miércoles, 24 de octubre de 2018

La mujer sola. Darío Fo. Monólogo femenino


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La mujer sola

(Elementos escenográficos: Dos puertas a ambos lados del escenario. Una da al lateral izquierdo; la de la dere­cha es la entrada al piso; la de la izquierda, la del dor­mitorio. La del fondo, la cocina. Hacia el proscenio, una mesa alargada sobre la que vernos: un teléfono, una plan­cha, una radio, una palangana, un cepillo. Delante de la mesa, un taburete. Un mueble aparador, sobre el que esiá una bandeja con esparadrapo, vendas, alcohol y pomadas. De la pared cuelga una escopeta de caza. Una silla. Es el cuarto de estar de una casa corriente. Entra una Mujer con una cesta de ropa para planchar. Lleva una bata muy escotada. La radio está puesta a todo volumen. Se asoma a una ventana imaginaria en el proscenio, y se sorprende agradablemente al ver a alguien en la casa de enfrente.)
Mujer (En voz alta, llamando la atención de la otra persona.)
Señora... ¡Señora!... Buenos días... Pero cuánto tiempo Lleva usted viviendo ahí, si ni me había dado cuenta de la mudanza..., no, qué va, creía que estaba deshabita­da. Pues me alegro mucho... (Grita.) ...que digo que me alegro mucho... ¿No me oye? Ah, claro, lleva usted razón, es la radio, ahora mismo la apago... Perdone, pero es que cuando estoy sola en casa o pongo la radio así de fuerte, o me entran ganas de morirme... En esa ha­bitación (va a la puerta de la izquierda) tengo siempre puesto el tocadiscos... (Abre la puerta, se oye la música.) ¿Lo ha oído? (Cierra.) En la cocina, el cassette... (Abre la puerta.) ¿Lo ha oído? (Cierra.) Así me siento aacompañadaen toda la casa. (Se acerca a la mesa y empieza a trabajar: cepilla una chaqueta, cose botones, etc.) No, en el dormitorio no, claro. Allí tengo el televisor, sí, siempre encendido. Sí, a todo volumen. Ahora están transmitiendo una misa cantada... en polaco, ¡caray con el idioma! ¡Idioma de papas! No hay quien lo entienda. Sí, también me gusta, yo mientras sea música..., el ruido me acompaña, sabe... Y usted, ¿cómo se las arregla para estar acompañada? Ah, tiene un hijo, qué suerte... Pero qué digo, estaré tonta, si yo también tengo un hijo..., mejor dicho, tengo dos. Es que con la emoción de char­lar con usted se me había olvidado uno..., pero no me acompañan, de eso nada. La nena porque es mayor, ya sabe, los amigos, las amigas..., en cambio, el niño está siempre conmigo, pero tampoco me hace compañía. Siempre está durmiendo. Hace caca, come y ronca... ¡como un viejo! Pero no me quejo, no, señora, yo en mi casa estoy divinamente. Como una reina. No me falta de nada, mi marido me lo compra todo. ¡Tengo de todo! Tengo..., pues ni yo misma lo sé, fíjese..., tengo frigo­rífico..., sí, ya sé que todo el mundo lo tiene, pero es que el mío hace hielo en cubitos, sabe... Tengo lavadora de veinticuatro programas. lava y seca, ¡si viera usted cómo seca! A veces tengo que volver a mojar toda la ropa para poder planchar de seca que esta, toda tiesa. Tengo olla exprés, batidora, picadora, licuadora, tritura­dora. Música en todas las habitaciones, ¿que más voy a querer? Después de todo, sólo soy una mujer. Ah, sí, tenía una por horas, pero salió corriendo. Después vino otra, y también huyó, todas las asistentas salen corrien­do de mi casa. ¿Cómo? No, qué va, no es por mí. (In­cómoda.) Es por mi cuñado... Sí, es que las tocaba. Las tocaba a todas en semejante lugar..., es que está en­fermo, sabe. ¿Morboso? Pues yo no sé si será morboso, yo lo que sé es que pretendía cada cosa de esas pobres chicas..., y ellas, claro, se negaban. ¿Usted qué haría si mientras limpia la casa le meten mano por debajo de la falda? ¡Y con una mano! Uy, señora, ¡si viera el pe­dazo de mano que tiene mi cuñado! Menos mal que sólo tiene una, que si no... Sí, un accidente... (Durante este diálogo se ha sentado frente a la ventana y cose mientras charla con la vecina.) Un accidente de coche, imagínese, tan joven, treinta años, y se rompió entero. Está escayo­lado de arriba abajo: sólo le han dejado un agujerito para respirar y comer, pero no habla, sólo masculla, no se le entiende nada. Los ojos le quedaron bien, así que no se los escayolaron..., se los han dejado al aire, y tam­bién la mano tocona, que también está sana, y también tiene sano... (Se interrumpe, confusa.) No sé cómo de­cirle..., es que aún no tenemos confianza, acabamos de conocernos como quien dice, y no quiero que piense mal de mí..., bueno, en fin..., que se ha quedado sano... allí. ¡Y cómo de sano, señora! ¡Demasiado! Siempre tiene ga­nas de... ya me entiende... Sí, eso sí, el pobre se dis­trae mucho. Lee una barbaridad, se mantiene informa­do..., revistas porno, sí, tiene el cuarto abarrotado de revistas guarronas, ya sabe, de esas con muchachas des­nudas, ¡en cada posturita! Yo creo que a esas pobres muchachas, después de hacerles las fotos, las escayolan igual que a mi cuñado..., si parecen anuncios de carni­cería, con esas piezas de carne ampliadas, a todo color. Yo cuando me tropieza con una de esas revistas, luego no puedo ni freír un filete, oiga, es que me da un asco... Así que, desde que se me han ido todas las asistentas, me ocupo yo de mi cuñado. Lo hago por mi marido, sabe..., después de todo es su hermano... ¡Pero qué dice! (Ofendida.) Claro que me respeta. Faltaría más. A mí me lo pide siempre. Antes de meterme mano me lo pide, sí señora. (Suena el teléfono.) Debe ser mi marido, siem­pre llama a esta hora. Perdone un momentito. (Contesta.) ¿Diga? ¿Cómo? Sí..., pero cómo... ¡Vete a tomar por culo, hijo de perra! (Cuelga con fuerza. Está furiosa. Mira a la vecina y le sonríe, como excusándose.) Perdone la palabrota, pero es que a veces no hay más remedio. (Vuel­ve a trabajar, nerviosa.) No, claro que no era mi marido, ¡estaría bueno! Pues no, no sé quién es... ¡Es un ma­níaco telefónico! Me llama una, dos, tres... mil veces al día..., me dice guarrerías, cada palabrota... que ni si­quiera vienen en el diccionario, que yo las he buscado, oiga, ¡y nada! ¿Enfermo? A mí qué me importa, con un enfermo en casa ya tengo de sobra, no voy a ser yo la enfermera de todos los guarros de la ciudad, ¿no le pa­rece? (Vuelve a sonar el teléfono.) ¡Ya estamos otra vez! No pienso ni dejarle hablar. (Descuelga.) ¡Oye tú, repug­nante!... (Cambia de tono.) Hola. (A la vecina, tapando el auricular.) Es mi marido. (Al teléfono.) No, cariño, si no iba por ni..., creía que era..., bueno, verás, resulta que hay un señor que siempre me está llamando, y pregunta por ti, y dice cada taco... terrible, no sabes bien... Está enfadadísimo contigo, dice que le debes dinero, así que yo, para asustarle, le he dicho lo de la policía. (Otro cambio de tono; asombrada.) Claro que estoy en casa. Antonio, te juro que estoy en casa, ¿dónde quieres que esté? ¿Qué número has marcado? ¡Pues si te contesto yo, dónde voy a estar, hombre de Dios! ¡Que no he sa­lido! ¿Cómo voy a salir, si me encierras con llave? (A la vecina.) Fíjese, señora, vaya elemento que tengo por ma­rido... (Al teléfono.) Oye..., no, no estoy hablando con nadie..., sí, he dicho «señora» porque a veces me llamo a mí misma «señora»... No, no hay nadie en casa... Sí, tu hermano sí que está, a dónde va a ir..., está en su cuarto viendo diapositivas... Sí, el niño está dormido..., sí, ya ha comido..., sí, ya ha hecho pis. (Molesta.) ¡Tu hermano también ha hecho pis! Adiós. Que no, que no, que estoy muy alegre, Antonio, y muy contenta. (Más y más nerviosa.) Estaba aquí, planchando y riéndome, de lo bien que lo paso. (Gritando.) ¡Estoy contentísima! (Cuelga. Grita con rabia al teléfono. Mira a la vecina, tensa y seria. Luego le sonríe en silencio. Ha recuperado el control.) ¿Ha visto? Tengo que mentirle. No, no sabe nada del maníaco telefónico..., ¡si se lo digo, me monta un cirio! Sí, ya sé que yo no tengo la culpa, pero es que él dice que si ellos llaman es porque notan que me pongo nerviosa, y entonces se excitan más y se masturban. Y que va a terminar por quitar el teléfono. Ya me deja encerrada en casa, prisionera. Por la mañana, cuan­do sale, me encierra... Sí, él hace la compra... (Plancha.) Bueno, llama de vez en cuando por si pasa algo. Pero qué quiere que pase en esta casa, si somos una familia muy tranquila... (De pronto deja de planchar. Mira ha­cia arriba, trata de taparse el escote: el pecho izquierdo con una servilleta, el derecho con la plancha. Grita.) ¡Que te estoy viendo, cerdo! (A la vecina.) Perdone un segundo. (Al mirón.) No te molestes en esconderte, que estoy viendo los prismáticos brillando al sol. (Se coloca la plancha sobre el pecho y la quita en seguida. A la vecina.) ¡Ay, Dios, que me he planchado un pecho! Us­ted no puede verlo, pero es allí..., en la ventana que está encima de la suya..., sólo me faltaba ese mirón..., no ve, una pobre mujer ni en su casa puede estar a gus­to..., en fin, cómoda, planchando, por culpa de ese ob­seso voy a tener que planchar con abrigo... (Al mirón, gritando.)  ¿Verdad?   ¡Y con pasamontañas!   ¡Y  con esquíes! Que ni sé esquiar, y luego me caigo y me rompo como mi cuñado, ¡hombre! (A la vecina.) ¿La policía? No, no, yo no la llamo. Porque mire usted, ¿sabe lo que pasa después? Que vienen, extienden el informe, quie­ren saber si yo estaba desnuda o vestida en mi casa, si es que provoqué al mirón con la danza del vientre, y para terminar, yo, sólo yo, acabo con una hermosa de­nuncia por actitud obscena en lugar privado, pero expues­to al público. ¿Qué le parece? Que no, que no, que pre­fiero arreglármelas yo sola. (Descuelga de la pared la escopeta de caza y apunta hacia el mirón, gritando.) ¡Mira que te mato! (Decepcionada.) Ha huido. En cuan­to ve la escopeta sale corriendo, ¡el muy cobarde! ¡Cerdo con prismáticos! (Deja la escopeta en la mesa.) ¿La he hecho reír? ¿Estoy loca? (Plancha.) Mejor loca que como estaba antes..., cada dos meses me tragaba un frasco de somníferos, todas las pastillas redondas que encontraba en el botiquín, hala, adentro..., hasta llegué a tomarme el jarabe de las lombrices de los niños... ¡por pura deses­peración! O a cortarme las venas, como hace tres meses. Sí, las venas..., mire, aún me quedan las cicatrices..., ¿las ve? (Le enseña las manos.) No, señora, lo lamento muchísimo, pero lo de las venas no puedo contárselo. Es una historia privada, y muy íntima además. No me siento con fuerzas..., nos conocemos muy poco. (Cambia de tono.) ¿Se la cuento? No, no. Bueno, a lo mejor me viene bien desahogarme un poquito. Pues verá..., es una historia muy triste. Fue por un muchacho... quince años menos que yo, y encima aparentaba menos aún..., tími­do, torpe..., dulce..., delicado..., ¡tanto, que hacer el amor con él hubiera sido como cometer un... un incesto! Pues yo lo cometí. ¿Qué? Pues el incesto. Hice el amor con e! chico, ¿y sabe lo peor de todo? Que no me daba nada de vergüenza..., todo lo contrario, me pasaba el día  entero cantando..., bueno, miento, por las noches lloraba... «Eres una depravada», me decía. (Se oyen bocinazos.) Perdone, es mi cuñado que me llama..., un se­gundo, que en seguida vuelvo. (Se asoma a la puerta de la izquierda.) ¿Qué quieres, querido? (Suena el teléfono; cierra la puerta y corre a contestar.) Diga. Qué pasa, Antonio... (A la vecina.) Es mi marido. Sí, sí, te oigo. ¿Que si viene quién? ¿El del dinero? (Para si misma.) Y ¿quién es el del dinero? Ah, el que se pasa la vida llamando... Bueno, pues qué le voy a hacer..., además estoy encerrada, no va entrar por la cerradura... Ah, que tengo que hacer como que no estoy en casa..., que apa­gue la radio, el tocadiscos, el televisor..., de acuerdo, como tú digas, a sus órdenes, mi amo y señor. Sabes lo que te digo, que aun voy a hacer algo más por ti. ¿Sa­bes lo que voy a hacer? Voy a ir al retrete, me meto en la taza del water, y luego tiro de la cadena, ¿te parece bien? ¡Anda, si encima se enfada! ¡Que te zurzan, gua­po! (Cuelga, furiosa.) Ha dicho que nada más llegar me va a inflar a tortas. ¿A mí? ¿Que si mi marido me pega? ¿A mí? Pues claro. (Vuelve a trabajar.) Pero dice que lo hace porque me quiere, ¡que me adora! Que soy como una niña, y él tiene que protegerme..., ¡y para proteger­me mejor, el primero en jorobarme es él! Me encierra en casa, me da de hostias, y luego pretende que hagamos el amor. Y le importa un bledo que a mí no me apetezca. Yo tengo que estar siempre dispuesta, a punto, como el Nescafé: lavada, perfumada, depilada, pintada, cálida, voluptuosa, sensual... ¡pero callada! Basta con que res­pire, y suelte de vez en cuando un gritito, para que él crea que me gusta. Y a mí, con mi marido, no me gusta nada. Bueno, es que no siento..., no consigo alcanzar... (Muy incómoda, no encuentra la palabra adecuada. La vecina se la sugiere.) Eso es..., esa palabra..., ¡es que hay que ver qué palabra! Yo nunca la digo. ¡Orgasmo! Me sueno a nombre de un bicho asqueroso..., un cruce de mandril con orangután. Como si lo leyera en el perió­dico, a toda plana: «Orgasmo adulto escapa del Circo Americano», o «Monja atacada en el zoo por orgasmo enloquecido.» O cuando dicen: «He alcanzado un orgas­mo», me recuerda a cuando después de una carrera tremenda consigues alcanzar el autobús en el último momen­to... (Ríe.) ¿A usted también le suena raro? ¡¡¡Or-gas-mo!!! ¡Vaya palabra! Con la de nombres que hay, no podrían llamarlo, qué sé yo, por ejemplo, silla..., así uno puede decir: «He alcanzado la silla.» Primero, no se com­prende que ha estado haciendo cosas feas, y segundo, si está cansado, pues se sienta y descansa. (Ríe divertida.) ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, perdone, pero es que con esto del orgasmo me he despistado... Pues eso, que yo con mi marido no siento nada, pero es que nada de nada, oiga. Mire cómo hago el amor con mi marido... (Cam­bia de tono.) Pero no se lo cuente a nadie, ¿eh? ¡Así! (Permaneciendo sentada, se cuadra como un soldado.) Y cuando termina, digo: «¡Descansen!» No, en voz alta no, que me pega, por dentro, yo siempre hablo por den­tro. «¡Descansen!» No sé por qué no siento nada. Quizás porque me siento... bloqueada..., me parece estar como... (No encuentra la definición adecuada. La vecina se la sugiere. Cambiando de tono.) ¡Eso! ¡Por qué habrá tar­dado tanto en venirse a vivir aquí! Si supiera el tiempo que me lo llevo pensando... y encima es una palabra fá­cil: «Utilizada.» Sí, utilizada, como la aspiradora, la licuadora, la cafetera... También será porque yo no he tenido muchas experiencias sexuales, sabe..., sólo dos..., una con mi marido, que no cuenta, y otra cuando era pequeña..., yo con diez años y él con doce. ¡Un inútil que ni se lo puede figurar! Espero que baya mejorado con la edad, pobre criatura... No sabíamos nada, sólo que los niños nacían de la tripa..., y yo no sentí nada, sólo un dolor terrible aquí. (Se señala la tripa.) Sí, aquí, en el ombligo, porque creíamos que era por ahí..., y él em­pujaba, empujaba..., tuve el ombligo inflamado una se­mana. Mi madre creyó que tenía otra vez varicela, la pobre... A mi marido nunca se lo he contado, porque igual va y después de diez años me monta un número: «¡Tú a callar! Y del ombligo, ¿qué? ¡Puta, más que puta!» No, no, yo callada como una ídem. Se lo conté al cura, eso sí. Me confesé, y me dijo que no volviera a hacerlo. Después crecí, y ya no tuve más experiencias con el sexo, porque la del ombligo no me había gustado nada. Luego ya me hice mayor, me eché novio, y las amigas me explicaron... El día de la boda estaba tan emocionada, que cantaba como una posesa... No, sin voz, por dentro..., yo todo lo hago por dentro... En la iglesia cantaba por dentro: «Ya llega el amor, oho, ohoooooo..., ya llega el amor...» (Cambia de tono.) Y el que llegó fue mi marido. Qué mal lo pasé la primera vez, señora. «Pero cómo», me preguntaba yo, «¿y esto es todo?» Ay, qué mal lo pasé la primera vez... y todas las otras... ¿Que si me informaba? ¿Y dónde? Lo que hice fue em­pezar a leer revistas de mujeres y descubrí una cosa. (Dándose importancia.) Descubrí que nosotras, las muje­res, tenemos puntos erógenos..., que son los puntos, las zonas de mayor sensibilidad al tacto del hombre... (De­cepcionada.) Ah, que usted ya lo sabía... Usted sabe mu­chas cosas, ¿verdad? ¡Y la de zonas que tenemos! En esa revista salía un dibujo de una mujer desnuda, por zonas..., ya sabe, como en esos carteles que hay en las carnicerías con la vaca en pedazos, como un mapa, y cada punto erógeno estaba pintado con colores muy chi­llones, según su sensibilidad. Pues yo, con mi marido, ni un punto erógeno. No sentía nada. Pero ya estaba resignada, porque creía que era así para todas las muje­res, hasta que conocí al chico. La cosa empezó así: mi hija mayor era mayor, y yo tenía menos trabajo, y le dije a mi marido: «Oye, que me he cansado de ser sólo ama de casa, quiero hacer algo intelectual, como apren­der inglés, por ejemplo, por si vamos a Inglaterra, que allí lo hablan mucho.» El me dijo: «Muy bien», y trajo a un joven universitario de veintiséis años que hablaba inglés a la perfección. Al cabo de unos veinte días me di cuenta de que el muchacho que sabía inglés estaba loco por mí... ¿Que cómo me di cuenta? Pues... si, por ejemplo, al decir un verbo yo le rozaba una mano, él se ponía colorado, temblaba y tartamudeaba, en inglés, cla­ro. No se le entendía nada. Yo no estaba acostumbrada a esos sentimientos tan espirituales, sólo conocía la manaza de mi cuñado, o las porquerías del maníaco tele­fónico, o la comodidad de mi marido. Entonces pensé: «¡Se acabó! ¡Estás cayendo en el pecado, basta con el inglés!» Pero el muchacho lo tomó fatal, me esperaba en la calle, yo le decía: «¡Vete, sal con una chica de tu edad, y olvídame, márchate!» Luego, un día, me hizo una cosa que me dejó completamente trastornada. Ya sabe que abajo, en la plaza, hay una pared muy alta. Sí, por donde pasa el tren..., bueno, pues bajo yo una mañana para ir a la compra, y casi me caigo redonda: en la pared ponía, con letras grandísimas, rojas. «Te amo María.-» Bueno, en realidad lo ponía en inglés, para que no se entendiera: «I love you María.» María soy yo, ¿sabe? Lo había escrito él, de noche, para mí..., seguro que se tuvo que subir a una escalera, porque las letras eran enormes. Me quedé de piedra en plena calle, casi me pilla un coche. Y qué hacía yo ahora..., estaba hecha un lio..., descubrir que un hombre me amaba tanto, a mí, que tengo dos hijos, un marido, y encima un cuñado. Me en­cerré en casa y deje de salir. Y para tranquilizarme em­pecé, a beber... vermut amargo, Femet, imagínese, me lo tragaba como una medicina. Me quedaba aquí dentro, con la radio cantando, el teléfono sonando, mi cuñadodando bocinazos... (Bocinazo.) Si antes lo digo... (Va a la derecha.) ¿Qué pasa? Anda, pórtate bien, que estoy hablando con una amiga... ¡Grosero!... Si supiera la pa­labrota que me está diciendo con la bocina... Mire usted, le juro que en cuanto le quiten la escayola lo tiro esca­lera abajo y lo vuelvo a romper emérito... Pues sí, bo­rracha, pero no como para caerme al suelo, sólo contentilla, y de pronto, un día, suena el timbre de la puerta. ¿Sabe quién era? Pues la madre del muchacho. ¡Ay, ma­dre, qué vergüenza! «Señora —me dijo—, no me lo tome a mal, pero estoy desesperada, mi hijo se está muriendo de amor por usted... No come, no duerme, no bebe... Sálvelo, señora, por lo menos venga a saludarle.» ¿Qué podía hacer yo? Al fin y al cabo, también soy madre..., así que cogí y me fui a su casa. El estaba en la cama, flaco, pálido, triste... En cuanto me vio se echó a llorar, yo también me eché a llorar, y la madre lo mismo. Luego la madre salió y nos quedamos solos. El me abrazó, yo le abracé. Después no sé qué pasó, cómo fue, pero, más o menos una hora más tarde, me dije: «¡Santo cielo, me está besando!» Y a él le dije: «Imposible, no podemos hacer el amor..., claro que tengo ganas, yo también te amo, pero tengo dos hijos, un marido y un cuñado.» En­tonces él saltó de la cama, desnudo..., qué desnudo es­taba, señora..., coge un cuchillo que tenía guardado, se lo planta en la garganta y dice: «O haces el amor con­migo o me mato ahora mismo.» Comprenderá usted que no soy una asesina. Así que me desnudé muy de prisa e hicimos el amor. Ay, señora, créame, fue tan dulce, tan tierno..., tendría que haberlo visto..., unos besos, unas caricias... Y así fue como descubrí que el amor no era lo que hacía con mi marido, él encima y yo debajo..., ¡como debajo de una apisonadora!, sino como..., como un salto muy grande, a cámara lenta. Y volví al día si­guiente, y al otro, y al otro, y todos los días después de los otros. Pero qué estará usted pensando..., es que es­taba enfermo el pobrecillo..., descubrí a mi edad algo que- yo creía que sólo pasaba en el cine... Entonces, al verme tan... distraída, mi marido pensó que me emborra­chaba, y cerró con llave el armario de las botellas, el muy estúpido... Luego empezó a sospechar, me hizo seguir, y un día que estaba yo en el dormitorio del muchacho, de pie, desnuda..., él también de pie, desnudo..., nos estábamos despidiendo, sabe..., se abre la puerta y entra mi marido, con abrigo. Cómo se ofendió, señora, empezó a gritar como un poseso, quería matarnos a los dos, pero mi marido —usted no lo conoce— sólo tiene dos ma­nos. Nos apretaba el cuello a los dos, pero no nos mo­ríamos. En eso entró la hermana —la del chico—, que también estaba desnuda porque se estaba duchando, y se asustó al oír los gritos, luego entró la madre, que por suerte iba vestida..., en fin, que aprovechando el follón yo salí corriendo, me encerré en el baño, y me corté las venas. Por suerte mi marido, que quería matarme él per­sonalmente, tiró abajo la puerta, y al ver tanta sangre se le pasaron las ganas de matarme... y le entraron ganas de salvarme, mire usted por dónde, si es que es más suyo, mi marido... Bueno, pues me llevaron al hospital, y luego me perdonó, pero me encerró en casa. Ya llevo un mes así. Claro, usted lo ha dicho, esto es secuestro de persona... Pero qué manía tiene usted con la policía, oiga, ¿no tendrá algún pariente en el Cuerpo? No pue­do llamar a la policía, ya se lo he dicho. Llegarían, se sabría lo del chico, mi marido y yo nos separaríamos, me quitarían a los niños..., a lo mejor me dejaban a mi cu­ñado.... que no, señora, si yo estoy divinamente así... No. señora... No, señora...


























Resultado de imagen para LA MUJER SOLA CARICATURA


La mujer sola

(Elementos escenográficos: Dos puertas a ambos lados del escenario. Una da al lateral izquierdo; la de la dere­cha es la entrada al piso; la de la izquierda, la del dor­mitorio. La del fondo, la cocina. Hacia el proscenio, una mesa alargada sobre la que vernos: un teléfono, una plan­cha, una radio, una palangana, un cepillo. Delante de la mesa, un taburete. Un mueble aparador, sobre el que esiá una bandeja con esparadrapo, vendas, alcohol y pomadas. De la pared cuelga una escopeta de caza. Una silla. Es el cuarto de estar de una casa corriente. Entra una Mujer con una cesta de ropa para planchar. Lleva una bata muy escotada. La radio está puesta a todo volumen. Se asoma a una ventana imaginaria en el proscenio, y se sorprende agradablemente al ver a alguien en la casa de enfrente.)
Mujer (En voz alta, llamando la atención de la otra persona.)
Señora... ¡Señora!... Buenos días... Pero cuánto tiempo Lleva usted viviendo ahí, si ni me había dado cuenta de la mudanza..., no, qué va, creía que estaba deshabita­da. Pues me alegro mucho... (Grita.) ...que digo que me alegro mucho... ¿No me oye? Ah, claro, lleva usted razón, es la radio, ahora mismo la apago... Perdone, pero es que cuando estoy sola en casa o pongo la radio así de fuerte, o me entran ganas de morirme... En esa ha­bitación (va a la puerta de la izquierda) tengo siempre puesto el tocadiscos... (Abre la puerta, se oye la música.) ¿Lo ha oído? (Cierra.) En la cocina, el cassette... (Abre la puerta.) ¿Lo ha oído? (Cierra.) Así me siento aacompañadaen toda la casa. (Se acerca a la mesa y empieza a trabajar: cepilla una chaqueta, cose botones, etc.) No, en el dormitorio no, claro. Allí tengo el televisor, sí, siempre encendido. Sí, a todo volumen. Ahora están transmitiendo una misa cantada... en polaco, ¡caray con el idioma! ¡Idioma de papas! No hay quien lo entienda. Sí, también me gusta, yo mientras sea música..., el ruido me acompaña, sabe... Y usted, ¿cómo se las arregla para estar acompañada? Ah, tiene un hijo, qué suerte... Pero qué digo, estaré tonta, si yo también tengo un hijo..., mejor dicho, tengo dos. Es que con la emoción de char­lar con usted se me había olvidado uno..., pero no me acompañan, de eso nada. La nena porque es mayor, ya sabe, los amigos, las amigas..., en cambio, el niño está siempre conmigo, pero tampoco me hace compañía. Siempre está durmiendo. Hace caca, come y ronca... ¡como un viejo! Pero no me quejo, no, señora, yo en mi casa estoy divinamente. Como una reina. No me falta de nada, mi marido me lo compra todo. ¡Tengo de todo! Tengo..., pues ni yo misma lo sé, fíjese..., tengo frigo­rífico..., sí, ya sé que todo el mundo lo tiene, pero es que el mío hace hielo en cubitos, sabe... Tengo lavadora de veinticuatro programas. lava y seca, ¡si viera usted cómo seca! A veces tengo que volver a mojar toda la ropa para poder planchar de seca que esta, toda tiesa. Tengo olla exprés, batidora, picadora, licuadora, tritura­dora. Música en todas las habitaciones, ¿que más voy a querer? Después de todo, sólo soy una mujer. Ah, sí, tenía una por horas, pero salió corriendo. Después vino otra, y también huyó, todas las asistentas salen corrien­do de mi casa. ¿Cómo? No, qué va, no es por mí. (In­cómoda.) Es por mi cuñado... Sí, es que las tocaba. Las tocaba a todas en semejante lugar..., es que está en­fermo, sabe. ¿Morboso? Pues yo no sé si será morboso, yo lo que sé es que pretendía cada cosa de esas pobres chicas..., y ellas, claro, se negaban. ¿Usted qué haría si mientras limpia la casa le meten mano por debajo de la falda? ¡Y con una mano! Uy, señora, ¡si viera el pe­dazo de mano que tiene mi cuñado! Menos mal que sólo tiene una, que si no... Sí, un accidente... (Durante este diálogo se ha sentado frente a la ventana y cose mientras charla con la vecina.) Un accidente de coche, imagínese, tan joven, treinta años, y se rompió entero. Está escayo­lado de arriba abajo: sólo le han dejado un agujerito para respirar y comer, pero no habla, sólo masculla, no se le entiende nada. Los ojos le quedaron bien, así que no se los escayolaron..., se los han dejado al aire, y tam­bién la mano tocona, que también está sana, y también tiene sano... (Se interrumpe, confusa.) No sé cómo de­cirle..., es que aún no tenemos confianza, acabamos de conocernos como quien dice, y no quiero que piense mal de mí..., bueno, en fin..., que se ha quedado sano... allí. ¡Y cómo de sano, señora! ¡Demasiado! Siempre tiene ga­nas de... ya me entiende... Sí, eso sí, el pobre se dis­trae mucho. Lee una barbaridad, se mantiene informa­do..., revistas porno, sí, tiene el cuarto abarrotado de revistas guarronas, ya sabe, de esas con muchachas des­nudas, ¡en cada posturita! Yo creo que a esas pobres muchachas, después de hacerles las fotos, las escayolan igual que a mi cuñado..., si parecen anuncios de carni­cería, con esas piezas de carne ampliadas, a todo color. Yo cuando me tropieza con una de esas revistas, luego no puedo ni freír un filete, oiga, es que me da un asco... Así que, desde que se me han ido todas las asistentas, me ocupo yo de mi cuñado. Lo hago por mi marido, sabe..., después de todo es su hermano... ¡Pero qué dice! (Ofendida.) Claro que me respeta. Faltaría más. A mí me lo pide siempre. Antes de meterme mano me lo pide, sí señora. (Suena el teléfono.) Debe ser mi marido, siem­pre llama a esta hora. Perdone un momentito. (Contesta.) ¿Diga? ¿Cómo? Sí..., pero cómo... ¡Vete a tomar por culo, hijo de perra! (Cuelga con fuerza. Está furiosa. Mira a la vecina y le sonríe, como excusándose.) Perdone la palabrota, pero es que a veces no hay más remedio. (Vuel­ve a trabajar, nerviosa.) No, claro que no era mi marido, ¡estaría bueno! Pues no, no sé quién es... ¡Es un ma­níaco telefónico! Me llama una, dos, tres... mil veces al día..., me dice guarrerías, cada palabrota... que ni si­quiera vienen en el diccionario, que yo las he buscado, oiga, ¡y nada! ¿Enfermo? A mí qué me importa, con un enfermo en casa ya tengo de sobra, no voy a ser yo la enfermera de todos los guarros de la ciudad, ¿no le pa­rece? (Vuelve a sonar el teléfono.) ¡Ya estamos otra vez! No pienso ni dejarle hablar. (Descuelga.) ¡Oye tú, repug­nante!... (Cambia de tono.) Hola. (A la vecina, tapando el auricular.) Es mi marido. (Al teléfono.) No, cariño, si no iba por ni..., creía que era..., bueno, verás, resulta que hay un señor que siempre me está llamando, y pregunta por ti, y dice cada taco... terrible, no sabes bien... Está enfadadísimo contigo, dice que le debes dinero, así que yo, para asustarle, le he dicho lo de la policía. (Otro cambio de tono; asombrada.) Claro que estoy en casa. Antonio, te juro que estoy en casa, ¿dónde quieres que esté? ¿Qué número has marcado? ¡Pues si te contesto yo, dónde voy a estar, hombre de Dios! ¡Que no he sa­lido! ¿Cómo voy a salir, si me encierras con llave? (A la vecina.) Fíjese, señora, vaya elemento que tengo por ma­rido... (Al teléfono.) Oye..., no, no estoy hablando con nadie..., sí, he dicho «señora» porque a veces me llamo a mí misma «señora»... No, no hay nadie en casa... Sí, tu hermano sí que está, a dónde va a ir..., está en su cuarto viendo diapositivas... Sí, el niño está dormido..., sí, ya ha comido..., sí, ya ha hecho pis. (Molesta.) ¡Tu hermano también ha hecho pis! Adiós. Que no, que no, que estoy muy alegre, Antonio, y muy contenta. (Más y más nerviosa.) Estaba aquí, planchando y riéndome, de lo bien que lo paso. (Gritando.) ¡Estoy contentísima! (Cuelga. Grita con rabia al teléfono. Mira a la vecina, tensa y seria. Luego le sonríe en silencio. Ha recuperado el control.) ¿Ha visto? Tengo que mentirle. No, no sabe nada del maníaco telefónico..., ¡si se lo digo, me monta un cirio! Sí, ya sé que yo no tengo la culpa, pero es que él dice que si ellos llaman es porque notan que me pongo nerviosa, y entonces se excitan más y se masturban. Y que va a terminar por quitar el teléfono. Ya me deja encerrada en casa, prisionera. Por la mañana, cuan­do sale, me encierra... Sí, él hace la compra... (Plancha.) Bueno, llama de vez en cuando por si pasa algo. Pero qué quiere que pase en esta casa, si somos una familia muy tranquila... (De pronto deja de planchar. Mira ha­cia arriba, trata de taparse el escote: el pecho izquierdo con una servilleta, el derecho con la plancha. Grita.) ¡Que te estoy viendo, cerdo! (A la vecina.) Perdone un segundo. (Al mirón.) No te molestes en esconderte, que estoy viendo los prismáticos brillando al sol. (Se coloca la plancha sobre el pecho y la quita en seguida. A la vecina.) ¡Ay, Dios, que me he planchado un pecho! Us­ted no puede verlo, pero es allí..., en la ventana que está encima de la suya..., sólo me faltaba ese mirón..., no ve, una pobre mujer ni en su casa puede estar a gus­to..., en fin, cómoda, planchando, por culpa de ese ob­seso voy a tener que planchar con abrigo... (Al mirón, gritando.)  ¿Verdad?   ¡Y con pasamontañas!   ¡Y  con esquíes! Que ni sé esquiar, y luego me caigo y me rompo como mi cuñado, ¡hombre! (A la vecina.) ¿La policía? No, no, yo no la llamo. Porque mire usted, ¿sabe lo que pasa después? Que vienen, extienden el informe, quie­ren saber si yo estaba desnuda o vestida en mi casa, si es que provoqué al mirón con la danza del vientre, y para terminar, yo, sólo yo, acabo con una hermosa de­nuncia por actitud obscena en lugar privado, pero expues­to al público. ¿Qué le parece? Que no, que no, que pre­fiero arreglármelas yo sola. (Descuelga de la pared la escopeta de caza y apunta hacia el mirón, gritando.) ¡Mira que te mato! (Decepcionada.) Ha huido. En cuan­to ve la escopeta sale corriendo, ¡el muy cobarde! ¡Cerdo con prismáticos! (Deja la escopeta en la mesa.) ¿La he hecho reír? ¿Estoy loca? (Plancha.) Mejor loca que como estaba antes..., cada dos meses me tragaba un frasco de somníferos, todas las pastillas redondas que encontraba en el botiquín, hala, adentro..., hasta llegué a tomarme el jarabe de las lombrices de los niños... ¡por pura deses­peración! O a cortarme las venas, como hace tres meses. Sí, las venas..., mire, aún me quedan las cicatrices..., ¿las ve? (Le enseña las manos.) No, señora, lo lamento muchísimo, pero lo de las venas no puedo contárselo. Es una historia privada, y muy íntima además. No me siento con fuerzas..., nos conocemos muy poco. (Cambia de tono.) ¿Se la cuento? No, no. Bueno, a lo mejor me viene bien desahogarme un poquito. Pues verá..., es una historia muy triste. Fue por un muchacho... quince años menos que yo, y encima aparentaba menos aún..., tími­do, torpe..., dulce..., delicado..., ¡tanto, que hacer el amor con él hubiera sido como cometer un... un incesto! Pues yo lo cometí. ¿Qué? Pues el incesto. Hice el amor con e! chico, ¿y sabe lo peor de todo? Que no me daba nada de vergüenza..., todo lo contrario, me pasaba el día  entero cantando..., bueno, miento, por las noches lloraba... «Eres una depravada», me decía. (Se oyen bocinazos.) Perdone, es mi cuñado que me llama..., un se­gundo, que en seguida vuelvo. (Se asoma a la puerta de la izquierda.) ¿Qué quieres, querido? (Suena el teléfono; cierra la puerta y corre a contestar.) Diga. Qué pasa, Antonio... (A la vecina.) Es mi marido. Sí, sí, te oigo. ¿Que si viene quién? ¿El del dinero? (Para si misma.) Y ¿quién es el del dinero? Ah, el que se pasa la vida llamando... Bueno, pues qué le voy a hacer..., además estoy encerrada, no va entrar por la cerradura... Ah, que tengo que hacer como que no estoy en casa..., que apa­gue la radio, el tocadiscos, el televisor..., de acuerdo, como tú digas, a sus órdenes, mi amo y señor. Sabes lo que te digo, que aun voy a hacer algo más por ti. ¿Sa­bes lo que voy a hacer? Voy a ir al retrete, me meto en la taza del water, y luego tiro de la cadena, ¿te parece bien? ¡Anda, si encima se enfada! ¡Que te zurzan, gua­po! (Cuelga, furiosa.) Ha dicho que nada más llegar me va a inflar a tortas. ¿A mí? ¿Que si mi marido me pega? ¿A mí? Pues claro. (Vuelve a trabajar.) Pero dice que lo hace porque me quiere, ¡que me adora! Que soy como una niña, y él tiene que protegerme..., ¡y para proteger­me mejor, el primero en jorobarme es él! Me encierra en casa, me da de hostias, y luego pretende que hagamos el amor. Y le importa un bledo que a mí no me apetezca. Yo tengo que estar siempre dispuesta, a punto, como el Nescafé: lavada, perfumada, depilada, pintada, cálida, voluptuosa, sensual... ¡pero callada! Basta con que res­pire, y suelte de vez en cuando un gritito, para que él crea que me gusta. Y a mí, con mi marido, no me gusta nada. Bueno, es que no siento..., no consigo alcanzar... (Muy incómoda, no encuentra la palabra adecuada. La vecina se la sugiere.) Eso es..., esa palabra..., ¡es que hay que ver qué palabra! Yo nunca la digo. ¡Orgasmo! Me sueno a nombre de un bicho asqueroso..., un cruce de mandril con orangután. Como si lo leyera en el perió­dico, a toda plana: «Orgasmo adulto escapa del Circo Americano», o «Monja atacada en el zoo por orgasmo enloquecido.» O cuando dicen: «He alcanzado un orgas­mo», me recuerda a cuando después de una carrera tremenda consigues alcanzar el autobús en el último momen­to... (Ríe.) ¿A usted también le suena raro? ¡¡¡Or-gas-mo!!! ¡Vaya palabra! Con la de nombres que hay, no podrían llamarlo, qué sé yo, por ejemplo, silla..., así uno puede decir: «He alcanzado la silla.» Primero, no se com­prende que ha estado haciendo cosas feas, y segundo, si está cansado, pues se sienta y descansa. (Ríe divertida.) ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, perdone, pero es que con esto del orgasmo me he despistado... Pues eso, que yo con mi marido no siento nada, pero es que nada de nada, oiga. Mire cómo hago el amor con mi marido... (Cam­bia de tono.) Pero no se lo cuente a nadie, ¿eh? ¡Así! (Permaneciendo sentada, se cuadra como un soldado.) Y cuando termina, digo: «¡Descansen!» No, en voz alta no, que me pega, por dentro, yo siempre hablo por den­tro. «¡Descansen!» No sé por qué no siento nada. Quizás porque me siento... bloqueada..., me parece estar como... (No encuentra la definición adecuada. La vecina se la sugiere. Cambiando de tono.) ¡Eso! ¡Por qué habrá tar­dado tanto en venirse a vivir aquí! Si supiera el tiempo que me lo llevo pensando... y encima es una palabra fá­cil: «Utilizada.» Sí, utilizada, como la aspiradora, la licuadora, la cafetera... También será porque yo no he tenido muchas experiencias sexuales, sabe..., sólo dos..., una con mi marido, que no cuenta, y otra cuando era pequeña..., yo con diez años y él con doce. ¡Un inútil que ni se lo puede figurar! Espero que baya mejorado con la edad, pobre criatura... No sabíamos nada, sólo que los niños nacían de la tripa..., y yo no sentí nada, sólo un dolor terrible aquí. (Se señala la tripa.) Sí, aquí, en el ombligo, porque creíamos que era por ahí..., y él em­pujaba, empujaba..., tuve el ombligo inflamado una se­mana. Mi madre creyó que tenía otra vez varicela, la pobre... A mi marido nunca se lo he contado, porque igual va y después de diez años me monta un número: «¡Tú a callar! Y del ombligo, ¿qué? ¡Puta, más que puta!» No, no, yo callada como una ídem. Se lo conté al cura, eso sí. Me confesé, y me dijo que no volviera a hacerlo. Después crecí, y ya no tuve más experiencias con el sexo, porque la del ombligo no me había gustado nada. Luego ya me hice mayor, me eché novio, y las amigas me explicaron... El día de la boda estaba tan emocionada, que cantaba como una posesa... No, sin voz, por dentro..., yo todo lo hago por dentro... En la iglesia cantaba por dentro: «Ya llega el amor, oho, ohoooooo..., ya llega el amor...» (Cambia de tono.) Y el que llegó fue mi marido. Qué mal lo pasé la primera vez, señora. «Pero cómo», me preguntaba yo, «¿y esto es todo?» Ay, qué mal lo pasé la primera vez... y todas las otras... ¿Que si me informaba? ¿Y dónde? Lo que hice fue em­pezar a leer revistas de mujeres y descubrí una cosa. (Dándose importancia.) Descubrí que nosotras, las muje­res, tenemos puntos erógenos..., que son los puntos, las zonas de mayor sensibilidad al tacto del hombre... (De­cepcionada.) Ah, que usted ya lo sabía... Usted sabe mu­chas cosas, ¿verdad? ¡Y la de zonas que tenemos! En esa revista salía un dibujo de una mujer desnuda, por zonas..., ya sabe, como en esos carteles que hay en las carnicerías con la vaca en pedazos, como un mapa, y cada punto erógeno estaba pintado con colores muy chi­llones, según su sensibilidad. Pues yo, con mi marido, ni un punto erógeno. No sentía nada. Pero ya estaba resignada, porque creía que era así para todas las muje­res, hasta que conocí al chico. La cosa empezó así: mi hija mayor era mayor, y yo tenía menos trabajo, y le dije a mi marido: «Oye, que me he cansado de ser sólo ama de casa, quiero hacer algo intelectual, como apren­der inglés, por ejemplo, por si vamos a Inglaterra, que allí lo hablan mucho.» El me dijo: «Muy bien», y trajo a un joven universitario de veintiséis años que hablaba inglés a la perfección. Al cabo de unos veinte días me di cuenta de que el muchacho que sabía inglés estaba loco por mí... ¿Que cómo me di cuenta? Pues... si, por ejemplo, al decir un verbo yo le rozaba una mano, él se ponía colorado, temblaba y tartamudeaba, en inglés, cla­ro. No se le entendía nada. Yo no estaba acostumbrada a esos sentimientos tan espirituales, sólo conocía la manaza de mi cuñado, o las porquerías del maníaco tele­fónico, o la comodidad de mi marido. Entonces pensé: «¡Se acabó! ¡Estás cayendo en el pecado, basta con el inglés!» Pero el muchacho lo tomó fatal, me esperaba en la calle, yo le decía: «¡Vete, sal con una chica de tu edad, y olvídame, márchate!» Luego, un día, me hizo una cosa que me dejó completamente trastornada. Ya sabe que abajo, en la plaza, hay una pared muy alta. Sí, por donde pasa el tren..., bueno, pues bajo yo una mañana para ir a la compra, y casi me caigo redonda: en la pared ponía, con letras grandísimas, rojas. «Te amo María.-» Bueno, en realidad lo ponía en inglés, para que no se entendiera: «I love you María.» María soy yo, ¿sabe? Lo había escrito él, de noche, para mí..., seguro que se tuvo que subir a una escalera, porque las letras eran enormes. Me quedé de piedra en plena calle, casi me pilla un coche. Y qué hacía yo ahora..., estaba hecha un lio..., descubrir que un hombre me amaba tanto, a mí, que tengo dos hijos, un marido, y encima un cuñado. Me en­cerré en casa y deje de salir. Y para tranquilizarme em­pecé, a beber... vermut amargo, Femet, imagínese, me lo tragaba como una medicina. Me quedaba aquí dentro, con la radio cantando, el teléfono sonando, mi cuñadodando bocinazos... (Bocinazo.) Si antes lo digo... (Va a la derecha.) ¿Qué pasa? Anda, pórtate bien, que estoy hablando con una amiga... ¡Grosero!... Si supiera la pa­labrota que me está diciendo con la bocina... Mire usted, le juro que en cuanto le quiten la escayola lo tiro esca­lera abajo y lo vuelvo a romper emérito... Pues sí, bo­rracha, pero no como para caerme al suelo, sólo contentilla, y de pronto, un día, suena el timbre de la puerta. ¿Sabe quién era? Pues la madre del muchacho. ¡Ay, ma­dre, qué vergüenza! «Señora —me dijo—, no me lo tome a mal, pero estoy desesperada, mi hijo se está muriendo de amor por usted... No come, no duerme, no bebe... Sálvelo, señora, por lo menos venga a saludarle.» ¿Qué podía hacer yo? Al fin y al cabo, también soy madre..., así que cogí y me fui a su casa. El estaba en la cama, flaco, pálido, triste... En cuanto me vio se echó a llorar, yo también me eché a llorar, y la madre lo mismo. Luego la madre salió y nos quedamos solos. El me abrazó, yo le abracé. Después no sé qué pasó, cómo fue, pero, más o menos una hora más tarde, me dije: «¡Santo cielo, me está besando!» Y a él le dije: «Imposible, no podemos hacer el amor..., claro que tengo ganas, yo también te amo, pero tengo dos hijos, un marido y un cuñado.» En­tonces él saltó de la cama, desnudo..., qué desnudo es­taba, señora..., coge un cuchillo que tenía guardado, se lo planta en la garganta y dice: «O haces el amor con­migo o me mato ahora mismo.» Comprenderá usted que no soy una asesina. Así que me desnudé muy de prisa e hicimos el amor. Ay, señora, créame, fue tan dulce, tan tierno..., tendría que haberlo visto..., unos besos, unas caricias... Y así fue como descubrí que el amor no era lo que hacía con mi marido, él encima y yo debajo..., ¡como debajo de una apisonadora!, sino como..., como un salto muy grande, a cámara lenta. Y volví al día si­guiente, y al otro, y al otro, y todos los días después de los otros. Pero qué estará usted pensando..., es que es­taba enfermo el pobrecillo..., descubrí a mi edad algo que- yo creía que sólo pasaba en el cine... Entonces, al verme tan... distraída, mi marido pensó que me emborra­chaba, y cerró con llave el armario de las botellas, el muy estúpido... Luego empezó a sospechar, me hizo seguir, y un día que estaba yo en el dormitorio del muchacho, de pie, desnuda..., él también de pie, desnudo..., nos estábamos despidiendo, sabe..., se abre la puerta y entra mi marido, con abrigo. Cómo se ofendió, señora, empezó a gritar como un poseso, quería matarnos a los dos, pero mi marido —usted no lo conoce— sólo tiene dos ma­nos. Nos apretaba el cuello a los dos, pero no nos mo­ríamos. En eso entró la hermana —la del chico—, que también estaba desnuda porque se estaba duchando, y se asustó al oír los gritos, luego entró la madre, que por suerte iba vestida..., en fin, que aprovechando el follón yo salí corriendo, me encerré en el baño, y me corté las venas. Por suerte mi marido, que quería matarme él per­sonalmente, tiró abajo la puerta, y al ver tanta sangre se le pasaron las ganas de matarme... y le entraron ganas de salvarme, mire usted por dónde, si es que es más suyo, mi marido... Bueno, pues me llevaron al hospital, y luego me perdonó, pero me encerró en casa. Ya llevo un mes así. Claro, usted lo ha dicho, esto es secuestro de persona... Pero qué manía tiene usted con la policía, oiga, ¿no tendrá algún pariente en el Cuerpo? No pue­do llamar a la policía, ya se lo he dicho. Llegarían, se sabría lo del chico, mi marido y yo nos separaríamos, me quitarían a los niños..., a lo mejor me dejaban a mi cu­ñado.... que no, señora, si yo estoy divinamente así... No. señora... No, señora...












































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