H. G. WELLS -
LA MAQUINA DEL TIEMPO
INTRODUCCION
El Viajero a través del Tiempo (pues convendrá llamarle así
al hablar de él) nos exponía una misteriosa cuestión. Sus ojos grises brillaban
lanzando centellas, y su rostro, habitualmente pálido, mostrábase encendido y
animado. El fuego ardía fulgurante y el suave resplandor de las lámparas
incandescentes, en forma de lirios de plata, se prendía en las burbujas que
destellaban y subían dentro de nuestras copas. Nuestros sillones, construidos
según sus diseños, nos abrazaban y acariciaban en lugar de someterse a que nos
sentásemos sobre ellos; y había allí esa sibarítica atmósfera de sobremesa,
cuando los pensamientos vuelan gráciles, libres de las trabas de la exactitud.
Y él nos la expuso de este modo, señalando los puntos con su afilado índice,
mientras que nosotros, arrellanados perezosamente, admirábamos su seriedad al
tratar de aquella nueva paradoja (eso la creíamos) y su fecundidad. -Deben
ustedes seguirme con atención. Tendré que discutir una o dos ideas que están
casi universalmente admitidas. Por ejemplo, la geometría que les han enseñado
en el colegio está basada sobre un concepto erróneo. -¿No es más bien excesivo
con respecto a nosotros ese comienzo? -dijo Filby, un personaje polemista de
pelo rojo. -No pienso pedirles que acepten nada sin motivo razonable para ello.
Pronto admitirán lo que necesito de ustedes. Saben, naturalmente, que una línea
matemática de espesor nulo no tiene existencia real. ¿Les han enseñado esto?
Tampoco la posee un plano matemático. Estas cosas son simples abstracciones.
-Esto está muy bien -dijo el Psicólogo. -Ni poseyendo tan sólo longitud,
anchura y espesor, un cubo tener existencia real. -Eso lo impugno -dijo Filby-.
Un cuerpo sólido puede, por supuesto, existir. Todas las cosas reales... -Eso
cree la mayoría de la gente. Pero espere un momento, ¿puede un cubo instantáneo
existir? -No le sigo a usted -dijo Filby. -¿Un cubo que no lo sea en absoluto
durante, algún tiempo puede tener una existencia real? Filby quedóse pensativo.
-Evidentemente -prosiguió el Viajero a través del Tiempo- todo cuerpo real debe
extenderse en cuatro direcciones: debe tener Longitud, Anchura, Espesor y...
Duración. Pero debido a una flaqueza natural de la carne, que les explicaré
dentro de un momento, tendemos a olvidar este hecho. Existen en realidad cuatro
dimensiones, tres a las que llamamos los tres planos del Espacio, y una cuarta,
el Tiempo. Hay, sin embargo, una tendencia a establecer una distinción
imaginaria entre las tres primeras dimensiones y la última, porque sucede que
nuestra conciencia se mueve por intermitencias en una dirección a lo largo de
la última desde el comienzo hasta el fin de nuestras vidas. -Eso -dijo un
muchacho muy joven, haciendo esfuerzos espasmódicos para encender de nuevo su
cigarro encima de la lámpara eso... es, realmente, muy claro. -Ahora bien,
resulta notabilísimo que se olvide esto con tanta frecuencia --continuó el
Viajero a través del Tiempo en un ligero acceso de jovialidad-. Esto es lo que
significa, en realidad, la Cuarta Dimensión, aunque ciertas gentes que hablan
de la Cuarta Dimensión no sepan lo que es. Es solamente otra manera de
considerar el Tiempo. No hay diferencia entre el Tiempo y cualesquiera de las
tres dimensiones salvo que nuestra conciencia se mueve a lo largo de ellas.
Pero algunos necios han captado el lado malo de esa idea. ¿No han oído todos
ustedes lo que han dicho esas gentes acerca de la Cuarta Dimensión? -Yo no-dijo
el Corregidor. -Pues, sencillamente, esto. De ese Espacio, tal como nuestros
matemáticos lo entienden, se dice que tiene tres dimensiones, que pueden
llamarse Longitud, Anchura y Espesor, y que es siempre definible por referencia
a tres planos, cada uno de ellos en ángulo recto con los otros. algunas mentes
filosóficas se han preguntado: ¿por qué tres dimensiones, precisamente?, ¿por
qué no otra dirección en ángulos rectos con las otras tres? E incluso han
intentado construir una geometría de Cuatro Dimensiones. El profesor Simon
Newcomb[1] expuso esto en la Sociedad Matemática de Nueva York hace un mes
aproximadamente. Saben ustedes que, sobre una superficie plana que no tenga más
que dos dimensiones, podemos representar la figura de un sólido de tres
dimensiones, e igualmente creen que por medio de modelos de tres dimensiones
representarían uno de cuatro, si pudiesen conocer la perspectiva de la cosa.
¿Comprenden? -Así lo creo -murmuró el Corregidor; y frunciendo las cejas se
sumió en un estado de introversión, moviendo sus labios como quien repite unas palabras
místicas-. Sí, creo que ahora le comprendo -dijo después de un rato, animándose
de un modo completamente pasajero. -Bueno, no tengo por qué ocultarles que
vengo trabajando hace tiempo sobre esa geometría de las Cuatro Dimensiones.
Algunos de mis resultados son curiosos. Por ejemplo, he aquí el retrato de un
hombre a los ocho años, otro a los quince, otro a los diecisiete, otro a los
veintitrés, y así sucesivamente. Todas éstas son sin duda secciones, por
decirlo así, representaciones Tri-Dimensionales de su ser de Cuatro
Dimensiones, que es una cosa fija e inalterable. »Los hombres de ciencia
-prosiguió el Viajero a través del Tiempo, después de una pausa necesaria para
la adecuada asimilación de lo anterior- saben muy bien que el Tiempo es
únicamente una especie de Espacio. Aquí tienen un diagrama científico conocido,
un indicador del tiempo. Esta línea que sigo con el dedo muestra el movimiento
del barómetro. Ayer estaba así de alto, anoche descendió, esta mañana ha vuelto
a subir y llegado suavemente hasta aquí. Con seguridad el mercurio no ha
trazado esta línea en las dimensiones del Espacio generalmente admitidas.
Indudablemente esa línea ha sido trazada, y por ello debemos inferir que lo ha
sido a lo largo de la dimensión del Tiempo. -Pero -dijo el Doctor, mirando
fijamente arder el carbón en la chimenea-, si el Tiempo es tan sólo una cuarta
dimensión del Espacio, ¿por qué se le ha considerado siempre como algo
diferente? ¿Y por qué no podemos movernos aquí y allá en el Tiempo como nos
movemos y allá en las otras dimensiones del Espacio? El viajero a través del
Tiempo sonrió. -¿Esta usted seguro de que podemos movernos libremente en el
Espacio? Podemos ir a la derecha y a la izquierda, hacia adelante y hacia atrás
con bastante libertad, y los hombres siempre lo han hecho. Admito que nos
movernos libremente en dos dimensiones. Pero ¿cómo hacia arriba y hacia abajo?
La gravitación nos limita ahí. -Eso no es del todo exacto -dijo el Doctor---.
Ahí tiene usted los globos. -Pero antes de los globos, excepto en los saltos
espasmódicos y en las desigualdades de la superficie, el hombre no tenía
libertad para el movimiento vertical. -Aunque puede moverse un poco hacia
arriba y hacia-dijo el Doctor. - Con facilidad, con mayor facilidad hacia abajo
que hacia arriba. -Y usted no puede moverse de ninguna manera en el Tiempo, no
puede huir del momento presente. -Mi querido amigo, en eso es en lo que está
usted pensado. Eso es justamente en lo que el mundo entero se equivoca. Estamos
escapando siempre del momento presente. Nuestras existencias mentales, que son
inmateriales y que carecen de dimensiones, pasan a lo largo de la dimensión del
Tiempo con una velocidad uniforme, desde la cuna hasta la tumba. Lo mismo que
viajaríamos hacia abajo si empezásemos nuestra existencia cincuenta millas por
encima de la superficie terrestre. -Pero la gran dificultad es ésta
--interrumpió el Psicólogo-: puede usted moverse de aquí para allá en todas las
direcciones del Espacio; pero no puede usted moverse de aquí para allá en el Tiempo.
-Ese es el origen de mi gran descubrimiento. Pero se equivoca usted al decir
que no podemos movernos de aquí para allá en el Tiempo. Por ejemplo, si
recuerdo muy vivamente un incidente, retrocedo al momento en que ocurrió: me
convierto en un distraído, como usted dice. Salto hacia atrás durante un
momento. Naturalmente, no tenemos medios de permanecer atrás durante un período
cualquiera de Tiempo, como tampoco un salvaje o un animal pueden sostenerse en
el aire seis pies por encima de la tierra. Pero el hombre civilizado está en
mejores condiciones que el salvaje a ese respecto. Puede elevarse en un globo
pese a la gravitación; y ¿por qué no ha de poder esperarse que al final sea
capaz de detener o de acelerar su impulso a lo largo de la dimensión del Tiempo,
o incluso de dar la vuelta y de viajar en el otro sentido? -¡Oh!, eso...
-comentó Filby- es... -¿Por qué no ... ? -dijo el Viajero a través del Tiempo.
-Eso va contra la razón --terminó Filby. -¿Qué razón? -dijo el Viajero a través
del Tiempo. -Puede usted por medio de la argumentación demostrar que lo negro
es blanco -dijo Filby-, pero no me convencerá usted nunca. -Es posible -replicó
el Viajero a través del Tíempo---. Pero ahora empieza usted a percibir el
objeto de mis investigaciones en la geometría de Cuatro Dimensiones. Hace mucho
que tenía yo un vago vislumbre de una máquina... - ¡Para viajar a través del
Tiempo! -exclamó el Muchacho Muy joven. - Que viaje indistintamente en todas
las direcciones del Espacio y del Tiempo,
como decida el conductor de ella. Filby se contentó con reír. - Pero he
realizado la comprobación experimental -dijo el Viajero a través del Tiempo. -
Eso sería muy conveniente para el historiador -sugirió el Psicólogo-. ¡Se
podría viajar hacia atrás y confirmar el admitido relato de la batalla de
Hastings[2], por ejemplo! - ¿No cree usted que eso atraería la atención? -dijo
el Doctor-. Nuestros antepasados no tenían una gran tolerancia por los
anacronismos. - Podría uno aprender el griego de los propios labios de Homero y
de Platón4 -sugirió el Muchacho Muy joven. - En cuyo caso le suspenderían a
usted con seguridad en el primer curso. Los sabios alemanes ¡han mejorado tanto
el griego! - Entonces, ahí está el porvenir -dijo el Muchacho Muy Joven-.
¡Figúrense! ¡Podría uno invertir todo su dinero, dejar que se acumulase con los
intereses, y lanzarse hacia adelante! - A descubrir una sociedad -dije yo-
asentada sobre una base estrictamente comunista. - De todas las teorías
disparatadas y extravagantes -comenzó el Psicólogo. - Sí, eso me parecía a mí,
por lo cual no he hablado nunca de esto hasta... - ¿Verificación experimental?
-exclamé-. ¿Va usted a experimentar eso? - ¡El experimento! -exclamó Filby, que
tenía el cerebro fatigado. - Déjenos presenciar su experimento de todos modos
–dijo el Psicólogo-, aunque bien sabe usted que es todo patraña. El Viajero a
través del Tiempo nos sonrió a todos. o, sonriendo aún levemente y con las
manos hundidas en los bolsillos de sus pantalones, salió despacio de la
habitación y oímos sus zapatillas arrastrarse por el largo corredor hacia su
laboratorio. El Psicólogo nos miro. - Y yo pregunto: ¿a qué ha ido? - Algún
juego de manos, o cosa parecida -dijo el Doctor; y Filby intentó hablarnos de
un prestidigitador que había visto en Burlesm[3]; pero antes de que hubiese
terminado su exordio, el Viajero a través del Tiempo volvió y la anécdota de
Filby fracasó.
LA MAQUINA
La cosa que el Viajero a través del Tiempo tenía en su mano
era una brillante armazón metálica, apenas mayor que un relojito y muy delicadamente
confeccionada. Había en aquello marfil y una sustancia cristalina y
transparente. Y ahora debo ser explícito, pues lo que sigue -a menos que su
explicación sea aceptada- es algo absolutamente inadmisible. Cogió él una de
las mesitas octogonales que había esparcidas alrededor de la habitación y la
colocó enfrente de la chimenea, con dos patas sobre la alfombra. Puso la
máquina encima de ella. Luego acercó una silla y se sentó. El otro objeto que
había sobre la mesa era una lamparita con pantalla, cuya brillante luz daba de
lleno sobre aquella cosa. Había allí también una docena de bujías
aproximadamente, dos en candelabros de bronce sobre la repisa de la chimenea y
otras varias en brazos de metal, así es que la habitación estaba profusamente iluminada.
Me senté en un sillón muy cerca del fuego y lo arrastré hacia adelante a fin
estar casi entre el Viajero a través del Tiempo y el hogar. Filby se sentó
detrás de él, mirando por encima de su hombro. El Doctor y el Corregidor le
observaban de perfil desde la derecha, y el Psicólogo desde la izquierda. El
Muchacho Muy joven se erguía detrás del Psicólogo. Estábamos todos sobre aviso.
Me parece increíble que cualquier clase de treta, aunque sutilmente ideada y
realizada con destreza, nos hubiese engañado en esas condiciones. El Viajero a
través del Tiempo nos contempló, y luego a su máquina. -Bien, ¿y qué? -dijo el
Psicólogo. -Este pequeño objeto -dijo el Viajero a través del Tiempo acodándose
sobre la mesa y juntando sus manos por encima del aparato- es sólo un modelo.
Es mi modelo de una máquina para viajar a través del tiempo. Advertirán ustedes
que parece singularmente ambigua y que esta varilla rutilante presenta un
extraño aspecto, como si fuese en cierto modo irreal. Y la señaló con el dedo.
-He aquí, también, una pequeña palanca blanca, y ahí otra. El Doctor se levantó
de su asiento y escudriñó el interior de la cosa. -Está esmeradamente hecho
-dijo. -He tardado dos años en construirlo -replicó el Viajero a través del
Tiempo. Luego, cuando todos hubimos imitado el acto del Doctor, aquél dijo:
-Ahora quiero que comprendan ustedes claramente que, al apretar esta palanca,
envía la máquina a planear en el futuro y esta otra invierte el movimiento.
Este soporte representa el asiento del Viajero a través del Tiempo. Dentro de
poco voy a mover la palanca, y la máquina partirá. Se desvanecerá, Se adentrará
en el tiempo futuro, y desaparecerá. Mírenla a gusto. Examinen también la mesa,
y convénzanse ustedes de que no hay trampa. No quiero desperdiciar este modelo
y que luego me digan que soy un charlatán. Hubo, una pausa aproximada de un
minuto. El Psicólogo pareció que iba a hablarme, pero cambió de idea. el
Viajero a través del Tiempo adelantó su dedo hacia la palanca. -No -dijo de
repente-. Déme su mano. Y volviéndose hacía el Psicólogo, le cogió la mano y le
dijo que extendiese el índice. De modo que fue el propio Psicólogo quien envió
el modelo de la Máquina del Tiempo hacia su interminable viaje. Vimos todos
bajarse la palanca. Estoy completamente seguro de que no hubo engaño. Sopló una
ráfaga de aire, y la llama de la lámpara se inclinó. Una de las bujías de la
repisa de la chimenea se apagó y la maquinita giró en redondo de pronto, se
hizo indistinta, la vimos como un fantasma durante un segundo quizá, como un
remolino de cobre y marfil brillando débilmente; y partió... ¡se desvaneció!
Sobre la mesa vacía no quedaba más que la lámpara. Todos permanecimos
silenciosos durante un minuto. -¡Vaya con el chisme! -dijo Filby a
continuación. El Psicólogo salió de su estupor y miró repentinamente de la
mesa. Ante lo cual el Viajero a través
del Tiempo rió jovialmente. -Bueno, ¿y qué? -dijo, rememorando al Psicólogo.
Después se levantó, fue hacia el bote de tabaco que estaba sobre la repisa de
la chimenea y, de espaldas a nosotros, empezó a llenar su pipa. Nos mirábamos
unos a otros con asombro. -Dígame -preguntó el Doctor-: ¿ha hecho usted esto en
serio? ¿Cree usted seriamente que esa máquina viajará a través del tiempo? -Con
toda certeza -contestó el Viajero a través del Tiempo, deteniéndose para
prender una cerilla en el fuego. Luego se volvió, encendiendo su pipa, para
mirar al Psicólogo de frente. (Este, para demostrar que no estaba trastornado,
cogió un cigarro e intentó encenderlo sin cortarle la punta)-. Es más, tengo
ahí una gran máquina casi terminada -y señaló hacia el laboratorio,-, y cuando
esté montada por completo, pienso hacer un viaje por mi propia cuenta. -¿Quiere
usted decir que esa máquina viaja por el futuro? -dijo Filby. -Por el futuro y
por el pasado..., no sé, con seguridad, por cuál. Después de una pausa el
Psicólogo tuvo una inspiración. -De haber ido a alguna parte, habrá sido al
pasado -dijo. -¿Por qué? -preguntó el Viajero a través del Tiempo. -Porque
supongo que no se ha movido en el espacio; si viajase por el futuro aún estaría
aquí en este momento, puesto que debería viajar por el momento presente. -Pero
-dije yo-, si viajase por el pasado, hubiera sido visible cuando entramos antes
en esta habitación; y el jueves último cuando estuvimos aquí; y el jueves
anterior a ése, ¡y así sucesivamente! -Serias objeciones -observó el Corregidor
con aire de imparcialidad, volviéndose hacia el Viajero a través del Tiempo.
-Nada de eso -dijo éste, y luego, dirigiéndose al Psicólogo-: piénselo. Usted puede
explicar esto. Ya sabe usted que hay una representación bajo el umbral, una
representación diluida. -En efecto -dijo el Psicólogo, y nos tranquilizó-. es
un simple punto de psicología. Debería haber pensado en ello. Es bastante claro
y sostiene la paradoja deliciosamente. No podemos ver, ni podemos apreciar esta
como tampoco podemos ver el rayo de una rueda en plena rotación, o una bala
volando por el aire. Si viaja a través del tiempo cincuenta o cien veces más de
prisa que nosotros, si recorre un minuto mientras nosotros un segundo, la
impresión producida será, naturalmente, tan sólo una cincuentésima o una
centésima de lo que sería si no viajase a través del tiempo. Está bastante
claro. Paso su mano por el sitio donde había estado la máquina -¿Comprenden
ustedes? -dijo riendo. Seguimos sentados mirando fijamente la mesa vacía te
casi un minuto. Luego el Viajero a través del po nos preguntó qué pensábamos de
todo aquello. -Me parece bastante plausible esta noche -dijo el r-; pero hay
que esperar hasta mañana. De día se ven las cosas de distinto modo. -¿Quieren
ustedes ver la auténtica Máquina del Tiempo? -preguntó el Viajero a través del
Tiempo. Y, dicho esto, cogió una lámpara y mostró el camino el largo y oscuro
corredor hacia su laboratorio. Recuerdo vivamente la luz vacilante, la silueta
de su extraña y a cabeza, la danza de las sombras, cómo le seguíamos perplejos
pero incrédulos, y cómo allí, en el laboratorio, contemplamos una reproducción
en gran tamaño de la maquinita que habíamos visto desvanecerse ante nuestros
ojos. Tenía partes de níquel, de marfil, otras que habían sido indudablemente
limadas o aserradas de un cristal de roca. La máquina estaba casi completa,
pero unas barras de cristal retorcido sin terminar estaban colocadas sobre un
banco de carpintero, junto a algunos planos; cogí una de aquéllas para
examinarla mejor. Parecía ser de cuarzo. -¡Varnos! -dijo el Doctor- . ¿Habla
usted completamente en serio? ¿0 es esto una burla... como ese fantasma que nos
enseñó usted la pasada Navidad? -Montado en esta máquina -dijo el Viajero a
través del Tiempo, levantando la lámpara- me propongo explorar el tiempo. ¿Está
claro? No he estado nunca en mi vida más serio. Ninguno sabíamos en absoluto
cómo tomar aquello. Capté la mirada de Filby por encima del hombro del Doctor,
y me guiñó solemnemente un ojo.
EL VIAJERO A TRAVES
DEL TIEMPO VUELVE
Creo que ninguno de nosotros creyó en absoluto ni por un
momento en la Máquina del Tiempo. El hecho es que el Viajero a través del
Tiempo era uno de esos hombres demasiado inteligentes para ser creídos; con él
teníase la sensación de que nunca se le percibía por entero; sospechaba uno
siempre en él alguna sutil reserva, alguna genialidad emboscada, detrás de su
lúcida franqueza. De haber sido Filby quien nos hubiese enseñado el modelo y
explicado la cuestión con las palabras del Viajero a través del Tiempo,
habríamosle mostrado mucho menos escepticismo. Porque hubiésemos comprendido
sus motivos: un carnicero entendería a Filby. Pero el Viajero a través del
Tiempo tenía más de un rasgo de fantasía entre sus elementos, y desconfiábamos
de él. Cosas que hubieran hecho la fama de un hombre menos inteligente parecían
supercherías en sus manos. Es un error hacer las cosas con demasiada facilidad.
Las gentes serias que le tomaban en serio no se sentían nunca seguras de su
proceder; sabían en cierto modo que confiar sus reputaciones al juicio de él
era como amueblar un cuarto para niños con loza muy fina. Por eso no creo que
ninguno de nosotros haya hablado mucho del viaje a través del tiempo en el
intervalo entre aquel jueves y el siguiente, aunque sus extrañas capacidades
cruzasen indudablemente por muchas de nuestras mentes: su plausibilidad, es
decir, su incredibilidad práctica, las curiosas posibilidades de anacronismo y de
completa confusión que sugería. Por mi parte, me preocupaba especialmente la
treta del modelo. Recuerdo que lo discutí con el Doctor, a quien encontré el
viernes en el Linnaean. Dijo que había visto una cosa parecida en Tübingen[4],
e insistía mucho en el apagón de la bujía. Pero no podía explicar cómo se
efectuaba el engaño. El jueves siguiente fui a Richmond -supongo que era yo uno
de los más asiduos invitados del Viajero a través del Tiempo,-, y como llegué
tarde, encontré a cuatro o cinco hombres reunidos ya en su sala. El Doctor
estaba colocado delante del fuego con una hoja de papel en una mano y su reloj
en la otra. Busqué con la mirada al Viajero a través del Tiempo, y... -Son
ahora las siete y media -dijo el Doctor---. Creo que haríamos mejor en cenar.
-¿Dónde está ... ? -dije yo, nombrando a nuestro anfitrión. -¿Acaba usted de
llegar? Es más bien extraño. Ha sufrido un retraso inevitable. Me pide en esta
nota que empecemos a cenar a las siete si él no ha vuelto. Dice que lo
explicará cuando llegue. -Es realmente una lástima dejar que se estropee la
comida -dijo el Director de un diario muy conocido; y, al punto, el Doctor tocó
el timbre. El Psicólogo, el Doctor y yo éramos los únicos que habíamos asistido
a la comida anterior. Los otros concurrentes eran Blank, el mencionado
Director, cierto periodista y otro -un hombre tranquilo, tímido, con barba- a
quien yo no conocía y que, por lo que pude observar, no despegó los labios en
toda la noche. Se hicieron algunas conjeturas en la mesa sobre la ausencia del
Viajero a través del Tiempo, y yo sugerí con humor semijocoso que estaría
viajando a través del tiempo. El Director del diario quiso que le explicasen
aquello, y el Psicólogo le hizo gustoso un relato de «la ingeniosa paradoja y
del engaño» de que habíamos sido testigos días antes. Estaba en la mitad de su
exposición cuando la puerta del corredor se abrió lentamente y sin ruido.
Estaba yo sentado frente a dicha puerta y fui el primero en verlo. -¡Hola!
–dije-. ¡Por fin! La puerta se abrió del todo y el Viajero a través del Tiempo
se presentó ante nosotros. Lancé un grito de sorpresa. -¡Cielo santo! ¿Qué pasa
amigo? -exclamó el Doctor, que lo vio después. Y todos los presentes se
volvieron hacia la puerta. Aparecía nuestro anfitrión en un estado asombroso.
Su chaqueta estaba polvorienta y sucia, manchada de verde en las mangas, y su
pelo enmarañado me pareció más gris, ya fuera por el polvo y la suciedad o
porque estuviese ahora descolorido. Tenía la cara atrozmente pálida y en su
mentón un corte oscuro, a medio cicatrizar; su expresión era ansiosa y
descompuesta como por un intenso sufrimiento. Durante un instante vaciló en el
umbral, como si le cegase la luz. Luego entró en la habitación. Vi que andaba
exactamente como un cojo que tiene los pies doloridos de vagabundear. Le
mirábamos en silencio, esperando a que hablase. No dijo una palabra, pero se
acercó penosamente a la mesa e hizo un ademán hacia el vino. El Director del
diario llenó una copa de champaña y la empujó hacia él. La vació, pareciendo sentirse
mejor. Miró a su alrededor, y la sombra de su antigua sonrisa fluctuó sobre su
rostro. -¿Qué ha estado usted haciendo bajo tierra, amigo mío? -dijo el Doctor.
El Viajero a través del Tiempo no pareció oír. -Permítame que le interrumpa
-dijo, con vacilante pronunciación-. Estoy muy bien. Se detuvo, tendió su copa
para que la llenasen de nuevo, y cogiéndola la volvió a vaciar. -Esto sienta
bien -dijo. Sus ojos grises brillaron, y un ligero color afloró a sus mejillas.
Su mirada revoloteó sobre nuestros rostros con cierta apagada aprobación y
luego recorrió el cuarto caliente y confortable. Después habló de nuevo, como
buscando su camino entre sus palabras-. Voy a lavarme y a vestirme, y luego
bajaré y explicaré las cosas. Guárdenme un poco de ese carnero. Me muero de
hambre y quisiera comer algo. Vio al Director del diario, que rara vez iba a
visitarlo, y le preguntó cómo estaba. El Director inició una pregunta. -Le
contestaré en seguida -dijo el Viajero a través del Tiempo,-. ¡Estoy... raro!
Todo marchará bien dentro de un minuto. Dejó su copa, y fue hacia la puerta de
la escalera. Noté de nuevo su cojera y el pesado ruido de sus pisadas y,
levantándome en mi sitio, vi sus pies al salir. No llevaba en ellos más que
unos calcetines harapientos y manchados de sangre. Luego la puerta se cerró
tras él. Tuve intención de seguirle, pero recordé cuánto le disgustaba que se
preocupasen de él. Durante un minuto, quizá, estuve ensimismado. Luego oí decir
al Director del diario: «Notable conducta de uneminente sabio», pensando (según
solía) en epígrafes de periódicos Y esto volvió mi atención hacia la brillante
mesa. -¿Qué broma es ésta? -dijo el Periodista---. ¿Es que estado haciendo de
pordiosero aficionado? No lo entiendo. Tropecé con los ojos del Psicólogo, y leí
mi propia interpretación en su cara. Pensé en el Viajero a través del Tiempo
cojeando penosamente al subir la escalera. No creo ningún otro hubiera notado
su cojera. El primero en recobrarse por completo de su asombro fue el Doctor,
que tocó el timbre -el Viajero a través del Tiempo detestaba tener a los
criados esperando durante la comida- para que sirviesen un plato caliente. En
ese momento el Director cogió su cuchillo y su tenedor con un gruñido, y el
hombre silencioso siguió su ejemplo. La cena se reanudó. Durante un breve rato
la conversación fue una serie de exclamaciones, con pausas de asombro; y luego
el Director mostró una vehemente curiosidad. -¿Aumenta nuestro amigo su modesta
renta pasando a gente por un vado? ¿0 tiene fases de Nabucodonosor[5]?
-pregunto. -Estoy seguro de que se trata de la Máquina del Tiempo -dije; y
reanudé el relato del Psicólogo de nuestra reunión anterior. Los nuevos
invitados se mostraron francamente incrédulos. El Director del diario planteaba
objeciones. -¿Qué era aquello del viaje por el tiempo? ¿No puede un hombre
cubrirse él mismo de polvo revolcándose en una paradoja? Y luego, como la idea
tocaba su cuerda sensible, recurrió a la caricatura. ¿No había ningún cepillo
de ropa en el Futuro? El Periodista tampoco quería creer a ningún precio, y se
unió al Director en la fácil tarea de colmar de ridículo la cuestión entera.
Ambos eran de esa nueva clase de periodistas jóvenes muy alegres e
irrespetuosos. -Nuestro corresponsal especial para los artículos de pasado
mañana... -estaba diciendo el Periodista (o más bien gritando) cuando el
Viajero a través del Tiempo volvió. Se había vestido de etiqueta y nada, salvo
su mirada ansiosa, quedaba del cambio que me había sobrecogido. -Dígame
-preguntó riendo el Director-, estos muchachos cuentan que ha estado usted
viajando ¡por la mitad de la semana próxima! Díganos todo lo referente al
pequeño Rosebery[6], ¿quiere? ¿Cuánto pide usted por la serie de artículos? El
Viajero a través del Tiempo fue a sentarse al sitio reservado para él sin
pronunciar una palabra. Sonrió tranquilamente a su antigua manera. -¿Dónde está
mi carnero? -dijo-. ¡Qué placer este de clavar de nuevo un tenedor en la carne!
-Eso es un cuento! -exclamó el Director. -¡Maldito cuento! -dijo el Viajero a
través del Tiempo-. Necesito comer algo. No quiero decir una palabra hasta que
haya introducido un poco de peptona en mis arterias. Gracias. Y la sal. -Una
palabra -dije yo-. ¿Ha estado usted viajando a través del tiempo? -Sí -dijo el
Viajero a través del Tiempo, con la boca asintiendo con la cabeza. -Pago la
línea a un chelín por una reseña al pie de la letra -dijo el Director del
diario. El Viajero a través del Tiempo empujó su copa hacia el Hombre
Silencioso y la golpeó con la uña, a lo cual el Hombre Silencioso, que lo
estaba mirando fijamente a la cara, se estremeció convulsivamente, y le sirvió
vino. El resto de la cena transcurrió embarazosamente. Por mi parte, repentinas
preguntas seguían subiendo a mis labios, y me atrevo a decir que a los demás
les sucedía lo mismo. El Periodista intentó disminuir la tensión contando
anécdotas de Hettie Potter. El Viajero dedicaba su atención a la comida,
mostrando el apetito de un vagabundo. El Doctor fumaba un cigarrillo y
contemplaba al Viajero a través del Tiempo con los ojos entornados. El Hombre
Silencioso paecía más desmañado que de costumbre, y bebía champan con una
regularidad y una decisión evidentemente nerviosas. Al fin el Viajero a través
del Tiempo apartó su plato, y nos miró a todos. -Creo que debo disculparme -dijo-.
Estaba simplemente muerto de hambre. He pasado una temporada asombrosa. Alargó
la mano para coger un cigarro, y le cortó la punta. -Peroro vengan al salón de
fumar. Es un relato demasiado largo para contarlo entre platos grasientos. Y
tocando el timbre al pasar, nos condujo a la habitación contigua. -¿Ha hablado
usted a Blank, a Dash y a Chose de la máquina? -me preguntó, echándose hacia
atrás en su sillón y nombrando a los tres nuevos invitados. -Pero la máquina es
una simple paradoja -dijo el Director del diario. -No puedo discutir esta
noche. No tengo inconveniente en contarles la aventura, pero no puedo
discutirla. Quiero _continuó--- relatarles lo que me ha sucedido, si les
parece, pero deberán abstenerse de hacer interrupciones. Necesito contar esto.
De mala manera. Gran parte de mi relato les sonará a falso. ¡Sea! Es cierto
(palabra por palabra) a pesar de todo. Estaba yo en mi laboratorio a las
cuatro, y desde entonces... He vivido ocho días..., ¡unos días tales como
ningún ser humano los ha vivido nunca antes! Estoy casi agotado, pero no
dormiré hasta que les haya contado esto a ustedes. Entonces me iré a acostar.
Pero ¡nada de interrupciones ! ¿De acuerdo? -De acuerdo -dijo el Director, y
los demás hicimos eco: «De acuerdo.» Y con esto el Viajero a través del Tiempo
comenzó su relato tal como lo transcribo a continuación. Se echó hacia atrás en
su sillón al principio, y habló como un hombre rendido. Después se mostró más
animado. Al poner esto por escrito siento tan sólo con mucha agudeza la insuficiencia
de la pluma y la tinta y, sobre todo, mi propia insuficiencia para expresarlo
en su valor. Supongo que lo leerán ustedes con la suficiente atención; pero no
pueden ver al pálido narrador ni su franco rostro en el brillante círculo de la
lamparita, ni oír el tono de su voz. ¡No pueden ustedes conocer cómo su
expresión seguía las fases de su relato! Muchos de sus oyentes estábamos en la
sombra, pues las bujías del salón de fumar no habían sido encendidas, y
únicamente estaban iluminadas la cara del Periodista y las piernas del Hombre
Silencioso de las rodillas para abajo. Al principio nos mirábamos de vez en
cuando unos a otros. Pasado un rato dejamos de hacerlo, y contemplamos tan sólo
el rostro del Viajero a través del Tiempo.
EL VIAJE A TRAVES DEL TIEMPO
-Ya he hablado a algunos de ustedes el jueves último de los
principios de la Máquina del Tiempo, y mostrado el propio aparato tal como
estaba entonces, sin terminar, en el taller. Allí está ahora, un poco fatigado
por el viaje, realmente; una de las barras de marfil está agrietada y uno de
los carriles de bronce, torcido; pero el resto sigue bastante firme. Esperaba
haberlo terminado el viernes; pero ese día, cuando el montaje completo estaba
casi hecho, me encontré con que una de las barras de níquel era exactamente una
pulgada más corta y esto me obligó a rehacerla; por eso el aparato no estuvo
acabado hasta esta mañana. Fue, pues, a las diez de hoy cuando la primera de
todas las Máquinas del Tiempo comenzó su carrera. Le di un último toque, probé todos
los tornillos de nuevo, eché una gota de aceite más en la varilla de cuarzo y
me senté en el soporte. Supongo que el suicida que mantiene una pistola contra
su cráneo debe de sentir la misma admiración por lo que va a suceder, que
experimenté yo entonces. Cogí la palanca de arranque con una mano y la de freno
con la otra, apreté con fuerza la primera, y casi inmediatamente la segunda. Me
pareció tambalearrne; tuve una sensación pesadillesca de caída; y mirando
alrededor, vi el laboratorio exactamente como antes- ¿Había ocurrido algo? Por
un momento sospeché que mi intelecto me había engañado. Observé el reloj. Un
momento antes, eso me pareció, marcaba un minuto o así después de las diez, ¡y
ahora eran casi las tres y media! Respiré, apretando los dientes, así con las
dos manos la palanca de arranque, y partí con un crujido. El laboratorio se
volvió brumoso y luego oscuro. La señora Watchets, mi ama de llaves, apareció y
fue, al parecer sin verme, hacia la puerta del jardín. Supongo que necesitó un
minuto o así para cruzar ese espacio, pero me pareció que iba disparada a
través de la habitación como un cohete. Empujé la palanca hasta su posición
extrema. La noche llegó como se apaga una lámpara, y en otro momento vino la
mañana. El laboratorio se tornó desvaído y brumoso, y luego cada vez más
desvaído. Llegó la noche de mañana, después el día de nuevo, otra vez la noche;
luego, volvió el día, y así sucesivamente más y más de prisa. Un murmullo
vertiginoso llenaba mis oídos, y una extraña, silenciosa confusión descendía
sobre mi mente. Temo no poder transmitir las peculiares sensaciones del viaje a
través del tiempo. Son extremadamente desagradables. Se experimenta un
sentimiento sumamente parecido al que se tiene en las montañas rusas
zigzagueantes (¡un irresistible movimiento como si se precipitase uno de
cabeza!). Sentí también la misma horrible anticipación de inminente
aplastamiento. Cuando emprendí la marcha, la noche seguía al día como el aleteo
de un ala negra. La oscura percepción del laboratorio pareció ahora debilitarse
en mí, y vi el sol saltar rápidamente por el cielo, brincando a cada minuto, y
cada minuto marcando un día. Supuse que el laboratorio había quedado destruido
y que estaba yo al aire libre. Tuve la oscura impresión de hallarme sobre un andamiaje,
pero iba ya demasiado de prisa para tener conciencia de cualquier cosa movible.
El caracol más lento que se haya nunca arrastrado se precipitaba con demasiada
velocidad para mí. La centelleante sucesión de oscuridad y de luz era sumamente
dolorosa para los ojos. Luego, en las tinieblas intermitentes vi la luna
girando rápidamente a través de sus fases desde la nueva hasta la llena, y tuve
un débil atisbo de las órbitas de las estrellas. Pronto, mientras avanzaba con
velocidad creciente aún, la palpitación de la noche y del día se fundió en una
continua grisura; el cielo tomó una maravillosa intensidad azul, un espléndido
y luminoso color como el de un temprano amanecer; el sol saltarín se convirtió
en una raya de fuego, en un arco brillante en el espacio, la luna en una débil
faja oscilante; y no pude ver nada de estrellas, sino de vez en cuando un
círculo brillante fluctuando en el azul. La vista era brumosa e incierta.
Seguía yo situado en la de la colina sobre la cual está ahora construida esta casa
y e1 saliente se elevaba por encima de mí, gris y confuso. Vi unos árboles
crecer y cambiar como bocanadas de vapor, tan pronto pardos como verdes:
crecían, se desarrollaban, se quebraban y desaparecían. Vi alzarse edificios
vagos y bellos y pasar como sueños. La superficie de la tierra parecía
cambiada, disipándose y fluyendo bajo mis ojos. Las manecillas sobre los
cuadrantes que registraban mi velocidad giraban cada vez más de prisa. Pronto
observé que el círculo solar oscilaba de arriba abajo, solsticio a solsticio,
en un minuto o menos, y que, por consiguiente, mi marcha era de más de un año
por minuto; y minuto por minuto la blanca nieve destellaba sobre el mundo, y se
disipaba, siendo seguida por el verdor brillante y corto de la primavera. Las sensaciones
desagradables de la salida eran menos punzantes ahora. Se fundieron al fin en
una especie de hilaridad histérica. Noté, sin embargo, un pesado bamboleo de la
máquina, que era yo incapaz de explicarme. Pero mi mente se hallaba demasiado
confusa para fijarse en eso, de modo que, con una especie de locura que
aumentaba en mí, me precipité en el futuro. Al principio no pensé apenas en
detenerme, no pensé apenas sino en aquellas nuevas sensaciones. Pero pronto una
nueva serie de impresiones me vino a la mente -cierta curiosidad y luego cierto
temor-, hasta que por último se apoderaron de mi por completo. ¡Qué extraños
desenvolvimientos de la Humanidad, qué maravillosos avances sobre nuestra
rudimentaria civilización, *Pensé, iban a aparecérseme cuando llegase a
contemplar de cerca el vago y fugaz mundo que desfilaba rápido y que fluctuaba
ante mis ojos! Vi una grande y espléndida arquitectura elevarse a mi alrededor,
más sólida que cualquiera de los edificios de nuestro tiempo; y, sin embargo,
parecía construida de trémula luz y de niebla. Vi un verdor más rico extenderse
sobre la colina, y permanecer allí sin interrupción invernal. Aun a través del
velo de mi confusión la tierra parecía muy bella. Y así vino a mi mente la
cuestión de detener la máquina. El riesgo especial estaba en la posibilidad de
encontrarme alguna sustancia en el espacio que yo o la máquina ocupábamos.
Mientras viajaba a una gran velocidad a través del tiempo, esto importaba poco:
el peligro estaba, por decirlo así, atenuado, ¡deslizándome como un vapor a
través de los intersticios de las sustancias intermedias! Pero llegar a
detenerme entrañaba el aplastamiento de mí mismo, molécula por molécula, contra
lo que se hallase en mi ruta; significaba poner a mis átomos en tan íntimo
contacto con los del obstáculo, que una profunda reacción química -tal vez una
explosión de gran alcance- se produciría, lanzándonos a mí y a mi aparato fuera
de todas las dimensiones posibles... en lo Desconocido. Esta posibilidad se me
había ocurrido muchas veces mientras estaba construyendo la máquina; pero
entonces la había yo aceptado alegremente, como un riesgo inevitable, ¡uno de
esos riesgos que un hombre tiene que admitir! Ahora que el riesgo era
inevitable, ya no lo consideraba bajo la misma alegre luz. El hecho es que,
insensiblemente, la absoluta rareza de todo aquello, la débil sacudida y el
bamboleo de la máquina, y sobre todo la sensación de caída prolongada, habían
alterado por completo mis nervios. Me dije a mí mismo que no podría detenerme nunca, y en un acceso de
enojo decidí pararme inmediatamente. Como un loco impaciente, tiré de la
palanca y acto seguido el aparato se tambaleó y salí despedido de cabeza por el
aire. Hubo un ruido retumbante de trueno en mis oídos. Debí quedarme aturdido
un momento. Un despiadado granizo silbaba a mi alrededor, y me encontré sentado
sobre una blanda hierba, frente a la máquina volcada. Todo. me pareció gris
todavía, pero pronto observé que el confuso ruido en mis oídos había
desaparecido. Miré en derredor. Estaba lo que parecía ser un pequeño prado de
un jardín, rodeado de macizos de rododendros; y observé que sus flores malva y
púrpura caían como una lluvia bajo el golpeteo de las piedras de granizo. La
rebotante y danzarina granizada caía en una nubecilla sobre la máquina, y se
moría a lo largo de la tierra como una humareda. En un momento me encontré
calado hasta los huesos. Bonita hospitalidad -dije- con un hombre que ha
viajado innumerables años para veros. Pronto pensé que era estúpido dejarse
empapar. Me levanté y miré a mi alrededor. Una figura colosal, esculpida al
parecer en una piedra blanca, aparecía confusamente más allá de los
rododendros, a través del aguacero brumoso. Pero todo el resto del mundo era
invisible. Sería difícil describir mis sensaciones. Como las columnas de
granizo disminuían, vi la figura blanca más claramente. Parecía muy voluminosa,
pues un abedul plateado tocaba sus hombros. Era de mármol blanco, algo parecida
en su forma a una esfinge alada; pero las alas, en lugar de llevarlas verticalmente
a los lados, estaban desplegadas de modo que parecían planear. El pedestal me
pareció que era de bronce y estaba cubierto de un espeso verdín. Sucedió que la
cara estaba de frente a mí; los ojos sin vista parecían mirarme; había la débil
sombra de una sonrisa sobre sus labios. Estaba muy deteriorada por el tiempo, y
ello le comunicaba una desagradable impresión de enfermedad. Permanecí
contemplándola un breve momento, medio minuto quizá, o media hora. Parecía
avanzar y retroceder según cayese delante de ella el granizo más denso o más
espaciado. Por último aparté mis ojos de ella por un momento, y vi que la
cortina de granizo aparecía más transparente, y que el cielo se iluminaba con
la promesa del sol. Volví a mirar a la figura blanca, agachado, y la plena
temeridad de mi viaje se me apareció de repente. ¿Qué iba a suceder cuando
aquella cortina brumosa se hubiera retirado por entero? ¿Qué podría haberles
sucedido a los hombres? ¿Qué hacer si la crueldad se había convertido en una
pasión común? ¿Qué, si en ese intervalo la raza había perdido su virilidad,
desarrollándose como algo inhumano, indiferente y abrumadoramente potente? Yo
podría parecer algún salvaje del viejo mundo, pero el más espantoso por nuestra
común semejanza, un ser inmundo que habría que matar inmediatamente. Ya veía yo
otras amplias formas: enormes edificios con intricados parapetos y altas
columnas, entre una colina oscuramente arbolada que llegaba hasta mí a través
de la tormenta encalmada. Me sentí presa de un terror pánico. Volví
frenéticamente hacia la Máquina del Tiempo, y me esforcé penosamente en
reajustarla. Mientras lo intentaba los rayos del sol traspasaron la tronada. El
gris aguacero había pasado y se desvaneció como las vestiduras arrastradas por
un fantasma. Encima de mí, en el azul intenso del cielo estival, jirones
oscuros y ligeros de nubes remolineaban en la nada. Los grandes edificios a mi
alrededor se elevaban claros y nítidos, brillantes con la lluvia de la
tormenta, y resultando blancos por las piedras de granizo sin derretir,
amontonadas a lo largo de sus hiladas. Me sentía desnudo en un extraño mundo.
Experimenté lo que quizá experimenta un pájaro en el aire claro, cuando sabe
que el gavilán vuela y quiere precipitarse sobre él. Mi pavor se tornaba frenético.
Hice una larga aspiración, apreté los dientes, y luché de nuevo furiosamente,
empleando las muñecas y las rodillas, con la máquina. Cedió bajo mi desesperado
esfuerzo y retrocedió. Golpeó violentamente mi barbilla. Con una mano sobre el
asiento y la otra sobre la palanca permanecí jadeando penosamente en actitud de
montarme de nuevo. Pero con la esperanza de una pronta retirada recobré mi
valor. Miré con más curiosidad y menos temor aquel mundo del remoto futuro. Por
una abertura circular, muy alta en el muro del edificio más cercano, divisé un
grupo de figuras vestidas con ricos y suaves ropajes. Me habían visto, y sus
caras estaban vueltas hacia mí. Oí entonces voces que se acercaban. Viniendo a
través de los macizos que crecían junto a la Esfinge Blanca, veía las cabezas y
los hombros de unos seres corriendo. Uno de ellos surgió de una senda que
conducía directamente al pequeño prado en el cual permanecía con mi máquina.
Era una ligera criatura -de una estatura quizá de cuatro pies- vestida con una
túnica púrpura, ceñida al talle por un cinturón de cuero. Unas sandalias o
coturnos -no pude distinguir claramente lo que eran- calzaban sus pies; sus
piernas estaban desnudas hasta las rodillas, y su cabeza al aire. Al observar
esto, me di cuenta por primera vez de lo cálido que era el aire. Me
impresionaron la belleza y la gracia de aquel ser, aunque me chocó también su
fragilidad indescriptible. Su cara sonrosada me recordó mucho la clase de
belleza de los tísicos, esa belleza hética de la que tanto hemos oído hablar.
Al verle recobré de pronto la confianza. Aparté mis manos de la máquina. EN LA
EDAD DE ORO En un momento estuvimos cara a cara, yo y aquel ser frágil, mas
allá del futuro. Vino directamente a mí y se echó a reír en mis narices. La
ausencia en su expresión de todo signo de miedo me impresionó en seguida. Luego
se volvió hacia los otros dos que le seguían y les habló en una lengua extraña
muy dulce y armoniosa. Acudieron otros más, y pronto tuve a mi alrededor un
pequeño grupo de unos ocho o diez de aquellos exquisitos seres. Uno de ellos se
dirigió a mí. Se me ocurrió, de un modo bastante singular, que mi voz era
demasiado áspera y profunda para ellos. Por eso moví la cabeza y, señalando mis
oídos, la volví a mover. Dio él un paso hacia delante, vaciló tocó mi mano.
Entonces sentí otros suaves tentáculos sobre mi espalda y mis hombros. Querían
comprobar si era yo un ser real. No había en esto absolutamente nada de
alarmante. En verdad tenían algo aquellas lindas gentes que inspiraba
confianza: una graciosa dulzura, cierta desenvoltura infantil. Y, además,
parecían tan frágiles que me imaginé a mí mismo derribando una docena entera de
ellos como si fuesen bolos. Pero hice un movimiento repentino para cuando vi
sus manitas rosadas palpando la Máquina del Tiempo. Afortunadamente, entonces,
cuando no era todavía demasiado tarde, pensé en un peligro del que me había
olvidado hasta aquel momento, y, tomando las barras de la máquina, desprendí
las pequeñas palancas que la hubieran puesto en movimiento y las metí en mi
bolsillo. Luego intenté hallar el medio de comunicarme con ellos. Entonces,
viendo más de cerca sus rasgos, percibí nuevas particularidades en su tipo de
belleza, muy de porcelana de Desde[7]. Su pelo, que estaba rizado por igual,
terminaba en punta sobre el cuello y las mejillas; no se veía el más leve
indicio de vello en su cara, y sus orejas eran singularmente menudas. Las
bocas, pequeñas, de un rojo brillante, de labios más bien delgados, y las
barbillas reducidas, acababan en punta. Los ojos grandes y apacibles, y -esto
puede parecer egoísmo por mi parte- me imaginé entonces que les faltaba cierta
parte del interés que había yo esperado encontrar en ellos. Como no hacían
esfuerzo alguno para comunicarse conmigo, sino que me rodeaban simplemente,
sonriendo y hablando entre ellos en suave tono arrullado, inicié la
conversación. Señalé hacia la máquina del Tiempo y hacia mí mismo. Luego,
vacilando un momento sobre cómo expresar la idea de tiempo, indiqué el sol con
el dedo. Inmediatamente una figura pequeña, lindamente arcaica, vestida con una
estofa blanca y púrpura, siguió mi gesto y, después, me dejó atónito imitando
el ruido del trueno. Durante un instante me quedé tambaleante, aunque la
importancia de su gesto era suficientemente clara. Una pregunta se me ocurrió
bruscamente: ¿estaban locos aquellos seres? Les sería difícil a ustedes
comprender cómo se me ocurrió aquello. Ya saben que he previsto siempre que las
gentes del año 802.000 y tantos nos adelantarán increíblemente en
conocimientos, arte, en todo. Y, en seguida, uno de ellos me hacía de repente
una pregunta que probaba que su nivel intelectual era el de un niño de cinco
años, que me preguntaba en realidad ¡si había yo llegado del sol con 1.
tronada! Lo cual alteró la opinión que me había formado de ellos por sus
vestiduras, sus miembros frágiles y ligeros y sus delicadas facciones. Una
oleada de desengaño cayó sobre mi mente. Durante un momento sentí que había
construido la Máquina del Tiempo en vano. Incliné la cabeza, señalando hacia el
sol, e interpreté tal, gráficamente un trueno, que los hice estremecer. Se
apartaron todos un paso o más y se inclinaron. Entonces uno de ellos avanzó
riendo hacia mí, llevando una guirnalda de bellas flores, que me eran
desconocidas por completo, y me la puso al cuello. La idea fue acogida con un
melodioso aplauso; y pronto todos empezaron a correr de una parte a otra
cogiendo flores; y, riendo, me las arrojaban hasta que estuve casi asfixiado
bajo el amontonamiento. Ustedes que no han visto nunca nada parecido, apenas
podrán figurarse qué flores delicadas y maravillosas han creado innumerables
anos de cultura. Después, uno de ellos sugirió que su juguete debía ser
exhibido en el edificio más próximo y así me llevaron más allá de la esfinge de
mármol blanco, que parecía haber estado mirándome entretanto con una sonrisa
ante mi asombro, hacia un amplio edificio gris de piedra desgastada. Mientras
iba con ellos, volvió a mi mente con irresistible júbilo el recuerdo de mis
confiadas anticipaciones de una posteridad hondamente seria e intelectual. El
edificio tenía una enorme entrada y era todo él de colosales dimensiones.
Estaba yo naturalmente muy ocupado por la creciente multitud de gentes menudas
y por las grandes puertas que se abrían ante mí sombrías y misteriosas. Mi
impresión general del mundo que veía sobre sus cabezas era la de un confuso
derroche de hermosos arbustos y de flores, de un jardín largo tiempo descuidado
y, sin embargo, sin malas hierbas. Divisé un gran número de extrañas flores
blancas, de altos tallos, que medían quizá un pie en sus pétalos de cera
extendidos. Crecían desperdigadas, silvestres, entre los diversos arbustos,
pero, como ya he dicho, no pude examinarlas de cerca en aquel momento. La
Máquina del Tiempo quedó abandonada sobre la hierba, entre los rododendros. El
arco de la entrada estaba ricamente esculpido, pero, naturalmente, no pude
observar desde muy cerca las esculturas, aunque me pareció vislumbrar indicios
de antiguos adornos fenicios al pasar y me sorprendió que estuvieran muy rotos
y deteriorados por el tiempo. Vinieron a mi encuentro en la puerta varios seres
brillantemente ataviados, entramos, yo vestido con deslucidas ropas del siglo
XIX, de aspecto bastante grotesco, enguirnaldado de flores, y rodeado de una
remolineante masa de vestidos alegres y suavemente coloridos y de miembros
tersos y blancos en un melodoso corro de risas y de alegres palabras. La enorme
puerta daba a un vestíbulo relativamente grande, tapizado de oscuro. El techo
estaba en la sombra, y las ventanas, guarnecidas en parte de cristales de
colores y desprovistas de ellos, dejaban pasar una luz suave. El suelo estaba
hecho de inmensos bloques de un metal muy duro, no de planchas ni de losas;
pensé que debía estar tan desgastado por el ir y venir de pasadas generaciones,
debido a los hondos surcos que había a lo largo de los caminos más
frecuentados. Transversalmente a su longitud había innumerables mesas hechas de
losas de pulimentada, elevadas, quizá, un pie del suelo, y sobre ellas montones
de frutas. Reconocí algunas como una especie de frambuesas y naranjas
hipertrofiadas, pero la mayoría eran muy raras. Entre las mesas había
esparcidos numerosos cojines. Mis guías se sentaron sobre ellos, indicándome
que hiciese otro tanto. Con una grata ausencia de ceremonia comenzaron a comer
las frutas con sus manos, arrojando las pieles, las pepitas y lo demás, dentro
de unas aberturas redondas que había a los lados de las mesas. Estaba yo
dispuesto a seguir su ejemplo, pues me sentía sediento y hambriento. Mientras
lo hacía, observé el vestíbulo con todo sosiego. Y quizá la cosa que me chocó
más fue su aspecto ruinoso. Los cristales de color, que mostraban un solo
modelo geométrico, estaban rotos en muchos sitios y las cortinas que colgaban
sobre el extremo inferior aparecían cubiertas de polvo. Y mi mirada descubrió
que la esquina de la mesa de mármol, cercana a mí, estaba rota. No obstante lo
cual, el efecto general era de suma suntuosidad y muy pintoresco. Había allí,
quizá, un par de centenares de gente comiendo en el vestíbulo; y muchas de
ellas, sentadas tan cerca de mí como podían, me contemplaban con interés,
brillándoles los ojillos sobre el fruto que comían. Todas estaban vestidas con
la misma tela suave, sedeña y, sin embargo, fuerte. La fruta, dicho sea de
paso, constituía todo su régimen alimenticio. Aquella gente del remoto futuro
era estrictamente vegetariana, y mientras estuve con ella, pese a algunos
deseos carnívoros, tuve que ser frugívoro. Realmente, vi después que los
caballos, el ganado, las ovejas, los perros, habían seguido al ictiosaurio en
su extinción. Pero las frutas eran en verdad deliciosas; una en particular, que
pareció estar en sazón durante todo el tiempo que permanecí allí -una fruta
harinosa de envoltura triangular-, era especialmente sabrosa, e hice de ella mi
alimento habitual. Al principio me desconcertaban todas aquellas extrañas
frutas, y las flores raras que veía, pero después empecé a comprender su
importancia. Y ahora ya les he hablado a ustedes bastante de mi alimentación
frugívora en el lejano futuro. Tan pronto como calmé un poco mi apetito, decidí
hacer una enérgica tentativa para aprender el lenguaje de aquellos nuevos
compañeros míos. Era, evidentemente, lo primero que debía hacer. Las frutas
parecían una cosa adecuada para iniciar aquel aprendizaje, y cogiendo una la
levanté esbozando una serie de sonidos y de gestos interrogativos. Tuve una
gran dificultad en dar a entender mi propósito. Al principio mis intentos
tropezaron con unas miradas fijas de sorpresa o con risas inextinguibles, pero
pronto una criatura de cabellos rubios pareció captar mi intención y repitió un
nombre. Ellos charlaron y se explicaron largamente la cuestión unos a otros, y
mis primeras tentativas de imitar los
exquisitos y sonidos de su lenguaje produjeron una enorme e ingenua, ya que no
cortés, diversión. Sin embargo, me sentí un maestro de escuela rodeado de
niños, insistí, y conté con una veintena de nombres sustantivos, por lo menos,
a mi disposición; luego llegué a los pronombres demostrativos e incluso al
verbo «comer». Pero era una tarea lenta, y aquellos pequeños seres se cansaron
pronto y quisieron huir de mis interrogaciones, por lo cual decidí, más bien
por necesidad, dejar que impartiesen sus lecciones en pequeñas dosis cuando se sintieran
inclinados a ello. Y en me di cuenta de que tenía que ser en dosis muy
pequeñas, pues jamás he visto gente más indolente ni que se cansase con mayor
facilidad. EL OCASO DE LA HUMANIDAD Pronto descubrí una cosa extraña en
relación con mis pequeños huéspedes: su falta de interés. Venían a mí con
gritos anhelantes de asombro, como niños; pero cesaban en seguida de
examinarme, y se apartaban para ir en pos de algún otro juguete. Terminadas la
comida y mis tentativas de conversación, observé por primera vez que casi todos
los que me rodeaban al principio se habían ido. Y resulta también extraño cuán
rápidamente llegué a no hacer caso de aquella gente menuda. Franqueé la puerta
y me encontré de nuevo a la luz del sol del mundo, una vez satisfecha mi hambre.
Encontré continuamente más grupos de aquellos hombres del futuro, que me
seguían a corta distancia, parloteando y riendo a mi costa, y habiéndome
sonreído y hecho gestos de una manera amistosa, me dejaban entregado a mis
propios pensamientos. La calma de la noche se extendía sobre el mundo cuando
salí del gran vestíbulo y la escena estaba iluminada por el cálido resplandor
del sol poniente. Al principio las cosas aparecían muy confusas. Todo era
completamente distinto del mundo que yo conocía; hasta las flores. El enorme
edificio que acababa de abandonar estaba situado sobre la ladera de un valle
por el que corría un ancho río; pero el Támesis[8] había sido desviado, a una
milla aproximadamente de u actual posición. Decidí subir a la cumbre de una
colina, a una milla y medida poco más o menos de allí, desde donde podría tener
una amplia vista de este nuestro planeta en el año de gracia 802.701. Pues ésta
era, como debería -haberlo explicado, la fecha que los pequeños cuadrantes de
mi máquina señalaban. Mientras caminaba, estaba alerta a toda impresión que
pudiera probablemente explicarme el estado de ruinoso esplendor en que encontré
al mundo, pues aparecía ruinoso. En un pequeño sendero que ascendía a la
colina, por ejemplo, había un amontonamiento de granito, ligado por masas de
aluminio, un amplio laberinto de murallas escarpadas y de piedras desmoronadas,
entre las cuales crecían espesos macizos de bellas plantas en forma de pagoda
-ortigas probablemente---, pero de hojas maravillosamente coloridas de marrón y
que no podían pinchar. Eran evidentemente los restos abandonados de alguna gran
construcción, erigida con un fin que no podía yo determinar. Era allí donde
estaba yo destinado, en una fecha posterior, a llevar a cabo una experiencia
muy extrana -primer indicio de un descubrimiento más extraño aún-, pero de la
cual hablaré en su adecuado lugar. Miré alrededor con un repentino pensamiento,
desde una terraza en la cual descansé un rato, y me di cuenta de que no había
allí ninguna casa pequeña. Al parecer, la mansión corriente, y probablemente la
casa de familia, habían desaparecido. Aquí y allá entre la verdura había
edificios semejantes a palacios, pero la casa normal y la de campo, que prestan
unos rasgos tan característicos a nuestro paisaje inglés, habían desaparecido.
«Es el comunismo», dije para mí. Y pisándole los talones a éste vino otro
pensamiento. Miré la media docena de figuritas que me seguían. Entonces, en un
relámpago, percibí que todas tenían la misma forma de vestido, la misma cara
imberbe y suave, y la misma morbidez femenil de miembros. Podrá parecer
extraño, quizá, que no hubiese yo notado aquello antes. Pero ¡era todo tan
extraño! Ahora veo el hecho con plena claridad. En el vestido y en todas las
diferencias de contextura y de porte que marcan hoy la distinción entre uno y
otro sexo, aquella gente del futuro era idéntica. Y los hijos no parecían ser a
mis ojos sino las miniaturas de sus padres. Pensé entonces que los niños de
aquel tiempo eran sumamente precoces, al menos físicamente, y pude después
comprobar ampliamente mi opinión. Viendo la desenvoltura y la seguridad en que
vivían aquellas gentes, comprendí que aquel estrecho parecido de los sexos era,
después de todo, lo que podía esperarse; pues la fuerza de un hombre y la
delicadeza de una mujer, la institución de la familia y la diferenciación de
ocupaciones son simples necesidades militantes de una edad de fuerza física.
Allí donde la población es equilibrada y abundante, muchos nacimientos llegan a
ser un mal más que un beneficio para el Estado; allí donde la violencia es rara
y la prole es segura, hay menos necesidad -realmente no existe la, necesidad-
de una familia eficaz, y la especialización de los sexos con referencia a las
necesidades de sus hijos desaparece Vemos algunos indicios de esto hasta en
nuestro propio tiempo, y en esa edad futura era un hecho consumado. Esto, debo
recordárselo a ustedes, era una conjetura que hacia yo en aquel momento.
Después, iba a poder apreciar cuán lejos estaba de la realidad. Mientras meditaba
sobre estas cosas, atrajo mi atención una linda y pequeña construcción,
parecida a un pozo bajo una cúpula. Pensé de modo pasajero en la singularidad
de que existiese aún un pozo, y luego reanudé el hilo de mis teorías. No había
grandes edificios hasta la cumbre de la colina, Y corno mis facultades motrices
eran evidentemente milagrosas, pronto me encontré solo por primera vez. Con una
extrana sensacion de libertad y de aventura avancé h la cumbre. Allí encontré
un asiento hecho de un metal amarillo, no reconocí, corroído a trechos por una
especie de o rosado y semicubierto de blando musgo; tenía los brazos vaciados y
bruñidos en forma de cabezas de grifo. Me senté y contemplé la amplia visión de
nuestro viejo mundo bajo el sol poniente de aquel largo día. Era uno de los más
bellos y agradables espectáculos que he visto nunca. El sol se había puesto ya
por debajo del horizonte y el oeste era de oro llameante, tocado por .algunas
barras horizontales de púrpura y carmesí. Por debajo estaba el valle del Támesis
en donde el río se extendía como una banda de acero pulido. He hablado ya de
los grandes palacios que despuntaban entre el abigarrado verdor, algunos en
ruinas y otros ocupados aún. Aquí y allá surgía una figura blanca o plateada en
el devastado jardín de la tierra, aquí y allá aparecía la afilada línea
vertical de alguna cúpula u obelisco. No había setos, ni señales de derechos de
propiedad, ni muestras de agricultura; la tierra entera se había convertido en
un jardín. Contemplando esto, comencé a urdir mi interpretación acerca de las
cosas que había visto, y dada la forma que tomó para mí aquella noche, mi
interpretación fue algo por el siguiente estilo (después vi que había
encontrado solamente una semiverdad, o vislumbrado únicamente una faceta de la verdad):
Me pareció encontrarme en la decadencia de la Humanidad. El ocaso rojizo me
hizo pensar en el ocaso de la Humanidad. Por primera vez empecé a comprender
una singular consecuencia del esfuerzo social en que estamos ahora
comprometidos. Y sin embargo, créanlo, ésta es una consecuencia bastante
lógica. La fuerza es el resultado de la necesidad; la seguridad establece un
premio a la debilidad. La obra de mejoramiento de las condiciones de vida -el
verdadero proceso civilizador que hace la vida cada vez más segura- había
avanzado constantemente hacia su culminación. Un triunfo de una Humanidad unida
sobre la Naturaleza había seguido a otro. Cosas que ahora son tan sólo sueños
habían llegado a ser proyectos deliberadamente emprendidos y llevados adelante.
¡Y lo que yo veía era el fruto de aquello! Después de todo, la salubridad y la
agricultura de hoy día se hallan aún en una etapa rudimentaria. La ciencia de
nuestro tiempo no ha atacado más que una pequeña división del canipo de las
enfermedades humanas, pero, aun así, extiende sus operaciones de modo constante
y persistente. Nuestra agricultura y nuestra horticultura destruyen una mala
hierba sólo aquí y allá y cultivan quizá una veintena aproximadamente de
plantas saludables, dejando que la mayoría luche por equilibrarse como pueda.
Mejoran-los nuestras plantas y nuestros animales favoritos -¡y qué pocos son!-
gradualmente, por vía selectiva; ora un melocotón mejor, ora . y más grande y
perfumada, ora una raza de ganado vacuno más conveniente. Los mejoramos
gradualmente, porque nuestros ideales son vagos y tanteadores, y nuestro
conocimiento muy limitado, pues la Naturaleza es también tímida y lenta en
nuestras manos torpes. Algún día todo esto estará mejor organizado y será
incluso mejor. Esta es la dirección de la corriente a pesar de los remansos. El
mundo entero será inteligente, culto y servicial; las cosas se moverán más y
más de prisa hacia la sumisión de la Naturaleza. Al final, sabia y
cuidadosamente, reajustaremos el equilibrio de la vida animal y vegetal para
adaptarlas a nuestras necesidades humanas. Este reajuste, digo yo, debe haber
sido hecho y bien hecho, realmente para siempre, en el espacio de tiempo a
través del cual mi máquina había saltado. El
aire estaba libre de mosquitos, la tierra de malas hierbas y de hongos;
por todas partes había frutas y flores deliciosas; brillantes mariposas
revoloteaban aquí y allá. El ideal de la medicina preventiva estaba alcanzado.
Las enfermedades, suprimidas. No vi ningún indicio de enfermedad contagiosa durante
toda mi estancia allí. Y ya les contaré más adelante que hasta el proceso de la
putrefacción y de la vejez había sido profundamente afectado por aquellos
cambios. Se habían conseguido también triunfos sociales. Veía yo la Humanidad
alojada en espléndidas moradas, suntuosamente vestida; y, sin embargo, no había
encontrado aquella gente ocupada en ninguna faena. Allí no había signo alguno
de lucha, ni social ni económica. La tienda, el anuncio, el tráfico, todo ese
comercio que constituye la realidad de nuestro mundo había desaparecido. Era
natural que en aquella noche preciosa me apresurase a aprovechar la idea de un
paraíso social. La dificultad del aumento de población había sido resuelta,
supongo, y la población cesó de aumentar. Pero con semejante cambio de
condición vienen las inevitables adaptaciones a dicho cambio. A menos que la
ciencia biológica sea un montón de errores, ¿cuál es la causa de la
inteligencia y del vigor humanos? Las penalidades y la libertad: condiciones
bajo las cuales el ser activo, fuerte y apto, sobrevive, y el débil sucumbe;
condiciones que recompensan la alianza leal de los hombres capaces basadas en
la autocontención, la paciencia y la decisión. Y la institución de la familia y
las emociones que entraña, los celos feroces, la ternura por los hijos, la
abnegación de los padres, todo ello encuentra su justificación y su apoyo en
los peligros inminentes que amenazan a los jóvenes. Ahora, ¿dónde están esos
peligros inminentes? Se origina aquí un sentimiento que crecerá contra los
celos conyugales, contra la maternidad feroz, contra toda clase de pasiones;
cosas inútiles ahora, cosas que nos hacen sentirnos molestos, supervivientes
salvajes y discordantes en una vida refinada y grata. Pensé en la pequeñez
física de la gente, en su falta de inteligencia, en aquellas enormes y
profundas ruinas; y esto fortaleció mi creencia en una conquista perfecta de la
Naturaleza. Porque después de la batalla viene la calma. La Humanidad había
sido fuerte, enérgica e inteligente, y había utilizado su abundante vitalidad
para modificar las condiciones bajo las cuales vivía. Y ahora llegaba la
reacción de aquellas condiciones cambiadas. Bajo las nuevas condiciones de
bienestar y de seguridad perfectos, esa bulliciosa energía, que es nuestra
fuerza, llegaría a ser debilidad. Hasta en nuestro tiempo ciertas inclinaciones
y deseos, en otro tiempo necesarios para sobrevivir, son un constante origen de
fracaso. La valentía física y el amor al combate, por ejemplo, no representan
una gran ayuda -pueden incluso ser obstáculos- para el hombre civilizado. Y en
un estado de equilibrio físico y de seguridad, la potencia, tanto intelectual
como física, estaría fuera de lugar. Pensé que durante incontables años no
había habido peligro alguno de guerra o de violencia aislada, ningún peligro de
fieras, ninguna enfermedad agotadora que haya requerido una constitución
vigorosa, ni necesitado un trabajo asiduo. Para una vida tal, los que
llamaríamos débiles se hallan tan bien pertrechados como los fuertes, no son
realmente débiles. Mejor pertrechados en realidad, pues los fuertes estarían
gastados por una energía para la cual no hay salida. Era indudable que la
exquisita belleza de los edificios que yo veía era el resultado de las últimas
agitaciones de la energía ahora sin fin determinado de la Humanidad, antes de
haberse asentado en la perfecta armonía con las condiciones bajo las cuales
vivía: el florecimiento de ese triunfo que fue el comienzo de la última gran
paz. Esta ha sido siempre la suerte de la energía en seguridad; se consagra al
arte y al erotismo, y luego vienen-la languidez y la decadencia. Hasta ese
impulso artístico deberá desaparecer al final -había desaparecido casi en el
Tiempo que yo veía -. Adornarse ellos mismos con flores, danzar, cantar al sol;
esto era lo que quedaba del espíritu artístico y nada más. Aun eso
desaparecería al final, dando lugar a una satisfecha inactividad. Somos
afilados sin cesar sobre la muela del dolor y de la necesidad, y, según me
parecía, ¡he aquí que aquella odiosa muela se rompía al fin! Permanecí allí en
las condensadas tinieblas pensando que con aquella simple explicación había yo
dominado el problema del mundo, dominando el secreto entero de aquel delicioso
pueblo. Tal vez los obstáculos por ellos ideados para detener el aumento de
población habían tenido demasiado buen éxito, y su número, en lugar de
permanecer estacionario, había más bien disminuido. Esto hubiese explicado
aquellas ruinas abandonadas. Era muy sencilla mi explicación y bastante
plausible, ¡como lo son la mayoría de las teorías equivocadas!
UNA CONMOCION
REPENTINA
Mientras permanecía meditando sobre este triunfo demasiado
perfecto del hombre, la luna llena, amarilla y jibosa, salió entre un
desbordamiento de luz plateada, al nordeste. Las brillantes figuritas cesaron
de moverse debajo de mí, un búho silencioso revoloteó, y me estremecí con el
frío de la noche. Decidí descender y elegir un sitio donde poder dormir. Busqué
con los ojos el edificio que conocía. Luego mi mirada corrió a lo largo de la
figura de la Esfinge Blanca sobre su pedestal de bronce, cada vez más visible a
medida que la luz de la luna ascendente se hacía más brillante. Podía yo ver el
argentado abedul enfrente. Había allí, por un lado, el macizo de rododendros,
negro en la pálida claridad, v por el otro la pequeña pradera, que volví a
contemplar. Una extraña duda heló mi satisfacción. «No», me dije con
resolución, «ésa no es la pradera». Pero era la pradera. Pues la lívida faz
leprosa de la esfinge estaba vuelta hacia allí. ¿Pueden ustedes imaginar lo que
sentí cuando tuve la plena convicción de ello? No Podrían. ¡La Máquina del
Tiempo había desaparecido! En seguida, como un latigazo en la cara, se me
ocurrió la posibilidad de perder mi propia época, de quedar abandonado e
impotente en aquel extraño mundo nuevo. El simple pensamiento de esto
representaba una verdadera sensación física. Sentía que me agarraba por la
garganta, cortándome la. respiración. Un momento después sufrí un ataque de
miedo y corrí con largas zancadas ladera abajo. En seguida tropecé, caí de
cabeza y me hice un corte en la cara; no perdí el tiempo en restañar la sangre,
sino que salté de nuevo en pie y seguí corriendo, mientras me escurría la
sangre caliente por la mejilla y el mentón. Y mientras corría me iba diciendo a
mí mismo: «La han movido un poco, la han empujado debajo del macizo, fuera del
camino.» Sin embargo, corría todo cuanto me era posible. Todo el tiempo, con la
certeza que algunas veces acompaña a un miedo excesivo, yo sabía que tal,
seguridad era una locura, sabía instintivamente que la máquina había sido
transportada fuera de mi alcance. Respiraba penosamente. Supongo que recorrí la
distancia entera desde la cumbre de la colina hasta la pradera, dos millas
aproximadamente, en diez minutos. Y no soy ya un joven. Mientras iba corriendo
maldecía en voz alta mi necia confianza, derrochando así mi aliento. Gritaba
muy fuerte y nadie contestaba. Ningún ser parecía agitarse en aquel mundo
iluminado por la luna. Cuando llegué a la pradera mis peores temores se realizaron.
No se veía el menor rastro de la máquina. Me sentí desfallecido y helado cuando
estuve frente al espacio vacío, entre la negra maraña de los arbustos. Corrí
furiosamente alrededor, como si la máquina pudiera estar oculta en algún
rincón, y luego me detuve en seco, agarrándome el pelo con las manos. Por
encima de mí descollaba la esfinge, sobre su pedestal de bronce, blanca,
brillante, leprosa, bajo la luz de la luna que ascendía. Parecía reírse
burlonamente de mi congoja. Pude haberme consolado a mí mismo imaginando que
los pequeños seres habían llevado por mí el aparato a algún refugio, de no
haber tenido la seguridad de su incapacidad física e intelectual. Esto era lo
que me acongojaba: la sensación de algún poder insospechado hasta entonces, por
cuya intervención mi invento había desaparecido. Sin embargo, estaba seguro de
una cosa: salvo que alguna otra Época hubiera construido un duplicado exacto,
la máquina no podía haberse movido a través del tiempo. Las conexiones de las
palancas -les mostraré después el sistema- impiden que, una vez quitadas, nadie
pueda ponerla en movimiento de ninguna manera. Había sido transportada y
escondida solamente en el espacio. Pero, entonces, ¿dónde podía estar? Creo que
debí ser presa de una especie de frenesí. Recuerdo haber recorrido
violentamente por dentro y por fuera, a la luz de la luna, todos los arbustos
que rodeaban a la esfinge, y asustado en la incierta claridad a algún animal
blanco al que tomé por un cervatillo. Recuerdo también, ya muy avanzada la noche,
haber aporreado las matas con mis puños cerrados hasta que mis articulaciones
quedaron heridas y sangrantes por las ramas partidas. Luego, sollozando y
delirando en mi angustia de espíritu, descendí hasta el gran edificio de
piedra. El enorme vestíbulo estaba oscuro, silencioso y desierto. Resbalé sobre
un suelo desigual y caí encima de una de las mesas de malaquita, casi
rompiéndome la espinilla. Encendí una cerilla y penetré al otro lado de las
cortinas polvorientas de las que les he hablado. Allí encontré un segundo gran
vestíbulo cubierto de cojines, sobre los cuales dormían, quizá, una veintena de
aquellos pequeños seres. Estoy seguro de que encontraron mi segunda aparición
bastante extraña, surgiendo repentinamente de la tranquila oscuridad con ruidos
inarticulados y el chasquido y la llama de una cerilla. Porque ellos habían
olvidado lo que eran las cerillas. «¿Dónde está mi Máquina del Tiempo?»,
comencé, chillando como un niño furioso, asiéndolos y sacudiéndolos a un
tiempo. Debió parecerles muy raro aquello. Algunos rieron, la mayoría
parecieron dolorosamente amedrentados. Cuando vi que formaban corro a mi
alrededor, se me ocurrió que estaba haciendo una cosa tan necia como era
posible hacerla en aquellas circunstancias, intentando revivir la sensación de
miedo. Porque razonando conforme a su comportamiento a la luz del día: pensé
que el miedo debía estar olvidado. Bruscamente tiré la cerilla, y, chocando con
algunos de aquellos seres en mi carrera, crucé otra vez, desatinado, el enorme
comedor hasta Regar afuera bajo la luz de la luna. Oí gritos de terror y sus
piececitos corriendo y tropezando aquí y allá. No recuerdo todo lo que hice
mientras la luna ascendía por el cielo. Supongo que era la circunstancia
inesperada de mi pérdida lo que me enloquecía. Sentíame desesperanzado,
separado de mi propia especie, -como un extraño animal en un mundo desconocido.
Debí desvariar de un lado para otro, chillando y vociferando contra Dios y el
Destino. Recuerdo que sentí una horrible fatiga, mientras la larga noche de
desesperación transcurría; que remiré en tal o cual sitio imposible; que anduve
a tientas entre las ruinas iluminadas por la luna y que toqué extrañas
criaturas en las negras sombras, y, por último, que me tendí sobre la tierra
junto a la esfinge, llorando por mi absoluta desdicha, pues hasta la cólera por
haber cometido la locura de abandonar la máquina había desaparecido con mi
fuerza. No me quedaba más que mi desgracia. Luego me dormí, N, cuando desperté
otra vez era ya muy de día, y una pareja dé gorriones brincaba a mi alrededor
sobre la hierba, al alcance de mi mano. Me senté en el frescor de la mañana,
-intentando recordar cómo había llegado hasta allí, y por qué experimentaba una
tan profunda sensación de abandono y desesperación. Entonces las cosas se
aclararon en mi mente. Con la clara razonable luz del día, podía considerar de
frente mis circunstancias. Me di cuenta de la grandísima locura cometida en mi
frenesí de la noche anterior, pude razonar conmigo mismo. «¿Suponer lo peor?
-me dije--. ¿Suponer que la máquina está enteramente perdida, destruida, quizá?
Me importa estar tranquilo, ser paciente, aprender el modo de ser de esta
gente, adquirir una idea clara de cómo se ha Perdido mi aparato, y los medios
de conseguir materiales y herramientas; a fin de poder, al final, construir tal
vez otro.» Tenía que ser aquélla mi única esperanza, una mísera esperanza tal
vez, pero mejor que la desesperación. Y, después de todo, era aquél un mundo
bello y curioso. Pero probablemente la máquina había sido tan sólo sustraída.
Aun así, debía yo mantenerme sereno, tener Paciencia, buscar el sitio del
escondite, y recuperarla por la fuerza o con astucia. Y con esto me puse en pie
rápidamente y miré a mi alrededor, preguntándome dónde Podría lavarme. Sentíame
fatigado, entumecido y sucio a causa del viaje. El frescor de la mañana me hizo
desear una frescura igual. Había agotado mi emoción. Realmente, buscando lo que
necesitaba, me sentí asombrado de mi intensa excitación de la noche anterior.
Examiné cuidadosamente el suelo de la praderita. Perdí un rato en fútiles
preguntas dirigidas lo mejor que pude a aquellas gentecillas que se acercaban.
Todos fueron incapaces de comprender mis gestos; algunos se mostraron
simplemente estúpidos; otros creyeron que era una chanza, y se rieron en mis
narices. Fue para mí la tarea más difícil del mundo impedir que mis manos
cayesen sobre sus lindas caras rientes. Era un loco impulso, pero el demonio
engendrado por el miedo y la cólera ciega estaba mal refrenado y aun ansioso de
aprovecharse de mi perplejidad. La hierba me trajo un mejor consejo. Encontré
unos surcos marcados en ella, aproximadamente a mitad de camino entre el
pedestal de la esfinge y las huellas de pasos de mis pies, a -mi llegada. Había
alrededor otras señales de traslación, con extrañas y estrechas huellas de
pasos tales que las pude creer hechas por un perezoso[9]. Esto dirigió mi
atención más cerca del pedestal. Era éste, como creo haber dicho, de bronce. No
se trataba de un simple bloque, sino que estaba ambiciosamente adornado con
unos paneles hondos a cada lado. Me
acerqué a golpearlos. El pedestal era hueco. Examinando los paneles
minuciosamente, observé que quedaba una abertura entre ellos y el marco. No
había allí asas ni cerraduras, pero era posible que aquellos paneles, si eran
puertas como yo suponía, se abriesen hacia dentro. Una cosa aparecía clara a mi
inteligencia. No necesité un gran esfuerzo mental para inferir que mi Máquina
del Tiempo estaba dentro de aquel pedestal. Pero cómo había llegado hasta allí
era un problema diferente. Vi las cabezas de dos seres vestidos color naranja,
entre las matas y bajo unos manzanos cubiertos de flores, venir hacia mí. Me
volví a ellos sonriendo y llamándoles por señas. Llegaron a mi lado, y
entonces, señalando el pedestal de bronce, intenté darles a entender mi deseo
de abrirlo. Pero a mi primer gesto hacia allí se comportaron de un modo muy
extraño. No sé cómo describirles a ustedes su expresión. Supongan que hacen a
una dama de fino temperamento unos gestos groseros e impropios; la actitud que
esa dama adoptaría fue la de ellos. Se alejaron como si hubiesen recibido el
último insulto. Intenté una amable mímica parecida ante un mocito vestido de
blanco, con el mismo resultado exactamente. De un modo u otro su actitud me
dejó avergonzado de mí mismo. Pero, como ustedes comprenderán, yo deseaba
recuperar la Máquina del Tiempo, e hice una nueva tentativa. Cuando le vi a
éste dar la vuelta, como los otros, mi mal humor predominó. En tres zancadas le
alcancé, le cogí por la parte suelta de su vestido alrededor del cuello, y le
empecé a arrastrar hacia la esfinge. Entonces vi tal horror y tal repugnancia
en su rostro' que le solté de repente. Pero no quería declararme vencido aún.
Golpeé con los puños los paneles de bronce. Creí oír algún movimiento dentro
-para ser más claro, creí percibir un ruido como de risas sofocadas-, pero debí
equivocarme. Entonces fui a buscar una gruesa piedra al río, y volví a
martillar con ella 1os paneles hasta que hube aplastado una espiral de los
adornos, y cayó el verdín en laminillas polvorientas. La delicada gentecilla
debió de oírme golpear en violentas arremetidas hasta una milla, pero no se
acercó. Vi una multitud de ellos por las laderas, mirándome furtivamente. Al
final, sofocado y rendido, me senté para vigilar aquel sitio. Pero estaba
demasiado inquieto para vigilar largo rato. soy demasiado occidental para una
larga vigilancia. Puedo trabajar durante años enteros en un problema, pero
aguardar inactivo durante veinticuatro horas es otra cuestión. Después de un
rato me levanté, y empecé a caminar a la ventura entre la maleza, hacia la
colina otra vez. «Paciencia -me dije--; si quieres recuperar tu máquina debes
dejar sola a la esfinge. Si piensan quitártela, de poco sirve destrozar sus
paneles de bronce, y si no piensan hacerlo, te la devolverán tan pronto como se
la pidas. Velar entre todas esas cosas desconocidas ante un rompecabezas como
éste es desesperante. Representa una línea de conducta que lleva a la demencia.
Enfréntate con este mundo. Aprende sus usos, obsérvale, abstente de hacer
conjeturas demasiado precipitadas en cuanto a sus intenciones; al final
encontrarás la pista de todo esto.» Entonces, me di cuenta de repente de lo
cómico de la situación: el recuerdo de los años que había gastado en estudios y
trabajos para adentrarme en el tiempo futuro y, ahora, una ardiente ansiedad
por salir de él. Me había creado la más
complicada y desesperante trampa que haya podido inventar nunca un hombre.
Aunque era a mi propia costa, no pude remediarlo. Me reí a carcajadas. Cuando
cruzaba el enorme palacio, parecióme que aquellas gentecillas me esquivaban.
Podían ser figuraciones mías, o algo relacionado con mis golpes en las puertas
de bronce. Estaba, sin embargo, casi seguro de que me rehuían. Pese a lo cual
tuve buen cuidado de mostrar que no me importaba, y de, abstenerme de
perseguirles, y en el transcurso de uno o dos días las cosas volvieron a su
antiguo estado. Hice todos los progresos que pude en su lengua, y, además,
proseguí mis exploraciones aquí y allá. A menos que no haya tenido en cuenta
algún punto -sutil, su lengua parecía excesivamente simple, compuesta casi
exclusivamente de sustantivos concretos y verbos. En lo relativo a los
sustantivos abstractos, parecía haber pocos (si los había). Empleaban
escasamente el lenguaje figurado. Como sus frases eran por lo general simples y
de dos palabras, no pude darles a entender ni comprender yo sino las cosas más
sencillas. Decidí apartar la idea de mi Máquina del Tiempo y el misterio de las
puertas de bronce de la esfinge hasta donde fuera posible, en un rincón de mi
memoria, esperando que mi creciente conocimiento me llevase a ella por un
camino natural. Sin embargo, cierto sentimiento, como podrán ustedes
comprender, me retenía en un círculo de unas cuantas millas alrededor del sitio
de mi llegada. EXPLICACION Hasta donde podía ver, el mundo entero desplegaba la
misma exuberante riqueza que el valle del Támesis. Desde cada colina a la que
yo subía, vi la misma profusión de edificios espléndidos, infinitamente
variados de materiales y de estilos; los mismos amontonamientos de árboles de
hoja perenne, los mismos árboles cargados de flores y los mismos altos
helechos. Aquí y allá el agua brillaba como plata, y más lejos la tierra se
elevaba en azules ondulaciones de colinas, y desaparecía así en la serenidad
del cielo. Un rasgo peculiar que pronto atrajo mi atención fue la presencia de
ciertos pozos circulares, varios de ellos, según me pareció, de una profundidad
muy grande. Uno se hallaba situado cerca del sendero que subía a la colina, y
que yo había seguido durante mi primera caminata. Como los otros, estaba
bordeado de bronce, curiosamente forjado, y protegido de la lluvia por una
pequeña cúpula. Sentado sobre el borde de aquellos pozos, y escrutando su
oscuro fondo, no pude divisar ningún centelleo de agua, ni conseguir ningún
reflejo con la llama de una cerilla. Pero en todos ellos oí cierto ruido: un
toc-toc-toc, parecido a la pulsación de alguna enorme máquina; y descubrí, por
la llama de mis cerillas, que una corriente continua de aire soplaba abajo,
dentro del hueco de los pozos. Además, arrojé un pedazo de papel en el orificio
de uno de ellos; y en vez de descender revoloteando lentamente, fue velozmente
aspirado y se perdió de vista. También, después de un rato, llegué a relacionar
aquellos pozos con altas torres que se elevaban aquí y allá sobre las laderas;
pues había con frecuencia por encima de ellas es, misma fluctuación que se
percibe en un día caluroso sobre una playa abrasada por el sol. Enlazando estas
cosas, llegué a la firme presunción de un amplio sistema de ventilación
subterránea, cuya verdadera significación érame dificil imaginar. Me incliné al
principio a asociarlo con la instalación sanitaria de aquellas gentes. Era una
conclusión evidente, pero absolutamente equivocada. Y aquí debo admitir que he
aprendido muy poco de desagües, de campanas y de modos de transporte, y de
comodidades parecidas, durante el tiempo de mi estancia en aquel futuro real.
En algunas de aquellas visiones de Utopía[10] y de los tiempos por venir que he
leído, hay una gran cantidad de detalles sobre la construcción, las
ordenaciones sociales y demás cosas de ese género. Pero aunque tales detalles
son bastante fáciles de obtener cuando el mundo entero se halla contenido en la
sola imaginación, son por completo inaccesibles para un auténtico viajero
mezclado con la realidad, como me encontré allí. ¡Imagínense ustedes lo que
contaría de Londres un negro recién llegado del África central al regresar a su
tribu! ¿Qué podría él saber de las compañías de ferrocarriles, de los
movimientos sociales, del teléfono y el telégrafo, de la compañía de envío de
paquetes a domicilio, de los giros postales y de otras cosas parecidas? ¡Sin
embargo, nosotros accederíamos, cuando menos, a explicarle esas cosas! E
incluso de lo que él supiese, ¿qué le haría comprender o creer a su amigo que
no hubiese viajado? ¡Piensen, además, qué escasa distancia hay entre un negro y
un blanco de nuestro propio tiempo, y qué extenso espacio existía entre
aquellos seres de la Edad de oro y yo! Me daba cuenta de muchas cosas
invisibles que contribuían a mi bienestar; pero salvo por una impresión general
de organización automática, temo no poder hacerles comprender a ustedes sino muy
poco de esa diferencia. En lo referente a la sepultura, por ejemplo, no podía
yo ver signos de cremación, ni nada que sugiriese tumbas. Pero se me ocurrió
que, posiblemente, habría cementerios (u hornos crematorios) en alguna parte,
más allá de mi línea de exploración. Fue ésta, de nuevo, una pregunta que me
planteé deliberadamente y mi curiosidad sufrió un completo fracaso al principio
con respecto a ese punto. La cosa me desconcertaba, y acabé por hacer una
observación ulterior que me desconcertó más aún: que no había entre aquella
gente ningún ser anciano o achacoso. Debo confesar que la satisfacción que
sentí por mi primera teoría de una civilización automática y de una Humanidad
en decadencia, no duró mucho tiempo. Sin embargo, no podía yo imaginar otra.
Los diversos enormes palacios que había yo explorado eran simples viviendas,
grandes salones comedores y amplios dormitorios. No pude encontrar ni máquinas
ni herramientas de ninguna clase. Sin embargo, aquella gente iba vestida con
bellos tejidos, que deberían necesariamente renovar de vez en cuando, y sus
sandalias, aunque sin adornos, eran muestras bastante complejas de labor
metálica. De un modo o de otro tales cosas debían ser fabricadas. Y aquella
gentecilla no revelaba indicio alguno de tendencia creadora. No había tiendas,
ni talleres, ni señal ninguna de importaciones entre ellos. Gastaban todo su
tiempo en retozar lindamente, en bañarse In el río, en hacerse el amor de una
manera semijuguetona, en comer frutas y en dormir. No pude ver cómo se
conseguía que las cosas siguieran marchando. Volvamos, entonces, a la Máquina
del Tiempo: alguien, no sabía yo quién, la había encerrado en el pedestal hueco
de la Esfinge Blanca. ¿Por qué? A fe mía no pude imaginarlo. Había también
aquellos pozos sin agua, aquellas columnas de aireación. Comprendí que me
faltaba una pista. Comprendí..., ¿cómo les explicaría aquello? Supónganse que
encuentran ustedes una inscripción, con frases aquí y allá en un excelente y
claro inglés, e, interpoladas con esto, otras compuestas de palabras, incluso
de letras, absolutamente desconocidas para ustedes. ¡Pues bien, al tercer día
de mi visita, así era como se me presentaba el mundo del año 802.701! Ese día,
también, me eché una amiga... en cierto modo. Sucedió que, cuando estaba yo
contemplando a algunos de aquellos seres bañándose en un bajío, uno de ellos
sufrió un calambre, y empezó a ser arrastrado por el agua. La corriente
principal era más bien rápida, aunque no demasiado fuerte para un nadador
regular. Les daré a ustedes una idea, por tanto, de la extraña imperfección de
aquellas criaturas, cuando les diga que ninguna hizo el más leve gesto para
interitar salvar al pequeño ser que gritando débilmente se estaba ahogando ante
sus ojos. Cuando me di cuenta de ello, me despojé rápidamente de la ropa, y
vadeando el agua por un sitio más abajo, agarré aquella cosa menuda y la puse a
salvo en la orilla. Unas ligeras fricciones 111 sus miembros la reanimaron
pronto, y tuve la satisfacción de verla completamente bien antes de separarme
de ella. Tenía tan poca estimación por los de su raza que no esperé ninguna
gratitud de la muchachita. Sin embargo, en esto me equivocaba. Lo relatado
ocurrió por la mañana. Por la tarde encontré a mi mujercilla -eso supuse que
era- cuando regresaba yo hacia mi centro de una exploración. Me recibió con
gritos de deleite, y me ofreció una gran guirnalda de flores, hecha
evidentemente para mí. Aquello impresionó mi imagina Es muy posible que me
sintiese solo-Sea como fuere, hice cuanto pude para mostrar mi reconocimiento
por si, regalo. Pronto estuvimos sentados juntos bajo un árbol sosteniendo una
conversación compuesta principalmente de sonrisas. La amistad de aquella
criatura me afectaba exactamente como puede afectar la de una niña. Nos dábamos
flores uno a otro, y ella me besaba las manos. Le besé yo también las suyas.
Luego intenté hablar y supe que se llamaba Weena, nombre que a pesar de no
saber yo lo que significaba me pareció en cierto modo muy apropiado. Este fue
el comienzo de una extraña amistad que duró una semana, ¡y que terminó como les
diré! Era ella exactamente parecida a una niña. Quería estar siempre conmigo.
Intentaba seguirme por todas partes, y en mi viaje siguiente sentí el corazón
oprimido, teniendo que dejarla, al final, exhausta y llamándome
quejumbrosamente, Pues érame preciso conocer a fondo los problemas de aquel
mundo. No había llegado, me dije a mí mismo, al futuro para mantener un flirteo
en miniatura. Sin embargo, su angustia cuando la dejé era muy grande, sus
reproches al separarnos eran a veces frenéticos, y creo plenamente que sentí
tanta inquietud como consuelo con su afecto. Sin embargo, significaba ella, de
todos modos, un gran alivio para mí. Creí que era un simple cariño infantil el
que la hacía apegarse a mí. Hasta que fue demasiado tarde, no supe claramente
qué pena le había infligido al abandonarla. Hasta entonces no supe tampoco
claramente lo que era ella para mí. Pues, por estar simplemente en apariencia
enamorada de mí, por su manera fútil de mostrar que yo le preocupaba, aquella
humana muñequita pronto dio a mi regreso a las proximidades de la Esfinge
Blanca casi el sentimiento de la vuelta al hogar; y acechaba la aparición de su
delicada figurita, blanca y oro, no bien llegaba yo a la colina. Por ella supe
también que el temor no había desaparecido aún de la tierra. Mostrábase ella
bastante intrépida durante el día y tenía una extraña confianza en mi; pues una
vez, en un momento estúpido, le hice muecas amenazadoras y, ella se echó a reír
simplemente. Pero le amedrentaban la oscuridad, las sombras, las cosas negras.
Las tinieblas eran para ella.la única cosa aterradora. Era una emoción
singularmente viva, y esto me hizo meditar y observarla. Descubrí, entonces,
entre otras cosas, que aquellos seres se congregaban dentro de las grandes
casas, al anochecer, y dormían en grupos. Entrar donde ellos estaban sin una
luz les llenaba de una inquietud tumultuosa. Nunca encontré a nadie de puertas
afuera, o durmiendo solo de puertas adentro, después de ponerse el sol. Sin embargo,
fui tan estúpido que no comprendí la lección de ese temor, y, pese a la
angustia de Weena, me obstiné en acostarme apartado de aquellas multitudes
adormecidas. Esto le inquietó a ella mucho, pero al final su extraño afecto por
mí triunfó, y durante las cinco noches de nuestro conocimiento, incluyendo la
última de todas, durmió ella con la cabeza recostada sobre mi brazo. Pero mi
relato se me escapa mientras les hablo a ustedes de ella. La noche anterior a
su salvación debía despertarme al amanecer. Había estado inquieto, soñando muy
desagradablemente que me ahogaba, y que unas anémonas de mar me palpaban la
cara con Sus blandos apéndices. Me desperté sobresaltado, con la extraña
sensación de que un animal gris acababa de huir de la habitación. Intenté
dormirme de nuevo, pero me sentía desasosegado y a disgusto. Era esa hora
incierta y gris en que las cosas acaban de surgir de las tinieblas, cuando todo
el incoloro y se recorta con fuerza, aun pareciendo irreal. Me levanté, fui al
gran vestíbulo y llegué así hasta las losas de Piedra delante del palacio.
Tenía intención, haciendo virtud de la necesidad, de contemplar la salida del
sol. La luna se ponía, y su luz moribunda y las primeras Palideces del alba se
mezclaban en una semiclaridad fantasmal. Los arbustos eran de un negro tinta,
la tierra de un gris oscuro, el cielo descolorido y triste. Y sobre la colina
creía ver unos espectros. En tres ocasiones distintas, mientras escudriñaba la
ladera, vi unas figuras blancas. Por dos veces me pareció divisar una criatura
solitaria, blanca, con el aspecto de un mono, subiendo más bien rápidamente Por
la colina, y una vez cerca de las ruinas vi tres de aquellas figuras
arrastrando un cuerpo oscuro. Se movían velozmente. Y no pude ver qué fue de
ellas. Parecieron desvanecerse entre los arbustos. El alba era todavía
incierta, como ustedes comprenderán. Y tenía yo esa sensación helada, confusa,
del despuntar del alba que ustedes conocen tal vez. Dudaba de mis ojos. Cuando
el cielo se tornó brillante al este, y la luz del sol subió y esparció una vez
más sus vivos colores sobre el mundo, escruté profundamente el paisaje, pero no
percibí ningún vestigio de mis figuras blancas. Eran simplemente seres de la
media luz. «Deben de haber sido fantasmas -me dije . Me pregunto qué edad
tendrán.» Pues una singular teoría de Grant Allen[11] vino a mi mente, y me
divirtió. Si cada generación fenece y deja fantasmas, argumenta él, el mundo al
final estará atestado de ellos. Según esa teoría habrían crecido de modo
innumerable dentro de unos ochocientos mil años a contar de esta fecha, y no
sería muy sorprendente ver cuatro a la vez. Pero la broma no era convincente y
me pasé toda la mañana pensando en aquellas figuras, hasta que gracias a Weena
logré desechar ese pensamiento. Las asocié de una manera vaga con el animal
blanco que había yo asustado en mi primera y ardorosa busca de la Máquina del
Tiempo. Pero Weena era una grata sustituta. Sin embargo, todas ellas estaban
destinadas pronto a tomar una mayor y más implacable posesión de mi espíritu.
Creo haberles dicho cuánto más calurosa que la nuestra era la temperatura de
esa Edad de Oro. No puedo explicarme por qué. Quizá el sol era más fuerte, o la
tierra estaba más cerca del sol. Se admite, por lo general, que el sol se irá
enfriando constantemente en el futuro. Pero la gente, poco familiarizada con
teorías tales como las de Darwin[12], olvida que los planetas¡ deben finalmente
volver a caer uno por uno dentro de la masa que los engendró. Cuando esas
catástrofes ocurran, el sol llameará con renovada energía; y puede que algún
planeta interior haya sufrido esa suerte. Sea cual fuere la razón, persiste el
hecho de que el sol era mucho más fuerte que el que nosotros conocemos. Bien,
pues una mañana muy calurosa -la cuarta, creo, de mi estancia-, cuando
intentaba resguardarme del calor y de la reverberación entre algunas ruinas
colosales cerca del gran edificio donde dormía y comía, ocurrió una cosa
extraña. Encaramándome sobre aquel montón de mampostería, encontré una estrecha
galería, cuyo final y respiradero laterales estaban obstruidos por masas de
piedras caídas. En contraste con la luz deslumbrante del exterior, me pareció
al principio de una oscuridad impenetrable. Entré a tientas, pues el cambio de
la luz a las tinieblas hacía surgir manchas flotantes de color ante mí. De
repente me detuve como hechizado. Un par de ojos, luminosos por el reflejo de
la luz de afuera, me miraba fijamente en las tinieblas. El viejo e instintivo
terror a las fieras se apoderó nuevamente de mí. Apreté los puños y miré con
decisión aquellos brillantes ojos. Luego, el pensamiento de la absolu_ ta
seguridad en que la Humanidad parecía vivir se apareció a mi mente. Y después
recordé aquel extraño terror a las tinieblas. Dominando mi pavor hasta cierto
punto, avancé un paso y hablé. Confesaré que mi voz era bronca e insegura.
Extendí la mano y toqué algo suave. Inmediatamente los ojos se apartaron y algo
blanco huyó rozándome. Me volví con el corazón en la garganta, y vi una extraña
figurilla de aspecto simiesco, sujetándose la cabeza de una manera especial,
cruzar corriendo el espacio iluminado por el sol, a mi espalda. Chocó contra un
bloque de granito, se tambaleó, y en un instante se ocultó en la negra sombra
bajo otro montón de escombros de las -ruinas. La impresión que recogí de aquel
ser. fue, naturalmente, imperfecta; pero sé que era de un blanco desvaído, y,
que tenía unos ojos grandes y extraños de un rojo grisáceo, y también unos
cabellos muy rubios que le caían por la espalda. Pero, como digo, se movió con
demasiada rapidez para que pudiese verle con claridad. No puedo siquiera decir
si corría a cuatro pies, o tan sólo manteniendo sus antebrazos muy bajos.
Después de unos instantes de detención le seguí hasta el segundo montón de
ruinas. No pude encontrarle al principio; pero después de un rato entre la
profunda oscuridad, llegué a una de aquellas aberturas redondas y parecidas a
un pozo de que ya les he hablado a ustedes, semiobstruida por una columna
derribada. Un pensamiento repentino vino a mi mente. ¿Podría aquella Cosa haber
desaparecido por dicha abertura abajo? Encendí una cerilla y, mirando hasta el
fondo, vi agitarse una pequeña y blanca criatura con unos ojos brillantes que
me miraban fijamente. Esto me hizo estremecer. ¡Aquel ser se asemejaba a una
araña humana! Descendía por la pared y divisé ahora por primera vez una serie
de soportes y de asas de metal formando una especie de escala, que se hundía en
la abertura. Entonces la llama me quemó los dedos y la solté, apagándose al
caer; y cuando encendí otra, el pequeño monstruo había desaparecido. No sé
cuánto tiempo permanecí mirando el interior de aquel pozo. Necesité un rato
para conseguir convencerme a mí mismo de que aquella cosa entrevista era un ser
humano. Pero, poco a poco, la verdad se abrió paso en mí: el Hombre no había
seguido siendo una especie única, sino que se había diferenciado en dos
animales distintos; las graciosas criaturas del Mundo Superior no eran los
solos descendientes de nuestra generación, sino que aquel ser, pálido, repugnante,
nocturno, que había pasado fugazmente ante mí, era también el heredero de todas
las edades. Pensé en las columnas de aireación y en mi teoría de una
ventilación subterránea. Empecé a sospechar su verdadera importancia. ¿Y qué
viene a hacer, me pregunté, este Lémur en mi esquema de una organización
perfectamente equilibrada? ¿Qué relación podía tener con la indolente serenidad
de los habitantes del Mundo Superior? ¿Y qué se ocultaba debajo de aquello en
el fondo de aquel pozo? Me senté sobre el borde diciéndome que, en cualquier
caso, no había nada que temer, y que debía yo bajar allí para solucionar mis
apuros. ¡Y al mismo tiempo me aterraba en absoluto bajar! Mientras vacilaba,
dos de los bellos seres del Mundo Superior llegaron corriendo en su amoroso
juego desde la luz del sol hasta la
sombra. El varón perseguía a la hembra, arrojándole flores en su huida.
Parecieron angustiados de encontrarme, con mi brazo apoyado contra la columna
caída, y escrutando el pozo. Al parecer, estaba mal considerado el fijarse en
aquellas aberturas; pues cuando señalé ésta junto a la cual estaba yo e intenté
dirigirles una pregunta sobre ello en su lengua, se mostraron más angustiados
aún y se dieron la vuelta. Pero les interesaban mis cerillas, y encendí unas
cuantas para divertirlos. Intenté de nuevo preguntarles sobre el pozo, Y
fracasé otra vez. Por eso los dejé en seguida, a fin de ir en busca de Weena, y
ver qué podía sonsacarle. Pero Mi mente estaba ya trastornada; mis conjeturas e
impresiones se deslizaban y enfocaban hacia una nueva interpretación. Tenía
ahora una pista para averiguar la importancia de aquellos pozos, de aquellas
torres de ventilación, de aquel misterio de los fantasmas; ¡y esto sin
mencionar la indicación relativa al significado de las puertas de bronce y de
la suerte de la Máquina del Tiempo! Y muy vagamente hallé una sugerencia acerca
de la solución del problema económico que me había desconcertado. He aquí mi
nuevo punto de vista. Evidentemente, aquella segunda especie humana era subterránea.
Había en especial tres detalles que me hacían creer que sus raras apariciones
sobre el suelo eran la consecuencia de una larga y continuada costumbre de
vivir bajo tierra. En primer lugar, estaba el aspecto lívido común a la mayoría
de los animales que viven prolongadamente en la oscuridad; el pez blanco de las
grutas del Kentucky, por ejemplo. Luego, aquellos grandes ojos con su facultad
de reflejar la luz son rasgos comunes en los seres nocturnos, según lo
demuestran el búho y el gato. Y por último, aquel patente desconcierto a la luz
del sol, y aquella apresurada y, sin embargo, torpe huida hacia la oscura
sombra, y aquella postura tan particular de la cabeza mientras estaba a la luz,
todo esto reforzaba la teoría de una extremada sensibilidad de la retina. Bajo
mis pies, por tanto, la tierra debía estar inmensamente socavada y aquellos
socavones eran la vivienda de a Nueva Raza. La presencia de tubos de
ventilación y de los pozos a lo largo de las laderas de las colinas, por todas
partes en realidad, excepto a lo largo del valle por donde corría el río,
revelaba cuán universales eran sus ramificacio nes. ¿No era muy natural,
entonces, suponer que era en aquel Mundo Subterráneo donde se hacía el trabajo
necesario para la comodidad de la raza que vivía a la luz del sol? La
explicación era tan plausible que la acepté inmediatamente y llegué hasta
imaginar el porqué de aquella diferenciación de la especie humana. Me atrevo a
creer que prevén ustedes la hechura de mi teoría, aunque pronto comprendí por
mí mismo cuán alejada estaba de la verdad. Al principio, procediendo conforme a
los problemas de nuestra propia época, parecíame claro como la luz del día que
la extensión gradual de las actuales diferencias meramente temporales y
sociales entre el Capitalista y el Trabajador era la clave de la situación
entera. Sin duda les parecerá a ustedes un tanto grotesco -¡y disparatadamente
increíble!-, y, sin embargo, aun ahora existen circunstancias que señalan ese
camino. Hay una tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los fines
menos decorativos de la civilización; hay, por ejemplo, en Londres el Metro,
hay los nuevos tranvías eléctricos, hay pasos subterráneos, talleres y
restaurantes subterráneos, que aumentan y se multiplican. «Evidentemente
-pensé- esta tendencia ha crecido hasta el Punto que la industria ha perdido
gradualmente su derecho de existencia al aire libre.» Quiero decir que se había
extendido cada vez más profundamente y cada vez en más y más amplias fábricas
subterráneas ¡consumiendo una cantidad de tiempo sin cesar creciente, hasta que
al final ... ! Aun hoy día, ¿es que un obrero del East End[13] no vive en
condiciones de tal modo artificiales que, prácticamente, está separado de la
superficie natural de la tierra? Además, la tendencia exclusiva de la gente
rica -debida, sin duda, al creciente refinamiento de su educación y al amplio
abismo en aumento entre ella y la ruda violencia de la gente pobre- la lleva ya
a acotar, en su interés, considerables partes de la superficie del país. En lo,
alrededores de Londres, por ejemplo, tal vez la mitad de los lugares más
hermosos están cerrados a la intrusión. Y ese mismo abismo creciente que se
debe a los procedimientos más largos s, costosos de la educación superior y a
las crecientes facilidades y tentaciones por parte de los ricos, hará que cada
vez sea menos frecuente el intercambio entre las clases y el ascenso en la
posición social por matrimonios entre ellas, que retrasa actualmente la
división de nuestra especie a lo largo de líneas de estratificación social. De
modo que, al final, sobre el suelo habremos de tener a los Poseedores, buscando
el placer, el bienestar y la belleza, y debajo del suelo a los No Poseedores;
los obreros se adaptan continuamente a las condiciones de su trabajo. Una vez allí,
tuvieron, sin duda, que pagar un canon nada reducido por la ventilación de sus
cavernas; y si se negaban, los mataban de hambre o los asfixiaban para hacerles
pagar los atrasos. Los que habían nacido para ser desdichados o rebeldes,
murieron; y finalmente, al ser permanente el equilibrio, los supervivientes
acabaron por estar adaptados a las condiciones de la vida subterránea y tan
satisfechos en su medio como la gente del Mundo Superior en el suyo. Por lo
que, me parecía, la refinada belleza y la palidez marchita seguíanse con
bastante naturalidad. El gran triunfo de la Humanidad que había yo soñado
tomaba una forma distinta en mi mente. No había existido tal triunfo de la
educación moral y de la cooperación general, como imaginé. En lugar de esto, veía
yo una verdadera aristocracia, armada de una ciencia perfecta y preparando una
lógica conclusión al sistema industrial de hoy día. Su triunfo no había sido
simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza
y sobre el prójimo. Esto, debo advertirlo a ustedes, era mi teoría de aquel
momento. No tenla ningún guía adecuado como ocurre en los libros utópicos. Mi
explicación puede ser errónea por completo. Aunque creo que es la más
plausible. Pero, aun suponiendo esto, la civilización equilibrada que había
sido finalmente alcanzada debía haber sobrepasado hacía largo tiempo su cenit,
y haber caído en una profunda decadencia. La seguridad demasiado perfecta de
los habitantes del Mundo Superior los había llevado, en un pausado movimiento
de degeneración, a un aminoramiento general de estatura, de fuerza e
inteligencia. Eso podía yo verlo ya con bastante claridad. Sin embargo, no
sospechaba aún lo que había ocurrido a los habitantes del Mundo Subterráneo,
pero por lo que había visto de los Morlocks -que era el nombre que daban a
aquellos serespodía imaginar que la modificación del tipo humano era aún más
profunda que entre los Eloi, la raza que ya conocía. Entonces surgieron los
Morlocks, unas dudas fastidiosas. ¿Por qué habían cogido mi Máquina del Tiempo?
Pues estaba seguro de que eran ellos quienes la habían cogido. ¿Y por qué,
también, si los Eloi eran los amos, no podían devolvérmela? ¿Y por qué sentían
un miedo tan terrible de la oscuridad? Empecé, como ya he dicho, por interrogar
a Weena acerca de aquel Mundo Subterráneo, pero de nuevo quedé defraudado. Al
principio no comprendió mis pregunta', y luego se negó a contestarlas. Se
estremecía como si el tema le fuese insoportable. Y cuando la presioné, quizá
un poco bruscamente, se deshizo en llanto. Fueron las únicas lágrimas,
exceptuando las mías, que vi jamás en la Edad de Oro. Viéndolas cesé de
molestarla sobre los Morlocks, y me dediqué a borrar de los ojos de Weena
aquellas muestras de su herencia humana. Pronto sonrió, aplaudiendo con sus
manitas, mientras yo encendía solemnemente una cerilla. LOS MORLOCKS Podrá
parecerles raro, pero dejé pasar dos días antes de seguir la reciente pista que
llevaba evidentemente al camino apropiado. Sentía una aversión especial por
aquellos cuerpos pálidos. Tenían exactamente ese tono semiblancuzco de los
gusanos y de los animales conservados en alcohol en un museo zoológico. Y al
tacto eran de una frialdad repugnante. Mi aversión se debía en gran parte a la
influencia simpática de los Eloi, cuyo asco por los Morlocks empezaba yo a
comprender. La noche siguiente no dormí nada bien. Sin duda mi salud estaba
alterada. Sentíame abrumado de perplejidad y de dudas. Tuve una o dos veces la
sensación de un pavor intenso al cual no podía yo encontrar ninguna razón
concreta. Recuerdo haberme deslizado sin ruido en el gran vestíbulo donde los
seres aquellos dormían a la luz de la luna -aquella noche Weena se hallaba
entre ellas- y sentíame tranquilizado con su presencia. Se me ocurrió, en aquel
momento, que en el curso de pocos días la luna debería entrar en su último
cuarto, y las noches serían oscuras; entonces, las apariciones de aquellos
desagradables seres subterráneos, de aquellos blancuzcos lémures, de aquella
nueva gusanera que había sustituido a la antigua, serían más numerosas. Y
durante esos dos días tuve la inquieta sensación de quien elude una obligación
inevitable. Estaba seguro de que solamente recuperaría la Máquina del Tiempo
penetrando audazmente en aquellos misterios del subsuelo. Sin embargo, no podía
enfrentarme con aquel enigma. De haber tenido un compañero la cosa sería muy
diferente. Pero estaba horriblemente solo, y el simple hecho de descender por
las tinieblas del pozo me hacía Palidecer. No sé si ustedes comprenderán mi
estado de ánimo, pero sentía sin cesar un peligro a mi espalda. Esta inquietud,
esta inseguridad, era quizá la que me arrastraba más y más lejos en mis
excursiones exploradoras. Yendo al sudoeste, hacia la comarca escarpada que se
llarna ahora Combe Wood, observé a lo lejos, en la dirección del Banstead[14]
del siglo XIX, una amplia construcción verde, de estilo diferente a las que
había visto hasta entonces. Era más grande que el mayor de los palacios o
ruinas que conocía, y la fachada tenía un aspecto oriental: mostraba ésta el
brillo de un tono gris pálido, de cierta clase de porcelana china, Esta
diferencia de aspecto sugería una diferencia de uso, y se me ocurrió llevar
hasta allí mi exploración. Pero el día declinaba ya, y llegué a la vista de
aquel lugar después de un largo y extenuante rodeo; por lo cual decidí aplazar
la aventura para el día siguiente, y volví hacia la bienvenida y las caricias
de la pequeña Weena. Pero a la mañana siguiente me di cuenta con suficiente
claridad que mi curiosidad referente al Palacio de Porcelana Verde era un acto
de autodecepción, capaz de evitarme, por un día más, la experiencia que yo
temía. Decidí emprender el descenso sin más pérdida de tiempo, y salí al
amanecer hacia un pozo cercano a las ruinas de granito y aluminio. La pequeña
Weena vino corriendo conmigo, Bailaba junto al pozo, pero, cuando vio que me
inclinaba yo sobre el brocal mirando hacia abajo, pareció singularmente
desconcertada. «Adiós, pequeña Weena», dije, besándola; y luego, dejándola
sobre el suelo, comencé a buscar sobre el brocal los escalones y los ganchos.
Más bien de prisa –debo confesarlo-, ¡pues temía que flaquease mi valor! Al
principio ella me miró con asombro. Luego lanzó un grito quejumbroso y,
corriendo hacia mí, quiso retenerme con sus manitas. Creo que su oposición me
incitó más bien a continuar. La rechacé, acaso un poco bruscamente, y un
momento después estaba adentrándome en el pozo. Vi su cara agonizante sobre el
brocal y le sonreí para tranquilizarla. Luego me fue preciso mirar hacia abajo
a los ganchos inestables a que me agarraba. Tuve que bajar un trecho de
doscientas yardas, quizá. El descenso lo efectuaba por medio de los barrotes
metálicos que salían de las paredes del pozo, y como estaban adaptados a las
necesidades de unos mucho más pequeños que yo, pronto me sentí entumecido y
fatigado por la bajada. ¡Y no sólo fatigado! Uno de los barrotes cedió de
repente bajo mi peso, y casi me balanceé en las tinieblas de debajo. Durante un
momento quedé suspendido por una mano, y después de esa prueba no me atreví a
descansar de nuevo. Aunque mis brazos y mi espalda me doliesen ahora
agudamente, seguía descendiendo de un tirón, tan de prisa como era posible. Al
mirar hacia arriba, vi la abertura, un pequeño disco azul, en el cual era
visible una estrella, mientras que la cabeza de la pequeña Weena aparecía como
una proyección negra y redonda. El ruido acompasado de una máquina, desde el
fondo, se hacía cada vez más fuerte y opresivo. Todo, salvo el pequeño disco de
arriba, era profundamente oscuro, y cuando volví a mirar hacia allí, Weena
había desaparecido. Sentíame en una agonía de inquietud. Pensé vagamente
Intentar remontar del pozo y dejar en su soledad al Mundo Subterráneo. Pero
hasta cuando estaba dándole vueltas a esa idea, seguía descendiendo. Por
último, con un profundo alivio, vi confusamente aparecer, a un pie a mi
derecha, una estrecha abertura en la pared. Me introduje allí y descubrí que
era el orificio de un reducido túnel horizontal en el cual pude tenderme y
descansar. Y ya era hora. Mis brazos estaban doloridos, mi espalda entumecida,
y temblaba con el prolongado terror de una caída. Además, la oscuridad
ininterrumpida tuvo un efecto doloroso sobre mis ojos. El aire estaba lleno del
palpitante zumbido de la maquinaria que ventilaba el pozo. No sé cuánto tiempo
permanecí tendido allí. Me despertó una mano suave que tocaba mi cara. Me
levanté de un salto en la oscuridad y, sacando mis cerillas, encendí una
rápidamente: vi tres seres encorvados y blancos semejantes a aquel que había
visto sobre la tierra, en las ruinas, y que huyó velozmente de la luz.
Viviendo, como vivían, en las que me parecían tinieblas impenetrables, sus ojos
eran de un tamaño anormal y muy sensibles, como lo son las pupilas de los peces
de los fondos abisales, y reflejaban la luz de idéntica manera. No me cabía
duda de que podían verme en aquella absoluta oscuridad, y no parecieron tener
miedo de mí, aparte de su temor a la luz. Pero, en cuanto encendí una cerilla
con objeto de verlos, huyeron veloces, desapareciendo dentro de unos sombríos
canales y túneles, desde los cuales me miraban sus ojos del modo más extraño.
Intenté llamarles, pero su lenguaje era al parecer diferente del de los
habitantes del Mundo Superior; por lo cual me quedé entregado a mis propios
esfuerzos, y la idea de huir antes de iniciar la exploración pasó por mi mente.
Pero me dije a mí mismo: «Estás aquí ahora para eso», y avancé a lo largo del
túnel, sintiendo que el ruido de la maquinaria se hacía más fuerte. Pronto dejé
de notar las paredes a mis lados, llegué a un espacio amplio y abierto, y
encendiendo otra cerilla, vi que había entrado en una vasta caverna arqueada
que se extendía el, las profundas tinieblas más allá de la claridad de mi
cerilla. Vi lo que se puede ver mientras arde una cerilla. Mi recuerdo es
forzosamente vago. Grandes formas parecidas a enormes máquinas surgían de la
oscuridad y proyectaban negras sombras entre las cuales los inciertos y
espectrales Morlocks se guarecían de la luz. El sitio, dicho sea de paso, era
muy sofocante y opresivo, y débiles emanaciones de sangre fresca flotaban en el aire. Un poco más abajo del
centro había una mesita de un metal blanco, en la que parecía haberse servido
una comida. ¡Los Morlocks eran, de todos modos, carnívoros! Aun en aquel
momento, recuerdo haberme preguntado qué voluminoso animal podía haber
sobrevivido para suministrar el rojo cuarto que yo veía. Estaba todo muy
confuso: el denso olor, las enormes formas carentes de significado, la figura
repulsiva espiando en las sombras, ¡y esperando tan sólo a que volviesen a
reinar las tinieblas para acercarse a mí de nuevol Entonces la cerilla se
apagó, quemándome los dedos, y cayó, con una roja ondulación, en las tinieblas.
He pensado después lo mal equipado que estaba yo para semejante experiencia.
Cuando la inicié con la Máquina del Tiempo, lo hice en la absurda suposición de
que todos los hombres del futuro debían ser infinitamente superiores a nosotros
mismos en todos los artefactos. Había llegado sin armas, sin medicinas, sin
nada que fumar -¡a veces notaba atrozmente la falta del tabaco!-; hasta sin
suficientes cerillas. ¡Si tan sólo hubiera pensado en una Kodak! Podría haber
tomado aquella visión del Mundo Subterráneo en un segundo, y haberlo examinado
a gusto. Pero, sea lo que fuere, estaba allí con las únicas armas y los únicos
poderes con que la Naturaleza me ha dotado: manos, pies y dientes; esto y
cuatro cerillas suecas que aún me quedaban. Temía yo abrirme camino entre toda
aquella maquinaria en la oscuridad, y solamente con la última llama descubrí
que mi provisión de cerillas habíase agotado. No se me había ocurrido nunca
hasta entonces que hubiera necesidad de economizarlas, y gasté casi la mitad de
la caja en asombrar a los habitantes del Mundo Superior, para quienes el fuego
era una novedad. Ahora, como digo, me quedaban cuatro, y mientras permanecía en
la oscuridad, una mano tocó la mía, sentí unos dedos descarnados sobre mi cara,
y percibí un olor especial muy desagradable. Me pareció oír a mi alrededor la
respiración de una multitud de aquellos horrorosos pequeños seres. Sentí que
intentaban quitarme suavemente la caja de cerillas que tenía en la mano, y que
otras manos detrás de mí me tiraban de la ropa. La sensación de que aquellas
criaturas invisibles me examinaban érame desagradable de un modo
indescriptible. La repentina comprensión de mi desconocimiento de sus maneras
de pensar y de obrar se me presentó de nuevo vivamente en las tinieblas. Grité
lo más fuerte que pude. Se apartaron y luego los sentí acercarse otra vez. Sus
tocamientos se hicieron más osados mientras se musitaban extraños sonidos unos
a otros. Me estremecí con violencia, y volví a gritar, de un modo más bien
discordante. Esta vez se Mostraron menos seriamente alarmados, y se acercaron
de nuevo a mí con una extraña y ruidosa risa. Debo confesar que estaba
horriblemente asustado. Decidí encender otra ¿erilla y escapar amparado por la
claridad. Así lo hice, y acreciendo un poco la llama con un pedazo de papel que
saqué de mi bolsillo, llevé a cabo mi retirada hacia el estrecho túnel. Pero
apenas hube entrado mi luz se apagó, y en tinieblas pude oír a los Morlocks
susurrando como el viento entre las hojas, haciendo un ruido acompasado como la
lluvia, mientras se Precipitaban detrás de mí. En un momento me sentí agarrado
por varias manos, y no Pude equivocarme sobre su propósito, que era arrastrarMe
hacia atrás. Encendí otra cerilla y la agité ante sus deslumbrantes caras.
Dificilmente podrán ustedes imaginar lo nauseabundos e inhumanos que parecían
-¡rostros líVidos y sin mentón, ojos grandes, sin párpados, de un gris rosado!-
mientras que se paraban en su- ceguera y aturdimiento. Pero no me detuve a
mirarlos, se lo aseguro a ustedes: volví a retirarme, y cuando terminó mi
segunda cerilla, encendí la tercera. Estaba casi consumida cuando alcancé la
abertura que había en el pozo. Me tendí sobre el borde, pues la palpitación de
la gran bomba del fondo rne aturdía. Luego palpé los lados para buscar los
asideros salientes, y al hacerlo, me agarraron de los pies Y fui tirado
violentamente hacia atrás. Encendí mi última cerilla... y se apagó en el acto.
Pero había yo empuñado ahora uno de los barrotes, y dando fuertes puntapiés, me
desprendí de las manos de los Morlocks, y ascendí rápidamente por el pozo,
mientras ellos se quedaban abajo atisbando y guiñando los ojos hacia mí: todos
menos un pequeño miserable que me siguió un momento, y casi se apoderó de una
de mis botas como si hubiera sido un trofeo. Aquella escalada me pareció
interminable. En los últimos veinte o treinta pies sentí una náusea mortal. Me
costó un gran trabajo mantenerme asido. En las últimas yardas sostuve una lucha
espantosa contra aquel desfallecimiento. Me dieron varios vahídos y experimenté
todas las sensaciones de la caída. Al final, sin embargo, pude, no sé cómo,
llegar al brocal y escapar tambaleándome fuera de las ruinas bajo la cegadora
luz del sol. Caí de bruces. Hasta el suelo olía dulce y puramente. Luego
recuerdo a Weena besando mis manos y mis orejas, y las voces de otros Eloi.
Después estuve sin sentido durante un rato.
AL LLEGAR LA NOCHE
Ahora, realmente, parecía encontrarme en una situación peor
que la de antes. Hasta aquí, excepto durante mi noche angustiosa después de la
pérdida de la Máquina del Tiempo, había yo tenido la confortadora esperanza de
una última escapatoria, pero esa esperanza se desvanecía con los nuevos
descubrimientos. Hasta ahora me había creído simplemente obstaculizado por la
pueril simplicidad de aquella pequeña raza, y por algunas fuerzas desconocidas
que érame preciso comprender para superarlas; pero había un elemento nuevo por
completo en la repugnante especie de los Morlocks, algo inhumano y maligno.
Instintivamente los aborrecía. Antes había yo sentido lo que sentiría un hombre
que cayese en un precipicio: mi preocupación era el precipicio y cómo salir de
él. Ahora sentíame como una fiera en una trampa, cuyo enemigo va a caer pronto
sobre ella. El enemigo al que yo temía tal vez les sorprenda a ustedes. Era la
oscuridad de la luna nueva. Weena me había inculcado eso en la cabeza haciendo
algunas observaciones, al principio 'incomprensibles, acerca de las Noches
Oscuras. No era un problema muy dificil de adivinar lo que iba a significar la
llegada de las Noches Oscuras. La luna estaba en menguante cada noche era- más largo
el período de oscuridad. Y ahora comprendí hasta cierto grado, cuando menos, la
razón del miedo de los pequeños habitantes del Mundo Superior a las tinieblas.
Me pregunté vagamente qué perversas infamias podían ser las que los Morlocks
realizaban durante la luna nueva. Estaba casi seguro de que mi segunda
hipótesis era totalmente falsa. La gente del Mundo Superior podía haber sido
antaño la favorecida aristocracia y los Morlocks sus servidores mecánicos; pero
aquello había' acabado hacía largo tiempo. Las dos especies que habían
resultado de la evolución humana declinaban o habían llegado ya a unas
relaciones completamente nuevas. Los Eloi, como los reyes carlovingios[15],
habían llegado a ser simplemente unas lindas inutilidades- Poseían todavía la
tierra por consentimiento tácito, desde que los Morlocks, subterráneos hacía
innumerables generaciones, habían Degado a encontrar intolerable la superficie
iluminada por el sol. Y los Morlocks confeccionaban sus vestidos, infería yo, y
subvenían a sus necesidades habituales, quizá a causa de la supervivencia de un
viejo hábito de servidumbre. Lo hacían como un caballo encabritado agita sus
patas, o como un hombre se divierte en matar animales por deporte: porque unas
antiguas y fenecidas necesidades lo habían inculcado en su organismo. Pero,
evidentemente, el antiguo orden estaba ya en parte invertido. La Némesis[16] de
los delicados hombrecillos se acercaba de prisa. Hacía edades, hacía miles de
generaciones, el hombre había privado a su hermano el hombre de la comodidad y
de la luz del sol. ¡Y ahora aquel hermano volvía cambiado! Ya los Eloi habían
empezado a aprender una vieja lección otra vez. Trababan de nuevo conocimiento
con el Miedo. Y de pronto me vino a la mente el recuerdo de la carne que había
visto en el mundo subterráneo. Parece extraño cómo aquel recuerdo me obsesionó;
no lo despertó, por decirlo así, el curso de mis meditaciones, sino que surgió
casi como una interrogación desde fuera. Intenté recordar la forma de aquello.
Tenía yo una vaga sensación de algo familiar, pero no pude decir lo que era en
aquel momento. Sin embargo, por impotentes que fuesen los pequeños seres en
presencia de su misterioso Miedo, yo estaba constituido de un modo diferente.
Venía de esta edad nuestra, de esta prístina y madura raza humana, en la que el
Miedo no paraliza y el misterio ha perdido sus terrores. Yo, al menos, me
defendería por mí mismo. Sin dilación, decidí fabricarme unas armas y un
albergue fortificado donde poder dormir. Con aquel refugio como base, podría hacer
frente a aquel extraño mundo con algo de la confianza que había perdido al
darme cuenta de la clase de seres a que iba a estar expuesto noche tras noche.
Sentí que no podría dormir de nuevo hasta que mi lecho estuviese a salvo de
ellos. Me estremecí de horror al pensar cómo me habían examinado ya. Vagué
durante la tarde a lo largo del valle del Támesis, pero no pude encontrar nada
que se ofreciese a mi mente como inaccesible. Todos los edificios y todos los
árboles parecían fácilmente practicables para unos trepadores tan hábiles como
debían ser los Morlocks, a juzgar por sus pozos. Entonces los altos pináculos
del Palacio de Porcelana Verde y el bruñido fulgor de sus muros resurgieron en
mi memoria; y al anochecer, llevando a Weena como una niña sobre mi hombro,
subí a la colina, hacia el sudoeste. Había calculado la distancia en unas siete
u ocho millas, pero debía estar cerca de las dieciocho. Había yo visto el
palacio por primera vez en una tarde húmeda, en que las distancias disminuyen
engañosamente. Además, perdí el tacón de una de mis botas, y un clavo penetraba
a través de la suela -eran unas botas viejas, cómodas, que usaba en casa-, por
lo que cojeaba. Y fue ya largo rato después de ponerse el sol cuando llegué a
la vista del palacio, que se recortaba en negro sobre el amarillo pálido del
cielo. Weena se mostró contentísima cuando empecé a llevarla, pero pasado un
rato quiso que la dejase en el suelo, para correr a mi lado, precipitándose a
veces a coger flores que introducía en mis bolsillos. Estas habían extrañado
siempre a Weena, pero al final pensó que debían ser una rara clase de búcaros
para adornos florales. ¡Y esto me recuerda ... ! Al cambiar de chaqueta he
encontrado... El Viajero a través del Tiempo se interrumpió, metió la mano en el
bolsillo y colocó silenciosamente sobre la mesita dos flores marchitas, que no
dejaban de parecerse a grandes malvas blancas. Luego prosiguió su relato.
Cuando la quietud del anochecer se difundía sobre- el mundo y avanzábamos más
allá de la cima de la colina hacia Wimbledon, Weena se sintió cansada y quiso
volver a la casa de piedra gris. Pero le señalé los distantes pináculos del
Palacio de Porcelana Verde, y me las ingenié para hacerle comprender que íbamos
a buscar allí un refugio contra su miedo ¿Conocen ustedes esa gran inmovilidad
que cae sobre las cosas antes de anochecer? La brisa misma se detiene en los
árboles. Para mí hay siempre un aire de expectación en esa quietud del
anochecer. El cielo era claro remoto y despejado, salvo algunas fajas horizontales
al fondo, hacia poniente. Bueno, aquella noche la expectación tomó el color de
mis temores. En aquella oscura calma mis sentidos parecían agudizados de un
modo sobrenatural. Imaginé que sentía incluso la tierra hueca bajo mis pies: y
que podía, realmente, casi ver a través de ella a los Morlocks en su
hormiguero, yendo de aquí para allá en espera de la oscuridad. En mi excitación
me figuré que recibieron mi invasión de sus madrigueras como una declaración de
guerra. ¿Y por qué habían cogido mi Máquina del Tiempo? Así pues, seguimos en
aquella ciudad, y el crepúsculo se adensó en la noche. El azul claro de la
distancia palideció, y una tras otra aparecieron las estrellas. La tierra se
tornó gris oscura y los árboles negros. Los temores de Weena y su fatiga
aumentaron. La cogí en mis brazos, le hablé y la acaricié. Luego, como la
oscuridad aumentaba, me rodeó ella el cuello con sus brazos, y cerrando los
ojos, apoyó apretadamente su cara contra mi hombro. Así descendimos una larga
pendiente hasta el valle y allí, en la oscuridad, me metí casi en un pequeño
río. Lo vadeé y ascendí al lado opuesto del valle, más allá de muchos
edificios-dormitorios y de una estatua -un Fauno o una figura por el estilo-
sin cabeza. Allí también había acacias. Hasta entonces no había visto nada de
los Morlocks, pero la noche se hallaba en su comienzo y las horas de oscuridad
anteriores a la salida de la luna nueva no habían llegado aún. Desde la cumbre
de la cercana colina vi un bosque espeso que se extendía, amplio y negro, ante
mí. Esto me hizo vacilar. No podía ver el final, ni hacia la derecha ni hacia
la izquierda. Sintiéndome cansado -el pie en especial me dolía mucho---- bajé
cuidadosamente a Weena de mi hombro al detenerme, y me senté sobre la hierba.
No podía ya ver el Palacio de Porcelana Verde, y dudaba sobre la dirección a
seguir. Escudriñé la espesura del bosque y pensé en lo que podía ocultar. Bajo
aquella densa maraña de ramas no debían verse las estrellas. Aunque no
existiese allí ningún peligro emboscado -un peligro sobre el cual no quería yo
dar rienda suelta a la imaginación-, habría, sin embargo, raíces en que
tropezar y troncos contra los cuales chocar. Estaba rendido, además, después de
las excitaciones del día; por eso decidí no afrontar aquello, y pasar en cambio
la noche al aire libre en la colina. Me alegró ver que Weena estaba
profundamente dormida. La envolví con cuidado en mi chaqueta, y me senté junto
a ella para esperar la salida de la luna. La ladera estaba tranquila y
desierta, pero de la negrura del bosque venía de vez en cuando una agitación de
seres vivos. Sobre mí brillaban las estrellas, pues la noche era muy clara.
Experimentaba cierta sensación de amistoso bienestar con su centelleo. Sin
embargo, todas las vetustas constelaciones habían desaparecido del cielo; su
lento movimiento, que es imperceptible durante centenares de vidas humanas, las
había, desde hacía largo tiempo, reordenado en grupos desconocidos. Pero la Vía
Láctea, parecíame, era aún la misma banderola harapienta de polvo de estrellas
de antaño. Por la parte sur (según pude apreciar) había una estrella roja muy
brillante, nueva para mí; parecía aún más espléndida que nuestra propia y verde
Sirio[17]. Y entre todos aquellos puntos de luz centelleante, brillaba un
planeta benévola y constantemente como la cara de un antiguo amigo.
Contemplando aquellas estrellas disminuyeron mis propias inquietudes y todas
las seriedades de la vida terrenal. Pensé en su insondable distancia, y en el
curso lento e inevitable de sus movimientos desde el desconocido pasado hacia
el desconocido futuro. Pensé en el gran ciclo precesional[18] que describe el
eje de la Tierra. Sólo cuarenta veces se había realizado aquella silenciosa
revolución durante todos los años que había yo atravesado. Y durante aquellas
escasas revoluciones todas las actividades, todas las tradiciones las complejas
organizaciones, las naciones, lenguas, literaturas, aspiraciones, hasta el
simple recuerdo del Hombre tal corno yo lo conocía, habían sido barridas de la
existencia. En lugar de ello quedaban aquellas &ágiles criaturas que habían
olvidado a sus llevados antepasados, y los seres blancuzcos que me aterraban..
Pensé entonces en el Gran Miedo que separaba a las dos especies, y por primera
vez, con un estremecimiento repentino, comprendí claramente de dónde procedía
la carne que había yo visto. ¡Sin embargo, era demasiado horrible! Comtemplé a
la pequeña Weena durmiendo junto a mí, su, cara blanca y radiante bajo las
estrellas, e inmediatamente deseché aquel pensamiento. Durante aquella larga
noche aparté de mi mente lo mejor que pude a los Morlocks, y entretuve el
tiempo intentando imaginar que, podía encontrar las huellas de las viejas
constelaciones en lla nueva confusión. El cielo seguía muy claro, aparte de
algunas nubes como brumosas. Sin duda me adormecí a ratos- Luego, al
transcurrir mi velada, se difundió una débil claridad por el cielo, al este,
como reflejo de un fuego incoloro, Y salió la luna nueva, delgada, puntiaguda y
blanca. E inmediatamente detrás, alcanzándola e inundándola, llegó el alba,
pálida al principio, y luego rosada y ardiente. Ningún Morlock se había
acercado a nosotros. Realmente, no había yo visto ninguno en la colina aquella
noche. Y con la confianza que aportaba el día renovado, me pareció casi que mi
miedo había sido irrazonable. Me levanté, y vi que mi pie calzado con la bota
sin tacón estaba hifichado por el tobillo y muy dolorido bajo el talón; de modo
que me senté, me quité las botas, y las arrojé lejos. Desperté a Weena y nos
adentramos en el bosque, ahora verde y agradable, en lugar de negro y
aborrecible. Encontramos algunas frutas con las cuales rompimos nuestro ayuno.
Pronto encontramos a otros delicados Eloi, riendo y danzando al sol como si no
existiera en la Naturaleza esa cosa que es la noche. Y entonces pensé otra vez
en la carne que había visto. Estaba ahora seguro de lo que era aquello, y desde
el fondo de mi corazón me apiadé de aquel último y débil arroyuelo del gran río
de la Humanidad. Evidentemente, en cierto momento del Largo Pasado de la
decadencia humana, el alimento de los Morlocks había escaseado. Quizá habían
subsistido con ratas y con inmundicias parecidas. Aun ahora el hombre es mucho
menos delicado y exclusivo para su alimentación que lo era antes; mucho menos
que cualquier mono. Su prejuicio contra la carne humana no es un instinto
hondamente arraigado. ¡Así pues, aquellos inhumanos hijos de los hombres ... !
Intenté considerar la cosa con un espíritu científico. Después de todo, eran
menos humanos y estaban más alejados que nuestros caníbales antepasados de hace
tres o cuatro mil años. Y la inteligencia que hubiera hecho de ese estado de
cosas un tormento había desaparecido. ¿Por qué inquietarme? Aquellos Eloi eran
simplemente ganado para cebar, que, como las hormigas, los Morlocks preservaban
y consumían, y a cuya cría tal vez atendían. ¡Y allí estaba Weena bailando a mi
lado! Intenté entonces protegerme a mí mismo del horror que Me invadía,
considerando aquello como un castigo riguroso del egoísmo humano. El hombre se
había -contentado con vivir fácil y placenteramente a expensas del trabajo de
sus hermanos, había tomado la Necesidad como consigna y disculpa, y en la
plenitud del tiempo la Necesidad se había vuelto contra él. Intenté incluso una
especie de desprecio a 1o Carlyle[19] de esta mísera aristocracia en
decadencia. Pero esta actitud mental resultaba imposible. Por grande que
hubiera sido su degeneración intelectual, los Eloi habían conservado en demasía
la forma humana para no tener derecho a mi simpatía y hacerme compartir a la
fuerza su degradación y su miedo. Tenía yo en aquel momento ideas muy vagas
sobre el camino que seguir. La primera de ellas era asegurarme algún sitio para
refugio, y fabricarme yo mismo las armas de metal o de piedra que pudiera
idear. Esta necesidad era inmediata. En segundo lugar, esperaba proporcionarme
algún medio de hacer fuego, teniendo así el arma de una antorcha en la mano,
porque yo sabía que nada sería más eficaz que eso contra aquellos Morlocks.
Luego, tenía que idear algún artefacto para romper las puertas de bronce que
había bajo la Esfinge Blanca. Se me ocurrió hacer una especie de ariete. Estaba
persuadido de que si podía abrir aquellas puertas y tener delante una llama
descubriría la Máquina del Tiempo y me escaparía. No podía imaginar que los
Morlocks fuesen lo suficientemente fuertes para transportarla lejos. Estaba
resuelto a llevar a Weena conmigo a nuestra propia época. Y dando vueltas a
estos planes en mi cabeza proseguí mi camino hacia el edificio que mi fantasía
había escogido para morada nuestra.
EL PALACIO DE PORCELANA VERDE
Encontré el Palacio
de Porcelana Verde,, al filo de mediodía, desierto y desmoronándose en ruinas.
Sólo quedaban trozos de vidrio en sus ventanas, y extensas capas del verde
revestimiento se habían desprendido de las armaduras metálicas corroídas. El
palacio estaba situado en lo más alto de una pendiente herbosa; mirando, antes
de entrar allí, hacia el nordeste, me sorprendió ver un ancho estuario, o
incluso una ensenada, donde supuse que Wandsworth[20] y Battersea[21] debían
haber estado en otro tiempo. Pensé entonces -aunque no seguí nunca más lejos
este pensamiento, qué debía haber sucedido, o qué sucedía, a los seres que
vivían en el mar. Los materiales del palacio resultaron ser, después de bien examinados,
auténtica porcelana, y a lo largo de la fachada vi una inscripción en unos
caracteres desconocidos. Pensé, más bien neciamente, que Weena podía ayudarme a
interpretarla, pero me di cuenta luego de que la simple idea de la escritura no
había nunca penetrado en su cabeza. Ella me pareció siempre, creo yo, más
humana de lo que era, quizá por ser su afecto tan humano. Pasadas las enormes
hojas de la puerta -que estaban abiertas y rotas-, encontramos, en lugar del
acostumbrado vestíbulo, una larga galería iluminada por numerosas ventanas
laterales. A primera vista me recordó un museo. El enlosado estaba cubierto de
polvo, y una notable exhibición de objetos diversos se ocultaba bajo aquella
misma capa gris Vi entonces, levantándose extraño y ahilado en el centro del
vestíbulo, lo que era sin duda la parte inferior de un inmenso esqueleto.
Reconocí por los pies oblicuos que se trataba de algún ser extinguido, de la
especie del megaterio El cráneo y los huesos superiores yacían al lado sobre 1*
capa de polvo; y en un sitio en que el agua de la lluvia había caído por una
gotera del techo, aquella osamenta estaba deteriorada. Más adelante, en la
galería, se hallaba el enorme esqueleto encajonado de un brontosaurio[22]. Mi
hipótesis de un museo se confirmaba. En los lados encontré los que me
parecieron ser estantes inclinados, y quitando la capa de polvo, descubrí las
antiguas y familiares cajas encristaladas de nuestro propio tiempo. Pero debían
ser herméticas al aire a juzgar por la perfecta conservación de sus contenidos.
¡Evidentemente, estábamos en medio de las ruinas de algún South Kensington[23]
de nuestros días! Allí estaba, evidentemente, la Sección de Paleontología, que
debía haber encerrado una espléndida serie de fósiles, aunque el inevitable
proceso de descomposición, que había sido detenido por un tiempo, perdiendo
gracias a la extinción de las bacterias y del moho las noventa y nueve
centésimas de su fuerza, se había, sin embargo, puesto de nuevo a la obra con
extrema seguridad, aunque con suma lentitud, para la destrucción de todos sus
tesoros. Aquí y allá encontré vestigios de los pequeños seres en forma de raros
fósiles rotos en pedazos o ensartados con fibra de cañas. Y las cajas, en
algunos casos, habían sido removidas por los Morlocks, a mi juicio. Reinaba un
gran silencio en aquel sitio. La capa de polvo amortiguaba nuestras pisadas.
Weena, que hacía rodar un erizo de mar sobre el cristal inclinado de una caja,
se acercó pronto a mí -mientras miraba yo fijamente alrededor-, me cogió muy
tranquilamente la mano y permaneció a mi lado, Al principio me dejó tan
sorprendido aquel antiguo monumento de una época intelectual, que no me paré a
pensar en las posibilidades que presentaba. Hasta la preocupación por la
Máquina del Tiempo se alejó un tanto de mi mente A juzgar por el tamaño del
lugar, aquel Palacio de Porcelana Verde contenía muchas más cosas que una
Galería de Paleontología; posiblemente tenía galerías históricas; ¡e incluso
podía haber allí una biblioteca! Para mí, al. menos en aquellas circunstancias,
hubiera sido mucho más interesante que aquel espectáculo de una vieja geología
en decadencia. En mi exploración encontré otra corta galería, que se extendía
transversalmente a la primera. Parecía estar dedicada a los minerales, y la
vista de un bloque de azufre despertó en mi mente la idea de la potencia de la
pólvora. Pero no pude encontrar salitre; ni, en realidad, nitrato de ninguna
clase. Sin duda se habían disuelto desde hacía muchas edades. Sin embargo, el
azufre persistió en mi pensamiento e hizo surgir una serie de asociaciones de
cosas. En cuanto al resto del contenido de aquella galería, aunque era, en
conjunto, lo mejor conservado de todo cuanto vi, me interesaba poco. No soy
especialista en mineralogía. Me dirigí hacia un ala muy ruinosa paralela al
primer vestíbulo en que habíamos entrado. Evidentemente, aquella sección estaba
dedicada a la Historia Natural, pero todo resultaba allí imposible de
reconocer. Unos cuantos vestigios encogidos y ennegrecidos de lo que habían
sido en otro tiempo animales disecados, momias disecadas en frascos que habían
contenido antaño alcohol, un polvo marrón de plantas desaparecidas: ¡esto era
todo! Lo deploré, porque me hubiese alegrado trazar los pacientes reajustes por
medio de los cuales habían conseguido hacer la conquista de la naturaleza
animada. Luego, Regamos a una galería de dimensiones sencillamente colosales,
pero muy mal iluminada, y cuyo suelo en suave pendiente hacía un ligero ángulo
con la última galería el' que había entrado. Globos blancos pendían, a
intervalos, del techo -muchos de ellos rajados y rotos- indicando que aquel
sitio había estado al principio iluminado artíficialmente. Allí me encontraba
más en mi elemento, pues de cada lado se levantaban las enormes masas de unas
gigantescas máquinas, todas muy corroídas y muchas rotas, pero algunas aún
bastante completas. Como ustedes saben, siento cierta debilidad por la
mecánica, y estaba dispuesto a detenerme entre ellas; tanto más cuanto que la
mayoría ofrecían el interés de un rompecabezas, y yo no podía hacer más que
vagas conjeturas respecto a su utilidad. Me imaginé que si podía resolver
aquellos rompecabezas me encontraría en posesión de fuerzas que podían servirme
contra los Morlocks. De pronto, Weena se acercó mucho a mí. Tan repentinamente,
que me estremecí. Si no hubiera sido por ella no creo que hubiese yo notado que
el suelo de la galería era inclinado, en absoluto[24]. El extremo a que había
llegado se hallaba por completo encima del suelo, y estaba iluminado por
escasas ventanas parecidas a troneras. Al descender en su longitud, el suelo se
elevaba contra aquellas ventanas, con sólo una estrecha faja de luz en lo alto
delante de cada una de ellas, hasta ser al final un foso, como el sótano de una
casa de Londres. Avancé despacio, intentando averiguar el uso de las máquinas,
y prestándoles demasiada atención Para advertir la disminución gradual de la
luz del día, hasta que las crecientes inquietudes de Weena atrajeron mi
atención hacia ello. Vi entonces que la galería quedaba sumida al final en
densas tinieblas. Vacilé, y luego, al mirar a mi alrededor, vi que la capa de
polvo era menos abundante y su superficie menos lisa. Más lejos, hacia la
oscuridad, Parecía marcada por varias pisadas, menudas y estrechas. Mi
sensación de la inmediata presencia de los Morlocks se reanimó ante aquello.
Comprendí que estaba perdiendo el tiempo en aquel examen académico de la
maquinaria. Recordé que la tarde se hallaba ya muy avanzada y que yo no tenía
aún ni arma, ni refugio, ni medios de hacer fuego. Y luego, viniendo del fondo,
en la remota oscuridad de 1a galería, oí el peculiar pateo, y los mismos raros
ruidos que había percibido abajo en el pozo. Cogí la mano de Weena. Luego, con
una idea repentina, la solté y volví hacia una máquina de la cual sobresalía
una palanca bastante parecida a las de las garitas de señales en las
estaciones. Subiendo a la plataforma, así aquella palanca y la torcí hacia un
lado con toda mi fuerza. De repente, Weena, abandonada en la nave central,
empezó a gemir. Había yo calculado la resistencia de la palanca con bastante
corrección, pues al minuto de esfuerzos se partió, y me uni a Weena con una
maza en la mano, más que suficiente, creía yo, para romper el cráneo de
cualquier Morlock que pudiese encontrar. Estaba impaciente por matar a un
Morlock o a varios. ¡Les parecerá a ustedes muy inhumano aquel deseo de matar a
mis propios descendientes! Pero era imposible, de un modo u otro, sentir
ninguna piedad por aquellos seres. Tan sólo mi aversión a abandonar a Weena, y el
convencimiento de que si comenzaba a apagar mi sed de matanza mi Máquina del
Tiempo sufriría por ello, me contuvieron de bajar derechamente a la galería y
de ir a matar a los Morlocks. Así pues, con la maza en una mano y llevando de
la otra a Weena, salí de aquella galería y entré en otra más amplia aún, que a
primera vista me recordó una capilla militar con banderas desgarradas colgadas.
Pronto reconocí en los harapos oscuros y carbonizados que pendían a los lados
restos averiados de libros. Desde hacía largo tiempo Se habían caído a pedazos,
desapareciendo en ellos toda apariencia de impresión. Pero aquí y allá,
cubiertas acartonadas y cierres metálicos decían bastante sobre aquella
historia. De haber sido yo un literato, hubiese podido quizá moralizar sobre la
futileza de toda ambición. Pero tal como era, la cosa que me impresionó con más
honda fuerza fue el enorme derroche de trabajo que aquella sombría mezcolanza
de papel podrido atestiguaba. Debo confesar que en aquel momento pense
principalmente en las Philosophical Transactions[25] y en mis propios
diecisiete trabajos sobre física óptica. Luego, subiendo una ancha escalera
llegamos a lo que debía haber sido en otro tiempo una galería de química
técnica. Y allí tuve una gran esperanza de hacer descubrimientos útiles.
Excepto en un extremo, donde el techo se había desplomado, aquella galería
estaba bien conservada. Fui presuroso hacia las cajas que no estaban deshechas
y que eran realmente herméticas. Y al fin, en una de ellas, encontré una caja
de cerillas. Probé una a toda prisa. Estaban en perfecto estado. Ni siquiera
parecían húmedas. Me volví hacia Weena. «¡Baila!», le grité en su propia
lengua. Pues ahora poseía yo una verdadera arma contra los horribles seres a
quienes temíamos. Y así, en aquel museo abandonado, sobre el espeso y suave
tapiz de polvo, ante el inmenso deleite de Weena, ejecuté solemnemente una
especie de danza compuesta, silbando unos compases de El País del Hombre Leal,
tan alegremente como pude. Era en Parte un modesto cancán, en parte un paso de
baile, en parte una danza de faldón (hasta donde mi levita lo permitía), y en
Parte original. Porque, como ustedes saben, soy inventivo Por naturaleza. Aun
ahora, pienso que el hecho de haber escapado aquella caja de cerillas al
desgaste del tiempo durante años memoriales resultaba muy extraño, y para mí la
cosa más afortunada. Además, de un modo bastante singular, encontré una
sustancia más inverosímil, que fue alcanfor. Lo hallé en un frasco sellado que,
por casualidad, supongo, había sido en verdad herméticamente cerrado. Creí al
principio que sería cera de parafina, y, en consecuencia, rompí el cristal.
Pero el olor del alcanfor era evidente. En la descomposición universal aquella
sustancia volátil había sobrevivido casualmente, quizá a través de muchos miles
de centurias. Esto me recordó una pintura en sepia que había visto ejecutar una
vez con la tinta de una belemnita[26] fósil hacía millones de años. Estaba a
punto de tirarlo, pero recordé que el alcanfor era inflamable y que ardía con
una buena y brillante llama -fue, en efecto, una excelente bujía- y me lo metí
en el bolsillo. No encontré, sin embargo, explosivos, ni medio alguno de
derribar las puertas de bronce. Todavía mi palanca de hierro era la cosa más
útil que poseía yo por casualidad. A pesar de lo cual salí de aquella galería
altamente exaltado. No puedo contarles a ustedes toda la historia de aquella
larga tarde. Exigiría un gran esfuerzo de memoria recordar mis exploraciones en
todo su adecuado orden. Recuerdo una larga galería con panoplias de -armas
enmohecidas, y cómo vacilé entre mi palanca y un hacha o una espada. No podía,
sin embargo, llevarme las dos, y mi barra de hierro prometía un mejor resultado
contra las puertas de bronce. Había allí innumerables fusiles, pistolas y
rifles. La mayoría eran masas de herrumbre, pero muchas estaban hechas de algún
nuevo metal y se hallaban aún en bastante buen estado. Pero todo lo que pudo
haber sido en otro tiempo cartuchos estaba convertido en polvo. Vi que una de
las esquinas de aquella galería estaba carbonizada y derruida; quizá -me figuro
yo- por la explosión de alguna de las muestras. En otro sitio había una amplia
exposición de ídolos -polinésicos, mexicanos, griegos, fenicios-, creo que de
todos los países de la tierra. Y allí, cediendo a un impulso irresistible,
escribí mi nombre sobre la nariz de un monstruo de esteatita procedente de
Sudamérica, que impresionó en especial mi imaginación. A medida que caía la
tarde, mi interés disminuía. Recorrí galería tras galería, polvorientas,
silenciosas, con frecuencia ruinosas; los objetos allí expuestos eran a veces
meros montones de herrumbre y de lignito, en algunos casos recientes. En un
lugar me' encontré de repente cerca del modelo de una mina de estaño, y
entonces por el más simple azar descubrí dentro de una caja hermética dos
cartuchos de dinamita. Lancé un «¡Eureka!» y rompí aquella caja con alegría.
Entonces surgió en mi una duda. Vacilé. Luego, escogiendo una pequeña galería
lateral, hice la prueba. No he experimentado nunca desengaño igual al que sentí
esperando cinco, diez, quince minutos a que se produjese una explosión.
Naturalmente, aquello era simulado, como debía haberlo supuesto por su sola
presencia allí. Creo, en realidad, que, de no haber sido así, me hubiese precipitado
inmediatamente y hecho saltar la Esfinge, las puertas de bronce y (como quedó
probado) mis probabilidades de encontrar la Máquina del Tiempo, acabando con
todo. Creo que fue después de aquello cuando llegué a un pequeño patio abierto
del palacio. Estaba tapizado de césped Y habían crecido tres árboles frutales
en su centro. De modo que descansamos y nos refrescamos allí. Hacia el ocaso
empecé a pensar en nuestra situación. La noche se arrastraba a nuestro
alrededor y aún tenía que encontrar nuestro inaccesible escondite. Pero aquello
me inquietaba ahora muy poco. Tenía en mi poder una cosa que era, quizá, la
mejor de todas las defensas contra los Morlocks: ¡tenía cerillas! Llevaba
también el alcanfor en el bolsillo, por si era necesario una llamarada.
Parecíame que lo mejor que podíamos hacer era pasar la noche al aire libre,
protegido, por el fuego. Por la mañana recuperaría la Máquina del Tiempo. Para
ello, hasta entonces, tenía yo solamente mi maza de hierro. Pero ahora, con mi
creciente conocimiento, mis sentimientos respecto a aquellas puertas de bronce
eran muy diferentes. Hasta aquel momento, me había abstenido de forzarlas, en
gran parte a causa del misterio del otro lado. No me habían hecho nunca la
impresión de ser muy resistentes, y esperaba que mi barra de hierro no sería
del todo inadecuada para aquella obra.
EN LAS TINIEBLAS
Salimos del palacio cuando el sol estaba aún en parte sobre
el horizonte. Había yo decidido llegar a la Esfinge Blanca a la manana
siguiente muy temprano y tenía el propósito de atravesar antes de anochecer el
bosque que me había detenido en mi anterior trayecto. Mi plan era ir lo más
lejos posible aquella noche, y, luego, hacer un fuego y dormir bajo la
protección de su resplandor. De acuerdo con esto, mientras caminábamos recogí
cuantas ramas y hierbas secas vi, y pronto tuve los brazos repletos de tales
elementos. Así cargado, avanzábamos más lentamente de lo que había previsto -y
además Weena estaba rendida y yo empezaba también a tener sueño- de modo que
era noche cerrada cuando llegamos al bosque. Weena hubiera querido detenerse en
un altozano con arbustos que había en su lindero, temiendo que la oscuridad se
nos anticipase; pero una singular sensación de calamidad inminente, que hubiera
debido realmente servirme de advertencia, me impulsó hacia adelante. Había
estado sin dormir durante dos días y una noche y me sentía febril e irritable.
Sentía que el sueño me invadía, y que con él vendrían los Morlocks. Mientras
vacilábamos, vi entre la negra maleza, a nuestra espalda, confusas en la
oscuridad, tres figuras agachadas. Había matas y altas hierbas a nuestro
alrededor, y yo no me sentía a salvo de su ataque insidioso. El bosque, según
mi cálculo, debía tener menos de una milla de largo. Si podíamos atravesarla y
llegar a la ladera pelada, parecíame que encontraríamos un sitio donde
descansar con plena seguridad; pensé que con mis cerillas y mi alcanfor
lograría iluminar mi camino por el bosque. Sin embargo, era evidente que si
tenía que agitar las cerillas con mis manos debería abandonar mi leña; así
pues, la dejé en el suelo, más bien de mala gana. Y entonces se me ocurrió la
idea de prenderle fuego para asombrar a los seres ocultos a nuestra espalda.
Pronto iba a descubrir la atroz locura de aquel acto; pero entonces se presentó
a mi mente como un recurso ingenioso para cubrir nuestra retirada. No sé si han
pensado ustedes alguna vez qué extraña cosa es la llama en ausencia del hombre
y en un clima templado. El calor del sol es rara vez lo bastante fuerte para
producir llama, aunque esté concentrado por gotas de rocío, como ocurre a veces
en las comarcas más tropicales. El rayo puede destrozar y carbonizar, mas con
poca frecuencia es causa de incendios extensos. La vegetación que se descompone
puede casualmente arder con el calor de su fermentación, pero es raro que
produzca llama. En aquella época de decadencia, además, el arte de hacer fuego
había sido olvidado en la tierra. Las rojas lenguas que subían lamiendo mi
montón de leña eran para Weena algo nuevo y extraño por completo. Quería
cogerlas y jugar con ellas. Creo que se hubiese arrojado dentro de no haberla
yo contenido. Pero la levanté y, pese a sus esfuerzos, me adentré osadamente en
el bosque. Durante un breve rato, el resplandor de aquel fuego iluminó mi camino.
Al mirar luego hacia atrás, pude ver, entre los apiñados troncos, que de mi
montón de ramaje la llama se había extendido a algunas matas contiguas y que
una línea curva de fuego se arrastraba por la hierba de la colina. Aquello me
hizo reír y volví de nuevo a caminar avanzando entre los árboles oscuros. La
oscuridad era completa, Y Weena se aferraba a mí convulsivamente; pero como mis
ojos se iban acostumbrando a las tinieblas, había aún la suficiente luz para
permitirme evitar los troncos. Sobre mi cabeza todo estaba negro, excepto algún
resquicio de cielo azul que brillaba aquí y allá sobre nosotros. No encendí
ninguna de mis cerillas, porque no tenía las manos libres. Con mi brazo
izquierdo sostenía a mi amiguita, y en la mano derecha llevaba mi barra de
hierro. Durante un rato no oí más que los -crujidos de las ramitas bajo mis
pies, el débil susurro de la brisa sobre mí, mi propia respiración y los
latidos de los vasos sanguíneos en mis oídos. Luego me pareció percibir unos
leves ruidos a mi alrededor. Apresuré el paso, ceñudo. Los ruidos se hicieron
más claros, y capté los mismos extraños sonidos y las voces que había oído en
el Mundo Subterráneo. Debían estar allí evidentemente varios Morlocks, y me
iban rodeando. En efecto, un minuto después sentí un tirón de mi chaqueta, y
luego de mi brazo. Y Weena se estremeció violentamente, quedando inmóvil en
absoluto. Era el momento de encender una cerilla. Pero para ello tuve que dejar
a Weena en el suelo. Así lo hice, y mientras registraba mi bolsillo, se inició
una lucha en la oscuridad cerca de mis rodillas, completamente silenciosa por
parte de ella y con los mismos peculiares sonidos arrulladores por parte de los
Morlocks. Unas suaves manitas se deslizaban taMbién sobre mi chaqueta y mi
espalda, incluso mi cuello. Entonces rasqué y encendí la cerilla. La levanté
flameante, y vi las blancas espaldas de los Morlocks que huían entre los
árboles. Cogí presuroso un trozo de alcanfor de mi bolsillo, Y me preparé a
encenderlo tan pronto como la cerilla se apagase. Luego examiné a Weena. Yacía
en tierra, agarrada a mis pies, completamente inanimada, de bruces sobre el
suelo. Con un terror repentino me incliné hacia ella. Parecía respirar apenas.
Encendí el trozo de alcanfor y, lo puse sobre el suelo; y mientras estallaba y
llameaba, alejando los Morlocks y las sombras, me arrodillé y la incorporé. ¡El
bosque, a mi espalda, parecía lleno de la agitación Y del murmullo de una gran
multitud! Weena parecía estar desmayada. La coloqué con. sumo cuidado sobre mi
hombro y me levanté para caminar,- Y entonces se me apareció la horrible
realidad. Al maniobrar con mis cerillas y con Weena, había yo dado varias
vueltas sobre mí mismo, y ahora no tenía ni la más ligera idea de la dirección
en que estaba mi camino. Todo lo que pude saber es que debía hallarme de cara
al Palacio de Porcelana Verde. Sentí un sudor frío por mi cuerpo. Era preciso
pensar rápidamente qué debía hacer. Decidí encender un fuego y acampar donde
estábamos. Apoyé a Weena, todavía inanimada, sobre un tronco cubierto de musgo,
y a toda prisa, cuando mi primer trozo de alcanfor iba a apagarse, empecé a
amontonar ramas y hojas. Aquí y allá en las tinieblas, a mi alrededor, los ojos
de los Morlocks brillaban como carbunclos. El alcanfor vaciló y se extinguió. Encendí
una cerilla, y mientras lo hacía, dos formas blancas que se habían acercado a
Weena, huyeron apresuradamente. Una de ellas quedó tan cegada por la luz que
vino en derechura hacia mí, y sentí sus huesos partirse bajo mi violento
puñetazo. Lanzó un grito de espanto, se tambaleó un momento y se desplomó.
Encendí otro trozo de alcanfor y seguí acumulando la leña de mi hoguera. Pronto
noté lo seco que estaba el follaje encima de mí, pues desde mi llegada en la
Máquina del Tiempo, una semana antes, no había llovido. Por eso, en lugar de
buscar entre los árboles caídos, empecé a alcanzar y a partir ramas. Conseguí
en seguida un fuego sofocante de leña verde y de ramas secas, y pude economizar
mi alcanfor. Entonces volví donde Weena yacía junto a mi maza de hierro.
Intenté todo cuanto pude para reanimarla, pero estaba como muerta. No logré
siquiera comprobar si respiraba o no. Ahora el humo del fuego me envolvía y
debió dejarme como embotado de pronto. Además, los vapores del alcanfor
flotaban en el aire. Mi fuego podía durar aún una hora, aproximadamente. Me
sentía muy débil después de aquellos esfuerzos, y me senté. El bosque también
estaba lleno de un soñoliento murmullo que no podía yo comprender. Parecióme
realmente que dormitaba y abrí los ojos. Pero todo estaba oscuro, y los
Morlocks tenían sus manos sobre mí. Rechazando sus dedos que me asían, busqué
apresuradamente la caja de cerillas de mi bolsillo, y... ¡había desaparecido!
Entonces me agarraron y cayeron sobre mí de nuevo. En un instante supe lo sucedido
Habíame dormido, y mi fuego se extinguió; la amargura de la muerte invadió mi
alma. La selva parecía llena del olor a madera quemada. Fui cogido del cuello,
del pelo, de los brazos y derribado. Era de un horror indecible sentir en las
tinieblas todos aquellos seres amontonados sobre mí. Tuve la sensación de
hallarme apresado en una monstruosa telaraña. Estaba vencido y me abandoné.
Sentí que unos dientecillos me mordían en el cuello. Rodé hacia un lado y mi
mano cayó por casualidad sobre mi palanca de hierro. Esto me dio nuevas
fuerzas. Luché, apartando de mí aquellas ratas humanas, y sujetando la barra
con fuerza, la hundí donde juzgué que debían estar sus caras. Sentía bajo mis
golpes el magnífico aplastamiento de la carne y de los huesos y por un instante
estuve libre. La extraña exultación que con tanta frecuencia parece acompañar
una lucha encarnizada me invadió. Sabía que Weena y yo estábamos perdidos, pero
decidí hacerles pagar caro su alimento a los Morlocks. Me levanté, y apoyándome
contra un árbol, blandí la barra de hierro ante mi. El bosque entero estaba
lleno de la agitación y del griterío de aquellos ,eres. Pasó un minuto. Sus
voces parecieron elevarse hasta un alto grado de excitación y sus movimientos
se hicieron más rápidos. Sin embargo, ninguno se puso a mi alcance. Permanecí
mirando fijamente en las tinieblas. Luego tuve de repente una esperanza. ¿Qué
era lo que podía espantar a los Morlocks? Y pisándole los talones a esta pregunta sucedió una extraña
cosa. Las tinieblas parecieron tomarse luminosas. Muy confusamente comencé a
ver a los Morlocks a mi alrededor -tres de ellos derribados a mis pies- y
entonces reconocí con una sorpresa incrédula que los otros huían, en una oleada
incesante, al parecer, por detrás de mí y que desaparecían en el bosque. Sus
espaldas no eran ya blancas sino rojizas. Mientras permanecía con la boca
abierta, vi una chispita roja revolotear y disiparse, en un retazo de cielo
estrellado, a través de las ramas. Y por ello comprendí el olor a madera
quemada, el murmullo monótono que se había convertido ahora en un borrascoso
estruendo, el resplandor rojizo y la huida de los Morlocks. Separándome del
tronco de mi árbol y mirando hacia atrás, vi entre las negras columnas de los
árboles más cercanos las llamas del bosque incendiado. Era mi primer fuego que
me seguía. Por eso busqué a Weena, pero había desaparecido. Detrás de mí los
silbidos y las crepitaciones, el ruido estallante de cada árbol que se prendía
me dejaban poco tiempo para reflexionar. Con mi barra de hierro asida aún seguí
la trayectoria de los Morlocks. Fue una carrera precipitada. En una ocasión las
llamas avanzaron tan rápidamente a mi derecha, mientras corría, que fui
adelantado y tuve que desviarme hacia la izquierda. Pero al fin salí a un
pequeño claro, y en el mismo momento un Morlock vino equivocado hacia mi, me
pasó, ¡y se precipitó derechamente en el fuego! Ahora iba yo a contemplar la
cosa más fantasmagórica y horripilante, creo, de todas las que había visto en
aquella edad futura¿ Todo el espacio descubierto estaba tan iluminado como si
fuese de día por el reflejo del incendio. En el centro había un montículo o
túmulo, coronado por un espino abrasado. Detrás, otra parte del bosque
incendiado, con lenguas amarillas que se retorcían, cercando por completo el
espacio con una barrera de fuego. Sobre la ladera de la colina estaban treinta
o cuarenta Morlocks, cegados por la luz y el calor, corriendo desatinadamente
de un lado para otro, chocando entre ellos en su trastorno. Al principio no
pensé que estuvieran cegados, y cuando se acercaron los golpeé furiosamente con
mi barra, en un frenesí de pavor, matando a uno y lisiando a varios más. Pero
cuando hube observado los gestos de uno de ellos, yendo a tientas entre el
espino bajo el rojo cielo, y oí sus quejidos, me convencí de su absoluta y
desdichada impotencia bajo aquel resplandor, y no los golpeé más. Sin embargo,
de vez en cuando uno de ellos venía directamente hacia mí, causándome un
estremecimiento de horror que hacía que le rehuyese con toda premura. En un
momento dado las llamas bajaron algo, y temí que aquellos inmundos seres
consiguieran pronto verme. Pensé incluso entablar la lucha matando a algunos de
ellos antes de que sucediese aquello; pero el fuego volvió a brillar voraz, y
contuve mi mano. Me paseé alrededor de la colina entre ellos, rehuyéndolos,
buscando alguna huella de Weena. Pero Weena había desaparecido. Al final me
senté en la cima del montículo y contemplé aquel increíble tropel de seres
ciegos arrastrándose de aquí para allá, y lanzando pavorosos gritos mientras el
resplandor del incendio los envolvía. Las densas volutas de humo ascendían
hacia el cielo, y a través de los raros resquicios de aquel rojo dosel, lejanas
como si perteneciesen a otro universo, brillaban menudas las estrellas. Dos o
tres Morlocks vinieron a tropezar conmigo; los rechacé a puñetazos, temblando
al hacerlo. Durante la mayor parte de aquella noche tuve el convencimiento de
que sufría una pesadilla. Me mordí a mí mismo y grité con el ardiente deseo de
despertarme. Golpeé la tierra con mis manos, me levanté y volví a sentarme,
vagué de un lado a otro y me senté de nuevo. Luego llegué a frotarme los ojos y
a pedir a Dios que me despertase. Por tres veces vi a unos Morlocks lanzarse
dentro de las llamas en una especie de agonía. Pero al final, por encima de las
encalmadas llamas del incendio, por encima de las flotantes masas de humo
negro, el blancor y la negrura de los troncos, y el número decreciente de
aquellos seres indistintos, se difundió la blanca luz del día. Busqué de nuevo
las huellas de Weena, peto allí no encontré ninguna. Era evidente que ellos
habían abandonado su pobre cuerpecillo en el bosque. No puedo describir hasta
qué punto alivió mi dolor el pensar que ella se había librado del horrible
destino que parecía estarle reservado. Pensando en esto, sentí casi impulsos de
comenzar la matanza de las impotentes abominaciones que estaban a mi alrededor,
pero me contuve. Aquel montículo, como ya he dicho, era una especie de isla en
el bosque. Desde su cumbre, podía ahora descubrir a través de una niebla de
humo el Palacio de Porcelana Verde, y desde allí orientarme hacía la Esfinge
Blanca. Y así, abandonando el resto de aquellas almas malditas, que se m ovian
aún de aquí para allá gimiendo, mientras el día iba clareando, até algunas
hierbas alrededor de mis pies y avancé cojeando -entre las cenizas humeantes y
los troncos negruzcos, agitados aún por el fuego en una conmoción interna-,
hacia el escondite de la Máquina del Tiempo. Caminaba despacio, pues estaba
casi agotado, y asimismo cojo, y me sentía hondamente desdichado con la
horrible muerte de la pequeña Weena. Parecíame una calamidad abrumadora. Ahora,
en esta vieja habitación familiar, aquello se me antoja más la pena de un sueno
que una pérdida real. Pero aquella mañana su pérdida me dejó otra vez solo por
completo, terriblemente solo. Empecé a pensar en esta casa mia, en este rincón
junto al fuego, en algunos de ustedes, y con tales pensamientos se apoderó de
mí un anhelo que era un sufrimiento. Pero al caminar sobre las cenizas
humeantes bajo el brillante' cielo matinal, hice un descubrimiento. En el
bolsillo del pantalón quedaban algunas cerillas. Debían haberse caído de la
caja antes de perderse ésta. LA TRAMPA DE LA ESFINGE BLANCA Alrededor de las ocho
o las nueve de la mañana llegué al mismo asiento de metal amarillo desde el
cual había contemplado el mundo la noche de mi llegada. Pensé en las
conclusiones precipitadas que hice aquella noche, y no pude dejar de reírme
amargamente de mi presunción. Allí había aún el mismo bello paisaje, el mismo
abundante follaje; los mismos espléndidos palacios y magníficas ruinas, el
mismo río plateado corriendo entre sus fértiles orillas. Los alegres vestidos
de aquellos delicados seres se movían de aquí para allí entre los árboles.
Algunos se bañaban en el sitio preciso en que había yo salvado a Weena, y esto
me asestó de repente una aguda puñalada de dolor. Como manchas sobre el paisaje
se elevaban las cúpulas por encima de los caminos hacia el Mundo Subterráneo. Sabía
ahora lo que ocultaba toda la belleza del Mundo Superior. Sus días eran muy
agradables, como lo son los días que pasa el ganado en el campo. Como el
ganado, ellos ignoraban que tuviesen enemigos, y no prevenían sus necesidades.
Y su fin era el mismo. . Me afligió pensar cuán breve había sido el sueño de la
Inteligencia humana. Habíase suicidado. Se había puesto con firmeza en busca de
la comodidad y el bienestar de una Sociedad equilibrada con seguridad y
estabilidad, como lema; había realizado sus esperanzas, para llegar a esto al
Final. Alguna vez, la vida y la propiedad debieron alcanzar Una casi absoluta
seguridad. Al rico le habían garantizado su riqueza y su bienestar, al
trabajador su vida y su trabajo. Sin duda en aquel mundo perfecto no había existido
ningún problema de desempleo, ninguna cuestión social dejada sin resolver. Y
esto había sido seguido de una gran calma. Una ley natural que olvidamos es que
la versatilidad intelectual es la compensación por el cambio, el peligro y la
inquietud. Un animal en perfecta armonía con su medio ambiente es un perfecto
mecanismo. La naturaleza no hace nunca un llamamiento a la inteligencia, como
el hábito y el instinto no sean inútiles. No hay inteligencia allí donde no hay
cambio ni necesidad de cambio. Sólo los animales que cuentan con inteligencia
tienen que hacer frente a una enorme variedad de necesidades y de peligros. Así
pues, como podía ver, el hombre del Mundo Superior había derivado hacia su
blanda belleza, y el del Mundo Subterráneo hacia la simple industria mecánica.
Pero aquel perfecto estado carecía aún de una cosa para alcanzar la perfección
mecánica: la estabilidad absoluta. Evidentemente, a medida que transcurría el
lempo, la subsistencia del Mundo Subterráneo, como quiera que se efectuase, se
había alterado. La Madre Necesidad, que había sido rechazada durante algunos
milenios, volvió otra vez y comenzó de nuevo su obra, abajo. El Mundo
Subterráneo, al estar en contacto con una maquinaria que, aun siendo perfecta,
necesitaba sin embargo un poco de pensamiento además del hábito, había
probablemente conservado, por fuerza, bastante más iniciativa, pero menos
carácter humano que el Superior. Y cuando les faltó un tipo de carne, acudieron
a lo que una antigua costumbre les había prohibido hasta entonces. De esta
manera vi en mi última mirada el mundo del año 802.701. Esta es tal vez la
explicación más errónea que puede inventar un mortal. Esta es, sin embargo, la
forma que tomó para mí la cosa y así se la ofrezco a ustedes. Después de las
fatigas, las excitaciones y los terrores de los pasados días, y pese a mi
dolor, aquel asiento, la tranquila vista y el calor del sol eran muy
agradables. Estaba muy cansado y soñoliento y pronto mis especulaciones se
convirtieron en sopor. Comprendiéndolo así, acepté mi propia sugerencia y
tendiéndome sobre el césped gocé de un sueño vivificador. Me desperté un poco
antes de ponerse el sol. Me sentía ahora a salvo de ser sorprendido por los
Morlocks y, desperezándome, bajé por la colina hacia la Esfinge Blanca. Llevaba
mi palanca en una mano, y la otra jugaba con las cerillas en mi bolsillo. Y
ahora viene lo más inesperado. Al acercarme al pedestal de la esfinge, encontré
las hojas de bronce abiertas. Habían resbalado hacia abajo sobre unas ranuras.
Ante esto me detuve en seco vacilando en entrar. Dentro había un pequeño
aposento, y en un rincón elevado estaba la Máquina del Tiempo. Tenía las
pequeñas palancas en mi bolsillo. Así pues, después de todos mis estudiados
preparativos para el asedio de la Esfinge Blanca, me encontraba con una humilde
rendición. Tiré mi barra de hierro, sintiendo casi no haberla usado. Me vino a
la mente un repentino pensamiento cuando me agachaba hacia la entrada. Por una
vez al menos capté las operaciones mentales de los Morlocks. Conteniendo un
enorme deseo de reír, pasé bajo el marco de bronce y avancé hacia la Máquina
del Tiempo. Me sorprendió observar que había sido cuidadosamente engrasada y
limpiada. Después he sospechado que los Morlocks la habían desmontado en parte,
intentando a su insegura manera averiguar para qué servía. Ahora, mientras la
examinaba, encontrando un placer en el simple contacto con el aparato, sucedió
lo que yo esperaba. Los paneles de bronce resbalaron de repente y cerraron el
marco con un ruido metálico. Me hallé en la oscuridad, cogido en la trampa. Eso
pensaban los Morlocks. Me reí entre dientes gozosamente. Oía ya su risueño
murmullo mientras avanzaban hacia mí. Con toda tranquilidad intenté encender
una cerilla. No tenía más que tirar de las palancas y partiría como un
fantasma. Pero había olvidado una cosa insignificante. Las cerillas eran de esa
clase abominable que sólo se encienden rascándolas sobre la caja. Pueden
ustedes imaginar cómo desapareció toda mi calma. Los pequeños brutos estaban
muy cerca de mí. Uno de ellos me tocó. Con la ayuda de las palancas barrí de un
golpe la oscuridad y empecé a subir al sillín de la máquina. Entonces una mano
se posó sobre mí y luego otra. Tenía, por tanto, simplemente que luchar contra
sus dedos persistentes para defender mis palancas y al mismo tiempo encontrar a
tientas los pernos sobre los cuales encajaban. Casi consiguieron apartar una de
mí. Pero cuando sentí que me escurría de la mano, no tuve más remedio que topar
mi cabeza en la oscuridad -pude oír retumbar el cráneo del Morlock- para
recuperarla. Creo que aquel último esfuerzo
representaba algo más inmediato que la lucha en la selva. Pero al fin la
palanca quedó encajada en el movimiento de la puesta en marcha. Las manos que
me asían se desprendieron de mí. Las tinieblas se disiparon luego ante mis
ojos. Y me encontré en la misma luz grisácea y entre el mismo tumulto que ya he
descrito. LA VISION MAS DISTANTE Ya les he narrado las náuseas y la confusión
que produce el viajar a través del tiempo. Y ahora no estaba yo bien sentado en
el sillín, sino puesto de lado y de un modo inestable. Durante un tiempo
indefinido me agarre a la máquina que oscilaba y vibraba sin preocuparme en
absoluto cómo iba, y cuando quise mirar los cuadrantes de nuevo, me dejó
asombrado ver adónde había llegado. Uno de los cuadrantes señala los días;
otro, los millares de días; otro, los millones de días, y otro, los miles de
millones. Ahora, en lugar de poner las palancas en marcha atrás las había puesto en posición de
marcha hacia delante, y cuando consulté aquellos indicadores vi que la aguja de
los millares tan de prisa como la del segundero de un reloj giraba hacia el
futuro. Entretanto, un cambio peculiar se efectuaba en el aspecto de las cosas.
La palpitación grisácea se tornó oscura; entonces -aunque estaba yo viajando
todavía a una velocidad prodigiosa- la sucesión parpadeante del día y de la
noche, que indicaba por lo general una marcha aminorada, volvió cada vez más
acusada. Esto me desconcertó mucho al principio. Las alternativas de día y de
noche se hicieron más y más lentas, así como también el paso del sol por el
cielo, aunque parecían extenderse a través de las centurias. Al final, un
constante crepúsculo envolvió la tierra, un crepusculo interrumpido tan sólo de
vez en cuando por el resplandor de un cometa en el cielo entenebrecido. La faja
de luz que señalaba el sol había desaparecido hacía largo rato, pues el sol no
se ponía; simplemente se levantaba y descendía por el oeste, mostrándose más
grande y más rojo. Todo rastro de la luna habíase desvanecido. Las revoluciones
de las estrellas, cada vez más lentas, fueron sustituidas por puntos de luz que
ascendían despacio. Al final, poco antes de hacer yo alto, el sol rojo e
inmenso quedóse inmóvil sobre el horizonte: una amplia cúpula que brillaba con
un resplandor empañado, y que sufría de vez en cuando una extinción momentánea.
Una vez se reanimó un poco mientras brillaba con más fulgor nuevamente, pero
recobró en seguida su rojo y sombrío resplandor. Comprendí que por aquel aminoramiento
de su salida y de su puesta se realizaba la obra de las mareas. La tierra
reposaba con una de sus caras vuelta hacia el sol, del mismo modo que en
nuestra propia época la luna presenta su cara a la tierra. Muy cautelosamente,
pues recordé mi anterior caída de bruces, empecé a invertir el movimiento.
Giraron cada vez más despacio las agujas hasta que la de los millares pareció
inmovilizarse y la de los días dejó de ser una simple nube sobre su cuadrante.
Más despacio aún, hasta que los vagos contornos de una playa desolada se
hicieron visibles. Me detuve muy delicadamente y, sentado en la Máquina del
Tiempo, miré alrededor. El cielo ya no era azul. Hacia el nordeste era negro
como tinta, y en aquellas tinieblas brillaban con gran fulgor, incesantemente,
las pálidas estrellas. Sobre mí era de un almagre intenso y sin estrellas, y al
sudeste hacíase brillante, llegando a un escarlata resplandeciente hasta donde,
cortado por el horizonte, estaba el inmenso disco del sol, rojo e inmóvil. Las
rocas a mi alrededor eran de un áspero color rojizo, y el único vestigio de
vida que pude ver al principio fue la vegetación intensamente verde que cubría
cada punto saliente sobre su cara del sudeste. Era ese mismo verde opulento que
se ve en el musgo de la selva o en el liquen de las cuevas: plantas que, como
éstas, crecen en un perpetuo crepúsculo. La máquina se había parado sobre una
playa en pendiente. El mar se extendía hacia el sudeste, levantándose claro y
brillante sobre el cielo pálido. No había allí ni rompientes ni olas, pues no
soplaba ni una ráfaga de viento. Sólo una ligera y oleosa ondulación mostraba
que el mar eterno aún se agitaba y vivía. Y a lo largo de la orilla, donde el
agua rompía a veces, había una gruesa capa de sal rosada bajo el cielo espeluznante.
Sentía una opresión en mi cabeza, y observé que tenía la respiración muy
agitada. Aquella sensación me recordó mi único ensayo de montañismo, y por ello
juzgué que el aire debía estar más enrarecido que ahora. Muy lejos, en lo alto
de la desolada pendiente, oí un áspero grito y vi una cosa parecida a una
inmensa mariposa blanca inclinarse revoloteando por el cielo y, dando vueltas,
desaparecer sobre unas lomas bajas. Su chillido era tan lúgubre, que me
estremecí, asentándome con más firmeza en la máquina. Mirando nuevamente a mi
alrededor vi que, muy cerca, lo que había tomado por una rojiza masa de rocas
se movía lentamente hacia mí. Percibí entonces que la cosa era en realidad un
ser monstruoso parecido a un cangrejo. ¿Pueden ustedes imaginar un cangrejo tan
grande como aquella masa, moviendo lentamente sus numerosas patas,
bamboleándose, cimbreando sus enormes pinzas, sus largas antenas, como látigos
de carretero, ondulantes tentáculos, con sus ojos acechándoles centelleantes a
cada lado de su frente metálica? Su lomo era rugoso y adornado de
protuberancias desiguales, y unas verdosas incrustaciones lo recubrían aquí y
allá. Veía yo, mientras se movía, los numerosos palpos de su complicada boca
agitarse y tantear. Mientras miraba con asombro aquella siniestra aparición que
se arrastraba hacia mí, sentí sobre mi mejilla un cosquilleo como si una mosca
se posase en ella. Intenté apartarla con la mano, pero al momento volvió, y
casi inmediatamente sentí otra sobre mi oreja. La apresé y cogí algo parecido a
un hilo. Se me escapó rápidamente de la mano. Con una náusea atroz me volví y
pude ver que había atrapado la antena de otro monstruoso cangrejo que estaba
detrás de mí. Sus ojos malignos ondulaban sus pedúnculos, su boca estaba
animada de voracidad, y sus recias pinzas torpes, untadas de un limo algáceo,
iban a caer sobre mí. En un instante mi mano asió la palanca y puse un mes de
intervalo entre aquellos monstruos y yo. Pero me encontré aún en la misma playa
y los vi claramente en cuanto paré. Docenas de ellos parecían arrastrarse aquí
y allá, en la sombría luz, entre las capas superpuestas de un verde intenso. No
puedo describir la sensación de abominable desolación que pesaba sobre el
mundo. El cielo rojo al oriente, el norte entenebrecido, el salobre mar
Muerto[27], la playa cubierta de guijarros donde se arrastraban aquellos
inmundos, lentos y excitados monstruos; el verde uniforme de aspecto venenoso
de las plantas de liquen, aquel aire enrarecido que desgarraba los pulmones:
todo contribuía a crear aquel aspecto aterrador. Hice que la máquina me llevase
cien años hacia delante; y había allí el mismo sol rojo -un poco más grande, un
poco más empañado---, el mismo mar moribundo, el mismo aire helado y el mismo
amontonamiento de los bastos crustáceos entre la verde hierba y las rojas
rocas. Y en el cielo occidental vi una pálida línea curva como una enorme luna
nueva. Viajé así, deteniéndome de vez en cuando, a grandes zancadas de mil años
o más, arrastrado por el misterio del destino de la tierra, viendo con una
extraña fascinación cómo el sol se
tornaba más grande y más empañado en el cielo de occidente, y la vida de la
vieja tierra iba decayendo. Al final, a más de treinta millones de años de
aquí, la inmensa e intensamente roja cúpula del sol acabó por oscurecer cerca
de una décima parte de los cielos sombríos. Entonces me detuve una vez más,
pues la multitud de cangrejos había desaparecido, y la rojiza playa, salvo por
sus plantas hepáticas y sus líquenes de un verde lívido, parecía sin vida. Y ahora
estaba cubierta de una capa blanca. Un frío penetrante me asaltó. Escasos copos
blancos caían de vez en cuando, remolineando. Hacia el nordeste, el relumbrar
de la nieve se extendía bajo la luz de las estrellas de un cielo negro, y pude
ver las cumbres ondulantes de unas lomas de un blanco rosado. Había allí flecos
de hielo a lo largo de la orilla del mar, con masas flotantes más lejos; pero
la mayor extensión de aquel océano salado, todo sangriento bajo el eterno sol
poniente, no estaba helada aún. Miré a mi alrededor para ver si quedaban
rastros de alguna vida animal. Cierta indefinible aprensión me mantenía en el
sillín de la máquina. Pero no vi moverse nada, ni en la tierra, ni en el cielo,
ni en el mar. Sólo el légamo verde sobre las rocas atestiguaba que la vida no
se había extinguido. Un banco de arena apareció en el mar y el agua habíase
retirado de la costa. Creí ver algún objeto negro aleteando sobre aquel banco,
pero cuando lo observé permaneció inmóvil. juzgué que mis ojos se habían
engañado y que el negro objeto era simplemente una roca. Las estrellas en el
cielo brillaban con intensidad, y me pareció que centelleaban muy levemente. De
repente noté que el contorno occidental del sol había cambiado; que una
concavidad, una bahía, aparecía en la curva. Vi que se ensanchaba. Durante un
minuto, quizá, contemplé horrorizado aquellas tinieblas que invadían lentamente
el día, y entonces comprendí que comenzaba un eclipse. La luna o el planeta
Mercurio pasaban ante el disco solar. Naturalmente, al principio me pareció que
era la luna, pero me inclino grandemente a creer que lo que vi en realidad era
el tránsito de un planeta -interior que pasaba muy próximo a la tierra. La
oscuridad aumentaba rápidamente; un viento frío comenzó a soplar en ráfagas refrescantes
del este, y la caída de los copos blancos en el aire creció en número. De la
orilla del mar vinieron una agitación y un murmullo. Fuera de estos ruidos
inanimados el mundo estaba silencioso. ¿Silencioso? Sería difícil describir
aquella calma. Todos los ruidos humanos, el balido del rebaño, los gritos de
los pájaros, el zumbido de los insectos, el bullicio que forma el fondo de
nuestras vidas, todo eso había desaparecido. Cuando las tinieblas se adensaron,
los copos remolineantes cayeron más abundantes, danzando ante mis ojos. Al
final, rápidamente, uno tras otro, los blancos picachos de las lejanas colinas
se desvanecieron en la oscuridad. La brisa se convirtió en un viento
quejumbroso. Vi la negra sombra central del eclipse difundirse hacia mí. En otro
momento sólo las pálidas estrellas fueron visibles. Todo lo demás estaba sumido
en las tinieblas. El cielo era completamente negro. Me invadió el horror de
aquellas grandes tinieblas. El frío que me penetraba hasta los tuétanos y el
dolor que sentía al respirar me vencieron. Me estremecí, y una náusea mortal se
apoderó de mí. Entonces, como un arco candente en el cielo, apareció el borde
del sol. Bajé de la máquina para reanimarme. Me sentía aturdido e incapaz de
afrontar el viaje de vuelta. Mientras permanecía así, angustiado y confuso, vi
de nuevo aquella cosa movible sobre el banco -no había ahora equivocación
posible de que la cosa se movía- resaltar contra el agua roja del mar. Era una
cosa redonda, del tamaño de un balón de fútbol, quizá, o acaso mayor, con unos
tentáculos que le arrastraban por detrás; parecía negra contra las agitadas
aguas rojo sangre, y brincaba torpemente de aquí para allá. Entonces sentí que
me iba a desmayar. Pero un terror espantoso a quedar tendido e impotente en
aquel crepúsculo remoto y tremendo Me sostuvo mientras trepaba sobre el sillín.
EL REGRESO DEL VIAJERO A TRAVES DEL TIEMPO
Y así he vuelto. Debí
permanecer largo tiempo insensible sobre la máquina. La sucesión intermitente
de los días y las noches se reanudó, el sol salió dorado de nuevo, el cielo
volvió a ser azul. Respiré con mayor facilidad. Los contornos fluctuantes de la
tierra fluyeron y refluyeron. Las agujas giraron hacia atrás sobre los
cuadrantes. Al final vi otra vez vagas sombras de casas, los testimonios de la
Humanidad decadente. Estas también cambiaron y pasaron; aparecieron otras.
Luego, cuando el cuadrante del millón estuvo a cero, aminoré la velocidad.
Empecé a reconocer nuestra mezquina y familiar arquitectura, la aguja de los
millares volvió rápidamente a su punto de partida, la noche y el día alternaban
cada vez más despacio. Luego los viejos muros del laboratorio me rodearon. Muy
suavemente, ahora, fui parando el mecanismo. Observé una cosa insignificante
que me pareció rara. Creo haberles dicho a ustedes que, cuando partí, antes de
que mi velocidad llegase a ser muy grande, la señora Watchets, mi ama de
llaves, había cruzado la habitación, moviéndose, eso me pareció a mí, como un
cohete. A mi regreso pasé de nuevo en el minuto en que ella cruzaba el
laboratorio. Pero ahora cada movimiento suyo pareció ser exactamente la inversa
de los que había ella hecho antes. La puerta del extremo inferior se abrió, y
ella se deslizó tranquilamente en el laboratorio, de espaldas, y desapareció
detrás de la puerta por donde había entrado antes. Exactamente en el minuto
precedente me pareció ver un momento a Hilleter; pero él pasó como un
relámpago. Entonces detuve la máquina, y vi otra vez a mi alrededor el viejo
laboratorio familiar, mis instrumentos mis aparatos exactamente tales como los
dejé. Bajé de la' máquina todo trémulo, y me senté en mi banco. Durante varios
minutos estuve temblando violentamente. Luego me calmé. A mi alrededor estaba
de nuevo mi antiguo taller exactamente como se hallaba antes. Debí haberme
dormido allí, y todo esto había sido un sueño. ¡Y, sin embargo, no era así
exactamente! La máquina había partido del rincón sudeste del laboratorio.
Estaba arrimada de nuevo al noroeste, contra la pared donde la han visto
ustedes. Esto les indicará la distancia exacta que había desde la praderita
hasta el pedestal de la Esfinge Blanca, a cuyo interior habían trasladado mi
máquina los Morlocks. Durante un rato mi cerebro quedó paralizado. Luego me
levanté y vine aquí por el pasadizo, cojeando, pues me sigue doliendo el talón,
y sintiéndome desagradablemente desaseado. Vi la Pall Mall Gazette sobre la
mesa junto a la puerta. Descubrí que la fecha era, en efecto, la de hoy, y
mirando el reloj vi que marcaba casi las ocho. Oí las voces de ustedes y el ruido
de los platos. Vacilé. ¡Me sentía tan extenuado y débil! Entonces olí una buena
y sana comida, abrí la puerta y aparecí ante ustedes. Ya conocen el resto. Me
lavé, comí, y ahora les he contado la aventura. DESPUES DEL RELATO -Sé -dijo el
Viajero a través del Tiempo después de una pausa- que todo esto les parecerá
completamente increíble. Para mí la única cosa increíble es estar aquí esta
noche, en esta vieja y familiar habitación, viendo sus caras amigas y
contándoles estas extrañas aventuras. Miró al Doctor. -No. No puedo esperar que
usted crea esto. Tome mi relato como una patraña o como una profecía. Diga
usted que he soñado en mi taller. Piense que he meditado sobre los destinos de
nuestra raza hasta haber tramado esta ficción. Considere mi afirmación de su
autenticidad como una simple pincelada artística para aumentar su interés. Y
tomando así el relato, ¿qué piensa usted de él? Cogió su pipa y comenzó, de
acuerdo con su antigua manera, a dar con ella nerviosamente sobre las barras de
la parrilla. Hubo un silencio momentáneo. Luego las sillas empezaron a crujir y
los pies a restregarse sobre la alfombra. Aparté los ojos de la cara del
Viajero a través del Tiempo y miré a los oyentes a mi alrededor. Estaban en la
oscuridad, y pequeñas manchas de color flotaban ante ellos. El Doctor Parecía
absorto en la contemplación de nuestro anfitrión. El Director del periódico
miraba con obstinación la punta de su cigarro, el sexto.- El Periodista sacó su
reloj. Los otros, si mal no recuerdo, estaban inmóviles. El Director se puso en
pie con un suspiro y dijo: -¡Lástima que no sea usted escritor de cuentos! -y
puso su mano en el hombro del Viajero a través del Tiempo. -¿No cree usted
esto? -Pues yo... -Me lo figuraba. El Viajero a través del Tiempo se volvió
hacia nosotros -¿Dónde están las cerillas? -dijo. Encendió una entre bocanadas
de humo de su pipa habló-: Si he decirles la verdad..., apenas creo yo mismo en
ello... Y sin embargo... Sus ojos cayeron con una muda interrogación sobre las
flores blancas marchitas que había sobre la mesita. Luego volvió la mano con
que asía la pipa, y vi que examinaba unas cicatrices, a medio curar, sobre sus
nudillos. El Doctor se levantó, fue hacia la lámpara, y examinó las flores. -El
gineceo es raro -dijo. El Psicólogo se inclinó para ver y tendió la mano para
coger una de ellas. -¡Que me cuelguen! ¡Es la una menos cuarto! -exclamó el
Periodista-. ¿Cómo voy a volver a mi casa? -Hay muchos taxis en la estación
-dijo el Psicólogo. -Es una cosa curiosísima -dijo el Doctor-, pero no sé realmente
a qué género pertenecen estas flores. ¿Puedo llevármelas? El Viajero a través
del Tiempo titubeó. Y luego de pronto: -¡De ningún modo! -contestó. -¿Dónde las
ha encontrado usted en realidad? -preguntó el Doctor. El Viajero a través del
Tiempo se llevó la mano a la cabeza. Habló como quien intenta mantener asida
una idea que se le escapa. -Me las metió en el bolsillo Weena, cuando viajé a
través del tiempo. Miró desconcertado a su alrededor. -¡Desdichado de mí si
todo esto no se borra! Esta habitación, ustedes y esta atmósfera de la vida
diaria son demasiado para mi memoria. ¿He construido yo alguna vez una Máquina
del Tiempo, o un modelo de ella? ¿0 es esto solamente un sueño? Dicen que la
vida es un sueño, un pobre sueño a veces precioso.... pero no puedo hallar otro
que encaje. Es una locura. ¿Y de dónde me ha venido este sueño ... ? Tengo que
ir a ver esa máquina ¡Si es que la hay! Cogió presuroso la lámpara, franqueó la
puerta y la llevó, con su luz roja, a lo largo del corredor. Le seguimos. Allí,
bajo la vacilante luz dela lámpara, estaba en toda su realidad la máquina,
rechoncha, fea y sesgada; un artefacto de bronce, ébano, marfil y cuarzo
translúcido y reluciente. Sólida al tacto -pues alargué la mano y palpé sus
barras con manchas y tiznes color marrón sobre el marfil, y briznas' de hierba
y mechones de musgo adheridos a su parte inferior, y una de las barras torcida
oblicuamente. El Viajero a través del Tiempo dejó la lámpara sobre el banco y
recorrió con su mano la barra averiada. -Ahora está muy bien -dijo-. El relato
que les he hecho era cierto. Siento haberles traído aquí, al frío. Cogió la
lámpara y, en medio de un silencio absoluto, volvimos a la sala de fumar. Nos acompañó al vestíbulo y ayudó al Director
a ponerse el gabán. El Doctor le miraba a la cara, y, con cierta vacilación, le
dijo que debía alterarle el trabajo excesivo, lo cual le hizo reír a
carcajadas. Lo recuerdo de pie en el umbral, gritándonos buenas noches. Tomé un
taxi con el Director del periódico. Creía éste que el relato era una «brillante
mentira». Por mi parte, sentíame incapaz de llegar a una conclusión. ¡Aquel
relato era tan fantástico e increíble, y la manera de narrarlo tan creíble y
serena! Permanecí desvelado la mayor parte de la noche pensando en aquello. Decidí
volver al día siguiente y ver de nuevo al Viajero a través del Tiempo. Me
dijeron que se encontraba en el laboratorio, y como me consideraban de toda
confianza en la casa, fui a buscarle. El laboratorio, sin embargo, estaba
vacío. Fijé la mirada un momento en la Máquina del Tiempo, alargué la mano y
moví la palanca. A lo cual la masa rechoncha y sólida de aspecto osciló como
una rama sacudida por el viento. Su inestabilidad me sobrecogió grandemente, y
tuve el extraño recuerdo de los días de mi infancia cuando me prohibían tocar
las cosas. Volví por el corredor. Me encontré al Viajero a través del Tiempo en
la sala de fumar. Venía de la casa. Llevaba un pequeño aparato fotográfico
debajo de un brazo y un saco de viaje debajo del otro. Se echó a reír al verme
y me ofreció su codo para que lo estrechase, ya que no podía tenderme su mano.
-Estoy atrozmente ocupado -dijo------ con esa cosa de allí. _Pero ¿no es broma?
-dije ¿Viajaba usted realmente a través del tiempo? -Así es real y
verdaderamente. Clavó francamente sus ojos en los míos. Vaciló. Su mirada vagó
por la habitación. -Necesito sólo media hora --continuó-. Sé por qué ha venido
usted y es sumamente amable por su parte. Aquí hay unas revistas. Si quiere
usted quedarse a comer, le probaré que viajé a través del tiempo a mi antojo,
con muestras y todo. ¿Me perdona usted que le deje ahora? Accedí, comprendiendo
apenas entonces toda la importancia de sus palabras; y haciéndome unas señas
con la cabeza se marchó por el corredor. Oí la puerta cerrarse de golpe, me
senté en un sillón y cogí un diario. ¿Qué iba a hacer hasta la hora de comer?
Luego, de pronto, recordé por un anuncio que estaba citado con Richardson, el
editor, a las dos. Consulté mi reloj y vi que no podía eludir aquel compromiso.
Me levanté y fui por el pasadizo a decírselo al Viajero a través del Tiempo.
Cuando así el picaporte oí una exclamación, extrañamente interrumpida al final,
y un golpe seco, seguido de un choque. Una ráfaga de aire arremolinóse a mi
alrededor cuando abría la puerta, y sonó dentro un ruido de cristales rotos
cayendo sobre el suelo. El Viajero a través del Tiempo no estaba allí. Me
pareció ver durante un momento una forma fantasmal, confusa, sentada en una
masa remolineante -negra y cobriza-, una forma tan transparente que el banco de
detrás con sus hojas de dibujos era absolutamente claro; pero aquel fantasma se
desvaneció mientras me frotaba los ojos. La Máquina del Tiempo había partido.
Salvo un rastro de polvo en movimiento, el extremo más alejado del laboratorio
estaba vacío. Una de las hojas de la ventana acababa, al parecer, de ser
arrancada. Sentí un asombro irrazonable. Comprendí que algo extraño había
ocurrido, y durante un momento no pude percibir de qué cosa rara se trataba.
Mientras permanecía allí, mirando aturdido, se abrió la puerta del jardín, y
apareció el criado. Nos miramos. Después volvieron las ideas a mi mente. -¿Ha
salido su amo... por ahí? -dije. -No, señor. Nadie ha salido por ahí. Esperaba
encontrarle aquí. Ante esto, comprendí. A riesgo de disgustar a Richardson, me
quedé allí, esperando la vuelta del Viajero a través del Tiempo; esperando el
segundo relato, quizá más extraño aún, y las muestras y las fotografías que
traería él consigo. Pero empiezo ahora a temer que habré de esperar toda la vida.
El Viajero a través del Tiempo desapareció hace tres años. Y, como todo el
mundo sabe, no ha regresado nunca.
EPILOGO No puede uno escoger, sino hacerse preguntas.
¿Regresará alguna vez? Puede que se haya deslizado en el pasado y caído entre
los salvajes y cabelludos bebedores de sangre de la Edad de Piedra sin
pulimentar; en los abismos del mar cretáceo; o entre los grotescos saurios, los
inmensos animales reptadores de la época jurásica. Puede estar ahora -si me
permite emplear la frase vagando sobre algún arrecife de coral Oolítico[28],
frecuentado por los plesiosaurios, o cerca de los solitarios lagos salinos de
la Edad Triásica. ¿0 marchó hacia el futuro, hacia las edades próximas, en las
cuales los hombres son hombres todavía, pero en las que los enigmas de nuestro
tiempo están aclarados y sus problemas fastidiosos resueltos? Hacia la
virilidad de la raza: pues yo, por mi parte, no puedo creer que esos días
recientes de tímida experimentación de teorías incompletas y de discordias
mutuas sean realmente la época culminante del hombre. Digo, por mi propia
parte. El, lo sé -porque la cuestión había sido discutida entre nosotros mucho
antes de ser construida la Máquina del Tiempo-, pensaba, no pensaba alegremente
acerca del Progreso de la Humanidad, y veía tan sólo en el creciente acopio de
civilización una necia acumulación que debía inevitablemente venirse abajo al
final y destrozar a sus artífices. Si esto es así, no nos queda sino vivir como
si no lo fuera. Pero, para mí, el porvenir aparece aún oscuro y vacío; es una
gran ignorancia, iluminada en algunos sitios casuales por el recuerdo de su
relato. Y tengo, para consuelo mío, dos extrañas flores blancas -encogidas
ahora, ennegrecidas, aplastadas y frágiles- para atestiguar que aun cuando la
inteligencia y la fuerza habían desaparecido, la gratitud y una mutua ternura
aún se alojaban en el corazón del hombre.
FIN
NOTAS
[1] Matemático y astrónomo
norteamericano (1835-1909). Fue profesor en la universidad John Hopkins y autor
de tablas de constantes astronómicas
[2] La batalla de Hastings (1066) terminó
con la derrota de Haroldo II, rey de los anglosajones, a manos de Guillermo el
Conquistador, duque de Normandía, que era uno de los pretendientes a la corona
inglesa. Invadió Inglaterra, y con su triunfo, los normandos se convirtieron en
los amos de la isla.
[3] Antigua ciudad inglesa. Durante largo tiempo Burslem
fue el principal centro alfarero de Inglaterra.
[4] En español, Tubinga. Ciudad
alemana, famosa por su universidad, que fue la antigua a capital de Württemberg-Hohenzollern
[5] Se refiere a Nabucodonosor 11 (605-562 a. C.,), rey de Babilonia, según el
libro de Daniel 4, 25-34, pasó por períodos de locura y cordura en castigo por
sus pecados e iniquidades
[6] Se refiere al político británico Archibald Philip
Primrose, conde de Rosebery (1847-1929). Fue rector de tres universidades
británicas, ministro de Asuntos Exteriores, y posteriormente primer ministro de
Inglaterra
[7] Ciudad de Sajonia (Alemania oriental) conocida entre otras cosas
por su cerámica de alta calidad. Fue precisamente en Sajonia donde el físico
alemán Ehrenfried Walter von Tschirnaus (1651-1700) obtuvo por primera vez en
Europa la cerámica dura mencionada por Wells
[8] El segundo río en longitud de
Gran Bretaña. Atraviesa la ciudad Londres y a partir de ahí es navegable hasta
la desembocadura
[9] Mamífero desdentado de talla mediana y aspecto deforme.
Tiene dos o tres dedos con uñas muy desarrolladas, que le sirven para
desplazarse generalmente en posición colgante
[10] Utopía, obra escrita en 1516
por el inglés Thomas More (1478-1535), que presenta un sistema ideal de
gobierno y considera la propiedad privada como fuente de todos los males
[11]
Charles Grant Blairfindie, llamado Grant Allen (1848-1899), naturalista y
novelista inglés. Discípulo de Spencer y autor de varias novelas.
[12] No se
refiere al célebre naturalista inglés Charles Darwin y a sus teorías sobre la
evolución de las especies, sino a su hijo sir George Howard Darwin (1845-1912),
profesor de física y astronomía en Cambridge y autor de varias obras
científicas sobre astronomía.
[13] Barrios industriales y populares de la parte
oriental de Londres, o bajo nivel de vida contrasta con los opulentos barrios
residenciales del West End.
[14] Aglomeración de la zona suburbana en el sur de
Londres
[15] Los carolingios. Familia franca que dominó gran parte de Europa
desde mediados del siglo VIII hasta fines del siglo ix. El autor alude al hecho
de que los monarcas carolingios llegaron a acumular en sus manos un poder
inmenso que posteriormente fueron perdiendo gradualmente (al igual que ocurre
con los Eloi) hasta convertirse en meras figuras decorativas
[16] Diosa de la
venganza en la mitología helénica. Es la encargada de que los excesos de
prosperidad o de orgullo vayan seguidos de gran es desgracias.
[17] La estrella
más brillante del cielo.
[18] Es el movimiento rotatorio retrógado del eje de
la Tierra que Produce un desplazamiento gradual de los equinoccios hacia el
oeste. Debe señalarse que Wells comete un error de cálculo al afirmar que se
habían producido cuarenta precesiones durante los 802.701 años que había
avanzado el Viajero a través del Tiempo: las precesiones se realizan cada
25.960 años, por lo que durante ese lapso sólo podrían haberse producido
alrededor de treinta precesiones.
[19] Thomas Carlyle (1795-1881), historiador
y crítico británico, puso especial énfasis en demostrar la influencia
determinante de los grandes hombres en la historia de la humanidad.
[20]
Distrito del SO del gran Londres, en la orilla derecha del Támesis
[21] Parque
situado en el SO de Londres.
[22] Género de reptiles dinosaurios fósiles del
grupo de los saurópodos
[23] Museo londinense fundado en 1835. En 1899 se le
cambió el nombre por el de Victoria and Albert Museum. Conserva importantes muestras
de escultura, pintura, lacas, orfebrería, mobiliario y otros exponentes de las
artes decorativas
[24] Puede ser naturalmente, que el suelo no estuviese
inclinado, sino que el museo estuviera construido en la ladera de la colina.
(Nota del Editor)
[25] Transacciones filosóficas. Publicación de la «Royal
Society of London equivalente a la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales.
[26] Fósil de figura cónica o de maza. Es la extremidad de la concha
interna que tenían ciertos moluscos marinos que vivieron el' los períodos
jurásico y cretáceo.
[27] Mar del Asía Occidental entre Jordania e Israel. Sus
aguas están tan cargadas de sales que resulta difícil sumergirse en él.
[28]
Dícese de la roca que contiene oolitos (cuerpos formados por envolturas
minerales de sustancias calcáreas o de óxido de hierro o de silicio).