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martes, 18 de septiembre de 2018

La Biblioteca de Babel. Jorge Luis Borges.

La Biblioteca de Babel.

Jorge Luis Borges 


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de
ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier
hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles
por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede
apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto
zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda
y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie;
otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se
abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca
no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero
soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede
de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada
hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he
peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis
ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas
leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren
por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá
largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es
infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las
salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de
nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o
pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular
con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes;
pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios).
Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo
centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles;
cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de
unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;
esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,
alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento,
a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero
rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario
inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede
dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los
demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos
enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el 
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que
hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que
mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del
interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco.5 Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y
resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un
hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV
perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima
dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta
noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de
incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la
de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero
sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese
dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a
lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los
primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora;
es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos
más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas
diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por
dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en
la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el
que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis
no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido
aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en
portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el
idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por
ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que
un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este
pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos
iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También
alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta

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 5 El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido
limitada a la coma y el punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto
son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del editor).

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Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la
Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones
de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa
del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,
miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la
demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las
lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda
pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de
Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de
un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente
solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo
bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo
se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para
siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos
prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono
natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su
Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían
oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros
engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones
remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se
refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los
buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya,
o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad:
el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios
puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme
Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y
gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los
hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el
desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin
peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;
alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.
Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y
de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta
blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y
símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La
secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se 
ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y
débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con
fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético,
se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero
quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos
notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano
resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la
Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles
imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la
opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones
cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos
fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono
Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y
mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro.
En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo
ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún
vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el
venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método
regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el
sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo
infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece
inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los
dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo
haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que
sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se
justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y
aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé)
de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo
ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada
ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las
variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo
disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos
que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro
Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son
capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y,
ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres


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que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no
encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de
ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso
de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya
existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes
posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la
correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero
biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la
definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana—la única—está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,
incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre
retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos
pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin
límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar
esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un
eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los
siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,
sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.6
Mar del Plata, 1941


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 6 Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría
un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que
constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del
siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de
planos). El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: la inconcebible hoja
central no tendría revés.