no pude resistir el calor asfixiante
que hacía allí, ni el olor a pintura.
No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas
enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la
confusión de ese bobo de Zamiotof. Yo no valgo ha dicho ni el dedo meñique
de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces
pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio
de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo,
pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de
nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua...
Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Eres un maestro,
palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya
estado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia.
Porfirio también está deseoso de conocerte.
¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?
Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le
llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende
la razón de este interés... porque conoce las circunstancias... y el motivo de
que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un
poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimof le ronda una idea
por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no
debes hacerle caso.
Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.
Óyeme, Rasumikhine dijo Raskolnikof : quiero hablarte francamente. Vengo
de casa de un difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi
dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aunque
verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he visto a otra
criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando...
Me siento muy débil... Sostenme... Ya llegamos.
¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? preguntó Rasumikhine, inquieto.
La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste,
muy triste..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!
¿Adónde?
Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?
Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se
podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz. .
¡Qué raro! ¿Será Nastasia? dijo Rasumikhine.
Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato
que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas
noches.
¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu
habitación. Entraremos juntos.
Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos,
dame la mano y digámonos adiós.
Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?
Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine no podía
menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la
habitación.
Pero ¿qué pasa? exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo
abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el
diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que
Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con
ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su
inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer
preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo
cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta
les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente
bajo los efectos del delirio.
Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él.
Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran
arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado.
Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No
podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de
llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado
en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus
atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
¡No es nada, no es nada! gritaba a la hermana y a la madre . Un simple
mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por
completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera
triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente,
su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud,
como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que
había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven»,
como Pulqueria Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una
conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.
TERCERA PARTE
I
Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a
Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las
frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo
a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por
espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a
la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa.
Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez.
Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su
mano temblaba en la de Rodia.
Volved a vuestro alojamiento... con él dijo Raskolnikof con voz entrecortada y
señalando a Rasumikhine . Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis
llegado?
Esta tarde, Rodia repuso Pulqueria Alejandrovna . El tren se ha retrasado.
Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca
de...
¡No me atormentéis! la interrumpió el enfermo, irritado.
Yo me quedaré con él dijo al punto Rasumikhine , y no te dejaré solo ni un
segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa
mal. Allí estará mi tío para atenderlos.
¿Cómo podré agradecérselo?
empezó a decir Pulqueria Alejandrovna
estrechando las manos de Rasumikhine.
Pero su hijo la interrumpió:
¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.
Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento murmuró Dunia,
asustada . No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.
¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación!
gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.
Esperad un momento dijo Raskolnikof . Como me interrumpís, pierdo el hilo
de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?
No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que
Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy dijo con cierta
cortedad Pulqueria Alejandrovna.
Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a tirar
por la escalera y lo he mandado al diablo.
¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que...
balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar.
Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus
explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia,
que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga
perplejidad.
Dunia dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo , no quiero que se lleve a
cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no
vuelva a hablarse de él.
¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Piensa lo que dices, Rodia; =replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que
consiguió ahogar en seguida . Sin duda, tu estado no lo permite... Estás
fatigado terminó con acento cariñoso.
¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto
tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él.
Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
Yo no puedo hacer eso replicó la joven, ofendida . ¿Con qué derecho...?
Tú también pierdes la calma, Dunetchka dijo la madre, aterrada y tratando de
hacer callar a su hija . Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es
marcharnos.
No estaba en su juicio exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su
embriaguez . De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así.
Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro,
como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su
sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
O sea ¿que es verdad? dijo Dunia, afligida . Vamos, mamá... Buenas noches,
Rodia.
No olvides lo que te he dicho, Dunia dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas
fuerzas . Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame,
pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea,
renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.
O estás loco o eres un déspota gruñó Rasumikhine.
Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared,
completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a
Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo
aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.
No puedo marcharme murmuró a Rasumikhine, desesperada . Me quedaré
aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
Con eso no hará sino empeorar las cosas respondió Rasumikhine, también en
voz baja y fuera de sí . Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro
continuó a media voz cuando hubieron salido que ha estado a punto de
pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha
cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin
de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado
salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir irritándole, se
irá igualmente, o intentará suicidarse.
¡Oh! ¿Qué dice usted?
Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese
fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares
más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado
un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por
eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted demasiado caso.
Iré a ver a la patrona dijo Pulqueria Alejandrovna y le suplicaré que nos dé a
Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así,
no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia
permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba
muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a
Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero
fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una
especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con
redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con
una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin
duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles
daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico.
A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la
presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía
martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran
pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir
ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era
un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la
mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no
quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido
para ella la Providencia en persona.
Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a
Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e
incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardorosas del amigo de su
hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían infundido los relatos de
Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir
arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias.
Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos.
Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se manifestaba
tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el
acto a qué atenerse.
De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona exclamó Rasumikhine
dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna . Lo que usted pretende es un disparate.
Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose aquí, y sabe
Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí lo que he
pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras yo las llevo
a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de
Petersburgo... En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora
después les doy mi palabra de honor más sagrada de que iré a informarlas de
cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera... Luego, óiganme bien,
iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado
algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimof, que es
el doctor que asiste a Rodia y que ahora está en mi casa... Pero él no está
bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré
inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos veces
en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor
en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro
que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y
¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la noche aquí, en el vestíbulo. Él no se
enterará. Y haré que Zosimof se quede a dormir en casa de la patrona: así lo
tendremos a mano... Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodia en estos
momentos: a ustedes o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil
para él, mucho más útil... Por lo tanto, vuélvanse a casa. Además, ustedes no
pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero ustedes no: ella no
lo querrá, porque... porque es una necia. Tendría celos de Avdotia Romanovna,
celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos
de usted, Pulqueria Alejandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda
de que los tendría. Es una mujer muy rara... Bien es verdad que también yo
soy un estúpido... ¡Pero no me importa...! Bueno, vamos. Porque me creen,
¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?
Vamos, mamá dijo Avdotia Romanovna . Hará lo que dice. Es el salvador de
Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos
pedir?
¡Ah! Usted me comprende porque es un ángel exclamó Rasumikhine en una
explosión de entusiasmo . Vámonos. Nastasia, entra en la habitación con la luz
y no te muevas de su lado. Dentro de un cuarto de hora estoy de vuelta.
Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor
objeción. Rasumikhine las cogió a las dos del brazo y se las llevó escaleras
abajo. La madre de Rodia no estaba muy segura de que el joven cumpliera lo
prometido. «Sin duda es listo y tiene buenos sentimientos. Pero ¿se puede
confiar en la palabra de un hombre que se halla en semejante estado?
Ya entiendo: ustedes creen que estoy bebido dijo el joven, adivinando los
pensamientos de las dos mujeres y mientras daba tales zancadas por la acera,
que ellas a duras penas podían seguirle, cosa que él no advertía . Eso es
absurdo... Quiero decir que, aunque esté borracho perdido, esto no importa en
absoluto. Estoy borracho, sí, pero no de bebida. Lo que me ha trastornado ha
sido la llegada de ustedes: me ha producido el mismo efecto que si me dieran
un golpe en la cabeza... Sin embargo, esto no excluye mi responsabilidad... No
me hagan caso, pues soy indigno de ustedes completamente indigno... Y tan
pronto como las haya dejado en casa, me acercaré al canal y me echaré dos
cubos de agua en la cabeza. Entonces se me pasará todo... ¡Si ustedes
supieran cuánto las quiero a las dos! No se enfaden, no se rían... De la última
persona de quien deben ustedes burlarse es de mí. Yo soy amigo de él. Tenía
el presentimiento de que sucedería lo que ha sucedido. El año pasado ya lo
presentí... Pero no, no pude presentirlo el año pasado, porque, al verlas a
ustedes, he tenido la impresión de que me caían del cielo... Yo no dormiré esta
noche... Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón. Por eso les he dicho
que no deben contrariarle.
Pero ¿qué dice usted? exclamó la madre.
¿De veras ha dicho eso el doctor? preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.
Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos;
yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por
cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en
marcharnos... Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a
darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero
¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me han obligado a
discutir... ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en
discusiones...! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de
pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo
crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno
mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que
dicen fueran al menos originales... Pero no...
Óigame dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción
no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.
No, no son originales prosiguió el joven, levantando más aún la voz . ¿Y qué
creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me
gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los
demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy
precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse
equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el
género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos.
Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad
siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre.
Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la
actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la
ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el
liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria
del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu ajeno... ¿Tengo razón o
no la tengo? Díganme: ¿tengo razón?
Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de
las dos mujeres.
¿Qué sé yo, Dios mío? exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.
Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:
Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en
todos los puntos.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor
provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.
Rasumilchine exclamó, en el colmo del entusiasmo:
¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de
declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de
perfección. Déme su mano, ¡démela...! Y usted deme también la suya. Quiero
besarlas. Ahora mismo y de rodillas.
Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.
¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted?
exclamó, alarmada, Pulqueria
Alejandrovna.
¡Levántese, levántese! dijo Dunia, entre divertida e inquieta.
Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto
es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy
un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante
ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado.
Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto,
uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la
calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es
bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted
es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber
visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.
Escuche, señor Rasumikhine comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna . Se
olvida usted...
Sí, sí; tiene usted razón se excusó el estudiante ; me he olvidado de algo que
no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe
guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que
lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho para... No, no
me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos
muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se había hecho rizar el
pelo en la peluquería, ni porque alardeaba de sus buenas relaciones, sino
porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío.
¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a
cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme
dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera : en mi casa todos
están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y, a pesar de los
absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la
verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch..., en
fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero
los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un
gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole
de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta
cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también
perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado
aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se
alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a
nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media
hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.
Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? preguntó, ya en la habitación,
Pulqueria Alejandrovna a su hija.
Tranquilízate, mamá repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla . Dios
nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede
confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!
¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia...
Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no
se ha alegrado de vernos.
Las lágrimas llenaban sus ojos.
Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo
que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su
conducta.
¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te
ha hablado!
Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de
leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia
defendía a su hermano, lo que demostraba que te había perdonado.
Estoy segura de que mañana será otro añadió para ver qué contestaba su
hija.
Pues a mí no me cabe duda afirmó Dunia de que mañana pensará lo mismo
que hoy.
Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía
demasiado delicada.
Dunia se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó
apasionadamente a la hija contra su pecho.
Después, Pulqueria Alejandrovna se sentó y desde este momento esperó
febrilmente la vuelta de Rasumikhine. Entre tanto observaba a su hija, que,
pensativa y con los brazos cruzados, iba de un lado a otro del aposento. Así
procedía siempre Avdotia Romanovna cuando tenía alguna preocupación. Y su
madre jamás turbaba sus meditaciones.
No cabía duda de que Rasumikhine se había comportado ridículamente al
mostrar aquella súbita pasión de borracho ante la aparición de Dunia, pero los
que vieran a la joven ir y venir por la habitación con paso maquinal, cruzados
los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado fácilmente al estudiante.
Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin
que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos
evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia
femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez,
pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura
irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior,
de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de
aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía
cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla
general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto
incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa
despreocupada, juvenil, gozosa...
No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Rasumikhine, aquel gigante
accidentalmente borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella
mujer superior a todas las que había visto hasta entonces. Además, el azar
había querido que viera por primera vez a Dunia en un momento en que la
angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la
transfiguraban. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia
Romanovna temblaba de indignación ante las acusaciones de Rodia,
Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven.
El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla
de borracho, que la patrona de Raskolnikof, Praskovia Pavlovna, tendría celos
de Dunia y, seguramente, también de Pulqueria Alejandrovna, la cual, pese a
sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria belleza. Por otra
parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que
saben conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu
lúcido y un corazón inocente y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que
no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. Su
cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos
estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los
desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de
aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia, sólo que con veinte
años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulqueria Alejandrovna tenía
un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería.
Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto:
podía admitir muchas cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto
de honor y de principios en los que ninguna circunstancia podía impulsarla a
transigir.
Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en la
puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.
No entro, pues el tiempo apremia dijo apresuradamente cuando le abrieron .
Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño
dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no lo deje hasta
que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche un vistazo. Luego
vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les
hace, pues bien se ve que están agotadas.
Y se fue corriendo por el pasillo.
¡Qué joven tan avispado... y tan amable! exclamó Pulqueria Alejandrovna,
complacida.
Yo creo que es una excelente persona
dijo Dunia calurosamente y
reanudando sus paseos por la habitación.
Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de
nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con
absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no
ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había
vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo,
Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos
mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente.
Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto,
se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita
consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés
por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un
médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se
permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más
íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la
belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor
atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una
extraordinaria satisfacción.
Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente
satisfactorio. Según sus observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las
condiciones materiales en que su paciente había vivido durante mucho tiempo,
sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así, del complejo
resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir,
sin demostrarlo, que Avdotia Romanovna le escuchaba con suma atención,
Zosimof se extendió sobre el tema con profunda complacencia. Pulqueria
Alejandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos síntomas de locura» y el doctor
repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había
exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de
estar dominado por una idea fija, algo así como una monomanía. Él, Zosimof,
estaba entonces enfrascado en el estudio de esta rama de la medicina.
Pero no debemos olvidar añadió que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los
efectos del delirio... La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente,
una influencia saludable, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle
nuevas emociones.
Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita.
Acto seguido se levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y
cordialidad y se retiró acompañado de un raudal de bendiciones, acciones de
gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotia Romanovna incluso le
tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este
gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí
mismo.
Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente ordenó Rasumikhine
mientras se iba con Zosimof . Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.
¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! dijo calurosamente
Zosimof cuando estuvieron en la calle.
Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó
el cuello con las manos.
¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a...
¿Comprendes...? ¿Comprendes lo que quiero decir...? ¿Me has entendido...?
Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.
¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! gritó Zosimof debatiéndose.
Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó
una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el
semblante pensativo y triste.
Desde luego, soy un asno dijo con trágico acento . Pero tú eres tan asno
como yo.
Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.
Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de
Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación,
rompió el silencio.
Escucha dijo a Zosimof , tú no eres una mala persona, pero tienes una
hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual,
comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce
al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido
llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un
doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a
visitar a un enfermo...! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios...
Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú
dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin
trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de
trabar más estrecho conocimiento con ella... No, no pienses mal. No quiero
decir eso, ni remotamente...
¡Pero si yo no pienso nada!
Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos
silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su
sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más
quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo
agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!
Zosimof se echó a reír de buena gana.
Pero ¿para qué la quiero yo?
Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que
hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres
médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro
que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de
música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas».
Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un
maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.
Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?,
¿le has propuesto el matrimonio?
Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque
Tchebarof ha intentado...
Entonces, la plantas y en paz.
Imposible.
¿Por qué?
Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no
comprendes?
Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.
Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las
ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que
el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente... Es...
es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas.
Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en
broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he
estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento
en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y
sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de
timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será
suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te
echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un
beso discreto.
Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?
¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja
perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin
ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que
vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es
el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpes
suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos
suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y,
al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío;
empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me
despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un
vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el
corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo
anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes despertarme. Pero esto no
sucederá.
II
A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó.
En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue
de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un
día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los
incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo
extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le
eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era
completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado
cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su
pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había
legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.
Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado
innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de
la muchacha para criticar ante ella llevado de un sentimiento de celos torpe y
mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que
existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra
parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido
que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía
entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, no cabía duda de que
Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía saber lo
que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había
cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la
razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez! Esta excusa le
envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia
del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.
¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en
comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía
compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior?
Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión
entre dos seres tan dispares.
Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se
acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la
patrona tendría celos de Avdotia Romanovna... Este pensamiento le resultó tan
intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento
fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.
Ciertamente balbuceó a media voz un minuto después profundamente
avergonzado , estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es
inútil pensar en ello... Lo más prudente será que me presente en silencio,
cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse con el
mutismo... Naturalmente, todo está perdido.
Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje.
No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo
habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una
descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a
mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le
necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.
Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de
costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa
interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo
utilizó para el cuello, la cabeza y esto sobre todo las manos. Pero cuando
llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía
excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor
Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.
«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí,
seguro que lo pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos
teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un...
Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre
honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo el
mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo
tuve aquellas cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me
asaltan a veces...! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna...?
¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un comino... Haré cuanto esté en
mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y
no me importa lo que puedan pensar.» _
En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia
Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que Raskolnikof
dormía a pierna suelta. Zosimof dispuso que no se le despertara y prometió
volver a las once.
Pero veremos si lo encuentro aquí añadió . ¡Demonio de hombre! ¡Un
paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto!
¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?
Creo que vendrán ellas repuso Rasumikhine, que había comprendido la
finalidad de la pregunta . Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia.
Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que
yo.
Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo
dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.
Estoy preocupado por una cosa dijo Rasumikhine pensativo y con cara
sombría . Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil
estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion
presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo manifesté al mismo
Rodia.
Y también a su hermana y a su madre, ¿no?
Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan.
Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?
¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático
cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra
conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un
hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese
sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado
enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas,
habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de
una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora,
gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas
cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de
hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño
de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre
reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un
policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave
sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de
un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se
vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero
ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.
Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.
Y a Porfirio.
¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.
Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que
recomendarles que hoy fueran prudentes con él.
Ya se las arreglarán repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.
¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y
que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?
¡Esto es todo un interrogatorio! exclamó Rasumikhine fuera de sí . ¿Cómo
puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal
vez te lo digan.
¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha
pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia
Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha
respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha
hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.
A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos
mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se
habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara
sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo
que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las
manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida
mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un
reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las
miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba
recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos
violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema
de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.
Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir
mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues
deseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a
ver a Rodia.
Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta
negativa, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían
esperado para desayunarse.
Avdotia Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente.
Se le encargó el té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron.
Rasumikhine estuvo a punto de echar pestes de la pensión, pero se acordó de
Lujine, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró cuando las
preguntas de Pulqueria Alejandrovna empezaron a caer sobre él como una
granizada. Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de
hora dando explicaciones. Contó cuanto sabía de la vida de Rodion
Romanovitch durante el año último, y terminó con un relato detallado de la
enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir,
como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias.
Las dos mujeres le escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él
creyó que había dado todos los detalles susceptibles de interesarlas y, por lo
tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no opinaban así y que
habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.
Dígame dijo vivamente Pulqueria Alejandrovna , ¿qué juzga usted...? ¡Oh,
perdón...! No conozco todavía su nombre.
Dmitri Prokofitch.
Pues bien, Dmitri Prokofitch; yo quisiera saber... cuáles son las opiniones de
Rodia, sus ideas, en estos momentos... Es decir..., compréndame... ¡Oh!, no sé
cómo decírselo... Mire, yo quisiera saber qué es lo que le gusta y lo que no le
gusta..., y si siempre está tan irritado como anoche..., y cuáles son sus deseos,
mejor dicho, sus sueños y ambiciones..., y qué es lo que más influye en su
ánimo en estos momentos... En una palabra, yo quisiera saber...
Pero, mamá le interrumpió Dunia , ¿quién puede responder a ese torrente de
preguntas?
¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!
Sin embargo dijo Rasumikhine , esos cambios son muy naturales. Yo no
tengo madre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Y siempre me
encuentra transformado, incluso físicamente... Bueno, lo importante es que han
ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado ustedes sin ver a
Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre
taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de lo
que suponemos) se ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es
amigo de revelar sus sentimientos: prefiere mortificar a sus semejantes a
mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer frío e
insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese
dos caracteres distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se
muestra profundamente taciturno. Da la impresión de estar siempre atareado,
lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le moleste, pero es lo cierto
que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías, y
no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no
puede perder el tiempo en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los
demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi
entender no sin razón... ¿Qué más...? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de ustedes
ejercerá sobre él una acción saludable.
¡Quiera Dios que sea así! exclamó Pulqueria Alejandrovna, consternada por
las revelaciones de Rasumikhine acerca del carácter de su Rodia.
Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotia Romanovna. Mientras
hablaba, le había dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces,
la joven permanecía sentada ante la mesa, escuchándolo atentamente; a
veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados paseos por la
habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de
vez en cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la
costumbre de no escuchar hasta el final a quien le hablaba. Llevaba un vestido
sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Rasumikhine dedujo de
diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza. Si
Avdotia Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable
que Rasumikhine no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez
porque la veía tan modestamente vestida y se imaginaba su vida de
privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus propios gestos y
palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.
Nos ha dado usted dijo Avdotia Romanovna con una sonrisa interesantes
detalles acerca del carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda
imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía que usted lo admiraba... Sin
duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto añadió,
pensativa.
Yo no he dicho tal cosa..., aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo...
¿Qué?
Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás afirmó Rasumikhine.
Es decir, que lo considera usted incapaz de amar.
¿Sabe usted, Avdotia Romanovna, que se parece extraordinariamente, e
incluso me atrevería a decir que en todo, a su hermano? dijo Rasumikhine sin
pensarlo.
Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal
hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse a
reír al advertirlo.
Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Rodia
dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida . No hablo del presente,
Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos
sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede
imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus
caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un
chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a nadie
puede pasarle por la imaginación... Sin ir más lejos, hace año y medio me dio
un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su patrona,
esa señora..., ¿cómo se llama...?, Zarnitzine.
¿Conoce usted los detalles de esa historia? preguntó Avdotia Romanovna.
¿Cree usted continuó con vehemencia Pulqueria Alejandrovna que habrían
podido detenerle mis lágrimas, mis súplicas, mi falta de salud, mi muerte,
nuestra miseria, en fin? No, él habría pasado sobre todos los obstáculos con la
mayor tranquilidad del mundo.
Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto dijo prudentemente
Rasumikhine , pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por
cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es bastante
extraño.
¿Qué le ha dicho? preguntaron las dos mujeres a la vez.
¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que estaba
irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo impedir,
no era del agrado de la señora Zarnitzine... Supe, además, que la novia era
una mujer fea y enfermiza..., una joven extraña, aunque dotada de ciertas
prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no se habría
comprendido que Rodia... Además, la muchacha no tenía dote... Sin embargo,
él no se habría casado por interés... Es muy difícil formular un juicio.
Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad observó lacónicamente
Avdotia Romanovna.
Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de
los dos habría sido más funesto ese matrimonio dijo Pulqueria Alejandrovna.
Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas
miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al joven
sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia y Lujine.
Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso verdadero terror.
Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios
comentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikof de haber insultado a Piotr
Petrovitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que
padecía su amigo podía disculpar su conducta.
Había planeado todo esto antes de su enfermedad concluyó.
Yo pienso como usted dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.
Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella
mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor moderación e
incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos asombrada
por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.
Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?
No puedo tener otra del futuro esposo de su hija respondió Rasumikhine con
calurosa firmeza . Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque la mejor
recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo haya elegido
por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ignominiosamente
embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí... Y hoy
me siento profundamente avergonzado.
Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no dijo
nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír
hablar de Lujine.
Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la
ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas
miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profundamente.
Verá usted, Dmitri Prokofitch comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su
hija : Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad, Dunetchka?
Desde luego, mamá respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.
Pues es el caso... continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si
le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor .
En las primeras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr
Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole
nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero
no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí.
Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero,
en vez de venir, nos ha enviado esta carta... Lo mejor será que la lea usted.
Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de
qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted
conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le
advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé
todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.
Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo
siguiente:
«Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir a
recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un
hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los
asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del
honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner
ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y
Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de
visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego
encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que
me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo,
fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda
seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito
advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al
lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este
caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es
porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir
a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan
enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente
la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un
borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco
después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para
el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio
público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha
costado a usted conseguir ese dinero.
»Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna
y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.
»LUJINE.»
¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch? exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con
lágrimas en los ojos ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Él nos pidió
insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que
Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo... Pero si yo le digo a Rodia esto,
él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?
Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente repuso
Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.
¡Dios mío! exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina! Dice lo que
hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene..., no
que conviene, sino que es indispensable... que Rodia venga a las ocho y se
encuentre con Piotr Petrovitch... Mi intención era no decirle nada de esta carta
y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese... ¡Se irrita tan
fácilmente...! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se
trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que...
Que has logrado a costa de tantos sacrificios terminó Avdotia Romanovna.
Ayer su estado no era normal dijo Rasumikhine, pensativo . Sería interesante
saber lo que hizo ayer en la taberna... En efecto, me habló de un muerto y de
una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una
palabra. Ayer también estaba yo...
Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí
veremos lo que conviene hacer. Además, ya es Zora de que nos marchemos.
¡Más de las diez! exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso
reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una
fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el
resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.
Sí, Dunetchka, ya es hora dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta ; ya
es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que
estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!
Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla.
Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente
desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo,
esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad,
como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes.
Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía
orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se
arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese
momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.
¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna . Nunca me habría imaginado que
pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues
la temo, Dmitri Prokofitch añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.
No debes inquietarte, mamá dijo Dunia, abrazándola . Ten confianza en él
como la tengo yo.
Confianza en él no me falta, hija dijo la pobre mujer . Pero no he dormido en
toda la noche.
Salieron de la casa.
¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando
empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha
aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha
cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como
censurándome... ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios
mío...! Oiga, Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?
¿Marfa Petrovna? No sé quién es.
Pues sí, murió de repente. Y figúrese que...
¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!
¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo!
Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a
usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos
concierne. Usted es para mí como una persona de la familia... No se enfade si
le digo algo que no le guste... ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano
derecha? ¡Está herido!
Sí gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.
Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en
qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama
habitación a semejante tugurio... Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le
hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que... ¿Quiere darme
algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve
usted que estoy completamente desorientada.
No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le
hable de su salud: esto le molesta.
¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la
escalera... ¡Qué cosa tan horrible!
Mamá, estás pálida. Cálmate le dijo Dunia, acariciándola . Te atormentas en
balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver añadió con ojos
resplandecientes.
Iré yo delante dijo Rasumikhine , para asegurarme de que está despierto.
Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron
al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba
entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos
ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se
cerró tan ruidosamente, que Pulqueria Alejandrovna estuvo a punto de lanzar
un grito de terror.
III
Está mejor les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde
hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la
víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba
completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no
había hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero
esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero
estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su
aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de
experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios,
contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza,
y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le
faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la
madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor.
Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven,
observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante
del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado.
Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para
soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra
de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida
abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que
asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta
el punto de poder disimular sus sentimientos.
Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado lijo Raskolnikof, abrazando
cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria
Alejandrovna . Y no digo esto como te dije ayer añadió, dirigiéndose a
Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
Estoy incluso asombrado dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos
de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez .
Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo
y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres,
pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es
así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo
añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
Es posible respondió fríamente Raskolnikof.
Digo esto continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento porque su
curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía
hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así,
las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted
curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas
causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente
y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad
coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los
que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y
perseguirlo tenazmente.
Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y
entonces todo irá como sobre ruedas.
Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las
damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso,
dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca
burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna
empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente
por su visita nocturna.
¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? exclamó Raskolnikof, visiblemente
agitado . Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del
viaje...
Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en
casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.
Yo tampoco sé cómo darle las gracias dijo Raskolnikof a Zosimof, con
semblante sombrío y bajando la cabeza . Dejando aparte la cuestión de los
honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial
interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso...,
por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
No se preocupe usted repuso Zosimof sonriendo afectuosamente . Imagínese
que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus
primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos
incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
Y no hablemos de ése dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine . No ha
recibido de mí sino insultos y molestias, y...
¡Qué tonterías dices! exclamó Rasumikhine . Por lo visto, hoy te has
levantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba
sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio
perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.
De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar continuó
Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana .
Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en
esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin
desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y
sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la
estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él
después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se
iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
Ésta es la razón de que le aprecie tanto exclamó Rasumikhine con su
inclinación a exagerar las cosas . ¡Tiene unos gestos...!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas pensó la madre . Y ¡cuán
nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al
incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le
miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso
más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va!
Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a
gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí,
miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento
sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
¡Ah, Rodia! dijo, respondiendo a las palabras de su hijo No te puedes
imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la
felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda
prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira,
aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú
estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente,
delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra
angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un
amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de
fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente.
El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad.
Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues
estábamos solas, completamente solas terminó con acento quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr
Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.
Sí, todo eso es muy enojoso dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e
indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida . ¿Qué otra cosa quería
deciros? continuó, esforzándose por recordar . ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú,
Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
¡Qué ocurrencia, Rodia! exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.
«Nos habla como por pura cortesía pensó Dunetchka . Hace las paces y
presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una
lección aprendida de memoria.»
Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi
traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las
manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.
¿Manchas de sangre? preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí
delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima
de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de
sangre.
¿Cuando estabas delirando? dijo Rasumikhine . Pues te acuerdas de todo.
Es cierto convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación . Me
acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no
consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.
El fenómeno es conocido observó Zosimof . El acto se cumple a veces con
una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva
adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es
algo así como un sueño.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco, pensó
Raskolnikof.
Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso observó
Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.
La observación es muy justa respondió el médico . En este aspecto, todos
solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos
enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base
podemos
establecer
distinciones.
Hombres
perfectamente
sanos,
perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que
casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles
de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de
sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda
la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios
había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto
que le tenía perplejo.
Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? se apresuró a decir Rasumikhine . Te
he interrumpido cuando estabas hablando de él.
Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un
sueño.
¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa...
A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente.
Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma
del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad...
Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que
también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco
que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios
que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a
la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens,
si vous n'étes pas contents.
Lanzó una carcajada.
¿Verdad, Dunia?
No repuso enérgicamente la joven.
¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones murmuró con sonrisa
burlona y acento casi rencoroso . Debí comprenderlo... Desde luego, eso es
hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear,
serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero
todo esto es pura palabrería añadió, lamentando no haber sabido contenerse .
Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá terminó con voz entrecortada y tono
tajante.
No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien
hecho repuso la madre alegremente.
No estés tan segura repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón
concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no
desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre
y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más
atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.
«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.
¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? preguntó de pronto Pulqueria
Alejandrovna.
¿Qué Marfa Petrovna?
¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he
hablado de ella en mis cartas!
¡Ah, sí! Ahora me acuerdo dijo como si despertara de un sueño . ¿De modo
que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió
vivamente:
Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié
mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen
que le dio una tremenda paliza.
¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos?
preguntó Raskolnikof
dirigiéndose a su hermana.
No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En
algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete
años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido
comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka,
que tú piensas así y lo disculpas.
¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme
nada más horrible repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
La escena tuvo lugar por la mañana prosiguió precipitadamente Pulqueria
Alejandrovna . Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a
fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos
casos. Dicen que comió con excelente apetito.
¿A pesar de los golpes?
Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se
podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca
hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con
regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
No es nada extraño observó Zosimof.
¿Y dices que la paliza había sido brutal?
Eso no influyó dijo Dunia.
Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:
No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
Es que no sabía de qué hablar, hijo mío se le escapó decir a Pulqueria
Alejandrovna.
¿Es posible que todos me temáis? dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.
Sí, te tememos respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a
los ojos . Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una
agitación convulsiva.
Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:
Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad
que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y
charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje
me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz...
Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.
Basta, mamá dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de
su madre, pero sin mirarla . Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra
alegría.
Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por
un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que
confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no
solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en
la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante
nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la
conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la
puerta sin mirar a nadie.
Pero ¿qué te pasa? le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.
Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación.
Todos le contemplaban con un gesto de estupor.
Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? exclamó de súbito . ¡Decid algo!
¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos
hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! dijo
Pulqueria Alejandrovna santiguándose.
¿Qué te ha pasado, Rodia? preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de
desconfianza.
Nada respondió el joven : que me he acordado de una tontería.
Y se echó a reír.
Si es una tontería, lo celebro dijo Zosimof levantándose . Pues hasta a mí me
ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo
que le encontraré aquí.
Saludó y se fue.
Es un hombre excelente dijo Pulqueria Alejandrovna.
Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto
exclamó Raskolnikof
precipitadamente y animándose de súbito . No recuerdo dónde lo vi antes de
mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre
excelente añadió señalando a Rasumikhine . ¿Te ha sido simpático, Dunia?
preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.
Mucho respondió Dunia.
¡No seas imbécil! exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.
Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.
Pero ¿adónde vas?
Tengo que hacer.
Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres
marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto?
¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan
callados? El único que habla aquí soy yo.
Es un regalo de Marfa Petrovna dijo Dunia.
Un regalo de alto precio añadió Pulqueria Alejandrovna.
Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.
Me gusta así.
«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.
Yo creía que era un regalo de Lujine dijo Raskolnikof. No, Lujine todavía no le
ha regalado nada.
¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería
casarme? preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada
ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante
el tono que había empleado.
Sí, me acuerdo perfectamente.
Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.
¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha
enfermiza añadió, pensativo y bajando la cabeza y, además, muy pobre.
También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se
echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo
perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo
creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.
Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:
Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...
No, no fue simplemente una locura pasajera dijo Dunetchka, convencida.
Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido
sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía
absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.
¿La amas aún? preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.
¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro
mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma
impresión me produce todo cuanto me rodea.
Y los miró a todos atentamente.
Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil
verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me
interrogáis? exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.
¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba dijo de súbito
Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio . Estoy segura de que
este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
¿Esta habitación? dijo Raskolnikof, distraído . Sí, ha contribuido mucho. He
reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá!
añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a
las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar,
íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar
una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así
acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar
resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo
de salir de la violenta situación en que se encontraba.
Tengo algo que decirte, Dunia manifestó secamente y con grave semblante .
Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber
recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser
un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De
modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.
¡Pero Rodia! ¿Otra vez. Las ideas de anoche?
exclamó Pulqueria
Alejandrovna . ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo
dijiste ayer.
Óyeme, Rodia repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el
de su hermano , la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He
reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo
es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo
me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré
muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi
determinación.
«Miente se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia .
¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora.
¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a
todos!»
En una palabra continuó Dunia , me caso con Piotr Petrovitch porque de dos
males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo
que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
¿Dices que lo cumplirás todo? preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.
Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha
revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión
de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí
igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?
¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación
femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú
no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te
casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es
una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! exclamó Dunetchka, perdiendo por
completo la calma . No me casaría con él si no estuviera convencida de que
me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación.
Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy
mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si
tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no
sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que
tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la
pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a
nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa,
Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!
¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa
exclamó Pulqueria
Alejandrovna.
No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he
desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...?
¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y
es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O
acaso he entendido mal?
Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof
se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió
a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a
una idea que le hubiera asaltado de súbito:
No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su
hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera
su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente.
Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo
parecido a una explosión.
No comprendo absolutamente nada dijo Rodia, pensativo, devolviendo la
carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular . Sabe pleitear, como es
propio de un abogado, y cuando habla te hace bastante bien. Pero escribiendo
es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el
comentario que se esperaba.
Todos los hombres de su profesión escriben así dijo Rasumikhine con voz
alterada por la emoción.
¿Es que has leído la carta?
Sí.
Tenemos buenos informes de él, Rodia dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y
confusa . Nos los han dado personas respetables.
Es el lenguaje de los leguleyos dijo Rasumikhine . Todos los documentos
judiciales están escritos en ese estilo.
Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de
negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado
literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.
Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios dijo Avdotia Romanovna, herida
por el tono en que hablaba su hermano . Es más: se enorgullece de deberlo
todo a sí mismo.
Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al
parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una
observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para
mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que
me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase
con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será
exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo
significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy
yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a
abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a
esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine,
Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?
No repuso Dunetchka vivamente , porque comprendo que se ha expresado
con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu
observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.
Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya
sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos
de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta
otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo
entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto
de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no
a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por
primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo
sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras.
Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela
claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre
inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La
verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo
digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la
noche.
¿Qué piensas hacer, Rodia? preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante
el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
¿A qué te refieres?
Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta
noche, y que se marchará si... si lo encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás
o no?
Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis
hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece
insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no
ofendida. Yo terminó secamente haré lo que vosotras me digáis.
Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer
respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la
entrevista de esta noche dijo Dunia . ¿Vendrás?
Iré.
También a usted le ruego que venga añadió Dunetchka dirigiéndose a
Rasumikhine . ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu
resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con
toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.
IV
En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó
una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta
sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia
Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior por primera vez , pero
en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una
imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso
pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales
honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido
sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano
empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su
confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la
cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.
¡Ah! ¿Es usted? exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto
también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la
alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando
acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el
día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma
se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había
pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala
conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su
mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a
aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció
de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en
su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.
Estaba muy lejos de esperarla le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada
. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina
Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.
Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en
la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había
empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había
ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este
mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de
Rasumikhine.
Y tú siéntate ahí dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres.
Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había
sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento
le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida
en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:
Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de
parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí.
Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales
que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa,
para la comida... Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
Haré todo lo posible por... No, no faltaré repuso Raskolnikof, levantándose y
tartamudeando también . Tenga la bondad de sentarse dijo de pronto . He de
hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me
conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una
mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los
ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones
se habían contraído y sus ojos llameaban.
Mamá lijo con voz firme y vibrante , es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija
de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche...
Ya os he contado...
Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un
gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora
de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la
pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo
que su turbación aumentase.
Quería preguntarle dijo Rodia precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas
en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?
No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la
muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con
sus protestas.
¿Sus protestas?
Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba
a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio.
Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había
que hacerlo.
¿O sea que hoy se lo llevarán?
Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que
asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de
funerales.
¡Hasta comida de funerales...!
Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la
ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi
padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y
bajó nuevamente los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda
y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco
angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que
fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al
animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía
menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda
ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a
pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi
cómico, en algunos de sus gestos.
No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan
escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación
dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.
El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente
sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado
todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la
colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se
la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...
Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre
dice que parece una tumba.
¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! murmuró Sonetchka
bajando de nuevo los ojos.
Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado,
le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que
acababa de decir se le había escapado involuntariamente.
Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna
se volvió hacia Sonia con expresión afable.
Como es natural, Rodia dijo la madre, poniéndose en pie , comeremos
juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo,
después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes
posible. Sin duda te hemos fatigado.
Iré, iré se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose . Además, tengo
cosas que hacer.
¿Qué quieres decir con eso? exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a
Raskolnikof . Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo.
Dime: ¿qué piensas hacer?
Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para
un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?
¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted
también a comer con nosotros.
Yo también se lo ruego dijo Dunia.
Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un
momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.
Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia.
¡Otra vez se me ha escapado!
Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo
hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.
En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez,
al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente.
Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su
semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de
Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.
Adiós, Dunia dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella . Dame la
mano.
¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? dijo la joven, volviéndose hacia
él, entre desconcertada y afectuosa.
Es que quiero que me la vuelvas a dar.
Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió,
enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre.
También ella se sentía feliz.
¡Todo ha salido a pedir de boca! dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia,
que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta
calma, añadió : Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No
te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba
súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y
atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de
pronto a su memoria...
¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle
. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He
respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que
me alegraría de separarme de mi hijo!
Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a
fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden
perdonar muchas cosas, muchas cosas...
Sin embargo, tú no has sido comprensiva dijo amargamente Pulqueria
Alejandrovna . Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como
dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois
severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es
egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta
noche en casa, se me hiela el corazón.
No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch
renuncia a ese matrimonio? preguntó indiscretamente.
Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción repuso
Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a
una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su
habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire
respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué
ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano...
Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.
¿Qué muchacha?
Esa Sonia Simonovna.
¿Por qué te inquieta?
Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he
visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
¡Eso es absurdo! exclamó Dunia, indignada . Para los presentimientos eres
única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer
momento.
Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He
sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He
tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es
muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la
carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.
No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho
sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena
chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.
¡Ojalá sea así!
Y Piotr Petrovitch es un chismoso exclamó súbitamente Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.
Ven; tenemos que hablar dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a
la ventana.
Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales dijo Sonia
precipitadamente y disponiéndose a marcharse.
Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que
usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.
Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:
Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le
conoces, ¿verdad?
¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata?
preguntó con viva curiosidad.
Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que
comentabais ayer. ¿No?
Sí, ¿y qué? preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.
Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto
empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca
cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el
reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos,
pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga?
No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un
momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo,
sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único
objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría
una enfermedad. Ya Sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya
sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera
hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más
rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi
madre me habla del reloj.
Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has
dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir
inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo
encontraremos.
De acuerdo: vamos.
Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer
mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah!
Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
Sonia Simonovna rectificó Raskolnikof . Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia
Simonovna; un buen muchacho...
Si se han de marchar ustedes... comenzó a decir Sonia, cuya confusión había
aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se
atrevía a levantar los ojos hacia él.
Vamos decidió Raskolnikof . Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia
Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su
dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
No has cerrado la puerta dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la
escalera.
No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar
una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a
reír y dirigiéndose a Sonia:
¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha
podido encontrarme? preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta
de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se
atrevía.
Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
Sí, ¿no se acuerda?
Sí, sí; ya recuerdo.
Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo
que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he
podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted
vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja.
Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada
de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada
perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su
reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había
pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo
ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a
verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
Si al menos no viniera hoy... murmuró, con el corazón palpitante como un niño
asustado . ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un
desconocido.
En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido
ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y
se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había
dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y
anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de
modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso,
como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se
despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? pensó . Yo he visto a esta muchacha en alguna parte.
Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió,
pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin
darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por
ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera
opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta
pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de
distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya
estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el
aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia
natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un
bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos.
Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su
fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos
cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y
hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada
fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente
conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera.
El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba
ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras
ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera
de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó
una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia.
Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que
ostentaba el número y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof,
sastre.»
¡Qué casualidad! exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número . Entre ambas puertas
había una distancia de unos seis pasos.
¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? dijo el caballero
alegremente . Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo
en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
Sí, somos vecinos continuó el caballero, con desbordante jovialidad . Estoy en
Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su
habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio
Petrovitch, acompañado de Rodia.
Has tenido una gran idea, querido, una gran idea dijo varias veces . Y créeme
que me alegro, que me alegro de veras.
«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho
tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa
casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
¿Cuándo estuve por última vez? preguntó, deteniéndose como para recordar
mejor . Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no
quiero recoger los objetos en seguida se apresuró a aclarar, como si este
punto le preocupara especialmente , pues no me queda más que un rublo
después del maldito «desvarío» de ayer.
Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
¡Comprendido, comprendido! exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin
que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto
entusiasmo . Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E
incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha
aclarado todo...
«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que
seria capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué
hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus
suposiciones.»
¿Crees que encontraremos a Porfirio? preguntó Raskolnikof en voz alta.
¡Claro que lo encontraremos! repuso vivamente Rasumikhine . Ya verás qué
tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de
mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de
mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a
pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta
engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas
materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado
desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene
grandes deseos de conocerte.
¿Grandes deseos? ¿Por qué?
Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te
pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y
cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus
estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco...
Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye,
Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de
tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues
bien, tal vez no se equivoquen.
Y se echó a reír forzadamente.
Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión
y sobre todas eran divagaciones de borracho.
Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas
cosas! exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.
Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo.
Incluso me da vergüenza hablar de ello.
Si te da vergüenza, cállate.
Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio
cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle
acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.
«Otro que me compadece pensó, con el corazón agitado y palideciendo . Ante
éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo
más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también
podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos...
En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La
mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia...
Mala cosa.»
Es esa casa gris lijo Rasumikhine.
«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en
casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario
que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante
apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré
cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»
¿Sabes lo que te digo? preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa
maligna . Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación.
De veras.
¿Agitación? Nada de eso repuso, mortificado, Rasumikhine.
No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde
de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las
piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías
cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado
varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.
¡Imbécil!
Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en
cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!
Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... balbuceó Rasumikhine,
aterrado . ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!
Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un
Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has
limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me
perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver:
baja un poco la cabeza.
¡Imbécil!
Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La
hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto
era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo,
y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! dijo Rasumikhine
fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.
V
Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace
descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo
como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su
cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que
justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado,
se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho,
mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos.
Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo
quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras
murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine.
Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la
anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin
que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
¡Demonio de hombre! gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que
dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té
vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
No hay que romper los muebles, señores míos exclamó Porfirio Petrovitch
alegremente . Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba
en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su
medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más
naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta
acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un
momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió
la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía,
hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se
veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se
había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una
expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a
Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de
Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
Le ruego que me perdone...
Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan
agradable... repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con
un movimiento de cabeza . Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos
días.
Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se
parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es
todo lo que ha habido entre nosotros.
¡Imbécil! exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva
comentó Porfirio echándose a reír.
Oye, juez de instrucción... empezó a decir Rasumikhine . ¡Bah! ¡Que el diablo
os lleve a todos!
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen
humor.
¡Basta de tonterías! dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch . Sois
todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi
amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y
deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo...
¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a
Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
«¿Qué significa todo esto?, se dijo, inquieto, Raskolnikof.
Zamiotof se sentía un poco violento.
Nos conocimos anoche en tu casa respondió.
No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la
semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros
habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?
Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y
unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior
a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente
afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba
una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda,
abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin
embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría
sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que
brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos
párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada
contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y
le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.
Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio
Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo
opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le
expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa
gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando
ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está
muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin
embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas
palabras. Luego, satisfecho de si mismo, halló la serenidad necesaria para
observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los
ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado
frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su
mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de
instrucción sin el menor disimulo.
«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.
Tendrá que prestar usted declaración ante la policía repuso Porfirio Petrovitch
con acento perfectamente oficial . Deberá usted manifestar que, enterado del
hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción
encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y
que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación
escrita.
Pero lo que ocurre dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo
es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el
dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar
que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...
Eso no importa le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente
esta declaración de tipo económico . Además, usted puede exponerme por
escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se
declara propietario de tales objetos y ruega...
¿Puedo escribirle en papel corriente? le interrumpió Raskolnikof, con el
propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de
la cuestión.
Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona.
Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof.
Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo
transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto.
Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el
diablo lo sabía.
«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un
tanto desconcertado:
Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen
unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le
confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio
estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados exclamó
Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una
mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
Tú todo lo tomas a broma dijo con una irritación que no tuvo que fingir .
Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen
importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e
interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran
valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único
recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de
llegar manifestó dirigiéndose a Porfirio , y si se enterase continuó, volviendo a
hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se
había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las
mujeres.
¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo
que dices, sino todo lo contrario protestó, desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? pensó Raskolnikof, temblando
de inquietud . ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las
mujeres"?»
¿De modo que su madre ha venido a verle? preguntó Porfirio Petrovitch.
Sí.
¿Y cuándo ha llegado?
Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
Sus objetos no pueden haberse perdido manifestó al fin, tranquilo y fríamente
. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba
echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero.
Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de
Rasumikhine, no pareció haberlo notado.
¿Dices que lo esperabas? preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch .
¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos
en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con
lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los
objetos.
¡Qué memoria tiene usted! exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero
no pudo menos de añadir:
He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos
empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a
todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno...,
y... y...
«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» Es que todos los
demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted dijo Porfirio Petrovitch con un
tonillo de burla casi imperceptible.
No me sentía bien.
Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente.
Incluso ahora está usted un poco pálido.
Pues me encuentro admirablemente replicó al punto Raskolnikof, en tono
tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se
obstinan en torturarme?»
Dice que no se sentía bien exclamó Rasumikhine , y esto es poco menos que
no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado...
Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó
un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse,
salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio!
¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
¿En pleno delirio? ¡Qué locura! exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la
cabeza.
¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia,
porque usted no lo ha creído, ni mucho menos dejó escapar Raskolnikof,
aturdido por la cólera.
Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? exclamó
Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez : ¿Por qué saliste? ¿Con qué
intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar
en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
Me fastidiaron insoportablemente dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con
una sonrisa burlona, insolente, retadora . Huí para ir a alquilar una habitación
donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de
dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le
ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o
conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y
sus miradas equívocas.
Me pareció dijo al fin Zamiotof secamente que hablaba usted como un
hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero
también parecía usted algo exasperado.
Y hoy intervino Porfirio Petrovitch Nikodim Fomitch me ha contado que le vio
ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser
atropellado por un coche.
¡Ahí tenemos otra prueba! exclamó al punto Rasumikhine . ¿No es cierto que
te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el
dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince,
hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo
lo que tenías...
A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi
generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he
encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan
inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me
interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede
usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
Danos un poco de té dijo Rasumikhine . Tengo la garganta seca.
Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No
quieres nada sólido antes?
¡Hala! No te entretengas.
Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin
conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto
demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de
sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón.
Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así,
me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué
punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías?
Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa
de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal
vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son
perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que...
Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se
oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente
a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un
hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono...
Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido
nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre...
¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda,
sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren
exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben
todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber
reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta
casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio
no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de
acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan
hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las
habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho
que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de
enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es
una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle
de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre...
Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se
equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no
tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a
casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de
delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve
en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré
venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que
tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir
desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme,
desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad
cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu
casa dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había
empleado hasta entonces . Aún estoy algo trastornado.
¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién
fue la victoria?
Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe
el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
Yo no veo nada de extraordinario en ello repuso Raskolnikof distraídamente .
Es una simple cuestión de sociología.
La cuestión no se planteó en ese aspecto observó Porfirio.
Cierto: no se planteó exactamente así reconoció Rasumikhine acalorándose,
como era su costumbre . Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu
opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había
hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en
intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos:
el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es
todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
¡Gran error! exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y
se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.
No, no admiten otra causa prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación
. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo
se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que
si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues
nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos.
No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una
humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para
producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que
surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos,
organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún
proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es
un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera
absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay
necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece
ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos
quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin
voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es
que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo
de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se
puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo
el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para
permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos,
cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es
la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad
seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el
misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!
Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo dijo Porfirio Petrovitch
entre risas . Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikof esta misma
música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche.
Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo
que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un
gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años
que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?
Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa repuso Porfirio
Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave . Ese crimen se puede
explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.
Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.
Yo también te puedo probar a ti gruñó que tus blancas pestañas son una
consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta
toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso
e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres
que te lo demuestre?
Sí, vamos a ver cómo te las compones.
¡Siempre con tus burlas! exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento . No
vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace
expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para
mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la
reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas
enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y
estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a
casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo.
Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y
que todo era pura invención.
Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de
gastaros la broma.
¿De verdad es usted tan comediante? preguntó con cierta indiferencia
Raskolnikof.
Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo
mismo. ¡Ja, ja, ja...! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas
historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un articulo de usted
que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo que «El crimen»,
pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La
Palabra Periódica hace dos meses.
¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? exclamó Raskolnikof, sorprendido .
Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé
la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo
llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.
Pues se publicó en La Palabra Periódica.
La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi
artículo, y por eso no pudo publicarlo...
Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra
Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último
periódico. así, ¿no estaba usted enterado?
En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.
Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted!
Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le
interesan materialmente. Es increíble.
Yo tampoco sabía nada exclamó Rasumikhine . Hoy mismo iré a la biblioteca
a pedir ese periódico... ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En
qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No decir nada! ¡Es el colmo!
¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una
inicial.
Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su
artículo me habia interesado tanto...
Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía
el crimen.
Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es
un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su
articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al
final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente... Si
tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres
que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de
actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.
Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.
¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia
irresistible del miedo? preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.
Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch . No se trata de eso. En el
artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres
ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y
no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En
cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase
de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser
extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.
¡Es imposible que haya dicho eso! balbuceó Rasumikhine.
Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención
de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente
lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.
No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto .
Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya
aproximadamente, sino con bastante exactitud.
Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los
hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos
criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría
podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario
tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral...,
de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así
lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la
humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de
claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que
usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de
Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a
la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas
que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso
el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus
descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que
Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda
clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña,
expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad,
empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma,
Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que
al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas
fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y
también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de
sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender
las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.
»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la
humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una
palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por
poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo
nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado
variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No
quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.
»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado
mil veces de palabra y por escrito. En
cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios,
admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión
de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es
justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo
con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los
individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres
semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se
complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las
subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos
categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se
compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia,
porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a
obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en
desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo
menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.
»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y
diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas
fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo
mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre
montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse
obrar así; pero..., que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e
importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho
de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto
de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para
inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los
decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del
modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en
que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los
ajusticiados y crean un culto en torno de ellos..., dicho en términos generales.
Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la
segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la
humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las
dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los
mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén,
entiéndase.
Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
Sí respondió firmemente Raskolnikof.
Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había
apartado durante su largo discurso.
¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.
Sí, creo repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.
¿Y en la resurrección de Lázaro?
Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
¿Cree usted sin reservas?
Sin reservas.
Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora,
y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a
esos criminales. Por el contrario, algunos...
Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...
Son ellos los que ejecutan.
Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su
observación es muy sutil.
Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres
extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al
nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa
exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de
hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y
bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran
vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo...? Porque suponga
usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la
otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo
con sus propias y felices palabras. Entonces...
¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior
en agudeza.
Gracias.
No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera
categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado,
tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia,
muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre
las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a
exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no
distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos,
considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no
puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo
tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les
azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al
redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se
aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A
veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus
propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser
hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted
por qué inquietarse.
Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra
cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen
derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios?
Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará
usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy
numerosos.
¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono .
Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea
nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la
distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos
en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la
naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo
que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que
forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos
esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea
cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso
depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son
únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de
individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre
antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del
mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo
eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en
esto no interviene para nada el azar.
¿Estáis bromeando? exclamó Rasumikhine . ¿Os burláis el uno del otro? Os
estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.
Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y
Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado
el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.
Bien, querido dijo el estudiante . Si estáis hablando en serio, quiero decirte
que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se
parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo
original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a
pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con
plena conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la
idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar..., la cual, por cierto,
me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.
Exacto: es mucho más terrible observó Porfirio.
Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un
error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no
puedes opinar así... Leeré tu artículo.
En mi artículo no hay nada de todo eso dijo Raskolnikof . Yo me limité a
comentar superficialmente la cuestión.
Lo cierto es dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez
que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen.
Pero... Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de
este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error,
esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta
inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un
adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma
(huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos
los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una
larga campaña y que para esta campaña necesita dinero... ¿Comprende...?
Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró
siquiera.
Admito repuso tranquilamente que esos casos deben presentarse. Los
vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son
demasiado jóvenes.
Por eso se lo digo... ¿Y qué hay que hacer en ese caso?
Raskolnikof sonrió mordazmente.
¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así
será siempre... Fíjese usted en éste e indicó con un gesto a Rasumikhine .
Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué
importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles,
los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que
buscar al delincuente.
¿Y si se le encuentra?
Peor para él.
Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
Eso no debe preocuparle.
Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del
penal.
Así dijo Rasumikhine, malhumorado , los hombres geniales, esos que tienen
derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado
sangre humana...?
No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que
sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van
necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los
verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran
tristeza en este mundo añadió con un aire pensativo que contrastaba con el
tono de la conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y
cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había
llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que
hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su
paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que
temo olvidar...
Bien, usted dirá dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de
instrucción.
Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo
psicológico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su
artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo,
como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras
nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?
Es muy posible repuso desdeñosamente Raskolnikof.
Rasumikhine hizo un movimiento.
En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación
económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso...,
en fin, a matar para robar?
Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que
antes.
Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo
diría a usted repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho
con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! pensó Raskolnikof, asqueado . La malicia está cosida
con hilo blanco.»
Permítame aclararle dijo secamente que yo no me he creído jamás un
Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en
consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.
Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un
Napoleón? exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente
familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era
singularmente explícito.
De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a
Alena Ivanovna?
Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada.
Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba
algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de
penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.
¿Ya se va usted? exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y
tendiendo la mano al joven . Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto
a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal
como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la
comisaría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo
arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó
aquella casa añadió en tono amistoso , tal vez pueda aclararnos algo.
Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? preguntó
rudamente Raskolnikof.
Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha
comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y
he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han
dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me
acuerdo! exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine . He estado a
punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de
Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que
ese joven es inocente se dirigía de nuevo a Raskolnikof . Pero ¿qué puedo
hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería
preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue
entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
Sí, entre siete y ocho repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió
de haber dado esta contestación innecesaria.
Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en
el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda
usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando?
¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
¿Dos pintores? Pues no, no los vi repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en
su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se
ocultaba en aquellas palabras . No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese
ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso continuó en
tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro había un
funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está
frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que
unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a
los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la
puerta abierta... No, no había ninguna abierta.
Pero ¿qué significa esto? dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de
súbito las intenciones del juez de instrucción . Los pintores trabajaban allí el día
del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas
preguntas?
¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! exclamó Porfirio golpeándose la frente .
Este asunto acabará volviéndome loco dijo en son de excusa dirigiéndose a
Raskolnikof . Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre
siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos
este dato. Ha sido una confusión.
Hay que llevar cuidado gruñó Rasumikhine.
Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala.
Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta.
Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en
silencio. Raskolnikof respiró profundamente...
VI
No lo creo, no puedo creerlo repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus
fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.
Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los
esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento,
en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo
fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de
aquel asunto.
Tú no puedes creerlo repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa ;
pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú,
siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.
Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin
embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo,
ese ladino de Zamiotof... Tiene razón: había en él algo raro... Pero ¿por qué,
Señor, por qué?
Habrá reflexionado durante la noche.
No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea
estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar
sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad. Intentar
hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más
que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la
partida... O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo...
Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas
gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con
sus insolencias... ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso
por no tener pruebas...? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un
misterio... Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado
atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter
muy especial... En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a
todas estas cuestiones... ¡Dejemos este asunto!
Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando
sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece
excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que
observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga,
imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma
tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo
que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen...? ¡Si supieras la
indignación que todo esto me ha producido...! Un pobre estudiante
transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad
acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado
ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía,
y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que
va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este joven está en
pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De
pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La
pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de
treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del
asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte
nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado
todas sus sospechas en este síncope...! ¡El diablo les lleve! Comprendo que
todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en
sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie
de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo...! ¡Es intolerable!
«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.
¡Que les escupa! exclamó amargamente . Eso es muy fácil de decir. Mañana,
nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones.
¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos
encontramos?
¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que
esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En
cuanto a Zamiotof...
«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.
¡Óyeme!
exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un
hombro . Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro
que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero
reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías
confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías
visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa
que le compromete?
Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que
había visto a los pintores, y el piso abierto lijo Raskolnikof, dando muestras de
mantener esta conversación con profunda desgana.
Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre
avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo
posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas
diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica su
significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía
haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque
explicando las codas a mi modo. Sin embargo...
Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía
haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú
habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.
Eso es lo que él quería. creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de
ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más
favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos
días antes del crimen.
Pero ¿es posible olvidar una coda así?
Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los
maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer
ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
Entonces, es un ladino.
Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado
sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él,
que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una
obligación penosa.
«Me parece que le voy tomando el gusto a estas codas», pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si
una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de
ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.
Entra tú solo dijo de pronto Raskolnikof . Yo vuelvo en seguida.
¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta
dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
Espera, voy contigo.
¿También tú te has propuesto perseguirme? exclamó Raskolnikof con un
gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada
sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio.
Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a
Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria
Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.
Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes
empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera,
entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de
espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos,
introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del
escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio.
Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia
asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de
gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los
que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en
alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una
sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su
gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su
cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
¡Aquí lo tiene usted! dijo una voz potente.
Raskolnikof levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se
dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo.
Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le
habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento,
se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía
jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta
años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
¿Qué pasa? preguntó Raskolnikof acercándose al portero.
El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó
detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se
marchó.
¿Qué quería ese hombre? preguntó Raskolnikof.
Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha
resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este
momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.
El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho:
después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la
portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.
Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un
paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar.
Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al fin
se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su
presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un
minuto avanzaron en silencio.
Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? dijo Raskolnikof en voz baja.
El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.
Viene a preguntar por mí y ahora se calla... ¿Por qué?
Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a
salir de su boca.
Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada
sombría y siniestra.
Asesino dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se
hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos
más. El desconocido no le miraba.
Pero ¿qué dice usted? ¿Quién... quién es un asesino? balbuceó al fin
Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
Tú, tú eres un asesino respondió el desconocido, articulando las palabras más
claramente todavía.
Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos
de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido
dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado
en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven,
que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no permitía
distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre
sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.
Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a
su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y
permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas,
se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil suspiro.
Cerró los ojos y así estuvo una media hora.
No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de
ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había
conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en
otras circunstancias no habría podido recordar... Veía el campanario de la
iglesia de V., una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido...
De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco... Una
taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de
cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana
dominical... Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un
frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se
desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un
algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y tampoco
esta sensación es ingrata...
En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y cerró
los ojos para que lo creyera dormido.
Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso.
Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.
No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera murmuró Nastasia . Ya
comerá más tarde.
Tienes razón repuso Rasumikhine.
Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.
Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a
poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las
manos enlazadas bajo la nuca.
«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de
la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien,
pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta
este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si
parece imposible... Además -siguió reflexionando Raskolnikof, dominado por un
terror glacial , ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta...
¿Se podía esperar que ocurriera esto...? Pruebas... Basta equivocarme en una
nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones
gigantescas.»
Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema
debilidad le invadía.
«Debí suponerlo se dijo con amarga ironía . No sé cómo me atreví a hacerlo.
Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y
derramé sangre... Debí preverlo todo... Pero ¿acaso no lo había previsto?»
Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo
pensamiento.
«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador,
uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza
matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de
hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad,
por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan
estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres
están hechos de bronce, no de carne.»
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.
«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta
usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo... ¿Cómo
admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría
admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus
sentimientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napoleón introducirse debajo de
la cama de una vieja...! ¡Inconcebible!»
De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.
«La vieja no significa nada -se dijo fogosamente . Esto tal vez sea un error,
pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el
escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un
principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he
quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera
esto lo he hecho bien del todo, al parecer... Un principio... ¿Por qué ese idiota
de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres
de negocios que se preocupan por el bienestar general... Sin embargo, sólo se
vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero
vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y al cabo, lo
único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre
hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de
la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y
esto es suficiente para que me sienta en paz... ¿Por qué, por qué me dejasteis
partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también... ¡Ah! Yo no soy
más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada
más.»
Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a
darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.
«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y
segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al
ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones
materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque
decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la
ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y,
en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero
estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada
menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la
vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas añadió
rechinando los dientes . Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al
que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría
esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable a este horror?
¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado
en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues,
miserable y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando
alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los
justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues,
miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa
tuya... ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.»
Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su
mirada se fijaba en el techo obstinadamente.
«Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería...! ¿Por qué las odio ahora? Sí,
las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas,
lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abrazado... Es
horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera... ¿Y si se lo
contara todo...? Me quitaría un peso de encima... Ella debe de ser como yo.»
Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar
con el delirio que le iba dominando.
«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara...
¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense
tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado... ¡Lisbeth...! ¡Sonia...!
¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada...! ¡Queridas criaturas...! ¿Por
qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada
resignada y dulce... ¡Sonia, dulce Sonia...!»
Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de
verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las
sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero la
atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se percibía un
olor a cal, a polvo, a agua estancada.
Raskolnikof avanzaba, triste y preocupado. Sabia perfectamente que había
salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo
urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un hombre
que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle para reunirse
con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin
volverse, como si no le hubiera llamado.
«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo
Raskolnikof. Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de
pasos de él lo reconoció súbitamente y se estremeció. Era el desconocido de
poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada.
Raskolnikof lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un
callejón. El desconocido no se volvía.
«¿Sabrá que le sigo?», se preguntó Rodia.
El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio.
Raskolnikof se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y le
llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo en el patio, se volvió y
pareció indicarle que se acercara. Raskolnikof se apresuró a franquear el
portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de
la hopalanda había tomado la primera escalera. Raskolnikof corrió tras él.
Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo piso.
Aquella escalera cosa extraña no era desconocida para Raskolnikof. Allí
estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste
se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.
«¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!»
¿Cómo no habría reconocido antes la casa...? El ruido de los pasos del hombre
que le precedía se extinguió.
«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte... He
aquí el tercer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio...!»
El ruido de sus propios pasos le daba miedo.
«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en
algún rincón... ¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en par.»
Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como
una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas.
Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado: allí
estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por
la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.
«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof , la luna, que se ocupa en
descifrar enigmas.»
Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno,
los latidos de su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma tan
profunda...! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que produce una
astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una
mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su bordoneo
quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la
cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.
«¿Qué hace esa capa aquí? pensó . Entonces no estaba.»
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y
con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que
Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella...
Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía
poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la
nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor
movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia
delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se
inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio
le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que
trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que
alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a
golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo
redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía
decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva.
Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que
daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que
también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas
juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se
le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener
los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó.
tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien
despierto le parecía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie
en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un
hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.
Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a
cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.
«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.
Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido.
Éste seguía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró
cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cuidado, se
acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin
hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero
en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre
las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.
Raskolnikof le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era
ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba
espesa, rubia, que empezaba a blanquear.
Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su
fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba
el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los
cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente.
Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó
sentado en el diván.
Bueno, ¿qué desea usted?
Ya sabia yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía
respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente . Permítame que me
presente. Soy Arcadio Ivanovitch Svidrigailof...
CUARTA PARTE
I
Debo de estar soñando todavía volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al
inesperado visitante con atención y desconfianza ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan
absurda!»
No es posible dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.
El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.
He venido a verle dijo por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle
personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más
halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su
ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia
Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su
hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de
prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo...
No espere que le ayude le interrumpió Raskolnikof.
Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana,
¿verdad?
Raskolnikof no contestó.
Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que
quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero
permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro
es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que
he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he
insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me
adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy un
hombre et nihil humanum... En una palabra, que soy susceptible de caer en
una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad.
Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede
plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima,
pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o
a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en
asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el
primer perjudicado por ella...
No se trata de eso -replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto . Esté usted
equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente
detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa.
¡Váyase!
Svidrigailof se echó a reír de buena gana.
¡A usted no hay modo de engañarlo! exclamó con franca alegría . He querido
emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.
Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.
¿Y qué? exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas . Son armas de
bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente... Pero
usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría
ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín. Marfa
Petrovna...
Se dice le interrumpió rudamente Raskolnikof que a Marfa Petrovna la ha
matado usted.
¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues
bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que
tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto
que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en use se han
cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica,
la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado
después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una
botella de vino casi entera. No se descubrió nada más... No, no es esto lo que
me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era
si habría contribuido indirectamente a esta desgracia... con algún arranque de
indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede
haber ocurrido tal cosa.
Raskolnikof se echó a reír.
Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.
¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera
dejaron señal... Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que
esto es innoble y..., etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le
desagradó... mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana
de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que
ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa
desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la
carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella,
como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue
ordenar que preparasen el coche... Sin hablar de esos casos especiales en que
las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la
indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en
general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta
particularidad es especialmente frecuente en las mujeres. Incluso se puede
afirmar que es algo esencial en su vida.
Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner
término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le
decidieron a tener paciencia.
Le gusta manejar el látigo, ¿eh? preguntó con aire distraído.
No lo crea respondió con toda calma Svidrigailof . En lo que concierne a Marfa
Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y
ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros
siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso).
La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra
hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar... Y usted me
considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud... A
propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el
tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un
terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una
extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el
mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir,
Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda...? ¡Los ojos negros...! ¡Oh,
tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis...? Pues bien, he
aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera,
pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también
debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo,
que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos.
Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello
es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano.
Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikof
comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y
que era un perillán de clase fina.
Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? preguntó el
joven.
Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?
No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen
carácter.
Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de
sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que
enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con
franqueza su acento rebosaba comprensión y simpatía . Ahora continuó,
pensativo nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada...
Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su
simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana,
como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente
aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por
eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade, Rodion Romanovitch, pero
me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me
ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no
me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos... En fin, me callo; no quiero
verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.
Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.
Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente
sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena repuso Svidrigailof en un
tono seco y un tanto altivo . Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de
una persona
mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando
uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? terminó entre
risas.
Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso
que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a
qué ha venido a mi casa?
Es cierto que tengo aquí conocidos dijo el visitante, sin responder a la
pregunta principal que se le acababa de dirigir . Ya me he cruzado con
algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han
reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy
bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la
abolición de la esclavitud, nos quedan bosques y praderas fertilizados por
nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero
reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me
seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado
a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado usted cómo está edificada?
Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas
cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que
holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No
volveré a visitar ninguno continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda
interrogación del joven . ¿Qué placer se puede experimentar en hacer
fullerías?
¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?
Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo.
Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas.
¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las
personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado
por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa
Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda
mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos
unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde
me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En
siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda
su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo
que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho
enchiquerar. Si, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen
estas contradicciones.
De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más
mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna,
viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al
extranjero. Pero yo habia ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había
disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía
de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor
es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa.
Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos
a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición,
pues j'ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna
otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a
intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite
pasajeros?
¿Pretende usted subir al globo?
¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigailof, pensativo.
«¿Será sincero?, pensó Raskolnikof.
No, el pagaré no me preocupó en ningún momento dijo Svidrigailof, volviendo
al tema interrumpido . Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte,
pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me
entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad...
Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me
dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección
mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que
me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna.
Después temió que tanta lectura me fatigara.
Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.
¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?
¿Qué clase de apariciones?
¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.
¿Y usted? ¿Usted cree?
Si y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo
afirmar.
¿Usted las ha tenido?
Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.
Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme respondió torciendo la
boca en una sonrisa indefinible.
¿Es posible?
Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro,
o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días,
durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera, al amanecer, y la tercera,
hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.
¿Despierto?
Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos
y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.
¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? dijo
de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las habia
pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.
¿De veras ha pensado usted eso? exclamó Svidrigailof, sorprendido . ¿De
veras? ¡Ah! Ya dela yo que entre nosotros existía cierta afinidad.
Usted no ha dicho eso replicó ásperamente Raskolnikof.
¿No lo he dicho?
No.
Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto
acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho
inmediatamente: «Es él mismo.»
¿Qué quiere decir eso de «él mismo? exclamó Raskolnikof . ¿A qué se refiere
usted?
Pues no lo sé respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.
¡Todo eso son tonterías! exclamó Raskolnikof, irritado . ¿Qué le dice Marfa
Petrovna cuando se le aparece?
¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el
hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me
presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la
comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro
y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta
y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del
comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y
cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba... Al día siguiente partí para
Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la
cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados.
Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a
mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio
Ivanovitch me preguntó , cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una
maestra en el arte de echar las cartas... Nunca me perdonaré haberme
negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que
llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en
mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa
de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna,
esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.
» Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no
habría sido capaz de hacer una cosa igual.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que
había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.
»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido,
después la miro á ella a la cara, atentamente.
» ¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa
Petrovna?
» ¿Es que te molesta hasta que venga a verte?
» Oye, Marfa Petrovna le digo para mortificarla , voy , a volver a casarme.
» Eso es muy propio de ti me responde . Pero no te hace ningún favor casarte
cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección
fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas
respetables.
»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola.
¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?
¿No me estará usted contando una serie de mentiras? preguntó Raskolnikof.
Miento muy pocas veces repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer,
advirtiera lo grosero de la pregunta.
Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado
Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi
pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis
utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes
de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te
atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por
los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» El dio media vuelta,
se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna.
Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto
sería una puerilidad.
Usted debe ir al médico.
No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque
ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco
veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que
pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.
No, de ningún modo puedo creer eso dijo Raskolnikof con cierta irritación.
La gente murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la
cabeza y mirando de reojo suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso
que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito
que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que
hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.
Estoy seguro de que no existen exclamó Raskolnikof con energía.
¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo...
Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmentos de
otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para
verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo
tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero,
apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal,
terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a
manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones
con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la
muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada
le impide admitir este razonamiento.
Yo no creo en la vida futura replicó Raskolnikof.
Svidrigailof estaba ensimismado.
¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? preguntó de
pronto.
«Está loco, pensó Raskolnikof.
Nos imaginamos la eternidad -continuó Svidrigailofcomo algo inmenso e
inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de
esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos
por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así
me la imagino yo a veces.
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más
consoladora? preguntó.
¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera
de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera respondió Svidrigailof con
una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la
cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.
Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó . Hace media
hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos,
porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos
todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos
cabezas gemelas.
Perdone dijo Raskolnikof bruscamente . Le ruego que me diga de una vez a
qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.
Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotia Romanovna, ¿se va a
casar con Piotr Petrovitch Lujine?
Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera
pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a
nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.
¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para
hablarle a ella?
Bien. Hable, pero de prisa.
No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi
pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona
digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un
partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna
va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por... por su
familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le
encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no
reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro
de la exactitud de mi suposición.
No sea usted ingenuo..., mejor dicho, desvergonzado.
¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo,
Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil.
Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica. Hace un
momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo
había sido en este caso la primera victima. Pues bien, le confieso que ahora no
siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar
lo mucho que la amé.
Lo que usted sintió -dijo Raskolnikof fue un capricho de hombre libertino y
ocioso.
Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan
poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin
embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he
podido ver.
¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en
el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya habia llegado el tren
a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de
desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.
Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita?
Tengo cosas urgentes que hacer.
Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos
asuntos antes de partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no
me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen
padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la
cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo
suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que
tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el
señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto
con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido
un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que
Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en
su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo
no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves
inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he
causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría
romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo
(estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.
Realmente está usted loco
exclamó Raskolnikof, menos irritado que
sorprendido . ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber,
ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de
esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no
los acepta, sólo Dios sabe el estúpido use que haré de ellos. Por otra parte,
tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún
interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo
digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas
molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido,
deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino
simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que
compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la
más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco
me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más
hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy pronto con
cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia
Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana
aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion
Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre
fría.
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
Basta ya dijo Raskolnikof . Su proposición es de una insolencia imperdonable.
No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo
puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor
bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo
muriese y legara esta suma a mi hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?
Es muy posible.
Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto
es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere,
le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.
No lo haré.
En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una
entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.
Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!
No cuente con ello.
Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a
ser buenos amigos.
¿Usted cree?
¿Por qué no? exclamó Svidrigailof con una sonrisa.
Se levantó y cogió su sombrero.
¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía
demasiadas esperanzas de... Sin embargo, su cara me había impresionado
esta mañana.
¿Dónde me ha visto usted esta mañana? preguntó Raskolnikof con visible
inquietud.
Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común... Pero
no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los
jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran
personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la
Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con
Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda... Y antaño pasé muchas noches
en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado... Además, tal vez suba en el
globo de Berg.
Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?
¿Qué viaje?
El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.
¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Es un asunto muy complicado. ¡Si usted
supiera el problema que acaba de remover!
Lanzó una risita aguda.
A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.
¿Aquí?
Sí.
No ha perdido usted el tiempo.
Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en
serio... Adiós, hasta la vista... ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que
Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro.
Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir.
Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres
semanas.
¿Habla usted en serio?
Sí. Dígaselo a su hermana... Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca
de su casa.
Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.
II
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio
Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
¿Quién era ese señor que estaba contigo? preguntó Rasumikhine apenas
llegaron a la calle.
Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo
en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la
esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió
después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De
ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese
hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a
Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto
misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él.
Estaba deseando poder decírtelo.
¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin,
Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que
protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
No lo sé.
¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que
me enteraré.
¿Te has fijado en él? preguntó Raskolnikof tras una pausa.
Sí, lo he podido observar perfectamente.
¿De veras lo has podido examinar bien? insistió Raskolnikof.
Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues
tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
Oye murmuró Raskolnikof , ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que... ¿no
habrá sido todo una ilusión?
Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.
Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece
que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he
visto ha sido un espectro.
Pero ¿qué disparates estás diciendo?
Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo
hayan ocurrido en mi imaginación.
¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de
ti?
Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.
Bueno, te lo voy a contar todo dijo . He pasado por tu casa y he visto que
estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio
Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar en seguida mis
explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como
era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la
menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a
hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro.
Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se
limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha
sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra... Yo temía
haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la
escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que
preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se
comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con
ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante
podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me
divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno
cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les
diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a
burlarnos de ellos.
Tienes razón dijo Raskolnikof.
Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo...? Es extraño:
nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la
visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado
tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía
desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y
estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron
la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera.
Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre
riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para
quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él,
mientras Dunia saludaba a su hermano.
Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor
amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto
desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta
turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde
hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine
y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de
Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.
Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de
batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su
dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el
vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para
castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del
acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le
gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita:
Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber
desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que
él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.
Deseo que hayan tenido un buen viaje dijo a Pulqueria Alejandrovna en un
tono puramente formulario.
Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia
Romanovna?
Yo soy joven y fuerte y no me fatigo repuso Dunia ; pero mamá ha llegado
rendida.
¿Qué quieren ustedes? dijo Lujine . Nuestros trayectos son interminables,
pues nuestra madre Rusia es vastísima... A mí me fue materialmente imposible
ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que
no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.
Pues sí, Piotr Petrovitch se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en
un tono especial , nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos
hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me
refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch
Rasumikhine.
¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer murmuró Lujine
lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las
cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos,
se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad,
pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos
caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo.
Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía
a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir. En
consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar la
conversación.
¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? preguntó, echando mano de su
supremo recurso.
¿Cómo no? Me lo comunicaron en seguida. Es más, puedo informarla a usted
de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente
después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.
¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? exclamó Dunetchka, alarmada y
cambiando una mirada con su madre.
Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias
que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.
¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?
Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya
que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy
ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.
¡Ah, Piotr Petrovitch! exclamó Pulqueria Alejandrovna . Usted no se puede
imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre
más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser
monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa
Petrovna.
Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes
exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar
en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en
general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si
ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré
en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su
antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre
depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Maria
Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas
sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole.
A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un
asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor
Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo
increíble.
¡Señor Señor! exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof escuchaba atentamente.
¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? preguntó
severamente Avdotia Romanovna.
Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego,
el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época
habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada
Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos. Entre
esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan
íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana,
me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era
sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la
golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero.
Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un
suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la
chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba
bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana
cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al
fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa
Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero
esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando
estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado
Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en
aquellos tiempos en que existía la esclavitud.
Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.
Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio
fueron los malos tratos y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.
Eso lo ignoraba respondió Dunia secamente . Lo que yo supe sobre este
particular fue algo sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un
neurasténico, una especie de filósofo de baja estofa. Sus compañeros decían
de él que el exceso de lectura le había trastornado. Y se afirmaba que se había
suicidado por librarse de las burlas más que de los golpes de su dueño. Yo
siempre he visto que el señor Svidrigailof trataba a sus sirvientes de un modo
humanitario. Por eso incluso le querían, aunque, te confieso, les oí acusarle de
la muerte de Filka.
Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle dijo
Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca . De lo que no hay duda es
de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el
corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en
circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era
ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas
que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof
volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la
intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante
todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo
estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no
le permitirá vivir más de un año.
No hablemos más del señor Svidrigailof, Piotr Petrovitch; se lo ruego dijo
Dunia . Es un asunto que me pone nerviosa.
Hace un rato ha estado en mi casa dijo de súbito Raskolnikof, hablando por
primera vez.
Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso
Piotr Petrovitch dio muestras de emoción.
Hace cosa de hora y media continuó Raskolnikof , cuando yo estaba
durmiendo, ha entrado, me ha despertado y ha hecho su propia presentación.
Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía en que llegaremos a ser
buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una
entrevista, Dunia, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte
una proposición y me ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado
formalmente que Marfa Petrovna, ocho días antes de morir, te legó tres mil
rublos y que muy pronto recibirás esta suma.
¡Dios sea loado! exclamó Pulqueria Alejandrovna, santiguándose . ¡Reza por
ella, Dunia, reza por ella!
Eso es cierto no pudo menos de reconocer Lujine.
Bueno, ¿y qué más? preguntó vivamente Dunetchka.
Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los
hijos, que se han ido a vivir con su tía. También me ha hecho saber que se
hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde, porque no se lo he preguntado.
Pero ¿qué proposición quiere hacer a Dunetchka? preguntó, inquieta,
Pulqueria Alejandrovna . ¿Te lo ha explicado?
Ya os he dicho que sí.
Bien, ¿qué quiere proponerle?
Ya hablaremos de eso después.
Y Raskolnikof empezó a beberse en silencio su taza de té.
Piotr Petrovitch sacó el reloj y miró la hora.
Un asunto urgente me obliga a dejarles dijo, y añadió, visiblemente resentido
y levantándose : Así podrán ustedes conversar más libremente.
No se vaya, Piotr Petrovitch dijo Dunia . Usted tenía la intención de
dedicarnos la velada. Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una
explicación con mi madre.
Eso es muy cierto, Avdotia Romanovna dijo Lujine con acento solemne.
Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:
En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran
importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí
las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante
terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han
tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.
Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.
He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su
deseo de que mi hermano no asistiera a esta reunión dijo Dunia . Usted nos
dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro
esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. Si Rodia le ha
ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.
Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se creció.
Las ofensas que he recibido, Avdotia Romanovna, son de las que no se
pueden olvidar, por mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas
hay un límite que no se debe franquear, pues, una vez al otro lado, la vuelta
atrás es imposible.
Usted no ha comprendido mi intención, Piotr Petrovitch replicó Dunia, con
cierta impaciencia . Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la
inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se
pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo considerar la
cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mi, debe
comprender que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por
difícil que ello pueda parecer.
Me sorprende, Avdotia Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos
términos dijo Lujine con irritación creciente . Yo puedo apreciarla y amarla,
aunque no quiera a algún miembro de su familia. Yo aspiro a la felicidad de
obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar deberes que son
incompatibles con mi...
Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch le interrumpió Dunia con
voz algo agitada y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre
he visto y que deseo seguir viendo en usted. Le he hecho una promesa de gran
importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de
ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe sorprender a
mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después de recibir su carta, he
rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni
una palabra acerca de mis intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a
reconciliarse, me veré obligada a elegir entre usted y él, ya que han llevado la
cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección.
Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a
mi hermano, tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho
a conocer con toda exactitud los sentimientos que inspiro tanto a usted como a
él. Quiero saber si Rodia es un verdadero hermano para mí, y si usted me
aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.
Sus palabras, Avdotia Romanovna repuso Lujine, herido en su amor propio ,
son sumamente significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren,
considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted.
Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme colocado al nivel de
un joven... Lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre
nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy
poco para usted... Esto es inadmisible para mí, dado el género de nuestras
relaciones y el compromiso que nos une.
¡Cómo! exclamó Dunia enérgicamente . ¡Comparo mi interés por usted con lo
que hasta ahora más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo
lo suficiente!
Raskolnikof 'tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí. Pero
Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba
más sofocado e intratable.
El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del
amor fraternal repuso sentenciosamente . No puedo admitir de ningún modo
que se me coloque en el mismo plano... Aunque hace un momento me he
negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del objeto de mi
visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran
importancia y que yo considero especialmente ofensivo para mí... Su hijo
añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna , ayer, en presencia del señor
Razudkine... Perdone si no es éste su nombre dijo, inclinándose amablemente
ante Rasumikhine , pues no lo recuerdo bien... Su hijo repitió volviendo a
dirigirse a Pulqueria Alejandrovna
me ofendió desnaturalizando un
pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel día que tomé café con
ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y que tiene experiencia en la
desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una muchacha que
sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente
y desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome
intenciones odiosas. Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones
que usted le ha dado por carta. Por esta razón, Pulqueria Alejandrovna, yo
desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy equivocado.
Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion
Romanovitch?
No lo recuerdo repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación . Yo dije lo
que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá transmitido a
usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.
Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
Piotr Petrovitch replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna . La prueba de que
no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
Bien dicho, mamá aprobó Dunia.
Entonces soy yo el que está equivocado dijo Lujine, ofendido.
Es que usted, Piotr Petrovitch dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las
palabras de su hija , no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en cuenta
que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.
No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.
Usted ha dicho manifestó ásperamente Raskolnikof, sin mirar a Lujine , que
yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino a su hija,
siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este modo con
el deseo de indisponerme con mi familia, y para asegurarse de que conseguiría
sus fines juzgó del modo más innoble a una muchacha a la que no conoce.
Esto es una calumnia y una villanía.
Perdone usted dijo Lujine, temblando de cólera , pero si en mi carta he
hablado extensamente de usted ha sido únicamente atendiendo a los deseos
de su madre y de su hermana, que me rogaron que las informara de cómo le
había encontrado a usted y del efecto que me había producido. Por otra parte,
le desafío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude.
¿Negará que ha gastado su dinero y que en esa familia hay un miembro
indigno?
A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el dedo meñique
de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado usted la piedra.
¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad de su hermana
y de su madre?
Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.
¡Rodia! exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrió altiva y
despectivamente.
Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda reconciliación. Creo
que podemos dar el asunto por terminado y no volver a hablar de él. En fin, me
retiro para no seguir inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda,
tendrán ustedes secretos que comunicarse.
Se levantó y cogió su sombrero.
Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no volver a verme
expuesto a encuentros y escenas como los que acabo de tener. Me dirijo
exclusivamente a usted, Pulqueria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted
iba destinada mi carta.
Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.
Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño absoluto. Ya le
ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido en cuenta su deseo. Mi hija
ha obrado con la mejor intención. En cuanto a su carta, no puedo menos de
decirle que está escrita en un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted
obligarnos a considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario,
yo creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya que hemos
depositado toda nuestra confianza en usted, que lo hemos dejado todo por
venir a Petersburgo y que, en consecuencia, estamos a su merced.
Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos ahora que ya
sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que
llega con gran oportunidad, a juzgar por el tono en que me está usted hablando
añadió Lujine secamente.
Esa observación dijo Dunia, indignada puede ser una prueba de que usted ha
especulado con nuestra pobreza.
Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo
un obstáculo para que su hermano les transmita las proposiciones secretas de
Arcadio Ivanovitch Svidrigailof. Sin duda, esto es importantísimo para ustedes,
e incluso sumamente agradable.
¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Rasumikhine hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.
¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunia? preguntó Raskolnikof.
Sí, Rodia; estoy avergonzada y, pálida de ira, gritó a Lujine : ¡Salga de aquí,
Piotr Petrovitch!
Lujine no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada
confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. No podía dar
crédito a sus oídos. Palideció y sus labios empezaron a temblar.
Le advierto, Avdotia Romanovna, que si me marcho en estas condiciones
puede tener la seguridad de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre
mi palabra.
¡Qué insolencia! gritó Dunia, irritada . ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!
¿Cómo se atreve a hablar así? exclamó Lujine, desconcertado, pues en
ningún momento había creído en la posibilidad de una ruptura . Tenga usted en
cuenta que yo podría protestar.
¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! replicó vivamente Pulqueria
Alejandrovna . ¿Contra qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree
usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? ¡Váyase
y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar una proposición
que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí...
No obstante, Pulqueria Alejandrovna exclamó Lujine, exasperado , usted me
ató con una promesa que ahora retira. Y, además..., además, nuestro
compromiso me ha obligado a..., en fin, a hacer ciertos gastos.
Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a
la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de
Lujine.
¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó
de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente!
¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr
Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y
manos!
Basta, mamá, basta dijo Dunia en tono suplicante . Piotr Petrovitch, tenga la
bondad de marcharse.
Ya me voy repuso Lujine, ciego de cólera . Pero permítame unas palabras, las
últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando
era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la
opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que
podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y
ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión
pública.
¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! exclamó
Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.
¡Es usted un hombre vil y malvado! lijo Dunia.
¡Quieto! exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.
Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en
voz baja pero con toda claridad:
¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un
instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio
mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba cosa notable que no estaba
todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos
damas.