Crimen y castigo
FIODOR DOSTOIEVSKI
SEGUNDA PARTE
III
Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante
desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había
imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su
dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega
confianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la
costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una
alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba
solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más
quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también por otros
medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas
las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a
Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que
circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda
indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud. Sin
embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de
que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había
desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con que hacía tiempo
que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría
negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso
matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como un acto heroico la
decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento
de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de
su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras.
Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre
ofendido e incomprendido.
Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea
de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba
voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar.
Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y
pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que
conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento
la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida
como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el
único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas
de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el
sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza
y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación
en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el
límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble,
enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a
profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico;
iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio
absoluto y sin límites... Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia
había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción
más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior,
cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una
palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres
pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una
esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida
maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola... Y todo
esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa,
le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma
monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había
podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después
se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran
ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su
imaginación, y, de improviso... No, era preciso poner remedio al mal, conseguir
un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a
aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también,
involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine,
pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.
¡Compararme con semejante individuo...!
Al que más temía era a Svidrigailof... En resumidas cuentas, que tenía en
perspectiva no pocas preocupaciones.
No, he sido yo la principal culpable decía Dunia, acariciando a su madre . Me
dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser
tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. No me lo
reproches, Rodia.
¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! murmuró Pulqueria
Alejandrovna, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que
acababa de suceder.
Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas. Sólo
Dunetchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la
escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía
imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le
parecía una desgracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba
manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran quitado
de encima un gran peso. Ahora era muy dueño de entregarse por entero a las
dos mujeres, de servirlas... Además, sabía Dios lo que podría suceder... Sin
embargo, rechazaba, acobardado, estos pensamientos y temía dar libre curso
a su imaginación. Raskolnikof era el único que permanecía impasible, distraído,
incluso un tanto huraño. Él, que tanto había insistido en la ruptura con Lujine,
ahora que se había producido, parecía menos interesado en el asunto que los
demás. Dunia no pudo menos de creer que seguía disgustado con ella, y
Pulqueria Alejandrovna lo miraba con inquietud.
¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? le preguntó Dunia.
¡Eso, eso! exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof levantó la cabeza.
Está empeñado en regalarte diez mil rublos y desea verte una vez estando yo
presente.
¿Verla? ¡De ningún modo! exclamó Pulqueria Alejandrovna . ¡Además, tiene
la osadía de ofrecerle dinero!
Entonces Raskolnikof refirió (secamente, por cierto) su diálogo con Svidrigailof,
omitiendo todo lo relacionado con las apariciones de Marfa Petrovna, a fin de
no ser demasiado prolijo. Le molestaba profundamente hablar más de lo
indispensable.
¿Y tú qué le has contestado? preguntó Dunia.
Yo he empezado por negarme a decirte nada de parte suya, y entonces él me
ha dicho que se las arreglaría, fuera como fuera, para tener una entrevista
contigo. Me ha asegurado que su pasión por ti fue una ilusión pasajera y que
ahora no le inspiras nada que se parezca al amor. No quiere que te cases con
Lujine. En general, hablaba de un modo confuso y contradictorio.
¿Y tú qué opinas, Rodia? ¿Qué efecto te ha producido?
Os confieso que no lo acabo de entender. Te ofrece diez mil rublos, y dice que
no es rico. Afirma que está a punto de emprender un viaje, y al cabo de diez
minutos se olvida de ello... De pronto me ha dicho que se quiere casar y que le
buscan una novia... Sin duda, persigue algún fin, un fin indigno seguramente.
Sin embargo, yo creo que no se habría conducido tan ingenuamente si hubiera
abrigado algún mal propósito contra ti... Yo, desde luego, he rechazado
categóricamente ese dinero en nombre tuyo. En una palabra, ese hombre me
ha producido una impresión extraña, e incluso me ha parecido que presentaba
síntomas de locura... Pero acaso sea una falsa apreciación mía, o tal vez se
trate de una simple ficción. La muerte de Marfa Petrovna debe de haberle
trastornado profundamente.
¡Que Dios la tenga en la gloria! exclamó Pulqueria Alejandrovna . Siempre la
tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Dunia, sin
esos tres mil rublos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el cielo nos los
envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos queda son tres
rublos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para no pedirle dinero a él
antes de que nos lo ofreciera.
Dunia parecía trastornada por la proposición de Svidrigailof. Estaba pensativa.
Algún mal propósito abriga contra mí murmuró, como si hablara consigo
misma y con un leve estremecimiento.
Raskolnikof advirtió este temor excesivo.
Creo que tendré ocasión de volverle a ver dijo a su hermana.
¡Lo vigilaremos! exclamó enérgicamente Rasumikhine . ¡Me comprometo a
descubrir sus huellas! No le perderé de vista. Cuento con el permiso de Rodia.
Hace poco me ha dicho: «Vela por mi hermana.» ¿Me lo permite usted, Avdotia
Romanovna?
Dunia le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por la
preocupación. Pulqueria Alejandrovna le miró tímidamente, pero no intranquila,
pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación.
Incluso Raskolnikof, aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo que
decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.
¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? exclamó el estudiante,
dejándose llevar de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de él .
¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí todos
juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por lo menos,
deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne, acépteme
como amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio
excelente. Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una
idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido
todavía. Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que
es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y
vive de una pensión que le basta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos
años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el
seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es ayudarme. El
año pasado yo no necesitaba dinero, pero este año voy a aceptar el préstamo.
A estos mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para
empezar. Bueno, ya somos socios. ¿Qué hacemos ahora?
Rasumikhine empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en
explicaciones sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no
conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que editando
buenas obras se podía no sólo cubrir gastos, sino obtener beneficios. Ser
editor constituía el sueño dorado de Rasumikhine, que llevaba dos años
trabajando para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días
atrás había dicho a Raskolnikof que no sabía alemán, simple pretexto para que
su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella, los tres rublos de
anticipo que le correspondían. Raskolnikof no se había dejado engañar.
¿Por qué despreciar un buen negocio exclamó Rasumikhine con creciente
entusiasmo , teniendo el elemento principal para ponerlo en práctica, es decir,
el dinero? Sin duda tendremos que trabajar de firme, pero trabajaremos.
Trabajará usted Avdotia Romanovna; trabajará su hermano y trabajaré yo. Hay
libros que pueden producir buenas ganancias. Nosotros tenemos la ventaja de
que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y
aprendices a la vez. Yo puedo ser útil a la sociedad porque tengo experiencia
en cuestiones de libros. Hace dos años que ruedo por las editoriales, y
conozco lo esencial del negocio. No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por
qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres
libros extranjeros que producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título
no daría por menos de quinientos rublos. A lo mejor aún vacilarían esos
imbéciles. Respecto a la parte administrativa del negocio (papel, impresión,
venta...), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empezaremos
por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente. Desde luego,
ganaremos lo suficiente para vivir.
Los ojos de Dunia brillaban.
Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofitch. Yo, como es natural
dijo Pulqueria Alejandrovna , no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen
negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. Respecto
a nuestra marcha, sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer
aquí algún tiempo.
Y al decir esto último dirigió una mirada a Rodia.
¿Tú qué opinas? preguntó Dunia a su hermano.
A mí me parece una excelente idea. Naturalmente, no puede improvisarse un
gran negocio editorial, pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo
conozco una obra que indudablemente se vendería. En cuanto a la capacidad
de Rasumikhine, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el negocio...
Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.
¡Hurra! gritó Rasumikhine . Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un
local independiente que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene
tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de empeñarles el
reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará. Lo importante es que
puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes...
Pero oye, ¿adónde vas?
¿Por qué te marchas, Rodia? preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente
inquietud.
¡Y en este momento! le reprochó Rasumikhine.
Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la
gorra en la mano, se disponía a marcharse.
¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! exclamó en un tono
extraño . No me enterréis tan pronto.
Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!
Sin embargo dijo distraídamente , ¡quién sabe si será la última vez que nos
vemos!
Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.
Pero ¿qué te pasa, Rodia? preguntó ansiosamente su madre.
¿Dónde vas? preguntó Dunia con voz extraña.
Me tengo que marchar repuso.
Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución
irrevocable.
Yo quería deciros... continuó . He venido aquí para decirte, mamá, y a ti
también, Dunia, que... debemos separarnos por algún tiempo... No me siento
bien... Los nervios... Ya volveré... Más adelante..., cuando pueda. Pienso en
vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y
es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo.
Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea
necesario..., y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce;
pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis,
llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.
¡Dios mío! exclamó Pulqueria Alejandrovna.
La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo
terror.
¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.
¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? murmuró, indignada.
Ya volveré, ya volveré a veros dijo a media voz, casi inconsciente.
Y se fue.
¡Mal hombre, corazón de piedra! le gritó Dunia.
No es malo, es que está loco murmuró Rasumikhine al oído de la joven,
mientras le apretaba con fuerza la mano Es un alienado, se lo aseguro. Sería
usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.
Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:
En seguida vuelvo.
Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al final del
pasillo, le recibió con estas palabras:
Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven también
mañana; no las dejes nunca... Yo tal vez vuelva..., tal vez pueda volver. Adiós.
Se alejó sin tenderle la mano.
Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de
ese modo!
Raskolnikof se detuvo de nuevo.
Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré...
No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las
abandones... ¿Comprendes?
El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se
miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida.
La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y
Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el
estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una
idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos
comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto.
¿Comprendes ahora? preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa .
Vuelve junto a ellas añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.
No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria
Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para
calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba
enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría
a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que
él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se
celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine
fue para ellas un hijo y un hermano.
IV
Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un
viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero,
del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre
Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha
y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que
bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió
de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.
¿Quién va? preguntó una voz de mujer con inquietud.
Soy yo, que vengo a su casa dijo Raskolnikof.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre
una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla
desvencijada.
¡Dios mío! ¿Es usted? gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no
mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela
sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria
agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De
pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron
lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la
que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una
silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre
por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había
otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La
habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un
aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este
muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan
profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la
vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.
La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un
rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo
lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla
mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas
de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda,
también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era
todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los
rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella
habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había
cortinas en la cama.
Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y
con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a
cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.
He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? preguntó Raskolnikof sin levantar
la vista hacia Sonia.
Sí, sí, son las once ya balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas
palabras le solucionaran un inquietante problema : El reloj de mi patrona acaba
de sonar y yo he oído perfectamente las...
Vengo a su casa por última vez dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin
duda se olvidaba de que era también su primera visita . Acaso no vuelva a
verla más añadió.
¿Se va de viaje?
No sé, no sé... Mañana, quizá...
Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? preguntó Sonia con
un ligero temblor en la voz.
No lo sé... Quizá mañana por la mañana... Pero no hablemos de este asunto.
He venido a decirle...
Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y
Sonia de pie.
¿Por qué está de pie? Siéntese le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo
y dulce.
Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.
¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las
manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
Siempre he sido así dijo Sonia.
¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
Sí.
¡Claro, claro! dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como
en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
Sí.
Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
¿Sólo una para toda la familia?
Sí.
A mí, esta habitación me daría miedo dijo Rodia con expresión sombría.
Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable dijo Sonia, dando
muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo . Y estos muebles,
y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme
con frecuencia.
Son tartamudos, ¿verdad?
Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre... no es
que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era
esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen
poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado
usted de estas cosas?
Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me explicó
que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina
Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
Me parece murmuró, vacilando que hoy lo he visto.
¿A quién?
A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he
visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo
me dirigía a casa de Catalina Ivanovna...
No, usted iba... paseando.
Sí murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres,
¿verdad?
¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!
Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.
Ya veo que la quiere usted.
¡Claro que la quiero! exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto
las manos con un gesto de sufrimiento . Usted no la... ¡Ah, si usted supiera...!
Es como una niña... Está trastornada por el dolor... Es inteligente y noble... y
buena... Usted no sabe nada... nada...
Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba.
Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y
sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof
acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una
ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De
súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.
¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor...! Pero, aunque
me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce... ¡Es tan desgraciada! Está
enferma... Sólo pide justicia... Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la
vida y la reclama... Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se
da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita... Se irrita
como un niño, exactamente como un niño, créame... Es una mujer justa, muy
justa.
¿Y qué va a hacer usted ahora?
Sonia le dirigió una mirada interrogante.
Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así.
Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber... Pero ¿qué van a
hacer ahora?
No lo sé respondió Sonia tristemente.
¿Seguirán viviendo en la misma casa?
No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a
la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.
¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?
¡Oh, no! Ella no piensa en eso... Nosotros estamos muy unidos; lo que es de
uno, es de todos.
Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en
la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.
Además, ¿qué quiere usted que haga? continuó Sonia con vehemencia
creciente . ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha
notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña,
pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la
comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir
sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía
mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero
y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para
muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos
espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella
cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve
a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la
ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana
hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan
está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho
más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería...! Porque tiene mucho gusto,
¿sabe...? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes,
al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas!
Ahora comprendo que lleve usted esta vida dijo Raskolnikof, sonriendo
amargamente.
¿Es que usted no se compadece de ella? exclamó Sonia . Usted le dio todo lo
que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios
mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar...! La
semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella...
Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da
una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
¿Dice usted que fue mala con ella?
Sí, fui mala... Yo había ido a verlos continuó llorando , y mi pobre padre me
dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era
Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta
muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer
porque tengo que marcharme...» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido
allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que
una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio.
A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo
que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! me dijo .
¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido los habría
puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba
en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene
vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere
dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los
cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los
negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se lo dije. Ella
me miró con una pena que partía el corazón... No era quedarse sin los cuellos
y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah,
si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...!
¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?
Sí. ¿Usted también la conocía? preguntó Sonia con cierto asombro.
Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá
muy pronto dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de
Sonia.
¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía
suplicarle que evitara aquella desgracia.
Lo mejor es que muera dijo Raskolnikof.
¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? exclamó Sonia, trastornada, llena de
espanto.
¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! exclamó, desesperada, oprimiéndose
las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof
lo había despertado con sus preguntas.
Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan
al hospital, ¿qué sucederá? siguió preguntando despiadadamente.
¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! exclamó Sonia
con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.
¿Por qué imposible? preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica . Usted
no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se
pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin
dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y
los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero
a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños...
¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! gritó Sonia con voz ahogada.
Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda
imploración, como si todo dependiera de él.
Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un
minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja
la cabeza, presa de una angustia espantosa.
¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado?
preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.
No murmuró Sonia.
No me extraña. ¿Lo ha intentado? preguntó con una sonrisa burlona.
Sí.
Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el
motivo.
Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
¿Es que no gana usted dinero todos los días? preguntó Rodia.
Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
No murmuró con un esfuerzo doloroso.
La misma suerte espera a Poletchka dijo Raskolnikof de pronto.
¡No, no! ¡Eso es imposible! exclamó Sonia.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido
como una cuchillada.
¡Dios no permitirá una abominación semejante!
Permite otras muchas.
¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! gritó Sonia fuera de sí.
Tal vez no exista replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio
repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof
miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios
no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro
entre las manos.
Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está
menos dijo Raskolnikof tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la
habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban.
Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas.
Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con
un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le
besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y
en verdad un loco parecía Raskolnikof.
¿Qué hace usted? balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano dijo en un tono
extraño.
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique
y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.
¿Eso ha dicho? exclamó Sonia, aterrada . ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a
su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir
eso?
Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible
martirio. Sin duda continuó ardientemente , eres una gran pecadora, sobre
todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada.
¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo)
que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y
ahora dime añadió, iracundo : ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta
bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan
sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.
Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? preguntó Sonia levantando la cabeza,
con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de
dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.
Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para
descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma
opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en
poner término a su vida. Y tan resueltamente habia pensado en ello, que no le
había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había
advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado
el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió
perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su
deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido
poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo
que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina
Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.
Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no
podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se
preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde
luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que
estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni
extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su
pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a
la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella
ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había
llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.
«Sólo tiene tres soluciones siguió pensando Raskolnikof : arrojarse al canal,
terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y
petrifica el corazón.»
Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era
joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos
de considerar que esta última eventualidad era la más probable.
«Pero ¿es esto posible? siguió reflexionando . ¿Es posible que esta criatura
que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese
abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya,
que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le
repugna...? No, no; esto es imposible exclamó mentalmente, repitiendo el grito
lanzado por Sonia hacía un momento : lo que hasta ahora le ha impedido
arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa
familia... Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que
esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona
hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma
sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer
caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro...? Sí,
seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»
Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más
que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.
¿Rezas mucho, Sonia? le preguntó.
La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.
¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?
Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos
fulgurantes y le apretó la mano.
«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.
Pero ¿qué hace Dios por ti? siguió preguntando el joven.
Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La
emoción henchía su frágil pecho.
¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas
exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.
«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.
Dios todo lo puede dijo Sonia, bajando de nuevo los
«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida
curiosidad.
Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba
aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos
azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan
austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo
esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.
«Está loca, está loca», se repetía.
Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada
vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el
volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo
libro con tapas de tafilete.
¿De dónde has sacado este libro? le preguntó desde el otro extremo de la
habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.
Me lo han regalado respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.
¿Quién?
Lisbeth.
« ¡Lisbeth! ¡Qué raro! », pensó Raskolnikof.
Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro
a la bujía y empezó a hojearlo.
¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? preguntó de pronto.
Soma no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un
poco de la mesa.
Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.
Sonia le miró de reojo.
Están en el cuarto Evangelio repuso Sonia gravemente y sin moverse del
sitio.
Toma; busca ese pasaje y léemelo.
Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el
mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el
semblante.
« Dentro de quince días o de tres semanas murmuró para sí habrá que ir a
verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»
Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la
extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.
¿Es que usted no lo ha leído nunca? preguntó, mirándole de reojo. Su voz era
cada vez más fría y dura.
Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.
¿Y no lo ha leído en la iglesia?
Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?
Pues... no balbuceó Sonia.
Raskolnikof sonrió.
Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?
Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.
¿Por quién?
Por Lisbeth. La mataron a hachazos.
La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a
darle vueltas.
Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.
Sí. Era una mujer justa y buena... A veces venía a verme... Muy de tarde en
tarde. No podía venir más... Leíamos y hablábamos... Ahora está con Dios.
¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas
palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par
de necias?
«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa»,
se dijo.
¡Lee! ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.
Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se
atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi
dolorosa a la pobre demente.
¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe murmuró Sonia con voz entrecortada.
¡Lee! insistió Raskolnikof . ¡Bien le leías a Lisbeth!
Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le
salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni
una sola palabra.
«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...», articuló
al fin, haciendo un gran esfuerzo.
Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado
tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikof
comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta
comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero.
De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha
mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su
gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la
época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella
madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos
y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la
seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía
un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo
que después pudiera ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonia y
comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonia se dominó,
deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo del
Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo .
« ... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para
consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de
Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Marta
dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto;
pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...»
Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que
amenazaba ahogar su voz.
«Jesús le dijo: tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará
el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y
la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree
en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice...»
Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que
hacía públicamente su profesión de fe:
«... Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al
mundo...»
Sonia se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikof y
después continuó la lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin
moverse y sin mirar a Sonia. La lectora llegó al versículo .
« ... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y
le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando
Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se
entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le
respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved
cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no
podía hacer que este hombre no muriera?...»
Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él había
sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se
acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había
apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza
nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se
entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque
se dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo « El que abrió los
ojos al ciego...» , Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la
duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un
momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a
creer, mientras prorrumpían en sollozos... Y él, él que tampoco creía, él que
también estaba ciego, comprendería y creería igualmente... Y esto iba a
suceder muy pronto, en seguida... Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa
espera.
« ... Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva
tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del
difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en
la tumba... »
Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
«... Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de
Dios? Entonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto.
Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme
escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he hablado para que
los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra.
Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el
muerto salió... Sonia leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y temblaba
como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos ...vendados los pies y
las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario. Jesús dijo:
Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían ido a casa
de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él. »
Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.
Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se detuvo.
Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikof. Seguía temblando
febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el torcido
candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación donde
un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
He venido a hablarle de un asunto dijo de súbito Raskolnikof con voz fuerte y
enérgica. Seguidamente, velado el semblante por una repentina tristeza, se
levantó y se acercó a Sonia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su dura mirada
expresaba una feroz resolución. El joven añadió : Hoy he abandonado a mi
familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura es
definitiva.
¿Por qué ha hecho eso? preguntó Sonia, estupefacta.
Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en ella
una impresión imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la
horrorizó.
Ahora no tengo a nadie más que a ti dijo Raskolnikof . Vente conmigo. He
venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos juntos.
Sus ojos centelleaban.
«Tiene cara de loco», pensó Sonia.
¿Irnos? ¿Adónde? preguntó aterrada, dando un paso atrás.
¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que únicamente
tenemos una meta.
Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era
infinitamente desgraciado.
Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí. Yo, en
cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
No entiendo balbuceó Sonia.
Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has
cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida..., tu propia
vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu razón
y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si
permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya
parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta,
codo a codo. ¡Vente!
¿Por qué, por qué dice usted eso? preguntó Sonia, emocionada, incluso
trastornada por las palabras de Raskolnikof.
¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar seriamente
y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño y gritar que
Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día lo llevan al hospital? Catalina
Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces de los niños?
¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos barrios niños a
los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven esas madres y
cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros. Entre ellos,
los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.
Pero ¿qué hacer, qué hacer? exclamó Sonia, llorando desesperadamente
mientras se retorcía las manos.
¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no
comprendes? Ya comprenderás más adelante... La libertad y el poder, el poder
sobre todo..., el dominio sobre todos los seres pusilánimes... Sí, dominar a todo
el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento que
hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo mañana,
te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá llegue un día,
en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si vengo
mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
Sonia se estremeció.
Entonces, ¿usted lo sabe? preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una
mirada despavorida.
Lo sé y te lo diré... Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré a
pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo que te
elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló de ti,
cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado conversando
con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza le
daba vueltas.
« ¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus
palabras?»
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la
verdad.
« Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su hermana.
¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus
palabras?»
Le había besado los pies y le había dicho..., le había dicho... que no podía vivir
sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
« ¡Señor, Señor...! »
Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía,
lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con
Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y
con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes... Él le besaba los pies y
lloraba... ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la
señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel
compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en
la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía
tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof,
de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído
perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió de
puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a
la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dormitorio de
Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan interesante,
que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día
siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su
satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.
V
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de
instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala.
Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así
que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de
espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la
sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno
de ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose si
habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su
fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que
reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los
funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber
marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba
convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que
parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hubiera
sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikof, no habría podido
permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían
esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia
voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada..., porque tal vez no
sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo
ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su
mente enferma.
Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había ocurrido el
día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas inquietudes
rayanas en el terror, eran más angustiosas.
Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha,
Raskolnikof empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que
aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a tener con el
odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel hombre le
inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que
aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo
en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a Porfirio en actitud fría e
insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos posible, vigilar a su
adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En
este momento le llamaron al despacho de Porfirio Petrovitch.
El juez de instrucción estaba solo en aquel momento. En el despacho, de
medianas dimensiones, había una gran mesa de escritorio, un armario y varias
sillas. Todo este mobiliario era de madera amarilla y te pagaba el Estado. En la
pared del fondo había una puerta cerrada. Por lo tanto, debía de haber otras
dependencias tras aquella pared. Cuando entró Raskolnikof, Porfirio cerró tras
él la puerta inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su
visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió
que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido
ocupado en alguna operación secreta.
Porfirio le tendió las dos manos.
¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese,
querido... Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado
«respetable» y «querido» así, tout court . Le ruego que no tome esto como una
familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.
Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros
parajes», «como una familiaridad», tout court, amén de otros detalles, le
parecían muy propios de aquel hombre.
«Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle
ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a
desconfiar.
Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las
desviaban con la rapidez del relámpago.
Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré de
escribirlo de otro modo?
¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien dijo
Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito.
Inmediatamente, lo leyó . Sí, está perfectamente. No hace falta más.
Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras
hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.
Me parece dijo Raskolnikof que ayer mostró usted deseos de interrogarme...
oficialmente... sobre mis relaciones con la mujer asesinada...
«¿Por qué habré dicho "me parece"?»
Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
«Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto
seguido.
Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de
Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había
cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de
ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello.
La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía...
« ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo
por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e
inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al
lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof,
después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era
extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones
recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared.
Porfirio Petrovitch continuó:
Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no
tiene tabaco? Tenga un cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones
están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las
habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi
terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No
opina usted así?
En efecto, es una cosa magnífica repuso Raskolnikof, mirándole casi
burlonamente.
Una cosa magnífica, una cosa magnífica
repetía Porfirio Petrovitch
distraídamente . ¡Sí, una cosa magnífica! gritó, deteniéndose de súbito a dos
pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de
tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada
grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en
aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse,
lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
Bien sé empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de
satisfacción que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar
hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero
que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica
es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando
su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la
pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una
costumbre rigurosamente observada en su profesión?
Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado
para...?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso
regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de
pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó
su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con una risa prolongada y
nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una
risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfirio, al verle reír a él, se
avivó hasta el punto de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikof se
sintió dominado por una contrariedad tan profunda, que perdió por completo la
prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez de instrucción una
mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer,
un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente
que él, ya que se había echado a reír en sus mismas narices y parecía
importarle muy poco que a éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última
circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que
todo había sucedido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él,
Raskolnikof, se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había
alguna celada, algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina
estaba cargada y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
Porfirio Petrovitch dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva
irritación . Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio -
subrayó con energía esta palabra , y he venido a ponerme a su disposición. Si
tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario,
permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso;
me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió atropellado por
un coche y del cual ya ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después continuó,
con una irritación creciente:
Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy
harto... Ha sido una de las causas de mi enfermedad... En una palabra añadió,
levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no venía a
cuento , en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o permítame que
me vaya inmediatamente... Pero si me interroga, habrá de hacerlo con arreglo
a las normas legales y de ningún otro modo... Y como veo que no decide usted
nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada que decirnos.
Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que interrogar?
exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y dejando de reír . No
se preocupe usted añadió, reanudando sus paseos, para luego, de pronto,
arrojarse sobre Raskolnikof y hacerlo sentar . No hay prisa, no hay prisa.
Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el contrario, estoy encantado
de que haya venido usted a verme. Le he recibido como a un amigo. En cuanto
a esta maldita risa, perdóneme, mi querido Rodion Romanovitch... Se llama
usted así, ¿verdad? Soy un hombre nervioso y me chá hecho mucha gracia la
agudeza de su observación. A veces estoy media hora sacudido por la risa
como una pelota de goma. Soy propenso a la risa por naturaleza. Mi
temperamento me hace temer incluso la apoplejía... Pero siéntese, amigo mío,
se lo ruego. De lo contrario, creeré que está usted enfadado.
Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar con
las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejarla gorra.
Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch; una cosa que le
ayudará a comprender mi carácter continuó Porfirio Petrovitch, sin cesar de
dar vueltas por la habitación, pero procurando no cruzar su mirada con la de
Raskolnikof . Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada mundano,
desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y... y... ¿ha observado
usted, Rodion Romanovitch, que aquí en Rusia, y sobre todo en los círculos
petersburgueses, cuando se encuentran dos hombres inteligentes que no se
conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están lo menos
media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno
frente al otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas,
la gente de mundo, la de alta sociedad, tienen siempre un tema de
conversación, c'est de rigueur; pero las personas de la clase media, como
nosotros, son tímidas y taciturnas... Me refiero a los que son capaces de
pensar... ¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos el
debido interés por las cuestiones sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por
un exceso de honestidad, porque somos demasiado leales y no queremos
engañarnos unos a otros...? No lo sé. ¿Usted qué opina...? Pero deje la gorra.
Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo
aseguro, pues, en contra de lo que usted cree, estoy encantado...
Raskolnikof dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo
fruncido, escuchaba atentamente la palabrería deshilvanada de Porfirio
Petrovitch.
« Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
No le ofrezco café prosiguió el infatigable Porfirio- porque el lugar no me
parece adecuado... El servicio le llena a uno de obligaciones... Pero podemos
pasar cinco minutos en amistosa compañía y distraernos un poco... No se
moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme. Temo
enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es
un gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos... Mis hemorroides,
¿sabe usted...? Tengo el propósito de someterme a un tratamiento gimnástico.
Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros privados no se
avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia
en nuestros días... En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los
interrogatorios y todo ese formulismo del que usted me ha hablado hace un
momento, le diré, mi querido Rodion Romanovitch, que a veces desconciertan
más al magistrado que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta
razón como agudeza. Raskolnikof no había hecho ninguna observación de
esta índole . Uno se confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los
procedimientos que se siguen y que son siempre los mismos? Se nos han
prometido reformas, pero ya verá como no cambian más que los términos. ¡Je,
je, je! En lo que concierne a nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente
de acuerdo con sus sutiles observaciones... Ningún acusado, ni siquiera el
mujik más obtuso, puede ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio,
trataremos de ahuyentar su desconfianza (según su feliz expresión), a fin de
asestarle seguidamente un hachazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa
metáfora). ¡Je, je, je...! ¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa
pagada por el Estado para...? Verdaderamente, es usted un hombre irónico...
No, no; no volveré a este asunto... Pero sí, pues las ideas se asocian y unas
palabras llevan a otras palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio según
las normas legales. Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso
resultan sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da
mejores resultados. Estas normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su
tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le pregunto yo? El juez de instrucción
jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga
a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin
descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de
ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando
una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella
palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo
aceleradamente sus gruesas y cortas piernas, con
la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la
izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la
puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
«¿Esperará a alguien?»
Tiene usted razón -continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una
amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza . Tiene usted
motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras
costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos,
naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son
perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie
de la letra las normas establecidas... Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las
normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un
crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado Derecho,
¿verdad, Rodion Romanovitch?
Empecé.
Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante... Pero no
crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los periódicos
artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho
a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera como un criminal,
¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que
tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos
inmediatamente, pero otros son de un carácter completamente distinto. ¿Por
qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco por la ciudad? ¡Je, je...! Ya
veo que usted no me acaba de comprender. Se lo voy a explicar más
claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de
apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su
ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
Sin embargo continuó éste , tengo razón, por lo menos en lo que concierne a
ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y
nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el
momento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted sabe muy
bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez
que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis
debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de
una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes
como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e
indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo,
por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder
demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así,
una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a
su caparazón, se me escapa... Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente
después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea
de un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por
asalto. Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio
normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas
inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses se decían , pues un asedio
normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree? En el
fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos
particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de
exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este
punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde
a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han
concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada
causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y
cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al
parecer, no tiene ningún precedente.
»Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos
señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe
saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto
por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente su
vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y
puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello,
acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y,
además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter
matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener
éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues
hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede
haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros
contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión... ¿Y la bilis? ¡Ah,
los que tienen bilis...! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de
información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir
libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues
sé que está en mi poder y que no se puede escapar... ¿Adónde iría? ¡Je, je, je!
¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y
menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su
evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks,
gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a
vivir entre unos mujiks que para él son como extranjeros. ¡Je, je...! Por otra
parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo
una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque
me pertenece psicológicamente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión?
No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna
vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de
mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá
ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente
de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror
indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará
tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará
proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá
girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más
estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré
tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía
observando a Porfirio con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección se dijo mentalmente, helado de espanto . Esto
ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha
hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es
demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah!
Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas.
Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme,
irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te
equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras?
Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te
saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco
mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe
que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio
Petrovitch y estrangularlo.
En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder
dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y
espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar
ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que
podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de
comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle
alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
Ya veo que no me ha creído usted -prosiguió Porfirio . Usted supone que todo
esto son bromas inocentes.
Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de
satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.
Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura
que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de
un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion
Romanovitch... Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de
viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera
juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la
inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le
seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la
medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los
austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero.
Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué
ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je,
je, je...! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está
riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano,
para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es
mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas
predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra... Verdaderamente, he
equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un
Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je...! Bien;
ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca
del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas
importantísimas y que reducen a veces a la nada el cálculo más ingenioso.
Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch...
Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta y
cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría
que se había arqueado su espalda.
Además -continuó , yo soy un hombre sincero... ¿Verdad que soy un hombre
sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más
lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir
compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio
es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo
así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer,
confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su
propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la
naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro.
Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los
obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
»Supongamos que ese hombre miente... Me refiero al hombre desconocido de
nuestro caso particular... Supongamos que miente, y de un modo magistral.
Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su
destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor
para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que
padece o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los
locales cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas... Su
mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra
como cogido en una trampa.
»Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de
alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que
representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado
natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse
engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el
imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir
las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero
sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo
han detenido todavía. ¡Je, je, je...! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a
un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y
basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le
ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?
No se preocupe exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír . Le ruego
que no se moleste.
Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír
también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se
puso en pie.
Porfirio Petrovitch dijo levantando la voz y articulando claramente las
palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus
temblorosas piernas , estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino
de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que
estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y
detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi
propia cara y torturándome como lo está haciendo.
Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas de
cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
¡No lo permitiré! exclamó, descargando violentamente su puño sobre la mesa
. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!
¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? dijo Porfirio Petrovitch con un
gesto de vivísima inquietud . ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion
Romanovitch?
¡No lo permitiré! gritó una vez más Raskolnikof.
No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué les
diremos? ¿No comprende?
Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de
Raskolnikof.
No lo permitiré, no lo permitiré repetía Rodia maquinalmente.
Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente y
corrió a abrir la ventana.
Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua, amigo mío,
pues está verdaderamente trastornado.
Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una garrafa
en un rincón.
Tenga, beba un poco dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano Tal
vez esto le...
El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que
Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso
beber.
Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco. ¡Beba, por
favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!
Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y
después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
Ha tenido usted un amago de ataque dijo Porfirio Petrovitch afectuosamente
y, al parecer, muy turbado . Se mortifica usted de tal modo, que volverá a
ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan poco. A usted
le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a verme. Yo
reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter
cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando
usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra
cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. « ¡Qué ocurrencia!
pensaba . ¡Señor! ¡Dios mío! Le envió usted, ¿verdad...? Pero siéntese, amigo
mío; siéntese, por el amor de Dios.
Yo no lo envié repuso Raskolnikof , pero sabía que tenía que venir a su casa
y por qué motivo.
¿Conque lo sabía?
Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovitch,
que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas.
Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar una
habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que empezó a
hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los
empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el
estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto
que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así. Acabará
perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre.
Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía.
Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la
gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y
comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado
exactamente su estado de ánimo?
Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que
trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría
nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está
enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que
le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi
querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse
un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a
poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud,
escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio
Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una
tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de
la habitación le había paralizado de asombro.
«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho? »
Durante el ejercicio de mi profesión
continuó inmediatamente Porfirio
Petrovitch , he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó
de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera
alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo
esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había
facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió
tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino.
Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no
haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien,
amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios
en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo
preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha
sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre
siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por
una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción
irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada
más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar
a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y
ese mal no tiene más origen que el delirio...
Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con
todas sus fuerzas un pensamiento que se daba perfecta cuenta de ello
amenazaba hacerle enloquecer de furor.
En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con
plena conciencia de mis actos exclamó, pendiente de las reacciones de
Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones . Conservaba toda
mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto.
Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion
Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si
usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito asunto, ¿habría
dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el contrario,
usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que usted no se
daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la tengo?
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó en el
respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había acercado al
suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de asombro.
Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese el
culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y
habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha
dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
Raskolnikof se estremeció. El no había hecho afirmación semejante.
Sigue usted mintiendo dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y
débil . Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede
predecir todas mis respuestas añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz
de medir sus palabras . Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí,
sencillamente.
Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un
terrible furor fulguró en sus ojos.
Está diciendo una mentira tras otra -exclamó . Usted sabe muy bien que la
mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como
sea posible..., declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a
usted!
¡Qué veleta es usted! dijo Porfirio con una risita mordaz . No hay medio de
entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree? Pues yo
creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me bastará
para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo
verdadero afecto y sólo deseo su bien.
Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
Sí, le tengo verdadero afecto prosiguió Porfirio, apretando amistosamente el
brazo del joven , y no se lo volveré a repetir. Además, tenga en cuenta que su
familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería hacer todo lo posible
para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo
les causa inquietudes...
Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué me
vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?
Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted. Usted
no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a mí
que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas
interesantes... Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de
su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son... Le voy a
poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla
es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un
sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva
alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría
procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su
desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para
arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre
diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de
la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros
que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera
abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un
interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en
la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran... El
hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho
de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz
de ver nada.
Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio
Petrovitch no pudo menos de notarlo.
No hace usted más que mentir repitió resueltamente . Ignoro lo que persigue
con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un
momento; por eso no puedo equivocarme... ¡Miente usted!
¿Que miento? replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero conservando
su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la
opinión que Raskolnikof tuviera de él . ¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo
he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los
argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el
amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! ¡Je,
je, je...! Sin embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen
ninguna eficacia. Son armas de dos filos y pueden volverse contra usted. Usted
dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación... No me acuerdo de nada.» Y
le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su
enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce
precisamente ese tipo de alucinación? » Esta enfermedad podía tener otras
manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
En resumidas cuentas dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfirio ,
yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen de toda
sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! exclamó
Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla . Pero ¿a qué
vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se comporta
como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se inquieta
usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
¡Le repito replicó Raskolnikof, ciego de ira que no puedo soportar...!
¿La incertidumbre? le interrumpió Porfirio.
¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo
permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy
bromeando.
Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y de
bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas y
un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y los
misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue
momentánea.
Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira
le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al límite,
obedeció cosa extraña la orden de bajar la voz.
No me dejaré torturar -murmuró en el mismo tono de antes. Pero advertía, con
una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro modo, y esta
convicción aumentaba su cólera . Deténgame añadió , regístreme si quiere;
pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo prohíbo!
Nada de reglas respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente y
miraba a Raskolnikof con cierto júbilo . Le invité a venir a verme como amigo.
No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo mi
gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de arrestarme.
Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? le dijo Porfirio Petrovitch, con
su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta.
Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.
¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? preguntó Rodia, fijando en el juez de
instrucción una mirada llena de inquietud.
Una sorpresa que está detrás de esa puerta... ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
Está cerrada con llave y la llave la tengo yo -dijo Porfirio.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
No haces más que mentir -gruñó Raskolnikof sin poder dominarse . ¡Mientes,
mientes, maldito polichinela!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque
sin demostrar temor alguno.
¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! siguió vociferando Raskolnikof .
Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch!
¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy
enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no
debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras
sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi
carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los
popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para
hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las
reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas,
querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus
propios ojos.
Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del
despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
Ya vienen exclamó Raskolnikof . Has enviado por ellos... Los esperabas... Lo
tenías todo calculado... Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a
quien quieras... Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso
ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo
habrían podido prever jamás.
VI
He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza
inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
¿Qué pasa? gritó Porfirio Petrovitch, contrariado . Ya he advertido que...
Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas
que trataban de impedir el paso a alguien.
¿Quieren decir de una vez qué pasa? repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.
Es que está aquí el procesado Nicolás dijo una voz.
No lo necesito. Que se lo lleven.
Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
Es que Nicolás... empezó a decir el mismo que había hablado antes.
Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se
oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba
violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto
irrumpió en el despacho.
El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí
y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo,
su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a
viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado,
de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El
hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por
un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él
nuevamente.
Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban
por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en
describirlo.
¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído?
exclamó el juez, sorprendido e irritado.
De pronto, Nicolás se arrodilló.
¿Qué haces? exclamó Porfirio, asombrado.
¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! dijo Nicolás
con voz jadeante pero enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si
todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido:
sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí
permanecía inmóvil.
¿Qué dices? preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
Yo... soy... un asesino repitió Nicolás tras una pausa.
¿Tú? exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto .
¿A quién has matado?
Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté... con un hacha.
No estaba en mi juicio añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones.
Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan.
Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio
dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que
observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso
hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió
los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al
pintor con una especie de arrebato.
Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte exclamó, irritado .
Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has
cometido un crimen?
Sí, soy un asesino; lo confieso repuso Nicolás.
¿Qué arma empleaste?
Un hacha que llevaba conmigo.
¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nicolás no comprendió la pregunta.
Digo que si tuviste cómplices.
No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
No te precipites a hablar de Mitri... Sin embargo, habrás de explicarme cómo
bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de
mí respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.
La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado murmuró
para sí el juez de instrucción.
En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado,
tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.
Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.
Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme... Ya ve usted que... Usted no
tiene nada que hacer aquí... Yo soy el primer sorprendido, como puede usted
ver... Váyase, se lo ruego...
Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? dijo Raskolnikof, que, dándose
cuenta de todo, había cobrado ánimos.
Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla.¡Je, je, je!
También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se
marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un
hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera -gruñó Porfirio con una sonrisa
sarcástica.
Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban
fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos
porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás
que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo.
Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y
vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios
quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas
preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
¿No? repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
Perdóneme por mi conducta de hace un momento -dijo Raskolnikof, que había
recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de
fanfarronear ante el magistrado . He estado demasiado vehemente.
No tiene importancia repuso Porfirio con excelente humor . También yo tengo
un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios
quiere.
Y terminaremos de conocernos -dijo Raskolnikof.
Sí convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados . Ahora va
usted a una fiesta de cumpleaños,¿no?
No; a un entierro.
¡Ah, sí! A un entierro... Cuídese, créame; cuídese.
Yo no sé qué desearle dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la
escalera y se había vuelto de pronto . Quisiera poderle desear grandes éxitos,
pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
¿Cómicas? exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su
despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con
sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a
todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora
que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes;
no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección
aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus
funciones resultan a veces bastante cómicas.
¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que
repetía palabras aprendidas de memoria.
¡Claro que me he dado cuenta!
¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una
perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que
era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
Sí, era Gogol.
¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan
desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su
habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de
serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de
Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella
confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos
en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas
consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira
acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre
tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que
juzgaba inminente.
Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse.
No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se
había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones
del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado
en claro le permitía comprender el peligro que había corrido. Poco le había
faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la
irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado
audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había
comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no
constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de
instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué
consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese
producido la espectacular aparición de Nicolás?
Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo
había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez
hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería
aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su
significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna
acusación...? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que
hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna
prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las rodillas
y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su cuerpo. Al
fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para reflexionar y se
dirigió a la puerta.
Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de peligro.
De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de
trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna. Desde
luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo para la
comida y vería a Sonia.
Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
Hoy, hoy murmuró . Hoy mismo. Es necesario...
Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase. Se
estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a poco,
sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior, del
hombre que parecía haber surgido de la tierra.
El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikof y dio un
paso hacia el interior del aposento.
Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión de
su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos
segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la
mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.
¿Qué desea usted? preguntó Raskolnikof, paralizado de espanto.
El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda, que
su mano derecha tocó el suelo.
¿Qué hace usted? exclamó Raskolnikof.
Me siento culpable dijo el desconocido en voz baja.
¿De qué?
De pensar mal.
Cruzaron una mirada.
Yo no estaba tranquilo... Cuando llegó usted, el otro día, seguramente
embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de
haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió
que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me atormentó
de tal modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su dirección,
decidimos venir ayer a preguntar...
¿Quién vino? le interrumpió Raskolnikof, que empezaba a comprender.
Yo. Por lo tanto, soy yo el que le insultó.
Entonces, ¿vive usted en aquella casa?
Sí, y estaba en el portal con otras personas. ¿No se acuerda? Hace ya mucho
tiempo que vivo y trabajo en aquella casa. Tengo el oficio de peletero. Lo que
más me inquieta es...
Raskolnikof se acordó de súbito de toda la escena de la antevíspera.
Efectivamente, en el portal, además de los porteros, había varias personas,
hombres y mujeres. Uno de los hombres había dicho que debían llevarle a la
comisaría. No recordaba cómo era el que había manifestado este parecer ni
siquiera ahora podía reconocerle , pero estaba seguro de haberse vuelto hacia
él y haber respondido algo...
Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable era
que había estado a punto de perderse por un hecho tan insignificante. Aquel
hombre únicamente podía haber revelado que él, Raskolnikof, había ido allí
para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las manchas de
sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfirio Petrovitch podía saber;
es decir, que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada más, a
pesar de su «arma psicológica de dos filos». En resumidas cuentas, que no
sabía nada positivo. De modo que, si no surgían nuevos hechos (y no debían
surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo podrían
confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfirio acababa de
enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero no
sabía nada.
¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella casa?
preguntó, obedeciendo a una idea repentina.
¿Quién es Porfirio?
El juez de instrucción.
Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.
¿Hoy?
He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le han
torturado.
¿Dónde estaba usted?
En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he estado
durante toda la escena.
Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted
escondido allí?
Pues verá dijo el peletero . En vista de que los porteros no querían ir a dar
parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de vuelta y
media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me indigné de tal
modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme acerca de usted. Hoy,
ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La primera vez
que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora después y no
me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su despacho. Se
lo he contado todo exactamente como ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfirio
Petrovitch iba y venía apresuradamente por el despacho, golpeándose el
pecho con el puño. « ¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa, cretinos!
exclamó . Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener.» En seguida
salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él
en un rincón. Después volvió a mi lado y de nuevo empezó a hacerme
preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras reproche, yo se
lo he contado todo. Le he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé
de asesino y que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas
precipitadas y a darse golpes en el pecho, y cuando le han anunciado a usted,
ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo que
oigas, no te muevas de ahí.» Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha
advertido: «Tal vez te llame.» Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha
despedido a usted, en seguida me ha dicho a mí que me marchase,
advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.
¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?
Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha
empezado a interrogar a Nicolás.
El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
Perdone mi denuncia y mi malicia.
Que Dios lo perdone dijo Raskolnikof.
El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue a
paso lento.
«Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikof, y salió de
su habitación reconfortado.
«Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la
escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su pusilanimidad.
QUINTA PARTE
I
Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunia y Pulqueria
Alejandrovna, Piotr Petrovitch se despertó de buena mañana. Sus
pensamientos se habían aclarado, y hubo de reconocer, muy a pesar suyo, que
lo ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible
entonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del amor
propio herido no había cesado de roerle el corazón en toda la noche. Lo
primero que hizo al saltar de la cama fue ir a mirarse al espejo: temía haber
sufrido un derrame de bilis.
Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro blanco,
de persona distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentáneamente y
tuvo el convencimiento de que no le sería difícil reemplazar a Dunia incluso con
ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal como eran, y entonces lanzó un
fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su joven amigo y
compañero de habitación Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Piotr Petrovitch,
que había advertido esta sonrisa, la anotó en el debe, ya bastante cargado
desde hacía algún tiempo, de Andrés Simonovitch.
Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de
hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda
torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a
cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la
mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último
incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había
alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho
reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre
era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los
alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr
Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el
mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada
por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.
« ¡No voy a casarme sólo por tener los muebles! », exclamó para sí mientras
rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca
ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal?
¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le
atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado
un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr
Petrovitch habría expresado.
«Otro error mío ha sido no darles dinero siguió pensando mientras regresaba,
cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof . ¿Por qué demonio habré sido tan judío?
Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas
momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a
la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos... Si les
hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para
comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se
venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio
me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente. Por su
manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a
devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil.
Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo
podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado
con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»
Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí
mismo.
Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y
furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad
el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se
estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo
de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus
muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.
Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que,
por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba
de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación. Así se
enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne.
Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al
difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la
mesa, no obstante su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr
Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa. Amalia
Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias
con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible
satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba
de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.
Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que
ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de
Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por
qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones
sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le
despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había
instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente
la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada
a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único. Estando aún en
su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo
pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más
avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos
círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación.
Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Aquellos círculos todopoderosos
que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo,
le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no
podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el
mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de
enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el
sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba
desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y
continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta
razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como
centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios
años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los
revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección
contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del
denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí
que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las
actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría
presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas
generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se
había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su
visita a Raskolnikof.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un
pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus
convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas
hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés
Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo
deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia,
únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados
anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente
todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le
denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le
podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes
inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales
investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran
en verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso
utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría
podido hacer otras muchas preguntas como éstas...
Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que pertenecía
al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su cabello era de
un rubio casi blanco y lucía unas pobladas patillas de las que se sentía
sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos enfermos. En el fondo, era
una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba en la
pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura. Se le
consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de Amalia Ivanovna,
ya que no se embriagaba y pagaba puntualmente el alquiler.
Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su
afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno de
esos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que se
apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla
en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a
veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebeziatnikof, a pesar de su buen carácter, empezaba
también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch: la
antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes. Por
poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de que
Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una
palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine aparentaba ser.
Había intentado exponerle el sistema de Furier y la teoría de Darwin, pero Piotr
Petrovitch le escuchaba con un gesto sarcástico desde hacía algún tiempo, y
últimamente incluso le respondía con expresiones insultantes. En resumen,
que Lujine se había dado cuenta de que Andrés Simonovitch era, además de
un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sólo
sabía las cosas por conductos sumamente indirectos, e incluso en su misión
especial, la de la propaganda, no estaba muy seguro, pues solía armarse
verdaderos enredos en sus explicaciones. Por consiguiente, no era de temer
como investigador al servicio del partido.
Digamos de paso que Piotr Petrovitch, al instalarse en casa de Lebeziatnikof,
sobre todo en los primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos,
verdaderamente extraños, de su patrón, o, por lo menos, no protestaba cuando
Andrés Simonovitch le consideraba dispuesto a favorecer el establecimiento de
una nueva commune en la calle de los Bourgeois, o a consentir que Dunetchka
tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar
a sus hijos. Le halagaban de tal modo las alabanzas, fuera cual fuere su
condición, que no rechazaba estos cumplimientos.
Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la mesa, contaba
los fajos de billetes que acababa de recibir. Andrés Simonovitch, que casi
siempre andaba escaso de dinero, se paseaba por la habitación, fingiendo
mirar aquellos papeles con una indiferencia rayana en el desdén. Desde luego,
Piotr Petrovitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y
Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud de Lujine se decía, no sin
amargura, que aun se complacía en mostrarle su dinero para mortificarle,
hacerle sentir su insignificancia y recordarle la distancia que los bienes de
fortuna establecían entre ambos.
Andrés Simonovitch advirtió que aquella mañana su huésped apenas le
prestaba atención, a pesar de que él había empezado a hablarle de su tema
favorito: el establecimiento de una nueva commune.
Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en cuando Lujine
sin interrumpir sus cuentas parecían impregnadas de una consciente ironía que
se confundía con la falta de educación. Pero Andrés Simonovitch atribuía estas
muestras de mal humor al disgusto que le había causado su ruptura con
Dunetchka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba que podía
exponer sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que consolarían a su
respetable amigo y prepararían el terreno para su posterior filiación al partido.
¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda vecina nuestra?
preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a Lebeziatnikof en el punto más
interesante de sus explicaciones.
Pero ¿no se acuerda de que le hablé de esto ayer y le di mi opinión sobre
tales ceremonias...? Además, la viuda le ha invitado a usted. Incluso habló
usted con ella ayer.
Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales todo
el dinero que le dio ese otro idiota: Raskolnikof. Me he quedado estupefacto al
ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas... Ha invitado a
varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.
Piotr Petrovitch parecía haber abordado este asunto con una intención secreta.
De pronto levantó la cabeza y exclamó:
¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo... No
pienso ir... ¿Qué papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras con
esa mujer para decirle que, como viuda pobre de un funcionario, podría obtener
en concepto de socorro una cantidad equivalente a un año de sueldo del
difunto. ¿Me habrá invitado por eso? ¡Je, je!
Yo tampoco pienso ir -dijo Lebeziatnikof.
Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa
señora, comprendo que no se atreva a ir a su casa.¡Je, je, je!
¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? exclamó Lebeziatnikof,
turbado y enrojeciendo.
Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Catalina
Ivanovna... ¡Así son sus convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por
un momento. ¡Je, je, je!
Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de
decir, volvió a sus cuentas.
Eso son estúpidas calumnias replicó Andrés Simonovitch, que temía que este
incidente se divulgara . Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo
que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más que
defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me arranca
una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos.
Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mi la menor violencia...
Esto es un principio... Lo contrario sería favorecer el despotismo. ¿Qué quería
usted que hiciera: que me dejase golpear pasivamente? Yo me limité a
rechazarla.
Lujine dejó escapar su risita sarcástica.
¡Je, je, je!
Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas que
no tienen nada que ver con la cuestión del feminismo. Usted no me ha
comprendido. Yo me dije que si se considera a la mujer igual al hombre incluso
en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza a extenderse), la
igualdad debía existir también en el campo de la contienda. Como es natural,
después comprendí que no había lugar a plantear esta cuestión, ya que la
sociedad futura estaría organizada de modo que las diferencias entre los seres
humanos no existirían... Por lo tanto, es absurdo buscar la igualdad en lo que
concierne a las riñas y a los golpes. Claro que no estoy ciego y veo que las
querellas existen todavía..., pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora
existen... ¡Demonio! Uno pierde el hilo de sus ideas cuando habla con usted...
Si no asisto a la comida de funerales no es por el incidente que estamos
comentando, sino por principio, por no aprobar con mi presencia esa
costumbre estúpida de celebrar la muerte con una comida... Cierto que habría
podido acudir por diversión, para reírme... Y habría ido si hubiesen asistido
popes; pero, por desgracia, no asisten.
Es decir, que usted aceptaría la hospitalidad que le ofrece una persona y se
sentaría a su mesa para burlarse de ella y escupirle, por decirlo así, si no he
entendido mal.
Nada de escupir. Se trata de una simple protesta. Yo procedo con vistas a una
finalidad útil. Así puedo prestar una ayuda indirecta a la propaganda de las
nuevas ideas y a la civilización, lo que representa un deber para todos. Y este
deber tal vez se cumple mejor prescindiendo de los convencionalismos
sociales. Puedo sembrar la idea, la buena semilla. De esta semilla germinarán
hechos. ¿En qué ofendo a las personas con las que procedo así? Empezarán
por sentirse heridas, pero después verán que les he prestado un servicio. He
aquí un ejemplo: se ha reprochado a Terebieva, que ahora forma parte de la
commune y que ha dejado a su familia para... entregarse libremente, que haya
escrito una carta a sus padres diciéndoles claramente que no quería vivir ligada
a los prejuicios y que iba a contraer una unión libre. Se dice que ha sido
demasiado dura, que debía haber tenido piedad y haberse conducido con más
diplomacia. Pues bien, a mí me parece que este modo de pensar es absurdo,
que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta clara y
directa. Otro caso: Ventza ha vivido siete años con su marido y lo ha
abandonado con sus dos hijos, enviándole una carta en la que le ha dicho
francamente: «Me he dado cuenta de que no puedo ser feliz a tu lado. No te
perdonaré jamás que me hayas engañado, ocultándome que hay otra
organización social: la commune. Me ha informado de ello últimamente un
hombre magnánimo, al que me he entregado y al que voy a seguir para fundar
con él una commune. Te hablo así porque me parecería vergonzoso
engañarte. Tú puedes hacer lo que quieras. No esperes que vuelva a tu lado:
ya no es posible. Te deseo que seas muy feliz.» Así se han de escribir estas
cartas.
Oiga: esa Terebieva, ¿no es aquella de la que usted me dijo que andaba por la
tercera unión libre?
Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la
decimoquinta, esto tiene muy poca importancia. Ahora más que nunca siento
haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas veces he soñado en mi
protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión de
decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los habría
anonadado. Créame que siento no tener a nadie a quien...
Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija del
difunto, esa muchachita delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se dice de
ella?
¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis
convicciones personales, la situación de esa joven es la más normal de la
mujer. ¿Por qué no? Es decir, distinguons. En la sociedad actual, ese género
de vida no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos forzosos, pero
lo será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra parte,
ella tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué no
había de disponer de lo que constituía su capital, por decirlo así?
Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el
papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un modo
racional. En lo que concierne a Sonia Simonovna, yo considero sus actos en el
momento actual como una viva protesta, una protesta simbólica contra el
estado de la sociedad presente. Por eso siento por ella especial estimación,
tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.
Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.
Lebeziatnikof montó en cólera.
¡Nueva calumnia! bramó . Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. ¡No,
no, de ningún modo! Catalina Ivanovna lo ha contado todo como le ha
parecido, porque no ha comprendido nada. Yo no he buscado nunca los
favores de Sonia Simonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla del modo más
desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta... Esto
era todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía
permanecer aquí.
Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.
Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me parece
lamentable. Usted no comprende nada. La commune no admite ciertas
situaciones personales; precisamente se ha fundado para suprimirlas. El papel
de esa joven perderá su antigua significación dentro de la commune: lo que
ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo
que ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente
natural. Todo depende del medio, del ambiente. El medio lo es todo, y el
hombre nada. En cuanto a Sonia Simonovna, mis relaciones con ella no
pueden ser mejores, lo que demuestra que esa joven no me ha considerado
jamás como enemigo. Verdad es que yo me esfuerzo por atraerla a nuestra
agrupación, pero con intenciones completamente distintas a las que usted
supone... ¿De qué se ríe? Nosotros tenemos el propósito de establecer nuestra
propia commune sobre bases más sólidas que las precedentes; nosotros
vamos más lejos que nuestros predecesores. Rechazamos muchas cosas. Si
Dobroliubof saliera de la tumba, discutiría con él. En cuanto a Bielinsky,
remacharé el clavo que él ha clavado. Entre tanto, sigo educando a Sonia
Simonovna. Tiene un natural hermoso.
Y usted se aprovecha de él, ¿no? ¡Je, je!
De ningún modo; todo lo contrario.
Dice que todo lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.
Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le
aseguro que..., y yo soy el primer sorprendido..., ella se muestra conmigo
extremadamente, casi morbosamente púdica.
Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle
comprender que todos esos pudores son absurdos.¡Je, je, je!
¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro...! ¡Oh, qué sentido tan
grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no
comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros
deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas...
Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi
entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo.
Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que
puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero, yo me
sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las
circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me
limito a esperar y confiar.
Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha
pensado en ello.
Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le
autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún
modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le
parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un
ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en
estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía
antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el
espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de
resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que
le impide romper con ciertos prejuicios..., con ciertas estupideces. Sin embargo,
esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha
dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante
la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la
considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he
expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó
atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le
estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en
nuestra sociedad futura.
¿Qué es eso?
En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de
la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la
commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mujer...? La respuesta
a esta pregunta ha sido afirmativa.
¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una
necesidad urgente? ¡Je, je, je!
Andrés Simonovitch se enfureció.
¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas
necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle
hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la
piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de
una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire
de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas
cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya
conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido
convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué
es lo que ve usted de vergonzoso y vil en... Las letrinas, llamémoslas así. Yo
soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las letrinas que usted quiera,
y no veo en ello ningún sacrificio. Por el contrario, es un trabajo noble, ya que
beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin,
puesto que es más útil.
Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas
expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza...,
magnanimidad... Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas
frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la
humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted
cuanto quiera, pero es así.
Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y
se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las
letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr
Petrovitch y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad.
Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial
de ver a Lebeziatnikof encolerizado.
Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer se atrevió a decir
Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de
protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía
hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
Dígame una cosa replicó Lujine en un tono de grosero desdén : ¿podría
usted...? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para
hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del
cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
¿Para qué? preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.
Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber
que... Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo
mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.
Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor
importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más
fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les
molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka.
La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida.
En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían
verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido
acrecentándose con el tiempo.
Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial
familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él
que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante.
Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él. Cuando se
sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en
Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en
Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado
fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.
Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo
a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.
¿Está abajo Raskolnikof? le preguntó en voz baja . ¿Ha llegado ya?
¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo
pregunta?
Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta... señorita. El
asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las
conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente... No quiero
que Raskolnikof vaya contando por ahí... ¿Comprende lo que quiero decir?
Comprendo, comprendo dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez . Está usted en
su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero...
Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de
la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho
a...
Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y
su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya
usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada.
Sonia acabó de perder la serenidad.
Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre...
No me equivoco, ¿verdad? Catalina Ivanovna es su señora madre, ¿no es
cierto?
Piotr Petrovitch estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más
amistosas relaciones respecto a Sonia.
Sí repuso ésta, presurosa y asustada , es mi segunda madre.
Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me
impiden asistir al festín. Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido
la gentileza de invitarme.
Se lo voy a decir ahora mismo.
Y Sonetchka se puso en pie en el acto.
Tengo que decirle algo más le advirtió Piotr Petrovitch, sonriendo ante la
ingenuidad de la muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales . Sólo
quien no me conozca puede suponerme capaz de molestar a otra persona, de
hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le acabo de exponer
y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.
Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los
billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Lujine.
Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo en la situación
en que se hallaba... Se dedicó a observar los lentes de montura de oro que
Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la
soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en
el dedo central de la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó
la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual, tras un majestuoso silencio,
continuó:
Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina
Ivanovna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado...
anormal, por decirlo así.
Cierto: es un estado anormal se apresuró a repetir Sonia.
O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado morboso.
Sí, sí, más claramente..., morboso.
Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y... y de compasión, por
decirlo así, yo desearía serle útil, en vista de la posición extremadamente difícil
en que forzosamente se ha de encontrar. Porque tengo entendido que es usted
el único sostén de esa desventurada familia.
Sonia se levantó súbitamente.
Permítame preguntarle dijo si usted le habló ayer de una pensión. Ella me
dijo que usted se encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso verdad?
¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo le
hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de viuda de
un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo podría
recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me parece que su difunto
padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener derecho al
retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de su muerte. En
resumen, que uno siempre puede esperar, pero que en este caso la esperanza
tendría poco fundamento pues no existe el derecho de percibir socorro
alguno... ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué imaginación
posee esa señora!
Sí, esperaba una pensión..., pues es muy buena y su bondad la lleva a creerlo
todo..., y es..., sí, tiene usted razón... Con su permiso.
Sonia se dispuso a marcharse.
Un momento. No he terminado todavía.
¡Ah! Bien balbuceó la joven.
Siéntese, haga el favor.
Sonia, desconcertada, se sentó una vez más.
Viendo la triste situación de esa mujer, que ha de atender a niños de corta
edad, yo desearía, como ya le he dicho, serle útil en la medida de mis medios...
Compréndame, en la medida de mis medios y nada más. Por ejemplo, se
podría organizar una suscripción, o una rifa, o algo análogo, como suelen hacer
en estos casos los parientes o las personas extrañas que desean acudir en
ayuda de algún desgraciado. Esto es lo que quería decir. La cosa me parece
posible.
Sí, está muy bien... Dios se lo... balbuceó Sonia sin apartar los ojos de Piotr
Petrovitch.
La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de
empezar hoy mismo. Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos
establecer las bases del negocio, por decirlo así. Venga a eso de las siete.
Confío en que Andrés Simonovitch querrá acompañarnos... Pero hay un punto
que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso
principalmente me he permitido llamarla, Sonia Simonovna. Yo creo que el
dinero no debe ponerse en manos de Catalina Ivanovna. La comida de hoy es
buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice, un pedazo de pan para
mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de
Jamaica, e incluso creo que café y vino de Madera. lo he visto al pasar.
Mañana toda la familia volverá a estar a sus expensas y usted tendrá que
procurarles hasta el último bocado de pan. Esto es absurdo. Por eso yo opino
que la suscripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda, para
que sólo usted maneje el dinero. ¿Qué le parece?
Pues... no sé... Ella es así sólo hoy..., una vez en la vida... Tenía en mucho
poder honrar la memoria... Pero es muy inteligente. Además, usted puede
hacer lo que le parezca, y yo le quedaré muy... muy..., y todos ellos también...
Y Dios le... Le..., y los huerfanitos...
Sonia no pudo terminar: se lo impidió el llanto.
Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar
para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi
aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para
nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos,
aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.
Y Piotr Petrovitch entregó a Sonia un billete de diez rublos después de haberlo
desplegado cuidadosamente. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto,
pronunció algunas palabras ininteligibles y se apresuró a retirarse. Piotr
Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Ella salió de la
habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de Catalina
Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.
Durante toda esta escena, Andrés Simonovitch, a fin de no poner al diálogo la
menor dificultad, había permanecido junto a la ventana, o había paseado en
silencio por la habitación; pero cuando Sonia se hubo retirado, se acercó a
Piotr Petrovitch y le tendió la mano con gesto solemne.
Lo he visto todo y todo lo he oído -dijo, recalcando esta última palabra . Lo que
usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no
quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particulares me
prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es insuficiente
para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de
confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su
gesto me ha impresionado.
¡Bah! No tiene importancia murmuró Piotr Petrovitch un poco emocionado y
mirando a Lebeziatnikof atentamente.
Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofendido,
herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por
la desgracia ajena: un hombre así, aunque sus actos constituyan un error
social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted, Piotr Petrovitch,
sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted una verdadera
traba, ¡y cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado el incidente de ayer!
exclamó el bueno de Andrés Simonovitch, sintiendo que volvía a despertarse
en él su antigua simpatía por Piotr Petrovitch . Pero dígame: ¿por qué da usted
tanta importancia al matrimonio legal, mi muy querido y noble Piotr Petrovitch?
¿Por qué conceder un puesto tan alto a esa legalidad? Pégueme si quiere,
pero le confieso que me siento feliz, sí, feliz, de ver que ese compromiso se ha
roto; de saber que es usted libre y de pensar que usted no está completamente
perdido para la humanidad... Sí, me siento feliz: ya ve usted que le soy franco.
Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos
repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo y porque tampoco quiero
educar hijos de los que no seria yo el padre, como ocurre con frecuencia en las
uniones libres que usted predica.
¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? exclamó Andrés Simonovitch,
estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín . Desde
luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo,
pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora.
Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no
admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso
más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le
confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por
Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas,
¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso
es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no
son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo
así..., un acto de protesta... Mirados desde este punto de vista, no tienen nada
de humillantes. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda..., si
alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me
sentiría muy feliz y diría a mi mujer: « Hasta este momento, amiga mía, me he
limitado a quererte; pero ahora lo respeto por el hecho de haber sabido
protestar... » ¿Se ríe...? Eso prueba que no ha tenido usted valor para romper
con los prejuicios... ¡El diablo me lleve...! Comprendo perfectamente el enojo
que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no
es sino una mísera consecuencia de una situación humillante y degradante
para los dos cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda
franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen,
ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más,
en este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le
considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no
intentar vengarse del nuevo esposo... ¡El diablo me lleve...! Yo me digo a veces
que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que eso poco
importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría
yo mismo y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa
es merecer tu estimación.» ¿Qué le parece? ¿Tengo razón o no la tengo?
Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento
estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer
la preocupación en su semblante.
Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés
Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.
II
No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina
Ivanovna la idea insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad
del dinero que le había entregado Raskolnikof para el entierro de Marmeladof.
Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente la memoria del difunto, a
fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalia Ivanovna, que él
valía tanto como ellos, si no más, y que ninguno tenía derecho a adoptar un
aire de superioridad al compararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a
ese orgullo que en determinadas circunstancias, y especialmente en las
ceremonias públicas ineludibles para todas las clases sociales, impulsa a los
pobres a realizar un supremo esfuerzo y sacrificar sus últimos recursos
solamente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a
comadreos.
También podía ser que Catalina Ivanovna, en aquellos momentos en que su
soledad y su infortunio eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a
aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y persona educada en
una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no
había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos.
Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras
criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra
parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la
desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni
anular su voluntad.
Tampoco hay que olvidar que Sonetchka afirmaba, y no sin razón, que no
estaba del todo cuerda. Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el
curso de todo un año, su pobre cabeza había tenido que soportar pruebas
especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que, según los
médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolución, perturba las
facultades mentales.
Las botellas no eran numerosas ni variadas. No se veía en la mesa vino de
Madera: Lujine había exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron,
oporto, todo de la peor calidad, pero en cantidad suficiente. El menú, preparado
en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres
o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crêpes.
Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisieran
tomar té o ponche después de la comida.
Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada
por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía
por qué, en el departamento de la señora Lipevechsel y que desde el primer
momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde el día anterior había
demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más
insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Ivanovna, y la perseguía
hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta. De aquí que, después de
haber declarado que no habría sabido qué hacer sin este hombre, Catalina
Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con frecuencia: se
entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas
las cualidades imaginables, le atribuía mil méritos inexistentes, pero en los que
ella creía de todo corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar
con palabras insultantes al mismo ante el cual se había inclinado horas antes
con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus
desventuras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan
furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y
entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las
maldiciones, y desgarraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y
terminaba por dar cabezadas en las paredes.
Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos
de Catalina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió
considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y
vida a la organización de la comida de funerales. Se había encargado de poner
la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén de
preparar los platos en su propia cocina.
Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al
cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza.
La mesa estaba sin duda bastante bien puesta. Cierto que los platos, los
vasos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y
de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna,
consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se
pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con flamantes cintas de
luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y
orgullo.
Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que pensó: «
¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su
ayuda! » El gorro adornado con cintas nuevas le chocó también. «Esta
estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro
nuestro, pobres inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del padre de
Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces
cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia Feodorovna, mejor dicho,
Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún modo.
Catalina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en seguida, pero se
prometió parar los pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios
lo que se habría creído. Por el momento se limitó a mostrarse fría con ella.
Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna. Excepto el polaco,
ningún inquilino había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la
mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa. Algunos incluso
se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco
distinguidas parecían haberse puesto de acuerdo para no presentarse,
empezando por Lujine, el más respetable de todos.
El mismo día anterior, por la noche, Catalina Ivanovna había explicado a todo
el mundo, es decir, a Amalia Feodorovna, a Poletchka, a Sonia y al polaco, que
Piotr Petrovitch era un hombre noble y magnánimo, y además rico y
superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer esposo y había
frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había prometido dar los pasos
necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto
hay que decir que cuando Catalina Ivanovna se hacía lenguas de la fortuna o
las relaciones de alguien y se envanecía de ello, no lo hacía por interés
personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona que era
objeto de sus alabanzas.
Como Lujine, y seguramente por seguir su ejemplo, faltaba aquel tunante de
Lebeziatnikof. ¿Qué idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? Ella le
había invitado solamente porque compartía la habitación de Piotr Petrovitch y
habría sido un desaire no hacerlo. Tampoco habían acudido una gran señora y
su hija, no ya demasiado joven, que vivían desde hacía sólo dos semanas en
casa de la señora Lipevechsel, pero que habían tenido tiempo para quejarse
más de una vez de los ruidos y los gritos procedentes de la habitación de los
Marmeladof, sobre todo cuando el difunto llegaba bebido. Como es de suponer,
Catalina Ivanovna había sido informada inmediatamente de ello por Amalia
Ivanovna en persona, que, en el calor de sus disputas, había llegado a
amenazarla con echarla a la calle con toda su familia por turbar así lo decía a
voz en grito el reposo de unos inquilinos tan honorables que los Marmeladof
no eran dignos ni siquiera de atarles los cordones de los zapatos.
Catalina Ivanovna había tenido especial interés en invitar a aquellas dos damas
«a las que ni siquiera merecía atar los cordones de los zapatos», sobre todo
porque le habían vuelto la cabeza desdeñosamente cada vez que se habían
encontrado con ella. Catalina Ivanovna se decía que su invitación era un modo
de demostrarles que era superior a ellas en sentimientos y que sabía perdonar
las malas acciones. Por otra parte, las invitadas tendrían ocasión de
convencerse de que ella no había nacido para vivir como vivía. Catalina
Ivanovna tenía la intención de explicarles todo esto en la mesa, hablándoles
también de las funciones de gobernador desempeñadas en otros tiempos por
su padre. Y entonces, de paso, les diría que no había motivo para que le
volviesen la cabeza cuando se cruzaban con ella y que tal proceder era
sencillamente ridículo.
También faltaba un grueso teniente coronel (en realidad no era más que un
capitán retirado), pero se supo que estaba enfermo y obligado a guardar cama
desde el día anterior.
En fin, que sólo asistieron, además del polaco, un miserable empleadillo, de
aspecto horrible, vestido con ropas grasientas, que despedía un olor
nauseabundo y, por añadidura, era mudo como un poste; un viejecillo sordo y
casi ciego que había sido empleado de correos y cuya pensión en casa de
Amalia Ivanovna corría a cargo, desde tiempo inmemorial y sin que nadie
supiera por qué, de un desconocido; un teniente retirado, o, mejor dicho,
empleado de intendencia...
Este último entró del modo más incorrecto, lanzando grandes carcajadas. ¡Y
sin chaleco!
Apareció otro invitado, que fue a sentarse a la mesa directamente, sin ni
siquiera saludar a Catalina Ivanovna. Y, finalmente, se presentó un individuo en
bata. Esto era demasiado, y Amalia Ivanovna lo hizo salir con ayuda del
polaco. Éste había traído a dos compatriotas que nadie de la casa conocía,
porque jamás habían vivido en ella.
Todo esto irritó profundamente a Catalina Ivanovna, que juzgó que no valía la
pena haber hecho tantos preparativos. Por temor a que faltara espacio, había
dispuesto los cubiertos de los niños no en la mesa común, que ocupaba casi
toda la habitación, sino en un rincón sobre un baúl. Los dos más pequeños
estaban sentados en una banqueta, y Poletchka, como niña mayor, había de
cuidar de ellos, hacerles comer, sonarlos, etc.
Dadas las circunstancias, Catalina Ivanovna se creyó obligada a recibir a sus
invitados con la mayor dignidad e incluso con cierta altanería. Les dirigió,
especialmente a algunos, una mirada severa y los invitó desdeñosamente a
sentarse a la mesa. Achacando, sin que supiera por qué, a Amalia Ivanovna la
culpa de la ausencia de los demás invitados, empezó de pronto a tratarla con
tanta descortesía, que la patrona no tardó en advertirlo y se sintió
profundamente ofendida.
La comida comenzó bajo los peores auspicios. Al fin todo el mundo se sentó a
la mesa. Raskolnikof había aparecido en el momento en que regresaban los
que habían ido al cementerio. Catalina Ivanovna se mostró encantada de verle,
en primer lugar porque, entre todos los presentes, él era la única persona culta
(lo presentó a sus invitados diciendo que dos años después sería profesor de
la universidad de Petersburgo), y en segundo lugar, porque se había excusado
inmediatamente y en los términos más respetuosos de no haber podido asistir
al entierro, pese a sus grandes deseos de no faltar.
Catalina Ivanovna se arrojó sobre él y lo sentó a su izquierda, ya que Amalia
Ivanovna se había sentado a su derecha, e inmediatamente empezó a hablar
con él en voz baja, a pesar del bullicio que había en la habitación y de sus
preocupaciones de dueña de casa que quería ver bien servido a todo el
mundo, y, además, pese a la tos que le desgarraba el pecho. Catalina
Ivanovna confió a Raskolnikof su justa indignación ante el fracaso de la
comida, indignación cortada a cada momento por las más incontenibles y
mordaces burlas contra los invitados y especialmente contra la patrona.
La culpable de todo es esa detestable lechuza, de ella y sólo de ella. Ya sabe
usted de quién hablo.
Catalina Ivanovna le indicó a la patrona con un movimiento de cabeza y
continuó:
Mírela. Se da cuenta de que estamos hablando de ella, pero no puede oír lo
que decimos: por eso abre tanto los ojos. ¡La muy lechuza! ¡Ja, ja, ja! Un golpe
de tos y continuó : ¿Qué perseguirá con la exhibición de ese gorro? Tosió de
nuevo . ¿Ha observado usted que pretende hacer creer a todo el mundo que
me protege y me hace un honor asistiendo a esta comida? Yo le rogué que
invitara a personas respetables, tan respetables como lo soy yo misma, y que
diera preferencia a los que conocían al difunto. Y ya ve usted a quién ha
invitado: a una serie de patanes y puercos. Mire ese de la cara sucia. Es una
porquería viviente... Y a esos polacos nadie los ha visto nunca aquí. Yo no
tengo la menor idea de quiénes son ni de dónde han salido... ¿Para qué
demonio habrán venido? Mire qué quietecitos están... ¡Eh, pane! gritó de
pronto a uno de ellos . ¿Ha comido usted crêpes? ¡Coma más! ¡Y beba
cerveza! ¿Quiere vodka...? Fíjese: se levanta y saluda. Mire, mire... Deben de
estar hambrientos los pobres diablos. ¡Que coman! Por lo menos, no arman
bulla... Pero temo por los cubiertos de la patrona, que son de plata... Oiga,
Amalia Ivanovna -dijo en voz bastante alta, dirigiéndose a la señora
Lipevechsel , sepa usted que si se diera el caso de que desaparecieran sus
cubiertos, yo me lavaría las manos. Se lo advierto.
Y se echó a reír a carcajadas, mirando a Raskolnikof e indicando a la patrona
con movimientos de cabeza. Parecía muy satisfecha de su ocurrencia.
No se ha enterado, todavía no se ha enterado. Ahí está con la boca abierta.
Mírela: parece una lechuza, una verdadera lechuza adornada con cintas
nuevas... ¡Ja, ja, ja!
Esta risa terminó en un nuevo y terrible acceso de tos que duró varios minutos.
Su pañuelo se manchó de sangre y el sudor cubrió su frente. Mostró en silencio
la sangre a Raskolnikof, y cuando hubo recobrado el aliento, empezó a hablar
nuevamente con gran animación, mientras rojas manchas aparecían en sus
pómulos.
óigame, yo le confié la misión delicadísima, sí, verdaderamente delicada, de
invitar a esa señora y a su hija... Ya sabe usted a quién me refiero... Había que
proceder con sumo tacto. Pues bien, ella cumplió el encargo de tal modo, que
esa estúpida extranjera, esa orgullosa criatura, esa mísera provinciana, que, en
su calidad de viuda de un mayor, ha venido a solicitar una pensión y se pasa el
día dando la lata por los despachos oficiales, con un dedo de pintura en cada
mejilla, ¡a los cincuenta y cinco años...!; esa cursi, no sólo no se ha dignado
aceptar mi invitación, sino que ni siquiera ha juzgado necesario excusarse,
como exige la más elemental educación. Tampoco comprendo por qué ha
faltado Piotr Petrovitch... Pero ¿qué le habrá pasado a Sonia? ¿Dónde
estará...? ¡Ah, ya viene...! ¿Qué te ha ocurrido, Sonia? ¿Dónde te has metido?
Debiste arreglar las cosas de modo que pudieras acudir puntualmente a los
funerales de tu padre... Rodion Romanovitch, hágale sitio a su lado... Siéntate,
Sonia, y coge lo que quieras. Te recomiendo esta carne en gelatina. En
seguida traerán los crêpes... ¿Ya están servidos los niños? ¿No te hace falta
nada, Poletchka...? Pórtate bien, Lena; y tú, Kolia, no muevas las piernas de
ese modo. Compórtate como un niño de buena familia... ¿Qué hay,
Sonetchka?
Sonia se apresuró a transmitirle las excusas de Piotr Petrovitch, levantando la
voz cuanto pudo, a fin de que todos la oyeran, y exagerando las expresiones
de respeto de Lujine. Añadió que Piotr Petrovitch le había dado el encargo de
decirle que vendría a verla tan pronto como le fuera posible para hablar de
negocios, ponerse de acuerdo sobre los pasos que había de dar, etc.
Sonia sabía que estas palabras tranquilizarían a Catalina Ivanovna y, sobre
todo, que serían un bálsamo para su amor propio. Se había sentado al lado de
Raskolnikof y le había dirigido una mirada rápida y curiosa; pero durante el
resto de la comida evitó mirarle y hablarle.
Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir el menor deseo
en el semblante de su madrastra. Ninguna de las dos iba de luto, por no tener
vestido negro. Sonia llevaba un trajecito pardo, y Catalina Ivanovna un vestido
de indiana oscuro, a rayas, que era el único que tenía.
Las excusas de Piotr Petrovitch produjeron excelente impresión. Después de
haber escuchado las palabras de Sonia con grave semblante, Catalina
Ivanovna se informó con la misma dignidad de la salud de Piotr Petrovitch. En
seguida dijo a Raskolnikof, casi en voz alta, que habría sido verdaderamente
chocante ver un hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella extraña
sociedad, y que se comprendía que no hubiera acudido, a pesar de los lazos
de amistad que le unían a su familia.
He aquí por qué le agradezco especialmente, Rodion Romanovitch, que no
haya despreciado mi hospitalidad, aunque usted está en condiciones parecidas
añadió en voz lo bastante alta para que todos la oyeran . Estoy segura de que
sólo la gran amistad que le unía a mi pobre esposo ha podido inducirle a
mantener su palabra.
Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una mirada ceñuda,
y de pronto, de un extremo a otro de la mesa, preguntó al viejo sordo si no
quería más asado y si había bebido oporto. El viejecito no contestó y tardó un
buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus vecinos habían
empezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más que mirar
confuso en todas direcciones, lo que llevaba al colmo la alegría general.
¡Qué estúpido! exclamó Catalina Ivanovna, dirigiéndose a Raskolnikof .
¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he
estado segura de él, y en verdad puede decirse ahora se dirigía a Amalia
Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada que no
se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las habría
querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de
recibirlas, habría sido tan sólo por su excesiva bondad.
¡Y cómo le gustaba beber! exclamó de pronto el antiguo empleado de
intendencia mientras vaciaba su décima copa de vodka . ¡Tenía verdadera
debilidad por la bebida!
Catalina Ivanovna se revolvió al oír estas palabras.
Mi difunto marido tenía ciertamente ese defecto, nadie lo ignora, pero era un
hombre de gran corazón que amaba y respetaba a su familia. Su desgracia fue
que, llevado de su bondad excesiva, alternaba con todo el mundo, y sólo Dios
sabe los desarrapados con que se reuniría para beber. Los individuos con que
trataba valían menos que su dedo meñique. Figúrese usted, Rodion
Romanovitch, que encontraron en su bolsillo un gallito de mazapán. Ni siquiera
cuando estaba embriagado olvidaba a sus hijos.
-¿Un gaaallito? exclamó el ex empleado de intendencia . ¿Ha dicho usted un
ga... gallito?
Catalina Ivanovna no se dignó contestar. Estaba pensativa. De pronto lanzó un
suspiro.
Luego dijo, dirigiéndose a Raskolnikof:
Usted creerá, sin duda, como cree todo el mundo, que yo era demasiado
severa con él. Pues no. Él me respetaba, me respetaba profundamente. Tenía
un hermoso corazón y yo le compadecía a veces. Cuando, sentado en su
rincón, levantaba los ojos hacia mí, yo me conmovía de tal modo, que sentía la
tentación de mostrarme cariñosa con él. Pero me retenía la idea de que
inmediatamente empezaría a beber de nuevo. Tenía que ser rigurosa, pues
éste era el único modo de frenarlo.
Sí dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka , había que
tirarle de los pelos. Y muchas veces.
Hay imbéciles replicó vivamente Catalina Ivanovna a los que no sólo habría
que tirar del pelo, sino también que echarlos a la calle a escobazos..., y no me
refiero al difunto precisamente.
Sus mejillas enrojecían cada vez más, la ahogaba la rabia y parecía a punto de
estallar. Algunos invitados reían disimuladamente: al parecer, les divertía la
escena. No faltaban los que incitaban al de intendencia, hablándole en voz
baja: eran los eternos cizañeros.
Per...mí...tame preguntarle a... quién se re...fiere usted dijo el ex empleado .
Pero no..., no vale la pena... La cosa no tiene importancia... Una viuda... Una
pobre viuda... La per... perdono... No se hable más del asunto.
Y se bebió otra copa de vodka.
Raskolnikof escuchaba todo esto en silencio y con una expresión de disgusto.
Sólo comía por no desairar a Catalina Ivanovna, limitándose a mordisquear los
manjares con que ella le llenaba continuamente el plato. Toda su atención
estaba concentrada en Sonia. Ésta temblaba, dominada por una inquietud
creciente, pues presentía que la comida terminaría mal, y seguía con la vista,
aterrada, los progresos de la exasperación de Catalina Ivanovna. Sabía muy
bien que ella misma, Sonia, había sido la causa principal del insultante desaire
con que las dos damas habían respondido a la invitación de su madrastra. Se
había enterado por Amalia Ivanovna de que la madre incluso se había sentido
ofendida y había preguntado a la patrona: «¿Cree usted que yo puedo sentar a
mi hija junto a esa... señorita?» La joven sospechaba que su madrastra estaba
enterada de ello, en cuyo caso este insulto la mortificaría más que una afrenta
dirigida contra ella misma, contra sus hijos y contra la memoria de su padre. En
fin, que Catalina Ivanovna, ante el terrible ultraje, no descansaría hasta haber
dicho a aquellas provincianas que las dos eran unas..., etc., etc.
Para colmo de desdichas, uno de los invitados que se sentaba en el otro
extremo de la mesa envió a Sonia un plato donde se veían dos corazones
traspasados por una flecha, modelados con pan de centeno. Catalina
Ivanovna, en un súbito arranque de cólera, manifestó a voz en grito que el
autor de semejante broma era seguramente un asno borracho.
Amalia Ivanovna, presa también de los peores presentimientos acerca del
desenlace de la comida y, por otra parte, herida profundamente por la aspereza
con que la trataba Catalina Ivanovna, se propuso dar un giro a la atención
general y, al mismo tiempo, hacerse valer a los ojos de todos los presentes.
Para ello empezó a contar de pronto que un amigo suyo, que era farmacéutico
y se llamaba Karl, había tomado una noche un simón cuyo cochero había
intentado asesinarle.
Y Karl le suplicó que no le matara, y se echó a llorar con las manos enlazadas.
Tan aterrado estaba, que él también sintió su corazón traspasado.
Aunque esta historia le hizo sonreír, Catalina Ivanovna dijo que Amalia
Ivanovna no debía contar anécdotas en ruso. La alemana se sintió
profundamente ofendida y respondió que su Vater aus Berlin fue un hombre
muy importante que paseaba todo el día las manos por los bolsillos.
La burlona Catalina Ivanovna no pudo contenerse y lanzó tal carcajada, que
Amalia Ivanovna acabó por perder la paciencia y hubo de hacer un gran
esfuerzo para no saltar.
¿Ha oído usted a esa vieja lechuza? siguió diciendo en voz baja Catalina
Ivanovna a Raskolnikof . Ha querido decir que su padre se paseaba con las
manos en los bolsillos, y todo el mundo habrá creído que se estaba registrando
los bolsillos a todas horas. ¡Ji, ji! ¿Ha observado usted, Rodion Romanovitch,
que, por regla general, los extranjeros establecidos en Petersburgo,
especialmente los alemanes, que llegan de Dios sabe dónde, son bastante
menos inteligentes que nosotros? Dígame usted si no es una necedad contar
una historia como esa del farmacéutico cuyo corazón estaba traspasado de
espanto. El muy mentecato, en vez de echarse sobre el cochero y atarlo,
enlaza las manos y llora y suplica... ¡Ah, qué mujer tan estúpida! Cree que esta
historia es conmovedora y no se da cuenta de su necedad. A mi juicio, ese
alcohólico que fue empleado de intendencia es más inteligente que ella.
Cuando menos, se ve en seguida que está dominado por la bebida y que hasta
el último destello de su lucidez ha naufragado en alcohol... En cambio, todos
esos que están tan serios y callados... Pero fíjese cómo abre los ojos esa
mujer. Está enojada... ¡Ja, ja, ja! Está que trina...
Catalina Ivanovna, con alegre entusiasmo, habló de otras mil cosas
insignificantes, y de improviso anunció que tan pronto como obtuviera la
pensión se retiraría a T., su ciudad natal, para abrir un centro de enseñanza
que se dedicaría a la educación de muchachas nobles. Aún no había hablado
de este proyecto a Raskolnikof, y se lo expuso con todo detalle. Como por arte
de magia, exhibió aquel diploma de que Marmeladof había hablado a
Raskolnikof cuando le contó en una taberna que Catalina Ivanovna, al salir del
pensionado, había bailado en presencia del gobernador y de otras
personalidades la danza del chal. Podría creerse que Catalina Ivanovna
utilizaba este diploma para demostrar su derecho a abrir un pensionado, pero
su verdadero fin había sido otro: había pensado utilizarlo para confundir a
aquellas provincianas endomingadas en el caso de que hubieran asistido a la
comida de funerales, demostrándoles así que ella pertenecía a una de las
familias más nobles, que era hija de un coronel y, en fin, que valía mil veces
más que todas las advenedizas que en los últimos tiempos se habían
multiplicado de un modo exorbitante.
El diploma dio la vuelta a la mesa. Los invitados lo pasaban de mano en mano,
sin que Catalina Ivanovna se opusiera a ello, ya que aquel papel la presentaba
en toutes lettres como hija de un consejero de la corte, de un caballero, lo que
la autorizaba a considerarse hija de un coronel. Después, la viuda, inflamada
de entusiasmo, empezó a hablar de la existencia tranquila y feliz que pensaba
llevar en T. Incluso se refirió a los profesores que llamaría para instruir a sus
alumnas, citando al señor Mangot, viejo y respetable francés que le había
enseñado a ella este idioma. Entonces estaba pasando los últimos años de su
vida en T. y no vacilaría en ingresar como profesor de su pensionado por un
módico sueldo. Finalmente, anunció que Sonia la acompañaría y la ayudaría a
dirigir el centro de enseñanza, lo cual produjo una risa ahogada en un extremo
de la mesa.
Catalina Ivanovna fingió no haberla oído, pero, levantando de pronto la voz,
empezó a enumerar las cualidades incontables que permitirían a Sonia
Simonovna secundarla en su empresa. Ensalzó su dulzura, su paciencia, su
abnegación, su nobleza de alma, su vasta cultura; dicho lo cual, le dio un
golpecito cariñoso en la mejilla y se levantó para besarla, cosa que hizo dos
veces. Sonia enrojeció y Catalina Ivanovna, hecha un mar de lágrimas, dijo de
pronto que era una tonta que se dejaba impresionar demasiado por los
acontecimientos y que, ya que la comida había terminado, iba a servir el té.
Entonces Amalia Ivanovna, molesta por el hecho de no haber podido
pronunciar una sola palabra en la conversación precedente, y también al ver
que nadie le prestaba atención, decidió arriesgarse nuevamente y, aunque
dominada por cierta inquietud, hizo a Catalina Ivanovna la sabia observación
de que debería prestar atención especialísima a la ropa interior de las alumnas
(die Wasche) y de contratar una mujer para que se cuidara exclusivamente de
ello (die Dame), y, en fin, que sería una medida prudente vigilar a las
muchachas, de modo que no pudieran leer novelas por las noches. Catalina
Ivanovna, que se hallaba bajo los efectos estimulantes de la animada
ceremonia, le respondió ásperamente que sus observaciones eran desatinadas
y que no entendía nada, que el cuidado de la Wasche incumbía al ama de
llaves y no a la directora de un pensionado de muchachas nobles. En cuanto a
la observación relacionada con la lectura de novelas, le parecía simplemente
una inconveniencia. Todo esto equivalía a decirle que se callase.
De pronto, Amalia Ivanovna enrojeció y replicó agriamente que ella siempre
había dado muestras de las mejores intenciones y que hacía ya bastante
tiempo que no recibía Geld por el alquiler de la habitación de Catalina
Ivanovna. Ésta le replicó que mentía al hablar de buenas intenciones, pues el
mismo día anterior, cuando el difunto estaba todavía en el aposento, se había
presentado para reclamarle con malos modos el dinero del alquiler. Entonces la
patrona dijo que había invitado a las dos damas y que éstas no habían
aceptado porque era nobles y no podían ir a casa de una mujer que no era
noble. A lo cual repuso Catalina Ivanovna que, como ella no era nada, no
estaba capacitada para juzgar a la verdadera nobleza. Amalia Ivanovna no
pudo soportar esta insolencia y declaró que su Vater aus Berlin era un hombre
muy importante que siempre iba con las manos en los bolsillos y haciendo «
¡puaf, puaf! » Y para dar una idea más exacta de cómo era el tal Vater, la
señora Lipevechsel se levantó, introdujo las dos manos en sus bolsillos, hinchó
los carrillos y empezó a imitar el « ¡puaf, puaf! » paterno, en medio de las risas
de todos los inquilinos, cuya intención era alentarla, con la esperanza de asistir
a una batalla entre las dos mujeres.
Catalina Ivanovna, incapaz de seguir conteniéndose, declaró a voz en grito que
seguramente Amalia Ivanovna no había tenido nunca Vater, que era una vulgar
finesa de Petersburgo, una borracha que había sido cocinera o algo peor.
La señora Lipevechsel se puso tan roja como un pimiento y replicó a grandes
voces que era Catalina Ivanovna la que no había tenido Vater, pero que ella
tenía un Vater aus Berlin que llevaba largos redingotes y siempre iba haciendo
« ¡puaf, puaf! »
Catalina Ivanovna respondió desdeñosamente que todo el mundo conocía su
propio origen y que en su diploma se decía con caracteres de imprenta que era
hija de un coronel, mientras que el padre de Amalia Ivanovna, en el caso de
que existiera, debía de ser un lechero finés; pero que era más que probable
que ella no tuviera padre, ya que nadie sabía aún cuál era su patronímico, es
decir, si se llamaba Amalia Ivanovna o Amalia Ludwigovna.
Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño la
mesa mientras decía a grandes gritos que ella era Ivanovna y no Ludwigovna,
que su Vater se llamaba Johann y era bailío, cosa que no había sido jamás el
Vater de Catalina Ivanovna.
Ésta se levantó en el acto y, con una voz cuya calma contrastaba con la
palidez de su semblante y la agitación de su pecho, dijo a Amalia Ivanovna que
si osaba volver a comparar, aunque sólo fuera una vez, a su miserable Vater
con su padre, le arrancaría el gorro y se lo pisotearía.
Al oír esto, Amalia Ivanovna empezó a ir y venir precipitadamente por la
habitación, gritando con todas sus fuerzas que ella era la dueña de la casa y
que Catalina Ivanovna debía marcharse inmediatamente.
Acto seguido se arrojó sobre la mesa y empezó a recoger sus cubiertos de
plata.
A esto siguió una confusión y un alboroto indescriptibles. Los niños se echaron
a llorar. Sonia se abalanzó sobre su madrastra para intentar retenerla, pero
cuando Amalia Ivanovna aludió a la tarjeta amarilla, la viuda rechazó a la
muchacha y se fue derecha a la patrona con la intención de poner en práctica
su amenaza.
En este momento se abrió la puerta y apareció en el umbral Piotr Petrovitch
Lujine, que paseó una mirada atenta y severa por toda la concurrencia.
Catalina Ivanovna corrió hacia él.
III
Piotr Petrovitch exclamó Catalina Ivanovna , protéjame. Haga comprender a
esta mujer estúpida que no tiene derecho a insultar a una noble dama abatida
por el infortunio, y que hay tribunales para estos casos... Me quejaré ante el
gobernador general en persona y ella tendrá que responder de sus injurias...
En memoria de la hospitalidad que recibió usted de mi padre, defienda a estos
pobres huérfanos.
Permítame, señora, permítame respondió Piotr Petrovitch, tratando de
apartarla . Yo no he tenido jamás el honor, y usted lo sabe muy bien, de tratar a
su padre. Perdone, señora alguien se echó a reír estrepitosamente , pero no
tengo la menor intención de mezclarme en sus continuas disputas con Amalia
Ivanovna... Vengo aquí para un asunto personal. Deseo hablar inmediatamente
con su hijastra Sonia Simonovna. Se llama así, ¿no es cierto? Permítame...
Y Piotr Petrovitch, pasando por el lado de Catalina Ivanovna, se dirigió al
extremo opuesto de la habitación, donde estaba Sonia.
Catalina Ivanovna quedó clavada en el sitio, como fulminada. No comprendía
por qué Piotr Petrovitch negaba que había sido huésped de su padre. Esta
hospitalidad creada por su fantasía había llegado a ser para ella un artículo de
fe. Por otra parte, le sorprendía el tono seco, altivo y casi desdeñoso con que le
había hablado Lujine.
Ante la aparición de Piotr Petrovitch se había ido restableciendo el silencio
poco a poco. Aun dejando aparte que la gravedad y la corrección de aquel
hombre de negocios contrastaba con el aspecto desaliñado de los inquilinos de
la señora Lipevechsel, todos ellos comprendían que sólo un motivo de
excepcional importancia podía justificar la presencia de Lujine en aquel lugar y,
en consecuencia, esperaban un golpe teatral.
Raskolnikof, que estaba al lado de Sonia, se apartó para dejar el paso libre a
Piotr Petrovitch, el cual, al parecer, no advirtió su presencia.
Transcurrido un instante, apareció Lebeziatnikof, pero no entró en la
habitación, sino que se quedó en el umbral. En su semblante se mezclaban la
curiosidad y la sorpresa, y prestó atención a lo que allí se decía, demostrando
un vivo interés, pero con el gesto del que nada comprende.
Perdónenme que les interrumpa dijo Piotr Petrovitch sin dirigirse a nadie
particularmente , pero me he visto obligado a venir por un asunto de gran
importancia. Además, celebro poder hablar ante testigos. Amalia Ivanovna, le
ruego que, en su calidad de propietaria de la casa, preste atención al diálogo
que voy a mantener con Sonia Simonovna.
Y volviéndose hacia la joven, que daba muestras de profunda sorpresa y
estaba atemorizada, continuó:
Sonia Simonovna, inmediatamente después de su visita he advertido la
desaparición de un billete de Banco de cien rublos que estaba sobre una mesa
en la habitación de mi amigo Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Si usted sabe
dónde está ese billete y me lo dice, le doy palabra de honor, en presencia de
todos estos testigos, de que el asunto no pasará adelante. En el caso contrario,
me veré obligado a tomar medidas más serias, y entonces no tendrá derecho a
quejarse sino de usted misma.
Un gran silencio siguió a estas palabras. Incluso los niños dejaron de llorar.
Sonia, pálida como una muerta, miraba a Lujine sin poder pronunciar palabra.
Daba la impresión de no haber comprendido. Transcurrieron unos segundos.
Bueno, decídase le dijo Piotr Petrovitch, mirándola fijamente.
Yo no sé..., yo no sé nada -repuso Sonia con voz débil.
¿De modo que no sabe usted nada?
Dicho esto, Lujine dejó pasar varios segundos más. Luego continuó, en tono
severo:
Piénselo bien, señorita. Le doy tiempo para que reflexione. Comprenda que si
no estuviera completamente seguro de lo que digo, me guardaría mucho de
acusarla tan formalmente como lo estoy haciendo. Tengo demasiada
experiencia para exponerme a un proceso por difamación... Esta mañana he
negociado varios títulos por un valor nominal de unos tres mil rublos. La suma
exacta consta en mi cuaderno de notas. Al regresar a mi casa he contado el
dinero: Andrés Simonovitch es testigo. Después de haber contado dos mil
trescientos rublos, los he puesto en una cartera que me he guardado en el
bolsillo. Sobre la mesa han quedado alrededor de quinientos rublos, entre los
que había tres billetes de cien. Entonces ha llegado usted, llamada por mí, y
durante todo el tiempo que ha durado su visita ha dado usted muestras de una
agitación extraordinaria, hasta el extremo de que se ha levantado tres veces,
en su prisa por marcharse, aunque nuestra conversación no había terminado.
Andrés Simonovitch es testigo de que todo cuanto acabo de decir es exacto.
Creo que no lo negará usted, señorita. La he mandado llamar por medio de
Andrés Simonovitch con el exclusivo objeto de hablar con usted sobre la triste
situación en que ha quedado su segunda madre, Catalina Ivanovna (cuya
invitación me ha sido imposible atender), y tratar de la posibilidad de ayudarla
mediante una rifa, una suscripción o algún otro procedimiento semejante... Le
doy todos estos detalles, en primer lugar, para recordarle cómo han ocurrido
las cosas, y en segundo, para que vea usted que lo recuerdo todo
perfectamente... Luego he cogido de la mesa un billete de diez rublos y se lo
he entregado, haciendo constar que era mi aportación personal y el primer
socorro para su madrastra... Todo esto ha ocurrido en presencia de Andrés
Simonovitch. Seguidamente la he acompañado hasta la puerta y he podido ver
que estaba tan trastornada como cuando ha llegado. Cuando usted ha salido,
yo he estado conversando durante unos diez minutos con Andrés Simonovitch.
Finalmente, él se ha retirado y yo me he acercado a la mesa para recoger el
resto de mi dinero, contarlo y guardarlo. Entonces, con profundo asombro, he
visto que faltaba uno de los tres billetes. Comprenda usted, señorita. No puedo
sospechar de Andrés Simonovitch. La simple idea de esta sospecha me parece
un disparate. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis cuentas,
porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su
exactitud. Comprenda que la agitación que usted ha demostrado, su prisa en
marcharse, el hecho de que haya tenido usted en todo momento las manos
sobre la mesa, y también, en fin, su situación social y los hábitos propios de
ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no
sin cierto horror, a concebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero
legítimas. Quiero añadir y repetir que, por muy convencido que esté de su
culpa, sé que corro cierto riesgo al acusarla. Sin embargo, no vacilo en hacerlo,
y le diré por qué. Lo hago exclusivamente por su ingratitud. La llamo para
hablar de una posible ayuda a su infortunada segunda madre, le entrego mi
óbolo de diez rublos, y he aquí el pago que usted me da. No, esto no está nada
bien. Necesita usted una lección. Reflexione. Le hablo como le hablaría su
mejor amigo, y, en verdad, no puede usted tener en este momento otro amigo
mejor, pues, si no lo fuese, procedería con todo rigor e inflexibilidad. Bueno,
¿qué dice usted?
Yo no le he quitado nada -murmuró Sonia, aterrada . Usted me ha dado diez
rublos. Mírelos. Se los devuelvo.
Sacó el pañuelo del bolsillo, deshizo un nudo que había en él, sacó el billete de
diez rublos que Lujine le había dado y se lo ofreció.
¿Así dijo Piotr Petrovitch en un tono de censura y sin tomar el billete , persiste
usted en negar que me ha robado cien rublos?
Sonia miró en todas direcciones y sólo vio semblantes terribles, burlones,
severos o cargados de odio. Dirigió una mirada a Raskolnikof, que estaba en
pie junto a la pared. El joven tenía los brazos cruzados y fijaba en ella sus
ardientes ojos.
¡Dios mío! gimió Sonia.
Amalia Ivanovna dijo Lujine en un tono dulce, casi acariciador , habrá que
llamar a la policía, y le ruego que haga subir al portero para que esté aquí
mientras llegan los agentes.
Gott der harmberzige! dijo la señora Lipevechsel . Ya sabía yo que era una
ladrona.
¿Conque lo sabía usted? Entonces no cabe duda de que existen motivos para
que usted haya pensado en ello. Honorable Amalia Ivanovna, le ruego que no
olvide las palabras que acaba de pronunciar, por cierto ante testigos.
En este momento se alzaron rumores de todas partes. La concurrencia se
agitaba.
¿Pero qué dice usted? exclamó de pronto Catalina Ivanovna, saliendo de su
estupor y arrojándose sobre Lujine . ¿Se atreve a acusarla de robo? ¡A ella, a
Sonia! ¡Cobarde, canalla!
Se arrojó sobre Sonia y la rodeó con sus descarnados brazos.
¡Sonia! ¿Cómo has podido aceptar diez rublos de este hombre? ¡Qué infeliz
eres! ¡Dámelos, dámelos en seguida...! ¡Ahí los tiene!
Catalina Ivanovna se había apoderado del billete, lo estrujó y se lo tiró a Lujine
a la cara. El papel, hecho una bola, fue a dar contra un ojo de Piotr Petrovitch y
después cayó al suelo. Amalia Ivanovna se apresuró a recogerlo. Lujine se
indignó.
¡Cojan a esta loca!
En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado de
Lebeziatnikof. Entre ellas estaban las dos provincianas.
¿Loca? ¿Loca yo? gritó Catalina Ivanovna . ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil
agente de negocios, un infame...! ¡Sonia quitarle dinero! ¡Sonia una ladrona!
¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!
Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y señalando a
Lujine, exclamaba:
¿Ha visto usted un imbécil semejante?
De pronto vio a Amalia Ivanovna y se detuvo.
¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una
ladrona...! ¿Cómo es posible? ¡Ella dijo a Lujine ha venido de tu habitación
aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más que granuja! ¡Todo el mundo ha
visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado al lado
de Rodion Romanovitch...! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha
cogido el billete ha de llevarlo encima...! Busca, busca... Pero si no encuentras
nada, amigo mío, tendrás que responder de tus injurias... ¡Iré a quejarme al
emperador en persona, al zar misericordioso! Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy
mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me recibirá?
Estás muy equivocado. Llegaré hasta él... Confiabas en la bondad y en la
timidez de Sonia, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy
tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca, regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?
Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sacudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia.
Lo haré, correré con esa responsabilidad... Pero cálmese, señora. Ya veo que
usted no teme a nada ni a nadie. Esto..., esto se debía hacer en la comisaría...
Aunque prosiguió Lujine, balbuceando -hay aquí bastantes testigos... Estoy
dispuesto a registrarla... Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la
diferencia de sexos... Si Amalia Ivanovna quisiera ayudarnos... Desde luego,
no es así como se hacen estas cosas, pero hay casos en que...
¡Hágala registrar por quien quiera! vociferó Catalina Ivanovna . Enséñale los
bolsillos... ¡Mira, mira, monstruo! En éste no hay nada más que un pañuelo,
como puedes ver. Ahora el otro. ¡Mira, mira! ¿Lo ves bien?
Y Catalina Ivanovna, no contenta con vaciar los bolsillos de Sonia, los volvió
del revés uno tras otro. Pero apenas deshizo los pliegues que se habían
formado en el forro del segundo, el de la derecha, saltó un papelito que,
describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron
y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel
con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ocho
dobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.
¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! exclamó la señora
Lipevechsel . ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!
De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en
silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos
en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir
asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con
las manos y lanzó un grito.
¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! exclamó en un
alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.
Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente
contra su corazón.
¡Sonia, Sonia! ¡No te creo; ya ves que no te creo! exclamó Catalina Ivanovna,
rechazando la evidencia.
Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y
otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos
apasionados.
¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! gritó,
dirigiéndose a los presentes . ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón!
¿Robar ella..., ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de
ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se
hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de
hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto!
¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no
la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir
nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree
culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor,
Señor! ¿Por qué no la defiendes?
La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y
general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el
sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado;
aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en
fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo
esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer
indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de
compadecerse.
Cálmese, señora, cálmese dijo gravemente . Este asunto no le concierne en
lo más mínimo. Nadie piensa acusarla de premeditación ni de complicidad, y
menos habiendo sido usted misma la que ha descubierto el robo al registrarle
los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia... Me siento inclinado a
ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil que ha
impulsado a Sonia Simonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar,
señorita? ¿Teme usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez? ¿Acaso ha
perdido usted la cabeza? Todo esto es comprensible, muy comprensible... Sin
embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto... Señores continuó,
dirigiéndose a la concurrencia , dejándome llevar de un sentimiento de
compasión y de simpatía, por decirlo así, estoy dispuesto todavía a perdonarlo
todo, a pesar de los insultos que se me han dirigido.
Se volvió de nuevo hacia Sonia y añadió:
Pero que esta humillación que hoy ha sufrido usted, señorita, le sirva de
lección para el futuro. Daré el asunto por terminado y las cosas no pasarán de
aquí.
Piotr Petrovitch miró de reojo a Raskolnikof, y las miradas de ambos se
encontraron. Los ojos del joven llameaban.
Catalina Ivanovna, como si nada hubiera oído, seguía abrazando y besando a
Sonia con frenesí. También los niños habían rodeado a la joven y la
estrechaban con sus débiles bracitos.
Poletchka, sin comprender lo que sucedía, sollozaba desgarradoramente,
apoyando en el hombro de Sonia su linda carita, bañada en lágrimas.
¡Qué ruindad! dijo de pronto una voz desde la puerta.
Piotr Petrovitch se volvió inmediatamente.
¡Qué ruindad! repitió Lebeziatnikof sin apartar de él la vista.
Lujine se estremeció (todos recordarían este detalle más adelante), y Andrés
Simonovitch entró en la habitación.
¿Cómo ha tenido usted valor para invocar mi testimonio? dijo acercándose a
Lujine.
Piotr Petrovitch balbuceó:
¿Qué significa esto, Andrés Simonovitch? No sé de qué me habla.
Pues esto significa que usted es un calumniador. ¿Me entiende usted ahora?
Lebeziatnikof había pronunciado estas palabras con enérgica resolución y
mirando duramente a Lujine con sus miopes ojillos. Estaba furioso. Raskolnikof
no apartaba la vista de la cara de Andrés Simonovitch y le escuchaba con
avidez, sin perder ni una sola de sus palabras.
Hubo un silencio. Piotr Petrovitch pareció desconcertado, sobre todo en los
primeros momentos.
Pero ¿qué le pasa? balbuceó . ¿Está usted en su juicio?
Sí, estoy en mi juicio, y usted..., usted es un miserable... ¡Qué villanía! lo he
oído todo, y si no he hablado hasta ahora ha sido para ver si comprendía por
qué ha obrado usted así, pues le confieso que hay cosas que no tienen
explicación para mí... ¿Por qué lo ha hecho usted? No lo comprendo.
Pero ¿qué he hecho yo? ¿Quiere dejar de hablar en jeroglífico? ¿Es que ha
bebido más de la cuenta?
Usted, hombre vil, sí que es posible que se emborrache. Pero yo no bebo
jamás ni una gota de vodka, porque mis principios me lo vedan... Sepan
ustedes que ha sido él, él mismo, el que ha transmitido con sus propias manos
el billete de cien rublos a Sonia Simonovna. Yo lo he visto, yo he sido testigo
de este acto. Y estoy dispuesto a declarar bajo juramento. ¡El mismo, él mismo!
repitió Lebeziatnikof, dirigiéndose a todos.
¿Está usted loco? exclamó Lujine . La misma interesada, aquí presente,
acaba de afirmar ante testigos que sólo ha recibido de mi un billete de diez
rublos. ¿Cómo puede usted decir que le he dado el otro billete?
¡Lo he visto, lo he visto! repitió Lebeziatnikof . Y, aunque ello sea contrario a
mis principios, estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento ante la justicia. Yo he
visto cómo le introducía usted disimuladamente ese dinero en el bolsillo. En mi
candidez, he creído que lo hacía usted por caridad. En el momento en que
usted le decía adiós en la puerta, mientras le tendía la mano derecha, ha
deslizado con la izquierda en su bolsillo un papel. ¡Lo he visto, lo he visto!
Lujine palideció.
¡Eso es pura invención! exclamó, en un arranque de insolencia . Usted estaba
entonces junto a la ventana. ¿Cómo es posible que desde tan lejos viera el
papel? Su miopía le ha hecho ver visiones. Ha sido una alucinación y nada
más.
No, no he sufrido ninguna alucinación. A pesar de la distancia, me he dado
perfecta cuenta de todo. En efecto, desde la ventana no he podido ver qué
clase de papel era: en esto tiene usted razón. Sin embargo, cierto detalle me
ha hecho comprender que el papelito era un billete de cien rublos, pues he
visto claramente que, al mismo tiempo que entregaba a Sonia Simonovna el
billete de diez rublos, cogía usted de la mesa otro de cien... Esto lo he visto
perfectamente, porque entonces e hallaba muy cerca de usted, y recuerdo bien
este detalle porque me ha sugerido cierta idea. Usted ha doblado el billete de
cien rublos y lo ha mantenido en el hueco de la mano. Después he dejado de
pensar en ello, pero cuando usted se ha levantado ha hecho pasar el billete de
la mano derecha a la izquierda, con lo que ha estado a punto de caérsele.
Entonces me he vuelto a fijar en él, pues de nuevo he tenido la idea de que
usted quería socorrer a Sonia Simonovna sin que yo me enterase. Ya puede
usted suponer la gran atención con que desde ese instante he seguido hasta
sus menores movimientos. Así he podido ver cómo le ha deslizado usted el
billete en el bolsillo. ¡Lo he visto, lo he visto, y estoy dispuesto a afirmarlo bajo
juramento!
Lebeziatnikof estaba rojo de indignación. Las exclamaciones más diversas
surgieron de todos los rincones de la estancia. La mayoría de ellas eran de
asombro, pero algunas fueron proferidas en un tono de amenaza. Los
concurrentes se acercaron a Piotr Petrovitch y formaron un estrecho círculo en
torno de él. Catalina Ivanovna se arrojó sobre Lebeziatnikof.
¡Andrés Simonovitch, qué mal le conocía a usted! ¡Defiéndala! Es huérfana.
Dios nos lo ha enviado, Andrés Simonovitch, mi querido amigo.
Y Catalina Ivanovna, en un arrebato casi inconsciente, se arrojó a los pies del
joven.
¡Está loco! exclamó Lujine, ciego de rabia . Todo son invenciones suyas...
¡Que si se había olvidado y luego se ha vuelto a acordar...! ¿Qué significa
esto? Según usted, yo he puesto intencionadamente estos cien rublos en el
bolsillo de esta señorita. Pero ¿por qué? ¿Con qué objeto?
Esto es lo que no comprendo. Pero le aseguro que he dicho la verdad. Tan
cierto estoy de no equivocarme, miserable criminal, que en el momento en que
le estrechaba la mano felicitándole, recuerdo que me preguntaba con qué fin
habría regalado usted ese billete a hurtadillas, o, dicho de otro modo, por qué
se ocultaba para hacerlo. Misterio. Me he dicho que tal vez quería usted
ocultarme su buena acción al saber que soy enemigo por principio de la
caridad privada, a la que considero como un paliativo inútil. He deducido, pues,
que no quería usted que se supiera que entregaba a Sonia Simonovna una
cantidad tan importante, y, además, que deseaba dar una sorpresa a la
beneficiada... Todos sabemos que hay personas que se complacen en ocultar
las buenas acciones... También me he dicho que tal vez quería usted poner a
prueba a la muchacha, ver si volvía para darle las gracias cuando encontrara el
dinero en su bolsillo. O, por el contrario, que deseaba usted eludir su gratitud,
según el principio de que la mano derecha debe ignorar..., y otras mil
suposiciones parecidas. Sólo Dios sabe las conjeturas que han pasado por mi
cabeza... Decidí reflexionar más tarde a mis anchas sobre el asunto, pues no
quería cometer la indelicadeza de dejarle entrever que conocía su secreto. De
pronto me ha asaltado un temor: al no conocer su acto de generosidad, Sonia
Simonovna podía perder el dinero sin darse cuenta. Por eso he tomado la
determinación de venir a decirle que usted había depositado un billete de cien
rublos en su bolsillo. Pero, al pasar, me he detenido en la habitación de las
señoras Kobiliatnikof a fin de entregarles la «Ojeada general sobre el método
positivo» y recomendarles especialmente el artículo de Piderit, y también el de
Wagner. Finalmente, he llegado aquí y he podido presenciar el escándalo. Y
dígame: ¿se me habría ocurrido pensar en todo esto, me habría hecho todas
estas reflexiones si no le hubiera visto introducir el billete de cien rublos en el
bolsillo de Sonia Simonovna?
Andrés Simonovitch terminó este largo discurso, coronado con una conclusión
tan lógica, en un estado de extrema fatiga. El sudor corría por su frente. Por
desgracia para él, le costaba gran trabajo expresarse en ruso, aunque no
conocía otro idioma. Su esfuerzo oratorio le había agotado. Incluso parecía
haber perdido peso. Sin embargo, su alegato verbal había producido un efecto
extraordinario. Lo había pronunciado con tanto calor y convicción, que todos
los oyentes le creyeron. Piotr Petrovitch advirtió que las cosas no le iban bien.
¿Qué me importan a mí las estúpidas preguntas que hayan podido
atormentarle? exclamó . Eso no constituye ninguna prueba. Todo lo que usted
ha pensado puede ser obra de su imaginación. Y yo, señor, puedo decirle que
miente usted. Usted miente y me calumnia llevado de un deseo de venganza
personal. Usted no me perdona que haya rechazado el impío radicalismo de
sus teorías sociales.
Pero este falso argumento, lejos de favorecerle, provocó una oleada de
murmullos en contra de él.
¡Eso es una mala excusa! exclamó Lebeziatnikof . Te digo en la cara que
mientes. Llama a la policía y declararé bajo juramento. Un solo punto ha
quedado en la oscuridad para mí: el motivo que lo ha impulsado a cometer una
acción tan villana. ¡Miserable! ¡Cobarde!
Yo puedo explicar su conducta y, si es preciso, también prestaré juramento
dijo Raskolnikof con voz firme y destacándose del grupo.
Estaba sereno y seguro de si mismo. Todos se dieron cuenta desde el primer
momento de que conocía la clave del enigma y de que el asunto se acercaba a
su fin.
Ahora todo lo veo claro dijo dirigiéndose a Lebeziatnikof . Desde el principio
del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble intriga. Esta
sospecha se fundaba en ciertas circunstancias que sólo yo conozco y que
ahora mismo voy a revelar a ustedes. En ellas está la clave del asunto. Gracias
a su detallada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho la luz en mi mente.
Ruego a todo el mundo que preste atención. Este señor señalaba a Lujine
pidió en fecha reciente la mano de una joven, hermana mía, cuyo nombre es
Avdotia Romanovna Raskolnikof; pero¿ cuando llegó a Petersburgo, hace
poco, y tuvimos nuestra primera entrevista, discutimos, y de tal modo, que
acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos testigos, los cuales pueden
confirmar mis palabras. Este hombre es todo maldad. Yo no sabía que se
hospedaba en su casa, Andrés Simonovitch. Así se comprende que pudiera ver
anteayer, es decir, el mismo día de nuestra disputa, que yo, como amigo del
difunto, entregaba dinero a la viuda para que pudiera atender a los gastos del
entierro. El señor Lujine escribió en seguida una carta a mi madre, en que le
decía que yo había entregado dinero no a Catalina Ivanovna, sino a Sonia
Simonovna. Además, hablaba de esta joven en términos en extremo
insultantes, dejando entrever que yo mantenía relaciones íntimas con ella. Su
finalidad, como ustedes pueden comprender, era indisponerme con mi madre y
con mi hermana, haciéndoles creer que yo despilfarraba ignominiosamente el
dinero que ellas se sacrificaban en enviarme. Ayer por la noche, en presencia
de mi madre, de mi hermana y de él mismo, expuse la verdad de los hechos,
que este hombre había falseado. Dije que había entregado el dinero a Catalina
Ivanovna, a la que entonces no conocía aún, y añadí que Piotr Petrovitch
Lujine, con todos sus méritos, valía menos que el dedo meñique de Sonia
Simonovna, de la que hablaba tan mal. Él me preguntó entonces si yo sería
capaz de sentar a Sonia Simonovna al lado de mi hermana, y yo le respondí
que ya lo había hecho aquel mismo día. Furioso al ver que mi madre y mi
hermana no reñían conmigo fundándose en sus calumnias, llegó al extremo de
insultarlas groseramente. Se produjo la ruptura definitiva y lo pusimos en la
puerta. Todo esto ocurrió anoche. Ahora les ruego a ustedes que me presten la
mayor atención. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar como culpable
a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia que sus sospechas eran
fundadas y que tenía razón para sentirse ofendido por el hecho de que
permitiera a esta joven alternar con mi hermana, y, en fin, que, atacándome a
mí, defendía el honor de su prometida. En una palabra, esto suponía para él un
nuevo medio de indisponerme con mi familia, mientras él reconquistaba su
estimación. Al mismo tiempo, se vengaba de mí, pues tenía motivos para
pensar que la tranquilidad de espíritu y el honor de Sonia Simonovna me
afectaban íntimamente. Así pensaba él, y esto es lo que yo he deducido. Tal es
la explicación de su conducta: no es posible hallar otra.
Así, poco más o menos, terminó Raskolnikof su discurso, que fue interrumpido
frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia. Hasta el final
su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la convicción con que
hablaba y la severidad de su rostro impresionaron profundamente al auditorio.
Sí, sí, eso es; no cabe duda de que es eso se apresuró a decir Lebeziatnikof,
entusiasmado . Prueba de ello es que, cuando Sonia Simonovna ha entrado en
la habitación, él me ha preguntado si estaba usted aquí, si yo le había visto
entre los invitados de Catalina Ivanovna. Esta pregunta me la ha hecho en voz
baja y después de llevarme junto a la ventana. sea que deseaba que usted
fuera testigo de todo esto. Sí, sí; no cabe duda de que es eso.
Lujine guardaba silencio y sonreía desdeñosamente. Pero estaba pálido como
un muerto. Evidentemente, buscaba el modo de salir del atolladero. De buena
gana se habría marchado, pero esto no era posible por el momento. Marcharse
así habría representado admitir las acusaciones que pesaban sobre él y
reconocer que había calumniado a Sonia Simonovna.
Por otra parte, los asistentes se mostraban sumamente excitados por las
excesivas libaciones. El de intendencia, aunque era incapaz de forjarse una
idea clara de lo sucedido, era el que más gritaba, y proponía las medidas más
desagradables para Lujine.
La habitación estaba llena de personas embriagadas, pero también habían
acudido huéspedes de otros aposentos, atraídos por el escándalo. Los tres
polacos estaban indignadísimos y no cesaban de proferir en su lengua insultos
contra Piotr Petrovitch, al que llamaban, entre otras cosas, pane ladak.
Sonia escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo
que pasaba: su estado era semejante al de una persona que acaba de salir de
un desvanecimiento. No apartaba los ojos de Raskolnikof, comprendiendo que
sólo él podía protegerla. La respiración de Catalina Ivanovna era silbante y
penosa. Estaba completamente agotada. Pero era Amalia Ivanovna la que
tenía un aspecto más grotesco, con su boca abierta y su cara de pasmo. Era
evidente que no comprendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era
que Piotr Petrovitch se hallaba en una situación comprometida.
Raskolnikof intentó volver a hablar, pero en seguida renunció a ello al ver que
los inquilinos se precipitaban sobre Lujine y, formando en torno de él un círculo
compacto, le dirigían toda clase de insultos y amenazas. Pero Lujine no se
amilanó. Comprendiendo que había perdido definitivamente la partida, recurrió
a la insolencia.
Permítanme, señores, permítanme. No se pongan así. Déjenme pasar dijo
mientras se abría paso . No se molesten ustedes en intentar amedrentarme
con sus amenazas. Tengan la seguridad de que no adelantarán nada, pues no
soy de los que se asustan fácilmente. Por el contrario, les advierto que tendrán
que responder de la cooperación que han prestado a un acto delictivo. La
culpabilidad de la ladrona está más que probada, y presentaré la oportuna
denuncia. Los jueces no están ciegos... ni bebidos. Por eso rechazarán el
testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que me calumnian por una
cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de
reconocer. Permítanme, señores.
No podría soportar ni un minuto más su presencia en mi habitación le dijo
Andrés Simonovitch . Haga el favor de marcharse. No quiero ningún trato con
usted. ¡Cuando pienso que he estado dos semanas gastando saliva para
exponerle...!
Andrés Simonovitch, recuerde que hace un rato le he dicho que me marchaba
y usted trataba de retenerme. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto
de remate y que le deseo se cure de la cabeza y de los ojos. Permítanme,
señores...
Y consiguió terminar de abrirse paso. Pero el de intendencia no quiso dejarle
salir de aquel modo. Considerando que los insultos eran un castigo insuficiente
para él, cogió un vaso de la mesa y se lo arrojó con todas sus fuerzas.
Desgraciadamente, el proyectil fue a estrellarse contra Amalia Ivanovna, que
empezó a proferir grandes alaridos, mientras el de intendencia, que había
perdido el equilibrio al tomar impulso para el lanzamiento, caía pesadamente
sobre la mesa.
Piotr Petrovitch logró llegar a su aposento, y, una hora después, había salido
de la casa.
Antes de esta aventura, Sonia, tímida por naturaleza, se sentía más vulnerable
que las demás mujeres, ya que cualquiera tenía derecho a ultrajarla. Sin
embargo, había creído hasta entonces que podría contrarrestar la malevolencia
a fuerza de discreción, dulzura y humildad. Pero esta ilusión se había
desvanecido y su decepción fue muy amarga. Era capaz de soportarlo todo con
paciencia y sin lamentarse, y el golpe que acababa de recibir no estaba por
encima de sus fuerzas, pero en el primer momento le pareció demasiado duro.
A pesar del triunfo de su inocencia en el asunto del billete, transcurridos los
primeros instantes de terror, y al poder darse cuenta de las cosas, sintió que su
corazón se oprimía dolorosamente ante la idea de su abandono y de su
aislamiento en la vida. Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contenerse, salió
de la habitación y corrió a su casa. Esta huida casi coincidió con la salida de
Lujine.
Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en
medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se
dirigió contra Catalina Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como si la
hiciera responsable de todo lo ocurrido.
¡Fuera de aquí en seguida! ¡Fuera!
Y, al mismo tiempo que gritaba, cogía todos los objetos de la inquilina que
encontraba al alcance de la mano y los arrojaba al suelo. La pobre viuda, que
se había tenido que echar en la cama, exhausta y rendida por el sufrimiento,
saltó del lecho y se arrojó sobre la patrona. Pero las fuerzas eran tan
desiguales, que Amalia Ivanovna la rechazó tan fácilmente como si luchara con
una pluma.
¡Es el colmo! ¡No contenta con calumniar a Sonia, ahora la toma conmigo! ¡Me
echa a la calle el mismo día de los funerales de mi marido! ¡Después de haber
recibido mi hospitalidad, me pone en medio del arroyo con mis pobres
huérfanos! ¿Adónde iré?
Y la pobre mujer sollozaba, en el límite de sus fuerzas. De pronto sus ojos
llamearon y gritó desesperadamente:
¡Señor! ¿Es posible que no exista la justicia aquí abajo? ¿A quién defenderás
si no nos defiendes a nosotros...? En fin, ya veremos. En la tierra hay jueces y
tribunales. Presentaré una denuncia. Prepárate, desalmada... Poletchka, no
dejes a los niños. Volveré en seguida. Si es preciso, esperadme en la calle.
¡Ahora veremos si hay justicia en este mundo!
Catalina Ivanovna se envolvió la cabeza en aquel trozo de paño verde de que
había hablado Marmeladof, atravesó la multitud de inquilinos embriagados que
se hacinaban en la estancia y, gimiendo y bañada en lágrimas, salió a la calle.
Estaba resuelta a que le hicieran justicia en el acto y costara lo que costase.
Poletchka, aterrada, se refugió con los niños en un rincón, junto al baúl. Rodeó
con sus brazos a sus hermanitos y así esperó la vuelta de su madre. Amalia
Ivanovna iba y venía por la habitación como una furia, rugiendo de rabia,
lamentándose y arrojando al suelo todo lo que caía en sus manos.
Entre los inquilinos reinaba gran confusión: unos comentaban a grandes voces
lo ocurrido, otros discutían y se insultaban y algunos seguían entonando
canciones.
«Ha llegado el momento de marcharse pensó Raskolnikof . Vamos a ver qué
dice ahora Sonia Simonovna.»
Y se dirigió a casa de Sonia.
IV
Aunque llevaba su propia carga de miserias y horrores en el corazón,
Raskolnikof había defendido valientemente y con destreza la causa de Sonia
ante Lujine. Dejando aparte el interés que sentía por la muchacha y que le
impulsaba a defenderla, había sufrido tanto aquella mañana, que había
acogido con verdadera alegría la ocasión de ahuyentar aquellos pensamientos
que habían llegado a serle insoportables.
Por otra parte, la idea de su inmediata entrevista con Sonia le preocupaba y le
colmaba de una ansiedad creciente. Tenía que confesarle que había matado a
Lisbeth. Presintiendo la tortura que esta declaración supondría para él, trataba
de apartarla de su pensamiento. Cuando se había dicho, al salir de casa de
Catalina Ivanovna: « Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna», se
hallaba todavía bajo los efectos del ardoroso y retador entusiasmo que le había
producido su victoria sobre Lujine. Pero
cosa singular cuando llegó al
departamento de Kapernaumof, esta entereza de ánimo le abandonó de súbito
y se sintió débil y atemorizado. Vacilando, se detuvo ante la puerta y se
preguntó:
«¿Es necesario que revele que maté a Lisbeth?»
Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, estaba
convencido de que le era imposible no sólo eludir semejante confesión, sino
retrasarla un solo instante. No podía explicarse la razón de ello, pero sentía
que era así y sufría horriblemente al darse cuenta de que no tenía fuerzas para
luchar contra esta necesidad.
Para evitar que su tormento se prolongara se apresuró a abrir la puerta. Pero
no franqueó el umbral sin antes observar a Sonia. Estaba sentada ante su
mesita, con los codos apoyados en ella y la cara en las manos. Cuando vio a
Raskolnikof, se levantó en el acto y fue hacia él como si lo estuviese
esperando.
¿Qué habría sido de mí sin usted? le dijo con vehemencia, al encontrarse con
él en medio de la habitación.
Al parecer, sólo pensaba en el servicio que le había prestado, y ansiaba
agradecérselo. Luego adoptó una actitud de espera. Raskolnikof se acercó a la
mesa y se sentó en la silla que ella acababa de dejar. Sonia permaneció en pie
a dos pasos de él, exactamente como el día anterior.
Bueno, Sonia dijo Raskolnikof, y notó de pronto que la voz le temblaba ; ya se
habrá dado usted cuenta de que la acusación se basaba en su situación y en
los hábitos ligados a ella.
El rostro de Sonia tuvo una expresión de sufrimiento.
Le ruego que no me hable como ayer. No, se lo suplico. Ya he sufrido
bastante.
Y se apresuró a sonreír, por temor a que este reproche hubiera herido a
Raskolnikof.
He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después? He estado a
punto de volver, pero luego he pensado que usted vendría y...
Raskolnikof le explicó que Amalia Ivanovna había despedido a su familia y que
Catalina Ivanovna se había marchado en busca de justicia no sabía adónde.
¡Dios mío! exclamó Sonia . ¡Vamos, vamos en seguida!
Y cogió apresuradamente el pañuelo de la cabeza.
¡Siempre lo mismo! exclamó Raskolnikof, indignado . No piensa usted más
que en ellos. Quédese un momento conmigo.
Pero Catalina Ivanovna...
Catalina Ivanovna no la olvidará: puede estar segura dijo Raskolnikof, molesto
. Como ha salido, vendrá aquí, y si no la encuentra, se arrepentirá usted de
haberse marchado.
Sonia se sentó, presa de una perplejidad llena de inquietud. Raskolnikof
guardó silencio, con la mirada fija en el suelo. Parecía reflexionar.
Tal vez Lujine no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le
interesaba. Pero si la hubiese tenido y ni Lebeziatnikof ni yo hubiéramos estado
allí, usted estaría ahora en la cárcel, ¿no es así?
Sí respondió Sonia con voz débil y sin poder prestar demasiada atención a lo
que Raskolnikof le decía, tal era la ansiedad que la dominaba.
Pues bien, habría sido muy fácil que yo no estuviera allí, y en cuanto a
Lebeziatnikof, ha sido una casualidad que fuese.
Sonia no contestó.
Y si la hubieran metido en la cárcel, ¿qué habría pasado? ¿Se acuerda de lo
que le dije ayer?
Ella seguía guardando silencio. El esperó unos segundos. Después siguió
diciendo, con una risa un tanto forzada:
Creía que me iba usted a repetir que no le hablara de estas cosas... ¿Qué?
preguntó tras una breve pausa . ¿Insiste usted en no abrir la boca? Sin
embargo, necesitamos un tema de conversación. Por ejemplo, me gustaría
saber cómo resolvería cierta cuestión..., como diría Lebeziatnikof añadió,
notando que empezaba a perder la sangre fría . No, no hablo en broma.
Supongamos, Sonia, que usted conoce por anticipado todos los proyectos de
Lujine y sabe que estos proyectos sumirían definitivamente en el infortunio a
Catalina Ivanovna, a sus hijos y, por añadidura, a usted..., y digo «por
añadidura» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Y
supongamos también que, a consecuencia de esto, Poletchka haya de verse
obligada a llevar una vida como la que usted lleva. Pues bien, si en estas
circunstancias estuviera en su mano hacer que Lujine pereciera, con lo que
salvaría a Catalina Ivanovna y a su familia, o dejar que Lujine viviera y llevase
a cabo sus infames propósitos, ¿qué partido tomaría usted? Ésta es la
pregunta que quiero que me conteste.
Sonia le miró con inquietud. Aquellas palabras, pronunciadas en un tono
vacilante, parecían ocultar una segunda intención.
Ya sabía yo que iba a hacerme una pregunta extraña dijo la joven dirigiéndole
una mirada penetrante.
Eso poco importa. Diga: ¿qué decisión tomaría usted?
¿A qué viene hacer esas preguntas absurdas? repuso Sonia con un gesto de
desagrado.
Dígame: ¿dejaría usted que Lujine viviera y pudiese cometer sus desafueros?
¿Es que ni siquiera tiene valor para tomar una decisión en teoría?
Yo no conozco las intenciones de la Divina Providencia. ¿Por qué me interroga
sobre hechos que no existen? ¿A qué vienen esas preguntas inútiles? ¿Acaso
es posible que la existencia de un hombre dependa de mi voluntad? ¿Cómo
puedo erigirme en árbitro de los destinos humanos, de la vida y de la muerte?
Si hace usted intervenir a la Providencia divina, no hablemos más dijo
Raskolnikof en tono sombrío.
Sonia respondió con acento angustiado:
Dígame francamente qué es lo que desea de mí... Sólo oigo de usted
alusiones. ¿Es que ha venido usted con el propósito de torturarme?
Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una
expresión de angustia. Hubo un largo silencio.
Al fin, Raskolnikof dijo en voz baja:
Tienes razón, Sonia.
Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono
insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz
parecía haberse debilitado.
Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he comenzado
esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de Lujine y de la
Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.
Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego bajó
la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.
De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le
traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimiento
inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que fijaba en
él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al advertir que
aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se
había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que experimentaba:
lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal había llegado.
Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De pronto
palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue maquinalmente
a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento era exactamente la
misma que había experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja,
había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no había que
perder ni un segundo.
¿Qué le ocurre? preguntó Sonia, llena de turbación.
Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar «la
explicación» en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo que
estaba ocurriendo en su interior.
Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de
él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía
insoportable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal.
Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra.
Entonces el pánico se apoderó de Sonia.
¿Qué le pasa? volvió a preguntarle, apartándose un poco de él.
Nada, Sonia. No te asustes... Es una tontería... Sí, basta pensar en ello un
instante para ver que es una tontería murmuró como delirando . No sé por qué
he venido a atormentarte añadió, mirándola . En verdad, no lo sé. ¿Por qué?
¿Por qué? No ceso de hacerme esta pregunta, Sonia.
Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su
debilidad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. Un
continuo temblor agitaba todo su cuerpo.
¡Cómo se atormenta usted! se lamentó Sonia, mirándole.
No es nada, no es nada... He aquí lo que te quería decir...
Una sombra de sonrisa jugueteó unos segundos en sus labios.
¿Te acuerdas de lo que quería decirte ayer?
Sonia esperó, visiblemente inquieta.
Cuando me fui, te dije que tal vez te decía adiós para siempre, pero que si
volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth.
De pronto, todo el cuerpo de Sonia empezó a temblar.
Pues bien, he venido a decírtelo.
Así, ¿hablaba usted en serio? balbuceó Sonia haciendo un gran esfuerzo .
Pero ¿cómo lo sabe usted? preguntó vivamente, como si acabara de volver en
sí.
Apenas podía respirar. La palidez de su rostro aumentaba por momentos.
El caso es que lo sé.
Sonia permaneció callada un momento.
¿Lo han encontrado? preguntó al fin, tímidamente.
No, no lo han encontrado.
Entonces, ¿cómo sabe usted quién es? preguntó la joven tras un nuevo
silencio y con voz casi imperceptible.
Él se volvió hacia ella y la miró fijamente, con una expresión singular.
¿Lo adivinas?
Una nueva sonrisa de impotencia flotaba en sus labios. Sonia sintió que todo
su cuerpo se estremecía.
Pero usted me... balbuceó ella con una sonrisa infantil . ¿Por qué quiere
asustarme?
Para saber lo que sé dijo Raskolnikof, cuya mirada seguía fija en la de ella,
como si no tuviera fuerzas para apartarla , es necesario que esté «ligado» a
«él»... Él no tenía intención de matar a Lisbeth... La asesinó sin
premeditación... Sólo quería matar a la vieja... y encontrarla sola... Fue a la
casa... De pronto llegó Lisbeth..., y la mató a ella también.
Un lúgubre silencio siguió a estas palabras. Los dos jóvenes se miraban
fijamente.
Así, ¿no lo adivinas? preguntó de pronto.
Tenía la impresión de que se arrojaba desde lo alto de una torre.
No murmuró Sonia con voz apenas audible.
Piensa.
En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le
heló el corazón. Miraba a Sonia y creía estar viendo a Lisbeth. Conservaba un
recuerdo imborrable de la expresión que había aparecido en el rostro de la
pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia
la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija con
terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonia en
aquel momento. Su mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito
extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano en el pecho de Raskolnikof, lo
rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino y empezó a
apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al
joven, que miraba a Sonia con el mismo gesto despavorido, mientras en sus
labios se esbozaba la misma triste sonrisa infantil.
¿Has comprendido ya? murmuró.
¡Dios mío! gimió, horrorizada.
Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.
Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a Raskolnikof, le
cogió las manos, las atenazó con sus menudos y delgados dedos y fijó en él
una larga y penetrante mirada.
Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le demostrase
que se había equivocado. Pero no, no cabía la menor duda: la simple
suposición se convirtió en certeza.
Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía extraño, irreal.
¿De dónde le había venido aquella certeza repentina de no equivocarse?
Porque en modo alguno podía decir que había presentido aquella confesión.
Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció haberla adivinado.
Basta, Sonia, basta. No me atormentes.
Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto
confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que se había imaginado.
Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se
retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se
sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De pronto
se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un
grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de
Raskolnikof.
¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? exclamó, desesperada.
De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven.
Raskolnikof se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.
No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo
de confesar. No sabes lo que haces.
Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:
¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!
Y prorrumpió en sollozos.
Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof. No se pudo
contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus
pestañas.
¿No me abandonarás, Sonia? preguntó, desesperado.
No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor! ¡Qué
desgraciada soy...! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has
venido antes? ¡Dios mío!
Pero he venido.
¡Ahora...! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! exclamó
Sonia volviendo a abrazarle . ¡Te seguiré al presidio!
Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a
sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y
altivez.
No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonia.
Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada hacia el
desgraciado, la espantosa idea del asesinato reapareció en la mente de la
joven. El tono en que Raskolnikof había pronunciado sus últimas palabras le
recordaron de pronto que estaba ante un asesino. Se quedó mirándole
sobrecogida. No sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en
un criminal. Estas preguntas surgieron de pronto en su imaginación, y las
dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino? ¡Imposible!
Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? exclamó profundamente sorprendida y
como si le costara gran trabajo volver a la realidad . Pero ¿cómo es posible que
un hombre como usted cometiera...? Además, ¿por qué?
Para robar, Sonia respondió Raskolnikof con cierto malestar.
Sonia se quedó estupefacta. De pronto, un grito escapó de sus labios.
¡Estabas hambriento! ¡Querías ayudar a tu madre! ¿Verdad?
No, Sonia, no balbuceó el joven, bajando y volviendo la cabeza . No estaba
hambriento hasta ese extremo... Ciertamente, quería ayudar a mi madre, pero
no fue eso todo... No me atormentes, Sonia.
Sonia se oprimía una mano con la otra.
Pero ¿es posible que todo esto sea real? ¡Y qué realidad, Dios mío! ¿Quién
podría creerlo? ¿Cómo se explica que usted se quede sin nada por socorrer a
otros habiendo matado por robar...?
De pronto le asaltó una duda.
¿Acaso ese dinero que dio usted a Catalina Ivanovna..., ese dinero, Señor,
era...?
No, Sonia le interrumpió Raskolnikof , ese dinero no procedía de allí.
Tranquilízate. Me lo había enviado mi madre por medio de un agente de
negocios y lo recibí durante mi enfermedad, el día mismo en que lo di...
Rasumikhine es testigo, pues firmó el recibo en mi nombre... Ese dinero era
mío y muy mío.
Sonia escuchaba con un gesto de perplejidad y haciendo grandes esfuerzos
por comprender.
En cuanto al dinero de la vieja, ni siquiera sé si tenía dinero dijo en voz baja,
vacilando . Desaté de su cuello una bolsita de pelo de camello, que estaba
llena, pero no miré lo que contenía... Sin duda no tuve tiempo... Los objetos:
gemelos, cadenas, etc., los escondí, así como la bolsa, debajo de una piedra
en un gran patio que da a la avenida V. Todo está allí todavía.
Sonia le escuchaba ávidamente.
Pero ¿por qué, si mató usted para robar, según dice..., por qué no cogió nada?
dijo la joven vivamente, aferrándose a una última esperanza.
No lo sé. Todavía no he decidido si cogeré ese dinero o no dijo Raskolnikof en
el mismo tono vacilante. Después, como si volviera a la realidad, sonrió y siguió
diciendo : ¡Qué estúpido soy! ¡Contar estas cosas!
Entonces un pensamiento atravesó como un rayo la mente de Sonia. «¿Estará
loco?» Pero desechó esta idea en seguida. «No, no lo está.» Realmente, no
comprendía nada.
Él exclamó, como en un destello de lucidez:
Oye, Sonia, oye lo que voy a decirte.
Y continuó, subrayando las palabras y mirándola fijamente, con una expresión
extraña pero sincera:
Si el hambre fuese lo único que me hubiera impulsado a cometer el crimen,
me sentiría feliz, sí, feliz. Pero ¿qué adelantarías exclamó en seguida, en un
arranque de desesperación , qué adelantarías si yo te confesara que he obrado
mal? ¿Para qué te serviría este inútil triunfo sobre mí? ¡Ah, Sonia! ¿Para esto
he venido a tu casa?
Sonia quiso decir algo, pero no pudo.
Si te pedí ayer que me siguieras es porque no tengo a nadie más que a ti.
¿Seguirte...? ¿Para qué? preguntó la muchacha tímidamente.
No para robar ni matar, tranquilízate respondió él con una sonrisa cáustica .
Somos distintos, Sonia. Sin embargo... Oye, Sonia, hace un momento que me
he dado cuenta de lo que yo pretendía al pedirte que me siguieras. Ayer te hice
la petición instintivamente, sin comprender la causa. Sólo una cosa deseo de ti,
y por eso he venido a verte... ¡No me abandones! ¿Verdad que no me
abandonarás?
Ella le cogió la mano, se la oprimió...
Un segundo después, Raskolnikof la miró con un dolor infinito y lanzó un grito
de desesperación.
¿Por qué te habré dicho todo esto? ¿Por qué te habré hecho esta
confesión...? Esperas mis explicaciones, Sonia, bien lo veo; esperas que te lo
cuente todo... Pero ¿qué puedo decirte? No comprenderías nada de lo que te
dijera y sólo conseguiría que sufrieras por mí todavía más... Lloras, vuelves a
abrazarme. Pero dime: ¿por qué? ¿Porque no he tenido valor para llevar yo
solo mi cruz y he venido a descargarme en ti, pidiéndote que sufras conmigo,
ya que esto me servirá de consuelo? ¿Cómo puedes amar a un hombre tan
cobarde?
¿Acaso no sufres tú también? exclamó Sonia.
Otra vez se apoderó del joven un sentimiento de ternura.
Sonia, yo soy un hombre de mal corazón. Tenlo en cuenta, pues esto explica
muchas cosas. Precisamente porque soy malo he venido en tu busca. Otros no
lo habrían hecho, pero yo... yo soy un miserable y un cobarde. En fin, no es
esto lo que ahora importa. Tengo que hablarte de ciertas cosas y no me siento
con fuerzas para empezar.
Se detuvo y quedó pensativo.
Desde luego, no nos parecemos en nada; somos muy diferentes... ¿Por qué
habré venido? Nunca me lo perdonaré.
No, no; has hecho bien en venir exclamó Sonia . Es mejor que yo lo sepa
todo, mucho mejor.
Raskolnikof la miró amargamente.
Bueno, al fin y al cabo, ¡qué importa! exclamó, decidido a hablar . He aquí
cómo ocurrieron las cosas. Yo quería ser un Napoleón: por eso maté.
¿Comprendes?
No murmuró Sonia, ingenua y tímidamente . Pero no importa: habla, habla. Y
añadió, suplicante : Haré un esfuerzo y comprenderé, lo comprenderé todo.
¿Lo comprenderás? ¿Estás segura? Bien, ya veremos.
Hizo una larga pausa para ordenar sus ideas.
He aquí el asunto. Un día me planteé la cuestión siguiente: « ¿Qué habría
ocurrido si Napoleón se hubiese encontrado en mi lugar y no hubiera tenido,
para tomar impulso en el principio de su carrera, ni Tolón, ni Egipto, ni el paso
de los Alpes por el Mont Blanc, sino que, en vez de todas estas brillantes
hazañas, sólo hubiera dispuesto de una detestable y vieja usurera, a la que
tendría que matar para robarle el dinero..., en provecho de su carrera,
entiéndase? ¿Se habría decidido a matarla no teniendo otra alternativa? ¿No
se habría detenido al considerar lo poco que este acto tenía de heroico y lo
mucho que ofrecía de criminal...?» Te confieso que estuve mucho tiempo
torturándome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando
comprendí repentinamente que no sólo no se habría detenido, sino que ni
siquiera le habría pasado por el pensamiento la idea de que esta acción
pudiera ser poco heroica. Ni siquiera habría comprendido que se pudiera
vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta era para él la
única salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué había de tenerlo
yo? Y maté, siguiendo su ejemplo... He aquí exactamente lo que sucedió. Te
parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece. Y lo más irrisorio es que las
cosas ocurrieron exactamente así.
Pero Sonia no sentía el menor deseo de reír.
Preferiría que me hablara con toda claridad y sin poner ejemplos dijo con voz
más tímida aún y apenas perceptible.
Raskolnikof se volvió hacia ella, la miró tristemente y la cogió de la mano.
Tienes razón otra vez, Sonia. Todo lo que te he dicho es absurdo, pura
charlatanería... La verdad es que, como sabes, mi madre está falta de recursos
y que mi hermana, que por fortuna es una mujer instruida, se ha visto obligada
a ir de un sitio a otro como institutriz. Todas sus esperanzas estaban
concentradas en mí. Yo estudiaba, pero, por falta de medios, hube de
abandonar la universidad. Aun suponiendo que hubiera podido seguir
estudiando, en el mejor de los casos habría podido obtener dentro de diez o
doce años un puesto como profesor de instituto o una plaza de funcionario con
un sueldo anual de mil rublos parecía estar recitando una lección aprendida de
memoria , pero entonces las inquietudes y las privaciones habrían acabado ya
con la salud de mi madre. Para mi hermana, las cosas habrían podido ir
todavía peor... ¿Y para qué verse privado de todo, dejar a la propia madre en la
necesidad, presenciar el deshonor de una hermana? ¿Para qué todo esto?
¿Para enterrar a los míos y fundar una nueva familia destinada igualmente a
perecer de hambre...? En fin, todo esto me decidió a apoderarme del dinero de
la vieja para poder seguir adelante, para terminar mis estudios sin estar a
expensas de mi madre. En una palabra, decidí emplear un método radical para
empezar una nueva vida y ser independiente... Esto es todo. Naturalmente,
hice mal en matar a la vieja..., ¡pero basta ya!
Al llegar al fin de su discurso bajó la cabeza: estaba agotado.
¡No, no! exclamó Sonia, angustiada . ¡No es eso! ¡No es posible! Tiene que
haber algo más.
Creas lo que creas, te he dicho la verdad.
¡Pero qué verdad, Dios mío!
Al fin y al cabo, Sonia, yo no he dado muerte más que a un vil y malvado
gusano.
Ese gusano era una criatura humana.
Cierto, ya sé que no era gusano dijo Raskolnikof, mirando a Sonia con una
expresión extraña . Además, lo que acabo de decir no es de sentido común.
Tienes razón: son motivos muy diferentes los que me impulsaron a hacer lo
que hice... Hace mucho tiempo que no había dirigido la palabra a nadie, Sonia,
y por eso sin duda tengo ahora un tremendo dolor de cabeza.
Sus ojos tenían un brillo febril. Empezaba a desvariar nuevamente, y una
sonrisa inquieta asomaba a sus labios. Bajo su animación ficticia se percibía
una extenuación espantosa. Sonia comprendió hasta qué extremo sufría
Raskolnikof. También ella sentía que una especie de vértigo la iba
dominando... ¡Qué modo tan extraño de hablar! Sus palabras eran claras y
precisas, pero..., pero ¿era aquello posible? ¡Señor, Señor...! Y se retorcía las
manos, desesperada.
No, Sonia, no es eso dijo, levantando de súbito la cabeza, como si sus ideas
hubiesen tomado un nuevo giro que le impresionaba y le reanimaba . No, no es
eso. Lo que sucede..., sí, esto es..., lo que sucede es que soy orgulloso,
envidioso, perverso, vil, rencoroso y..., para decirlo todo ya que he
comenzado..., propenso a la locura. Acabo de decirte que tuve que dejar la
universidad. Pues bien, a decir verdad, podía haber seguido en ella. Mi madre
me habría enviado el dinero de las matrículas y yo habría podido ganar lo
necesario para comer y vestirme. Sí, lo habría podido ganar. Habría dado
lecciones. Me las ofrecían a cincuenta kopeks. Así lo hace Rasumikhine. Pero
yo estaba exasperado y no acepté. Sí, exasperado: ésta es la palabra. Me
encerré en mi agujero como la araña en su rincón. Ya conoces mi tabuco,
porque estuviste en él. Ya sabes, Sonia, que el alma y el pensamiento se
ahogan en las habitaciones bajas y estrechas. ¡Cómo detestaba aquel
cuartucho! Sin embargo, no quería salir de él. Pasaba días enteros sin
moverme, sin querer trabajar. Ni siquiera me preocupaba la comida. Estaba
siempre acostado. Cuando Nastasia me traía algo, comía. De lo contrario, no
me alimentaba. No pedía nada. Por las noches no tenía luz, y prefería
permanecer en la oscuridad a ganar lo necesario para comprarme una bujía.
»En vez de trabajar, vendí mis libros. Todavía hay un dedo de polvo en mi
mesa, sobre mis cuadernos y mis papeles. Prefería pensar tendido en mi diván.
Pensar siempre... Mis pensamientos eran muchos y muy extraños... Entonces
empecé a imaginar... No, no fue así. Tampoco ahora cuento las cosas como
fueron... Entonces yo me preguntaba continuamente: "Ya que ves la estupidez
de los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que
ellos?" Más adelante, Sonia, comprendí que esperar a que todo el mundo fuera
inteligente suponía una gran pérdida de tiempo. Y después me convencí de
que este momento no llegaría nunca, que los hombres no podían cambiar, que
no estaba en manos de nadie hacerlos de otro modo. Intentarlo habría sido
perder el tiempo. Sí, todo esto es verdad. Es la ley humana. La ley, Sonia, y
nada más. Y ahora sé que quien es dueño de su voluntad y posee una
inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los demás hombres;
que el más osado es el que más razón tiene a los ojos ajenos; que quien
desafía a los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su
legislador. Esto es lo que siempre se ha visto y lo que siempre se verá. Hay
que estar ciego para no advertirlo.
Raskolnikof, aunque miraba a Sonia al pronunciar estas palabras, no se
preocupaba por saber si ella le comprendía. La fiebre volvía a dominarle y era
presa de una sombría exaltación (en verdad, hacía mucho tiempo que no había
conversado con ningún ser humano). Sonia comprendió que aquella trágica
doctrina constituía su ley y su fe.
Entonces me convencí, Sonia continuó el joven con ardor , de que sólo posee
el poder aquel que se inclina para recogerlo. Está al alcance de todos y basta
atreverse a tomarlo. Entonces tuve una idea que nadie, ¡nadie!, había tenido
jamás. Vi con claridad meridiana que era extraño que nadie hasta entonces,
viendo los mil absurdos de la vida, se hubiera atrevido a sacudir el edificio en
sus cimientos para destruirlo todo, para enviarlo todo al diablo... Entonces yo
me atreví y maté... Yo sólo quería llevar a cabo un acto de audacia, Sonia. No
quería otra cosa: eso fue exclusivamente lo que me impulsó.
¡Calle, calle! exclamó Sonia fuera de sí . Usted se ha apartado de Dios, y Dios
le ha castigado, lo ha entregado al demonio.
Así, Sonia, ¿tú crees que cuando todas estas ideas acudían a mí en la
oscuridad de mi habitación era que el diablo me tentaba?
¡Calle, ateo! No se burle... ¡Señor, Señor! No comprende nada...
Óyeme, Sonia; no me burlo. Estoy seguro de que el demonio me arrastró.
Óyeme, óyeme repitió con sombría obstinación . Sé todo, absolutamente todo
lo que tú puedas decirme. He pensado en todo eso y me lo he repetido mil
veces cuando estaba echado en las tinieblas... ¡Qué luchas interiores he
librado! Si supieras hasta qué punto me enojaban estas inútiles discusiones
conmigo mismo. Mi deseo era olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Pero
especialmente anhelaba poner fin a mis soliloquios... No creas que fui a poner
en práctica mis planes inconscientemente. No, lo hice todo tras maduras
reflexiones, y eso fue lo que me perdió. Créeme que yo no sabía que el hecho
de interrogarme a mí mismo acerca de mi derecho al poder demostraba que tal
derecho no existía, puesto que lo ponía en duda. Y que preguntarme si el
hombre era un gusano demostraba que no lo era para mí. Estas cosas sólo son
aceptadas por el hombre que no se plantea tales preguntas y sigue su camino
derechamente y sin vacilar. El solo hecho de que me preguntara: «¿Habría
matado Napoleón a la vieja?» demostraba que yo no era un Napoleón...
Sobrellevé hasta el final el sufrimiento ocasionado por estos desatinos y
después traté de expulsarlos. Yo maté no por cuestiones de conciencia, sino
por un impulso que sólo a mí me atañía. No quiero engañarme a mí mismo
sobre este punto. Yo no maté por acudir en socorro de mi madre ni con la
intención de dedicar al bien de la humanidad el poder y el dinero que obtuviera;
no, no, yo sólo maté por mi interés personal, por mí mismo, y en aquel
momento me importaba muy poco saber si sería un bienhechor de la
humanidad o un vampiro de la sociedad, una especie de araña que caza seres
vivientes con su tela. Todo me era indiferente. Desde luego, no fue la idea del
dinero la que me impulsó a matar. Más que el dinero necesitaba otra cosa...
Ahora lo sé... Compréndeme... Si tuviera que volver a hacerlo, tal vez no lo
haría... Era otra la cuestión que me preocupaba y me impulsaba a obrar. Yo
necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gusano como los demás o un
hombre, si era capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba inclinarme
para asir el poder, si era una criatura temerosa o si procedía como el que
ejerce un derecho.
¿Derecho a matar? exclamó la joven, atónita.
¡Calla, Sonia! exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero
se limitó a decir : No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me
impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no tenía derecho a
hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo se burló de mí.
Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría
hecho esta visita... Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yo
solamente deseaba hacer un experimento.
Usted mató.
Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen
procede de modo muy distinto... Algún día lo contaré todo detalladamente...
¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me
perdí para siempre... Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.
Y de pronto exclamó con voz desgarradora:
¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!
Raskolnikof apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus
manos, rígidas como tenazas.
¡Qué modo de sufrir! gimió Sonia.
Bueno, ¿qué debo hacer? Habla dijo el joven, levantando la cabeza y
mostrando su rostro horriblemente descompuesto.
¿Qué debes hacer? exclamó la muchacha.
Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas,
centellaron de pronto.
¡Levántate!
Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.
Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has
mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que
pase, y di en voz alta: « ¡He matado! » Entonces Dios te devolverá la vida.
Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con
ojos de loca.
¿Irás, irás? le preguntó.
Raskolnikof estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.
¿Quieres que vaya a presidio, Sonia? preguntó con acento sombrío .
¿Pretendes que vaya a presentarme a la justicia?
Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu
crimen.
No, no iré a presentarme a la justicia, Sonia.
¿Y tu vida qué? exclamó la joven . ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde
ahora? ¿Te atreverás a dirigir la palabra a tu madre...? ¿Qué será de ellas...?
Pero ¿qué digo? Ya has abandonado a tu madre y a tu hermana. Bien sabes
que las has abandonado... ¡Señor...! Él ya ha comprendido lo que esto
significa... ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de
ti?
No seas niña, Sonia respondió dulcemente Raskolnikof . ¿Quién es esa gente
para juzgar mi crimen? ¿Qué podría decirles? Su autoridad es pura ilusión. Dan
muerte a miles de hombres y ven en ello un mérito. Son unos bribones y unos
cobardes, Sonia... No iré. ¿Qué quieres que les diga? ¿Que he escondido el
dinero debajo de una piedra por no atreverme a quedármelo? Y añadió,
sonriendo amargamente : Se burlarían de mí. Dirían que soy un imbécil al no
haber sabido aprovecharme. Un imbécil y un cobarde. No comprenderían nada,
Sonia, absolutamente nada. Son incapaces de comprender. ¿Para qué ir? No,
no iré. No seas niña, Sonia.
Tu vida será un martirio dijo la joven, tendiendo hada él los brazos en una
súplica desesperada.
Tal vez me haya calumniado a mí mismo dijo, absorto y con acento sombrío .
Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al
condenarme. Voy a intentar seguir luchando.
Y sonrió con arrogancia.
¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida...!
Ya me acostumbraré dijo Raskolnikof, todavía triste y pensativo.
Pero un momento después exclamó:
¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importantes.
He venido a decirte que me siguen la pista de cerca.
¡Oh! exclamó Sonia, aterrada.
Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora te
asustas. ¿De qué? Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les daré
trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve verdaderamente en peligro y me creí
perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las pruebas que
tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me hagan no puedo
presentarlos de forma que me favorezcan, ¿comprendes? Ahora ya tengo
experiencia. Sin embargo, no podré evitar que me detengan. De no ser por una
circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pero aunque me encarcelen,
habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen pruebas ni las tendrán, te doy mi
palabra, y por simples sospechas no se puede condenar a un hombre... Anda,
siéntate... Sólo te he dicho esto para que estés prevenida... En cuanto a mi
madre y a mi hermana, ya arreglaré las cosas de modo que no se inquieten ni
sospechen la verdad... Por otra parte, creo que mi hermana está ahora al
abrigo de la necesidad y, por lo tanto, también mi madre... Esto es todo.
Cuento con tu prudencia. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido?
¡Sí, sí!
Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el
temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia y comprendía lo
mucho que lo amaba. Pero cosa extraña esta gran ternura produjo de pronto
al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y horrible.
Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única
esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su
terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón se sentía
infinitamente más desgraciado que antes.
Sonia le dijo , será mejor que no vengas a verme cuando esté encarcelado.
Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.
De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonia preguntó:
¿Llevas alguna cruz?
Él la miró sin comprender la pregunta.
No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de madera de
ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth. Hicimos un cambio: ella me
dio esta cruz y yo le regalé una imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la
mía. Tómala suplicó . Es una cruz, mi cruz... Desde ahora sufriremos juntos, y
juntos llevaremos nuestra cruz.
Bien, dame dijo Raskolnikof.
Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que
había tendido.
Más adelante, Sonia. Será mejor.
Sí, será mejor
dijo ella, exaltada . Te la pondrás cuando empiece tu
expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y
después nos pondremos en marcha.
En este momento sonaron tres golpes en la puerta.
¿Se puede pasar, Sonia Simonovna?
preguntó cortésmente una voz
conocida.
Sonia corrió hacia la puerta, llena de inquietud. La abrió y la rubia cabeza de
Lebeziatnikof apareció junto al marco.
V
Lebeziatnikof daba muestras de una turbación extrema. Vengo por usted,
Sonia Simonovna. Perdone... No esperaba encontrarlo aquí dijo de pronto,
dirigiéndose a Raskolnikof . No es que vea nada malo en ello, entiéndame; es,
sencillamente, que no lo esperaba.
Se volvió de nuevo hacia Sonia y exclamó:
Catalina Ivanovna ha perdido el juicio.
Sonia lanzó un grito.
Por lo menos dijo Lebeziatnikof lo parece. Claro que... Pero es el caso que no
sabemos qué hacer... Les contaré lo ocurrido. Después de marcharse ha
vuelto. A mí me parece que le han pegado... Ha ido en busca del jefe de su
marido y no lo ha encontrado: estaba comiendo en casa de otro general.
Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su
esposo, que estaba todavía a la mesa. Ya pueden ustedes figurarse lo que ha
ocurrido. Naturalmente, la han echado, pero ella, según dice, ha insultado al
general e incluso le ha arrojado un objeto a la cabeza. Esto es muy posible. Lo
que no comprendo es que no la hayan detenido. Ahora está describiendo la
escena a todo el mundo, incluso a Amalia Ivanovna, pero nadie la entiende,
tanto grita y se debate... Dice que ya que todos la abandonan, cogerá a los
niños y se irá con ellos a la calle a tocar el órgano y pedir limosna, mientras sus
hijos cantan y bailan. Y que irá todos los días a pedir ante la casa del general,
a fin de que éste vea a los niños de una familia de la nobleza, a los hijos de un
funcionario, mendigando por las calles. Les pega y ellos lloran. Enseña a Lena
a cantar aires populares y a los otros dos a bailar. Destroza sus ropas y les
confecciona gorros de saltimbanqui. Como no tiene ningún instrumento de
música, está dispuesta a llevarse una cubeta para golpearla a manera de
tambor. No quiere escuchar a nadie. Ustedes no se pueden imaginar lo que es
aquello.
Lebeziatnikof habría seguido hablando de cosas parecidas y en el mismo tono
si Sonia, que le escuchaba anhelante, no hubiera cogido de pronto su
sombrero y su chal y echado a correr. Raskolnikof y Lebeziatnikof salieron tras
ella.
No cabe duda de que se ha vuelto loca dijo Andrés Simonovitch a Raskolnikof
cuando estuvieron en la calle . Si no lo he asegurado ha sido tan sólo para no
inquietar demasiado a Sonia Simonovna. Desde luego, su locura es evidente.
Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos en el cerebro. Lamento no
saber medicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfermera, pero ella no
ha querido escucharme.
¿Le ha hablado usted de tubérculos?
No, no; si le hubiera hablado de tubérculos, ella no me habría comprendido. Lo
que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la
lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Esto es indudable.
¿Acaso usted no opina así?
Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.
Permítame. Desde luego, Catalina Ivanovna no comprendería fácilmente lo
que le voy a decir. Pero usted... ¿No sabe que en Paris se han realizado serios
experimentos sobre el sistema de curar a los locos sólo por medio de la lógica?
Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco, afirmaba que esto
es posible. Su idea fundamental era que la locura no implica lesiones orgánicas
importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de lógica, una falta de juicio,
un punto de vista equivocado de las cosas. Contradecía progresivamente a sus
enfermos, refutaba sus opiniones, y obtuvo excelentes resultados. Pero como
al mismo tiempo utilizaba las duchas, no ha quedado plenamente demostrada
la eficacia de su método... Por lo menos, esto es lo que opino yo.
Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su
casa, saludó a Lebeziatnikof con un movimiento de cabeza y cruzó el portal.
Andrés Simonovitch se repuso en seguida de su sorpresa y, tras dirigir una
mirada a su alrededor, prosiguió su camino.
Raskolnikof entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y se
preguntó:
¿Para qué habré venido?
Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá en
jirones..., y el polvo..., y el diván...
Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos. Se
acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran
atención... El patio estaba desierto; Raskolnikof no vio a nadie. En el ala
izquierda había varias ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas, de
las que brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas con
ropa tendida... Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana y fue a
sentarse en el diván. Nunca se había sentido tan solo.
Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la odiaba
después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla
llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida? ¡Qué cobarde había sido!
Permaneceré solo se dijo de pronto, en tono resuelto , y ella no vendrá a
verme a la cárcel.
Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente. Acababa de
pasar por su cerebro una idea verdaderamente singular. «Acaso sea verdad
que estaría mejor en presidio.»
Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.
De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La joven se
detuvo en el umbral y estuvo un momento observándole, exactamente igual
que había hecho él al llegar a la habitación de Sonia. Después Dunia entró en
el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo en que se
había sentado el día anterior. Raskolnikof la miró en silencio, con aire distraído.
No te enfades, Rodia dijo Dunia . Estaré aquí sólo un momento.
La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara
mirada había un resplandor de dulzura. Raskolnikof comprendió que era su
amor a él lo que había impulsado a su hermana a hacerle aquella visita.
Oye, Rodia: lo sé todo..., ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofitch. Me ha
explicado hasta el más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con las
más viles y absurdas suposiciones. Dmitri Prokofitch me ha dicho que no corres
peligro alguno y que no deberías preocuparte como te preocupas. En esto no
estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me extrañaría que
dejara en ti huellas imborrables. Esto es lo que me inquieta. No te puedo
reprochar que nos hayas abandonado, y ni siquiera juzgaré tu conducta.
Perdóname si lo hice. Estoy segura de que también yo, si hubiera tenido una
desgracia como la tuya, me habría alejado de todo el mundo. No contaré nada
de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continuamente de ti y le diré que
tú me has prometido ir muy pronto a verla. No te inquietes por ella: yo la
tranquilizaré. Pero tú ten piedad de ella: no olvides que es tu madre. Sólo he
venido a decirte y Dunia se levantó que si me necesitases para algo, aunque
tu necesidad supusiera el sacrificio de mi vida, no dejes de llamarme. Vendría
inmediatamente. Adiós.
Se volvió y se dirigió a la puerta resueltamente.
. ¡Dunia! la llamó su hermano, levantándose también y yendo hacia ella . Ya
habrás visto que Rasumikhine es un hombre excelente.
Un leve tabor apareció en las mejillas de Dunia.
¿Por qué lo dices? preguntó, tras unos momentos de espera.
Es un hombre activo, trabajador, honrado y capaz de sentir un amor
verdadero... Adiós, Dunia.
La joven había enrojecido vivamente. Después su semblante cobró una
expresión de inquietud.
¿Es que nos dejas para siempre, Rodia? Me has hablado como quien hace
testamento.
Adiós, Dunia.
Se apartó de ella y se fue a la ventana. Dunia esperó un momento, lo miró con
un gesto de intranquilidad y se marchó llena de turbación.
Sin embargo, Rodia no sentía la indiferencia que parecía demostrar a su
hermana. Durante un momento, al final de la conversación, incluso había
deseado ardientemente estrecharla en sus brazos, decirle así adiós y
contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la mano.
«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los
había robado.»
Y se preguntó un momento después:
«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante
confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella no son capaces de
afrontar estas cosas.»
Sonia acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la ventana.
Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.
No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni experimentaba el
menor deseo de pensar en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos
terrores, forzosamente tenían que producir algún efecto en él, y si la fiebre no
le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella
inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.
Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo, Raskolnikof
experimentaba una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado
penosa, pero continua e invariable. Presentía largos y mortales años colmados
de esta fría y espantosa ansiedad. Generalmente era al atardecer cuando tales
sensaciones cobraban una intensidad obsesionante.
:Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol se dijo
malhumorado es imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente capaz
de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.»
Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikof, que corría hacia él.
Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se proponía:
se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simonovna y a mí nos ha
costado gran trabajo encontrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga a los
niños a cantar. Los niños lloran. Catalina Ivanovna se va parando en las
esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.
¿Y Sonia? preguntó, inquieto, Raskolnikof, mientras echaba a andar al lado
de Lebeziatnikof a toda prisa.
Está completamente loca... Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a Sonia
Simonovna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivanovna está
verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Terminarán por
detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a producir. Ahora
está en el malecón del canal, cerca del puente de N., no lejos de casa de Sonia
Simonovna, que está cerca de aquí.
En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna,
había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y
rapazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el
puente. En verdad, el espectáculo era lo bastante extraño para atraer la
atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal de
paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre una
oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y
jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan
lamentable (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en
la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina
Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumento.
Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el mundo
a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían
hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.
A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre
la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le decía que
mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi
aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto con los
insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la
cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de
niños aterrados.
Lebeziatnikof debía de haberse equivocado en lo referente a la sartén. Por lo
menos, Raskolnikof no vio ninguna. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el
compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a
Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A veces se ponía a cantar ella
misma; pero pronto le cortaba el canto una tos violenta que la desesperaba.
Entonces empezaba a maldecir de su enfermedad y a llorar. Pero lo que más la
enfurecía eran las lágrimas y el terror de Lena y de Kolia.
Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. Le había puesto al
niño una especie de turbante rojo y blanco, con lo que parecía un turco. Como
no tenía tela para hacer a Lena un vestido, se había limitado a ponerle en la
cabeza el gorro de lana, en forma de casco, del difunto Simón Zaharevitch, al
que añadió como adorno una pluma de avestruz blanca que había pertenecido
a su abuela y que hasta entonces había tenido guardada en su baúl como una
reliquia de familia. Poletchka llevaba su vestido de siempre. Miraba a su madre
con una expresión de inquietud y timidez y no se apartaba de ella. Procuraba
ocultarle sus lágrimas; sospechaba que su madre no estaba en su juicio, y se
sentía aterrada al verse en la calle, en medio de aquella multitud. En cuanto a
Sonia, se había acercado a su madrastra y le suplicaba llorando que volviera a
casa. Pero Catalina Ivanovna se mostraba inflexible.
¡Basta, Sonia! exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos No
sabes lo que me pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa
de esa alemana borracha. Que todo el mundo, que todo Petersburgo vea
mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y fielmente toda su
vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.
Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Catalina Ivanovna creía
en ella ciegamente.
Que ese bribón de general vea esto. Además, tú no te das cuenta de una
cosa, Sonia. ¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos
explotado bastante y no quiero que esto continúe...
En esto vio a Raskolnikof y corrió hacia él.
¿Es usted, Rodion Romanovitch? Haga el favor de explicarle a esta tonta que
la resolución que he tomado es la más conveniente. Bien se da limosna a los
músicos ambulantes. A nosotros nos reconocerán en seguida: verán que
somos una familia noble caída en la miseria, y ese detestable general será
expulsado del ejército: ya lo verá usted. Iremos todos los días a pedir bajo sus
ventanas. Y cuando pase el emperador, me arrojaré a sus pies y le mostraré a
mis hijos. «Protéjame, señor», le diré. Es un hombre misericordioso, un padre
para los huérfanos, y nos protegerá, ya lo verá usted. Y ese detestable
general... Lena, tenez vous droite . Tú, Kolia, vas a volver a bailar en seguida.
Pero ¿por qué lloras? ¿De qué tienes miedo, so tonto? Señor, ¿qué puedo
hacer con ellos? Le hacen perder a una la paciencia, Rodion Romanovitch.
Y entre lágrimas (lo que no le impedía hablar sin descanso) mostraba a
Raskolnikof sus desconsolados hijos.
El joven intentó convencerla de que volviera a su habitación, diciéndole (creía
que levantaría su amor propio) que no debía ir por las calles como los
organilleros, cuando estaba en vísperas de ser directora de un pensionado
para muchachas nobles.
¿Un pensionado? ¡Ja, ja, ja! ¡Ésa es buena! exclamó Catalina Ivanovna, a la
que acometió un acceso de tos en medio de su risa . No, Rodion Romanovitch:
ese sueño se ha desvanecido. Todo el mundo nos ha abandonado. Y ese
general... Sepa usted, Rodion Romanovitch, que le arrojé a la cabeza un tintero
que había en una mesa de la antecámara, al lado de la hoja donde han de
poner su nombre los visitantes. No escribí el mío, le arrojé el tintero a la cabeza
y me marché. ¡Cobardes! ¡Miserables...! Pero ahora me río de ellos. Me
encargaré yo misma de la alimentación de mis hijos y no me humillaré ante
nadie. Ya la hemos explotado bastante señalaba a Sonia . Poletchka, ¿cuánto
dinero hemos recogido? A ver. ¿Cómo? ¿Dos kopeks nada más? ¡Qué gente
tan miserable! No dan nada. Lo único que hacen es venir detrás de nosotros
como idiotas. ¿De qué se reirá ese cretino? señalaba a uno del grupo de
curiosos . De todo esto tiene la culpa Kolia, que no entiende nada. La saca a
una de quicio... ¿Qué quieres, Poletchka? Háblame en francés, parle moi
français. Te he dado lecciones; sabes muchas frases. Si no hablas en francés,
¿cómo sabrá la gente que perteneces a una familia noble y que sois niños bien
educados y no músicos ambulantes? Nosotros no cantaremos cancioncillas
ligeras, sino hermosas romanzas. Bueno, vamos a ver qué cantamos ahora.
Haced el favor de no interrumpirme... Oiga, Rodion Romanovitch nos hemos
detenido aquí para escoger nuestro repertorio... Necesitamos un aire que
pueda bailar Kolia... Ya comprenderá usted que no tenemos nada preparado.
Primero hay que ensayar, y cuando ya podamos presentar un trabajo de
conjunto, nos iremos a la avenida Nevsky, por donde pasa mucha gente
distinguida, que se fijará en nosotros inmediatamente. Lena sabe esa canción
que se llama La casita de campo, pero ya la conoce todo el mundo y resulta
una lata. Necesitamos un repertorio de más calidad. Vamos, Polia, dame
alguna idea; ayuda a tu madre... ¡Ah, esta memoria mía! ¡Cómo me falla! Si no
me fallase, ya sabría yo lo que tenemos que cantar. Pues no es cosa de que
cantemos El húsar apoyado en su sable... ¡Ah, ya sé! Cantaremos en francés
Cinq sous. Vosotros sabéis esta canción porque os la he enseñado, y como es
una canción francesa, la gente verá en seguida que pertenecéis a una familia
noble y se conmoverá También podríamos cantar Marlborough s'en va t en
guerre, que es una canción infantil que se canta en todas las casas
aristocráticas para dormir a los niños.
»Marlborough s'en va t en guerre,
ne sait quand reviendra.
Había empezado a cantar, pero en seguida se interrumpió. No, es mejor que
cantemos Cinq sous... Anda, Kolia: las manos en las caderas, y a moverse
vivamente. Y tú, Lena, da vueltas también, pero en sentido contrario. Poletchka
y yo cantaremos y batiremos palmas.
»Cinq sous, cinq sous
Pour monter notre ménage.
La acometió un acceso de dos.
Poletchka dijo sin cesar de toser , arréglate el vestido. Las hombreras te
cuelgan. Ahora vuestro porte debe ser especialmente digno y distinguido, a fin
de que todo el mundo pueda ver que pertenecéis a la nobleza. Ya decía yo que
tu corpiño debía ser más largo. Mira el resultado: esta niña es una caricatura...
¿Otra vez llorando? Pero ¿qué os pasa, estúpidos? Vamos, Kolia, empieza ya.
¡Anda! Animo. ¡Oh, qué criatura tan insoportable!
»Cinq sous, cinq sous.
»¿Ahora un soldado? ¿A qué vienes?
Era un gendarme, que se había abierto paso entre la muchedumbre. Pero, al
mismo tiempo, se había acercado un señor de unos cincuenta años y aspecto
imponente, que llevaba uniforme de funcionario y una condecoración pendiente
de una cinta que rodeaba su cuello (lo cual produjo gran satisfacción a Catalina
Ivanovna y causó cierta impresión al gendarme). El caballero, sin desplegar los
labios, entregó a la viuda un billete de tres rublos, mientras su semblante
reflejaba una compasión sincera. Catalina Ivanovna aceptó el obsequio y se
inclinó ceremoniosamente.
Muchas gracias, señor dijo en un tono lleno de dignidad . Las razones que
nos han impulsado a... Toma el dinero, Poletchka. Ya ves que todavía hay en
el mundo hombres generosos y magnánimos prestos a socorrer a una dama de
la nobleza caída en el infortunio. Los huérfanos que ve ante usted, señor, son
de origen noble, e incluso puede decirse que están emparentados con la más
alta aristocracia... Ese miserable general estaba comiendo perdices... Empezó
a golpear el suelo con el pie, contrariado por mi presencia, y yo le dije:
«Excelencia, usted conocía a Simón Zaharevitch. Proteja a sus huérfanos. El
mismo día de su entierro, su hija ha tenido que soportar las calumnias del más
miserable de los hombres...» ¿Todavía está aquí este soldado?
Y gritó, dirigiéndose al funcionario:
Protéjame, señor. ¿Por qué me acosa este soldado? Ya hemos tenido que
librarnos de uno en la calle de los Burgueses... ¿Qué quieres de ml, imbécil?
Está prohibido armar escándalo en la calle. Haga el favor de comportarse con
más corrección.
¡Tú sí que eres incorrecto! Yo no hago sino lo que hacen los músicos
ambulantes. ¿Por qué te has de ensañar conmigo?
Los músicos ambulantes necesitan un permiso. Usted no lo tiene y provoca
escándalos en la vía pública. ¿Dónde vive usted?
¿Un permiso? exclamó Catalina Ivanovna . ¡He enterrado hoy a mi marido!
¿Qué permiso puedo tener?
Cálmese, señora dijo el funcionario . Venga, la acompañaré a su casa. Usted
no es persona para estar entre esta gente. Está usted enferma...
¡Señor, usted no conoce nuestra situación! dijo Catalina Ivanovna . Tenemos
que ir a la avenida Nevsky... ¡Sonia, Sonia...! ¿Dónde estás? ¿También tú
lloras? Pero ¿qué os pasa a todos...? Kolia Lena, ¿adónde vais? exclamó,
súbitamente aterrada . ¡Qué niños tan estúpidos! ¡Kolia, Lena! ¿Adónde vais?
Lo ocurrido era que los niños, ya asustados por la multitud que los rodeaba y
por las extravagancias de su madre, habían sentido verdadero terror al ver
acercarse al gendarme dispuesto a detenerlos y habían huido a todo correr.
La infortunada Catalina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y
sollozando. Era desgarrador verla correr jadeando y entre sollozos. Sonia y
Poletchka salieron en su persecución.
¡Cógelos, Sonia! ¡Qué niños tan estúpidos e ingratos! ¡Detenlos, Polia! Todo lo
he hecho por vosotros.
En su carrera tropezó con un obstáculo y cayó.
¡Se ha herido! ¡Está cubierta de sangre! ¡Dios mío!
Y mientras decía esto, Sonia se había inclinado sobre ella.
La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikof y Lebeziatnikof
habían sido de los primeros en llegar, así como el funcionario y el gendarme.
¡Qué desgracia! gruñó este último, presintiendo que se hallaba ante un asunto
enojoso.
Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno de él.
¡Circulen, circulen!
Se muere dijo uno.
Se ha vuelto loca afirmó otro.
¡Piedad para ella, Señor! dijo una mujer santiguándose . ¿Se ha encontrado a
los niños? Sí, ahí vienen; los trae la niña mayor. ¡Qué desgracia, Dios mío!
Al examinar atentamente a Catalina Ivanovna se pudo ver que no se había
herido, como creyera Sonia, sino que la sangre que teñía el pavimento salía de
su boca.
Yo sé lo que es eso dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof y
Lebeziatnikof . Está tísica. La sangre empieza a salir y ahoga al enfermo. Yo he
presenciado un caso igual en una parienta mía. De pronto echó vaso y medio
de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va a morir.
¡Llévenla a mi casa! suplicó Sonia . Vivo aquí mismo... Aquella casa, la
segunda... ¡A mi casa, pronto...! Busquen un médico... ¡Señor!
Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El gendarme incluso
ayudó a transportar a Catalina Ivanovna. La depositaron medio muerta en la
cama de Sonia. La hemorragia continuaba, pero la enferma se iba recobrando
poco a poco.
En la habitación, además de Sonia, habían entrado Raskolnikof, Lebeziatnikof,
el funcionario y el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que
habían llegado hasta la puerta. Apareció Poletchka con los fugitivos, que
temblaban y lloraban. De casa de Kapernaumof llegaron también, primero el
mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía un aspecto
extraño con sus patillas y cabellos tiesos; después su mujer, cuyo semblante
tenía una expresión de espanto, y en pos de ellos algunos de sus niños, cuyas
caras reflejaban un estúpido estupor. Entre toda esta multitud apareció de
pronto el señor Svidrigailof. Raskolnikof le contempló con un gesto de asombro.
No comprendía de dónde había salido: no recordaba haberlo visto entre la
multitud.
Se habló de llamar a un médico y a un sacerdote. El funcionario murmuró al
oído de Raskolnikof que la medicina no podía hacer nada en este caso, pero
no por eso dejó de aprobar la idea de que se fuera a buscar un doctor.
Kapernaumof se encargó de ello.
Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia
había cesado. La enferma dirigió una mirada llena de dolor, pero penetrante, a
la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con un pañuelo.
Después pidió que la levantaran. La sentaron en la cama y le pusieron
almohadas a ambos lados para que pudiera sostenerse.
¿Dónde están los niños? preguntó con voz trémula . ¿Los has traído, Polia?
¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué?
La sangre cubría aún sus delgados labios. La enferma paseó la mirada por la
habitación.
Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he
tenido ocasión de verla.
Se quedó mirando a Sonia con una expresión llena de amargura.
Hemos destrozado tu vida por completo... Polia, Lena, Kolia, venid... Aquí
están, Sonia... Tómalos... Los pongo en tus manos... Yo he terminado ya... Se
acabó la fiesta... Acostadme... Dejadme morir tranquila.
La tendieron en la cama.
¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes les sobra
un rublo...? Yo no tengo pecados... Dios me perdonará... Sabe lo mucho que
he sufrido en la vida... Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer?
El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez más
confusas. A cada momento se estremecía, miraba al círculo formado en torno
del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el delirio. Su
respiración era silbante y penosa. Se oía en su garganta una especie de
hervor.
Yo le dije: «¡Excelencia...!» exclamó, deteniéndose después de cada palabra
para tomar aliento . ¡Esa Amalia Ludwigovna...! ¡Lena, Kolia, las manos en las
caderas...! Vivacidad, mucha vivacidad... Ligereza y elegancia... Un poco de
taconeo... ¡A ver si lo hacéis con gracia...!
»Du hast Diamanten and Perlen.
»¿Qué viene después...? ¡Ah, sí!
»Du hast die schonsten Augen...
Madchen, was willst du meher?
»¡Qué falso es esto! Was willst du meher...? Bueno, ¿qué más dijo el muy
imbécil...? Ya, ya recuerdo lo que sigue...
»En los mediodías ardientes
de los llanos del Daghestan...
»¡Ah, cómo me gustaba, como me encantaba esta romanza, Poletchka! Me la
cantaba tu padre antes de casarnos... ¡Qué tiempos aquellos...! Esto es lo que
debemos cantar... Pero ¿qué viene después...? Lo he olvidado... Ayúdame a
recordar...
La dominaba una profunda agitación. Intentaba incorporarse... De pronto, con
voz ronca, entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada
palabra, con una creciente expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar:
En los mediodias ardientes
de los llanos del Daghestan...,
con una bala en el pecho...
De pronto rompió a llorar y exclamó con una especie de ronquido:
¡Excelencia, proteja a los huérfanos en memoria del difunto Simón
Zaharevitch, del que incluso puede decirse que era un aristócrata!
Tras un estremecimiento, volvió a su juicio, miró con un gesto de espanto a
cuantos la rodeaban y se vio que hacía esfuerzos por recordar dónde estaba.
En seguida reconoció a Sonia, pero se mostró sorprendida de verla a su lado.
Sonia..., Sonia... dijo dulcemente , ¿también estás tú aquí?
La levantaron de nuevo.
¡Ha llegado la hora...! ¡Esto se acabó, desgraciada...! La bestia está rendida...,
¡muerta! gritó con amarga desesperación, y cayó sobre la almohada.
Quedó adormecida, pero este sopor duró poco. Echó hacia atrás el amarillento
y enjuto rostro, su boca se abrió, sus piernas se extendieron convulsivamente,
lanzó un profundo suspiro y murió.
Sonia se arrojó sobre el cadáver, se abrazó a él, dejó caer su cabeza sobre el
descarnado pecho de la difunta y quedó inmóvil, petrificada. Poletchka se echó
sobre los pies de su madre y empezó a besarlos sollozando.
Kolia y Lena, aunque no comprendían lo que había sucedido, adivinaban que el
acontecimiento era catastrófico. Se habían cogido de los hombros y se miraban
en silencio. De pronto, los dos abrieron la boca y empezaron a llorar y a gritar.
Los dos llevaban aún sus vestidos de saltimbanqui: uno su turbante, el otro su
gorro adornado con una pluma de avestruz.
No se sabe cómo, el diploma obtenido por Catalina Ivanovna en el internado
apareció de pronto en el lecho, al lado del cadáver. Raskolnikof lo vio. Estaba
junto a la almohada.
Rodia se dirigió a la ventana. Lebeziatnikof corrió a reunirse con él.
Se ha muerto murmuró.
Rodion Romanovitch dijo Svidrigailof acercándose a ellos , tengo que decirle
algo importante.
Lebeziatnikof se retiró en el acto discretamente. No obstante, Svidrigailof se
llevó a Raskolnikof a un rincón más apartado. Rodia no podía ocultar su
curiosidad.
De todo esto, del entierro y de lo demás, me encargo yo. Ya sabe usted que
tengo más dinero del que necesito. Llevaré a Poletchka y sus hermanitos a un
buen orfelinato y depositaré mil quinientos rublos para cada uno. Así podrán
llegar a la mayoría de edad sin que Sonia Simonovna tenga que preocuparse
por su sostenimiento. En cuanto a ella, la retiraré de la prostitución, pues es
una buena chica, ¿no le parece? Ya puede usted explicar a Avdotia
Romanovna en qué gasto yo el dinero.
¿Qué persigue usted con su generosidad? preguntó Raskolnikof.
¡Qué escéptico es usted! exclamó Svidrigailof, echándose a reír . Ya le he
dicho que no necesito el dinero que en esto voy a gastar. Usted no admite que
yo pueda proceder por un simple impulso de humanidad. Al fin y al cabo, esa
mujer no era un gusano señalaba con el dedo el rincón donde reposaba la
difunta como cierta vieja usurera. ¿No sería preferible que, en vez de ella,
hubiera muerto Lujine, ya que así no podría cometer más infamias? Sin mi
ayuda, Poletchka seguiría el camino de su hermana...
Su tono malicioso parecía lleno de reticencia, y mientras hablaba no apartaba
la vista de Raskolnikof, el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los
razonamientos que había hecho a Sonia. Retrocedió vivamente y fijó en
Svidrigailof una mirada extraña.
¿Cómo sabe usted que yo he dicho eso? balbuceó.
Vivo al otro lado de ese tabique, en casa de la señora Resslich. Este
departamento pertenece a Kapernaumof, y aquél, a la señora Resslich, mi
antigua y excelente amiga. Soy vecino de Sonia Simonovna.
¿Usted?
Sí, yo dijo Svidrigailof entre grandes carcajadas . Le doy mi palabra de honor,
querido Rodion Romanovitch, de que me ha interesado usted
extraordinariamente. Le dije que seríamos buenos amigos. Pues bien, ya lo
somos. Ya verá como soy un hombre comprensivo y tratable con el que se
puede alternar perfectamente.
SEXTA PARTE
I
Empezó para Raskolnikof una vida extraña. Era como si una especie de
neblina le hubiera envuelto y hundido en un fatídico y doloroso aislamiento.
Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía que
entonces su razón vacilaba a cada momento y que este estado, interrumpido
por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado hasta la catástrofe
definitiva. Tenía el convencimiento de que había cometido muchos errores,
sobre todo en las fechas y sucesión de los hechos. Por lo menos, cuando,
andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden estos recursos, y
después de explicarse lo sucedido, sólo gracias al testimonio de otras personas
pudo conocer muchas de las cosas que pertenecían a aquel período de su
propia vida. Confundía los hechos y consideraba algunos como consecuencia
de otros que sólo existían en su imaginación. A veces le dominaba una
angustia enfermiza y un profundo terror. Y también se acordaba de haber
pasado minutos, horas y acaso días sumido en una apatía que sólo podía
compararse con el estado de indiferencia de ciertos moribundos. En general,
últimamente parecía preferir cerrar los ojos a su situación que darse cuenta
exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que se veía obligado a dilucidar
le mortificaban, y, en compensación, descuidaba alegremente otras cuestiones
cuyo olvido podía serle fatal, teniendo en cuenta su situación.
Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. Incluso podía decirse que su
pensamiento se había fijado e inmovilizado en él. Desde que había oído las
palabras, claras y amenazadoras, que este hombre había pronunciado en la
habitación de Sonia el día de la muerte de Catalina Ivanovna, las ideas de
Raskolnikof habían tomado una dirección completamente nueva. Pero, a pesar
de que este hecho imprevisto le inquietaba profundamente, no se apresuraba a
poner las cosas en claro. A veces, cuando se encontraba en algún barrio
solitario y apartado, solo ante una mesa de alguna taberna miserable, sin que
pudiera comprender cómo había llegado allí, el recuerdo de Svidrigailof le
asaltaba de pronto, y se decía, con febril lucidez, que debía tener con él una
explicación cuanto antes. Un día en que se fue a pasear por las afueras, se
imaginó que se había citado con Svidrigailof. Otra vez se despertó al amanecer
en un matorral, sin saber por qué estaba allí.
En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Catalina Ivanovna,
Raskolnikof se había encontrado varias veces con Svidrigailof, casi siempre en
la habitación de Sonia, a la que iba a visitar sin objeto alguno y para volverse a
marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente algunas palabras
triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran puesto de acuerdo
tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión. El cuerpo de
Catalina Ivanovna estaba aún en el aposento. Svidrigailof se encargaba de
todo lo relacionado con el entierro y parecía muy atareado. También Sonia
estaba muy ocupada.
La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikof de que había
arreglado felizmente la situación de los niños de la difunta. Gracias a ciertas
personalidades que le conocían, había conseguido que admitieran a los
huérfanos en excelentes orfelinatos, donde recibirían un trato especial, ya que
había entregado una buena suma por cada uno de ellos.
Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikof pasar
pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre ciertos
asuntos.
Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escalera.
Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto bajó la voz y le dijo:
Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera diría que no está
usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expresión del hombre que no
comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar de que
estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por ajenos... Oiga, Rodion
Romanovitch le dijo de pronto , todos los hombres necesitamos aire, aire
libre... Esto es indispensable.
Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a
celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta
ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó.
Raskolnikof estuvo un momento reflexionando. Después siguió al sacerdote
hasta el aposento de Sonia.
Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las
ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror
místico. Hacía mucho tiempo' que no había asistido a una misa de difuntos. La
ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e
impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd.
Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.
« En todos estos días se dijo Raskolnikof no me ha dirigido ni una palabra ni
una mirada.»
El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas
volutas.
El sacerdote leyó:
«Concédele, Señor, el descanso eterno.»
Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió
sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza.
Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó
en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof
un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la menor
repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más
mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la
explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no desplegó los
labios. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue.
Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar
verdaderamente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en
aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía
nunca la sensación de estarlo completamente.
A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso
se había internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el
paraje, más claramente percibía Raskolnikof la presencia de algo semejante a
un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía.
Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud.
Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al
mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo y más solo.
Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando.
Anochecía. Estuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero
al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una especie
de remordimiento.
«Aquí estoy escuchando canciones se dijo Pero ¿es esto lo que debo hacer?»
Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud. Había otra
cuestión que debía resolverse inmediatamente, pero que no lograba identificar
y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo sentía en su interior como
una especie de torbellino.
«Más vale luchar se dijo : encontrarse cara a cara con Porfirio o Svidrigailof...
Sí, recibir un reto: tener que rechazar un ataque... No cabe duda de que esto
es lo mejor.»
Después de hacerse estas reflexiones, salió precipitadamente del figón. En
esto acudió a su pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y se
apoderó de él un profundo terror. Fue ésta la noche en que se despertó al
oscurecer en un matorral de la isla Kretovski. Estaba helado y temblaba de
fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanzada la
mañana. Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero cuando
se levantó eran más de las dos de la tarde.
Se acordó de que era el día de los funerales de Catalina Ivanovna y se alegró
de no haber asistido. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con gran
apetito, casi con glotonería. Tenía la cabeza despejada y gozaba de una calma
que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se asombró de los
terrores que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró Rasumikhine.
¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.
Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo
disimulaba. Habló con una indignación evidente, pero sin apresurarse ni
levantar la voz. Era como si le impulsara una intención misteriosa.
Escucha dijo en tono resuelto : el diablo os lleve a todos, y no quiero saber
nada de vosotros, pues no entiendo absolutamente nada de vuestra conducta.
No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor interés en
averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empezarías, a lo mejor, a contarme
todos tus secretos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me marcharía. He
venido para aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en verdad estás loco.
Pues has de saber que algunos creen que lo estás. Y te confieso que me
siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo de obrar estúpido,
bastante villano y perfectamente inexplicable, así como tu reciente conducta
con tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre lo haría, Tu madre está muy
enferma desde ayer. Quería verte, y aunque e que no sea un monstruo, un
canalla o un loco se habría portado con ellas como te has portado tú? En
consecuencia, tú estás loco.
¿Cuándo las has visto?
Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego:
¿dónde has pasado el día? He estado tres veces aquí y no he conseguido
verte. tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido
escucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu madre
podía venir en tu ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí los tres,
pues, como comprenderás, no podíamos dejarla venir sola, y por el camino no
hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado aquí, tú no
estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez minutos, mientras
nosotros permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha levantado y ha dicho: «
Si sale, no puede estar enfermo. La razón es que me ha olvidado. No me
parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para mendigar sus
caricias.» Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse. Ahora tiene
fiebre. «Para su amiga sí que tiene tiempo», ha dicho. Se refería a Sonia
Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. No sabe si es
una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba salir de
dudas, he ido en seguida a casa de esa joven... Al entrar, veo un ataúd, niños
que lloran y a Sonia Simonovna probándoles vestidos de luto. Tú no estabas
allí. Después de buscarte con los ojos, me he excusado, he salido y he ido a
contar a Avdotia Romanovna los resultados de mis pesquisas. O sea que las
suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y puesto que no se trata de
una aventura amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero ahora
te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas.
Verdad es que los locos también comen, y que, además, no me has dicho ni
una palabra; pero estoy seguro de que no estás loco. Eso es para mí tan
indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que el diablo se os lleve a
todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la
cabeza para resolver este enigma. Sólo he venido aquí terminó, levantándose
para decirte lo que te he dicho y descargar mi conciencia. Ahora ya sé lo que
tengo que hacer.
¿Qué vas a hacer?
¡A ti qué te importa!
Vas a beber. Lleva cuidado.
¿Cómo lo has adivinado?
No es nada difícil.
Rasumikhine permaneció un momento en silencio.
Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco exclamó con vehemencia .
Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.
Y dio un paso hacia la puerta.
Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhine. Me parece que fue anteayer.
Rasumikhine se detuvo.
¿De mí? ¿Dónde la viste?
Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender que su
corazón había empezado a latir con violencia.
Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.
¿Ella?
Sí.
Bueno, pero ¿qué le dijiste de mí?
Le dije que eres una excelente persona, un hombre honrado y trabajador. De
tu amor no tuve que decirle nada, pues ella bien sabe que tú la quieres.
¿Lo sabe?
¡Pero, hombre...! Oye: me vaya yo donde me vaya y ocurra lo que ocurra, tú
debes seguir siendo su providencia. Las pongo en tus manos, Rasumikhine. Te
digo esto porque sé que la amas y estoy seguro de la pureza de tu amor.
También sé que ella puede amarte, si no te ama ya. Ahora a ti te concierne
decidir si debes irte a beber.
Rodia... Mira... Oye... ¡Demonio! ¿Qué quieres decir con eso de que las pones
en mis manos...? Bueno, si es un secreto, no me digas nada: yo lo descubriré.
Estoy seguro de que todo eso son tonterías forjadas por tu imaginación. Por lo
demás, eres una buena persona, un hombre excelente.
Cuando me has interrumpido, te iba a decir que haces bien en renunciar a
conocer mis secretos. No pienses en esto, no te preocupes. Todo se aclarará a
su debido tiempo, y entonces ya no habrá secretos para ti. Ayer alguien me dijo
que los hombres tenemos necesidad de aire, ¿lo oyes?, de aire. Ahora mismo
voy a ir a preguntarle qué quería decir con eso.
Rasumikhine reflexionó febrilmente. De pronto tuvo una idea.
« Seguramente pensó , Raskolnikof es un conspirador político y está en
vísperas de dar un golpe decisivo. No puede ser otra cosa... Y Dunia está
enterada.»
Así dijo recalcando las palabras , Avdotia Romanovna viene a verte y tú vas
ahora a ver a un hombre que dice que hace falta aire, que eso es lo primero...
Por lo tanto, esa carta terminó como si hablara consigo mismo debe referirse
a todo esto.
¿Qué carta?
Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Yo diría
incluso que la ha trastornado profundamente. Yo he intentado hablarle de ti, y
ella me ha rogado que me callara. Luego me ha dicho que tal vez tuviéramos
que separarnos muy pronto. Me ha dado las gracias calurosamente no sé por
qué y luego se ha encerrado en su habitación.
¿Dices que ha recibido una carta? preguntó Raskolnikof, pensativo.
Sí, una carta. ¿No lo sabías?
Los dos guardaron silencio.
Adiós, Rodia. Te confieso, amigo mío, que hubo un momento... Bueno, adiós...
Sí, hubo un momento en que... Adiós, adiós; tengo que marcharme. En cuanto
a eso de beber, no lo haré. Te equivocas si crees que eso es necesario.
Parecía tener mucha prisa, pero apenas hubo salido, volvió a entrar y dijo a
Raskolnikof sin mirarle:
Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfirio estaba
encargado de instruir? Me refiero a la muerte de la vieja. Pues bien, ya se ha
descubierto al asesino. Él mismo ha confesado y presentado toda clase de
pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con tanta seguridad, ¿te
acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas escenas de risas y golpes
que se desarrollaron mientras el portero subía con dos testigos no eran más
que un truco destinado a desviar las sospechas. ¡Qué astucia, qué presencia
de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha
explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me
equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la
astucia, un maestro de la coartada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta,
no hay que asombrarse de nada. En verdad, personas así pueden existir. Que
no haya podido mantener su papel hasta el fin y haya acabado por confesar es
una prueba de la veracidad de sus declaraciones... Pero no comprendo cómo
pude cometer tamaña equivocación. Estaba dispuesto a sostener en todos los
terrenos la inocencia de esos hombres.
Dime, por favor, ¿dónde te has enterado de todo eso y por qué te interesa
tanto este asunto? preguntó Raskolnikof, visiblemente afectado.
¿Que por qué me interesa? ¡Vaya una pregunta! En cuanto Al origen de mis
informes, ha sido Porfirio, y otros, pero Porfirio especialmente, el que me lo ha
explicado todo.
¿Porfirio?
Sí.
Bueno, pero ¿qué te ha dicho? preguntó Raskolnikof perdiendo la calma.
Me lo ha explicado todo con gran claridad, procediendo según su método
psicológico.
¿Te ha explicado eso? ¿Él mismo te lo ha explicado?
Sí, él mismo. Adiós. Tengo todavía algo que contarte, pero habrá de ser en
otra ocasión, pues ahora tengo prisa. Hubo un momento en que creí... Bueno,
ya te lo contaré en otro momento... Lo que quiero decirte es que ya no tengo
necesidad de beber: tus palabras han bastado para emborracharme. Sí, Rodia,
estoy embriagado, embriagado sin haber bebido... Bueno, adiós. Hasta pronto.
Se marchó.
« Es un conspirador político: estoy seguro, completamente seguro se dijo con
absoluta convicción Rasumilchine mientras bajaba la escalera . Y ha
complicado a su hermana en el asunto. Esta hipótesis es más que plausible,
dado el carácter de Avdotia Romanovna. Los dos hermanos tienen entrevistas.
Algunas de sus palabras, ciertas alusiones, me lo demuestran. Por otra parte,
ésta es la única explicación que puede tener este embrollo. Y yo que creía...
¡Señor, lo que llegué a pensar...! Una verdadera aberración; me siento culpable
ante él. Pero fue él mismo el que el otro día, en el pasillo, junto a la lámpara,
me inspiró semejante insensatez... ¡Qué idea tan villana, tan burda, me asaltó!
Mikolka ha hecho muy bien en confesar... Ahora todo lo ocurrido queda
perfectamente explicado: la enfermedad de Rodia, su extraña conducta...
Incluso en sus tiempos de estudiante se mostraba sombrío y huraño... Pero
¿qué significa esa carta? ¿Quién la envía? Hay todavía algo por aclarar... Ya lo
averiguaré todo.»
De pronto se acordó de lo que Rodia le había dicho de Dunetchka, y creyó que
el corazón se le iba a paralizar. Entonces hizo un esfuerzo y echó a correr.
Apenas se hubo marchado Rasumikhine, Raskolnikof se levantó y se acercó a
la ventana. Después dio algunos pasos y tropezó con una pared. Luego
tropezó con otra. Parecía haberse olvidado de las reducidas dimensiones de su
habitación. Al fin se dejó caer en el diván. Daba la impresión de que se había
operado en él un cambio profundo y completo. De nuevo podía luchar: tenía
una posible salida.
Sí, ahora podía tener una salida, un medio de poner fin a la espantosa
situación que le asfixiaba y le tenía sumido en una especie de embrutecimiento
desde la confesión de Mikolka en casa de Porfirio. A esto había seguido su
escena con Sonia, cuyo desarrollo y desenlace no habían correspondido a sus
previsiones ni a sus intenciones. Se había mostrado débil en el último
momento. Había reconocido ante la muchacha, y con toda sinceridad, que no
podía seguir llevando él solo una carga tan pesada...
¿Y Svidrigailof? Svidrigailof era para él un inquietante enigma, aunque esta
inquietud tenía un matiz diferente. Tendría que luchar, pero seguramente
encontraría un modo de deshacerse de él. Porfirio era otra cosa.
Así, pues, había sido el mismo Porfirio el que había demostrado a Rasumikhine
la culpabilidad de Mikolka, procediendo por su método psicológico.
«Siempre está con su maldita psicología se dijo Raskolnikof . Porfirio no ha
creído en ningún momento en la culpabilidad de Mikolka después de la escena
que hubo entre nosotros y que no admite más que una explicación.»
Raskolnikof había recordado en varias ocasiones retazos de aquella escena,
pero no la escena entera, pues no habría podido soportar su recuerdo.
En aquella escena habían cambiado palabras y miradas que demostraban en
Porfirio una seguridad tan absoluta y adquirida tan rápidamente, que no era
posible que la confesión de Mikolka hubiera podido quebrantarla. ¡Pero qué
situación la suya! El mismo Rasumikhine empezaba a sospechar. El incidente
del corredor había dejado huellas en él.
«Entonces corrió a casa de Porfirio... Pero ¿por qué habrá querido ese hombre
engañarle? ¿Por qué razón habrá intentado desviar sus sospechas hacia
Mikolka? No, no puede haber hecho esto sin motivo. Abriga alguna intención,
pero ¿cuál? Verdad es que desde entonces ha transcurrido mucho tiempo, y no
he tenido noticias de Porfirio. Esto es tal vez mala señal.»
Cogió la gorra y se dirigió a la puerta. Iba pensativo. Por primera vez desde
hacía mucho tiempo se sentía en un estado de perfecto equilibrio.
«Hay que terminar con Svidrigailof a toda costa y lo antes posible. Sin duda
está esperando que vaya a verle.»
En este momento, en su agotado corazón brotó tal odio contra sus dos
enemigos, Svidrigailof y Porfirio, que no habría vacilado en matar a cualquiera
de ellos si los hubiese tenido a su merced. Por lo menos tuvo la impresión de
que seria capaz de hacerlo algún día.
Ya lo verán, ya lo verán murmuró.
Pero apenas abrió la puerta se dio de manos a boca con Porfirio, que estaba
en el vestíbulo.
El juez de instrucción venía a visitarle. Raskolnikof quedó estupefacto en el
primer momento, pero se recobró rápidamente. Por extraño que pueda parecer,
esta visita le extrañó muy poco y no le inquietó apenas.
Tras un ligero estremecimiento se puso en guardia.
« Esto puede ser el final se dijo Pero ¿cómo habrá podido llegar tan en
silencio que no lo he oído? ¿Habrá venido a espiarme?»
No esperaba usted mi visita, ¿verdad, Rodion Romanovitch? dijo alegremente
Porfirio Petrovitch . Hace mucho tiempo que quería venir a verle. Ahora, al
pasar casualmente ante su casa, me he preguntado: «¿Por qué no subes un
momento?» Ya veo que iba usted a salir; pero no tema, que sólo le distraeré el
tiempo que dura un cigarrillo. Es decir, si usted me lo permite.
¡Pues claro que sí! Siéntese, Porfirio Petrovitch, siéntese.
Y Raskolnikof ofreció una silla a su visitante, tan amable y sereno, que él
mismo se habría sorprendido si se hubiera podido ver en aquel momento. No
había quedado en él ni rastro de inquietud. Es el caso del hombre que cae en
poder de un bandido y, después de pasar media hora de angustia mortal,
recobra su sangre fría cuando nota la punta del puñal en la garganta.
Raskolnikof se sentó ante Porfirio Petrovitch y le miró a la cara. El juez de
instrucción guiñó un ojo y encendió un cigarrillo.
«¡Vamos, habla! le incitó Raskolnikof mentalmente . ¿Por qué no empiezas de
una vez?»
II
Ah, estos cigarrillos! dijo al fin Porfirio Petrovitch . Son un veneno, un
verdadero veneno. Tengo tos, se me irrita la garganta, padezco de asma.
Como soy algo aprensivo, he ido a ver al doctor B., que es un médico que está
examinando a cada enfermo durante media hora como mínimo. Se ha echado
a reír al verme, y, después de palparme y auscultarme cuidadosamente, me ha
dicho: «El tabaco no le va nada bien. Tiene usted los pulmones dilatados.» No
lo dudo, pero ¿cómo dejar el tabaco? ¿Por qué otra cosa lo puedo sustituir? Yo
no bebo: eso es lo malo... ¡Je, je, je! Toda mi desgracia viene de que no bebo.
Pues todo es relativo en este mundo, Rodion Romanovitch, todo es relativo.
«Ya está de nuevo con sus tonterías», pensó Raskolnikof, contrariado.
Al punto le vino a la memoria su última entrevista con el juez de instrucción, y
este recuerdo trajo a su ánimo todos sus anteriores sentimientos.
Anteayer por la tarde estuve aquí, ¿no lo sabía usted? continuó Porfirio
Petrovitch, paseando una mirada por la habitación . Estuve aquí dentro. Al
pasar por esta calle se me ocurrió, como se me ha ocurrido hoy, hacerle una
visita. La puerta estaba abierta de par en par. Esperé un momento y me volví a
marchar sin ni siquiera ver a la sirvienta para darle mi nombre. ¿Nunca cierra
usted la puerta?
El rostro de Raskolnikof aparecía cada vez más sombrío. Porfirio pareció
adivinar los pensamientos que lo agitaban.
He venido a darle una explicación, mi querido Rodion Romanovitch. Se la
debo dijo sonriendo y dándole una palmada en la rodilla.
Su semblante cobró de pronto una expresión seria y preocupada. Incluso pasó
por él una sombra de tristeza, para gran asombro de Raskolnikof, que jamás
había visto en él nada semejante ni le creía capaz de tales sentimientos.
Hubo una escena extraña entre nosotros, Rodion Romanovitch, la última vez
que nos vimos. Pero entonces... En fin, he aquí el asunto que me trae. He
cometido errores con usted, bien lo sé. Ya recordará usted cómo nos
separamos. Verdad es que los dos somos bastante nerviosos; pero no
procedimos como personas bien educadas, aunque nuestros Buenos modales
son evidentes y me atrevería a decir que están por encima de todo. Estas
cosas no se deben olvidar. ¿Recuerda usted hasta qué extremo llegamos?
Rebasamos todos los límites.
«¿Adónde querrá ir a parar?», se preguntaba Raskolnikof, asombrado y
devorando a Porfirio con los ojos.
Yo creo que lo mejor que podemos hacer es ser francos continuó Porfirio
Petrovitch, volviendo un poco la cabeza y bajando la vista, como si temiera
turbar a su antigua víctima y quisiera demostrarle su desdén por los
procedimientos y las celadas que había utilizado . Estas sospechas, estas
escenas, no deben repetirse. Si no hubiera sido por Mikolka, que llegó y puso
fin a aquella escena, no sé cómo habrían terminado las cosas. Ese maldito
papanatas estaba escondido detrás del tabique. Ya lo sabe usted, ¿verdad?
Me enteré de que había venido a su casa inmediatamente después de aquella
escena. Pero usted se equivocó en sus suposiciones. Yo no mandé a buscar a
nadie aquel día y no había tomado medida alguna. Usted se preguntará por
qué razón no lo hice. Pues... no sé cómo explicárselo. Me limité a citar a los
porteros, a los que usted vio al pasar. Una idea, rápida como un relámpago,
había acudido a mi imaginación. Yo estaba demasiado seguro de mí mismo,
Rodion Romanovitch, y me decía que si lograba apresar un hecho, aunque
fuera renunciando a todo lo demás, obtendría el resultado que deseaba.
»Usted tiene un carácter en extremo irascible, Rodion Romanovitch, incluso
demasiado. Es un rasgo predominante de su naturaleza, que yo me jacto de
conocer, por lo menos en parte. Yo me dije que no es cosa corriente que un
hombre nos arroje sin más ni más la verdad a la cara. Sin duda, esto puede
hacerlo un hombre que esté fuera de sí, pero este caso es excepcional. Yo me
hice este razonamiento: "Si pudiese arrancarle el hecho más insignificante, la
más mínima confesión, con tal que fuera una prueba palpable, algo distinto, en
fin, a estos hechos psicológicos..." Pues yo estaba seguro de que si un hombre
es culpable, uno acaba siempre por arrancarle una prueba evidente. Di por
descontado los resultados más sorprendentes. Dirigía mis golpes a su carácter,
Rodion Romanovitch, a su carácter sobre todo. Le confieso que confiaba
demasiado en usted mismo.
Pero ¿por qué me cuenta usted todo esto? gruñó Raskolnikof, sin darse
cuenta del alcance de su pregunta.
«¿Me creerá acaso inocente?», se preguntó con el pensamiento.
¿Que por qué le cuento todo esto? Yo he venido a darle una explicación.
Considero que esto es un deber sagrado para mí. Quiero exponerle con todo
detalle el proceso de mi aberración. Le sometí a usted a una verdadera tortura,
Rodion Romanovitch, pero no soy un monstruo. Pues me hago cargo de lo que
debe experimentar una persona desgraciada, orgullosa, altiva y poco paciente,
sobre todo poco paciente, al verse sometida a una prueba semejante. Le
aseguro que le considero como un hombre de noble corazón y, hasta cierto
punto, como un hombre magnánimo, aunque no me sea posible compartir
todas sus opiniones. Juzgo como un deber hacerle cierta declaración en el
acto, pues no quiero que usted forme un juicio falso.
»Cuando empecé a conocerle, se despertó en mí una verdadera simpatía hacia
usted. Esta confesión le hará tal vez reír. Pues bien, ríase: tiene usted perfecto
derecho. Sé que usted, en cambio, sintió desde el primer momento una viva
antipatía hacia mí. Bien es verdad que yo no tengo nada que pueda hacerme
simpático; pero, cualquiera que sea su opinión sobre mí, puedo asegurarle que
deseo con todas mis fuerzas borrar la mala impresión que le produje, reparar
mis errores y demostrarle que soy un hombre de buen corazón. Le estoy
hablando sinceramente, créame.
Pronunciadas estas palabras, Porfirio Petrovitch se detuvo con un gesto lleno
de dignidad, y Raskolnikof se sintió dominado por un nuevo terror. La idea de
que el juez de instrucción le creía inocente le sobrecogía.
No es necesario remontarse al origen de los acontecimientos continuó Porfirio
Petrovitch . Creo que sería una rebusca inútil e imposible. Al principio circularon
rumores sobre cuyo origen y naturaleza creo superfluo extenderme. Inútil
también explicarle cómo se encontró su nombre enzarzado en todo esto. Lo
que a mí me dio la señal de alarma fue un hecho completamente fortuito, del
que tampoco le hablaré. El conjunto de rumores y circunstancias accidentales
me llevaron a concebir ciertas ideas. Le confieso con toda franqueza (pues si
uno quiere ser sincero debe serlo hasta el fin) que fui yo el primero que le
mezclé a usted en este asunto. Las anotaciones de la vieja en los envoltorios
de los objetos y otros mil detalles de la misma índole no significan nada
independientemente; pero se podían contar hasta un centenar de hechos
importantes. Tuve también ocasión de conocer hasta en sus más mínimos
detalles el incidente de la comisaría. Me enteré de ello por un simple azar. Me
lo refirió con gran lujo de pormenores la persona que había desempeñado en la
escena el papel principal, con gran propiedad por cierto, aunque sin darse
cuenta.
»Todos estos hechos se acumulan, mi querido Rodion Romanovitch. En estas
condiciones, ¿cómo no adoptar una posición determinada? "Así como cien
conejos no hacen un caballo, cien presunciones no constituyen una prueba",
dice el proverbio inglés. Pero en este caso habla la razón, y las pasiones son
algo muy distinto. Pruebe usted a luchar contra las pasiones. Al fin y al cabo,
un juez de instrucción es un hombre y, por lo tanto, accesible a las pasiones.
»Además, pensé en el artículo que usted publicó en cierta revista, ¿recuerda
usted? Hablamos de él en nuestra primera conversación. Entonces me mofé de
él, pero lo hice con la intención de hacerle hablar. Porque, se lo repito, usted es
un hombre poco paciente, Rodion Romanovitch, y tiene los nervios echados a
perder. En cuanto a su osadía, su orgullo, la seriedad de su carácter y sus
sufrimientos, hacía ya tiempo que los había advertido. Conocía todos estos
sentimientos y consideré que su artículo exponía ideas que no eran un secreto
para nadie. Estaba escrito con mano febril y corazón palpitante en una noche
de insomnio y era el producto de un alma rebosante de pasión reprimida. Pues
bien, esta pasión y este entusiasmo contenidos de la juventud son peligrosos.
Entonces me burlé de usted, pero ahora quiero decirle que, mirando las cosas
como simple lector, me deleitó el juvenil ardor de su pluma. Esto no es más
que humo, niebla, una cuerda que vibra entre brumas. Su artículo es absurdo y
fantástico, pero ¡respira tanta sinceridad! Rezuma un insobornable y juvenil
orgullo, y también osadía y desesperación. Es un artículo pesimista, pero este
pesimismo le va bien. Entonces lo leí, después puse en orden sus ideas, y, al
ordenarlas, me dije: "No creo que este hombre se limite a esto." Y ahora
dígame: teniendo estos antecedentes, ¿cómo no había de dejarme influir por lo
que sucedió después? Pero entonces no dije nada y ahora no me arriesgaré a
hacer la menor afirmación. Entonces me limité a observar y ahora mi
pensamiento es éste: "Tal vez toda esta historia es pura imaginación, un simple
producto de mi fantasía. Un juez de instrucción no debe apasionarse de este
modo. A mí sólo debe interesarme una cosa, y es que tengo a Mikolka." Usted
podría decir que los hechos son los hechos y que empleo con usted mi
psicología personal. Pero es preciso que lo mire todo en este caso, pues es
una cuestión de vida o muerte.
»Usted se preguntará por qué le cuento todo esto. Pues se lo cuento para que
pueda usted juzgar con conocimiento de causa y no considere un crimen mi
conducta del otro día, tan cruel en apariencia. No, no fui cruel.
»Usted se estará preguntando también por qué no he venido a registrar su
casa. Pues sepa usted que vine. ¡Je, je, je! Usted estaba enfermo, acostado en
su diván. No vine como magistrado, es decir, oficialmente, pero vine. Esta
habitación fue registrada a fondo cuanto tuve la primera sospecha. Me dije:
"Ahora este hombre vendrá a verme, vendrá a mi casa, y no tardará mucho. Si
es culpable, vendrá. Otro no lo haría, pero él sí." ¿Se acuerda usted de la
palabrería de Rasumikhine? La provocamos nosotros para asustarle a usted: le
pusimos al corriente de nuestras conjeturas, seguros de que vendría a
contárselo a usted, pues Rasumikhine no es hombre que pueda disimular su
indignación.
»El señor Zamiotof quedó impresionado ante su cólera y su osadía. ¡Decir a
gritos en un establecimiento público: "¡Yo he matado...!" Esto es
verdaderamente audaz y arriesgado. Yo me dije: "Si este hombre es culpable,
es un luchador enconado." Esto es lo que pensaba. Y me dediqué a esperar...,
le esperaba ansiosamente. A Zamiotof le aplastó usted, sencillamente. Y es
que esta maldita psicología es un arma de dos filos:.. Bueno, pues cuando le
estaba esperando, he aquí que Dios le envía. ¡Cómo se desbocó mi corazón
cuando te vi aparecer! ¿Qué necesidad tenía usted de venir entonces? ¡Y
aquella risa! No sé si se acordará, pero entró usted riéndose a carcajadas, y
yo, a través de su risa, vi lo que ocurría en su interior, tan claramente como se
ve a través de un cristal. Sin embargo, yo no habría prestado a esa risa la
menor atención si no hubiese estado prevenido. Y entonces Rasumikhine... Y
la piedra, aquella piedra, ya recordará usted, bajo la cual estaban ocultos los
objetos... Porque habló usted de un huerto a Zamiotof, ¿verdad? Después,
cuando empezamos a hablar de su artículo, creímos percibir un segundo
sentido en cada una de sus palabras.
»He aquí, Rodion Romanovitch, cómo se fúe formando mi convicción poco a
poco. Pero cuando ya me sentía seguro, volví en mí y me pregunté qué me
había ocurrido. Pues todo aquello podía explicarse de un modo diferente e
incluso más natural... Un verdadero suplicio. ¡Cuánto mejor habría sido la
prueba más insignificante! Cuando supe lo del cordón de la campanilla, me
estremecí de pies a cabeza. "Ya tengo la prueba", me dije. Y ya no quise
pensar en nada. En aquel momento habría dado mil rublos por verle con mis
propios ojos dar cien pasos al lado de un hombre que le había llamado asesino
y al que no se atrevió a responder una sola palabra. »Y aquellos
estremecimientos que le acometían... Y aquel cordón de una campanilla de que
usted hablaba en su delirio... Después de esto, Rodion Romanovitch, ¿cómo
puede usted extrañarse de que procediera con usted como lo hice? ¿Por qué
vino usted a mi casa en aquel preciso momento? Era como si el demonio le
hubiera impulsado. En verdad, si Mikolka no se hubiese interpuesto entre
nosotros en aquel momento... ¿Se acuerda usted de la llegada de Mikolka?
Fue como una chispa eléctrica. Pero ¿cómo lo recibí? No di la menor
importancia a esta descarga, es decir, que no creí ni una sola de sus palabras.
Es más, después de marcharse usted y de oír las razonables respuestas de
Mikolka (pues sepa usted que me respondió de modo tan inteligente sobre
ciertos puntos, que quedé asombrado), después de esto, yo permanecí tan
firme en mis convicciones como una roca. "Este no dice una palabra de
verdad", pensé... Me refiero a Mikolka.
Rasumikhine acaba de decirme que está usted seguro de su culpabilidad, que
usted le ha asegurado...
No pudo terminar: le faltaba el aliento. Escuchaba con una turbación
indescriptible a aquel hombre que había cambiado tan radicalmente de juicio.
No podía dar crédito a sus oídos y buscaba ávidamente el sentido exacto de
sus ambiguas palabras.
¿Rasumikhine? exclamó Porfirio Petrovitch, que parecía muy satisfecho de
haber oído, al fin, decir algo a Raskolnikof . ¡Je, je, je! De algún modo tenía que
deshacerme de él, que es completamente ajeno a este asunto. Se presentó en
mi casa descompuesto... En fin, dejémoslo aparte. Respecto a Mikolka, ¿quiere
usted saber cómo es, o, por lo menos, la idea que yo me he forjado de él? Ante
todo, es como un niño. No ha llegado aún a la mayoría de edad. Y no diré que
sea un cobarde, pero sí que es impresionable como un artista. No, no se ría de
mi descripción. Es ingenuo y en extremo sensible. Tiene un gran corazón y un
carácter singular. Canta, baila y narra con tanto arte, que vienen a verle y oírle
de las aldeas vecinas. Es un enamorado del estudio, aunque se ríe como un
loco por cualquier cosa. Puede beber hasta perder el conocimiento, pero no
porque sea un borracho, sino porque se deja llevar como un niño. No cree que
cometiera un robo apropiándose el estuche que se encontró. « Lo cogí del
suelo dijo Por lo tanto, puedo quedarme con él.» Pertenece a una secta
cismática..., bueno, no tanto como cismática, y era un fanático. Pasó dos años
con un ermitaño. Según cuentan sus camaradas de Zaraisk, era un devoto
exaltado y quería retirarse también a una ermita. Pasaba noches enteras
rezando y leyendo los libros santos antiguos. Petersburgo ha ejercido una gran
influencia en él. Las mujeres, el vino..., ¿comprende? Es muy impresionable, y
esto le ha hecho olvidar la religión. Me he enterado de que un artista se
interesó por él y le daba lecciones. Así las cosas, llegó el desdichado asunto.
El pobre chico perdió la cabeza y se puso una cuerda en el cuello. Un intento
de evasión muy natural en un pueblo que tiene una idea tan lamentable de la
justicia. Hay personas a las que la simple palabra « juicio» produce verdadero
terror. ¿De quién es la culpa? Ya veremos lo que hacen los nuevos tribunales.
Quiera Dios que todo vaya bien...
»Una vez en la cárcel, Mikolka ha vuelto a su anterior misticismo. Se ha
acordado del ermitaño y ha abierto de nuevo la Biblia. ¿Sabe usted, Rodion
Romanovitch, lo que es la expiación para ciertas personas? Es una simple sed
de sufrimiento, y si este sufrimiento lo imponen las autoridades, mejor que
mejor. Conocí a un preso que era un ejemplo de mansedumbre. Estuvo un año
en la cárcel y todas las noches leía la Biblia. Y un día, sin motivo alguno,
arrancó un trozo de hierro de la estufa y lo arrojó sobre un guardián, aunque
tomando precauciones para no hacerle ningún daño. ¿Sabe usted la suerte
que se reserva a un preso que ataca con un arma cualquiera a un guardián de
la cárcel? Aquel hombre obró tan sólo llevado de su sed de expiación.
»Yo estoy seguro de que Mikolka siente una sed de expiación semejante. Mi
convicción se funda en hechos positivos, pero él ignora que yo he descubierto
las causas. ¿Qué? ¿No cree usted que en un pueblo como el nuestro puedan
aparecer tipos extraordinarios? Pues se ven por todas partes. La influencia de
la ermita ha vuelto a él con toda pujanza, sobre todo después del episodio del
nudo corredizo en su cuello. Ya verá usted como acabará viniendo a
confesármelo todo. ¿Lo cree usted capaz de sostener su papel hasta el fin?
No, vendrá a abrirme su pecho, a retractarse de sus declaraciones..., y no
tardará. Me ha interesado Mikolka y lo he estudiado a fondo. Reconozco, ¡je,
je!, que en ciertos puntos ha conseguido dar un carácter de verosimilitud a sus
declaraciones (sin duda las había preparado), pero otras están en
contradicción absoluta con los hechos, sin que él tenga de ello la menor
sospecha. No, mi querido Rodion Romanovitch, no es Mikolka el culpable.
Estamos en presencia de un acto siniestro y fantástico. Este crimen lleva el
sello de nuestro tiempo, de una época en que el corazón del hombre está
trastornado; en que se afirma, citando autores, que la sangre purifica; en que
sólo importa la obtención del bienestar material. Es el sueño de una mente
ebria de quimeras y envenenada por una serie de teorías. El culpable ha
desplegado en este golpe de ensayo una audacia extraordinaria, pero una
audacia de tipo especial. Obró resueltamente, pero como quien se lanza desde
lo alto de una torre o se deja caer rodando desde la cumbre de una montaña.
Fue como si no se diera cuenta de lo que hacía. Se olvidó de cerrar la puerta al
entrar, pero mató, mató a dos personas, obedeciendo a una teoría. Mató, pero
no se apoderó del dinero, y lo que se llevó fue a esconderlo debajo de una
piedra. No le bastó la angustia que había experimentado en el recibidor
mientras oía los golpes que daban en la puerta, sino que, en su delirio, se dejó
llevar de un deseo irresistible de volver a sentir el mismo terror, y fue a la casa
para tirar del cordón de la campanilla... En fin, carguemos esto en la cuenta de
la enfermedad. Pero hay otro detalle importante, y es que el asesino, a pesar
de su crimen, se considera como una persona decente y desprecia a todo el
mundo. Se cree algo así como un ángel infortunado. No, mi querido Rodion
Romanovitch, Mikolka no es el culpable.
Estas palabras, después de las excusas que el juez había presentado,
sorprendieron e impresionaron profundamente a Raskolnikof, que empezó a
temblar de pies a cabeza.
Pero..., entonces... preguntó con voz entrecortada , ¿quién es el asesino?
Porfirio Petrovitch se recostó en el respaldo de su silla. Su semblante
expresaba el asombro del hombre al que acaban de hacer una pregunta
insólita.
¿Que quién es el asesino? exclamó como no pudiendo dar crédito a sus oídos
. ¡Usted, Rodion Romanovitch! Y añadió en voz baja y en un tono de profunda
convicción : Usted es el asesino.
Raskolnikof se puso en pie de un salto, permaneció asi un momento y se volvió
a sentar sin pronunciar palabra. Ligeras convulsiones sacudían los músculos
de su cara.
Sus labios vuelven a temblar como el otro díà dijo Porfirio Petrovitch en un
tono de cierto interés . Creo que no me ha comprendido usted, Rodion
Romanovitch añadió tras una pausa . Ésta es la razón de su sorpresa. He
venido para explicárselo todo, pues desde ahora quiero llevar este asunto con
franqueza absoluta.
Yo no soy el culpable balbuceó Raskolnikof, defendiéndose como el niño al
que sorprenden haciendo algo malo.
Sí, es usted y sólo usted replicó severamente el juez de instrucción.
Los dos callaron. Este silencio, en el que había algo extraño, se prolongó no
menos de diez minutos.
Raskolnikof, con los codos en la mesa, se revolvía el cabello con las manos.
Porfirio Petrovitch esperaba sin dar la menor muestra de impaciencia. De
pronto, el joven dirigió al magistrado una mirada despectiva.
Vuelve usted a su antigua táctica, Porfirio Petrovitch. ¿Nose cansa usted de
emplear siempre los mismos procedimientos?
¿Procedimientos? ¿Qué necesidad tengo de emplearlos ahora? La cosa
cambiaría si habláramos ante testigos. Pero estamos solos. Yo no he venido
aquí a cazarle como una liebre. Que confiese usted o no en este momento, me
importa muy poco. En ambos casos, mi convicción seguiría siendo la misma.
Entonces, ¿por qué ha venido usted? preguntó Raskolnikof sin ocultar su
enojo . Le repito lo que le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por qué
no me detiene?
Bien; ésa, por lo menos, es una pregunta sensata y la contestaré punto por
punto. En primer lugar, le diré que no me conviene detenerle en seguida.
¿Qué importa que le convenga o no? Si está usted convencido, tiene el deber
de hacerlo.
Mi convicción no tiene importancia. Hasta este momento sólo se basa en
hipótesis. ¿Por qué he de darle una tregua haciéndolo detener? Usted sabe
muy bien que esto sería para usted un descanso, ya que lo pide. También
podría traerle al hombre que le envié para confundirle. Pero usted le diría: «
Eres un borracho. ¿Quién me ha visto contigo? Te miré simplemente como a
un hombre embriagado, pues lo estabas.» ¿Y qué podría replicar yo a esto?
Sus palabras tienen más verosimilitud que las del otro, que descansan
únicamente en la psicología y, por lo tanto, sorprenderían, al proceder de un
hombre inculto. En cambio, usted habría tocado un punto débil, pues ese
bribón es un bebedor empedernido. Ya le he dicho otras veces que estos
procedimientos psicológicos son armas de dos filos, y en este caso pueden
obrar en su favor, sobre todo teniendo en cuenta que pongo en juego la única
prueba que tengo contra usted hasta el momento presente. Pero no le quepa
duda de que acabaré haciéndole detener. He venido para avisarlo; pero le
confieso que no me servirá de nada. Además, he venido a su casa para...
Hablemos de ese segundo objeto de su visita dijo Raskolnikof, que todavía
respiraba con dificultad.
Pues este segundo objeto es darle una explicación a la que considero que
tiene usted derecho. No quiero que me tenga por un monstruo, siendo así que,
aunque usted no lo crea, mi deseo es ayudarle. Por eso le aconsejo que vaya a
presentarse usted mismo a la justicia. Esto es lo mejor que puede hacer. Es lo
más ventajoso para usted y para mí, pues yo me vería libre de este asunto. Ya
ve que le soy franco. ¿Qué dice usted?
Raskolnikof reflexionó un momento.
Oiga, Porfirio Petrovitch dijo al fin ; usted ha confesado que no tiene contra mí
más que indicios psicológicos y, sin embargo, aspira a la evidencia
matemática. ¿Y si estuviera equivocado?
No, Rodion Romanovitch, no estoy equivocado. Tengo una prueba. La obtuve
el otro día como si el cielo me la hubiera enviado.
¿Qué prueba?
No se lo diré, Rodion Romanovitch. De todas formas, no tengo derecho a
contemporizar. Mandaré detenerle. Reflexione. No me importa la resolución
que usted pueda tomar ahora. Le he hablado en interés de usted. Le juro que
le conviene seguir mis consejos.
Raskolnikof sonrió, sarcástico.
Sus palabras son ridículas e incluso imprudentes. Aun suponiendo que yo
fuera culpable, cosa que no admito de ningún modo, ¿para qué quiere usted
que vaya a presentarme a la justicia? ¿No dice usted que la estancia en la
cárcel sería un descanso para mí?
Oiga, Rodion Romanovitch, no tome mis palabras demasiado al pie de la letra.
Acaso no encuentre usted en la cárcel ningún reposo. En fin de cuentas, esto
no es más que una teoría, y personal por añadidura. Por lo visto, soy una
autoridad para usted. Por otra parte, quién sabe si le oculto algo. Usted no me
puede exigir que le revele todos mis secretos.¡Je, je!
»Pasemos a la segunda cuestión, al provecho que obtendría usted de una
confesión espontánea. Este provecho es indudable. ¿Sabe usted que
aminoraría considerablemente su pena? Piense en el momento en que haría
usted su propia denuncia. Por favor, reflexione. Usted se presentaría cuando
otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Y yo le
juro ante Dios que me las compondría de modo que a la vista del tribunal
gozara usted de todos los beneficios de su acto, el cual parecería
completamente espontáneo. Le prometo que destruiríamos toda esa psicología
y que reduciría usted a la nada todas las sospechas que pesan sobre usted, de
modo que su crimen apareciese como la consecuencia de una especie de
arrebato, cosa que en el fondo es cierta. Yo soy un hombre honrado, Rodion
Romanovitch, y mantendré mi palabra.
Raskolnikof bajó la cabeza tristemente y quedó pensativo. Al fin sonrió de
nuevo; pero esta vez su sonrisa fue dulce y melancólica.
No me interesa dijo como si no quisiera seguir hablando con Porfirio
Petrovitch . No necesito para nada su disminución de pena.
¡Vaya! Esto es lo que me temía exclamó Porfirio como a pesar suyo
Sospechaba que iba usted a desdeñar nuestra indulgencia.
Raskolnikof le miró con expresión grave y triste.
No, no dé por terminada su existencia continuó Porfirio . Tiene usted ante sí
muchos años de ida. No comprendo que no quiera usted una disminución de
pena. Es usted un hombre difícil de contentar.
¿Qué puedo ya esperar?
La vida. ¿Por qué quiere usted hacer el profeta? ¿Qué puede usted prever?
Busque y encontrará. Tal vez le esperaba Dios tras este recodo..: Por otra
parte, no le condenarán a usted a cadena perpetua.
Tendré a mi favor circunstancias atenuantes dijo Raskolnikof con una sonrisa.
Sin que usted se dé cuenta, es tal vez cierto orgullo de persona culta lo que le
impide declararse culpable. Usted debería estar por encima de todo eso.
Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio repuso Raskolnikof con
gesto despectivo.
Después fue a levantarse, pero se volvió a sentar bajo el peso de una
desesperación inocultable.
Sí, no me cabe duda. Es usted desconfiado y cree que le estoy adulando
burdamente, con una segunda intención. Pero dígame: ¿ha tenido usted
tiempo de vivir lo bastante para conocer la vida? Inventa usted una teoría y
después se avergüenza al ver que no conduce a nada y que sus resultados
están desprovistos de toda originalidad. Su acción es baja, lo reconozco, pero
usted no es un criminal irremisiblemente perdido. No, no; ni mucho menos. Me
preguntará qué pienso de usted. Se lo diré: le considero como uno de esos
hombres que se dejarían arrancar las entrañas sonriendo a sus verdugos si
lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá. En primer
lugar, hace ya mucho tiempo que necesita usted cambiar de aires. Y en
segundo, el sufrimiento no es mala cosa. Sufra usted. Mikolka tiene tal vez
razón al querer sufrir. Sé que es usted escéptico, pero abandónese sin razonar
a la corriente de la vida y no se inquiete por nada: esa corriente le llevará a
alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en pie. ¿Qué orilla será ésta? Eso
no lo puedo saber. Pero estoy convencido de que le quedan a usted muchos
años de vida. Bien sé que usted se estará diciendo que no hago sino
desempeñar mi papel de juez de instrucción, y que mis palabras le parecerán
un largo y enojoso sermón, pero tal vez las recuerde usted algún día: sólo con
esta esperanza le digo todo esto. En medio de todo, ha sido una suerte que no
haya usted matado más que a esa vieja, pues con otra teoría habria podido
usted hacer cosas cientos de millones de veces peores. Dé gracias a Dios por
no haberlo permitido, pues Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún designio sobre
usted. Tenga usted coraje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión
que aún tiene que cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha
cometido una mala acción: sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que
usted no me cree, pero le aseguro que volverá a conocer el placer de vivir. En
este momento sólo necesita aire, aire, aire...
Al oír estas palabras, Raskolnikof se estremeció.
Pero ¿quién es usted exclamó para hacer el profeta? ¿Dónde está esa
cumbre apacible desde la que se permite usted dejar caer sobre mí esas
máximas llenas de una supuesta sabiduría?
¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso
capaz de sentir piedad, y que tal vez conoce un poco la vida..., pero
completamente acabado. El caso de usted es distinto. Tiene usted ante sí una
verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de
paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que
se va a operar en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el
suyo puede echar de menos. ¿Y qué importa la soledad donde usted se verá
largamente confinado? No es el tiempo lo que debe preocuparle, sino usted.
Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser lo que
es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que
estoy utilizando la astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted
razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch.
Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la costumbre de no
ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le
dirá si soy un hombre vil o un hombre leal.
¿Cuándo piensa usted mandar que me detengan?
Puedo concederle todavía un día o dos de libertad. Reflexione, amigo mío, y
ruegue a Dios. Esto es lo que le interesa, créame.
¿Y si huyera? preguntó Raskolnikof con una sonrisa extraña.
No, usted no huirá. Un mujik huiría; un revolucionario de los de hoy, también,
pues se le pueden inculcar ideas para toda la vida. Pero usted ha dejado de
creer en su teoría. ¿Para qué ha de huir? ¿Qué ganaría usted huyendo? Y
¡qué vida tan horrible la del fugitivo! Para vivir hace falta una situación
determinada, fija, y aire respirable. ¿Encontraría usted ese aire en la huida? Si
huyese usted, volvería. Usted no puede pasar sin nosotros. Si lo hiciera
encarcelar, para un mes o dos, por ejemplo, o tal vez para tres, un buen día,
téngalo presente, vendría usted de pronto y confesaría. Vendría usted aun sin
darse cuenta. Estoy seguro de que decidirá usted someterse a la expiación.
Ahora no me cree usted, pero lo hará, porque la expiación es una gran cosa,
Rodion Romanovitch. No se extrañe de oír hablar así a un hombre que ha
engordado en el bienestar. El caso es que diga la verdad..., y no se burle
usted. Estoy profundamente convencido de lo que acabo de decirle. Mikolka
tiene razón. No, usted no huirá, Rodion Romanovitch.
Raskolnikof se levantó y cogió su gorra. Porfirio Petrovitch se levantó también.
¿Va usted a dar una vuelta? La noche promete ser hermosa. Aunque a lo
mejor hay tormenta... Lo cual seria tal vez preferible, porque así se refrescaría
la atmósfera.
Porfirio Petrovitch dijo Raskolnikof en tono seco y vehemente , que no le pase
por la imaginación que le he hecho la confesión más mínima. Usted es un
hombre extraño, y yo sólo le he escuchado por curiosidad. Pero no he
confesado nada, absolutamente nada. No lo olvide.
Entendido; no lo olvidaré... Está usted temblando... No se preocupe, amigo
mío: se cumplirán sus deseos. Pasee usted, pero sin rebasar los límites...
Ahora voy a hacerle un último ruego añadió bajando la voz . Es un punto un
poco delicado pero importante. En el caso, a mi juicio sumamente improbable
de que en estas cuarenta y ocho o cincuenta horas le asalte la idea de poner
fin a todo esto de un modo poco común, en una palabra, quitándose la vida (y
perdone esta absurda suposición), tenga la bondad de dejar escrita una nota;
dos líneas, nada más que dos líneas, indicando el lugar donde está la piedra.
Esto será lo más noble... En fin, hasta más ver. Que Dios le inspire.
Porfirio salió, bajando la cabeza para no mirar al joven. Éste se acercó a la
ventana y esperó con impaciencia el momento en que, según sus cálculos, el
juez de instrucción se hubiera alejado un buen trecho de la casa.
Entonces salió él a toda prisa.
III
Quería ver cuanto antes a Svidrigailof. Ignoraba sus propósitos, pero aquel
hombre tenía sobre él un poder misterioso. Desde que Raskolnikof se había
dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía. Además, había llegado el
momento de tener una explicación con él.
Otra cuestión le atormentaba. Se preguntaba si Svidrigailof habría ido a visitar
a Porfirio.
Raskolnikof suponía que no había ido: lo habría jurado. Siguió pensando en
ello, recordó todos los detalles de la visita de Porfirio y llegó a la misma
conclusión negativa. Svidrigailof no había visitado al juez, pero ¿tendría
intención de hacerlo?
También respecto a este punto se inclinaba por la negativa. ¿Por qué? No
lograba explicárselo. Pero, aunque se hubiera sentido capaz de hallar esta
explicación, no habría intentado romperse la cabeza buscándola. Todo esto le
atormentaba y le enojaba a la vez. Lo más sorprendente era que aquella
situación tan crítica en que se hallaba le inquietaba muy poco. Le preocupaba
otra cuestión mucho más importante, extraordinaria, también personal, pero
distinta. Por otra parte, sentía un profundo desfallecimiento moral, aunque su
capacidad de razonamiento era superior a la de los días anteriores. Además,
después de lo sucedido, ¿valía la pena tratar de vencer nuevas dificultades,
intentar, por ejemplo, impedir a Svidrigailof ir a casa de Porfirio, procurar
informarse, perder el tiempo con semejante hombre?
¡Qué fastidioso era todo aquello!
Sin embargo, se dirigió apresuradamente a casa de Svidrigailof. ¿Esperaba de
él algo nuevo, un consejo, un medio de salir de aquella insoportable situación?
El que se está ahogando se aferra a la menor astilla. ¿Era el destino o un
secreto instinto el que los aproximaba? Tal vez era simplemente que la fatiga y
la desesperación le inspiraban tales ideas; acaso fuera preferible dirigirse a
otro, no a Svidrigailof, al que sólo el azar había puesto en su camino.
¿A Sonia? ¿Con qué objeto se presentaría en su casa? ¿Para hacerla llorar
otra vez? Además, Sonia le daba miedo. Representaba para él lo irrevocable,
la decisión definitiva. Tenía que elegir entre dos caminos: el suyo o el de Sonia.
Sobre todo en aquel momento, no se sentía capaz de afrontar su presencia.
No, era preferible probar suerte con Svidrigailof. Aunque muy a su pesar, se
confesaba que Svidrigailof le parecía en cierto modo indispensable desde
hacía tiempo.
Sin embargo, ¿qué podía haber de común entre ellos? Incluso la perfidia de
uno y otro eran diferentes. Por añadidura, Svidrigailof le era profundamente
antipático. Tenía todo el aspecto de un hombre despejado, trapacero, astuto, y
tal vez era un ser extremadamente perverso. Se contaban de él cosas
verdaderamente horribles. Cierto que había protegido a los niños de Catalina
Ivanovna, pero vaya usted a saber el fin que perseguía. Era un hombre Reno
de segundas intenciones.
Desde hacía algunos días, otra idea turbaba a Raskolnikof, a pesar de sus
esfuerzos por rechazarla para evitar el profundo sufrimiento que le producía.
Pensaba que Svidrigailof siempre había girado, y seguía girando, alrededor de
él. Además, aquel hombre había descubierto su secreto. Y, finalmente, había
abrigado ciertas intenciones acerca de Dunia. Tal vez seguía alimentándolas. Y
sin «tal vez»: era seguro. Ahora que conocía su secreto, bien podría utilizarlo
como un arma contra Dunia.
Esta suposición le había quitado el sueño, pero nunca había aparecido en su
mente con tanta nitidez como en aquellos momentos en que se dirigía a casa
de Svidrigailof. Y le bastaba pensar en ello para ponerse furioso. Sin duda,
todo iba a cambiar, incluso su propia situación. Debía confiar su secreto a
Dunetchka y luego entregarse a la justicia para evitar que su hermana
cometiese alguna imprudencia. ¿Y qué pensar de la carta que aquella mañana
había recibido Dunia? ¿De quién podía recibir su hermana una carta en
Petersburgo? ¿De Lujine? Rasumikhine era un buen guardián, pero no sabía
nada de esto. Y Raskolnikof se dijo, contrariado, que tal vez fuera necesario
confiarse también a su amigo.
«Sea como fuere, tengo que ir a ver a Svidrigailof cuanto antes se dijo
Afortunadamente, en este asunto los detalles tienen menos importancia que el
fondo. Pero este hombre, si tiene la audacia de tramar algo contra Dunia, es
capaz de... Y en este caso, yo...»
Raskolnikof estaba tan agotado por aquel mes de continuos sufrimientos, que
no pudo encontrar más que una solución. «Y en este caso, yo lo mataré», se
dijo, desesperado.
Un sentimiento angustioso le oprimía el corazón. Se detuvo en medio de la
calle y paseó la mirada en torno de él. ¿Qué camino había tomado? Estaba en
la avenida ..., a treinta o cuarenta pasos de la plaza del Mercado, que acababa
de atravesar. El segundo piso de la casa que había a su izquierda estaba
ocupado por una taberna. Tenía abiertas todas las ventanas y, a juzgar por las
personas que se veían junto a ellas, el establecimiento debía de estar
abarrotado. De él salían cantos, acompañados de una música de clarinete,
violín y tambor. Se oían también voces y gritos de mujer.
Raskolnikof se disponía a desandar lo andado, sorprendido de verse allí,
cuando, de pronto, distinguió en una de las últimas ventanas a Svidrigailof, con
la pipa en la boca y ante un vaso de té. El joven sintió una mezcla de asombro
y horror. Svidrigailof le miró en silencio y cosa que sorprendió a Raskolnikof
todavía más profundamente se levantó de pronto, como si pretendiera
eclipsarse sin ser visto. Rodia fingió no verle, pero mientras parecía mirar a lo
lejos distraído, le observaba con el rabillo del ojo. El corazón le latía
aceleradamente. No se había equivocado: Svidrigailof deseaba pasar
inadvertido. Se quitó la pipa de la boca y se dispuso a ocultarse, pero, al
levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolnikof le espiaba. Se
estaba repitiendo entre ellos la escena de su primera entrevista. Una sonrisa
maligna se esbozó en los labios de Svidrigailof. Después la sonrisa se hizo
más amplia y franca. Los dos se daban cuenta de que se vigilaban
mutuamente. Al fin, Svidrigailof lanzó una carcajada. ¡Eh! le gritó . ¡Suba en
vez de estar ahí parado!
Raskolnikof subió a la taberna. Halló a su hombre en un gabinete contiguo al
salón donde una nutrida clientela
pequeños burgueses, comerciantes,
funcionarios bebía té y escuchaba a las cantantes en medio de una infernal
algarabía. En una pieza vecina se jugaba al billar. Svidrigailof tenía ante sí una
botella de champán empezada y un vaso medio lleno. Estaban con él un niño
que tocaba un organillo portátil y una robusta muchacha de frescas mejillas que
llevaba una falda listada y un sombrero tirolés adornado con cintas. Esta joven
era una cantante. Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos
que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de
contralto algo ronca, acompañada por el organillo.
¡Basta! dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a Raskolnikof.
La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud respetuosa.
También respetuosa y gravemente acababa de cantar su vulgar cancioncilla.
¡Felipe, un vaso! pidió a voces Svidrigailof.
Yo no bebo vino dijo Raskolnikof.
Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe, Katia. Hoy ya
no lo volveré a necesitar. Toma.
Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete amarillo.
La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las mujeres,
tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda seriedad
esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se retiró
acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los dos en la
calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un
antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un parroquiano
distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y Svidrigailof se
desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia. Seguramente
pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, inferior a la categoría
media de esta clase de establecimientos.
Iba a su casa dijo Raskolnikof , y, no sé por qué, he tomado la avenida ... al
dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia la
derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de su casa. Apenas
he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?
¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
Porque tal vez no es más que un azar.
Aquí todo el mundo peca de lo mismo replicó Svidrigailof echándose a reír . Ni
siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a confesarlo.
Incluso usted mismo ha dicho que se trata «tal vez» de un azar. ¡Qué poco
valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo puede usted
imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene una opinión
personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo me ha llamado la
atención lo que ha dicho.
¿Por eso sólo?
Es más que suficiente.
Svidrigailof estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo, pues sólo
había bebido medio vaso de champán.
Me parece que cuando usted vino a mi casa observó Raskolnikof no sabía
aún que yo tenía eso que usted llama una opinión personal.
Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus asuntos. En lo
que concierne al milagro, debo decirle que parece haber pasado usted
durmiendo estos días. Yo le di la dirección de esta casa. El hecho de que usted
haya venido no tiene, pues, nada de extraordinario. Yo mismo le indiqué el
camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No
recuerda usted?
No; no lo había olvidado repuso Raskolnikof, profundamente sorprendido.
Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su cerebro sin que
usted se diera cuenta, y ahora ha seguido este camino sin saber lo que hacía.
Por lo demás, cuando le hablé de todo esto, yo no esperaba que usted se
acordase. Usted no se cuida, Rodion Romanovitch... ¡Ah! Quiero decirle otra
cosa. En Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle. Uno
se encuentra a cada paso con personas que están medio locas. Si tuviéramos
verdaderos sabios, los médicos, los juristas y los filósofos podrían hacer aquí,
cada uno en su especialidad, estudios sumamente interesantes. No hay ningún
otro lugar donde el alma humana se vea sometida a influencias tan sombrías y
extrañas. El mismo clima influye considerablemente. Por desgracia,
Petersburgo es el centro administrativo de la nación y su influencia se extiende
por todo el país. Pero no se trata precisamente de esto. Lo que quería decirle
es que le he observado a usted varias veces en la calle. Usted sale de su casa
con la cabeza en alto, y cuando ha dado unos veinte pasos la baja y se lleva
las manos a la espalda. Basta mirarle para comprender que entonces usted no
se da cuenta de nada de lo que ocurre en torno de su persona. Al fin empieza
usted a mover los labios, es decir, a hablar solo. A veces dice cosas en voz
alta, entre gestos y ademanes, o permanece un rato parado en medio de la
calle sin motivo alguno. Piense que, así como le he visto yo, pueden verle otras
personas, y esto sería un peligro para usted. En el fondo, poco me importa,
pues no tengo la menor intención de curarle, pero ya me comprenderá...
¿Sabe usted que me persiguen? preguntó Raskolnikof dirigiéndole una
mirada escrutadora.
No, no lo sabía repuso Svidrigailof con un gesto de asombro.
Entonces, déjeme en paz.
Bien: le dejaré en paz.
Pero dígame: si es verdad que usted me ha citado dos veces aquí y esperaba
mi visita, ¿por qué, hace un momento, al verme levantar los ojos hacia la
ventana, ha intentado ocultarse? Lo he visto perfectamente.
¡Je, je! ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo el
dormido, estando despierto y bien despierto?
Podía... Tener mis razones..., ya lo sabe usted.
Y yo las mías..., que usted no sabrá nunca.
Raskolnikof había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con el
mentón sobre la mano, observaba atentamente a su interlocutor. El aspecto de
aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En verdad, era un
rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y sonrosada; los
labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además
espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil. Aunque
bello y joven cosa sorprendente dada su edad , aquel rostro tenía un algo
profundamente antipático. Svidrigailof llevaba un elegante traje de verano. Su
camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una gran sortija con una
valiosa piedra brillaba en su dedo.
Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando dijo Raskolnikof, entrando en
liza repentinamente y con impaciencia febril . Por peligroso que sea usted y por
poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos ni con astucias.
Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me inspira menos temor del
que cree usted. He venido a advertirle francamente que si usted abriga todavía
contra mi hermana las intenciones que abrigó, y piensa utilizar para sus fines lo
que ha sabido últimamente, le mataré sin darle tiempo a denunciarme para que
me detengan. Puede usted creerme: mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene
algo que decirme (pues en estos últimos días me ha parecido que deseaba
hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo.
¿A qué vienen esas prisas? preguntó Svidrigailof, mirándole con una
expresión de curiosidad.
Todos tenemos nuestras preocupaciones repuso Raskolnikof, sombrío e
impaciente.
Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza dijo Svidrigailof sonriendo , y
a la primera pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva. Usted cree
que yo lo hago todo con una segunda intención y me mira con desconfianza.
Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero, por mucho que sea
mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no me tomaré la molestia
de engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no tengo nada de particular que
decirle.
Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dando
vueltas a mi alrededor.
Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce lo
que su situación tiene de fantástica. Además, es usted hermano de una mujer
que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo atrás me habló tanto de usted esa
mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte influencia
sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin embargo, le
confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil
responderle. Ahora mismo, si usted ha venido a verme, no ha sido por ningún
asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga algo nuevo. ¿No
es así? Confiéselo le invitó Svidrigailof con una pérfida sonrisita . Bien, pues
se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo,
alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted, de sonsacarle
algo.
¿Qué me podía sonsacar?
Pues ni yo mismo lo sé... Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días.
Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que
pasar el tiempo... ¡Esa pobre Katia...! ¿La ha visto usted...? Si al menos fuera
un glotón o un gastrónomo... Pero no: eso es todo lo que puedo comer y
señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de
hojalata con los restos de un mísero bistec . A propósito, ¿ha comido usted?
Yo he dado un bocado sin apetito. Vino no bebo: sólo champán, y nunca más
de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que me duela la
cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito animarme: tengo que
verme con una persona para tratar de ciertos asuntos, y quiero aparecer
vehemente y resuelto. Por lo tanto, usted me encuentra de un humor especial.
Si hace un momento he intentado esconderme como un colegial ha sido por
terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Sin
embargo consultó su reloj , tenemos aún un buen rato para hablar, pues no
son más que las cuatro y media... Créame que en ciertos momentos siento no
ser nada, nada absolutamente: ni propietario, ni padre de familia, ni ulano, ni
fotógrafo, ni periodista. A veces resulta enojoso no tener ninguna profesión. Le
aseguro que esperaba oír de su boca algo nuevo.
Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?
¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años en la
caballería. Después estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego me
casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al campo. Aquí time usted mi
biografía.
Era usted jugador, ¿verdad?
Jugador de ventaja.
¿Hacía trampas?
Sí.
Alguien debió de abofetearle, ¿no?
Sí. ¿Por qué lo dice?
Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta
animación a la vida.
No le digo lo contrario..., pero no estoy preparado para discusiones filosóficas.
Ahora le voy a hacer una confesión: he venido a Petersburgo por las mujeres.
¿Apenas enterrada Marfa Petrovna?
Pues sí. ¿Qué importa? respondió Svidrigailof sonriendo con una franqueza
que desarmaba . ¿Se escandaliza de oírme hablar así de las mujeres?
¿CÓmo no escandalizarme su libertinaje?
¡Libertinaje, libertinaje...! Para responder a su primera pregunta, le hablaré de
la mujer en general. Estoy dispuesto a charlar un rato. Dígame: ¿por qué he de
huir de las mujeres siendo un gran amador? Esto es, al menos, una ocupación
para mí.
Entonces, ¿usted sólo ha venido aquí para ir de jarana?
Admitamos que sea así. Sin duda, eso de la disipación le tiene obsesionado,
pero le confieso que me gustan las preguntas directas. El libertinaje tiene,
cuando menos, un carácter de continuidad fundado en la naturaleza y no
depende de un capricho: es algo que arde en la sangre como un carbón
siempre incandescente y que sólo se apaga con la edad, y aun así difícilmente,
a fuerza de agua fría. Confiese que esto, en cierto modo, es una ocupación.
Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Es una enfermedad, y de
las malas.
Ya le veo venir. Admito que eso es una enfermedad como todas las
inclinaciones exageradas, y en este caso uno rebasa siempre los límites de lo
normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que cambia según los
individuos. Desde luego, hay que reprimirse, aunque sólo sea por
conveniencia; pero si yo no tuviera esta ocupación, acabaría por descerrajarme
de un tiro en la cabeza. Bien sé que el hombre honrado tiene que aburrirse,
pero aun así...
¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?
¿A qué viene esa pregunta?
exclamó Svidrigailof con un gesto de
contrariedad . Le ruego que no hablemos de estas cosas se apresuró a añadir,
dejando su tono de jactancia.
Incluso su semblante había cambiado.
No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la
muerte y no me gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?
Ya sé lo que quiere usted decir... El espectro de Marfa Petrovna... Dígame: se
le aparece todavía.
No me hable de eso exclamó, irritado . En Petersburgo no se me ha aparecido
aún. ¡Que el diablo se lo lleve...! Hablemos de otra cosa... Además, no me
sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho, pronto tendremos que dejar nuestra
charla... Pero aún tengo algo que decirle.
Le espera una mujer, ¿verdad?
Sí... Un caso extraordinario. Pura casualidad... Pero no es de esto de lo que
quería hablarle.
¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de
voluntad suficiente para detenerse?
Fuerza de voluntad... ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted
boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo
parecido. ¡Que hable usted de disipación, de cuestiones morales! ¡Que haga
usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son muy
naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero,
teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa resulta un poco rara... ¡Cuánto
lamento que el tiempo me apremie! Me parece usted un hombre en extremo
interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.
Es usted un fanfarrón repuso Raskolnikof con un gesto de repugnancia.
Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello
algún mal a alguien? He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por
eso, cuando me he encontrado con un hombre inteligente como usted...,
inteligente y, además, interesante..., es natural que me sienta feliz de charlar
con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me
ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto
acontecimiento del que no quiero hablar... Pero ¿dónde va usted? preguntó,
sorprendido.
Raskolnikof se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel
ambiente y se arrepentía de haber entrado allí. Svidrigailof se le aparecía como
el más despreciable malvado que pudiera haber en el mundo.
Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro
que no hablaré de cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una
cosa... ¿Quiere usted que le cuente cómo una mujer se propuso salvarme,
como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es su
hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.
Hable, pero espero que...
No se inquiete. Avdotia Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre
tan corrompido como yo, sino el respeto más profundo.
IV
Sin duda sabe usted..., sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo dijo
Svidrigailof, iniciando su relato , que estuve en la cárcel por deudas, una deuda
cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar en
detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo puede
trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer
honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer
celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y reproches, cerró
conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamente durante todo
el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve la vileza, y
también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a
guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo
tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión
anticipada demuestra que no tiene el propósito de engañarme.» Lo cual era
importantísimo para una mujer celosa.
»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:
»Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea
a permanecer siempre a su lado, como corresponde a un marido.
»Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.
»Tercero. No tendría jamás una amante fija.
»Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las
campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al
corriente de mis aventuras.
»Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.
»Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me
comprometía a enterar de ello a Marfa Petrovna.
»En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petrovna
estaba muy tranquila. Era lo bastante inteligente para saber que yo era un
libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin embargo, la inteligencia y los
celos no son incompatibles, y esto fue lo malo... Por otra parte, si uno quiere
juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas
preconcebidas y de tipo único y olvidar los hábitos que adquirimos de las
personas que nos rodean. En fin, confío en poder contar al menos con su
juicio.
»Tal vez haya oído usted contar cosas cómicas y ridículas sobre Marfa
Petrovna. En efecto, tenía ciertas costumbres extrañas, pero le confieso
sinceramente que siento verdadero remordimiento por las penas que le he
causado. En fin, creo que esto es una oración fúnebre suficiente del más tierno
de los maridos a la más afectuosa de las mujeres. Durante nuestros disgustos,
yo guardaba silencio casi siempre, y este acto de galantería no dejaba de
producir efecto. Ella se calmaba y sabía apreciarlo. En algunos casos incluso
se sentía orgullosa de mí. Pero no pudo soportar a su hermana de usted.
¿Cómo se arriesgó a tomar como institutriz a una mujer tan hermosa? La única
explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. Sí,
tal como suena; se enamoró... ¡Avdotia Romanovna! Desde el primer momento
comprendí que su presencia sería una complicación, y, aunque usted no lo
crea, decidí abstenerme incluso de mirarla. Pero fue ella la que dio el primer
paso. Aunque le parezca mentira, al principio Marfa Petrovna llegó incluso a
enfadarse porque yo no hablaba nunca de su hermana: me reprochaba que
permaneciera indiferente a los elogios que me hacía de ella. No puedo
comprender lo que pretendía. Como es natural, mi mujer contó a Avdotia
Romanovna toda mi biografía. Tenía el defecto de poner a todo el mundo al
corriente de nuestras intimidades y de quejarse de mí ante el primero que
llegaba. ¿Cómo no había de aprovechar esta ocasión de hacer una nueva y
magnífica amistad? Sin duda estaban siempre hablando de mí, y Avdotia
Romanovna debía de conocer perfectamente los siniestros chismes que se me
atribuían. Estoy seguro de que algunos de esos rumores llegaron hasta usted.
Sí. Lujine incluso le ha acusado de causar la muerte de un niño. ¿Es eso
verdad?
Hágame el favor de no dar crédito a esas villanías exclamó Svidrigailof con
una mezcla de cólera y repugnancia . Si usted desea conocer la verdad de
todas esas historias absurdas, se las contaré en otra ocasión, pero ahora...
También me han dicho que fue usted culpable de la muerte de uno de sus
sirvientes...
Le agradeceré que no siga por ese camino dijo Svidrigailof, agitado.
¿No es aquel que, después de muerto, le cargó la pipa? Conozco este detalle
por usted mismo.
Svidrigailof le miró atentamente, y Rodia creyó ver brillar por un momento en
sus ojos un relámpago de cruel ironía. Pero Svidrigailof repuso cortésmente:
Sí, ese criado fue. Ya veo que todas esas historias le han interesado
vivamente, y me comprometo a satisfacer su curiosidad en la primera ocasión.
Creo que se me puede considerar como un personaje romántico. Ya
comprenderá la gratitud que debo guardar a Marfa Petrovna por haber contado
a su hermana tantas cosas enigmáticas e interesantes sobre mí. No sé qué
impresión le producirían estas confidencias, pero apostaría cualquier cosa a
que me favorecieron. A pesar de la aversión que su hermana sentía hacia mi
persona, a pesar de mi actitud sombría y repulsiva, acabó por compadecerse
del hombre perdido que veía en mí. Y cuando la piedad se apodera del corazón
de una joven, esto es sumamente peligroso para ella. La asalta el deseo de
salvar, de hacer entrar en razón, de regenerar, de conducir por el buen camino
a un hombre, de ofrecerle, en fin, una vida nueva. Ya debe de conocer usted
los sueños de esta índole.
»En seguida me di cuenta de que el pájaro iba por impulso propio hacia la
jaula, y adopté mis precauciones. No haga esas muecas, Rodion Romanovitch:
ya sabe usted que este asunto no tuvo consecuencias importantes... ¡El diablo
me lleve! ¡Cómo estoy bebiendo esta tarde...! Le aseguro que más de una vez
he lamentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de
nuestra era. Entonces habría podido ser hija de algún modesto príncipe
reinante, o de un gobernador, o de un procónsul en Asia Menor. No cabe duda
de que habría engrosado la lista de los mártires y sonreído ante los hierros al
rojo y toda clase de torturas. Ella misma habría buscado este martirio... Si
hubiese venido al mundo en el siglo quinto, se habría retirado al desierto de
Egipto, y allí habría pasado treinta años alimentándose de raíces, éxtasis y
visiones. Es una mujer que anhela sufrir por alguien, y si se la privase de este
sufrimiento, sería capaz, tal vez, de arrojarse por una ventana.
»He oído hablar de un joven llamado Rasumilchine, un muchacho inteligente,
según dicen. A juzgar por su nombre, debe de ser un seminarista... Bien, que
este joven cuide de su hermana.
»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco.
Pero entonces, es decir, en el momento de trabar conocimiento con ella, fui
demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equivocara... ¡El
diablo me lleve! ¿Por qué será tan hermosa? Yo no tuve la culpa.
»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es
extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su
recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le
perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Paracha, vino a
servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros.
Aunque muy bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que
esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.
»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del
jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a la pobre Paracha. Era
la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a
doblegarme a su petición a hice todo lo posible por aparecer conmovido y
turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de
entonces tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me
suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara
de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de
catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba como un
hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al
corazón de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es
siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo
más difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la
adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce
inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la
adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con
placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.
»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra
una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas sociales y todos los
grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De
la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo logré seducir
a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su
familia. ¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa,
por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella e
inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un
apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de
habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que
jamás habría logrado nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía
que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la
trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis
propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a
un simple azar. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije
que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer
exactamente igual que yo.
»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera
propuesto, habría conseguido que pusiera su propiedad a mi nombre (estoy
bebiendo demasiado y hablando más de la cuenta). No se enfade usted si le
digo que Avdotia Romanovna no fue insensible a los elogios de que la
colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Más
de una vez la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis
ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. No entraré en detalles: sólo le diré
que reñimos. También en esta ocasión me conduje estúpidamente: me reí de
sus actividades conversionistas.
»Paracha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron. O
sea que empecé a llevar una vida infernal. ¡Si hubiera usted visto, Rodion
Romanovitch, aunque sólo hubiera sido una vez, los rayos que pueden lanzar
los ojos de su hermana...!
»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado. Acabo
de beberme un vaso entero. Sin embargo, digo la verdad. El centelleo de
aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Llegué al extremo de no poder
soportar el susurro de sus vestidos. Temí que me diera un ataque de apoplejía.
Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo
deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe
usted lo que hice entonces? ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un
hombre el despecho! No tome usted ninguna determinación cuando está
furioso, Rodion Romanovitch. Teniendo en cuenta que Avdotia Romanovna era
pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso..., pero ¿qué importan las palabras si
expresan nuestro pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y
que tenía a su cargo a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las cejas?),
decidí ofrecerle todo el dinero que poseía (en aquel momento podía reunir unos
treinta mil rublos) y proponerle que huyera conmigo, a esta capital, por ejemplo.
Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su
felicidad. Entonces estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho:
"Envenena, asesina a Marfa Petrovna", yo lo habría hecho, puede usted
creerme. Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede
usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré de que
Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un
matrimonio con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía.
¿No lo cree usted así...? Dígame, responda... Veo que usted me ha escuchado
con gran atención, interesante joven...
Svidrigailof, impaciente, había dado un puñetazo en la mesa. Estaba
congestionado. Raskolnikof comprendió que el vaso y medio de champán que
se había bebido a pequeños sorbos le había transformado profundamente, y
decidió aprovechar esta circunstancia para sonsacarle, pues aquel hombre le
inspiraba gran desconfianza.
Después de todo eso dijo resueltamente, con el propósito de exasperarle , no
me cabe la menor duda de que ha venido aquí por mi hermana.
Nada de eso respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse . Ya le
he dicho que... Además, su hermana no me puede ver.
No lo dudo, pero no se trata de eso.
¿De modo que está usted seguro de que no me puede soportar? Svidrigailof
le hizo un guiño y sonrió burlonamente . Tiene usted razón: le soy antipático.
Pero nunca se pueden poner las manos al fuego sobre lo que pasa entre
marido y mujer o entre dos amantes. Siempre hay un rinconcito oculto que sólo
conocen los interesados. ¿Está usted seguro de que Avdotia Romanovna me
mira con repugnancia?
Ciertas frases y consideraciones de su relato me demuestran que usted sigue
abrigando infames propósitos sobre Dunia.
Svidrigailof no se mostró en modo alguno ofendido por el calificativo que
Raskolnikof acababa de aplicar a sus propósitos, y exclamó con ingenuo temor:
¿De veras se me han escapado frases y reflexiones que le han hecho pensar
a usted eso?
En este mismo momento está usted dejando entrever sus fines. ¿De qué se ha
asustado? ¿Cómo explica usted esos repentinos temores?
¿Que yo me he asustado? ¿Que tengo miedo? ¿Miedo de usted? Es usted el
que puede temerme a mí, cher ami. ¡Qué tonterías! Por lo demás, estoy
borracho, ya lo veo. Si bebiera un poco más podría cometer algún disparate.
¡Que se vaya al diablo la bebida! ¡Eh, traedme agua!
Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones.
Felipe le trajo agua.
Todo eso es absurdo añadió, empapando una servilleta y aplicándosela a la
frente . En dos palabras puedo reducir a la nada sus suposiciones. ¿Sabe
usted que voy a casarme?
Ya me lo dijo.
¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba... Pero entonces nada podía afirmar, porque
aún no había visto a mi prometida y sólo se trataba de una intención. Ahora es
cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le he hablado, le llevaría a casa de
mi novia. Pues me gustaría que usted me aconsejase... ¡Demonio! No
dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de
este matrimonio es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va
usted? ¿Todavía quiere marcharse?
No, ya no me quiero marchar.
¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa de
mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos que
separar en seguida. Usted irá hacia la derecha y yo hacia la izquierda.
¿Conoce usted a esa señora llamada Resslich? Es la mujer en cuya casa me
hospedo... ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe
usted que se acusa a esa señora de haber provocado este invierno el suicidio
de una jovencita... Bueno, ¿me escucha usted o no...? En fin, es esa señora la
que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: «Tienes aspecto de hombre
preocupado. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre
taciturno. ¿No me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie:
vivo apartado en mi rincón. A veces pasan tres días sin que hable con nadie.
Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía en que yo me cansaré
muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a la...
circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado. Me ha
contado que el padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo funcionario
que está enfermo: hace tres años que no puede valerse de sus piernas y está
inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer muy inteligente. El hijo
está empleado en una ciudad provinciana y no ayuda a sus padres. La hija
mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres viejos tienen a su
cargo dos sobrinitos de corta edad. La hija menor ha tenido que dejar el
instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro de dos o tres meses cumplirá
los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse. Ésta es mi prometida.
Una vez obtenidos estos informes, me presenté a la familia como un propietario
viudo de buena casa, bien relacionado y rico. En cuanto a la diferencia de
edades (ella dieciséis años y yo más de cincuenta), es un detalle sin
importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un partido tentador.
»¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar por
presenciar ese espectáculo. En esto llega la chiquilla con un vestidito corto y
semejante a un capullo que empieza a abrirse. Hace una reverencia y se pone
tan encarnada como una peonía. Sin duda le habían enseñado la lección. No
conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi juicio, la mirada
infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años
valen más que la belleza. Por añadidura, es bonita como una imagen. Tiene el
cabello claro y rizado como un corderito, una boquita de labios carnosos y
purpúreos... ¡Un amor! Total, que trabamos conocimiento, yo dije que asuntos
de familia me obligaban a apresurar la boda, y al día siguiente, es decir,
anteayer, nos prometimos. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis
rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo no
ceso de besarla. Su madre la ha aleccionado, sin duda, diciéndole que soy su
futuro esposo y que lo que hago es normal. Conseguida esta comprensión, el
papel de novio es más agradable que el de marido. Esto es lo que se llama la
nature et la vérité. ¡Ja, ja! He hablado dos veces con ella. La muchachita está
muy lejos de ser tonta. Tiene un modo de mirarme al soslayo que me inflama la
sangre. Tiene una carita que recuerda a la de la Virgen Sixtina de Rafael. ¿No
le impresiona la expresión fantástica y alucinante que el pintor dio a esa
Virgen? Pues el semblante de ella es parecido. Al día siguiente de nuestros
esponsales le llevé regalos por valor de mil quinientos rublos: un aderezo de
brillantes, otro de perlas, un neceser de plata para el tocador; en fin, tantas
cosas, que la carita de Virgen resplandecía. Ayer, cuando la senté en mis
rodillas, debí de mostrarme demasiado impulsivo, pues ella enrojeció
vivamente y en sus ojos aparecieron dos lágrimas que trataba de ocultar.
»Nos dejaron solos. Entonces ella rodeó mi cuello con sus bracitos (fue la
primera vez que hizo esto por propio impulso), me besó y me juró ser una
esposa obediente y fiel que dedicaría su vida entera a hacerme feliz y que todo
lo sacrificaría por merecer mi cariño, y añadió que esto era lo único que
deseaba y que para ella no necesitaba regalos. Convenga usted que oír estas
palabras en boca de un ángel de dieciséis años, vestido de tul, de cabellos
rizados y mejillas teñidas por un rubor virginal, es sumamente seductor...
Confiéselo, confiéselo... Oiga..., oiga..., le llevaré a casa de mi novia..., pero no
puedo hacerlo ahora mismo.
Total, que esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad. ¿Es
posible que usted piense seriamente en casarse en esas condiciones?
¿Por qué no? Es cosa completamente decidida. Cada uno hace lo que puede
en este mundo, y hacerse ilusiones es un medio de alegrar la vida... ¡Ja, ja!
¡Pero qué moralista es usted! Tenga compasión de mí, amigo mío. Soy un
pecador. ¡Je, je, je!
Ahora comprendo que se haya encargado usted de los hijos de Catalina
Ivanovna. Tenía usted sus razones.
Adoro a los niños, los adoro de veras exclamó Svidrigailof, echándose a reír .
Sobre este particular puedo contarle un episodio sumamente curioso. El mismo
día de mi llegada empecé a visitar antros. Estaba sediento de ellos después de
siete años de rectitud. Ya habrá observado usted que no tengo ninguna prisa
en volver a reunirme con mis antiguos amigos, y quisiera no verlos en mucho
tiempo. Debo decirle que durante mi estancia en la propiedad de Marfa
Petrovna me atormentaba con frecuencia el recuerdo de estos rincones
misteriosos. ¡El diablo me lleve! El pueblo se entrega a la bebida; la juventud
culta se marchita o perece en sus sueños irrealizables: se pierde en teorías
monstruosas. Los demás se entregan a la disipación. He aquí el espectáculo
que me ha ofrecido la ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un
olor a podrido...
»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca
repugnante, como las que a mí me gustan. Se levantaban las piernas en un
cancán desenfrenado, como jamás se había hecho en mis tiempos. ¡Es el
progreso! De pronto veo una encantadora muchachita de trece años que está
bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre
estaba sentada junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer
qué clase de baile era. La muchachita está avergonzada, enrojece; al fin se
siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la obliga a dar una serie
de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y el público se echa a reír a
carcajadas y empieza a gritar: "¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a
un sitio como éste!" Esto a mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado
de la madre y le digo que yo también soy forastero y que toda aquella gente me
parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo merece. Insinúo que
soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche. Las acompaño a su
casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han
llegado de una provincia. Me dicen que consideran mi visita como un gran
honor. Me entero de que no tienen un céntimo y han venido a hacer ciertas
gestiones. Yo les ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen que han
entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de
una escuela de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la
muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas aceptan con
entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo visitándolas.
¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá de ser más tarde.
¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas, hombre
ruin y corrompido.
¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud...?
Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus gritos de indignación. Es
para mí un verdadero placer.
Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes murmuró
Raskolnikof, indignado.
Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y, después de haber
pagado su consumición, se levantó.
Vámonos. Estoy bebido. Assez causé exclamó . He tenido un verdadero
placer.
Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas
escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un hombre encenagado
en el vicio y desgastado por la disipación, sobre todo cuando tiene un proyecto
igualmente monstruoso y lo cuenta a un hombre como yo... Es una cosa que
fustiga los nervios.
Pues si es así dijo Svidrigailof con cierto asombro , si es así, a usted no le
falta cinismo. Usted es capaz de comprender muchas cosas. Bueno, basta ya.
Siento de veras no poder seguir hablando con usted. Pero ya volveremos a
vernos... Tenga un poco de paciencia.
Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se disipaba a ojos
vistas. Parecía preocupado por asuntos importantes y su semblante se había
nublado como si esperase algún grave acontecimiento. Su actitud ante
Raskolnikof era cada vez más grosera e irónica. El joven se dio cuenta de este
cambio y se turbó. Aquel hombre le inspiraba una gran desconfianza. Ajustó su
paso al de él.
Estaban ya en la calle.
Yo voy hacia la izquierda dijo Svidrigailof , y usted hacia la derecha. O al
revés, si usted lo prefiere. El caso es que nos separemos. Adiós. Mon plaisir.
Celebraré volver a verle.
Y tomó la dirección de la plaza del Mercado.
V
Raskolnikof le alcanzó y se puso a su lado.
¿Qué significa esto? exclamó Svidrigailof . Ya le he dicho a usted que...
Esto significa que no le dejo a usted.
¿Cómo?
Los dos se detuvieron y estuvieron un momento mirándose.
Lo que usted me ha contado en su embriaguez me demuestra que, lejos de
haber renunciado a sus odiosos proyectos contra mi hermana, se ocupa en
ellos más que nunca. Sé que esta mañana ha recibido una carta. Usted puede
haber encontrado una prometida en sus vagabundeos, pero esto no quiere
decir nada. Necesito convencerme por mis propios ojos.
A Raskolnikof le habría sido difícil explicar qué era lo que quería ver por sí
mismo.
¿Quiere usted que llame a la policía?
Llámela.
Se detuvieron de nuevo y se miraron a la cara. Al fin, el rostro de Svidrigailof
cambió de expresión. Viendo que sus amenazas no intimidaban a Raskolnikof
lo más mínimo, dijo de pronto, en el tono más amistoso y alegre:
¡Es usted el colmo! Me he abstenido adrede de hablarle de su asunto, a pesar
de que la curiosidad me devora. He dejado este tema para otro día. Pero usted
es capaz de hacer perder la paciencia a un santo... Puede usted venir si quiere,
pero le advierto que voy a mi casa sólo para un momento: el tiempo necesario
para coger dinero. Luego cerraré la puerta y me iré a las Islas a pasar la noche.
De modo que no adelantará nada viniendo conmigo.
Tengo que ir a su casa. No a su habitación, sino a la de Sonia Simonovna:
quiero excusarme por no haber asistido a los funerales.
Haga usted lo que quiera. Pero le advierto que Sonia Simonovna no está en su
casa. Ha ido a llevar a los huérfanos a una noble y anciana dama, conocida
mía y que está al frente de varios orfelinatos. Me he captado a esta señora
entregándole dinero para los tres niños de Catalina Ivanovna, más un donativo
para las instituciones. Finalmente, le he contado la historia de Sonia
Simonovna sin omitir detalle, y esto le ha producido un efecto del que no puede
tener usted idea. Ello explica que Sonia Simonovna haya recibido una
invitación para presentarse hoy mismo en el hotel donde se hospeda esa
distinguida señora desde su regreso del campo.
No importa.
Haga usted lo que quiera, pero yo no iré con usted cuando salga de casa.
¿Para qué...? Óigame: estoy convencido de que usted desconfía de mí sólo
porque he tenido la delicadeza de no hacerle preguntas enojosas... Usted ha
interpretado erróneamente mi actitud. Juraría que es esto. Sea usted también
delicado conmigo.
¿Con usted, que escucha detrás de las puertas?
¡Ya salió aquello! exclamó Svidrigailof entre risas . Le aseguro que me habría
asombrado que no mencionara usted este detalle. ¡Ja, ja! Aunque comprendí
perfectamente lo que usted había hecho, no entendí todo lo demás que dijo.
Tal vez soy un hombre anticuado, incapaz de comprender ciertas cosas.
Explíquemelo, por el amor de Dios. Ilústreme, enséñeme las ideas nuevas.
Usted no pudo oír nada. Todo eso son invenciones suyas.
Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde
luego, oí parte de sus confidencias. Yo me refiero a sus continuas
lamentaciones. Tiene usted alma de poeta y siempre está a punto de dejarse
llevar de la indignación. ¿De modo que le parece a usted mal que la gente
escuche detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a
presentarse a las autoridades y dígales: «Me ha ocurrido una desgracia; he
sufrido un error en mis teorías filosóficas.» Pero si está usted convencido de
que no se debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a
una pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor que puede
hacer es marcharse a América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo aún.
Le hablo con toda franqueza. Si no tiene usted dinero, yo le daré el necesario
para el viaje.
No me pienso marchar dijo Raskolnikof con un gesto despectivo.
Comprendo... (desde luego, usted puede callarse si no quiere hablar),
comprendo que usted se plantee una serie de problemas de índole moral.
¿Verdad que se los plantea? Usted se pregunta si ha obrado como es propio
de un hombre y un ciudadano. Deje estas preguntas, rechácelas. ¿De qué
pueden servirle ya? ¡Je, je! No vale la pena meterse en un asunto, empezar
una operación que uno no es capaz de terminar. Por lo tanto, levántese la tapa
de los sesos. ¿Qué, no se decide?
Usted quiere irritarme para deshacerse de mí.
¡Qué ocurrencia tan original! En fin, ya hemos llegado. Subamos... Mire, ésa
es la puerta de la habitación de Sonia Simonovna. No hay nadie, convénzase...
¿No me cree? Preguntemos a los Kapernaumof, a quienes ella entrega la llave
cuando se va... Mire, ahí está la señora de Kapernaumof... ¡Oiga! ¿Dónde está
la vecina? (Es un poco sorda, ¿sabe...?) ¿Que ha salido...? ¿Adónde se ha
marchado...? Ya lo ha oído usted; no está en casa y no volverá hasta la
noche... Bueno, ahora venga a mis habitaciones. Pues quiere usted venir,
¿verdad...? Ya estamos. La señora Resslich ha salido. Siempre está muy
atareada, pero es una buena mujer, se lo aseguro. Si usted hubiera sido más
razonable, ella le habría podido ayudar... Mire, cojo un título del cajón de mi
mesa (como usted ve, me quedan bastantes todavía). Hoy mismo lo convertiré
en dinero. ¿Ya lo ha visto usted todo bien? Tengo prisa. Cerremos el cajón.
Ahora la puerta. Y de nuevo estamos en la escalera. ¿Quiere usted que
tomemos un coche? Ya le he dicho que voy a las Islas. ¿No quiere usted dar
una vuelta? El simón nos llevará a la isla Elaguine. ¿Qué, no quiere? Vamos,
decídase. Yo creo que va a llover, pero ¿qué importa? Levantaremos la capota.
Svidrigailof estaba ya en el coche. Raskolnikof se dijo que sus sospechas eran
por el momento poco fundadas. Sin responder palabra, dio media vuelta y echó
a andar en dirección a la plaza del Mercado. Si hubiese vuelto la cabeza,
aunque sólo hubiera sido una vez, habría podido ver que Svidrigailof, después
de haber recorrido un centenar de metros en el coche, se apeaba y pagaba al
cochero. Pero el joven avanzaba mirando sólo hacia delante y pronto dobló una
esquina. La profunda aversión que Svidrigailof le inspiraba le impulsaba a
alejarse de él lo más de prisa posible. Se decía: «¿Qué se puede esperar de
este hombre vil y grosero, de ese miserable depravado?» Sin embargo, esta
opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de
Svidrigailof había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo
de misterio. En lo concerniente a su hermana, Raskolnikof estaba seguro de
que Svidrigailof no había renunciado a ella. Pero todas estas ideas empezaron
a resultarle demasiado penosas para que se detuviera a analizarlas.
Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y
cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el
agua del canal. Sin embargo, Avdotia Romanovna estaba cerca de él,
observándole. Se habían cruzado a la entrada del puente, pero él había
pasado cerca de ella sin verla. Dunetchka no le había visto jamás en la calle en
semejante estado y se sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa,
preguntándose si se acercaría a él, y de pronto divisó a Svidrigailof que se
dirigía rápido hacia ella desde la plaza del Mercado.
Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la
acera, procurando que Raskolnikof no le viese. A Dunia la había visto desde
lejos y le hacía señas. La joven comprendió que le decía que se acercase,
procurando no llamar la atención de Raskolnikof. Atendiendo a esta muda
demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con
Svidrigailof.
¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de
pasar un rato con él en una taberna adonde ha venido a buscarme y no me ha
sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo se ha enterado de que le he
escrito una carta, pero parece sospechar algo. Sin duda, usted misma le ha
hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.
Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos,
sepa usted que ya no le seguiré más lejos. Dígame aquí mismo lo que tenga
que decirme. Nuestros asuntos pueden tratarse en plena calle.
En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. En
segundo, quiero que oiga usted también a Sonia Simonovna. Y, finalmente,
tengo que enseñarle algunos documentos. Si usted no viene a mi casa, no le
explicaré nada y me marcharé ahora mismo. Le ruego que no olvide que poseo
el curioso secreto de su querido hermano.
Dunia se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigailof.
¿Qué teme usted? dijo éste . La ciudad no es el campo. Además, incluso en
el campo me ha hecho usted más daño a mí que yo a usted. Aquí...
¿Está prevenida Sonia Simonovna?
No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que
estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no debe de tener humor para
salir. No he querido hablar a nadie de este asunto, e incluso siento haberme
franqueado un poco con usted. En este caso, la menor imprudencia equivale a
una denuncia... He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre
que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como
usted ve, me saluda. Bien ha advertido que voy acompañado de una dama y,
sin duda, ha visto su cara. Estos detalles pueden tranquilizarla si usted
desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo mi
habitación junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas
solamente por un tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen,
pues, esos temores infantiles? No soy tan temible como todo eso.
Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado
nervioso para desempeñar a la perfección su papel. Su corazón latía con
violencia; sentía una fuerte opresión en el pecho. Procuraba levantar la voz
para disimular su creciente agitación. Pero Dunia ya no veía nada: las últimas
palabras de Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en su amor
propio hasta cegarla.
Aunque sé que es usted un hombre sin honor dijo, afectando una calma que
desmentía el vivo color de su rostro , no me inspira usted temor alguno.
Indíqueme el camino.
Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.
Permítame que vea si está... Pues no, se ha marchado. Es una contrariedad.
Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin duda ha ido a ver a una
señora por el asunto de los huérfanos. La madre de esos niños acaba de morir.
Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos. Si Sonia
Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con
ella, la enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis habitaciones.
Son dos... Mi patrona, la señora Resslich, habita al otro lado del tabique. Ahora
eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle mis «documentos», por decirlo así.
La puerta de mi habitación da a un alojamiento de dos piezas, que está
completamente vacío... Mire con atención. Debe usted tener un conocimiento
exacto del lugar del hecho.
Svidrigailof disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas.
Dunetchka miró en torno de ella con desconfianza, pero no vio nada
sospechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Sin
embargo, debió advertir que el alojamiento de Svidrigailof se hallaba entre
otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor, sino
atravesando otras dos piezas que formaban parte del compartimiento de su
patrona. Svidrigailof abrió la puerta de su dormitorio, que daba a uno de los
alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunia, que permaneció en el umbral sin
comprender por qué el huésped deseaba que mirase aquello. Pero en seguida
recibió la explicación.
Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta: está
cerrada con llave. ¿Ve aquella silla colocada junto a la puerta? Es la única que
hay en las dos habitaciones. La llevé yo de aquí para poder escuchar más
cómodamente. Al otro lado de esa puerta está la mesa de Sonia Simonovna.
La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion
Romanovitch, y yo escuchaba la conversación desde este lado de la puerta.
Escuché dos tardes seguidas, y cada tarde dos horas como mínimo. Por lo
tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?
¿Escuchaba usted detrás de la puerta?
Sí, escuchaba detrás de la puerta... Venga, venga a mi alojamiento. Aquí ni
siquiera hay donde sentarse.
Volvieron a las habitaciones de Svidrigailof y éste invitó a la joven a sentarse
en la pieza que utilizaba como sala. Él se sentó también, pero a una prudente
distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo, sus ojos tenían el mismo brillo
ardiente que hacía unos momentos había inquietado a Dunetchka. Ésta se
estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Fue un gesto
involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí
misma. Pero el aislamiento en que se hallaban las habitaciones de Svidrigailof
había acabado por atraer su atención. De buena gana habría preguntado si la
patrona estaba en casa, pero no lo hizo: su orgullo se lo impidió. Por otra parte,
el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no era nada comparado con la
angustia que la dominaba por otras razones. Esta angustia era para Dunia un
verdadero tormento.
He aquí su carta dijo depositándola en la mesa . Lo que usted me dice en ella
no es posible. Me deja usted entrever que mi hermano ha cometido un crimen.
Sus insinuaciones son tan claras, que sería inútil que ahora tratase usted de
recurrir a subterfugios. Le advierto que, antes de recibir lo que usted considera
como una revelación, yo estaba enterada ya de este cuento absurdo, del que
no creo ni una palabra. Es una suposición innoble y ridícula. Sé muy bien de
dónde proceden esos rumores. Usted no puede tener ninguna prueba. En su
carta me promete demostrarme la veracidad de sus palabras. Hable, pues.
Pero sepa por anticipado que no le creo, no le creo en absoluto.
Dunetchka había dicho esto precipitadamente, dominada por una emoción que
tiñó de rojo su cara.
Si usted no lo creyera, no habría venido aquí. Porque no creo que haya venido
por simple curiosidad.
No me atormente: hable de una vez.
Hay que convenir en que es usted una muchacha valiente. Yo esperaba, le
doy mi palabra, que pidiera usted al señor Rasumikhine que la acompañase.
Pero él no estaba con usted, ni rondaba por los alrededores, cuando nos
hemos encontrado: me he fijado bien. Ha sido una verdadera demostración de
valor. Ha querido defender por sí sola a Rodion Romanovitch... Por lo demás,
todo en usted es divino. En cuanto a su hermano, ¿qué puedo decirle? Usted le
acaba de ver. ¿Qué le ha parecido su actitud?
Supongo que no fundará usted en esto sus acusaciones.
No, las fundo en sus propias palabras. Ha venido dos días seguidos a pasar la
tarde con Sonia Simonovna. Ya le he indicado el lugar donde hablaban. Su
hermano lo confesó todo a la muchacha. Es un asesino. Mató a una vieja
usurera en cuya casa tenía empeñados algunos objetos, y además a su
hermana Lisbeth, que llegó casualmente en el momento del crimen. Las
asesinó a las dos con un hacha que llevaba consigo. El móvil del crimen era el
robo, y su hermano robó: se llevó dinero y algunos objetos. Me limito a repetir
la confesión que hizo a Sonia Simonovna, que es la única que conoce este
secreto, pero que no tiene participación alguna, ni material ni moral, en el
crimen. Por el contrario, esa muchacha, al enterarse, sintió un horror tan
profundo como el que usted demuestra ahora. Puede estar tranquila: esa joven
no le denunciará.
¡Imposible! balbuceó Dunetchka, jadeante y con los labios pálidos . Eso no es
posible. Él no tenía el más mínimo motivo para cometer ese crimen... ¡Eso es
mentira, mentira!
Mató por robar: ahí tiene el motivo. Cogió dinero y joyas. Verdad es que,
según ha dicho, no ha sacado provecho del botín, pues lo escondió debajo de
una piedra, donde está todavía. Pero esto demuestra, simplemente, que no se
ha atrevido a hacer use de él.
Pero ¿es posible que haya robado? exclamó Dunia, levantándose de un salto
. ¿Se puede creer tan sólo que haya tenido esa idea? Usted lo conoce. ¿Acaso
tiene aspecto de ladrón?
Había olvidado su terror de hacía un momento y hablaba en tono suplicante.
Esa pregunta tiene mil respuestas, infinidad de explicaciones. El ladrón
comete sus fechorías consciente de su infamia. Pero yo he oído hablar que un
hombre de probada nobleza desvalijó un correo. A lo mejor, creyó cometer una
acción loable. Yo me habría resistido, como se resiste usted, a creer que su
hermano hubiera cometido un acto así si me lo hubieran contado; pero no
tengo más remedio que dar crédito al testimonio de mis propios oídos. Explicó
los motivos de su proceder a Sonia Simonovna. Ésta, al principio, no podía
creer en lo que estaba oyendo; pero acabó por rendirse a la evidencia. Así
tenía que ser, ya que era el mismo autor del hecho el que lo contaba.
¿Cuáles fueron los motivos de que habló?
Eso sería demasiado largo de explicar, Avdotia Romanovna. Se trata..., ¿cómo
se lo haré comprender...?, de una teoría, algo así como si dijéramos: el crimen
se permite cuando persigue un fin loable. ¡Un solo crimen y cien buenas
acciones! Por otra parte, para un joven colmado de cualidades y de orgullo es
penoso reconocer que le gustaría apoderarse de una suma de tres mil rublos,
por saber que esta cantidad sería suficiente para cambiar su porvenir. Añada
usted a esto la irritación morbosa que produce una mala alimentación continua,
un cuarto demasiado estrecho, una ropa hecha jirones, la miseria de la propia
situación social y, al mismo tiempo, la de una madre y una hermana. Y por
encima de todo la ambición, el orgullo... Y todo ello a pesar de no carecer
seguramente de excelentes cualidades... No vaya usted a creer que le acuso.
Además, esto no es de mi incumbencia. También expuso una teoría personal
según la cual la humanidad se divide en individuos que forman el rebaño y en
personas extraordinarias, es decir, seres que, gracias a su superioridad, no
están obligados a acatar la ley. Por el contrario, éstos son los que hacen las
leyes para los demás, para el rebaño, para el polvo. En fin, c'est une théorie
comme une autre. Napoleón lo tenía fascinado o, para decirlo con más
exactitud, lo que le seducía era la idea de que los hombres de genio no temen
cometer un crimen inicial, sino que se lanzan a ello resueltamente y sin
pensarlo. Yo creo que su hermano se imaginó que también era genial o, por lo
menos, que esta idea se apoderó de él en un momento dado. Ha sufrido
mucho y sufre aún ante la idea de que es capaz de inventar una teoría, pero no
de aplicarla, y que, por lo tanto, no es un hombre genial. Esta idea es
sumamente humillante para un joven orgulloso y, especialmente, de nuestro
tiempo.
¿Y el remordimiento? ¿Es que le niega usted todo sentimiento moral? ¿Acaso
es mi hermano como usted pretende que sea?
¡Oh Avdotia Romanovna! Ahora todo es desorden y anarquía. Por otra parte,
el orden ha sido siempre algo ajeno a él. Los rusos, Avdotia Romanovna,
tienen un alma generosa y grande como su país, y también una tendencia a las
ideas fantásticas y desordenadas. Pero es una desgracia poseer un alma
grande y noble sin genio. ¿Se acuerda usted de nuestras conversaciones
sobre este tema, en la terraza, después de cenar? Usted me reprochaba esta
amplitud de espíritu. Y quién sabe si mientras usted me hablaba así, él estaba
echado, dándole vueltas a su proyecto... Hay que reconocer, Avdotia
Romanovna, que la tradición en nuestra sociedad culta es muy endeble. La
única que posee es la que se adquiere por medio de los libros, de las crónicas
del pasado. Y eso se queda para los sabios, los cuales, por otra parte, son tan
cándidos que un hombre de mundo se avergonzaría de seguir sus enseñanzas.
Por lo demás, ya conoce usted mi opinión: yo no acuso a nadie. Vivo en el ocio
y estoy aferrado a este género de vida. Ya hemos hablado de esto más de una
vez. Incluso he tenido la dicha de interesarle exponiéndole mis juicios... Está
usted muy pálida, Avdotia Romanovna.
Conozco la teoría de que usted me ha hablado. He leído en una revista un
artículo de mi hermano acerca de los hombres superiores. Me lo trajo
Rasumikhine.
¿Rasumikhine? ¿Un artículo de su hermano en una revista? Ignoraba que
hubiera escrito semejante artículo... Pero ¿adónde va, Avdotia Romanovna?
Quiero ver a Sonia Simonovna repuso Dunia con voz débil . ¿Dónde está la
puerta de su habitación? Tal vez ha regresado ya. Quiero verla en seguida
para que ella me...
No pudo terminar; se ahogaba materialmente.
Sonia Simonovna no volverá hasta la noche. Así lo supongo. Tenía que volver
en seguida y no lo ha hecho. Esto es señal de que regresará tarde.
¡Me has engañado! ¡Me has mentido! exclamó Dunia en un arrebato de cólera
que la enloquecía . Ahora lo veo claro. ¡Me has mentido! ¡No te creo, no te
creo!
Y cayó casi desvanecida en una silla que Svidrigailof se apresuró a acercarle.
Pero, ¿qué le ocurre, Avdotia Romanovna? Cálmese. Tenga, beba un poco de
agua.
Svidrigailof le salpicó el rostro. Dunetchka se estremeció y volvió en sí.
Ha sido un golpe demasiado violento murmuró Svidrigailof, apenado .
Tranquilícese, Avdotia Romanovna. Su hermano tiene amigos. Le salvaremos.
¿Quiere usted que lo mande al extranjero? No tardaré más de tres días en
conseguirle un billete. En cuanto a su crimen, él lo borrará a fuerza de buenas
acciones. Cálmese. Todavía puede llegar a ser un gran hombre. ¿Se siente
usted mejor?
¡Qué cruel e indigno es usted! Todavía se atreve a burlarse. ¡Déjeme en paz!
¿Adónde va?
A casa de Rodia. ¿Dónde está ahora? Usted lo sabe... ¿Por qué está cerrada
esta puerta? Hemos entrado por aquí y ahora está cerrada con llave. ¿Cuándo
la ha cerrado?
No iba a dejar que todo el mundo oyera lo que decíamos. Estoy muy lejos de
burlarme. Lo que ocurre es que estoy cansado de hablar en este tono.
¿Adónde se propone usted ir? ¿Es que quiere entregar a su hermano a la
justicia? Piense que usted puede enloquecerlo y dar lugar a que se entregue él
mismo. Sepa usted que le vigilan, que le siguen los pasos. Espere. Ya le he
dicho que le he visto hace un rato y que he hablado con él. Todavía podemos
salvarlo. Espere; siéntese y vamos a estudiar juntos lo que se puede hacer. La
he hecho venir para que hablemos tranquilamente. Siéntese, haga el favor.
¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Acaso tiene salvación?
Dunia se sentó. Svidrigailof ocupó otra silla cerca de ella. Eso depende de
usted, de usted, sólo de usted dijo en un susurro.
Sus ojos centelleaban. Su agitación era tan profunda, que apenas podía
articular las palabras. Dunia retrocedió, inquieta. El prosiguió, temblando:
De usted depende... Una sola palabra de usted, y lo salvaremos. Yo... yo lo
salvaré. Tengo dinero y amigos. Le mandaré en seguida al extranjero. Sacaré
un pasaporte para mí...; no, dos pasaportes: uno para él y otro para mí. Tengo
amigos, hombres influyentes... ¿Quiere...? Sacaré también un pasaporte para
usted..., y otro para su madre... Usted no necesita para nada a Rasumikhine.
Yo la amo tanto como él. Yo la amo con todo mi ser... Déme el borde de su
falda para besarlo, démelo. El susurro de su vestido me enloquece. Usted me
mandará y yo la obedeceré. Sus creencias serán las mías. Haré todo, todo lo
que usted quiera... No me mire así, por favor. ¿No ve usted que me está
matando?
Empezó a desvariar. Parecía haberse vuelto loco. Dunia se levantó de un salto
y corrió hacia la puerta.
¡Ábranme, ábranme! dijo a gritos mientras la golpeaba . ¿Por qué no me
abren? ¿Es posible que no haya nadie en la casa?
Svidrigailof volvió en sí y se levantó. Una aviesa sonrisa apareció en sus labios,
todavía temblorosos.
No, no hay nadie dijo lentamente y en voz baja . Mi patrona ha salido. Sus
gritos son, pues, inútiles.
¿Dónde está la llave? ¡Abre la puerta, abre inmediatamente! ¡Miserable,
canalla!
La llave se me ha perdido.
¡Comprendo! ¡Esto es una emboscada!
Y Dunia, pálida como una muerta, corrió hacia un rincón, donde se atrincheró
tras una mesa.
Ya no gritaba. Estaba inmóvil y tenía la mirada fija en su enemigo, para no
perder ninguno de sus movimientos.
Svidrigailof estaba también inmóvil. Al parecer iba recobrándose, pero el color
no había vuelto a su rostro. Su sonrisa seguía mortificando a Avdotia
Romanovna.
Ha pronunciado usted la palabra «emboscada», Avdotia Romanovna. Bien,
pues si existe esa emboscada, habrá de pensar usted en que he tomado toda
clase de precauciones. Sonia Simonovna no está en su habitación. Los
Kapernaumof quedan lejos, a cinco piezas de aquí. Soy mucho más fuerte que
usted, y tampoco puedo temer que usted me denuncie, porque en este caso
perdería a su hermano, y usted no quiere perderlo, ¿verdad? Además, nadie la
creería. ¿Qué explicación puede tener que una joven vaya sola a visitar a un
hombre soltero? O sea que si usted se decidiese a sacrificar a su hermano,
sería inútil, porque no podría probar nada. Una violación es sumamente difícil
de demostrar.
¡Miserable!
Puede decir lo que quiera, pero le advierto que hasta ahora me he limitado a
hacer simples suposiciones. Personalmente, estoy de acuerdo con usted.
Obrar por la fuerza contra alguien es una bajeza. Mi intención era únicamente
tranquilizar su conciencia en el caso de que usted..., de que usted quisiera
salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto.
Usted no haría entonces sino inclinarse ante las circunstancias, ceder a la
necesidad, por decirlo así... Piense usted en ello. La suerte de su hermano, y
también la de su madre, está en sus manos. Piense, además, que yo seré su
esclavo, y para toda la vida... Espero su resolución.
Svidrigailof se sentó en el sofá, a unos ocho pasos de Dunia. La joven no tenía
la menor duda acerca de sus intenciones: sabía que eran inquebrantables,
pues conocía bien a Svidrigailof... De pronto sacó del bolsillo un revólver, lo
preparó para disparar y lo dejó en la mesa, al alcance de su mano.
Svidrigailof hizo un movimiento de sorpresa.
¡Ah, caramba! exclamó con una pérfida sonrisa . Así la cosa cambia por
completo. Usted misma me facilita la tarea, Avdotia Romanovna... Pero ¿de
dónde ha sacado usted ese revólver? ¿Se lo ha proporcionado el señor
Rasumikhine? ¡Toma, si es el mío! ¡Un viejo amigo! ¡Tanto como lo busqué!
Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fueron inútiles,
por lo que veo.
Este revólver no es tuyo, monstruo, sino de Marfa Petrovna. No había nada
tuyo en su casa. Lo cogí cuando comprendí de lo que eras capaz. Si das un
paso, te juro que te mato.
Dunia había empuñado el revólver. En su desesperación, estaba dispuesta a
disparar.
Bueno, ¿y su hermano? Le hago esta pregunta por pura curiosidad dijo
Svidrigailof sin moverse del sitio.
Denúnciale si quieres. Un paso y disparo. Tú envenenaste a tu esposa: estoy
segura. Tú también eres un asesino.
¿Está usted segura de que envenené a Marfa Petrovna?
Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Me hablaste de un veneno. Sé que te lo
habías procurado, que lo habías preparado... Fuiste tú, tú..., ¡infame!
Si eso fuera verdad, sólo lo habría hecho por ti: tú habrías sido la causa.
¡Mientes! Yo siempre lo he odiado, ¡siempre!
Por lo visto, Avdotia Romanovna, usted se ha olvidado de que, cuando trataba
de convertirme, se inclinaba sobre mí y me dirigía lánguidas miradas. Yo,
entonces, la miraba fijamente a los ojos, ¿recuerda...? La noche..., el claro de
luna... Un ruiseñor cantaba...
La ira llameó en los ojos de Dunia.
¡Mientes, mientes! ¡Eres un calumniador!
¿Miento? Bien, lo admito. No se deben recordar estas cosillas a las mujeres
añadió con una sonrisa burlona . Sé que vas a disparar, preciosa bestezuela.
Pues bien, dispara...
Dunia le apuntó. Sólo esperaba que hiciera un movimiento para apretar el
gatillo. Estaba mortalmente pálida, temblaba su labio inferior y sus grandes
ojos negros lanzaban llamaradas. Svidrigailof no la había visto nunca tan
hermosa. En el momento en que la joven levantó el revólver, el fuego de sus
ojos penetró en el pecho del enemigo y quemó su corazón, que se contrajo
dolorosamente. Dio un paso hacia delante y se oyó una detonación. La bala
rozó el cabello de Svidrigailof y fue a incrustarse en la pared, a sus espaldas.
Svidrigailof se detuvo y dijo, esbozando una sonrisa:
Una picadura de avispa... Ya veo que ha tirado usted a la cabeza... Pero ¿qué
es esto? Parece sangre.
Y sacó el pañuelo para limpiarse un hilillo de sangre que resbalaba por su sien.
La bala debió de rozar la piel del cráneo.
Dunia había bajado el revólver y miraba a Svidrigailof con un gesto de pasmo
más que de temor. Parecía incapaz de comprender lo que había hecho y lo que
ocurría ante ella.
Ya lo ve: ha errado el tiro. Vuelva a disparar. Ya ve que estoy esperando.
Hablaba en voz baja y con una sonrisa que ahora tenía algo de siniestro.
Si tarda usted tanto continuó , podré caer sobre usted antes de que haya
vuelto a apretar el gatillo.
Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó.
¡Déjeme! gritó, desesperada . Le juro que volveré a disparar ¡y le mataré!
¡Qué importa! Desde luego, disparando a tres pasos es imposible fallar. Pero
si usted no me mata...
Sus ojos centellearon y dio dos pasos más. Dunetchka disparó, pero no salió la
bala.
Ese revólver está mal cargado. Pero no importa: le queda una bala todavía.
Arréglelo. Espero.
Estaba a dos pasos de la joven y la miraba con una ardiente fijeza que
expresaba una resolución indómita. Dunia comprendió que preferiría morir a
renunciar a ella. Y... y ahora estaba segura de matarle, ya que sólo lo tenía a
dos pasos.
De pronto arrojó el arma.
¡No quiere matarme! exclamó Svidrigailof, asombrado.
Luego respiró profundamente. Su alma acababa de librarse de un gran peso
que no era sólo el temor a la muerte. Sin embargo, le habría sido difícil explicar
lo que sentía. Tenía la sensación de que se había librado de otro sentimiento
más penoso que el de la muerte, pero no lograba identificarlo.
Se acercó a Dunia y la enlazó suavemente por el talle. Ella no opuso la menor
resistencia, pero temblaba como una hoja y le miraba con ojos suplicantes. Él
intentó hablarle, mas sus labios sólo consiguieron hacer una mueca. No pudo
pronunciar una sola palabra.
¡Déjame! suplicó Dunia.
Svidrigailof se estremeció. Este tuteo no era el mismo que el de hacía un
momento.
Así, ¿no me amas? preguntó en un susurro.
Dunia negó con la cabeza.
¿No puedes...? ¿No podrás nunca? murmuró con acento desesperado.
Nunca respondió Dunia, también en voz baja.
Durante unos momentos se estuvo librando una lucha espantosa en el alma de
Svidrigailof. Sus ojos se habían fijado en la joven con una expresión
indescriptible. De súbito retiró el brazo con que había rodeado su talle, dio
media vuelta y se dirigió a la ventana.
Tras unos instantes de silencio, sacó la llave del bolsillo izquierdo de su gabán
y la dejó en la mesa que estaba a sus espaldas, sin volver los ojos hacia Dunia.
Ahí tiene la llave. Cójala y váyase en seguida.
Siguió mirando obstinadamente a través de la ventana.
Dunia se acercó a la mesa y cogió la llave.
¡Pronto, pronto! exclamó Svidrigailof sin hacer el menor movimiento, pero
dando a sus palabras un tono terrible.
Dunia no se lo hizo repetir. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la
abrió precipitadamente y salió a toda prisa. Un instante después corría como
una loca a lo largo del canal en dirección al puente de ...
Svidrigailof permaneció todavía tres minutos ante la ventana. Después se
volvió lentamente, dirigió una mirada en torno a él y se pasó la mano por la
frente. Una sonrisa horrible crispó sus facciones, una lastimosa sonrisa que
expresaba impotencia, tristeza y desesperación. Su mano se manchó de
sangre. Se la miró con un gesto de cólera. Luego mojó una toalla y se lavó la
sien. El revólver arrojado por Dunia había rodado hasta la puerta. Lo recogió y
empezó a examinarlo. Era pequeño, de tres tiros y de antiguo modelo. Aún
quedaba en él una bala. Tras un momento de reflexión, se lo guardó en el
bolsillo, cogió el sombrero y se marchó.
VI
Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katia
en uno de estos establecimientos. La muchacha cantaba sus habituales y
descaradas cancioncillas. Svidrigailof la invitó a beber, así como a un
organillero, a los camareros, a los cantantes y a dos empleadillos que atrajeron
su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se
ladeaba hacia la derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendió
sobremanera. Éstos acabaron por llevarle a un jardín de recreo. Svidrigailof
pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbolillos más y
una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más
que una taberna, donde también podía tomarse té.
En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de
malos cantantes y un payaso de nariz roja completamente borracho y
extraordinariamente triste se encargaban de distraer al público.
Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con
ellos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Éste estuvo un cuarto de hora
tratando de averiguar el motivo del pleito; pero todos gritaban a la vez y no
había medio de entenderse. Lo único que comprendió fue que uno de ellos
había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había
llegado oportuna y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus
compañeros el producto de la operación. Al fin se descubrió que el objeto
robado era una cucharilla de plata perteneciente al Vauxhall. Los empleados
del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de la cucharilla, y el
asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigailof no hubiera acallado
las protestas de los perjudicados.
Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez. No
había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche. Había tomado té, y eso
porque había que
pedir algo para permanecer en el local.
La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de
negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en
gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de
enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado
hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó
dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo,
pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía
la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la
habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los
cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té.
Sonia acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de
sorpresa sus mojadas ropas, pero no hizo el menor comentario. Al ver entrar a
un desconocido, los niños echaron a correr despavoridos.
Svidrigailof se sentó ante la mesa e invitó a Sonia a sentarse a su lado. La
muchacha se dispuso tímidamente a escucharle.
Sonia Simonovna empezó a decir el visitante , es muy posible que me vaya a
América, y como probablemente no nos volveremos a ver, he venido a arreglar
con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha hablado ya con esa señora? No hace
falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien.
Sonia hizo un ademán y enrojeció. Svidrigailof siguió diciendo:
Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas...
En cuanto a
sus hermanitos, tienen el porvenir asegurado, pues el dinero que he depositado
para ellos está en lugar seguro y lo he entregado contra recibo. Aquí tiene los
recibos; guárdelos por lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado este
asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de
tres mil rublos. Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede
entre nosotros. No diga nada a nadie, oiga lo que oiga. Este dinero le será útil,
ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría nada bien que
siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo.
Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta balbuceó
Sonia , que nunca sabré cómo agradecérselo, y créame que...
¡Bah! Dejemos eso...
En cuanto a ese dinero, Arcadio Ivanovitch, muchas gracias, pero no lo
necesito. Sabré ganarme el pan. No me considere una ingrata. Ya que es usted
tan generoso, ese dinero...
Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. Y le ruego que no
hablemos más de este asunto, pues tengo prisa. Le será útil, se lo aseguro.
Rodion Romanovitch no tiene más que dos soluciones: o pegarse un tiro o ir a
parar a Siberia.
Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.
No se inquiete usted continuó Svidrigailof . Lo he oído todo de sus propios
labios, pero no me gusta hablar y no diré ni una palabra a nadie. Hizo usted
muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor
partido que podría tomar... Pues bien, cuando lo envíen a Siberia, usted lo
acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso,
necesitará usted dinero: lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este
dinero es como dárselo a él. Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna
pagarle. Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted compromisos tan ligeramente, Sonia
Simonovna? Era Catalina Ivanovna la que estaba en deuda con ella y no usted.
Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así... En fin, si
alguien le pregunta a usted por mí mañana, pasado mañana o cualquiera de
estos días, cosa que sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que
le he dado dinero. Bueno, adiós dijo levantándose . Salude de mi parte a
Rodion Romanovitch. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que dé usted a guardar
su dinero al señor Rasumikhine. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es
un buen muchacho. Llévele el dinero mañana... o cuando usted lo crea
oportuno. Hasta entonces procure que no se lo quiten.
Sonia se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba
hablarle, hacerle algunas preguntas, pero se sentía intimidada y no sabía por
dónde empezar.
Pero... pero ¿va usted a salir con esta lluvia?
¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je,
je! Adiós, querida Sonia Simonovna. Le deseo muchos años de vida, muchos
años, pues usted será útil a los demás. A propósito: salude de mi parte al señor
Rasumikhine. No lo olvide. Dígale que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof le ha
dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.
Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas
sospechas.
Más adelante se supo que Svidrigailof había hecho aquella misma noche otra
visita extraordinaria y sorprendente. Seguía lloviendo. A las once y veinte se
presentó, completamente empapado, en casa de los padres de su prometida,
que habitaban un pequeño departamento en la tercera avenida de Vasilievski
Ostrof. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella hora
intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de
captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el
primer momento y con sobrados motivos habían considerado la visita de
Svidrigailof como una calaverada de borracho, se convencieron muy pronto de
su error.
La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso
padre y abrió la conversación con grandes rodeos. Nunca iba derecha al
asunto y empezaba por una serie de sonrisas, gestos y ademanes. Por
ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que Arcadio Ivanovitch se proponía
celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su
alta sociedad, para ir trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a
Vasilievski Ostrof.
Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero
aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y solicitó ver en
seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba
acostada. Su demanda fue atendida.
Svidrigailof dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a
ausentarse de Petersburgo y que por esta razón le entregaba quince mil rublos,
insignificante cantidad que tenía intención de ofrecerle desde hacía tiempo y
que le rogaba que la aceptase como regalo de boda. No se comprendía la
relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y
tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en
plena noche y bajo una lluvia torrencial. No obstante, las explicaciones de
Arcadio Ivanovitch obtuvieron una excelente acogida: incluso las
exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor se hicieron en un tono
delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran
calurosas palabras de gratitud reforzadas por las lágrimas de la inteligente
madre.
Arcadio Ivanovitch se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una
palmadita cariñosa en la cara. Seguidamente le dijo que volvería pronto, y
como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo
tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras se decía,
con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado
bajo llave por aquella madre que era un ejemplo de prudencia.
Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria. Pero
la inteligente madre resolvió inmediatamente ciertos puntos importantes.
Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada continuamente
en negocios de gran importancia y que estaba relacionado con los personajes
más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había
decidido hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía
decirse del regalo en dinero que acababa de hacer a su prometida. Tratándose
de un hombre así, uno no debía asombrarse de nada. Ciertamente, había
motivo para sorprenderse al verle tan empapado, pero mayores extravagancias
se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo no les
importaban las murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal
vez él se mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era la
opinión ajena.
Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo
terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de
tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo,
habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera señora Resslich.
Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la
madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la
cama, perpleja y un poco triste.
Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta ... La lluvia había cesado, pero el
viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con
una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al
cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y
echó a andar, internándose en la avenida... Durante cerca de media hora
estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día
que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran
construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.»
Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era
un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían
ciertos indicios de animación.
Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El
sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante
habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el
hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión
interrogante.
¿Tienen té? preguntó el huésped.
Sí.
¿Y qué más?
Ternera, vodka, fiambres...
Tráigame un trozo de carne y té.
¿Nada más? preguntó el sirviente con cierto asombro. Nada más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.
«Este lugar no debe de ser muy decente pensó Svidrigailof . ¿Cómo es posible
que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un
hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino. Me
gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»
Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula
en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre
de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia
cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba
para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas
y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible
deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo
que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.
Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a
reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse
en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su
atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a otra con voz
plañidera.
Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de
la bujía y en seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y
miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres.
Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la
cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes
golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética,
recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo
nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que
se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. De
vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras,
evidentemente, no comprendía. Sobre la mesa había un cabo de vela que
estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios
tamaños, pan, cohombros y tazas de té.
Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigailof
dejó su puesto de observación y volvió a sentarse en la cama. Al traerle el té y
la carne, el harapiento mozo no pudo menos de volverle a preguntar si quería
alguna otra cosa, pero de nuevo recibió una respuesta negativa y se retiró
definitivamente. Svidrigailof se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en
calor. Pero no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el
apetito. Se despojó del abrigo y de la americana y se introdujo entre las ropas
del lecho. Se sentía molesto.
«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.
La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación,
fuera rugía el viento. Llegaba de un rincón ruido de ratas; además, un olor de
cuero y de ratón llenaba la pieza. Svidrigailof fantaseaba tendido en su lecho.
Las ideas se sucedían confusamente en su cerebro. Deseaba que su
imaginación se detuviera sobre algo. Pensó:
«Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del
ramaje agitado por el viento. ¡Cómo odio este rumor de follaje en las noches de
tormenta! Es verdaderamente desagradable. »
Y recordó que hacía un momento, al pasar por el parque Petrovitch,
había experimentado la misma ingrata sensación. Luego pensó en el Pequeño
Neva y volvió a estremecerse como se había estremecido hacía un rato cuando
se había asomado a mirar el agua.
« Nunca he podido ver el agua ni en pintura. »
Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír
de nuevo.
«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería
tenerme sin cuidado. Sin embargo, estoy procediendo como el animal que
lucha por conseguir un buen sitio... ¡En estas circunstancias...! Lo mejor habría
sido ir en seguida a Petrovski Ostrof. Pero no, me han dado miedo el frío y las
tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables...! Pero ¿por qué
no he apagado ya la vela?»
La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose:
«Mis vecinos se han acostado ya... Ahora sería oportuna tu visita, Marfa
Petrovna. La oscuridad es completa; el lugar, adecuado; el momento,
propicio... Pero ya veo que no quieres venir. »
De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto
sobre Dunia, había aconsejado a Raskolnikof que confiara a su hermana a la
custodia de Rasumikhine.
«Lo he dicho para fustigarme los nervios, como ha adivinado Rodion
Romanovitch. ¡Qué astuto es! Ha sufrido mucho. Puede llegar a ser algo con el
tiempo, cuando se vea libre de las disparatadas ideas que ahora le obsesionan.
Está anhelante de vida. En tales circunstancias, todos los hombres como él son
cobardes... ¡En fin, que el diablo le lleve! ¡Qué me importa a mí lo que haga o
deje de hacer!
El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue
esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
« ¡No, hay que terminar! se dijo, volviendo en sí . Pensemos en otra cosa. Es
verdaderamente extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a
nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. Esto es mala
señal... ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa mujer podría haberme gobernado
a su antojo.»
Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él tal
como la había visto en el momento de hacer el primer disparo. Después había
tenido miedo, había bajado el revólver y se había quedado mirándole como
petrificada por el espanto. Entonces él habría podido cogerla, y no una, sino
dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin
embargo, él la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en
aquel momento su corazón se había conmovido.
« ¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez
! »
Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que
algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de su pierna.
«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y...»
No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó
en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado la
cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a
inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana.
Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a
zigzaguear en todas direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al
fin se introdujo debajo de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo,
pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de
su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La
oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como
poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.
« ¡Esto es insufrible! » se dijo con los nervios crispados.
Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la
ventana.
«Es preferible no dormir», decidió.
De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde
estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la
bujía. No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones,
ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie de
letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del
viento que seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos
tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se
ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un da de fiesta: la Trinidad.
Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos
repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de
rosas. A ambos lados de las gradas de mármol, cubiertas por una rica
alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas
ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y
verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume
embriagador.
Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la
escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había
flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el
mirador... El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por
las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el
jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco,
y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de
guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una
muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho,
parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba
agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado
parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa
no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza
sin límites.
Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna
imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha
era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenia catorce años y había
sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su
conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y
arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del
viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa...
Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a
tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la
sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo
protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una
especie de jardín..., probablemente un jardín de recreo. Durante el día se
cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los
árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y las cosas
eran manchas oscuras apenas perceptibles.
Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana
mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo en la noche, al que
siguió otro inmediatamente.
« La señal de que sube el agua pensó . Dentro de unas horas, las panes bajas
de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas por
la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta los
huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus trastros a los
pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»
En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron
tres poderosas y apremiantes campanadas.
«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme
ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski. Allí elegiré un gran árbol
tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas
gotas caerán sobre mi cabeza.»
Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo
con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda
dormiría en un rincón, entre un montón de trastos viejos, pagar la cuenta y salir
del hotel.
«He escogido el mejor momento se dijo Imposible encontrar otro más
indicado.»
Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a
nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un viejo armario y una puerta,
una forma extraña que le pareció dotada de vida. Se inclinó y, a la luz de la
bujía, vio a una niña de unos cuatro años, o cinco a lo sumo. Lloraba entre
temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigailof,
sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes
ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando, como ocurre a los
niños que, después de haber llorado largamente, empiezan a consolarse y sólo
de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos. La niña estaba helada y
en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué estaba allí? Por lo visto, no
había dormido en toda la noche. De pronto se animó y, con su vocecita infantil
y a una velocidad vertiginosa, empezó a contar una historia en la que salía a
relucir una taza que ella había roto y el temor de que su madre le pegara. La
niña hablaba sin cesar.
Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería
demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio, tal vez del hotel mismo,
aficionada a la bebida y que solía maltratar a la pobre criatura. La niña había
roto una taza y había huido presa de terror. Sin duda había estado vagando
largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel para
refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había pasado la noche
temblando de frío y de miedo ante la idea del duro castigo que le esperaba por
su fechoría.
La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a
desnudarla. No llevaba medias y sus agujereados zapatos estaban tan
empapados como si hubieran pasado una noche entera dentro del agua.
Cuando le hubo quitado el vestido, la acostó y la tapó cuidadosamente con la
ropa de la cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigailof volvió a sus
sombríos pensamientos.
«¿Para qué me habré metido en esto? se dijo con una sensación opresiva y
un sentimiento de cólera . ¡Qué absurdo!»
Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto antes.
«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la
puerta.
Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente. Levantó el embozo
con cuidado. La chiquilla estaba sumida en un plácido sueño. Había entrado en
calor y sus pálidas mejillas se habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de
aquella carita era mucho más vivo que el que vemos en los niños
ordinariamente.
«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigailof.
Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido un vaso de
vino entero. Sus purpúreos labios parecían arder... ¿Pero qué era aquello? De
pronto le pareció que las negras y largas pestañas de la niña oscilaban y se
levantaban ligeramente. Los entreabiertos párpados dejaron escapar una
mirada penetrante, maliciosa y que no tenía nada de infantil. ¿Era que la niña
fingía dormir? Sí, no cabía duda. Su boquita sonrió y las comisuras de sus
labios temblaron en un deseo reprimido de reír. Y he aquí que de improviso
deja de contenerse y se ríe francamente. Algo desvergonzado, provocativo,
aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del
vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se
abren francamente, enteramente, y envuelven a Svidrigailof en una mirada
ardiente y lasciva, de alegre invitación... La carita infantil tiene un algo
repugnante con su expresión de lujuria.
« ¿Cómo es posible que a los cinco años...? piensa, horro
rizado . Pero ¿qué otra cosa puede ser?»
La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.
Svidrigailof lanza una exclamación de espanto, levanta la mano,
amenazador..., y en este momento se despierta.
Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no
estaba encendida y en la ventana apuntaba la luz del amanecer.
«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»
Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior
reinaba una espesa niebla que impedía ver nada. Eran cerca de las cinco.
Había dormido demasiado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo,
húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó y se
aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa,
sacó un cuaderno de notas y escribió en la primera página varias líneas en
gruesos caracteres. Después de leerlas, se acodó en la mesa y quedó
pensativo. El revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa, cerca de
él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado intacto.
Las estuvo mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano
derecha. Al fin se asombró de dedicarse a semejante ocupación en aquellos
momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme.
Un minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa flotaba sobre
la ciudad. Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo
pavimento de madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida
nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba
húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol...
Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a
los cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.
La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un
amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos cerrados tenían un aspecto
sucio y triste. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo
estremecían. De vez en cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin
terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran
edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el
rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido de bruces, había un
borracho. Lo miró un momento y continuó su camino.
A su izquierda se alzaba una torre.
«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo
menos, tendré un testigo oficial.»
Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio
coronado por la torre.
Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba
cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un
casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo
secular en la raza judía.
Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por
parecerle extraño que aquel desconocido que no estaba borracho se hubiera
detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada.
¿Qué quiere usted? preguntó ceceando y sin hacer el menor movimiento.
Nada, amigo mío respondió Svidrigailof . Buenos días.
Siga su camino.
¿Mi camino? Me voy al extranjero.
¿Al extranjero?
A América.
¿A América?
Svidrigailof sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado
arqueó las cejas.
Oiga, aquí no quiero bromas ceceó.
¿Por qué?
Porque no es lugar a propósito.
El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he
marchado a América.
Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.
¡Eh, eh! exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una
expresión de terror . Ya le he dicho que éste no es sitio para bromas.
Svidrigailof oprimió el gatillo.
VII
Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikof se dirigía a la
vivienda de su madre y de su hermana. Ahora habitaban en el edificio
Bakaleev, donde ocupaban las habitaciones recomendadas por Rasumikhine.
La entrada de este departamento daba a la calle. Raskolnikof estaba ya muy
cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería
atrás. Su resolución era inquebrantable.
«No saben nada pensó , y están acostumbradas a considerarme como un tipo
raro.»
Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de barro,
llenas de desgarrones. Tenía el rostro desfigurado por la lucha que se estaba
librando en su interior desde hacía veinticuatro horas. Había pasado la noche a
solas consigo mismo Dios sabía dónde. Pero había tomado una decisión y la
cumpliría.
Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Dunetchka había salido. Tampoco
estaba en casa la sirvienta. En el primer momento, Pulqueria Alejandrovna
enmudeció de alegría. Después le cogió de la mano y le hizo entrar.
¡Al fin! exclamó con voz alterada por la emoción . Perdóname, Rodia, que lo
reciba derramando lágrimas como una tonta. No creas que lloro: estas lágrimas
son de alegría. Te aseguro que no estoy triste, sino muy contenta, y cuando lo
estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas. Desde la muerte
de yu padre, las derramo por cualquier cosa... Siéntate, hijo: estás fatigado.
¡Oh, cómo vas!
Es que ayer me mojé dijo Raskolnikof.
¡Bueno, nada de explicaciones! replicó al punto Pulqueria Alejandrovna . No
te inquietes, que no te voy a abrumar con mil preguntas de mujer curiosa.
Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las costumbres de
Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente que la de nuestro
pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de
que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas... Sabe Dios los proyectos que
tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación... Por lo tanto, no quiero
molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece...? ¡Ah, qué ridícula soy! No
hago más que hablar y hablar como una imbécil... Oye, Rodia: voy a leer por
tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista. Nos lo trajo Dmitri
Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que
piensa, y eso lo explica todo me dije . Todos los sabios son así. Tiene ideas
nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en distraerlo y
atormentarlo... En tu artículo hay muchas cosas que no comprendo, pero esto
no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.
Enséñame ese artículo, mamá.
Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su
situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que siente
todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un
joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento. Después
de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra
le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas
que se habían librado en su alma durante los últimos meses. Arrojó la revista
sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás
uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la
ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que
sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender lo que es
la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía creerlo.
¿Qué me dices a esto...? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una
revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te enseñaré, y
después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo que
los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodia, me apenaba
verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera,
pero ahora me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con
tu talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin
duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más
importantes ocupan tu imaginación.
¿Y Dunia, mamá?
No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch tiene la
bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te aprecia de
veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus cuidados. No
me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta tener secretos para
mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que
Dunetchka es demasiado inteligente para... Por lo demás, nos quiere... Pero no
sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente durante esta visita tuya
que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido
cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú, Rodia, no te
preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es
imposible venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues
queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo el
mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy,
por ejemplo, has venido a consolar a tu madre...
Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.
¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.
Se levantó precipitadamente y exclamó:
¡Dios mío! Tenemos café y no te he dado. ¡Lo que es el egoísmo de las viejas!
Un momento, un momento...
No, mamá, no me des café. Me voy en seguida. Escúchame, te ruego que me
escuches.
Pulqueria Alejandrovna se acercó tímidamente a su hijo. Mamá, ocurra lo que
ocurra y oigas decir de mí lo que oigas, ¿me seguirás queriendo como me
quieres ahora? preguntó Rodia, llevado de su emoción y sin medir el alcance
de sus palabras.
Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se
atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera, me negaría a
escucharle y le volvería la espalda.
He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar que no
estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por desgraciada que seas,
piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que hayas
podido pensar sobre mi crueldad y mi indiferencia hacia ti ha sido un error.
Nunca dejaré de quererte... Y basta ya. He comprendido que debía hablarte
así, darte esta explicación.
Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón
mientras lloraba en silencio.
No sé qué te pasa, Rodia dijo al fin . Creía sencillamente que nuestra
presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una gran desgracia y
que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba,
Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no se me va de la cabeza e incluso
me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo
hablaba de ti. He oído algunas palabras, pero no he comprendido nada
absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a
muerte que espera el momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de que
ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a
emprender un viaje, ¿verdad?
Sí.
Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mucho.
Además, puede venir con nosotros Sonia Simonovna. De buen grado la
aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparativos...
Pero dime: ¿adónde vas?
Adiós.
Pero ¿te vas hoy mismo? exclamó como si fuera a perder a su hijo para
siempre.
No puedo estar más tiempo aquí. He de partir en seguida.
¿No puedo acompañarte?
No. Arrodíllate y ruega a Dios por mi. Tal vez te escuche.
Deja que te dé mi bendición... Así... ¡Señor, Señor...!
Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presente en
aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible período de su vida, su corazón
se había ablandado. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a
besarlos. Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya no daba
muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que sospechaba
que su hijo atravesaba una crisis terrible y comprendía que había llegado el
momento decisivo.
Rodia, hijo mío, mi primer hijo decía entre sollozos , ahora te veo como
cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus caricias. Entonces,
cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras
penas. Después, cuando el pobre ya habia muerto, ¡cuántas veces lloramos
juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de
llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por terribles
presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de nuestra
llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que mi corazón
se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto, he comprendido
que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes en seguida?
No.
¿Volverás?
Si.
No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a hacerlo. Pero
quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?
Sí, muy lejos.
¿Tendrás allí un empleo, una posición?
Tendré lo que Dios quiera. Ruega por mí.
Raskolnikof se dirigió a la puerta, pero ella lo cogió del brazo y lo miró
desesperadamente a los ojos. Sus facciones reflejaban un espantoso
sufrimiento.
Basta, mamá.
En aquel momento se arrepentía profundamente de haber ido a verla.
No te vas para siempre, ¿verdad? Vendrás mañana, ¿no es cierto?
Si, si. Adiós.
Y huyó.
La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se había ido
despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa cuanto antes. Quería
dejarlo todo terminado antes de la puesta del sol y su mayor deseo era no
encontrarse con nadie por el camino.
Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el té en la
cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.
«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y pensó en el
odioso Porfirio.
Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka sentada en el
diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde hacía largo rato. Rodia se
detuvo en el umbral. Ella se estremeció y se puso en pie. Su inmóvil mirada se
fijó en su hermano: expresaba espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó
para que Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.
¿Debo entrar o marcharme? preguntó el joven en un tono de desafío.
He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te esperábamos las dos.
Confiábamos en que vendrías.
Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla, extenuado.
Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este momento,
necesitaría disponer de todas mis fuerzas.
Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.
¿Dónde has pasado la noche? preguntó Dunia.
No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es que tenía el
propósito de tomar una determinación definitiva y paseaba a lo largo del Neva.
Quería terminar, pero no me he decidido.
Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.
¡Alabado sea Dios! exclamó Dunia . Eso era precisamente lo que temíamos
Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún crees en la vida. ¡Alabado sea
Dios!
Raskolnikof sonrió amargamente.
No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con nuestra madre y
nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo, pero le he pedido que rezara
por mí. Sólo Dios sabe cómo ha podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no
comprendo nada.
¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? exclamó Dunetchka,
aterrada . ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?
No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas cosas. Te ha
oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro de que está enterada de
buena parte del asunto. Tal vez he hecho mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por
qué he ido. Soy un hombre vil, Dunia.
Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás, ¿verdad?
Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al
río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había
considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la
vergüenza. ¿Es esto un acto de valor, Dunia?
Sí, Rodia.
En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de relámpago. Se sentía
feliz al pensar que no había perdido la arrogancia.
No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado dijo, mirando a su hermana
con una sonrisa horrible.
¡Basta, Rodia! exclamó la joven con un gesto de dolor.
Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el suelo. Dunetchka,
en pie al otro lado de la mesa, le miraba con una expresión de amargura
indecible. De pronto, Rodia se levantó.
Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.
Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunia.
Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.
¿Lo dudas?
Lo estrechó fuertemente contra su pecho.
Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen?
exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodia.
¿Mi crimen? ¿Qué crimen? exclamó el joven en un repentino acceso de furor .
¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera que hacía
daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a los necesitados?
Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No creo haber cometido
ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas
partes: « ¡Has cometido un crimen! »? Ahora que me he decidido a afrontar
este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólo por
cobardía y por debilidad voy a dar este paso..., o tal vez por el interés de que
me habló Porfirio.
Pero ¿qué dices, Rodia? exclamó Dunia, consternada . Has derramado
sangre.
Sangre..., sangre... exclamó el joven con creciente vehemencia . Todo el
mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la
tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el
Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco las
cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares
de miles de buenas acciones habrían compensado ampliamente esta única
necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora
parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen estúpidos. Yo
pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis primeros pasos
en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran
alcance. Pero fracasé desde el primer momento, y por eso me consideran un
miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido coronas; en cambio, ahora
creen que sólo sirvo para que me echen a los perros.
Pero ¿qué dices, Rodia?
Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más
glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos. El
respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan
convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez lo
comprendo menos, cuál es mi crimen.
Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas
palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de su hermana y leyó en ella
un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció en un instante.
No pudo menos de decirse que había hecho desgraciadas a aquellas dos
pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus
sufrimientos.
Querida Dunia, si soy culpable, perdóname..., aunque esto es imposible si soy
verdaderamente un criminal... Adiós; no discutamos más. Tengo que
marcharme en seguida. Te ruego que no me sigas. Tengo que pasar todavía
por casa de ... Ve a hacer compañía a nuestra madre, te lo suplico. Es el último
ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la
que difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te
muevas de su lado. Rasumikhine no os abandonará. He hablado con él. No te
aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y honrado durante toda mi vida, aunque
sea un asesino. Es posible que oigas hablar de mí todavía. Ya verás como no
tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.
Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los
ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas promesas.
¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos volveremos a ver...
¡Ah, espera! Se me olvidaba.
Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un
pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina de marfil. Era la
imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida, aquella extraña joven
que soñaba con entrar en un convento y que había muerto consumida por la
fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato
a Dunia.
Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé dijo, recordando . Le
confié gran parte de mi proyecto, del plan que tuvo un resultado tan
lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella se rebeló contra este acto como te
has rebelado tú. Ahora celebro que haya muerto.
Después volvió a sus inquietudes.
Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que
motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy preparado para sufrir las
consecuencias de la resolución que voy a llevar a cabo? Me dicen que es
necesario que pase por ese trance. Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me
servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué
necesidad tendré de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte
años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora voluntariamente a
semejante vida...? Bien me he dado cuenta esta mañana de que era un
cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.
Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su
hermano había podido sostener a Dunia.
Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de
cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última vez. Y él,
cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y
Raskolnikof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de
impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.
« Soy duro, soy malo; no me cabe duda se dijo avergonzado de su brusco
ademán ; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hubiera
estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo habría
sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me convertiré en un
hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente
que me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a
presidio; no desean otra cosa... Miradlos llenando las calles en interminables
oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos miserables, unos
canallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si alguien intentara librarme
del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio! »
Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un
día en que se sometería ante todos y aceptaría su propia suerte sin razonar,
con una resignación y una humildad sinceras.
«¿Por qué no? se dijo Un yugo de veinte años ha de terminar por destrozar a
un hombre. La gota de agua horada la piedra. ¿Y para qué vivir, para qué
quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han de ocurrir de este modo? ¿Por
qué voy a entregarme cuando estoy convencido de que todo ha de pasar así y
no puedo esperar otra cosa?»
Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin
embargo, continuaba su camino.
VIII
Caía la tarde cuando llegó a casa de Sonia Simonovna. La joven le había
estado esperando todo el día, presa de una angustia espantosa. Dunia había
compartido esta ansiedad. Al recordar que el día anterior Svidrigailof le había
dicho que Sonia Simonovna lo sabía todo, Dunetchka había ido a verla aquella
misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación que
sostuvieron las dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad que
nació entre ellas.
En esta entrevista, Dunia obtuvo el convencimiento de que su hermano no
estaría nunca solo. Sonia había sido la primera en recibir su confesión: Rodia
se había dirigido a ella cuando sintió la necesidad de confiar su secreto a un
ser humano. A cualquier parte que el destino le llevara, ella le seguiría. Avdotia
Romanovna no había interrogado sobre este punto a Sonetchka, pero estaba
segura de que procedería así. Miraba a la muchacha con una especie de
veneración que la confundía. La pobre Sonia, que se consideraba indigna de
mirar a Dunia, se sentía tan avergonzada, que poco faltaba para que se echase
a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikof, la imagen de la
encantadora muchacha que tan humildemente la había saludado había
quedado grabada en el alma de Dunia como una de las más bellas y puras que
había visto en su vida.
Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado
a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí, segura de
que al fin llegaría.
Apenas volvió a verse sola, Sonia sintió una profunda intranquilidad ante la
idea de que Raskolnikof podía haberse suicidado. Este temor atormentaba
también a Dunia. Durante todo el día, mientras estuvieron juntas, se habían
dado mil razones para rechazar semejante posibilidad y habían conseguido
conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron separado, la inquietud
renació por entero en el corazón de una y otra. Sonia se acordó de que
Svidrigailof le había dicho que Raskolnikof sólo tenía dos soluciones: Siberia
o... Por otra parte, sabía que Rodia tenía un orgullo desmedido y carecía de
sentimientos religiosos.
«¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte?»,
se preguntó de pie junto a la ventana y mirando tristemente al exterior.
Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin,
cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la muerte del desgraciado,
éste apareció.
Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo
observado atentamente la cara de Raskolnikof, la joven palideció.
Aquí me tienes, Sonia dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de burla .
Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi delito
públicamente por las esquinas. ¿Por qué tienes miedo ahora?
Sonia le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un
estremecimiento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero en seguida advirtió que
aquel tono, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia. Además,
Raskolnikof, mientras le hablaba, evitaba que sus ojos se encontraran con los
de ella.
He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una
circunstancia que... Pero esto sería demasiado largo de contar, demasiado
largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que dentro
de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí y me
harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar. Me
apuntarán con el dedo... No iré a ver a Porfirio. Lo tengo atragantado. Prefiero
presentarme a mi amigo el «teniente Pólvora». Se quedará boquiabierto. Será
un golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervioso en
estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de levantar el puño a
mi hermana porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza
sentirse tan vil. He caído muy bajo... Bueno, ¿dónde están esas cruces?
Raskolnikof estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni
fijar su pensamiento en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a otra en
repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban ligeramente.
Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera
de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodia y le colgó del
cuello la cruz de madera.
En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je,
je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy... Una cruz de madera, es
decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la quedas
para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento. ¿Verdad
que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña
imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora
en mi cuello... Pero no digo más que tonterías y me olvido de las cosas
importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para prevenirte,
para que lo sepas todo... Para eso y nada más... Pero no, creo que quería
decirte algo más... Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me
meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por qué lloras?
¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!
Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte
presión en el pecho.
«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? pensó . ¿Qué soy yo para
ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera
mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera...?u
Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración suplicó la
muchacha con voz humilde y temblorosa.
Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo
corazón.
Pero no era exactamente esto lo que quería decir.
Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con él
la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara
Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Raskolnikof
pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sentirse incapaz de
fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió
una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonia se disponía
a acompañarle.
¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo dijo, irritado, mientras
se dirigía a la puerta . No necesito acompañamiento gruñó al cruzar el umbral.
Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le había
dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía
llenaba su corazón.
«¿Debo hacerlo? se preguntó mientras bajaba la escalera . ¿No seria
preferible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme?
Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las
vacilaciones había pasado.
Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la
joven, con el chal en la cabeza, habia quedado clavada en el suelo al oír su
grito de furor... Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con
toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando
vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.
«¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué
asunto? No tengo ninguno. ¿Para anunciarle que iba a presentarme? ¡Como si
esto fuera necesario! ¿Será que la amo? No puede ser, puesto que acabo de
rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna necesidad de la cruz?
¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era
recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su
desgarrado corazón. Además, deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar
tiempo y contemplar un rostro humano... ¡Y he osado enorgullecerme, creerme
llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy!
Avanzaba a lo largo del malecón del canal y ya estaba muy cerca del término
de su camino. Pero al llegar al puente se detuvo, vaciló un momento y, de
pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.
Miraba ávidamente a derecha e izquierda. Se esforzaba por examinar
atentamente las cosas más insignificantes que encontraba en su camino, pero
no podía fijar la atención: todo parecía huir de su mente.
« Dentro de una semana o de un mes se dijo volveré a pasar este puente en
un coche celular... ¿Cómo miraré entonces el canal? ¿Volveré a fijarme en el
rótulo que ahora estoy leyendo? En él veo la palabra "Compañía". ¿Leeré las
letras una a una como ahora? Esa "a" que ahora estoy viendo, ¿me parecerá la
misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mire? ¿Qué pensaré
entonces? ¡Dios mío, qué mezquinas son estas preocupaciones...!
Verdaderamente, todo esto debe de ser curioso... dentro de su género... ¡Ja, ja,
ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño y me gusta mostrarme
así a mí mismo... ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos...? ¡Qué
barahúnda...! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme,
pero ¡qué lejos está de saber a quién ha empujado! Esa mujer que tiene un
niño en brazos y pide limosna me cree, no cabe duda más feliz que ella. Seria
chocante que pudiera socorrerla... ¡Pero si llevo cinco kopeks en el bolsillo!
¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?»
Toma, hermana.
Que Dios se lo pague dijo con voz lastimera la mendiga.
Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse
con aquella multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba
de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta. Habría
dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de
que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un
borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo
único que conseguía era caer. Los curiosos le habían rodeado. Raskolnikof se
abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un
momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. Poco
después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido
y luego se alejó del grupo sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al
llegar al centro de la plaza, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su
ser.
Acababa de acordarse de estas palabras de Sonia: « Ve a la primera esquina,
saluda a la gente, besa la tierra que has mancillado con tu crimen y di en voz
alta, para que todo el mundo te oiga: "¡Soy un asesino!"
Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado
por las inquietudes de los días últimos y, sobre todo, de las últimas horas, que
se abandonó ávidamente a la esperanza de una sensación nueva, fuerte y
profunda. La sensación se apoderó de él con tal fuerza, que sacudió su cuerpo,
iluminó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego
devorador. Una inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus
ojos. Sin vacilar, se dejó caer de rodillas en el suelo, se inclinó y besó la tierra,
el barro, con verdadero placer. Después se levantó y en seguida volvió a
arrodillarse.
¡Éste ha bebido lo suyo! dijo un joven que pasaba cerca.
El comentario fue acogido con grandes carcajadas.
Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos dijo otro, que había
bebido más de la cuenta , y que se despide de sus amados hijos y de su patria.
Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Petersburgo.
Es todavía joven observó un tercero.
Es un noble dijo una voz grave.
Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.
Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikof las palabras «Soy
un asesino» que se disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran
calma las burlas de la multitud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la
comisaría.
Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En
el momento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del
Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba
de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera
que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su
Calvario.
En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que
Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su
destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le trastornó, pero en
seguida advirtió que había llegado al término fatal de su camino.
Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el
tercer piso.
«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.
El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.
Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los
olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los
rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita.
Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se detuvo un
momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.
«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? se preguntó de
pronto . De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué importa, pues, el modo
de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi
sacrificio.»
Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».
«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a
Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario
de policía en su domicilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo
menos oficial y menos... No, no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora".
Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»
Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof
abrió la puerta de la comisaría.
Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni
siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza
inmediata.
«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.
Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía
inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisario, tampoco.
¿No hay nadie? preguntó al escribiente.
¿A quién quiere ver?
En esto se dejó oír una voz conocida.
No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su
presencia..., como dice el cuento. Encantado de verle.
Raskolnikof empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había
salido de pronto de la tercera habitación.
« Es el destino pensó Raskolnikof . ¿Qué hace este hombre aquí?»
¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?
Parecía estar de excelente humor y bastante animado.
Si ha venido usted por algún asunto del despacho continuó , es demasiado
temprano. Yo estoy aquí por casualidad... Dígame: ¿puedo serle útil en algo?
Le aseguro, señor... ¡Caramba no me acuerdo del apellido! Perdóneme...
Raskolnikof.
¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento, pero se me había ido de la memoria... Le ruego
que me perdone, Rodion Ro... Ro... Rodionovitch, ¿no?
Rodion Romanovitch.
¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado
tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado
profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días. Después
supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. ¿Y
qué escritor joven no ha empezado por...? Tanto mi mujer como yo somos
aficionados a la lectura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión,
una especie de locura, por las letras y las artes... Excepto la nobleza de
sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la
sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un
sombrero? Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de
Zimmermann. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo podrá
comprar... Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije
que... Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia
está en Petersburgo, ¿verdad?
Sí, mi madre y mi hermana.
Incluso he tenido el honor y el placer de conocer a su hermana, persona tan
encantadora como instruida. Le confieso que lamento profundamente nuestro
altercado. En cuanto a las conjeturas que hicimos sobre su desvanecimiento,
todo ha quedado explicado de un modo que no deja lugar a dudas. Fue una
ofuscación, un desatino. Su indignación es muy explicable... ¿Se va usted a
mudar a causa de la llegada de su familia?
No, no; no es eso. Yo venía para... Creía que encontraría aquí a Zamiotof.
Ya comprendo. He oído decir que eran ustedes amigos. Pues bien, ya no está
aquí. Desde anteayer nos vemos privados de sus servicios. Discutió con
nosotros y estuvo bastante grosero. Habíamos fundado ciertas esperanzas en
él, pero ¡vaya usted a entenderse con nuestra brillante juventud! Se le ha
metido en la cabeza presentarse a unos exámenes sólo para poder darse
importancia. No tiene nada en común con usted ni con su amigo el señor
Rasumikhine. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos.
Las diversiones no son nada para ustedes. Nihil esi, como dicen. Ustedes
llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la oreja, una
indagación científica, bastan para hacerlos felices. Incluso yo, hasta cierto
punto... ¿Ha leído usted las Memorias de Livinstone?
No.
Yo sí que las he leído. Desde hace algún tiempo, el número de nihilistas ha
aumentado considerablemente. Esto es muy comprensible si uno piensa en la
época que atravesamos. Pero le digo esto porque... Usted no es nihilista,
¿verdad? Respóndame francamente.
No lo soy.
Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una
cosa, y otra la... Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? Pues se ha
equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de
ciudadano, un sentimiento de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un
personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y
menos hombre... Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es
un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. Después de
beberse un vaso de champán o de vino del Don en un establecimiento de mala
fama, empieza a alborotar. Así es su amigo Zamiotof. Estuve tal vez un poco
fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del
servicio. Por otra parte, yo desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una
categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo
mis deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame
que se lo pregunte. Me dirijo a usted como a un hombre ennoblecido por la
educación. ¿Y qué me dice de las comadronas?. También se han multiplicado
de un modo exorbitante...
Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de
desconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente
acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embargo,
comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una interrogación
muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.
Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos continuó el inagotable Ilia
Petrovitch . Las llamo a todas comadronas y considero que el nombre les
cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y
estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré curar
por ninguna de ellas. ¡Je, je!
Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.
Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué
entregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada
posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí,
pregunto yo...? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio.
Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas,
hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de
enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se ha suicidado.
Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha
levantado la tapa de los sesos esta mañana?
Svidrigailof respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.
Raskolnikof se estremeció.
¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof? exclamó.
¿Cómo? ¿Le conocía usted?
Sí... Había llegado hacía poco.
En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de
pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar... Ha dejado
unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su
propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía
dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?
¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.
Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus
propósitos?
Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.
Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su
pecho y lo aplastaba.
Otra vez se ha puesto usted pálido. ¡Está tan cargada la atmósfera en estas
oficinas!
Sí murmuró Raskolnikof . Me marcho. Perdóneme por haberle molestado.
No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí
una verdadera satisfacción.
Y tendió la mano a Rodion Romanovitch.
Sólo quería ver a Zamiotof.
Comprendido. Encantado dé su visita.
Yo también... he tenido mucho gusto en verle –dijo Raskolnikof con una
sonrisa . Usted siga bien.
Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le
costaba gran trabajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la
escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la
comisaría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a un perro, y
vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para
hacerle callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a
Sonia. Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una
expresión de extravío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de
sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las
manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia
permaneció un instante inmóvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la
comisaría.
Ilia Petrovitch, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. El mujik que
acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie ante él.
¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado algo? ¿Qué le pasa?
Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikof se acercó
lentamente a la mesa de Ilia Petrovitch, apoyó la mano en ella e intentó hablar,
pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo pudo proferir sonidos
inarticulados.
¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siéntese. ¡Traigan agua!
Raskolnikof se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilia
Petrovitch, donde se leía una profunda sorpresa. Durante un minuto, los dos se
miraron en silencio. Trajeron agua.
Fui yo... empezó a decir Raskolnikof.
Beba.
El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero con toda claridad,
hizo la siguiente declaración:
Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su
hermana Lisbeth.
Ilia Petrovitch abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikof repitió
su confesión.
EPÍLOGO
I
Ln Siberia. O orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una
ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene una
fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace nueve
meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría Rodion
Raskolnikof. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió
su crimen. La instrucción de su proceso no tropezó con dificultades. El culpable
repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar las
circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad
de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con todo detalle el
asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja,
que era, como se recordará, un trocito de madera unido a otro de hierro.
Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la muerta y describió
minuciosamente tanto el cofre al que las llaves se adaptaban como su
contenido.
Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre.
Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta entonces un enigma. Refirió
cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado la puerta y
repitió palabra por palabra la conversación que ambos sostuvieron.
Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka
y Mitri y se había escondido en el departamento desalquilado.
Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron
encontrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra
estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.
En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los
magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el
culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que
no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni
siquiera pudiera precisar su numero.
Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera
ignorando lo que contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete rublos
y tres piezas de veinte kopeks. Los billetes mayores, por estar colocados sobre
los otros, habían sufrido considerables desperfectos al permanecer tanto
tiempo bajo la piedra. Se estuvo mucho tiempo tratando de comprender por
qué el acusado mentía sobre este punto pues así lo creían , habiendo
confesado espontáneamente la verdad sobre todos los demás.
Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y
haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la
conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque
de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de la manía del asesinato
y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una buena ocasión para apoyar esa
teoría con la que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.
Además, que Raskolnikof era un neurasténico quedó demostrado por las
declaraciones de varios testigos: el doctor Zosimof, algunos camaradas de
universidad del procesado, su patrona, Nastasia...
Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikof no era un asesino corriente,
un ladrón vulgar, sino que su caso era muy distinto. Para decepción de los que
opinaban así, el procesado no se aprovechó de ello para defenderse.
Interrogado acerca de los motivos que le habían impulsado al crimen y al robo
respondió con brutal franqueza que los móviles habían sido la miseria y el
deseo de abrirse paso en la vida con los tres mil rublos como mínimo que
esperaba encontrar en casa de la víctima, y que había sido su carácter bajo y
ligero, agriado además por los fracasos y las privaciones, lo que había hecho
de él un asesino. Y cuando se le preguntó qué era lo que le había impulsado a
presentarse a la justicia, contestó que un arrepentimiento sincero. En conjunto,
su declaración produjo mal efecto.
Sin embargo, la condena fue menos grave de lo que se esperaba. Tal vez
favoreció al acusado el hecho de que, lejos de pretender justificarse, se había
dedicado a acumular cargos contra sí mismo. Todas las particularidades
extrañas de la causa se tomaron en consideración. El mal estado de salud y la
miseria en que se hallaba antes de cometer el crimen no podían ponerse en
duda. El hecho de que no se hubiera aprovechado del botín se atribuyó, por
una parte, a un remordimiento tardío y, por otra, a un estado de perturbación
mental en el momento de cometer el crimen. La muerte impremeditada de
Lisbeth fue un detalle favorable a esta última tesis, pues no tenía explicación
que un hombre cometiera dos asesinatos ¡habiéndose dejado la puerta abierta!
Finalmente, el culpable se había presentado a la justicia por su propio impulso
y en un momento en que las falsas declaraciones de un fanático (Nicolás)
habían embrollado el proceso y cuando, además, la justicia no sólo no poseía
ninguna prueba contra el culpable, sino que ni siquiera sospechaba de él.
(Porfirio Petrovitch había mantenido religiosamente su palabra.)
Todas estas circunstancias contribuyeron considerablemente a suavizar el
veredicto. Además, en el curso de los debates se habían puesto en evidencia
otros hechos favorables al acusado: los documentos presentados por el
estudiante Rasumikhine demostraban que, durante su permanencia en la
universidad, el asesino Raskolnikof se había repartido por espacio de seis
meses sus escasos recursos, hasta el último kopek, con un compañero
necesitado y tuberculoso. Cuando éste murió, Raskolnikof prestó toda la ayuda
posible al padre del difunto, un anciano que era ya como un niño y del que su
hijo se había tenido que cuidar desde que tenía trece años. Rodia consiguió
que lo admitieran en un asilo y más tarde, cuando murió, pagó su entierro.
Todos estos testimonios favorecieron en gran medida al acusado. La viuda de
Zarnitzine, su antigua patrona y madre de la difunta prometida, acudió también
a declarar y dijo que en la época en que vivía en las Cinco Esquinas, teniendo
a Raskolnikof como huésped, una noche se había declarado un incendio en la
casa vecina, y su pupilo, con peligro de perder la vida, había salvado a dos
niños de las llamas, sufriendo algunas quemaduras. Esta declaración fue
escrupulosamente comprobada mediante una encuesta: numerosos testigos
certificaron su exactitud. En resumidas cuentas, que el tribunal, teniendo en
consideración la declaración espontánea del culpable y sus buenos
antecedentes, sólo lo condenó a ocho años de trabajos forzados (segunda
categoría).
Apenas comenzaron los debates, la madre de Raskolnikof cayó enferma. Dunia
y Rasumikhine consiguieron mantenerla alejada de Petersburgo durante toda la
instrucción del sumario. Dmitri Prokofitch alquiló una casa para las mujeres en
un pueblo de las cercanías de la capital por el que pasaba el ferrocarril. Así
pudo seguir toda la marcha del proceso y visitar con cierta frecuencia a Avdotia
Romanovna. La enfermedad de Pulqueria Alejandrovna era una afección
nerviosa bastante rara, acompañada de una perturbación parcial de las
facultades mentales.
Al volver a casa tras su última visita a su hermano, Duma encontró a su madre
con alta fiebre y delirando. Aquella misma noche se puso de acuerdo con
Rasumikhine sobre lo que debían decir a Pulqueria Alejandrovna cuando les
preguntara por Rodia. Urdieron toda una novela en torno a la marcha de
Rodion a una provincia de los confines de Rusia con una misión que le
reportaría tanto honor como provecho. Pero, para sorpresa de los dos jóvenes,
Pulqueria Alejandrovna no les hizo jamás pregunta alguna sobre este punto.
Había inventado su propia historia para explicar la marcha precipitada de su
hijo. Refería llorando, la escena de la despedida y daba a entender que sólo
ella conocía ciertos hechos misteriosos e importantísimos. Afirmaba que Rodia
tenia enemigos poderosos de los que se veía obligado a ocultarse, y no
dudaba de que alcanzaría una brillante posición cuando lograse allanar ciertas
dificultades. Decía a Rasumikhine que su hijo sería un hombre de Estado. Para
ello se fundaba en el artículo que había escrito y que denotaba, según ella, un
talento literario excepcional. Leía sin cesar este artículo, a veces en voz alta.
No se apartaba de él ni siquiera cuando se iba a dormir. Pero no preguntaba
nunca dónde estaba Rodia, aunque el cuidado que tenían su hija y
Rasumikhine en eludir esta cuestión debía de parecer sospechosa. El extraño
mutismo en que se encerraba Pulqueria Alejandrovna acabó por inquietar a
Dunia y a Dmitri Prokofitch. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo,
siendo así que, cuando estaban en el pueblo, vivía de la esperanza de recibir al
fin una carta de su querido Rodia. Esto pareció tan inexplicable a Dunia, que la
joven llegó a sentirse verdaderamente alarmada. Se dijo que su madre debía
de presentir que había ocurrido a Rodia alguna gran desgracia y que no se
atrevía a preguntar por temor a oír algo más horrible de lo que ella suponía.
Fuera como fuese, Dunia se daba perfecta cuenta de que su madre tenía
trastornado el cerebro. Sin embargo, un par de veces Pulqueria Alejandrovna
había conducido la conversación de modo que tuvieran que decirle dónde
estaba Rodia. Las vagas e inquietas respuestas que recibió la sumieron en una
profunda tristeza y durante mucho tiempo se la vio sombría y taciturna.
Finalmente, Dunia comprendió que mentir continuamente e inventar historia
tras historia era demasiado difícil y decidió guardar un silencio absoluto sobre
ciertos puntos. Sin embargo, cada vez era más evidente que la pobre madre
sospechaba algo horrible. Dunia recordaba perfectamente que, según Rodia le
había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a su
conversación con Svidrigailof. Las palabras que había dejado escapar en
sueños tal vez habían dado una luz a la pobre mujer. A veces, tras días o
semanas de lágrimas y silencio, Pulqueria Alejandrovna se entregaba a una
agitación morbosa y empezaba a monologar en voz alta, a hablar de su hijo, de
sus esperanzas, del porvenir. Sus fantasías eran a veces realmente extrañas.
Dunia y Rasumikhine le seguían la corriente, y ella tal vez se daba cuenta, pero
no por eso cesaba de hablar.
La sentencia se dictó cinco meses después de la confesión del culpable.
Rasumikhine visitó a su amigo en la prisión con tanta frecuencia como le fue
posible, y Sonia igualmente. Llegó al fin el momento de la separación. Dunia y
Rasumikhine estaban seguros de que no sería eterna. El fogoso joven había
concebido ciertos proyectos y estaba firmemente resuelto a cumplirlos. Se
proponía reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y luego
trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto de riqueza que sólo
esperaba brazos y capitales para cobrar validez. Se instalarían en la población
donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos una vida nueva.
Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikof se
mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto por su madre y preguntaba
continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar a Dunia.
Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que padecía Pulqueria
Alejandrovna, el semblante de Rodia se ensombreció todavía más.
A Sonia apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había
entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía tiempo para seguir al
convoy de presos de que formara parte Raskolnikof. Jamás habían cambiado
una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que sería así.
En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña
al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con entusiasmo de la vida
próspera que les esperaba cuando él saliera del presidio. Rodia preveía que la
enfermedad de su madre tendría un desenlace doloroso. Al fin partió, seguido
de Sonia.
Dos meses después, Dunetchka y Rasumikhine se casaron. Fue una
ceremonia triste y silenciosa. Entre los invitados figuraban Porfirio Petrovitch y
Zamiotof.
Desde hacía algún tiempo, Rasumikhine daba muestras de una resolución
inquebrantable. Dunia tenía fe ciega en él y creía en la realización de sus
proyectos. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que poseía
una voluntad de hierro. Había vuelto a la universidad a fin de terminar sus
estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir. Tenían la
firme intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. Entre
tanto, contaban con Sonia para sustituirlos.
Pulqueria Alejandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con
Rasumikhine, pero después de la boda aumentaron su tristeza y
ensimismamiento. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la
generosa conducta de Rodia con el estudiante enfermo y su anciano padre, y
también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de un
incendio. Estos dos relatos exaltaron en grado sumo el ya trastornado espíritu
de Pulqueria Alejandrovna. Desde entonces no cesó de hablar de aquellos
nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes, en las tiendas, allí
donde encontraba un auditor paciente empezaba a hablar de su hijo, del
artículo que había publicado, de su piadosa conducta con el estudiaritg, del
espíritu de sacrificio que había demostrado en un incendio, de las quemaduras
que había recibido, etc.
Dunetchka no sabía cómo hacerla callar. Aparte el peligro que encerraba esta
exaltación morbosa, podía darse el caso de que alguien, al oír el nombre de
Raskolnikof, se acordara del proceso y empezase a hablar de él.
Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por
su hijo y se empeñó en ir a verlos. Al fin su agitación llegó al límite. A veces
prorrumpía de pronto en llanto, la acometían con frecuencia accesos de fiebre
y entonces empezaba a delirar. Una mañana dijo que, según sus cálculos,
Rodia estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le
había asegurado que volvería al cabo de nueve meses. Y empezó a arreglar la
casa, a preparar la habitación que destinaba a su hijo (la suya), a quitar el
polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las cortinas... Dunia sentía
gran inquietud al verla en semejante estado, pero no decía nada e incluso la
ayudaba a preparar el recibimiento de Rodia.
Al fin, tras un día de agitación, de visiones, de ensueños felices y de lágrimas,
Pulqueria Alejandrovna perdió por completo el juicio y murió quince días
después. Las palabras que dejó escapar en su delirio hicieron suponer a los
que le rodeaban que sabía de la suerte de su hijo mucho más de lo que se
sospechaba.
Raskolnikof ignoró durante largo tiempo la muerte de su madre. Sin embargo,
desde su llegada a Siberia recibía regularmente noticias de su familia por
mediación de Sonia, que escribía todos los meses a los esposos Rasumikhine
y nunca dejaba de recibir respuesta. Las cartas de Sonia parecieron al principio
demasiado secas a Dunia y su marido. No les gustaban. Pero después
comprendieron que Sonia no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo,
aquellas cartas les daban una idea clara y precisa de la vida del desgraciado
Raskolnikof, pues abundaban en detalles sobre este punto. Sonia describía tan
simple como minuciosamente la existencia de Raskolnikof en el presidio. No
hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus
sentimientos personales. En vez de explicar el estado espiritual, la vida interior
del condenado, de interpretar sus reacciones, se limitaba a citar hechos, a
repetir las palabras pronunciadas por Rodia, a dar noticias de su salud, a
transmitir los deseos que había expresado, los encargos que había hecho...
Gracias a estas noticias en extremo detalladas, pronto creyeron tener junto a
ellos a su desventurado hermano, y no podían equivocarse al imaginárselo,
pues se fundaban en datos exactos y precisos.
Sin embargo, las noticias que recibían no tenían, especialmente al principio,
nada de consolador para el matrimonio. Sonia contaba a Dunia y a su marido
que Rodia estaba siempre sombrío y taciturno, que permanecía indiferente a
las noticias de Petersburgo que ella le transmitía, que la interrogaba a veces
por su madre. Y cuando Sonia se dio cuenta de que sospechaba la verdad
sobre la suerte de Pulqueria Alejandrovna, le dijo francamente que había
muerto, y entonces, para sorpresa suya, vio que Raskolnikof permanecía poco
menos que impasible. Aunque concentrado en sí mismo y ajeno a cuanto le
rodeaba le explicaba Sonia en una carta , miraba francamente y con entereza
su nueva vida. Se daba perfecta cuenta de su situación y no esperaba que
mejorase en mucho tiempo. No alimentaba vanas esperanzas, contrariamente
a lo que suele ocurrir en los casos como el suyo, y no parecía experimentar
extrañeza alguna en su nuevo ambiente, tan distinto del que había conocido
hasta entonces.
Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo
eludía, pero tampoco lo buscaba. Se mostraba indiferente respecto a la
alimentación, pero ésta era tan mala, exceptuando los domingos y días de
fiesta, que al fin aceptó algún dinero de Sonia para poder tomar té todos los
días. Sin embargo, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser
motivo de inquietud para otras personas.
En otra de sus cartas, Sonia les explicó que Rodia dormía hacinado con los
demás detenidos. Ella no había visto la fortaleza donde estaban encerrados,
pero tenía noticias de que los presos vivían amontonados, en condiciones nada
saludables y francamente horribles. Raskolnikof dormía sobre un jergón
cubierto por un simple trozo de tela y no deseaba tener un lecho más cómodo.
Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos
ingrata, no era por principio, sino simplemente por apatía, por indiferencia hacia
su suerte. Sonia contaba que, al principio, sus visitas, lejos de complacer a
Raskolnikof, lo irritaban. Sólo abría la boca para hacerle reproches. Pero
después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan
indispensables, que cayó en una profunda tristeza en cierta ocasión en que
Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin ir a visitarle.
Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia,
adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando ella lo solicitaba. Los
días laborables iba a verlo en los talleres donde trabajaba o en los cobertizos
de la orilla del Irtych.
En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que había logrado
crearse relaciones y obtener cierta protección en su nueva vida. Se dedicaba a
trabajos de aguja, y como en la ciudad escaseaban las costureras, había
conseguido bastantes clientes. Lo que no decía era que había logrado que las
autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los
trabajos más duros.
Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de
Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustioso) que Raskolnikof huía
de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba
pálido como un muerto y que pasaba días enteros sin pronunciar una sola
palabra.
En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y
se le había trasladado al hospital del presidio.
II
Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible
vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimentación, ni la vergüenza de
llevar la cabeza rapada e ir vestido de harapos lo que había quebrantado su
naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por
el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba, al
menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida,
aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas? Cosas peores había
conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a
su género de vida. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso.
Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario.
Pero ¿ante quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonia? Sonia le temía. Además,
¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para
vengarse, la trataba grosera y despectivamente.
Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le
habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le
atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sf mismo
alguna acusación! ¡Qué fácil le habría sido entonces soportar incluso el
deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo
mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado.
Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo
el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido
para siempre por una ciega disposición del destino y que tenía que resignarse,
que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un
poco de calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sacrificio
continuo y estéril en el porvenir: he aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra.
Vano consuelo para él poder decirse que, transcurridos ocho años, sólo tendria
treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vivir? ¿Qué
provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por
una idea, por una esperanza, incluso por un capricho, pero vivir simplemente
no le había satisfecho jamás: siempre habla querido algo más. Tal vez la
violencia de sus deseos le había hecho creer tiempo atrás que era uno de esos
hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.
Si al menos el destino le hubiera procurado el arrepentimiento, el
arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, el
arrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la
cuerda de la horca o las aguas profundas... ¡Con qué satisfacción lo habría
recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo alguno
arrepentido de su crimen. ¡Si al menos hubiera podido reprocharse su
necedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que
le habían llevado a la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de
ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de
considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella época
trágica de su vida.
«¿Qué tenía mi idea se preguntaba para ser más estúpida que las demás
ideas y teorías que circulan y luchan por imponerse sobre la tierra desde que el
mundo es mundo? Basta mirar las cosas con amplitud e independencia de
criterio, desprenderse de los prejuicios para que mi plan no parezca tan
extraño. ¡Oh, pensadores de cuatro cuartos! ¿Por qué os detenéis a medio
camino...? ¿Por qué mi acto os ha parecido monstruoso? ¿Por qué es un
crimen? ¿Qué quiere decir la palabra "crimen"? Tengo la conciencia tranquila.
Sin duda, he cometido un acto ilícito; he violado las leyes y he derramado
sangre. ¡Pues cortadme la cabeza, y asunto concluido! Pero en este caso, no
pocos bienhechores de la humanidad que se adueñaron del poder en vez de
heredarlo desde el principio de su carrera debieron ser entregados al suplicio.
Lo que ocurre es que estos hombres consiguieron llevar a cabo sus proyectos;
llegaron hasta el fin de su camino y su éxito justificó sus actos. En cambio, yo
no supe llevar a buen término mi plan... y, en verdad, esto demuestra que no
tenía derecho a intentar ponerlo en práctica.
Éste era el único error que reconocía; el de haber sido débil y haberse
entregado. Otra idea le mortificaba. ¿Por qué no se había suicidado? ¿Por qué
habría vacilado cuando miraba las aguas del río y, en vez de arrojarse, prefirió
ir a presentarse a la policía? ¿Tan fuerte y tan difícil de vencer era el amor a la
vida? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía a la muerte.
Reflexionaba amargamente sobre esta cuestión y no podía comprender que en
el momento en que, inclinado sobre el Neva, pensaba en el suicidio, acaso
presentía ya su tremendo error, la falsedad de sus convicciones. No
comprendía que este presentimiento podía contener el germen de una nueva
concepción de la vida y que le anunciaba su resurrección.
En vez de esto, se decía que había obedecido a la fuerza oscura del instinto:
cobardía, debilidad...
Observando a sus compañeros de presidio, se asombraba de ver cómo
amaban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver que este
sentimiento era más profundo en los presos que en los hombres que gozaban
de la libertad. ¡Qué espantosos sufrimientos habían soportado algunos de
aquellos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de
sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle
solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía,
como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años
atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y con el pájaro
que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a aquellos
hombres, más cosas inexplicables descubría.
Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba,
eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mirada
en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrededor.
Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya existencia
jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente. Lo que más le
llamó la atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él
y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una raza y ellos a otra.
Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él conocía y comprendía las
causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que
tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos
condenados al exilio en Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes
como unos ignorantes, unos brutos, y los despreciaban. Raskolnikof no
compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos aspectos,
aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos. También había rusos
(un oficial y varios seminaristas) que miraban con desdén a la plebe del penal,
y Raskolnikof los consideraba igualmente equivocados.
A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle. ¿Por
qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de él. Igualmente se mofaban
de su crimen condenados que habían cometido otros crímenes más graves.
Tú eres un señorito le decían . Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho
para ti.
No son cosas para la gente bien.
La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con los
presos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus
compañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre
él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.
Tú eres un ateo; tú no crees en Dios le gritaban . Mereces que te maten.
Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían
matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera, se
fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikof le esperó en silencio, con una
calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se
moviera. Un guardián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto en
intervenir, habría corrido la sangre.
Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos
tanto a Sonia? Ella no hacía nada para atraerse sus simpatías. Los penados
sólo la podían ver de tarde en tarde en los astilleros o en los talleres adonde
iba a reunirse con Raskolnikof. Sin embargo, todos la conocían y todos sabían
que Sonetchka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su vida y
conocían su dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún servicio.
Solamente una vez, en Navidad, hizo un regalo a todos los presos: pasteles y
panes rusos.
Pero, insensiblemente, las relaciones entre ellos y Sonia fueron estrechándose.
La muchacha escribía cartas a los presos para sus familias y después las
echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad para
verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonia los paquetes e incluso el
dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios la
conocían y la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikof a los lugares
donde trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un grupo
de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban el gorro y la
saludaban.
Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita
decían aquellos presidiarios, aquellos hombres groseros y duros a la frágil
mujercita.
Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.
Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para
seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas. Alababan hasta la pequeñez
de su figura. Ya no sabían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban cuando
estaban enfermos.
Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de
pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante
el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia
espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se
había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos
elegidos. Triquinas microscópicas de una especie desconocida se introducían
en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de
inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto.
Sin embargo cosa extraña , jamás los hombres se habían creído tan
inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían
demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías
científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se
contaminaban y perdían el juicio. De todos se apoderaba una mortal desazón y
todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser
el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus
semejantes. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho, se
retorcían las manos, lloraban... No se ponían de acuerdo sobre las sanciones
que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que
condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para
lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las
tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban
y devoraban unos a otros.
En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los
hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía
decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios
más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y no era
posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres
formaban grupos y se comprometían a no disolverse, pero poco después
olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a
matarse. Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los
hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose,
devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos
cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a
renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres,
nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.
Raskolnikof estaba amargado, pues no lograba librarse de la penosa impresión
que le había causado aquel sueño absurdo. Era ya la segunda semana de
pascua. Los días eran tibios, claros, verdaderamente primaverales. Se abrieron
las ventanas del hospital, todas enrejadas y bajo las cuales iba y venía un
centinela. Durante toda la enfermedad de Rodia, Sonia sólo le había podido ver
dos veces, pues se necesitaba para ello una autorización sumamente difícil de
obtener. Pero había ido muchos días, sobre todo al atardecer, al patio del
hospital para verlo desde lejos, un momento y a través de las rejas.
Una tarde, cuando ya estaba casi curado, Raskolnikof se durmió. Al despertar
se acercó distraídamente a la ventana y vio a Sonia de pie junto al portal.
Parecía esperar algo. Raskolnikof se estremeció: había sentido una dolorosa
punzada en el corazón. Se apartó a toda prisa de la ventana. Al día siguiente
Sonia no apareció; al otro, tampoco. Rodia se dio cuenta de que la esperaba
ansiosamente. Al fin dejó el hospital. Ya en el presidio, sus compañeros le
informaron de que Sonia Simonovna estaba enferma. Profundamente inquieto,
Raskolnikof envió a preguntar por ella. En seguida supo que su enfermedad no
tenía importancia. Sonia, al saber que su estado preocupaba a Rodia, le
escribió una carta con lápiz para decirle que estaba mucho mejor y que sólo
padecía un enfriamiento. Además, le prometía ir a verlo lo antes posible al
lugar donde trabajaba. El corazón de Raskolnikof empezó a latir con violencia.
Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al
trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían instalado a la orilla del río,
en un cobertizo. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Uno de ellos se
fue a la fortaleza, acompañado de un guardián, en busca de una herramienta;
otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikof salió del cobertizo, se sentó en
un montón de maderas que había en la orilla y se quedó mirando el río ancho y
desierto. Desde la alta ribera se abarcaba con la vista una gran extensión del
país. En un punto lejano de la orilla opuesta, alguien cantaba y su canción
llegaba a oídos del preso. Allí, en la estepa infinita inundada de sol, se alzaban
aquí y allá, como puntos negros apenas perceptibles, las tiendas de campaña
de los nómadas. Allí reinaba la libertad, allí vivían hombres que no se parecían
en nada a los del presidio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había
detenido en la época de Abraham y sus rebaños. Raskolnikof contemplaba el
lejano cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor movimiento. No pensaba
en nada: dejaba correr la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo,
experimentaba una vaga inquietud.
De pronto vio a Sonia a su lado. Se había acercado en silencio y se había
sentado junto a él. Era todavía temprano y el fresco matinal se dejaba sentir.
Sonia llevaba su vieja y raída capa y su chal verde. Su cara, delgada y pálida,
conservaba las huellas de su enfermedad. Sonrió al preso con expresión
amable y feliz y, como de costumbre, le tendió tímidamente la mano.
Siempre hacía este movimiento con timidez. A veces, incluso se abstenía de
hacerlo, por temor a que él rechazara su mano, pues le parecía que Rodia la
tomaba a la fuerza. En algunas de sus visitas incluso daba muestras de enojo y
no abría la boca mientras ella estaba a su lado. Había días en que la joven
temblaba ante su amigo y se separaba de él profundamente afligida. Esta vez,
por el contrario, sus manos permanecieron largo rato enlazadas. Rodia dirigió a
Sonia una rápida mirada y bajó los ojos sin pronunciar palabra. Estaban solos.
Nadie podía verlos. El guardián se había alejado. De súbito, sin darse cuenta
de lo que hacía y como impulsado por una fuerza misteriosa Raskolnikof se
arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodillas y rompió a llorar. En el
primer momento, Sonia se asustó. Mortalmente pálida, se puso en pie de un
salto y le miró, temblorosa. Pero al punto lo comprendió todo y una felicidad
infinita centelleó en sus ojos. Sonia se dio cuenta de que Rodia la amaba: sí,
no cabía duda. La amaba con amor infinito. El instante tan largamente
esperado había llegado.
Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas
brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos
rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección.
El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de
vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que
pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda
felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba regenerado. Lo
sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él.
Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia,
echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Incluso le había parecido
que aquel día, todos aquellos compañeros que antes habían sido enemigos de
él le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y todos le habían
contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el
menor asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida?
Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su
pálida y delgada carita. Pero estos recuerdos no despertaban en él ningún
remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente los
sufrimientos que le había causado.
Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso su
crimen, incluso la sentencia que le había enviado a Siberia, le parecían
acontecimientos lejanos que no le afectaban.
Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de
concentrar el pensamiento. Sólo podía sentir. Al razonamiento se había
impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también a su mente.
En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro
pertenecía a Sonia. Era el mismo en que ella le había leído una vez la
resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio, Raskolnikof esperó que
Sonia le perseguiría con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría del
Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa
suya, no había ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la
lectura del Libro Sagrado. Él mismo se lo había pedido algún tiempo antes de
su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún comentario. Aún no
lo había abierto.
Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente.
«¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ser
ahora distintos de los míos?»
Sonia se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó
enferma. Se sentía tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan
inesperado, que experimentaba incluso cierto terror.
¡Siete años! ¡Sólo siete años! En la embriaguez de los primeros momentos,
poco faltó para que los dos considerasen aquellos siete años como siete días.
Raskolnikof ignoraba que no podría obtener esta nueva vida sin dar nada por
su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos
esfuerzos...
Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de
su regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su
conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada. En todo esto
habría materia para una nueva narración, pero la nuestra ha terminado.
FIN