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martes, 15 de mayo de 2018

El príncipe, de Maquiavelo. Capítulos 18 a 26


18 De qué modo los príncipes deben guardar la fe dada

¡Cuán digno de alabanzas es un príncipe cuando él mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta!. Todos comprenden esta verdad; sin embargo, la experiencia de nuestros días nos muestra que haciendo varios príncipes poco caso de la buena fe, y sabiendo con la astucia, volver a su voluntad el espíritu de los hombres, obraron grandes cosas y acabaron triunfando de los que tenían por base de su conducta la lealtad.
Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo pertenece esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta, es preciso recurrir al segundo. Le es, pues, indispensable a un príncipe, el saber hacer buen uso de uno y otro enteramente juntos. Esto es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de la antigüedad, y particularmente Aquiles, fueron confiados, en su niñez, al centauro Chirón, para que los criara y educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra cosa sino que ellos tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad bestia y mitad hombre; es decir, que un príncipe tiene necesidad de saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza, y que la una no podría durar si no la acompañara la otra.
Desde que un príncipe está en la precisión de saber obrar competentemente según la naturaleza de los brutos, los que él debe imitar son la zorra y el león enteramente juntos. El ejemplo del león no basta, porque este animal no se preserva de los lazos, y la zorra sola no es más suficiente, porque ella no puede librarse de los lobos. Es necesario, pues, ser zorra para conocer los lazos, y león para espantar a los lobos; pero los que no toman por modelo más que el león, no entienden sus intereses.
Cuando un príncipe dotado de prudencia ve que su fidelidad en las promesas se convierte en perjuicio suyo y que las ocasiones que le determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y aun no debe guardarlas, a no ser que él consienta en perderse.
Obsérvese bien que si todos los hombres fueran buenos este precepto sería malísimo; pero como ellos son malos y que no observarían su fe con respecto a ti si se presentara la ocasión de ello, no estás obligado ya a guardarles la tuya, cuando te es como forzado a ello. Nunca le faltan motivos legítimos a un príncipe para cohonestar esta inobservancia; está autorizada en algún modo, por otra parte, con una infinidad de ejemplos; y podríamos mostrar que se concluyó un sinnúmero de felices tratados de paz y se anularon infinitos empeños funestos por la sola infidelidad de los príncipes a su palabra. El que mejor supo obrar como zorra tuvo mejor acierto.
Pero es necesario saber bien encubrir este artificioso natural y tener habilidad para fingir y disimular. Los hombres son tan simples, y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar. No quiero pasar en silencio un ejemplo enteramente reciente. El Papa Alejandro VI no hizo nunca otra cosa más que engañar a los otros; pensaba incesantemente en los medios de inducirlos a error; y halló siempre la ocasión de poderlo hacer. No hubo nunca ninguno que conociera mejor el arte de las protestaciones persuasivas, que afirmara una cosa con juramentos más respetables y que al mismo tiempo observara menos lo que había prometido. Sin embargo, por más conocido que él estaba por un trapacero, sus engaños le salían bien, siempre a medida de sus deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus gentes con esta estratagema.
No es necesario que un príncipe posea todas las virtudes de que hemos hecho mención anteriormente; pero conviene que él aparente poseerlas. Aun me atreveré a decir que si él las posee realmente, y las observa siempre, le son perniciosas a veces; en vez de que aun cuando no las poseyera efectivamente, si aparenta poseerlas, le son provechosas. Puedes parecer manso, fiel, humano, religioso, leal, y aun serlo; pero es menester retener tu alma en tanto acuerdo con tu espíritu, que, en caso necesario, sepas variar de un modo contrario.
Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiere mantenerse, debe comprender bien que no le es posible observar en todo lo que hace mirar como virtuosos a los hombres; supuesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de humanidad, caridad, y aun contra su religión. Su espíritu debe estar dispuesto a volverse según que los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan de él; y, como lo he dicho más arriba, a no apartarse del bien mientras lo puede, sino a saber entrar en el mal, cuando hay necesidad. Debe tener sumo cuidado en ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su boca lleven impreso el sello de las cinco virtudes mencionadas; y para que, tanto viéndole como oyéndole, le crean enteramente lleno de bondad, buena fe, integridad, humanidad y religión. Entre estas prendas no hay ninguna más necesaria que la última. Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos; y si pertenece a todos el ver, no está más que a un cierto número el tocar. Cada uno ve lo que pareces ser; pero pocos comprenden lo que eres realmente; y este corto número no se atreve a contradecir la opinión del vulgo, que tiene, por apoyo de sus ilusiones, la majestad del Estado que le protege.
En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los príncipes, contra los cuales no hay juicio que implorar, se considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las exterioridades, y seducir del acierto. Ahora bien, no hay casi más que vulgo en el mundo; y el corto número de los espíritus penetrantes que en él se encuentra no dice lo que vislumbra, hasta que el sinnúmero de los que no lo son no sabe ya a qué atenerse.
Hay un príncipe en nuestra era que no predica nunca más que paz, ni habla más que de la buena fe, y que, al observar él una y otra, se hubiera visto quitar más de una vez sus dominios y estimación. Pero creo que no conviene nombrarle.



19 El príncipe debe evitar ser despreciado y aborrecido


Habiendo hecho mención, desde luego, de cuantas prendas deben adornar a un príncipe, quiero, después de haber hablado de las más importantes, discurrir también sobre las otras, a lo menos brevemente y de un modo general, diciendo que el príncipe debe evitar lo que puede hacerle odioso y despreciable. Cada vez que él lo evite habrá cumplido con su obligación, y no hallará peligro ninguno en cualquiera otra censura en que pueda incurrir.
Lo que más que ninguna cosa le haría odioso sería, como lo he dicho, ser rapaz, usurpar las propiedades de sus gobernados, robar sus mujeres; y debe abstenerse de ello. Siempre que no se quitan a la generalidad de los hombres su propiedad ni honor viven ellos como si estuvieran contentos; y no hay que preservarse ya más que de la ambición de un corto número de sujetos. ¿Pero los reprime uno con facilidad y de muchos modos?
Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero, afeminado, pusilánime, irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse de una semejante reputación como de un escollo, e ingéniese para que en sus acciones se advierta grandeza, valor, gravedad y fortaleza. Cuando él pronuncie sobre las tramas de sus gobernados debe querer que su sentencia sea irrevocable. Últimamente, es menester que él los mantenga en una tal opinión de su genio, que ninguno de ellos tenga ni aun el pensamiento de engañarle, ni entramparle. El príncipe no hace formar semejante concepto de si es muy estimado, y se conspira difícilmente contra el que goza de una grande estimación. Los extranjeros, por otra parte, no le atacan con gusto, con tal, sin embargo, que él sea un excelente príncipe y que le veneren sus gobernados.
Un príncipe tiene dos cosas que temer, es a saber: en lo interior de su Estado, alguna rebelión por parte de sus súbditos; y segundo, por afuera, un ataque por parte de alguna potencia vecina. Se precaverá contra este segundo temor con buenas armas y, sobre todo, con buenas alianzas, que él conseguirá siempre si él tiene buenas armas. Pues bien, cuando las cosas exteriores están aseguradas, lo están también las interiores, a no ser que las haya turbado ya una conjuración. Pero aun cuando se manifestara en lo exterior alguna tempestad contra el príncipe que tiene bien arregladas las cosas interiores, si ha vivido como lo he dicho, con tal que no le abandonen los suyos sostendrá toda especie de ataque de afuera, como ha mostrado que lo hizo Nabis de Esparta.
Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de no maquinarse nada por afuera contra él, podría temer que, en lo interior, se conspirase ocultamente. Pero puede estar seguro de que no acaecerá esto si evita ser despreciado y aborrecido, y si hace al pueblo contento con su gobierno; ventaja esencial que hay que lograr, como lo he dicho muy por extenso antes.
Uno de los más poderosos preservativos que el príncipe pueda tener contra las conjuraciones es, pues, el de no ser aborrecido ni menospreciado por la universidad de sus gobernados; porque el conspirador no se alienta más que con la esperanza de contentar al pueblo haciendo perecer al príncipe. Pero cuando él tiene motivos para creer que ofendería con ello al pueblo, la amplitud necesaria de valor para consumar su atentado le falta, visto que son infinitas las dificultades que se presentan a los conjurados. La experiencia nos enseña que hubo muchas conjuraciones, y que pocas tuvieron buen éxito; porque no pudiendo ser solo el que conspira, no puede asociarse más que a los que cree descontentos. Pero, por esto mismo que él ha descubierto su designio a uno de ellos, le ha dado materia para contentarse por sí mismo, supuesto que revelando al príncipe la trama que se le ha confiado, puede esperar éste todas especies de ventajas. Viendo, por una parte, segura la ganancia, y por otra no hallándola más que dudosa y llena de peligros, sería menester que él fuera, para el que le ha iniciado en la conspiración, un amigo como se ven pocos, o bien un enemigo enteramente irreconciliable del príncipe, si tuviera la palabra que dio.
Para reducir la cuestión a pocos términos, digo que del lado del conspirador no hay más que miedo, celos y sospecha de una pena que le atemoriza; mientras que del lado del príncipe hay, para protegerle, la majestad de su soberanía, las leyes, la defensa de los amigos y del Estado; de modo que si a todos estos preservativos se añade la benevolencia del pueblo, es imposible que ninguno sea bastante temerario para conspirar. Si todo conspirador, antes de la ejecución de su trama, está poseído comúnmente del temor de salir mal, lo está mucho más en este caso: porque debe temer también, aun cuando él triunfara, el tener por enemigo al pueblo, porque no le quedaría refugio ninguno entonces.
Podríamos citar sobre este particular una infinidad de ejemplos; pero me ciño a uno solo, cuya memoria nos transmitieron nuestros padres. Siendo príncipe de Bolonia mosén Aníbal Bentivoglio, abuelo de don Aníbal de hoy día, fue asesinado por los Cannuchis (e), a continuación de una conjuración; y estando todavía en mantillas su hijo único, mosén Juan, no podía vengarle; pero el pueblo se sublevó inmediatamente contra los asesinos y los mató atrozmente. Fue un efecto natural de la benevolencia popular que la familia de Bentivoglio se había ganado por aquellos tiempos en Bolonia. Esta benevolencia fue tan grande que, no teniendo ya la ciudad a persona ninguna de esta casa que, a la muerte de Aníbal, pudiera regir el Estado, y habiendo sabido los ciudadanos que existía en Florencia un descendiente de la misma familia que no era mirado allí más que como un hijo de un trabajador, fueron en busca suya y le confirieron el gobierno de su ciudad, que él gobernó efectivamente hasta que mosén Juan hubo estado en edad de gobernar por sí mismo.
Concluyo de todo ello que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones cuando le tiene buena voluntad el pueblo; pero cuando éste le es contrario y le aborrece, tiene motivos de temer en cualquiera ocasión y por parte de cada individuo.
Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios cuidaron siempre de no descontentar a los grandes hasta el grado de reducirlos a la desesperación, como también de tener contento al pueblo. Es una de las cosas más importantes que el príncipe debe tener en su mira. Uno de los reinos bien ordenados y gobernados de nuestros tiempos, es el de Francia. Se halla allí una infinidad de buenos estatutos, a los que van unidas la libertad del pueblo y la seguridad del rey. El primero es el Parlamento y la amplitud de su autoridad. Conociendo el fundador del actual orden de este reino, la ambición e insolencia de los grandes, y juzgando que era preciso ponerles un freno que pudiera contenerlos; sabiendo, por otra parte, cuánto los aborrecía el pueblo a causa del miedo que les tenía, y deseando, sin embargo, sosegarlos, no quiso que este doble cuidado quedase a cargo particular del rey. A fin de quitarle esta carga que él podía repartir con los grandes, y de favorecer al mismo tiempo a los grandes y pueblo, se estableció por juez un tercero que, sin que el monarca sufriese, vino a reprimir a los grandes y favorecer al pueblo. No podía imaginarse disposición ninguna más prudente, ni un mejor medio de seguridad para el rey y reino. Deduciremos de ello esta notable consecuencia: que los príncipes deben dejar a otros la disposición de las cosas odiosas, reservándose a sí mismos las de gracia; y concluyo de nuevo que un príncipe debe estimar a los grandes, pero no hacerse aborrecer del pueblo.
Creerán muchos, quizá, considerando la vida y muerte de diversos emperadores romanos, que hay ejemplos contrarios a esta opinión, supuesto que hubo un cierto emperador que perdió el imperio o fue asesinado por los suyos conjurados contra él, aunque se había conducido perfectamente, y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a semejantes objeciones, examinaré las prendas de estos emperadores, mostrando que la causa de su ruina no se diferencia de aquella misma contra la que he querido preservar a mi príncipe; y haré tomar en consideración ciertas cosas que no deben omitirse por los que leen las historias de aquellos tiempos.
Me bastará tomar a los emperadores que se sucedieron en el Imperio desde Marco el Filósofo hasta Maximino, es decir, Marco Aurelio, Cómodo su hijo, Pertinax, Juliano Séptimo Severo, Caracalla su hijo, Macrino, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.
Nótese primeramente que en principados de otra especie que la de ellos, no hay que luchar apenas más que contra la ambición de los grandes e insolencia de los pueblos; pero que los emperadores romanos tenían, además, un tercer obstáculo que superar; es, a saber, la crueldad y avaricia de los soldados. Lo cual era tan dificultoso que muchos se desgraciaron en ello. No es fácil, efectivamente, el contentar al mismo tiempo a los soldados y pueblo, porque los pueblos son enemigos del descanso, y lo son por esto mismo los príncipes cuya ambición es moderada, mientras que los soldados quieren un príncipe que tenga el espíritu marcial, y que sea insolente, cruel y rapaz. La voluntad de los del Imperio era que el suyo ejerciera estas funestas disposiciones sobre los pueblos, para tener una paga doble, y dar rienda suelta a su codicia y avaricia; de lo cual resultaba que los emperadores que no eran reputados como capaces de imponer respeto a los soldados y pueblo quedaban vencidos siempre. Los más de ellos, especialmente los que habían subido a la soberanía como príncipes nuevos, conocieron la dificultad de conciliar estas dos cosas, y abrazaban el partido de contentar a los soldados, sin temer mucho el ofender al pueblo; y casi no les era posible obrar de otro modo. No pudiendo los príncipes evitar el ser aborrecidos de algunos, deben, es verdad, esforzarse ante todas cosas a no serlo del número mayor; pero cuando no pueden conseguir este fin, deben ingeniarse para evitar, con toda especie de expedientes, el odio de su clase que es más poderosa.
Así, pues, aquellos emperadores que con el motivo de ser príncipes nuevos necesitaban de extraordinarios favores se apegaron con mucho más gusto a los soldados que al pueblo; y esto se convertía en beneficio o daño del príncipe, según que él sabía mantenerse con una grande reputación en el concepto de los soldados. Tales fueron las causas que hicieron que Pertinax y Alejandro, aunque eran de una moderada conducta, amantes de la justicia, enemigos de la crueldad, humanos y buenos, así como Marco (Aurelio), cuyo fin fue feliz, tuvieron, sin embargo, uno muy desdichado. Únicamente Marco vivió y murió muy venerado, porque había sucedido al emperador por derecho hereditario, y no estaba en la necesidad de portarse como si él lo debiera a los soldados o pueblo. Estando dotado, por otra parte, de muchas virtudes que le hacían respetable, contuvo hasta su muerte al pueblo y soldados dentro de unos justos límites, y no fue aborrecido ni despreciado jamás.
Pero creado Pertinax para emperador contra la voluntad de los soldados que, en el imperio de Cómodo, se habían habituado a la vida licenciosa, y habiendo querido reducirlos a una decente vida que se les hacía insoportable, engendró en ellos odio contra su persona. A este odio se unió el menosprecio de la misma a causa de que él era viejo y fue asesinado Pertinax en los principios de su reinado. Este ejemplo nos pone en el caso de observar que uno se hace aborrecer tanto con las buenas como con las malas acciones; y por esto, como lo he dicho más arriba, el príncipe que quiere conservar sus dominios, está precisado con frecuencia a no ser bueno. Si aquella mayoría de hombres, cualquiera que ella sea, de soldados, de pueblo o grandes, de la que piensas necesitar para mantenerte, está corrompida, debes seguir su humor y contentarla. Las buenas acciones que hicieras entonces se volverían contra ti mismo.
Pero volvamos a Alejandro (Severo), que era de una tan agradable bondad que, entre las demás alabanzas que de él hicieron, se halla la de no haber hecho morir a ninguno sin juicio en el espacio de catorce años que reinó. Estuvo expuesto a una conjuración del ejército, y pereció a sus golpes, porque, habiéndose hecho mirar como un hombre de genio débil, y teniendo la fama de dejarse gobernar por su madre, se había hecho despreciable con esto.
Poniendo en oposición con las buenas prendas de estos príncipes el genio y conducta de Cómodo, Séptimo Severo, Caracalla y Maximino, los hallaremos muy crueles y rapaces. Para contentar ellos a los soldados, no perdonaron especie ninguna de injuria al pueblo; y todos, menos Severo, acabaron desgraciadamente. Pero éste tenía tanto valor que, conservando con él la inclinación de los soldados, pudo, aunque oprimiendo a sus pueblos, reinar dichosamente. Sus prendas le hacían tan admirable en el concepto de los unos y los otros, que los primeros permanecían asombrados en cierto modo hasta el grado de pasmo, y los segundos respetuosos y contentos.
Pero como las acciones de Séptimo tuvieron tanta grandeza cuanto podían tener ellas en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo supo diestramente hacer de zorra y león, lo cual le es necesario a un príncipe, como ya lo he dicho. Habiendo conocido Severo la cobardía de Didier Juliano, que acababa de hacerse proclamar emperador, persuadió al ejército que estaba bajo su mando en Esclavonia que él haría bien en marchar a Roma para vengar la muerte de Pertinax, asesinado por la guardia imperial o pretoriana. Evitando con este pretexto mostrar que él aspiraba al Imperio, arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a Italia aun antes que se tuviera conocimiento de su partida. Habiendo entrado en Roma, forzó al Senado, atemorizado a nombrarle por emperador, y fue muerto Didier Juliano, al que habían conferido esta dignidad. Después de este primer principio, le quedaban a Severo dos dificultades por vencer para ser señor de todo el Imperio: la una en Asia, en que Niger, jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador; y la otra en la Gran Bretaña, por parte de Albino, que aspiraba también al Imperio. Teniendo por peligroso el declararse al mismo tiempo como enemigo de uno y otro, tomó la resolución de engañar al segundo mientras atacaba al primero. En su consecuencia, escribió a Albino para decirle que, habiendo sido elegido emperador por el Senado, quería dividir con él esta dignidad; y aun le envió el título de césar, después de haber hecho declarar por el Senado que Severo se asociaba a Albino por colega. Éste tuvo por sinceros todos estos actos y les dio su adhesión. Pero luego que Severo hubo vencido y muerto a Niger, y habiendo vuelto a Roma, se quejó de Albino en Senado pleno, diciendo que aquel colega, poco reconocido a los beneficios que había recibido de él, había tirado a asesinarle por medio de la traición, y que por esto se veía precisado a ir a castigar su ingratitud. Partió, pues, vino a Francia al encuentro suyo y le quitó el Imperio con la vida.
Cualquiera que examine atentamente sus acciones hallará que era, a un mismo tiempo, un león ferocísimo y una zorra muy astuta. Se vio temido y respetado de todos, sin ser aborrecido de los soldados; y no se extrañará de que por más príncipe nuevo que él era hubiera podido conservar un tan vasto imperio; porque su grandísima reputación le preservó siempre de aquel odio que los pueblos podían cogerle a causa de sus rapiñas.
Pero su hijo mismo Antonino fue también un hombre excelente en el arte de la guerra. Poseía bellísimas prendas que le hacían admirar de los pueblos y querer de los soldados. Como era guerrero que sobrellevaba hasta el último grado toda especie de fatigas, despreciaba todo alimento delicado y desechaba las demás satisfacciones de la molicie le amaban los ejércitos. Pero como a puras matanzas, en muchas ocasiones particulares había hecho perecer un gran parte del pueblo de Roma y todo el de Alejandría, su ferocidad y crueldad sobrepujaban a cuanto se había visto en esta horrenda especie, le hicieron extremadamente odioso a todos. Comenzó haciéndose temer de aquellos mismos que le rodeaban, tan bien, que le asesinó un centurión en medio mismo de su ejército.
Es preciso notar con este motivo que unas semejantes muertes, cuyo golpe parte de un ánimo deliberado y tenaz, no pueden evitarse por los príncipes; porque cualquiera que hace poco caso de morir tiene siempre la posibilidad de matarlos. Pero el príncipe debe temer menos el acabar de este modo, porque estos atentados son rarísimos. Debe únicamente cuidar de no ofender gravemente a ninguno de los que él emplea, y especialmente de los que tiene a su lado en el servicio de su principado, como lo hizo el emperador Antonino Caracalla. Este príncipe dejaba la custodia de su persona a un centurión a cuyo hermano había mandado él dar muerte ignominiosa, y que hacía diariamente la amenaza de vengarse. Temerario hasta este punto, Antonino no podía menos de ser asesinado, y lo fue.
Vengamos ahora a Cómodo, al que le era tan fácil conservar el Imperio, supuesto que le había logrado por herencia como hijo de Marco. Bastábale seguir las huellas de su padre para contentar al pueblo y soldados. Pero siendo de un genio brutal y cruel, y queriendo estar en proporción de ejercer su rapacidad sobre los pueblos, prefirió favorecer a los ejércitos, y los echó en la licencia. Por otra parte, no sosteniendo su dignidad porque se humillaba frecuentemente hasta ir a luchar en los teatros con los gladiadores, y a hacer otras muchas acciones vilísimas y poco dignas de la majestad imperial, se hizo despreciable aun en el concepto de las tropas. Como estaba menospreciado por una parte y aborrecido por otra, se conjuraron contra él y fue asesinado.
Maximino, cuyas prendas nos queda que exponer, fue un hombre muy belicoso. Elevado al Imperio por algunos ejércitos disgustados de aquella molicie de Alejandro que llevamos mencionada ya, no lo poseyó por mucho tiempo, porque le hacían despreciable y odioso dos cosas. La una era su bajo origen, pues había guardado los rebaños en la Tracia, lo cual era muy conocido, y le atraía el desprecio de todos. La otra era la reputación de hombre cruelísimo, que, durante las dilaciones de que usó, después de su elección al Imperio, para trasladarse a Roma y tomar allí posesión del trono imperial, sus prefectos le habían formado con las crueldades que según sus órdenes ejercían ellos en esta ciudad y otros lugares del Imperio. Estando todos, por una parte, indignados de la bajeza de su origen, y animados, por otra, con el odio que el temor de su ferocidad engendraba, resultó de ello que el África se sublevó, desde luego, contra él, y que en seguida el Senado con el pueblo de Roma y la Italia entera conspiraron contra su persona. Su propio ejército, que estaba acampado bajo los muros de Aquilea, y experimentaba suma dificultad para tomar esta ciudad, juró igualmente su ruina. Fatigado por su crueldad, y no temiéndola ya tanto desde que él le veía con tantos enemigos, le mató atrozmente.
Me desdeño de hablar de Heliogábalo, Macrino y Juliano, que hallándose menospreciables en un todo, perecieron casi luego que hubieron sido elegidos; y vuelvo en seguida a la conclusión de este discurso, diciendo que los príncipes de nuestra era experimentan menos, en su gobierno, esta dificultad de contentar a los soldados por medios extraordinarios. A pesar de los miramientos que los soberanos están precisados a guardar con ellos, se allana bien pronto esta dificultad, porque ninguno de nuestros príncipes tiene cuerpo ninguno de ejército que, por medio de una dilatada mansión en las provincias se haya amalgamado en algún modo con la autoridad que los gobierna, y administraciones suyas, como lo habían hecho los ejércitos del Imperio romano. Si, convenía entonces necesariamente contentar a los soldados más que al pueblo, era porque los soldados podían más que el pueblo. Ahora es más necesario para todos nuestros príncipes, excepto, sin embargo, para el Turco y el Soldán, el contentar al pueblo que a los soldados, a causa de que hoy día los pueblos pueden más que los soldados. Exceptúo al Turco, porque tiene siempre alrededor de sí doce mil infantes y quince mil caballos de que dependen la seguridad y fuerza de su reinado. Es menester, por cierto absolutamente, que este soberano, que no hace caso ninguno del pueblo, mantenga sus guardias en la inclinación de su persona. Sucede lo mismo con el reinado del Soldán, que está todo entero en poder de los soldados; conviene también que él conserve su amistad, supuesto que no guarda miramientos con el pueblo.
Debe notarse que este estado del Soldán es diferente de todos los demás principados, y que se asemeja al del Pontificado cristiano, que no puede llamarse principado hereditario, ni nuevo. No se hacen herederos de la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino el particular al que eligen hombres que tienen la facultad de hacer esta elección. Hallándose sancionado este orden por su antigüedad, el principado del Soldán o Papa no puede llamarse nuevo, y no presenta a uno ni otro ninguna de aquellas dificultades que existen en las nuevas soberanías. Aunque es allí nuevo el príncipe, las constituciones de semejante estado son antiguas, y combinadas de modo que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por derecho hereditario.
Volviendo a mi materia, digo que cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto, verá que el odio o menosprecio fueron la causa de la ruina de los emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué habiendo obrado de un modo una parte de ellos, y de un modo contrario otra, solo uno, siguiendo esta o aquella vía, tuvo un dichoso fin, mientras que los demás no hallaron allí más que un desastrado fin. Se comprenderá porque Pertinax y Alejandro quisieron imitar a Marco, no solamente en balde, sino también con perjuicio suyo, en atención a que él último reinaba por derecho hereditario y que los dos primeros no eran más que príncipes nuevos. Aquella pretensión que Caracalla, Cómodo y Maximino tuvieron de imitar a Severo, les fue igualmente adversa, porque no estaban adornados del suficiente valor para seguir en todo sus huellas.
Así, pues, un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede sin peligro imitar las acciones de Marco, y no le es indispensable imitar las de Severo. Debe tomar de éste cuantos procederes le son necesarios para fundar bien su Estado, y de Marco lo que hubo, en su conducta, de conveniente y glorioso para conservar un Estado ya fundado y asegurado.



20 Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes hacen con frecuencia son útiles o perniciosas


Algunos príncipes, para conservar seguramente sus Estados, creyeron deber desarmar a sus vasallos, y otros varios engendraron divisiones en los países que les estaban sometidos. Hay unos que en ellos mantuvieron enemistades contra sí mismos, y otros se dedicaron a ganarse a los hombres que les eran sospechosos en el principio de su reinado. Finalmente, algunos construyeron fortalezas en sus dominios, y otros demolieron y arrasaron las que ya existían.
Aunque no es posible dar una regla fija sobre todas estas cosas, a no ser que se llegue a contemplar en particular alguno de los estados en que hubiera de tomarse una determinación de esta especie, sin embargo hablaré de ello del modo extenso y general que la materia misma permita.
No hubo nunca príncipe nuevo ninguno que desarmara a sus gobernados; y mucho más: cuando los halló desarmados los armó siempre él mismo. Si obras así, las armas de tus gobernados se convierten en las tuyas propias; los que eran sospechosos se vuelven fieles; los que eran fieles se mantienen en su fidelidad; y los que no eran más que sumisos se transforman en partidarios de tu reinado.
Pero como no puedes armar a todos tus súbditos, aquellos a quienes armas reciben realmente un favor de ti, y puedes obrar, entonces, más seguramente con respecto a los otros. Esta distinción de la que se reconocen deudores a ti, los primeros te los apega, y los otros te disculpan, juzgando que es menester ciertamente que aquéllos tengan más mérito que ellos mismos, supuesto que los expones a más peligros y que no les haces contraer más obligaciones.
Cuando desarmas a todos los gobernados empiezas ofendiéndolos, supuesto que manifiestas que desconfías de ellos, sospechándolos capaces de cobardía o poca fidelidad. Una u otra de ambas opiniones que te supongan ellos con respecto a sí mismos, engendra el odio contra ti en sus almas. Como no puedes permanecer desarmado, estás obligado a valerte de la tropa mercenaria cuyos inconvenientes he dado a conocer. Pero aun cuando fuera buena la que tomaras, no puede serlo bastante para defenderte al mismo tiempo de los enemigos poderosos que tuvieras por de fuera, y de aquellos gobernados que te causan sobresaltos en lo interior. Por esto, como lo he dicho, todo príncipe nuevo en su soberanía nueva, se formó siempre una tropa suya. Nuestras historias presentan innumerables ejemplos de ello.
Pero cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo en cuya posesión estaba ya, y este nuevo Estado se hace un miembro de su antiguo principado, es menester, entonces, que le desarme semejante príncipe, no dejando armados en él más que a los hombres que, en el acto suyo de adquisición, se declararon abiertamente por partidarios suyos. Pero aun con respecto a aquellos mismos, debes, con el tiempo, y aprovechándote de las ocasiones propicias, debilitar su belicoso genio y hacerlos afeminados. En una palabra, es menester que te pongas de modo que todas las armas de tu Estado permanezcan en poder de los soldados que te pertenecen a ti solo, y que viven, mucho tiempo hace, en tu antiguo Estado al lado de tu persona.
Nuestros mayores (Florentinos), y principalmente los que se alaban como sabios, tenían costumbre de decir que sí; para conservar Pisa, era necesario tener en ella fortalezas, convenía, para tener Pistoya fomentar allí algunas facciones. Y por esto, en algunos distritos de su dominación, mantenían ciertas contiendas que les hacían efectivamente más fácil la posesión suya. Esto podía convenir en un tiempo en que había un cierto equilibrio en Italia; pero no parece que este método pueda ser bueno hoy día, porque no creo que las divisiones en una ciudad proporcionen jamás bien ninguno. Aun es imposible que a la llegada de un enemigo las ciudades así divididas no se pierdan al punto; porque de los dos partidos que ellas encierran, el más débil se mira siempre con las fuerzas que ataquen, y el otro con ello no bastará ya para resistir.
Determinados, en mi entender, los venecianos por las mismas consideraciones que nuestros antepasados mantenían en las ciudades de su dominación las facciones de los güelfos y gibelinos, aunque no los dejaban propagarse en sus pendencias hasta el grado de la efusión de sangre, alimentaban, sin embargo, entre ellas su espíritu de oposición, a fin de que ocupados en sus contiendas los que eran partidarios de una u otra no se sublevaran contra ellos. Pero se vio que esta estratagema no se convirtió en beneficio suyo, cuando hubieron sido derrotados en Vaila, porque una parte de estas facciones tomó aliento entonces y les quitó sus dominios de tierra firme.
Semejantes medios dan a conocer que el príncipe tiene alguna debilidad; porque nunca en un principado vigoroso se tomará uno la libertad de mantener tales divisiones. Son provechosas en tiempo de paz únicamente, porque se puede dirigir entonces, por su medio, más fácilmente a los súbditos; pero si la guerra sobreviene, este expediente mismo muestra su debilidad y peligros.
Es incontestable que los príncipes son grandes cuando superan a las dificultades y resistencias que se les oponen. Pues bien, la fortuna, cuando ella quiere elevar a un príncipe nuevo, que tiene mucha más necesidad que un príncipe hereditario de adquirir fama, le suscita enemigos y le inclina a varias empresas contra ellos a fin de que él tenga ocasión de triunfar, y con la escala que se le trae en cierto modo por ellos suba más arriba. Por esto piensan muchas gentes que un príncipe sabio debe, siempre que le es posible, proporcionarse con arte algún enemigo a fin de que atacándole y reprimiéndole resulte un aumento de grandeza para el mismo.
Los príncipes, y especialmente los que son nuevos, hallaron después en aquellos hombres que, en el principio de su reinado les eran sospechosos, más fidelidad y provecho que en aquellos en quienes al empezar ponían toda su confianza. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, se servía en el gobierno de su Estado mucho más de los que le habían sido sospechosos que de los que no lo habían sido nunca.
Pero no puede darse sobre este particular una regla general, porque los casos no son siempre unos mismos. Me limitaré, pues, a decir que si aquellos hombres que, en el principio de un principado eran enemigos del príncipe, no son capaces de mantenerse en su oposición sin necesitar de apoyos, podrá ganarlos el príncipe fácilmente.
Estarán después tanto más precisados a servirle con fidelidad cuanto conocerán cuán necesario les es borrar con sus acciones la siniestra opinión que tenía formada de ellos el príncipe. Así, pues, sacará siempre más utilidad de estas gentes que de aquellos sujetos que, sirviéndole con mucha tranquilidad de sí mismos, no pueden menos de descuidar los intereses del príncipe.
Supuesto que lo exige la materia, no quiero omitir el recordar al príncipe que adquirió nuevamente un estado con el favor de algunos ciudadanos, que él debe considerar muy bien el motivo que los inclinó a favorecerle. Si ellos lo hicieron, no por un afecto natural a su persona, sino únicamente a causa de que no estaban contentos con el gobierno que tenían, no podrá conservarlos por amigos semejante príncipe más que con sumo trabajo y dificultades, porque es imposible que pueda contentarlos. Discurriendo sobre esto con arreglo a los ejemplos antiguos y modernos, se verá que es más fácil ganar la amistad de los hombres que se contentaban con el anterior gobierno, aunque no gustaban de él, que de aquellos hombres que no estando contentos se volvieron, por este único motivo, amigos del nuevo príncipe, y ayudaron a apoderarse del Estado.
Los príncipes que querían conservar más seguramente el suyo, tuvieron la costumbre de construir fortalezas que sirviesen de rienda y freno a cualquiera que concibiera designios contra ellos y de seguro refugio a sí mismos en el primer asalto de una rebelión. Alabo esta precaución supuesto que la practicaron nuestros mayores. Sin embargo, en nuestro tiempo, se vio a mosén Nicolás Viteli demoler dos fortalezas en la ciudad de Castela para conservarla. Habiendo vuelto Guy Ubaldo, duque de Urbino, a su Estado, del que le había echado César Borgia, arruinó hasta los cimientos todas las fortalezas de esta provincia, que sin ellas conservaría más fácilmente aquel Estado, y que había más dificultad para quitársele otra vez. Habiendo vuelto a entrar en Bolonia los Bentivoglio, procedieron del mismo modo.
Las fortalezas son útiles o inútiles, según los tiempos, y si ellas te proporcionan algún beneficio bajo un aspecto te perjudican bajo otro. Puede reducirse la cuestión a estos términos: el príncipe que tiene más miedo de sus pueblos que de los extranjeros debe hacerse fortalezas; pero el que teme más a los extranjeros que a sus pueblos debe pasarse sin esta defensa. El castillo que Francisco Sforza se hizo en Milán, atrajo y atraerá más guerras a la familia de los Sforza que cualquiera otro desorden posible en este Estado. La mejor fortaleza que puede tenerse es no ser aborrecido de sus pueblos. Aun cuando tuvieras fortaleza, si el pueblo te aborrece no podrás salvarte en ellas; porque si él toma las armas contra ti no le faltarán extranjeros que vengan a su socorro.
No vemos que, en nuestro tiempo, las fortalezas se hayan convertido en provecho de ningún príncipe, sino es de la condesa de Forli después de la muerte de su esposo, el conde Gerónimo. Le sirvió su ciudadela para evitar acertadamente el primer choque del pueblo, para esperar con seguridad algunos socorros de Milán y recuperar su Estado. Entonces no permitían las circunstancias que los extranjeros vinieran al socorro del pueblo. Pero en lo sucesivo, cuando César Borgia fue a atacar a esta condesa y que su pueblo, al que ella tenía por enemigo, se reunió con el extranjero contra sí misma, le fueron casi inútiles sus fortalezas. Entonces, y anteriormente, le hubiera valido más a la condesa el no estar aborrecida del pueblo, que el tenerlas. Bien consideradas todas estas cosas, alabaré tanto al que haga fortalezas como al que no las haga, pero censuraré al que fiándose mucho en ellas tenga por causa de poca monta el odio de sus pueblos.

21 Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir alguna consideración


Ninguna cosa le granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las acciones raras y maravillosas. De ello nos presenta nuestra era un admirable ejemplo en Fernando V, rey de Aragón, y actualmente monarca de España. Podemos mirarle casi como a un príncipe nuevo, porque de rey débil que él era llegó a ser, por su fama y gloria, el primer rey de la cristiandad. Pues bien, si consideramos sus acciones las hallaremos todas sumamente grandes, y aun algunas nos parecerán extraordinarias. Al comenzar a reinar asaltó el reino de Granada, y esta empresa sirvió de fundamento a su grandeza. La había comenzado, desde luego, sin pelear ni miedo de hallar estorbo en ello, en cuanto su primer cuidado había sido tener ocupado en esta guerra el ánimo de los nobles de Castilla. Haciéndoles pensar incesantemente en ella, los distraía de discurrir en maquinar innovaciones durante este tiempo; y de este modo adquiría sobre ellos, sin que lo echasen de ver, mucho dominio y se proporcionaba una suma estimación. Pudo, en seguida, con el dinero de la Iglesia y de los pueblos, mantener ejércitos y formarse, por medio de esta larga guerra, una buena tropa, que acabó atrayéndole mucha gloria. Además, alegando siempre el pretexto de la religión para poder ejecutar mayores empresas, recurrió al expediente de una crueldad devota; y echó a los moros de su reino, que con ello quedó libre de su presencia. No puede decirse cosa ninguna más cruel, y juntamente más extraordinaria, que lo que él ejecutó en esta ocasión. Bajo esta misma capa de religión se dirigió después de esto contra el África, emprendió su conquista de Italia y acaba de atacar recientemente a la Francia. Concertó siempre grandes cosas que llenaron de admiración a sus pueblos y tuvieron preocupados sus ánimos con las resultas que ellas podían tener. Aun hizo engendrarse sus empresas en tanto grado más por otras, que ellas no dieron jamás a sus gobernados lugar para respirar ni poder urdir ninguna trama contra él.
Es también un. expediente muy provechoso para un príncipe el imaginar cosas singulares en el gobierno interior de su Estado, como las que se cuentan de mosén Barnabó Visconti de Milán. Cuando sucede que una persona hizo, en el orden civil, una acción nada común, tanto en bien como en mal, es menester hallar, para premiarla o castigarla, un modo notable que al público dé amplia materia de hablar. En una palabra: el príncipe debe, ante todas cosas, ingeniarse para que cada una de sus operaciones se dirija a proporcionarle la fama de grande hombre, y de príncipe de un superior ingenio.
Se da a estimar, también, cuán es resueltamente amigo o enemigo de los príncipes; es decir, cuando sin timidez se declaran en favor del uno contra el otro. Esta resolución es siempre más útil que la de quedar neutral, porque cuando dos potencias de tu vecindad se declaran entre sí la guerra, o son tales que si la una llega a vencer, tengas fundamento para temerla después o bien ninguna de ellas es propia para infundirte semejante temor. Pues bien, en uno y otro caso, te será siempre más útil el declararle y hacer tú mismo una guerra franca. En el primero, si no te declaras serás siempre el despojo del que haya triunfado, y el vencido experimentará gusto y contento con ello. No tendrás, entonces, a ninguno que se compadezca de ti, ni que venga a socorrerte, y ni aun que te dé un asilo. El que ha vencido no quiere a sospechosos amigos que no le auxilien en la adversidad. No te acogerá el que es vencido, supuesto que no quisiste tomar las armas para correr las contingencias de su fortuna.
Habiendo pasado Antíoco a Grecia, en donde le llamaban los etolios para echar de allí a los romanos, envió un embajador a los acayos para inducirlos a permanecer neutrales, mientras que les rogaba a los romanos que se armasen en favor suyo. Esto fue materia de una deliberación en los consejos de los acayos. En él insistía el enviado de Antíoco en que se resolviesen a la neutralidad; pero el diputado de los romanos, que se hallaba presente, le refutó por el tenor siguiente: «Se dice que el partido más sabio para vosotros y más útil para vuestro Estado es que no toméis parte ninguna en la guerra que hacemos; os engañan. No podéis tomar resolución ninguna más opuesta a vuestros intereses; porque si no tomáis parte ninguna en nuestra guerra, privados vosotros, entonces, de toda consideración e indignos de toda gracia, serviréis de premio infaliblemente al vencedor».
Nota bien que el que te pide la neutralidad no es jamás amigo tuyo, y que, por el contrario, lo es el que solicita que te declares en favor suyo y tomes las armas en defensa de su causa. Los príncipes irresolutos que quieren evitar los peligros del momento, atrasan con la mayor frecuencia la vía de la neutralidad; pero también con la mayor frecuencia caminan hacia su ruina. Cuando se declara el príncipe generosamente en favor de una de las potencias contendientes, si aquella a la que se une triunfa, y aun cuando él quedara a su discreción, y que ella tuviera una gran fuerza, no tendrá que temerla, porque le es deudora de algunos favores y le habrá cogido amor. Los hombres no son nunca bastante desvergonzados para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría en oprimirte en semejante caso. Por otra parte, las victorias no son jamás tan prósperas que dispensen al vencedor de tener algún miramiento contigo, y particularmente algún respeto a la justicia. Si, por el contrario, aquel con quien te unes es vencido, serás bien visto de él. Siempre que tenga la posibilidad de ello irá a tu socorro, y será el compañero de tu fortuna que puede mejorarse en algún día.
En el segundo caso, es decir, cuando las potencias que luchan una contra otra, son tales que no tengas que temer nada de la que triunfe, cualquiera que sea, hay tanta más prudencia en unirte a una de ellas, cuanto por este medio concurres a la ruina de la otra, con la ayuda de aquella misma, que, si ella fuera prudente, debería salvarla. Es imposible que con tu socorro ella no triunfe, y su victoria entonces no puede menos de ponerla a tu discreción.
Es necesario notar aquí que un príncipe, cuando quiere atacar a otros, debe cuidar siempre de no asociarse con un príncipe más poderoso que él, a no ser que la necesidad le obligue a ello, como lo he dicho más arriba; porque si éste triunfa, queda esclavo en algún modo. Ahora bien, los príncipes deben evitar, cuanto les sea posible, el quedar a la disposición de los otros. Los venecianos se ligaron con los franceses para luchar contra el duque de Milán, y esta confederación de la que ellos podían excusarse, causó su ruina. Pero si uno no puede excusarse de semejantes ligas, como sucedió a los florentinos, cuando el Papa y la España fueron, con sus ejércitos reunidos, a atacar la Lombardía, entonces, por las razones que llevo dichas, debe unirse el príncipe con los otros.
Que ningún Estado, por lo demás, crea poder nunca en semejante circunstancia tomar una resolución segura; que piense, por el contrario, en que no puede tomarla más que dudosa, porque es conforme al ordinario curso de las cosas que no trate uno de evitar nunca un inconveniente sin caer en otro. La prudencia consiste en saber conocer su respectiva calidad y tomar por bueno el partido menos malo.
Un príncipe debe manifestarse también amigo generoso de los talentos y honrar a todos aquellos gobernados suyos que sobresalen en cualquier arte. En su consecuencia, debe estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión, sea en el comercio, sea en la agricultura, sea en cualquier otro oficio; y hacer de modo que, por el temor de verse quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer con ello su Estado, y que por el de los tributos, no sean disuadidos de abrir un nuevo comercio. Últimamente, debe preparar algunos premios para cualquiera que quiere hacer establecimientos útiles, y para el que piensa, sea del modo que se quiera, en multiplicar los recursos de su ciudad y Estado.
La obligación es, además, ocupar con fiestas y espectáculos a sus pueblos en aquel tiempo del año en que conviene que los haya. Como toda ciudad está dividida, o en gremios de oficios, o en tribus, debe tener miramiento s con estos cuerpos, reunirse a veces con ellos y dar allí ejemplos de humanidad y munificencia, conservando, sin embargo, de un modo inalterable, la majestad de su clase; cuidado tanto más necesario, cuanto estos actos de popularidad no se hacen nunca sin que se humille de algún modo su dignidad.



22 De los secretarios (o ministros) de los príncipes


No es de poca importancia para un príncipe la buena elección de sus ministros, los cuales son buenos o malos según la prudencia de que él usó en ella. El primer juicio que hacemos, desde luego, sobre un príncipe y sobre su espíritu, no es más que conjetura; pero lleva siempre por fundamento legítimo la reputación de los hombres de que se rodea este príncipe. Cuando ellos son de una suficiente capacidad, y se manifiestan fieles, podemos tenerle por prudente a él mismo, porque ha sabido conocerlos bastante bien y sabe mantenerlos fieles a su persona.
Pero cuando son de otro modo, debemos formar sobre él un juicio poco favorable; porque ha comenzado con una falta grave tomándolos así. No había ninguno que, viendo a mosén Antonio de Venafío hecho ministro de Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, no juzgara que Pandolfo era un hombre prudentísimo, por el solo hecho de haber tomado por ministro a Antonio.
Pero es necesario saber que hay entre los príncipes, como entre los demás hombres, tres especies de cerebros. Los unos imaginan por sí mismos; los segundos, poco acomodados para inventar, cogen con sagacidad lo que se les muestra por los otros, y los terceros no conciben nada por sí mismos, ni por los discursos ajenos. Los primeros son ingenios superiores; los segundos, excelentes talentos; los terceros son como si ellos no existieran. Si Pandolfo no era de la primera especie, era menester, pues, necesariamente que él perteneciera a la segunda. Por esto, sólo que un príncipe, aun sin poseer el ingenio inventivo, está dotado de suficiente juicio para discernir lo bueno y malo que otro hace y dice, conoce las buenas y malas operaciones de su ministro, sabe echar de ver las primeras, corregir las segundas, y no pudiendo su ministro concebir esperanzas de engañarle, se mantiene íntegro, prudente y fiel.
Pero ¿cómo conoce un príncipe si su ministro es bueno o malo? He aquí un medio que no induce jamás a error. Cuando ves a tu ministro pensar más en sí que en ti, y que en todas sus acciones inquiere su provecho personal, puedes estar persuadido de que este hombre no te servirá nunca bien. No podrás estar jamás seguro de él, porque falta a la primera de las máximas morales de su condición. Esta máxima es que el que maneja los negocios de un Estado no debe nunca pensar en sí mismo, sino en el príncipe, ni recordarle jamás cosa ninguna que no se refiera a los intereses de su principado.
Pero también, por otra parte, el príncipe, a fin de conservar a un buen ministro y sus buenas y generosas disposiciones, debe pensar en él, rodearle de honores, enriquecerle y atraérsele por el reconocimiento con las dignidades y cargos que él le confiera.
Los grados honoríficos y riquezas que él le acuerda colman los deseos de su ambición, y los importantes cargos de que éste se halla provisto, le hacen temer que el príncipe sea mudado de su lugar, porque conoce bien que no puede mantenerse más que con él. Así, pues, cuando el príncipe y el ministro están formados y se conducen de este modo, pueden fiarse el uno en el otro; pero si no lo están, acaban siempre mal uno u otro.

23 Cuándo debe huirse de los aduladores


No quiero pasar en silencio un punto importante, que consiste en una falta de la que se preservan los príncipes difícilmente cuando no son muy prudentes o carecen de un tacto fino y juicioso. Esta falta es más bien la de los aduladores, de que están llenas las cortes; pero se complacen tanto los príncipes en lo que ellos mismos hacen, y en ello se engañan con una tan natural propensión, que únicamente con dificultad pueden preservarse contra el contagio de la adulación. Aun, con frecuencia, cuando quieren librarse de ella, corren peligro de caer en el menosprecio.
No hay otro medio para preservarte del peligro de la adulación más que hacer comprender a los sujetos que te rodean que ellos no te ofenden cuando te dicen la verdad. Pero si cada uno puede decírtela, no te faltarán al respeto. Para evitar este peligro, un príncipe dotado de prudencia debe seguir un curso medio, escogiendo en su Estado a algunos sujetos sabios, a los cuales sólo acuerde la libertad de decirle la verdad, únicamente sobre la cosa con cuyo motivo él los pregunte, y sobre ninguna otra; pero debe hacerles preguntas sobre todas, oír sus opiniones, deliberar después por sí mismo y obrar, últimamente, como lo tenga por conducente. Es necesario que su conducta con sus consejeros reunidos, y con cada uno de ellos en particular, sea tal que cada uno conozca que, cuanto más libremente se le hable, tanto más se le agradará. Pero, excepto éstos, debe negarse a oír los consejos de cualquiera otro, hacer en seguida lo que ha resuelto en sí mismo, y manifestarse tenaz en sus determinaciones. Si el príncipe obra de diferente modo, la diversidad de pareceres obligará a variar frecuentemente, de lo cual resultará que harán muy corto aprecio de él. Quiero presentar, sobre este particular, un ejemplo moderno. El cura Luc, dependiente de Maximiliano, actual emperador, dijo, hablando de él, «que  no tomaba consejo de ninguno, y que, sin embargo, no hacía nunca nada a su gusto». Esto proviene de que Maximiliano sigue un rumbo contrario al que he indicado. El emperador es un hombre misterioso que no comunica sus designios a ninguno, ni toma jamás parecer de nadie; pero cuando se pone a ejecutarlos, y se empieza a vislumbrarlos y descubrirlos, los sujetos que le rodean se ponen a contradecirlos y desiste fácilmente de ellos. De esto dimana que las cosas que él hace un día, las deshace el siguiente; que no se prevé nunca lo que quiere hacer, ni lo que proyecta, y que no es posible contar con sus determinaciones.
Si un príncipe debe hacerse dar consejos sobre todos los negocios, no debe recibirlos más que cuando éste les agrada a sus consejeros. Aun debe quitar a cualquiera la gana de aconsejarle sobre cosa ninguna, a no ser que él solicite serlo. Pero debe frecuentemente, y sobre todos los negocios, pedir consejo, oír en seguida con paciencia la verdad sobre las preguntas que ha hecho, aun querer que ningún motivo de respeto sirva de estorbo para decírsela, y no desazonarse nunca cuando le oye.
Los que piensan que un príncipe que se hace estimar por su prudencia no la debe a sí mismo, sino a la sabiduría de los consejeros que le circundan, se engañan muy ciertamente. Para juzgar de esto hay una regla general que no nos induce jamás a error: es que un príncipe que no es prudente de sí mismo no puede aconsejarse bien, a no ser que, por casualidad, se refiera a un sujeto único que le gobernara en todo y fuera habilísimo. En cuyo caso podría gobernarse bien el príncipe; pero esto no duraría por mucho tiempo, porque este conductor mismo le quitaría en breve tiempo su Estado.
En cuanto al príncipe que se consulta con muchos y no tiene una grande prudencia en sí mismo, como no recibirá jamás pareceres que concuerden, no sabrá conciliarlos por sí mismo. Cada uno de sus consejeros pensará en sus propios intereses, y el príncipe no sabrá corregirlos de ello, y ni aun echarlo de ver. No es posible apenas hallar dispuestos de otro modo los ministros: porque los hombres son siempre malos, a no ser que los precisen a ser buenos.
Concluyamos, pues, que conviene que los buenos consejos, de cualquiera parte que vengan, dimanen de la prudencia del príncipe, y que ésta no dimane de los buenos consejos que él recibe.



24 ¿Por qué muchos príncipes de Italia perdieron sus estados?


El príncipe nuevo que siga con prudencia las reglas que acabo de exponer tendrá la consistencia de uno antiguo, y estará inmediatamente más seguro en su Estado que si lo poseyera hace un siglo. Siendo un príncipe nuevo mucho más observado en sus acciones que otro hereditario, cuando las juzgamos grandes y magnánimas, le ganan ellas mucho mejor el afecto de sus gobernados, y se los apegan mucho más que podría hacerlo una sangre esclarecida mucho tiempo hace; porque se ganan los hombres mucho menos con las cosas pasadas que con las presentes. Cuando hallan su provecho en éstas, se fijan en ellas sin buscar en otra parte. Mucho más abrazan de cualquiera manera la causa de este nuevo príncipe, con tal que, en lo restante de su conducta, no se falte a sí mismo. Así tendrá una doble gloria: la de haber dado origen a una nueva soberanía, y la de haberla adornado y corroborado con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos; así como tendrá una doble afrenta el que, habiendo nacido príncipe, haya perdido su Estado por su poca prudencia.
Si se consideran aquellos príncipes de Italia, que en nuestros tiempos perdieron sus Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se reconocerá, desde luego, que todos ellos cometieron la misma falta en lo concerniente a las armas, según lo que hemos explicado extensamente. Se notará después que uno de ellos tuvo por enemigos a sus pueblos, o que el que tenía por amigo al pueblo no tuvo el arte de asegurarse de los grandes. Sin estas faltas, no se pierden los Estados que presentan bastantes recursos para que uno pueda tener ejércitos en campaña. Felipe de Macedonia, no el que fue padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, no tenía un Estado bien grande, con respecto al de los romanos y griegos que le atacaron juntos; sin embargo, sostuvo por muchos años la guerra contra ellos, porque era belicoso y sabía no menos contener a sus pueblos que asegurarse de los grandes. Si al cabo perdió la soberanía de algunas ciudades, le quedó, sin embargo, su reino.
Que aquellos príncipes nuestros que, después de haber ocupado algunos Estados por muchos años los perdieron, acusen de ello a su cobardía y no a la fortuna. Como en tiempo de paz no habían pensado nunca que pudieran mudarse las cosas, porque es un defecto común a todos los hombres el no inquietarse de las borrascas cuando están en bonanza, sucedió que después, cuando llegaron los tiempos adversos, no pensaron más que en huir en vez de defenderse, esperando que fatigados sus pueblos con la insolencia del vencedor no dejarían de llamar otra vez.
Este partido es bueno cuando faltan los otros; pero el haber abandonado los otros remedios por éste es cosa malísima, porque un príncipe no debería caer nunca por haber creído hallar después a alguno que le recibiera. Esto no sucede, o si sucede no hallarás seguridad en ello, porque esta especie de defensa es vil y no depende de ti. Las únicas defensas que sean buenas, ciertas y durables, son las que dependen de ti mismo y de tu propio valor.



25 Cuánto dominio tiene la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo podemos resistirle cuando es contraria


No se me oculta que muchos creyeron y creen que la fortuna, es decir, Dios, gobierna de tal modo las cosas de este mundo que los hombres con su prudencia no pueden corregir lo que ellas tienen de adverso, y aun que no hay remedio ninguno que oponerles. Con arreglo a esto podrían juzgar que es en balde fatigarse mucho en semejantes ocasiones, y que conviene dejarse gobernar entonces por la suerte. Esta opinión no está acreditada en nuestro tiempo, a causa de las grandes mudanzas que, fuera de toda conjetura humana, se vieron y se ven cada día. Reflexionándolo yo mismo, de cuando en cuando, me incliné en cierto modo hacia esta opinión; sin embargo, no estando anonadado nuestro libre albedrío, juzgo que puede ser verdad que la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones; pero también que es cierto que ella nos deja gobernar la otra, o a lo menos siempre algunas partes. La comparo con un río fatal que, cuando se embravece, inunda las llanuras, echa a tierra los árboles y edificios, quita el terreno de un paraje para llevarle a otro. Cada uno huye a la vista de él, todos ceden a su furia sin poder resistirle. Y, sin embargo, por más formidable que sea su naturaleza, no por ello sucede menos que los hombres, cuando están serenos los temporales, pueden tomar precauciones contra semejante río, haciendo diques y explanadas; de modo que cuando él crece de nuevo está forzado a correr por un canal, o que a lo menos su fogosidad no sea tan licenciosa ni perjudicial.
Sucede lo mismo con respecto a la fortuna: no ostenta ella su dominio más que cuando encuentra un alma y virtud preparadas; porque cuando las encuentra tales, vuelve su violencia hacia la parte en que sabe que no hay diques ni otras defensas capaces de mantenerla.
Si consideramos la Italia, que es el teatro de estas revoluciones y el receptáculo que les da impulso, veremos que es una campiña sin diques ni otra defensa ninguna. Si hubiera estado preservada con la conducente virtud, como lo están la Alemania, España y Francia, la inundación de las tropas extranjeras que ella sufrió no hubiera ocasionado las grandes mudanzas que experimentó, o ni aun hubiera venido. Baste esta reflexión para lo concerniente a la necesidad de oponerse a la fortuna en general.
Restringiéndome más a varios casos particulares, digo que se ve a un cierto príncipe que prosperaba ayer caer hoy, sin que se le haya visto de modo ninguno mudar de genio ni propiedades. Esto dimana, en mi creencia, de las causas que he explicado antes con harta extensión, cuando he dicho que el príncipe que no se apoya más que en la fortuna, cae según que ella varía. Creo también que es dichoso aquel cuyo modo de proceder se halla en armonía con la calidad de las circunstancias, y que no puede menos de ser desgraciado aquel cuya conducta está en discordancia con los tiempos. Se ve, en efecto, que los hombres, en las acciones que los conducen al fin que cada uno de ellos se propone, proceden diversamente: el uno con circunspección, el otro con impetuosidad; éste con violencia, aquél con maña; el uno con paciencia, y el otro con una contraria disposición; y cada uno, sin embargo, por estos medios diversos puede conseguirlo. Se ve también que de dos hombres moderados el uno logra su fin y el otro no; que, por otra parte, otros dos, uno de los cuales es violento y el otro moderado, tienen igualmente acierto con dos expedientes diferentes, análogos a la diversidad de su respectivo genio. Lo cual no dimana de otra cosa más que de la calidad de los tiempos que concuerdan o no con su modo de obrar. De ello resulta lo que he dicho; es, a saber, que obrando diversamente dos hombres, logran un mismo efecto, y que, otros dos que obran del mismo modo, el uno consigue su fin y el otro no lo logra. De esto depende también la variación de su felicidad; porque si, para el que se conduce con moderación y paciencia, los tiempos y cosas se vuelven de modo que su gobierno sea bueno, prospera él; pero si varían los tiempos y cosas, obra su ruina; porque no muda de modo de proceder. Pero no hay hombre ninguno, por más dotado de prudencia que esté, que sepa concordar bien sus procederes con los tiempos, sea porque no le es posible desviarse de la propensión a que su naturaleza le inclina, sea también porque habiendo prosperado siempre caminando por una senda no puede persuadirse de que obrará bien en desviarse de ella. Cuando ha llegado, para el hombre moderado, el tiempo de obrar con impetuosidad, no sabe él hacerlo, y resulta de ello ruina. Si él mudara de naturaleza con los tiempos y cosas no se mudaría su fortuna.
El papa Julio II procedió con impetuosidad en todas sus acciones, y halló los tiempos y cosas tan conformes con su modo de obrar, que logró acertar siempre. Considérese la primera empresa que él hizo contra Bolonia, en vida todavía de mosén Juan Bentivoglio: la verán los venecianos con disgusto; y el rey de España, como también el de Francia, estaban deliberando todavía sobre lo que harían en esta ocurrencia, cuando Julio, con su valentía e impetuosidad, fue él mismo en persona a esta expedición. Este paso dejó suspensos e inmóviles a la España y venecianos; a éstos por miedo, y a aquélla por la gana de recuperar el reino de Nápoles. Por otra parte, atrajo a su partido al rey de Francia que, habiéndole visto en movimiento y deseando que él se le uniese para abatir a los venecianos, juzgó que no podría negarle sus tropas sin hacerle una ofensa formal. Así, pues, Julio, con la impetuosidad de su paso, tuvo acierto en una empresa que otro Pontífice, con toda la prudencia humana, no hubiera podido dirigir nunca. Si, para partir de Roma, hubiera aguardado hasta haber fijado sus determinaciones y ordenado todo lo necesario, como lo hubiera hecho cualquier otro Papa, no hubiera tenido jamás un feliz éxito, porque el rey de Francia le hubiera alegado mil disculpas, y los otros le hubieran infundido mil nuevos temores. Me abstengo de examinar las demás acciones suyas, las cuales todas son de esta especie, y se coronaron con el triunfo. La brevedad de su pontificado no le dejó lugar para experimentar lo contrario, que sin duda le hubiera acaecido; porque si hubieran convenido proceder con circunspección, él mismo hubiera formado su ruina, porque no se hubiera apartado nunca de aquella atropellada conducta a que su genio le inclinaba.
Concluyo, pues, que, si la fortuna varía, y los príncipes permanecen obstinados en su modo natural de obrar, serán felices, a la verdad, mientras que semejante conducta vaya acorde con la fortuna; pero serán desgraciados, desde que sus habituales procederes se hallan discordantes con ella. Pesándolo todo bien, sin embargo, creo juzgar sanamente diciendo que vale más ser impetuoso que circunspecto, porque la fortuna es mujer, y es necesario, por esto mismo, cuando queremos tenerla sumisa, zurrarla y zaherirla. Se ve, en efecto, que se deja vencer más bien de los que le tratan así, que de los que proceden tibiamente con ella. Por otra parte, como mujer, es amiga siempre de los jóvenes, porque son menos circunspectos, más iracundos y le mandan con más atrevimiento.



26 Exhortación a librar la Italia de los bárbaros


Después de haber meditado sobre cuántas cosas acaban de exponerse, me he preguntado a mí mismo si, ahora en Italia, hay circunstancias tales que un príncipe nuevo pueda adquirir en ella más gloria, y si se halla en la misma cuanto es menester para proporcionar al que la Naturaleza hubiera dotado de un gran valor y de una prudencia nada común, la ocasión de introducir aquí una nueva forma que, honrándole a él mismo, hiciera la felicidad de todos los italianos. La conclusión de mis reflexiones sobre esta materia es que tantas cosas me parecen concurrir en Italia al beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si habrá nunca un tiempo más proporcionado para esta empresa.
Si, como lo he dicho, era necesario que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto, para que el valor de Moisés tuviera la ocasión de manifestarse; que los persas se viesen oprimidos por los medos, para que conociéramos la grandeza de Ciro; que los atenienses estuviesen dispersos, para que Teseo pudiera dar a conocer su superioridad; del mismo modo, para que estuviéramos hoy día en el caso de apreciar todo el valor de un alma italiana, era menester que la Italia se hallara traída al miserable punto en que está ahora; que ella fuera más esclava que lo eran los hebreos, más sujeta que los persas, más dispersa que los atenienses. Era menester que, sin jefe ni estatutos, hubiera sido vencida, despojada, despedazada, conquistada y asolada; en una palabra, que ella hubiera padecido ruinas de todas las especies.
Aunque en los tiempos corridos hasta este día, se haya echado de ver en éste o aquel hombre algún indicio de inspiración que podía hacerle creer destinado por Dios para la redención de la Italia, se vio, sin embargo, después que le reprobaba en sus más sublimes acciones la fortuna, de modo que permaneciendo sin vida la Italia, aguarda todavía a un salvador que la cure de sus heridas, ponga fin a los destrozos y saqueos de la Lombardía, a los pillajes y matanzas del reino de Nápoles; a un hombre, en fin, que cure a la Italia de llagas inveteradas tanto tiempo hace. Vémosla rogando a Dios que le envíe alguno que le redima de las crueldades y ultrajes que le hicieron los bárbaros. Por más abatida que ella está, la vemos con disposiciones de seguir una bandera, si hay alguno que la enarbole y la despliegue; pero en los actuales tiempos no vemos en quién podría poner ella sus esperanzas, si no es en vuestra muy ilustre casa. Vuestra familia, que su valor y fortuna elevaron a los favores de Dios y de la Iglesia, a la que ella dio su príncipe, es la única que pueda comprender nuestra redención. Esto no os será muy dificultoso, si tenéis presentes en el ánimo las acciones y vida de los príncipes insignes que he nombrado. Aunque los hombres de este temple hayan sido raros y maravillosos, no por ello fueron menos hombres, y ninguno de ellos tuvo una tan bella ocasión como la del tiempo presente. Sus empresas no fueron más justas ni fáciles que ésta, y Dios no les fue más propicio que lo es a vuestra causa. Aquí hay una sobresaliente justicia; porque una guerra es legítima por el solo hecho de ser necesaria, y las guerras son actos de humanidad, cuando no hay ya esperanzas más que en ellas. Aquí son grandísimas las disposiciones de los pueblos, y no puede haber mucha dificultad en ello cuando son grandes las disposiciones, con tal que éstas abracen algunas de las instituciones de los que os he propuesto por modelos.
Prescindiendo de estos socorros, veis aquí sucesos extraordinarios y sin ejemplo, que se dirigen patentemente por Dios mismo. El mar se abrió; una nube os mostró el camino; la peña abasteció de agua; aquí ha caído del cielo el maná; todo concurre al acrecentamiento de vuestra grandeza; lo demás debe ser obra vuestra. Dios no quiere hacerlo todo, para privaros del uso de nuestro libre albedrío y quitarnos una parte de la gloria que de ello nos redundará.
No es una maravilla que hasta ahora ninguno de cuantos italianos he citado, haya sido capaz de hacer lo que puede esperarse de vuestra esclarecida casa. Si en las numerosas revoluciones de la Italia, y en tantas maniobras guerreras, pareció siempre que se había extinguido la antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que sus instituciones no eran buenas, y que no había ninguno que supiera inventar otras nuevas. Ninguna cosa hace tanto honor a un hombre recientemente elevado, como las nuevas leyes, las nuevas instituciones imaginadas por él. Cuando están formadas sobre buenos fundamentos, y tienen alguna grandeza en sí mismas, le hacen digno de respeto y admiración.
Ahora bien, no falta en Italia cosa ninguna de lo que es necesario para introducir en ella formas de toda especie. Vemos en ella un gran valor, que aun cuando carecieran de él los jefes, quedaría muy eminente en los miembros. ¡Véase cómo en los desafíos y combates de un corto número, los italianos se muestran superiores en fuerza, destreza e ingenio! Si ellos no se manifiestan tales en los ejércitos, la debilidad de sus jefes es la única causa de ello; porque los que la conocen no quieren obedecer, y cada uno cree conocerla. No hubo, en efecto, hasta este día, ningún sujeto que se hiciera bastante eminente por su valor y fortuna, para que los otros se sometiesen a él. De esto nace que, durante un tan largo transcurso de tiempo, y en un tan crecido número de guerras, hechas durante los veinte últimos años, cuando se tuvo un ejército enteramente italiano se desgració él siempre como se vio a los primeros en Faro y sucesivamente después en Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Mestri.
Si, pues, vuestra ilustre casa quiere imitar a los varones insignes que libraron sus provincias, es menester ante todas cosas (porque esto es el fundamento real de cada empresa), proveeros de ejércitos que sean vuestros únicamente; porque no puede tener uno soldados más fieles, verdaderos ni mejores que los suyos propios. Y aunque cada uno de ellos en particular sea bueno, todos juntos serán mejores cuando se vean mandados, honrados y mantenidos por su príncipe. Conviene, pues, proporcionarse semejantes ejércitos, a fin de poder de defenderse de los extranjeros con un valor enteramente italiano.
Aunque las infanterías suiza y española se miran como terribles, tienen, sin embargo, una y otra un gran defecto, a causa del cual una tercera clase de tropas podría no solamente resistirles, sino también tener la confianza de vencerlas. Los españoles no pueden sostener los asaltos de la caballería, y los suizos deben tener miedo a la infantería, cuando ellos se encuentran con una que pelea con tanta obstinación como ellos. Por esto se vio y se verá, por experiencia, que los españoles pueden resistir contra los esfuerzos de una caballería francesa, y que una infantería española abruma a los suizos. Aunque no se ha hecho por entero la prueba de esta última verdad, se vio, sin embargo, algo en la batalla de Ravena, cuando la infantería española llegó a las manos con las tropas alemanas, que observaban el mismo método que los suizos, mientras que habiendo penetrado entre las picas de los alemanes, los españoles, ágiles de cuerpo y defendidos con sus brazales, se hallaban en seguridad para sacudirlos, sin que ellos tuviesen medio de defenderse. Si no los hubiera embestido la caballería, hubieran destruido ellos a todos.
Se puede, pues, después de haber reconocido el defecto de ambas infanterías, imaginar una nueva que resista a la caballería y no tenga miedo de los infantes; lo que se logrará, no de esta o aquella nación de combatientes, sino mudando el modo de combatir. Son éstas aquellas invenciones que, tanto por su novedad como por sus beneficios, dan reputación y proporcionan grandeza a un príncipe nuevo.
No es menester, pues, dejar pasar la ocasión del tiempo presente sin que la Italia, después de tantos años de expectación, vea por último aparecer a su redentor.
No puedo expresar con qué amor sería recibido en todas es tas provincias que sufrieron tanto con la inundación de los extranjeros. ¡Con qué sed de venganza, con qué inalterable fidelidad, con qué piedad y lágrimas sería acogido y seguido! ¡Ah! ¿Qué puertas podrían cerrársele? ¿Qué pueblos podrían negarle la obediencia? ¿Qué celos podrían manifestarse contra él? ¿Cuál sería aquel italiano que pudiera no reverenciarle como a príncipe suyo, pues tan repugnante le es a cada uno de ellos esta bárbara dominación del extranjero? Que vuestra ilustre casa abrace el proyecto de su restauración con todo el valor y confianza que las empresas legítimas infunden; últimamente, que bajo vuestra bandera se ennoblezca nuestra patria, y que bajo vuestros auspicios se verifique, finalmente, aquella predicción de Petrarca: El valor tomará las armas contra el furor; y el combate no será largo, porque la antigua valentía no está extinguida todavía en el corazón de los italianos.



FIN