10 Cómo
deben medirse las fuerzas de todos los principados
O
el principado es bastante grande para que en él halle el príncipe,
en caso necesario, con qué sostenerse por sí mismo, o es tal que,
en semejante caso, se ve precisado a implorar el auxilio de los
otros.
Pueden
sostenerse los príncipes por sí mismos, cuando tienen suficientes
hombres y dinero para formar el correspondiente ejército, con el que
estén habilitados para dar batalla a cualquiera que llegara a
atacarlos. Necesitan de los otros, los que no pudiendo salir a
campaña contra los enemigos, se ven obligados a encerrarse dentro de
sus muros y ceñirse a guardarlos.
Se
ha hablado del primer caso; y le mentaremos todavía, cuando se
presente la ocasión de ello.
En
el segundo caso, no podemos menos de alentar a semejantes príncipes
a mantener y fortificar la ciudad de su residencia sin inquietarse
por lo restante del país. Cualquiera que haya fortificado bien el
lugar de su mansión, y se haya portado bien con sus gobernados, como
lo hemos dicho más arriba y lo diremos adelante, no será atacado
nunca más que con mucha circunspección, porque los hombres miran
con tibieza siempre las empresas que les presentan dificultades; y
que no puede esperarse un triunfo fácil, atacando a un príncipe que
tiene bien fortificada su ciudad y no está aborrecido de su pueblo.
Las
ciudades de Alemania son muy libres; tienen, en sus alrededores, poco
territorio que les pertenezca; obedecen al emperador cuando lo
quieren; y no le temen a él ni a ningún otro potentado inmediato, a
causa de que están fortificadas, y cada uno de ellos ve que le sería
dificultoso y adverso el atacarlas. Todas tienen fosos, murallas, una
suficiente artillería, y conservan en sus bodegas, cámaras y
almacenes con qué comer, beber y hacer lumbre durante un año. Fuera
de esto, a fin de tener suficientemente alimentado al populacho, sin
que sea gravoso al público, tienen siempre, es común con qué darle
de trabajar por espacio de un año en aquellas especies de obras que
son el nervio y alma de la ciudad, y con cuyo producto se sustenta
este populacho. Mantienen también en una grande consideración los
ejercicios militares, y tienen sumo cuidado de que permanezcan ellos
en vigor.
Así,
pues, un príncipe que tiene una ciudad fuerte y no se hace aborrecer
en ella, no puede ser atacado; y si lo fuera, se volvería con
oprobio el que le atacara. Son tan variables las cosas terrenas, que
es casi imposible que el que ataca, siendo llamado en su país por
alguna vicisitud inevitable de sus Estados, permanezca rodando un año
con su ejército bajo unos muros que no le es posible atacar.
Si
alguno objetara que en el caso de que teniendo un pueblo sus
posesiones afuera y las viera quemar perdería paciencia, y que un
dilatado sitio y su interés le hacían olvidar el de su príncipe,
responderé que un príncipe poderoso y valiente superará siempre
estas dificultades; ya haciendo esperar a sus gobernados que el mal
no será largo, ya haciéndoles temer diversas crueldades por parte
del enemigo, o ya, últimamente, asegurándose con arte de aquellos
súbditos que le parezcan muy osados en sus quejas.
Fuera
de esto, habiendo debido naturalmente el enemigo, desde su llegada,
quemar y asolar el país, cuando estaban los sitiados en el primer
ardor de la defensa, el príncipe debe tener tanto menos desconfianza
después, cuanto a continuación de haberse pasado algunos días se
han enfriado los ánimos, los daños están ya hechos, los males
sufridos y sin que les quede remedio ninguno. Los ciudadanos entonces
llegan tanto mejor a unirse a él, cuanto les parece que ha contraído
una nueva obligación con ellos, con motivo de haberse arruinado sus
posesiones y casas en defensa suya. La naturaleza de los hombres es
de obligarse unos a otros, así tanto con los beneficios que ellos
acuerdan como con los que reciben. De ello es preciso concluir que,
considerándolo todo bien, no le es difícil a un príncipe, que es
prudente, el tener al principio y en lo sucesivo durante todo el
tiempo de un sitio, inclinados a su persona los ánimos de sus
conciudadanos, cuando no les falta con qué vivir ni con qué
defenderse.
11 De
los principados eclesiásticos
No
nos resta hablar ahora más que de los principados eclesiásticos,
sobre los que no hay dificultad ninguna más que para adquirir la
posesión suya; porque hay necesidad, a este efecto, de valor o de
una buena fortuna. No hay necesidad de uno ni otro para conservarlos;
se sostiene uno en ellos por medio de instituciones, que fundadas
antiguamente, son tan poderosas y tienen tales propiedades, que ellas
conservan al príncipe en su Estado de cualquier modo que él proceda
y se conduzca.
Únicamente
estos príncipes tienen Estados sin estar obligados a defenderlos, y
súbditos sin experimentar la molestia de gobernarlos. Estos Estados,
aunque indefensos, no les son quitados; y estos súbditos, aunque sin
gobierno como ellos están, no tienen zozobra ninguna de esto; no
piensan en mudar de príncipe, y ni aun pueden hacerlo. Son, pues,
estos Estados los únicos que prosperan y están seguros.
Pero
como son gobernados por causas superiores a que la razón humana no
alcanza, los pasaré en silencio; sería menester ser bien
presuntuoso y temerario para discurrir sobre unas soberanías
erigidas y conservadas por Dios mismo.
Alguno,
sin embargo, me preguntará de qué proviene que la Iglesia Romana se
elevó a una tan superior grandeza en las cosas temporales, de tal
modo que la dominación pontificia de la que, antes del Papa
Alejandro VI los potentados italianos, y no solamente los que se
llaman potentados, sino también cada barón, cada señor, por más
pequeños que fuesen, hacían corto aprecio en las cosas temporales,
hace temblar ahora a un Rey de Francia, aun pudo echarle de Italia, y
arruinar a los venecianos. Aunque estos hechos son conocidos, no
tengo por cosa en balde el representarlos en parte.
Antes
que el Rey de Francia, Carlos VIII, viniera a Italia, esta provincia
estaba distribuida bajo el imperio del Papa, Venecianos, rey de
Nápoles, duque de Milán y Florentinos. Estos potentados debían
tener dos cuidados principales: el uno que ningún extranjero trajera
ejércitos a Italia, y el otro que no se engrandeciera ninguno de
ellos. Aquellos contra quienes más les importaba tomar estas
precauciones, eran el Papa y los venecianos. Para contener a los
venecianos era necesaria la unión de todos los otros, como se había
visto en la defensa de Ferrara; y para contener al Papa se valían
estos potentados de los barones de Roma, que, hallándose divididos
en dos facciones, las de los Urbinos y Colonias, tenían siempre, con
motivo de sus continuas discusiones, desenvainada la espada unos
contra otros, a la vista misma del Pontífice, al que inquietaban
incesantemente. De ello resultaba que la potestad temporal del
pontificado permanecía siempre débil y vacilante.
Aunque
a veces sobrevenía un Papa de vigoroso genio como Sixto IV, la
fortuna o su ciencia no podían desembarazarle de este obstáculo, a
causa de la brevedad de su pontificado. En el espacio de diez años,
que, uno con otro, reinaba cada Papa, no les era posible, por más
molestias que se tomaran, el abatir una de estas facciones. Si uno de
ellos, por ejemplo, conseguía extinguir casi la de los Colonnas,
otro Papa, que se hallaba enemigo de los Ursinos, hacía resucitar a
los Colonnas. No le quedaba ya suficiente tiempo para aniquilarlos
después; y con ello acaecía que hacían poco caso de las fuerzas
temporales del Papa en Italia.
Pero
se presentó Alejandro VI, quien, mejor que todos sus predecesores,
mostró cuánto puede triunfar un Papa, con su dinero y fuerzas, de
todos los demás príncipes. Tomando a su duque de Valentinois por
instrumento, y aprovechándose de la ocasión del paso de los
franceses, ejecutó cuantas cosas llevo referidas ya al hablar sobre
las acciones de este duque. Aunque su intención no había sido
aumentar los dominios de la Iglesia, sino únicamente proporcionar
otros grandísimos al duque, sin embargo, lo que hizo por él,
ocasionó el engrandecimiento de esta potestad temporal de la
Iglesia, supuesto que a la extinción del duque heredó ella el fruto
de sus guerras. Cuando el papa Julio vino después, la halló muy
poderosa, pues ella poseía toda la Romaña; y todos los barones de
Roma estaban sin fuerza, supuesto que Alejandro, con los diferentes
modos de hacer derrotar sus facciones, las había destruido. Halló
también el camino abierto para algunos medios de atesorar, que
Alejandro no había puesto en práctica nunca. Julio no solamente
siguió el curso observado por éste, sino que también formó el
designio de conquistar Bolonia, reducir a los venecianos, arrojar de
Italia a los franceses. Todas estas empresas le salieron bien, y con
tanta más gloria para él mismo, cuanto ellas llevaban la mira de
acrecentar el patrimonio de la Iglesia y no el de ningún particular.
Además de esto, mantuvo las facciones de los Urbinos y Colonnas en
los mismos términos en que las halló; y aunque había entre ellas
algunos jefes capaces de turbar el Estado, permanecieron sumisos,
porque los tenía espantados la grandeza de la Iglesia, y no había
cardenales que fueran de su familia: lo cual era causa de sus
disensiones. Estas facciones no estarán jamás sosegadas mientras
que ellas tengan algunos cardenales, porque éstos mantienen, en Roma
y por afuera, unos partidos que los barones están obligados a
defender; y así es como las discordias y guerras entre los barones,
dimanan de la ambición de estos prelados.
Sucediendo
Su Santidad el papa León X a Julio, halló, pues, el pontificado
elevado a un altísimo grado de dominación; y hay fundamentos para
esperar que, si Alejandro y Julio le engrandecieron con las armas,
este pontífice le engrandecerá más todavía, haciéndole venerar
con su bondad y demás infinitas virtudes que sobresalen en su
persona.
12 Cuántas
especies de tropas hay; y de los soldados mercenarios
Después
de haber hablado en particular de todas las especies de principados
sobre las que al principio me había propuesto discurrir considerado,
bajo algunos aspectos, las causas de su buena o mala constitución; y
mostrando los medios con que muchos príncipes trataron de
adquirirlos y conservarlos, me resta ahora discurrir, de un modo
general, sobre los ataques y defensas que pueden ocurrir en cada uno
de los Estados de que llevo hecha mención.
Los
principales fundamentos de que son capaces todos los Estados, ya
nuevos, ya antiguos, ya mixtos, son las buenas leyes y armas; y
porque las leyes no pueden ser malas en donde son buenas las armas,
hablaré de las armas echando a un lado las leyes.
Pero
las armas con que un príncipe defiende su Estado son o las suyas
propias o armas mercenarias, o auxiliares, o armas mixtas.
Las
mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas. Si un príncipe
apoya su Estado con tropas mercenarias, no estará firme ni seguro
nunca, porque ellas carecen de unión, son ambiciosas,
indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de los amigos, y
cobardes contra los enemigos, y que no temen temor de Dios, ni buena
fe con los hombres. Si uno, con semejantes tropas, no queda vencido,
es únicamente cuando no hay todavía ataque. En tiempo de paz te
pillan ellas; y en el de guerra dejan que te despojen los enemigos.
La
causa de esto es que ellas no tienen más amor, ni motivo que te las
apegue que el de su sueldecillo; y este sueldecillo no puede hacer
que estén resueltas a morir por ti. Tienen ellas a bien ser soldados
tuyos, mientras que no hacen la guerra; pero si ésta sobreviene
huyen ellas y quieren retirarse.
No
me costaría sumo trabajo el persuadir lo que acabo de decir,
supuesto que la ruina de la Italia, en este tiempo (en el siglo XVI),
no proviene sino de que ella, por espacio de muchos años, descuidó
en las armas mercenarias, que lograron ciertamente, es verdad,
algunos triunfos en provecho de tal o cual príncipe y se
manifestaron animosas contra varias tropas del país; pero a la
llegada del extranjero mostraron lo que realmente eran ellas. Por
esto Carlos VIII, rey de Francia, tuvo la facilidad de tomar la
Italia con greda; y el que decía que nuestros pecados eran la causa
de ello, decía la verdad; pero no eran los que él creía, sino los
que tengo mencionados ya. Y como e s t o s pecados eran los de los
príncipes, llevaron ellos mismos también su castigo.
Quiero
demostrar todavía mejor la desgracia que el uso de esta especie de
tropas acarrea. O los capitanes mercenarios son hombres excelentes o
no lo son. Si no lo son, no puedes fiarte en ellos, porque aspiran
siempre a elevarse ellos mismos a la grandeza, sea oprimiéndote, a
ti que eres dueño suyo, sea oprimiendo a los otros contra tus
intenciones, y si el capitán no es un hombre de valor, causa
comúnmente tu ruina.
Si
alguno replica diciendo que cuanto capitán tenga tropas a su
disposición, sea o no mercenario, obrará del mismo modo, responderé
mostrando cómo estas tropas mercenarias deben emplearse por un
príncipe o república.
El
príncipe debe ir en persona a su frente y hacer por sí mismo el
oficio de capitán. La república debe enviar a uno de sus ciudadanos
para mandarlas; y si después de sus primeros principios no se
muestra muy capaz de ello, debe sustituirle con otro. Si, por el
contrario se muestra muy capaz, conviene que le contenga, por medio
de sabias leyes para impedirle pasar del punto que ella ha fijado.
La
experiencia nos enseña que únicamente los príncipes que tienen
ejércitos propios y las repúblicas que gozan del mismo beneficio
hacen grandes progresos, mientras que las repúblicas y príncipes
que se apoyan sobre ejércitos mercenarios no experimentan más que
reveses.
Por
otra parte, una república cae menos fácilmente bajo el yugo del
ciudadano que manda, y que desea esclavizarla, cuando está armada
con sus propias armas que cuando no tiene más que ejércitos
extranjeros. Roma y Esparta se conservaron libres con sus propias
armas por espacio de muchos siglos, y los suizos, que están armados
del mismo modo, se mantienen también sumamente libres.
Por
lo que mira a los inconvenientes de los ejércitos mercenarios de la
antigüedad, tenemos el ejemplo de los cartagineses, que acabaron
siendo sojuzgados por sus soldados mercenarios después de la primera
guerra contra los romanos, aunque los capitanes de estos soldados
eran cartagineses. Habiendo sido nombrado Filipo de Macedonia por
capitán de los tebanos después de muerto Epaminondas, los hizo
vencedores, es verdad; pero a continuación de la victoria, los
esclavizó. Constituidos los milaneses en república después de la
muerte del duque Felipe María Visconti, emplearon como mantenidos a
su sueldo a Francisco Sforza y tropa suya contra los venecianos; y
este capitán, después de haber vencido a los venecianos en
Caravaggio, se unió con ellos para sojuzgar a los milaneses que, sin
embargo, eran sus amos. Cuando Sforza, su padre, que estaba con sus
tropas al sueldo de la reina de Nápoles, la abandonó de repente,
quedó ella tan bien desarmada que para no perder su reino se vio
precisada a echarse en los brazos del rey de Aragón.
Si
los venecianos y florentinos extendieron su dominación con esta
especie de armas durante los últimos años, y si los capitanes de
estas armas no se hicieron príncipes de Venecia; si, finalmente,
estos pueblos se defendieron bien con ellas, los florentinos, que
tuvieron particularmente esta dicha, deben dar gracias a la suerte
por la cual sola ellos fueron singularmente favorecidos. Entre
aquellos valerosos capitanes, que podían ser temibles, algunos, sin
embargo, no tuvieron la dicha de haber ganado victorias; otros
encontraron insuperables obstáculos, y, finalmente, hay varios que
dirigieron su ambición hacia otra parte. Del número de los primeros
fue Juan Acat, sobre cuya fidelidad no podemos formar juicio,
supuesto que él no fue vencedor; pero se convendrá en que si lo
hubiera sido, quedaban a su discreción los florentinos. Si Santiago
Sforza no invadió los Estados que le tenían a su sueldo, nace de
que tuvo siempre contra sí a los Braceschis, que le contenían, al
mismo tiempo que él los contenía. Últimamente, si Francisco Sforza
dirigió eficazmente su ambición hacia la Lombardía fue porque
Bracio dirigía la suya hacia los Estados de la Iglesia y el reino de
Nápoles. Pero volvamos a algunos hechos más cercanos a nosotros.
Tomemos
la época en que los florentinos habían elegido por capitán suyo a
Paulo Viteli, habilísimo sujeto y que había adquirido una grande
reputación, aunque nacido en una condición vulgar. ¿Quién negará
que si él se hubiera apoderado de Pisa, sus soldados, por más
florentinos que ellos eran, hubieran tenido por conveniente el
quedarse con él? Si él hubiera pasado al sueldo del enemigo, no era
ya posible remediar cosa ninguna; y supuesto que le habían
conservado por capitán, era cosa natural que le obedeciesen sus
tropas.
Si
se consideran los adelantamientos que los venecianos hicieron, se
verá que ellos obraron segura y gloriosamente mientras que hicieron
ellos mismos la guerra. Lo cual se verificó mientras que no tentaron
nada contra la tierra firme, y que su nobleza peleó valerosamente
con el pueblo bajo armado. Pero cuando se pusieron a hacer la guerra
por tierra, abandonándolos entonces su valor abrazaron los estilos
de la Italia y se sirvieron de legiones mercenarias. No tuvieron que
desconfiarse mucho de ellas en el principio de sus adquisiciones,
porque no poseían, entonces, en tierra firme, un país considerable,
y gozaban todavía de una respetable reputación. Pero luego que se
hubieron engrandecido, bajo el mando del capitán Carmagnola, echaron
de ver bien pronto la falta en que ellos habían incurrido. Viendo a
este hombre, tan hábil como valeroso, dejarse derrotar, sin embargo,
al obrar por ellos contra el duque de Milán, su soberano natural, y
sabiendo, además, que en esta guerra se conducía fríamente,
comprendieron que no podían vencer ya con él. Pero como hubieran
corrido peligro de perder lo que habían adquirido si hubieran
licenciado a este capitán, que se hubiera pasado al servicio del
enemigo, y como también la prudencia no les permitía dejarle en su
puesto, se vieron obligados, para conservar sus adquisiciones, a
hacerle perecer.
Tuvieron
después por capitán a Bartolomé Colleoni de Bérgamo, a Roberto de
San Severino, al conde de Pitigliano y otros semejantes, con los que
debían menos esperar ganar que temer perder; como sucedió en Vaila,
donde en una sola batalla fueron despojados de lo que no habían
adquirido más que con ochocientos años de enormes fatigas.
Concluyamos
de todo esto que con legiones mercenarias las conquistas son lentas,
tardías, débiles, y las pérdidas repentinas e inmensas.
Supuesto
que estos ejemplos me han conducido a hablar de la Italia, en que se
sirven de semejantes armas muchos años hace, quiero volver a tomar
de más arriba lo que le es relativo, a fin de que habiendo dado a
conocer su origen y progresos pueda reformarse mejor el uso suyo. Es
menester traer a la memoria, desde luego, cómo en los siglos
pasados, luego que el emperador de Alemania hubo comenzado a ser
echado de la Italia y el Papa a adquirir en ella una grande
dominación temporal, se vio dividida aquélla en muchos Estados. En
las ciudades más considerables se armó el pueblo contra los nobles,
quienes, favorecidos al principio por el emperador, tenían oprimidos
a los restantes ciudadanos; y el Papa auxiliaba estas rebeliones
populares para adquirir valimiento en las cosas terrenas. En otras
muchas ciudades, diversos ciudadanos se hicieron príncipes de ellas.
Habiendo caído con ello la Italia casi toda bajo el poder de los
papas, si se exceptúan algunas repúblicas, y no estando habituados
estos pontífices ni sus cardenales a la profesión de las armas, se
echaron a tomar a su sueldo tropas extranjeras. El primer capitán
que puso en crédito a estas tropas, fue el romañol Alberico de
Como, en cuya escuela se formaron, entre otros varios, aquel Bracio y
aquel Sforza, que fueron después los árbitros de la Italia; tras
ellos vinieron todos aquellos otros capitanes mercenarios que, hasta
nuestros días, mandaron los ejércitos de nuestra vasta península.
El resultado de su valor es que este hermoso país, a pesar de ellos,
pudo recorrerse libremente por Carlos VIII, tomarse por Luis XII,
sojuzgarse por Fernando e insultarse por los suizos.
El
método que estos capitanes seguían consistía primeramente en
privar de toda consideración a la infantería, a fin de
proporcionarse la mayor a sí mismos; y obraban así porque, no
poseyendo Estado ninguno, no podían tener más que pocos infantes,
ni alimentar a muchos, y que, por consiguiente, la infantería no
podía adquirirles un gran renombre. Preferían la caballería, cuya
cantidad proporcionaban a los recursos del país que había de
alimentarla, y en el que era tanto más honrada cuanto más fácil
era su mantenimiento. Las cosas habían llegado al punto que, en un
ejército de veinte mil hombres, no se contaban dos mil infantes.
Habían
tomado, además, todos los medios posibles para desterrar de sus
soldados y de sí mismos la fatiga y el miedo, introduciendo el uso
de no matar en las refriegas, sino de hacer en ellas prisioneros, sin
degollarlos. De noche los de las tiendas no iban a acampar en las
tierras, y los de las tierras no volvían a las tiendas; no hacían
fosos ni empalizadas alrededor de su campo ni se acampaban durante el
invierno. Todas estas cosas permitidas en su disciplina militar se
habían imaginado por ellos, como lo hemos dicho, para ahorrarles
algunas fatigas y peligros. Pero con estas precauciones condujeron la
Italia a la esclavitud y envilecimiento.
13 De
los soldados auxiliares, mixtos y propios
Las
armas auxiliares que he contado entre las inútiles, son las que otro
príncipe os presta para socorreros y defenderos. Así, en estos
últimos tiempos, habiendo hecho el papa Julio una desacertada prueba
de las tropas mercenarias en el ataque de Ferrara, convino con
Fernando, rey de España, que éste iría a incorporársele con sus
tropas. Estas armas pueden ser útiles y buenas en sí mismas; pero
son infaustas siempre para el que las llama; porque si pierdes la
batalla, quedas derrotado, y si la ganas te haces prisionero suyo en
algún modo.
Aunque
las antiguas historias están llenas de ejemplos que prueban esta
verdad, quiero detenerme en el de Julio II, que está todavía muy
reciente. Si el partido que él abrazó de ponerse todo entero en las
manos de un extranjero para conquistar Ferrara, no le fue funesto, es
que su buena fortuna engendró una tercera causa, que le preservó
contra los efectos de esta mala determinación. Habiendo sido
derrotados sus auxiliares en Rávena, los suizos que sobrevivieron,
contra su esperanza y la de todos los demás, echaron a los franceses
que habían ganado la victoria. No quedó hecho prisionero de sus
enemigos, por la única razón de que ellos iban huyendo; ni de sus
auxiliares, a causa de que él había vencido realmente, pero con
armas diferentes de las de ellos.
Hallándose
los florentinos sin ejército totalmente, llamaron a diez mil
franceses para ayudarlos a apoderarse de Pisa; y esta disposición
les hizo correr más peligros que no habían encontrado nunca en
ninguna empresa marcial.
Queriendo
oponerse el emperador de Constantinopla a sus vecinos, envió a la
Grecia diez mil turcos, los que, acabada la guerra, no quisieron ya
salir de ella; y fue el principio de la sujeción de los griegos al
yugo de los infieles.
Únicamente
el que no quiere estar habilitado para vencer es capaz de valerse de
semejantes armas, que miro como mucho más peligrosas que las
mercenarias. Cuando son vencidas, no quedan por ello todas menos
unidas y dispuestas a obedecer a otros que a ti, en vez de que las
mercenarias, después de la victoria, tienen necesidad de una ocasión
más favorable para atacarle, porque no forman todas un mismo cuerpo.
Por otra parte, hallándose reunidas y pagadas por ti, el tercero a
quien has conferido el mando suyo no puede tan pronto adquirir
bastante autoridad sobre ellas para disponerlas inmediatamente a
atacarte. Si la cobardía es lo que debe temerse más en las tropas
mercenarias, lo más temible en las auxiliares es la valentía.
Un
príncipe sabio evitó siempre valerse de unas y otras; y recurrió a
sus propias armas, prefiriendo perder con ellas a vencer con las
ajenas. No miró jamás como una victoria real lo que se gana con las
armas de los otros. No titubearé nunca en citar, sobre esta materia,
a César Borgia y conducta suya en semejante caso. Entró este duque
con armas auxiliares en la Romaña, conduciendo a ella las tropas
francesas con que tomó Imola y Forli; pero no pareciéndole bien
pronto seguras semejantes armas, y juzgando que había menos riesgo
en servirse de las mercenarias, tomó a su sueldo las de los Ursinos
y Vitelis. Hallando después que éstos obraban de un modo
sospechoso, infiel y peligroso, se deshizo de ellas, recurrió a unas
armas que fuesen suyas propias.
Podemos
juzgar fácilmente de la diferencia que hubo entre la reputación del
duque César Borgia, sostenido por los Ursinos y Vitelis, y la que él
se granjeó luego que se hubo quedado con sus propios soldados, no
apoyándose más que sobre sí mismo. Se hallará ésta muy superior
a la precedente. No fue bien apreciado bajo el afecto militar, más
que cuando se vio que él era enteramente poseedor de las armas que
empleaba.
Aunque
no he querido desviarme de los ejemplos italianos tomados en una era
inmediata a la nuestra, no olvidaré por ello a Hierón de Siracusa,
del que tengo yo hecha mención anteriormente. Desde que fue elegido
por los siracusanos para jefe de su ejército, como lo he dicho,
conoció al punto que no era útil la tropa mercenaria, porque sus
jefes eran lo que fueron en lo sucesivo los capitanes de Italia.
Creyendo que él no podía conservarlos, ni retirarlos, tomó la
resolución de destrozarlos; hizo después la guerra con sus propias
armas y nunca ya con las ajenas.
Quiero
traer a la memoria todavía un hecho del Antiguo Testamento que tiene
relación con mi materia. Ofreciendo David a Saúl ir a pelear contra
el filisteo Goliat, Saúl, para darle alientos, le revistió con su
armadura real; pero David, después de habérsela puesto, la desechó
diciendo que cargado así no podía servirse libremente de sus
propias fuerzas y que gustaba más de acometer con honda y cuchillo
al enemigo. En suma, si tomas las armaduras ajenas, o ellas se te
caen de los hombros, o te pesan mucho, o te aprietan y embarazan.
Carlos
VII, padre de Luis XI, habiendo librado con su valor y fortuna la
Francia de la presencia de los ingleses, conoció la necesidad de
tener armas que fuesen suyas y quiso que hubiera caballería e
infantería en su reino. El rey Luis XI, su hijo, suprimió la
infantería y tomó a su sueldo suizos. Imitada esta falta por sus
sucesores, es ahora, como lo vemos (en el año de ), la causa de los
peligros en que se halla el reino. Dando alguna reputación a los
suizos desalentó su propio ejército, y suprimiendo enteramente la
infantería hizo dependiente de las armas ajenas su propia
caballería, que acostumbrada a pelear con el socorro de los suizos
cree no poder ya vencer sin ellos. Resulta de ello que los franceses
no bastaron para pelear contra los suizos, y que sin ellos no
intentan nada contra los otros.
Los
ejércitos de la Francia se compusieron, pues, en parte, de sus
propias armas, y en parte de las mercenarias. Reunidas las unas y
otras valen más que si no hubiera más que mercenarias o auxiliares;
pero un ejército así formado es inferior con mucho a lo que él
sería si se compusiera de armas francesas únicamente. Este ejemplo
basta, porque el reino de Francia sería invencible si se hubiera
acrecentado o conservado solamente la institución militar de Carlos
VII. Pero a menudo una cierta cosa, que los hombres de una mediana
prudencia establecen con motivo de algún bien que ella promete,
esconde en sí misma un funestísimo veneno, como lo dije antes
hablando de las fiebres tísicas. Así, pues, el que estando al
frente de un principado no descubre el mal en su raíz, ni le conoce
hasta que él se manifiesta, no es verdaderamente sabio. Pero está
acordada a pocos príncipes esta perspicacia.
Si
se quiere subir al origen de la ruina del imperio romano se
descubrirá que ella trae su fecha de la época en que él se puso a
tomar godos a sueldo, porque desde entonces comenzaron a enervarse
sus fuerzas; y cuanto vigor se le hacía perder se convertía en
provecho de ellos.
Concluyo
que ningún principado puede estar seguro cuando no tiene armas que
le pertenezcan en propiedad. Hay más: depende él enteramente de la
suerte, porque carece del valor que sería necesario para defenderle
en la adversidad. La opinión y máxima de los políticos sabios fue
siempre que ninguna cosa es tan débil, tan vacilante, como la
reputación de una potencia que no está fundada sobre sus propias
fuerzas.
Las
propias son las que se componen de los soldados, ciudadanos o
hechuras del príncipe: todas las demás son mercenarias o
auxiliares. El modo para formarse armas propias, será fácil de
hallar si se examinan las instituciones de que hablé antes, y si se
considera cómo Filipo, padre de Alejandro, igualmente que muchas
repúblicas y príncipes se formaron ejércitos y los ordenaron.
Remito enteramente a sus constituciones para este objeto.
14 De
las obligaciones del príncipe en lo concerniente al arte de la
guerra
Un
príncipe no debe tener otro objeto, otro pensamiento, ni cultivar
otro arte más que la guerra, el orden y disciplina de los ejércitos,
porque es el único que se espera ver ejercido por el que manda. Este
arte es de una tan grande utilidad que él no solamente mantiene en
el trono a los que nacieron príncipes, sino que también hace subir
con frecuencia a la clase de príncipe a algunos hombres de una
condición privada. Por una razón contraria, sucedió que varios
príncipes, que se ocupaban más en las delicias de la vida que en
las cosas militares, perdieron sus Estados. La primera causa que te
haría perder el tuyo sería abandonar el arte de la guerra, como la
causa que hace adquirir un principado al que no le tenía, es
sobresalir en este arte. Mostrose superior en ello Francisco Sforza
por el solo hecho de que, no siendo más que un simple particular,
llegó a ser duque de Milán; y sus hijos, por haber evitado las
fatigas e incomodidades de la profesión de las armas, de duques que
ellos eran pasaron a ser simples particulares con esta diferencia.
Entre
las demás raíces del mal que te acaecerá, si por ti mismo no
ejerces el oficio de las armas, debes contar el menosprecio que
habrán concebido para con tu persona, lo que es una de aquellas
infamias de que el príncipe debe preservarse, como se dirá más
adelante al hablar de aquellas a las que se propasa él con utilidad.
Entre el que es guerrero y el que no lo es no hay ninguna proporción.
La razón nos dice que el sujeto que se halla armado no obedece con
gusto a cualquiera que sea desarmado; y que el amo que está
desarmado no puede vivir seguro entre sirvientes armados. Con el
desdén que está en el corazón del uno y la sospecha que el ánimo
del otro abriga, no es posible que ellos hagan juntos buenas
operaciones.
Además
de las otras calamidades que se atrae un príncipe que no entiende
nada de guerra, hay la de no poder ser estimado de sus soldados, ni
fiarse de ellos. El príncipe no debe cesar, pues, jamás, de pensar
en el ejercicio de las armas, y en los tiempos de paz, debe darse a
ellas todavía más que en los de guerra. Puede hacerlo de dos modos:
el uno con acciones, y el otro con pensamientos.
En
cuanto a sus acciones, debe no solamente tener bien ordenadas y
ejercitadas sus tropas, sino también ir con frecuencia a caza, con
la que, por una parte, acostumbra su cuerpo a la fatiga, y por otra,
aprende a conocer la calidad de los sitios, el declive de las
montañas, la entrada de los valles, la situación de las llanuras,
la naturaleza de los ríos, la de las lagunas. Es un estudio en el
que debe poner la mayor atención.
Estos
conocimientos le son útiles de dos modos. En primer lugar, dándole
a conocer bien su país le ponen en proporción de defenderle mejor;
y, además, cuando él ha conocido y frecuentado bien los sitios,
comprende fácilmente, por analogía, lo que debe ser otro país que
él no tiene a la vista, y en el que no tenga operaciones militares
que combinar. Las colinas, valles, llanuras, ríos y lagunas que hay
en la Toscana, tienen con los de los otros países una cierta
semejanza que hace que, por medio del conocimiento de una provincia,
se pueden conocer fácilmente las otras.
El
príncipe que carece de esta ciencia práctica no posee el primero de
los talentos necesarios a un capitán, porque ella enseña a hallar
al enemigo, a tomar alojamiento, a conducir los ejércitos, a dirigir
las batallas, a talar un territorio con acierto. Entre las alabanzas
que los escritores dieron a Filopémenes, rey de los acayos, es la de
no haber pensado nunca, aun en tiempo de paz, más que en los
diversos modos de hacer la guerra. Cuando él se paseaba con sus
amigos por el campo, se paraba con frecuencia, y discurría con ellos
sobre este objeto, diciendo: «Si los enemigos estuvieran en aquella
colina inmediata, y nos halláramos aquí con nuestro ejército,
¿cuál de ellos o nosotros tendría la superioridad? ¿Cómo se
podría ir seguramente contra ellos, observando las reglas de la
táctica? ¿Cómo convendría darles el alcance, si se retiraran?».
Les proponía, andando, todos los casos en que puede hallarse un
ejército, oía sus pareceres, decía el suyo y lo corroboraba con
buenas razones; de modo que teniendo continuamente ocupado su ánimo
en lo que concierne al arte de la guerra, nunca conduciendo sus
ejércitos, habría sido sorprendido por un accidente para el que él
no hubiera preparado el conducente remedio.
El
príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer las historias; y,
al contemplar las acciones de los varones insignes, debe notar
particularmente cómo se condujeron ellos en las guerras, examinar
las causas de sus victorias, a fin de conseguirlas él mismo; y las
de sus pérdidas, a fin de no experimentarlas. Debe, sobre todo, como
hicieron ellos, escogerse, entre los antiguos héroes cuya gloria se
celebró más, un modelo cuyas acciones y proezas estén presentes
siempre en su ánimo. Así como Alejandro Magno imitaba a Aquiles,
César seguía a Alejandro, y Scipión caminaba tras las huellas de
Ciro. Cualquiera que lea la vida de este último, escrita por
Xenofonte, reconocerá después en la de Scipión, cuánta gloria le
resultó a éste de haberse propuesto a Ciro por modelo y cuán
semejante se hizo a él, por otra parte, con su continencia,
afabilidad, humanidad y liberalidad, según lo que Xenofonte nos
refirió de su vida.
Estas
son las reglas que un príncipe sabio debe observar. Tan lejos de
permanecer ocioso en tiempo de paz, fórmese entonces un copioso
caudal de recursos que puedan serle de provecho en la adversidad, a
fin de que si la fortuna se le vuelve contraria, le halle dispuesto a
resistirse a ella.
15 De
las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes,
son alabados o censurados
Nos
resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados
y amigos. Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo
mismo después de ellos, no incurriré en el cargo de presunción,
supuesto que no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto
dijeron ellos. Siendo mi fin escribir una cosa útil para quien la
comprende, he tenido por más conducente seguir la verdad real de la
materia que los desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella;
porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron
ni existieron nunca. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los
hombres y saber cómo deberían vivir ellos, que el que, para
gobernarlos, abandona el estudio de lo que se hace, para estudiar lo
que sería más conveniente hacerse aprende más bien lo que debe
obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella; supuesto que un
príncipe que en todo quiere hacer profesión de ser bueno, cuando en
el hecho está rodeado de gentes que no lo son, no puede menos de
caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un príncipe que
desea mantenerse, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no
servirse de esta facultad, según que las circunstancias lo exijan.
Dejando,
pues, a un lado las cosas imaginarias de las que son verdaderas, digo
que cuantos hombres hacen hablar de sí, y especialmente los
príncipes, porque están colocados en mayor altura que los demás,
se distinguen con alguna de aquellas prendas patentes, de las que más
atraen la censura y otras la alabanza. El uno es mirado como liberal,
el otro como miserable en lo que me sirve de una expresión toscana
en vez de emplear la palabra avaro; porque en nuestra lengua un avaro
es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, y llamamos
miserable a aquel únicamente que se abstiene de hacer uso de lo que
él posee. Y para continuar mi enumeración añado: éste pasa por
dar con gusto, aquel por ser rapaz; el uno se reputa como cruel, el
otro tiene la fama de ser compasivo; éste pasa por carecer de fe,
aquél por ser fiel en sus promesas; el uno por afeminado y
pusilánime, el otro por valeroso y feroz; tal por humano, cuál por
soberbio; uno por lascivo, otro por casto; éste por franco, aquél
por artificioso; el uno por duro, el otro por dulce y flexible; éste
por grave, aquél por ligero; uno por religioso, otro por incrédulo,
etc.
No
habría cosa más loable que un príncipe que estuviera dotado de
cuantas buenas prendas he entremezclado con las malas que les son
opuestas; cada uno convendrá en ello, lo sé. Pero como uno no puede
tenerlas todas, y ni aun ponerlas perfectamente en práctica, porque
la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea
bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le harían
perder su principado; y aun para preservarse, si lo puede, de los que
no se lo harían perder. Si, no obstante esto, no se abstuviera de
los últimos, estaría obligado a menos reserva abandonándose a
ellos. Pero no tema incurrir en la infamia ajena a ciertos vicios si
no puede fácilmente sin ellos conservar su Estado; porque si se pesa
bien todo, hay una cierta cosa que parecerá ser una virtud, por
ejemplo, la bondad, clemencia, y que si la observas, formará tu
ruina, mientras que otra cierta cosa que parecerá un vicio formará
tu seguridad y bienestar si la practicas.
16 De
la liberalidad y avaricia
Comenzando
por la primera de estas prendas, diré cuán útil sería el ser
liberal; sin embargo, la liberalidad que te impidiera que te
temieran, te sería perjudicial. Si la ejerces prudentemente como
ella debe serlo, de modo que no lo sepan, no incurrirás por esto en
la infamia del vicio contrario. Pero como el que quiere conservarse
entre los hombres la reputación de ser liberal no puede abstenerse
de parecer suntuoso, sucederá siempre que un príncipe que quiere
tener la gloria de ello consumirá todas sus riquezas en
prodigalidades; y al cabo, si quiere continuar pasando por liberal,
estará obligado a gravar extraordinariamente a sus gobernados, a ser
extremadamente fiscal y hacer cuanto es imaginable para tener dinero.
Pues bien, esta conducta comenzará a hacerle odioso a sus
gobernados; y empobreciéndose así más y más, perderá la
estimación de cada uno de ellos, de tal modo, que después de haber
perjudicado a muchas personas para ejercer esta prodigalidad que no
ha favorecido más que a un cortísimo número de éstas sentirá
vivamente la primera necesidad, y peligrará al menor riesgo. Si
reconociendo entonces su falta, quiere mudar de conducta, se atraerá
repentinamente la infamia ajena a la avaricia.
No
pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio,
ejercer la virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es
prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia, porque con el
tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando vean que por medio
de su parsimonia le bastan sus rentas para defenderse de cualquiera
que le declaró la guerra y para hacer empresas sin gravar a sus
pueblos; por este medio ejerce la liberalidad con todos aquellos a
quienes no toma nada, y cuyo número es infinito mientras que no es
avaro más que con aquellos hombres a quienes no da, y cuyo número
es poco crecido.
¿No
hemos visto en estos tiempos que solamente los que pasaban por avaros
hicieron grandes cosas y que los pródigos quedaron vencidos? El Papa
Julio II, después de haberse servido de la reputación de hombre
liberal para llegar al pontificado, no pensó ya después en
conservar este renombre cuando quiso habilitarse para pelear contra
el rey de Francia. Sostuvo muchas guerras sin imponer un tributo
extraordinario, y su larga parsimonia le suministró cuanto era
necesario para los gastos superfluos. El actual rey de España
(Fernando, rey de Castilla y Aragón), si hubiera sido liberal, no
hubiera hecho tan famosas empresas, ni vencido en tantas ocasiones.
Así,
pues, un príncipe que no quiere verse obligado a despojar a sus
gobernados y quiere tener siempre con qué defenderse, no ser pobre y
miserable, ni verse precisado a ser rapaz, debe temer poco el
incurrir en la fama de avaro, supuesto que la avaricia es uno de
aquellos vicios que aseguran su reinado. Si alguno me objetara que
César consiguió el imperio con su liberalidad, y que otros muchos
llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por liberales,
respondería yo: o estás en camino de adquirir un principado, o te
lo has adquirido ya; en el primer caso, es menester que pases por
liberal, y en el segundo, te será perniciosa la liberalidad. César
era uno de los que querían conseguir el principado de Roma; pero si
hubiera vivido él algún tiempo después de haberlo logrado, y no
moderado sus dispendios, hubiera destruido su imperio.
¿Me
replicarán que hubo muchos príncipes que, con sus ejércitos,
hicieron grandes cosas y, sin embargo, tenían la fama de ser muy
liberales?. Responderé: o el príncipe en sus larguezas expende sus
propios bienes y los de sus súbditos o expende el bien ajeno. En el
primer caso debe ser económico; y en el segundo, no debe omitir
ninguna especie de liberalidad. El príncipe que con sus ejércitos
va a llenarse de botín, saqueos, carnicerías, y disponer de los
caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus
soldados, porque, sin esto, no le seguirían ellos. Puedes mostrarte
entonces ampliamente generoso, supuesto que das lo que no es tuyo ni
de tus soldados, como lo hicieron Ciro, César, Alejandro; y este
dispendio que en semejante ocasión haces con el bien de los otros,
tan lejos de perjudicar a tu reputación, le añade una más
sobresaliente. La única cosa que pueda perjudicarte, es gastar el
tuyo.
No
hay nada que se agote tanto de sí mismo como la liberalidad;
mientras que la ejerces, pierdes la facultad de ejercerla, y te
vuelves pobre y despreciable; o bien, cuando quieres evitar
volvértelo, te haces rapaz y odioso. Ahora bien, uno de los
inconvenientes de que un príncipe debe preservarse, es el de ser
menospreciado y aborrecido. Conduciendo a uno y otro la liberalidad,
concluyo de ello que hay más sabiduría en no temer la reputación
de avaro que no produce más que una infamia sin odio, que verse, por
la gana de tener fama de liberal, en la necesidad de incurrir en la
nota de rapaz, cuya infamia va acompañada siempre del odio público.
17 De
la severidad y clemencia, y si vale más ser amado que temido
Descendiendo
después a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo
príncipe debe desear ser tenido por clemente y no por cruel. Sin
embargo, debo advertir que él debe temer el hacer mal uso de su
clemencia. César Borgia pasaba por cruel, y su crueldad, sin
embargo, había reparado los males de la Romaña, extinguido sus
divisiones, restablecido en ella la paz, y hechósela fiel. Si
profundizamos bien su conducta, veremos que él fue mucho más
clemente que lo fue el pueblo florentino, cuando para evitar la
reputación de crueldad dejó destruir Pistoya.
Un
príncipe no debe temer, pues, la infamia ajena a la crueldad, cuando
necesita de ella para tener unidos a sus gobernados, e impedirles
faltar a la fe que le deben; porque con poquísimos ejemplos de
severidad serás mucho más clemente que los príncipes que, con
demasiada clemencia, dejan engendrarse desórdenes acompañados de
asesinatos y rapiñas, visto que estos asesinatos y rapiñas tienen
la costumbre de ofender la universalidad de los ciudadanos, mientras
que los castigos que dimanan del príncipe no ofenden más que a un
particular.
Por
lo demás, le es imposible a un príncipe nuevo el evitar la
reputación de cruel a causa de que los Estados nuevos están llenos
de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de Dido con
el motivo de que su Estado pertenecía a esta especie; porque hace
decir por esta Reina:
Res
dura et regni novitus me talia cogunt
Moliri,
et late fines custode tueri.
Un
semejante príncipe no debe, sin embargo, creer ligeramente el mal de
que se le advierte; y no obrar, en su consecuencia, más que con
gravedad, sin atemorizarse nunca él mismo. Su obligación es
proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que
mucha confianza le haga impróvido, y que mucha desconfianza le
convierta en un hombre insufrible.
Se
presenta aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que
amado. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente;
pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro
es ser temido primero que amado, cuando se está en la necesidad de
carecer de uno u otro de ambos beneficios.
Puede
decirse, hablando generalmente, que los hombres son ingratos,
volubles, disimulados, que huyen de los peligros y son ansiosos de
ganancias. Mientras que les haces bien y que no necesitas de ellos,
como lo he dicho, te son adictos, te ofrecen su caudal, vida e hijos,
pero se rebelan cuando llega esta necesidad. El príncipe que se ha
fundado enteramente sobre la palabra de ellos se halla destituido,
entonces, de los demás apoyos preparatorios, y decae; porque las
amistades que se adquieren, no con la nobleza y grandeza de alma,
sino con el dinero, no pueden servir de provecho ninguno en los
tiempos peligrosos, por más bien merecidas que ellas estén; los
hombres temen menos el ofender al que se hace amar que al que se hace
temer, porque el amor no se retiene por el solo vínculo de la
gratitud, que en atención a la perversidad humana, toda ocasión de
interés personal llega a romper; en vez de que el temor del príncipe
se mantiene siempre con el del castigo, que no abandona nunca a los
hombres.
Sin
embargo, el príncipe que se hace temer debe obrar de modo que si no
se hace amar al mismo tiempo, evite el ser aborrecido; porque uno
puede muy bien ser temido sin ser odioso; y él lo experimentará
siempre, si se abstiene de tomar la hacienda de sus gobernados y
soldados, como también de robar sus mujeres o abusar de ellas.
Cuando
le sea indispensable derramar la sangre de alguno, no deberá hacerlo
nunca sin que para ello haya una conducente justificación y un
patente delito. Pero debe entonces, ante todas cosas, no apoderarse
de los bienes de la víctima; porque los hombres olvidan más pronto
la muerte de un padre que la pérdida de su patrimonio. Si fuera
inclinado a robar el bien ajeno, no le faltarían jamás ocasiones
para ello: el que comienza viviendo de rapiñas, halla siempre
pretextos para apoderarse de las propiedades ajenas, en vez de que
las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados son más raras
y le faltan con la mayor frecuencia.
Cuando
el príncipe está con sus ejércitos y tiene que gobernar una
infinidad de soldados, debe de toda necesidad no inquietarse de pasar
por cruel, porque sin esta reputación no puede tener un ejército
unido, ni dispuesto a emprender cosa ninguna. Entre las acciones
admirables de Aníbal se cuenta que teniendo un numerosísimo
ejército compuesto de hombres de países infinitamente diversos, y
yendo a pelear en una tierra extraña, su conducta fue tal que en el
seno de este ejército, tanto en la mala como en la buena fortuna, no
hubo nunca ni siquiera una sola disensión entre ellos, ni ninguna
sublevación contra su jefe. Esto no pudo provenir más que de su
desapiadada inhumanidad, que unida a las demás infinitas prendas
suyas, le hizo siempre tan respetable como terrible a los ojos de sus
soldados. Sin cuya crueldad no hubieran bastado las otras prendas
suyas para obtener este efecto. Son poco reflexivos los escritores
que se admiran, por una parte, de sus proezas; y que vituperan, por
otra, la causa principal de ellas. Para convencerse de esta verdad,
que las demás virtudes suyas no le hubieran bastado, no hay
necesidad más que del ejemplo de Scipión, hombre muy
extraordinario, no solamente en su tiempo, sino también en cuantas
épocas nos recuerda sobresalientes memorias de la Historia. Sus
ejércitos se rebelaron contra él en España, únicamente por un
efecto de su mucha clemencia, que dejaba a sus soldados más licencia
que la disciplina militar podía permitirlo. Le reconvino de esta
extremada clemencia, en Senado pleno, Fabio, quien, por esto mismo,
le trató de corruptor de la milicia romana. Destruidos los Locrios
por un teniente de Scipión, no había sido vengado, y ni aun él
había castigado la insolencia de este lugarteniente. Todo esto
provenía de su natural blando y flexible, en tanto grado que el que
quiso disculparle por ello en el Senado dijo que había muchos
hombres que sabían mejor no hacer faltas que corregir las de los
demás. Si él hubiera conservado el mando, con un semejante genio,
hubiera alterado a la larga su reputación y gloria; pero como vivió
después bajo la dirección del Senado desapareció esta perniciosa
prenda, y aun la memoria que de ella se hacía, fue causa de
convertirla en gloria suya.
Volviendo,
pues, a la cuestión de ser temido y amado, concluyo que, amando los
hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe éste, si
es cuerdo, fundarse en lo que depende de él y no en lo que depende
de los otros, haciendo solamente de modo que evite ser aborrecido
como ahora mismo acabo de decir.
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