EL RETRATO
DE DORIAN GRAY
Oscar
Wilde
CAPÍTULO I
Un intenso
olor de rosas penetraba en el estudio, y cuando, entre los árboles del jardín,
comenzaba la brisa, llegaban por la puerta abierta el denso aroma de las filas
o el más delicado perfume de los agavanzos en flor. Desde el rincón del diván
de alforjas persas en que yacía, fumando, según costumbre, cigarrillo tras
cigarrillo, Lord Henry Wotton podía divisar el resplandor dorado de las flores
color de miel de un cítiso, cuyas ramas trémulas apenas parecían capaces de
soportar el peso de tan flamante belleza, y de cuando en cuando, las sombras
fantásticas de los pájaros cruzaban las largas cortinas de seda que cubrían el
ancho ventanal, produciendo una especie de efecto japonés momentáneo, y
haciéndole pensar en esos pintores de Tokyo, de rostro jade pálido, que por
medio de un arte forzosamente inmóvil tratan de dar la impresión de la rapidez
y el movimiento. El zumbido adusto de las abejas, abriéndose camino a través de
la alta hierba sin segar, o revoloteando con monótona insistencia en torno de
las polvorientas cabezuelas doradas de una dispersa madreselva, parecía hacer
aún más abrumadora esta quietud. El sordo estrépito de Londres era como el
bordón de un órgano lejano. En el centro de la habitación, sostenido por un
caballete, veíase el retrato, de tamaño natural, de un joven de extraordinaria
belleza, y frente a di, sentado a poca distancia, al pintor en persona, Basil
Hallward, cuya súbita desaparición pocos años antes había causado tanta
sensación y dado origen a tantas extrañas conjeturas. Contemplaba el pintor la
forma grácil y encantadora que tan diestramente reflejara su arte, y una
sonrisa de satisfacción cruzó su rostro, pareciendo demorarse en él. Pero, de
pronto, estremeciéndose, cerró los ojos y oprimióse los párpados con los dedos,
como si quisiera aprisionar en su cerebro algún extraño sueño, del que temiera
despertar. -Es tu mejor obra, Basil; lo mejor que has hecho hasta ahora dijo
Lord Henry, lánguidamente -. Debes enviarla el año próximo ala exposición
Grosvenor. La Academia es demasiado grande y demasiado vulgar. Siempre que he
ido, o había tanta gente que no he podido ver los cuadros, cosa sumamente
desagradable, o tantos cuadros que no he podido ver la gente, cosa peor
todavía. Realmente, Grosvenor, es el único sitio. -Creo que no lo enviaré a
ninguno -contestó el pintor, echando hacia atrás la cabeza con aquel ademán
singular que tanto hacía reír a sus condiscípulos de Oxford -. Sí; a ninguno.
Lord Henry enarcó las cejas, mirándole con estupor a través de las tenues espirales
azules en que se rizaba caprichosamente el humo de su cigarrillo opiado. - ¿Qué
no piensas enviarlo a ningún sitio? ¿Y por qué, puede saberse? ¿Tienes algún
motivo? ¡Qué gente tan absurda sois los pintores! Andáis de coronilla para
haceros una reputación, y en cuanto la conseguís, parecéis deseosos de echarla
a rodar. Una tontería; pues sólo hay una cosa en el mundo peor que el que se
hable mal de uno, y es que no se hable. Un retrato como éste te colocaría a
cien codas por encima de todos los pintores jóvenes de Inglaterra, y haría
rabiar de envidia a los viejos, si es que los viejos son todavía capaces de
alguna emoción. -Sé que vas a reírte de mí- replicó el pintor -; pero te
aseguro que realmente no puedo exponerlo. He puesto demasiado de mí mismo en
él. Lord Henry se repatingó en el diván, soltando la carcajada. -Sí, ya sabía
que te reirías; pero, a pesar de todo, es verdad. - ¡Demasiado de ti mismo en
él! Palabra de honor, Basil: no sabía que fueras tan presuntuoso. Te aseguro
que no veo la menor semejanza entre tú, con esa cara ceñuda y viril, y este
joven Adonis, que parece hecho de marfil y de rosas. ¡Caramba!, querido Basil:
éste es un narciso, y tú... claro que tienes una expresión inteligente, no hay
que decir. Pero la belleza, la verdadera belleza, acaba donde comience una
expresión intelectual. La inteligencia es en sí misma un modo de exageración, y
destruye la armonía de cualquier rostro. Desde el momento en que uno se sienta
para meditar, se vuelve todo nariz, o frente, o cualquier otra cosa horrenda.
Fíjate en los hombres que sobresalen en todas las profesiones doctas. Son,
sencillamente, repugnantes. Excepto, claro está, en la Iglesia. Pero es porque
en la Iglesia no piensan. Un obispo continúa diciendo a los ochenta lo que le
enseñaron a decir a los diez y ocho; por eso, y como consecuencia natural,
siempre resulta delicioso. Tu misterioso amigo, cuyo nombre todavía no me has
dicho, peco cuyo retrato realmente me fascina, no piensa nunca; estoy
completamente seguro. Es una criatura admirable y sin seso, para tener en
invierno, cuando no hay flores que mirar, y en verano, cuando necesitamos
refrescar el entendimiento. No te hagas ilusiones, Basil; no te pareces a él lo
más mínimo. -No me has entendido, Harry -contestó el artista -. Naturalmente
que no me parezco a él. Lo sé de sobra. Y, realmente, sentiría parecerme a él.
¿Te encoges de hombros? Te estoy diciendo la verdad. En toda preeminencia,
física o intelectual, hay una especie de fatalidad: esa fatalidad que parece
seguir la pista, a través de la historia, de los pasos vacilantes de los reyes.
Es mejor no diferenciarse demasiado de los demás. Les feos y los necios tienen
la mejor parte en este mundo. Pueden sentarse a sus anchas y bostezar ante la
farsa. Y si nada saben de la victoria, tampoco tienen conocimiento de la
derrota. Viven como todos deberíamos vivir: tranquilos, indiferentes y sin
sacudidas. Ni llevan la ruina a los demás, ni la reciben de manos ajenas. Tú,
con tu posición y tu riqueza, Harry; yo, con mi talento, con mi arte, valga
mucho o poco; Dorian Gray, con su belleza, todos tendremos que sufrir por
aquello que los dioses nos han concedido, y sufriremos terriblemente. - ¿Dorian
Gray? ¿Conque ése es su nombre? -preguntó Lord Henry, dirigiéndose hacia Basil
Hallward. -Sí; ése es su nombre. No pensaba decírtelo. - ¿Y por qué no? - ¡Oh!
No puedo explicártelo. Cuando quiero a alguien de verdad, no me gusta decir su
nombre a nadie. Es como ceder una parte de él. Me he acostumbrado a amar el
secreto. Es lo único que puede hacernos la vida moderna misteriosa y
sorprendente. La cosa más vulgar se vuelve deliciosa en cuanto alguien nos la
esconde. Yo, cuando me voy al campo, nunca digo adónde. Si lo hiciera, perdería
todo encanto. Es una mala costumbre, lo confieso; pero no deja de traer cierto
elemento novelesco a la vida de uno... ¿Qué, me crees loco de remate? -De
ningún modo -replicó Lord Henry -, de ningún modo, querido Basil. Pareces
olvidar que estoy casado, y que el único encanto del matrimonio es que hace
absolutamente necesaria a ambas partes una vida de superchería yo nunca sé
dónde está mi mujer, y mi mujer nunca sabe dónde ando yo. Cuando nos
encontramos -a veces nos encontramos, por casualidad, cuando comemos juntos en
alguna casa o bajamos a ver al duque -, nos contamos las historias más
absurdas, con la mayor seriedad del
mundo. Mi mujer es en esto una notabilidad; muy superior a mí. Jamás se
confunde en las fechas, y yo sí. Pero cuando me coge en alguna, no me hace
escenas. A veces me gustaría que las hiciese; pero no, se contenta con reírse
de mí. -Detesto esa manera de hablar de tu vida conyugal, Harry -dijo Basil
Hallward, dirigiéndose hacia la puerta que conducía al jardín -. Estoy seguro
de que eres un buen marido; pero te avergüenzas de tus propias virtudes. Eres
un ser realmente extraordinario. No dices una sola casa moral, y no haces
ninguna inmoral. Tu cinismo no es más que una pose. -La naturalidad no es más
que una pose, y la más irritante de las que conozco -exclamó Lord Henry,
echándose a reír. Y salieron ambos al jardín, sentándose en un largo banco de
bambú que había a la sombra de un gran laurel. El sol resbalaba sobre las hojas
bruñidas. Unas cuantas margaritas blancas se estremecían entre la hierba. Al
cabo de una pausa, Lord Henry miró su reloj. -Tengo que irme, Basil -murmure;
pero antes insisto en que me contestes a la pregunta que te hice hace un rato.
- ¿Qué pregunta?-- dijo el pintor, sin levantar has ojos. -De sobra lo sabes.
-Te aseguro que no. -Bueno, te la repetiré. Quisiera que me explicases por qué
no quieres exponer . El verdadero motivo. -Ya te
lo dije. -No me lo dijiste. Dijiste que era a causa de lo mucho de ti mismo que
había en ese retrato. Pero eso es una puerilidad. -Harry -dijo Basil Hallward,
mirándole en los ojos -, todo retrato pintado con emoción es un retrato del
artista, no del modelo. Éste no es más que el accidente, la ocasión. No es él
el revelado por el pintor, sino más bien éste quien, sobre el lienzo pintado,
se revela a sí mismo. El motivo por el que no quiero exponer este retrato es
que temo haber mostrado en él el secreto de mi propia alma. Lord Henry se echó
a reír. - ¿Y qué secreto es ése? -preguntó. -Voy a decírtelo -dijo Hallward.
Pero una expresión de perplejidad cruzó su rostro. -Soy todo oídos, Basil
-exclamó su amigo, mirándole de reojo. - ¡Oh!, poco hay que contar, Harry
-contestó el pintor -. Y mucho temo que no lo entiendas. Puede que ni siquiera
lo creas. Lord Henry sonrió, e inclinándose, arrancó de entre la hierba una
margarita de pétalos rosados. -Tengo la seguridad de que te comprenderé
-replicó, contemplando atentamente el botón dorado con su corona de pétalos -;
y en cuanto a creerte, yo puedo creer todo, con tal de que sea increíble. El
viento desprendió algunas flores de los árboles, y las lilas espesas, con sus
penachos de estrellas, se balancearon en el aire lánguido. Un saltamontes
comenzó su chirrido junto al muro y, como una hebra azul, pasó una libélula
larga y tenue, sostenida por sus alas de gasa parda. Lord Henry creyó sentir los
latidos del corazón de Basil, y aguardó con impaciencia lo que iba a oír. -La
historia es ésta -dijo el pintor al cabo de un rato -: Hace dos meses fui a una
de esas apreturas en casa de Lady Brandon que ésta llama sus reuniones. Tú
sabes que nosotros, pobres artistas, tenemos que exhibirnos de cuando en cuando
en sociedad, lo preciso para recordar a la gente que no somos unos salvajes.
Con un frac y una corbata blanca, como tú dices, todo el mundo, hasta un agente
de Bolsa, puede dárselas de civilizado. Bueno; llevaba ya diez minutos en el
salón conversando con viudas emperifolladas y académicos aburridos, cuando, de
pronto, tuve la sensación de que alguien estaba mirándome. Me volvía medias, y
vi a Dorian Gray por vez primera. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí
que me ponía pálido. Un extraño sentimiento de terror se apoderó de mí.
Comprendí que me hallaba frente a alguien cuya simple personalidad física era
tan fascinadora que, si me abandonaba, absorbería por completo mi vida, mi
alma, mi arte mismo. Y yo no quería influencia externa alguna en mi existencia.
Tú sabes, Harry, lo independiente que soy por naturaleza. Yo siempre he sido mi
propio amo; por lo menos, hasta que encontré a Dorian Gray. Entonces... Pero
¿cómo explicártelo? Algo parecía advertirme de que me hallaba al borde de una
terrible crisis en mi vida. Tuve como el extraño presentimiento de que el
Destino me tenía reservados exquisitos deleites y sufrimientos exquisitos.
Sentí miedo, y me volví para salir del salón. No fue la conciencia lo que me
hizo obrar así, sino una especie de cobardía. Me faltó la confianza en mí
mismo, en mis propias fuerzas. -Conciencia y cobardía son realmente una misma
cosa, Basil. La conciencia es la marca de fábrica; eso es todo. -No lo creo,
Harry, y espero que tú tampoco. De todos modos, fuera cual fuera el motivo
-quizás el orgullo, porque yo era entonces bastante orgulloso -, lo cierto es
que me precipité hacia la puerta. Allí, naturalmente, me tropecé con Lady
Brandon. "¿ No pensará usted en marcharse tan pronto, Mr. Hallward?",
chilló. ¿Recuerdas la voz tan estridente y tan rara que tiene? -Sí; es un pavo
real en todo, excepto en la belleza -dijo Lord Henry, deshojando la margarita
con sus dedos largos y nerviosos. -No pude librarme de ella. Me presentó a una
porción de altezas, y a señores con grandes cruces y jarreteras, y a damas
maduras con diademas gigantescas y narices de papagayo. Habló de mí como de su
más querido amigo. No me había visto más que una vez, pero se le metió en la
cabeza lanzarme. Creo que por entonces había obtenido gran éxito algún cuadro
mío; por lo menos se había charlado de ello en los diarios de medio penique,
que son la pauta de la inmoralidad en el siglo XIX. De pronto, me encontré
frente afrente con el joven cuyo rostro me había tan singularmente conturbado.
Estábamos muy cerca, casi tocándonos. Nuestros ojos se encontraron de nuevo.
Fue temerario por mi parte, pero rogué a Lady Brandon que me presentara.
Después de todo, quizás no fue tan temerario. Era, simplemente, inevitable. Nos
habríamos hablado sin presentación. Estoy seguro; y Dorian me ha dicho lo mismo
después. El también había sentido que estábamos destinados a conocernos. - ¿Y
qué te dijo Lady Brandon de ese maravilloso joven? -preguntó Lord Henry -. Sé
la manía que tiene de dar un rápido compendio de todos sus invitados. La
recuerdo presentándome a un truculento y colorado anciano, todo cubierto de
encomiendas y condecoraciones y susurrándome al oído, en un trágico cuchicheo
que todo el mundo podía oír, los detalles más estupefacientes. Claro que
inmediatamente me batí en retirada. Yo soy de los que gustan de conocer a la
gente por sí mismos. Pero Lady Brandon trata a sus invitados exactamente como
un perito tasador sus mercancías. O los explica de tal modo que los agota, o
cuenta minuciosamente todo, menos lo que a uno le interesaría saber. - ¡Pobre
Lady Brandon! Eres duro con ella, Harry -exclamó Hallward negligentemente.
-Amigo mío, trató de fundar un salón, y no ha conseguido más que abrir un
restaurant. ¡Cómo podría admirarla! Pero sigue, ¿qué te dijo sobre Dorian Gray?
- ¡Oh!, vaguedades, algo por este estilo: "Muchacho encantador... Su pobre
madre y yo absolutamente inseparables... Completamente olvidado en qué se
ocupa... Temo que... no se ocupe en nada... ¡Ah, sí, toca el piano... ¿o es el
violín, misto Gray?". Ninguno de los dos pudimos contener la risa ¡, y,
sin más, nos hicimos amigos. -La risa no es un mal comienzo de amistad, y es,
de con mucho, el mejor fin de cualquiera -dijo el joven lord, arrancando otra
margarita. Hallward sacudió la cabeza. -Tú no sabes lo que es la amistad,
Harry, ni la enemistad -murmuró -, sobre todo en este caso. Tú quieres a texto
el mundo, lo que viene a ser como no querer a nadie. - ¡Qué horrible
injusticia! -exclamó Lord Henry, echándose hacia atrás el sombrero y levantando
los ojos hacia las nubes, que, como enmarañadas madejas de seda blanca y
lustrosa, navegaban a la deriva por la cóncava turquesa del ciclo estival. Sí,
eres horriblemente injusto. Yo establezco una gran diferencia entre la gente.
Escojo mis amigos por su buen aspecto, mis conocidos, por su buen carácter, y
mis enemigos por su buen entendimiento. Todo cuidado es pero en la elección de
enemigos. Yo, todavía no he tenido ninguno tonto. Todos son hombres de cierta
inteligencia, y, por tanto, me aprecian. ¿Es vanidad? Sí, quizá sea vanidad.
-No te quepa duda, Harry. Pero, ateniéndonos a tus categorías, yo debo ser
simplemente un conocido. -Querido Basil, tú eres mucho más que un conocido. -Y
mucho menos que un amigo. Una especie de hermano, ¿no? - ¡Oh, hermanos! ¡Para
lo que me importan a mí los hermanos! Mi hermano mayor se empeña en no morirse,
y los pequeños parece que no saben hacer otra cosa. - ¡Harry! -exclamó
Hallward, frunciendo el entrecejo. -Querido Basil, ya puedes comprender que no
hablo completamente en serio. Pero no puedo menos de detestar a mis parientes.
Puede que esto provenga de que no ¡celemos soportar que tos demás tengan los
mismos defectos que nosotros. Yo simpatizo en absoluto con la rabia de la
democracia inglesa contra lo que llaman los vicios de las clases altas. La
plebe comprende que el alcoholismo, la estupidez y la inmoralidad son de su
propiedad exclusiva, y que es entrar en su vedado el que uno de nosotros se
embrutezca a semejanza de ellos. Cuando el pobre Southwark fue a los Tribunales
con motivo de su divorcio, la indignación fue inmensa. Y, sin embargo, no creo
que ni el diez por ciento del proletariado viva muy correctamente. -No estoy
conforme con una sola palabra de las que has pronunciado, y es más, Harry,
estoy seguro de que tú tampoco. Acaricióse Lord Henry la barba oscura, cortada
en punta, mientras con su bastón de ébano con borlas se daba unos golpecitos en
el zapato de cuero fino. - ¡Cuidado que eres inglés, Basil! Es la segunda vez
que me haces esa observación. Si se ofrece alguna idea a un verdadero inglés
-cosa siempre bastante temeraria -, jamás se le ocurrirá pensar si la idea es
buena o mala. Lo único que para él tiene importancia es si uno cree en ella.
Ahora bien: el valor de una idea nada tiene que ver con la sinceridad del
hombre que la expone. Realmente, mientras más insincero sea el hombre, más
probabilidades hay de que la idea sea de mayor pureza intelectual, ya que en
este caso no se habrá visto influida por sus necesidades, inclinaciones o
prejuicios. Pero, en fin, no me propongo discutir de política, sociología, ni
metafísica contigo. Me interesan las personas más que sus principios, y las que
no tienen ninguno, más que nada en el mundo. Continúa hablándome de Dorian
Gray. ¿Le ves a menudo? -Todos los días. No me sería posible vivir tranquilo si
no le viese todos las días. Me es completamente indispensable. -
¡Extraordinario! Nunca hubiera creído que te preocupases de otra casa que de tu
arte. -El es ahora todo mi arte -repuso el pintor gravemente -. A veces pienso,
Harry, que no hay más que dos eras de alguna importancia en la historia del
mundo. La primera, es la aparición de un nuevo medio de arte; y la segunda, la
aparición de una nueva personalidad para el arte. Lo que la invención de la
pintura al óleo fue para los venecianos, y el rostro de Antino para la
escultura griega de la decadencia, será algún día para mí el rostro de Dorian
Gray. No es que me sirva de modelo para pintar, dibujar o imaginar. Claro que
he hecho todo esto. Pero es para mí mucho más que un modelo. No quiere esto
decir que esté descontento de mi trabajo, ni que su belleza sea tal, que el
arte no pueda expresarla. No hay nada que el arte no pueda expresar, y yo sé
que mi trabajo, desde que encontré a Dorian Gray, es bueno, lo mejor que he
hecho en mi vida. Pero, en cierto modo -no sé si me comprenderás -, su
personalidad me ha sugerido otra manera de arte, una modalidad de estilo
completamente nueva. Veo ahora las cosas de un modo distinto, las concibo
diferentemente. Puedo dirigir mi vida por un camino que hasta ahora me había
estado oculto. "Un sueño de formas en días de pensamiento..." ¿Quién
ha dicho esto? Lo he olvidado, pero esto es lo que ha sido para mí Dorian Gray.
La sola presencia de este muchacho -pues, para mí, a pesar de haber cumplido
los veinte, no pase de ser un muchacho -, su simple presencia visible... ¡Ah!
¡Si tú supieras lo que para mí significa! Inconscientemente define para mí las
líneas de una nueva escuela, una escuela que tuviese en sí toda la pasión del
espíritu romántico, toda la perfección del espíritu griego. La armonía del
cuerpo y del alma, ¡nada menos! Nosotros, en nuestra demencia, los hemos
separado, inventando un realismo que es vulgaridad, un idealismo que es vacío.
¡Ah, Harry, si tú supieras lo que Dorian Gray significa para mí ¿Te acuerdas de
aquel paisaje mío, por el que Agnew me ofreció un precio tan exorbitante, y del
que no quise desprenderme? Es una de las cosas mejores que he hecho. ¿Y sabes
por qué? Pues porque, mientras lo pintaba, Dorian Gray estaba sentado junto a
mí. Alguna influencia sutil pasaba de él a mí, pues por primera vez en mi vida
vi en el paisaje la maravilla que siempre había buscado, sin encontrarla jamás.
- ¡Basil, eso que me cuentas es extraordinario! Es preciso que yo conozca a
Dorian Gray. Haliward se levantó del banco, poniéndose a caminar de arriba
abajo por el jardín. AI cabo de unos momentos volvió. -Harry -dijo -; Dorian
Gray no es para mí más que un motivo de arte. Tú, es posible que novieras nada
en él. Yo, lo veo todo. Nunca está más presente en mi obra que cuando no veo
ninguna imagen suya. Es, como te he dicho, el surgimiento de una nueva
modalidad. Lo en- cuentro en las curvas de ciertas líneas, en el encanto y
sutileza de algunos colores. Eso es todo. -Entonces, ¿por qué no expones su
retrato? -preguntó Lord Henry. -Porque, sin querer, he puesto en él como una
expresión de toda esta extraña idolatría artística, de la que, naturalmente,
nunca le he dicho nada a él. Él nada sabrá nunca de ella. Pero los demás
podrían adivinarla; y yo no quiero desnudar mi alma ante ojos superficiales y
fisgones. Mi corazón no será colocado bajo su microscopio. Hay demasiado de mí
mismo en este retrato, Harry... ¡demasiado! -Los poetas no son tan escrupulosos
como tú. Saben lo útil que es la pasión a sus libros. Hoy, un corazón
destrozado alcanza una porción de ediciones. -Por eso los aborrezco -exclamó
Hallward-. El artista debe crearcosas bellas; pero sin- poner en ellas n da de
su propia vida. Vivimos en una época en que los hombres tratan el arte como si
no fuera otra cosa que una forma de autobiografía. Hemos perdido el sentido
abstracto de la belleza. Algún día yo enseñaré al mundo lo que es. Por esto, el
mundo no verá nunca mi retrato de Dorian Gray. -Creo que haces mal, Basil; pero
no quiero discutir contigo. Sólo los que no tienen remedio intelectual se
empeñan en discutir. Dime: Dorian Gray, ¿te tiene mucho afecto? El pintor quedó
pensativo unos instantes. -Sí -contestó al fin -; sé que me tiene afecto. Claro
que yo le mimo lastimosamente. Encuentro un placer singular en decirle cosas
que sé que sentiré haberle dicho. Generalmente está muy cariñoso conmigo, y nos
sentamos en el estudio y hablamos de una porción de cosas. De cuando en cuando,
sin embargo, es terriblemente aturdido, y parece complacerse en hacerme sufrir.
Entonces comprendo, Harry, que he entregado mi alma entera a un ser que la
trata lo mismo como si fuera una flor que prenderse en el ojal, una
condecoración que halaga la vanidad, el adorno de un día de verano. -Los días
de verano son largos -murmuró Lord Henry -. Quizás seas tú el primero que se
canse. Es doloroso de pensar; pero no cabe duda de que el genio dura más que la
belleza. Esto explica por qué nos tomamos tanto trabajo en instruirnos. En la
lucha sin tregua de la vida necesitamos algo que perdure; por eso llenamos
nuestra mente de ripios y de hechos, en la necia esperanza de conservar nuestro
sitio. El hombre enterado de todo: tal es el ideal moderno. Y el espíritu de
este hombre enterado de todo es una cosa abominable, un baratillo, todo
monstruos y polvo, todo tasado en un precio más alto que su valor. En fin, sea
lo que sea, creo que tú serás el primero en cansarte, un día mirarás a tu
amigo, y lo encontrarás un poco desdibujado, o no te gustará su tono de color,
o cualquier otra cosa por el estilo. Y se lo reprocharás amargamente en tu
corazón, y creerás con toda seriedad que se ha portado muy mal contigo. Al día
siguiente estarás con él perfectamente frío e indiferente. Lástima grande,
porque empezarás a cambiar. Lo que me has contado es toda una novela, una
novela de arte, por decirlo así; y lo peor de tener una novela, sea del género
que sea, es que le deja a uno tan poco novelesco... -Harry, no hables así.
Mientras viva, la personalidad de Dorian Gray me dominará. Tú no puedes sentir
como yo siento. Tú cambias con tanta, facilidad... - ¡Ah, querido Basil,
precisamente por eso puedo sentirlo! Los que permanecen fieles no conocen más
que el lado trivial del amor; sólo los; infieles saben de sus tragedias.
Y sacando una cerilla de una deliciosa
fosforera de plata, Lord Henry encendió otro cigarrillo, con aire convencido y
satisfecho de sí mismo, como si hubiera resumido el mundo en una frase. Un
murmullo indistinto de píos de gorriones salía de las hojas verde laca de la
hiedra, y las sombras azulencas de las nubes se perseguían sobre la hierba.
¡Qué delicioso estaba el jardín! ¡Y qué deliciosas eran las emociones de los
demás!... Mucho más deliciosas, para gusto de él, que sus ideas. El alma propia
y las pasiones ajenas: tales eran las cosas sugestivas de la vida. Con mudo
deleite se representaba el lunch que se había perdido por estar tanto tiempo
con Basil Hallward. De haber ido a casa de su tía, seguramente hubiera
encontrado allí a Lord Goodbody, y toda la conversación habría versado sobre la
manutención del pobre y la necesidad de asilos modelos. Cada clase habría
predicado la importancia de aquellas virtudes cuyo ejercicio no era necesario
en su vida propia. El rico hablaría del valor del ahorro, y el ocioso se
volvería elocuente al tratar de la dignidad del trabajo. ¡Qué felicidad haber
escapado de todo esto! De pronto, al pensar en su tía, se le ocurrió una idea.
Volviéndose hacia Hallward, dijo: -Querido, acabo de acordarme... - ¿Acordarte
de qué, Harry? -De donde he oído el nombre de Dorian Gray. - ¿Dónde?- preguntó
Hallward, frunciendo levemente el ceño. -No pongas esa cara, Basil. Fue en casa
de mi tía Lady Agatha. Me contó que había descubierto a un joven maravilloso,
que se disponía a ayudarla en sus obras de caridad y que se llamaba Dorian
Gray. Debo confesar que no me dijo ni una palabra acerca de su hermosura. Las
mujeres no tienen el sentido de la belleza masculina; por lo menos, las mujeres
honradas, me dijo que era un muchacho muy formal y de muy buenos sentimientos.
Me imaginé enseguida un ser con gafas y pelo lacio, espantosamente pecoso y
contoneándose sobre unos pies inmensos. Me hubiera gustado saber que era tu
amigo. -Pues yo celebro en extremo que no lo supieras, Harry. - ¿Por qué?
-Porque prefiero que no lo conozcas. - ¿Qué prefieres que no le conozca? -Sí.
-Mr. Dorian Gray está en el estudio, señor -dijo el mayordomo, entrando en el
jardín. -Pues, ahora, no vas a tener más remedio que presentármelo -exclamó
Lord Henry, echándose a reír. Volvíase el pintor hacia el criado, que
permanecía de pie en el sol, parpadeando. -Dile a Mr. Gray que tenga la bondad
de esperar, Parker, que voy en seguida. Inclinóse el criado y se retiró. Entonces,
mirando a Lord Henry, dijo Hallward: -Dorian Gray es mi amigo más querido. Es
una naturaleza sencilla y recta. Tu tía tenía razón en lo que dijo. No me lo
eches a perder. No trates de influenciarlo. Tu influencia sería perniciosa. El
mundo es ancho y lleno de seres interesantes. No separes de mía la única
persona que da a mi arte todo el encanto que éste pueda tener; mi vida de
artista depende de él. Tenlo en cuenta, Harry; confío en ti. Hablaba muy
despacio, como si a pesar suyo se le escapasen las palabras. - ¡Qué tonterías
estás diciendo! -exclamó Lord Henry, con una sonrisa. Y cogiendo a Hallward por
un brazo le condujo casi hacia el estudio.
CAPÍTULO II
Al entrar
observaron a Dorian Gray. Estaba sentado al piano, de espaldas a ellos, mirando
un cuaderno de las Escenas del Bosque, de Schumann. -Tienes que prestármelas,
Basil -gritó-. Es necesario que las aprenda. Son deliciosas. -Depende de como
poses hoy, Dorian. - ¡Oh!, estoy harto de pescar. ¡Y para la falta que me hace
un retrato de tamaño natural! -contestó el mancebo, dando media vuelta sobre el
taburete del piano, con ademán malhumorado y voluntarioso. Cuando vio a Lord
Henry, un ligero rubor coloreó sus mejillas, mientras se ponía en pie
precipitadamente. -Perdona, Basil, pero no sabía que tenías visita. -Es Lord
Henry Wotton, Dorian, uno de mis antiguos amigos de Oxford. Precisamente le
acababa de decir lo bien que posabas, y ahora has venido a estropearlo. -Pero
no ha estropeado mi satisfacción de conocerle, Mr. Gray- dijo Lord Henry,
adelantándose con la mano tendida -. Mi tía me ha hablado con frecuencia de
usted. Es usted uno de sus favoritos, y temo que también una de sus víctimas. -
¡Ay!, me parece que he caído en desgracia con Lady Agatha- contestó Dorian, con
un cómico visaje de arrepentimiento -. Le había prometido ir con ella a un
círculo de Whitechapel, el jueves pasado, y me olvidé en absoluto. Teníamos que
tocar a cuatro manos una pieza; no, tres piezas, me parece. No sé lo que va a
decirme. Sólo el pensamiento de ir a verla me asusta. - ¡Bah!, yo haré las
paces. Ella le quiere a usted mucho. Y, realmente, no creo que haya tenido
importancia la falta de usted. Es probable que el auditorio creyese que era a
cuatro manen. Cuando mi tía Agatha se pone al piano hace ruido por dos. -Es usted
muy mato con ella, y no muy amable conmigo -contestó Dorian, echándose a reír.
Lord Henry le miró con atención. Sí, ciertamente que era de una belleza
maravillosa, con sus labios rojos, deliciosamente modelados, y sus ojos azules
e ingenuos y sus rizos de oro. Había algo en su rostro que, desde el primer
momento, inspiraba confianza. Todo el candor de la juventud y toda su
apasionada pureza. Se comprendía que aún el mundo no había contaminado. Nada
tenía de extraño el culto de Basil Hallward. -Es usted demasiado seductor para
dedicarse a la filantropía, Mr. Gray... demasiado seductor. Y Lord Henry se
reclinó en el diván, sacando su pitillera. El pintor había permanecido ocupado
mezclando los colores y limpiando sus pinceles, con una cierta expresión de malestar.
Al oír las últimas palabras de Lord Henry levantó los ojos hacia él, vaciló un
instante, y al fin dijo: -Harry, quisiera terminar hoy este retrato. ¿Sería una
impertinencia que te rogase nos dejaras trabajar? Lord Henry sonrió, mirando a
Dorian Gray. - ¿Debo irme, Mr. Gray? -preguntó. - ¡Oh!, de ningún modo, se lo
ruego, Lord Henry. Veo que Basil está hoy de mal talante, y cuando se pone así
no se le puede aguantar. Además, deseo que me explique usted por qué no debo
dedicarme a la filantropía. - ¡Oh!, no sabría qué contestar a usted, Mr. Gray,
Es un tema tan enojoso, que tendríamos que tratarlo en serio. Pero me quedaré,
ya que usted lo desea. ¿Te parece bien, Basil? Muchas veces te he oído decir
que te gustaba que tus modelos tuviesen con quién hablar. Hallward se mordió
los labios. -Desde el momento que Donan lo quiere, inútil decir que debes
quedarte. Los caprichos de Dorian son ley para todos, excepto para él. Lord
Henry cogió su sombrero y sus guantes. -Eres muy amable, BasiI, pero tengo que
irme. Tengo una cita en el Orléans. Hasta la vista, Mr. Gray. Venga usted a
verme una de estas tardes. A eso de las cinco estoy casi siempre. Pero póngame
usted dos letras. Sentiría infinito que no me encontrara. -Basil -exclamó
Dorian Gray -; si Lord Henry Wotton se va, me voy yo también. En cuanto te
pones a pintar no dices esta boca es mía, y resulta espantosamente aburrido
estar de pie sobre mi tarima, teniendo que poner cara sonriente. Dile que se
quede. Tengo verdadero interés en que se quede. -Quédate, Harry, haznos ese
favor a Dorian y a mí -dijo Hallward, sin levantar los ojos del cuadro -. Es
cierto, cuando me pongo a trabajar no hablo, ni oigo y comprendo que mis
infortunados modelos se aburran mortalmente. Te suplico que te quedes. -Pero,
¿y mi cita? El pintor se echó a reír. -No creo que eso sea un inconveniente.
Anda, vuelve a sentarte, Harry. Y ahora, Dorian, sube a la tarima y no te
muevas demasiado ni hagas caso de lo que te diga Lord Henry. Su influencia es
nociva para todos sus amigos, con mi única excepción. Subió Dorian Gray a la
tarima, con el aire de un joven mártir griego, haciendo una pequeña mueca de
enfado a Lord Henry, al que ya había tomado cierta simpatía. ¡Era tan diferente
de Basil! Hacían un contraste delicioso. ¡Y tenía una voz tan agradable! Al
cabo de pocos instantes le dijo: - ¿Es cierto que ejerce usted una mala
influencia sobre sus amigos, Lord Henry? ¿Tan mala como dice Basil? -No hay
influencia buena, Mr. Grey. Toda influencia es inmoral... inmoral, desde un
punto de vista científico. - ¿Por qué? -Porque influenciar a una persona es
prestarle nuestra propia alma. No piensa ya sus pensamientos naturales, ni arde
con sus propias pasiones. Sus virtudes dejan de ser suyas. Sus pecados, si es
que hay pecados, son de segunda mano. Se convierte en el eco de una música
ajena, en el actor de un papel que no había sido escrito para él. El fin de la
vida es el desenvolvimiento de la personalidad. Realizar nuestra propia
naturaleza cabalmente: para esto hemos venido. Hoy los hombres se asustan de sí
mismos. han olvidado el más alto de sus deberes, el deber que uno se debe a sí
mismo. Sí, son caritativos; dan pan al hambriento y vestido al mendigo. Pero
sus propias almas se mueren de hambre y van desnudas. El valor ha abandonado a
nuestra raza. Quizás nunca lo tuvimos. El temor a la sociedad, que es La base
de la moral; el temor de Dios, que es el secreto de la religión: tales son las
dos fuerzas que nos gobiernan. Y, sin embargo... -Vuelve un poco más la cabeza
hacia la derecha. Dorian; sé buen chico -dijo el pintor, sumergido en su obra,
pero dándose cuenta de que el rostro del mancebo tenía ahora una expresión que
nunca viera hasta entonces. -Y, sin embargo -continuó Lord Henry, con su voz
queda, musical, y aquel suave ademán de la mano tan característico suyo y que
ya tenía en sus días de Eton-, creo que si un hombre se atreviera a vivir su
vida plena y totalmente, a dar forma a cada sentimiento, expresión a cada
pensamiento, realidad a cada ensueño... creo que el mundo cobraría de nuevo un
ímpetu tal de alegría, que olvidaríamos todas las enfermedades del
medievalismo, y tornaríamos al ideal helénico... a algo quizá más bello, más
rico que el ideal helénico. Pero hasta el más audaz de nosotros tiene miedo de
sí mismo. La mutilación del salvaje tiene su trágica supervivencia en la
renuncia de sí mismo que frustra nuestras vidas. Y somos castigadas por ello.
Cada impulso que luchamos por estrangular, germina en el espíritu y nos
envenena. El cuerpo peca una vez, y acaba con su pecado, pues la acción es una
especie de purificación. Nada queda entonces, excepto el recuerdo de un placer,
o la voluptuosidad de un arrepentimiento. El único medio de librarse de una
tentación es ceder a ella. Resistid, y vuestra alma enfermará de deseo por las
cosas que se ha vedado a sí misma, de concupiscencia por aquello que sus leyes
monstruosas han hecho ilícito y monstruoso. Se ha dicho que los grandes
acontecimientos del mundo tienen lugar en el cerebro. En el cerebro también, y
sólo en el cerebro, tienen lugar los grandes pecados del mundo. Usted mismo,
Mr. Gray, usted mismo, con su juventud color de rosa y su blanca infancia,
usted ha tenido pasiones que le han dado miedo, pensamientos que le han llenado
de terror, sueños dormido y sueños despierto, cuyo simple recuerdo bastaría
para teñir de vergüenza sus mejillas...
- ¡Basta! -balbuceó Dorian Gray -,
¡basta! Me aturde usted. No sé que decir. Siento que a todo eso hay una
respuesta; pero no puedo hallarla. No hable usted mías. Déjenle pensar. O más bien
déjeme que trate de no pensar. Durante casi diez minutos quedó inmóvil, con los
labios entreabiertos y en los ojos un brillo extraño. Se daba cuenta,
indistintamente, de que una influencia nueva obraba en él. Sin embargo, le
parecía como si esta influencia proviniese realmente de sí mismo. Las pocas
palabras que el amigo de Basil le había dicho -palabras casuales, sin duda, y
llenas de premeditadas paradojas- habían conmovido en él alguna cuerda secreta,
no torada hasta entonces, pero que ahora sentía vibrante y latiendo en extrañas
pulsaciones. La música le había conmovido ya de ese modo. La música le había
turbado muchas veces. Pero la música no es definida. No es un mundo nuevo, sino
un nuevo caos lo que crea en nosotros. ¡Palabras! ¡Simples palabras! ¡Cuán
terribles son! ¡Qué claras, y vivas, y crueles! ¡Imposible escapar de ellas! Y,
sin embargo, ¡qué magia sutil reside en ellas! Parecen capaces de dar forma
plástica a cosas informes y poseer una música propia tan dulce como la música
del violín o del laúd. ¡Simples palabras! ¿Hay acaso nada más real que las
palabras? Sí; cosas había en su infancia que él no pudo entender. Ahora las
comprendía. Súbitamente, la vida se tornaba de color ele fuego para él. Le
parecía haber marchado hasta entonces a través de llamas. ¿Cómo no se había
dado cuenta? Sonriendo con su sonrisa sutil, Lord Henry le observaba. Sabía el
momento psicológico preciso en que debía guardar silencio. Sentíase
profundamente interesado. Y en extremo sorprendido de la impresión instantánea
que sus palabras produjeran; y recordando un libro que había leído a los
dieciséis años, libro que le había revelado muchas cosas que antes ignoraba, se
preguntaba si Dorian Gray estaba
pasando por una experiencia análoga.
El no había hecho más que disparar una flecha al aire. ¿Había dado en el
blanco?... Realmente, era un muchacho interesante. Hallward seguía pintando con
aquella pincelada audaz y segura que le caracterizaba y que tenía ese
refinamiento y delicadeza perfecta que en arte, por lo menos, solo da la
fuerza. Ensimismado en su trabajo no se daba cuenta del silencio. - ¡Basil,
estoy cansado de posar! -exclamó, al fin Dorian Gray -. Me voy a sentar al
jardín. Aquí hace un aire sofocante. -Perdona, querido Dorian. Ya sabes que
cuando pinto no pienso en otra cosa. Pero nunca has ¡osado mejor. No te has
movido en lo más mínimo. Y he logrado el efecto que buscaba... los labios
entreabiertos y la mirada brillante. No sé lo que te habrá estado diciendo
Harry; pero lo cierto es que te ha hecho poner una expresión maravillosa.
Supongo que habrán sido cumplidos. No debes creerle ni una sola palabra.
-Puedes estar seguro de que no me ha dicho ningún cumplido. Quizá sea ésa la
razón de que no crea nada de lo que me ha estado diciendo. -De sobra sabe usted
que sí -dijo Lord Henry, mirándole con sus ojos lánguidos y soñadores -. Iré al
jardín con usted. place un calor horrible en este estudio. Basil, danos algo
fresco de beber, algo con fresas. -Con mucho gusto, Harry. Toca el timbre, y
cuando venga Parker se lo diré. Tengo que acabar este fondo; así que dentro de
un rato iré a reunirme con vosotros. No retengas demasiado tiempo a Dorian.
Nunca me he sentido tan en vena de trabajar. Esto lleva camino de ser mi obra
maestra. Sí: tal como está es ya mi obra maestra. Cuando Lord Henry salió al
jardín, encontró a Dorian Gray con el rostro escondido entre las lilas frescas,
aspirando febrilmente su perfume, como si bebiese: un vino exquisito.
Acercándose a él le puso una mano en el hombro. -Hace usted bien -musitó -.
Sólo los sentidos pueden curar el alma, así como el alma es lo único que puede
curar los sentidos. El adolescente se estremeció y volvióse hacia él. Llevaba
la cabeza desnuda, y las hojas habían descompuesto sus rizos rebeldes,
enmarañando sus doradas hebras. Tenía en los ojos una expresión medrosa, como
una persona a quien acaban de despertar bruscamente. Las aletas de su nariz,
finamente dibujadas, palpitaban, y una oculta emoción hacía temblar el carmín
de sus labios. -Sí -continuó Lord Henry -, ése es uno de los grandes secretos
de la vida: curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio
del alma. Es usted un ser privilegiado. Sabe usted mas de lo que cree saber;
pero menos de lo que desea saber. Dorian Gray frunció el entrecejo, volviendo a
otro lado la cabeza. No podía menos de sentir simpatía por aquel hombre alto,
esbelto, en pie frente a él. Su rostro aceitunado y romántico, su expresión
cansada, le interesaban. Había en su voz queda y lánguida, un no sé qué
absolutamente fascinador. Sus manos frías, blancas, semejantes a llores, tenían
también un encanto singular. Movíanse, al hablar, musicalmente, como si
tuvieran un lenguaje propio. Pero le daba miedo, y vergüenza de tener miedo.
¿Por qué le había sido reservado a un extraño el revelarle a sí mismo? A Basil
Hallward le conocía desde hacía unos cuantas meses, y su amistad nunca le había
turbado. Y, de pronto, alguien se había interpuesto en su vida para revelarle
el misterio de la vida. Sin embargo, ¿qué había en ello que pudiera asustarle?
Él no era un colegial ni una niña. Era absurdo tener miedo. -Vamos a sentarnos
a la sombra -dijo Lord Henry-. Parker nos ha traído ya de beber, y si permanece
usted más tiempo a este sol, se estropeará usted el cutis, y Basil no volverá a
pintarle. Realmente, no debe usted dejar que el sol le queme. Sería una
lástima. - ¿Y qué importa? -exclamó Dorian Gray, riendo y tomando asiento en el
banco que había a un extremo del jardín. -A usted debería importarle mucho, Mr.
Gray. - ¿Por qué? -Porque tiene usted la juventud más maravillosa, y la
juventud es la única cosa que vale la pena de ser deseada. -No soy de esa
opinión, Lord Henry. -Sí; ahora no lo es usted. Día llegará, cuando sea usted
viejo y arrugado y feo, cuando el pensamiento le haya devastado con sus surcos
la frente, y la pasión quemado los labios con sus fuegos repugnantes, en que lo
será usted. Ahora, adonde quiera que vaya, triunfará usted. Pero ¿será siempre
así?... Ahora tiene usted un rostro de una belleza maravillosa, Mr. Gray. No
frunza usted el ceño. Lo tiene. Y ha belleza es una de las formas del genio;
más alta, en verdad, que el genio, ya que no necesita explicación. Es una de
las grandes realidades del mundo, como la luz del sol, o la primavera, o el
reflejo en las aguas oscuras de esa concha de plata que llamamos luna. No puede
ponerse en duda. Es una soberanía de derecho divino. Hace príncipes a quienes
la poseen. ¿Sonríe usted? ¡Ah!, cuando la haya perdido no sonreirá usted... Con
frecuencia se dice que la belleza es cosa superficial. Quizás. Pero, en todo
caso, no es tan superficial como el pensamiento. Para mí, la belleza es la
maravilla de las maravillas. Unicamente los superficiales no juzgan por las
apariencias. El verdadero misterio del mundo está en lo visible, no en lo
invisible... Sí, Mr. Gray, los dioses han sido benévolos con usted. Pero lo que
los dioses dan, pronto lo quitan. Pocos años le quedan a usted que vivir
realmente, plenamente, perfectamente. Cuando su juventud pase, su belleza
pasará con ella, y entonces, bruscamente, descubrirá usted que se acabaron los
triunfos, o tendrá usted que contentarse con esos pequeños triunfos que el
recuerdo del pasado hace más amargos que derrotas. Cada mes que transcurre le
avecina a usted un porvenir espantoso. El tiempo tiene celos de usted, y
guerrea contra sus azucenas y sus rosas. Se pondrá usted lívido, y sus mejillas
se hundirán, y sus ojos perderán todo su brillo. Sufrirá usted horriblemente...
¡Ah!, realice usted su juventud mientras la tiene. No dispendie usted el oro de
sus días, dando oídos al necio, tratando de remediar su irremediable fracaso, o
arrojando su vida al ignorante y al vulgo. Tales son los fines enfermizos, los
falsos ideales de nuestra época. ¡Viva usted! ¡Viva esa vida maravillosa que
hay en usted! ¡No deje usted perder nada... Busque sin cesar sensaciones
nuevas. No terna usted nada... Un nuevo hedonismo: eso es lo que ha menester
nuestro siglo. Usted podría ser su símbolo visible. Con su belleza, nada hay
que no pudiera usted hacer. El mundo es suyo por una temporada... Desde el
momento en que le vi a usted, comprendí que usted no se daba cuenta en absoluto
de lo que realmente era usted, de lo que realmente podría ser. Había en usted
tantas cosas que me atraían, que comprendí que era necesario revelarle a sí
mismo. Pensé en lo trágico que sería que se frustrase usted. ¡Porque es tan
breve el espacio de vida que le queda a su juventud... tan breve! Las flores
del campo se marchitan; pero florecen de nuevo. Ese cítiso estará el próximo
junio tan amarillo como ahora. Dentro de un mes, esa clemátide se cubrirá de
estrellas de púrpura, y año tras año el verde nocturno de sus hojas sostendrá
la púrpura de sus estrellas. Pero, nosotros, jamás recobraremos nuestra
juventud. El pulso de alegría que late en nosotros a los veinte, va haciéndose
cada día más perezoso. Nuestros miembros flaquean, nuestros sentidos se
estancan. Degeneramos en muñecos repugnantes, obsesionados por el recuerdo de
las pasiones que nos hicieron retroceder atemorizados y de las tentaciones
exquisitas a que no tuvimos el valor de ceder. ¡Juventud! ¡Juventud! ¡Nada hay
en el mundo comparable a la juventud! Con los ojos muy abiertos, absorto,
Dorian Gray escuchaba. La rama de lilas le cayó de las manos sobre la grava.
Una velluda abeja zumbó un momento en torno de ella. Luego comenzó a pasear por
los globitos ovales y estrellados de sus flores menudas. Dorian la miraba
atentamente, con ese singular interés por las cosas triviales que tratamos de
desarrollar cuando cosas de la más alta importancia nos sobrecogen o nos
sentimos conmovidos por alguna emoción nueva que no podemos expresar, o algún
pensamiento que nos espanta toma de pronto asiento en nuestro cerebro,
obligándonos a ceder a él. Al cabo dennos instantes, la abeja levantó el vuelo y
Dorian la vio posarse en el cáliz moteado de un convólvulo tirio. La flor
pareció estremecerse, y luego quedó balancéandose suavemente. De pronto
apareció el pintor en la puerta del estudio, haciéndoles signos reiterados de
que entrasen. Volviéronse uno a otro, sonriendo. -Os estoy esperando -gritó
Hallward -. Venid. Hay una luz perfecta en este momento. Podéis traer vuestros
refrescos. Levantáronse, y perezosamente se dirigieron hacia el estudio. Dos
mariposas, verdes y blancas, pasaron revoloteando junto a ellos, mientras en el
peral, que crecía en un ángulo del jardín, comenzaba a cantar un tordo. - ¿Se
alegra usted de haberme conocido? -preguntó Lord Henry, mirándole. -Sí; ahora
me alegro. Pero ¿será siempre así? - ¿Siempre? ¡Palabra tremenda! ¡Cada vez que
la oigo me estremezco! ¡Las mujeres son tan aficionadas a emplearla! Echan a
perder todas las novelas por su empeño en hacerlas eternas. Por otra parte, es
una palabra sin sentido. La única diferencia entre un capricho y una pasión
para toda la vida, es que el capricho dura un poco más. Al ir a entrar en el
estudio, Dorian Gray puso su mano en el brazo de Lord Henry. -En ese caso, que
nuestra amistad sea un capricho -murmuró, ruborizándose de su atrevimiento. Y
subiendo de nuevo a la tarima recobró su pose. Lord Henry se dejó caer en un
amplio sillón de mimbre, y quedó absorto en su contemplación. El ir y venir del
pincel sobre el lienzo era el único rumor que quebraba el silencio, excepto
cuando, de tiempo en tiempo, retrocedía Hallward unos pasos para juzgar el
efecto de su trabajo. En medio de los rayos oblicuos de sol que entraban por la
puerta abierta danzaba un polvillo dorado. El aroma pesado de las rosas parecía
envolverlo todo. Al cabo de un cuarto de hora, dejó de pintar Hallward;
contempló durante largo rato a Dorian Gray, y luego el retrato, mordiscando la
punta de uno de sus grandes pinceles, las cejas contraídas. - ¡Terminado!
-exclamó al fin, y agachándose escribió su nombre en el ángulo izquierdo del
lienzo en grandes letras bermellón. Acercóse Lord Henry para examinar el
retrato. Indudablemente era una maravillosas obra de arte, y de un parecido
también maravilloso. -Querido Basil, te felicito calurosamente -dijo -. Es el
retrato más hermoso de estos tiempos. Acérquese usted, Mr. Gray, y contémplese.
Estremecióse el adolescente, como si despertara de un sueño. - ¿Está
completamente terminado? -murmuró, bajando de la tarima. -En absoluto -repuso
el pintor -. Y hoy has posado espléndidamente. Te estoy agradecidísimo. -Eso me
lo debes a mí -interrumpió Lord Henry -. ¿Verdad, Mr. Gray? Sin contestar,
negligentemente, Dorian fue a situarse frente al retrato. Cuando lo vio dio un
paso atrás, y sus mejillas enrojecieron un momento de satisfacción. Sus ajos
brillaron de alegría, como si acabara de reconocerse por vez primera. Quedó en
pie, inmóvil, maravillado, dándose cuenta apenas de que Lord Henry le estaba
hablando, pero sin comprender el sentido de sus palabras. La significación de
su propia belleza se apoderó de él como una revelación. Jamás había sentido lo
que ahora. Los cumplidos de Basil Hallward le habían parecido siempre simples
exageraciones -encantadoras, eso sí- de la amistad. Los había escuchado, reído
de ellos e inmediatamente olvidado. No habían influido en él lo más mínimo.
Entonces había venido Lord Henry Wotton con su extraño panegírico de la
juventud y la advertencia terrible de su fugacidad. El oírle, ya le había
impresionado; pero ahora, al contemplar la sombra de su propia belleza, la
plena realidad de sus palabras acababa de traspasarle. Sí, día llegaría en que
su rostro se arrugara y marchitase, y sus ojos se tornasen incoloros y opacos,
y la gracia de su figura quedara rota y deforme. El carmín se borraría de sus
labios y el oro huiría de sus cabellos. La vida, que iba a modelar su alma,
acabaría con su cuerpo. Se convertiría en algo horrendo, repugnante y grosero.
Al pensar en ello, una aguda congoja de dolor le traspasó como un cuchillo,
haciendo vibrar cada fibra delicada de su naturaleza. Sus ojos se oscurecieron
en un morado de amatista y una bruma de lágrimas los empañó. Sentía como si una
mano de hielo le estrujase el corazón. - ¿No te gusta? -exclamó, al fin,
Hallward, un tanto mortificado por el silencio de Dorian, no dándose cuenta de
lo que significaba. -Naturalmente que le gusta -dijo Lord Henry -. ¿A quién no
le va a gustar? Es una de las obras capitales del arte moderno. Te daré por él
lo que pidas. Tiene que ser mío. -No me pertenece, Harry. - ¿A quién pertenece
entonces? -A Dorian, como es natural -contestó el pintor. - ¡Dichoso él! - ¡Qué
cosa tan triste! -murmuró Dorian Gray, con los ojos fijos aún en su retrato -.
¡Qué casa tan triste! ¡Pensar que yo envejeceré y me pondré horrible,
espantoso, y que este retrato permanecerá siempre joven! Nunca tendrá más edad
de la que tiene en este día de junio...
¡Si fuese siquiera al revés! ¡Si fuera
yo el que permaneciese siempre joven, y el retrato el que envejeciese! ¡No
sé... no sé lo que daría por esto! ¡Sí, daría el mundo entero! ¡Daría hasta mi
alma! -Me parece que el trato no te convendría mucho, ¿eh, Basil? -exclamó Lord
Henry, echándose a reír -. No tardaría tu obra en empezar a cuartearse. -Puedes
estar seguro de que me opondría con todas mis fuerzas, Harry -replicó el
pintor. Volvióse Dorian Gray hacia él. -Lo creo, Basil. Tú quieres tu arte más
que a tus amigos. Para ti no valgo más que cualquiera de esas figulinas de
bronce verde. Y aun puede que no tanto. El pintor le miró con asombro. ¿Cómo
podía Dorian hablar así? ¿Qué había sucedido? Parecía profundamente irritado.
Tenla el rostro encendido y las mejillas ardiendo. -Sí -continuó-, soy menos
para tí que tu Hermes de marfil o tu fauno de plata. A ellos siempre los
querrás igual. ¿Cuánto tiempo me querrás a mi? Hasta que me salga la primera
arruga, sin duda. Ahora sé que, cuando se pierde la belleza, sea grande o
pequeña, se pierde todo. Ese retrato me lo ha enseñado. Lord Henry Wotton tiene
razón. La juventud es la única cosa del mundo digna de ser codiciada. Cuando me
dé cuenta de que estoy envejeciendo, me mataré. Hallward palideció y le cogió
la mano. - ¡Dorian! ¡Dorian! -exclamó -. No hables así. Nunca he tenido un
amigo como tú, y nunca tendré otro semejante. Tú no puedes tener celos de una
cosa puramente material, ¿no es cierto?; tú, que eres más hermoso que todas.
-Tengo celos de todo aquello cuya belleza no muere. Tengo celos de ese retrato
que has pintado. ¿Por qué tiene él que conservar lo que yo tengo que perder?
Cada momento que pasa me quita algo a mí para dárselo a él. ¡Oh, si siquiera
fuese al revés! ¡Si el retrato pudiera cambiar en lugar mío, y yo permanecer
tal como soy ahora! ¿Por qué lo has pintado? ¡Día llegará en que se burle de
mí.. en que se burle cruelmente! Sus ojos se arrasaron en lágrimas candentes,
sus manos se retorcían. Arrojándose sobre el diván, escondió el rostro en los
almohadones, como si estuviese rezando. -Mira tu obra, Harry -dijo el pintor
amargamente. Lord Henry se encogió de hombros. -Ese es el verdadero Dorian
Gray, simplemente. -No lo es. -Si no lo es, ¿qué tengo yo que ver con ello? -
¡Si te hubieses ido cuando te lo indiqué! -dijo el pintor
entre dientes. -Me quedé cuando me lo rogaste -replicó Lord Henry. -Harry, no
voy a reñir con mis dos mejores amigos al mismo tiempo; pero entre ambos me
habéis hecho aborrecer la obra mejor de mi vida, y voy a destruirla. ¿Qué es,
al fin y al cabo, sino lienzo y pintura? No quiero que venga a interponerse
entre nuestras tres vidas y a echarlas a perder. Dorian Gray levantó la cabeza
de los almohadones y, pálido el rostro y los ojos bañados en lágrimas, te miró
dirigirse hacia la mesa de pintor, situada ante el ventanal. ¿Qué iría a hacer?
Sus dedos erraban entre el desorden de tubos y pinceles, buscando algo. Sí, era
la espátula, de hoja larga y flexible de acero. Al fin la encontró. ¡Iba a
destrozar el lienzo! Con un sollozo ahogado se puso en pie el adolescente, y,
corriendo hacia Hallward, le arrancó de la mano la espátula, que tiró al otro
extremo del estudio. - ¡No, Basil, no! -gritó -. ¡Sería un asesinato! Celebro
que al fin aprecies mi obra, Dorian -dijo el pintor fríamente, reponiéndose de
la sorpresa -. Nunca lo hubiera esperado. - ¿Apreciarla? La adoro, Basil. Es
como parte de mí mismo. -Bueno, pues en cuanto estés seco, serás barnizado y
enviado a tu casa. Entonces, podrás hacer contigo lo que gustes. Y, atravesando
la habitación, tocó el timbre para que trajesen el té. -Tomarás una taza de té,
¿verdad, Dorian? ¿Y tú, Harry, también? ¿O presentáis alguna objeción a
placeres tan sencillos? -Yo adoro los placeres sencillos -dijo Lord Henry -.
Son el último refugio de los hombres complicados. Pero no me gustan
las escenas fuera del teatro. ¡Qué par de seres absurdos sois! Me asombra que
hayan definido al hombre como un animal racional. ¡Definición prematura, si las
hay! El hombre es todo lo que se quiera, menos racional. Y yo, por mi parte, me
alegro de que no lo sea. Aunque no por eso deje de parecerme grotesco que os
pongáis a reñir con motivo del retrato. Habrías hecho mucho mejor en
cedérmelo, Basil. Este niño absurdo no lo necesita para nada, y yo sí. - ¡Si se
los das a otro que a mí, Basil, no te lo perdonaré en mi vida!- exclamó Dorian
Gray -; y no tolero a nadie que me llame niño absurdo. -Ya sabes que el cuadro
es tuyo, Dorian. Te lo di antes de que existiese. -Y también sabe usted que se
ha portado como un niño absurdo, Mr. Gray, y que no tiene usted por qué
molestarse de que le recuerden que es sumamente joven. -Esta mañana me habría
molestado en extremo, Lord Henry. - ¡Ah, esta mañana! De entonces acá ha vivido
usted mucho. Llamaron ala puerta, y entró el mayordomo con el servicio de té,
que colocó encima de una mesita de laca. Hubo un rumor de tazas y platillos y
el silbar de una acanalada tetera de Georgia. Un criado trajo dos fuentes de
porcelana cubiertas. Dorian Gray se levantó a servir el té, y los dos amigos se
acercaron indolentemente a la mesa e investigaron lo que había bajo las
coberteras. -Vamos al teatro esta noche -dijo Lord Henry -. Seguramente hay
algo nuevo. Yo había prometido ir a cenar con los White; pero como se trata de
un amigo de confianza, puedo avisarle diciéndole que estoy malo, o que un
compromiso posterior me impide ir. Sí; me parece que esta última sería una
excusa divertida, con todo el encanto de la ingenuidad. - ¡Es tan molesto tener
que ponerse de frac! -murmuró Hallward-. ¡Y está uno tan fachoso con él! -Sí
-contestó Lord Henry como en sueños -; el traje del siglo diecinueve es
lamentable. ¡Tan sombrío, tan deprimente! La verdad es que el pecado es el
único elemento pintoresco que ha quedado en la vida moderna. -Creo que no
deberías decir mis cosas delante de Dorian, Harry. - ¿Delante de qué Dorian?
¿El que está sirviéndonos el té o el de ese retrato? -Delante de los dos. -Me
gustaría ir al teatro con usted, Lord Henry, -dijo entonces el adolescente.
-Pues venga usted, y tú también, ¿eh, Basil? -Me es absolutamente impasible.
Tengo una porción de cosas que hacer. -Bueno, en ese caso iremos los dos solos,
Mr. Gray. - ¡Cuánto me alegro! Mordióse el pintor los labios, dirigiéndose, con
la taza en la mano, hacia el retrato. -Yo me quedaré con el verdadero Dorian
-dijo tristemente. - ¿Es ése el verdadero Dorian? -exclamó el original,
avanzando hacia él -. ¿Soy, de veras, así? -Exactamente. - ¡Qué maravilla,
Basil! -Por lo menos, así eres en apariencia. Pero éste no cambiará nunca
-suspiró Hallward -. ¡Ya es algo! - ¡Cuánto ruido mete la gente a propósito de
la constancia! -exclamó Lord Henry -. ¡Si hasta en clamor no es más que una
cuestión fisiológica! ¿Qué tiene eso que ver con nuestra voluntad? Los jóvenes
se empeñan en ser fieles y no lo pueden; los viejos tratan de no serlo, y
tampoco pueden. A eso se reduce todo. -No vayas esta noche al teatro, Dorian
-dijo Hallward-. Quédate a cenar conmigo. -No puedo, Basil. - ¿Por qué? -Ya he
prometido a Lord Henry
acompañarle. -No creas que te apreciará más por cumplir tu palabra. Él siempre
falta a las suyas. Te ruego que te quedes. Dorian Gray se echó a reír, moviendo
negativamente la cabeza. -Te lo suplico... -Vacilante, el muchacho miró a Lord
Henry, que les observaba desude la mesa con una sonrisa divertida. -No tengo
más remedio que ir, Basil -contestó. -Perfectamente -dijo Hallward, yendo a
dejar su taza en la bandeja -. Es bastante tarde, y, si tenéis que vestiros, haréis
bien en no perder tiempo. Adiós, Harry. Adiós, Dorian. Ven pronto a verme. Ven
mañana. -Desde luego. - ¿No te olvidarás? -Claro que no -exclamó Dorian. -Y...
¡Harry! - ¿Qué, Basil? -Acuérdate de lo que te pedí esta mañana en el jardín.
-Lo he olvidado. -Confío en ti. - ¡Ojalá pudiera yo también confiaren mí! -dijo
Lord Henry, riendo -. Vamos, Mr. Gray, tengo el coche a la puerta, y le dejaré
a usted en su casa. Adiós, Basil. He pasado una tarde deliciosa. Al cerrarse la
puerta, dejóse caer el pintor en el diván, y una expresión de dolor contrajo su
rostro.
CAPÍTULO III
Al otro día,
doce y media, bajaba Lord Henry Wotton por la calle de Curzon, en dirección a
la de Albany, con ganas de ir a ver a su tío Lord Fermor, solterón bondadoso,
si bien un tanto brusco, tachado de egoísta por la gente que no sacaba de él
provecho alguno, pero al que la buena sociedad consideraba generoso, por el
mero hecho de dar de comer a quienes le divertían. Su padre había sido
embajador nuestro en Madrid, cuando Isabel era joven y Prim desconocido; pero
se había retirado de la diplomacia en un momento de mal humor, porque no le
ofrecieron la embajada de París, puesto para el que se consideraba
especialmente designado a causa de su nacimiento, su indolencia, el buen inglés
de sus despachos y su desordenada afición a los placeres. El hijo, que había
sido secretario del padre, presentó la dimisión al mismo tiempo, un peco
aturdidamente, según se dijo entonces, y pocos meses después, habiéndole
sucedido en el título, se dedicó al grave estudio del gran arte aristocrático
de no hacer absolutamente nada. Tenía dos hermosas
casas en la ciudad; pero, para mayor comodidad, prefería vivir en un pisito
amueblado, comiendo habitualmente en su círculo. De cuando en cuando se ocupaba
de la administración de sus minas de carbón, alegando, para excusarse de esta
mácula de industria, que la única ventaja de tener carbón era que permitía a un
gentilhombre el lujo de hacer fuego de leña en su propia chimenea. En política,
era conservador; excepto cuando los conservadores subían al poder, período durante
el cual les acusaba rotundamente de ser un hatajo de radicales. Era un héroe
para su ayuda de cámara, que le tiranizaba, y el terror de casi todos sus
deudos y parientes, a quienes, a su vez, tiranizaba. Sólo Inglaterra hubiera
podido producirlo; y, sin embargo, continuamente repetía que el país se iba al
traste . Sus principios estaban anticuados; pero, en cambio, mucho bueno podría
decirse a favor de sus prejuicios. Cuando Lord Henry entró en el curto encontró
a su tío sentado en un butacón, vestido con una recia cazadora, fumando un puro
y refunfuñando sobre un número del Times . - ¡Hola, Harry! -exclamó el viejo
prócer -. ¿Qué es lo que te trae a estas horas? Yo creía que los jóvenes a la
moda no os levantábais hasta las das y no estabais visibles hasta las cinco.
-Puro amor de familia; se lo aseguro, tío Jorge. Necesito pedirle a usted una
cosa. -Dinero, supongo -dijo Lord Fermor, torciendo el gesto -. Bueno, siéntate
y dime de qué se trata. Los jóvenes, hoy, creen que el dinero es todo. -Sí
-murmuró Lord Henry, abotonándose la americana -; y cuando llegan a viejos, lo
saben. Pero no es dinero lo que necesito. Unicamente los que pagan sus cuentas
necesitan dinero, tío Jorge, y yo no pago las mías. El crédito es el capital de
los hijos de familia, y se puede vivir de él perfectamente. Lo que necesito es
un informe. No un informe útil, naturalmente, sino un informe inútil. -Bien;
puedo decirte todo lo que se encuentra en un Libro Azul inglés, Harry; aunque
esas gentes, hoy, escriben una porción de tonterías. Cuando yo estaba en la
Diplomacia, las cosas iban mucho mejor. Pero, ahora, he oído que se entra por
oposición. ¿Qué puede esperarse de gentes así? Los exámenes, señor mío, son una
pura paparrucha, de cabo a rabo. Si un hombre es un caballero, en toda la
acepción de la palabra, ya sabe bastante; y si no lo es, todo lo que aprenda no
hará más que perjudicarle. -Mr. Dorian Gray no tiene nada que ver con las
Libros Azules , tío Jorge -dijo Lord Henry, lánguidamente. - ¿Mr. Dorian Gray?
¿Quién es ese Mr. Dorian Gray? -preguntó Lord Fermor, frunciendo sus espesas
cejas blancas. -Eso es lo que he venido a saber, tío
Jorge. Es decir, quién es lo sé. Es el último nieto de Lord Kelso. Su madre era
una Devereux: Lady Margaret Devereux. Desearía que me
hablase usted de su madre. ¿Cómo era? ¿Con quién se casó? Usted, que conoció a
casi todo el mundo de su época, debió conocerla a ella. Ese Mr. Gray me
interesa mucho en estos momentos. Acabo de conocerle. - ¡El nieto de Kelso!
-repitió el viejo prócer -. ¡El nieto de Kelso!... Naturalmente... conocí mucho
a su madre. Era una muchacha extraordinariamente bonita la tal Margaret
Devereux, que dejó furiosos a todos escapándose con un mozo que no tenía un
céntimo, un don nadie, subalterno en un regimiento de infantería, o algo por el
estilo. Ya lo creo... Me acuerdo de toda la historia como si fuera ayer. Al
pobre chico le mataron en duelo en Spa, pocos meses después de su matrimonio.
Fue una historia bastante fea. Dicen que Kelso compró a un aventurero de la
peor especie, alguna bestia belga, para que insultase en público a su hijo
político -lo compró, sí señor, lo compró -, y que el fulano ensartó a su hombre
como si fuera un pichón. Echaron tierra al asunto; pero, por fas o por nefas,
el caso es que Kelso, a los pocos días, tenía que comer solo en el círculo.
Recogió a su hija, me dijeron; pero ella no volvió a dirigirle nunca la
palabra. ¡Historia fea, historia fea! La muchacha murió al cabo de un año...
¿Conque ha dejado un hijo, eh? Había olvidado ese detalle. ¿Y qué tal es ese
muchacho? Si se parece a su madre debe ser un guapo chico. -Guapísimo -asintió
Lord Henry. -Esperemos que caiga en buenas manos -continuó Lord Fermor -. Debe
tener una bonita fortuna en perspectiva, si Kelzo hizo bien las cosas. Su madre
también tenía dinero. Todas las propiedades de Selby fueron a parar a ella, por
parte de su abuelo, que detestaba a Kelso, juzgándole un perro tacaño. ¡Y vaya
si lo era! Una vez vino a Madrid estando yo allí. Te aseguro que me avergonzó.
La reina me preguntaba quién era aquel aristócrata inglés que se pasaba la vida
disputando con los cocheros por unos céntimos. Fue toda una historia; estuve
más de un mes sin atreverme a asomar la nariz por la corte. Esperemos que haya
tratado a su nieto mejor que a aquellos bribones. -No sé -respondió Lord Henry
-. Me parece que debe haber quedado bien. Todavía no es mayor de edad. Sé que
tiene Selby. Por lo menos, así me lo ha dicho. Y... su madre, ¿era realmente
bonita? -Margaret Devereux era una de las mujeres más encantadoras que he visto
en mi vida, Harry. Nunca he podido comprender qué pudo inducirla a hacer lo que
hizo. Como que hubiera podido casarse con quien se le hubiese antojado.
Carlington estaba loco por ella. Pero ella era una romántica. Todas las mujeres
de esa familia lo fueron. Los hombres eran lamentables; pero, ¡caramba!, las
mujeres eran extraordinarias. Carlington estaba de rodillas ante ella; él mismo
me lo ha dicho. No había entonces una muchacha en Londres que no corriese tras
él; pero ella se le rió en sus narices. Y a propósito, Harry, ya que hablamos
de matrimonios absurdos, ¿qué paparrucha es ésa que me ha contado tu padre de
que Dartmoor quiere casarse con una americana? ¿Es que no hay ninguna muchacha
inglesa digna de él? - ¡Pero si ahora está de moda casarse con una americana,
tío Jorge! - ¡Pues yo sostendré a las mujeres inglesas, aunque sea contra el
mundo entero, Harry! -exclamó Lord Fermor, descargando un puñetazo sobre la
mesa. -Por el momento, las americanas están en alza. - ¡Bah!, me han dicho que
carecen de resistencia -dijo entre dientes su tío. -Una carrera larga las deja
exhaustas; pero en el steeplechase no tienen rival. Cogen las cosas al vuelo. -
¿Y qué son los padres de ella? -gruñó el anciano aristócrata -. ¿Los tiene siquiera?
Lord Henry sacudió la cabeza. -Las muchachas americanas son tan hábiles para
ocultar sus padres, como las mujeres inglesas para ocultar su pasado -dijo,
levantándose para irse. - ¡Siempre serán salchicheros! -Así lo espero, tío
Jorge, por fortuna para Dartmoor. He oído decir que la salchichería es la
profesión más lucrativa en América, después de la política. - ¿Y es bonita?
-Hace como si lo fuera. La mayor parte de las americanas son así. Ese es el
secreto de su encanto. - ¿Por qué no podrán esas americanas quedarse en su
país? ¿No están siempre diciéndonos que aquello es el paraíso de las mujeres?
-Y lo es. Por eso, como Eva, tienen tanta prisa por salir de él -repuso Lord
Henry -. Bueno, adiós, tío Jorge. Voy a llegar tarde a comer si me quedo más tiempo.
Gracias por los informes que deseaba. Me gusta siempre saber todo lo que se
refiere a mis nuevos amigos, y nada de lo que se refiere a los antiguos. -
¿Dónde comes hoy, Harry? -En casa de tía Agatha. Nos ha invitado a mí y a Mr.
Gray, que es su último protegido. - ¡Jum! Haz el favor de decir a tu tía
Agatha, Harry, que no me moleste más con sus obras de caridad. Estoy de ellas
hasta la coronilla. ¡Caramba!, tu tía sin duda se figura que no tengo otra cosa
que hacer que extender cheques para satisfacer su ridícula manía. -Bien, tío
Jorge, se lo diré; pero no le hará el menor efecto. Los filántropos pierden
toda noción de humanidad. l S su característica. El anciano gruñó
aprobativamente y tocó el timbre para que viniera el criado. Lord Henry tomó
por la arcada baja de la calle de Burlington, encaminando sus pasos hacia la
plaza de Berkeley. ¡Así, ésa era la historia de los padres de Dorian Gray!
Crudamente, tal como le fue contada, le había, sin embargo, impresionado como
una novela extraña y casi contemporánea. Una mujer hermosa arriesgándolo todo
por una loca pasión. Unas cuantas semanas de dicha, bruscamente interrumpida
por un crimen alevoso y repugnante. Meses de agonía muda, y luego un hijo
nacido en el dolor. La madre arrebatada por la muerte; el niño abandonado ala
soledad y a la tiranía de un viejo desalmado. Sí, era un fondo interesante.
Hacía resaltar al mancebo, le hacía parecer más perfecto como quien dice.
Detrás de todo lo que es exquisito hay siempre algo trágico. Mundos enteros
tuvieron que ser removidos para que la más humilde planta pudiera florecer...
¡Y qué encantador había estado la noche antes, en la cena, con aquellos ojos
atónitos y los labios entreabiertos de placer y temor, sentado frente a el en
el comedor del círculo, mientras las pantallas rojas de las bujías teñían de un
rusa más intenso la sorpresa creciente de su rostro! Hablarle, era como tocar
en un violín maravilloso. Respondía al menor contacto y vibración del arco...
Había algo terriblemente apasionante en el ejercicio de la influencia. Ninguna
actividad podía comparársele. Proyectar nuestra alma en una forma atractiva,
dejándola reposar en ella por un instante; oír uno de sus ideas devueltas en
eco, con toda la música añadida de la pasión y la juventud; transmitir nuestra
naturaleza a otra como si fuera un fluido sutil o un extraño perfume. Había en
todo esto un goce positivo; acaso el más perfecto de todos los que nos ha
dejado una época tan limitada y banal como la nuestra, una época grosamente
carnal en sus placeres y groseramente vulgar en sus ideales... Verdad que era
un ejemplar maravilloso el mancebo a quien por tan singular casualidad
conociera en el estudio de Basil; por lo menos, podía llegar a serlo. Encarnaba
la gracia y la blanca pureza de la infamia y la belleza que los antiguas
mármoles griegos nos han conservado. Nada había que no se pudiera conseguir de
él. Lo mismo podría hacerse de él un titán que un juguete. ¡Lástima que belleza
semejante estuviera destinada a marchitarse!... ¿Y Basil? Desde un punto de
vista psicológico, ¡qué interesante! Una modalidad nueva de arte, un nuevo modo
de concebir la vida, sugeridos tan extrañamente por la simple presencia visible
de un ser, inconsciente de todo ella, el espíritu silencioso que moraba en los
bosques umbrías, y caminaba invisible por las llanuras, mostrándose
súbitamente, como una dríade sin miedo, porque en su alma que le buscaba había
sido despertada esa visión maravillosa, única que revela las grandes
maravillas; las simples formas y apariencias de las cosas depurándose, por
decirlo así, y conquistando una especie de valor simbólico, como si fueran
ellas a su vez moldes de otras formas más perfectas, cuya sombra hiciesen real:
¡qué extraño todo ello! Algo análogo recordaba en la historia. ¿No era Platón,
aquel artista en pensamiento, quien primero lo había analizado? ¿No fue
Buonarotti quien lo cinceló en el mármol policromo de una serie de sonetos?
Pero en nuestro siglo era realmente extraño... Sí; él trataría de ser para
Dorian Gray lo que éste, sin saberlo, era para el pintor que había trazado el
espléndido retrato. Él intentaría dominarlo; realmente, ya lo había conseguido
a medias. El haría completamente suyo aquel admirable espíritu. Había algo
fascinante en este hijo del Amor y la Muerte. De pronto se detuvo,
y miró las fachadas. Advirtió que había pasado de casa de su tía, y sonriendo
de sí mismo, volvió atrás. Al entrar en el vestíbulo un tanto sombrío, el
mayordomo le dijo que ya se habían sentado a la mesa. Entregó a uno de los
criadas el sombrero y el bastón, y pasó al comedor. -Tarde, como de costumbre,
Harry -le gritó su tía, meneando la cabeza. Inventó una excusa cualquiera, y
ocupando el sitio vacío, junto a ella, paseó una mirada en torno para ver quién
había. Dorian le hizo una tímida inclinación de cabeza desde un extremo de la
mesa, ruborizándose de contento. Enfrente tenía a la duquesa de Harley, dama de
carácter afabilísimo y humor excelente, muy querida por cuantos la conocían, y
de esas amplias proporciones arquitectónicas que, en las mujeres, cuando no son
duquesas, nuestros historiadores contemporáneos describen como obesidad. Junto
a ella, a su derecha, se encontraba Sir Thomas Burdon, miembro radical del
Parlamento, que en la vida pública iba en pos de su jefe, y en la vida privada
en pos de los buenos cocineros, comiendo con los conservadores y pensando con
los liberales, con arreglo a una norma discreta y conocida. El puesto de su
izquierda lo ocupaba Mr. Erskine, de Treadley, gentilhombre entrado en años,
muy ameno y muy culto, que, sin embargo, había dado en la mala costumbre de
callar, ya que, como explicó un día a Lady Agatha, había dicho antes de los
treinta todo lo que tenía que decir. La vecina de Lord Henry era Mrs.
Vandeleur, una de las amigas más antiguas de su tía, santa entre las santas;
pero tan horriblemente desaliñada, que hacía pensar en un devocionario mal
encuadernado. Afortunadamente para él, Mrs. Vandeleur tenía al otro lado a Lord
Faudel, inteligentísima mediocridad entre dos edades, tan calvo como una declaración
ministerial en la Cámara de los Comunes, con el que conversaba de esa manera
profundamente seria que, como a menudo había observado, es el único error
imperdonable en que caen todas las personas excelentes, y al que ninguna de
ellas puede escapar por completo. -Estábamos hablando de ese pobre Dartmoor,
Lord Henry -gritó la duquesa, haciéndole un amable saludo con la cabeza -.
¿Cree usted que realmente se casará con esa interesante personita? -Me parece
que ella tiene la intención de proponérselo, duquesa. - ¡Qué horror! -exclamó
Lady Agatha -. ¡Realmente habría que intervenir! -Me han dicho, de buena tinta,
que su padre tiene un almacén de
novedades americanas -dijo Sir Thomas
Burdon, con gesto despectivo. -Mi tío le suponía salchichero, Sir Thomas. -
¿Novedades? ¿Qué novedades americanas son ésas? -preguntó la duquesa,
levantando sus gruesas manos con ademán de asombro. -Novelas americanas -repuso
Lord Henry, sirviéndose un trozo de codorniz. La duquesa pareció desconcertada.
-No le haga usted caso, querida -murmuró Lady Agatha -. Nunca sabe lo que dice.
-Cuando América fue civilizada... -dijo el miembro radical; y comenzó una
fastidiosa disertación. Como todos los que tratan de agotar un tema, acababa
siempre por agotar a sus oyentes. La duquesa suspiró y ejerció su privilegio de
interrupción. - ¡Ojalá no lo hubiera sido nunca! -exclamó -. Realmente,
nuestras hijas, hoy, tienen poca suerte. Es una injusticia. -Quizá, después de
todo, no haya sido civilizada América -dijo Mr. Erskine -. Yo, por mi parte,
diría que no ha sido más que descubierta. - ¡Oh!, aquí hemos visto algunas
muestras femeninas de sus habitantes -respondió vagamente la duquesa -. Y
preciso es confesar que la mayor parte de ellas son preciosas. Y se visten
divinamente. Encargan todos sus trajes a París. Ya quisiera yo poder hacer lo
mismo. -Dicen que cuando los americanos buenos se mueren van a París -dijo,
riendo entre dientes Sir Thomas, que tenía un guardarropa bien surtido de
desechos de ingenio. - ¿De verdad? Y los americanos malos, ¿adónde van? -Se
quedan en América -murmuró Lord Harry. Sir Thomas frunció en cedo. -Temo que su
sobrino esté prevenido en contra de ese gran país - dijo a Lady Agatha -. Yo lo
he recorrido todo en trenes especiales y les aseguro a ustedes que esa visita
es una enseñanza. - ¿Entonces va a ser preciso que veamos Chicago para acabar
nuestra educación? -preguntó Mr. Erskine, lastimeramente -. Yo no me siento con
ánimos para el viaje. Sir Thomas levantó la mano. -Mr. Erskine de Treadley
tiene el mundo en sus estanterías. Nosotros, los hombres prácticos, necesitamos
ver las cosas, en lugar de leer lo que dicen de ellas. Los americanos son un
pueblo en extremo interesante. Pueblo de razón, si los hay. Creo que es su
característica esencial. Sí, Mr. Erskine, un pueblo con sentido común. Le
aseguro a usted que allí no se andan con sensiblerías. - ¡Qué horror! -exclamó
Lord Henry -. La fuerza bruta, todavía se concibe; pero la razón bruta es
completamente intolerable. Hay en el uso de ella algo bestial, algo que queda
siempre por debajo de la inteligencia. -No comprendo lo que quiere usted decir
-repuso Sir Thomas, enrojeciendo.
-Yo, sí, Lord Henry -murmuró Mr.
Erskine, con una sonrisa. -Las paradojas están bien como pasatiempo -añadió sir
Thomas - ; pero..: - ¿Era una paradoja? -preguntó Mr. Erskine -. No lo creo...
Sí; es posible que lo fuera. Al fin y al cabo, el camino de la paradoja es el
camino de la verdad. Para conocer la realidad es preciso verla en la cuerda
floja. Hasta que las verdades no se hacen acróbatas no podemos juzgarlas. -
¡Santo Dios! -exclamó Lady Agatha -. ¡Qué cosas dicen ustedes los hombres!
Estoy segura de que jamás podré entenderlas. ¡Ah, Harry! Estoy enfadadísima
contigo. ¿Por qué has convencido a nuestro encantador Mr. Dorian Gray de que
renuncie a mis sociedades obreras? Te aseguro que nos hubiera sido
inapreciable, y que habría tenido un gran éxito tocando el piano. -Quiero que
toque para mí solo -contestó Lord Henry, sonriendo; y, mirando al extremo de la
mesa, recogió la respuesta de una mirada brillante. - ¡Pero hay tantos
desgraciados en Whitechapel!-replicó Lady Agatha. -Puedo simpatizar con todo,
menos con el sufrimiento -dijo Lord Henry, encogiéndose de hombros -. Con esto
no me es posible simpatizar. Es demasiado feo, demasiado horrible, demasiado
deprimente. Hay algo agudamente enfermizo en esta simpatía moderna por el
dolor. Deberíamos simpatizar con el color, la belleza, la alegría de la vida.
Mientras menos se hable de las miserias de ésta, mejor. -Sin embargo, el
problema de las clases pobres es un problema de suma importancia -hizo observar
Sir Thomas, con una grave inclinación de cabeza. - ¡Ya lo creo! -contestó Lord
Henry -. Es el problema de la esclavitud, y tratamos de resolverlo divirtiendo
a los esclavos. El político le miró entornando los ojos. -Entonces, ¿qué
cambios propone usted, qué medidas? Lord Henry se echó a reír. - ¡Oh! Yo no
deseo cambiar nada en Inglaterra, como no sea la temperatura -contestó -. A mí
me basta y me sobra con la contemplación filosófica. Pero, como el siglo XIX ha
hecho bancarrota a causa de su prodigalidad de sentimentalismo, me limitaría a
proponer que recurriésemos a la ciencia para volvernos al buen camino. La
ventaja de las emociones es que nos descarrían, y la ventaja de la ciencia es
no ser emocionante. - ¡Pero tenemos responsabilidades tan graves! -se aventuró
a decir Mrs. Vandeleur. - ¡Terriblemente graves! -hizo eco Lady Agatha. Lord
Henry dirigió una mirada a Mr. Erskine. -La humanidad se toma demasiado en
serio. Es el pecado original del mundo. Si el hombre de las cavernas hubiera
sabido reír, la historia sería otra. -Es muy consolador eso que usted dice
-susurró la duquesa -. Antes, siempre que venía a ver a su querida tía, casi me
sentía culpable del poco interés que me inspiraban esas clases pobres. Desde
ahora me atreveré a mirarla cara a cara, sin sonrojarme. -El sonrojarse sienta
muy bien, duquesa -observó Lord Henry. -Cuando se es joven -contestó ella -.
Pero cuando una vieja como yo se sonroja, mal síntoma. ¡Ay, Lord Henry! Dígame
usted qué debo hacer para volver a ser joven. Lord Henry quedó pensativo un
instante. - ¿Podría usted recordar algún gran pecado de sus primeros años,
duquesa? -preguntó, mirándola por encima de la mesa. - ¡Ay, temo que una
porción! -exclamó la duquesa. -Pues vuelva usted a cometerlos -dijo él
gravemente -. Para recobrar la juventud no tiene uno más que repetir sus
locuras. - ¡Deliciosa teoría! -gritó la duquesa -. ¡Tengo que ponerla en
práctica! - ¡Peligrosa teoría! -dictaminaron los labios sumido de Sir Thomas.
-Lady Agatha meneó la cabeza; pero no pudo abstenerse de sonreír. Mr. Erskine
escuchaba. -Sí -continuó Lord Henry -; éste es uno de los grandes secretos de
la vida. Hoy, la mayor parte de las personas mueren de un sentido común a ras
de tierra, y descubren, cuando ya es demasiado tarde, que lo único que se echa
de menos son los propios errores. Una risa general corrió por toda la mesa.
Lord Henry jugó con la idea, obstinándose en ella; la arrojaba al tire,
transformándola; la dejaba escapar, para capturarla de nuevo; la irisaba de
fantasía y le daba alas de paradoja. El elogio de la locura se elevó hasta la
filosofía, y la filosofía misma fue rejuvenecida, y hurtando la música
caprichosa del placer, con la túnica maculada de vino y coronada de hiedra,
danzó como una bacante sobre las colinas de la vida, haciendo burla de la
sobriedad del tardo Sileno. Los hechos huían ante ella como asustadas criaturas
de la selva. Sus blancos pies hollaban el enorme lagar a cuya orilla el sabio
Omar está sentado, hasta que el hirviente zumo de la uva inundó sus miembros
desnudos con sus olas de purpúreas burbujas, desbordando en roja espuma por los
flancos negros, rezumantes y viscosos de la cuba. Fue una improvisación
extraordinaria. Sentía los ojos de Dorian Gray fijos en él, y la conciencia de
que entre su auditorio se encontraba un ser cuyo espíritu quería fascinar,
parecía aguzar su ingenio y policromar su imaginación. Estuvo brillante,
fantástico, inspirado. Hizo caer en éxtasis a sus oyentes, que siguieron
risueños tras su flauta. Dorian no separaba de él los ojos. Como bajo la
influencia de un hechizo, las sonrisas se sucedían en sus labios y la sorpresa
se hacía más grave en sus ojos sombríos. AI fin, con la librea de la época,
entró en el salón la realidad, en forma de lacayo, para anunciara la duquesa
que su coche estaba aguardándola. - ¡Qué fastidio! -exclamó la duquesa,
retorciéndose las manos con una desesperación cómica-. Tengo que ira recoger a
mi marido al círculo, para llevarle a no sé qué absurda reunión en WiIlis's
Rooms, que tiene que presidir. Si me retraso, va a ponerse furioso, y con este
sombrero no puedo tener una escena. la demasiado frágil. Una palabra dura
acabaría con él. Sí; no tengo más remedio que irme, querida Agatha. Adiós, Lord
Henry; ha estado usted delicioso y terriblemente inmoral. Temo no saber qué
pensar de sus ideas. Tiene usted que venir a cenar con nosotros cualquier noche
de éstas. ¿El martes, por ejemplo? ¿No tiene usted ningún compromiso para el
martes? -Por usted faltaría a todos, duquesa -dijo Lord Henry, inclinándose. -
¡Ah! Muy bien. Es decir, muy bien y muy mal -exclamó la duquesa -. Bueno, no se
olvide usted. Y salió apresuradamente del salón, seguida por Lady Agatha y las
demás señoras. Cuando Lord Henry hubo tomado asiento de nuevo, Mr. Erskine,
bordeando la mesa, fue a sentarse junto a él. -Siempre está usted hablando de
libros -dijo, poniéndole la mano en el brazo -. ¿Por qué no escribe usted uno?
-Tengo demasiada afición a leerlos para pensar en escribirlos, Mr. Erskine. Sí,
ciertamente, me gustaría escribir una novela; una novela que fuese tan hermosa
como un tapiz persa, y tan irreal. Pero en Inglaterra no hay público más que
para los periódicos, los devocionarios y las enciclopedias. De todos los pueblos
de la tierra, el inglés es el que tiene menos sentido de la belleza literaria.
-Es posible que tenga usted razón -contestó Mr. Erskine -. Yo también tuve
ambiciones literarias; pero hace tiempo que renuncié a ellas. Y ahora, mi
querido y joven amigo, si me permite usted llamarle así, ¿puedo preguntarle si
realmente piensa usted todo lo que nos ha dicho mientras comíamos? -He olvidado
en absoluto lo que dije -sonrió Lord Henry -. ¿Tan inmoral era? -Inmoralísimo.
Le considero a usted sumamente peligroso, y si sucediera algo a nuestra buena
duquesa, todos le tendríamos a usted por el verdadero responsable. Pero me
agradaría hablar con usted de cosas de la vida. La generación en que yo nací
era extraordinariamente aburrida. Cualquier día, que esté usted cansado de
Londres, venga a Treadley a exponerme su filosofía del placer ante un admirable
borgoña que tengo la fortuna de conservar. -Iré encantado. Una visita a
Treadley es todo un privilegio. Un huésped perfecto y una perfecta biblioteca.
-Usted completará el conjunto -contestó el anciano gentilhombre, con un saludo
cortés -. Ahora, preciso es que me despida de su excelente tía. Me esperan en
el Ateneo. Es nuestra hora de dormir. - ¿Todos, Mr. Erskine? -Cuarenta de
nosotros, en cuarenta sillones. Estamos trabajando para fundar una Real
Academia Inglesa. Lord Henry sonrió, levantándose. -Yo me voy al Parque -dijo
en voz alta. Al salir, Dorian Gray le tocó el brazo. -Déjeme usted que le
acompañe -murmuró. -Pero, ¿no había usted prometido a Basil ir a verle? -preguntó
Lord Henry. -Preferiría ir con usted. Sí, comprendo que es preciso que vaya con
usted. Déjeme que le acompañe. Y prométame hablar todo el tiempo. Nadie habla
tan prodigiosamente como usted. - ¡Ah!, ya he hablado hoy bastante -dijo Lord
Henry, sonriendo -. Todo lo que deseo ahora es mirar pasar la vida. Venga usted
conmigo y mírela pasar también, si le interesa.
CAPÍTULO IV
Un mes
después, encontrábase Dorian Gray una tarde recostado en un mullido sillón, en
la pequeña biblioteca de la casa de Lord Henry en Mayfair. Habitación exquisita
en su género, con su zócalo alto de roble ahumado, friso de color crema y techo
con molduras de estuco, y la alfombra de fieltro color ladrillo, sembrada de
sedosos tapices de Persia de largos flecos. Sobre una preciosa mesita de palo
áloe se levantaba una estatuilla de Clodion, y junto a ella un ejemplar de Les
Cent Nouvelles , encuadernado para Margarita de Valois por Clovis Eve , y
salpicado de aquellas margaritas de oro que la reina eligiera para divisa suya.
Unos cuanto tibores de porcelana azul y algunos abigarrados tulipanes adornaban
la chimenea. A través de los vidrios emplomados de la ventana entraba la luz
color de albérchigo de un día de estío londinense. Lord Henry aún no había
vuelto. Siempre llegaba tarde, por principio, declarando que la puntualidad es
el ladrón del tiempo. No era, pues, extraño que Dorian pareciese bastante
aburrido, mientras con dedos distraídos hojeaba una edición minuciosamente
ilustrada de Manon Lescaut que había encontrado en uno de los estantes. El
tic-tac acompasado y monótono del reloj Luis XIV le enervaba. Una o dos veces
había estado ya a punto de irse. Al fin oyó pacos fuera, y abrióse la puerta. -
¡Qué horas de venir, Harry! -murmuró. -Temo que no sea Harry, Mr. Gray -contestó
una voz aguda. Volviéndose vivamente, Dorian se puso en pie. -Perdón. Creí...
-Creyó usted que era mi marido. No es más que su mujer. Tiene usted que
permitir que me presente a mí misma. Yo te conozco a usted perfectamente por
sus fotografías. Creo que mi marido tiene unas diecisiete. - ¡No, diecisiete
no, Lady Henry! -Bueno, pues serán dieciocho. Además, le vía usted la otra
noche con él en la Opera. Reía nerviosamente al hablar, mirándole con sus ojos
vagos de miosotis. Era una mujer singular, cuyos trajes parecían siempre
ideados en un acceso de rabia y puestos en una tempestad. Siempre estaba
enamorada de alguien y, como nunca era correspondida, había conservado todas
sus ilusiones. Trataba de parecer pintoresca, y no conseguía más que ser
desaliñada. Se llamaba Victoria y tenía la invencible manía de ir a la iglesia.
-Fue en Lohengrin , Lady Henry, no? -Sí; fue en ese querido Lohengrin . Me
gusta la música de Wagner más que ninguna. Mete tanto ruido, que se puede estar
hablando todo el tiempo sin que nadie se entere. Eso es una gran ventaja; ¿no
cree usted lo mismo, Mr. Gray? La misma risa nerviosa y entrecortada brotó de
sus Labios finos, mientras sus dedos empezaban a jugar con una larga plegadera
de concha. Dorian sonrió, sacudiendo la
cabeza. -Siento no ser de esa opinión, Lady Henry. Yo, cuando oigo música,
nunca hablo. Por lo menos, cuando oigo buena música. Claro está que, si es
mala, es un deber anegarla en la conversación. - ¡Ah!, esa idea me parece que
es de Harry, ¿no es cierto, Mr. Gray? Siempre me entero de las ideas de Harry
por sus amigos. Es el único medio que tengo de conocerlas. Pero no vaya usted a
figurarse que a mí no me gusta la buena música. La adoro, pero me da miedo. Me
vuelve demasiado romántica. He tenido una verdadera pasión por los pianistas.
En ocasiones por dos a la vez, al decir de Harry. No sé qué es lo que tienen.
Quizá el ser extranjeros. Todos los son, ¿verdad? Hasta los que han nacido en
Inglaterra se vuelven extranjeros al poco tiempo, ¿no es cierto? ¡Qué inteligentes!,
¿eh? Además, es un homenaje al arte. Así
acaban de hacerlo cosmopolita, ¿verdad? Usted nunca ha venido a mis reuniones,
¿no es cierto, Mr. Gray? Tiene usted que venir. Yo no puedo permitirme el lujo
de tener orquídeas; pero no reparo en gastos tratándose de extranjeros.
¡Adornan tanto los salones! Pero, ¡aquí está Harry! Harry, venta a preguntarte
una cosa -ya no sé cuál -, y he encontrado aquí a Mr. Gray. Hemos tenido una
conversación muy interesante sobre música. Tenemos en absoluto las mismas
ideas. Aunque, no; me parece que nuestras ideas son completamente opuestas.
Pero ha estado divertidísimo. Me alegro mucho de haberle conocido. -Y yo
encantado, amor mío -dijo Lord Henry, arqueando sus cejas negras y contemplando
a ambos con sonrisa jovial -. Desolado de la tardanza, Dorian. Fui en busca de
una pieza de brocado antiguo a la calle de Wardour, y he tenido que regatear
hora tras hora. Hoy, la gente sabe el precio de todo y el valor de nada. -Tengo
que irme -exclamó Lady Henry, rompiendo un silencio embarazoso con su risa
intempestiva -. He prometido ala duquesa ir de paseo con ella. Adiós, Mr. Gray.
Adiós, Henry. ¿Cenarás fuera, supongo? Yo también. Quizá nos veamos en casa de
Lady Thornbury. -Así lo espero, querida -dijo Lord Henry, cerrando la puerta
tras ella, que, semejante a un ave del paraíso que hubiera pasado toda la noche
a la lluvia, escapó de la habitación dejando tras sí un tenue olor a
franchipán. Luego, encendió un cigarrillo y se dejó caer en el diván. -No te
cases nunca con una mujer de cabellos pajizos, Dorian - dijo después de unas
cuantas chupadas. - ¿Por qué, Harry? -Porque son demasiado sentimentales. -Pero
¿y si a mí me gusta la gente sentimental? -No te cases nunca, Dorian. Los
hombres se casan por fatiga; las mujeres, por curiosidad. Ambos sufren un
desengaño. -No creo que me case, Harry. Estoy demasiado enamorado. Es uno de
tus aforismos. Lo este poniendo en práctica, como hago con todo lo que dices. -
¿Y de quién estás enamorado? -preguntó Lord Harry, haciendo una pausa. -De una
actriz -dijo Dorian Gray, ruborizándose. Lord Henry se encogió de hombros. -
Debut un tanto vulgar. -No dirías eso si la vieses, Harry. - ¿Quién el? -Su
nombre es Sibyl Vane -Nunca la he oído nombrar. -Ni nadie. Pero algún día se
hablará de ella. Es genial. -Hijo mío, no hay mujer genial. Las mujeres son un
sexo decorativo. Jamás tienen nada que decir, pero lo dicen deliciosamente. La
mujer representa el triunfo de la materia sobre el espíritu, así como el hombre
representa el triunfo del espíritu sobre las costumbres. - ¿Cómo puedes decir
eso, Harry? -Es la pura verdad, querido Dorian. Precisamente ahora me ocupo de
analizar a las mujeres; de modo que estoy fuerte en la materia. Por otra parte,
el tema no es tan abstruso como yo creía. He llegado a la conclusión de que no
hay más que dos clases de mujeres: las desaliñadas y las que se pintan. Las
mujeres desaliñadas son utilísimas. Si quieres adquirir una reputación de
respetabilidad, no tienes más que invitarlas a cenar. Las otras son encantadoras.
Sin embargo, caen en un error. Se pintan para parecer jóvenes. Nuestras abuelas
se pintaban para hablar con ingenio. Rouge y esprit iban con frecuencia
aparejados. Todo esto ha concluido ya. Hoy, una mujer, mientras puede parecer
diez años más joven que su hija, se siente perfectamente satisfecha. Y en punto
a conversación, no hay más que cinco mujeres en todo Londres con las que valga
la pena de charlar; y, de esas cinco, dos no pueden ser admitidas en sociedad.
Pero continúa hablándome de ese genio. ¿Desde cuándo la conoces? - ¡Ah!, Harry,
tus teorías me asustan. -No hagas caso de ellas. ¿Desde cuándo la conoces?
-Desde hace unas tres semanas. - ¿Y dónde la has encontrado? -Voy a decírtelo;
pero confío en que no te reirás de mí. Después de todo, nunca me habría
ocurrido si no te hubiese conocido a ti. Tú me infundiste el deseo frenético de
conocer la vida en su totalidad. A raíz de nuestro encuentro, durante días y
días, un no sé qué desconocido parecía latir dentro de mis venas. Vagando por
el Parque, callejeando por Piccadilly, me fijaba en textos los que pasaban a mi
lado, preguntándome, con una curiosidad loca, cómo serían sus vidas. Algunos me
fascinaban. Otros me llenaban de terror. En el aire parecía flotar no sé qué
veneno delicioso. Me sentía ávido de sensaciones... Una noche, a eso de las
siete, decidí salir en busca de alguna aventura. Sentía como si este Londres
gris y monstruoso, con sus millones de habitantes, sus pecadores sórdidos y sus
espléndidos pecados, como tú dijiste una vez, tuviese para mí en reserva alguna
sorpresa. Imaginaba un sin fin de casas. Sólo la sensación del peligro me
procuraba ya una sensación de deleite. Recordaba texto lo que me dijiste
aquella noche maravillosa en qué cenamos juntos por vez primera, sobre la persecución
de la belleza, que es el verdadero secreto de la vida. No sé qué es lo que
esperaba, pero me dirigí hacia los barrios tajos, extraviándome al paco rato en
un laberinto de callejones infectos y plazuelas negruzcas, sin jardincillos.
Las ocho y media serían cuando acerté a pasar por delante de un absurdo
teatrucho, alumbrado profusamente con grandes mecheros de gas y cubierto de
carteles llamativos. Un repugnante judío, con el chaleco más sorprendente que
he visto en mi vida, estaba en pié a la entrada, fumando una tagarnina. Por
debajo del sombrero le asomaban unos rizos aceitosos, y un enorme diamante
fulguraba en la pechera de su camisa mugrienta. "¿ Un palco,
milord'?", dijo al verme, descubriéndose con un ademán magnífico de
servilismo. Había algo en él, Harry, que me hacía gracia. Era un verdadero
monstruo. Ya sé que te reirás de mí; pero el caso es que entré, después de
pagar una guinea por el proscenio. Todavía no he conseguido explicarme por qué
lo hice; y, no obstante, querido Harry, si no lo hubiese hecho, habría perdido
la más hermosa novela de mi vida. ¿Ves?, ya te estás riendo. Encuentro eso muy
feo. -No me río, Dorian; por lo menos, no me río de ti. Pero no deberías decir
la novela más hermosa de tu vida. Di, más bien, la primera novela de tu vida.
Tú siempre serás amado, y siempre estarás enamorado del amor. Una gran pasión
es el privilegio de la gente que no tiene nada que hacer. ES lo único para que
sirven las clases desocupadas de un país. Puedes estar tranquilo. Te esperan
una porción de goces exquisitos. Esto no es más que el comienzo. - ¿Tan
superficial me crees? -exclamó Dorian Gray, resentido. -No, por lo mismo que te
creo profundo. - ¿Qué quieres decir, entonces? -Hijo mío, los que no aman más
que una vez en su vida son los verdaderamente superficiales. Lo qué llaman su
lealtad y su constancia, yo lo llamo el letargo de la costumbre o su falta de
imaginación. La fidelidad es a la vida sentimental lo que la consecuencia en
las ideas es a la vida intelectual: simplemente una confesión de impotencia.
¡La fidelidad! Algún día la analizaré. La pasión del propietario se esconde en
ella. ¡Cuántas cosas arrojaríamos si no temiésemos que otros pudieran
recogerlas! Pero no quiero interrumpirte. Continúa tu historia. -Bueno; pues me
encontré sentado en un horroroso palquito interior, frente a un telón corrido,
vulgarísimo. Me dediqué a examinar la sala. Era un verdadero horror, con un
decorado de lo más charro, todos cupidos y cornucopias, como una tarta de bodas
de tercer orden. En la galería y en el patio había bastante gente; pero las dos
tilas de butacas mugrientas estaban totalmente vacías, y apenas había un alma
en lo que supongo llamarían butacas de balcón. Por en medio del público
circulaban vendedoras de naranjas y cerveza de jengibre, y se hacía un consumo
de nueces fenomenal. -Nada; como en los días gloriosos de¡ drama inglés. -Por
completo, supongo. Y te aseguro que era un espectáculo poco grato. Empezaba ya
a preguntarme qué resolución tomar, cuando me fijé en el programa: ¿Qué obra crees
que daban, Harry? -Supongo que El niño idiota, o Mudo, pero inocente . Nuestros
padres eran bastante aficionados a este género de obras. A medida que vivo,
Dorian, comprendo más agudamente que lo que satisfacía a nuestros padres no
puede ya satisfacernos a nosotros. En arte, como en política, les grand- péres
ont toryours tort. -La obra también podía satisfacernos a nosotros, Harry. Era
Romeo y Julieta . Debo confesar que la idea de ver representar Shakespeare en
un chamizo semejante no me hacía mucha gracia. Sin embargo, en cierto modo, me
sentí intrigado. Por si acaso, decidí aguardar al primer acto. Había una
endiablada orquesta, dirigida por un joven hebreo que tocaba un piano
desvencijado, y que estuvo a punto de ponerme en fuga; pero, al fin, se levantó
el telón y empezó la obra. Romeo era un galán corpulento y entrado en años, de
cejas tiznadas con corcho quemado, una voz catarrosa de tragedia y el aspecto
general de un tonel de cerveza. Mercutio era por el estilo de malo: uno de esos
cómicos de baja estofa que meten morcillas y están en los mejores términos con
la galería. Ambos eran tan grotescos como el decorado, y parecían recién
salidos de una barraca de feria. ¡Pero Julieta, en cambio! Imagínate, Harry,
una muchacha de apenas diecisiete años, con una carita en flor, una cabecita
griega con rodetes trenzados de cabello castaño, ojos como pozos morados de
pasión, labios como pétalos de rosa. Era la cosa más bonita que había visto en
mi vida. Tú me dijiste una vez que lo patético te dejaba insensible, pero que
la belleza, la simple belleza, podía arrasarte los ojos en lágrimas. Pues bien,
Harry: te aseguro que las lágrimas empañaron de tal modo los míos, que apenas
podía verla. ¡Y su voz! Jamás he oído una voz semejante. Al principio era muy
queda, con notas profundas y melodiosas, que parecían caer una a una en el
oído. Luego se fue haciendo más alta, y sonaba como una flauta o un oboe
lejano. En la escena del jardín tuvo todo el éxtasis trémulo que se oye poco
antes del alba cuando los ruiseñores están cantando. Hubo momentos, poco
después, en que tuvo la pasión ardorosa del violín. Tú sabes lo que una voz
puede conmovernos. Tu voz y la de Sibyl Vane son dos cosas que jamás podré
olvidar. Cuando cierro los ojos, oigo ambas, y cada una dice algo distinto. No
sé a cuál seguir. ¿Por qué no voy a querer a Sibyl Vane? Sí, Harry, la quiero.
Es todo para mí en la vida. Noche tras noche voy a verla representar. Una noche
es Rosalinda, y a la siguiente es Imogenia. La he visto morir en las tinieblas
de una tumba italiana, libando el veneno de labios de su amante. He seguido sus
pasos por la selva de las Ardenas, disfrazada de mancebo, en jubón y calzas,
tocada con un lindo birrete. Ha estado loca, y ha ido a presencia de un rey
culpable, y le ha dado un manojo de ruda y otras hierbas amargas. Era inocente,
y las negras manas de los celos han estrujado su garganta, frágil como un
junco. Yola he visto en todas las épocas y en todos los trajes. Las mujeres
corrientes no excitan nuestra imaginación. Se ven limitadas a su propio siglo.
No hay hechizo ni encantamiento que las transfigure. Se conoce su alma tan
fácilmente como sus sombreros. Se puede penetrar en ellas de continuo. No hay
misterio alguno en ellas. Pasean en coche por el Parque de mañana, y cotorrean por
las tardes en los tés. Tienen sonrisas estereotipadas y van siempre a la moda.
Son vacías, completamente vacías y transparentes. ¡En cambio, una actriz! ¡Qué
diferencia de una actriz! Harry, ¿cómo no me has dicho nunca que las únicas
criaturas dignas de ser amadas son las actrices? -Pues porque he querido a un
porción de ellas, Dorian. - ¡Sí; mujeres horribles, con el pelo teñido y la
cara pintada! -No hables mal del pelo teñido y las caras pintadas. Aveces,
tienen un encanto extraordinario -dijo Lord Henry. -Siento ya haberte hablado
de Sibyl Vane. -No habrías podido dejar de hacerlo, Dorian. Toda la vida
tendrás ya que contarme cuanto hagas. -Sí, Harry, tal creo. No puedo dejar de
contártelo todo. Tienes sobre mí un extraño influjo. Si alguna vez cometiese un
crimen, ten por seguro que iría a confesártelo. Tú me comprenderías. -Los
hombres como tú, rayos de sol caprichosos de la vida, nunca cometen crímenes.
Pero no importa; de todas modos, te quedo muy agradecido por la gentileza. Y
ahora, dime (alcánzame las cerillas, sé buen chico; gracias): ¿en qué estado se
encuentran actualmente tus relaciones con Sibyl Vane? Dorian Gray se puso en
pie, con las mejillas cubiertas de rubor y los ojos ardiendo. - ¡Harry, Sibyl
Vane es sagrada! -Sólo las cosas sagradas valen la pena de ser conseguidas,
Dorian -dijo Lord Henry, con una extraña sombra de ternura en la voz -. Pero ¿a
qué molestarte? Supongo que algún día, tarde o temprano, será
tuya. Cuando se está enamorado, siempre comienza uno por engañarse a sí propio,
y siempre acaba por engañar a los demás. Esto es lo que el mundo llama una
novela. Bueno; supongo que, por lo menos, la conocerás. -Claro que la conozco.
La primera noche que fui al teatro, el horrible judío vino a rondar el palco,
al final de la representación, y me ofreció llevarme al escenario y presentarme
a ella. Yo me puse furioso, y le dije que Julieta había muerto hacía cientos de
años y que su cuerpo descansaba en una tumba de mármol en Verona. Comprendí,
por su mirada de estupefacción, que pensaba que yo había bebido demasiado
champagne, o algo por el estilo. -No me extraña. -Entonces me preguntó si yo
escribía en algún periódico. Le contesté que ni siquiera los leía, cosa que
pareció producirle una terrible decepción. Luego me confesó que todos los
críticos dramáticos se habían conjurado contra él, y que todos ellos eran
gentes venales que no querían más que ser comprados. -No me sorprendería que
tuviese razón. Pero, por otra parte, a juzgar por las apariencias, no deben ser
muy caros que digamos. -Sí; pero sin duda él creía que no estaban a su alcance-
dijo Dorian, riendo -. Mientras tanto, habían ido apagando las luces, y tuve
que marcharme. Quiso, entonces, hacerme probar unos cigarros, que me recomendó
con grandes elogios; pero decliné la invitación. A la noche siguiente, como
puedes suponer, volví al teatro. En cuanto me vio me hizo una profunda
reverencia, y me aseguró que yo era un generoso protector del arte. Es una
bestia completa, a pesar de su extraordinaria pasión por Shakespeare. Una vez
me dijo, con orgullo, que sus cinco bancarrotas se debían por completo al
Bardo, como él se empeña en llamarle. Sin duda considera esto como un título de
gloria. -Y lo es, mi querido Dorian; un gran titulo de gloria. La mayoría de
los que hacen bancarrota es por haber interesado demasiado dinero en la prosa
de la vida. Haberse arruinado por amor a la poesía, es un honor. Pero ¿cuándo
hablaste por primera vez con Miss Sibyl Vane? -La tercera noche. Había hecho de
Rosalinda. No pude contenerme. Le había arrojado unas flores a escena, y ella
me había mirado; o, por lo menos, se me figuró. El viejo judío insistió de tal
modo, tan decidido parecía a presentarme, que al fin consentí. Es extraña esta
falta mía de deseo por conocerla, ¿verdad? -No; no me parece. - ¿Y por qué, mi
querido Harry? -Otro día te lo explicaré. Ahora, continúa tu cuento de la
muchacha. - ¿De Sybil? ¡Oh, es tan tímida, tan candorosa! Hay en ella algo de
niña. Abrió los ojos de par en par, deliciosamente sorprendida, cuando le hablé
de su talento; parecía totalmente inconsciente de su arte. Los dos nos sentimos
un poco cortados. El judío estaba en pie a la puerta del polvoriento
saloncillo, hilvanando complicados discursos a cuenta nuestra, mientras
nosotros continuábamos mirándonos uno a otro como chiquillos. Como el judío se
empeñaba en llamarme milord, tuve que asegurar a Sibyl que no era lord ni mucho
menos. Ella me contestó con toda ingenuidad: "Más bien parece usted un
príncipe; el príncipe de los cuentos de hadas". - ¡Caramba, Dorian, sabes que Miss
Sibyl es experta en piropos! -No la has entendido, Harry. Ella me consideraba
simplemente como un personaje de una obra. ¿Qué sabe ella de la vida? Vive con
su madre, una vieja descolorida y mustia que representaba el papel de dama Capuleto,
la primera noche, vestida con una especie de peinador magenta, y que tiene un
aire de persona que ha venido a menos. -Conozco ese aire. Siempre me deprime
-murmuró Lord Henry, examinando sus sortijas. -El judío quiso contarme su
historia; pero le declaré que no me interesaba.
-Hiciste bien. Siempre hay algo
mezquino en las tragedias de los demás. -Sibyl es la única que me interesa.
¿Qué me importa su origen? Desde su cabecita hasta sus piecesitos, toda ella es
divina, absolutamente divina. Todas las noches voy a verla representar, y cada
noche es más maravillosa. - ¡Ah!, ésa es la razón, sin duda, de por qué ahora
no cenas nunca conmigo. Supuse que tendrías alguna aventura singular entre
manos. Y la tienes; pero no es completamente lo que yo esperaba.
- ¡Pero, querido Harry, si todos los
días comemos o cenamos juntos y he ido contigo a la ópera una porción de veces!
-exclamó Dorian, abriendo de par en par sus ojos azules. -Siempre llegas con un
retraso tremendo. -Sí, es cierto; pero no puedo dejar de ver a Sibyl, ni
siquiera en un solo acto. Tengo hambre de su presencia; y cuando pienso en el
alma maravillosa que se esconde en aquel cuerpecito de marfil, me siento lleno
de temor. - ¿Y esta noche, puedes cenar conmigo, Dorian? -Esta noche es
Imogenia -repuso, meneando la cabeza -. Y mañana será Julieta. - ¿Y cuándo es
Sibyl Vane? -Nunca. -Te felicito. - ¡Qué malo eres! Ella es todas las grandes
heroínas del mundo en una sola persona. Es más que un ser individual. Sí,
ríete; pero te aseguro que tiene genio. La quiero, y haré que ella me quiera.
Tú, que sabes todos los secretos de la vida, dime cómo conseguir que Sibyl Vine
me quiera. Tengo que dar celos a Romeo. Quiero que los amantes muertos de este
mundo oigan nuestra risa, y se entristezcan. Quiero que un soplo de nuestra
pasión vuelva la conciencia a sus cenizas y las despierte nuevamente al dolor.
¡Dios mío, cómo la adoro, Harry! Tascaba de un lado a otro por la habitación,
mientras hablaba. Dos rosetones de fiebre quemaban sus mejillas. Se sentía
terriblemente sobreexcitado. Lord Henry le contemplaba con un vago sentimiento
de placer. ¡Cuán diferente ahora de aquel muchacho tímido, asustadizo, que
había conocido en el estudio de Hallward! Su naturaleza se había desarrollado
como una planta, había florecido en llores de púrpura y de fuego. El alma había
rastreado fuera de su oculto retiro, y a su encuentro había venido el deseo. -
¿Y qué piensas hacer? -preguntó, al fin, Lord Henry. -Quiero que tú y Basil
vengáis una de estas noches a verla trabajar. No tengo el más mínimo temor del
resultado. Estoy seguro de que los das os daréis cuenta de su genio. Luego,
procederemos a arrancarla de las garras del judío. Ella tiene firmado un
contrato por tres años; es decir, dos años y ocho meses a contar desde ahora.
Claro que tendré que pagar algo. Cuando todo esté arreglado, la llevaré a un
buen teatro y la daré a conocer como es debido. Entonces enloquecerá al mundo
como me ha enloquecido a mí. - ¡Esto último, hijo mío, me parece bastante difícil!
-No, ella lo hará. No es arte sólo lo que tiene, el instinto supremo del arte,
sino también personalidad; y más de una vez te he oído decir que son las
personalidades, y no los principios, quienes mueven al mundo. -Bueno, ¿qué
noche vamos? -Espera. Hoy es martes. Vamos mañana. Mañana hace Julieta.
-Perfectamente. En el Bristol, a las ocho. Yo recogeré a Basil. -No, a las ocho
no, Harry, te lo ruego. A las seis y media. Es preciso que estemos allí antes
de levantarse el telón. Tenéis que verla en el primer acto, cuando se encuentra
con Ronco. - ¡A las seis y media! ¡Vaya una hora! Será como un pastel de carne
fría o la lectura de una novela inglesa. Pongamos a Lis siete. Nadie que se
estime come antes de las siete. ¿Verás tú mismo a Basil? ¿O quieres que le
escriba yo? - ¡Pobre Basil! Hace una semana que no le he visto. Realmente, no
está bien. Acaba de enviarme el retrato, con un marco estupendo, dibujado
especialmente por el; y, aunque estoy un poco celoso del cuadro, que ya tiene
un mes menos que yo, debo confesar que me entusiasmo. Quizás sería preferible
que le escribieses. No querría verle a solas. Me dice siempre cosas molestas.
Me da buenos consejos. Lord Henry sonrió. - ¡Qué afición tiene la gente a dar
aquello de que está más necesitada! Es lo que yo llamo el abismo de la
generosidad. - ¡Oh!, Basil es el mejor de los hombres, pero me parece un
poquitín filisteo. Desde que te conozco, Harry, he llegado a este
descubrimiento. -Hijo mío: Basil pone todo lo mejor de él en su obra. El
resultado es que no le quedan para la vida más que sus prejuicios, sus
principios y su sentido común. Los únicos artistas personalmente encantadores
que he conocido, son malos artistas. Los buenos, existen sólo en lo que hacen;
y, en consecuencia, carecen de todo interés como sujetos. Un gran poeta, un
verdadero gran poeta, es la menos poética de las criaturas. En cambio, los
poetas menores son absolutamente deliciosos. Mientras peores son sus rimas, más
pintorescos parecen ellos. El mero hecho de haber publicado un volumen de
sonetos de segunda mano, hace irresistible a un hombre. Vive la poesía que no
puede escribir. Los otros escriben la poesía que no se atreven a llevar a cabo.
-Es posible, Harry -dijo Dorian Gray, poniéndose esencia en el pañuelo, de un
panzudo frasco de tapón dorado que había sobre la mesa -. Así debe ser, cuando
tú lo dices. Y, ahora, me voy. Imogenia me aguarda. Note olvides mañana. Adiós.
Apenas hubo salido de la habitación, cerró Lord Henry sus párpados, y comenzó a
meditar. Ciertamente, pocos seres le habían interesado al punto que Dorian
Gray; y, sin embargo, la frenética adoración del mancebo por otra persona no le
causaba el menor sentimiento de molestia ni de celos. Al contrario, le
complacía. Hacía de él un estudio
más interesante. Siempre le habían
atraído los métodos de las ciencias naturales; pero los fines propios de estas
ciencias le habían parecido triviales y sin trascendencia. Así, él había
comenzado por hacer la vivisección de sí propio, y acabado por hacer la de los
demás. ¡La vida humana! Esta era la única cosa que le parecía digna de ser
investigada. En su comparación, todo el resto carecía de valor. Cierto que,
para examinar la vida en su extraño crisol de dolor y de alegría, no podía uno
ponerse la mascarilla de cristal del químico, ni impedir que los vapores
sulfurosos turbaran el cerebro y enturbiasen la imaginación con monstruosas
fantasías y sueños deformes. Había venenos tan sutiles, que para conocer sus
propiedades era preciso experimentarlos en sí mismo. Había enfermedades tan
extrañas, que era preciso pasar por ellas si se quería comprender su
naturaleza. Y, sin embargo, ¡qué magnífico premio el que se recibía! ¡Cuán
maravilloso se nos tornaba el mundo entero! Observar la lógica singular e
inflexible de las pasiones, y la vida emocional y policroma de la inteligencia;
ver dónde se encuentran y dónde se separan, en qué punto marchan al unísono y
en cuál se muestran desacordes... ¡qué deleite en todo ello! ¿Qué importa el
coste? Ningún precio es excesivo para pagar una sensación. Él sabía -y el
pensamiento trajo un destello de placer a sus ojos de ágata oscura- que ciertas
palabras suyas, palabras musicales, dichas musicalmente, eran las que habían
hecho que el alma de Dorian Gray se hubiese vuelto hacia aquella blanca
doncellita, inclinándose en adoración ante ella. En gran parte, el mancebo era
creación suya. Él lo había hecho prematuro. Esto ya era algo. La mayoría de las
personas esperan que la vida vaya
descubriéndoles por sí mismas sus secretos; pero a los menos, a los elegidos,
los misterios de la vida les son revelados antes de que el velo sea descorrido.
A veces, por efecto del arte, y principalmente del arte de la literatura, que
está en relación más inmediata con las pasiones y el entendimiento. Pero, de
vez en cuando, alguna personalidad compleja hacía las veces y asumía el oficio
del arte, siendo realmente, a su modo, una verdadera obra de arte, porque la
vida tenía también sus obras maestras, lo mismo que la poesía, la escultura o la
pintura. Sí; el mancebo era prematuro. En primavera, entrojaba ya su cosecha.
El pulso y la pasión de la juventud latían en él, pero ahora empezaba a cobrar
conciencia de sí mismo. Era un gozo el observarlo. Con su admirable rostro y su
alma admirable, era algo maravilloso. ¿Qué importaba el fin de todo aquello, ni
si estaba fatalmente destinado a tener un fin? Era como una de esas gráciles
figuras de comedia, cuyas alegrías parecen remotas de nosotros, pero cuyos
dolores suscitan nuestro sentido de la belleza, y cuyas heridas son como rosas
rojas. ¡Alma y cuerpo, cuerpo y alma! ¡Qué hondos misterios! También el alma
tenía su animalidad, y el cuerpo sus momentos de espiritualidad. Los sentidos
podían depurarse, y la inteligencia podía degradarse. ¿Quién podría decir dónde
cesa el impulso carnal, y dónde el impulso psíquico comienza? ¡Cuán vanas las
definiciones arbitrarias de los psicólogos! Y, sin embargo, ¡qué difícil
decidir entre las pretensiones de las diversas escuelas! ¿Era el alma una
sombra reclusa en la casa del pecado? ¿O bien estaba el cuerpo en el alma como
pensaba Giordano Bruno? La separación del espíritu y la materia era un
misterio, y misterio también la unión del espíritu con la materia. Preguntábase
si podríamos llegar alguna vez a hacer de la psicología una ciencia tan
absoluta, que los más mínimos resortes de la vida nos fuesen revelados. Hoy por
hoy, continuamente nos engañábamos respecto a nosotros mismos, y raramente
conseguíamos comprender a los demás. La experiencia no tenía valor ético
alguno. Era simplemente el nombre que dábamos a nuestros errores. Los
moralistas, por regla general, la han considerado como una especie de
advertencia, reclamando para ella cierta eficacia
moral en la formación del carácter, preconizándola como algo que nos enseña lo
que conviene seguir y nos muestra lo que es preciso evitar. Pero la experiencia
carecía de toda fuerza motriz. Como causa activa, era tan poca cosa como la
misma conciencia. Todo lo que realmente demostraba era que nuestro futuro sería
igual a nuestro pasado, y que el pecado que en otro tiempo cometimos con
repugnancia, volveríamos a cometerlo una porción de veces con satisfacción.
Para él no ofrecía duda que el método experimental era el único por medio del
cual se podía llegar a un análisis científico de las pasiones; y ciertamente
que Dorian Gray era un sujeto bien propicio, y que parecía prometer ricos y
fructuosos resultados. Su amor súbito y desmedido por Sibyl Vane era un
fenómeno psicológico de no poco interés. Desde luego que la curiosidad había
entrado por mucho en él, la curiosidad y el deseo de nuevas experiencias; pero,
sin embargo, no era una pasión simple, sino bien compleja. Lo que había en cita
del instinto puramente sensual de la pubertad, había sido transformado por el
trabajo de la imaginación, cambiado en algo que a él mismo le parecía extraño a
los sentidos, y, por esta razón, tanto más peligroso. Las pasiones sobre cuyo
origen nos engañamos, son las que nos tiranizan más duramente. Nuestros móviles
más endebles son aquellos de cuya naturaleza nos damos cuenta. Con frecuencia
ocurre que, cuando creemos hacer una experiencia sobre los demás, la estamos
haciendo sobre nosotras mismos. Continuaba Lord Henry meditando en estas cosas,
cuando, después de llamar a la puerta, entró su ayuda de cámara a recordarle
que ya era hora de vestirse para la cena. Poniéndose en pie, echó una mirada
hacia la calle. El ocaso inflamaba con un oro escarlata las ventanas altas de
las casas de enfrente. Los cristales centelleaban como placas de metal
candente. Encima, el ciclo era como una rosa mustia. Pensó en la llameante
juventud de su amigo, y en cómo acabaría todo aquello. Al volver a su casa, a
eso de las doce y media, vio sobre la mesa del vestíbulo un telegrama. Lo
abrió: era de Dorian Gray, para decirle que había dado palabra de casamiento a
Sibyl Vane.
CAPÍTULO V
- ¡Madre,
madre, qué feliz soy! -dijo la muchacha, escondiendo su cara en el regazo de la
vieja descolorida y marchita, que, sentada en el único sillón de la mugrienta
salita, volvía la espalda a la viva claridad que entraba por la ventana. - ¡Qué
feliz soy! -repitió -. ¡Y también usted tiene que ser feliz! Dando un respingo
en el sillón, puso la señora Vane sus manos blanqueadas al albayalde sobre la
cabeza de su hija, y exclamó: - ¡Feliz! Yo no soy feliz más que cuando te veo
trabajar, Sibyl. Y no debería pensar en otra cosa que en tu arte. Mr. Isaacs ha
sido muy bueno con nosotros, y le debemos dinero. - ¡Dinero! -gritó la
muchacha, levantando la cabeza con un mohín de disgusto -. ¿Y qué importa el
dinero? El amor vale más que el dinero. -Mister Isaacs nos ha adelantado
cincuenta libras pera pagar nuestras deudas y equipar decentemente a James; no
lo olvides, Sibyl. Cincuenta libras es una cantidad crecida. Mr. Isaacs ha estado
muy considerado. -No es un caballero, madre, y detesto la manera que tiene de
hablarme -dijo la muchacha, levantándose y yendo hacia la ventana. -Pues no sé
cómo íbamos a arreglárnoslas sin él -replicó la vieja quejumbrosamente.
Sacudiendo la cabeza echóse a reír Sibyl Vane.
-Ya no lo necesitamos para nada,
madre. El príncipe se ocupará de nosotras. Hizo una pausa. Una ola de rubor
corrió por sus venas, tiñendo sus mejillas. Un alentar anheloso entreabría las
pétalo trémulos de sus labios. Un vendaval de pasión sopló sobre ella agitando
los pliegues graciosos de su falda. -Le quiero -dijo simplemente. - ¡Locuela!
¡Locuela! -reconvino la vieja, acentuando grotescamente la palabra con un
ademán de sus dedos engarfiados, cubiertos de sortijas falsas. Rió de nuevo la
muchacha. Había en su voz la alegría de un pájaro enjaulado. Sus ojos recogían
la melodía, repitiéndola en resplandor; luego cerrábanse por un instante, como
para esconder su secreto. Cuando volvía a abrirlos, la bruma de un ensueño había
pasado por ellas. La cordura de labios secas continuaba hablándole desde un
raído sillón, sugiriendo máximas de prudencia, tomadas de ese libro de
cobardía, cuyo autor remeda el nombre de sentido común. Pero ella no escuchaba.
Sentíase libre en su cárcel de pasión. Su príncipe, el príncipe de los cuentos
de hadas, estaba con ella. Ella había acudido a
la memoria para fingir su presencia.
En busca suya envió su alma, y ésta le había traído consigo. De nuevo, el beso
de él quemaba sus labios, y su aliento caldeaba sus párpados. Entonces la
cordura cambió de rumbo y habló de indagación y espionaje. Quizá aquel joven
era rico. En ese caso, podía pensarse en el matrimonio. Estrellábanse contra la
concha de los oídos de ella las olas de la malicia humana. Silbaban en torno
suyo los dardos de la astucia. Veía moverse los secos labios y sonreía. De
pronto sintió la necesidad de hablar. Aquel vacío de palabras la turbaba. -
¡Madre, madre! -exclamó -. ¿Por qué me quiere él tanto? Yo sí sé por qué le quiero.
Le quiero porque es como debe ser el mismo amor. Pero él, ¿qué es lo que ve en
mí? Yo no soy digna de él y, sin embargo, no sé por qué, aunque me siento tan
por debajo de él, no me siento humilde. Al contrario, me siento llena de
orgullo. Madre, ¿quiso usted a mi padre tanto como yo quiero al príncipe?
Palideció la vieja bajo la espesa capa de polvos ordinarios que enjalbegaban
sus mejillas, y crispáronse sus labios en un espasmo de dolor. Sibyl corrió
hacia ella, echándole los brazos al cuello y besándola. -Perdón, mamá. Sé lo
que la hace sufrir a usted el recuerdo de padre. Y eso, precisamente, demuestra
cuánto le quería usted. No se ponga usted triste. Me siento hoy tan feliz como
hace veinte años lo era usted. ¡Ay, ojalá pueda serlo siempre! -Hija mía: eres
demasiado joven para pensar enamores. Además, ¿qué sabes tú de ese joven? Ni
siquiera su nombre. Nada de esto tiene pies ni cabeza; y la verdad es que,
precisamente en el momento en que James se marcha a Australia y tengo tantas
cosas en qué pensar, podías haber tenido un poco de consideración. Sin embargo,
como ya dije, si ese joven es rico... - ¡Ah, madre, madre, déjeme usted ser
feliz! Miróla tiernamente la señora Vane, y con una de esas falsas actitudes
melodramáticas, que con tanta frecuencia llegan a constituir una segunda
naturaleza en la gente de teatro, la estrechó entre sus brazos. En ese momento
abrióse la puerta, y un mozo, de pelo áspero y moreno, entró en el cuarto. Era
de tipo recio y cuadrado, torpe de movimientos, con pies y manos enormes, y sin
la finura y distinción de su hermana. Trabajo habría costado
adivinar el próximo parentesco que los unía; tan desemejantes eran. La señora
Vane clavó en él los ojos, y acentuó su sonrisa. Mentalmente, elevaba a su hijo
a la dignidad de público. Estaba segura de que el cuadro era conmovedor. -Bien
podías guardar alguno de esos besos para mí, Sibyl -dijo el mozo con un gruñido
afable. - ¡Pero si tú eres un oso y no te gustan los besos! -exclamó ella
corriendo a abrazarle. James Vane miró a su hermana con ternura. -Quisiera que
vinieses conmigo a dar una vuelta, Sibyl. Me parece que no volveré a ver este
condenado Londres, y a fe que no lo sentiré mucho. -No digas cosas tan tristes,
hijo mío -murmuró la señora Vane, suspirando; y recogiendo del suelo un traje
de escena de calores chillones, se puso a remendarlo. Le había producido una
ligera decepción que su hijo no se hubiese unido al grupo. Sin duda habría
acrecentado la fuerza teatral de la situación. - ¿Y por qué no, madre, si así
lo pienso? -Me haces sufrir, hijo mío. Espero que podrás volver de Australia
con una buena posición. Creo que en las colonias no se hace vida de sociedad de
ningún género; por lo menos, nada que pueda
conceptuarse como tal; así que, cuando hayas hecho fortuna, debes volver a
establecerte definitivamente en Londres. - ¡Vida de sociedad! -refunfuñó el
mozo -. ¿Y qué tengo yo que ver con eso? Si yo quiero hacer algún dinero es
para retirarlas a usted y a Sibyl del teatro. ¡Cómo lo aborrezco! - ¡Qué poco amable
eres, Jim! -dijo Sibyl, riendo -. ¿Pero es de veras que quieres dar una vuelta
conmigo? ¡Eso está bien! Temía que te fueras a despedir de algún amigote tuyo;
de Tom Hardy, que te regaló esa horrorosa pipa; o de Ned Langton, que te hace
burla cuando te ve fumar en ella. Es una delicadeza el dedicarme tu última
tarde. ¿Adónde quieres que vayamos? ¿Te parece que al Parque? -Voy demasiado
fachoso -repuso él, frunciendo el ceño -. Al Parque no va más que la gente
elegante. - ¡Qué tontería, Jim! -susurró ella, tomándole de un brazo. -Bueno
-dijo él, al fin, después de vacilar un momento -. Pero no tardes mucho en
vestirte. Echó ella a correr, bailando alegremente. Oyósela cantar escaleras
arriba, y pronto resonaron sus pisadas en el piso de encima. El dio dos o tres
vueltas por la habitación, sin despegar los labios. Al fin, se detuvo,
volviéndose hacia la figura inmóvil en el sillón. - ¿Están listas todas mis
cosas, madre? -preguntó -Todo está listo, James -contestó ella sin levantar los
ojos de su labor. Meses hacía que experimentaba cierto malestar cuando se
encontraba a solas con es te hijo suyo, tan serio y tan áspero. Todo su natural
frívolo y vano se turbaba al encontrar sus ojos. Preguntábase a menudo si
sospechaba algo. El silencio, pues de nuevo había caído él en su taciturnidad,
se le hizo intolerable. Empezó a lamentarse. Las mujeres se defienden atacando,
así como otras veces atacan con súbitas y extrañas sumisiones. -Espero que te
sentirás a gusto en tu vida de marino, James -dijo. No olvides que tú mismo
eres quien la ha elegido. Hubieras podido entrar en el estudio de un
procurador. Los procuradores son una clase muy considerada; y, en provincias,
las familias más principales les invitan a comer con mucha frecuencia. -Detesto
las oficinas, y detesto a los empleadas -contestó él -. Pero tiene usted razón.
Yo mismo he elegido la vida que más me convenía. Todo lo que le pido a usted es
que guarde bien a Sibyl. Que no le ocurra ninguna desgracia, madre. Guárdela
usted bien. - ¡Qué cosas dices, James! Claro que la guardaré bien. -Me han
dicho que hay un señor que va al teatro todas las noches, y habla en el
saloncillo con ella. ¿Es verdad eso? ¿Está eso bien, madre? -Estás hablando de
lo que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos acostumbradas a
recibir muchas atenciones. Yo misma, ¡cuántos ramos no he recibido en otro
tiempo! ¡Entonces sí que se apreciaba nuestro trabajo! Por lo que a Sibyl se
refiere, aún no sé si ha tomado la cosa enserio. Pero no cabe duda de que el
muchacho es todo un caballero. Siempre está muy atento conmigo. Además, todas
las apariencias son de que es rico, y las flores que envía son preciosas. -Sí;
pero todavía no sabe usted cómo se llama -dijo él agriamente. -Es cierto
-replicó la madre, con semblante plácido -. Todavía no ha revelado su verdadero
nombre. Me parece que debe ser muy romántico Probablemente pertenece a la
aristocracia. James Vane mordióse los labios. -Guarde usted bien a Sibyl, madre
-exclamó -; guárdela usted bien. -Hijo mío, me aflige tanta recomendación.
Sibyl está siempre a mi cuidado. Claro que, si ese: caballero fuese rico, no
habría razón para que dejase de contraer alianza con él. Yo creo que es de la
aristocracia. Tiene todas las apariencias. Sería un matrimonio brillantísimo
para Sibyl. Harían una pareja encantadora. El aspecto de él no puede ser mejor;
todo el mundo lo ha notado. Murmurando unas palabras entre dientes, el mozo
tamborileó un momento con sus dedos sobre el cristal de la ventana. Volvíase de
nuevo para decir algo, cuando se abrió la puerta y entró Sibyl corriendo. -
¡Qué serios estáis los dos! -exclamó -. ¿Qué ocurre? -Nada -contestó él -.
Alguna vez hay que estar serio. Adiós, madre; hasta luego. Comeré a las cinco.
Excepto las camisas, ya he empaquetado todo; así que no tiene usted que
molestarse. -Adiós, hijo -contestó la señora Vane, con un saludo de estudiada
majestad. Sentíase considerable mente vejada por el tono que había adoptado con
ella, y algo creyó ver en sus ojos que le había dado miedo. -Deme usted un
beso, madre -dijo la muchacha; y sus labios en flor se posaron sobre la mustia
mejilla, entibiando su hielo. - ¡Hija mía! ¡Hija mía! -exclamó la señora Vane,
mirando hacia el techo en busca de una galería imaginaria. - ¡Vamos, Sibyl!
-dijo el hermano, impaciente. Detestaba los efectismos y latiguillos de su
madre. Salieron al atardecer, encendido y ventoso, bajando por el lúgubre paseo
de Euston. Miraban los transeúntes con cierto asombro a aquel mocetón, tasco y
fornido, y un tanto astroso en efecto, en compañía de aquella muchachita tan
esbelta y distinguida. Parecía un jardinero
rústico paseando con una rosa. Fruncía
Jim el ceño, de cuando en cuando, al sorprender alguna de aquellas miradas
inquisitoriales. Experimentaba esa aversión a ser mirado que se apodera de los
hombres célebres al final de su vida, y que nunca abandona al vulgo. Pero Sibyl
no se daba la menor cuenta del efecto que producía. Su amor se hacía risa en
sus labios. Iba pensando en su príncipe, y, para poder pensar mejor, no hablaba
de él, sino del barco en que Jim iba a embarcarse, en el oro que seguramente
encontraría, en la maravillosa heredera cuya vida salvaría de manos de aquellos
condenados bushrangers de camisas rojas. Porque él no iba a ser siempre
marinero, o sobrecargo, o cualquier otra cosa por el estilo. ¡De ningún modo!
La vida de los marinos es horrible. ¡Estar encerrado en un barco, con las olas
roncas y encrespadas que intentan de continuo meterse dentro, y un viento del
infierno que derriba los mástiles y hace jirones las velas! No; él debía
abandonar el barco en Melbourne, después de despedirse cortésmente del capitán,
y enseguida marcharse a las minas de oro. No pasaría una semana sin que
encontrase una enorme pepita de oro puro, la pepita más grande que se hubiese
encontrado nunca, y que él conduciría hasta la costa en un carro custodiado por
seis policías a caballo. Los bushrangers les atacarían por tres veces, y serían
derrotados con pérdidas tremendas. O no; mejor sería que no fuese para nada a
las minas. Eran sitios muy malos, donde los hombres se emborrachaban, y se
mataban a tiros en las tabernas y decían palabrotas. Él debía ser ganadero, y
una tarde, al caer la noche, cabalgando hacia su caza, tropezaría con la rica
heredera, a quien un bandido habría raptado en un caballo negro. Y él les daría
caza, y la pondría en libertad. Ella, como es natural, se enamoraría de él, y
él de ella, y se casarían, y volverían entonces a Londres, donde vivirían en
una casa espléndida. Sí; le aguardaban muchas cosas extraordinarias. Pero él debía
ser muy bueno, y no echar a perder su salud ni gastar el dinero tontamente.
Ella no le llevaba más que un año; pero sabía mucho mejor que él lo que era la
vida. También debería escribirle en todos los correos, y rezar sus oraciones
todas las noches antes de dormirse. Dios era muy bueno, y velaría por él. Ella
también rezaría por él, y dentro de pocos años él volvería rico y feliz.
Escuchábala el mozo, cejijunto, sin contestar palabra dolorido en el fondo de
tener que abandonar su hogar. Y no era esto sólo lo que le tenía caviloso y
malhumorado. A pesar de su inexperiencia, presentía lo peligroso de la
situación de Sibyl. Ese petimetre que le hacía el amor podía ir con mal fin.
Era un señorito, y esto bastaba para que él le odiase, con ese singular instinto
de casta, de que él no podía darse cuenta, y que, por esto mismo, le dominaba
más imperiosamente. Conocía también la frivolidad y vanidad de su madre, y veía
en ello un inmenso peligro para Sibyl y su porvenir. Los hijos comienzan por
querer a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan; y a veces, hasta los
perdonan. ¡Su madre! Algo tenía él que preguntarle, algo que, desde hacía
meses, rumiaba en silencio. Una frase
casual oída en el teatro, una burla murmurada que había llegado a sus oídos una
noche en que esperaba a la puerta del escenario, le habían desatado un tropel
de horribles pensamientos. Se acordó de ello como de un latigazo que le hubiese
cruzado el rostro. Frunciéronse duramente sus cejas, y con un espasmo de
sufrimiento mordióse el labio inferior. -No me escuchas ni una palabra de lo
que digo, Jim -exclamó Sibyl -. Y eso que estoy haciendo los planes más
magníficos para tu porvenir. ¡Contesta algo! - ¿Y qué quieres que conteste?
-Pues que serás bueno, y no te olvidarás de nosotros -dijo ella, sonriéndole.
Encogióse él de hombros. -Más fácil es que tú me olvides que yo a ti, Sibyl. -
¿Qué quieres decir, Jim? -preguntó ella, poniéndose colorada. -Me han dicho que
tienes un amigo nuevo. ¿Quién es? ¿Por qué no me has hablado de él? Nada bueno
irá buscando. - ¡No sigas, Jim! -gritó ella -. No digas nada en contra suya.
¡Le quiero! - ¿Y ni siquiera sabes su nombre? -repuso el mozo -. ¿Quién es?
Tengo derecho a saberlo. -Se llama el Príncipe. ¿No te gusta el nombre? ¡Tonto!
No deberías olvidarlo. Si lo hubieses visto, dirías también que es el ser más
maravilloso del mundo. Ya lo conocerás; cuando vuelvas de Australia. Y le
querrás mucho. Todo el mundo le quiere, y yo... ¡Yo, le adoro! ¡Ojalá pudieses
venir al teatro esta noche! ¡Allí estará él, y yo haré Julieta! ¡Ah, cómo voy a
hacerlo! ¡Figúrate, Jim, estar enamorada y hacer Julieta! ¡Y tenerle a él
enfrente! ¡Trabajar para él solo! Tengo miedo de asustar al público; asustarlo
o subyugarlo, ¡quién sabe! Estar enamorado es sobrepujarse a sí mismo. El pobre
Mr. Isaacs va a proclamarme un "genio" a sus contertulios del bar. Ya
me ha preconizado como un dogma; esa noche me anunciará como una revelación,
estoy segura. Y todo esto es obra de él, sólo de él, de mi príncipe, de mi
maravilloso galán, de mi Dios de las mercedes. ¡Qué pobre soy a su lado!
¿Pobre? ¿Y qué importa? Cuando la miseria entra cautelosamente por la puerta,
el amor entra volando por la ventana. Hay que rehacer nuestros refranes. Fueron
hechos en invierno, y ahora estamos -en verano; para mí, en primavera: un
verdadero baile de flores en el azul del cielo... -Es un señorito -interrumpió
el hermano hoscamente. - ¡Un príncipe! -exclamó ella, musicalmente -. ¿Qué más
quieres? -Quiere hacer de ti una esclava. - ¡Sólo el pensamiento de ser libre
me estremece! - ¡Desconfía de él! -Verle es amarle; conocerle, es confiar en
él. - ¡Estás loca, Sibyl! Echóse ella a reír y se colgó de su brazo. -Querido
Jim, hablas como si tuvieras cien años. También tú me enamorarás algún día.
Entonces sabrás lo que es. No pongas esa cara enfurruñada. Deberías alegrarte
al pensar que, aunque te vas, me dejas más feliz que he sido nunca. La vida fue
muy dura con los dos, muy dura y muy difícil. Pero ahora cambiará. Tú te
marchas a un mundo nuevo, y yo he descubierto ya uno. Mira, aquí hay dos
sillas; sentémonos y miremos pasara la gente chic . Sentáronse en medio de un
grupo de mirones. Los macizos de tulipanes llameaban como palpitantes círculos
de fuego. Una nube de polvo blanco fluctuaba en el aire abrasado. Las
sombrillas de colores brillantes iban y avenían como gigantescas mariposas.
Sibyl hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas, de sus
proyectos. Hablaba él lentamente, con esfuerzo. Pasábanse uno a otro las
palabras como los jugadores se pasan las fichas. Sibyl se sentía oprimida. No
lograba comunicar su alegría. Una débil sonrisa, dilatando por un instante
aquellos labios adustos, fue todo lo que consiguió. Al poco rato quedó
silenciosa. De pronto, tuvo la visión fugacísima de unos cabellos dorados y
unos labios risueños, y Dorian Gray, con dos damas, pasó en un carruaje
abierto. De un salto se puso en pie, gritando: - ¡Ahí va, ahí! - ¿Quién?
-preguntó Jim Vane. - ¡El, el príncipe! -contestó ella, siguiendo el coche con
los ojos. Levantóse él bruscamente, cogiéndola con rudeza por el brazo. -
¡Enséñamelo! ¿Quién es? Señálamelo con el dedo. ¡Quiero conocerle! -exclamó.
Pero en ese momento el carruaje del duque de Berwick se interpuso, y cuando
hubo pasado, ya el coche de Dorian había salido del Parque.
-Se fue -murmuró Sibyl tristemente -.
Me habría gustado que lo vieses. -Yo también me habría alegrado; pues, tan fijo
hay un Dios en el cielo, que si te trae alguna desgracia le mataré. Miróle ella
aterrorizada. Repitió él sus palabras, que cortaban el aire como un puñal.
Comenzaba ya la gente a agolparse en torno suyo. Una señora, casi al lado de
ella, reía entre dientes. -Vamos, Jim, vamos -susurró Sibyl. Siguió él tras
ella, hendiendo la multitud, satisfecho de lo que había dicho. Al llegar a la
estatua de Aquiles, se volvió ella. Velase en sus ojos una compasión, que
pronto se tornó en risa en sus labios. Sacudió la cabeza. -Estás loco, Jim,
loco de remate. Un chico mal geniaso, eso es lo que eres. ¿Cómo se te pueden
ocurrir semejantes horrores? No sabes lo que dices. Eso no son más que celos y
mala intención. ¡Ah, ojalá te enamorases! El amor hace buena a la gente y le
quita esas ideas. -Tengo dieciséis años -contestó él -, y sé lo que me digo.
Madre no te sirve de nada. No sabe cómo debe cuidar de ti. ¡Ojalá no tuviese
que irme ahora a Australia! Note puedes figurar las ganas que me entran de
echarlo todo a rodar. Y de no haber firmado ya el contrato, ¡vaya si lo haría!
- ¡Oh, no te pongas tan serio, Jim! Pareces un héroe de esos absurdos
melodramas que tan aficionada era mamá a representar. No voy a reñir contigo.
¡Le he visto! Y verle es la felicidad absoluta. No riñamos. Sé que tú nunca
harás daño a nadie que yo quiera, ¿verdad? -Mientras lo quieras, no -contestó
él a regañadientes. - ¡Le querré siempre! -exclamó ella. - ¿Y él? - ¡También
siempre! -Es lo mejor que puede hacer. Soltóse ella vivamente. Luego, riendo,
volvió a colgarse de su brazo. ¡Qué niño era! Al llegar a Marble Arch tomaron
un ómnibus, que les dejó en la calle de Euston, cerca de su casa. Eran las
cinco pasadas, y Sibyl tenía que dormir un par de horas antes de ir al teatro.
Jim insistió para que así lo hiciera. Dijo que prefería despedirse de ella a
solas. Si su madre estaba presente, no dejaría de hacer una escena, y él
detestaba las escenas, fueran del género que fueran. En el mismo cuarto de
Sibyl se despidieron. Sentía el mozo henchido de celos el corazón, y un odio
vehemente y homicida contra aquel extranjero, que le parecía había venido a
interponerse entre ambos. Sin embargo, cuando los brazos de ella rodearon su
cuello, y sus dedos le acariciaron los cabellos enternecióse y la besó con
verdadero cariño. Mojados de Lágrimas tenía los ojos al bajar la escalera. Su
madre le esperaba abajo. Al entrar refunfuñó algo sobre su falta de
puntualidad. Sin contestar, Jim se sentó ala mesa. Revoloteaban las moscas
alrededor y caminaban sobre el sucio mantel. A través del estruendo de los
ómnibus y el rodar de los coches, seguía oyendo la voz zumbadora, devorando
cada uno de los minutos que le quedaban por vivir allí. Al cabo de unos
momentos, rechazó el plato y escondió la cabeza entre las manos. Parecíale que
tenía derecho a saber. Antes deberían habérselo dicho, si era lo que él
sospechaba. Llena de temor, su madre le observaba, mientras las palabras se
escapaban maquinalmente de sus labios y sus dedos retorcían un andrajoso
pañuelito de encaje. Al dar las seis en el reloj, levantóse y fue hacia la
puerta. Luego, volviéndose en redondo hacia ella, la miré fijamente. Sus ojos se
encontraron. Parecióle ver en los de ella una súplica desesperada. Aquello,
lejos de enternecerle, le irritó. -Madre, tengo algo que preguntar a usted
comenzó. Sin despegar los labios, la señora Vane paseó los ojos por la
habitación. -Dígame usted la verdad. Tengo derecho a saberla. ¿Estaba usted
casada con mi padre? La señora Vane exhaló un profundo suspiro. Fue un suspiro
de alivio. El terrible momento, el momento que noche y día, durante semanas y
meses, había temido, por fin había llegado; y, sin embargo, no sentía miedo. En
cierto modo hasta era una decepción para ella. La vulgaridad de la pregunta a
quemarropa requería también una
respuesta rotunda. La situación no
había sido traída gradualmente. Era cruda, sin el menor arte. Parecía un primer
ensayo. -No -contestó maravillándose de la simplicidad brutal de la vida. -
¡Entonces, mi padre era un canalla! -gritó el mozo, apretando los puños. Ella
sacudió la cabeza. -Yo sabía que él no era libre. ¡Pero nos queríamos tanto! De
haber vivido ya se habría ocupado de nosotros. No hables mal de él, hijo mío.
Era tu padre; y todo un caballero. Estaba muy bien emparentado. De labios del
mozo brotó una blasfemia. -No, si yo por mí, no me preocupo -añadió -; pero ¿y
Sibyl? Tenga usted mucho cuidado con ella... ¿No es también un caballero el que
le hace el amor? Por lo menos, así lo dice. Y supongo que también divinamente
emparentado. Por un momento, una horrible sensación de humillación se apoderó
de ella. Dejó caerla cabeza sobre el pecho; en jugóse los ojos con mano
trémula. -Sibyl tiene una madre -murmuró -. Yo no la tenía. Conmovióse el mozo.
Fue hacia ella, e inclinándose, la besó. -Siento haberla entristecido a usted
preguntándole por mi padre - dijo -; pero no pude contenerme. Ahora, tengo que
irme. Adiós. No olvide usted que ya no tendrá que cuidar más que de una hija; y
tenga usted la seguridad de que si ese hombre hace algún daño a mi hermana,
sabré quién es, seguiré su pista y lo mataré como a un perro. Lo juro. La
exagerada vehemencia de la amenaza, la gesticulación apasionada que la
acompañó, las palabras melodramáticas e insensatas, hicieron parecer más viva
la vida a los ojos de la madre. Ella estaba familiarizada con esa atmósfera.
Respiró más libremente, y por vez primera desde hacia meses, pudo admirar a su
hijo. Ella habría querido continuar la escena al mismo nivel emocional; pero él
cortó en seco. Había que bajar las maletas y atar las mantas. El mozo de la
casa de huéspedes no hacía más que entrar y salir. Hubo que ajustar el precio
con el cochero. El momento se perdió en detalles vulgares. Con un nuevo
sentimiento de decepción, la señora Vane agitó por la ventana el andrajoso
pañuelo de encaje, mientras el hijo se alejaba en el coche. Comprendía que
había perdido una magnífica ocasión. Se consoló diciendo a Sibyl lo desolada
que iba a ser su vida, ahora que ya no tendría que cuidar más que de una hija.
Recordaba la frase, que le había gustado; pero, de la amenaza, no dijo nada.
Había sido enérgica y dramáticamente exagerada. Día llegaría en que todos
juntos la recordasen riendo.
CAPÍTULO VI
- Imagino
que sabrás la noticia, ¿eh, Basil? -dijo Lord Henry aquella noche, cuando
entrarba Hallward en el reservado del Bristol, donde ya estaba dispuesta una
mesa con tres cubiertos. - No, Harry -repuso el artista, entregando el abrigo y
el sombrero al criado -. ¿De qué se trata? Espero que no será de polfiiea, ¿eh?
Ya sabes que. la política no me interesa. Difícilmente se encontraría una sola
persona en la Cámara de los Comunes digna de ser pintada; aunque a muchos de
ellos no les vendría mal un pequeño revoco. - Dorian Gray se casa -dijo Lord
Henry, mirándole fijamente. Estremecióse Hallward; luego, frunció el ceño. -
¿Que Dorian se casa? -exclamó -. ¡Imposible! -Absolutamente exacto. - ¿Con
quién? - Con una actriz de segundo orden, o algo por el estilo. - No puedo
creerlo. Dorian es lo bastante cuerdo. - Dorian es lo bastante cuerdo para no
hacer, de cuando en cuando, tonterías, querido Basil. - Pero el casarse no es
cosa que pueda hacerse de cuando en cuando, Harry. - Salvo en América -replicó
Lord Henry, lánguidamente -. Pero yo no he dicho que se haya casado, sino que
piensa casarse. Hay una gran diferencia. Yo me acuerdo perfectamente de estar
casado, pero no tengo la más pequeña reminiscencia de haber pensado nunca en
casarme. Como que me siento inclinado a creer que no pensé jamás en tal cosa. -
Pero piensa en el nacimiento de Dorian, en su posición, en su fortuna. Sería
absurdo que contrajese un matrimonio tan desigual. - Si quieres verle casarse
con esa muchacha, no tienes más que decirle eso, Basil. Puedes estar seguro de
que lo harfa sin vacilar. Cuando un hombre se decide a hacer una estupidez,
siempre es por los motivos más elevados. -Espero que, por lo menos, esa
muchacha será buena y honrada, Harry. No querría ver a Dorian ligado a una
mujerzuela, que pudiese degradar su naturaleza y arruinar su inteligencia. -
¡Oh!, es más que buena... es bonita -murmuró Lord Henry, apurando a sorbitos
una copa de vermouth y bitters -. Dorian dice que es bonita, y él no suele
equivocarse en estos juicios. Tu retrato ha madurado su criterio respecto al
físico de la gente. Ha producido, entre otros, ése excelente resultado. En fin,
esta noche le veremos, si es que no ha olvidado la cita. - ¿Hablas en serio? -Completamente,
Basil. Nunca he hablado más en serio. -Pero ¿es que tú apruebas eso, Basil?
-preguntó el pintor, paseando de arriba abajo por la habitación y mordiéndose
los labios -. No es posible que lo apruebes. Sería una locura. -Yo nunca
apruebo ni desapruebo nada. Es una actitud absurda en la vida. No hemos venido
al mundo para ventilar nuestros prejuicios morales. Yo nunca me entero de lo
que dicen los necios, ni me meto en lo que hacen los discretos. Si una persona
me atrae sea cual sea el modo de expresión que esa persona elija, siempre lo
encuentro de Dorian se enamora de una muchacha
preciosa, que representa Julieta, y decide casarse con ella. ¿Porqué no? Aunque
se casara con Mesalina, no por eso dejaría de ser menos interesante. Tú bien
sabes que yo no soy precisamente un campeón del matrimonio. El verdadero
inconveniente del matrimonio es que le hace a uno altruista. Y la
gente altruista es incolora. Carece de
personalidad. Sin embargo, hay ciertos caracteres a los que el matrimonio hace
más complejos. Conservan su egotismo, y añaden a él otros varios egos. Se ven
obligados a tener más de una vida. Adquieren una organización más elevada; cosa
que, a mi entender, es para el hombre el fin de la existencia. Además, toda
experiencia tiene su valor; y, dígase lo que se diga contra el matrimonio, siempre
es una experiencia. Espero que Dorian se casará con esa muchacha, la adorará
locamente seis meses, y luego, de pronto, se sentirá fascinado por cualquier
otra. Sería un estudio maravilloso. -No sientes ni una palabra de todo eso,
Harry; de sobra lo sabes. Si la vida de Dorian se frustrase, nadie lo
lamentaría más que tú. Eres mucho mejor de lo que pretendes. Lord Henry se echó
a reír. La razón de que todos seamos tan amigos de pensar bien de los demás, es
que todos tememos por nosotros mismos. La base del optimismo es simplemente el
miedo. Creemos ser generosos porque adornamos al prójimo con todas aquellas
virtudes que pueden beneficiarnos. Ensalzamos al banquero, a fin de poder
confiar en él, y encontramos buenas cualidades al salteador de caminos, en la
esperanza de que hará gracia a nuestro bolsillo. Pienso todo lo que he dicho.
Tengo el más profundo desprecio por el optimismo. En cuanto a lo de frustrar
una vida, sólo se frustra aquello cuyo desarrollo se estaciona. Si quieres
estropear un carácter, no tienes más que intentar rehacerlo. Respecto a ese
matrimonio, claro que sería estúpido, pero hay otros lazos más interesantes
entre el hombre y la mujer. Y yo no vacilaré en fomentarlos. Tienen, además, la
ventaja de estar de moda. Pero aquí viene Dorian en persona. Él te dirá más de
lo que yo pueda decirte. - ¡Querido Harry, querido Basil, tenéis que darme la
enhorabuena! -exclamó el joven, despojándose de su capa de soirée, y
estrechando la mano de ambos amigos -. Nunca he sido tan feliz. Claro que es
una felicidad súbita, como todas las cosas agradables. Y, sin embargo, me paree
como si fuera la única cosa que he buscado en mi vida.
La animación y la alegría le
sonrosaban el rostro, embelleciéndolo extraordinariamente. -Espero que serás
siempre muy feliz, Dorian -dijo Hallward -; pero no te perdono el que no me
hayas dicho nada de tu próximo casamiento. A Harry bien se lo has comunicado.
-Y yo no te perdono que hayas venido tan tarde a comer -interrumpió Lord Henry,
poniéndole la mano en el hombro y sonriendo -. Venid, sentémonos; veamos de lo
que es capaz el nuevo cocinero, y luego nos contarás todo al detalle. - ¡Oh!,
no hay mucho que contar -exclamó Dorian, mientras los tres tomaban asiento
alrededor de la mesa -. He aquí simplemente lo ocurrido: Anoche, cuando nos
separamos, Harry, fui a vestirme, comí en ese pequeño restaurant italiano de la
calle de Rupert, al que tú me llevaste una vez, y a las ocho me dirigí al
teatro. Sibyl representaba Rosalinda. Naturalmente, la mise en scéne era espantosa,
y el Orlando, absurdo. ¡Pero Sibyl! ¡Si la hubieses visto! Cuando entró vestida
de muchacho, estaba maravillosa. Llevaba un jubón de terciopelo negro, con
mangas canela, calzas de color pardo, un birrete verde con una pluma de halcón
prendida por un broche, y una capita de capucha forrada de rojo mate. Nunca me
había parecido tan deliciosa. Tenía toda la gracia delicada de esa figulina de
Tanagra que tienes en tu estudio, Basil. Sus cabellos se ensortijaban alrededor
de su rostro, como hojas oscuras en torno de una rosa pálida. En cuanto a su
trabajo... Bueno, ya la veréis esta noche. Ha nacido artista; simplemente.
Sentado en el palco mugriento, la miraba como hechizado. Olvidé que estaba en
Londres y en el siglo XIX. Me sentía lejos, con ella, en un bosque nunca
contemplado por ojos humanos. Al terminar la representación, pasé al escenario
y hablé con ella. Estando sentados, uno al lado del otro, vi de pronto pasar
por sus ojos una mirada que no había visto hasta entonces. Mis labios se
tendieron hacia ella. Nos besamos. No puedo describiros lo que experimenté en
aquel momento. Me pareció como si toda mi vida hubiese quedado reducida a un
instante de gozo perfecto. Ella temblaba de pies a cabeza, y oscilaba como un
blanco narciso. Luego, dejándose caer de rodillas, se puso a besar mis manos.
Comprendo que no debería contaros todo esto, pero no puedo menos. Naturalmente,
nuestras relaciones son un secreto absoluto. Ella, ni siquiera se lo ha dicho a
su madre. No sé lo que van a decir mis tutores. Lord Radley seguramente se
pondrá furioso. No me importa. Antes de un año seré mayor de edad, y podré
hacer lo que me plazca. ¿Verdad que he hecho bien, Basil, en ir á buscar mi
amor a la poesía y encontrar mi mujer en las obras de Shakespeare? Labios que
Shakespeare enseñó a hablar han susurrado en mi oído su secreto. He tenido,
alrededor de mi cuello, los brazos de Rosalinda, y he besado la boca de
Julieta. -Sí, Dorian, creo que has hecho bien -dijo Hallward en voz queda. -
¿La has visto hoy? -interrogó Lord Henry. Dorian Gray movió la cabeza
negativamente. -La dejé en la selva de las Ardenas; la encontraré en un huerto
de Verona. Lord Henry apuró su copa de champagne con aire pensativo. - ¿En qué
momento pronunciaste la palabra matrimonio, Dorian? ¿Y qué te contestó ella? ¿O
quizás lo has olvidado? -Querido Henry, yo no traté el asunto como si fuera un
negocio, ni hice ninguna proposición concreta. Le dije que la amaba, y ella me
contestó que no era digna de ser mi mujer. ¡Que no era digna! ¡Y el mundo
entero a su lado no es nada para mí! - ¡Qué maravillosamente prácticas son las
mujeres! -murmuró Lord Henry -. Mucho más prácticas que nosotros. En
situaciones semejantes, nosotros, a menudo, olvidamos hablar de matrimonio;
pero ellas se encargan siempre de recordárnoslo. Hallward le puso la mano en el
hombro. -Basta, Harry. Has disgustado a Dorian. Dorian no es como los demás. Él
nunca querrá hacer sufrir a nadie, Es demasiado bueno. Lord Henry miró a Dorian
por encima de la mesa. -Dorian no puede disgustarse conmigo -dijo -. Si yo le
hacía esa pregunta era con la mejor intención; la única, realmente, que excusa
todas las preguntas: la simple curiosidad. Mi teoría es que siempre son las
mujeres las que se declaran a nosotros, y no nosotros los que nos declaramos a ellas.
Excepto, como es natural, en la clase media. Pero la clase media no está nunca
a la orden del día. Echóse a reír. Dprian, sacudiendo la cabeza. -No tienes
arreglo, Henry; pero me tiene sin cuidado. No es posible enfadarse contigo.
Cuando veas a Sibyl Vane comprenderás que para hacerla sufrir se necesitaría
ser una fiera, una fiera sin corazón. No puedo comprender cómo hay quien sienta
deseos de deshonrar al ser amado. Y yo quiero a Sibyl Vane. Necesito colocarla
sobre un pedestal de oro, y ver cómo el mundo adora a la mujer que es mía. ¿Qué
es el matrimonio? Un voto irrevocable. Tú te burlas de ello. ¡Ah!, no te
burles. Un voto irrevocable es el que yo quiero pronunciar. Su confianza me
hace fiel; su fe me hace bueno. Cuando estoy con ella, deploro todo lo que me
has enseñado. Me siento distinto de lo que tú me has enseñado a ser, cambiado
por entero. Y el simple contacto de la mano de Sibyl Vane me hace olvidarte, a
ti y tus teorías falsas, fascinadoras, envenenadas y deliciosas. - ¿Y son...?
-interrogó Lord Henry, sirviéndose ensalada. - ¡Oh!, tus teorías sobre la vida,
el amor, el placer. En fin, todas tus teorías, Harry. -El placer es la única
cosa sobre la cual vale la pena de tener una teoría -replicó Lord Henry, con su
voz queda y melodiosa -. Pero temo no poder reivindicar la teoría como propia.
Pertenece a la Naturaleza, y no a mí. El placer es el testimonio de la
Naturaleza, su signo de aprobación. Cuando somos felices, siempre somos buenos;
pero cuando somos buenos, no siempre somos felices. - ¡Ah!, ¿pero qué entiendes
tú por bueno? -exclamó Basil Hallward. -Sí -repitió Dorian, recostándose en su
silla y mirando a Lord Henry por encima de los lirios morados que ocupaban el
centro de la mesa -; ¿qué entiendes por bueno, Harry? -Ser bueno es estar en
armonía consigo mismo -respondió Lord Henry, acariciando el pie frágil de su
copa con los dedos pálidos y afilados -. Ser malo es verse obligado a estar en
armonía con los demás. La vida propia: he ahí lo importante. En cuanto alas
vidas ajenas, si nos empeñamos en ser pedantes o puritanos, podemos desplegar
nuestras ideas morales sobre ellas; pero, en realidad, no son de incumbencia
nuestra. Además, el individualismo es el fin más alto. La moral moderna
consiste en ajustarse a la pauta de la época. Yo, por mi parte, considero que
ajustarse ala pauta de su época es para un hombre culto un acto de la más crasa
inmoralidad. -Pero, ¿no crees que a veces se paga terriblemente caro el vivir
sólo para uno mismo, Harry? -insinuó el pintor. -Sí; hoy nos cobran de más en
todo. A veces pienso que la verdadera tragedia de los pobres es no poder
proporcionarse más que la abnegación. Los pecados bellos, como las cosas
bellas, son privilegio de los ricos. -No siempre se paga en dinero... - ¿En qué
entonces, Basil? - ¡Qué sé yo! En remordimientos, en dolor, en... sí, en la
conciencia de la propia degradación. Lord Henry se encogió de hombros.
-Querido, el arte medieval es delicioso; pero las emociones medievales están
anticuadas. Claro que pueden usarse en literatura; pero es que precisamente las
únicas cosas que pueden usarse en literatura son las que ha dejado uno de usar
en la vida real. Créeme, ningún hombre civilizado lamenta nunca un placer, y
ninguno incivilizado llega jamás a saber lo que es un placer. -Yo sé lo que es
el placer -exclamó Dorian Gray -. Es adorar a alguien. -Cosa, ciertamente,
mejor que ser adorado -repuso Lord Henry, jugando con las frutas -. Ser adorado
es muy molesto. Las mujeres nos tratan lo mismo que la humanidad trata a sus
dioses. Nos adoran, pero se pasan la vida pidiéndonos que hagamos algo por
ellas. -Yo diría que, pídannos lo que nos pidan, antes nos lo han dado ellas a
nosotros -murmuró el mozo, gravemente -. Hicieron nacer en nuestra alma el
amor. Tienen derecho a reclamarlo. -Completamente exacto, Donan -profirió
Hallward. -No hay nada completamente exacto -dijo Lord Henry. -Esto lo es
-interrumpid Dorian -. Reconocerás, Harry, que las mujeres dan a los hombres el
oro mismo de su existencia. -Es posible -suspiró Lord Henry -; pero invariablemente
tratan de ganar algo en el cambio. Esta es la lástima. Las mujeres, como dijo
un francés de mucho ingenio, nos inspiran el deseo de hacer obras maestras, y
nos impiden siempre llevarlas a cabo. - ¡Eres un monstruo, Harry! No sé por qué
te tengo tanto afecto. -Siempre me lo tendrás, Dorian -replicó Lord Henry -.
¿Tomaréis café, verdad? ¡Mozo: café, coñac y cigarrillos! No; cigarrillos no;
todavía me quedan. Basil, no puedo consentirte que fumes un cigarro. Toma un
pitillo. El pitillo es el tipo perfecto de un placer perfecto. Es exquisito, y
le deja a uno insatisfecho. ¿Qué más se puede desear? Sí, Dorian, siempre me
tendrás afecto. Represento para ti todos los pecados que no has tenido el valor
de cometer. - ¡Qué tonterías dices, Harry! -exclamó el mancebo encendiendo un
cigarrillo en el dragón de plata vomitando fuego que acababa el mozo de colocar
en la mesa -. Vámonos al teatro. Cuando aparezca Sibyl en escena concebiréis un
nuevo ideal de vida. Será para vosotros algo que no habéis todavía conocido.
-Yo he conocido todo -dijo Lord Henry, con una mirada de cansancio -; pero
estoy pronto siempre a toda emoción nueva. Temo, sin embargo, que, para mí al
menos, no exista ya tal cosa. No obstante, tu maravillosa doncella puede
todavía conmoverme. Adoro el teatro. Es mucho más real que la vida Vamos,
Dorian, tú vendrás conmigo. Lo siento infinito, Basil, pero no hay sitio más
que paradas en mi brougham. Tú vendrás detrás en un hansom. Levantáronse y
pusiéronse los abrigos, tomando el café en pie. El pintor estaba silencioso y
preocupado. Sentíase entenebrecido. No podía aprobar aquel matrimonio, y, sin
embargo, le parecía preferible a otras muchas cosas que habrían podido suceder.
Al cabo de unos minutos bajaron todos. Hallward subió en un hansom, como se
había convenido, sin perder de vista las fulgurantes linternas del carricoche
de Lord Henry, que iba delante. Un extraño sentimiento de vacío se apoderó de
él. Comprendía que Dorian Gray no volvería a ser nunca para él todo lo que
había sido en el pasado. La vida se había interpuesto entre ambos... Sus ojos
se nublaron; las calles, concurridas y resplandecientes, se tornaron borrosas.
Al detenerse el coche a la puerta del teatro, le pareció haber envejecido unos
cuantos años.
CAPÍTULO VII
Por una u
otra razón, la sala estaba llena aquella noche, y el gordo empresario judío, al
que hallaron a la puerta, sonreía de oreja a oreja con una untuosa y temblona
sonrisa. Escoltóles hasta el palco con una especie de pomposa humildad,
sacudiendo sus manos adiposas y enjoyadas, y hablando a voz en cuello. Dorian
Gray lo encontró más abominable que nunca. Sentía como si, habiendo venido para
ver a Miranda, se hubiese tropezado con Caliban. Lord Henry, en cambio, casi lo
halló de su gusto. Por lo menos, así lo declaró, e insistió en estrecharle la
mano, asegurándole que se sentía orgulloso de encontrar a un hombre que había
descubierto a un artista realmente genial y hecho bancarrota por un poeta.
Hallward se distrajo en observar los rostros del patio. Hacía un calor sofocante,
y la enorme araña del centro fulguraba como una dalia monstruosa de amarillos
pétalos de fuego. Los mozos, en la galería, se habían despojado de chaquetas y
chalecos, colgándolos de la barandilla. Hablábanse de un lado a otro del
teatro, y compartían sus naranjas con las criaturas vestidas de colores
chillones que tenían al lado. Algunas mujeres reían en el patio. Sus voces eran
horriblemente agudas y discordantes. Del bar llegaba el taponazo de las
botellas descorchadas. - ¡Qué sitio para encontrar a la deidad de uno! -exclamó
Lord Henry. -Sí -repuso Dorian Gray -. Aquí fue donde la hallé, más divina que
todo lo existente. Cuando salga a escena lo olvidaréis todo. Esta gente, vulgar
y tosca, con sus rostros soeces y sus ademanes brutales, en cuanto ella sale,
cambia por completo. Guardan silencio y la contemplan. Lloran y ríen a voluntad
de ella. Son, para ella, como un violín en el cual tocase. Ella los
espiritualiza y nos hace sentir que son de la misma carne y de la misma sangre
que nosotros. - ¡De la misma carne y la misma sangre que nosotros! - ¡Oh,
espero que no! -exclamó Lord Henry, examinando con sus gemelos a los
espectadores de la galería. -No le hagas caso, Dorian -dijo el pintor -: Yo
comprendo lo que quieres decir, y tengo fe en esa muchacha. Todo ser al que tú
quieras tiene que ser maravilloso; y una muchacha que produce el efecto que
dices, preciso es que sea bella y noble. Espiritualizar a nuestros con-
temporáneos, ya es tarea digna de emprenderse. Si esa muchacha pue- de dar alma
a los que han vivido sin ella; si puede suscitar el sentido de la belleza en
gentes cuyas vidas han sido sórdidas y feas; si puede despojarlas de su egoísmo
y prestarles lágrimas para llorar dolores que no son los suyos propios,
realmente es digna de toda tu admiración y digna de la admiración del mundo.
Ese matrimonio es perfectamente razonable. Al principio no lo creí así; pero
ahora lo reconozco. Los dioses han hecho a Sibyl Vane para ti. Sin ella,
hubieras quedado in- completo. -Gracias, Basil -contestó Dorian Gray,
estrechándole la mano -. Estaba seguro de que tú me entenderías. Harry es tan
cínico, que me da miedo. Pero ya empieza la orquesta. Es tremenda; pero no dura
más que cinco minutos. Luego se levantará el telón, y veréis a la mujer a quien
voy a dar mi vida entera, a la que he dado ya todo lo que hay en mí de bueno.
Un cuarto de hora después, en medio de una tempestad de aplausos, entró Sibyl
Vane en escena. Sí, ciertamente que era atractiva; una de las criaturas más
deliciosas que había visto nunca, pensó Lord Henry. Había algo del cervatillo
en su gracia tímida y sus ojos medrosos. Un leve rubor, semejante a la sombra
de una rosa en un espejo de plata, coloreó sus mejillas al posar la mirada en
aquella multitud entusiasmada que llenaba la sala. Retrocedió unos pasos, y sus
labios parecieron temblar. Basil Hallward, poniéndose en pie vivamente, comenzó
a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray permanecía sentado,
contemplándola absorto. Lord Henry requirió sus gemelos, murmurando: "¡Deliciosa!
¡Deliciosa!". La escena era en un salón de casa de los Capuleto, y Romeo,
disfrazado de romero, acababa de entrar con Mercutio y sus otros amigos. La
banda atacó unos compases de música, y el baile empezó. En medio de la multitud
de racionistas desgarbados y fachosos, Sibyl Vane se balanceaba, al bailar,
como una planta en el agua. La curva de su cuello era la curva de una blanca
azucena. Sus manos parecían hechas de frío marfil. Sin embargo, parecía
extrañamente inatenta. No mostró señal alguna de alegría al detener los ojos en
Romeo. Las pocas palabras que tenía que hablar:
Good pilgrim, you do wrong your hand too much, Which mannerly devotion shows in
this; For saints have hands that pilgrims' hands do touch. And palm to
palm is holy palmer's kiss, con el breve diálogo que sigue, fueron dichas de un
modo afectado. La voz era deliciosa, pero la entonación enteramente falta,
equivocada de color, despojando de toda vida el verso, haciendo irreal la
pasión. Dorian Gray palideció observándola, confundido, anhelante. Ninguno de
sus dos amigos se atrevió a decirle nada. A ambos les pareció una actriz
mediocrísima, y ambos se sintieron horriblemente defraudados. Sin embargo,
sabían que la prueba decisiva de toda Julieta es la escena del balcón en el
segundo acto. Esperaron; si fracasaba allí, es no que habla nada en ella.
Realmente estaba encantadora cuando apareció a la luz de la luna. Esto no podía
negarse. Pero su afectación era insoportable, y por momentos iba agravándose.
Su manera de accionar se resentía de un absurdo amaneramiento, y a todo lo que
decía le daba un énfasis excesivo. El bellísimo pasaje: Thou know'est the mask
of night is on my face, Else would a maiden blush bepaint my cheek For that
which thou hast heard me speak to- night, fue declamado con la penosa precisión
de una colegiala, enseñada a recitar por un profesor de declamación, de segundo
orden. Cuando se inclinó sobre el balcón y llegó
a aquellos versos maravillosos: Although I joy in thee, I have no joy of this
contract to- night: It is too rash, too unadvised, too sudden, Too like the
lightning which doth cease to be Ere one can say "It lightens!"
Sweet, good- night! This bud of love, by summer's ripening breath May prove a
beauteaous flower when next we meet, pronunció las palabras como si no tuviesen
sentido alguno para ella. No era azoramiento, no. Al contrario, parecía
absolutamente dueña de sí misma. Era, simplemente, arte malo; un completo
fiasco. Hasta el público vulgar e ineducado del patio y de la galería perdió
todo interés en la obra. Comenzaron a agitarse, a hablar alto, a sisear. El
empresario judío, de pie en el fondo de la sala, pateaba y juraba de rabia. La
única persona tranquila era ella. Al terminar el segundo acto, se desencadenó
un huracán de silbidos, y Lord Henry se levantó de su silla y se puso el gabán.
-Es preciosa, Dorian -dijo -; pero no tiene idea del teatro. Vámonos. -Quiero
ver toda la obra -contestó el mozo, con voz sorda y amarga -. Siento infinito
haberte hecho perder la noche, Harry. A ambos os pido mil perdones. -Querido
Dorian, Miss Vane debe estar indispuesta -interrumpió Hallward -. Volveremos
otra noche. - ¡Pluguiera al cielo que estuviese enferma! -replicó Dorian -.
Pero me parece, simplemente, insensible y fría. Ha dado un cambio completo.
Anoche era una gran artista. Hoy, no pasa de ser una actriz mediocre y
adocenada. -No hables así de una mujer que amas, Dorian. El amor es cosa mucho
más maravillosa que el arte. -Ambos no son más que simples formas de imitación
-hizo observar Lord Henry -. Pero salgamos. No debes permanecer aquí más
tiempo, Dorian. Ver representar mal, es sumamente pernicioso para la moral de
uno. Además, no creo que quieras que tu mujer continúe en el teatro. ¿Qué
importa, pues, que haga Julieta como una muñeca de palo? Es muy bonita, y si
sabe tan poco de la vida como del teatro, será una experiencia deliciosa. No
hay más que dos clases de personas que sean realmente sugestivas: las que lo
saben todo, y las que no saben nada en absoluto. ¡Por Dios, hijo mío, no pongas
esa cara tan trágica! El secreto de permanecer joven es no tener nunca una
emoción desagradable. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos y beberemos a
la belleza de Sibyl Vane. Es preciosa. ¿Qué más puedes desear? - ¡Vete, Harry,
vete! -gritó el mozo -. Necesito estar solo. Y tú también, vete, Basil. ¡Ah!,
¿no veis que se me está rompiendo el corazón? Sus ojos se llenaron de lágrimas
ardientes; tembláronle los labios, y corriendo hacia el fondo del palco, se
apoyó contra la pared y escondió el rostro en las manos. -Vámonos, Basil -dijo
Lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Y ambos salieron juntos. Pocos
momentos después se encendieron las candilejas, y levantóse el telón para el
tercer acto. Dorian Gray volvió a ocupar su silla. Estaba pálido, altivo e
indiferente. La obra avanzaba penosamente, y parecía interminable. La mitad del
auditorio se marchó, con un ruido de pies pesados y riendo. El fracaso era
completo. El último acto, transcurrió ante los bancos casi desiertos. El telón
cayó entre upas risitas burlonas y unos cuantos gruñidos. Apenas hubo
terminado, corrió Dorian Gray hacia el saloncillo. Allí estaba la muchacha,
sola, con una expresión de triunfo. En sus ojos brillaba un fuego intenso. Toda
ella parecía resplandecer. Sus labios entreabiertos sonreían a algún secreto
sólo de ella conocido. Al entrar Dorian, le miró con una
mirada de alegría infinita. - ¡Qué mal he estado esta noche!, ¿verdad, Dorian?
-exclamó. - ¡Horriblemente! -contestó él, contemplándola estupefacto -. ¿Estás
enferma? No tienes idea de lo mal que has estado. No puedes figurarte cuánto he
sufrido. La muchacha sonrió. -Dorian -repuso, deteniéndose con voz musical en
el nombre, como si fuera más dulce que la miel a los pétalos rojos de su boca
-, Donan, deberías haber comprendido. Pero ahora sí comprendes, ¿verdad? -
¿Comprendo, qué? -preguntó él, coléricamente. -Por qué he estado tan mal esta
noche. Por qué estaré ya siempre mal. Por qué no volveré ya nunca a trabajar
bien. Encogióse Dorian de hombros. -Quiero suponer que estás enferma. Pero, en
ese caso, no deberías salir a escena. Te pones en ridículo. Nos has hecho pasar
un mal rato, a mis amigos y a mí. Ella no parecía escucharle. La alegría la
transfiguraba. Un éxtasis de felicidad se había apoderado de ella. - ¡Dorian, Dorian!
-exclamó -; antes de conocerte el teatro era la única realidad de mi vida. El
teatro era el único lugar en que vivía. Creía que todo lo que en él
representábamos era verdad. Una noche era Rosalinda, y Porcia a la siguiente.
La alegría de Beatriz era mi alegría, y el dolor de Cordelia también era el
mío. Creía en todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía semejante
a los dioses. Las decoraciones pintadas eran
mi mundo. No conocía sino sombras, y me parecían reales. Viniste tú... - ¡oh
amor mío!- y libertaste mi alma de su cárcel. Me enseñaste lo que es la
realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto la vanidad, la
ficción y la estupidez de la farsa sin sentido en que hasta ahora me he movido.
Esta noche, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo era repugnante, y
viejo y pintado, de que la luz de la luna en el huerto era ficticia, de que el
decorado era atrozmente vulgar, y de que las palabras que tenía que pronunciar
eran mentira, no eran mis palabras, no eran lo que yo quería decir. Tú me has
traído algo más elevado, algo de que todo el arte es sólo un reflejo. Tú me has
hecho comprender lo que realmente es el amor. ¡Amor mío! ¡Amor mío! ¡Mi
príncipe! ¡Príncipe de mi vida! Me repugnan ya las sombras. Tú eres más para mí
que todo cuanto pueda ser el arte. ¿Qué tengo que ver yo con los muñecos de una
comedia? Cuando esta noche salí a escena no podía comprender cómo era que todo
esto se había ido de mí. Creí que iba a estar maravillosa, y vi que no podía
hacer nada. De pronto se hizo en mí la luz, y comprendí. Les oía silbarme, y
sonreía. ¿Qué podían ellos saber de un amor como el nuestro? Llévame contigo,
Dorian... llévame contigo, adonde podamos estar completamente solos. Odio el
teatro. Podría fingir una pasión que no sintiese, pero no puedo simular una que
me quema como fuego. ¡Oh Dorian, Dorian!, ¿comprendes ahora lo que esto
significa? Y aunque pudiera hacerlo, sería para mí una profanación salir a
escena estando enamorada. Tú me has hecho ver esto. Dorian se dejó caer en el
sofá, y apartando los ojos de ella, murmuró: -Has matado mi amor. Ella le miró
asombrada, y se echó a reír. Él no dijo nada. Entonces ella se le acercó
suavemente y le acarició con sus dedos menudos los cabellos. Luego se arrodilló
y le besó las manos. Retirólas él, estremeciéndose.
De pronto, levantándose, se dirigió
hacia la puerta. -Sí -gritó -, has matado mi amor. Antes excitabas mi
imaginación, y ahora, ni siquiera consigues despertar mi curiosidad. Me dejas
completamente frío. Yo te quería porque eras maravillosa, porque había en ti
genio y entendimiento; porque hacías realidad los sueños de los grandes poetas,
y dabas formas y sustancia a las sombras del arte. Tú misma te has despojado de
todo. Eres superficial y tonta. ¡Santo Dios, qué loco fui en quererte! ¡Qué
necio! En este momento, ya no eres nada para mí. No quiero volver a verte. No
quiero pensar más en ti, ni acordarme de tu nombre. ¡Tú no sabes lo que eras
antes para mí! Antes... ¡Pero no quiero pensar más en ello! ¡Ojalá no te
hubiesen visto nunca mis ojos! Tú has destruido la novela de mi vida. ¡Qué poco
sabes del amor, si piensas que perjudica a tu arte! Sin tu arte no eres nada.
Yo te habría hecho famosa, rica y magnífica. El mundo te habría adorado, y tu
hubieses llevado mi nombre. ¿Qué eres ahora, en cambio? Una actriz de tercer
orden, tonta y bonita. La muchacha palidecía y temblaba. Juntó las manos y
murmuró con una voz que parecía anudarse en la garganta: -No es posible que
hables en serio, ¿verdad, Dorian? Estás representando una comedia. -
¿Representando? Eso lo dejo para ti. ¡Lo haces tan bien! -replicó él,
mordazmente. Levantóse ella, y con una lastimera expresión de dolor en el
rostro vino hacia él. Le puso la mano en el brazo y le miró en los ojos. El la
rechazó, gritando: - ¡No me toques! Ella lanzó un sordo gemido, y se derribó a
los pies de él, quedando inmóvil, como una flor pisoteada. - ¡Dorian, Dorian,
no me abandones! -musitó -. ¡Siento tanto haber estado mal esta noche! Pensaba
en ti todo el tiempo. Pero yo trataré... sí, te aseguro que trataré... ¡este
amor que tengo ha sido para mí una cosa tan súbita! Creó que nunca lo habría
conocido si tú no me hubieses besado... si no nos hubiésemos besado. ¡Bésame de
nuevo, amor mío! Note vayas; no me dejes. Mi hermano... No; ¿a qué pensar en
ello? El no quería decir eso. Hablaba en broma... Pero tú, tú, ¿no puedes
perdonarme por esta noche? Yo trabajaré, estudiaré mucho, y trataré de
progresar. ¡No seas cruel conmigo, sólo porque te quiero más que a nada en el
mundo! Después de todo, hoy es la única vez que no te he gustado. Pero tienes
razón de sobra, Dorian. Yo debería haberme mostrado más que una artista. Fue
una tontería, lo reconozco; pero no podía hacer otra cosa... ¡Oh, no me dejes,
no te vayas! Un acceso de sollozos apasionados la sofocó. Quedó acurrucada en
tierra como una bestezuela herida. Dorian Gray la contempló un momento, y sus
labios se contrajeron en una mueca de exquisito desdén. Siempre hay algo
ridículo en las emociones de aquellas personas que hemos dejado de querer. En
aquel instante, Sibyl Vane le parecía absurdamente melodramática. Sus lágrimas
y sollozos le molestaban. -Me voy -dijo al fin, con su voz clara y tranquila -.
Lo siento mucho, pero no me es posible volver a verte. Me has defraudado por
completo. Ella lloraba silenciosamente. No dijo nada; pero se acercó,
arrastrándose, a él. Sus manecitas se
tendieron como las de un ciego, pareciendo buscarle. Él volvió los talones, y
salid del cuarto. Pocos segundos después estaba en la calle. Apenas se dio
cuenta del rumbo que tomaba. Se acordaba de haber vagado a través de
callejuelas obscuras, pasadizos sombríos y casas siniestras. Mujeres de voz
bronca y risa agria habían siseado llamándole. Borrachos, maldiciendo y
monologando confusamente, habían pasado junto a él, haciendo eses, como simios
monstruosos. Había visto niños como sabandijas, arracimados delante de algunos
umbrales, y oído chillidos y blasfemias que salían de los portales lóbregos.
Amanecía cuando se encontró en los alrededores de Covent Garden . Las tinieblas
se iban disipando, y el cielo, encendiéndose en fuegos
tenues, iba trocándose en una perla
perfecta. Grandes carretas atestadas de cabeceantes azucenas rodaban lentamente
por las bruñidas calles desiertas. Un aroma denso traspasaba el aire, y la
belleza de las flores pareció traer un lenitivo a su angustia. Entró en el
mercado, y miró a los hombres descargando sus carros. Uno de ellos, vestido con
una blusa blanca, le ofreció unas cerezas. Le dio las gracias, asombrado de que
se negara a aceptar una propina, y comenzó a comerlas distraídamente. Habían
sido cogidas a media noche, y la frescura de la luna las había penetrado. Una
larga hilera de muchachos con canastas de tulipanes rayados y rosas rojas y
amarillas desfilaron ante él, por entre las enormes pirámides verde jade de las
hortalizas. En el pórtico de grises columnas, emblanquecidas por el sol,
vagabundeaba un tropel de muchachas, sucias de tierra y sin nada a la cabeza,
esperando el final de la subasta. Otras, se apiñaban delante de las puertas
giratorias de los cafetines de la Piazza. Los pesados caballos de los carros
resbalaban sobre el adoquinado desigual, sacudiendo sus collarones de
cascabeles. Algunos de los conductores yacían dormidos sobre un montón de
sacos. Con sus patitas rojas y sus cuellos irisados, corrían y revolaban de un
lado a otro los pichones, picoteando los granos esparcidos. Al cabo de poco
rato, tomó un coche para ir a su casa. Ya en el umbral de ésta, detúvose unos
momentos contemplando la plaza silenciosa, las cerradas ventanas con sus
persianas de colores vivos. El cielo era ahora un puro ópalo, y los tejados
brillaban como plata. De una chimenea elevábase una tenue espiral de humo.
Rizábase, como una cinta violeta, sobre el fondo de nácar. En la gran linterna
veneciana, toda dorada, despojo de la góndola de algún Dux, que colgaba del
artesonado del vasto hall revestido de roble, ardían aún tres vacilantes
mecheros, como azulosos pétalos de llama, orillados de un fulgor blanquecino.
Los apagó, y después de arrojar sobre una mesa su capa y su sombrero, se
dirigió, atravesando la biblioteca, hacia su alcoba, ancho aposento octogonal
del piso bajo, que él mismo, en su naciente afición al lujo, se había ocupado
en decorar, colgándolo con unos hermosos tapices del Renacimiento que
descubriera en un olvidado desván de Selby Royal. Al dar la vuelta al pomo de
la puerta, cayeron sus ojos sobre el retrato que le había hecho Basil Hallward.
Asombrado, dio un paso atrás. Enseguida, rehaciéndose, entró en la alcoba un
tanto desconcertado. Acababa de desabotonarse el frac, cuando pareció titubear.
Al fin, volvió atrás, se acercó al retrato y lo examinó. A la luz escasa que
luchaba por atravesar los estores de seda crema, el rostro se le antojó un
tanto cambiado. La expresión parecía otra. Hubiérase dicho que había en la boca
un cierto dejo de crueldad. Realmente era extraño. Volviéndose, se dirigió a la
ventana y descorrió el estor. La aurora inundó la estancia, barriendo las
sombras caprichosas a los rincones polvorientos, donde quedaron
estremeciéndose. Pero la extraña expresión que notara en el rostro del retrato
parecía persistir, más profundamente aún si cabe. La luz viva y palpitante del
sol le mostraba alrededor de la boca unas arrugas de crueldad, con la misma
claridad que si se hubiese contemplado en un espejo después de
realizar algún acto horrendo.
Retrocedió, y cogiendo de la mesa un espejito oval, enmarcado de amorcillos de
marfil, uno de los muchos regalos de Lord Henry, contemplóse ávidamente en sus
bruñidas profundidades. Ninguna arruga turbaba la línea de sus labios rojos.
¿Qué podía, pues, significar aquello? Se restregó los ojos, y acercóse luego al
retrato para examinarlo de nuevo. Nadie lo había tocado desde que lo trajeron;
y, sin embargo, no cabía duda de que la expresión general había cambiado. No
era una simple fantasía suya. La cosa era espantosamente visible. Dejándose
caer en un sillón, se puso a meditar. De pronto, le fulguró en la memoria lo
que había dicho en el estudio de Basil Hallward el mismo día que éste había
acabado su retrato. Sí, se acordaba perfectamente. Habla formulado el deseo
absurdo de permanecer él joven, y de que envejeciera el retrato en lugar suyo;
el deseo de que su propia belleza perdurase sin mácula, mientras el rostro
pintado sobre el lienzo fuera el que llevase el peso de sus pasiones y pecados;
de que la imagen pintada se marchitase bajo las arrugas del dolor y el
pensamiento, mientras él conservaría toda la delicada lozanía y el encanto de
su adolescencia, ya consciente de sí misma. ¿No le habría sido otorgado su
deseo? Pero tales cosas eran imposibles. Pensar sólo en ello, era ya
monstruoso. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, ante él, con su sombra de
crueldad en la boca. ¿Crueldad? ¿Había sido él cruel, acaso? La culpa era de
ella, y no suya. Él había soñado en ella como en una gran artista, le había
entregado su amor por creerla genial. Luego, ella le había desilusionado. La
habla visto vulgar, indigna de él. Sin embargo, un remordimiento infinito le
invadía, al recordarla caída a sus pies, sollozando como un niño. Recordó con
qué insensibilidad la habla mirado entonces. ¿Por qué sería él de ese modo?
¿Por qué le habría sido dada un alma semejante? Pero también él había sufrido.
Durante las tres terribles horas que había durado la representación, había
vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida, bien valía la de ella.
Si él la había herido para toda una vida, ella, en cambio, le había frustrado
un momento. Además, las mujeres son más aptas para soportar el dolor que los
hombres. Viven de sus emociones. No piensan más que con sus emociones. Cuando
toman un amante, no es sino para tener alguien a quien poder hacer escenas. Así
se lo había dicho Lord Henry, que sabía a qué atenerse respecto alas mujeres.
¿Por qué iba él a inquietarse a causa de Sibyl Vane? Esta ya no era nada para
él. Pero ¿y el retrato? ¿Qué decir de esto? ¿El retrato poseía el secreto de su
vida, y contaba su historia? El le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le
enseñaría también a aborrecer su alma? ¿Podría él mirarlo de nuevo? No; todo
había sido una ilusión de sus sentidos conturbados. Aquella horrible noche que
había pasado, dejó fantasmas detrás. De improviso, esa motita roja que vuelve
dementes a los hombres, se había deslizado en su cerebro. El retrato no había
cambiado. Era locura pensarlo. Sin embargo, allí estaba mirándole, con su
hermoso rostro desfigurado y su sonrisa cruel. Sus cabellos sedosos rebrillaban
al sol de la mañana. Los ojos azules tropezaron con los suyos. Un sentimiento
de infinita compasión, no de sí mismo, sino de la imagen pintada, se apoderó de
él. De la imagen ya alterada, y que cada día iría alterándose más. Su oro se
marchitaría, hasta tornarse gris. Sus rosas blancas y encarnadas morirían. A
cada pecado que cometiese, un nuevo estigma vendría a marcar y destruir su
hermosura. Pero él no quería pecar. El retrato, cambiado o no, sería para él el
emblema visible de la conciencia. El resistiría las tentaciones. No volvería a ver
a Lord Henry..., no volvería, a ningún precio, a escuchar aquellas sutiles y
envenenadas teorías que, por vez primera, en el jardín de Basil Hallward,
habían despertado en su alma el deseo de cosas imposibles. Volvería al lado de
Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría con ella, trataría de quererla otra
vez. Sí; ése era su deber. Ella debía de haber sufrido más que él. ¡Pobre
criatura! El había sido egoísta y cruel con ella. La fascinación que ella había
ejercido sobre él renacería. Serían felices el uno junto al otro. Su vida sería
hermosa y pura. Levantándose del sillón, fue a correr un alto biombo delante
del retrato, no sin estremecerse al verlo de nuevo. - ¡Qué horror! -murmuró,
atravesando la estancia y abriendo la puerta acristalada que daba al jardín. Al
pisar el césped, respiró profundamente. El aire fresco de la mañana pareció
ahuyentar todos sus pensamientos sombríos. Pensó únicamente en Sibyl. Un eco
apagado de su amor resonó en él. Una y otra vez repitió el nombre de ella. Los
pájaros que cantaban en el jardín, empapado de rocío, parecían estar hablando
de ella a las flores.
CAPÍTULO VIII
Hacía tiempo
que dieron las doce cuando despertó. Su ayuda de cámara había llegado varias
veces de puntillas en la alcoba para ver si aún dormía, sorprendido de un sueño
tan extenso. Al fin sonó la campanilla, y Víctor entró suavemente con una taza
de té y un montón de cartas encima de una bandejita de Sévres antigua, y fue a
descorrer las cortinas de seda color oliva, forradas de azul, que velaban los
tres ventanales. -El señor ha dormido bien esta mañana -dijo sonriendo. - ¿Qué
hora es, Víctor? -preguntó Dorian, todavía soñoliento. -La una y cuarto, señor.
- ¡Qué tarde! Se incorporó, y después de tomar unos sorbos de té, se dispuso a
abrir sus cartas. Una era de Lord Henry, traída a mano aquella misma mañana.
Titubeó un momento, y al fin la dejó a un lado. Luego abrió indolentemente las
demás. Contenían la acostumbrada colección de tarjetas, invitaciones a comer,
invitaciones para exposiciones particulares, programas de conciertos benéficos
y demás impresas que llueven sobre todo joven distinguido cada mañana. También
había una cuenta bastante subida por un juego de tocador, de plata cincelada
Luis XV, cuenta que aún no había tenido valor para enviara sus tutores, gente
muy chapada a la antigua, incapaces de comprender que vivimos en una época en
que sólo las cosas superfluas nos son necesarias, y unas cuantas proposiciones,
redactadas en términos obsequiosos, de prestamistas de Jermyn Street, que se
ofrecían a adelantarle, con intereses muy razonables, cualquier suma que le
hiciese falta. Levantase al cabo de diez minutos, y echándose encima una bata
de casimir, bordada en seda, pasó al cuarto de baño, pavimentado de ónice. El
agua fría le tonificó después del largo sueño. Le parecía haber olvidado todo
lo ocurrido. Una o dos veces tuvo la vaga sensación de haber tomado parte en
una singular tragedia; pero el recuerdo tenía toda la irrealidad de un sueño.
Apenas vestido, entra en la biblioteca, donde se sentó ante un ligero almuerzo
ala francesa, servido sobre una mesita redonda, junto a la abierta ventana.
Hacía un tiempo delicioso. El aire tibio pareció cargado de especias. Entró una
abeja, zumbando en torno del jarrón azul que, lleno de rosas amarillo azufre,
ocupaba el centro del velador. Se sentía completamente feliz. De pronto, sus
ojos se fijaron en el biombo que colocara delante del retrato, y se estremeció.
- ¿Tiene frío el señor? -preguntó el criado, colocando una tortilla sobre la
mesa -. ¿Quiere que cierre la ventana? Dorian meneó la cabeza. -No; no tengo
frío -murmuró. ¿Luego era cierto? ¿Habría cambiado realmente el retrato? ¿O fue
sólo su imaginación la que le hizo ver una expresión de maldad donde hubo una
expresión de alegría? ¿Podía acaso cambiar un lienzo pintado? La cosa era
absurda. ¡Bah!, una historieta divertida que contar a Basil algún día.
Seguramente le haría sonreír. Y, sin embargo, ¡qué vivo y preciso tenía el
recuerdo de todo ello! Primero, en la penumbra de la aurora y luego ala luz de
la mañana, habla visto aquella mueca de crueldad en torno de sus labios
sinuosos. Casi temía que el criado saliera de la habitación. Sabía que al
quedarse solo tendría que examinar el retrato. Le asustaba esta certidumbre.
Cuando el criado le hubo traído el café y los cigarrillos, y habla dado media
vuelta para irse, sintió un deseo frenético de decirle que se quedase. No había
acabado de cerrar la puerta, cuando, sin poderse contener, le llamó. El momo
aguardó, en pie sobre el umbral, las órdenes. Dorian le miró un momento. Al fin
dijo, con un suspiro: -No estoy en casa para nadie, Víctor.
El criado saludó y se retiró. Levantándose de la mesa, encendió Dorian un
cigarrillo y fié a echarse en un diván cubierto de suntuosos cojines que había
frente al biombo. Este era antiguo, de dorado cuero de Córdoba, estofado y
labrado en estilo Luis XIV un tanto florido. Dorian lo contempló con
curiosidad, preguntándose si ya habría escondido alguna vez el secreto de la
vida de un hombre. Y, después de todo, ¿a qué tocarlo? ¿Por qué no dejarlo
estar allí? ¿Para qué saber? Si la cosa era cierta, era terrible. Si no lo era,
¿a qué inquietarse? Pero, ¿y si, por una espantosa casualidad, otros ojos
que los suyos lo descubrían y veían el
horrible cambio? ¿Qué hacer si Basil Hallward venía alguna vez para ver su
cuadro? Y seguramente que Basil no dejaría de hacerlo. No,
no había más remedio que poner la cosa en claro; y sobre la marcha. Todo sería
preferible a aquel estado angustioso de duda. Levantándose, corrió los
pestillos de las dos puertas Por lo menos, vería a solas la máscara de su
vergüenza Luego, echó a un lado el biombo, y se contempló a sí mismo cara a
cara. Sí; era absolutamente cierto. El retrato había cambiado. Como a menudo
recordaba más tarde, y siempre con no poca extrañeza, se sorprendió examinando
el cuadro con un sentimiento casi de interés científico. No podía creer que
hubiera tenido lugar un cambio semejante. Y, sin embargo, era un hecho. ¿Había,
pues, alguna sutil afinidad entre los átomos químicos condensados en forma y
color sobre el lienzo y el alma que habitaba en él? ¿Era posible que lo que
esta alma pensaba, aquellos átomos lo reflejaran; que lo que ella soñaba, ellos
lo hicieran visible? ¿O habría alguna otra y más terrible razón? Aterrado y
trémulo, retrocedió hasta el diván, donde quedó desplomado, contemplando el
retrato con un creciente pavor. Comprendía, sin embargo, que le debía una cosa:
la conciencia de lo cruel e injusto que había estado con Sibyl Vane. Menos mal
que aún estaba a tiempo de reparar lo hecho. Todavía podía Sibyl ser su esposa.
Su amor imaginativo y egoísta cedería a una influencia más pura, se
transformaría en una pasión más noble, y el retrato que pintara Basil Hallward
le serviría de guía a través de la vida, sería para él lo que la santidad para
algunos y la conciencia para otros, y el temor de Dios para todos. Había
narcóticos para el remordimiento, drogas capaces de adormecer el sentido moral.
Pero éste era un símbolo visible de la degradación del pecado, una señal
constante de la ruina a que lleva el hombre su alma. Dieron las tres, y las
cuatro, y la media hizo sonar su doble juego de campanas, sin que Dorian Gray
se moviera. Estaba tratando de reunir los hilos escarlata de la vida y tejerlos
en un nuevo patrón; tratando de encontrar su camino en medio del ardiente
laberinto de pasiones por que vagaba. No sabía ya qué hacer ni qué pensar. Al
fin, se sentó a la mesa y escribió una carta apasionada a Sibyl Vane,
implorando su perdón y acusándose a sí mismo de locura. Página tras página
cubrió de exaltadas palabras de remordimiento y gritos de dolor. El auto
reproche es un lujo. Censurándonos, imaginamos que nadie tiene ya derecho a
hacerlo. Es la confesión, y no el sacerdote, lo que nos da la absolución. Al
terminar la carta, Dorian ya se sentía perdonado. De pronto, dieron unos golpecitos
en la puerta y oyó la voz de Lord Henry. -Necesito verte, Dorian. Ten la bondad
de abrirme. No puedo soportar verte así encerrado. Al principio, no
contestó y permaneció completamente inmóvil. Los golpecitos, entonces,
continuaron y se hicieron más fuertes. ¡Bah!, era preferible dejar entrar a
Lord Henry y explicarle la nueva vida que se proponía llevar, y reñir con di,
si era preciso, y romper de una vez, si era inevitable. Poniéndose en pie de un
salto, fue precipitadamente a correr de nuevo el biombo, y luego abrió la
puerta. -No te puedes figurar cuánto lo he sentido, Dorian -exclamó Lord Henry,
entrando -. Pero, en fin, no debes pensar más en ello. - ¿Te refieres a Sibyl
Vane? -preguntó Dorian. -Naturalmente -contestó Lord Henry, hundiéndose en un
sillón y quitándose lentamente los guantes amarillos -. Es horrible, desde
cierto punto de vista, pero no ha sido culpa tuya. Cuéntame: ¿la fuiste a ver
al terminar la representación? -Sí. -Estaba seguro. ¿Y tuviste con ella una
escena? -Estuve brutal, Harry... absolutamente brutal. Pero todo ha pasado ya.
Y no siento nada lo ocurrido. Me ha enseñado a conocerme mejor. - ¡Vaya, me
alegro de que lo tomes así, Dorian! Temía encontrarte sumido en remordimientos
y arrancándote esos hermosos rizos. - ¡Ah, todo eso ya pasó! -dijo Dorian,
moviendo la cabeza y sonriendo -. Ahora me siento completamente feliz. Por lo
pronto, sé lo que es la conciencia. No es lo que tú me dijiste, no. Es lo más
divino que hay en nosotros. No te burles, Harry, no te burles... por lo menos
delante de mí. Yo quiero ser bueno. No puedo soportarla idea de que mi alma se
convierta en una cosa repugnante. - ¡Encantadora base para la moral, Dorian! Te
felicito por ella. Pero, ¿por dónde vas a empezar? -Por casarme con Sibyl Vane.
- ¿Casarte con Sibyl Vane? -exclamó Lord Henry, poniéndose en pie y mirándole
estupefacto -. Pero, querido Dorian... -Sí, Harry, ya sé lo que vas a decirme.
Alguna atrocidad sobre el matrimonio. No la digas. No vuelvas a decirme nunca
cosas por ese estilo. Hace dos días di palabra de casamiento a Sibyl, y no voy
a romperla ahora Será mi mujer. - ¡Tu mujer! ¡Dorian!...¿ No has recibido mi
carta? Te escribí esta mañana, y te la envié a mano, por mi propio criado. -
¿Tu carta? ¡Ah!, sí, recuerdo. Aún no la he leído, Harry. Temí encontrar en
ella algo que no fuera de mi agrado. Con tus epigramas siempre haces trizas la
vida. -Entonces, ¿no sabes nada? - ¿A qué te refieres? Lord Henry cruzó la
estancia, y sentándose al lado de Dorian Gray, le cogió ambas manos, estrechándoselas
apretadamente. -Dorian -dijo al fin -, mi carta... no te asustes... era para
decirte que Sibyl Vane ha muerto. Un grito de dolor se escapó de los labios del
adolescente, que saltó en pie, arrancando sus manos de las de Lord Henry. -
¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es cierto! ¡Es una mentira abominable! ¿Cómo puedes
atreverte?... -Es cierto, Dorian, demasiado cierto -repuso Lord Henry
gravemente -. Viene en todos los periódicos de la mañana. El objeto de mi carta
era rogarte que no leyeses ninguno hasta que yo viniera. Como es natural, la
justicia hará indagaciones, y tú no debes aparecer mezclado para nada en el
asunto. Esas cosas, en París, pueden poner a un hombre de moda. Pero, en
Londres, la gente tiene tantos prejuicios... Aquí, nunca se debe debutar con un
escándalo. Estos hay que reservarlos para dar algún interés a nuestra vejez
Supongo que en el teatro no sabrán tu nombre, ¿verdad? En ese caso todo va
bien. ¿Te vio alguien entrar en su cuarto? Este es un punto de gran importancia
Dorian estuvo unos momentos sin contestar. Sentíase petrificado de horror. Al
fin, tartamudeó con voz ahogada: - ¿Indagaciones, Harry? ¿Qué quieres decir?
¿Acaso Sibyl? ... ¡Oh, no quiero pensarlo! Pero habla, habla pronto; dímelo
todo de una vez. -No me cabe la menor duda de que no fue un accidente, Dorian,
aunque se deba hacer pasar por tala los ojos del público. Parece que,
al salir del teatro con su madre, a
eso de las doce y media, con el pretexto de que se le había olvidado una cosa,
volvió a subir a su cuarto. Después de esperarla un buen rato, y viendo que no
bajaba, subieron a buscarla y la encontraron muerta, caída en el suelo, delante
de su tocador. Había, por error, ingerido una substancia venenosa; sin duda,
alguna de esas porquerías que usan los cónicos. No sé lo que sería, pero debía
tener ácido prúsico o albayalde. Más bien ácido prúsico, pues parece que la
muerte fue instantánea. - ¡Qué horror, Harry, qué horror! -gimió Dorian. -Sí;
realmente es muy trágico, pero tú no debes, de ningún modo, aparecer complicado
en este asunto. He leído en The Standard que tenía diecisiete años. Hubiera
jurado que eta más joven. ¡Parecía tan niña y tan ignorante de lo que era el
teatro!.. En fin, Dorian, tú no debes consentir que este incidente te
impresione más de lo debido. Ven a comer conmigo, y después datemos una vuelta
por la Opera. La Patti canta esta noche, y la sala estará brillantísima.
Podemos ir al palco de mi hermana. Habrá, sin duda, unas cuantas mujeres
bonitas. - ¡Luego he matado a Sibyl Vane! -murmuró Dorian, casi para sí -. La
he asesinado, sí; lo mismo que si la hubiese degollado con un cuchillo. Y, sin
embargo, las rosas no han perdido su hermosura. Los pájaros siguen cantando
igual en el jardín. Y esta noche comeré contigo, y luego iremos a la Opera, y
después, supongo que a cenar a cualquier parte. ¡Qué extraordinariamente
dramática es la vida! Si yo hubiese leído todo esto en un libro, Harry, creo
que me habría hecho llorar. Y, sin embargo, ahora que me ha sucedido a mí, me
parece demasiado maravilloso para llorar. Esta es la primera carta de amor que
he escrito en mi vida. Es extraño, ¿verdad?, que mi primera carta de amor haya
sido dirigida a una muerta. ¿Podrá sentir ese pueblo opaco y silencioso, que
llamamos los muertos ? ¡Sibyl! ¿Podrá ella sentir, oír, darse cuenta? ¡Ah,
Harry, cuánto la he querido! Hace ya años, me parece ahora. Ella lo fue todo
para mí. Luego vino esta terrible noche... - ¿fue, realmente, anoche?- en que
ella estuvo tan mal y mi corazón a punto de romperse. Ella me lo explicó toda
Era extraordinariamente patético, pero yo no me conmoví lo más mínimo. La
juzgué banal, vulgarísima... De pronto, ocurrió algo que me dejó aterrado. No
puedo decirte el qué, pero era terrible. Me prometí volver a ella. Comprendí
que había obrado mal. ¡Y ahora me encuentro con que ha muerto! ¡Dios mío, Dios
mío! ¿Qué hacer, Harry? Tú no sabes el peligro que corro, y del que nada puede
salvarme. Ella era la única que podía hacerlo. No tenía derecho a matarse. Ha
sido un egoísmo suyo. -Querido Donan -contestó Lord Henry, sacando un pitillo y
una cerilla dorada -, el único medio que puede emplear una mujer para reformar
a un hombre es fastidiarle de tal modo que le haga perder todo posible interés
en la vida. Si te hubieras llegado a casar con esa muchacha, habrías sido
desgraciado. Claro que tú te habrías portado bien con ella. Siempre puede uno
portarse bien con las personas que le tienen sin cuidado. Pero ella no habría
tardado en descubrir que le eran completamente indiferente. Y cuando una mujer descubre
esto, o descuida espantosamente su toilette , o le da por llevar sombreros
elegantísimos, que, como es natural, tiene que pagar el marido de otra mujer.
No digo nada del error social, que habría sido lamentable, y que yo, desde
luego, no habría aprobado, pero te aseguro que, desde todos los puntos de
vista, la cosa habría resultado un fiasco completo. -Es posible -murmuró el
adolescente, horriblemente pálido, paseando de arriba abajo por el aposento -.
Pero yo creía que era mi deber. No
es culpa mía si esta terrible tragedia
me ha impedido cumplirlo. Recuerdo haberte oído decir que siempre pesa una
fatalidad sobre las buenas resoluciones: la de tomarlas
demasiado tarde. La mía es un ejemplo. -Las buenas resoluciones son vanas tentativas
de injerencia en las leyes científicas. Su origen es la vanidad; simplemente. Y
su resultado es siempre nulo. De vez en cuando, nos procuran alguna de esas
emociones voluptuosas y estériles, que tienen cierto encanto para los débiles.
Esto es cuanto puede decirse en favor de ellas. Son simples cheques que el
hombre expide contra un banco en el que no tiene la menor cuenta. -Harry
-exclamó Dorian Gray, viniendo a sentarse junto a él -, ¿por qué no podré
sentir esta tragedia como yo desearía? ¿No será porque carezca de corazón,
verdad? -Has hecho demasiados disparates en estos últimos quince días para
tener derecho a abrigar esa sospecha, Dorian -replicó Lord Henry, con su
sonrisa suave y melancólica. El adolescente frunció el ceño, y repuso: -No es
de mi gusto esa explicación, Harry; pero celebro que no creas que carezco de
corazón. No; yo sé que lo tengo. Y, sin embargo, me veo obligado a reconocer
que esto que ha sucedido no me ha afectado como debiera. Se me antoja,
simplemente, un admirable final a un drama maravilloso. Tiene toda la terrible
belleza de una tragedia griega, una tragedia en la que yo hubiera tomado gran
parte, pero sin salir herido de ella. -Cuestión interesante -dijo Lord Henry,
que encontraba un placer exquisito en jugar con el egotismo inconsciente del
mozo -, sumamente interesante. Supongo que la verdadera explicación debe ser
ésta. Sucede casi siempre que las tragedias reales de la vida tienen lugar de
un modo tan anti artístico, que nos hieren por su cruda violencia, su absoluta
incoherencia, su falta absurda de sentido, su carencia total de estilo. Nos
afectan al igual que una vulgaridad. Nos dan una impresión de pura fuerza
bruta, y nos rebelamos contra ella. A veces, sin embargo, una tragedia, con
elementos artísticos de belleza, se cruza en nuestra vida. Si estos elementos
de belleza son reales, el incidente suscita sólo nuestro sentido de los efectos
dramáticos. Nos encontramos, súbitamente, con que ya no somos los actores, sino
los espectadores del drama. O, mejor dicho, ambos a la vez. Nos observamos a
nosotros mismos, y la simple maravilla del espectáculo basta a dominarnos. En
el caso actual, ¿qué es lo que ha sucedido realmente? Que una mujer se ha
matado por amor tuyo. Afortunadamente, yo no he pasado por una experiencia semejante.
Me habría hecho enamorar del amor para el resto de mis días. las mujeres que me
han adorado -no han sido muchas, pero, en fin, ha habido algunas- se han
empellado siempre en continuar viviendo después de haber dejado ya de
interesarme, o yo a ellas. Se han puesto gordas e insoportables, y en cuanto
tropiezo con ellas se desbocan enseguida por el camino de los recuerdos. ¡Oh,
esa terrible memoria de las mujeres! ¡Qué cosa tan tremenda! ¡Y qué absoluto
estancamiento intelectual revela! Se debe retener y asimilar el color de la
vida, pero nunca recordar sus detalles. Los detalles son siempre vulgares. -Yo
tendré que sembrar de adormideras mi jardín -suspiró Dorian. -No es preciso
-prosiguió su interlocutor -. La vida trae siempre adormideras en sus manos.
Claro que, de vez en cuando, las cosas se obstinan en durar. Una vez, recuerdo
no haber llevado más que violetas durante toda una estación, como una forma de
luto artístico por una novela que no quería morir. Pero, al fin, acabó por
morir. No recuerdo lo que la mató. Me parece que fue su ofrecimiento de
sacrificar el mundo entero por mí. Este es siempre un momento pavoroso. Le
llena a uno del terror a la eternidad. Bueno, pues - ¿podrás creerlo?- hace una
semana, en casa de Lady Hampshire, comí a su lado, y no te puedes figurar cómo
insistió para que reanudáramos la aventura; empeñada en desenterrar el pasado y
enterrar el futuro. Yo había sepultado mi novela en un lecho de asfódelos. Ella
pretendió exhumarlo, asegurándome que yo había arruinado su vida. Debo confesar
que comió una enormidad; así, que no sentí el menor remordimiento. Pero, ¡qué
falta de buen gusto! El único encanto del pasado es que ha pasado. Pero las
mujeres nunca se dan cuenta de cuándo cae el telón. Necesitan siempre un sexto
acto, y apenas ha concluido el interés de la obra, proponen continuarla. Si las
dejáramos, toda comedia tendría un final trágico, y toda tragedia culminaría en
farsa. Son deliciosamente artificiales, pero no tienen el menor sentido del
arte. Tú has sido más afortunado que yo. Puedo asegurarte, Dorian, que ninguna
de las mujeres que he conocido habría sido capaz de hacer por mí lo que Sibyl
Vane acaba de hacer por ti. Casi todas las mujeres se consuelan por sí solas.
Algunas, vistiéndose de colores sentimentales. Note fíes nunca de una mujer que
vaya de malva, tenga la edad que tenga, ni de una que, cumplidos los treinta y
cinco, sea aficionada a las cintas color de rosa. Señal infalible de que tienen
historia. Otras hallan gran consuelo en descubrir inopinadamente las buenas
cualidades de sus maridos. Y lucen su felicidad conyugal como si fuera el más
fascinador de los pecados. También la religión consuela a algunas. Sus
misterios tienen todo el encanto de un flirt , según me dijo en una ocasión una
de ellas, cosa que comprendo perfectamente. Además, nada le envanece a uno
tanto como oírse llamar pecador. La conciencia nos hace a todos egoístas. Sí,
realmente son innumerables los consuelos que ofrece a la mujer la vida moderna.
Y eso que aún no he mencionado el más importante. - ¿Y qué consuelo es ése,
Harry? -preguntó Dorian con indolencia. - ¡Oh!, el más fácil. Tomar el adorador
de otra cuando se pierde el propio. En la buena sociedad, esto siempre
rejuvenece a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué diferente debía ser Sibyl
Vane de todas las mujeres can que uno tropieza por ahí! Hay algo en su muerte
que me parece de una belleza absoluta. Me alegro de vivir en un siglo en que
aún ocurren semejantes maravillas. Nos hacen creer en la realidad de las cosas
con que jugamos, tales como aventura, pasión y amor. -Olvidas que estuve
horriblemente cruel con ella... -Temo que las mujeres tengan una especial
predilección por la crueldad, la buena crueldad, franca y categórica. Son de un
primitivismo admirable en cuestión de instintos. Nosotros las hemos emancipado,
pero no por eso han dejado de ser esclavas en busca de amo. Gustan de ser
dominadas. Estoy seguro de que estuviste magnífico. Nunca te he visto real y
positivamente irritado; pero me figuro lo delicioso que estarías. Por otra
parte, anteayer me dijiste algo que entonces me pareció pura fantasía; pero
ahora veo que era completamente cierto, y me da la clave de todo. - ¿Y qué fue,
Harry? -Me dijiste que Sibyl Vane representaba para ti todas las heroínas de
leyenda; que era Desdémona una noche, y Ofelia a la siguiente; que si moría
como Julieta, volvía a la vida como Imogenia. - ¡Ya no volverá nunca a la vida!
-murmuró el mancebo, escondiendo el rostro entre las manos. -No, ya no
resucitará. Ya representó su último papel. Pero tú debes pensar en esa muerte
solitaria en el camerino, chillón y grotesco, como si fuera un fragmento
extraño y terrorífico de alguna tragedia jacobista, una escena maravillosa de
Webster, o Ford, o Cyril Tourneur. Ella nunca vivió realmente; por lo tanto,
nunca pudo morir. Para ti, al menos, fue siempre un sueño, un fantasma que
revoloteaba entre las obras de Shakespeare, acrecentando la belleza de ellas
con su presencia; una flauta a través de la cual sonaba la música de
Shakespeare más rica y más jubilosa. En el momento en que entró en la vida
real, la echó a perder, y ésta la echó a perder a ella, y tuvo que desaparecer.
Llora por Ofefia, si quieres. Cubre de ceniza tu cabeza por haber sido
estrangulada Cordelia. Impreca contra el cielo a causa de la muerte de la hija
de Brabancio. Pero no malgastes tus lágrimas sobre la tumba de Sibyl Vane, que
era menos real que ellas. Hubo un silencio. El crepúsculo comenzaba a
ensombrecer el aposento. Calladamente, con pies de plata, las sombras entraban
del jardín. Los colores se desvanecían cansadamente de las cosas. Al cabo de
unos minutos, Dorian Gray levantó la cabeza. -Me has explicado a mí mismo,
Harry -murmuró, con un suspiro de alivio -. Yo sentía todo lo que tú has dicho;
pero, en cierto modo, me daba miedo, y no atinaba tampoco a expresarlo. ¡Cómo
me conoces! Pero no hablemos más de lo ocurrido. Ha sido una maravillosa
experiencia. Simplemente. No creo que la vida me reserve ya nada tan
maravilloso. -La vida te reserva aún todo, Dorian. Nada hay, con tu hermosura,
que no seas capaz de conseguir. -Pero piensa, Harry, que me volveré viejo, y
feo, y arrugado. ¿Y entonces? - ¡Ah!, entonces -respondió Lord Henry,
levantándose para irse -, entonces, querido Donan, tendrás que luchar por tus
victorias. Mientras que ahora vienen a ti; las ganas sin combate. No; es
preciso que conserves tu apariencia física Vivimos en una edad que lee
demasiado para ser sabia, y piensa demasiado para ser hermosa. No podemos
prescindir de ti, Por lo pronto, hacías bien en vestirte para ir al club. Me
parece que vamos a llegar tarde. -Prefiero ir a buscarte a la Opera, Harry. Me
siento demasiado cansado para probar bocado. ¿Qué número es el del palco de tu
hermana? -Creo que el veintisiete del principal. Verás su nombre en la puerta.
Pero siento que no vengas a comer. -No me siento con fuerzas -contestó Dorian,
perezosamente -. Pero te agradezco infinito todo lo que me has dicho.
Realmente, eres mi mejor amigo. Nadie me ha entendido tan bien como tú.
-Nuestra amistad no ha hecho más que empezar, Dorian -dijo Lord Henry, dándole
un apretón de manos--. Adiós. Espero que te veré antes de las nueve y media.
Recuerda que canta la Patti. Apenas había cerrado la puerta, cuando Dorian Gray
tocaba la campanilla, y, al cabo de pocos minutos, aparecía Víctor con las
lámparas y cerraba las persianas. Aguardó con impaciencia que el criado se
retirase, pareciéndole que tardaba en todo una eternidad. En cuanto hubo
salido, corrió hacia el biombo, que echó a un lado. No, el retrato no había
sufrido ningún otro cambio. El había sabido la muerte de Sibyl Vane antes que
el mismo Donan, como si tuviera noticia de los sucesos de la vida a medida que
ocurrían. La maligna crueldad que deformaba la línea de su boca, había
aparecido, indudablemente, en el mismo momento en que la muchacha tomaba el
veneno. ¿O bien era indiferente alas consecuencias, atento sólo a lo que tenía
lugar dentro del alma? Meditó en ello, con la esperanza de ver algún día
operarse este cambio ante sus ojos; esperanza que le hizo estremecer. ¡Pobre
Sibyl! ¡Qué novelesco había sido todo ello! Con frecuencia había ella
representado la muerte sobre la escena. Y la Muerte misma la había cogido y
llevado consigo. ¿Cómo habría hecho aquella terrible escena postrera? ¿Le
habría maldecido al morir? No; ella había muerto por amor de él, y ya siempre
el amor sería para él un sacramento. Ella lo había expiado todo con el
sacrificio de su vida. El no quería pensar más en lo que le había hecho sufrir
aquella horrible noche en el teatro. Cuando la recordase, sería siempre como
una maravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo para mostrar la
suprema realidad del Amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Los ojos se le
cuajaron de lágrimas, recordando su aire infantil y sus caprichos de niña mimada,
y su gracia tímida y temblorosa. Restregóselos apresuradamente, y contempló de
nuevo el retrato. Comprendió que, realmente, le había Negado el momento de
escoger en la vida. ¿O bien su elección había sido ya hecha? Si, la vida había
decidido por él.. la vida, y también su ilimitada curiosidad de vivir. Eterna
juventud, infinita pasión, placeres sutiles y secretos, alegrías ardientes y
pecados aún más ardientes... todo esto tenía él que conocerlo. El retrato
llevaría el peso de su ignominia. Un sentimiento de dolor se insinuó en él al
pensar en la profanación que aguardaba a aquel hermoso rostro pintado en el
lienzo. Una vez, en burla infantil de Narciso, había besado, o hecho ademán de
besar, aquellos labios pintados, que ahora le sonreían tan cruelmente. Día tras
día, se había sentado frente al cuadro, maravillándose de su belleza, enamorado
casi de él, pensaba a veces. ¿Iría a alterarse ahora a cada estado de alma por
que él pasase? ¿Iría a convertirse en una cosa monstruosa y repugnante que
tener escondida en un cuarto cerrado, lejos de la luz del sol, que tantas veces
había trocado en oro refulgente la ondulada maravilla de su cabellera? ¡Qué
lástima, qué lástima! Durante un momento pensó en implorar que la espantosa
afinidad que había entre él y el cuadro cesara de existir. ¿No había cambiado
el retrato como resultado de un deseo? Pues acaso como resultado de otro deseo
pudiera permanecer inmutable. Y, sin embargo, ¿quién que súplese algo de la
vida renunciaría a la probabilidad de permanecer siempre joven, por fantástica
que pudiera ser tal probabilidad, o por fatales que fuesen las consecuencias
que pudiera acarrear? Por otra porte, ¿dependería aquello de su voluntad?
¿habría sido, realmente, su deseo la causa de la sustitución? ¿No podría haber
alguna extraña tazón científica en todo ello? Si el pensamiento podía ejercer
su influencia sobre un organismo vivo, ¿no podría ejercerla también sobre una
cosa inorgánica y sin vida? ¿Y no podrían, a su vez, las cosas externas, sin
pensamiento o intención consciente, vibrar al unísono de nuestros estados de
alma y pasiones, por un amor secreto o una extraña afinidad de átomo con átomo?
Pero ¿qué importaba la causa? El no tentaría más con súplica alguna tan
terrible poder. Si el retrato seguía cambiando y transformándose, ¡tanto peor!
¿A qué profundizar más? Por otra parte, no dejaba de haber su placer en este
examen y vigilancia. Así podría seguir a su espíritu en sus más escondidos
repliegues. El retrato sería para él el más mágico de los espejos. Lo mismo que
antes le habla revelado su cuerpo, ahora le revelaría su alma. Y cuando el
invierno cayese sobre el cuadro, él seguiría aún en el punto en que la
primavera tiembla al borde del verano. Cuando la sangre fuese huyendo del
rostro pintado y dejando atrás una pálida mascarilla de escayola, con ojos de
plomo, él conservaría el hechizo de la adolescencia. Ni una sola flor de su
hermosura mustiaríase nunca. Ni un solo latido de su vida se debilitaría.
Semejante a los dioses de los griegos, sería fuerte, ágil y alegre. ¿Qué podía
importar lo que ocurría ala imagen pintada sobre el lienzo? El viviría sano y
salvo. Eso era todo. Volvió a colocar el biombo delante del retrato, sonriendo
al hacerlo, y pasó a su alcoba, donde ya el criado le esperaba. Una hora
después estaba en la Opera, y Lord Henry se apoyaba en el respaldo de su silla.
CAPÍTULO IX
Al día
siguiente Dorian Gray almorzaba, cuando entró Basil Hallward en la habitación.
-Me alegro de encontrarte, Dorian -dijo el pintor gravemente -. Vine anoche,
pero me dijeron que habías ido a la Opera. Ya supuse que esto no era posible;
pero sentí que no hubiesen dejando dicho adónde ibas realmente. Pasé una noche
espantosa, temiendo casi una segunda tragedia. Debiste avisarme desde el primer
momento. Me enteré por pura casualidad, leyendo en el club la última edición
del Globo. Vine aquí enseguida, y sentí en el alma no encontrarte. No te puedes
figurar cómo me ha sacudido todo esto. Me figuro lo que debes sufrir. Pero
¿adónde habías ido? ¿Acaso a ver ala madre? Estuve tentado un momento de ir a
buscarte allí. Sabía las señas por el periódico. Es en Euston Road, ¿verdad?
Pero temí importunar un dolor que en nada podía aliviar. ¡Pobre mujer! ¡En qué
estado debe encontrarse! ¡Además, su única hija! ¿Qué dice la infeliz? - ¿Y cómo
voy yo a saberlo, querido Basil? -murmuró Dorian, bebiendo a sorbitos un vino
amarillo pálido en una copa estriada de oro, de fino cristal veneciano, y con
aire de hondo aburrimiento -. Estuve, efectivamente, en la Opera. Deberías
haber ido a buscarme allí. Conocía Lady Gwen- dolen, la hermana de Harry.
Fuimos a su palco. Es encantadora, y la Patti cantó de un modo divino. No me
hables de cosas desagradables. Si no se habla de una casa, es como si no
hubiera tenido lugar. La expresión, como dice Harry, es la que da realidad alas
cosas. Lo único que puedo decirte es que no era hija única. Le queda un hijo,
creo que excelente muchacho, Pero no se ha dedicado al teatro. Me parece que es
marino, o algo por el estilo. Y, ahora, háblame de ti y dime qué es lo que
estás pintando. - ¿Que estuviste en la Opera? -dijo Hallward lentamente y con
un leve temblor de tristeza en la voz -. ¿Que estuviste en la Opera, mientras
el cadáver de Sibyl Vane yacía en un cuartucho infecto? ¿Y puedes hablarme de
que otras mujeres son encantadoras, y de que la Patti canta de un modo divino,
antes de que la muchacha a quien tanto querías tenga siquiera la paz de una
tumba en que dormir? ¿Es posible que no pienses en el horror que aguarda a ese
blanco cuerpecito que fue el suyo? - ¡Basta, Basil; no quiero oírlo! -gritó
Dorian, poniéndose en pie bruscamente -. ¿A qué hablar más de ello? Lo hecho,
hecho está. Lo pasado, pasado está. - ¿Y llamas pasado al ayer? - ¿Qué importa
el tiempo transcurrido? Sólo la gente superficial requiere años para verse
libre de una emoción. Un hombre dueño de sí mismo puede poner término a un
sufrimiento con la misma facilidad que inventar un placer. Yo no quiero estar a
merced de mis emociones. Quiero usar de ellas, gozar de ellas, y dominarlas. -
¡Es horrible, Dorian! Algo te ha hecho cambiar por completo. En apariencia,
sigues siendo el mismo muchacho maravilloso, que venía todos los días a mi
estudio para que yo pintase su retrato. Pero entonces eras sencillo, natural y
afectuoso. El ser menos echado a perder del mundo. Ahora, no sé qué es lo que
ha ocurrido, pero hablas como si carecieses de corazón y de todo sentimiento
compasivo. La influencia de Harry ha sido; demasiado lo veo. Sonrojóse el
adolescente, y acercándose a la ventana contempló unos momentos el jardín verde
y bruñido de sol. -Mucho le debo a Harry, Basil -dijo al fin -; más que a ti.
Tú, sólo me enseñaste a ser vanidoso. - ¿Sí? Pues bien castigado me veo por
ello... o me veré algún día. -No entiendo lo que quieres decir, Basil -exclamó
Dorian, volviéndose -. No sé a qué te refieres. Habla. -Quisiera encontrar al
Donan Gray que yo pintaba -dijo el artista con tristeza. -Basil -dijo el
adolescente, dirigiéndose hacia di, y poniéndole la mano en un hombro -; has
llegado demasiado tarde. Ayer, cuando supe que Sibyl Vane se había matado... -
¡Matado! ¡Santo ciclo!, ¿estás seguro? -gritó Hallward, clavando en él los ojos
con expresión de horror. - ¡Querido Basil! No es posible que tú hayas creído
que se trataba de un simple accidente. Claro que se ha matado. El pintor
escondió el rostro entre las manos, y murmuró, estremeciéndose: - ¡Qué horror!
-No -dijo Dorian Gray -; no hay en ello horror alguno. Es una de las grandes
tragedias románticas de la época. Por regla general, nadie (leva una vida más vulgar
que los actores. Son buenos maridos, o esposas fieles, o cualquiera otra
insipidez por el estilo. Ya sabes lo que quiero decir... virtud clase media y
compañía. ¡Qué distinta era Sibyl! Vivió su más hermosa tragedia. Fue siempre
una heroína. La última noche -la noche que tú la viste -representó mal, porque
había conocido la realidad del amor. Cuando conoció su falsedad, murió como
Julieta podía haber muerto. Entró de nuevo en la esfera del arte. Hay en ella
algo del mártir. Su muerte tiene toda la patética inutilidad del martirio, toda
su desolada belleza. Pero, como te decía, no vayas a creer que yo no he
sufrido. Si hubieras entrado ayer en un momento dado -las cinco y media o seis
menos cuarto, próximamente -, me habrías encontrado anegado en lágrimas. Ni
siquiera Harry, que estaba presente, y que fue, en realidad, quien me dio la
noticia, sospechó lo más mínimo de lo que pasaba por mí. Sufrí espantosamente.
Luego, todo pasó. No puedo repetir una emoción. Nadie, excepto los
sentimentales, puede hacerlo. Y tú eres horriblemente injusto, Basil. Vienes a
consolarme -casa muy delicada -; me encuentras consolado, y te pones furioso.
¡Magnífico; eso se llama altruismo! Me recuerdas una historia que me contó
Harry de un cieno filántropo que gastó veinte años de su vida tratando de
encontrar algún agravio que deshacer, o una ley injusta que modificar, no
recuerdo a punto fijo. Al fin lo consiguió, y nada podría pintar su desilusión.
Sin nada ya que hacer, se murió casi de tedio y volvióse un misántropo empedernido.
Por otra parte, mi querido Basil, si realmente quieres consolarme, enséñame a
olvidar lo sucedido, o a considerarlo desde un punto de vista artístico. ¿No es
Gautier el que hablaba de la consolation des arts ?. Recuerdo haber hojeado un
día en tu estudio un tomito encuadernado en pergamino, y tropezado en él, por
casualidad, con esta frase deliciosa. No es que yo sea como ese joven de que me
hablaste cuando estuvimos juntos en Marlow; aquel joven que decía que la seda
amarilla podía consolarle a uno de todas las miserias de la vida. Claro que me
gustan las cosas bellas que se pueden tocar y coger. Mucho puede aprenderse de
los brocados viejos, los bronces verdes, las lacas, los marfiles tallados, de
todas las cosas exquisitas que pueden rodearle a uno, y del lujo, y del
refinamiento; pero el temperamento artístico que estas cosas van creando, o
revelando al menos, me interesa más todavía. Convertirnos en el espectador de
nuestra propia vida, como dice Harry, es escapar al sufrimiento de la vida. Sé
que te sorprenderá oírme hablar así. Tú no te has dado cuenta de mi
desenvolvimiento. Yo era un colegial cuando te conocí. Ahora soy ya un hombre.
Tengo nuevas pasiones, nuevos pensamientos, nuevas ideas. Soy otro; pero no por
eso debes quererme menos. He cambiado; pero tú debes siempre ser mi amigo. Es
verdad que tengo mucho afecto a Harry. Pero sé que tú eres mejor que él. No
eres más fuerte -tienes demasiado miedo de la vida -, pero eres mejor. ¡Y qué
contentos hemos estado siempre que hemos estado juntos! No te enfades conmigo,
Basil, ni rompas nuestra amistad. Yo soy como soy. Es todo lo que tenía que
decirte. El pintor se sentía singularmente conmovido. Profesaba al adolescente
un cariño entrañable, y él había sido el punto decisivo en su arte. ¿A qué más censuras
y reproches? Después de todo, quizá su indiferencia no fuese más que una
disposición de ánimo pasajera. ¡Había en él tanta bondad y tanta nobleza!
-Bueno, Dorian -dijo al fin, sonriendo tristemente -; no volveré a hablarte
nunca de este horrible suceso. Espero que tu nombre no aparecerá para nada
mezclado en dl. La instrucción debe tener lugar esta misma tarde. ¿Te han
citado? Dorian movió la cabeza negativamente, haciendo una ligera mueca de
contrariedad al oír la palabra "instrucción". ¡Era tan cruda y tan
vulgar aplicada a lo sucedido! -No saben mi nombre -repuso. - ¿Tampoco ella lo
sabía?. -Mi nombre de pila sólo, y ése estoy
seguro de que no lo dijo a nadie. En una ocasión me dijo que todos tenían gran
curiosidad por saber quién era yo, y que ella, invariablemente, les contestaba
que mi nombre era el Príncipe. ¿Verdad que era delicioso? Tienes que hacerme un
dibujo de Sibyl, Basil. Me gustará tener de ella algo más que el recuerdo de
unos cuantos besos y alguna que otra frase patética.
-Intentaré hacer algo, Dorian, si así
lo deseas. Pero tienes que venir a servirme otra vez de modelo. No puedo
prescindir de ti. - ¡Imposible, Basil, que te sirva otra vez de modelo!
-exclamó Dorian, estremeciéndose. El pintor le miró asombrado. - ¡Cómo! Eso
quiere decir que el retrato que te hice no es de tu agrado. Por cierto, ¿dónde
está? ¿Por qué lo has tapado con ese biombo? Déjame verlo. Es lo mejor que he
hecho hasta ahora. Quita ese biombo, Dorian. Es una descortesía de tu criado el
haber escondido así mi obra. Ya me pareció, al entrar, que había algo cambiado
en el cuarto. -Mi criado no tiene la culpa, Basil. Ya comprenderás que no le
dejo arreglar la casa a gusto suyo. A lo sumo, si se ocupa de elegir y colocar
las flores. No; he sido yo mismo. Había demasiada luz para el retrato. -
¡Demasiada luz! De ningún modo, querido Dorian. Es un sitio admirable. Déjame
que lo vea -. Y Hallward se dirigió hacia el retrato. Un grito de terror se
escapó de labios de Dorian, que corrió a interponerse entre el pintor y el
biombo. -No lo verás, Basil -dijo, poniéndose palidísimo -; no quiero que lo
veas. - ¡Que no vea mi propia obra! No es posible que hables en serio, ¿Por qué
no voy a verla? -exclamó Hallward, riendo. -Si tratas de verla, Basil, te doy
mi palabra de honor que no volveré a hablarte en la vida. Te lo digo
completamente en serio. No puedo darte la explicación, ni tú debes pedírmela.
Pero ten presente que si tocas ese biombo, todo habrá terminado entre nosotros.
Hallward se había quedado como petrificado. Miraba a Dorian con una
estupefacción absoluta. Nunca le había visto de aquel modo: pálido de rabia,
con los puños apretados y las pupilas como dos discos de fuego azul, temblando
de pies a cabeza. - ¡Dorian! - ¡Ni una palabra! -Pero ¿qué ocurre? Desde luego
que no lo miraré si no quieres - dijo con cierta frialdad, volviendo los
talones y dirigiéndose hacia la ventana -. Pero, realmente, parece un tanto
absurdo que yo no pueda ver mi propia obra, sobre todo yendo a exponerla en
París este otoño. Probablemente habrá que darle antes otra mano de barniz, y
entonces no tendré más remedio que verla. ¿Por qué no ahora? - ¡Exponerla! ¿Qué
piensas exponerla? -exclamó Dorian Gray, presa de una extraña sensación de
terror. ¿Iría, pues, el mundo a ver su secreto, a quedarse perplejo ante el
misterio de su vida? ¡Imposible! Era preciso hacer, sin demora, algo - no sabía
el qué -que lo impidiese. -Sí; supongo que no tendrás inconveniente, Georges
Petit va a reunir mis mejores cuadros para una exposición particular en su
salón de la calle de Sèze, que se abrirá en la primera semana de octubre. El
retrato estará fuera sólo un mes. Espero que podrás separarte de él sin
dificultad por ese tiempo. Además, seguramente no estarás en Londres. Y si lo
tienes siempre detrás de un biombo, señal de que no te interesa gran cosa.
Dorian Gray se pasó la mano por la
frente, empapada en sudor. Comprendía que estaba al borde de un gran peligro.
-Hace un mes me dijiste que no pensabas exponerlo nunca -dijo - . ¿Cómo es que
has cambiado de idea? Vosotros, los que presumís de consecuentes, sois igual de
caprichosos que los demás. Con la diferencia de que vuestros caprichos carecen
de sentido. No es posible que hayas olvidado lo solemnemente que me aseguraste
que nada en el mundo podría decidirte a enviarlo a una exposición. Y
exactamente lo mismo dijiste a Harry. De pronto se detuvo; y por sus ojos cruzó
un relámpago. Acababa de recordar que Lord Henry le había dicho una vez, mitad
en serio, mitad en broma: "Si quieres pasar un curioso cuarto de hora, haz
que Basil te diga por qué no quiere exponer tu retrato. El me explicó las
razones, que fueron para mí una revelación". Sí; acaso Basil tenía también
su secreto. El trataría de arrancárselo. -Basil -dijo, acercándose a él, y mirándole
bien en los ojos -; los dos tenemos nuestros secretos. Dime el tuyo, y yo te
contaré el mío. ¿Cuál era la razón de que te negases antes a exponer mi
retrato? El pintor no pudo contener un estremecimiento. -Si te lo dijese,
Dorian, es posible que luego me quisieras menos, y seguramente te reirías de
mí. Ninguna de ambas cosas podría soportarla. Si te empeñas en no dejarme ver
nunca más tu retrato, bien está, me resigno. Siempre podré siquiera verte a ti.
Si deseas que mi mejor obra permanezca siempre ignorada del mundo,
perfectamente, lo acepto. Tu amistad me importa mucho más que la fama o la
gloria. -No, Basil; es preciso que me lo digas -insistió Donan -. Creo que
tengo derecho a saberlo. Su terror se había ya desvanecido, y la curiosidad
ocupado su lugar. Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hallward.
-Sentémonos, Dorian -dijo el pintor, al parecer turbado- Sentémonos, y responde
a una pregunta: ¿No has notado en el retrato nada extraño? Algo que
probablemente, al principio, no te llamó la atención; pero que, de repente, te
fue revelado. - ¡Basil! -gritó Dorian, asiéndose a los brazos de su sillón con
manos trémulas, y mirándole con ojos ardorosos y extraviados. -Veo que sí. No
hables. Espera a oír lo que tengo que decirte. Dorian, desde el momento en que
te conocí, tu personalidad ejerció sobre mí la más extraordinaria influencia.
Me sentí dominado, alma, cerebro y fuerza, por ti. Tú te convertiste para mí en
la encarnación de ese ideal invisible, cuyo recuerdo nos persigue a los artistas
como un sueño inefable. Te adoré. Me sentía celoso de todo aquél a quien
dirigías la palabra. Necesitaba tenerte todo para mí solo. No me sentía feliz
más que cuando estabas conmigo. Y cuando estabas lejos de mí, estabas todavía
presente en mi arte... Claro que yo no te di a entender nunca nada de esto.
Hubiera sido imposible. Tú no lo habrías comprendido. Apenas si yo mismo lo
comprendo. Sabía sólo que había visto la perfección, cara a cara, y que el
mundo se había convertido en algo maravilloso a mis ojos... demasiado
maravilloso quizá, pues en estas adoraciones insensatas hay un peligro, el de
perderlas, no menor que el peligro de conservarlas... Pasaron semanas y
semanas, y cada día me absorbía más en ti. Entonces comenzó una fase nueva. Yo
te había dibujado como París, revestido de una delicada armadura; como Adonis,
con la capa de cazador y la bruñida jabalina. Coronado de pesadas flores de
loto, tú te sentaste en la proa de la barca de Adriano, con los ojos puestos
más allá del Nilo turbio y verde. Tú te inclinaste sobre la charca tranquila de
una selva griega y viste en la plata del agua silenciosa el milagro de tu
propio rostro. Y todo esto era como el arte debería ser: inconsciente, ideal y
remoto. Un día, día fatal creo a veces, decidí pintar un espléndido retrato
tuyo, tal como eres en la actualidad, no en el atavío de las edades muertas,
sino en tu mismo traje y en tu propio tiempo. Si fue el realismo del método, o
el simple milagro de tu personalidad, presentándoseme así, directamente, sin
bruma ni velo, es cosa que no podría decir. Lo que sé es que, mientras pintaba,
cada pincelada me parecía revelar mi
secreto. Empecé a temer que los demás
se dieran cuenta de mi idolatría. Comprendí, Dorian, que había dicho demasiado,
que había puesto demasiado de mí mismo en esa obra. Entonces fue cuando resolví
no permitir nunca que se expusiera el retrato. Tú te enfadaste un poco; pero
entonces tú no comprendías todo lo que significaba para mí. Harry, a quien le
hablé de ello, se burló de mí. Pero ¿qué me importaba? Cuando concluí el
retrato y me senté para mirarlo a solas, vi que tenía yo razón... Sin embargo,
al cabo de pocos días, cuando salió el cuadro de mi estudio, y apenas me vi
libre de la invencible sugestión de su presencia, me pareció que había sido una
locura ver en él otra cosa que tu belleza y que yo sabía pintar. Aun ahora, en
este momento, no puedo menos de pensar que la pasión que experimenta uno al
crear, jamás se muestra realmente en la obra creada. El arte es siempre más
abstracto de lo que nos imaginamos. La forma y el color nos
hablan de la forma y del color, simplemente. A veces pienso que el arte más
oculta al artista que lo revela. Así, cuando recibí ese ofrecimiento de París,
decidí hacer de tu retrato el punto culminante de mi exposición. No se me pudo
ocurrir que tú te negases. Ahora veo que tenías razón. El retrato no puede ser
expuesto. No me guardes rencor, Dorian, por todo lo que te he dicho. Como decía
una vez a Harry, tú has sido hecho para ser adorado. Dorian Gray respiró
libremente. El color volvió a sus mejillas, y una sonrisa jugueteó en sus
labios. El peligro había pasado. Estaba a salvo por el momento. Sin embargo, no
podía menos de sentir una infinita compasión por el pintor, que acababa de
hacerle esa extraña confesión, preguntándosesi él mismo llegaría alguna vez a
verse tan dominado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto
de ser sumamente peligroso, pero nada más. Era demasiado inteligente y
demasiado cínico para poder quererle de veras. ¿Encontraría alguna vez a
alguien capaz de inspirarle tan extraña idolatría? ¿Sería ésta una de las cosas
que le reservaba la vida? -Lo que me parece extraordinario, Dorian -agregó
Hallward -, es que tú hayas visto eso en el retrato. ¿Lo viste realmente? -Algo
vela en él -contestó Dorian -, que, a veces, me parecía muy singular. -Bueno;
¿me permites ahora que lo mire? Dorian sacudió la cabeza. -Te ruego que no
insistas, Basil. No me es posible dejarte frente a ese retrato. -Pero algún día
me dejarás, ¿no? -Nunca. -Bien; acaso tengas razón. Adiós, pues, Dorian. Tú has
sido la única persona que realmente ha influido en mi arte. Todo lo bueno que
he hecho a ti te lo debo. ¡Ah!, tú no sabes lo que me cuesta decirte todo lo
que te he dicho. -Pero, ¿y qué es lo que me has dicho, querido Basil? -dijo
Dorian-. Simplemente que sentías admirarme demasiado. Eso ni siquiera es un
cumplido. -No tenía la intención de ser un cumplido. Fue una confesión. Ahora
que la he hecho, parece como si me hubiese desprendido de algo. Quizá no
deberíamos nunca traducir nuestra adoración en palabras.
-Ha sido una confesión que me ha
defraudado. -Pues, ¿qué era lo que esperabas, Dorian? ¿Viste acaso algo más en
el retrato? Era lo único que había. -No, no vi más. ¿Por qué me lo preguntas?
Pero no debes hablar de adoración. Es una tontería. Tú y yo
somos amigos, Basil, y siempre lo seremos. -Ya tienes a Harry -dijo el pintor
tristemente. - ¡Oh, Harry! -exclamó Dorian con una carcajada -. Harry se pasa
el día en decir cosas increíbles, y la noche en hacer cosas inverosímiles.
Exactamente el género de vida que a mí me gustaría hacer. Pero no creo que
acudiese a Harry en un momento de apuro. Antes acudiría a ti, Basil. - ¿Me
servirás otra vez de modelo? - ¡Imposible! -Echas a perder mi vida de artista
negándote, Dorian. Nadie tropieza dos veces con su ideal, y pocos son los que
tropiezan una. -No me es posible explicártelo, Basil; pero nunca volveré a
servirte de modelo. En todo retrato hay algo de fatalidad. Tienen una vida
propia. Iré a tomar el té contigo, y lo pasaremos igualmente bien. -Tú, mucho
mejor, desde luego -murmuró Hallward apesadumbrado -. Hasta la vista, pues.
Siento que no me dejes ver por última vez el retrato. Pero ¡qué se leva a
hacer! Me doy perfecta cuenta de tus sentimientos. Cuando se hubo marchado,
Dorian se sonrió a sí mismo. ¡Pobre Basil! ¡Qué poco sabía de la causa
verdadera! ¡Qué singular que, en vez de haberse visto obligado a revelar su
propio secreto, hubiese conseguido, casi por casualidad, arrebatar el suyo a su
amigo! ¡Cuántas cosas le explicaba esta extraña confesión! Los absurdos
arrebatos de celos del pintor, su devoción frenética, sus extravagantes
panegíricos, sus extrañas reticencias, todo lo comprendía ahora, con tristeza.
Le parecía ver algo trágico en una amistad tan novelesca. Suspiró, y tiró de la
campanilla. Era preciso, a toda costa, ocultar el retrato. No podía exponerse
otra vez al riesgo de un descubrimiento semejante. Había sido una locura
conservarlo, una hora siquiera, en una habitación a la que todos sus amigos
tenían acceso.
CAPÍTULO X
Cuando llegó
el criado, Dorian le miró fijamente, preguntándose si se le habría ocurrido
fisgar detrás del biombo. El mozo permaneció impasible, esperando sus órdenes.
Dorian encendió un cigarrillo, dirigióse a un espejo y se contempló
atentamente. En él podía ver reflejarse con toda claridad la cara de Víctor.
Era como una plácida careta de servilismo. Nada había en ella de temible. Sin
embargo, juzgó prudente estar en guardia. Hablando muy reposadamente, le dijo
que avisara al ama de llaves que deseaba verla, y luego a la tienda en que le
hacían los marcos, para que le enviasen inmediatamente dos empleados. Al salir
el criado, le pareció que había lanzado una mirada en dirección al biombo. ¿0 sería
imaginación suya? Al cabo de unos instantes, mistress Leaf, con su traje de
seda negra y las manos sarmentosas enfundadas en sus mitones de punto, entraba
vivamente en la, biblioteca. Donan le pidió la llave del estudio. - ¿La antigua
sala de estudio, Mr. Gray? -exclamó mistress Leaf -. ¡Pero si está toda llena
de polvo! Tengo antes que limpiarla y ponerla en orden. Está impresentable. Le
aseguro a usted que está impresentable. -No me importa. Nada de eso hace falta.
La llave es lo único que necesito. -Bueno, bueno; se llenará usted de
telarañas. Como que hace cerca de cinco años que no se ha abierto. Desde que el
señor murió. Estremecióse Dorian a la mención de su abuelo. Conservaba de él un
pésimo recuerdo. -No importa -repitió -. Se trata sólo de echar un vistazo.
Déme usted la llave. -Aquí está la llave -dijo la anciana, buscando en su
llavero con dedos trémulos e inseguros -. Aquí está. Al momento la tendrá
usted. Pero no se le habrá ocurrido trasladarse allá arriba, ¿verdad?, estando
aquí tan bien instalado. -No, no, no pase usted cuidado -exclamó él con
impaciencia -. Gracias. Puede usted retirarse. Pero mistress Leaf se demoró
unos instantes, charlando de algunos detalles del manejo de la casa. Dorian
suspiró y le dijo que hiciera en todo lo que creyese más conveniente. Al fin,
mistress Leaf salió de la habitación, deshaciéndose en sonrisas. Apenas se
cerró la puerta, guardóse Dorian la llave en el bolsillo y echó una ojeada a su
alrededor. Sus ojos se detuvieron en una amplísima colcha de seda morada, toda
bordada de oro, espléndido trabajo veneciano del siglo XVII, que su abuelo
encontrara en un convento de las cercanías de Bolonia.
Sí; aquello serviría para envolver el objeto horrendo. Quizá habría servido
alguna vez de paño mortuorio. Ahora iba a ocultar algo que también tenía su
podredumbre, peor que la misma podredumbre de la muerte... algo que engendraría
horrores y, sin embargo, nunca moriría. Lo que el gusano era para el cadáver,
serían sus pecados para la imagen pintada sobre el lienzo. Ellos corromperían
su belleza y devorarían su gracia. La profanarían, la convertirían en algo
inmundo. Y, sin embargo, aquello continuaría viviendo; no moriría nunca. Tuvo
un estremecimiento, y por un instante sintió no haber dicho a Basil la
verdadera razón por la que deseaba ocultar el retrato. Basil le habría ayudado
a resistir la influencia de Lord Henry, y las influencias, todavía más
perniciosas, de su propia naturaleza. En el amor que le tenía -pues realmente
era amor- nada había que no fuese noble y espiritual. No era la simple
admiración física de la belleza que nace de los sentidos, y se extingue con el
cansancio de éstos. Era un amor como lo habían conocido Miguel Angel y
Montaigne, y Winckelmann, y Shakespeare. Sí, Basil le habría salvado. Pero ya
era demasiado tarde, El pasado podía anularse. El remordimiento, la negación o
el olvido podían conseguirlo. Pero el futuro era inevitable. Había en él
pasiones que siempre encontrarían su terrible salida, sueños que harían real la
sombra de su maldad. Cogió la amplia colcha de púrpura y oro que cubría el
diván, y pasó con ella al otro lado del biombo. ¿Estaba el rostro más horrendo
que antes? Le pareció que no había sufrido ningún cambio; pero, a pesar de
ello, su repugnancia creció. Los cabellos dorados, los ojos azules, los labios
purpurinos... todo ello estaba allí. Sólo la expresión se había alterado. Era
horrible de crueldad. Comparados a todo lo que veía en ella de acusación y de
censura, ¡qué superficiales resultaban los reproches de Basil a propósito de
Sibyl Vane! ¡Qué superficiales y qué insignificantes! Su misma alma estaba
mirándole desde el lienzo y llamándole a juicio. Sintió una crispación de
dolor, y apresuróse a arrojar el rico paño mortuorio sobre el cuadro. En aquel
momento llamaron a la puerta, y acababa de salir de detrás del biombo cuando
entró el criado. -Ahí están los de la tienda, señor. Le pareció que debía
alejar con cualquier pretexto a aquel hombre. No convenía que se enterase de
adónde llevaban el cuadro. Había en él un no sé qué de taimado, y tenía ojos de
astucia y de perfidia. Sentándose a la mesa, puso unas líneas a Lord Henry,
rogándole que le enviase algo que leer, y recordándole que a las ocho y cuarto
estaban citados. -Espera la contestación -dijo entregándosela -, y que pasen
esos hombres. Al cabo de dos o tres minutos volvieron a llamar, y Mr. Hubbard,
en persona, el dueño de la famosa tienda de marcos de la calle de South Audley,
entró seguido de un joven ayudante de aspecto un tanto cerril. Mr. Hubbard era
un hombrecito vivaracho, de patillas rojas, cuya admiración por el arte estaba
considerablemente atenuada por la inveterada inopia de la mayor parte de los
artistas con que trataba. Por regla general, nunca salía de su tienda. Esperaba
que la gente viniese a buscarle a él. Pero siempre hacía una excepción en favor
de Dorian Gray, tal era la seducción que éste ejercía sobre todo el mundo.
Verle sólo, era ya un placer. - ¿En qué puedo servirle, Mr. Gray? -exclamó
restregándose las manos gordezuelas y pecosas -. He creído de mi deber acudir
en persona a preguntárselo. Justamente acabo de adquirir en una subasta una
maravilla de marco. Florentino antiguo. Proveniente de Fonthiel, me parece.
Admirable para algo de asunto religioso, Mr. Gray. -Siento infinito que se haya
usted molestado en venir, Mr. Hubbard. Desde luego pasaré a ver ese marco
-aunque, por el momento, el arte religioso no me interese gran cosa -. Pero hoy
no se trata más que de transportar un cuadro al último piso. Como es
bastante pesado, se me ocurrió que
usted podría prestarme un par de sus empleados. -Ninguna molestia, Mr. Gray.
Encantado siempre de servirle. ¿Dónde está esa obra de arte? -Aquí -contestó
Dorian, separando el biombo -. ¿Podrá transportarse tal como está cubierta?
Sentiría que se estropease al subirla por la escalera. -No hay dificultad, Mr.
Gray -dijo el ilustre enmarcador, empezando, con ayuda de su acólito, a
descolgar el retrato de las largas cadenas de cobre que lo sostenían -. Y
ahora, ¿adónde hay que llevarlo, Mr. Gray? -Yo le mostraré el camino, Mr.
Hubbard, si tiene usted la bondad de seguirme. O quizá sería mejor que pasasen
ustedes delante. Temo que esté demasiado alto. Subiremos por la escalera
principal, que es más ancha. Les abrió la puerta, atravesaron el hall y
empezaron la ascensión. El carácter ornamental del marco hacía el retrato
extremadamente voluminoso, y de cuando en cuando, a pesar de las serviciales
protestas de Mr. Hubbard, que, a fuer de verdadero comerciante, no gustaba de
ver hacer a un hombre de la alta sociedad nada útil, Dorian ponía también manos
a la obra y trataba de ayudar. - ¡Uf, buena carga, Mr. Gray! -exclamó
entrecortadamente el hombrecito, al llegar al último rellano, esponjándose la
frente lustrosa. -Sí, sí que pesa -murmuró Dorian, abriendo la puerta de la
habitación que iba a guardar el extraño secreto de su vida y a esconder su alma
a los ojos humanos. Hacía más de cuatro años que no había entrado allí; desde
que la había empleado: primero, como cuarto de recreo, y más tarde, de
mayorcito, como sala de estudio. Era una estancia amplia y bien proporcionada,
que el último Lord Kelso mandara construir especialmente para uso de su nieto,
al que, debido a su singular parecido con su madre y también por otras razones,
siempre había aborrecido y deseado conservar a cierta distancia. Poco había
cambiado desde entonces la habitación. Por lo menos, tal le pareció ti Dorian.
Allí estaba el enorme cassone italiano, con sus tableros fantásticamente
pintados y sus empañados ataires dorados, en el que tantas veces se había
escondido de niño; y la librería de palo áloe, llena de libros de clase con las
puntas dobladas. Detrás, clavado en la pared, colgaba el mismo andrajoso tapiz
flamenco, en el cual un rey y una reina jugaban al ajedrez en un jardín,
mientras una compañía de halconeros cabalgaba por las cercanías con las aves
encapirotadas sobre el puño. ¡Cómo se acordaba de todo! Cada momento de su
infancia solitaria volvía a él mientras paseaba los ojos en torno. Recordaba la
pureza inmaculada de su vida de niño, y le parecía horrible que aquella misma
estancia fuera a ocultar el retrato maldito. ¡Qué lejos estaba de pensar,
aquellos días lejanos, en todo lo que la
vida le tenía reservado! Pero no había
otro lugar en la casa tan a cubierto de toda mirada indiscreta. El tenía la
llave, y nadie podía entrar allí. Debajo de su sudario de púrpura el rostro pintado
sobre el lienzo podría tornarse bestial, monstruoso y repugnante. ¿Qué
importaba? Nadie podría verlo. Ni él mismo lo vería siquiera. ¿A qué espiar la
odiosa corrupción de su alma? El conservaría su juventud, que era lo
importante. Además, quién sabe, ¿no podría acaso su naturaleza mejorar y
purificarse? No había razón alguna para que el futuro fuese sólo de vergüenza.
Algún amor podía cruzarse en su vida, y depurarle, y ponerle a salvo de
aquellos pecados que ya parecían germinar en su espíritu y en su carne... esos
extraños pecados no descritos, cuyo mismo misterio les presta su sutileza y
atractivo. Quizá, un día, la expresión de crueldad se habría borrado de los
tiernos labios rojos, y podría mostrar al mundo la obra maestra de Basil
Hallward. No; esto era imposible. Hora por hora, y semana tras semana, el
rostro envejecería sobre el lienzo. Podría escapar de la deformidad del pecado,
pero la deformidad del tiempo le aguardaba indefectiblemente. Las mejillas
quedarían sumidas y fláccidas. Las patas de gallo amarillentas se ensañarían
alrededor de sus ojos empañados; el cabello perdería su brillo; la boca,
entreabierta o caída, tendría esa expresión estúpida o atontada que tienen las
bocas de los viejos. Sería el cuello arrugado, las manos frías, de abultadas
venas azules, el cuerpo encorvado, que recordaba en el abuelo que tan duro
fuera con él en su infancia. Sí, era preciso esconder el retrato. No había otro
remedio. -Tengan ustedes la bondad de entrarlo, Mr. Hubbard -dijo cansadamente,
volviéndose hacia él -. Y perdone que le haya hecho esperar. Estaba pensando en
otra cosa. -Nunca está de más descansar un rato. Mr. Gray -repuso el
industrial, que todavía estaba tomando aliento- ¿Dónde lo ponemos? - ¡Oh!, en
cualquier parte. Ahí mismo. No hace falta colgarlo. Basta con apoyarlo en la
pared. Gracias. - ¿Y no podía verse esta obra de arte, Mr. Gray? Dorian se
estremeció. -No le interesaría a usted, Mr. Hubbard -dijo, sin perderle de
vista, dispuesto a saltar sobre él y derribarlo en tierra si se atrevía a
levantar el paño suntuoso que escondía el secreto de su vida -. Bueno, no le
molesto más. Y muchísimas gracias por su amabilidad viniendo en persona. -De
nada, de nada, Mr. Gray. Encantado siempre de servirle. Y Mr. Hubbard empezó a
bajar la escalera, seguido de su ayudante, que de cuando en cuando volvía la
cabeza hacia Dorian, con una expresión de tímido asombro en su rostro tosco y
poco agraciado. Nunca había visto belleza semejante en un hombre. Apenas se
hubo apagado el ruido de los pasos, cerró Dorian la puerta y guardó la llave en
su bolsillo. Al fin se sentía en salvo. Nadie podría
contemplar ya aquel horror. Mirada
alguna, excepto la suya, podría ver su vergüenza. Al entrar de nuevo en la
biblioteca, advirtió que acababan de dar las cinco y que el té estaba ya
servido. Sobre un velador de oscura madera odorífera, con incrustaciones de
nácar, regalo de Lady Radley, mujer de su tutor, deliciosa inválida de
profesión, que había pasado el invierno anterior en el Cairo, encontró una
esquela de Lord Henry, con un libro de cubierta amarilla, ligeramente
desgarrada, y cortes un tanto manchados. En la bandeja del té halló un número
de la tercera edición de The St. Jame's Gazette . Era evidente que Víctor había
vuelto. Pensó si se habría encontrado en el hall con los hombres, al salir
éstos de la casi, y si les habría sonsacado lo que habían estado haciendo.
Seguramente echaría de menos el retrato... mejor dicho, ya lo habría echado de
menos al entrar el té. El biombo no había sido colocado de nuevo en su sitio, y
en la pared era bien visible el hueco.
Quizás alguna noche se lo encontrase
subiendo de puntillas la escalera y tratando de forzar la puerta del estudio.
Era horrible tener un espía en la propia casa. El había oído hablar de gentes
ricas que se habían pasado toda la vida explotadas por un criado que leyera una
carta, o sorprendiera una conversación, o recogiera una tarjeta con unas
señas, o encontrara debajo de una
almohada una flor seca o un jirón arrugado de encaje. Suspiró, y después de
servirse una taza de té, abrió la esquela de Lord Henry. Era simplemente para
decirle que le enviaba un periódico de la tarde y un libro que podría
interesarle, y que a las ocho y cuarto estaría en el club. Desplegó el
periódico negligentemente, y se puso a hojearlo. Una raya de lápiz rojo en la
página quinta llamó su atención. Leyó el párrafo que señalaba: "Muerte de
una actriz - Esta mañana se ha verificado en Bell Tavern, Hoxton Road, por Mr.
Danby, coroner del distrito, la instrucción sobre la muerte de Sibyl Vane,
joven actriz recientemente contratada en el Royal Theatre, Holborn. Se dictó
veredicto de muerte por accidente. La madre de la difunta, que se mostró
grandemente afectada durante su declaración y la del doctor Birrell, que habla
efectuado la autopsia de la muerta, recibió vivas muestras de simpatía."
Frunciendo el ceño, rompió en dos el periódico, y cruzando la habitación arrojó
los pedazos afuera. ¡Qué horrible era todo aquello! ¡Y qué espantosamente real
hacía todo la fealdad! Sintió que a Lord Henry se le hubiese ocurrido enviarle
aquella reseña. Y no dejaba de ser una indiscreción haberla marcado con lápiz
rojo. Víctor podía haberla leído. Sabia suficiente inglés para ello. Acaso la
había leído y empezado a sospechar algo. Sin embargo, ¿qué importaba? ¿Qué
tenia que ver Dorian Gray con la muerte de Sibyl Vane? No había por qué temer.
El no la habla matado. Sus ojos cayeron sobre el libro que le enviaba Lord
Henry. ¿Qué seria? Dirigióse hacia el pequeño velador octogonal de tonos
nacaradas, que siempre se le habla antojado obra de algunas singulares abejas
egipcias que trabajasen la plata, y cogiendo el volumen se acomodé en una
butaca y empezó a hojearlo. Al cabo de unos minutos se sintió absorto. Era el
libro más extraño que había leído. Les parecía como si, exquisitamente
ataviados, y al son delicado de las flautas, desfilasen ante él en mudo cortejo
todos los pecados del mundo. Cosas vagamente soñadas, de pronto se le hacían
reales. Cosas nunca soñadas se le iban revelando paulatinamente. Era una novela
sin intriga, y con un solo personaje, simple estudio psicológico de un joven
parisiense que empleara su vida en tratar de realizar, en pleno siglo XIX,
todas las pasiones y modalidades de pensamiento que fueron de todos los siglos,
excepto del suyo, y, como si dijéramos, de resumir en sí los diversos estados
por que el mundo habla pasado, amando, por su mismo artificio, esas renuncias
que los hombres han llamado insensatamente virtud, al igual que esas rebeliones
naturales que los hombres sensatos llaman todavía pecado. Todo ello escrito en
ese estilo curiosamente cincelado, a la vez oscuro y centelleante, lleno de
argot y de arcaísmos, de expresiones técnicas y paráfrasis complicadas, que
caracteriza la obra de algunos de los mejores representantes de la escuela
francesa de las simbolistas. Había metáforas monstruosas como orquídeas, y del
mismo matizado sutil. La vida de los sentidos era descrita en términos de
filosofía mística. Había momentos en que no se sabía si se estaban leyendo los
éxtasis espirituales de algún santo de la Edad Media o las confesiones morbosas
de un pecador de hoy día. Era un libro ponzoñoso. El aroma pesado del incienso
parecía adherirse a sus páginas para turbar el cerebro. La simple cadencia de
la frase, la sutil monotonía de su música, tan llena de complejos estribillos y
de movimientos sabiamente repetidos, producía en el espíritu del adolescente, a
medida que se iban sucediendo los capítulos, una
especie de divagación, de ensueño enfermizo, que le hacía no darse cuenta del
día muriente y las sombras que nacían. Sin nubes, y taladrado por una Sola
estrella, el cielo verde cobre lucía
a través de las ventanas. A esta luz
pálida leyó hasta que no pudo más. Entonces, y tras de recordarle el criado
varias veces lo tardío de la hora, se levantó, pasó a la estancia contigua, y
dejando el libro sobre el helador florentino que le servía de mesa de noche,
empezó a vestirse para la comida. Las nueve iban a dar cuando llegó al club,
donde ya Lord Henry le esperaba, sentado en el salón, con cara de gran
aburrimiento. -Lo siento infinito, Harry -exclamó -; pero la culpa tuya es. Ese
libro que me enviaste me fascinó de tal manera, que no me di cuenta de la hora.
-Sí -, ya sabía yo que te gustada -replicó Lord Henry, poniéndose en pie. -No
he dicho que me gustará, Harry, sino que me ha fascinado. Es muy distinto. -
¡Ah!, ¿has hecho ese descubrimiento? -murmuró Lord Henry. Y pasaron al comedor.
CAPÍTULO XI
Muchos años
tardó Dorian Gray en libertarse de la influencia de aquel libro. Aunque más
correcto sería decir que nunca trató de ello. Nada menos que nueve ejemplares
de lujo de la primera edición hizo venir de París, mandándolos encuadernar en
diferentes colores, de suerte que pudiesen avenirse con su varios estados de
ánimo y las volubles fantasías de una naturaleza, sobre la cual, en ciertos
momentos, parecía haber perdido todo imperio. El héroe del libro, aquel joven y
extraordinario parisiense, en quien los temperamentos romántico y científico
aparecían tan singularmente fundidos, fue para él una especie de prefiguración
de sí mismo. Y, en verdad, que el libro entero le parecía contener la historia
de su propia vida, escrita antes de haberla vivida. En un punto era más
afortunado que el héroe imaginario del cuento. El nunca conoció -realmente,
nunca tuvo motivo para conocerlo- aquel horror un tanto grotesco a las espejos,
superficies bruñidas de metal y aguas quietas, que asaltara tan tempranamente
al joven parisiense, ocasionado por la súbita ruina de una belleza en otro
tiempo, al parecer, tan singular. Con un deleite casi cruel -es muy posible que
en casi todos los deleites, como en todo placer, la crueldad también tenga su
sitio- leía siempre aquella última parte del libro; con su relato, no por enfático
menos trágico, del dolor y la desesperación de un hombre que pierde en sí mismo
lo que en los demás, y en el mundo, más alto había evaluado. Pues la milagrosa
belleza que de tal modo fascinara a Basil Hallward, ya tantos otros, parecía no
abandonarle jamás. Hasta aquellos que sabían los horrores que de él se contaban
-pues, de cuando en cuando, los más extraños rumores acerca de su vida íntima
se propalaban por Londres y eran la comidilla de los clubs - no podían darles
crédito cuando le veían. Su aspecto era siempre el de un hombre que ha sabido
preservarse de toda mácula del mundo. Cuando él entraba en un sitio, todas las
conversaciones licenciosas se acallaban. En la pureza de su rostro había algo
que les hacía enmudecer. Su sola presencia parecía traerles el recuerdo de la
inocencia perdida. Todos se preguntaban cómo un ser tan grácil y encantador
podía haber escapado a la ignominia de una época a la vez sensual y sórdida.
Con frecuencia, al volver a su casa después de alguna de aquellas prolongadas y
misteriosas ausencias que provocaran tan extrañas conjeturas entre sus amigos
-o que por tales se tenían- subía a paso de lobo la escalera hasta la cerrada
habitación, abría la puerta con la llave que nunca le abandonaba, y allí, en
pie frente al retrato obra de Basil Hallward, con un espejo en la mano, miraba
alternativamente el rostro perverso y envejecido del lienzo y la faz joven y
hermosa que le sonreía desde el cristal. La misma violencia del contraste
avivaba su deleite. Cada día se sentía más enamorado de su propia belleza, más
interesado en la corrupción de su alma. Examinaba con minucioso cuidado, y a
veces con una delectación monstruosa y terrible, los surcos odiosos que
estigmatizaban la frente contraída o crispaban los labios bestiales, preguntándose
cuáles eran más horribles, si las huellas de la edad o las señales del vicio.
Colocaba sus manos blancas y tersas junto alas horrendas manos hinchadas del
retrato, y sonreía. Burlábase del cuerpo deforme y tos miembros degenerados.
Claro que había momentos, por la noche, cuando, desvelado, reposaba en su
alcoba, delicadamente perfumada, o en el sórdido cuartucho de aquella taberna
mal afamada, junto a los Docks, que, con nombre supuesto y bajo un disfraz,
solía frecuentar, en que pensaba en la ruina a que había llevado a su alma, con
una compasión tanto más viva cuanto que era puramente egoísta. Pero esos
momentos eran raros. Aquella curiosidad por la vida que Lord Henry suscitara en
él por vez primera aquella tarde en el jardín de Basil; parecía aumentar
jubilosamente. Mientras más conocía, más deseaba conocer. Le acometían apetitos
frenéticos, más voraces cuanto más los saciaba. Sin embargo, no por eso
descuidaba sus relaciones mundanas. Una o dos veces al mes, durante el
invierno, y todo los miércoles por la noche, mientras duraba la estación, abría
a sus amigos y conocidos los espléndidos salones de su casa y los músicos más
famosos del día deleitaban a sus huéspedes con la maravilla de su arte. Sus
comidas íntimas, en cuya confección siempre Lord Henry le ayudaba, eran
conocidas, tanto por la escrupulosa selección y colocación de los invitados,
como por el gusto exquisito con que estaba puesta la mesa, con sus
combinaciones sinfónicas de flores exóticas, sus manteles bordados y sus
fuentes antiguas de oro y plata. Realmente había muchos, especialmente entre la
gente joven, que veían, o creían ver, en Dorian Gray, la verdadera realización
del tipo en que tan a menudo soñaran durante sus días de Eton o de Oxford, tipo
que debía reunir algo de la verdadera cultura del sabio con toda la gracia y
distinción y modales refinados de un hombre de mundo. A éstos parecíales Dorian
uno de aquellos de que habla Dante, que han tratado de "perfeccionarse a
sí propios por el culto de la belleza". Como Gautier, él era un hombre
para quien el mundo visible existía. Y, ciertamente, la vida era en sí misma
para él la primera, la más grande de las artes, y, junto a ella, todas las
demás artes parecían sólo una preparación. La Moda, por medio de la cual lo
imaginario se hace un momento universal, y el Dandismo, que, a su modo, es una
tentativa para afirmar la absoluta modernidad de la belleza, ejercían, como es
natural, cierta fascinación sobre él. Su manera de vestir, y los diferentes
estilos que, de cuando en cuando, adoptaba, influían poderosamente en los
jóvenes refinados de los bailes de Mayfair y los balcones de los clubs de Pall
Mall , que le copiaban en todo, esforzándose en reproducir el encanto
accidental de sus graciosas afectaciones, a que di, por otra parte, no concedía
mayor atención. Pues, aunque dispuesto a aceptar la situación que apenas
entrado en su mayor edad se le ofreciera, y halagado realmente a la idea de
llegar a ser para el Londres de su tiempo lo que para la Roma neroniana fuera
el autor del Satiricón , sin embargo, en sus adentros, él aspiraba a ser algo
más que un simple arbiter elegantiarum y un hombre al que se consulta arca de
una joya, o el nudo de una corbata o el manejo de un bastón. El quería crear un
nuevo modelo de vida, que tuviese su filosofía sistemática y sus principios
metódicos, a fin de encontrar en la espiritualización de los sentidos su más
alta realización. El culto de los sentidos ha sido con frecuencia, y muy
justamente, vilipendiado, sintiendo como sienten los hombres un natural impulso
de terror ante pasiones y sensaciones que parecen más fuertes que ellos, y que
saben comparten con las famas menos altamente organizadas de la existencia.
Pero parecíale a Dorian Gray que la verdadera naturaleza de los sentidas nunca
ha sido comprendida, y que si permanecen salvajes y en estado de animalidad es
simplemente porque el mundo ha tratado de someterlos por hambreo matarlos por
el dolor, en vez de intentar hacer de ellos elementos de una nueva
espiritualidad, cuya característica dominante sería un instinto sutil de la
belleza. En una ojeada retrospectiva, viendo al hombre moverse a través de la
Historia, un sentimiento de pérdida le asaltaba. ¡A cuántas cosas se había
renunciado! ¡Y por qué poco! Negativas insensatas y absurdas, formas monstruosas
de apto tortura y de renunciamiento, cuyo origen era el miedo, y cuyo resultado
una degradación infinitamente más terrible que aquella imaginaria degradación
de la que, en su ignorancia, intentaran escapar. La Naturaleza, con su
maravillosa ironía, había impulsado al anacoreta a vivir con los animales
salvajes del desierto y habla dado al eremita las bestias del campo por
compañeras. Sí; cómo Lord Henry profetizara, un nuevo Hedonismo se acercaba,
que forjarla de nuevo la vida, salvándola de este grosero y desgraciado
puritanismo a cuyo singular renacimiento asistimos. Ciertamente que estaría
sometido y subordinado a la inteligencia; pero jamás aceptaría ninguna teoría o
sistema que entrañase el sacrificio de un modo cualquiera de experiencia pasional.
Su fin, realmente, era la experiencia misma, y no los frutos
de la experiencia, por dulces o amargos que éstos fuesen. Del ascetismo que
amortece los sentidos, como del vulgar libertinaje que los embota, era preciso
huir. Pero, en cambio, habla que enseñar al hombre a reconcentrarse en los
momentos de una vida que apenas era otra cosa que un momento. Pocos serán los
que no se hayan despertado alguna vez antes del alba, después de una de esas
noches sin sueños, que casi nos hacen amar la muerte, o una de esas noches de
horror y de deleite informe, cuando, a través de las cámaras del cerebro se
deslizan fantasmas más terribles que la misma realidad, animados de esa vida
intensa que palpita en todos los grotescos, y que presta al arte gótico su perenne
vitalidad, arte que podría imaginarse obra de aquellos cuyo espíritu fue
turbado por la enfermedad del ensueño. Poco a poco, blancos dedos trémulos
parecen insinuarse por entre los cortinones. En negras formas caprichosas,
sombras mudas se arrastran por la habitación y agazápanse, al fin, en los
rincones. Afuera comienza la algarabía de los pájaros entre la fronda; óyese el
rumor de los obreros que pasan hacia el trabajo, el suspiro y los sollozos del
viento que baja de las montañas y vaga en torno de la casa en silencio, como si
temiese despertar a los que duermen y, al mismo tiempo, se viese obligado a
hacer salir al sueño de su caverna de púrpura. Velo tras velo de tenue gasa
obscura se descorren, y paulatinamente las cosas van recobrando sus formas y
colores, y vemos cómo la aurora va rehaciendo el mundo por el mismo patrón de
antes. Los pálidas espejos entran de nuevo en posesión de su vida mímica. Las
bujías, apagadas, están donde las habíamos dejado, y, junto a ellas, el libro a
medio abrir que leíamos, o la flor que llevamos aquella noche en el ojal, o la
carta que temíamos leer o que leímos tantas veces. Nada nos parece cambiado. De
las sombras irreales de la noche, vuelve a nosotros la vida que conocíamos. Nos
vemos obligados a reanudarla en el punto en que la abandonamos, y se apodera de
nosotros una terrible sensación de la necesidad de continuar el esfuerzo en el
mismo círculo tedioso de costumbres estereotipadas, o un frenético anhelar,
acaso, de que nuestros párpados se abran alguna mañana sobre un mundo forjado
de nuevo en las tinieblas para deleite nuestro, un mundo en que las cosas
tuviesen formas y colores nuevos, y fuese distinto, y guardara otros secretos;
un mundo en que el pasado apenas encontrase sitio, o, por lo menos, no sobreviviera
en forma alguna consciente de gratitud o de remordimiento, pues hasta la
remembranza de la alegría tiene su amargura, y los recuerdos del placer su
pena. La creación de semejantes mundos: tal le parecía a Dorian Gray el
verdadero, o uno de los verdaderas, fines de la vida. Y en su rebusca de
sensaciones que fuesen nuevas y deliciosas, y poseyeran ese elemento de
singularidad tan esencial a la imaginación, él no vacilaría en adoptar algunas
formas de pensamiento que sabía realmente ajenas a su naturaleza, entregándose
a su sutil influencia y abandonándolas, después de haber apresado, por decirlo
así, su colorido y satisfecho su curiosidad intelectual, con esa singular
indiferencia que, lejos de ser incompatible con el ardor de temperamento, es
muchas veces, según algunos psicólogos modernos, su condición precisa. En una
ocasión se susurró que iba a convertirse al catolicismo; y ciertamente que el
ritual romano siempre tuvo para él gran atractivo. El diario sacrificio de la
misa, más espantoso en verdad que todos los sacrificios del mundo antiguo, le
conmovía, tanto por su soberbio desdén a la evidencia de los sentidos, como por
la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno sentimiento de la
tragedia humana que trataba de simbolizar. Gustaba de
arrodillarse sobre el frío pavimento de mármol, y de contemplar al sacerdote,
en su rígida casulla floreada, descorriendo lentamente, con sus manos pálidas,
el velo del tabernáculo, o levantando en alto la enjoyada custodia, de forma de
faro, con aquella blanca oblea que, a veces, se siente uno tentado de creer el
verdadero panis coelestis , el pan de los ángeles, o, revestido con los
atributos de la Pasión de Cristo, rompiendo la hostia dentro del cáliz y
golpeándose el pecho por sus pecados. Los incensarios humeantes, que los graves
monaguillos, vestidos de escarlata y encajes, balanceaban en el aire, como
grandes flores doradas, ejercían sobre él una sutil fascinación. Al pasar,
miraba con asombro los oscuros confesionarios, sintiendo no poder sentarse al
abrigo de aquella penumbra para escuchara los hombres y mujeres que venían a
musitar, a través de la gastada rejilla, la historia verídica de sus vidas.
Pero jamás cayó en el error de detener su desenvolvimiento intelectual con la
aceptación formal de credo ni sistema alguno, ni de tomar por mansión en que
habitar el albergue, bueno, a lo sumo, para pasar una noche o unas cuantas
horas de una noche sin estrellas y sin luna. El misticismo, con su maravillosa
facultad de transmutar a nuestros ojos en casas extraordinarias las más
vulgares, y las sutiles antinomias que parecen acompañarlo siempre, le
interesaron una temporada; y una temporada también se sintió inclinado alas
doctrinas materialistas del darvinismo alemán, encontrando un singular deleite
en seguir la pista a los pensamientos y pasiones de los hombres hasta alguna
célula nacarina del cerebro o un blanco nervezuelo del cuerpo, complaciéndose
en la concepción de la absoluta dependencia del espíritu a ciertas condiciones
físicas, morbosas o saludables, normales o insólitas. Sin embargo, como queda
dicho, ninguna teoría de la vida le parecía de la menor importancia en
comparación con la vida misma. El tenía conciencia de lo estéril que es toda
especulación intelectual cuando se la separa de la acción y la experiencia.
Sabía que los sentidos, al igual del alma, tenían sus misterios espirituales
que revelar. Así, se dedicó a estudiar los perfumes y los secretos de su
manufactura, destilando aceites de aroma violento y quemando gomas odoríferas
de Oriente. Vio que no había estado de espíritu que no encontrase su
correspondencia en la vida sensorial, y trató de descubrir sus verdaderas
relaciones, inquiriendo qué podía haber en el incienso que así incitaba al
misticismo, y en el ámbar gris que enardecía las pasiones, y en las violetas
que despertaban el recuerdo de los amores pasados, y en el almizcle que turbaba
el cerebro, y en la champaca que pervertía la imaginación. Intentó, con
frecuencia, establecer una psicología positiva de los perfumes, determinar las
diversas influencias de las raíces bien olientes y las flores henchidas de
polen, perfumado, de los bálsamos aromáticos y de las obscuras maderas
odoríferas; del espicanardo que extenúa; de la hovenia, que hace enloquecer a
los hombres, y del áloe, que dicen ahuyenta del alma la melancolía. Otras veces
consagrábase por completo a la música, y en una vasta habitación artesonada de
oro y bermellón, y paredes de laca verde oliva, celebraba extraños conciertos,
con gitanas en delirio, que arrancaban salva. jes melodías de sus citaras, o
graves tunecinos, en sus jaiques amarillos, pulsando monstruosos laúdes,
mientras unos negros gesticulantes redoblaban monótonamente en sus tambores de
cobre, y, acurrucados sobre sus esterillas carmesíes, unos indios cenceños,
tocados con turbantes, soplaban en largas flautas de caña o bronce, fascinando,
o fingiendo fascinar, grandes serpientes de capucha y horrendas víboras
cornudas. Los agrios acordes y estridentes disonancias de aquella música
bárbara, lograban sacudirle en ocasiones, cuando ya la gracia de Schubert y las
suaves tristezas de Chopin y las armonías potentes del mismo Beethoven
resbalaban por sus oídos. Recogió de todas partes del mundo los más raros
instrumentos que pudo encontrar, bien en los sepulcros de los pueblos
desaparecidos, bien entre las pocas tribus salvajes que han sobrevivido al
contacto con las civilizaciones de Occidente, y gustaba de estudiarlos y
tañerlos. Poseía el misterioso juruparis de los indios de Río Negro, que no se
permite mirar a las mujeres, y que, a los mismos mancebos, sólo después de
haber sido sometidos al ayuno y la flagelación, les es dado contemplar; y las
orzas de barro de los peruanos, que imitan el chillar de los pájaros; y las
flautas de huesos humanos, que Alonso de Ovalle oyera en Chile; y los verdes
jaspes sonoros, que se encuentran en las cercanías del Cuzco y exhalan una nota
de singular dulzura. Tenía pintadas calabazas rellenas de guijarros, que
sonaban como crótalos al ser sacudidas; el largo clarín de los mejicanos, en el
que no se toca soplando, sino aspirando el aire; la ruda tura de las tribus del
Amazonas, que tocan los centinelas, encaramados todo el día en los árboles
altos, y dicen que puede oírse a tres leguas de distancia; el teponaztli, que
tiene dos lengüetas vibrantes de madera, y se percute con palillos impregnados
en una goma elástica, que se obtiene del jugo lechoso de unas plantas; los
cascabeles llamados yotl, agrupados en racimos como de uva, y un enorme tambor
cilíndrico, hecho con la piel de grandes serpientes, semejante a aquel que
viera Bernal Díaz, cuando fue con Cortés al templo de Méjico, y de cuyo lúgubre
son nos ha dejado una descripción tan viva. El carácter fantástico de estos
instrumentos le fascinaba, y sentía un deleite especial al pensar que el arte,
como la naturaleza, tiene sus monstruos, objetos de forma bestial y voces
horrendas. Sin embargo, al poco tiempo se cansaba de ellos y volvía a su palco
de la Opera, donde, solo o con Lord Henry, escuchaba extasiado Tannhaüser, viendo
en el preludio de esta obra maestra como una introducción a la tragedia de su
propia alma. Aficionóse también al estudio de las joyas, y una noche apareció
en un baile de trajes disfrazado de Anne de Joyeuse, almirante de Francia, con
un vestido que llevaba quinientas sesenta perlas. Esta afición le duró
bastantes años, y puede decirse que jamás le abandonó. A menudo se pasaba el
día combinando en sus estuches las piedras preciosas que había coleccionado:
los crisoberilos verde oliva, que se tornan rojos ala luz artificial; la
cimófana, veteada de hebras de plata; el peridoto, color de alfóncigo; los
topacios, rosados como rosas y amarillos como vino; los carbúnculos, en cuyo
fondo se encienden estrellitas parpadeantes de cuatro puntas; los granates
cinamomos, rojos como la llama; las espinelas, moradas y anaranjadas, y las
amatistas, con sus visos alternos de rubí y zafiro. Amaba el oro rojizo de la
piedra del sol, y la blancura nacarina de la piedra de la luna, y el quebrado
arco iris del ópalo lactescente. De Amsterdam le trajeron tres esmeraldas de
tamaño y fulgor extraordinarios, y consiguió una turquesa de la vieille roche,
que era la envidia de todos los entendidos. Descubrió también historias
maravillosas de joyas. En la Clericalis Disciplina , de Alfonso, se habla de
una serpiente que tenía los ojos de jacinto; y en la novelesca historia de
Alejandro se dice que el conquistador de Emathia encontró en el valle del
Jordán culebras "con collares de esmeraldas, que les crecían en el
dorso". Los dragones, nos cuenta Filóstrato, recelaban en el cerebro una
gema, y "mostrándoles unas letras de oro y una túnica de púrpura"
podía adormírseles y darles muerte. Según el gran alquimista Pierre de
Boniface, el diamante hacía invisible a un hombre, y el ágata de la India le
hacía elocuente. La cornalina apaciguaba la ira, y el jacinto provocaba el
sueño, y la amatista disipaba los vapores de la
embriaguez. El granate ahuyentaba a
los demonios, y la hidrofana privaba de su color a la luna. La selenita crecía y
menguaba al par que la luna, y el méloceus, que descubre a los ladrones, sólo
podía ser atacado por la sangre del cabrito. Leonardo Camilo había visto una
piedra blanca extraída del cerebro de un sapo recién muerto, que era un
antídoto seguro contra los venenos. El bezoar, que se encontraba en el corazón
del ciervo árabe, era un remedio para la peste. En los nidos de algunas aves de
Arabia se hallaba el aspilates, que, según Demócrito, preserva a quien lo lleva
de toda injuria del fuego. El rey de Ceilán, cuando se dirigía a su coronación,
atravesaba a caballo su ciudad con un enorme rubí en la mano. Las puertas del
palacio del Preste Juan estaban "hechas de sardios, con el cuerno de la
víbora cornuda, incrustado en ella, de suerte que hombre alguno que llevase
consigo veneno podía franquearla". En el gablete veíanse "dos
manzanas de oro, con dos carbúnculos engastados en ellas", a fin de que el
oro brillara por el día, y los carbúnculos por la noche. En la singular novela
de Lodge Una perla de América , se dice que en la cámara de la reina podían
verse a "todas las honestas damas del mundo entero, cinceladas en plata,
mirando a través de unos hermosos espejos de crisólitos, carbúnculos, zafiros y
verdes esmeradas". Marco Polo había visto a los habitantes de Zipango
colocar perlas rosadas en la boca de los muertos. Un monstruo marino se había
enamorado de la perla que un buzo trajo al rey Perozes, y en castigo mató al
ladrón, y lloró durante siete lunas la pérdida. Cuando los hunos atrajeron al
rey a la gran cárcava, éste salió volando de ella -Procopio nos cuenta el
sucedido -, y no pudo ser hallado, a pesar de haber ofrecido el emperador
Anastasio cinco quintales de monedas de oro a quien diese con él. El rey de
Malabar había enseñado a un cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro
perlas, una por cada dios que adoraba. Cuando el duque de Valentinois, hijo de
Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su caballo, según Brantôme, iba
materialmente cubierto de hojas de oro, y su sombrero guarnecido con una doble
hilera de rubíes, que refulgían extraordinariamente. Carlos de Inglaterra
cabalgaba con estribos que llevaban engastados cuatrocientos veintiún
diamantes. Ricardo II tenía una casaca tasada en treinta mil mareos, cuajada de
rubíes balajes. Hall describe a Enrique VIII dirigiéndose hacia la Torre antes
de su coronación, vestido con "un jabón de tisú de oro, la pechera bordada
de diamantes y otras piedras preciosas, y un gran collar de enormes balajes
sobre los hombros". Los favoritas de Jacobo I llevaban pendientes de
esmeraldas, engastadas en filigrana de oro. Eduardo II regaló a Piers Gaveston
una armadura completa de oro rojo, con incrustaciones de jacintos, un collar de
rosas de oro y turquesas, y un birrete sembrado de perlas. Enrique II llevaba
guantes gemados hasta el codo, y tenía uno de cetrería con doce rubíes y
cincuenta y dos grandes perlas. El sombrero ducal de Carlos el Temerario,
último duque de Borgoña de su linaje, estaba tachonado de perlas periformes y
zafiros. ¡Qué deliciosa había sido en otros tiempos la vida! ¡Cuán magnífica en
su pompa y ornato! La sola lectura del fausto de antaño era ya maravillosa.
Luego dirigió su atención hacia los bordados y las tapicerías que en las
heladas salas de los pueblos septentrionales de Europa hacían las veces de
frescos. Investigando la cuestión -siempre había tenido él una facilidad
extraordinaria para absorberse por completo en cuanto tomaba entre manos - casi
se sintió entristecido al pensar en la ruina a que el tiempo llevaba a todo lo
que era bello y prodigioso. El, por lo menos, había escapado a la regla. Los
estíos se sucedían, y el junquillo florecía y se mustiaba, y noches de horror
repetían la historia de su vergüenza, pero él no cambiaba. Ningún invierno dejó
huella en su rostro, ni marchitó su lozanía de flor. ¡Qué diferencia de lo que
ocurría con las cosas materiales! ¿Qué había sido de ellas? ¿Dónde estaba la
gran túnica color de azafrán, por la cual lucharon los dioses contra los
titanes, tejida por morenas doncellas para placer de Atenea? ¿Dónde el enorme
velario que Nerón tendiera sobre el Coliseo de Roma, aquella gigantesca vela de
púrpura sobre la cual estaba representado el cielo constelado y Apolo
conduciendo su carro tirado por blancos corceles embridados de oro? Le habría gustado
ver aquellos singulares manteles, trabajados para el Sacerdote del Sol, sobre
cuya superficie aparecían todas las viandas y golosinas que podían apetecerse
para un festín; el paño mortuorio del rey Chilperico, con sus trescientas
abejas de oro; los trajes fantásticos que provocaron la indignación del obispo
del Ponto, representando "leones, panteras, osos, perros, selvas,
peñascos, cazadores; en una palabra, cuanto un pintor podía copiar de la
naturaleza"; y el jubón que Carlos de Orleans lució una vez, sobre cuyas
mangas veíanse bordados los versos de una canción que comienza: Madame, je suis
tout joyeux , bordado el acompañamiento musical de las palabras con hilo de
oro, y cada trota, cuadrada en aquel tiempo, formada con cuatro perlas. Leyó la
descripción de la estancia que había sido preparada en el palacio de Reims para
la reina Juana de Borgoña, decorada con "mil trescientos veintiún
papagayos, bordados en realce y blasonados con las armas del rey, y quinientas
sesenta y una mariposas, cuyas alas estaban parejamente ornamentadas con las
armas de la reina, todo ello en oro". Catalina de Médicis tenía un lecho
de duelo, hecho para ella, de terciopelo negro, salpicado de medias lunas y
soles. Las cortinas eran de damasco, con coronas de hojas y festones, labrados
sobre un fondo de oro y plata, y fresadas de perlas; estaba en un aposento
tapizado con divisas de la reina, en terciopelo negro sobre tisú de plata. Luis
XIV tenía cariátides de quince pies de altura, vestidas de oro. El lecho de
aparato de Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirna,
bordado de turquesas con versículos del Corán. Los soportes eran de plata
dorada, delicadamente cincelada, y con profusión de medallones esmaltados y de
pedrería. Había sido apresado en el campamento turco, delante de Viena, y bajo
el oro de su dosel se había alzado el estandarte de Mahoma. Así, durante un año
entero, se esforzó en acumular los más raros ejemplares que pudo hallar del
arte textil y del bordado: las deliciosas muselinas de Delhi, entretejidas con
palmas de hilo de oro y alas irisadas de escarabajo; las gasas de Dacca,
conocidas en Oriente por su transparencia con los nombres de "aire
tejido", "agua que corre" y "rocío de la tarde";
extrañas telas historiadas de Java; amarillos tapices de China, sabiamente
trabajados; libros encuadernados en rasos fulvos y sedas azules, estampados con
llores de lis, pájaros y figuras; velos de punto, de Hungría; brocados
sicilianos y rígidos terciopelos españoles; encajes del tiempo de los Jorges,
con sus esquinas doradas; y fukusas japonesas, con sus oros verdosos y sus
pájaros de plumaje fantástico. También sentía una pasión especial por las
vestiduras eclesiásticas, como por todo cuanto se relacionaba con el servicio
de la Iglesia. En los grandes arcones de cedro, que se alineaban a lo largo de
la galería a poniente de su casa, había reunido muchos raros y magníficos
ejemplares de lo que realmente constituye el atavío de la Prometida de Cristo,
que debe vestirse de púrpura y lienzos finos y joyas, que oculten el pálido
cuerpo macerado por el sufrimiento voluntario y lacerado por las torturas a que
se condenó ella misma. Poseía una suntuosa capa pluvial, labor italiana del
siglo XV, de seda carmesí y damasco de oro, con diseño de granadas doradas
sobre flores de seis pétalos y franja de pidas bordadas en aljófar. La cenefa
estaba dividida en cuadros representando escenas de la vida de la Virgen, y
sobre el capillo se veía la coronación de la misma en sedas de colores. Otra
capa era de terciopelo verde, bordado con grupos en forma de corazón de hojas
de acanto, de los que se elevaban largos tallos con flores blancas, sombreadas
con hilo de plata y cristales de color. En el capillo, la cabecita de un
serafín en realce; y la cenefa, adamascada en oro y seda roja, con medallones
de santos y mártires, entre los cuales se contaba San Sebastián. Tenía también
casullas de seda ambarina y seda azul y brocado de oro y damasco amarillo y
tisú de oro, con escenas de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y leones,
pavos reales y otros emblemas bordados; dalmáticas de seda blanca y ormesí
rosado, decoradas con tulipanes, delfines y flores de lis; frontales de altar,
de terciopelo, carmesí y lino azul; y un sin fin de corporales, cubre cálices y
purificadores. Algo había, en los Oficios místicos que requerían estos objetos,
que excitaba su imaginación. Pues estos tesoros, y cuanto habla conseguido
reunir en su casa, eran para él medios de olvido, maneras de escapar, por algún
tiempo, al espanto que con frecuencia le
atenazaba De los muros de la estancia desierta y cerrada donde pasara casi toda
su infancia, él habla colgado, con sus propias manos, el terrible retrato cuyas
facciones cambiantes le mostraban la verdadera degradación de su vida,
tendiendo sobre él, a modo de cortina, el paño mortuorio de oro y púrpura.
Semanas enteras se pasaba sin subir hasta allí, dando al
olvido aquella cosa horrenda,
recobrados su buen humor y su frivolidad maravillosa, absorbiéndose de nuevo por
entero en la felicidad de vivir. Luego, súbitamente y con gran sigilo, salía
una noche de su casa, dirigíase a uno de aquellos antros de Blue Gate Fields, y
allí se estaba, un día y otro, hasta que le echaban de él. De vuelta en su
casa, sentábase frente al retrato, lleno a veces de odio contra él y contra sí
mismo, pero sintiendo, otras, ese orgullo de individualismo que entra por mitad
en la fascinación del pecado, y sonriendo, con secreto agrado, a la sombra
deforme que soportaba el fardo que a él correspondía. Al cabo de unos cuantos
años encontró que no podía estar mucho tiempo fuera de Inglaterra, y vendió la
villa que compartía con Lord Henry en Trouville y la casita de tapias encaladas
de Argel, donde más de una vez fuera a pasar el invierno. No podía resignarse a
estar separado del retrato que así participaba de su vida, temiendo también que
durante su ausencia pudiera alguien entrar en la habitación, a pesar de la
complicada cerradura que había mandado colocar en la puerta. Bien sabía él que
el retrato no podría decirles nada. Verdad es que conservaba bajo la
monstruosidad de sus facciones una marcada semejanza con él; pero, aunque así
fuera, ¿qué iba a revelar a quienes le viesen? El se reiría en las barbas de
quien tratase de vilipendiarle. ¿Acaso lo había él pintado? ¿Qué podía, pues,
importarle aquella apariencia de degradación y de vicio? Y aunque les dijese la
verdad, ¿podrían, acaso, creerla? No obstante, tenía miedo. Más de una vez, en
su quinta de Nottinghamshire, rodeado de sus invitados, siempre jóvenes a la
moda, que le reconocían por jefe,
asombrando la comarca con su lujo extravagante y la suntuosidad de su tren de
vida, había abandonado, súbitamente, a sus huéspedes y corrido ala ciudad a
asegurarse con sus propios ojos de que la puerta no había sido forzada y el
retrato continuaba en su sitio. El solo pensamiento de que podían robarlo le
horrorizaba. Seguramente el mundo penetraría entonces su secreto. Acaso ya lo
sospechaba. Pues, aunque fascinara a muchos, no eran pocos los que desconfiaban
de él. Una vez estuvo a punto de no ser admitido, por mayoría de votos, en un
club de West End, al cual su nacimiento y posición parecían darle pleno derecho
a pertenecer, y se dijo que en otra ocasión, al entrar en compañía de sus amigos
en el fumoir del Churchill, el duque de Berwick y otro socio se levantaron muy
ostensiblemente y salieron del salón. Apenas cumplidos los veinticinco años,
empezaron a circular extrañas historias sobre él. Susurrábase que le habían
visto querellándose con marineros extranjeros en uno de esos antros equívocos
de Whitechapel, y que frecuentaba la compañía de ladrones y monederos falsos y
conocía los misterios de su arte. Sus inexplicables ausencias comenzaron a ser
notadas, y cuando reaparecía en sociedad, la gente cuchicheaba en los rincones,
o pasaban ante él con una sonrisita burlona, o le examinaban con ojos fríos y
escrutadores, como decididos a descubrir su secreto. Claro que él no prestaba
la menor atención a aquellos desprecios e impertinencias; y, a juicio de la
mayoría, su aire de afabilidad y de franqueza, su encantadora sonrisa infantil
y la gracia infinita de aquella juventud maravillosa que parecía no
abandonarle, eran respuestas más que suficiente a las calumnias -pues de tal
las calificaban- que sobre él corrían. Sin embargo, no dejó de observarse que
algunos de los que le habían tratado más íntimamente, al cabo de cierto tiempo
parecían rehuirle. Mujeres que le adoraran con frenesí, y por él afrontaran
todas las críticas sociales, desafiando las conveniencias, palidecían
visiblemente, de vergüenza o de horror, al entrar él. Pero estos escándalos,
contados al oído, servían sólo para acrecentar, a los ojos de muchos, su
hechizo extraño y peligroso. Su gran fortuna era también un elemento seguro de
defensa. La sociedad -la sociedad civilizada al menos -, nunca se siente
demasiado dispuesta a creer nada en detrimento de las personas ricas y
sugestivas. Comprende, por instinto, que los modales son de más importancia que
las costumbres y, a juicio suyo, la más acendrada respetabilidad vale mucho
menos que el tener un buen cocinero. Al fin y al cabo, es muy pobre consuelo
saber que la persona que acaba de darle a uno mal de comer, o un vino mediocre,
es de una vida privada irreprochable. Las mismas virtudes teologales no pueden
servir de excusa a un plato casi frío, como en una ocasión hacía observar Lord
Henry, discutiendo el tema; y es muy
posible que tuviera razón. Pues los cánones de la buena sociedad eran, o
deberían ser, los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente
esencial en ello. Deberían tener la dignidad de un ceremonial, y también su
irrealidad, combinando el carácter insincero de una comedia romántica con el
ingenio y la belleza que nos hacen deliciosas tales comedias. ¿Acaso la
insinceridad es tan terrible cosa? ¿No sería simplemente un método merced al
cual podemos multiplicar nuestra personalidad? Por lo menos, tal pensaba Dorian
Gray. Maravillábase de la psicología superficial de quienes conciben el Yo en
el hombre como una cosa simple, permanente, segura y homogénea. Para él, el
hombre era un ser con millares de vidas y millares de sensaciones, una criatura
compleja y multiforme que llevaba en sí extraños legados de pensamiento y
pasión, y cuya carne misma estaba inficionada por las monstruosas dolencias de
los muertos. Gustaba de pasear por la desierta y fría galería de retratos de su
casa de campo, contemplando las efigies de aquellos cuya sangre corría por sus
venas. Allí estaba Philip Herbert, del que Francis Osborne dice, en sus
Memorias sobre los reinados de la Reina Isabel y del Rey Jacobo, que fue
"mimado por la corte a causa de la hermosura de su semblante, que no le
hizo compañía largo tiempo". ¿Sería acaso la vida del joven Herbert la que
él, a veces llevaba? ¿Se habría transmitido algún extraño germen venenoso de
cuerpo a cuerpo, hasta alcanzar el suyo? ¿No sería alguna vaga supervivencia de
aquella gracia destruida lo que le indujera tan repentinamente, y casi sin
motivo, a formular en el estudio de Basil Hallward aquel deseo insensato, que
de tal modo cambiara su vida? Allí, en ropilla escarlata bordada en oro,
sobreveste cubierta de pedrería, y gorguera y puños ribeteados de oro, erguíase
sir Anthony Sherard, con su armadura nielada a los pies. ¿Cuál sería la
herencia de aquel hombre? ¿Le habría dejado el amante de Giovanna de Nápoles
algún legado de vicio y de ignominia? ¿Serían sus propias acciones simplemente
los sueños que aquel muerto no se había atrevido a llevar a cabo? Allí, desde
el lienzo empañado sonreía Lady Elizabeth Devereux, con su toca de gasa, peto
de perlas y mangas acuchilladas de color rosa. En la mano derecha sostenía una
flor, y con la izquierda se cogía el collar, de rosas blancas y encarnadas.
Sobre una mesa, a su lado, se vetan una mandolina y una manzana, y dos
rosetones verdes en sus chapines puntiagudos. El conocía su vida, y las
singulares historias que se hablan contado de sus amantes. ¿Tendría él algo del
temperamento de ella? Aquellos ojos ovales de párpados pesados parecían mirarle
curiosamente. ¡Pues y aquel George Willoughby, con su cabello empolvado y sus
lunares postizos! ¡Qué equívoca catadura la suya! El rostro era atezado y
saturnino, y los labios sensuales parecían torcidos por el desdén. Delicados
vuelillos de encaje caían sobre las manos amarillentas y descarnadas, cargadas
de sortijas. Había sido un pisaverde del siglo XVIII, y el amigo, en su
juventud, de Lord Ferrars. ¿Y aquel segundo Lord Beckenham, compañero del
Príncipe Regente en sus días más frenéticos y testigo del matrimonio secreto
con Mrs. Fitzherbert? ¡Cuán altivo y arrogante, con sus bucles castaños y su ademán de insolencia!
¿Qué pasiones le habría legado? El mundo le había tachado de infamia. El era
quien conducía aquellas famosas orgías de Carlton House. La estrella de la
Jarretera brillaba sobre su pecho. Junto a él pendía el retrato de su esposa,
muy pálida, de labios enjutos, toda vestida de negro. También la sangre de ella
corría por sus venas. ¡Qué extraño parecía todo aquello! Y su madre, de rostro
tan semejante al de Lady Hamilton, con sus labios húmedos y rojos como el
vino... ¡Ah, él sabía lo que heredara de ella! Su belleza, y su pasión por la
belleza ajena. Vestida de bacante, con los cabellos trenzados de hojas de viña,
le sonreía desde el cuadro. La copa que sostenía en la mano desbordaba de zumo
purpurino. La carnación del retrato se había marchitado, pero los ojos eran aún
maravillosos en su profundidad y resplandor. Parecían seguirle de un lado a
otro. Pero también en la literatura tiene uno sus, antepasados, lo mismo que en
su propio linaje, más cercanos quizás, muchos de ellos, en tipo y en
temperamento, y desde luego con una influencia más perceptible. Momentos había
en que la historia entera se le antojaba a Dorian Gray como una simple crónica
de su misma vida, no como si la hubiese vivido en acción y circunstancia, sino
como si su imaginación la hubiese creado para él y hubiera sido así en su
cerebro y en sus pasiones. Sentía como si hubiese conocido a todas aquellas
extrañas y terribles figuras que cruzaron el escenario del mundo e hicieron tan
maravilloso el pecado y el mal tan sutil. Le parecía como si de un modo
misterioso sus vidas hubieran sido la suya propia. El protagonista de la
maravillosa novela que tanto influyera en su vida, también había conocido estos
sueñas extrañas. En el capítulo séptimo dice cómo, coronado de laurel para
evitar el rayo, se había sentado, a imitación de Tiberio, en un jardín de
Caprea, leyendo los libros obscenos de Elefantina en tanto que a su alrededor
se contoneaban pavos reales y enanos y el tañedor de flauta hacía burla del
turibulario; y, como Calígula, se había embriagado con los cocheros de túnicas
verdes en sus cuadras y comido en un pesebre de marfil en compañía de un
caballo de enjoyada frontalera; y, como Domiciano, había vagado por una galería
cubierta de espejos de mármol, mirando en torno suyo con ojos extraviados, a la
idea del puñal que debía poner fin a sus días, y enfermo de ese hastío, de ese
terrible tedium vitoe que salta a quienes la vida no ha negado nunca nada; y
había contemplado a través de una clara esmeralda las rojas matanzas del circo,
y luego, en una litera de púrpura y perlas tirada por mulas herradas de plata,
había sido llevado por la Vía de las Granadas a la Casa de Oro, oyendo gritar a
su paso: ¡Nero Caesar! y, como Heliogábalo, habíase pintado las mejillas e
hilado la rueca en el gineceo y traído la Luna de Cartago para unirla en
místicas bodas al Sol. Dorian Gray no se cansaba de leer este capítulo
fantástico, y los otros dos que le seguían, en los cuales, como en una extraña
tapicería de medallones sutilmente trabajados, aparecían las figuras terribles
y seductoras de aquellos a quienes el Vicio, la Sangre y el Tedio habían
llevado ala monstruosidad o la demencia; Filippo, duque de Milán, que asesinó a
su mujer e impregné sus labios con un veneno escarlata, a fin de que su amante
bebiera la muerte cuando besara al ser adorado; Pietro Barbi, el Veneciano,
conocido por Paulo II, que intentó en su soberbia asumir el título de Formosus,
y cuya tiara, valorada en doscientos mil florines, fue comprada a costa de un
terrible pecado; Gian María Visconti, que cazaba hombres con sabuesos, y cuyo
cadáver, cuando le asesinaron, fue cubierto de rosas por una cortesana que le
amaba; el Borgia, jinete en su corcel blanco, con el Fratricidio cabalgando a
su lado, la capa tenida por la sangre de Perotto; Pietro Riario, el joven
cardenal arzobispo de Florencia, hijo y favorito de Sixto IV, cuya hermosura
sólo fue igualada por su libertinaje, y que recibió a Leonor de Aragón en una
tienda de campaña, de seda blanca y carmesí, llena de ninfas y centauros,
acariciando a un mozuelo que en los festines le servía de Ganimedes o Hylas;
Ezzelino, cuya melancolía sólo podía ser curada por el espectáculo de la
muerte, y que tenía la pasión de la sangre, como otros tienen la del vino, el
hijo del Diablo, según dijeron, que hizo trampa a su padre jugando con él a los
dados su propia alma; Giambattista Cibo, que tomó por mofa el nombre de
Inocencio, y en cuyas venas exhaustas transfundió un doctor judío la sangre de
tres mancebos; Sigismondo Malatesta, el amante de Isotta y señor de Rimini,
cuya efigie fue quemada en Roma como enemigo de Dios y de los hombres, que
estranguló a Polissena con una servilleta, y dio un veneno a Ginevra de Este en
una copa de esmeralda, y en honor de una nefanda pasión levantó una iglesia
pagana para el culto de Cristo; Carlos VI, que tan frenéticamente idolatró a la
mujer de su hermano, a quien un leproso advirtiera de la próxima insania, y
que, cuando enfermó y se extravió su espíritu, sólo podía aliviarle la vista de
unos naipes sarracenos que tenían pintada la imagen del Amor, la Locura y la
Muerte; y, en su ceñido jubón y su birrete enjoyado y rizos como hojas de
acanto, Grifonetto Baglioni, que mató a Astorre y su prometida, y a Simonetto y
su paje, pero cuya gracia y gentileza eran tales que cuando le hallaron
moribundo en la plaza amarillenta de Perusa, sus mismos enemigos no pudieron
menos de llorar, y Atalanta, que le habla maldecido, le bendijo. De todos ellos
emanaba una fascinación terrible. El los vela en sueños,
por la noche; y durante el día
turbaban su imaginación. El Renacimiento conoció raras formas de
envenenamiento: envenenamiento por un casco o una antorcha encendida, por unos
guantes bordados o un abanico de pedrería, por una dorada bujeta, por un collar
de ámbar... Dorian Gray había sido emponzoñado por un libro. Momentos había en
que el mal le parecía simplemente un medio de realizar su concepción de la
belleza.
CAPÍTULO XII
Era un nueve
de noviembre, la víspera del día en que cumplía sus treinta y ocho años, como
recordó más tarde. Se había retirado a eso de las once de casa de Lord Henry,
donde cenara, y se dirigía a la suya, envuelto en un gran gabán de pieles, a
causa de lo frío y brumoso de la noche. Al llegar al cruce de la plaza de
Grosvenor con la calle de South Audley, pasó junto a él, en medio de la niebla,
un hombre que caminaba muy deprisa, con el cuello de su abrigo gris levantado y
un maletín en la mano. Dorian le reconoció enseguida. Era Basil Hallward. Una
extraña sensación de miedo, que no podía explicarse, se apoderó de él. Hizo
como si no le reconociera y apretó el paso en dirección a su casa. Pero
Hallward también le había visto. Dorian le oyó detenerse en medio de la calle y
luego precipitarse para darle alcance. A los pocos momentos, una mano se
apoyaba en su brazo. - ¡Dorian! ¡Qué dichosa casualidad! Te he estado esperando
en tu casa desde las nueve. Al fin, me compadecí de tu criado, que se caía de
sueño, y le dejé que se fuera a la cama. Salgo para París en el tren de las
doce, y tenía especial empeño en verte antes. Me pareció que eras tú, o, mejor
dicho, tu gabán de pieles, cuando pasaste junto a mí. Pero no estaba seguro. ¿Y
tú, no me reconociste? - ¿Con esta niebla, querido Basil? ¡Si apenas reconozco
la plaza de Grosvenor! Me parece que mi casa debe estar por aquí, pero tampoco
estoy seguro. ¡Cuánto siento que te vayas! Hace un siglo que no nos vemos. Pero
supongo que volverás pronto, ¿verdad? -No; pienso estar fuera de Inglaterra
seis meses. Tengo intención de tomar un estudio en París, y de encerrarme en él
hasta que haya concluido un gran cuadro que tengo en proyecto. Pero no era de
mí de quien quería hablarte. Ya hemos llegado a tu casa. Permíteme que entre un
momento. Tengo algo que decirte. -Encantado. Pero... ¿no perderás el tren?
-preguntó Dorian Gray negligentemente, subiendo los escalones y abriendo la
puerta con su llavín. La luz del farol luchaba contra la neblina, iluminando
vagamente la escena. Hallward sacó su reloj. -Tengo tiempo de sobra -contestó
-. El tren no sale hasta las doce y cuarto, y no son más que las once. Cuando
nos cruzamos me dirigía al club a ver si te encontraba. Además, no tengo que
preocuparme del equipaje. Los bultos grandes los he enviado ya por delante. No
llevo conmigo más que este maletín, y de aquí a la estación puedo ir
perfectamente en veinte minutos. Dorian le miró sonriendo. - ¡Qué indumentaria
de viaje para un pintor a la moda! ¡Un maletín Gladstone y un ulster ! Entra, o
va a llenarse la casa de niebla. Y procura no hablar de cosas serias. Hoy día
no hay nada serio. Por lo menos, no debería de haberlo. Hallward sacudió la
cabeza y siguió a Dorian hasta la biblioteca. Un buen fuego de leña ardía en la
gran chimenea. Las lámparas estaban encendidas, y sobre un velador de
marquetería veíanse una licorera holandesa de plata, varios sifones y unas
cuantas copas de cristal tallado. -Ya ves que tu criado me ha tratado bien,
Dorian. Me trajo todo lo necesario, incluso tus mejores cigarrillos de boquilla
dorada. Es un individuo muy hospitalario. Me gusta mucho más que aquel francés
que tenías antes. Por cierto, ¿qué ha sido de él? Dorian se encogió de hombros.
-Creo que se ha casado con la doncella de Lady Radley, y que la ha establecido
en París como modista inglesa. Me han dicho que la anglomanía está ahora allí
muy de moda. Parece mentira, ¿verdad? Pero, mira, distaba mucho de ser un mal
ayuda de cámara. A mí tampoco me era muy simpático, pero la verdad es que nunca
tuve queja de él. Uno a veces se figura cosas absurdas; que no son. Me era muy
adicto, y pareció sentir mucho el tener que irse. ¿Quieres otro brandy and
soda? ¿O prefieres vino del Rhin con seltz? Es lo que yo tomo siempre. Seguramente
que en el cuarto de al lado debe de haber. -Gracias, no quiero nada más -dijo
el pintor, quitándose el sombrero y el abrigo, y arrojándolas encima del
maletín, que había dejado en un rincón. . -Y ahora, querido Dorian, necesito
que hablemos en serio. No frunzas el ceño. Si te pones así, me va a costar más
trabajo decirte lo que debo decirte. - ¿De qué se trata? -inquirió Dorian,
malhumorado, dejándose caer en el sofá -. Espero que no será de mí. Esta noche
me siento cansado de mi persona. Me gustaría ser otro cualquiera. -Se trata de
ti -repuso Hallward, con su voz grave y profunda -; y es mi deber decírtelo.
¡Oh!, no te molestaré más de media hora. Suspirando, Dorian encendió un
cigarrillo. - ¡Media hora! -murmuró. -No es demasiado pedir, Dorian; y únicamente
en tu propio interés lo hago. Creo conveniente que sepas los horrores que se
dicen de ti en Londres. -Pues yo no tengo el menor interés en saberlos. Me
gusta enterarme de los escándalos ajenos; pero ¿los míos? No me preocupan lo
más mínimo. Ni siquiera tienen el encanto de la novedad. -Pues deben
preocuparte, Dorian. Todo hombre debe preocuparse de su buena fama. Tú no
querrás que la gente hable de ti como de un ser infame y degradado, ¿verdad?
Cierto que tú tienes posición y dinero, y no dependes de nadie. Pero el dinero
y la posición no lo son todo. No necesito decirte que yo no creo ninguno de
esos rumores. Por lo menos, cuando te veo, no puedo creerlos. El vicio es algo
que el hombre siempre lleva escrito en el rostro. Nada hay que lo oculte. La
gente suele hablar de vicios secretos.
No hay tal cosa. En cuanto un hombre tiene un vicio cualquiera, éste se delata
a sí propio, en las líneas de la boca, en el caer de los párpados, en el mismo
modelado de las manos. Alguien -cuyo nombre no diré; pero tú lo conoces- vino a
mi estudio el año pasado a encargarme su retrato. Yo no le conocía ni de vista,
ni había oído decir nada de él, aunque desde entonces a la fecha he oído no
poco. Me ofreció un precio exorbitante. No obstante, rehusé. Había algo en la
forma de sus dedos que me desagradó profundamente. Luego he sabido que habla
acertado en mis suposiciones. Su vida es un verdadero horror. Pero tú, Dorian,
con ese rostro tan puro e inocente, y esa juventud maravillosa y perenne... No,
no me es posible creer nada contra ti. Y, sin embargo, apenas te veo ahora;
nunca vienes a mi estudio, y cuando no
estoy a tu lado y oigo todas esas abominaciones que se cuchichean de ti, no sé
qué contestar. ¿Cuál es la causa, Dorian, de que un hombre como el duque de
Berwick salga del salón de un club cuando tú entras en él? ¿Por qué hay tantas
personas en Londres que no vienen a tu casa ni te invitan a las suyas? Tú
fuiste amigo de Lord Staveley, ¿verdad? Pues la otra noche me encontré con él
en una comida. Casualmente, en la conversación, se pronunció tu nombre a
propósito de las miniaturas que enviaste a la exposición Dudley. Stavcley
torció el gesto, y dijo que es posible que fueras muy artista, pero que no eras
hombre para ser presentado a ninguna muchacha decente ni que pudiera estar en
la misma habitación que una mujer honrada cualquiera. Le recordé, entonces, que
yo era amigo tuyo, y le rogué que se explicase. Lo hizo, claramente, sin
ambajes, delante de todo el mundo. ¡Fue horrible! ¿Por qué es tu amistad tan
fatal a los jóvenes? ¿Te acuerdas de aquel infeliz muchacho que servía en la
Guardia y que se suicidé? Tú eras su gran amigo. ¿Y Sir Henry Ashton, que tuvo
que irse de Inglaterra, deshonrado para siempre? Ambos érais inseparables. ¿Y
aquel Adrian Singleton, que acabó tan trágicamente. ¿Y el único hijo de Lord
Kent, con su carrera perdida? Ayer me encontré a su padre en la calle de St.
James. Parecía destrozado por el dolor y la vergüenza. ¿Y el duque de Perth?
¿Cuál es su vida ahora? ¿Qué persona honorable le querría por amigo? - ¡Basta,
Basil! Estás hablando de casas que no sabes -interrumpió Dorian Gray,
mordiéndose los labios, y con acento de infinito desdén -. Me preguntas por qué
Berwick sale de un salón cuando yo entro. Pues porque yo sé toda su vida, y no
él algo de la mía. Con una sangre como la que corre por sus venas, ¿cómo podría
ser limpia su historia? Me preguntas por Henry Ashton y el joven Perth. ¿Le
enseñé yo, acaso, al uno sus vicios, y su
desenfreno al otro? ¿Y qué tengo yo que ver con que el hijo idiota de Kent
busque mujer en el arroyo? Si Adrian Singleton firma un pagaré con el nombre de
un amigo, ¿soy yo su guardián, para impedirlo? Ya sé lo aficionada que es la
gente en Inglaterra a maldecir del prójimo. Las clases medias airean sus
prejuicios morales en sus groseras sobremesas, y murmuran sobre lo que ellos
llaman el libertinaje de sus superiores, con el fin de imaginarse que están en
la alta sociedad y en las más íntimas relaciones con la gente que denigran. En
este país, basta tener entendimiento y distinguirse de algún modo para que
todas las lenguas del vulgo se desaten contra uno. ¿Y qué vida llevan esas
personas que tanto se las echan de morales? Tú olvidas, querido, que estamos en
la tierra natal de los hipócritas. -Dorian -exclamó Hallward -; no se trata
ahora de eso. Ya sé que Inglaterra deja bastante que desear, y
que la sociedad inglesa es lamentable. Por eso mismo deseaba que tú fueras una
excepción. Y, ¡ay!, tú no lo has sido. Uno tiene derecho a juzgar a un hombre
por la influencia que ejerce en sus amigos. Los tuyos parecen haber perdido
todo sentimiento del honor, de la bondad, de la rectitud. Tú les has inspirado
la locura del placer. Todos han rodado al abismo, y en él los has dejado. SÍ;
tú no has hecho nada por sacarles, y, sin embargo, puedes seguir sonriendo,
como sonríes ahora. Todavía hay algo peor. Sé que tú y Harry sois inseparables.
Aunque sólo fuera por esto, no deberías haber hecho del nombre de su hermana un
objeto de burla. -Ten cuidado con tus palabras, Basil. Vas demasiado lejos. -Mi
deber es hablar, y el tuyo escucharme. Y me escucharás. Cuando conociste a Lady
Gwendolen, la reputación de ésta era intachable. ¿Hay en Londres, hoy, una sola
mujer decente que se atreviese a pasear con ella por el Parque? Hasta han
tenido que separarla de sus hijos. Y no es eso lo único que cuentan. Dicen
también que te han visto salir al alba de ciertas casas abyectas y entrar
furtivamente, disfrazado, en los más infames burdeles. ¿Es cierto esto? ¿Puede
acaso ser cierto? La primera vez que lo oí me eché a reír. Ahora, cuando lo
oigo, me estremezco. Pues ¿y de tu casa de campo, y de lo que allí ocurre?
Dorian, tú no sabes las cosas que cuentan de ti. Yo note diré que no entra en
mi intención el sermonearte. Recuerdo que Harry decía una vez que todo el que
se erige en predicador empieza por decir esto, y falta luego enseguida a su
palabra. No, yo quiero sermonearte. Quiero que tu vida sea tal que el mundo te
respete. Quiero que tengas un nombre sin mácula y una historia limpia. Quiero
que te desembaraces de toda esa gentuza que tratas. No, no te encojas de
hombros. No seas tan despreocupado. Tú ejerces una extraordinaria influencia.
Que sea para el bien, y no para el mal. Dicen que corrompes a cuantos intiman
contigo, y que basta que entres en una casa para que la vergüenza y la
desgracia te sigan. Yo no sé si es verdad. ¿Cómo podría yo saberlo? Pero eso
dicen de ti. Yo he oído cosas que parecía imposible poner en duda. Lord
Gloucester fue uno de mis mejores amigos de Oxford. El me enseñó una carta que
su mujer le había escrito, casi agonizante, desde su villa de Menton. Tu nombre
sonaba en la más terrible confesión que he leído nunca. Yo le
dije que era absurdo, que yo te conocía a fondo y sabía que era totalmente
incapaz de una villanía semejante. ¿Conocerte? ¿Te conozco yo en realidad?
Antes de hablar de aquel modo hubiera sido preciso que yo viese tu alma. - ¡Ver
mi alma! -murmuró Dorian Gray, levantándose trémulo y casi Iívido de terror. -Sí
-repuso Hallward gravemente, y con voz impregnada de tristeza -; ver tu alma.
Pero sólo Dios puede hacerlo. Una amarga risa de burla brotó de labios de
Dorian. - ¡Tú también la verás esta noche! -exclamó, cogiendo de la mesa una
lámpara -. Ven; obra tuya es. ¿Por qué no ibas a verla? Luego, si quieres,
podrás contárselo a todo el mundo. Nadie te creerá. Si te creyesen, aun me
adorarían más. Yo conozco nuestra época mejor que tú, a pesar de todas tus
palabras ociosas. Ven, te digo. Ya has disertado bastante sobre la corrupción.
Vamos ahora a verla cara a cara. En cada palabra que profería habla como una
locura de orgullo. Con su infantil impaciencia de costumbre golpeaba con el pie
en tierra. Sentía una terrible alegría a la idea de que iba a compartir con alguien
su secreto, y de que el hombre que había pintado el retrato origen de
su vergüenza iba a quedar abrumado
para el resto de sus días con el espantoso recuerdo de lo que había hecho. -Sí
-prosiguió, acercándose a él y mirándole fijamente en sus ojos severos -; te
mostraré mi alma. Verás lo que crees que sólo puede ser visto por Dios:
Hallward dio un paso atrás. - ¡Eso es una blasfemia, Dorian! -exclamó -. No
debes decir esas cosas, que son impías y absurdas. - ¿Tú crees? Y Dorian se
echó a reír nuevamente. -Estoy seguro. En cuanto a lo que te he dicho esta
noche, lo dije por tu bien. Tú sabes que siempre fui para ti un amigo devoto. -
¡No me toques! Acaba lo que tenías que decir. Una sombra de pesadumbre nubló el
rostro del pintor. Se detuvo un instante, y un hondo sentimiento de piedad se
apoderó de él. Después de todo, ¿qué derecho tenía él a inmiscuirse en la vida
de Dorian Gray? Con una décima parte sólo que hubiera hecho de lo que le
atribuían, ¡qué no habría sufrido! Levantóse, se acercó a la chimenea, y allí
permaneció, en pie, contemplando los leños encendidos con sus cenizas como
escarcha y sus palpitantes corazones de llama. -Estoy aguardando, Basil -dijo
Dorian, con voz dura y seca. Hallward se volvió hacia él. -Acabaré pronto -dijo
-. Lo único que tenía que pedirte es que me des una respuesta concreta a esas
horribles acusaciones que murmuran contra ti. Dime que son completamente
falsas, desde el principio hasta el fin, y te creeré. ¡Desmiéntelas, Dorian,
desmiéntelas! ¿No ves el daño que me hacen? ¡No me digas que eres un ser
perverso y corrompido y cubierto de oprobio! Dorian Gray sonrió, con una leve
mueca de desprecio en los labios. -Sígueme, Basil -dijo sosegadamente -. Llevo
un diario de mi vi- da, día por día, y arriba lo tengo. Jamás sale del cuarto
en que lo escribo. Te lo enseñaré, si vienes conmigo. -Iré, Dorian, si así lo
deseas. Veo que ya he perdido el tren. No importa. Me iré mañana. Pero no me
pidas que lea nada esta noche. Una respuesta terminante es lo único que necesito.
-Arriba la tendrás. No me sería posible dártela aquí. ¡Oh!, no será muy larga
la lectura.
CAPÍTULO XIII
Acompañado
por Basil Hallward salió de la biblioteca y empezó la ascensión. Caminaban
despacio, sin hacer ruido, como instintivamente se camina en la noche. La
lámpara proyectaba sobre las paredes y la escalera sombras fantásticas. Un
viento naciente sacudía algunas de las persianas. Al llegar al rellano de
arriba, Dorian depositó la lámpara en el suelo y, sacando la llave, la
introdujo en la cerradura. - ¿Insistes en saber la verdad, Basil? -preguntó en
voz queda. -Insisto. -Encantado -replicó Dorian, sonriendo. Luego, un tanto
ásperamente, añadió: -Tú eres el único hombre con derecho a saber todo lo que a
mí se refiere. Tú has tenido más importancia en mi vida de la que crees. Y,
cogiendo de nuevo la lámpara, abrió la puerta y entró. Una corriente fría de
aire les envolvió, y la luz se alargó por un momento en una llamarada naranja.
Dorian se estremeció. -Cierra la puerta -susurró, dejando la Lámpara sobre una
mesa. Hallward paseó en torno suyo la vista con expresión perpleja. La
habitación parecía como deshabitada desde hacía muchos años. Un mustio tapiz
flamenco, un cuadro cubierto con una tela, un antiguo cassone italiano y una
estantería casi vacía: esto era todo lo que parecía contener, a más de una mesa
y una silla. Al encender Dorian Gray una bujía medio consumida que había encima
de la chimenea, vio el pintor que todo ello estaba cubierto con una espesa capa
de polvo, y la alfombra hecha harapos. Un ratón corrió a esconderse en su
agujero. Había un olor húmedo a moho. - ¿Conque crees que sólo Dios puede ver
el alma, Basil? Descorre esa cortina, y verás la mía. La voz que hablaba era
fría y cruel. - ¿Estás loco, Dorian, o te burlas de mí? -murmuró el pintor
entre dientes, frunciendo el ceño. - ¿No te atreves? Lo haré yo entonces -dijo
Dorian. Y arrancó bruscamente la cortina, arrojándola en tierra. Un grito de
horror brotó de labios del pintor, al distinguir en la penumbra el rostro
abominable que desde el lienzo parecía hacerte una mueca. Había en su expresión
algo que le llenó de repugnancia y de espanto. ¡Santo ciclo! ¿No era el rostro
de Dorian Gray el que estaba viendo? La catástrofe, fuera cual fuera, no había
conseguido arruinar por completo aquella milagrosa belleza. Aún quedaba un poco
de oro en el cabello ya ralo, y una pincelada de rojo en los labios sensuales.
Los ojos lacrimosos habían conservado algo de la pureza de su azul, la línea
noble de la nariz aún no se había borrado del todo, y el cuello guardaba
vestigios del firme modelado de antaño. Sí, no cabía duda de que era Dorian.
Pero, ¿quién lo habría pintado? Le pareció reconocer su propia factura, y el
marco era el que él dibujara. La idea era monstruosa. No obstante sintió miedo.
Cogiendo la bujía encendida se aproximó al retrato. En el ángulo de la
izquierda estaba su nombre, trazado en altas letras de bermellón puro. ¡Era una
asquerosa caricatura, una sátira innoble e infame! El no había hecho nunca
aquello... Sin embargo, sí, aquél era el retrato que él pintara. Tampoco cabía
duda. Sintió, de pronto, como si la sangre, de fuego que era, se volviese de
hielo en sus venas. ¡Su obra! ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo se había alterado
de aquel modo? Volviéndose, contempló a Dorian con ojos dementes. Sus labios se
crisparon, y su lengua, seca, parecía incapaz de articular una sola palabra. Se
pesó la mano por la frente, empapada en un sudor viscoso. Dorian, en tanto,
permanecía apoyado en la chimenea, mirándole con esa extraña expresión que se
advierte en el rostro de los que están absortos viendo representar un drama a
un gran actor. No había en ella ni verdadero dolor ni alegría verdadera.
Simplemente la pasión del espectador, y acaso una llamita de triunfo en los
ojos. Se había quitado del ojal la flor que llevaba, y la olía, o, por lo
menos, fingía olerla. - ¿Qué quiere decir esto? -exclamó Hallward al fin, con
una voz que, a él mismo, le sonó extrañamente. -Hace años, siendo yo casi un
niño -dijo Dorian, estrujando la flor entre sus dedos -, tú me conociste, me
rodeaste de halagos y me enseñaste a envanecerme de mi belleza. Un día me
presentaste a uno de tus amigos, que me explicó el milagro de la juventud, y
concluiste un retrato mío, que me reveló el milagro de la belleza. En un momento
de locura, que, hoy mismo, no sé si lamentar o no, formulé un deseo, que acaso
tú llamases una plegaria... - ¡Me acuerdo! ¡Oh, ya lo creo que me acuerdo!
¡Pero no, no es posible! Esta habitación es muy húmeda. Seguramente la humedad
ha atacado el lienzo. Los colores que usé debían contener algún maldito veneno
mineral. ¡Repito que es imposible! - ¡Bah!, ¿qué hay de imposible? -murmuró
Dorian, yendo al balcón y apoyando la frente contra el frío cristal, esmerilado
por la niebla. - ¿No me dijiste que lo habías destruido? -Me equivoqué. Ha sido
él quien me destruyó a mí. -No puedo creer que ése sea mi cuadro.
- ¿No puedes ver en él tu ideal, eh? -dijo Dorian amargamente. -Mi ideal, como
tú lo llamas... -Como tú lo llamabas. -Nada malo había en él, nada vergonzoso.
Tú eras para mí un ideal, como ya no volveré a encontrar otro. Este es el
rostro de un sátiro. -Es el rostro de mi alma. - ¡Dios mío! ¡Qué cosa he
adorado! Tiene los ojos de un demonio. -Todos tenemos en nosotros un cielo y un
infierno, Basil -exclamó Dorian, con un gesto de desesperación. Hallward se
volvió de nuevo hacia el retrato y lo contempló largamente. - ¡Santo Dios, si
es verdad -dijo -, y esto es lo que has hecho de tu vida, indudablemente debes
ser peor de lo que imaginan aquellos que te acusan! Y, levantando de nuevo la
luz, examinó el lienzo con detenimiento. La superficie parecía no haber sufrido
el menor cambio, y estaba tal como él la dejara. Aparentemente, toda aquella
abominación provenía de adentro. Una extraña vida interior hacía que aquella
lepra del pecado fuera devorando lentamente la imagen. El pudrirse de un
cadáver en el fondo de una fosa húmeda, no era tan espantoso como aquello. Le
tembló la mano, y la bujía cayó del candelero al suelo, donde quedó
chisporroteando. La apagó, poniendo el pie encima. Luego se dejó caer en la
silla desvencijada que había junto ala mesa y escondió el rostro entre las
manos. - ¡Santo Dios, Dorian, qué lección! ¡Qué tremenda lección! No hubo
respuesta, pero pudo oír a Dorian sollozando junto al balcón. -Recemos, Dorian,
recemos -murmuró -. ¿Qué es lo que nos enseñaron a decir cuando niños? "No
nos dejes caer en la tentación. Perdónanos nuestros pecados. Líbranos de todo
mal." Repitámoslo juntos. La oración de tu soberbia fue oída. También
puede serlo la oración de tu arrepentimiento. Yo te adoré demasiado, y me veo
castigado por ello. Tú te adoraste también demasiado. Ambos hemos sido
castigados. Dorian Gray se volvió lentamente hacia él y le miró, con los ojos
empañados por las lágrimas. -Es demasiado tarde, Basil -balbuceó. -Nunca es
demasiado tarde, Dorian. Arrodillémonos y probemos a acordarnos de alguna
oración. ¿No hay un versículo que dice: "Aunque tus pecados sean cual la
escarlata, yo los haré blancos como la nieve". -Esas palabras carecen ya
para mí de sentido. - ¡Oh, no digas eso! Ya llevas hecho bastante mal en tu
vida. ¡Santo Dios! ¿No ves cómo nos miran de soslayo esos ojos malditos? Dorian
Gray contempló el retrato; y, de pronto, un sentimiento irrefrenable de odio a
Basil Hallward se apoderó de él, como si le hubiese sido sugerido por la imagen
del lienzo y murmurado a su oído por aquellos labios crispados. La rabia
frenética del animal acosado se despertaba en él, y aborreció súbitamente a
aquel hombre, sentado junto a la mesa, con mayor fuerza que aborreciera nada en
su vida. Con ojos de locura miró en torno suyo. Sobre el pintado arcón,
enfrente de dl, brillaba un objeto. Sus ojos tropezaron con el. Recordó lo que
era: un cuchillo que, pocos días antes, subiera para cortar una cuerda, y que
olvidara llevarse. Despacio, sin hacer ruido, se dirigió hacia él, pasando al
lado de Hallward. Apenas se encontró detrás de éste, cogió el cuchillo y
volvióse. Hallward hizo un movimiento, como si fuera a levantarse. Dorian se
precipitó entonces sobre él y le hundió el cuchillo en la gran arteria que hay
detrás de la oreja, sujetando la cabeza contra la mesa y clavando una y otra
vez el cuchillo. Hubo un gemido ahogado, y un horrible gorgoteo de sangre en la
garganta. Tres veces se levantaron los brazos, agitando grotescamente en el
aire las manos rígidas. El volvió a clavar otras dos veces el cuchillo, pero el
cuerpo estaba ya inmóvil. Algo empezó a gotear sobre el suelo. Aguardó todavía
un momento, manteniendo la cabeza contra la mesa. Luego arrojó encima el
cuchillo y quedó escuchando. No se oía más ruido que el
lento gotear sobre la alfombra andrajosa. Abrió la puerta y salió al rellano.
La casa permanecía completamente en silencio. Nadie andaba por ella. Estuvo
unos segundos inclinado sobre la barandilla, acechando en el negro poco de
sombra. Luego retiró de la cerradura la llave, y, volviendo ala estancia,
encerróse por dentro. El cuerpo continuaba sentado en la silla, con la cabeza
caída sobre la mesa, encorvada la espalda y unos brazos fantásticamente largos.
Si no hubiese sido por aquella grieta roja del cuello y por el charco de
coágulos negros que paulatinamente iba ensanchándose bajo la mesa, hubiérase
dicho que aquel hombre estaba simplemente dormido. ¡Qué rápido había sido todo!
Sentíase extrañamente tranquilo, y, dirigiéndose al balcón, lo abrió y salió
afuera. El viento había disipado la niebla y el ciclo semejaba una gigantesca
cola de pavo real, constelada de innumerables pupilas de oro. Mirando hacia
abajo vio al policía haciendo su ronda y proyectando el largo rayo de luz de su
linterna sobre la puerta de las casas
silenciosas. La mancha roja del farol de un coche brilló en una esquina y se
desvaneció enseguida. Una mujer, envuelta en un chal flotante, se desliaba
lentamente junto a las verjas, haciendo eses. De cuando en cuando deteníase y
miraba hacia atrás. Una vez, rompió a cantar, con una voz agria. El policía se
llegó a ella y le dijo algo. Ella echó a andar de nuevo, dando traspiés y
riendo. Una ráfaga helada barrió la plaza. Los mecheros de gas oscilaron,
poniéndose azules, y los árboles, desnudos de hojas, entrechocaron sus ramas de
aspecto metálico. Estremeciéndose, cerró el balcón. Después se dirigió ala
puerta, que abrió, sin una mirada siquiera al muerto. Comprendía que el quid de
todo aquello estaba en no prestar demasiada realidad a la situación. El amigo
que pintara aquel retrato fatal, causa de toda su desgracia, había desaparecido
del escenario de su vida. ¿No bastaba esto acaso? Luego se acordó de la
lámpara. Era de un curioso trabajo morisco, en plata mate, incrustada de
arabescos de acero bruñido y tachonada de turquesas bastas. Acaso el criado las
echara de menos y preguntase por ella. Vaciló unos segundos; al fin, volvió
atrás y la cogió de la mesa. No tuvo más remedio que ver el cadáver. ¡Que
quieto estaba! ¡Qué espantosamente blancas parecían las manos! Era como una
horrenda imagen de cera. Cerrando la puerta tras sí, empezó a bajar
sigilosamente la escalera. La madera crujía, pareciendo quejarse. Varias veces
se detuvo y aguardó. No; todo estaba tranquilo. No era más que el resonar de
sus propios pasos. Al llegar a la biblioteca vio la maleta y el abrigo en un
rincón. Era preciso ocultarlos. Abriendo un armario secreto, disimulado por el
zócalo de madera, donde guardaba sus extraños disfraces, escondió aquellos objetos.
Más tarde podría quemarlos fácilmente. Luego miró el reloj. Eran las dos menos
veinte. Tomó asiento y se puso a reflexionar. Todos los años -todos los meses
casi- ahorcaban a hombres en Inglaterra por lo mismo que él había hecho. Una
locura de crimen flotaba, sin duda, en el aire. Algún rojo planeta se había
acercado demasiado a la tierra... Pero, por otra parte, ¿qué pruebas había en
contra suya? Basil Hallward salió de su casa alas once. Nadie le habla visto
entrar en ella de nuevo. Casi todos los criados estaban en Selby Royal. Su
ayuda de cámara se había acostado... ¡París! Sí, a París era donde Basil se
había ido, y en el tren de las doce, como pensaba. Dada su habitual reserva,
pasarían meses antes de que nadie sospechase nada. ¡Meses! Todo podía hacerse
desaparecer mucho antes. Ocurriósele, de pronto, una idea. Se puso de nuevo el
sombrero y su gabán de pieles y salió al hall. Allí se detuvo, escuchando el
paso lento y pesado del policía en la acera, y viendo la reverberación de la
linterna en la ventana. Aguardó conteniendo el aliento. Al cabo de unos
instantes descorrió el cerrojo y se deslizó fuera, cerrando la puerta con mucha
cautela. Luego llamó, tirando de la campanilla. A los cinco minutos,
próximamente, apareció su ayuda de cámara, a medio vestir, y apenas despierto.
-Siento haber tenido que despertarte, Francis -dijo Dorian, entrando -, pero me
olvidé el llavín. ¿Qué hora es? -Las dos y diez, señor -- contestó el criado
mirando el reloj y parpadeando. - ¿Las dos y diez? ¡Qué horriblemente tarde! Es
preciso que me despiertes a las nueve. Tengo mucho que hacer. -Como el señor
mande. - ¿Vino alguien esta noche? -Mr. Hallward, señor. Estuvo aquí hasta las
once y se fue para no perder el tren. - ¡Caramba, siento no haberle visto!
¿Dejó algún recado? -Ninguno, señor. Dijo solamente que ya le escribiría al
señor desde París, si no le encontraba en el club. -Está bien, Francis. No te
olvides de llamarme a las nueve. -Descuide el señor. Y el criado desapareció
por el pasillo, tambaleándose de sueño y arrastrando las zapatillas. Dorian
Gray arrojó el sombrero y el abrigo encima de la mesa, y entró en la
biblioteca. Durante un cuarto de hora estuvo paseando de arriba abajo por el
aposento, mordiéndose los labios y cavilando. Al fin, cogió del estante la Guía
y empezó a hojearla. "Alan Campbell, calle de Hertford, 52, Mayfair".
Sí, aquél era el hombre que él necesitaba.
CAPÍTULO XIV
Al día
siguiente, nueve de la mañana, entró el criado con una taza de chocolate en una
bandeja, y abrió las maderas. Dorian dormía apaciblemente sobre el lado
derecho, con la mejilla apoyada en una mano. Parecía un niño cansado del juego
o del estudio. Dos veces tuvo que tocarle el criado en el hombro para que se
despertara, y apenas abiertos los ojos, una vaga sonrisa cruzó por sus labios,
como si hubiese estado perdido en algún país delicioso del ensueño. Sin
embargo, él no habla soñado. Ninguna imagen aflictiva o gozosa había venido a
turbarle. Pero la juventud sonríe sin motivo. Es uno de sus mayores encantos.
Dio media vuelta y, apoyado en el codo, empezó a sorber su chocolate. El blando
sol de noviembre inundaba la estancia. El cielo estaba despejado, y habla una
confortable tibieza en el aire. Parecía casi una mañana de mayo. Gradualmente,
los sucesos de la noche pasada se deslizaron con pies silenciosos y teñidos de
sangre en su espíritu, reconstituyéndose con terrible claridad. Estremecióse al
recuerdo de todo lo que había sufrido, y durante un momento volvió a apoderarse
de él aquel extraño sentimiento de odio contra Basil Hallward, que le habla
invadido la noche antes, al verle sentado en frente del cuadro, y que le
impulsara irresistiblemente a matarlo. Un calofrío le sacudió todo el cuerpo.
Arriba continuaría el cadáver, iluminado ahora por el sol. ¡Qué espantoso era
todo aquello! Semejantes horrores estaban hechos para la oscuridad, no para la
luz del día. Comprendió que, si continuaba cavilando en lo hecho, acabaría por
enfermar o volverse loco. Había pecados cuya fascinación más estaba en el
recuerdo que en la comisión de ellos, singulares triunfos que halagan el
orgullo más que las pasiones, y dan a la inteligencia un vivo sentimiento de
gozo, mayor que el que procuran, o pueden procurar nunca, a los sentidos. Pero
éste no era uno de ellos. Era algo que debía apartarse enseguida del espíritu
ser narcotizado con adormideras, estrangulado a fin de que no le estrangulara a
uno. Al dar la media se pasó la mano por la frente y, levantándose luego
apresuradamente, se vistió con más esmero aún que de costumbre, eligiendo cuidadosamente
la corbata y el alfiler con que había de prenderla, y cambiando más de una vez
de sortijas. También empleó un buen rato en almorzar, probando de todos los
platos, hablando con su ayuda de cámara de la nueva librea que tenía en
proyecto para sus criados de Selby, y abriendo las cartas recibidas. Algunas de
ellas le hicieron sonreír. Tres parecieron molestarle bastante. Otra la releyó
varias veces, y al fin la rompió con una leve mueca de hastío. "¡ Qué cosa
terrible es la memoria de las mujeres!", como Lord Henry dijera en una
ocasión. Cuando hubo apurado su taza de café y enjugado lentamente sus labios
con una servilleta, se levantó y, mandando que aguardase al criado, sentáse a
la mesa de despacho y escribió dos cartas. Una de ellas se la metió en el
bolsillo; la otra, la entregó al criado: -Lleva esto al número 152 de la calle
de Hertford, Francis; y si Mr. Campbell no estuviese en Londres, que te den su
dirección. En cuanto se quedó solo, encendió un cigarrillo, y maquinalmente se
puso a dibujar sobre una hoja de papel, trazando primero flores, motivos
arquitectónicos después, y al fin perfiles humanos. De pronto, observó que
todas las caras que dibujaba parecían tener una fantástica semejanza con Basil
Hallward. Frunciendo el ceño, se levantó y fue ala librería a coger al acaso un
volumen. Estaba resuelto a no pensar en lo sucedido hasta que fuera
absolutamente preciso. Una vez echado en el diván, miró el título del libro.
Eran los Émaux et Camées de Gautier , un ejemplar de la edición Charpentier en
papel Japón, con las aguas fuertes de Jacquemart. Estaba encuadernado en piel
vcrde limón, estampada con un enrejado de oro, y unas granadas minúsculas.
Adrian Singleton se lo había regalado. Volviendo las hojas, tropezó su vista
con la poesía sobre la mano de Lacenaire , la helada mano amarilla, " du
supplice encore mal Iavée ", con su vello rojizo y sus dedos de fauno.
Instintivamente, se miró los dedos, afilados y blancos, estremeciéndose
ligeramente a pesar suyo. Continuó hojeando el volumen, hasta que llegó a
aquellas deliciosas estancias sobre Venecia: Sur une gammne chromatique, Le
sein de perles ruisselant, La Venus de l'Adriatique Sort de I'eau son cops rose
et blanc. Les dômes, sur l'azur des ondes Suivant la
phrase au pur contour, S'enfent comete des gorges rondes Que soulève un soupir
d'amour. L'ésquif aborde et me dépose, Jetant son amarre au pilier, Devant tuse
façade rose, Sur le marbre d'un escalier. ¡Qué exquisitas eran! Leyéndolas,
parecía bajarse flotando por los verdes canales de la ciudad de rosa y de
nácar, sentado en una góndola negra con proa de plata y cortinas arrastrando
sobre el agua. Las simples líneas de los versos le recordaban estas estelas
azul turquesa que se dejan detrás al acercarse al Lido. Los destellos súbitos de
color le traían a la memoria el relámpago de iris y ópalo de los pájaros que
revoloteaban en torno del Campanile, color de panal, o pasean, con gracia tan
solemne, bajo las umbrosas y polvorientas arcadas. Reclinado en el diván y
entornando los ojos, se repetía una y otra vez: Devant una façade rose., Sur le
marbre d'un escalier. Toda Venecia estaba en estos dos versos. Recordó el otoño
que había pasado allí, y un amor maravilloso que le arrastrara a toda suerte de
deliciosas locuras. En habían conservado el fondo propio a lo novelesco; y,
para el verdadero romántico, el fondo lo es todo, o casi todo. Basil había
pasado con él parte del tiempo, y se había vuelto loco con el Tintoretto.
¡Pobre Basil! ¡Qué muerte espantosa! Suspiró, y volviendo al volumen trató de
olvidar. Leyó de las golondrinas que entran y salen volando en el cafetín de
Esmirna, donde los santones yacen en cuclillas repasando sus rosarios de ámbar,
y los mercaderes, tocados con sus grandes turbantes, fumando sus largas pipas
adornadas con borlas, y hablando gravemente entre sí; leyó del obelisco de la
plaza de la Concordia, que llora lágrimas de granito en un solitario destierro
sin sol, con la nostalgia de las cálidas riberas del Nilo, cubierto de lotos,
donde hay esfinges, ibis rosados, blancos buitres con garras doradas,
cocodrilos de ojuelos de esmeralda, que se arrastran entre el limo verdoso y
humeante; se dejó llevar por aquellos versos que, trasponiendo en música un
mármol empañado por los besos, hablan de aquella estatua enigmática que Gautier
compara a una voz de contralto, el monstre charmant que yace acostado en la
sala de pórfido del Louvre... . Pero, al cabo de unos momentos, le cayó de las
manos el libro. Se sentía nervioso, y un horrible acceso de miedo se apoderó de
él. ¿Y si Alan Campbell no se encontrase en Inglaterra? Tendrían que pasar
varios días antes de que pudiese estar de vuelta. Eso si accedía a venir, que
no era seguro. ¿Qué hacer entonces? Cada instante era de una importancia vital.
Ellos habían sido muy amigos en otro tiempo, cinco años antes; casi
inseparables; realmente. Luego, la intimidad se había roto bruscamente. Ya,
cuando se encontraban en sociedad, Dorian Gray era el único de los dos que
sonreía; jamás Alan Campbell. Este era un hombre joven, muy inteligente, a
pesar de su escaso sentido de las artes plásticas, y de su afición, igualmente
moderada, y ésa inculcada por Dorian, a la belleza literaria. Su pasión
dominante era la ciencia. En Cambridge se pasaba la mayor parte del tiempo en
el laboratorio, y a fin de curso había siempre conseguido el máximum de puntos
en Ciencias Naturales. Luego, había continuado fiel al estudio de la Química, y
tenía un laboratorio particular, en el que acostumbraba a encerrarse todo el
día, con gran desesperación de su madre, que se había hecho la ilusión de verle
en el Parlamento y tenía una vaga idea de que un químico era un hombre que
hacía retas. No obstante, era un músico excelente, y tocaba el piano y el
violín mejor que la mayoría de los aficionados. Realmente, la música había sido
el punto de partida de su amistad con Dorian; la música, y esa indefinible
sugestión que Dorian parecía ejercer cuando se lo proponía, y que hasta sin
darse cuenta ejercía muchas veces. Se habían conocido en casa de Lady
Berkshire, una noche que tocaba allí Rubinstein, y desde entonces, siempre se
les veía juntos de la Opera y dondequiera que se hacía buena música. Año y
medio duró esta intimidad. Campbell estaba siempre en Selby Royal o en la plaza
de Grosvenor. Para él, como para tantos otros, Dorian Gray era el arquetipo de
cuanto había de extraordinario y de fascinador en la vida. Nadie supo nunca si
habían tenido entre sí algún motivo de disensión y habían reñido; pero el caso
es que la gente observó que ya apenas cruzaban la palabra al encontrarse, y que
Campbell no tardaba en irse de toda reunión en que estaba Dorian. Además,
parecía haber cambiado; sufría de cuando en cuando extrañas melancolías; había
perdido casi su afición a la música, y nunca quiso volver a tocar en público,
dando como excusa, cuando le instalaban a ello, que sus estudios científicos le
absorbían de tal modo que no le dejaban tiempo de hacer dedos. Y esto,
realmente, era cierto. Cada día parecía interesarse más en la biología, y su
nombre apareció una o dos veces en algunas revistas científicas, asociado a
ciertos curiosos experimentos. Este era el hombre a quien aguardaba Dorian. A
cada momento miraba el reloj. A medida que pasaban los minutos crecía su
agitación. AI fin tuvo que ponerse en pie y pasear de arriba abajo por la
estancia, como una hermosa fiera enjaulada. Su paso era vacilante. Sus manos
estaban heladas. La incertidumbre se hacía intolerable. Le parecía que el
tiempo se arrastraba con pies de plomo, mientras el viento maligno le empujaba
a él hacia el borde de un negro abismo. Sabía lo que allí le esperaba; lo veía,
y, estremeciéndose, se apretaba con manos húmedas los párpados quemantes, como
si quisiera privar de la vida a su mismo cerebro y volver las pupilas a su
cueva. Era inútil. El cerebro tenía su propio alimento en que cebarse, y la
fantasía, que el terror tornaba grotesca, se contorsionaba y retorcía como un
ser vivo, bailaba como un maniquí repugnante sobre un tablado, y gesticulaba
atrozmente. Luego, de pronto, detúvose el tiempo. Sí: aquella cosa ciega y
jadeante cesó de arrastrarse, y horribles pensamientos, una vez muerto el
tiempo, acudieron corriendo y sacaron de su tumba un futuro espantoso, que le
mostraron. Quedó sin poder apartar de él los ojos. El mismo exceso de horror le
convirtió en piedra. Al fin la puerta se abrió, y entró el criado. Dorian
volvió hacia él los ojos vidriosos. -Mr. Campbell, señor -anunció el ayuda de
cámara. Un suspiro de alivio brotó de sus
labios secos, y el color volvió a sus mejillas. -Que pase enseguida, Francis.
El acceso de cobardía había pasado. Se sentía ya otro hombre. El ciado saludó,
retirándose. Un instante después, entraba Alan Campbell, muy serio y muy
pálido, acentuada aún más su palidez por
el cabello negrísimo y las cejas
oscuras. - ¡Gracias, Alan, gracias por haber venido! -No pensaba volver a poner
los pies en tu casa, Gray. Pero como decías en tu carta que se trataba de una
cuestión de vida o muerte... Su voz era dura y glacial. Hablaba lentamente,
pesando las palabras. Había un no sé qué de desprecio en la mirada firme y
escrutadora que fijaba en Dorian. Conservaba las manos en los bolsillos de su
gabán de astracán, sin parecer haber advertido el ademán efusivo de Dorian.
-Sí, es una cuestión de vida o muerte, Alan; y no para mí sólo. Siéntate.
Campbell se sentó en una mesilla, junto ala mesa, y Dorian enfrente. Los ojos
de ambos se encontraron. En los de Dorian había una infinita compasión. Sabía
que lo que iba a hacer era horrible. Al cabo de unos penosos momentos de
silencio, se inclinó hacia adelante, y dijo, muy despacio, pero acechando el
efecto de cada palabra sobre el rostro del recién llegado. -Alan, en una
habitación cerrada que hay arriba, habitación en que sólo yo entro, hay un
hombre muerto sentado junto a una mesa. Hará unas diez horas que ha muerto. No
te muevas, ni me mires de ese modo. Quien es ese hombre, por qué y cómo murió,
son extremos que no te conciernen. Lo que es preciso que hagas... - ¡Basta,
Gray! No quiero saber más. Si lo que me has dicho, es o no cierto, allá tú. Me
niego terminantemente a intervenir de nuevo en tu vida. Guarda para ti tus
horribles secretos. No me interesan ya. -Pues tendrán que interesarte, Ajan.
Este, por lo menos. Lo siento infinito por ti, Alan; pero no tengo otro
remedio. Tú eres el único hombre que puedes salvarme, y me veo obligado a
acudir a ti. Tú eres un sabio, Alan; para ti la Química no tiene secretos; tú
has hecho un sin fin de experimentos... Lo que tienes que hacer ahora es
destruir ese cuerpo que está arriba... destruirlo por completo, sin que quede
el menor vestigio de él. Nadie lo vio entrar en la casa. Todo el mundo le
supone a estas horas en París. Antes de que se advierta su desaparición,
pasarán meses. Y, para entonces, no debe quedar aquí huella de di. Tú, Alan, es
preciso que lo conviertas, a él y cuanto a él pertenece, en un puñado de
cenizas que yo pueda fácilmente aventar. - ¡Estás loco, Dorian! - ¡Ah! Esperaba
que me llamases Dorian. -Estás loco, te digo; loco, al imaginar que yo iba a
mover un dedo en tu ayuda; loco, al hacerme esa monstruosa confesión. Repito
que no quiero intervenir para nada en tu vida. ¿Crees que voy a arriesgar mi
reputación por tu causa? ¿Qué me importa a mí esa obra diabólica que intentas
llevar a cabo? -Fue un suicidio, Alan. -Lo celebro. Pero, ¿quién lo trajo hasta
aquí? Tú, supongo. - ¿Te niegas, pues, a hacer esto por mí? -Naturalmente que
me niego. Yo no tengo que ver lo más mínimo en ello. Y se me da un ardite la
vergüenza y el deshonor que te aguarden. Todo lo mereces. No creas que me apenaría
verte cubierto de ignominia, públicamente deshonrado. ¿Y te atreves a dirigirte
a mí para hacerme cómplice en un horror semejante? Creí que conocías mejor a
los hombres. Tu amigo Lord Henry Wotton, que ha sido tu maestro en tantas
cosas, no te enseñó mucha psicología que digamos. Nada en el mundo podría
decidirme a ayudarte. Te equivocaste de hombre. Acude a alguno de tus amigos; y
olvida que existo. -Fue un asesinato, Atan. Yo fui quien te maté. Tú no sabes
lo que me había hecho sufrir. Sea cual sea mi vida, más culpa ha tenido él de
ella que el pobre". Aunque no fuera esa su intención, el resultado es el
mismo. - ¡Un asesinato! ¡Santo Dios, es posible que hayas llegado a eso!... Yo
no te delataré. Eso no es cosa mía. Además, ya, sin que yo intervenga, te
detendrán; puedes estar seguro. Nadie comete un crimen sin caer en alguna
torpeza. Pero yo no quiero tener nada que ver con esto. -Sí, tendrás que ver.
Espera, espera un momento; escúchame sólo, Alan. Todo lo que yo te pido es que
lleves a cabo un experimento científico. Tú vas a hospitales y a depósitos de
cadáveres, y me parece que los horrores que allí haces no te afectan en lo más
mínimo, ¿verdad?. Si en una sala de disección o en un fétido laboratorio
encontrases a este hombre sobre una mesa de zinc, con goteras para dejar
escurrir la sangre, te limitarías a considerarlo como un simple motivo de
experiencia. Ni un solo cabello se erizaría en tu cabeza. No pensarías que ibas
a hacer algo malo. Antes bien: es muy probable que pensases que estabas trabajando
en beneficio de la humanidad, o acrecentando la suma de conocimientos del
mundo, o satisfaciendo una curiosidad intelectual, o cualquier cosa por el
estilo. Lo que yo te pido que hagas ahora es simplemente lo que has hecho
tantas veces. Realmente, destruir un cuerpo debe ser mucho menos horrible que
tus experimentos habituales. Y ten en cuenta que es la única prueba contra mí.
Si lo descubren, estoy perdido; y, si tú no me ayudas, es seguro que acabarán
por descubrirlo. -Olvidas que no tengo el menor deseo de ayudarte. Me es
absolutamente indiferente lo que pueda ocurrirte. Allá tú. -Te lo suplico,
Alan. Piensa en la situación en que me encuentro. Precisamente antes de que
llegases estuve a punto de desmayarme de terror. Algún día sabrás lo que es
eso. ¡No, no pienses en ello! Considera la cuestión desde un punto de vista
puramente científico. Tú no preguntas de dónde provienen los cadáveres que te
sirven para tus experimentos. Tampoco preguntes ahora. Ya te he dicho bastante.
Pero te suplico que lo hagas. En otros tiempos fuimos muy amigos, Alan. -No me
recuerdes esos tiempos, Dorian. Ya murieron. -Los muertos, a veces, tardan en
irse. El que está arriba no quiere marcharse. Continúa sentado a la mesa, con
la cabeza inclinada y los brazos caldos. ¡Alan! ¡Alan! ¡Si tú no me ayudas,
estoy perdido! ¡Me ahorcarán, Alan! ¿No me comprendes?
¡Me ahorcarán por lo que he hecho! -Es inútil prolongar esta escena. Me niego
en absoluto a intervenir. Es una locura que te empeñes en ello. - ¿Te niegas?
-Sí. - ¡Te lo suplico, Alan! -Es inútil. La misma sombra de compasión pasó por
les ojeas de Dorian. Extendiendo la mano cogió una hoja de papel y trazó en
ella unas cuantas palabras. Leyó dos veces lo escrito, dobló el papel
cuidadosamente y lo empujó hacia Campbell. Hecho esto, se levantó y fue a la
ventana. Campbell le miró sorprendido; luego cogió el papel y lo abrió. A
medida que leía su rostro iba poniéndose lívido. Al terminar, desplomóse en la
silla. Una horrible sensación de malestar se apoderó de él. Le parecía como si
su corazón latiese descompasadamente en el vacío. Al cabo de dos o tres minutos
de un terrible silencio, Dorian se volvió y vino a colocarse detrás de él,
poniéndole una mano en el hombro. -Lo siento infinito, Alan, puedes creerme -murmuró
-; pero tú no me has dejado otra alternativa. Ya tenía escrita una carta. Aquí
está. Mira la dirección. Si tú no me ayudas, la enviaré a su destino. Ya sabes
cuál será el resultado. Pero tú me ayudarás, ¿verdad? No es posible que ahora
te niegues. Yo no quería recurrir a esto. Espero que me harás la justicia de
reconocerlo. Tú estuviste duro, despectivo, insultante. Me trataste como nadie
se ha atrevido nunca a tratarme... nadie vivo, al menos. Yo lo soporté todo.
Ahora, a mí me toca dictar condiciones. Campbell se escondió el rostro entre
las manos, y un estremecimiento le sacudió de pies a cabeza. -Sí, a mí me toca
dictar condiciones, Alan. Tú sabes cuáles son. La cosa es muy sencilla. Vamos,
no te agites así. No hay más remedio que hacerlo. Ten calma, y hazlo. Escapóse
un gemido de labios de Campbell, que se puso a dar diente con diente. El tic
tac del reloj sobre la chimenea le parecía dividir el tiempo en átomos
separados de agonía, demasiado terrible de soportar cada uno de ellos. Sentía
como si un aro de hierro le fuese apretando lentamente las sienes, como si el
deshonor que le amenazaba hubiera ya caído sobre él. La mano que se habla
posado encima de su hombro pesaba como una mano de plomo. Era insostenible.
Parecía aplastarle. -Vamos, Alan, decídete enseguida. -No puedo -dijo Campbell
maquinalmente, como si las palabras pudiesen cambiar las cosas. -Es preciso. No
puedes elegir. ¿A qué tardar, pues? Campbell titubeó un momento. - ¿Hay fuego
arriba? -Sí, un aparato de gas. -Tendré que ir a casa para traer algunas cosas
del laboratorio. -No, Alan, no saldrás de esta casa. Escribe en un papel lo que
necesitas, y mi criado tomará un coche y te lo traerá todo. Campbell garrapateó
unas cuantas líneas, pasó el secante sobre ellas y escribió en un sobre el nombre
de su ayudante. Dorian cogió la nota y la leyó atentamente. Luego tiró de la
campanilla y la entregó a su criado, con orden de estar de vuelta con todo
aquello lo antes posible. Al oír cerrarse la puerta de la calle, levantóse
nerviosamente Campbell y se dirigió hacia la chimenea. Tiritaba como en un
acceso de fiebre. Cerca de veinte minutos transcurrieron sin que ninguno de los
dos hablase. Una mosca zumbaba ruidosamente en la estancia, y el tic tac del
reloj sonaba como el golpear de un martillo en el yunque. Al dar la campana la
una, Campbell se volvió y, mirando a Dorian, vio que sus ojos estaban llenos de
lágrimas. Algo había en la pureza y distinción de aquel rostro entristecido que
pareció exasperarle. - ¡Eres un ser abyecto, completamente abyecto! -murmuró. -
¡Calla, Alan! Me has salvado la vida -dijo Dorian. - ¿Tu vida? ¡Santo cielo,
qué vida! Tú has ido de corrupción en corrupción, hasta terminar ahora en el
crimen. Al hacer lo que voy a hacer, lo que tú me obligas a hacer, puedes creer
que no es en tu vida en lo que pienso. - ¡Ay, Alan! -murmuró Dorian, con un
suspiro -. ¡Ojalá tuvieses por mí la centésima parte de lástima que yo siento
por ti! Y, al decir esto, le volvió la espalda y permaneció en pie delante de
la ventana, como si mirase hacia el jardín. Campbell no replicó nada. Al cabo
de otros diez minutos llamaron ala puerta y entró el criado con un cofre de
caoba lleno de drogas, un rollo de hilo de acero y platino y dos grapas de
hierro de forma un tanto extraña. - ¿Dejo aquí estas cosas, señor? -preguntó a
Campbell. -Sí -dijo Dorian -. Y me parece, Francis, que tengo otro recado que
mandarte. ¿Cómo se llama ese hombre de Richmond que surte Selby de orquídeas?
-Harden, señor. -Eso es, Harden. Pues bien: vas a ir inmediatamente a Richmond
a ver a Harden en persona, y le dirás que envíe el doble de las orquídeas que
habla encargado, incluyendo el menor número posible de blancas. Y, mejor aún,
ninguna. Hace un día soberbio, Francis, y Richmond es un sitio precioso; de
otro modo no me hubiera permitido molestarte con esa comisión. -Ninguna
molestia, señor. ¿A qué hora quiere el señor que esté de vuelta? Dorian
consultó con los ojos a Campbell. - ¿Cuánto tiempo emplearás en tu experimento,
Alan? -preguntó con voz tranquila e indiferente, como si la presencia de una
tercera persona le infundiese un valor extraordinario. Campbell frunció el ceño
y se mordió los labios. -Unas cinco horas -repuso. -Entonces será conveniente
que estés de regreso a las siete y media, Francis. O mira: déjame todo preparado
para vestirme, y vete después adonde quieras. Como ceno fuera de casa no te
necesitaré. -Gracias, señor -dijo el criado, saliendo de la habitación. -Ahora,
Alan, no hay un momento que perder. ¡Cómo pesa esta caja! Yola llevaré. Carga
tú con las otras cosas. Hablaba de prisa y en tono autoritario, Campbell se
sintió dominado por él. Salieron juntos del cuarto. Al llegar al rellano de
arriba, Dorian sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Luego, se detuvo,
estremecido y turbado. -Me parece que no voy a
poder entrar, Alan -murmuró. -No entres, Me es igual. No te necesito para nada
dijo Campbell fríamente. Dorian entreabrió la puerta. Al hacerlo pudo ver,
iluminado por el sol, el rostro de su retrato, que parecía mirarle de soslayo.
En el suelo, frente a él, yacía la cortina desgarrada. Recordó que la noche
anterior se había olvidado, por primera vez en su vida, de tapar el lienzo
fatal, y estaba ya a punto de precipitarse hacia él cuando dio un paso hacia
atrás, espantado. ¿Qué horrible rocío rojo era aquel que brillaba, húmedo y
reluciente, sobre una de las manos, como si el lienzo hubiese sudado sangre?
¡Qué cosa espantosa! Más espantosa le pareció en aquel momento que el cuerpo
inerte y mudo que sabía caído contra la mesa, aquella masa cuya sombra grotesca
sobre la alfombra manchada le mostraba que no se había movido, y seguía allí
tal como él la dejara. Lanzó un profundo suspiro, abrió un poco más la puerta
y, con los ojos a medio cerrar y apartando la cabeza, entró rápidamente,
resuelto a no dirigir una sola mirada al muerto. Luego, deteniéndose y
recogiendo la cortina de púrpura y oro, la arrojó sobre el cuadro. Allí
permaneció, temiendo volverse, con los ojos fijos en los arabescos del bordado.
Oyó cómo Campbell entraba el pesado cajón, y los hierros y todas las demás
cosas necesarias a su horrible trabajo. Pensó si él y Basil Hallward se habrían
encontrado alguna vez en sociedad y, en ese caso, qué opinión habrían formado
uno de otro. -Déjame solo -dijo una voz dura detrás de él. Dio media vuelta y
salió apresuradamente, habiendo sólo entrevisto el cadáver, echado ahora hacia
atrás sobre el respaldo de la silla, y a Campbell examinando aquel rostro
amarillo y luciente. Al bajar la escalera oyó girarla llave en la cerradura.
Bastante más de las siete eran cuando Campbell entró de nuevo en la biblioteca.
Estaba pálido, pero muy tranquilo. -Hice lo que me pediste que hiciera -murmuró
-. Adiós, pues. ¡Y ojalá que no volvamos a vernos! - ¡Tú me has salvado de la
ruina, Alan! Jamás lo olvidaré -dijo Dorian simplemente. Apenas hubo salido
Campbell, subió. Había un espantoso olor a ácido nítrico en la habitación. Pero
aquella cosa sentada a la mesa había desaparecido.
CAPÍTULO XV
Esa misma
noche, a las ocho y media, muy acicalado, con una gran boutonnière de violetas
en el frac, Dorian Gray era anunciado en el salón de Lady Narborough. Las
sienes le latían febrilmente, y todo él se hallaba terriblemente excitado;
pero, no obstante, la reverencia que hizo a la dueña de la casa, al besarle la
mano, fue tan natural y graciosa como de costumbre. Quizá nunca se siente uno
con mayor naturalidad que cuando se ve obligado a fingir. Seguramente que nadie
que hubiese visto aquella noche a Dorian Gray habría creído que acababa de
pasar por una de las más horribles tragedias que puedan encontrarse en nuestros
días. No era posible que aquellos dedos tan finamente modelados hubiesen
empuñado un cuchillo, para matar, ni que aquellos labios sonrientes blasfemaran
de Dios y de Su misericordia. El mismo no podía menos de sorprenderse de su
tranquilidad, y por un instante sintió agudamente el terrible placer de una
doble vida. Era una reunión íntima, improvisada por Lady Narborough, mujer
inteligentísima, que, al decir de Lord Hcnry, todavía conservaba restos de una
notable fealdad. Se había mostrado esposa excelente de uno de nuestros más
concienzudos embajadores, y habiéndolo ya enterrado convenientemente en un
mausoleo de mármol, dibujado por ella misma, y casadas ya sus hijas con hombres
ricos y un tanto maduros, consagrábase ahora a los deleites de la novela
francesa, la cocina francesa y el esprit francés, cuando estaba a su alcance.
Dorian era uno de sus favoritos, y con frecuencia le decía que se alegraba
mucho de no haberle conocido en su juventud. -Sé, amigo mío, que me habría
enamorado locamente de usted - agregaba -, y que no habría vacilado en cometer
por su causa los mayores disparates. Afortunadamente, en aquel tiempo usted
apenas existía. Por otra parte, me parece que jamás tuve ningún flirt con
nadie. Culpa, al fin y al cabo, del pobre Narborough. Era tan corto de vista,
que realmente no valía la pena de engañarle. Sus invitados aquella noche eran
poco pintorescos. El caso era, corno explicó a Dorian, detrás de un abanico muy
usado, que una de sus hijas casadas había caído súbitamente sobre ella, con
intención de pasar una temporadita a su lado, y, como si aún fuera poco, se
había traído a su marido con ella. -Un verdadero abuso, amigo mío -cuchicheó -.
Verdad es que yo voy a su casa todos los veranos, a mi regreso de Homburg; pero
hay que tener en cuenta que una vieja como yo necesita oxigenarse de cuando en
cuando. Además, yo les despierto de la modorra campestre. No puede usted
figurarse la vida que hacen allí. La vida de campo ideal. Se levantan temprano,
porque tienen tanto que hacer, y se acuestan temprano, porque tienen tan poco
en qué pensar. En toda la comarca no ha habido un solo escándalo desde el
tiempo de la reina Isabel; de modo que, en cuanto acaban de cenar, se quedan
dormidos. Tenga usted cuidado de no sentarse junto a ninguno de los dos.
Siéntese usted aquí, conmigo, y entreténgame. Dorian murmuré un gracioso
cumplido y paseó la mirada por el salón. Sí, la reunión se presentaba aburrida.
Dos de los invitados le eran desconocidos, y el resto consistía en: Ernest
Harrowden, una de esas medianías entre dos edades, tan comunes en los clubs
londinenses, que no tienen enemigos, pero que son sinceramente detestados por
sus amigos; Lady Ruxton, mujer muy emperifollada, frisando en los cuarenta y
siete, con nariz de loro, que continuamente estaba tratando de comprometerse,
pero que era tan irremediablemente fea que, con gran desesperación suya, nadie
quería nunca creer nada contra ella; Mrs. Erlynne, una activísima
insignificancia, con un delicioso ceceo y cabellos rojo veneciano; Lady Alice
Chapman, hija de la dueña de la casa, muchacha desaliñada e insulsa, con una de
esas características fisonomías británicas, que, una vez vistas, no se
recuerdan jamás, y su marido, un ser de carrillos colorados, y patillas blancas,
que, como tantos de su especie, se figuran que una excesiva jovialidad puede
compensar una carencia absoluta de ideas. Sentía casi haber venido cuando Lady
Narborough, echando una mirada al gran reloj de bronce dorado que sobre la
chimenea vestida de malva exhibía sus curvas aparatosas, exclamó: - ¡Qué
malvado ese Henry Wotton en retrasarse de este modo! Le avisé esta mañana, por
si acaso, y me prometió venir sin falta. Fue para Dorian un consuelo saber que
Harry iba a venir, y apenas se abrió la puerta y oyó su voz queda y musical
prestando su encanto a una insincera lisonja, disipóse su tedio. Pero en la
mesa apenas comió bocado. Plato tras plato pasaron sin que él los probase. Lady
Narborough no cesó de quejarse de lo que ella llamaba "un insulto a ese
pobre Adolfo, que había compuesto el menú exclusivamente para él", y de
cuando en cuando Lord Henry clavaba los ojos en él, sorprendido de su silencio
y de su aire abstraído. El mayordomo llenaba con frecuencia su copa de
champagne. El bebía ávidamente, y su sed parecía ir en aumento. -Dorian -dijo
al fin Lord Henry, cuando sirvieron el chaudfroid -, ¿qué te ocurre esta noche?
No pareces tú. -Debe estar enamorado -gritó Lady Narborough -, y teme
decírmelo, por medio a que me sienta celosa. Y tiene razón que le sobra.
Seguramente me sentiría. -Querida Lady Narborough -murmuró Dorian, sonriendo -,
hace toda una semana que no me he enamorado. Sí, desde que madame de Ferrol se
fue de Londres. - ¡Cómo podrán los hombres enamorarse de semejante mujer! -
exclamó la anciana señora -. Realmente no lo comprendo. -Simplemente porque
madame de Ferrol le recuerda a usted aquellos tiempos en que era usted una
niña, Lady Narborough -dijo Lord Henry -. Es el único lazo de unión entre
nosotros y los vestiditos cortos de usted. -Madame de Ferrol no me recuerda ni
poco ni mucho mis vesti- ditos cortos, Lord Henry. Pero yo la recuerdo en
cambio a ella perfectamente cuando estaba en Viena, hace ya treinta años, y los
escotes que llevaba. -Y que sigue llevando -replicó él, cogiendo una aceituna
con sus dedos afilados -. Cuando va bien vestida parece una edición de lujo de
una mala novela francesa. Realmente, es maravillosa, y llena de sorpresas. Su
capacidad de amor familiar es extraordinaria. Cuando murió su tercer marido,
sus cabellos se volvieron completamente rubios de dolor. - ¡Harry! -exclamó
Dorian. - ¡Es una explicación romántica! -dijo riendo Lady Narborough -. ¡Pero
su tercer marido, Lord Henry! - ¿Eso quiere decir que Ferrol es el cuarto?
-Exactamente, Lady Narborough. -No puedo creerlo. -Bueno, pregúnteselo usted a
Mr. Gray, que es uno de sus amigos más íntimos. - ¿Es cierto, Mr. Gray? -Así me
lo ha asegurado ella, Lady Narborough -contestó Dorian -. Yo le pregunté si,
como Margarita de Navarra, conservaba sus corazones embalsamados y los llevaba
colgados de la cintura, y me dijo que no, puesto que ninguno de los tres lo
tenía. - ¡Cuatro maridos! ¡Palabra, es trop de zéle! - Trop d'audace , le dije
yo -añadió Dorian. - ¡Qh!, ella tiene audacia para eso y para mucho más. Y
¿cómo es Ferrol? No le conozco. -Los maridos de las mujeres tan bonitas
pertenecen a las clases criminales -dijo Lord Henry, bebiendo a sorbitos su
copa de vino. Lady Narborough le dio un golpecito con su abanico. -No me
extraña, Lord Henry, que el mundo diga que es usted muy malo. -Pero, ¿qué mundo
dice eso? -preguntó Lord Henry, levantando las cejas -. Debe ser el mundo
próximo. FI actual y yo estamos en la mejor armonía. -Todas las personas que
conozco dicen que es usted muy malo - exclamó la anciana señora, meneando la
cabeza. Lord Henry pareció ponerse serio un momento. -Es verdaderamente
monstruosa -dijo al fin- la manera que tiene hoy la gente de conducirse,
diciendo, a espaldas de uno, cosas que son absolutamente exactas. - ¡Es
incorregible! -exclamó Dorian, recostándose en la silla. -Esperémoslo así -dijo
la ducha de la casa, riendo -. Pero, realmente, si todos ustedes adoran tan
absurdamente a esa madame de Ferrol, no voy a tener más remedio, para estar a
la moda, que casarme otra vez. -Usted no puede volver a casarse, Lady
Narborough -interrumpió Lord Henry -. Fue usted demasiado feliz. Cuando una
mujer se vuelve a casar es porque aborrecía a su primer marido. Cuando un
hombre se vuelve a casar es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban
su suerte; los hombres arriesgan la suya. -Narborough no fue perfecto -gritó la
anciana señora. -Si lo hubiese sido no le habría usted querido tanto, amiga mía
- replicó Lord Henry -. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si
tuviésemos bastantes nos lo perdonarían todo, hasta nuestra inteligencia. Temo
que, después de esto, no vuelva usted a invitarme a comer, Lady Narborough;
pero es la pura verdad. -Naturalmente que es verdad, Lord Henry. Si las mujeres
no les amásemos a ustedes por sus defectos, ¿dónde estarían todos ustedes? No
habría hombre que se casase. Serían ustedes una colección de desdichados
solteros. Claro que esto no influiría en ustedes gran cosa. Hoy todos los
hombres casadas Viven como solteros, y todos los solteros como casados. - Fin
de siécle-murmuró Lord Henry. - Fin du globe -repuso Lady Narborough. - ¡Ojalá
fuera el fin du globe! -dijo Dorian, suspirando -. La vida es una gran
desilusión. - ¡Por favor, Mr. Gray -exclamó Lady Narborough, poniéndose los
guantes -, no vaya usted a decirme que ha agotado la vida! Cuando un hombre
dice eso ya se sabe que es la vida la que le ha agotado a
él. Lord Henry es muy malo, y yo
siento a veces no haberlo sido también; pero usted ha nacido para ser bueno...
¡es usted tan guapo! Ya le buscaré yo a usted una mujer bonita. ¿No le parece a
usted, Lord Henry, que Mr. Gray debería casarse? -Es lo que yo siempre le estoy
diciendo -contestó Lord Henry, inclinándose. -Bueno, pues ya le buscaremos un
buen partido. Esta noche me dedicaré a estudiar el Debrett , y haré una lista
de todas las muchachas elegibles. - ¿Con mención de sus edades, Lady
Narborough? -preguntó Dorian. -Naturalmente que sí; con sus edades, escritas a
vuela pluma. Pero no hay que precipitarse demasiado. Quiero que sea lo que The
Morning Post llama una alianza adecuada, y deseo que ambos sean ustedes muy
felices. - ¡Cuántas tonterías se dicen sobre los matrimonios felices! -exclamó
Lord Henry -. Cualquier hombre puede ser feliz con una mujer, mientras no se
enamore de ella. - ¡Ay, es usted un cínico tremendo! -dijo la anciana señora,
echando hacia atrás su silla, y haciendo una señal con la cabeza a Lady Ruxton
-. Vuelva usted pronto a comer conmigo. Es usted un tónico maravilloso; mucho
mejor que el que Sir Andrew me ha recetado. Pero hágame usted una nota de
invitados, de personas del agrado de usted. Quiero que la reunión sea perfecta.
- ¡Oh!, a mí me agradan los hombres que tienen un futuro y las mujeres que
tienen un pasado -contestó Lord Henry -. ¿O cree usted que predominarían
demasiado has mujeres? -Lo temo -dijo ella riendo y poniéndose en pie -. Mil
perdones, mi querida Lady Ruxton -añadió -. No advertí que aún no había
terminado usted su cigarrillo. -No se preocupe usted Lady Narborough. Ya, sin
eso, fumo demasiado. No voy a tener más remedio que limitarme en lo futuro. -No
haga usted semejante cosa, Lady Ruxton -dijo Lord Henry -. La moderación es una
cesa fatal. Bastante, es tan malo como una comida. Más que bastante, es tan
bueno como un festín. Lady Ruxton le miró con curiosidad. -Venga usted a casa
una tarde a explicarme eso, Lord Henry. La teoría parece seductora -susurró,
saliendo del comedor. -Ahora, mucho ojo con tardar demasiado hablando de
política y de escándalos -gritó Lady Narborough desde la puerta -. ¡Qué
reñimos, si no! Los hombres se echaron a reír, y Mr. Chapman se levantó
solemnemente del extremo de la mesa para venir a sentarse en la cabecera.
Dorian Gray también cambió de sitio y fue a colocarse al lado de Lord Henry.
Mr. Chapman empezó a hablar en voz muy sonora de la situación en la Cámara de
los Comunes, riéndose a carcajadas de sus adversarios. La palabras doctrinario
-palabra preñada de terrores para el espíritu británico- reaparecía de cuando
en cuando entre sus explosiones. Un prefijo reiterado servía de adorno
oratorio. Izaba el Union Jack sobre las cumbres del pensamiento. La estupidez
hereditaria de la raza -que él jovialmente llamaba el profundo sentido común de
los ingleses- era mostrada como el verdadero baluarte de la sociedad. Por los labios
de Lord Henry pasó una sonrisa, y volviéndose miró a Dorian. - ¿Te sientes
mejor, querido? -preguntó -. Me pareció, durante la cena, que no te encontrabas
bien. -Pues me encuentro perfectamente, Harry. Un poco cansado, si acaso.
-Anoche estuviste delicioso. La duquesita se quedó fascinada. Me dijo que iría
a Selby. -Sí, me prometió venir hacia el veinte.
- ¿Irá también Monmouth? -
¡Naturalmente, Harry! -Me aburre de un modo horrible el tal Monmouth; casi
tanto como a la duquesa. Esta es muy inteligente, demasiado inteligente para
una mujer. Carece de ese encanto indefinible que tienen los débiles. ¡Ah!, los
pies de arcilla es lo que hace tan precioso el oro de la estatua. Los pies de
ella son lindísimos, no cabe duda; pero no son de arcilla. Pies de porcelana
blanca, si quieres. Han pasado a través de las llamas, y lo que el fuego no
destruye, lo endurece. ¡Ah!, lo que es
experiencia no le falta. - ¿Desde
cuándo está casada? -preguntó Dorian. -Ella me ha dicho que desde hace una
eternidad. Según el Perage, desde hace diez años. Pero diez años con Monmouth
deben haber sido como la eternidad; sin contar el tiempo. ¿Quién más irá? -
¡Oh!, los de costumbre: los Willoughby, Lord Rugby y su mujer, Lady Narborough,
Geoffrey Clouston... También he invitado a Lord Grotrian. -Este me agrada -dijo
Lord Henry -. A mucha gente no le es simpático; pero yo lo encuentro
encantador. Su educación siempre perfecta excusa su toilett a veces rebuscada.
Es un tipo absolutamente moderno. -No sé si podrá venir, Harry. Es muy posible
que tenga que acompañar a su padre a Montecarlo. - ¡Los parientes siempre
inoportunos! Procura que venga. Y a propósito, Dorian, ¿porqué te fuiste anoche
tan temprano? Aún no eran las once. ¿Qué hiciste después? ¿Te fuiste a tu casa enseguida?
Dorian frunció el ceño, y pareció titubear un momento. -No, Harry -dijo al fin
-; no volví a casa hasta eso de las tres. - ¿Estuviste en el club? -Sí
-contestó Dorian. Enseguida, mordiéndose los labios, se apresuró a añadir -: Es
decir, no. No estuve en el club. Estuve paseando. No recuerdo a punto fijo lo
que hice... ¡Qué curioso eres, Harry! ¡Cuánto te gusta enterarte de lo que uno
hace! Yo, en cambio, daría cualquier cosa por olvidar lo que hago... Volví a
casa a las dos y media, si te interesa saber la hora exacta. Me había olvidado
el llavín, y tuvo que abrirme el criado. Si necesitas prueba de ello, puedes
preguntárselo. Lord Henry se encogió de hombros. - ¡Como si a mí me importase
eso algo, querido! Subamos al salón... No, gracias, Mr. Chapman, no quiero
jerez... Algo te ha ocurrido a ti, Dorian. Cuéntamelo. Esta noche, no estás en
caja. -No te preocupes por mí, Harry. Me siento un poco nervioso, irritable;
eso es todo. Mañana o pasado iré por tu casa. Ahora, despídeme de Lady
Narborough y preséntale mis excusas. Me molesta subir. Prefiero irme a casa.
Sí, debo irme a la cama. -Como quieras, Dorian. Espero que mañana te veré en el
té. Ya sabes que irá la duquesa. -Procuraré no faltar, Harry -contestó Dorian
Gray, saliendo de la habitación. Volviendo hacia su casa, en el coche, sintió
que el terror, que creía estrangulado, se había apoderado de él nuevamente. La
pregunta casual de Lord Henry le había hecho perder un momento su sangre fría,
y él necesitaba conservar muy tranquilos sus nervios. Había algunos objetos
peligrosos que destruir. Sintió un calofrío, sólo a la idea de tocarlos. Sin
embargo, no había más remedio. Comprendiéndolo así, en cuanto hubo cerrado la
puerta de la biblioteca abrió el armario secreto en que guardara el maletín y el
abrigo de Basil Hallward. En la chimenea ardía un gran fuego. Echó en él otro
leño. El olor del cuero quemado y de las telas ardiendo era horrible. Tres
cuartos de hora tardó en consumirse todo. Al final, se sentía mareado y
desfallecido, y tuvo que quemar, en un afiligranado braserillo de cobre, unas
cuantas pastillas de Argel, y que refrescarse las manos y la frente con un
vinagre almizclado. De pronto, se estremeció. Sus ojos brillaron extrañamente,
y sus dientes mordiscaron nerviosamente el labio inferior. Entre dos de las
ventanas había un ancho escritorio florentino de ébano, con incrustaciones de
marfil y lapislázuli. En él tenía Dorian fijos los ojos, como si le fascinase y
espantara, como si encerrase algo que a la vez deseara y temiese. Su respiración
se hizo más precipitada. Un loco anhelo se apoderó de él. Encendió un
cigarrillo, que arrojó enseguida. Sus párpados fueron cerrándose, hasta que los
largos flecos de sus pestañas tocaron casi las mejillas. Pero sus ojos
continuaban clavados en el escritorio. Al fin, se levantó del sofá en que
estaba echado, dirigióse hacia él y, después de abrirlo, tocó un oculto
resorte. Un cajoncito triangular salió lentamente. Sus dedos se hundieron
instintivamente en él y apresaron algo. Era una cajita china, de laca negra
espolvoreada de oro, sutilmente trabajada, con un dibujo de
olas en los costados, y cuentas de
cristal y borlas de hilos metálicos colgando de los cordones de seda. La abrió.
Dentro había una pasta verde con aspecto de cera y un olor penetrante. Vaciló
unos momentos, con una extraña sonrisa de éxtasis en los labios. Luego,
estremeciéndose, a pesar de que la atmósfera del cuarto estaba terriblemente
recalentada, se desperezó y miró la hora. Faltaban veinte minutos para las
doce. Volvió a dejar la cajita en su sitio, cerró el escritorio y pasó a su
alcoba. La medianoche hacía sonar sus doce campanadas de bronce en el aire
fosco, cuando Dorian Gray, vestido pobremente, con una bufanda enrollada al
cuello, solfa sigilosamente de su casa. En la calle de Bond encontró un hansom
con un buen caballo. Lo llamó, y en voz baja dio una dirección al cochero. Este
sacudió la cabeza, refunfuñando: -Es demasiado lejos para mí. -Aquí tienes una
libra esterlina -dijo Dorian -, y si vas deprisa tendrás otra. -Puede estar
seguro el señor de que dentro de una hora estará allí. Y embolsando la propina
hizo dar media vuelta al caballo, que arrancó a paso largo en dirección al río.
CAPÍTULO XVI
Una lluvia
fría comenzaba a caer, y los reverberos empañados brillaban mortecinamente
entre la niebla. Los cafés iban cerrándose, y a sus puertas se juntaban grupos
confusos de hombres y mujeres. De algunas tabernas llegaba el eco de innobles
risotadas. En otras vociferaban y gritaban los borrachos. Reclinado dentro del
hansom , con el sombrero calado hasta las cejas, Dorian Gray miraba con ojos
indiferentes la vergüenza sórdida de la gran ciudad, repitiéndose de cuando en
cuando a sí mismo las palabras que le dijera Lord Henry el primer día que habló
con él: "Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio
del alma". Sí, ése era el secreto. Más de una vez lo había ensayado, y
ahora lo ensayaría de nuevo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el
olvido; antros de horror, donde la memoria de los pecados pretéritos podía ser
anulada por la locura de los pecados presentes. La luna pendía muy baja en el
horizonte, como una amarilla calavera. De cuando en cuando, una vasta nube
informe extendía un brazo y la ocultaba. Los mecheros de gas se hacían cada vez
más escasos, y las calles cada vez más estrechas y oscuras. El cochero se
perdió en aquel dédalo y tuvo que retroceder media milla para encontrar el
camino. Del caballo, chapoteando en los charcos, se elevaba una especie de
vaho. Los cristales laterales del hansom parecían forrados de huata gris por la
bruma. "Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio
del alma..." ¡Cómo sonaban aquellas palabras en sus oídos! Sí, su alma se
sentía mortalmente enferma. ¿Sería verdad que los sentidos podían curarla? El
había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiar aquello? ¡Ay!, para aquello no
había expiación alguna; pero, aunque el perdón fuera impasible, aún era posible
el olvido, y él estaba resuelto a olvidar, a abolir aquello, a aplastarlo como
se aplasta la víbora que nos ha mordido. Realmente, ¿qué derecho tenía Basil a
hablarle del modo que lo hizo? Le había dicho cosas atroces, abominables, que
no podían tolerarse. El coche avanzaba, cada vez más despacio. Por lo menos,
tal le parecía. Abrió la trampilla y gritó al cochero que fuese más deprisa.
Una terrible necesidad de opio empezó a remorderle. Le ardía la garganta, y sus
manos delicadas se crispaban nerviosamente. Como un loco se puso a golpear al
caballo con su bastón. El cochero se
echó a reír, y fustigó al animal. El,
entonces, rió contestando, y el hombre calló. El camino parecía interminable, y
las calles como la tela negra de una araña invisible. La monotonía se hacía
insoportable, y sintió miedo al ver espesarse la niebla. Luego pasaron junto a
unos tejares desiertos. La bruma era allí menos densa, y dejaba ver los
extraños hornos en forma de botella con sus lenguas de fuego naranja en
abanico. Un perro ladró al paso de ellos, y lejos, en la oscuridad, chilló una
gaviota errante. El caballo tropezó en un releje, se desvió a un lado
bruscamente y salid luego al galope. Al cabo de poco tiempo salieron del camino
arcilloso y volvieron a rodar estrepitosamente sobre una calle mal empedrada.
La mayoría de las ventanas estaban a oscuras; pero de cuando en cuando se
proyectaban sobre algunas persianas iluminadas siluetas de sombras fantásticas.
El las miraba con curiosidad. Movíanse cual fantoches grotescos, y accionaban
como seres vivos. Los detestó con toda su alma. Una rabia sorda habla invadido
su corazón. AI volver una esquina, una mujer les gritó algo desde el umbral de
una puerta, y dos hombres echaron a correr detrás del hansom cerca de
doscientas yardas. El cochero les azotó con la fusta. Dicen que las pasiones
nos hacen pensar en círculo. Y la verdad es que los labios mordidos de Dorian,
una y otra vez repetían, con horrible insistencia, aquellas palabras especiosas
sobre el alma y los sentidos, hasta haber encontrado en ellas la expresión
absoluta, por decirlo así, de su estado de espíritu, y justificado, con su
asentimiento intelectual, pasiones que, sin esa justificación, le habrían
dominado lo mismo. De célula en célula se arrastraba en su cerebro un solo
pensamiento; y un frenético deseo de vivir, el más terrible de todos los
apetitos humanos, avivaba y encendía cada nervio y cada fibra de
su ser. La fealdad que antaño
aborreciera, por prestar realidad alas cosas, le era ahora preciosa por la
misma razón. La fealdad era lo único real. Las disputas y pendencias groseras,
los burdeles infectos, la cruda violencia de una vida de desorden, la misma
vileza del ladrón y el proscrito, eran más vivas, en su intensa actualidad de
impresión, que todas las formas graciosas del arte y las sombras de ensueño de
la poesía. Eran lo que él necesitaba para olvidar. En tres días se vería libre.
De pronto, con un brusco tirón de riendas, paró el coche a la entrada de un
sombrío callejón. Por encima de los tejados y de las chimeneas asomaban los
mástiles negros de los barcos. Espirales de neblina se adherían, como velas
espectrales, a las vergas. - ¿Es por aquí, verdad? -preguntó con
voz ronca el cochero a través de la trampilla. Dorian despertó sobresaltado de
su abstracción y miró en torno suyo. -Sí, aquí es -contestó, bajando
apresuradamente del coche. Y después de pagar lo ofrecido al
cochero, encaminóse rápidamente hacia el muelle. De trecho en trecho brillaba
una linterna en la popa de algún enorme navío mercante. La luz se quebraba y
desmenuzaba en las aguas. A bordo de un trasatlántico, de escala hacia un
puerto extranjero, que estaba carboneando, velase un resplandor rojo. El
pavimento, resbaladizo, parecía un mojado capote. Apretando el paso torció
hacia la izquierda, mirando atrás, de cuando en cuando, para ver si le seguían.
Al cabo de siete u ocho minutos llegó frente a una casucha, de aspecto sórdido,
enclavada entre dos fábricas miserables. En una de las ventanas superiores
brillaba una lámpara. Se detuvo y llamó a la puerta de un modo especial. Al
poco tiempo oyó pasos en el portal y desenganchar la cadena. La puerta se abrió
nuevamente, y Dorian entró sin decir palabra a la vaga figura inclinada que
pareció incorporarse a la sombra para dejarle paso. Al extremo del aposento
colgaba una cortina verde en jirones, que el viento que había entrado con él de
la calle movía y agitaba. La apartó a un lado y entró en una habitación, baja
de techo y muy larga, que parecía haber sido en otro tiempo un salón de baile
de tercer orden. Todo alrededor ardían numerosos mecheros de gas, con una luz
resplandeciente, que apagaban y deformaban los espejos, sucios de moscas, que
tenían enfrente. Los mugrientos reflectores de estaño acanalado semejaban
discos rutilantes de luz. El piso estaba cubierto de un aserrín ocre, salpicado
en muchos sitios de barro y con manchones oscuros de licores derramados. Unos
cuantos malayos, en cuclillas junto a un hornillo encendido de carbón vegetal,
jugaban con fichas de hueso, enseñando al hablar los dientes blancos. En un
rincón, sobre una mesa, con la cabeza escondida entre los brazos, yacía un
marinero, y delante del mostrador, bárbaramente pintado, que ocupaba todo un
lado, estaban dos mujeres demacradas haciendo burla de un viejo que cepillaba
las mangas de su gabán con expresión de repugnancia. -Cree que está lleno de
hormigas rojas -exclamó una de ellas, riendo, al pasar Dorian. El viejo la miró
aterrado, y se puso a lloriquear. Al extremo de la habitación había una
escalera que conducía a otro cuarto en penumbra. Subiendo los tres peldaños
desvencijados, llegó hasta él el olor pesado del opio. Respiró profundamente, y
las aletas de su nariz palpitaron de placer. Al entrar, un joven de finos
cabellos rubios, que estaba inclinado sobre una lámpara encendiendo una pipa
larga y delgada, levantó hacia él los ojos, y después de titubear un instante,
le hizo una leve inclinación de cabeza. - ¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian. -
¿Y dónde iba a estar? -contestó el mozo con indiferencia -. Nadie quiere
tratarme ya... -Creí que te habías marchado de Inglaterra. -Darlington no
quiere hacer nada... Mi hermano al fin aceptó el pagaré... Jorge tampoco me
dirige la palabra... Me tiene sin cuidado- añadió con un suspiro -. Teniendo
esta droga, no hacen falta amigos. Demasiados amigos he tenido... Dorian dio un
paso atrás y miró a su alrededor aquellos seres grotescos que yacían sobre las
sucias colchonetas. Los miembros retorcidos, los labios caídos, los ojos fijos
y opacos, le fascinaban. El sabía en qué extraños paraísos estaban padeciendo,
y qué tenebrosos infiernos les enseñaban el secreto de algún nuevo goce. Todos
ellos eran más dichosos que él. El estaba aprisionado en su pensamiento. La
memoria, como una horrible enfermedad, le iba carcomiendo el alma. A veces le
parecía ver los ojos de Basil Hallward mirándole. Sin embargo, comprendía que
no podía quedarse allí. La presencia de Adrian Singleton le turbaba. Deseaba
estar donde nadie supiese quién era. Deseaba escapar de sí mismo. -Me voy a
otro sitio -dijo al fin, después de un silencio. - ¿Al del muelle? -Sí. -Allí
debe estar esa loca. Aquí no la quieren ya. Dorian se encogió de hombros.
-Estoy cansado de las mujeres que le aman a uno. Las mujeres que nos odian son
mucho más interesantes. Además, el opio es mejor. -Igual.
-Pues me gusta más. Ven a beber lo que
quieras. Tengo sed. -No me apetece nada -murmuré el mero. -No importa. Adrian
Singleton se levantó con trabajo, y siguió a Dorian hasta el mostrador. Un
mulato, con un gabán raído y un turbante hecho harapos, les saludó con una
mueca innoble, y colocó ante ellos una botella de aguardiente y dos vasos. Las
mujeres se acercaron y se pusieron a hablar. Dorian les volvió la espalda, y
dijo algo en voz baja a Adrian Singleton. Una sonrisa aviesa como un cris
malayo, contrajo el rostro de una de las mujeres. - ¡Qué orgullosos nos
sentimos esta noche, amigos! -exclamó en tono burlón. - ¡Ten la bondad de no
dirigirme la palabra! -gritó Dorian, dando una patada en tierra -. ¿Qué es lo
que quieres? ¿Dinero? Ahí va. Pero no vuelvas a hablarme. Dos chispas rojas
centellearon por un momento en los ojos mortecinos de la mujer; pero enseguida
se apagaron, dejándolos tan helados y opacos como antes. Inclinó la cabeza, y
recogió del mostrador las monedas con dedos ávidas. Su compañera la miró con
envidia. -Es inútil -suspiró Adrian Singleton -. No tengo interés en desandar
lo andado. ¿Para qué? Aquí me siento completamente feliz. - ¿Me escribirás, si
necesitas algo? -preguntó Dorian, después de una pausa. -Acaso. -Buenas noches,
pues. -Buenas noches -contestó el joven, subiendo la escalerilla y secándose
los labios con el pañuelo. Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión
dolorida. Ya levantaba, para salir, la cortina, cuando una risa soez brotó de
los labios pintados de la mujer que había cogido el dinero. - ¡Ahí va el
contrato del diablo! -aulló con voz ronca. - ¡Maldita! contestó él -. ¡No me
llames así! - ¡Bueno; te llamaremos entonces el Príncipe! ¿No es así como te
gusta que te llamen? -chilló ella, chasqueando los dedos. El adormilado
marinero se puso en pie de un salto al oírla, y miró salvajemente a su
alrededor. A sus oídos llegó el ruido de la puerta de la calle al cerrarse. Sin
vacilar, se precipitó corriendo hacia ella. Dorian Gray caminaba deprisa, a lo
largo del muelle, a través de la llovizna. Su encuentro con Adrian Singleton le
había singularmente conmovido, y empezaba a preguntarse si realmente la ruina
de aquella vida podría cargarse en su cuenta, como Basil Hallward le dijera de
un modo tan insultante. Mordióse los labios, y por un momento se entristecieron
sus ojos. Pero, después de todo, ¿qué podía importarle aquello? La vida es
demasiado corta para cargar ubre nuestros hombros los errores ajenos. Cada
hombre vive su propia vida, y paga su precio por vivirla. La lástima es tener
que pagar tan a menudo por una sola falta. Una y otra vez, y siempre, nos vemos
obligadas a pagar. En sus tratos con el hombre, el Destino jamás cierra sus
cuentas. Hay momentos, nos dicen los psicólogos, cuando la pasión del vicio -o
lo que el mundo llama vicio- domina de tal modo nuestra naturaleza, en que cada
fibra del cuerpo, como cada célula del cerebro, parecen animarse con terribles
impulsas. Hombres y mujeres, en esos momentos, pierden la libertad de su
albedrío. Caminan como autómatas hacia su horrible fin. Les es arrebatada toda
facultad de elección, y la conciencia misma queda muerta, o, si vive, es sólo
para dar su atractivo a la rebeldía, y a la desobediencia su encanto. Pues
todos los pecados, como no se cansan de recordarnos los teólogos, son pecados
de desobediencia. Cuando aquel espíritu soberbio, aquella estrella matutina del
mal cayó del ciclo, cayó por rebelde. Endurecido, concentrado en el mal, con el
espíritu impuro y el alma sedienta de rebelión, Dorian Gray caminaba, apretando
cada vez más el paso, cuando al entrar en un sombrío pasaje cubierto, que a
menudo le había servido de atajo para ir hacia aquel tugurio, se sintió
bruscamente cogido por detrás, y antes de que pudiera defenderse se veía
lanzado contra el muro, y una mano brutal le apretaba la garganta. Dorian Gray
luchó desesperadamente por su vida, y con un terrible esfuerzo consiguió
zafarse de aquellas dedos que le ahogaban. Inmcdiatamente oyó el ruido que hace
el gatillo de un revólver al montarse, y vio el destello de un cañón bruñido
apuntando a su cabeza, y la forma oscura de un hombre bajito y fornido frente a
él. - ¿Qué quiere usted? -balbuceó. - ¡Quieto! -ordenó el hombre -. ¡Como te
muevas, te mato! -Usted está loco. ¿Qué le he hecho yo a usted? -Tú destruiste
la vida de Sibyl Vane -fue la respuesta -, y Sibyl Vane era mi hermana. Sibyl
se suicidó. Lo sé. Su muerte es obra tuya. Juré matarte, en castigo, si algún
día te encontraba. Llevo años buscándote. Pero no tenía el menor indicio, la
menor huella. Las dos personas que te conocían de vista habían muerto. Yo no
sabía de ti más que el nombre con que ella acostumbraba a llamarte: ¡el
Príncipe ! Por casualidad lo he oído pronunciar esta noche. Ponte bien con
Dios, que te juro que vas a morir esta noche. Dorian Gray estuvo a punto de
desmayarse de miedo. -Yo no he conocido a esa mujer que usted dice -tartamudeó
-. En mi vida oí hablar de ella. Usted está loco. -Más te valdría confesar tu
crimen; pues tan cierto como me llamo James Vane que vas a morir. El momento
era terrible. Dorian no sabía qué hacer ni qué decir. - ¡De rodillas! -gruñó
aquel hombre -. Un minuto te doy para que reces; ni uno más. Me embarco esta
noche para la India, y antes tengo que dejar saldada esta cuenta. ¡Un minuto!
¡Ni uno más! Los brazos de Dorian cayeron inertes. Paralizado de terror, no se
le ocurría nada. De pronto, una insensata esperanza fulguró en su espíritu. -
¡Un momento! -gritó -. ¿Cuánto tiempo hace que murió su hermana? ¡Pronto!
-Dieciocho años -repuso el hombre -. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué tienen que
ver los años? - ¡Dieciocho años! -exclamó Dorian con una risa de triunfo-
¡Dieciocho años! Vamos hasta un farol, y vea usted mi cara. James Vane vaciló
un instante, sin comprender qué quería decir aquello. AI fin, cogió a Dorian
Gray y lo arrastró fuera del pasadizo. A pesar de lo débil y oscilante, la luz
del reverbero, que el viento azotaba, le sirvió al marinero para mostrarle el
terrible error (tal le pareció, al menos) que había cometido, pues el rostro de
aquel hombre que estuviera a punto de matar, conservaba toda la frescura de la
adolescencia, toda la pureza inmaculada de la juventud. Parecía un mancebo de
poco más de veinte abriles, apenas mayor que debía ser su hermana cuando se
separó de ella hacía tantos años. Era evidente que aquél no podía ser el hombre
que él buscaba. Le soltó, y retrocedió tambaleándose. - ¡Santo Dios! ¡Santo
Días! -exclamó -. ¡Y pensar que he estado a punto de matarle! Dorian Gray
respiró. -Sí; ha estado usted a punto de cometer un crimen espantoso, amigo mío
-dijo, mirándole con severidad -. Que esto le sirva de advertencia para no tratar
de tomarse por sí mismo la venganza. -Perdón, perdón, caballero -balbuceó James
Vane -. Me han engañado. Una palabra que oí por casualidad en esa maldita
taberna, me lanzó sobre esta pista falsa. -Haría usted bien en irse a su casa y
en guardar ese revólver, que podría traerle a usted algún disgusto -dijo
Dorian, dando media vuelta y alejándose despacio. James Vane se quedó aterrado,
en medio de la calle. Un temblor convulsivo le sacudía de pies a cabeza. Al
cabo de un breve rato, una sombra negra, que había venido arrastrándose pegada
a la pared, avanzó hacia la luz y se acercó a él a paso de lobo. De pronto,
James Vane sintió una mano que se posaba en su brazo, y volvióse sobresaltado.
Era una de las mujeres que estaban antes bebiendo en la taberna. - ¿Por qué no
lo mataste? -silbó ella entre dientes, acercando su cara desencajada ala de él
-. Comprendí que le seguías cuando saliste corriendo. ¡Idiota! Deberías haberle
matado. Es rico, y más malo que la tiña. -No es el hombre que yo buscaba
-replicó él -, y no necesito el dinero de nadie. ¡La vida de un hombre es lo
que necesito! Pero el hombre que yo busco debe andar cerca de los cuarenta, y
éste casi es un niño. A Dios gracias, no he llegado a mancharme las manos con
su sangre. La mujer rió amargamente. - ¡Casi un niño! -exclamó con una risita
sardónica -. ¡Sí, sí! ¡Pronto hará dieciocho años que el Príncipe me convirtió
en lo que soy ahora! - ¡Mientes! -rugió James Vane. Ella levantó hacia el ciclo
las manos, y gritó: - ¡Juro ante Dios que digo la verdad! - ¿Ante Dios? - ¡Que
me deje muda si miento! ¡Es el más infame de los seres que vienen aquí! ¡Dicen
que ha hecho un pacto con el diablo para conservar su hermosura! Pronto hará
dieciocho años que le conocí, y está casi lo mismo que entonces. ¡En cambio,
yo!... -añadió con una mirada de tristeza. - ¿Lo juras? -Lo juro -profirieron
roncamente los labios sumidos de la mujer-. Pero no vayas a delatarme a él
-gimió -. Le tengo miedo... Dame algo para pasar la noche... James Vane se
separó de ella con una blasfemia, y echó a correr hacia la esquina próxima;
pero ya Dorian Gray no estaba a la vista. Al volverse, vio que la mujer también
había desaparecido.
CAPÍTULO XVII
Una semana
más tarde se hallaba sentado Dorian Gray en el invernadero de Selby Royal,
hablando con la bellísima duquesa de Monmouth, que con su marido, un sesentón
de aspecto cansado, formaba parte de sus invitados. Era la hora del té, y la
luz suave de la enorme lámpara velada de encajes que había encima de la mesa
iluminaba las porcelanas delicadas y la plata repujada del servicio, que
presidía la duquesa. Las blancas manos de ésta se movían graciosamente entre
las tazas, y sus labios purpurinos sonreían a unas palabras que Dorian le había
susurrado al oído. Lord Hcnry yacía recostado en un sillón de mimbre
tapizado de seda, contemplándoles
atentamente. Sentada en un diván color de albérchigo, Lady Narborough
aparentaba escuchar la descripción que le estaba haciendo el duque del último
escarabajo brasileño con que había enriquecido su colección. Tres jóvenes,
vestidos de smoking y un tanto exagerados en su toilette , ofrecían las pastas
a las señoras. La partida se componía de doce personas, y se esperaban algunas
más para el día siguiente. - ¿De qué hablan ustedes? ¿Puede saberse? -preguntó
Lord Henry, acercándose a la mesa y dejando en ella su taza -. Supongo que
Dorian te habrá dicho mi proyecto de rebautizarlo todo, Gladys. ¿Verdad que es
una idea admirable? -Pero yo no necesito que vuelvan a bautizarme, Harry
-replicó la duquesa, -mirándole con sus ojos maravillosos -. Estoy muy contenta
con mi nombre, y me parece que Mr. Gray tampoco está descontento del suyo. -Por
nada del mundo querría yo, mi querida Gladys, cambiar el nombre de vosotros
dos. Ambos son perfectos. No, yo pensaba sobre todo en las flores. Ayer corté
una orquídea para mi ojal. Era una maravilla de flor, toda moteada, tan vistosa
como los siete pecados capitales. En un momento de irreflexión pregunté su
nombre a uno de los jardineros, que me dijo que era un hermoso ejemplar de
Robinsoniana , u otro horror por el estilo. Es una triste verdad; pero no cabe
duda de que hemos perdido el don de dar nombres bellos alas cosas. Y los
nombres son todo. Yo no discuto ni me irrito nunca por los hechos. Mi caballo
de batalla son siempre las palabras. Por eso detesto en literatura el realismo
vulgar. El hombre capaz de llamar azada a una azada debería verse condenado a
usarla. Seguramente es lo único para que sirve. -Y a ti, ¿cómo quieres que te
llamemos, Harry? -preguntó la duquesa. -Su nombre es: el príncipe Paradoja
-dijo Dorian. - ¡Imposible confundirle! -exclamó ella. - ¡No, no, de ningún
modo! -protestó riendo y dejándose caer en un sillón Lord Henry -. ¡Nada de
etiquetas! No hay quien se salve de una etiqueta. Rehuso el título. - ¡Las
Majestades no pueden abdicar! -advirtieron los labios purpurinos. - ¿Quieres,
entonces, que defienda mi trono? -Sí. -Yo digo las verdades de mañana.
-Prefiero los errores de hoy -repuso ella. -Me desarmas, Gladys -exclamó él,
prosiguiendo el juego. -Del escudo, Harry; pero no de la lanza. -Yo no puedo
justar contra la belleza -protestó él de nuevo, agitándolas manos. -Mal hecho,
Harry, créeme. Colocas la belleza demasiado alta. - ¿Cómo es posible que digas
eso? Confieso que me parece preferible ser hermoso a ser bueno. Pero, por otra
parte, nadie más dispuesto que yo a reconocer que es preferible ser bueno a ser
feo. - ¿Entonces la fealdad es uno de los siete pecados capitales? -exclamó la
duquesa -. ¿A qué queda entonces reducida la comparación que hiciste de la
orquídea? -La fealdad es una de las siete virtudes mortales, Gladys. Tú, como
buena conservadora, no debes menospreciarlas. La cerveza, la Biblia y las siete
virtudes mortales han hecho a nuestra Inglaterra lo que es. - ¿De modo que no
amas a tu país? -interrogó ella. -En él vivo. -Para poder censurarlo mejor. -
¿Querrías, entonces, verme compartir el veredicto que Europa ha dictado sobre
él? - ¿Qué dicen de nosotros? -Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y ha puesto
tienda en ella. - ¿Es tuya la frase, Harry? -Te la regalo. -Gracias, no podría
usarla. Es demasiado cierta. -No tengas miedo. Nuestros compatriotas nunca
reconocen nada. -Son prácticos. -Más astutos que prácticos. Cuando hacen su
balance compensan la ¡estupidez con la riqueza y el vicio con la hipocresía.
-Sin embargo, hemos hecho grandes cosas. -Esas grandes cosas nos las echaron
encima, Gladys. -Pero llevamos su peso. -Hasta la Bolsa nada más, amiga mía.
Ella sacudió la cabeza, y exclamó: -Yo creo en la raza. -Representa la supervivencia
de los activos. Va en progreso. -Me interesa más la decadencia. -Y el Arte,
¿qué es? -Una enfermedad. - ¿Y el Amor? -Una ilusión. - ¿Y la Religión? -El
sustitutivo a la moda de la fe. -Tú eres un escéptico. - ¡Jamás! El
escepticismo es el comienzo del credo. - ¿Qué eres entonces? -Definirse es
limitarse. -Dame algún hilo que me sirva de guía. -Los hilos se rompen. Te
perderías en el laberinto. -Me aturdes. Hablemos de otra cosa. -Nuestro
anfitrión es un tema delicioso. Hace años le pusieron el nombre de: el Príncipe
de los cuentos de hadas . - ¡Ay, no me recuerdes eso! -exclamó Dorian Gray. -El
anfitrión no está de humor esta noche -dijo la duquesa, ruborizándose levemente
-. Me parece que piensa que Monmouth se casó conmigo exclusivamente por motivos
científicos, como el mejor ejemplar que pudo encontrar de la mariposa moderna.
-Pero espero que no tendrá la intención de clavarla a usted con un alfiler,
duquesa -replicó riendo Dorian. - ¡Oh!, ya se encarga mi doncella de pincharme
cuando la molesto. - ¿Y cómo puede usted molestarla, duquesa? -Por las cosas
más insignificantes, Mr. Gray, se lo aseguro. Generalmente porque llego a las
nueve menos diez y le digo que tengo que estar vestida para las ocho y media. -
¡Qué poco razonable! Debería usted regañarla. -No me atrevo, Mr. Gray; además,
me inventa sombreros. ¿Recuerda usted aquel que llevaba en la gardenparty de
Lady Hilstone? No, no se acuerda usted; pero es una delicadeza el aparentarlo.
Bueno, pues estaba hecho con nada. Todos los buenos sombreros están hechos con
nada. -Como todas las buenas reputaciones, Gladys -interrumpió Lord Henry -.
Cada éxito nos trae un enemigo. Para ser popular es preciso ser mediocre. -No
con las mujeres -dijo la duquesa, moviendo negativamente la cabeza -. Y las
mujeres gobiernan al mundo. Te aseguro que nosotras no podemos soportar a los
mediocres. Las mujeres, como ha dicho alguien, amamos con los oídos, así como
ustedes los hombres, aman con los ojos si es que realmente aman... -Me parece
que nunca hacemos otra cosa -susurró Dorian. - ¡Ah!, entonces no debe usted
haber amado de verdad nunca -replicó la duquesa, fingiendo tristeza. -Mi
querida Gladys -exclamó Lord Henry -, ¿cómo es posible que digas eso? Lo
romántico vive a fuerza de repetirse, y la repetición convierte un apetito en
un arte. Además, cada vez que se ama es la única vez que se ha amado. La
diferencia de objeto no altera la unidad de la pasión. La intensifica,
simplemente. En la vida podemos tener, a lo sumo, una sola gran experiencia, y
el secreto de la vida consiste en reproducir esta experiencia tan a menudo como
sea posible. - ¿Hasta cuando le ha dejado a uno maltrecho, Harry? -preguntó la
duquesa, después de un momento de pausa. -Especialmente cuando le ha dejado a
uno maltrecho- contestó Lord Henry. La duquesa se volvió y miró a Dorian con
una singular expresión en los ojos. - ¿Qué dice usted a eso, Mr. Gray?
-preguntó. Dorian vaciló un instante. Luego, echando hacia atrás la cabeza,
repuso riendo: -Yo siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa. - ¿Hasta cundo
no tiene razón? -Harry siempre tiene razón. - ¿Y le hace a usted dichoso su
filosofía? -Yo nunca he buscado la felicidad. ¡Qué importa la felicidad! Yo he
buscado el placer. - ¿Y encontrado, Mr. Gray? -Muchas veces. Demasiadas. La
duquesa suspiró. -Yo busco ahora la paz -dijo -, y si no voy enseguida a
vestirme, no podré tenerla esta noche. -Permítame usted que le ofrezca unas
orquídeas, duquesa -exclamó Dorian, poniéndose en pie y dirigiéndose a un
extremo del invernadero. -No estás muy acertada en tu flirt -dijo Lord Henry a
su prima -. Deberías tener cuidado. Es demasiado sugestivo. -Si no lo fuera, no
habría lucha. - ¿Griegos contra griegos, entonces? -Yo estoy del lado de los
troyanos. Luchaban por una mujer. -Fueron vencidos. -Hay cosas peores que la
derrota -contestó ella. -Galopas a rienda suelta. -La
velocidad nos da vida. -Lo apuntaré en mi diario esta noche. - ¿El qué? -Que el
niño que se quema ama el fuego. -Yo, ni siquiera me he chamuscado. Mis alas
permanecen intactas. -Las usas para todo, menos para huir. -El valor ha
emigrado de los hombres a las mujeres. Una nueva experiencia para nosotras.
-Tienes una rival. - ¿Quién? -Lady Narborough -murmuró él riendo -. Está
locamente enamorada de él. -Me das miedo. El culto de la antigüedad nos es
fatal a los que somos románticos. - ¿Románticas vosotras? ¡Si tenéis todos los
métodos de la ciencia! -Los hombres nos han educado. -Pero no explicado.
-Defínenos como sexo -le desafió ella. -Esfinges... sin enigma. Ella le miró
sonriendo. - ¡Cómo tarda Mr. Gray! -dijo, al cabo de un momento -. Vamos a
ayudarle. Se me olvidó decirle el color de mi traje. - ¡Ah!, tú debes acomodar
tu traje a sus flores, Gladys. -Eso sería una rendición prematura. -El arte
romántico comienza por el fin. -Tengo que conservar una posibilidad de
retirada. - ¿A la manera de los Parthos? -Estos encontraron refugio en el
desierto. Yo no podría hacerlo. -No siempre podéis elegir las mujeres -contestó
él. Pero apenas había acabado la sentencia cuando del fondo del invernadero
llegó un grito ahogado, seguido del ruido que hace al caer un cuerpo pesado.
Todo el mundo se puso en pie. La duquesa quedó petrificada de horror. Y Lord
Henry, con ojos de susto, se precipitó a través de las palmeras y halló a
Dorian Gray, que yacía sobre las baldosas, con el rostro contra tierra, sin dar
señales de vida. Inmediatamente fue llevado al saloncito azul y depositado
sobre uno de los divanes. AI poco rato volvió en sí y miró en torno suyo con
ojos extraviados. - ¿Qué ha sucedido? -preguntó -. ¡Ah!, ya recuerdo. ¿Estay en
salvo aquí, Harry? Y empezó a temblar febrilmente. -Mi querido Dorian -le
tranquilizó Lord Henry -; fue un simple desmayo. No hay por qué asustarse.
Acaso un exceso de cansancio. No deberías bajar a cenar. Yo haré tus veces. -No;
bajaré -replicó Dorian, levantándose con un esfuerzo. Prefiero bajar. No quiero
quedarme solo. Y fue a vestirse a su cuarto. Toda aquella noche, en la mesa,
dio muestras de un buen humor despreocupado y casi frenético; pero, de cuando
en cuando, un calofrío de terror le sacudía todo el cuerpo, al recordar que,
pegada a un cristal del invernadero, como un blanco pañuelo, había visto la
cara de James Vane espiándole.
CAPÍTULO XVIII
Al siguiente
día, no salió de la casa, y se quedó casi todo el tiempo en su habitación,
enfermo de miedo a morir, y, no obstante, indiferente a la vida en sí misma. El
saberse perseguido, acechado, espiado, le aterraba. Si el viento movía las
cortinas, ya estaba temblando. Las hojas secas que revolaban contra los
cristales le evocaban sus bríos pasados, sus ardientes remordimientos. En
cuanto cerraba los ojos, volvía a ver el rostro del marinero, mirándole a
través del cristal empañado, y una vez más hacía presa el miedo en su corazón.
Pero quizá sólo fuera su imaginación la que habla suscitado el espectro de la
venganza y traído a sus ojos las formas odiosas del castigo. La vida actual era
un caos; pero en la imaginación habla algo terriblemente lógico. La imaginación
es la que pone al remordimiento sobre la pista del pecado. La imaginación es la
que da a cada crimen su prole deforme. En el mundo común de los hechos los
malos no eran castigados, ni recompensados los buenos. El éxito se entregaba al
fuerte, el fracaso correspondía a los débiles. Esto era todo. Por otra parte,
si algún extraño hubiese estado rondando la casa, los criados o los guardas no
habrían podido menos de verle. Se habrían encontrado huellas sobre las
platabandas; los jardineros habrían venido a decírselo. Sí, no cabía duda de
que era una simple ilusión. El hermano de Sibyl Vane no había venido allí para
matarle. Se había embarcado en su barco, para ir a naufragar en algún mar
lejano. No tenía por qué temer nada. Además, aquel hombre no sabía, ni podía
saber, quién era él. La máscara de la juventud le había salvado. No obstante,
aunque aquello no hubiese sido más que una ilusión, ¿no era terrible pensar que
la conciencia podía suscitar semejantes fantasmas, y darles forma visible y
hacerlos mover ante uno? ¡Qué vida la suya si, día y noche, las sombras de su
crimen venían a acecharle desde los callados rincones, a hacerle burla desde
sus escondrijos, susurrando a su oído al sentarse a la mesa, despertándole de
su sueño con dedos glaciales! A esta idea, que se insinuó en su espíritu,
palideció de terror, y el aire se le antojó de pronto más frío. ¡Ah; en qué
maldita hora de locura habla matado a su amigo! ¡Qué horrendo el simple
recuerdo de la escena! ¡Todavía la estaba viendo! Cada espantoso detalle volvía
a su memoria, aumentado en horror. De la negra caverna del tiempo, terrible y
vestida de escarlata, surgía la imagen de su crimen. Cuando Lord Henry vino
alas seis, le encontró llorando. Hasta el tercer día no se atrevió a salir
afuera; había algo en el aire claro y saturado de olor a pino de aquella mañana
de invierno que pareció devolverle su alegría y su ansia de vivir. Pero no
fueron sólo las condiciones físicas del medio ambiente la causa del cambio. Su
misma naturaleza acababa por rebelarse contra el exceso de angustia que había
tratado de perturbar y corromper la perfección de su sosiego. En los
temperamentos sutiles, y de una sensibilidad experimentada, siempre ocurre
esto. Las pasiones violentas aniquilan o ceden. O matan al hombre, o mueren
ellas. Los dolores superficiales o los amores someros son los que viven. Los
grandes amores y los grandes dolores, su propia plenitud los destruye. Además,
había acabado por convencerse de que había sido víctima de su imaginación
sobreexcitada, y consideraba ahora sus terrores pasados con cierta compasión y
un poco de desprecio. Después de almorzar estuve paseando cerca de una hora por
el jardín, en compañía de la duquesa. Luego montó en su tílburi y atravesó el
parque en dirección al coto, para ver la cacería. La escarcha que bradiza
parecía sal sobre la hierba. El ciclo era como una copa invertida de metal
azul. Una tenue película de hielo orlaba el lago sembrado de juncos. En una
esquina del pinar vio a Sir Geoffrey Clouston, hermano de la duquesa,
extrayendo de su escopeta dos cartuchos descargados. Saltando de su carricoche,
y diciendo al lacayo que volviera a la casa, se dirigió hacia su huésped a
través de los helechos secos y la maleza espinosa. - ¿Ha cazado usted mucho,
Geoffrey? -No mucho, Dorian. Me parece que casi toda la caza se ha ido al
llano. Espero que después de comer, cuando cambiemos de terreno, habrá más.
Dorian siguió andando junto a él. El aire vivo y aromático, las luces obscuras
y rojizas del bosque, los gritos roncos de los ojeadores que retumbaban de
cuando en cuando, y las detonaciones secas de las escopetas, absorbían su
atención, llenándole de un delicioso sentimiento de libertad. Se sintió
dominado por la despreocupación del bienestar, por la suprema indiferencia del
gozo. Súbitamente, de un montecillo de hierba, a unas veinte yardas de distancia,
tiesas las orejas rematadas de negro y extendidas las largas patas traseras,
saltó una liebre, que se precipitó a buscar refugio en un bosquecillo de
olivos. Sir Geoffrey se echó la escopeta a la cara, pero había tal gracia en
los movimientos del animal, que Dorian Gray se sintió seducido y le gritó: -
¡No tire usted, Geoffrey!, Déjela vivir. - ¡Qué tontería, Dorian! -contestó
riendo su compañero. Y disparó en el preciso momento en que la liebre alcanzaba
el bosquecillo. Se oyeron dos gritos: el grito de una liebre herida, que es
espantoso, y el grito de un hombre en agonía, que es peor aún. - ¡Santo ciclo!
¡He herido a un ojeador! -exclamó Sir Geoffrey -. ¿Cómo habrá venido ese asno a
ponérseme delante de la escopeta? ¡Alto el fuego! -gritó a voz en cuello -. ¡Un
hombre herido! El ojeador mayor acudió corriendo con un palo en la mano. -
¿Dónde, señor? ¿Dónde está? -gritó. Al mismo tiempo cesó el fuego. -Aquí
-indicó Sir Geoffrey, encolerizado, precipitándose hacia el bosquecillo - ¿Cómo
demonios no coloca usted mejor a sus hombres? Ya me han estropeado el día.
Dorian les miró entrar en la espesura, apartando a un lado las ramas. A los
pocos momentos volvieron a aparecer, trayendo entre los dos un cuerpo. Apartó
los ojos, horrorizado. Oyó cómo Sir Gcoffrey preguntaba sí el hombre estaba
muerto, y la respuesta afirmativa del ojeador. El bosque le pareció animarse
bruscamente de rostros. Se oía el pisar de innumerables pies, y un vago zumbido
de voces. Un gran faisán, de buche dorado, pasó volando por encima de ellos. Al
cabo de unas instantes, que, en su estado de turbación, fueron para él como
horas interminables de sufrimiento, sintió posarse una mano en su hombro.
Volvióse con un estremecimiento. -Dorian dijo Lord Henry -. ¿No crees que
debería darse por terminada la cacería de hoy? No parece bien proseguirla. -
¡Ojalá se diera por terminada para siempre, Harry! -contestó amargamente -. Ha
sido espantoso. ¿Está?... -y no se atrevió a concluir la frase. -Mucho lo temo
-repuso Lord Henry -. Recibió toda la carga en mitad del pecho. La muerte debió
ser instantánea. Vamos a la casa. Caminaron uno junto al otro, en dirección a
la alameda, por espacio de unas cincuenta yardas, sin hablar. Al fin, Dorian
miró a Lord Henry, y exclamó con un suspiro:
- ¡Mal agüero, Harry, mal agüero! -
¿EI qué? -preguntó Lord Hcnry -. ¡Ah!, ese incidente... ¡Qué se le va a hacer, querido! La culpa
fue suya. ¿Quién le mandó colocarse delante de la escopeta? Además, ni tú ni yo
tenemos nada que ver en ello. Claro que para Geoffrey no deja de ser
desagradable. Siempre es molesto el cazar a un ojcador. Le gente se figura que
uno es un tirador aturdido. Y, realmente, no es éste el caso; Geoffrey tira de
un modo excelente. Pero, en fin, ¿a qué hablar más de ello? Dorian sacudió la cabeza.
-Mal agüero, Harry. Me da el corazón que a alguno de nosotras va a ocurrirnos
una desgracia. Quizás a mí mismo -añadió, pasándose la mano por los ojos, con
un gesto de dolor. Lord Henry se echó a reír. -La única desgracia de este
mundo, es el hastío, Dorian. Este es el solo pecado para el que no hay
remisión. Afortunadamente, ambos estamos libres de él. A no ser que se empeñen
en comentar lo sucedido en la mesa. Les advertiré que queda prohibido el tema.
En cuanto a agüeros, te diré que no existen. El destino no nos envía heraldos.
Es demasiado prudente o demasiado cruel para hacerlo. Por otra parte, ¿qué es
lo que podría sucederte de malo, Dorian? Todo lo que un hombre puede desear en
el mundo, lo tienes. No creo que haya nadie que no se cambiase de buena gana
por ti. -No hay nadie con quien yo no me cambiaría, Harry. Note rías así. Te
estoy diciendo la verdad. Ese infeliz aldeano que acaba de morir es más feliz
que yo. No es que yo tema la muerte. No; lo que me aterra son sus preliminares.
¡Sus alas monstruosas parecen agitarse en el aire pesado!...¡ Santo cielo! ¿No
ves a un hombre escondido, allí, detrás de los árboles? ¡Me espía, me
aguarda!... Lord Henry miró en la dirección que indicaba la trémula mano
enguantada. -Sí, en efecto -dijo sonriendo -, allí veo al jardinero
aguardándote. Supongo que querrá preguntarte qué flores pone esta noche en la
mesa. ¡Qué desatados tienes hoy los nervios, querido! Debes ir a consultar a mi
médico, cuando regreses a Londres. Dorian exhaló un suspiro de alivio al ver
acercarse al jardinero. Este se llevó la mano al sombrero, miró un momento
hacia Lord Henry, pareció titubear, y, al fin, sacó una carta que tendió a
Dorian. -La señora duquesa me ha dicho que esperase la contestación - murmuró.
Dorian se guardó la carta en el bolsillo. -Dile a la señora duquesa que allá
voy -dijo fríamente. El jardinero dio media vuelta y se alejó rápidamente en
dirección a la casa. - ¡Qué afición tienen las mujeres a hacer cosas
arriesgadas! -exclamó riendo Lord Henry -. Es una de las cualidades que más
admiro en ellas. Una mujer flirteará con quien sea, mientras la estén mirando.
- ¡Y qué afición tienes tú a decir cosas arriesgadas, Harry! En este caso, por
ejemplo, vas completamente descaminado. Yo estimo mucho a la duquesa; pero no la
quiero. -Y la duquesa te quiere mucho; pero te estima menos. De modo que os
equilibráis y haréis una excelente pareja. -Eso ya entra en el terreno de la
maledicencia, Harry, y la maledicencia siempre carece de base. -La base de toda
maledicencia es una certidumbre inmoral -replicó Lord Henry, encendiendo un
cigarrillo. -Por un epigrama sacrificarías a tu mejor amigo, Harry. -La gente
va al ara por su propio pie -contestó Lord Henry. - ¡Ojalá pudiese yo amar!
-exclamó Dorian Gray, con acento hondamente patético -. Pero me parece haber
perdido toda pasión, y olvidado el deseo. Estoy demasiado concentrado en mí
mismo. Mi personalidad ha llegado a convertirse en una carga para mí. Necesito
huir, irme lejos, olvidar. Ha sido una tontería al venir aquí. Voy a telegrafiar
a Harvey para que tenga preparado el yate. En un yate se está a salvo... - ¿A
salvo de qué, Dorian? Algo te pasa. ¿Por qué no decírmelo? Bien sabes que te
ayudaría en lo que fuese. -No puedo decírtelo, Harry -contestó Dorian con
tristeza -. Por otra parte, es muy posible que todo sean aprensiones. Este
desdichado accidente me ha trastornado. No sé por qué, tengo el presentimiento
de que algo parecido va a ocurrirme a mí. - ¡Qué tontería! -Así espero; pero no
por eso puedo dejar de sentirla. ¡Ah!, ahí viene la duquesa, semejante a
Artemisa en traje sastre. Ya ve usted que hemos vuelto, duquesa. -Sé todo lo
ocurrido, Mr. Gray -contestó ella -. ¡Pobre Geoffrey! Está disgustadísimo. Y,
según parece, usted le rogó que no tirase, ¿verdad? ¡Qué curioso! -Sí, muy
curioso. No sé por qué se lo dije. Un capricho supongo. ¡Estaba tan graciosa,
tan bonita, la liebre!... Siento que le hayan contado a usted el suceso. Es un
tema de conversación lamentable. -Aburridísimo -interrumpió Lord Henry -, no
tiene el menor interés psicológico. ¡Otra cosa sería si Geoffrey lo hubiese
hecho a propósito! Me gustaría conocer a alguien que hubiese cometido un
verdadero crimen. - ¡Qué horrores estás diciendo, Harry! -exclamó la duquesa -.
¿Verdad, Mr. Gray? ¡Harry, Mr. Gray vuelve
a sentir mal! ¡Va a desmayarse! Dorian se rehizo, con un gran esfuerzo, y
sonrió, murmurando: -No es nada, duquesa. Los nervios, que andan un poco
desquiciados. Simplemente... Me parece que anduve demasiado esta mañana... No
oí lo que decía Harry. ¿Era algo malo? Ya me lo contará usted en otra
ocasión... Quizás hiciera bien en ir a acostarme. Ustedes me dispensarán,
¿verdad? Habían llegado ante la gran escalinata que comunicaba al invernadero
con la terraza. Apenas se hubo cerrado tras Dorian la puerta de cristales, Lord
Henry se volvió hacia la duquesa, fijando en ella sus ojos adormilados. -
¿Estás muy enamorada de él? -preguntó. Ella tardó unos instantes en contestar,
absorta en la contemplación del paisaje. - ¡Me gustaría saberlo! -dijo al fin.
El sacudió la cabeza. -El conocimiento sería fatal. La incertidumbre es lo que
subyuga. La bruma hace parecer todo maravilloso. -Pero puede hacerle perder a
uno el camino. -Todos los caminos conducen al mismo fin, mi querida Gladys. -
¿Y es? -La desilusión. -Esa fue mi entrada en la vida -suspiró ella. -Pero vino
a ti coronada. -Estoy cansada en las hojas de fresa. -Te sientan bien. -En
público sólo. -Las echarías de menos -advirtió Lord Henry. -No pienso
desprenderme ni de un solo pétalo. -Monmouth tiene oídos. -La vejez es un poco
sorda. - ¿Nunca se ha sentido celoso? - ¡Ojalá se hubiera sentido! Lord Henry
miró en torno suyo, por el suelo, como buscando algo. - ¿Qué buscas? -preguntó
ella. -El botón de tu florete -contestó él -. Se te ha caído. La duquesa se echó
a reír. -Aún conservo la careta. -Que presta mayor encanto a tus ojos -replicó
él. Ella rió de nuevo, mostrando los dientes, que semejaban las pepitas blancas
de un fruto escarlata. Arriba, en su cuarto, yacía Dorian Gray sobre un diván,
temblando de miedo con todas las fibras de su cuerpo. La vida se había vuelto
de pronto una carga demasiado pesada para
él. La muerte espantosa de aquel infortunado ojeador, matado en el bosquecillo
como un animal agreste, se le antojaba una prefiguración de su muerte. Poco te
había faltado para desmayarse al oír lo que dijera Lord Hcnry bromeando un
tanto cínicamente. A eso de las
cinco llamó al criado, y le dio orden de que tuviera listo el equipaje para el
expreso de la noche, y de que estuviese el coche enganchado a las ocho y media.
Estaba resuelto a no pasar una noche más en Selby Royal. Era un lugar de mal
agüero. La muerte rondaba por él libremente, sin temer siquiera la luz del sol.
La hierba del bosque había sido manchada de sangre. Luego puso unas líneas a
Lord Henry, diciéndole que se iba a Londres
a consultar a su médico, y rogándole
que hiciera los honores de la casa en su ausencia. Metiéndola estaba en el
sobre cuando llamaron ala puerta, y el ayuda de cámara le informó de que el
ojeador mayor deseaba verle. Frunció el ceño y se mordió los labios. -Que entre
-dijo al cabo de unos momentos de duda. Apenas entró el ojeador, sacó Dorian de
un cajón de la mesa su libro de cheques y lo abrió. -Supongo que vendrá usted
con motivo del desgraciado accidente de esta mañana, ¿no es eso, Thornton?
-preguntó, cogiendo una pluma. -El señor lo ha dicho -contestó el guarda. -
¿Estaba casado el infeliz? ¿Tenía familia? -preguntó Dorian con aire de hastío
-. Si es así, querría que no quedasen en la miseria, y estoy dispuesto a
entregarles la cantidad que usted estime necesaria. -El caso es que no sabemos
quién es el muerto. Por eso me he permitido venir a molestar al señor. - ¿Que
no saben ustedes quién es? -dijo Dorian con indiferencia -. ¿Cómo es posible?
¿No te había tomado usted? -No, señor. En mi vida le había visto. Más bien me
parece que tiene aspecto de marinero. La pluma resbaló de los dedos de Dorian,
que sintió como si el corazón le cesase de latir súbitamente. - ¿De marinero?
-gritó -. ¿Dice usted que de marinero? -Sí, señor. Parece como si hubiera sido
marinero. Tiene tatuados los brazos. - ¿Y no se le ha encontrado nada?
-interrogó Dorian, inclinándose hacia adelante y clavando en el hombre los ojos
anhelantes -. ¿Algo que revelase su nombre? -Un poco de dinero, nada más... No
mucho; y un revólver de seis tiros. Pero nada que indicase su nombre. El
aspecto no parecía malo; un poco ordinario, pero de persona decente. Un
marinero seguramente. Dorian se puso en pie de un salto. Una esperanza terrible
se le había presentado; y él se aferraba a ella
desesperadamente. - ¿Dónde está el cadáver? -preguntó con voz entrecortada.
¡Pronto! Es preciso que yo lo vea enseguida. -Está en uno de los establos
vacíos de la granja. A nadie le gusta tener un cuerpo desconocido en su casa.
Dicen que los muertos traen mala sombra. - ¿En la granja? Vaya usted
inmediatamente, y espéreme allí. Diga usted al salir, a uno de los criados, que
me ensillen, sin perder un minuto, el caballo... O no; déjelo usted. Mejor será
que vaya yo mismo a la cuadra. Así ganaremos tiempo. Menos de un cuarto de hora
después bajaba Dorian Gray a todo galope la extensa avenida. Los árboles
parecían pasar junto a él en una procesión de espectros, y sombras extrañas
venían a cortarle el camino. Una vez, la yegua se asustó de un poste pintado de
blanco, y estuvo a punto de despedirle. El le cruzó el cuello con el látigo.
Cortaban el aire de la noche como una flecha. La grava del camino volaba bajo
sus cascos. Al fin llegaron ala granja. Dos hombres vagabundeaban por el patio.
Saltando a tierra, le arrojó las riendas a uno. En el establo más apartado
brillaba una luz. Algo pareció advertirle de que allí estaba el cuerpo.
Precipitándose hacia la puerta, puso la mano en el cerrojo para descorrerlo. Vaciló
entonces un momento, comprendiendo que estaba al borde de un descubrimiento del
que dependía su vida. Pero, reuniendo sus fuerzas, abrió la puerta y entró.
Sobre un montón de sacos vacíos, en un rincón del fondo, yacía el cadáver de un
hombre, vestido con una camisa ordinaria y un pantalón azul. Un pañuelo todo
sucio le cubría el rostro. A su lado chisporroteaba una vela de sebo sujeta en
una botella. Dorian Gray se estremeció. No sintiéndose capaz de levantar por sí
mismo el pañuelo, llamó a uno de los mozos de la granja para que lo hiciera.
-Quita eso. Quiero verle la cara -ordenó, buscando apoyo en el quicio de la
puerta. Cuando hubo hecho el mozo lo que le mandaban, Dorian dio un paso
adelante. Un grito de alegría irrumpió
en sus labios. ¡El hombre que habían matado en el bosquecillo era James Vane!
Permaneció todavía unos minutos contemplando el cadáver. Al regresar a la casa,
tenía los ojos llenos de lágrimas. ¡Sabía que estaba salvado!
CAPÍTULO XIX
– No
entiendo a qué vienes a decirme que quieres volverte bueno -exclamó Lord Henry,
sumergiendo sus dedos blancos en un bol de cobre rojo lleno de agua de rosas-
¿No eres acaso, perfecto? Ten, pues, la bondad de no cambiar. Dorian Gray
sacudió negativamente la cabeza. - No, Harry; tú no sabes las maldades que
llevo hechas en mi vida. He resuelto no hacer ninguna más. Ayer comencé mis
buenas acciones. - ¿Dónde estuviste ayer? - En el campo, Harry; en una posada.
- Mi querido Donan -dijo Lord Henry sonriendo -; todo el mundo puede ser bueno
en el campo, don de no se encuentra la menor tentación. Esa es la causa de que
la gente que habita fuera de las ciudades sea tan absolutamente incivilizada.
La civilización no es, ni mucho menos, una cosa fácil de alcanzar. No hay más
que dos caminos que lleven al hombre a ella. Uno, la cultura; otro, el vicio.
La gente que vive en el campo no encuentra nunca ocasión de seguir ninguno de
ellos, y tiene forzosamente que estancarse. - Cultura y vicio -replicó Dorian-
ambas cosas las he conocido. Y ha llegado a parecerme terrible que ambas vayan
siempre unidas. Ahora tengo un nuevo ideal, Harry. Me dispongo a cambiar. Hasta
me parece haber cambiado ya. Todavía no me has dicho qué buena acción era ésa.
¿O es que has hecho más de una? -preguntó Lord Hcnry, sirviéndose una pequeña
pirámide carmesí de fresas y espolvoreándolas de azúcar con una cuchara
agujereada, en forma de concha. - Voy a contártela, Harry. Es una historia que
sólo a ti me atrevería a contar... Tuve compasión de una mujer; eso es todo.
Dicho así, no parece nada; pero tú comprendes lo que quiero decir. Era precia y
se parecía de un modo increíble a Sibyl Vane. Acaso fuera esto lo que me atrajo
primero en ella. ¿Te acuerdas de Sibyl? Qué lejos parece ya eso, ¿verdad?...
Claro que Hetty no era una muchacha de nuestra clase, sino una simple chica del
pueblo. Pero la quería de verdad. Sí, estoy seguro de que la quería. Durante
todo este maravilloso mes de mayo que hemos tenido, he estado yendo a verla dos
o tres veces por semana. Ayer nos encontramos en una huertecilla. Las flores de
los manzanos se deshojaban sobre su cabeza, mientras ella reía. Lo habíamos
arreglado todo para escaparnos juntos esta mañana, al amanecer. Súbitamente,
decidí abandonarla, tan pura como la había encontrado. -Supongo que la novedad
de la emoción debió causarte un verdadero placer, Dorian -interrumpió Lord
Henry -. Pero puedo acabar tu idilio por ti. Le diste buenos consejos, y le
destrozaste el corazón. Tal ha sido el comienzo de tu regeneración. - ¡Qué malo
eres, Harry! No deberías decir mis cosas. El corazón de Hetty no se ha quedado
destrozado, como tú supones. Claro que ha llorado; pero eso era inevitable. EI
caso es que no ha caído sobre ella ninguna deshonra. Puede vivir, como Perdita,
en su jardín de menta y de caléndulas. -Y llorar a su ingrato Florizel -agregó
Lord Henry, riendo y recostándose en su silla -. Mi querido Dorian, permíteme
que te diga que tienes las ocurrencias más infantiles del mundo. ¿Es que de
buena fe crees que esa muchacha va a sentirse ya satisfecha con un galán de su
clase? Es de suponer que un día u otro acabará por casarse con un rudo
carretero, o un labriego cazurro. Pero el hecho de haberte conocido y amado la
enseñará a despreciar a su marido, y será desgraciada. Desde un punto de vista
puramente moral, no puedo aprobar con demasiado calor tu gran sacrificio. Hasta
como comienzo es un tanto pobre. Además, ¿quién te dice que a estas horas no
está Hetty flotando en alguna alberca iluminada por las estrellas, rodeada de
nenúfares, como Ofelia? - ¡Eres insoportable, Harry! Te burlas de todo, y
encima le sugieres a uno las tragedias más horribles. Siento ya habértelo
contado. Y me tiene sin cuidado lo que puedas decirme. Sé que hice bien en
hacer lo que hice. ¡Pobre Hetty! Al pasar esta mañana a caballo por delante de
la granja vi su carita blanca asomada a la ventana, como un ramo de jazmines.
Bueno, no hablemos más de ello, ni trates de convencerme de que la primera
buena acción que he cometido en mi vida, el primer asomo de sacrificio que he
tenido desde hace una porción de años, es casi un pecado. Quiero ser mejor. Y
lo seré... Cuéntame, ahora, algo de ti. ¿Qué novedades hay? Hace días que no
voy por el club. -La gente continúa hablando de la desaparición del pobre
Basil. -Creí que ya se habrían cansado del tema -dijo Dorian, sirviéndose vino
y frunciendo el ceño levemente. - ¡Pero, hijo mío, si no llevan hablando de el
más que seis semanas! El público inglés no tiene la fuerza mental necesaria
para soportar más de un tema de conversación cada tres meses. Sin embargo, en
estos últimos tiempos han tenido demasiada suerte. Primero, mi divorcio y,
luego, el suicidio de Alan Campbell. Y, por si fuera poco, se encuentran ahora
con la misteriosa desaparición de un artista. En Scotland Yard siguen empeñados
en que el individuo del ulster gris que salió para París el 9 de noviembre en
el tren de la noche era el pobre Basil; pero la policía francesa afirma
rotundamente que Basil no llegó a París. Espero que dentro de quince días nos
dirán que le han visto en San Francisco de California. Es curioso, pero todos
los desaparecidos acaban por ser vistos en San Francisco. Debe ser una ciudad
encantadora y poseer todas las atracciones del mundo futuro. - ¿Y tú, qué crees
que ha sucedido a Basil? -preguntó Dorian, contemplando al trasluz su copa de
Borgoña, asombrado él mismo de poder hablar de aquel asunto tan tranquilamente.
-No tengo la menor idea. Si Basil prefiere ocultarse, allá él. Si ha muerto,
prefiero a mi vez no pensar en ello. La muerte es la única cosa que me aterra.
La detesto. - ¿Por qué? -interrogó Dorian perezosamente. -Pues porque, hoy día,
se puede sobrevivir a todo, menos a ella - dijo Lord Henry, oliendo una cajita
de sales y dejándola de nuevo sobre la mesa -. La muerte y la vulgaridad son
los únicos hechos, en el siglo XIX, que no pueden explicarse. Vamos a tomar el
café en la sala de música, Dorian. Tienes que tocarme
algo de Chopin. El individuo con el que se escapó mi mujer tocaba Chopin
deliciosamente. ¡Pobre Victoria! Yo la quería mucho. Sin ella, la casa parece
desierta. Claro que la vida conyugal no es más que una costumbre; una mala
costumbre. Pero hasta las peores costumbres siente uno perderlas. Sí, acaso
sean las que más se echan de menos. ¡Son una parte tan esencial de nuestra
personalidad! Dorian no dijo nada; pero, levantándose de la mesa, pasó al
aposento contiguo y se sentó al piano, dejando errar los dedos sobre el marfil
blanco y negro de las teclas. Cuando hubieron traído el café se detuvo y,
volviéndose hacia Lord Henry, le dijo: - ¿No has pensado nunca, Harry, que
acaso Basil fuera asesinado? Lord Henry bostezó. -Basil era muy conocido, y
llevaba siempre un reloj Waterbury. ¿A qué santo le iban a asesinar? No era lo
bastante inteligente para tener enemigos. Lo que no quiere decir que no fuera
un genio en la pintura. Pero un hombre puede pintar como Velázquez y ser un completo
majadero. Basil era un tanto insípido. Sólo una vez consiguió interesarme, y
fue cuando me dijo, hace ya años, que sentía por tí una verdadera idolatría y
que tú eras el motivo dominante de su arte. -Yo también lo quise mucho a él
-respondió Dorian, con una nota de tristeza en la voz -. Pero ¿no se dice por
ahí nada de haber sido asesinado? -Claro que algunos periódicos lo dicen. Pero
no me parece ni remotamente probable. Ya sé que en París hay algunos antros
peligrosos, pero no creo que Basil fuera hombre capaz de haber ido a ninguno de
ellos. No tenía la menor curiosidad. Era su principal defecto. - ¿Qué dirías
tú, Harry, si yo declarase que he asesinado a Basil? -dijo Dorian, mirándole
fijamente. -Pues diría que la tal actitud no te sentaba bien, querido Dorian.
Todo crimen es vulgar; lo mismo que toda vulgaridad es crimen. No, no eres tú
hombre para cometer un asesinato. Sentiría lastimar tu vanidad con esta
afirmación, pero la tengo por exacta. El crimen pertenece exclusivamente a las
clases inferiores. Cosa que yo no les echo en cara lo más mínimo. Supongo que
el crimen es para ellos lo que para nosotros el arte: un método, simplemente,
de procurarnos sensaciones extraordinarias. - ¿Un método de procurarse
sensaciones? ¿Crees, entonces, que el que ha cometido un crimen podría cometer
otros? ¿Simplemente por gusto? - ¡Oh!, todo lo que se hace muy a menudo llega a
convertirse en placer -exclamó Lord Henry, riendo -. Este es uno de los
secretos más importantes de la vida. No obstante, me atrevería casi a asegurar
que el asesinato es un error. Jamás debería de hacerse nada de que no se
pudiera hablar de sobremesa. Pero dejemos al pobre Basil. ¡Ojalá pudiese yo
creer que ha tenido un fin tan novelesco como el que tú sugieres! Peló,
realmente, no me es posible. Más bien estoy por decir que se cayó al Sena,
desde un ómnibus, y que el conductor lo calló, para evitar el escándalo. Sí;
ése debe haber sido su fin. Desde aquí lo estoy viendo, tendido bajo aquellas
aguas verdosas y opacas, con los cabellos entrelazados de hierbajos, y las
barcazas pasando por encima... Por otra parte, te diré que no creo que hubiera
pintado ya gran cosa. En estos últimos diez años había perdido mucho. Dorian
exhaló un suspiro, y Lord Henry, atravesando la estancia, fue a rascarle la
cabeza a una gran cacatúa de Java, de plumas grises, con la cresta y la cola
rosadas, que se balanceaba sobre una percha de bambú. Apenas la tocaron los
dedos dejó caer la blanca telilla de sus párpados arrugados y empezó a
columpiarse atrás y adelante. -Sí -continuó Lord Henry, volviéndose y sacando
el pañuelo del bolsillo -, había perdido mucho. Como que me hacía la impresión
de haber, perdido su ideal. Desde el momento en que tú y él dejasteis de ser
amigos íntimos, dejó él de ser un gran artista. ¿A qué obedeció aquel
alejamiento? Supongo que a aburrimiento tuyo, ¿verdad? En ese caso no ha debido
perdonártelo. Es la costumbre de las personas latosas. Y, a propósito, ¿qué fue
de aquel maravilloso retrato que te hizo? Me parece que, desde que lo terminó,
no he vuelto a verlo. ¡Ah!, sí, recuerdo que hace años me dijiste que lo habías
enviado a Selby, y que en el camino se había perdido o lo habían robado. ¿No
has vuelto a saber de él? ¡Lástima grande! Era una obra maestra. Recuerdo que
quise comprarlo. ¡Ojalá lo hubiese hecho! Pertenecía a la mejor época de Basil.
Desde entonces, toda su obra fue esa curiosa mezcla de mala pintura y buenas
intenciones, que permite a un hombre ser llamado un artista inglés
representativo. ¿No pusiste ningún anuncio? Deberías haberlo hecho. -No sé
-replicó Dorian -. Supongo que así lo haría. Pero nunca fue de mi agrado ese
retrato. Y siento haber posado para él. Hasta recordarlo me molesta. ¿A qué
hablar de ello? Siempre me traía a la memoria
aquellos extraños versos... de Hamlet,
me parece... que dicen: Like the painting of a sorrow, A face without a
heart... Sí, eso parecía. Lord Hcnry se echó a reír. -Cuando un hombre trata la
vida artísticamente, su cerebro es su corazón -contestó, sumergiéndose en un
sillón. Dorian Gray movió la cabeza dubitativamente y ejecutó algunos acordes
en el piano, repitiendo entre dientes: -Like the painting of a sorrow, a fase
without a heart... Lord Henry se recostó en el sillón y le miró con los ojos
entornados. -Entre paréntesis, Dorian -dijo al cabo de unos momentos -, "¿
de que le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si pierde - ¿cómo era la
cita? Sí, eso es -; si pierde su propia alma?" Dorian tuvo un
estremecimiento, dio unas cuantas notas falsas y, volviéndose, miró fijamente a
su amigo. - ¿Por qué me preguntas eso, Harry? - ¿Que por qué te lo pregunto?
-dijo Lord Henry, levantando las cejas con aire de sorpresa -. Pues porque creí
que podrías contestarme. Simplemente. El domingo pasado me fui a dar una vuelta
por el Parque, cuando, junto a Marble Arch, me encontré con un grupo de gente
desarrapada escuchando a uno de esos predicadores callejeros. Al pasar oí
gritar a aquel energúmeno la pregunta citada. Me causó una impresión bastante
dramática, Londres es muy rico en defectos de este género. Un domingo lluvioso,
un cristiano zafio en impermeable, un corro de caras pálidas y enfermizas al
abrigo de unos paraguas chorreando agua, y una frase maravillosa lanzada al
viento por unos labios histéricos; no me negarás que, en su género, el
espectáculo era bastante sugestivo. Estuve a punto de decirle a aquel profeta
que el Arte tenía alma, pero no el hombre. Temo, sin embargo, que no me hubiese
comprendido. -No, Harry. El alma es una terrible realidad. Puede ser comprada,
y vendida, y malbaratada. Puede ser emponzoñada o perfeccionada. En todos
nosotros hay un alma. Yo lo sé. - ¿Estás muy seguro de ello, querido Dorian?
-Completamente seguro. - ¡Ah!, entonces no cabe duda de que es una ilusión. Las
cosas de que uno está absolutamente seguro nunca son ciertas. Tal es la
fatalidad de la Fe, y la lección de la Novela... ¡Qué serio estás! No te pongas
tan grave. ¿Qué tenemos que ver tú ni yo con las supersticiones de nuestra
época? No; nosotros nos hemos desembarazado de la creencia en el alma... Toca
algo. Un nocturno, Dorian, y, mientras tocas, dime, en voz muy baja, cómo has
conseguido conservar tu juventud. Debes de tener algún secreto. Yo no te llevo
más que diez años, y estoy arrugado, y gastado, y amarillo. Realmente eres algo
maravilloso, Dorian. Nunca te he visto mejor que esta noche. Me haces recordar
el primer día en que te vi. Parecías casi un niño, tímido y caprichoso al mismo
tiempo, absolutamente extraordinario. Claro que, desde entonces, has
cambiado; pero no en la apariencia.
Anda, dime tu secreto. Para recobrar mi juventud, no hay nada en el mundo que
yo no fuera capaz de hacer, menos levantarme temprano, hacer ejercicio o
parecer respetable. ¡Juventud, juventud! Nada hay como ella. Es absurdo hablar
de la ignorancia de la juventud. Las únicas personas cuyas opiniones escucho
ahora con algún respeto, son mucho más jóvenes que yo. Parecen precederme. La
vida les ha revelado su última maravilla. En cambio, a los viejos, siempre les
contradigo. Lo hago ya sistemáticamente. Si, por casualidad, se le ocurre a uno
preguntarles su opinión sobre algo sucedido el día antes, contestan siempre
solemnemente lo que se pensaba en 1820, cuando la gente llevaba aún calzón
corto, creía en todo y no sabía absolutamente nada... ¡Qué delicioso es eso que
estás tocando! Acaso lo escribiera Chopin en Mallorca, con el mar gimiendo en
torno de la casa y la salada espuma salpicando los cristales. Es de un
romanticismo maravilloso. ¡Qué felicidad que nos quede un arte que no sea
imitativo! No te detengas. Continúa. Necesito oír música esta noche. Me parece
como si tú fueras Apolo adolescente, y yo Marsyas escuchándote. Me siento
triste, Dorian. Tristezas que ni tú mismo conoces. La tragedia de la vejez no
es ser viejo, sino continuar siendo joven. A veces hasta me asusto de mi
sinceridad. ¡Ah Dorian, qué dichoso eres! ¡Qué vida deliciosa la tuya! Tú has
bebido hasta saciarte de todos los vinos, y has estrujado contra tu paladar las
uvas maduras. Nada te ha permanecido oculto. Y todo ha sido para ti como el
sonar de la música. Nada logró hacerte daño. Siempre eres el mimo. -No soy el
mismo, Harry. -Sí; eres el mismo. ¿Cómo será ya el resto de tu vida? No la
eches a perder con sacrificios ni renunciaciones. Actualmente eres un ser
perfecto. No te limites ni mutiles. Puede decirse que no tienes una sola tacha.
Sí; no muevas la cabeza, de sobra lo sabes. Sin embargo, Dorian, no vayas a
engañarte. La vida no la gobiernan ni la voluntad ni la intención. La vida es
una cuestión de nervios, de fibras, de células lentamente construidas, en que
el pensamiento se esconde y la pasión tiene sus sueños. Tú puedes creerte en
salvo e imaginarte fuerte. Pero yo te digo, Dorian, que nuestra vida depende de
una porción de pequeñas cosas a las que, aparentemente, no concedemos
importancia. ¡Qué sé yo! De un tono de color en una habitación, de un ciclo
matinal, de un perfume particular que en un tiempo quisimos y que nos trae
consigo recuerdos inefables, de un verso, de un poema
olvidado que leímos casualmente, de
una frase musical que ya hemos dejado de tocar... Browning ha escrito algo
sobre esto; pero nuestros sentidos bastan a comprenderlo. Hay momentos en que
el aroma de las lilas blancas me penetra de pronto, haciéndome revivir el mes
más extraño de mi existencia. ¡Ojalá pudiera yo cambiarme por ti, Dorian! El
mundo ha vociferado contra nosotros dos, pero siempre te ha adorado. Tú eres el
arquetipo que busca nuestra época, y que teme haber encontrado. No sabes cuánto
me alegro de que nunca hayas hecho nada, ni modelado una estatua, ni pintado un
cuadro, ni producido otra cosa que a ti mismo. La vida ha sido tu arte. Tú te
has puesto a ti mismo en música. Tus días son tus sonetos. Dorian se levantó
del piano, y, pasándose la mano por los cabellos, murmuró: -Sí, la vida fue
deliciosa; pero no puedo vivir ya la misma vida, Harry. Y tú no debes decirme
esas extravagancias. Tú no sabes todo de mí. Me parece que, si lo supieras, te
apartarías de mí. ¿Te ríes? No, no te rías. - ¿Porqué has dejado de tocar,
Dorian? Continúa y repite ese nocturno. Mira esa gran luna de color tse miel
que pende en el aire obscuro. Está aguardando que tú la hechices, y si tocas,
verás cómo se acerca más a la tierra. ¿No quieres? Vamos, entonces, al club. Ha
sido una velada deliciosa y debemos terminarla deliciosamente. Hay una persona
en el White que tiene mucho interés en conocerte: Lord Poole, el hijo mayor de
Bournemouth. Ya te ha copiado las corbatas, y me ha pedido que le presente a
ti. Es un muchacho encantador, que me recuerda bastante a ti hace años. -Espero
que no -dijo Dorian, con una expresión de tristeza en los ojos -. Pero me
siento cansado esta noche, Harry. Prefiero no ir al club. Son casi las once y
desearía acotarme temprano. Como quieras. Nunca has tocado tan bien como esta noche.
Ha sido algo maravilloso; con una expresión que no te conocía. -Es porque me
dispongo a ser bueno -contestó él sonriendo -. Me encuentro ya un poco
cambiado. -Tú no puedes cambiar para mí Dorian -dijo Lord Henry -. Tú y yo
siempre seremos amigos. -Sin embargo, tú fuiste quien me envenenó hace tiempo
con un libro. No debería perdonártelo. Prométeme que no prestarás ya a nadie
ese libro, Harry. Es pernicioso. -Veo, querido Dorian, que estás ya empezando a
moralizar. Pronto irás por esos mundos, como los convertido y lo predicadores,
poniendo en guardia ala gente contra aquellos pecados de que ya estás harto.
Pero tú eres demasiado sutil para imitarles. Además, sería inútil. Tú y yo
somos lo que somos, y seremos lo que seremos. En cuanto a
lo de ser envenenado por un libro,
permíteme que te diga que no hay tal cosa. El arte no tiene la menor influencia
sobre las acciones. Anula el deseo de obrar. Es magníficamente estéril. Los
libros que el mundo llama inmorales, son libros que le muestran su propia
vergüenza. Simplemente. Pero no discutamos de literatura. Ven mañana a
buscarme. Saldré a dar una vuelta a caballo a las once. Podemos pasear juntos,
y luego te llevaré a comer con Lady Branksome. Es una mujer encantadora, y
desea consultarte sobre unos tapices que piensa comprar. No te olvides de
venir. ¿0 prefieres que comamos con nuestra duquesita? Dice que ahora apenas te
ve. ¿O es que te has cansado ya de Gladys? Lo esperaba. Habla demasiado, y
demasiado bien. Tanto ingenio acaba por atacarle a uno los nervios. Bueno, sea
lo que sea, procura estar aquí a las once. - ¿Te parece imprescindible que
venga? -Naturalmente que sí. El Parque está ahora delicioso. No creo que haya
habido unas lilas tan hermosas desde el año en que te conocí. -Perfectamente. Aquí
estaré a las once -dijo Dorian - Buenas noches, Harry. Al llegar a la puerta
titubeó un momento, como si tuviera algo más que decir. Luego suspiró, y se
fue.
CAPÍTULO XX
Era una
noche preciosa, tan tibia, que tenía el gabán al brazo y ni siquiera se puso al
cuello su toquilla de seda.Marchaba hacia su casa, fumando un cigarrillo,
cuando pasaron junto a él dos jóvenes en un traje de soirée. Oyó como uno de
ellos susurraba al otro: - Es Dorian Gray. Recordó cuánto le complacía antes
que le señalasen al pasar, o le mirasen curiosamente, o hablaran de él. Pero,
ahora, hasta oír pronunciar su nombre le cansaba. La mitad del encanto de la
aldea que tanto frecuentara en aquellos últimos tiempos, era que nadie sabía
quién era. Muchas veces le había dicho a aquella pobre muchacha de quien se
hiciera querer que era pobre, y ella le había creído. Una vez le dijo que era
malo, y ella se echó a reír, y le contestó que los hombres malos eran siempre
muy viejos y muy feos. ¡Qué risa la suya! Hubiérase dicho el canto de un tordo.
¡Y qué bonita estaba con su trajecito de percal y su enorme pamela! Ella no
sabía nada; pero, en cambio, tenía todo lo que él había perdido. Cuando llegó a
su casa, encontró a su criado esperándole. Lo envió a acostar y se echó sobre
el diván de la biblioteca, poniéndose a meditar en algunas de las cosas que
Lord Henry le había dicho. ¿Sería cierto, realmente, que nadie puede cambiar?
Sintió un anhelar frenético de la inmaculada pureza de su infancia, su infancia
blanca y rosada, como Lord Henry la llamara en una ocasión. Sabía que él mismo
la había empañado, llenando su espíritu de corrupción, y de horror su
pensamiento; que había sido una influencia nociva en los demás, experimentando
una terrible complacencia en ser así, y que de las vidas que se cruzaran con la
suya habían sido precisamente las más nobles y llenas de promesas las que había
llevado a la vergüenza y la ruina. Pero, ¿sería irreparable todo aquello? ¿No
habría para él ninguna esperanza? ¡Ah!, en qué monstruoso momento de exaltación
y de orgullo había implorado que el retrato llevase el peso de sus días,
conservando él en cambio el inmaculado esplendor de su juventud eterna. Toda su
catástrofe provenía de aquello. Mejor hubiera sido para él que cada pecado de
su vida hubiese traído consigo su pena segura e inmediata. El castigo es una
purificación. No "perdónanos nuestros pecados", sino "castíganos
por nuestras iniquidades", debería ser la plegaría del hombre a un Dios
justo. El espejo cincelado que Lord Henry le regalara hacía ya tantos años,
yacía sobre la mesa, y los blancos amorcillos de marfil jugueteaban entorno de
la luna como antaño. Lo cogió, como hiciera aquella noche de espanto, cuando
observó por vez primera el cambio del retrato fatal, y con los ojos nublados
por las lágrimas se contempló en su óvalo azogado. Una vez, una persona que le
había amado con locura le había escrito una carta absurda, que terminaba con
estas palabras de idolatría: "El mundo ha cambiado por estar hecho tú de
marfil y de oro. La línea de tus labios escribe de nuevo la historia". La
frase volvió a su memoria, y una y otra vez se la repitió a sí mismo. De pronto
sintió asco de su belleza, y arrojando a tierra el espejo, lo desmenuzó en
añicos de cristal y plata bajo sus talones. Su belleza había sido lo que
arruinara su vida; su belleza y la juventud implorada. Si no hubiera sido por
ambas cosas, su vida se habría visto libre de toda mácula. Su belleza sólo
había sido para él una máscara, y su juventud una irrisión. ¿Qué era, al fin y
al cabo, la juventud? Un tiempo acerbo y prematuro, de superficialidad y
pensamientos malsanos. ¿Por qué había querido él llevar su librea? La juventud
le había perdido. Más valía no pensar en el pasado. Nada podía ya cambiarlo.
Era en sí mismo, en su propio futuro, en lo que debía pensar: James Vane yacía
enterrado en una tumba anónima del cementerio de Selby. Alan
Campbell se había suicidado una noche
en su laboratorio, pero sin revelar el secreto que se viera obligado a conocer.
La emoción que había suscitado la desaparición de Basil Hallward no tardaría en
calmarse. Ya iba en descenso. Por esta parte no tenía nada que temer. Ni,
realmente, era la muerte de Basil Hallward el peso mayor que llevaba sobre su
espíritu. La muerte en vida de su propia alma, es lo que le preocupaba. Basil
había pintado el retrato que arruinara su vida. El no podía perdonárselo. El
retrato era la causa de todo. Basil le había dicho cosas intolerables y, sin
embargo, él las había tolerado pacientemente.
El crimen había sido una simple
demencia del momento. Y por lo que se refería a Alan Campbell, si se había
suicidado, es porque así lo había querido. ¿Qué tenía él que ver con aquello?
El no era responsable. ¡Una vida nueva! A esto aspiraba. Esto era lo que él
aguardaba. Seguramente ya la había empezado. Por lo menos acababa de salvar a
un ser inocente. Nunca más volvería a tentar a la inocencia. Quería ser bueno.
Pensando en Hetty Merton, se le ocurrió preguntarse si el retrato habría
experimentado algún cambio. ¿Habría perdido ya algo de su horror? Acaso, si su
vida se volvía pura, podría esperar que todas las huellas de las malas pasiones
llegaran a borrarse de aquel rostro. Quizás ya habían empezado a desaparecer.
Iría a verlo. Cogió la lámpara de la mesa y subió cautelosamente la escalera.
Mientras abría la puerta, una sonrisa de satisfacción cruzó su rostro juvenil,
demorándose un momento en sus labias. Sí, sería bueno; y aquella cosa
abominable que había escondido dejaría de ser para él un objeto de espanto.
Sintióse ya como aliviado del peso. Entró despacio, cerrando tras de sí la
puerta, como era su costumbre, y descorrió la cortina de púrpura que cubría el
retrato. Un grito de dolor y de indignación se escapó de sus labios. No veía
ningún cambio, a no ser en los ojos cierta expresión taimada, y en la boca la
blanda crispatura del hipócrita. El rostro continuaba repugnante -más
repugnante aun si cabe -, y el rocío escarlata que manchaba la mano parecía más
brillante, más como sangre recién derramada. Empezó a temblar. ¿Habría sido,
simplemente, la vanidad lo que le indujera a cometer su buena acción? ¿O el
deseo de una sensación nueva, como indicara Lord Henry con su risita burlona?
¿O esa afición a representar papeles que a veces nos impulsa a hacer cosas
superiores a nosotros? ¿O, acaso, todo ello junto? Y ¿por qué se vela mayor que
antes la mancha roja? Parecía haberse desarrollado como una horrible enfermedad
sobre los dedos engarfiados. Y en los pies de la imagen habla sangre, como si
ésta hubiese goteado, y sangre también en la mano que no había empuñado el
cuchillo... ¿Confesar su crimen? ¿Querría decir aquello que iba a confesar?
¿Entregarse, para ser condenado a muerte? Se echó a reír. La idea sólo era
monstruosa. Además, aunque él confesara, ¿quién hubiera podido creerle? Del
hombre asesinado no quedaba el menor rastro. Todo lo que le pertenecía había
sido destruido. El mismo lo había quemado. La gente diría, simplemente, que se
había vuelto loco. Y le recluirían, si se empeñaba en su historia... No
obstante, su deber era confesar, sufrir la vergüenza pública y hacer penitencia
a los ojos de todos. Había un Dios que exhortaba a los hombres a decir sus
pecados, lo mismo en la tierra que en el ciclo. Hasta que hubiese dicho su
crimen, nada podría purificarle... ¿Su crimen? Se encogió de hombros. La muerte
de Basil Hallward le parecía una cosa sin importancia. El pensaba ahora en
Hetty Merton. Pues aquel espejo de su alma que tenía delante, era un espejo
injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿hipocresía? ¿No había habido otra cosa que
aquello en su sacrificio? No; algo más había habido. Por lo menos, así lo creía
él. Pero ¿quién hubiera podido decirlo?... No. No había habido nada más. Por
vanidad había renunciado a ella. Por
hipocresía, se había colocado la
careta de la bondad. Por curiosidad había intentado aquel sacrificio. Ahora se
daba cuenta de ello. Pero aquel asesinato... ¿iría a perseguirle toda la vida?
¿Iría siempre a verse con su pasado a cuestas? ¿O se decidiría, realmente, por
confesar? ¡Nunca! Sólo una prueba podía haber contra él, y era el retrato. El
lo destruiría. ¿Cómo se le habría ocurrido conservarlo tanto tiempo? Al
principio le interesaba ver cómo iba cambiando y envejeciendo. Pero hacía ya
años que no le proporcionaba semejante placer. Al contrario, muchas noches el
pensar en el le mantenía despierto. Cuando estaba fuera, el temor de que otros
ojos que los suyos pudieran verlo, te llenaba de espanto. El había teñido de
hipocondría sus pasiones. Su simple recuerdo le había echado a perder muchos
momentos de alegría. Había sido para él algo semejante a la conciencia. Sí; la
conciencia realmente. Pero él la destruiría. Mirando en torno suyo vio el
cuchillo con que habla apuñalado a Basil Hallward. Lo había limpiado tantas
veces, que no quedaba en él la menor huella de sangre. Estaba bruñido y
resplandeciente. Del mismo modo que matara al pintor, así mataría su obra y
todo lo que significaba. ¡Mataría el pasado; y cuando éste estuviera muerto, él
se vería libre! ¡Mataría aquella imagen monstruosa del alma, y lejos de sus
odiosas advertencias, recobraría el sosiego! Levantando el brazo, armado con el
cuchillo, lo descargó sobre el lienzo. Se oyeron un grito y un crujido. El
grito fue tan horrible en su agonía, que los criados despertaron sobresaltados
y salieron de sus cuartos. Dos transeúntes, que pasaban por la plaza, se
detuvieron a mirar la casa. Luego, siguieron hasta encontrar un policía y lo
trajeron consigo. El policía llamó repetidamente ala puerta, sin que nadie le
contestara. Excepto una luz que brillaba en una de las últimas ventanas, toda
la casa estaba a obscuras. Al cabo de un rato se retiró a un portal cercano,
desde el cual quedó vigilando. - ¿De quién es esta casa? -preguntó el caballero
de más edad. -De Mr. Dorian Gray -contestó el
policía. Los dos transeúntes se miraron uno a otro, y se alejaron sonriendo
sarcásticamente. Uno de ellos era el tío de Sir Henry Ashton. Dentro, en las
habitaciones de la servidumbre, los criados, a medio vestir, cuchicheaban entre
sí. La anciana Mrs. Leaf sollozaba, retorciéndose las manos. Francis estaba
pálido como un muerto. Al cabo de un cuarto de hora, el ayuda de cámara reunió
al cochero y a uno de los lacayos, y subió con ellos por la escalera. Al llegar
arriba llamaron a la puerta, sin obtener respuesta. Gritaron entonces. Todo
continuó en silencio. Al fin, después de tratar inútilmente de forzar la
puerta, salieron al tejado y se descolgaron al balcón. Las maderas cedieron sin
dificultad; la falleba esta comida de herrumbe. Al entrar se encontraron, colgado
del muro, un soberbio retrato de su amo, tal como le habían visto por última
vez, en todo el esplendor de su juventud y su belleza. Caído en el suelo, había
un hombre muerto, vestido de etiqueta, con un cuchillo clavado en el corazón.
Era un hombre caduco, arrugado y de rostro repulsivo hasta que se fijaron en
las sortijas que llevaba no pudieron identificarle.
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