POIROT INFRINGE LA LEY
AGATHA CHRISTIE
Había observado que desde hacía una temporada, Hércules Poirot
se mostraba descontento e intranquilo. Llevábamos algún tiempo sin
resolver casos de importancia, de esos en los que mi pequeño amigo
ejercitaba su agudo ingenio y sus notables facultades deductivas.
Aquella mañana de Julio, dobló el periódico que leía y
exclamó:
–¡Bah! –una exclamación muy suya que sonaba
exactamente como el estornudo de un gato–. Los criminales de toda
Inglaterra me temen, Hastings. Si el gato está presente, los ratones
no se interesan por el queso.
–Imagino que la mayor parte
de ellos ni siquiera conocen su existencia –contesté riéndome.
Al
mirarme, sus ojos mostraban reproche. El cree que el mundo entero
piensa y habla de Hercule Poirot. Ciertamente, goza de gran
popularidad en Londres, si bien eso no justifica que su simple nombre
sea suficiente para sembrar el pánico entre el hampa
criminal.
–¿Qué opina del reciente robo de joyas en
pleno día en la calle Bond? –le pregunté.
–Un trabajo
muy limpio –convino–, estoy de acuerdo, pero no es de mi
gusto. Pas de finesse, seulement de l’audace!. Un hombre
provisto de un bastón rompe el cristal del escaparate de una joyería
y coge unas cuantas piedras preciosas. Unos viandantes logran
detenerlo en flagrante delito y, acto seguido, aparece un agente de
la autoridad. En la comisaría, se comprueba que las piedras son
falsas. ¿Qué ha sucedido? Nada de particular simplemente, que el
ladrón ha cambiado las auténticas, entregándoselas a un cómplice
mezclado entre los honrados ciudadanos que lo detuvieron. Irá a la
cárcel, cierto, pero cuando salga le espera una pequeña fortuna.
No, no está mal planeado, si bien yo lo hubiera hecho mejor. A
veces, Hastings, me fastidian mis escrúpulos. Pienso que debe ser
agradable enfrentarse a la ley, aunque sólo sea en una aventura, por
diversión.
–Alégrese, Poirot. Usted sabe que es único
en su especialidad.
–¿Sí? Bien. ¿Ha sucedido algo
apropiado para mi especialidad?
Cogí el periódico.
–Un
inglés misteriosamente asesinado en Holanda –leí en voz
alta.
–Siempre dicen eso. Más tarde descubren que se
comió el pescado en malas condiciones y que su muerte fue
perfectamente lógica.
–Compruebo que hoy tiene espíritu
de contradicción.
–Tiens! –exclamó Poirot, que se
había acercado a la ventana–. En la calle veo lo que en lenguaje
novelístico llaman «una dama tupidamente envelada». Sube la
escalinata, toca el timbre... viene a consultarnos. Intuyo algo
interesante. Una mujer joven y bonita como esa no oculta su rostro
con un velo, excepto si el asunto es de gran importancia.
Un
minuto más tarde, la joven se hallaba ante nosotros. Tal como Poirot
había dicho, sus facciones aparecían protegidas por un impenetrable
velo de encaje español. Al descubrirse, comprobé lo acertada que
había sido la intuición de mi amigo, pues se trataba de una
señorita extraordinariamente guapa, de pelo rubio y grandes ojos
azules. La calidad de su sencillo atuendo me dijo en seguida que
pertenecía a una elevada clase social.
–Monsieur Poirot
–dijo ella con voz suave y musical–, me encuentro en un gran
apuro. Y si bien temo que no pueda ayudarme, he oído de usted tantas
maravillas que, como última esperanza, vengo a suplicarle un
imposible.
–Un imposible me seduce siempre –contestó
él–. Continúe, se lo ruego, mademoiselle.
Nuestra rubia
visitante vaciló un momento.
–Ante todo, séame sincera
–añadió Poirot–. No deje a oscuras ningún punto.
–Confiaré
en usted –se decidió la joven–. ¿Ha oído hablar de lady
Millicent Castle Vaugchan?
Levanté la vista con vivo
interés. El compromiso matrimonial de lady Millicent con el joven
duque de Southshire había sido publicado en la prensa unos días
antes. No ignoraba que era la quinta hija de un arruinado par
irlandés, mientras que el duque de Southshire estaba considerado
como uno de los mejores partidos de Inglaterra.
–Soy lady
Millicent –continuó–. Posiblemente habrá leído acerca de mi
compromiso matrimonial. Debería ser una de las mujeres más felices
de la tierra, pero... ¡oh, monsieur Poirot!, estoy muy preocupada.
Existe un hombre, un hombre terrible, Lavington, y... no sé cómo
explicarlo. Cuando apenas contaba dieciséis años, escribí una
carta y él... él...
–¿Una carta escrita a Mr.
Lavington?
No, a él no! A un joven soldado de quien me
había enamorado, pero que murió en la guerra.
–Comprendo
–dijo Poirot, amable.
–Es una carta estúpida, una carta
indiscreta, pero... de veras, monsieur Poirot, nada más que eso. Sin
embargo, encierra frases que... que podrían ser interpretadas
erróneamente.
–Y esta carta se halla en poder de Mr.
Lavington, ¿verdad? –preguntó Poirot.
–Sí, y a menos
que le pague una fabulosa cantidad de dinero, una suma imposible para
mí, se la enviará al duque.
–¡Cerdo indecente!
–exclamé–. Le ruego me excuse, lady Millicent.
–¿No
sería preferible poner en antecedentes de ello a su futuro
marido?
–No me atrevo, monsieur Poirot. El duque es un
hombre muy celoso, suspicaz y propenso a pensar lo peor. Esto podría
arruinar nuestro compromiso.
–Tranquilícese, milady.
Veamos, ¿qué puedo hacer por usted?
–Quizás sea más
factible su ayuda si le pido a Mr. Lavington que le visite a usted.
Puedo decirle que le he concedido poderes para tratar este asunto.
Así tal vez logre reducir sus exigencias.
–¿Cuánto
pide?
–Veinte mil libras.., que no tengo. Incluso dudo de
que me sea fácil reunir mil.
–¿Y si pidiera prestado el
dinero con la excusa de su próxima boda? ¡No, me repugna la sola
idea del chantaje! El ingenio de Hercule Poirot derrotará a su
enemigo. Mándeme a ese Lavington. ¿Considera probable que lleve
encima la carta?
La joven sacudió la cabeza.
–No
lo creo. Es muy desconfiado.
–¿Supongo que no hay duda
alguna en cuanto a que realmente posee la carta? –preguntó el
detective.
–Me la enseñó cuando estuve en su
casa.
–¿Fue usted a su domicilio? ¡Gran imprudencia,
milady!
–¡Estaba tan desesperada! Confié en que mis
súplicas lo ablandarían.
–Oh, Li, Li! Los hombres de esa
calaña son inconmovibles ante las súplicas –dijo Poirot–. Con
ello sólo le ha demostrado cuánta importancia concede usted al
documento. ¿Dónde vive tan agradable caballero?
–En
Buona Vista, Wimbledon. Fui allí después del anochecer. –Poirot
emitió un leve gemido–. Le amenacé con denunciarlo a la policía
y se rió de mí. «¿De veras, mi querida lady Miliicent? Hágalo si
lo desea», fue la respuesta.
–Desde luego, no es un
asunto que deba llevarse a la policía –murmuró Poirot
pensativo.
Y ella continuó:
–«Espero que sea
usted más sensata –añadió Lavington–. Mire, en esta pequeña
caja china de madera guardo su carta.» La abrió y, al desplegar las
hojas ante mí, quise cogerlas, pero él fue más rápido. Después
de sonreírme cínicamente, las dobló y las puso de nuevo en la
cajita de madera. «Aquí está completamente segura, no tema –me
dijo–. Guardo la caja en un lugar secretísimo, jamás la
encontraría.» Mis ojos se volvieron a la pequeña caja de caudales
adosada a la pared y él sacudió la cabeza y rió: «Sé de un
escondite mejor que éste.» ¡Oh, qué odioso! ¿Cree usted que
podrá ayudarme?
–Tenga fe en papá Poirot. Hallaré el
modo.
Semejante seguridad estaba muy bien, pensé mientras
Poirot acompañaba galantemente a la dama hasta la escalera. Sin
embargo, comprendí que nos había tocado en suerte un hueso duro de
roer. Así se lo dije cuando regresó y él asintió con gesto
preocupado.
–Sí, no veo una solución plausible. El tal
Lavington tiene la sartén por el mango. De momento, no se me ocurre
cómo vamos a entramparlo.
Mr. Lavington nos visitó aquella noche. Lady Millicent no había
exagerado al describirlo como un hombre odioso. Sentí un cosquilleo
en los dedos de los pies, de tantas ganas como tuve de darle una
patada en su parte más carnosa y echarlo escaleras abajo. Sus
fanfarronerías y modales eran insoportables, como también sus risas
burlonas ante las sugerencias de Poirot. En todo momento se mostró
dueño de la situación, mientras Poirot parecía desarrollar la más
desafortunada de sus actuaciones.
–Bien, caballeros –dijo
Lavington mientras cogía su sombrero–. No puede decirse que
hayamos llegado a un acuerdo. Ahora bien, tratándose de lady
Millicent, una señorita encantadora, dejaremos la cosa en dieciocho
mil libras. Hoy mismo me traslado a París... cuestión de pequeños
negocios. Regresaré el martes. Si el dinero no me es entregado el
martes por la noche, la carta llegará a manos del duque. No me digan
que lady Millicent no puede conseguir esa suma. Cualquiera de sus
amistades masculinas estaría más que dispuesta a favorecer a
semejante belleza con un préstamo... silo enfoca del modo
adecuado.
Indignado, avancé un paso, pero Lavington se
había precipitado fuera de la habitación al mismo tiempo que
terminaba la frase.
–Tiene que hacer algo, Poirot. Parece
que lo toma con poco nervio –grité.
–Posee un excelente
corazón, amigo mío, si bien sus células grises se hallan en un
deplorable estado. No experimento ningún deseo de impresionar a Mr.
Lavington con mi ingenio. Cuanto más pusilánime me crea,
mejor.
–¿Por qué?
–Resulta curioso –dijo
Poirot haciendo memoria– que expresara deseos de trabajar contra la
ley, precisamente momentos antes de que lady Millicent
viniera.
–¿Piensa registrar la casa de Lavington mientras
se halla ausente? –pregunté con el aliento contenido.
–A
veces, Hastings, su proceso mental es sorprendentemente rápido.
–¿Y
si se lleva la carta?
Poirot sacudió la cabeza.
–Es
muy improbable. Todo hace pensar que posee un escondrijo en su hogar
considerado por él como inexpugnable.
–¿Cuándo...?
Bueno... ¿cuándo consumaremos el allanamiento de morada?
–Mañana
por la noche. Saldremos de aquí hacia las once.
Y a esa hora yo estaba dispuesto a partir, vestido con un traje y
un sombrero oscuros.
Poirot me observó un instante y se
sonrió.
–Su atuendo es el apropiado para este caso
–me
dijo–. En marcha, tomaremos el metro hasta Wimbledon.
–¿No
nos llevamos las herramientas adecuadas para forzar la puerta?
–~Mi
querido Hastings! Hércules Poirot no emplea semejantes métodos.
Era
medianoche cuando penetramos en un reducido jardín suburbano de
Buona Vista. La casa se hallaba oscura y silenciosa.
Poirot
se encaminó directamente hacia una ventana de la parte trasera de la
casa. La levantó sin hacer ruido y me invitó a entrar por
ella.
–¿Cómo sabía que esta ventana se
abriría?
–susurré, pues realmente parecía cosa de
magia.
–Me cuidé de su cerrojo esta mañana.
–¿Qué?
–Sí,
hombre. Fue cosa fácil. Me presenté como agente del inspector Japp
y dije que me enviaba Scotland Yard para colocar unos cierres a
prueba de robo solicitados por Mr. Lavington. El ama de llaves me dio
toda clase de facilidades, pues han sufrido dos intentos de robo
últimamente. Eso demuestra que nuestra idea la han tenido ya antes
otros clientes de Mr. Lavington, si bien no lograron llevarse nada de
valor. Después de examinar todas las ventanas y de hacer mis
pequeños arreglos, prohibí a los criados que las tocasen hasta
mañana por haberlas conectado a la corriente eléctrica.
–Realmente,
Poirot, es usted fantástico.
–Mon ami, fue de lo más
sencillo que pueda imaginarse. Y ahora, manos a la obra. Los criados
duermen en la parte alta de la casa, así que corremos poco peligro
de molestarlos.
–Imagino que la caja estará empotrada en
alguna parte.
–¿Caja? ¡Pamplinas! Mr. Lavington es
inteligente. Ya comprobará que tiene un escondite mas idóneo que
una caja. Eso es lo primero que todos registran.
Iniciamos
una investigación sistemática. Pero, tras varias horas de registrar
la casa, nuestra búsqueda seguía siendo infructuosa. Vi síntomas
de furia en el rostro de Poirot.
–Ah, sapristi! ¿Acaso
Hércules Poirot puede ser vencido? ¡Jamás! –exclamó–.
Tranquilicémonos. Reflexionemos. Razonemos. En fin, empleemos
nuestras pequeñas células grises.
Guardó silencio y sus
cejas se contrajeron en un evidente signo de concentración mental.
De repente, la luz verde que yo conozco tan bien se reflejó en sus
ojos.
–¡Soy un imbécil! ¡La cocina!
–¿La
cocina? –interrogué–. ¡Imposible! Los criados descubrirían más
pronto o más tarde el escondite.
–¡Exacto! Lo que el
noventa y nueve por ciento de las personas dirían. Por eso la cocina
es el lugar más idóneo. Está llena de diversos objetos caseros.
¡Vamos a la cocina!
Totalmente escéptico, lo seguí y
observé cómo buscaba en el arcón del pan, tanteaba ollas y metía
su cabeza en el horno de la cocina. Al fin, cansado de mirarlo, me
fui a la biblioteca, convencido de que allí, y solo allí,
hallaríamos la caja. Después de realizar un nuevo y minucioso
registro, comprobé que eran las cuatro y cuarto, por lo que el
amanecer estaba próximo. Esto guió mis pasos a las regiones de la
cocina.
Para mi sorpresa, Poirot se hallaba dentro de la
carbonera. Su pulcro traje claro estaba hecho una calamidad. Me
sonrió al decirme:
–Sí, amigo mío, estropear mi aspecto
no me causa placer alguno, pero... ¿qué hubiera hecho
usted?
–Seguro que Lavington no ha enterrado la caja en el
carbón.
–Si usara sus ojos vería que no es el carbón lo
que examino.
Entonces descubrí una oquedad en el fondo de
la carbonera, repleta de leños bien apilados. Poirot procedía a
quitarlos uno a uno. De pronto, exclamó en voz baja:
–¡Su
cuchillo, Hastings!
Se lo entregué y me pareció que lo
insertaba en un tronco, que se abrió en dos. Entonces observé que
había sido pulcramente aserrado por la mitad y que, en su centro,
había sido tallada una cavidad. De aquella cavidad, Poirot sacó una
pequeña caja de madera, de fabricación china.
–¡Estupendo!
–grité.
–Calma, Hastings. No levante demasiado la voz.
Vamos, salgamos antes de que la luz del día caiga sobre
nosotros.
Deslizó la caja en uno de sus bolsillos y, de un
ágil salto, salió de la carbonera. Luego se sacudió la suciedad y
abandonamos la casa por el mismo lugar por el que habíamos entrado.
Finalmente, reemprendimos el regreso a Londres.
–¡Vaya
escondite más extraordinario! –exclamé–. Sin embargo,
cualquiera hubiera podido utilizar aquel leño.
–¿En
julio, Hastings? Además, se olvida de que era el último de la pila
y un escondite muy ingenioso. ¡Ahí viene un taxi! Ahora a casa,
donde me espera un baño y un sueño reparador.
Después de la excitación de la noche, dormí hasta muy tarde.
Cuando al fin entré en nuestro despacho, poco antes de las doce, me
sorprendió ver a Poirot apoyado en el respaldo del sillón con la
caja china abierta a su lado, leyendo tranquilamente la carta que
había sacado de ella.
Me sonrió afectuoso y golpeó la
hoja que leía.
–Lady Millicent tenía razón. El duque
jamás le hubiera perdonado esta carta. Contiene las expresiones de
amor más extravagantes que jamás he leído.
–Poirot,
opino que nunca debió leer esa carta. Nadie medianamente educado lo
hubiera hecho.
–Pero sí Hércules Poirot –me replicó
imperturbable.
–¿También es juego limpio para Poirot
valerse de una tarjeta falsa? –pregunté recordando el método que
usara para franquearse la entrada en casa de Lavington.
–Yo
no juego limpio, Hastings, cuando llevo un caso.
Me encogí
de hombros, incapaz de rebatir sus puntos de vista.
–Se
oyen pasos en la escalera –dijo Poirot–. Lady Millicent,
seguro.
El semblante de nuestra rubia cliente mostraba gran
expresión de ansiedad, que se trocó en otra de delicia al ver la
carta y la caja.
–¡Oh, monsieur Poirot, qué maravilloso
es usted! ¿Cómo lo ha conseguido?
–Con métodos bastante
reprobables, milady. Pero Mr. Lavington no nos demandará. ¿Esta es
su carta, verdad?
Ella la examinó.
–Sí. ¿Cómo
podré agradecérselo? Es usted un hombre maravilloso, sencillamente
maravilloso. ¿Dónde estaba oculta?
Poirot se lo
contó.
–¡Qué inteligente es usted! –dijo cogiendo la
cajita de la mesa–. Me la guardaré como recuerdo.
–Milady,
supuse que no tendría inconveniente en dejármela también como
recuerdo.
–Espero mandarle un recuerdo mucho mejor el día
de mi boda. No seré desagradecida, monsieur Poirot.
–Haberle
sido útil es para mí un placer superior a cualquier talón
bancario. Permítame que retenga la caja.
–Por favor,
monsieur Poirot, significa mucho para mí –dijo sonriente.
Lady
Millicent alargó su mano, pero la de Poirot se cerró sobre la de
ella.
–Seguro –su voz había cambiado.
–¿Oué
significa esto? –preguntó la joven, no sin cierta dureza.
–En
todo caso, permítame que saque el resto de su contenido. Observe
cómo el espacio original ha sido reducido a la mitad. En la parte
superior está la carta comprometedora, pero en el fondo...
Hizo
un gesto ambiguo y sacó la mano. En ella aparecieron cuatro
relucientes piedras y dos grandes y lechosas perlas blancas.
–Las
joyas robadas en la calle Bond el otro día, me imagino –murmuró
Poirot–. Japp nos lo confirmara.
Mi sorpresa no tuvo
límites cuando el mismo Japp salió del dormitorio de Poirot.
–Le
presento a un viejo amigo suyo, según tengo entendido –dijo Poirot
a lady Millicent.
–¡Cazada! –exclamó la joven con un
repentino cambio de modales–. ¡Cínico viejo demonio!
–Bien,
mi querida Gertie –intervino Japp–. Esta vez ganamos nosotros. Ya
hemos detenido a su compinche, el falso Lavington. En cuanto al
auténtico, conocido también por el nombre de Corker, me gustaría
saber quién de la banda lo apuñaló en Holanda el otro día.
¿Creyeron que se había llevado el botín con él, verdad? Les
engañó como a novatos y lo ocultó en su propia casa. Y ustedes, al
fracasar en la búsqueda quisieron engatusar a monsieur Poirot, quien
tuvo más suerte y las encontró.
–¿Le gusta pavonearse,
verdad? –preguntó la falsa Millicent–. ¡Qué fácil le resulta
ahora! Bien, seré buena. No podrá decir que no soy toda una dama.
–Los zapatos no encajaban –me dijo Poirot cuando estuvimos
solos–. Según pequeñas observaciones sobre la vida, las
costumbres y los gustos de los ingleses, una dama, una dama de
verdad, se muestra siempre muy exigente con sus zapatos. Podrá
vestir ropas descuidadas, pero jamás llevará un calzado ordinario.
Sin embargo, nuestra lady Millicent lucía ropas elegantes y caras, y
zapatos de escaso valor.
»Ellos debieron pensar que ni
usted ni yo conoceríamos a la auténtica lady Millicent debido a sus
escasas visitas a Londres. Y hemos de admitir que la jovencita se le
parece lo suficiente para suplantarla con éxito, ante quien no haya
tratado con ambas con anterioridad.
»Bien, como le he
dicho, sus zapatos despertaron mis sospechas, acrecentadas por su
historia y el uso de tan melodramático velo. Supongo que la caja
china con una carta comprometedora en su interior debía ser conocida
por todos los miembros de la banda, pero no el leño hueco, una idea
particular del difunto Lavington.
»Hastings, espero que
nunca más herirá mis sentimientos como hizo ayer al decirme que soy
desconocido entre el hampa londinense. Ma foi! ¡ Si hasta me
contratan cuando ellos mismos fracasan!