18 De qué modo los
príncipes deben guardar la fe dada
¡Cuán digno de
alabanzas es un príncipe cuando él mantiene la fe que ha jurado,
cuando vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta!.
Todos comprenden esta verdad; sin embargo, la experiencia de
nuestros días nos muestra que haciendo varios príncipes poco caso
de la buena fe, y sabiendo con la astucia, volver a su voluntad el
espíritu de los hombres, obraron grandes cosas y acabaron
triunfando de los que tenían por base de su conducta la lealtad.
Es
menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno
con las leyes y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene
a los hombres; el segundo pertenece esencialmente a los animales;
pero, como a menudo no basta, es preciso recurrir al segundo. Le es,
pues, indispensable a un príncipe, el saber hacer buen uso de uno y
otro enteramente juntos. Esto es lo que con palabras encubiertas
enseñaron los antiguos autores a los príncipes, cuando escribieron
que muchos de la antigüedad, y particularmente Aquiles, fueron
confiados, en su niñez, al centauro Chirón, para que los criara y
educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra cosa
sino que ellos tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad
bestia y mitad hombre; es decir, que un príncipe tiene necesidad de
saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza, y que la una
no podría durar si no la acompañara la otra.
Desde
que un príncipe está en la precisión de saber obrar
competentemente según la naturaleza de los brutos, los que él debe
imitar son la zorra y el león enteramente juntos. El ejemplo del
león no basta, porque este animal no se preserva de los lazos, y la
zorra sola no es más suficiente, porque ella no puede librarse de
los lobos. Es necesario, pues, ser zorra para conocer los lazos, y
león para espantar a los lobos; pero los que no toman por modelo más
que el león, no entienden sus intereses.
Cuando
un príncipe dotado de prudencia ve que su fidelidad en las promesas
se convierte en perjuicio suyo y que las ocasiones que le
determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y aun no debe
guardarlas, a no ser que él consienta en perderse.
Obsérvese
bien que si todos los hombres fueran buenos este precepto sería
malísimo; pero como ellos son malos y que no observarían su fe con
respecto a ti si se presentara la ocasión de ello, no estás
obligado ya a guardarles la tuya, cuando te es como forzado a ello.
Nunca le faltan motivos legítimos a un príncipe para cohonestar
esta inobservancia; está autorizada en algún modo, por otra parte,
con una infinidad de ejemplos; y podríamos mostrar que se concluyó
un sinnúmero de felices tratados de paz y se anularon infinitos
empeños funestos por la sola infidelidad de los príncipes a su
palabra. El que mejor supo obrar como zorra tuvo mejor acierto.
Pero
es necesario saber bien encubrir este artificioso natural y tener
habilidad para fingir y disimular. Los hombres son tan simples, y se
sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte
halla siempre gentes que se dejan engañar. No quiero pasar en
silencio un ejemplo enteramente reciente. El Papa Alejandro VI no
hizo nunca otra cosa más que engañar a los otros; pensaba
incesantemente en los medios de inducirlos a error; y halló siempre
la ocasión de poderlo hacer. No hubo nunca ninguno que conociera
mejor el arte de las protestaciones persuasivas, que afirmara una
cosa con juramentos más respetables y que al mismo tiempo observara
menos lo que había prometido. Sin embargo, por más conocido que él
estaba por un trapacero, sus engaños le salían bien, siempre a
medida de sus deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus
gentes con esta estratagema.
No es
necesario que un príncipe posea todas las virtudes de que hemos
hecho mención anteriormente; pero conviene que él aparente
poseerlas. Aun me atreveré a decir que si él las posee realmente, y
las observa siempre, le son perniciosas a veces; en vez de que aun
cuando no las poseyera efectivamente, si aparenta poseerlas, le son
provechosas. Puedes parecer manso, fiel, humano, religioso, leal, y
aun serlo; pero es menester retener tu alma en tanto acuerdo con tu
espíritu, que, en caso necesario, sepas variar de un modo contrario.
Un
príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiere mantenerse, debe
comprender bien que no le es posible observar en todo lo que hace
mirar como virtuosos a los hombres; supuesto que a menudo, para
conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar
contra su fe, contra las virtudes de humanidad, caridad, y aun contra
su religión. Su espíritu debe estar dispuesto a volverse según que
los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan de él; y, como lo
he dicho más arriba, a no apartarse del bien mientras lo puede, sino
a saber entrar en el mal, cuando hay necesidad. Debe tener sumo
cuidado en ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su
boca lleven impreso el sello de las cinco virtudes mencionadas; y
para que, tanto viéndole como oyéndole, le crean enteramente lleno
de bondad, buena fe, integridad, humanidad y religión. Entre estas
prendas no hay ninguna más necesaria que la última. Los hombres, en
general, juzgan más por los ojos que por las manos; y si pertenece a
todos el ver, no está más que a un cierto número el tocar. Cada
uno ve lo que pareces ser; pero pocos comprenden lo que eres
realmente; y este corto número no se atreve a contradecir la opinión
del vulgo, que tiene, por apoyo de sus ilusiones, la majestad del
Estado que le protege.
En las
acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los
príncipes, contra los cuales no hay juicio que implorar, se
considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese, pues, el
príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado.
Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios,
alabándoles en todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las
exterioridades, y seducir del acierto. Ahora bien, no hay casi más
que vulgo en el mundo; y el corto número de los espíritus
penetrantes que en él se encuentra no dice lo que vislumbra, hasta
que el sinnúmero de los que no lo son no sabe ya a qué atenerse.
Hay un
príncipe en nuestra era que no predica nunca más que paz, ni habla
más que de la buena fe, y que, al observar él una y otra, se
hubiera visto quitar más de una vez sus dominios y estimación. Pero
creo que no conviene nombrarle.
19
El príncipe debe evitar ser despreciado y aborrecido
Habiendo hecho mención,
desde luego, de cuantas prendas deben adornar a un príncipe, quiero,
después de haber hablado de las más importantes, discurrir también
sobre las otras, a lo menos brevemente y de un modo general, diciendo
que el príncipe debe evitar lo que puede hacerle odioso y
despreciable. Cada vez que él lo evite habrá cumplido con su
obligación, y no hallará peligro ninguno en cualquiera otra censura
en que pueda incurrir.
Lo que
más que ninguna cosa le haría odioso sería, como lo he dicho, ser
rapaz, usurpar las propiedades de sus gobernados, robar sus mujeres;
y debe abstenerse de ello. Siempre que no se quitan a la generalidad
de los hombres su propiedad ni honor viven ellos como si estuvieran
contentos; y no hay que preservarse ya más que de la ambición de un
corto número de sujetos. ¿Pero los reprime uno con facilidad y de
muchos modos?
Un
príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero,
afeminado, pusilánime, irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en
preservarse de una semejante reputación como de un escollo, e
ingéniese para que en sus acciones se advierta grandeza, valor,
gravedad y fortaleza. Cuando él pronuncie sobre las tramas de sus
gobernados debe querer que su sentencia sea irrevocable. Últimamente,
es menester que él los mantenga en una tal opinión de su genio, que
ninguno de ellos tenga ni aun el pensamiento de engañarle, ni
entramparle. El príncipe no hace formar semejante concepto de si es
muy estimado, y se conspira difícilmente contra el que goza de una
grande estimación. Los extranjeros, por otra parte, no le atacan con
gusto, con tal, sin embargo, que él sea un excelente príncipe y que
le veneren sus gobernados.
Un
príncipe tiene dos cosas que temer, es a saber: en lo interior de su
Estado, alguna rebelión por parte de sus súbditos; y segundo, por
afuera, un ataque por parte de alguna potencia vecina. Se precaverá
contra este segundo temor con buenas armas y, sobre todo, con buenas
alianzas, que él conseguirá siempre si él tiene buenas armas. Pues
bien, cuando las cosas exteriores están aseguradas, lo están
también las interiores, a no ser que las haya turbado ya una
conjuración. Pero aun cuando se manifestara en lo exterior alguna
tempestad contra el príncipe que tiene bien arregladas las cosas
interiores, si ha vivido como lo he dicho, con tal que no le
abandonen los suyos sostendrá toda especie de ataque de afuera,
como ha mostrado que lo hizo Nabis de Esparta.
Sin
embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de no
maquinarse nada por afuera contra él, podría temer que, en lo
interior, se conspirase ocultamente. Pero puede estar seguro de que
no acaecerá esto si evita ser despreciado y aborrecido, y si hace al
pueblo contento con su gobierno; ventaja esencial que hay que lograr,
como lo he dicho muy por extenso antes.
Uno de
los más poderosos preservativos que el príncipe pueda tener contra
las conjuraciones es, pues, el de no ser aborrecido ni menospreciado
por la universidad de sus gobernados; porque el conspirador no se
alienta más que con la esperanza de contentar al pueblo haciendo
perecer al príncipe. Pero cuando él tiene motivos para creer que
ofendería con ello al pueblo, la amplitud necesaria de valor para
consumar su atentado le falta, visto que son infinitas las
dificultades que se presentan a los conjurados. La experiencia nos
enseña que hubo muchas conjuraciones, y que pocas tuvieron buen
éxito; porque no pudiendo ser solo el que conspira, no puede
asociarse más que a los que cree descontentos. Pero, por esto mismo
que él ha descubierto su designio a uno de ellos, le ha dado materia
para contentarse por sí mismo, supuesto que revelando al príncipe
la trama que se le ha confiado, puede esperar éste todas especies de
ventajas. Viendo, por una parte, segura la ganancia, y por otra no
hallándola más que dudosa y llena de peligros, sería menester que
él fuera, para el que le ha iniciado en la conspiración, un amigo
como se ven pocos, o bien un enemigo enteramente irreconciliable del
príncipe, si tuviera la palabra que dio.
Para
reducir la cuestión a pocos términos, digo que del lado del
conspirador no hay más que miedo, celos y sospecha de una pena que
le atemoriza; mientras que del lado del príncipe hay, para
protegerle, la majestad de su soberanía, las leyes, la defensa de
los amigos y del Estado; de modo que si a todos estos preservativos
se añade la benevolencia del pueblo, es imposible que ninguno sea
bastante temerario para conspirar. Si todo conspirador, antes de la
ejecución de su trama, está poseído comúnmente del temor de salir
mal, lo está mucho más en este caso: porque debe temer también,
aun cuando él triunfara, el tener por enemigo al pueblo, porque no
le quedaría refugio ninguno entonces.
Podríamos
citar sobre este particular una infinidad de ejemplos; pero me ciño
a uno solo, cuya memoria nos transmitieron nuestros padres. Siendo
príncipe de Bolonia mosén Aníbal Bentivoglio, abuelo de don Aníbal
de hoy día, fue asesinado por los Cannuchis (e), a continuación
de una conjuración; y estando todavía en mantillas su hijo único,
mosén Juan, no podía vengarle; pero el pueblo se sublevó
inmediatamente contra los asesinos y los mató atrozmente. Fue un
efecto natural de la benevolencia popular que la familia de
Bentivoglio se había ganado por aquellos tiempos en Bolonia. Esta
benevolencia fue tan grande que, no teniendo ya la ciudad a persona
ninguna de esta casa que, a la muerte de Aníbal, pudiera regir el
Estado, y habiendo sabido los ciudadanos que existía en Florencia un
descendiente de la misma familia que no era mirado allí más que
como un hijo de un trabajador, fueron en busca suya y le confirieron
el gobierno de su ciudad, que él gobernó efectivamente hasta que
mosén Juan hubo estado en edad de gobernar por sí mismo.
Concluyo
de todo ello que un príncipe debe inquietarse poco de las
conspiraciones cuando le tiene buena voluntad el pueblo; pero cuando
éste le es contrario y le aborrece, tiene motivos de temer en
cualquiera ocasión y por parte de cada individuo.
Los
Estados bien ordenados y los príncipes sabios cuidaron siempre de no
descontentar a los grandes hasta el grado de reducirlos a la
desesperación, como también de tener contento al pueblo. Es una de
las cosas más importantes que el príncipe debe tener en su mira.
Uno de los reinos bien ordenados y gobernados de nuestros tiempos, es
el de Francia. Se halla allí una infinidad de buenos estatutos, a
los que van unidas la libertad del pueblo y la seguridad del rey. El
primero es el Parlamento y la amplitud de su autoridad. Conociendo el
fundador del actual orden de este reino, la ambición e insolencia de
los grandes, y juzgando que era preciso ponerles un freno que pudiera
contenerlos; sabiendo, por otra parte, cuánto los aborrecía el
pueblo a causa del miedo que les tenía, y deseando, sin embargo,
sosegarlos, no quiso que este doble cuidado quedase a cargo
particular del rey. A fin de quitarle esta carga que él podía
repartir con los grandes, y de favorecer al mismo tiempo a los
grandes y pueblo, se estableció por juez un tercero que, sin que el
monarca sufriese, vino a reprimir a los grandes y favorecer al
pueblo. No podía imaginarse disposición ninguna más prudente, ni
un mejor medio de seguridad para el rey y reino. Deduciremos de ello
esta notable consecuencia: que los príncipes deben dejar a otros la
disposición de las cosas odiosas, reservándose a sí mismos las de
gracia; y concluyo de nuevo que un príncipe debe estimar a los
grandes, pero no hacerse aborrecer del pueblo.
Creerán
muchos, quizá, considerando la vida y muerte de diversos emperadores
romanos, que hay ejemplos contrarios a esta opinión, supuesto que
hubo un cierto emperador que perdió el imperio o fue asesinado por
los suyos conjurados contra él, aunque se había conducido
perfectamente, y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a
semejantes objeciones, examinaré las prendas de estos emperadores,
mostrando que la causa de su ruina no se diferencia de aquella misma
contra la que he querido preservar a mi príncipe; y haré tomar en
consideración ciertas cosas que no deben omitirse por los que leen
las historias de aquellos tiempos.
Me
bastará tomar a los emperadores que se sucedieron en el Imperio
desde Marco el Filósofo hasta Maximino, es decir, Marco Aurelio,
Cómodo su hijo, Pertinax, Juliano Séptimo Severo, Caracalla su
hijo, Macrino, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.
Nótese
primeramente que en principados de otra especie que la de ellos, no
hay que luchar apenas más que contra la ambición de los grandes e
insolencia de los pueblos; pero que los emperadores romanos tenían,
además, un tercer obstáculo que superar; es, a saber, la crueldad y
avaricia de los soldados. Lo cual era tan dificultoso que muchos
se desgraciaron en ello. No es fácil, efectivamente, el contentar al
mismo tiempo a los soldados y pueblo, porque los pueblos son enemigos
del descanso, y lo son por esto mismo los príncipes cuya ambición
es moderada, mientras que los soldados quieren un príncipe que tenga
el espíritu marcial, y que sea insolente, cruel y rapaz. La voluntad
de los del Imperio era que el suyo ejerciera estas funestas
disposiciones sobre los pueblos, para tener una paga doble, y dar
rienda suelta a su codicia y avaricia; de lo cual resultaba que los
emperadores que no eran reputados como capaces de imponer respeto a
los soldados y pueblo quedaban vencidos siempre. Los más de
ellos, especialmente los que habían subido a la soberanía como
príncipes nuevos, conocieron la dificultad de conciliar estas dos
cosas, y abrazaban el partido de contentar a los soldados, sin temer
mucho el ofender al pueblo; y casi no les era posible obrar de otro
modo. No pudiendo los príncipes evitar el ser aborrecidos de
algunos, deben, es verdad, esforzarse ante todas cosas a no serlo del
número mayor; pero cuando no pueden conseguir este fin, deben
ingeniarse para evitar, con toda especie de expedientes, el odio de
su clase que es más poderosa.
Así,
pues, aquellos emperadores que con el motivo de ser príncipes nuevos
necesitaban de extraordinarios favores se apegaron con mucho más
gusto a los soldados que al pueblo; y esto se convertía en beneficio
o daño del príncipe, según que él sabía mantenerse con una
grande reputación en el concepto de los soldados. Tales fueron las
causas que hicieron que Pertinax y Alejandro, aunque eran de una
moderada conducta, amantes de la justicia, enemigos de la crueldad,
humanos y buenos, así como Marco (Aurelio), cuyo fin fue feliz,
tuvieron, sin embargo, uno muy desdichado. Únicamente Marco vivió y
murió muy venerado, porque había sucedido al emperador por derecho
hereditario, y no estaba en la necesidad de portarse como si él lo
debiera a los soldados o pueblo. Estando dotado, por otra parte, de
muchas virtudes que le hacían respetable, contuvo hasta su muerte al
pueblo y soldados dentro de unos justos límites, y no fue aborrecido
ni despreciado jamás.
Pero
creado Pertinax para emperador contra la voluntad de los soldados
que, en el imperio de Cómodo, se habían habituado a la vida
licenciosa, y habiendo querido reducirlos a una decente vida que se
les hacía insoportable, engendró en ellos odio contra su persona. A
este odio se unió el menosprecio de la misma a causa de que él era
viejo y fue asesinado Pertinax en los principios de su reinado.
Este ejemplo nos pone en el caso de observar que uno se hace
aborrecer tanto con las buenas como con las malas acciones; y por
esto, como lo he dicho más arriba, el príncipe que quiere conservar
sus dominios, está precisado con frecuencia a no ser bueno. Si
aquella mayoría de hombres, cualquiera que ella sea, de soldados, de
pueblo o grandes, de la que piensas necesitar para mantenerte, está
corrompida, debes seguir su humor y contentarla. Las buenas acciones
que hicieras entonces se volverían contra ti mismo.
Pero
volvamos a Alejandro (Severo), que era de una tan agradable bondad
que, entre las demás alabanzas que de él hicieron, se halla la de
no haber hecho morir a ninguno sin juicio en el espacio de catorce
años que reinó. Estuvo expuesto a una conjuración del ejército, y
pereció a sus golpes, porque, habiéndose hecho mirar como un hombre
de genio débil, y teniendo la fama de dejarse gobernar por su madre,
se había hecho despreciable con esto.
Poniendo
en oposición con las buenas prendas de estos príncipes el genio y
conducta de Cómodo, Séptimo Severo, Caracalla y Maximino, los
hallaremos muy crueles y rapaces. Para contentar ellos a los
soldados, no perdonaron especie ninguna de injuria al pueblo; y
todos, menos Severo, acabaron desgraciadamente. Pero éste tenía
tanto valor que, conservando con él la inclinación de los soldados,
pudo, aunque oprimiendo a sus pueblos, reinar dichosamente. Sus
prendas le hacían tan admirable en el concepto de los unos y los
otros, que los primeros permanecían asombrados en cierto modo hasta
el grado de pasmo, y los segundos respetuosos y contentos.
Pero
como las acciones de Séptimo tuvieron tanta grandeza cuanto podían
tener ellas en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo
supo diestramente hacer de zorra y león, lo cual le es necesario a
un príncipe, como ya lo he dicho. Habiendo conocido Severo la
cobardía de Didier Juliano, que acababa de hacerse proclamar
emperador, persuadió al ejército que estaba bajo su mando en
Esclavonia que él haría bien en marchar a Roma para vengar la
muerte de Pertinax, asesinado por la guardia imperial o pretoriana.
Evitando con este pretexto mostrar que él aspiraba al Imperio,
arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a Italia aun antes que
se tuviera conocimiento de su partida. Habiendo entrado en Roma,
forzó al Senado, atemorizado a nombrarle por emperador, y fue muerto
Didier Juliano, al que habían conferido esta dignidad. Después de
este primer principio, le quedaban a Severo dos dificultades por
vencer para ser señor de todo el Imperio: la una en Asia, en que
Niger, jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar
emperador; y la otra en la Gran Bretaña, por parte de Albino, que
aspiraba también al Imperio. Teniendo por peligroso el declararse al
mismo tiempo como enemigo de uno y otro, tomó la resolución de
engañar al segundo mientras atacaba al primero. En su consecuencia,
escribió a Albino para decirle que, habiendo sido elegido emperador
por el Senado, quería dividir con él esta dignidad; y aun le envió
el título de césar, después de haber hecho declarar por el Senado
que Severo se asociaba a Albino por colega. Éste tuvo por sinceros
todos estos actos y les dio su adhesión. Pero luego que Severo hubo
vencido y muerto a Niger, y habiendo vuelto a Roma, se quejó de
Albino en Senado pleno, diciendo que aquel colega, poco reconocido a
los beneficios que había recibido de él, había tirado a asesinarle
por medio de la traición, y que por esto se veía precisado a ir a
castigar su ingratitud. Partió, pues, vino a Francia al encuentro
suyo y le quitó el Imperio con la vida.
Cualquiera
que examine atentamente sus acciones hallará que era, a un mismo
tiempo, un león ferocísimo y una zorra muy astuta. Se vio
temido y respetado de todos, sin ser aborrecido de los soldados; y no
se extrañará de que por más príncipe nuevo que él era hubiera
podido conservar un tan vasto imperio; porque su grandísima
reputación le preservó siempre de aquel odio que los pueblos
podían cogerle a causa de sus rapiñas.
Pero
su hijo mismo Antonino fue también un hombre excelente en el arte de
la guerra. Poseía bellísimas prendas que le hacían admirar de los
pueblos y querer de los soldados. Como era guerrero que sobrellevaba
hasta el último grado toda especie de fatigas, despreciaba todo
alimento delicado y desechaba las demás satisfacciones de la molicie
le amaban los ejércitos. Pero como a puras matanzas, en muchas
ocasiones particulares había hecho perecer un gran parte del pueblo
de Roma y todo el de Alejandría, su ferocidad y crueldad
sobrepujaban a cuanto se había visto en esta horrenda especie, le
hicieron extremadamente odioso a todos. Comenzó haciéndose temer de
aquellos mismos que le rodeaban, tan bien, que le asesinó un
centurión en medio mismo de su ejército.
Es
preciso notar con este motivo que unas semejantes muertes, cuyo golpe
parte de un ánimo deliberado y tenaz, no pueden evitarse por los
príncipes; porque cualquiera que hace poco caso de morir tiene
siempre la posibilidad de matarlos. Pero el príncipe debe temer
menos el acabar de este modo, porque estos atentados son rarísimos.
Debe únicamente cuidar de no ofender gravemente a ninguno de los que
él emplea, y especialmente de los que tiene a su lado en el servicio
de su principado, como lo hizo el emperador Antonino Caracalla. Este
príncipe dejaba la custodia de su persona a un centurión a cuyo
hermano había mandado él dar muerte ignominiosa, y que hacía
diariamente la amenaza de vengarse. Temerario hasta este punto,
Antonino no podía menos de ser asesinado, y lo fue.
Vengamos
ahora a Cómodo, al que le era tan fácil conservar el Imperio,
supuesto que le había logrado por herencia como hijo de Marco.
Bastábale seguir las huellas de su padre para contentar al pueblo y
soldados. Pero siendo de un genio brutal y cruel, y queriendo estar
en proporción de ejercer su rapacidad sobre los pueblos, prefirió
favorecer a los ejércitos, y los echó en la licencia. Por otra
parte, no sosteniendo su dignidad porque se humillaba frecuentemente
hasta ir a luchar en los teatros con los gladiadores, y a hacer otras
muchas acciones vilísimas y poco dignas de la majestad imperial, se
hizo despreciable aun en el concepto de las tropas. Como estaba
menospreciado por una parte y aborrecido por otra, se conjuraron
contra él y fue asesinado.
Maximino,
cuyas prendas nos queda que exponer, fue un hombre muy belicoso.
Elevado al Imperio por algunos ejércitos disgustados de aquella
molicie de Alejandro que llevamos mencionada ya, no lo poseyó por
mucho tiempo, porque le hacían despreciable y odioso dos cosas. La
una era su bajo origen, pues había guardado los rebaños en la
Tracia, lo cual era muy conocido, y le atraía el desprecio de todos.
La otra era la reputación de hombre cruelísimo, que, durante las
dilaciones de que usó, después de su elección al Imperio, para
trasladarse a Roma y tomar allí posesión del trono imperial, sus
prefectos le habían formado con las crueldades que según sus
órdenes ejercían ellos en esta ciudad y otros lugares del Imperio.
Estando todos, por una parte, indignados de la bajeza de su origen, y
animados, por otra, con el odio que el temor de su ferocidad
engendraba, resultó de ello que el África se sublevó, desde luego,
contra él, y que en seguida el Senado con el pueblo de Roma y la
Italia entera conspiraron contra su persona. Su propio ejército, que
estaba acampado bajo los muros de Aquilea, y experimentaba suma
dificultad para tomar esta ciudad, juró igualmente su ruina.
Fatigado por su crueldad, y no temiéndola ya tanto desde que él le
veía con tantos enemigos, le mató atrozmente.
Me
desdeño de hablar de Heliogábalo, Macrino y Juliano, que hallándose
menospreciables en un todo, perecieron casi luego que hubieron sido
elegidos; y vuelvo en seguida a la conclusión de este discurso,
diciendo que los príncipes de nuestra era experimentan menos, en su
gobierno, esta dificultad de contentar a los soldados por medios
extraordinarios. A pesar de los miramientos que los soberanos están
precisados a guardar con ellos, se allana bien pronto esta
dificultad, porque ninguno de nuestros príncipes tiene cuerpo
ninguno de ejército que, por medio de una dilatada mansión en las
provincias se haya amalgamado en algún modo con la autoridad que los
gobierna, y administraciones suyas, como lo habían hecho los
ejércitos del Imperio romano. Si, convenía entonces necesariamente
contentar a los soldados más que al pueblo, era porque los soldados
podían más que el pueblo. Ahora es más necesario para todos
nuestros príncipes, excepto, sin embargo, para el Turco y el Soldán,
el contentar al pueblo que a los soldados, a causa de que hoy día
los pueblos pueden más que los soldados. Exceptúo al Turco, porque
tiene siempre alrededor de sí doce mil infantes y quince mil
caballos de que dependen la seguridad y fuerza de su reinado. Es
menester, por cierto absolutamente, que este soberano, que no hace
caso ninguno del pueblo, mantenga sus guardias en la inclinación de
su persona. Sucede lo mismo con el reinado del Soldán, que está
todo entero en poder de los soldados; conviene también que él
conserve su amistad, supuesto que no guarda miramientos con el
pueblo.
Debe
notarse que este estado del Soldán es diferente de todos los demás
principados, y que se asemeja al del Pontificado cristiano, que no
puede llamarse principado hereditario, ni nuevo. No se hacen
herederos de la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino el
particular al que eligen hombres que tienen la facultad de hacer esta
elección. Hallándose sancionado este orden por su antigüedad, el
principado del Soldán o Papa no puede llamarse nuevo, y no presenta
a uno ni otro ninguna de aquellas dificultades que existen en las
nuevas soberanías. Aunque es allí nuevo el príncipe, las
constituciones de semejante estado son antiguas, y combinadas de modo
que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por derecho
hereditario.
Volviendo
a mi materia, digo que cualquiera que reflexione sobre lo que dejo
expuesto, verá que el odio o menosprecio fueron la causa de la ruina
de los emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué
habiendo obrado de un modo una parte de ellos, y de un modo contrario
otra, solo uno, siguiendo esta o aquella vía, tuvo un dichoso fin,
mientras que los demás no hallaron allí más que un desastrado fin.
Se comprenderá porque Pertinax y Alejandro quisieron imitar a Marco,
no solamente en balde, sino también con perjuicio suyo, en atención
a que él último reinaba por derecho hereditario y que los dos
primeros no eran más que príncipes nuevos. Aquella pretensión que
Caracalla, Cómodo y Maximino tuvieron de imitar a Severo, les fue
igualmente adversa, porque no estaban adornados del suficiente valor
para seguir en todo sus huellas.
Así,
pues, un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede sin peligro
imitar las acciones de Marco, y no le es indispensable imitar las de
Severo. Debe tomar de éste cuantos procederes le son necesarios para
fundar bien su Estado, y de Marco lo que hubo, en su conducta, de
conveniente y glorioso para conservar un Estado ya fundado y
asegurado.
20
Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes hacen con
frecuencia son útiles o perniciosas
Algunos príncipes, para
conservar seguramente sus Estados, creyeron deber desarmar a sus
vasallos, y otros varios engendraron divisiones en los países que
les estaban sometidos. Hay unos que en ellos mantuvieron enemistades
contra sí mismos, y otros se dedicaron a ganarse a los hombres que
les eran sospechosos en el principio de su reinado. Finalmente,
algunos construyeron fortalezas en sus dominios, y otros demolieron y
arrasaron las que ya existían.
Aunque
no es posible dar una regla fija sobre todas estas cosas, a no ser
que se llegue a contemplar en particular alguno de los estados en que
hubiera de tomarse una determinación de esta especie, sin embargo
hablaré de ello del modo extenso y general que la materia misma
permita.
No
hubo nunca príncipe nuevo ninguno que desarmara a sus gobernados; y
mucho más: cuando los halló desarmados los armó siempre él mismo.
Si obras así, las armas de tus gobernados se convierten en las tuyas
propias; los que eran sospechosos se vuelven fieles; los que eran
fieles se mantienen en su fidelidad; y los que no eran más que
sumisos se transforman en partidarios de tu reinado.
Pero
como no puedes armar a todos tus súbditos, aquellos a quienes armas
reciben realmente un favor de ti, y puedes obrar, entonces, más
seguramente con respecto a los otros. Esta distinción de la que se
reconocen deudores a ti, los primeros te los apega, y los otros te
disculpan, juzgando que es menester ciertamente que aquéllos tengan
más mérito que ellos mismos, supuesto que los expones a más
peligros y que no les haces contraer más obligaciones.
Cuando
desarmas a todos los gobernados empiezas ofendiéndolos, supuesto que
manifiestas que desconfías de ellos, sospechándolos capaces de
cobardía o poca fidelidad. Una u otra de ambas opiniones que te
supongan ellos con respecto a sí mismos, engendra el odio contra ti
en sus almas. Como no puedes permanecer desarmado, estás obligado a
valerte de la tropa mercenaria cuyos inconvenientes he dado a
conocer. Pero aun cuando fuera buena la que tomaras, no puede serlo
bastante para defenderte al mismo tiempo de los enemigos poderosos
que tuvieras por de fuera, y de aquellos gobernados que te causan
sobresaltos en lo interior. Por esto, como lo he dicho, todo príncipe
nuevo en su soberanía nueva, se formó siempre una tropa suya.
Nuestras historias presentan innumerables ejemplos de ello.
Pero
cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo en cuya posesión estaba
ya, y este nuevo Estado se hace un miembro de su antiguo principado,
es menester, entonces, que le desarme semejante príncipe, no dejando
armados en él más que a los hombres que, en el acto suyo de
adquisición, se declararon abiertamente por partidarios suyos. Pero
aun con respecto a aquellos mismos, debes, con el tiempo, y
aprovechándote de las ocasiones propicias, debilitar su belicoso
genio y hacerlos afeminados. En una palabra, es menester que te
pongas de modo que todas las armas de tu Estado permanezcan en poder
de los soldados que te pertenecen a ti solo, y que viven, mucho
tiempo hace, en tu antiguo Estado al lado de tu persona.
Nuestros
mayores (Florentinos), y principalmente los que se alaban como
sabios, tenían costumbre de decir que sí; para conservar Pisa, era
necesario tener en ella fortalezas, convenía, para tener Pistoya
fomentar allí algunas facciones. Y por esto, en algunos distritos de
su dominación, mantenían ciertas contiendas que les hacían
efectivamente más fácil la posesión suya. Esto podía convenir en
un tiempo en que había un cierto equilibrio en Italia; pero no
parece que este método pueda ser bueno hoy día, porque no creo que
las divisiones en una ciudad proporcionen jamás bien ninguno. Aun es
imposible que a la llegada de un enemigo las ciudades así divididas
no se pierdan al punto; porque de los dos partidos que ellas
encierran, el más débil se mira siempre con las fuerzas que
ataquen, y el otro con ello no bastará ya para resistir.
Determinados,
en mi entender, los venecianos por las mismas consideraciones que
nuestros antepasados mantenían en las ciudades de su dominación las
facciones de los güelfos y gibelinos, aunque no los dejaban
propagarse en sus pendencias hasta el grado de la efusión de sangre,
alimentaban, sin embargo, entre ellas su espíritu de oposición, a
fin de que ocupados en sus contiendas los que eran partidarios de una
u otra no se sublevaran contra ellos. Pero se vio que esta
estratagema no se convirtió en beneficio suyo, cuando hubieron sido
derrotados en Vaila, porque una parte de estas facciones tomó
aliento entonces y les quitó sus dominios de tierra firme.
Semejantes
medios dan a conocer que el príncipe tiene alguna debilidad; porque
nunca en un principado vigoroso se tomará uno la libertad de
mantener tales divisiones. Son provechosas en tiempo de paz
únicamente, porque se puede dirigir entonces, por su medio, más
fácilmente a los súbditos; pero si la guerra sobreviene, este
expediente mismo muestra su debilidad y peligros.
Es
incontestable que los príncipes son grandes cuando superan a las
dificultades y resistencias que se les oponen. Pues bien, la fortuna,
cuando ella quiere elevar a un príncipe nuevo, que tiene mucha más
necesidad que un príncipe hereditario de adquirir fama, le suscita
enemigos y le inclina a varias empresas contra ellos a fin de que él
tenga ocasión de triunfar, y con la escala que se le trae en cierto
modo por ellos suba más arriba. Por esto piensan muchas gentes
que un príncipe sabio debe, siempre que le es posible,
proporcionarse con arte algún enemigo a fin de que atacándole y
reprimiéndole resulte un aumento de grandeza para el mismo.
Los
príncipes, y especialmente los que son nuevos, hallaron después en
aquellos hombres que, en el principio de su reinado les eran
sospechosos, más fidelidad y provecho que en aquellos en quienes al
empezar ponían toda su confianza. Pandolfo Petrucci, príncipe de
Siena, se servía en el gobierno de su Estado mucho más de los que
le habían sido sospechosos que de los que no lo habían sido nunca.
Pero
no puede darse sobre este particular una regla general, porque los
casos no son siempre unos mismos. Me limitaré, pues, a decir que si
aquellos hombres que, en el principio de un principado eran enemigos
del príncipe, no son capaces de mantenerse en su oposición sin
necesitar de apoyos, podrá ganarlos el príncipe fácilmente.
Estarán
después tanto más precisados a servirle con fidelidad cuanto
conocerán cuán necesario les es borrar con sus acciones la
siniestra opinión que tenía formada de ellos el príncipe. Así,
pues, sacará siempre más utilidad de estas gentes que de aquellos
sujetos que, sirviéndole con mucha tranquilidad de sí mismos, no
pueden menos de descuidar los intereses del príncipe.
Supuesto
que lo exige la materia, no quiero omitir el recordar al príncipe
que adquirió nuevamente un estado con el favor de algunos
ciudadanos, que él debe considerar muy bien el motivo que los
inclinó a favorecerle. Si ellos lo hicieron, no por un afecto
natural a su persona, sino únicamente a causa de que no estaban
contentos con el gobierno que tenían, no podrá conservarlos por
amigos semejante príncipe más que con sumo trabajo y dificultades,
porque es imposible que pueda contentarlos. Discurriendo sobre esto
con arreglo a los ejemplos antiguos y modernos, se verá que es más
fácil ganar la amistad de los hombres que se contentaban con el
anterior gobierno, aunque no gustaban de él, que de aquellos hombres
que no estando contentos se volvieron, por este único motivo,
amigos del nuevo príncipe, y ayudaron a apoderarse del Estado.
Los
príncipes que querían conservar más seguramente el suyo, tuvieron
la costumbre de construir fortalezas que sirviesen de rienda y freno
a cualquiera que concibiera designios contra ellos y de seguro
refugio a sí mismos en el primer asalto de una rebelión. Alabo esta
precaución supuesto que la practicaron nuestros mayores. Sin
embargo, en nuestro tiempo, se vio a mosén Nicolás Viteli demoler
dos fortalezas en la ciudad de Castela para conservarla. Habiendo
vuelto Guy Ubaldo, duque de Urbino, a su Estado, del que le había
echado César Borgia, arruinó hasta los cimientos todas las
fortalezas de esta provincia, que sin ellas conservaría más
fácilmente aquel Estado, y que había más dificultad para
quitársele otra vez. Habiendo vuelto a entrar en Bolonia los
Bentivoglio, procedieron del mismo modo.
Las
fortalezas son útiles o inútiles, según los tiempos, y si ellas te
proporcionan algún beneficio bajo un aspecto te perjudican bajo
otro. Puede reducirse la cuestión a estos términos: el príncipe
que tiene más miedo de sus pueblos que de los extranjeros debe
hacerse fortalezas; pero el que teme más a los extranjeros que a sus
pueblos debe pasarse sin esta defensa. El castillo que Francisco
Sforza se hizo en Milán, atrajo y atraerá más guerras a la familia
de los Sforza que cualquiera otro desorden posible en este Estado. La
mejor fortaleza que puede tenerse es no ser aborrecido de sus
pueblos. Aun cuando tuvieras fortaleza, si el pueblo te aborrece no
podrás salvarte en ellas; porque si él toma las armas contra ti no
le faltarán extranjeros que vengan a su socorro.
No
vemos que, en nuestro tiempo, las fortalezas se hayan convertido en
provecho de ningún príncipe, sino es de la condesa de Forli después
de la muerte de su esposo, el conde Gerónimo. Le sirvió su
ciudadela para evitar acertadamente el primer choque del pueblo, para
esperar con seguridad algunos socorros de Milán y recuperar su
Estado. Entonces no permitían las circunstancias que los extranjeros
vinieran al socorro del pueblo. Pero en lo sucesivo, cuando César
Borgia fue a atacar a esta condesa y que su pueblo, al que ella tenía
por enemigo, se reunió con el extranjero contra sí misma, le fueron
casi inútiles sus fortalezas. Entonces, y anteriormente, le hubiera
valido más a la condesa el no estar aborrecida del pueblo, que el
tenerlas. Bien consideradas todas estas cosas, alabaré tanto al que
haga fortalezas como al que no las haga, pero censuraré al que
fiándose mucho en ellas tenga por causa de poca monta el odio de sus
pueblos.
21 Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir alguna consideración
Ninguna cosa le granjea
más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las
acciones raras y maravillosas. De ello nos presenta nuestra era un
admirable ejemplo en Fernando V, rey de Aragón, y actualmente
monarca de España. Podemos mirarle casi como a un príncipe nuevo,
porque de rey débil que él era llegó a ser, por su fama y gloria,
el primer rey de la cristiandad. Pues bien, si consideramos sus
acciones las hallaremos todas sumamente grandes, y aun algunas nos
parecerán extraordinarias. Al comenzar a reinar asaltó el reino de
Granada, y esta empresa sirvió de fundamento a su grandeza. La había
comenzado, desde luego, sin pelear ni miedo de hallar estorbo en
ello, en cuanto su primer cuidado había sido tener ocupado en esta
guerra el ánimo de los nobles de Castilla. Haciéndoles pensar
incesantemente en ella, los distraía de discurrir en maquinar
innovaciones durante este tiempo; y de este modo adquiría sobre
ellos, sin que lo echasen de ver, mucho dominio y se proporcionaba
una suma estimación. Pudo, en seguida, con el dinero de la Iglesia y
de los pueblos, mantener ejércitos y formarse, por medio de esta
larga guerra, una buena tropa, que acabó atrayéndole mucha gloria.
Además, alegando siempre el pretexto de la religión para poder
ejecutar mayores empresas, recurrió al expediente de una crueldad
devota; y echó a los moros de su reino, que con ello quedó libre de
su presencia. No puede decirse cosa ninguna más cruel, y juntamente
más extraordinaria, que lo que él ejecutó en esta ocasión. Bajo
esta misma capa de religión se dirigió después de esto contra el
África, emprendió su conquista de Italia y acaba de atacar
recientemente a la Francia. Concertó siempre grandes cosas que
llenaron de admiración a sus pueblos y tuvieron preocupados sus
ánimos con las resultas que ellas podían tener. Aun hizo
engendrarse sus empresas en tanto grado más por otras, que ellas no
dieron jamás a sus gobernados lugar para respirar ni poder urdir
ninguna trama contra él.
Es
también un. expediente muy provechoso para un príncipe el imaginar
cosas singulares en el gobierno interior de su Estado, como las que
se cuentan de mosén Barnabó Visconti de Milán. Cuando sucede que
una persona hizo, en el orden civil, una acción nada común, tanto
en bien como en mal, es menester hallar, para premiarla o
castigarla, un modo notable que al público dé amplia materia de
hablar. En una palabra: el príncipe debe, ante todas cosas,
ingeniarse para que cada una de sus operaciones se dirija a
proporcionarle la fama de grande hombre, y de príncipe de un
superior ingenio.
Se da
a estimar, también, cuán es resueltamente amigo o enemigo de los
príncipes; es decir, cuando sin timidez se declaran en favor del uno
contra el otro. Esta resolución es siempre más útil que la de
quedar neutral, porque cuando dos potencias de tu vecindad se
declaran entre sí la guerra, o son tales que si la una llega a
vencer, tengas fundamento para temerla después o bien ninguna de
ellas es propia para infundirte semejante temor. Pues bien, en uno y
otro caso, te será siempre más útil el declararle y hacer tú
mismo una guerra franca. En el primero, si no te declaras serás
siempre el despojo del que haya triunfado, y el vencido experimentará
gusto y contento con ello. No tendrás, entonces, a ninguno que se
compadezca de ti, ni que venga a socorrerte, y ni aun que te dé un
asilo. El que ha vencido no quiere a sospechosos amigos que no le
auxilien en la adversidad. No te acogerá el que es vencido, supuesto
que no quisiste tomar las armas para correr las contingencias de su
fortuna.
Habiendo
pasado Antíoco a Grecia, en donde le llamaban los etolios para echar
de allí a los romanos, envió un embajador a los acayos para
inducirlos a permanecer neutrales, mientras que les rogaba a los
romanos que se armasen en favor suyo. Esto fue materia de una
deliberación en los consejos de los acayos. En él insistía el
enviado de Antíoco en que se resolviesen a la neutralidad; pero el
diputado de los romanos, que se hallaba presente, le refutó por el
tenor siguiente: «Se dice que el partido más sabio para vosotros y
más útil para vuestro Estado es que no toméis parte ninguna en la
guerra que hacemos; os engañan. No podéis tomar resolución ninguna
más opuesta a vuestros intereses; porque si no tomáis parte ninguna
en nuestra guerra, privados vosotros, entonces, de toda consideración
e indignos de toda gracia, serviréis de premio infaliblemente al
vencedor».
Nota
bien que el que te pide la neutralidad no es jamás amigo tuyo, y
que, por el contrario, lo es el que solicita que te declares en favor
suyo y tomes las armas en defensa de su causa. Los príncipes
irresolutos que quieren evitar los peligros del momento, atrasan con
la mayor frecuencia la vía de la neutralidad; pero también con la
mayor frecuencia caminan hacia su ruina. Cuando se declara el
príncipe generosamente en favor de una de las potencias
contendientes, si aquella a la que se une triunfa, y aun cuando él
quedara a su discreción, y que ella tuviera una gran fuerza, no
tendrá que temerla, porque le es deudora de algunos favores y le
habrá cogido amor. Los hombres no son nunca bastante desvergonzados
para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría en oprimirte en
semejante caso. Por otra parte, las victorias no son jamás tan
prósperas que dispensen al vencedor de tener algún miramiento
contigo, y particularmente algún respeto a la justicia. Si, por el
contrario, aquel con quien te unes es vencido, serás bien visto de
él. Siempre que tenga la posibilidad de ello irá a tu socorro, y
será el compañero de tu fortuna que puede mejorarse en algún día.
En el
segundo caso, es decir, cuando las potencias que luchan una contra
otra, son tales que no tengas que temer nada de la que triunfe,
cualquiera que sea, hay tanta más prudencia en unirte a una de
ellas, cuanto por este medio concurres a la ruina de la otra, con la
ayuda de aquella misma, que, si ella fuera prudente, debería
salvarla. Es imposible que con tu socorro ella no triunfe, y su
victoria entonces no puede menos de ponerla a tu discreción.
Es
necesario notar aquí que un príncipe, cuando quiere atacar a otros,
debe cuidar siempre de no asociarse con un príncipe más poderoso
que él, a no ser que la necesidad le obligue a ello, como lo he
dicho más arriba; porque si éste triunfa, queda esclavo en algún
modo. Ahora bien, los príncipes deben evitar, cuanto les sea
posible, el quedar a la disposición de los otros. Los venecianos se
ligaron con los franceses para luchar contra el duque de Milán, y
esta confederación de la que ellos podían excusarse, causó su
ruina. Pero si uno no puede excusarse de semejantes ligas, como
sucedió a los florentinos, cuando el Papa y la España fueron, con
sus ejércitos reunidos, a atacar la Lombardía, entonces, por las
razones que llevo dichas, debe unirse el príncipe con los otros.
Que
ningún Estado, por lo demás, crea poder nunca en semejante
circunstancia tomar una resolución segura; que piense, por el
contrario, en que no puede tomarla más que dudosa, porque es
conforme al ordinario curso de las cosas que no trate uno de evitar
nunca un inconveniente sin caer en otro. La prudencia consiste en
saber conocer su respectiva calidad y tomar por bueno el partido
menos malo.
Un
príncipe debe manifestarse también amigo generoso de los talentos y
honrar a todos aquellos gobernados suyos que sobresalen en cualquier
arte. En su consecuencia, debe estimular a los ciudadanos a ejercer
pacíficamente su profesión, sea en el comercio, sea en la
agricultura, sea en cualquier otro oficio; y hacer de modo que, por
el temor de verse quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de
enriquecer con ello su Estado, y que por el de los tributos, no sean
disuadidos de abrir un nuevo comercio. Últimamente, debe preparar
algunos premios para cualquiera que quiere hacer establecimientos
útiles, y para el que piensa, sea del modo que se quiera, en
multiplicar los recursos de su ciudad y Estado.
La
obligación es, además, ocupar con fiestas y espectáculos a sus
pueblos en aquel tiempo del año en que conviene que los haya.
Como toda ciudad está dividida, o en gremios de oficios, o en
tribus, debe tener miramiento s con estos cuerpos, reunirse a veces
con ellos y dar allí ejemplos de humanidad y munificencia,
conservando, sin embargo, de un modo inalterable, la majestad de su
clase; cuidado tanto más necesario, cuanto estos actos de
popularidad no se hacen nunca sin que se humille de algún modo
su dignidad.
22
De los secretarios (o ministros) de los príncipes
No es de poca
importancia para un príncipe la buena elección de sus ministros,
los cuales son buenos o malos según la prudencia de que él usó en
ella. El primer juicio que hacemos, desde luego, sobre un príncipe y
sobre su espíritu, no es más que conjetura; pero lleva siempre por
fundamento legítimo la reputación de los hombres de que se rodea
este príncipe. Cuando ellos son de una suficiente capacidad, y se
manifiestan fieles, podemos tenerle por prudente a él mismo, porque
ha sabido conocerlos bastante bien y sabe mantenerlos fieles a su
persona.
Pero
cuando son de otro modo, debemos formar sobre él un juicio poco
favorable; porque ha comenzado con una falta grave tomándolos así.
No había ninguno que, viendo a mosén Antonio de Venafío hecho
ministro de Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, no juzgara que
Pandolfo era un hombre prudentísimo, por el solo hecho de haber
tomado por ministro a Antonio.
Pero
es necesario saber que hay entre los príncipes, como entre los demás
hombres, tres especies de cerebros. Los unos imaginan por sí mismos;
los segundos, poco acomodados para inventar, cogen con sagacidad lo
que se les muestra por los otros, y los terceros no conciben nada por
sí mismos, ni por los discursos ajenos. Los primeros son ingenios
superiores; los segundos, excelentes talentos; los terceros son como
si ellos no existieran. Si Pandolfo no era de la primera especie, era
menester, pues, necesariamente que él perteneciera a la segunda. Por
esto, sólo que un príncipe, aun sin poseer el ingenio inventivo,
está dotado de suficiente juicio para discernir lo bueno y malo que
otro hace y dice, conoce las buenas y malas operaciones de su
ministro, sabe echar de ver las primeras, corregir las segundas, y no
pudiendo su ministro concebir esperanzas de engañarle, se mantiene
íntegro, prudente y fiel.
Pero
¿cómo conoce un príncipe si su ministro es bueno o malo? He aquí
un medio que no induce jamás a error. Cuando ves a tu ministro
pensar más en sí que en ti, y que en todas sus acciones inquiere su
provecho personal, puedes estar persuadido de que este hombre no te
servirá nunca bien. No podrás estar jamás seguro de él, porque
falta a la primera de las máximas morales de su condición. Esta
máxima es que el que maneja los negocios de un Estado no debe nunca
pensar en sí mismo, sino en el príncipe, ni recordarle jamás cosa
ninguna que no se refiera a los intereses de su principado.
Pero
también, por otra parte, el príncipe, a fin de conservar a un buen
ministro y sus buenas y generosas disposiciones, debe pensar en él,
rodearle de honores, enriquecerle y atraérsele por el reconocimiento
con las dignidades y cargos que él le confiera.
Los
grados honoríficos y riquezas que él le acuerda colman los deseos
de su ambición, y los importantes cargos de que éste se halla
provisto, le hacen temer que el príncipe sea mudado de su lugar,
porque conoce bien que no puede mantenerse más que con él. Así,
pues, cuando el príncipe y el ministro están formados y se conducen
de este modo, pueden fiarse el uno en el otro; pero si no lo están,
acaban siempre mal uno u otro.
23 Cuándo debe huirse de los aduladores
No quiero pasar en
silencio un punto importante, que consiste en una falta de la que se
preservan los príncipes difícilmente cuando no son muy prudentes o
carecen de un tacto fino y juicioso. Esta falta es más bien la de
los aduladores, de que están llenas las cortes; pero se complacen
tanto los príncipes en lo que ellos mismos hacen, y en ello se
engañan con una tan natural propensión, que únicamente con
dificultad pueden preservarse contra el contagio de la adulación.
Aun, con frecuencia, cuando quieren librarse de ella, corren peligro
de caer en el menosprecio.
No hay otro medio para preservarte del peligro de la adulación más
que hacer comprender a los sujetos que te rodean que ellos no te
ofenden cuando te dicen la verdad. Pero si cada uno puede decírtela,
no te faltarán al respeto. Para evitar este peligro, un príncipe
dotado de prudencia debe seguir un curso medio, escogiendo en su
Estado a algunos sujetos sabios, a los cuales sólo acuerde la
libertad de decirle la verdad, únicamente sobre la cosa con cuyo
motivo él los pregunte, y sobre ninguna otra; pero debe hacerles
preguntas sobre todas, oír sus opiniones, deliberar después por sí
mismo y obrar, últimamente, como lo tenga por conducente. Es
necesario que su conducta con sus consejeros reunidos, y con cada uno
de ellos en particular, sea tal que cada uno conozca que, cuanto más
libremente se le hable, tanto más se le agradará. Pero, excepto
éstos, debe negarse a oír los consejos de cualquiera otro, hacer en
seguida lo que ha resuelto en sí mismo, y manifestarse tenaz en sus
determinaciones. Si el príncipe obra de diferente modo, la
diversidad de pareceres obligará a variar frecuentemente, de lo cual
resultará que harán muy corto aprecio de él. Quiero presentar,
sobre este particular, un ejemplo moderno. El cura Luc, dependiente
de Maximiliano, actual emperador, dijo, hablando de él, «que no
tomaba consejo de ninguno, y que, sin embargo, no hacía nunca nada a
su gusto». Esto proviene de que Maximiliano sigue un rumbo contrario
al que he indicado. El emperador es un hombre misterioso que no
comunica sus designios a ninguno, ni toma jamás parecer de nadie;
pero cuando se pone a ejecutarlos, y se empieza a vislumbrarlos y
descubrirlos, los sujetos que le rodean se ponen a contradecirlos y
desiste fácilmente de ellos. De esto dimana que las cosas que él
hace un día, las deshace el siguiente; que no se prevé nunca lo que
quiere hacer, ni lo que proyecta, y que no es posible contar con sus
determinaciones.
Si un
príncipe debe hacerse dar consejos sobre todos los negocios, no debe
recibirlos más que cuando éste les agrada a sus consejeros. Aun
debe quitar a cualquiera la gana de aconsejarle sobre cosa ninguna, a
no ser que él solicite serlo. Pero debe frecuentemente, y sobre
todos los negocios, pedir consejo, oír en seguida con paciencia la
verdad sobre las preguntas que ha hecho, aun querer que ningún
motivo de respeto sirva de estorbo para decírsela, y no desazonarse
nunca cuando le oye.
Los
que piensan que un príncipe que se hace estimar por su prudencia no
la debe a sí mismo, sino a la sabiduría de los consejeros que le
circundan, se engañan muy ciertamente. Para juzgar de esto hay una
regla general que no nos induce jamás a error: es que un príncipe
que no es prudente de sí mismo no puede aconsejarse bien, a no ser
que, por casualidad, se refiera a un sujeto único que le gobernara
en todo y fuera habilísimo. En cuyo caso podría gobernarse bien el
príncipe; pero esto no duraría por mucho tiempo, porque este
conductor mismo le quitaría en breve tiempo su Estado.
En
cuanto al príncipe que se consulta con muchos y no tiene una grande
prudencia en sí mismo, como no recibirá jamás pareceres que
concuerden, no sabrá conciliarlos por sí mismo. Cada uno de sus
consejeros pensará en sus propios intereses, y el príncipe no sabrá
corregirlos de ello, y ni aun echarlo de ver. No es posible apenas
hallar dispuestos de otro modo los ministros: porque los hombres son
siempre malos, a no ser que los precisen a ser buenos.
Concluyamos,
pues, que conviene que los buenos consejos, de cualquiera parte que
vengan, dimanen de la prudencia del príncipe, y que ésta no dimane
de los buenos consejos que él recibe.
24
¿Por qué muchos príncipes de Italia perdieron sus estados?
El príncipe nuevo que
siga con prudencia las reglas que acabo de exponer tendrá la
consistencia de uno antiguo, y estará inmediatamente más seguro en
su Estado que si lo poseyera hace un siglo. Siendo un príncipe nuevo
mucho más observado en sus acciones que otro hereditario, cuando las
juzgamos grandes y magnánimas, le ganan ellas mucho mejor el afecto
de sus gobernados, y se los apegan mucho más que podría hacerlo una
sangre esclarecida mucho tiempo hace; porque se ganan los hombres
mucho menos con las cosas pasadas que con las presentes. Cuando
hallan su provecho en éstas, se fijan en ellas sin buscar en otra
parte. Mucho más abrazan de cualquiera manera la causa de este nuevo
príncipe, con tal que, en lo restante de su conducta, no se falte a
sí mismo. Así tendrá una doble gloria: la de haber dado origen a
una nueva soberanía, y la de haberla adornado y corroborado con
buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos; así
como tendrá una doble afrenta el que, habiendo nacido príncipe,
haya perdido su Estado por su poca prudencia.
Si se
consideran aquellos príncipes de Italia, que en nuestros tiempos
perdieron sus Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y
algunos otros, se reconocerá, desde luego, que todos ellos
cometieron la misma falta en lo concerniente a las armas, según lo
que hemos explicado extensamente. Se notará después que uno de
ellos tuvo por enemigos a sus pueblos, o que el que tenía por amigo
al pueblo no tuvo el arte de asegurarse de los grandes. Sin estas
faltas, no se pierden los Estados que presentan bastantes recursos
para que uno pueda tener ejércitos en campaña. Felipe de Macedonia,
no el que fue padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito
Quincio, no tenía un Estado bien grande, con respecto al de los
romanos y griegos que le atacaron juntos; sin embargo, sostuvo por
muchos años la guerra contra ellos, porque era belicoso y sabía no
menos contener a sus pueblos que asegurarse de los grandes. Si al
cabo perdió la soberanía de algunas ciudades, le quedó, sin
embargo, su reino.
Que
aquellos príncipes nuestros que, después de haber ocupado algunos
Estados por muchos años los perdieron, acusen de ello a su cobardía
y no a la fortuna. Como en tiempo de paz no habían pensado nunca que
pudieran mudarse las cosas, porque es un defecto común a todos los
hombres el no inquietarse de las borrascas cuando están en bonanza,
sucedió que después, cuando llegaron los tiempos adversos, no
pensaron más que en huir en vez de defenderse, esperando que
fatigados sus pueblos con la insolencia del vencedor no dejarían de
llamar otra vez.
Este
partido es bueno cuando faltan los otros; pero el haber abandonado
los otros remedios por éste es cosa malísima, porque un príncipe
no debería caer nunca por haber creído hallar después a alguno que
le recibiera. Esto no sucede, o si sucede no hallarás seguridad en
ello, porque esta especie de defensa es vil y no depende de ti. Las
únicas defensas que sean buenas, ciertas y durables, son las que
dependen de ti mismo y de tu propio valor.
25
Cuánto dominio tiene la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo
podemos resistirle cuando es contraria
No se me oculta que
muchos creyeron y creen que la fortuna, es decir, Dios, gobierna de
tal modo las cosas de este mundo que los hombres con su prudencia no
pueden corregir lo que ellas tienen de adverso, y aun que no hay
remedio ninguno que oponerles. Con arreglo a esto podrían juzgar que
es en balde fatigarse mucho en semejantes ocasiones, y que conviene
dejarse gobernar entonces por la suerte. Esta opinión no está
acreditada en nuestro tiempo, a causa de las grandes mudanzas que,
fuera de toda conjetura humana, se vieron y se ven cada día.
Reflexionándolo yo mismo, de cuando en cuando, me incliné en cierto
modo hacia esta opinión; sin embargo, no estando anonadado nuestro
libre albedrío, juzgo que puede ser verdad que la fortuna sea el
árbitro de la mitad de nuestras acciones; pero también que es
cierto que ella nos deja gobernar la otra, o a lo menos siempre
algunas partes. La comparo con un río fatal que, cuando se
embravece, inunda las llanuras, echa a tierra los árboles y
edificios, quita el terreno de un paraje para llevarle a otro. Cada
uno huye a la vista de él, todos ceden a su furia sin poder
resistirle. Y, sin embargo, por más formidable que sea su
naturaleza, no por ello sucede menos que los hombres, cuando están
serenos los temporales, pueden tomar precauciones contra semejante
río, haciendo diques y explanadas; de modo que cuando él crece de
nuevo está forzado a correr por un canal, o que a lo menos su
fogosidad no sea tan licenciosa ni perjudicial.
Sucede
lo mismo con respecto a la fortuna: no ostenta ella su dominio más
que cuando encuentra un alma y virtud preparadas; porque cuando las
encuentra tales, vuelve su violencia hacia la parte en que sabe que
no hay diques ni otras defensas capaces de mantenerla.
Si
consideramos la Italia, que es el teatro de estas revoluciones y el
receptáculo que les da impulso, veremos que es una campiña sin
diques ni otra defensa ninguna. Si hubiera estado preservada con la
conducente virtud, como lo están la Alemania, España y Francia, la
inundación de las tropas extranjeras que ella sufrió no hubiera
ocasionado las grandes mudanzas que experimentó, o ni aun hubiera
venido. Baste esta reflexión para lo concerniente a la necesidad de
oponerse a la fortuna en general.
Restringiéndome
más a varios casos particulares, digo que se ve a un cierto príncipe
que prosperaba ayer caer hoy, sin que se le haya visto de modo
ninguno mudar de genio ni propiedades. Esto dimana, en mi creencia,
de las causas que he explicado antes con harta extensión, cuando he
dicho que el príncipe que no se apoya más que en la fortuna, cae
según que ella varía. Creo también que es dichoso aquel cuyo modo
de proceder se halla en armonía con la calidad de las
circunstancias, y que no puede menos de ser desgraciado aquel cuya
conducta está en discordancia con los tiempos. Se ve, en efecto, que
los hombres, en las acciones que los conducen al fin que cada uno de
ellos se propone, proceden diversamente: el uno con circunspección,
el otro con impetuosidad; éste con violencia, aquél con maña; el
uno con paciencia, y el otro con una contraria disposición; y cada
uno, sin embargo, por estos medios diversos puede conseguirlo. Se ve
también que de dos hombres moderados el uno logra su fin y el otro
no; que, por otra parte, otros dos, uno de los cuales es violento y
el otro moderado, tienen igualmente acierto con dos expedientes
diferentes, análogos a la diversidad de su respectivo genio. Lo cual
no dimana de otra cosa más que de la calidad de los tiempos que
concuerdan o no con su modo de obrar. De ello resulta lo que he
dicho; es, a saber, que obrando diversamente dos hombres, logran un
mismo efecto, y que, otros dos que obran del mismo modo, el uno
consigue su fin y el otro no lo logra. De esto depende también la
variación de su felicidad; porque si, para el que se conduce con
moderación y paciencia, los tiempos y cosas se vuelven de modo que
su gobierno sea bueno, prospera él; pero si varían los tiempos y
cosas, obra su ruina; porque no muda de modo de proceder. Pero no hay
hombre ninguno, por más dotado de prudencia que esté, que sepa
concordar bien sus procederes con los tiempos, sea porque no le es
posible desviarse de la propensión a que su naturaleza le inclina,
sea también porque habiendo prosperado siempre caminando por una
senda no puede persuadirse de que obrará bien en desviarse de ella.
Cuando ha llegado, para el hombre moderado, el tiempo de obrar con
impetuosidad, no sabe él hacerlo, y resulta de ello ruina. Si él
mudara de naturaleza con los tiempos y cosas no se mudaría su
fortuna.
El
papa Julio II procedió con impetuosidad en todas sus acciones, y
halló los tiempos y cosas tan conformes con su modo de obrar, que
logró acertar siempre. Considérese la primera empresa que él hizo
contra Bolonia, en vida todavía de mosén Juan Bentivoglio: la verán
los venecianos con disgusto; y el rey de España, como también el de
Francia, estaban deliberando todavía sobre lo que harían en esta
ocurrencia, cuando Julio, con su valentía e impetuosidad, fue él
mismo en persona a esta expedición. Este paso dejó suspensos e
inmóviles a la España y venecianos; a éstos por miedo, y a aquélla
por la gana de recuperar el reino de Nápoles. Por otra parte, atrajo
a su partido al rey de Francia que, habiéndole visto en movimiento y
deseando que él se le uniese para abatir a los venecianos, juzgó
que no podría negarle sus tropas sin hacerle una ofensa formal. Así,
pues, Julio, con la impetuosidad de su paso, tuvo acierto en una
empresa que otro Pontífice, con toda la prudencia humana, no hubiera
podido dirigir nunca. Si, para partir de Roma, hubiera aguardado
hasta haber fijado sus determinaciones y ordenado todo lo necesario,
como lo hubiera hecho cualquier otro Papa, no hubiera tenido jamás
un feliz éxito, porque el rey de Francia le hubiera alegado mil
disculpas, y los otros le hubieran infundido mil nuevos temores. Me
abstengo de examinar las demás acciones suyas, las cuales todas son
de esta especie, y se coronaron con el triunfo. La brevedad de su
pontificado no le dejó lugar para experimentar lo contrario,
que sin duda le hubiera acaecido; porque si hubieran convenido
proceder con circunspección, él mismo hubiera formado su ruina,
porque no se hubiera apartado nunca de aquella atropellada conducta a
que su genio le inclinaba.
Concluyo,
pues, que, si la fortuna varía, y los príncipes permanecen
obstinados en su modo natural de obrar, serán felices, a la verdad,
mientras que semejante conducta vaya acorde con la fortuna; pero
serán desgraciados, desde que sus habituales procederes se hallan
discordantes con ella. Pesándolo todo bien, sin embargo, creo juzgar
sanamente diciendo que vale más ser impetuoso que circunspecto,
porque la fortuna es mujer, y es necesario, por esto mismo, cuando
queremos tenerla sumisa, zurrarla y zaherirla. Se ve, en efecto, que
se deja vencer más bien de los que le tratan así, que de los que
proceden tibiamente con ella. Por otra parte, como mujer, es amiga
siempre de los jóvenes, porque son menos circunspectos, más
iracundos y le mandan con más atrevimiento.
26
Exhortación a librar la Italia de los bárbaros
Después de haber
meditado sobre cuántas cosas acaban de exponerse, me he preguntado a
mí mismo si, ahora en Italia, hay circunstancias tales que un
príncipe nuevo pueda adquirir en ella más gloria, y si se halla en
la misma cuanto es menester para proporcionar al que la Naturaleza
hubiera dotado de un gran valor y de una prudencia nada común, la
ocasión de introducir aquí una nueva forma que, honrándole a él
mismo, hiciera la felicidad de todos los italianos. La conclusión de
mis reflexiones sobre esta materia es que tantas cosas me parecen
concurrir en Italia al beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si
habrá nunca un tiempo más proporcionado para esta empresa.
Si,
como lo he dicho, era necesario que el pueblo de Israel estuviera
esclavo en Egipto, para que el valor de Moisés tuviera la ocasión
de manifestarse; que los persas se viesen oprimidos por los medos,
para que conociéramos la grandeza de Ciro; que los atenienses
estuviesen dispersos, para que Teseo pudiera dar a conocer su
superioridad; del mismo modo, para que estuviéramos hoy día en el
caso de apreciar todo el valor de un alma italiana, era menester que
la Italia se hallara traída al miserable punto en que está ahora;
que ella fuera más esclava que lo eran los hebreos, más sujeta que
los persas, más dispersa que los atenienses. Era menester que, sin
jefe ni estatutos, hubiera sido vencida, despojada, despedazada,
conquistada y asolada; en una palabra, que ella hubiera padecido
ruinas de todas las especies.
Aunque
en los tiempos corridos hasta este día, se haya echado de ver en
éste o aquel hombre algún indicio de inspiración que podía
hacerle creer destinado por Dios para la redención de la Italia, se
vio, sin embargo, después que le reprobaba en sus más sublimes
acciones la fortuna, de modo que permaneciendo sin vida la Italia,
aguarda todavía a un salvador que la cure de sus heridas, ponga fin
a los destrozos y saqueos de la Lombardía, a los pillajes y matanzas
del reino de Nápoles; a un hombre, en fin, que cure a la Italia de
llagas inveteradas tanto tiempo hace. Vémosla rogando a Dios que le
envíe alguno que le redima de las crueldades y ultrajes que le
hicieron los bárbaros. Por más abatida que ella está, la vemos con
disposiciones de seguir una bandera, si hay alguno que la enarbole y
la despliegue; pero en los actuales tiempos no vemos en quién podría
poner ella sus esperanzas, si no es en vuestra muy ilustre casa.
Vuestra familia, que su valor y fortuna elevaron a los favores de
Dios y de la Iglesia, a la que ella dio su príncipe, es la única
que pueda comprender nuestra redención. Esto no os será muy
dificultoso, si tenéis presentes en el ánimo las acciones y vida de
los príncipes insignes que he nombrado. Aunque los hombres de este
temple hayan sido raros y maravillosos, no por ello fueron menos
hombres, y ninguno de ellos tuvo una tan bella ocasión como la del
tiempo presente. Sus empresas no fueron más justas ni fáciles que
ésta, y Dios no les fue más propicio que lo es a vuestra causa.
Aquí hay una sobresaliente justicia; porque una guerra es legítima
por el solo hecho de ser necesaria, y las guerras son actos de
humanidad, cuando no hay ya esperanzas más que en ellas. Aquí son
grandísimas las disposiciones de los pueblos, y no puede haber mucha
dificultad en ello cuando son grandes las disposiciones, con tal
que éstas abracen algunas de las instituciones de los que os he
propuesto por modelos.
Prescindiendo
de estos socorros, veis aquí sucesos extraordinarios y sin ejemplo,
que se dirigen patentemente por Dios mismo. El mar se abrió; una
nube os mostró el camino; la peña abasteció de agua; aquí ha
caído del cielo el maná; todo concurre al acrecentamiento de
vuestra grandeza; lo demás debe ser obra vuestra. Dios no quiere
hacerlo todo, para privaros del uso de nuestro libre albedrío y
quitarnos una parte de la gloria que de ello nos redundará.
No es
una maravilla que hasta ahora ninguno de cuantos italianos he citado,
haya sido capaz de hacer lo que puede esperarse de vuestra
esclarecida casa. Si en las numerosas revoluciones de la Italia, y en
tantas maniobras guerreras, pareció siempre que se había extinguido
la antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que sus
instituciones no eran buenas, y que no había ninguno que supiera
inventar otras nuevas. Ninguna cosa hace tanto honor a un hombre
recientemente elevado, como las nuevas leyes, las nuevas
instituciones imaginadas por él. Cuando están formadas sobre buenos
fundamentos, y tienen alguna grandeza en sí mismas, le hacen digno
de respeto y admiración.
Ahora
bien, no falta en Italia cosa ninguna de lo que es necesario para
introducir en ella formas de toda especie. Vemos en ella un gran
valor, que aun cuando carecieran de él los jefes, quedaría muy
eminente en los miembros. ¡Véase cómo en los desafíos y combates
de un corto número, los italianos se muestran superiores en fuerza,
destreza e ingenio! Si ellos no se manifiestan tales en los
ejércitos, la debilidad de sus jefes es la única causa de ello;
porque los que la conocen no quieren obedecer, y cada uno cree
conocerla. No hubo, en efecto, hasta este día, ningún sujeto que se
hiciera bastante eminente por su valor y fortuna, para que los otros
se sometiesen a él. De esto nace que, durante un tan largo
transcurso de tiempo, y en un tan crecido número de guerras, hechas
durante los veinte últimos años, cuando se tuvo un ejército
enteramente italiano se desgració él siempre como se vio a los
primeros en Faro y sucesivamente después en Alejandría, Capua,
Génova, Vaila, Bolonia y Mestri.
Si,
pues, vuestra ilustre casa quiere imitar a los varones insignes que
libraron sus provincias, es menester ante todas cosas (porque esto es
el fundamento real de cada empresa), proveeros de ejércitos que sean
vuestros únicamente; porque no puede tener uno soldados más fieles,
verdaderos ni mejores que los suyos propios. Y aunque cada uno de
ellos en particular sea bueno, todos juntos serán mejores cuando se
vean mandados, honrados y mantenidos por su príncipe. Conviene,
pues, proporcionarse semejantes ejércitos, a fin de poder de
defenderse de los extranjeros con un valor enteramente italiano.
Aunque
las infanterías suiza y española se miran como terribles, tienen,
sin embargo, una y otra un gran defecto, a causa del cual una tercera
clase de tropas podría no solamente resistirles, sino también tener
la confianza de vencerlas. Los españoles no pueden sostener los
asaltos de la caballería, y los suizos deben tener miedo a la
infantería, cuando ellos se encuentran con una que pelea con tanta
obstinación como ellos. Por esto se vio y se verá, por experiencia,
que los españoles pueden resistir contra los esfuerzos de una
caballería francesa, y que una infantería española abruma a los
suizos. Aunque no se ha hecho por entero la prueba de esta última
verdad, se vio, sin embargo, algo en la batalla de Ravena, cuando la
infantería española llegó a las manos con las tropas alemanas, que
observaban el mismo método que los suizos, mientras que habiendo
penetrado entre las picas de los alemanes, los españoles, ágiles de
cuerpo y defendidos con sus brazales, se hallaban en seguridad para
sacudirlos, sin que ellos tuviesen medio de defenderse. Si no los
hubiera embestido la caballería, hubieran destruido ellos a todos.
Se
puede, pues, después de haber reconocido el defecto de ambas
infanterías, imaginar una nueva que resista a la caballería y no
tenga miedo de los infantes; lo que se logrará, no de esta o aquella
nación de combatientes, sino mudando el modo de combatir. Son éstas
aquellas invenciones que, tanto por su novedad como por sus
beneficios, dan reputación y proporcionan grandeza a un príncipe
nuevo.
No es
menester, pues, dejar pasar la ocasión del tiempo presente sin que
la Italia, después de tantos años de expectación, vea por último
aparecer a su redentor.
No puedo expresar con qué amor sería recibido en todas es tas
provincias que sufrieron tanto con la inundación de los extranjeros.
¡Con qué sed de venganza, con qué inalterable fidelidad, con qué
piedad y lágrimas sería acogido y seguido! ¡Ah! ¿Qué puertas
podrían cerrársele? ¿Qué pueblos podrían negarle la obediencia?
¿Qué celos podrían manifestarse contra él? ¿Cuál sería aquel
italiano que pudiera no reverenciarle como a príncipe suyo, pues tan
repugnante le es a cada uno de ellos esta bárbara dominación del
extranjero? Que vuestra ilustre casa abrace el proyecto de su
restauración con todo el valor y confianza que las empresas
legítimas infunden; últimamente, que bajo vuestra bandera se
ennoblezca nuestra patria, y que bajo vuestros auspicios se
verifique, finalmente, aquella predicción de Petrarca: El valor
tomará las armas contra el furor; y el combate no será largo,
porque la antigua valentía no está extinguida todavía en el
corazón de los italianos.
FIN