Gilles Lipovetsky
El imperio de lo efímero
La moda y su destino en la sociedades modernas
PRESENTACION
ENTRE la intelectualidad el tema de la moda no se lleva. Es un fenómeno destacable que mientras la moda no cesa de acelerar su normativa escurridiza, de invadir nuevas esferas, de atraer a su órbita a todas las capas sociales, a todos los grupos de edad, deja indiferentes a aquellos cuya vocación es explicar los resortes y funcionamiento de las sociedades modernas. La moda es celebrada en el museo y relegada al trastero de las preocupaciones intelectuales reales: está en todas partes, en la calle, en la industria y en los media, pero no ocupa ningún lugar en la interrogación teórica de las mentes pensantes. Esfera ontológica y socialmente inferior, no merece la investigación científica; cuestión superficial, desanima la aproximación conceptual. La moda provoca el reflejo crítico antes que el estudio objetivo, se la evoca para fustigarla, marcar distancias, deplorar la estupidez de los hombres y lo viciado de sus asuntos: la moda son siempre los demás. Estamos sobreinformados por crónicas periodísticas y subdesarrollados en materia de inteligencia histórica y social del fenómeno. A la plétora de revistas responde el silencio de la intelligentsia; la comunidad erudita se caracteriza menos por «el olvido del Ser» que por el olvido de la moda como locura del artificio y nueva arquitectura de las democracias. Las obras dedicadas al tema son numerosas. Disponemos de magistrales historias del vestido, no faltan ni precisas monografías sobre los oficios y los creadores de moda, ni datos estadísticos sobre las producciones y los consumos, ni estudios históricos y sociológicos sobre las variaciones de los gustos y los estilos. Riqueza bibliográfica e iconográfica que sin embargo no debe ocultar lo más importante: la crisis profunda, general y en gran parte inconsciente en que en realidad se encuentra inmersa la comprensión global del fenómeno. Situación casi única en el universo de la reflexión especulativa, he aquí una cuestión que no origina ninguna batalla problemática verdadera, ninguna disensión teórica mayor, una cuestión que, de hecho, realiza la hazaña de unificar casi todas las opiniones. Desde hace un siglo es como si grosso modo el enigma de la moda estuviera regulado; nada de guerras de interpretación fundamental, la corporación pensante, en un hermoso impulso unificado, ha adoptado sobre el tema un credo común: la versatilidad de la moda encuentra su lugar y su verdad última en la existencia de las rivalidades de clase, en las luchas de competencia por el prestigio que enfrentan a las diferentes capas y fracciones del cuerpo social. Este consenso de fondo permite, por supuesto según los teóricos, matices interpretativos, ligeras desviaciones, pero, apenas con algunas variantes, la lógica inconstante de la moda así como sus diversas manifestaciones son invariablemente explicadas a partir de fenómenos de estratificación social y de estrategias mundanas de distinción honorífica. En ningún otro terreno el conocimiento erudito se ha instalado hasta tal punto en la tranquila machaconería, en la razón perezosa, explotando la misma receta marco. La moda se ha convertido en un problema vacío de pasiones y de compromisos teóricos, en un pseudoproblema cuyas respuestas y razones son conocidas de antemano; el caprichoso reino de la fantasía no ha conseguido provocar más que la pobreza y la monotonía del concepto. Hay que volver a dinamizar, promover de nuevo la interrogación sobre la moda, objeto fútil, fugitivo, «contradictorio» por excelencia pero que, por ese mismo motivo, debería estimular tanto más la razón teórica. La opacidad del fenómeno, su rareza, su originalidad histórica, son considerables: ¿cómo una institución esencialmente estructurada por lo efímero y la fantasía estética ha podido conseguir un lugar en la historia humana? ¿Por qué en Occidente y no en otra parte? ¿Cómo la edad del dominio técnico, del reconocimiento del mundo, puede, al mismo tiempo, ser la del desatino de la moda? ¿Cómo interpretar y explicar la movilidad frívola erigida en sistema permanente? Situada en la inmensa duración de la vida de las sociedades, la moda no puede ser identificada con la simple manifestación de las pasiones vanidosas o distintivas, sino que se convierte en una institución excepcional, altamente problemática, una realidad sociohistórica característica de Occidente y de la propia modernidad. Desde ese punto de vista, la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social. El esquema de la distinción social, que se impone como la clave soberana de la inteligibilidad de la moda, tanto en la esfera del vestido como en la de los objetos y la cultura moderna, es fundamentalmente incapaz de explicar lo más significativo: la lógica de la inconstancia, las grandes mutaciones organizativas y estéticas de la moda. Esta es la idea que está en la base de la reinterpretación global que proponemos. Retomando a coro la cantinela de la distinción social, la razón teórica ha considerado principal motor de la moda lo que en realidad ha sido su aprehensión inmediata y común; ha seguido siendo prisionera de la razón vivida de los actores sociales, ha colocado como origen lo que no es más que una de las funciones sociales de la moda. Esta asimilación del origen a la función se halla en la base de la extraordinaria simplificación que caracteriza las explicaciones genealógicas de la «invención» y las transformaciones de la moda en Occidente. Especie de inconsciente epistemológico del discurso sobre la moda, la problemática de la distinción se ha convertido en un obstáculo para la comprensión histórica del fenómeno, obstáculo que va acompañado de un ostensible juego de volutas conceptuales destinado a ocultar la indigencia de la propuesta erudita. Se impone un lifting teórico; ha llegado el momento de rescatar los análisis de la moda de la artillería pesada de las clases sociales, de la dialéctica de la distinción y de las pretensiones clasistas. A contrapié del imperialismo de los esquemas de la lucha simbólica de clases, hemos mostrado que, en la historia de la moda, los valores y las significaciones culturales modernas, dignificando en particular lo Nuevo y la expresión de la individualidad humana, han desempeñado un papel preponderante, son los que hicieron posible el nacimiento y el establecimiento del sistema de la moda en la tardía Edad Media, los que han contribuido a dibujar, de manera insospechada, las grandes etapas de su camino histórico. Lo que se va a exponer es una historia de la moda, historia conceptual y problemática, guiada no por la voluntad de relatar los inagotables contenidos, sino por la de plantear una interpretación general del fenómeno y sus metamorfosis en un amplio plazo de tiempo. No la historia cronológica de los estilos y las mundanidades elegantes sino los grandes momentos, las grandes estructuras, los puntos de inflexión organizativos, estéticos, sociológicos, que han determinado el recorrido plurisecular de la moda. Se ha optado deliberadamente por la inteligibilidad del conjunto en detrimento de los análisis de detalle: lo que más nos falta no son conocimientos concretos sino el sentido global, la economía profunda de la dinámica de la moda. Este libro se ha escrito con una doble intención. Por una parte comprender el surgimiento de la moda al final de la Edad Media así como las líneas maestras de su evolución en el tiempo. Para ello, con el fin de evitar las generalizaciones psicosociológicas sobre la moda, pobres en comprensión histórica, y con la intención de no caer en la trampa de los grandes paralelismos, múltiples pero demasiado a menudo artificiales, hemos preferido ceñirnos a un objeto relativamente homogéneo, el más significativo del fenómeno: el ornato indumentario, el terreno arquetípico de la moda. Por otra parte, comprender el auge de la moda en las sociedades contemporáneas, el lugar central, inédito, que ocupa en las democracias comprometidas con la vía del consumo y la comunicación de masas. El hecho capital de nuestras sociedades, que ha contribuido no poco al proyecto de emprender este libro, es precisamente la extraordinaria generalización de la moda, la extensión de la forma moda a esferas anteriormente externas a su proceso, el advenimiento de una sociedad reestructurada en todos sus aspectos por la seducción y lo efímero, por la lógica misma de la moda. De ahí la desigual composición de esta obra, medida con el rasero del tiempo histórico. La primera parte tiene como objeto la moda en sentido estricto, la fashion, y cubre más de seis siglos de historia. La segunda analiza la moda en sus múltiples elementos, de los objetos industriales a la cultura mediática, de la publicidad a las ideologías, de la información a lo social, y comprende una duración histórica mucho más corta, la de las sociedades democráticas orientadas hacia la producción-consumo-comunicación de masas. Diferencia de tratamiento e investigación del tiempo histórico que se justifica por el lugar nuevo, altamente estratégico, que, a partir de ahí, ocupa el proceso de la moda en el funcionamiento de las sociedades liberales. La moda ya no es un placer estético, un accesorio decorativo de la vida colectiva, es su piedra angular. Estructuralmente, la moda ha acabado su carrera histórica, ha llegado a la cima de su poder, ha conseguido remodelar la sociedad entera a su imagen: era periférica y ahora es hegemónica; he aquí las páginas que han querido ilustrar esa ascensión histórica de la moda, comprender el establecimiento, las etapas, el apogeo de su imperio. La moda se halla al mando de nuestras sociedades; en menos de medio siglo la seducción y lo efímero han llegado a convertirse en los principios organizativos de la vida colectiva moderna; vivimos en sociedades dominadas por la frivolidad, último eslabón de la aventura plurisecular capitalista-democrática-individualista. ¿Hay que sentirse preocupado? ¿Anuncia este hecho un lento pero inexorable declive de Occidente? ¿Hay que reconocer en ello el signo de la decadencia del ideal democrático? Nada más banal, más comúnmente extendido que estigmatizar, por otra parte no sin alguna razón, el nuevo régimen de democracias carentes de grandes proyectos colectivos movilizadores, aturdidas por los goces privados del consumo, infantilizadas por la cultura-minuto, la publicidad, la política-espectáculo. El reino último de la seducción, se dice, aniquila la cultura, conduce al embrutecimiento generalizado, al hundimiento del ciudadano libre y responsable; el lamento sobre la moda es el hecho intelectual más compartido. Nosotros no hemos cedido ante esas sirenas. La interpretación del mundo moderno que aquí proponemos es una interpretación adversa, paradójica, revelando, más allá de las «perversiones» de la moda, su poder globalmente positivo, tanto frente a las instituciones democráticas como frente a la autonomía de las conciencias. La moda no ha acabado de sorprendemos: cualesquiera que sean sus aspectos nefastos en cuanto a la vitalidad del espíritu y de las democracias, se presenta ante todo como el agente por excelencia de la espiral individualista y de la consolidación de las sociedades liberales. Sin duda el nuevo reparto frívolo de naipes tiene con qué alimentar un cierto número de inquietudes: la sociedad que perfila está bastante lejos del ideal democrático y no permite abordar en las mejores condiciones la salida del marasmo económico en el que nos hallamos inmersos. Por un lado los ciudadanos se sienten poco interesados por la cosa pública, en todas partes predomina la desmotivación y la indiferencia hacia la política; el comportamiento del elector está en trance de alinearse con el del consumidor. Por otro lado los individuos, absorbidos por sí mismos, están poco dispuestos a considerar el interés general, a renunciar a los privilegios adquiridos; la construcción del futuro tiende a sacrificarse a las satisfacciones categoriales e individuales del presente. Comportamientos altamente problemáticos tanto en lo concerniente al vigor del espíritu democrático como respecto a la capacidad de nuestras sociedades para recobrarse, para reconvertirse a tiempo, para ganar la nueva guerra de los mercados. Todas estas imperfecciones son ampliamente conocidas —han sido analizadas extensamente—, lo es mucho menos el potencial futuro de las democracias. Para decirlo brevemente, las democracias frívolas no carecen de armas para afrontar el futuro; en el presente disponen de recursos inestimables, aunque éstos sean poco espectaculares o no mesurables, a saber, un «material» humano más flexible de lo que se piensa, que ha integrado la legitimidad del cambio, que ha renunciado a las visiones maniqueo-revolucionarias del mundo. Bajo el reinado de la moda las democracias disfrutan de un consenso universal respecto a sus instituciones políticas, los maximalismos ideológicos declinan en beneficio del pragmatismo, el espíritu de empresa y de eficacia ha sustituido al hechizo profètico. ¿Hay que menospreciar esos factores de cohesión social, de solidez institucional, de «realismo» modernista? Cualesquiera que sean los desacuerdos sociales y las crispaciones corporativistas que frenan el proceso de modernización, éste está en marcha y se acelera; la Moda no anula las reivindicaciones y la defensa de los intereses particulares sino que los hace más negociables. Persisten las luchas de intereses y los egoísmos, pero no son redhibitorios, nunca llegan a amenazar la continuidad y el orden republicanos. Nosotros no compartimos las opiniones desmoralizadas de algunos observadores sobre el futuro de las naciones europeas; estas páginas se han escrito con la idea de que nuestra historia no estaba decidida, que el sistema consumado de la moda representaba a largo plazo una oportunidad para las democracias, liberadas hoy de las fiebres extremistas, para bien o para mal adictas al cambio, a la reconversión permanente, a tener en cuenta las realidades económicas nacionales e internacionales. Principales paradojas de nuestra sociedad: cuanto más se despliega la seducción, más tienden las conciencias a lo real; cuanto más arrebata lo lúdico, más se rehabilita el ethos económico, cuanto más gana lo efímero, más estables son las democracias, menos desgarradas, más reconciliadas con sus principios pluralistas. Aunque no cuantificables, se trata de triunfos inmensos en la construcción del porvenir. Cierto que, con referencia a la historia inmediata, los datos son poco estimulantes; cierto, todo no va a hacerse en un día, sin esfuerzo colectivo, sin tensiones sociales, sin voluntad política, pero en una era reciclada por la forma moda la historia está más abierta que nunca, la modernidad ha conquistado una legitimidad social tal, que la dinámica del enderezamiento de nuestras naciones es más probable que su lenta desaparición. Guardémonos de leer el porvenir con la única luz de las tablas cuantificadas del presente: una era que funciona con la información, con la seducción de lo nuevo, con la tolerancia, la movilidad de opiniones, prepara —si sabemos aprovechar su buena tendencia— los trofeos del futuro. El momento es difícil pero no carente de salida; las promesas de la sociedad-moda no darán sus frutos inmediatamente, hay que darle al tiempo la oportunidad de construir su obra. De forma inmediata no se ve apenas más que paro en alza, precariedad del trabajo, bajo crecimiento, economía átona; fijando la mirada en el horizonte los motivos de esperanza no están totalmente ausentes. La terminal de la moda no es la vía de la nada; analizada con cierta distancia conduce a una doble opinión sobre nuestro destino: pesimismo del presente, optimismo del futuro. La denuncia de la moda en su estadio pleno ha encontrado sus más virulentos acentos en el terreno de la vida del espíritu. A través del análisis de la cultura mediática, entendida como máquina destructora de la razón y empresa totalitaria de erradicación de la autonomía de pensamiento, la intelligentsia forma un solo bloque que estigmatiza a coro la dictadura degradante de lo consumible, la infamia de las industrias culturales. Ya en los años cuarenta Adorno y Horkheimer se rebelaban contra la fusión «monstruosa» de la cultura, la publicidad y la diversión industrializada, que entrañaba la manipulación y estandarización de las conciencias. Más tarde Habermas analizará el listo-para-consumir mediático como instrumentó de reducción de la capacidad de utilizar la razón de forma crítica; Guy Debord denunciará la «falsa conciencia», la alienación generalizada, inducidas por la pseudocultura espectacular. Hoy mismo, cuando el pensamiento marxista y revolucionario ya no se lleva, la ofensiva contra la moda y la cretinización mediática se extienden de lo lindo: otro tiempo, otra boga para decir lo mismo, en lugar del comodín Marx se saca la carta Heidegger, ya no se esgrime la panoplia dialéctica de la mercancía, la ideología, la alienación; se medita sobre la dominación de la técnica, la «autonegación de la vida», la disolución de la «vida con el espíritu». Abrid pues los ojos al inmenso infortunio de la modernidad, estamos condenados a la degradación de la existencia mediática; en las democracias se ha instalado un totalitarismo de tipo sofi que ha conseguido sembrar el odio a la cultura, generalizar la regresión y la confusión mental. Decididamente nos hallamos en la «barbarie», último estribillo de nuestros filósofos antimodernos. Se despotrica contra la moda pero al hacerlo no se deja de adoptar una técnica hiperbólica análoga, el must de la sobrepuja conceptual. No importa, el hacha de guerra apocalíptica no ha sido enterrada, la moda será siempre la moda, su denuncia sin duda es consustancial a su propio ser, es inseparable de las cruzadas de la elevada alma intelectual. La unanimidad crítica que provoca el imperio de la moda lo es todo salvo accidental; tiene sus raíces en lo más profundo del proceso de pensamiento que inaugura la propia reflexión filosófica. Desde Platón se sabe que los juegos de luces y sombras en la caverna de la existencia obstaculizan el paso de lo verdadero; la seducción y lo efímero encadenan el espíritu, son los signos de la cautividad de los hombres. La razón, el progreso en la verdad, no pueden acontecer más que en y por una persecución implacable de las apariencias, del devenir, del encanto de las imágenes. No hay salvación intelectual en el universo de lo proteiforme y de la superficie, es este paradigma el que, aún hoy, ordena los ataques contra el reino de la moda: el ocio fácil, la fugacidad de las imágenes, la seducción distraída de los mass media, sólo pueden someter la razón, enviscar y desestructurar el espíritu. El consumo es superficial, vuelve infantiles a las masas; el rock es violento, no verbal, acaba con la razón; las industrias culturales están estereotipadas, la televisión embrutece a los individuos y fabrica moluscos descerebrados. El feeling y el zapping vacían las cabezas, el mal, en todas sus formas, es lo superficial, sin que ni por un segundo se llegue a sospechar que los efectos individuales y sociales contrarios a las apariencias puedan ser la verdad histórica de la era de la seducción generalizada. Aunque se sitúen tras la estela de Marx o de Heidegger, nuestros sabios siguen siendo moralistas prisioneros de la espuma de los fenómenos, incapaces de aproximarse, de la manera que sea, al trabajo efectivo de la moda, a la trampa del desatino de la moda hay que entender. Esta es la mayor y más interesante lección histórica de la Moda: en las antípodas del platonismo, se debe comprender que, actualmente, la seducción es lo que reduce el desatino, lo artificial favorece el acceso a lo real, lo superficial permite un mayor uso de la razón, lo espectacular lúdico es trampolín hacia el juicio subjetivo. El momento terminal de la moda no concluye la alineación de las masas, es un vector ambiguo pero efectivo de la autonomía de los seres y, a través mismo de la heteronomía de la cultura de masas, colmado de las paradojas de lo que a veces se llama posmodernidad. En efecto, la independencia subjetiva crece de forma paralela al imperio del desposeimiento burocrático, cuanta más seducción frívola, más avanzan las Luces, aunque sea de manera ambivalente. El proceso no salta a la vista de forma inmediata —hasta ese punto se imponen los efectos negativos de la moda—, sólo se accede a la verdad del mismo comparándolo con épocas anteriores de la tradición omnipotente, del racismo triunfante, del catecismo religioso e ideológico. Hay que dar una nueva interpretación a la era fútil del consumo y la comunicación, caricaturizada hasta el delirio por aquellos que la desprecian, tanto de derechas como de izquierdas. La Moda no se identifica en absoluto con un neototalitarismo blando, por el contrario permite que se extienda la controversia pública, la mayor autonomización de los pensamientos y de las existencias subjetivas; es el agente supremo de la dinámica individualista en sus diversas manifestaciones. En un trabajo anterior,1 habíamos intentado identificar las transformaciones contemporáneas del individualismo; aquí se ha buscado comprender por qué vías, por medio de qué dispositivos sociales, el proceso de individualización ha entrado en el segundo ciclo de su trayectoria histórica. Permítansenos unas palabras para precisar la idea de historia implicada en el análisis de la Moda como fase última de las democracias. Es evidente que, en cierto sentido, hemos reunido aquí las problemáticas filosóficas de las «astucias de la razón»: en efecto la razón colectiva avanza por medio de su contrario, la diversión, la autonomía individual se desarrolla por el cauce de la heteronomía de la seducción, la «sabiduría» de las naciones modernas se dispone en la locura de los entusiasmos superficiales. No del mismo modo que en el tradicional juego desordenado, de pasiones egoístas, que constituye la construcción de la Ciudad racional, sino por medio de un modelo formalmente equivalente: el papel de la seducción y de lo efímero en el progreso de las subjetividades autónomas; el rol de lo frívolo en el desarrollo de las conciencias críticas, realistas, tolerantes. La marcha sin rumbo del ejercicio de la razón se realiza, como en las teodiceas de la historia, por la acción de su otro aparente. Pero ahí se acaba nuestra connivencia con las teorías de la trampa de la razón. Aquí no se tiende a la estricta dinámica de las democracias contemporáneas, no se extrae ninguna concepción global de la historia universal, no se implica ninguna metafísica de la seducción. Dos observaciones a fin de evitar malentendidos. En primer lugar, la forma moda que analizaremos no es antitética de lo «racional», la seducción tiene ya en sí misma una lógica racional que integra el cálculo, la técnica, la información, propias del mundo moderno; la moda plena celebra la boda de la seducción y la razón productiva, instrumental, operativa. No se trata en absoluto de una visión dialéctica de la modernidad que afirma la realización progresiva de lo universal racional mediante el juego contrario de los afines particulares, sino el poder de autonomía de una sociedad armonizada por la moda, allá donde la racionalidad funciona con lo efímero y lo frívolo, donde la objetividad se instituye en espectáculo, donde la dominación técnica se reconcilia con lo lúdico, y la dominación política con la seducción. En segundo lugar, no nos adherimos sin reservas a las idea del progreso de las conciencias; en realidad las Luces avanzan, aunque mezcladas indisociablemente con su contrario; el optimismo histórico implícito en el análisis de la Moda debe ser confinado en límites estrechos. En conjunto, las personas están más informadas aunque más desestructuradas, son más adultas pero más inestables, menos «ideologizadas» pero más tributarias de las modas, más abiertas pero más influibles, menos extremistas pero más dispersas, más realistas pero más confusas, más críticas pero más superficiales, más escépticas pero menos meditativas. La independencia, más presente en los pensamientos, va unida a una mayor frivolidad, la tolerancia se acompaña con más indiferencia y relajamiento en el tema de la reflexión, la Moda no encuentra el modelo adecuado ni en las teorías de la alienación ni en las de alguna óptima «mano invisible», no crea ni el reino de la desposesión subjetiva final ni el de la razón clara y firme. Aunque próximo a las teorías de las astucias de la razón, ese modelo de evolución de las sociedades contemporáneas no hace menos significativa la iniciativa deliberada de los hombres. En tanto que el orden final de la moda engendra un momento histórico de la conciencia ambivalente en lo esencial, la acción lúcida, voluntaria, responsable, de los hombres, es más posible que nunca y necesaria para progresar hacia un mundo más libre, mejor informado. La Moda produce de forma inseparable lo mejor y lo peor, la información veinticuatro horas sobre veinticuatro y el grado cero del pensamiento, viene a combatirnos a nosotros, allá donde estemos, los mitos y los apriorismos, a limitar los perjuicios de la desinformación, a sentar las bases de un debate más abierto, más libre, más objetivo. Decir que el universo de la seducción contribuye a la dinámica de la razón no condena necesariamente al pasotismo, al «todo va a parar a lo mismo», a la beata apología del show-biz generalizado. La Moda se acompaña de efectos ambiguos, lo que vamos a hacer es intentar reducir su vertiente «oscurantista» y acrecentar la «clara», no pretendiendo borrar de un trazo el oropel de la seducción sino utilizando sus potencialidades liberadoras para la mayoría. La finalidad frívola no apela ni a la defensa incondicional ni a la excomunión de su orden; si bien el terreno de la Moda es favorable al uso crítico de la razón, de igual manera puede provocar el exilio y la confusión del pensamiento: hay mucho que corregir, que legislar, que criticar, que explicar sin fin; la trampa de la sinrazón de la moda no excluye la inteligencia, la libre iniciativa de los hombres, la responsabilidad de la sociedad respecto a su propio porvenir. En la nueva era democrática el progreso colectivo en la libertad de espíritu no será posible fuera del juego de la seducción. Tendrá como base la forma moda pero estará secundado por otras instancias, reforzado por otros criterios, por el trabajo específico de la escuela, por la ética, la transparencia y la exigencia propia de la información, por las obras teóricas y científicas, por el sistema corrector de leyes y reglamentaciones. En el avance lento, contradictorio y desigual de las subjetividades libres, la Moda, como resulta evidente, no es la única en la pista y el futuro sigue siendo muy inconcreto en cuanto a las características de lo que será la autonomía de las personas: la lucidez siempre está por conquistar; la ilusión y la ceguera, igual que el ave Fénix, renacen siempre de sus cenizas. La seducción sólo realizará plenamente su obra democrática armonizándose con otros parámetros, no asfixiando las reglas soberanas de lo verdadero, de los hechos, de la argumentación racional. Contrariamente a los estereotipos que se le suponen, la era de la moda es lo que más ha contribuido a arrancar a los hombres en su conjunto del oscurantismo y el fanatismo, a construir un espacio público abierto, a modelar una humanidad más legalista, más madura, más escéptica. La moda plena vive de paradojas: su inconsciencia favorece la conciencia, sus locuras el espíritu de tolerancia, su mimetismo el individualismo, su frivolidad el respeto por los derechos del hombre. En la película revolucionada de la historia moderna, empieza a ser verdad que la Moda es el peor de los escenarios, con excepción de todos los demás. PRIMERA PARTE. MAGIA DE LAS APARIENCIAS LA moda no se produce en todas las épocas ni en todas las civilizaciones, ésta es la idea base de los análisis que siguen. En contra de una pretendida universalidad transhistórica de la moda, ésta se plantea aquí con un inicio histórico localizable. En contra de la idea de que la moda es un fenómeno consustancial a la vida humano-social, se la afirma como un proceso excepcional, inseparable del nacimiento y desarrollo del mundo moderno occidental. Durante decenas de milenios la vida colectiva se desarrolló sin culto a las fantasías y las novedades, sin la inestabilidad y la temporalidad efímera de la moda, lo que no quiere decir sin cambio ni curiosidad o gusto por las realidades de lo externo. Hasta finales de la Edad Media no es posible reconocer el orden mismo de la moda, la moda como sistema, con sus incesantes metamorfosis, sus sacudidas, sus extravagancias. La renovación de las formas se convierte en un valor mundano, la fantasía despliega sus artificios y sus exageraciones en la alta sociedad, la inconstancia en materia de formas y ornamentaciones ya no es la excepción sino regla permanente: ha nacido la moda. Reflexionar sobre la moda requiere que se renuncie a asimilarla a un principio necesaria y universalmente inscrito en el curso del desarrollo de todas las civilizaciones,2 pero también a hacer de ella una constante histórica basada en raíces antropológicas universales.3 El misterio de la moda está ahí, en la unicidad del fenómeno, en la emergencia e instauración de su reino en el Occidente moderno y en ninguna otra parte. Ni fuerza elemental de la vida colectiva ni principio permanente de transformación de las sociedades enraizado en las características generales de la especie humana; la moda es una formación esencialmente sociohistórica, circunscrita a un tipo de sociedad. No es invocando una llamada universalidad de la moda como se revelarán los efectos fascinantes y el poder de la misma en la vida social, sino precisamente delimitando de forma estricta su extensión histórica. La historia del vestido es, sin duda, la referencia privilegiada de esa problemática. Es, sobre todo, a la luz de las metamorfosis de los estilos y los ritmos precipitados de la transformación de la indumentaria como se impone nuestra concepción histórica de la moda. En la esfera de la apariencia es donde la moda se ha manifestado con mayor brillo y radicalidad, la que durante siglos ha representado la más pura manifestación de la organización de lo efímero. Vínculo privilegiado el de la moda y el vestir que no tiene nada de fortuito sino que, como se tendrá ocasión de demostrar más adelante, se basa en profundas razones. Aun así, la moda no se ha mantenido, ni mucho menos, limitada al terreno del vestir. Paralelamente, con distinto grado y rapidez, otros sectores —el mobiliario y los objetos decorativos, el lenguaje y las formas, los gustos y las ideas, los artistas y las obras culturales— han sido ganados por el proceso de la moda, con sus caprichos y sus rápidas oscilaciones. En ese sentido resulta cierto que desde que se ha instaurado en Occidente, la moda no tiene contenido propio. Forma específica del cambio social, no se halla unida a un objeto determinado sino que es ante todo un dispositivo social caracterizado por una temporalidad particularmente breve, por virajes más o menos antojadizos, pudiendo afectar a muy diversos ámbitos de la vida colectiva. Pero, hasta los siglos XIX y XX, no cabe duda de que la indumentaria fue lo que encarnó más ostensiblemente el proceso de la moda, el escenario de las innovaciones formales más aceleradas, las más caprichosas, las más espectaculares. Durante todo ese inmenso período, la apariencia ocupó un lugar preponderante en la historia de la moda, y si bien no traduce de forma ostensible todo lo extraño del mundo de las futilidades y la superficialidad, al menos constituye su mejor vía de acceso, puesto que es la que mejor se conoce, la más descrita, la más representada, la más comentada. No hay teoría e historia de la moda que no tome la indumentaria como punto de partida y objeto central de la investigación. Al exhibir los rasgos más significativos del problema, el vestido es por excelencia la esfera apropiada para deshacer la madeja del sistema de la moda, la única que nos muestra con una cierta unidad toda la heterogeneidad de su orden. La inteligibilidad de la moda pasa, en primer lugar, por la magia de las apariencias: ése es el polo arquetípico de la moda en la era aristocrática. Aun tratándose de un fenómeno social de gran poder de agitación, desde un amplio punto de vista histórico la moda no escapa a la estabilidad y la regularidad de su funcionamiento básico. Por un lado, el flujo y reflujo que alimentaron las crónicas de la elegancia, por el otro una asombrosa continuidad plurisecular, que apela a una historia de la moda al más largo plazo, al análisis de las amplias oleadas y de las fracturas que perturbaron su ordenamiento. Pensar la moda exige salir de la historia positivista y de la periodización clásica en siglos y decenios tan estimada por los historiadores del vestido. No es que esa historia no posea legitimidad, de hecho constituye el punto de partida obligado, la inevitable fuente de información de cualquier reflexión sobre la moda, pero refuerza excesivamente la idea de que la moda no es más que una cadena ininterrumpida y homogénea de variaciones, marcada a intervalos más o menos regulares por innovaciones de mayor o menor alcance: buen conocimiento de los hechos, poca comprensión de la originalidad del fenómeno y de su inscripción real en la gran duración histórica y el conjunto colectivo. Más allá de la transcripción puntillista de las novedades de la moda hay que intentar reconstruir los grandes caminos de su historia, comprender su funcionamiento, liberar las lógicas que la organizan y los vínculos que la unen al todo colectivo. La historia de las estructuras y de la lógica de la moda, punteada de giros, de discontinuidades mayores que instituyen fases de larga y muy larga duración, ésa es la problemática que regula los capítulos que siguen. Con la importante precisión de que las rupturas de régimen no implican de forma automática transformación total y novedad incomparable. En efecto, más allá de las grandes discontinuidades, de las normas, de las actitudes, los procesos se repiten y se prolongan. Desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días, a despecho de inflexiones decisivas del sistema, los comportamientos individuales y sociales, los valores y los invariantes constitutivos de la moda no han cesado de reproducirse. Los giros cruciales que aquí se señalan con insistencia no deben hacer perder de vista las largas corrientes de continuidad que se han perpetuado y han asegurado la identidad de la moda. En este recorrido multisecular hay un primer momento que dura cinco siglos: de mediados del siglo XIV a mediados del XIX. Se trata de la fase inaugural de la moda, aquella en la que el ritmo precipitado de las frivolidades y el reino de las fantasías se manifiestan de manera sistemática y duradera. La moda revela ya sus rasgos sociales y estéticos más característicos, pero para grupos muy restringidos que monopolizan el poder de iniciativa y creación. Es el momento del estadio artesanal y aristocrático de la moda. I. LA MODA Y OCCIDENTE: EL MOMENTO ARISTOCRÁTICO LA INESTABILIDAD DE LA APARIENCIA DURANTE la mayor parte de la historia de la humanidad, las diferentes sociedades han funcionado desconociendo el agitado juego de la frivolidad. Durante su existencia multimilenaria las formaciones sociales calificadas de salvajes han ignorado y combatido de forma implacable la fiebre del cambio y el exceso de fantasías individuales. La legitimidad indiscutida de los legados ancestrales y la valorización de la continuidad social han impuesto en todas partes la regla de la inmovilidad, la repetición de los modelos heredados del pasado, el conservadurismo a ultranza de las maneras de ser y de aparecer. En tales configuraciones colectivas el proceso y la noción de moda no tienen ningún sentido. No es que los salvajes no manifestaran a veces un marcado gusto por las ornamentaciones y persiguieran ciertos efectos estéticos al margen de las vestimentas rituales, pero no era en absoluto nada que pudiera compararse al sistema de la moda. Aunque numerosos, los tipos de decoración, los accesorios y peinados, pinturas y tatuajes, siguen siendo fijados por la tradición, sometidos a normas inalterables, de generación en generación. Una sociedad hiperconservadora como lo es la primitiva, prohíbe la aparición de la moda porque ésta es inseparable de una relativa descalificación del pasado: no hay moda sin prestigio y superioridad atribuidos a los nuevos modelos y, por tanto, sin cierto menosprecio por el orden antiguo. Centrada por completo en el respeto y la reproducción minuciosa del pasado colectivo, la sociedad primitiva en ningún caso puede dejar que se consagren de forma manifiesta las novedades, la fantasía de los particulares, la autonomía estética de la moda. Sin Estado ni clases y con la estricta dependencia del pasado mítico, la sociedad primitiva está organizada para contener y negar la dinámica del cambio y de la historia. ¿Cómo podría librarse a los caprichos de las novedades cuando al hombre no se le reconoce como autor de su propio universo social, cuando las reglas de vida y las costumbres, las prescripciones y prohibiciones sociales, se imponen como logros de una época fundadora que se trata de perpetuar en una inmutable inmovilidad, cuando la antigüedad y la continuidad del pasado son las bases de la legitimidad? A los hombres no les queda más que proseguir con la fidelidad más estricta lo que en los tiempos originarios ha sido relatado por las narraciones míticas. En la medida en que las sociedades han sido sometidas, tanto en sus actividades más elementales como en las más cargadas de sentido, a los hechos y gestos de los antepasados fundadores, y en tanto que la unidad individual no ha podido afirmar una relativa independencia frente a las normas colectivas, la lógica de la moda se ha encontrado absolutamente excluida. La sociedad primitiva ha puesto una barrera redhibitoria a la constitución de la moda, en virtud de que ésta consagra explícitamente la iniciativa estética, la fantasía, la originalidad humana y, por añadidura, implica un orden de valores que exalta el presente nuevo en oposición frontal con el modelo de legitimidad inmemorial basado en la sumisión al pasado colectivo. Para que el reino de las frivolidades pueda hacerse presente será preciso que sean reconocidos no solamente el poder de los hombres para modificar la organización de su mundo, sino también, más adelante, la autonomía parcial de los agentes sociales en materia de estética de las apariencias. La aparición del Estado y de la división en clases no modificó el fondo del problema. A lo largo de los siglos se perpetuarán, idénticas a sí mismas, las mismas formas de hacer, de sentir, de vestirse. En el antiguo Egipto, el mismo tipo de vestido-túnica común a los dos sexos se mantuvo durante casi quince siglos con una permanencia casi absoluta; en Grecia, el peplos, vestimenta femenina, se impuso desde los orígenes hasta mediados del siglo VI antes de nuestra era; en Roma, la indumentaria masculina, la toga y la túnica persistió, con variación de algunos detalles, desde los tiempos más lejanos hasta el final del Imperio. La misma estabilidad en China, en la India, en las civilizaciones orientales tradicionales en las que la ropa no ha admitido más que excepcionales modificaciones: el kimono japonés ha permanecido inalterable durante siglos; en China entre los siglos XVII y XIX el atavío femenino no experimentó ninguna verdadera transformación. Con toda seguridad el Estado y las conquistas, la dinámica del cambio histórico, las corrientes de importación y de difusión alteraron progresivamente los usos y las costumbres, pero sin adquirir sin embargo un carácter de moda. Salvo fenómenos periféricos, el cambio se cristaliza en nueva norma colectiva permanente: el principio de inmovilidad siempre gana, a despecho de la apertura de la historia. Si el cambio es con frecuencia resultado de las influencias externas, del contacto con los pueblos extranjeros de los que se copia tal o cual prenda, es también unas veces impulsado por el soberano, a quien se imita —los griegos se cortaron la barba siguiendo el ejemplo y las órdenes de Alejandro—, y otras veces decretado por los conquistadores que imponen su indumentaria a los vencidos, al menos a las clases ricas: así el atavío de los mongoles llegó a ser obligatorio en la India por ellos conquistada.4 Pero las variaciones en ningún caso proceden de una lógica estética autónoma, no traducen el imperativo de la renovación regular propia de la moda sino influencias ocasionales o relaciones de dominación. No se trata de la cadena ininterrumpida de pequeñas variaciones constitutivas de la moda, sino de la adopción o de la imposición excepcionales de modelos extranjeros que se erigen después en normas estables. Incluso aunque algunas civilizaciones hayan sido mucho menos conservadoras que otras, más abiertas a las novedades del exterior, más deseosas de muestras de lujo, nunca se han acercado a lo que se llama la moda en sentido estricto, o, dicho de otro modo, el reino de lo efímero sistemático, de las fluctuaciones cercanas sin futuro. En ese sentido, las épocas de la moda no pueden definirse, como pensaba Gabriel de Tarde, solamente por el prestigio de los modelos extranjeros y novedades que, según él, constituían un único proceso.5 El prestigio de las realidades extranjeras no basta para quebrantar la fijación a lo tradicional; sólo hay sistema de moda cuando el gusto por las novedades llega a ser un principio constante y regular, cuando ya no se identifica solamente con la curiosidad hacia las cosas exógenas, cuando funciona como exigencia cultural autónoma, relativamente independiente de las relaciones fortuitas con el exterior. En estas condiciones será posible organizar un sistema de frivolidades en continuo movimiento, una lógica de la subasta, del juego sin fin de innovaciones y reacciones. La moda en sentido estricto apenas sale a la luz antes de mediados del siglo XIV, momento en que se impone esencialmente por la aparición de un tipo de vestido radicalmente nuevo, diferenciado sólo en razón del sexo: corto y ajustado para el hombre, largo y envolviendo el cuerpo para la mujer.6 Revolución de indumentaria que colocó las bases del vestir moderno. La misma ropa larga y holgada que se había llevado indistintamente durante siglos por los dos sexos, se sustituyó por un atuendo masculino compuesto por un jubón, especie de chaqueta corta y estrecha unida a calzones ceñidos que dibujaban la forma de las piernas, y por un traje femenino que perpetuaba la tradición del vestido largo, pero mucho más ajustado y escotado. Con toda seguridad la gran novedad la constituyó el abandono del sobretodo amplio en forma de blusón, en beneficio de un traje masculino corto, ajustado al talle, cerrado con botones y descubriendo las piernas, moldeadas por medias calzas. Transformación que instituyó una diferencia muy marcada, excepcional entre los trajes masculinos y femeninos, y se hizo extensiva a toda la evolución de las modas futuras hasta el siglo XX. El vestido femenino es asimismo ceñido y exalta los atributos de la feminidad: el traje alarga el cuerpo por mediación de la cola, resalta el busto, las caderas, el arco lumbar. El escote destaca el pecho; en el siglo XV incluso el vientre se pone de relieve por medio de pequeñas bolas prominentes escondidas bajo la ropa, como testimonia el famoso cuadro de Jan Van Eyck La boda Arnolfini (1434). Si bien no hay acuerdo en la determinación del lugar donde se produjo esa gran conmoción indumentaria, sí lo hay en que la innovación se extendió a toda Europa occidental entre 1340 y 1350. A partir de ese momento los cambios van a precipitarse, las variaciones de la apariencia serán más frecuentes, más extravagantes, más arbitrarias; hace su aparición un ritmo desconocido hasta el momento y formas ostensiblemente caprichosas, gratuitas, decorativas, que definen el proceso mismo de la moda. El cambio ya no es un fenómeno accidental, raro, fortuito, se ha convertido en una regla permanente de placer para la alta sociedad, lo fugaz funcionará como una de las estructuras constitutivas de la vida mundana. Con toda probabilidad las fluctuaciones de la moda entre los siglos XIV y XIX no conocieron siempre la misma precipitación. No cabe ninguna duda de que a finales de la Edad Media los ritmos del cambio fueron menos espectaculares que en el siglo de las Luces, en el que las modas se embalan, cambian «cada mes, cada semana, cada día y casi cada hora»,7 obedeciendo a las vibraciones del aire, registrando el último acontecimiento o éxito del día. Desde finales del siglo XIV, las fantasías, los cambios bruscos, las novedades, se multiplicaron con rapidez, y a partir de entonces en los círculos mundanos jamás dejaron de producirse. Este no es el lugar para emprender la enumeración, aunque fuera sumaria, de los cambios en el corte y de los detalles de los elementos del vestido, hasta tal punto han sido innumerables, tan complejos han sido los ritmos de la moda, variables según los estados y las épocas. La documentación disponible es limitada y fragmentaria, pero los historiadores del vestir han podido mostrar, sin ningún género de dudas, la irrupción y la instalación histórica de ciclos breves de moda a partir de finales de la Edad Media.8 Por otra parte, los testimonios de los contemporáneos revelan el excepcional surgimiento de esa corta temporalidad. Así, numerosos autores de finales de la Edad Media y de comienzos de los Tiempos modernos intentaron dejar constancia, sin duda por primera vez en la historia, de los atuendos que llevaron a lo largo de su vida: crónicas del conde de Zimmern, crónica de Konrad Pellikan de Ruffach, en la que se relatan la emoción suscitada por las modas y las extravagancias de la apariencia y el sentimiento del tiempo que pasa, a través de las diferentes modas indumentarias. En el siglo XVI, Matthäus Schwarz, director financiero de la casa Fugger, emprendió la realización de un libro ilustrado en el que se incluían los dibujos de los trajes que había llevado desde su infancia y después los realizados según sus instrucciones. Atención inédita hacia lo efímero y hacia el cambio de las formas de la ropa así como voluntad de transcribirlas; Matthäus Schwarz puede ser considerado como «el primer historiador del vestido».9 La curiosidad por las modalidades «antiguas» del vestir y la percepción de las rápidas variaciones de la moda están también presentes en la exigencia, formulada en 1478 por el rey René de Anjou, de investigar los detalles de los atuendos llevados en el pasado por los condes de Anjou.10 A comienzos del siglo XVI, Vecellio diseña un libro «de trajes antiguos y modernos». En Francia en el siglo XVI diferentes autores destacan la inconstancia en el vestir, especialmente Montaigne, que en sus Ensayos dice: «Nuestro cambio es tan repentino y rápido en esto que la inventiva de todo los sastres del mundo no podría proporcionar suficientes novedades.» A principios del siglo XVII, el carácter proteiforme de la moda y la gran movilidad de los gustos se critican y comentan en todas partes en obras, sátiras y opúsculos: evocar la versatilidad de la moda se ha convertido en una banalidad.11 Desde la Antigüedad lo superfluo del arreglo personal y en particular la coquetería femenina han sido objeto de múltiples quejas, pero a partir de los siglos XV y XVI las denuncias recaerán tanto en los atavíos de las mujeres como de los propios hombres, sobre la falta de constancia de los gustos en general. La mutabilidad de la moda se ha impuesto a la conciencia de los cronistas como un hecho evidente; la inestabilidad, la extravagancia de las apariencias, se han convertido en objeto de polémica, de asombro, de fascinación, a la vez que en blancos reiterativos para la condena moral. La moda cambia sin cesar, pero en ella no todo cambia. Las modificaciones rápidas afectan sobre todo a los accesorios y ornamentos, a la sutileza de los adornos y la amplitud, en tanto que la estructura de los trajes y las formas generales permanecen mucho más estabilizadas. El cambio de la moda concierne ante todo a los elementos más superficiales y afecta con menos frecuencia al corte de conjunto de los vestidos. El verdugado, ese armazón con forma de campana que reemplaza al vestido, y que aparece en España hacia 1470, no se abandonará hasta mediados del siglo XVII; el ringrave se utiliza todavía durante un cuarto de siglo, y el jubón, alrededor de sesenta años. La peluca conoció un auge de más de un siglo, la ropa a la francesa conservó el mismo corte durante varios decenios desde mediados del siglo XVIII. Son los ornamentos y perifollos, los tonos, cintas y encajes, los detalles de forma, los matices de ancho y largo, los que no cesaron de renovarse: el éxito de los peinados a la Fontanges bajo Luis XIV duró treinta años, pero las formas fueron variando. Se trataba siempre de una construcción elevada y compleja compuesta de cintas, encajes y bucles de cabello, pero la arquitectura fue presentando múltiples variantes, a la cascada, a la descarada, en empalizada, etc. Los miriñaques del siglo XVIII, esas enaguas provistas de aros de metal, estuvieron de moda más de medio siglo, pero con formas y holguras diversas: de velador, de forma circular, de cúpula, de góndola, que hacía parecer a las mujeres «aguadoras», de recodo, formando un óvalo, la menor, las chillonas, por el ruido de su tela engomada, las consideraciones, enaguas cortas y ligeras. Avalancha de «naderías» y pequeñas diferencias que forman la moda, que desclasifican o clasifican rápidamente a la persona que las adopta o se mantiene al margen, que convierte súbitamente en obsoleto lo anterior. Con la moda empieza el poder social de los signos ínfimos, el asombroso dispositivo de distinción social otorgada al uso de los nuevos modelos. Resulta imposible separar esa escalada de modificaciones superficiales de la estabilidad global del vestir la moda no ha podido conocer tal mutabilidad más que sobre una base de orden. Debido a que los cambios han sido módicos y han preservado la arquitectura de conjunto del traje, las renovaciones han podido acelerarse y provocar «furores». Es cierto que la moda conoce también verdaderas innovaciones, pero son mucho más raras que la sucesión de pequeñas modificaciones de detalle. La lógica de los cambios menores es lo que caracteriza propiamente la moda; ésta es, según la expresión de Sapir, ante todo «variación en el seno de una serie conocida».12 La efervescencia temporal de la moda no debe ser interpretada como la aceleración de las tendencias al cambio, más o menos realizadas según las civilizaciones pero inherentes al hecho humano social.13 No solamente traduce la continuidad de la naturaleza humana (gusto por la novedad y el arreglo personal, deseo de distinción, rivalidad de grupos, etc.) sino también una discontinuidad histórica, una ruptura mayor, aunque circunscrita, con la forma de socialización que se ha venido ejerciendo desde siempre: la lógica inmutable de la tradición. A escala de la aventura humana, el surgimiento de la temporalidad corta de la moda significa la disyunción con la forma de cohesión colectiva que había asegurado la continuidad acostumbrada; el desarrollo de un nuevo vínculo social paralelamente a un nuevo tiempo social legítimo. En G. de Tarde encontramos ya el correcto análisis de ese proceso: mientras en las edades de la costumbre reinan el prestigio de la antigüedad y la imitación de los antepasados, en las eras de la moda domina el culto de las novedades así como la emulación de los modelos presentes y extranjeros. Se quiere ser más parecido a los innovadores de la propia época y menos a sus antepasados. Gusto por el cambio e influencia determinante de los contemporáneos, estos dos grandes principios que rigen los tiempos de la moda tienen en común que implican el mismo desprecio por la herencia ancestral y, correlativamente, la misma dignificación de las normas del presente social. La radicalidad histórica de la moda instituye un sistema social de espíritu moderno, emancipado de la influencia del pasado; lo antiguo ya no se considera venerable y «sólo el presente parece que debe inspirar respeto».14 El espacio social del orden tradicional ha desaparecido en beneficio de un vínculo interhumano basado en los decretos versátiles del presente. Figura inaugural y ejemplar de la socialización moderna, la moda ha liberado una instancia de la vida colectiva de la autoridad inmemorial del pasado: «En los momentos históricos en que prevalecía la costumbre la gente estaba más infatuada del propio país que de la época, pues se vanagloriaba sobre todo de tiempos anteriores. Por el contario, en las etapas en que domina la moda se está más orgulloso de la época que del país.»15 La alta sociedad fue arrebatada por la fiebre de las novedades, se inflamó con los últimos hallazgos, imitó cada vez más las modas en vigor en Italia, en España, en Francia, y manifestó un verdadero esnobismo por todo lo que era diferente y extranjero. Con la moda aparece una de las primeras manifestaciones de una relación social que encarna un nuevo tiempo legítimo y una pasión propia de Occidente, la de lo «moderno». La novedad se ha convertido en fuente de valor mundano, marca de excelencia social: hay que seguir «lo que se hace» y es nuevo, y adoptar los últimos cambios del momento. El presente se impone como eje temporal que rige un aspecto superficial pero prestigioso de la vida de las elites. Modernidad de la moda: el tema merece profundizarse. Por una parte la moda ilustra el ethos de fasto y dispendio aristocrático, en las antípodas del moderno espíritu burgués consagrado al ahorro, a la previsión, al cálculo; la moda se halla del lado de la irracionalidad de los placeres mundanos y de la superficialidad lúdica, a contracorriente del espíritu de crecimiento y desarrollo del dominio sobre la naturaleza. Pero, por otro lado, la moda forma parte estructural del mundo moderno por venir. Su inestabilidad significa que la apariencia ya no está sujeta a la legislación intangible de los antepasados, que procede de la decisión y del puro deseo humano. Antes que signo de la sinrazón vanidosa, la moda testimonia el poder del género humano para cambiar e inventar la propia apariencia y éste es precisamente uno de los aspectos del artificialismo moderno, de la empresa de los hombres: llegar a ser los dueños de su condición de existencia. Con la agitación propia de la moda surge una clase de fenómeno «autónomo» que únicamente responde a los juegos de deseos, caprichos y voluntades humanos; ya nada de lo externo se impone en virtud de costumbres ancestrales, tal o cual atavío, respecto a la apariencia todo está, por derecho, a disposición de las personas, de ahora en adelante libres de modificar y alterar los signos de frivolidad con los únicos límites de las conveniencias y los gustos del momento. Era de la eficacia y época de las frivolidades, la dominación racional de la naturaleza y las locuras lúdicas de la moda sólo son antinómicas en apariencia; de hecho se da un estricto paralelismo entre esos dos tipos de lógicas. A la vez que en el Occidente moderno los hombres se han dedicado a la explotación intensiva del mundo material y a la racionalización de las tareas productivas, a través de lo efímero, de la moda, han confirmado su poder de iniciativa sobre la apariencia. En los dos casos se afirma la soberanía y autonomía humanas que se ejercen sobre el mundo natural como sobre su decorado estético. Proteo y Prometeo provienen del mismo tronco, han instituido juntos, según caminos radicalmente divergentes, la aventura única de la modernidad occidental en vías de apropiación de los datos de su historia. TEATRO DE LOS ARTIFICIOS En algunos momentos de su historia algunas civilizaciones han visto cómo se desarrollaban incontestables fenómenos de estética y de frívolos refinamientos. En la Roma imperial los hombres se teñían y se hacían rizar los cabellos, se perfumaban y se aplicaban lunares para realzar su tez y parecer más jóvenes. Las mujeres elegantes utilizaban afeites y perfumes y llevaban trenzas y pelucas postizas teñidas de rubio o negro ébano. En la época flaviana aparecieron peinados altos y complicados, el cabello se colocaba, enrollado en complejos buclecitos, sobre diademas elevadas. Bajo la influencia de Oriente diversos ornamentos, joyas, bordados y pasamanos vienen a compensar la severidad del antiguo traje femenino. ¿Hay que deducir de ello una manifestación precoz de la moda desde la Antigüedad? No hay que llamarse a engaño, aunque alguna de estas demostraciones de lujo y elegancia pueda asimilarse a la lógica de la moda, carecen manifiestamente del rasgo más específico de ésta, la precipitada movilidad de las variaciones. No hay sistema de moda al margen de la conjunción de estas dos lógicas: la de lo efímero y la de la fantasía estética. Esta combinación, que define formalmente el dispositivo de la moda, ha tomado cuerpo una sola vez en la historia, en el inicio de las sociedades modernas. En otros lugares ha habido esbozos, signos vanguardistas de lo que llamamos la moda, pero nunca como sistema total; las diversas superfluidades decorativas fijadas dentro de límites estrechos no pueden compararse a los excesos y locuras repetitivas de los que ha sido escenario la moda occidental. Si bien, como atestiguan las sátiras romanas de la época, algunos elementos rebuscados pudieron alterar la apariencia masculina, ¿pueden compararse al diluvio ininterrumpido de perendengues y cintas, sombreros y pelucas que se han sucedido en la moda? Siguiendo con Roma, las fantasías no modificaron la austeridad del tradicional atavío masculino, siempre fueron raras excepciones y nunca pasaron de la utilización de rizos y el empleo limitado de algunos afeites; situación muy alejada de la moda occidental y de su permanente exceso de excentricidades. En las épocas de tradición las fantasías son estructuralmente secundarias respecto a la configuración de conjunto del vestir; pueden acompañarlo y embellecerlo pero respetan siempre el orden general definido por la costumbre. Así, a pesar del gusto por los colores vivos, por las joyas, telas y adornos varios, en Roma el traje femenino cambió muy poco; la antigua túnica de debajo, la estola, y el manto drapeado, la palla, se siguieron llevando sin grandes modificaciones. La búsqueda estética es externa al estilo general en vigor, no dispone nuevas estructuras ni nuevas formas de indumentaria, funciona como simple complemento decorativo, ornamento periférico. Por el contrario, con la moda aparece un dispositivo inédito: lo artificial no se añade desde fuera a un todo preconstituido sino que, en adelante, define de nuevo y por completo las formas del vestir, tanto los detalles como las líneas esenciales. Al mismo tiempo la apariencia global de las personas ha basculado en el orden de la teatralidad, de la seducción, del espectáculo mágico, con su profusión de perifollos y perendengues, pero también, y sobre todo, con sus formas raras, extravagantes, «ridículas». Las polainas, los zapatos, las braguetas prominentes en forma de pene, los escotes, los trajes bicolor de los siglos XIV y XV, más adelante las inmensas gorgueras, el ringrave, los miriñaques, los peinados monumentales y barrocos, todas esas modas más o menos excéntricas, reestructuraron profundamente las siluetas de hombres y mujeres. Bajo el reinado de la moda el artificialismo estético ya no está subordinado a un orden establecido, sino que se halla en la base misma del vestir, que aparece como espectáculo de fiesta estrictamente actual, moderno, lúdico. Los rasgos comunes con el pasado inmemorial del gusto decorativo no deben escondernos la absoluta radicalidad de la moda, el trastocamiento de la lógica que instituye históricamente: en ese momento el «manierismo», que se hallaba estrictamente sometido a una estructura surgida del pasado colectivo, se convierte en prémier en la creación de formas. Antes se contentaba con ornar, ahora inventa con total supremacía el conjunto de la apariencia. En las épocas de la tradición, la apariencia, incluso cargada de fantasías, se mantenía en la continuidad del pasado, signo de primacía de la legitimidad ancestral. El surgimiento de la moda ha hecho variar por completo la significación social y las referencias temporales del adorno: representación lúdica y gratuita, signo artificial, la indumentaria de moda ha roto todos los vínculos con el pasado y obtiene una parte esencial de su prestigio del presente efímero, chispeante, caprichoso. Soberanía del capricho y el artificio que desde el siglo XIV al XVIII se impuso de forma idéntica para los dos sexos. Lo propio de la moda durante ese largo período fue impulsar un lujo de adulteraciones teatrales, tanto para los hombres como para las mujeres. Mientras que la moda introdujo una diferencia extrema en la apariencia de los sexos, los condenó al mismo tiempo al culto de las novedades y la afectación. Por otra parte, en muchos aspectos se dio una relativa preponderancia de la moda masculina en materia de novedades, ornamentaciones y extravagancias. Con la aparición del traje corto, a mediados del siglo XIV, la moda masculina encarnó de entrada, de forma más directa y ostensible que la de la mujer, la nueva lógica de la apariencia a base de fantasías y cambios rápidos. Todavía en el siglo de Luis XIV el traje masculino es más amanerado, más lleno de cintas, más lúdico (el ringrave) que el vestido femenino. La influencia de las modificaciones del equipo militar en la moda masculina16 no impidió al proceso de fantasía ser dominante y jugar con los signos viriles: la moda puso en escena y sofisticó los atributos del combatiente (espuelas doradas, rosas en la espalda, botas adornadas con encajes, etc.), así como simuló lo «natural». Habrá que esperar a la «gran renuncia» del siglo XIX para que la moda masculina se eclipse ante la de la mujer. Los nuevos cánones de elegancia masculina, la discreción, la sobriedad, el rechazo de los colores y de la ornamentación, hará a partir de entonces de la moda y sus artificios una prerrogativa femenina. Dominada por la lógica de la teatralidad, la moda constituye un sistema inseparable del exceso, la desmesura, lo raro. El destino de la moda es ser inexorablemente arrastrada a una escalada de sobrecargas, de exageraciones de volumen, de amplificación de la forma, ignorando el ridículo. Nadie ha podido impedir a los y las elegantes «añadirse» una muesca en relación con «lo que se lleva», rivalizar en pujas de ostentación formal y lujosa: el encaje sobrepasando un poco el largo de la camisa bajo el justillo se desarrolló lentamente hasta convertirse en el miriñaque independiente, de volumen y anchura extremos. Del mismo modo el verdugado tomó un auge cada vez mayor, de acuerdo con el proceso hiperbólico que caracteriza la moda. Sin embargo, la escalada de los anchos no es ilimitada: a partir de un cierto momento, y de forma brutal, el proceso da media vuelta, se trastoca y reniega de la tendencia pasada aunque sigue impulsado por la misma lógica del juego, por el mismo movimiento caprichoso. En la moda, lo mínimo y lo máximo, lo sobrio y lo relumbrante, la boga y la reacción que provoca, cualesquiera que sean los efectos estéticos opuestos que suscita, tienen el mismo espíritu: se trata siempre del imperio del capricho, sostenido por la misma pasión de novedad y chulería. El reino de la fantasía no significa únicamente extremismo sino también cambio brusco y contrariedad. La moda de la simplicidad y de lo natural que se establece alrededor de 1780, no es menos teatral, artificial, lúdica, que el anterior lujo de refinamiento amanerado. Si bien es cierto que las modificaciones de la cultura y del espíritu de la época están en la base de las variaciones de la moda, nunca pueden explicar por sí mismas lo Nuevo de la moda, su aleatoriedad irreductible, sus innumerables metamorfosis sin razón de necesidad. Porque la moda no puede disociarse de la lógica de la fantasía pura, del espíritu de gratuidad y de juego que acompañan ineludiblemente la promoción del individuo mundano y el final del universo inmutable, prefijado, de las formas de la apariencia tradicional. Por eso la moda no ha cesado de suscitar la crítica, de chocar, a menudo de frente, con las normas estéticas, morales y religiosas de los contemporáneos. No se denunciarán solamente la vanidad humana, la ostentación de lujo y la coquetería femenina, son las formas mismas del traje las que se consideran indecentes, escandalosas, ridículas. En los siglos XIV y XV obispos y predicadores lanzaron violentas diatribas contra la «deshonestidad» de las mangas desbocadas, contra las «desnudeces de garganta» y contra las polainas. El jubón ceñido, cuyo abombamiento hacía al hombre «comparable a un busto de mujer» y «similar a un galgo», escandalizó tanto como los tocados con cuernos. En el siglo XVI se burlaron del verdugado, del que se denunció la artificialidad diabólica; en el siglo XVII, el ringrave, que tenía el aspecto de una falda, y la casaca fueron objeto de burla; en el siglo XVIII la levita provocó la risa, los peinados alegóricos y extravagantes, que colocaban los ojos «en medio del cuerpo», los vestidos femeninos inspirados en el traje masculino, las telas de tul transparentes del Directorio, fueron el blanco de los caricaturistas. Desde la Antigüedad existe una tradición de denigración de la futilidad, de los artificios y de los afeites.17 En esa etapa se condena el exceso decorativo, pero la norma general del atavío en uso está al abrigo de los sarcasmos. Por el contrario, con la irrupción de la moda, las propias prendas de vestir se hallan en el origen de la indignación; por primera vez la apariencia no se basa en un consenso social sino que choca con los prejuicios y las costumbres, se ve violentamente condenada por la gente de Iglesia, se la juzga ridícula, inconveniente, fea, por parte de los cronistas. La última moda es sublime para los elegantes, escandalosa para los moralistas y ridícula para el hombre honesto; de ahora en adelante la moda y la desavenencia de opiniones irán juntas. La apoteosis de la gratuidad estética no ha carecido de efecto sobre las relaciones mundanas entre las personas, sobre los gustos y disposiciones mentales, por el contrario ha contribuido a forjar algunos rasgos característicos de la individualidad moderna. Al disponer un orden hecho a la vez de exceso y de digresiones, la moda ha contribuido al refinamiento del gusto y al agudizamiento de la sensibilidad estética, ha civilizado el ojo educándolo en la discriminación de las pequeñas diferencias, en el disfrute de los pequeños detalles sutiles y delicados, en la acogida de las nuevas formas. La manera de vestir, que ya no se transmite de generación en generación y conoce una multitud de variaciones y pequeñas opciones, proporciona la ocasión de desprenderse de las normas antiguas, de apreciar más individualmente las formas, de afirmar un gusto más personal; en lo sucesivo puede juzgarse más libremente el porte de los demás, su buen o mal gusto, sus «faltas» o su gracia. N. Elias señalaba de qué manera el universo competitivo de la corte había suscitado el arte de observar e interpretar a sus congéneres, el arte de estudiar los comportamientos y los móviles de los hombres;18 es decir, la moda ha contribuido a ello paralelamente a través de la imagen y el gusto. Con la moda las personas van a observarse, a apreciar sus apariencias recíprocas, a calibrar los matices de corte, colores, motivos del traje. Aparato que genera juicio estético y social, la moda ha favorecido la mirada crítica de la gente mundana, ha estimulado las observaciones más o menos agradables sobre la elegancia de los demás, ha sido un agente de autonomización del gusto, cualquiera que haya sido la amplitud de las corrientes miméticas que lo han sustentado. Pero la moda no ha sido únicamente una escena donde apreciar el espectáculo de los demás, sino que ha supuesto asimismo una trastocación del propio ser, una autoobservación estética sin precedentes. La moda ha estado ligada al placer de ver pero también al placer de ser mirado, de exhibirse a la mirada de los demás. Si, como es evidente, la moda no crea todas las piezas del narcisismo, lo reproduce de forma notable, hace de él una estructura constitutiva y permanente de la gente de mundo animándola a ocuparse en adelante de su imagen, a buscar la elegancia, la gracia, la originalidad. Las variaciones incesantes de la moda y el código de elegancia invitan a estudiarse, a adaptar las novedades a uno mismo, a preocuparse por el propio porte. La moda no solamente ha permitido mostrar una pertenencia de rango, de clase, de nación, ha sido además un vector de individualización narcisista, un instrumento de liberalización del culto estético del Yo en el seno mismo de una era aristocrática. Primer gran dispositivo de producción social y regular de la personalidad aparente, la moda ha estetizado e individualizado la vanidad humana, ha conseguido hacer de lo superficial un instrumento de salvación, una finalidad de existencia. LA MODA: EXPRESIÓN JERÁRQUICA, EXPRESIÓN INDIVIDUAL La moda es un sistema original de regulación y de presión sociales. Sus cambios presentan un carácter apremiante, se acompañan del «deber» de adopción y de asimilación, se impone más o menos obligatoriamente a un medio social determinado; tal es el «despotismo» de la moda tan frecuentemente denunciado a través de los siglos. Despotismo por otra parte muy particular ya que no cuenta con mayor sanción que la risa, la burla o la reprobación de los contemporáneos. Pero, por eficaces que hayan podido ser los medios de conformidad social, en particular en los siglos del honor y la jerarquía, no bastan para explicar el fenómeno de la epidemia de la moda. Más fundamentalmente, los decretos de la moda consiguen extenderse gracias al deseo de los individuos de parecerse a aquellos a quienes se juzga superiores, a aquellos que irradian prestigio y rango. En la base misma de la difusión de la moda se halla el mimetismo del deseo y de los comportamientos, mimetismo que, en los siglos de la aristocracia y hasta fechas recientes, se propagó esencialmente de arriba abajo, del superior al inferior, como lo formulaba ya G. de Tarde. De este modo se han movido las ondas de imitación: mientras que la corte tenía la mirada puesta en el rey y los grandes señores, la ciudad tomaba ejemplo de los modelos en vigor entre la corte y la nobleza. La difusión de la moda ha sido menos una forma de coacción social que un instrumento de representación y de afirmación sociales, menos una forma de control colectivo que un signo de pretensión social. La expansión social de la moda no ganó de forma inmediata a las clases inferiores. Durante siglos el vestido respetó globalmente la jerarquía de las condiciones: cada condición llevaba el traje que le era propio, la fuerza de la tradición impedía la confusión de las calidades y la usurpación de los privilegios indumentarios; los edictos suntuarios prohibían a las clases plebeyas vestirse como los nobles, exhibir las mismas telas, los mismos accesorios y joyas. De este modo el atavío de moda fue durante mucho tiempo un consumo de lujo y prestigio, limitado esencialmente a las clases nobles. No obstante, a partir de los siglos XIII y XIV, mientras se desarrollaba el comercio y los bancos, se constituyeron inmensas fortunas burguesas y apareció entonces el nuevo rico de ritmo de vida fastuoso, que se vestía como los nobles, se cubría de joyas y telas preciosas y rivalizaba en elegancia con la nobleza de rango, en el mismo momento en que se multiplicaban las leyes suntuarias —en Italia, Francia y España— que tenían como finalidad proteger las industrias nacionales, impedir el «despilfarro» de metales escasos y piedras preciosas, pero también imponer una distinción indumentaria destinada a devolver a cada cual su lugar y su condición en el orden jerárquico. La confusión en el vestir, al principio muy limitada, aumentó entre los siglos XVI y XVII: la imitación del traje noble se extendió entre las nuevas capas sociales, la moda penetró en la mediana y a veces en la pequeña burguesía, abogados y pequeños comerciantes adoptaron, en su mayoría, las telas, los peinados, los encajes y bordados que llevaba la nobleza. El proceso prosiguió todavía en el siglo XVIII aunque estrictamente circunscrito a las poblaciones acomodadas y urbanas, excluyendo siempre el mundo rural; en esa época, artesanos y mercaderes se empolvaban y llevaban peluca, a imitación de los aristócratas. Aunque el traje burgués no haya igualado jamás el brillo, la audacia, la brillantez aristocráticos; aunque no se difundiera hasta más tarde, cuando el uso empezaba a desaparecer ya en la corte, sigue quedando un movimiento lento y limitado de democratización de la moda, aparece una interferencia en las condiciones indumentarias, a pesar de los edictos suntuarios, siempre formalmente en vigor, nunca abrogados. Desde hacía siglos múltiples ordenanzas de minuciosas prescripciones prohibían a las clases plebeyas copiar las telas, los accesorios e incluso las formas del atavío noble. Sin embargo es sabido que, a pesar de las amenazas y multas, nunca fueron eficaces y muy a menudo fueron transgredidas. El carácter de las leyes suntuarias es una ilustración perfecta del funcionamiento del Antiguo Régimen tal como lo resumía Tocqueville: «Una regla rígida, una práctica blanda.» La nobleza jamás aceptó renunciar a sus derroches de prestigio y jamás dejó de encontrar nuevos medios, contraviniendo las leyes, para hacer alarde de lujo. En cuanto a la burguesía con fortuna, al acecho de signos manifiestos de respetabilidad y promoción sociales, a lo largo de los siglos multiplicó las infracciones a las reglamentaciones adoptando tal o cual indumentaria aristocrática. La confusión en los atavíos, y los intereses de la monarquía absolutista, hicieron que alrededor de la década de 1620, bajo el ministerio de Richelieu, las leyes suntuarias dejaran de ser explícitamente segregativas; los despilfarros suntuosos en materia de vestuario seguían siendo objeto de prohibiciones, pero en lo sucesivo se refirieron indistintamente a todos los individuos sin mencionar estados y condiciones.19 Así pues, el decreto de la Convención (1793) que declaraba el principio democrático de la libertad indumentaria, no hizo, en ese sentido, más que legalizar y confirmar una realidad ya existente, desde hacía más de dos siglos, en las capas superiores y medianas de la sociedad. Si bien no hay que sobrestimar el papel de la moda en ese proceso parcial de igualación de las apariencias, contribuyó a ello de forma incontestable. Introduciendo novedades de forma continua, legitimando el hecho de tomar ejemplo de los contemporáneos y ya no del pasado, la moda permitió disolver el orden inmutable de la apariencia tradicional y las distinciones intangibles entre los grupos, favoreció audacias y transgresiones diversas, no solamente entre la nobleza sino también entre la burguesía. La moda considerada como instrumento de igualdad de condiciones descompuso el principio de la desigualdad indumentaria, minó los comportamientos y valores tradicionalistas en beneficio de la sed de novedades y del derecho implícito al «buen aspecto» y a las frivolidades. Pero la moda sólo pudo ser un agente de la revolución democrática porque se acompañó fundamentalmente de un doble proceso, de consecuencias incalculables para la historia de nuestras sociedades: por una parte la ascensión económica de la burguesía, por otra el desarrollo del Estado moderno, que, juntos, proporcionaron una realidad y una legitimidad a los deseos de promoción social de las clases sometidas al trabajo. Originalidad y ambigüedad de la moda: discriminante social y señal manifiesta de superioridad social, la moda es un agente particular de la revolución democrática. Por un lado ha trastocado las distinciones establecidas y ha permitido la aproximación y la confusión de las categorías; por otro, ha reconducido la lógica inmemorial de la exhibición ostentadora de los signos de poder, el estallido de los símbolos del dominio y la alteridad social. Paradoja de la moda: la demostración pregonada de los emblemas de la jerarquía ha participado del movimiento de igualación de la apariencia. La proyección de la moda sólo ha sido en parte mimetismo mecánico, y de forma más profunda debe asimilarse a un mimetismo selectivo y controlado. Aunque las clases burguesas sacaran sus modelos de la nobleza, no la copiaron en todo, no todas las innovaciones frívolas fueron aceptadas, ni siquiera en la corte. En los círculos mundanos no todas las excentricidades se asimilaron, y entre la burguesía los rasgos más caprichosos del atavío suscitaron antes desaprobación que admiración. A principios del siglo XVII existía ya una moda paralela a la de la corte, moda atemperada del «hombre honesto», desprovista de los excesos aristocráticos y conforme a los valores burgueses de prudencia, mesura, utilidad, aseo y comodidad. Esa moda «juiciosa»,20 que rechaza las extravagancias de los cortesanos, es el resultado del filtro de los criterios burgueses: retiene de la corte lo que no choca con sus normas de sentido común, de moderación, de razón. El mimetismo de la moda tiene de particular que funciona a diferentes niveles, desde el conformismo más estricto a la adaptación más o menos fiel; del seguimiento ciego a la acomodación reflexionada. Es indiscutible que la moda se diferencia en función de clases y estados, pero aprehenderla en esos únicos términos es dejar escapar una dimensión esencial del fenómeno: el juego de libertad inherente a la moda, las posibilidades de matices y gradaciones, de adaptación o de rechazo de las novedades. Institución que registra las barreras rígidas de la estratificación y de los ideales de clase, la moda es sin embargo una institución en la que se puede ejercer la libertad y la crítica de los individuos. A pesar del abismo que separa la corte de la ciudad, no pueden oponerse una moda aristocrática en la que triunfa el «individualismo» y una moda burguesa dominada por la sumisión al uso y la colectividad. La moda de la corte no fue ajena al conformismo, mientras que la de la ciudad ponía ya de manifiesto rasgos significativos de la emancipación estética del individuo. Lo más destacable de la moda reside en su estructura relativamente flexible que permite efectos de escala, complejas combinaciones de rechazo y adopción. La moda como sistema resulta inseparable del «individualismo» —dicho de otro modo, de la relativa libertad de las personas para rechazar o aceptar las últimas novedades—, del principio que permite adherirse o no a los cánones del momento. Más allá del innegable conformismo de los comportamientos y de las diferencias de clase, la apariencia se había desprendido de la uniformidad tradicional, y según los siglos, medios y personas se había convertido, de forma muy imperfecta y desigual, en un asunto de gusto privado, de disposición personal. Si bien la moda vio desplegarse olas de imitación propagándose de arriba abajo, se caracterizó también por un mimetismo de tipo inédito, mimetismo más estrictamente territorial: la moda de la era aristocrática era una moda nacional. En lugar de la unidad e identidad del traje en boga en la Europa occidental del siglo XIII, a partir del XIV, y hasta el XIX, ningún estado territorial cesó de singularizar su ropa por medio de elementos particulares, distinguiéndola de la de sus vecinos. La moda registró el aumento del hecho y el sentimiento nacionales en Europa a partir del final de la Edad Media. A su vez, proporcionando una indumentaria nacional, la moda contribuyó a reforzar el sentido de pertenencia a una misma comunidad política y cultural. No obstante, a pesar del carácter nacional de la moda durante esos casi cinco siglos, con la constitución de la Alta Costura las imitaciones y las influencias se multiplicaron ampliamente y se ejercieron en función del prestigio y la preponderancia de los Estados —no en función de una institución especializada como sucederá más adelante—. Durante toda esa larga fase de la historia de la moda los artesanos no fueron más que estrictos ejecutantes al servicio de sus clientes, sin poder de iniciativa ni consagración social; exceptuando a los «mercaderes de moda» del siglo XVIII, no consiguieron imponerse como artistas creadores. Hubo liberación de los gustos de los elegantes y afirmación de la personalidad del cliente pero no del productor-artesano: en la era aristocrática el principio de individualidad no consiguió superar ese límite. En esas condiciones la evolución de la moda no podía ser determinada por un gremio, privado de autonomía y legitimidad real; por el contrario, se hallaba, al menos parcialmente, bajo la dependencia de la lógica política del poder de las naciones. Tras complejos movimientos y ciclos de influencias que no es este lugar para evocar pero en los que Italia, los Estados borgoñones y España desempeñaron un papel primordial, la moda francesa consiguió, a partir de mediados del siglo XVII, imponerse de forma duradera y aparecer, cada vez más, como faro de la elegancia. A ese individualismo nacional le hizo eco lo que puede llamarse un individualismo estético. Coacción colectiva, la moda permitió una relativa autonomía individual en materia de apariencia e instituyó una relación inédita entre el átomo individual y la regla social. Lo propio de la moda ha sido imponer una norma en conjunto y, simultáneamente, dejar sitio a la manifestación de un gusto personal: hay que ser como los demás pero no absolutamente como ellos, hay que seguir la corriente pero significar un gusto particular.21 Ese dispositivo que conjuga mimetismo e individualismo se encuentra, a diferentes niveles, en todas las esferas donde se ejerce la moda, aunque en ninguna parte se manifiesta con tanta fuerza como en el terreno de la apariencia: el traje, el peinado y el maquillaje son los signos más inmediatamente espectaculares de la afirmación del Yo. Si la moda reina hasta ese punto sobre el aspecto externo es porque es un medio privilegiado de la expresión de la unicidad de las personas; además de un signo de condición, de clase y de país, la moda ha sido, ante todo, un instrumento de inscripción de la diferencia y la libertad individuales, aunque sea a nivel «superficial» y, a menudo, de forma tenue. La lógica de la moda implicará llevar los trajes y modelos del momento, vestir las prendas que se llevan, pero a la vez favorecerá la iniciativa y el gusto individuales en los adornos y las pequeñas fantasías, en los coloridos y motivos del atavío. La estructura del traje es imperativa, no así los accesorios y elementos decorativos, que son opción del gusto y la personalidad individuales. La elección personal es, de ahora en adelante, inherente al vestuario de moda pero estrictamente limitada a los colores, a algunos detalles de formas,’ a la profundidad de los escotes, a las cintas y puntos de encaje, a los motivos decorativos, a los volúmenes y alturas de las gorgueras, a la amplitud de los miriñaques. La uniformidad estricta de las modas y el proceso de diferenciación individual son históricamente inseparables; la gran originalidad de la moda consiste en haber unido el conformismo de conjunto a la libertad en las pequeñas elecciones y pequeñas variantes personales, el mimetismo global al individualismo de los detalles. La moda como expresión de la libertad de los individuos. Este fenómeno ha sido perfectamente destacado, incluso en lo que concierne a la indumentaria en vigor fuera de la corte, como lo demuestran numerosos escritos de la primera mitad del siglo XVII: «Cuatro franceses que se encuentren sobre el Pont Neuf crearán cada uno su moda, y el más insignificante fanfarrón que pase por allí imaginará lo que sea para hacer otra diferente. De manera que esa Moda no será única, pues habrá tantas como fanfarrones y tantos fanfarrones como franceses».22 De forma simultánea a esa libertad estética, de algún modo minimilista pero general, el individualismo en la moda se ha afirmado de forma más enfática y de manera sistemática en la esfera del poder y en las cortes. A partir de finales de la Edad Media la moda es tributaria del gusto variable de los monarcas y de los grandes señores. Aparece como un decreto estético que responde a un estado anímico, una inspiración, una voluntad particular, aunque, como es evidente, esté estrictamente circunscrita a los más altos dignatarios, de la sociedad. El atuendo ya no pertenece a la memoria colectiva sino que se convierte en el reflejo singular de las predilecciones de los soberanos y de los poderosos. El mimetismo de la moda no puede comprenderse al margen de ese «individualismo creativo», históricamente inédito, de los jerarcas. La moda traduce la irrupción explícita y permanente de la iniciativa individual en materia de apariencia, el poder de los grandes de este mundo para interrumpir arbitrariamente la continuidad de los usos, para impulsar los cambios de formas, de volúmenes, de colores. La «divisa» del rey René entre 1447 y 1449 se componía de tres colores, negro, blanco y gris, dos años más tarde era blanca y violeta, al final de su reinado sus páginas ostentaban el negro y el carmesí, quizá como reflejo de sus dificultades políticas y sus lutos familiares.23 La indumentaria cambia en función de las preferencias de los poderosos, tiende a simbolizar una personalidad, un estado de ánimo, un sentimiento individual, se convierte en signos y lenguajes de igual importancia que las divisas bordadas, los monogramas y emblemas que aparecieron en los siglos XIV y XV, como otros tantos símbolos personales de los caballeros. Más adelante la reina Juana de Portugal lanzó el verdugo para disimular su embarazo; Luis XIII puso de moda las barbas de punta; Luis XIV fue el precursor de diferentes modas masculinas que daban una determinada imagen de su poder; la moda, a diferencia de la tradición, requiere la libre intervención individual, el poder singular y caprichoso de quebrantar el orden de las apariencias. Además de los soberanos, a lo largo de los siglos se multiplicarán esos personajes que se constituyen en «árbitros y ministros de la elegancia», grandes señores capaces de lanzar modas a las que se unirá su nombre: zapatos a la Pompignan, espuelas a la Guise, peinado a la Sévigné. El individualismo en la moda se manifiesta con todo su esplendor en, ese poder de algunos nobles para promover deliberadamente novedades, para ser líderes del gusto y la gracia en la alta sociedad. Se revela también, aunque de otra manera, en la búsqueda ostentadora de la diferencia y la originalidad individuales de los cortesanos, pequeños marqueses, gente de la alta sociedad, pavoneándose con vestimentas llamativas por la corte y posteriormente en los salones. Lechuguinos, petimetres, caballeretes, maravillosas, bellas, fashionables, tantas encarnaciones célebres de esa figura particular del individualismo frívolo, volcadas al culto desenfrenado de la distinción personal y social mediante un proceso de escalada y afán de emulación en los signos de la apariencia. El exceso estético y la gratuidad caprichosa se convirtieron en componentes de la moda y en una virtualidad del individuo liberado del orden de la indumentaria tradicional. El mimetismo de la moda no contradice el individualismo, lo acoge bajo dos grandes formas visiblemente opuestas, pero que admiten sutiles grados intermedios y compuestos: por una parte el individualismo de segundo plano de la mayoría, por el otro el individualismo ostentoso de la extravagancia mundana. Las antiguas sociedades no ignoraban la búsqueda estética de los particulares y las manifestaciones del deseo de seducción en materia de apariencia. En Grecia, a partir de la misma pieza de tela rectangular, base del traje antiguo drapeado y similar para ambos sexos, podían realizarse un gran número de ajustes y enrollamientos. Eran posibles múltiples arreglos que revelaban gustos y talentos estéticos particulares, pero esa dimensión personal no es, en ningún caso, asimilable a la lógica individualista constitutiva de la moda. Mientras prevaleció el traje tradicional, la apariencia de las personas estuvo, de hecho y de derecho, subordinada a la regla común ancestral; los agentes sociales no podían transgredir abiertamente los usos e inventar sin cesar nuevas líneas, nuevos estilos. Incluso cuando la variedad de los arreglos era considerable, como en el caso de Grecia, estaban de todos modos ordenados, predeterminados por el conjunto cerrado de las posibles combinaciones. El individuo podía variar y combinar las figuras, pero dentro de un repertorio intangible fijado por la tradición: se daban composiciones y permutaciones pero no innovación formal. Por el contrario la emergencia de la moda coincidió con el trastocamiento de ese dispositivo, con el advenimiento del principio de autonomía individual estética en sus dos grandes manifestaciones: creación soberana para algunos, adaptación de las normas a los gustos de los particulares, para otros. Sin duda la norma colectiva ha continuado prevaleciendo con fuerza, como lo testimonian las corrientes miméticas y las lamentaciones sobre el despotismo de la moda. Pero bajo la apariencia de la continuidad espontánea se ha producido una modificación radical: el individuo ha conquistado el derecho, no total pero sí efectivo, de mostrar un gusto personal, de innovar, de sobresalir en audacia y originalidad. La individualización del arreglo personal ha ganado una legitimidad mundana, la búsqueda estética de la diferencia y de lo inédito se ha convertido en una lógica constitutiva del universo de las apariencias. Lejos de estar subordinado a una norma de conjunto, el agente individual ha conquistado una parte de iniciativa creadora, reformadora o adaptadora: la primacía de la ley inmutable del grupo ha cedido paso a la valorización del cambio y de la originalidad individual. Históricamente lo esencial está ahí: el individualismo en la moda es la posibilidad reconocida a la unidad individual —perteneciente a la más alta sociedad— de poder de iniciativa y transformación, de cambiar el orden existente, de apropiarse personalmente del mérito de las novedades o, más modestamente, de introducir elementos de detalle conformes a su propio gusto. Aunque el individuo pueda seguir a menudo obedeciendo de forma fiel las reglas indumentarias colectivas, ha acabado con su sometimiento de principio a la generalidad: allí donde era preceptivo fundirse en la ley del grupo, se trata ahora de hacer prevalecer una idiosincrasia y una distinción singular, donde había que prorrogar el pasado hay legitimidad del cambio y del gusto creativo personal. Cualquiera que sea la profundidad efectiva de esa transformación en los comportamientos de la mayoría, la ruptura con el sistema tradicional y la sumisión del átomo singular que éste implica, se ha efectuado. De un sistema cerrado, anónimo, estático, se ha pasado a un sistema en teoría sin límites asignables, abierto a la personalización de la apariencia y al cambio deliberado de las formas. Iniciativa individual en los adornos, creación de nuevos signos indumentarios, triunfo de los árbitros de la moda: lejos de ser contraria a la afirmación de la personalidad, como se repite demasiado a menudo, históricamente la moda se ha basado en el valor y la reivindicación de la individualidad, en la legitimidad de la singularidad personal. En el corazón mismo de un mundo guiado por valores jerárquicos ha aparecido la figura dominante del individuo intramundano propio de las sociedades modernas; individualismo del gusto que se ha desarrollado paralelamente al individualismo económico y religioso, y que ha precedido al individualismo ideológico de la era igualitaria. La autonomía personal en la práctica de la elegancia ha precedido a la valoración del individuo; característica de la ideología moderna, la libertad de actuación, aunque circunscrita, ha tomado la delantera a la declaración de los derechos del hombre. Con la moda se pone rápidamente de relieve el advenimiento de un individualismo mundano, en todos los sentidos del término, al acecho tanto del signo de la unicidad de la persona como de la señal de su superioridad social. Del individualismo en la moda durante todo ese período, hay que decir que es un individualismo aristocrático, caso de figura compleja que ha visto cohabitar el principio «holista» de cohesión social con el principio moderno de la emancipación individual. No es cierto pues que la moda sea esa nueva empresa «tiránica» del colectivo denunciada en todas partes; mucho más exactamente, traduce la emergencia de la autonomía de los hombres en el mundo de las apariencias, es un signo inaugural de la emancipación del individualismo estético, la apertura del derecho a la personalización, es decir a la evidencia, sometido a los decretos mutables del conjunto colectivo. A nivel propio, la moda indica una brecha en la preponderancia inmemorial de la organización holista, a la vez que el límite del proceso de dominación social y política en las sociedades modernas. El crecimiento estatal-administrativo, así como el perfeccionamiento de la programación de las instituciones, no es más que uno de los rostros de la evolución del mundo moderno. Paralelamente al adiestramiento disciplinario y a la creciente penetración de la instancia política en la sociedad civil, la esfera privada se ha desprendido poco a poco de prescripciones colectivas; se ha afirmado la independencia estética allí donde nunca hemos cesado de evocar la dictadura de las modas y la arrogancia de las personas. Con el lujo y la ambigüedad la moda ha comenzado a expresar esa invención propia de Occidente: el individuo libre, despreocupado, creador y su correspondiente, el éxtasis frívolo del Yo. MÁS ALLÁ DE LAS RIVALIDADES DE CLASE Simple y brutal en su formulación, el tema de los orígenes de la moda sigue siendo inevitable: ¿por qué la moda ha aparecido y se ha desarrollado en Occidente y en ningún otro sitio? ¿Cómo explicar los flujos y reflujos perpetuos de las formas y los gustos que desde hace siglos acompasan nuestras sociedades? Llama la atención la poca elaboración e interrogación teórica que han suscitado estas cuestiones. No puede ignorarse que, en cuanto a los orígenes y resortes de la moda, nos hallamos sorprendentemente desinformados; los modelos que se utilizan como referencia habitual fueron elaborados en el siglo XIX y, desde entonces, la teoría ha avanzado muy poco. En lo esencial se han repetido y sofisticado los principios invariables erigidos en verdad casi dogmática por el pensamiento sociológico. Sin verdadera renovación y con mucha retórica alambicada, así se presenta el estado de la cuestión en la que el paradigma sociológico de la distinción de clases ha conseguido aparecer progresivamente como la clave insuperable del fenómeno. Las páginas siguientes no comparten esa certeza y parten de la idea de que los modelos sociológicos propuestos están lejos de ser adecuados a su ambición explicativa. Hay que revisar la cuestión de arriba abajo, mostrar los límites del paradigma de la distinción, enriquecer los esquemas de análisis colocando los fenómenos considerados generalmente como secundarios en el lugar que les corresponde. Es necesaria una reinterpretación global de la moda y reconsiderar el papel histórico de las clases y de sus rivalidades. Evidentemente no se puede comprender la aparición de la moda sin relacionarla con un conjunto de condiciones generales propias de Europa occidental a partir del año mil. Condiciones económicas y sociales del momento, pero también, a un nivel más profundo, ese hecho importante que representa el fin de las invasiones externas. Con el final de las devastaciones y pillajes de los bárbaros, Occidente va a conocer una inmunidad que no se encuentra prácticamente en ninguna otra parte del mundo. Fenómeno de considerables consecuencias, no sólo para el desarrollo económico posterior sino, sobre todo, para el progreso de toda la civilización, que no sufrirá más rupturas en su suelo cultural provenientes de poderes extranjeros: las guerras europeas serán múltiples y mortíferas, y se llevarán a cabo siempre en familia, aisladas, como decía Marc Bloch. Ha sido precisa esa particularidad de Occidente de estar para siempre al abrigo de tales incursiones exteriores, para que una civilización pudiera entregarse a los placeres de la sofisticación de las formas y a la locura de lo efímero. Los juegos sin límites de la frivolidad sólo han sido posibles en razón de esa profunda estabilidad cultural que ha asegurado un anclaje permanente para la identidad colectiva: en la base del principio de inconstancia la constancia de la identidad occidental, excepcional en la historia. Los factores de la vida económica que caracterizaron la Europa de la Edad Media tuvieron claramente una incidencia más directa. A partir del siglo XI se inició un crecimiento económico continuo basado en intensas realizaciones: en una revolución agrícola y técnica, en el desarrollo del comercio, el reconocimiento monetario y la expansión de las ciudades. Los progresos de la civilización material, el establecimiento del feudalismo, la descomposición del poder monárquico, tuvieron como efecto el aumento de las rentas señoriales y la elevación del nivel de vida aristocrático. Gracias a los recursos incrementados procedentes de la explotación del derecho de ban24 y del aumento de la producción rural, se pudieron establecer cortes principescas, ricas y fastuosas, que fueron el sustrato de la moda y de sus manifestaciones de lujo. A todo ello hay que añadir el crecimiento de las ciudades, el asentamiento de ferias y establecimientos y la intensificación de los intercambios comerciales que permitieron la aparición de nuevos focos de grandes fortunas financieras. En el siglo XIII, mientras las ciudades se expansionan cada vez más y las de Italia se sitúan en el centro de la economía, mientras los hombres de negocios, los mercaderes y los banqueros se enriquecen, una alta burguesía comienza a copiar las maneras y los gustos lujosos de la nobleza. Sobre ese fondo de despegue económico en Occidente, de enriquecimiento de las clases señoriales y burguesas, pudo establecerse la moda. Sin embargo sería inexacto considerar el nacimiento de la moda como un efecto directo de la expansión económica. Precisamente es en ese momento en que Occidente conoce el retorno del hambre y la regresión económica, las guerras y bandas armadas, la disminución de las rentas territoriales, las epidemias y la peste, cuando se desarrolla la moda. La desaparición de las pasiones frívolas acompañó el final de la expansión en el Medioevo, cuando el abandono de las tierras y de los trabajos agrícolas por parte de los campesinos provocó la debilitación económica de los señoríos rurales. La eflorescencia de la moda y las dificultades financieras, incluso la ruina de una parte de la nobleza, fueron juntas; ruina que no sólo se explica por la regresión de la explotación de las tierras sino también por la fidelidad a un ethos de gasto suntuario. No obstante, la crisis no afectó por igual a todas las regiones y a todos los sectores de la economía. No impidió a algunos terratenientes mantener su poder, incluso desarrollar, en el siglo XV, grandes explotaciones rurales. No impidió a los banqueros, hombres de negocios y mercaderes, incrementar el tráfico de plata, especias, telas o trigo, ni comprar feudos provistos de derechos de ban e impuestos. Aun cuando las actividades mercantiles del final de la Edad Media sufrieron las consecuencias de los malos tiempos y ya no eran las de la época de las cruzadas, permitieron la continuidad del desarrollo de las ciudades de Italia o de la Hansa germánica, así como el espectacular aumento de nuevos focos de prosperidad en Castilla, el sur de Alemania, Lombardía, Inglaterra. Las desgracias del final de la Edad Media no tuvieron en todas partes y para todos las mismas consecuencias: a pesar del marasmo general hubo concentración de grandes fortunas y aumento del número de burgueses enriquecidos. El gusto por el lujo y los ruinosos despilfarras empleados en prestigio, especialmente vestuario, lejos de disminuir se extendieron a la burguesía, ávida de exhibir los signos de su nuevo poder, al igual que en la clase señorial, preocupada por mantener el rango. En ese sentido la aparición de la moda traduce menos un gran cambio económico que la continuidad, incluso exacerbación, de una tradición aristocrática de magnificencia que la crisis económica no consiguió erradicar. Paralelamente a esas fluctuaciones de la vida económica, otras dimensiones de la civilización material, la amplitud de los intercambios internacionales, el renacimiento urbano y el nuevo dinamismo del artesano influyeron igualmente, aunque de diversa forma, sobre el desarrollo de la moda. En la Edad Media, las industrias textiles y el gran tráfico comercial permitieron diversificar los materiales destinados a la fabricación de trajes: seda de Extremo Oriente, pieles preciosas de Rusia y Escandinavia, algodón turco, sirio o egipcio, cueros de Rabat, plumas de África, productos colorantes (quermes, laca, índigo) del Asia Menor. Las industrias del tejido y del tinte pudieron realizar telas de lujo que circularon por toda la Europa de los poderosos por medio de las ferias y del tráfico marítimo: paños de Flandes e Inglaterra, telas de lino del sur de Alemania, telas de cáñamo del país de Saone y de Bresse, terciopelo de Milán, Venecia, Génova. Pero con el desarrollo de las ciudades medievales se instauró sobre todo un alto grado en la división del trabajo, una especialización intensiva de los oficios, dotados hacia mediados del siglo XIII y a través de los gremios, de una organización minuciosa y de una reglamentación colectiva encargada de controlar la calidad de las obras así como la formación profesional. Entre 1260 y 1270 el Libro de los oficios de Etienne Boileau mencionaba ya una decena de profesiones que en París se dedicaban al vestido y al arreglo personal: sastres, modistas, zapateros, forradores, sombrereros, etc. Habrá que esperar hasta 1675 para que se constituya el gremio de modistos y obtenga autorización para hacer vestidos de mujer, excepto los corsés de ballenas y las colas: hasta entonces sólo los sastres tenían el privilegio de vestir a los dos sexos. Los oficios, con sus monopolios, sus reglas tradicionalmente fijadas y registradas por los gremios, desempeñaron un papel muy importante en la producción de la moda hasta mediados del siglo XIX. Por una parte, la extrema especialización y el encuadramiento corporativo frenaron el dinamismo de los oficios, la iniciativa y la imaginación individuales. Por otra, permitieron múltiples innovaciones en el tejido, los tintes, la realización, y fueron condición indispensable para una producción de alta calidad. La moda con su complicada realización, con su refinamiento de los detalles, sólo pudo desarrollarse a partir de esa separación de tareas. Refiriéndonos al traje corto masculino que inaugura los comienzos de la moda, ¿cómo habría podido aparecer sin un gremio ya altamente cualificado? A diferencia del blusón medieval, largo, amplio, que se quitaba por la cabeza, el nuevo traje masculino era muy estrecho a la altura del talle y abombado en el pecho. Semejante transformación en el vestir exigía un corte de gran precisión, un trabajo de los sastres cada vez más complicado, una capacidad de innovación incluso en las técnicas de confección (botonaduras, cordones...) Aun cuando los sastres y demás profesionales del vestir no tuvieran ningún reconocimiento social y permanecieran a la sombra de sus clientes prestigiosos, contribuyeron de forma determinante, por su savoir faire y sus múltiples innovaciones anónimas, a los movimientos ininterrumpidos de la moda. Gracias al proceso de especialización consiguieron materializar el ideal de delicadeza y gracia de las clases aristocráticas. Ninguna teoría de la moda puede limitarse a los factores de la vida económica y material. Aunque importantes, esos fenómenos no aclaran en nada las incesantes variaciones y el aumento de fantasías que definen propiamente la moda. Por ello todo invita a pensar que ésta encuentra antes su resorte en la lógica social que en la dinámica económica. Nada de análisis clásicos: la inestabilidad de la moda se basa en las transformaciones sociales que se produjeron en el transcurso de la segunda mitad de la Edad Media y que no dejaron de ampliarse bajo el Antiguo Régimen. En la base del proceso, el aumento de poder económico de la burguesía, que favoreció la expansión de su deseo de reconocimiento social, y, a la vez, las cada vez más numerosas corrientes de imitación de la nobleza. Búsqueda de símbolos de distinción, competición de clases, ésas son las piezas esenciales del paradigma que, desde hace más de un siglo, domina la explicación de la moda. Según un modelo cuya paternidad se atribuye habitualmente a Spencer, y utilizado innumerables veces hasta nuestros días, las clases inferiores, a la búsqueda de respetabilidad social, imitan las maneras de ser y de aparecer de las clases superiores. Estas, para mantener la distancia social y destacarse, se ven obligadas a la innovación, a modificar su apariencia una vez alcanzadas por sus competidoras. A medida que las capas burguesas, gracias a su prosperidad y a su audacia, consiguen adoptar tal o cual distintivo prestigioso, en boga entre la nobleza, se impone el cambio desde arriba para resituar la diferencia social. De ese doble movimiento de imitación y de distinción nace la mutabilidad de la moda.25 Es indiscutible que, con el desarrollo de la burguesía, Europa vio aumentar los deseos de promoción social y acelerarse los fenómenos de contagio imitativo; en ninguna otra parte se franquearon tan ampliamente las barreras de clase y los estados y condiciones. Por exacta que sea, esta dinámica social no puede sin embargo explicar la de la moda, con sus extravagancias y sus ritmos precipitados. La idea de que el cambio de moda sólo se produce en razón de un fenómeno de difusión e imitación dilatado, que descalifica los signos de elite, resulta imposible de aceptar. La rapidez misma de las variaciones contradice esa tesis: con mucha frecuencia las novedades van mucho más rápidas que su vulgarización; para emerger sólo esperan que se produzca un pretendido «alcance», pero ellas lo anticipan. No sufrido, sino efectivamente deseado; no respuesta sociológica sino iniciativa estética, poder ampliamente autónomo de innovación formal. El cambio en la moda no se deduce de la amplitud de las difusiones, no es el efecto ineludible de un determinismo social exterior, ninguna racionalidad mecanicista de ese tipo es capaz de comprender los caprichos de la moda. Probablemente esto no significa que no se dé ninguna lógica social de la moda, sino que reina de forma determinante la búsqueda loca de novedades como tales. No se trata ya de la mecánica pesada y determinista de los conflictos de clase sino de la exaltación «moderna» de lo Nuevo, la pasión sin fin de los juegos y gratuidades estéticos. La turbulencia de la moda tiende menos a las amenazas que se ejercen sobre las barreras sociales que al trabajo continuo, inexorable pero imprevisible, efectuado por el ideal y el gusto de las novedades propios de las sociedades que se desprenden del prestigio del pasado. Debilidad del análisis clásico que no ve en las fluctuaciones de la moda más que coacción impuesta desde fuera, obligación resultante de las tensiones simbólicas de la estratificación social, en tanto que aquéllas corresponden al despliegue de nuevas finalidades y aspiraciones sociohistóricas. En la actualidad hay otra versión del modelo de la distinción de clases, que goza de los favores de los teóricos de la moda. No se trata ya de la persecución y de los fenómenos de «alcance» entre los de abajo y los de arriba de la jerarquía, sino de conflictos de prestigio en el seno mismo de las clases dominantes. Con el desarrollo de la burguesía mercantil y financiera se inició un fenómeno de promoción social de gran importancia: los burgueses enriquecidos compraron títulos de nobleza, adquirieron feudos y cargos, casaron a sus hijos con miembros de la nobleza. Desde el siglo XIV al siglo XVIII y favorecido por el poder real, en Europa se dio un proceso de osmosis social en el seno de las clases dominantes, la clase nobiliaria se abre a los nuevos ricos plebeyos, poco a poco una nobleza de atuendo se coloca junto a la nobleza de espada. Precisamente cuando las capas sociales elevadas ya no son rigurosamente estables y cuando se dan movimientos de ascensión plebeya aparecen los escarceos de la moda, sustentados por las estrategias de distinción y de rivalidades de clase. Cuando las fortunas y aspiraciones se vuelven más móviles, cuando las barreras sociales se hacen menos infranqueables, cuando los privilegios de nacimiento compiten con el poder de la fortuna, empiezan los procesos acelerados de diferenciación entre las clases elevadas, una era de competición sin fin por el prestigio y los títulos distintivos. Es sobre todo en la arena de la clases superiores, entre las fracciones de la clase dominante, entre nobleza y alta burguesía, nobleza de atuendo y nobleza de espada, nobleza de corte y nobleza provinciana, donde tienen lugar las luchas de competencia de donde surgirá la dinámica de la moda.26 Como es evidente no se trata de poner en duda las luchas internas y las estrategias de distinción que acompañaron los movimientos de ascensión y ennoblecimiento de la burguesía, simplemente se niega la idea de que estén en la base de las vicisitudes de la moda. Desde el final de la Edad Media, ¿quiénes han sido los taste makers, los faros y dueños de la moda?, ¿quién lanza y da su nombre a las novedades sino los personajes más elevados y más a la vista de la corte, favoritos o favoritas, grandes señores y princesas, el rey o la reina en persona? Las luchas de competencia entre clases no han podido desempeñar el papel que quiere atribuírseles desde el momento en que son los mayores en jerarquía los instigadores del cambio, precisamente aquellos mismos que, por el hecho de su posición preminente, están más allá de las inquietudes de clase y de la competición por la clasificación social. Por eso la cuestión del motor de la moda no puede dejar de tener en cuenta las transformaciones que han afectado las disposiciones y aspiraciones de la elite social. Se trata de comprender cómo la clase alta ha llegado a invertir de ese modo el orden de las apariencias, cómo ha podido destruir el orden inmóvil de la tradición y entregarse a la espiral interminable de la fantasía: cuestión de nuevos puntos de referencia, de nuevas facilidades, no de dialéctica social y de luchas por el rango. Si bien la moda ha sido sin ninguna duda un instrumento de afiliación y de distinción de clases, esa función no explica en absoluto el origen de las innovaciones en cadena y la ruptura con la valoración inmemorial del pasado. Las estrategias de distinción social indudablemente aclaran los fenómenos de difusión y expansión de la moda, pero no los resortes de las novedades, el culto del presente social, la legitimidad de lo inédito. Es imposible aceptar la idea de que las luchas de competencia prestigiosa entre los grupos, luchas tan antiguas como las primeras sociedades humanas, se hallen en la base de un proceso absolutamente moderno sin ningún precedente histórico. Y lo que es más, ¿cómo, a partir de tal esquema, puede analizarse la búsqueda desenfrenada de originalidad, al igual que aquella otra, matizada, de pequeñas variantes personales en los detalles? ¿De dónde ha nacido el proceso de individualización de la apariencia que caracteriza la moda? Las teorías de la distinción no elucidan ni el motor de innovación permanente ni la incorporación de la autonomía personal en el orden de la imagen. No se dice que la moda sea ajena a los fenómenos de rivalidad social. Desde los famosos análisis de Veblen se sabe que el consumo de las clases altas corresponde esencialmente al principio de despilfarro ostentoso con el fin de conseguir la consideración y la envidia de los demás. El móvil que está en la base del consumo es la rivalidad de las personas, el amor propio que las lleva a querer compararse ventajosamente con los otros y quedar por encima de ellos. Para conseguir y conservar honor y prestigio, las clases altas deben dar y gastar mucho, deben hacer alarde de riqueza y de lujo, manifestar ostensiblemente, por medio de sus buenos modales, su decoro, sus galas, que no están sujetas al trabajo productivo e indigno. La moda, que con sus rápidas variaciones y sus innovaciones «inútiles» está particularmente adaptada para intensificar el gasto pregonado, se convierte en Veblen en un simple «corolario»27 de la ley de la conspicuous consumption, un instrumento de obtención de honorabilidad social. Veblen, que en un pasaje señala que «nunca se ha dado explicación satisfactoria de las variaciones de la moda»,28 creía que sólo podía hacerlo la teoría del despilfarro ostentoso. Solamente ella permite explicar el desprecio por la utilidad práctica propio de la moda, sólo ella, según Veblen, se halla en el origen de las vicisitudes y la obsolescencia de las formas. La conminación a la magnificencia tiene como efecto la escalada de innovaciones fútiles, un incremento de superfluidades sin ninguna finalidad funcional, de lo que se desprende que «el traje ostensiblemente costoso es intrínsecamente feo».29 La consecuencia de la ley de gasto improductivo es, de forma simultánea, la rapidez de los cambios y la fealdad del vestuario de gusto del momento. Si las modas son tan extremadamente pasajeras es porque son hasta tal punto grotescas y antiestéticas que no podemos tolerarlas más que un breve tiempo. De ahí la necesidad, para aligerarnos del efecto estrafalario de esas formas, de nuevos ridículos atavíos fieles a la conspicuous consumption pero totalmente contrarios al buen gusto: la moda y lo artístico son antinómicos. El reduccionismo sociológico alcanza aquí su punto culminante: los entusiasmos traducen solamente nuestra aspiración a la estima social, nos gustan las cosas de moda en tanto nos permiten situarnos socialmente, «desmarcarnos», sacar un provecho distintivo. La teoría de Veblen indudablemente pone el acento sobre una dimensión esencial de la moda: el gasto demostrativo como medio para significar un rango, para suscitar la admiración y exponer un estatus social. Pero ¿por medio de qué mecanismo la norma del consumo ostensible engendra las cascadas de novedades que componen la moda? ¿Por qué durante milenios no ha dado lugar a la locura de los artificios? Sobre ese punto el análisis de Veblen es breve: lo que separa las edades de la moda de las épocas de estabilidad para el autor de la Teoría de la clase ociosa, en el fondo no tiende más que a la exasperación de la obligación de gastar, ocasionada por las condiciones propias de la gran ciudad, donde las clases superiores son más ricas, más móviles, menos homogéneas que en las épocas tradicionales.30 La ley del despilfarro ostentoso y la carrera por la consideración se imponen pues más imperiosamente, dando como resultado el cambio permanente de las formas y estilos. En ese sentido los movimientos versátiles de la moda no hacen más que traducir una intensificación de la regla de la conspicuous consumption. Pero ¿era ésta menor en otros tiempos? ¿Se ejercía con menos intensidad en el evergetismo grecorromano, cuando los notables comprometían vertiginosas fortunas en festines, edificios, distribución de monedas, sacrificios y espectáculos de todo tipo? La norma del derroche era entre ellos particularmente imperiosa; sin embargo, la moda no encontró su lugar de aparición en ese tipo de sociedad. De hecho, el imperativo de mostrar la propia riqueza no ha sido superior en el Occidente moderno, sino que se ha manifestado de otra forma; más exactamente se ha aliado de forma estructural a la búsqueda de la diferencia individual y a la innovación estética. En la base del surgimiento de la moda, se halla no el incremento del despilfarro ostentoso sino la aparición de nuevas exigencias, de nuevos valores que, ciertamente, se traducen en el código inmemorial de la prodigalidad ostensible, pero que no se deducen de ello mecánicamente. Ahí radica el límite de esa sociología de la moda para la que no hay más que instrumentos de clasificación social, sin ninguna finalidad estética. «Con una perspectiva de media docena de años, nos choca ver hasta qué punto la mejor de las modas era estrafalaria, incluso francamente fea», escribía Veblen.31 Evidentemente eso es inaceptable: a ningún precio quisiéramos llevar lo que estuvo de moda hace algunos años, pero seguimos admirando muchas modas anteriores. La moda de ayer aburre, las de anteayer y del pasado lejano continúan fascinando; con frecuencia se admira en ellas la elegancia, el lujo de los detalles, las formas anticuadas pero delicadas. La prueba de que la moda está de acuerdo con la exigencia estética es que no podría ser reducida al único orden de la superfluidad aberrante para la cotización social. Lejos de ser «esencialmente fea», la moda se define, por el contrario, por la intención de refinamiento, de elegancia, de belleza, cualesquiera que sean las extravagancias, el exceso, el mal gusto que, a lo largo de los siglos, han podido darse de vez en cuando. Sin embargo es cierto que la moda no se puede disociar de la conspicuous consumption. A condición de precisar su alcance exacto así como su anclaje social e histórico. En las épocas de desigualdad el consumo demostrativo debe comprenderse como norma social consustancial al orden aristocrático, como imperativo necesario para representar con énfasis la distancia y la jerarquía social. Max Weber ya lo había subrayado, el lujo «en la clase feudal dirigente, no era “superfluo” sino un medio de autoafirmación». Ese ethos aristocrático de esplendidez, lleno de desprecio al trabajo, fue con seguridad una de las condiciones de la emersión de la moda: hizo falta semejante ideal soberano imbricado al orden holista de las sociedades para que fueran posibles las gratuidades y los fastuosos juegos de la apariencia. Especialmente en función de esa norma de magnificencia pudo resplandecer la vida de corte de los estados principescos, tras las poderosas monarquías absolutistas. Como lugar donde los nobles buscan brillar y distinguirse, donde reina una competición constante por el estatus y el prestigio, donde se impone la obligación de gastos de imagen y de símbolos de distinción social, la sociedad de la corte fue un factor decisivo en la aparición de la moda. Por otra parte, a medida que se desarrollaron las grandes sociedades de corte, las cuestiones de moda se convirtieron en asuntos de la mayor importancia para una nobleza desarmada, desposeída de sus antiguas prerrogativas guerreras y judiciales y volcada por ello a esos juegos de apariencia y de placeres mundanos. Pero antes incluso de que la corte absolutista se afirmara en todo su esplendor, la moda estaba vinculada al cambio de estatus de la nobleza. Desde finales del siglo XIV, precisamente en el momento en que va a darse libre curso a las extravagancias de la moda, la nobleza ve retroceder su prestigio y su poder político: los caballeros ya no son los amos de la guerra, sus castillos sucumben bajo los ataques de la artillería; en adelante en los campos de batalla dominan los soldados de infantería y los arqueros a pie. Declive de la caballería que tendrá como eco no solamente las nuevas órdenes de caballería sino un aumento de gastos en materia de indumentaria, un gusto inmoderado por el lujo, el alarde y el lucimiento. Lejos de significar el signo de la supremacía de la nobleza, la moda testimonia más bien su debilitamiento continuo desde el fin de la Edad Media, su metamorfosis progresiva en clase «espectacular», una de cuyas principales obligaciones será hacerse ver por medio de los gastos suntuarios de imagen. Pero no hay que engañarse; por importantes que sean, esos fenómenos dejan sin resolver el problema central: ¿qué es lo que hace que la regla del gasto fastuoso se haya convertido en incremento de rebuscadas elegancias? Se trata siempre del mismo tema: ¿por qué la escalada de cambios y extravagancias y no solamente de suntuosidad? Contradiciendo las teorías dominantes hay que reafirmar que las rivalidades de clase no son el principio del que derivan las incesantes variaciones de la moda. Sin duda las acompañan y determinan algunos de sus aspectos, pero no constituyen la clave. Mientras prevalezca ese modelo es inútil esperar aclarar, aunque sea parcialmente, el misterio de la inconstancia frívola. La investigación sobre la moda exige una modificación radical del paradigma. Ese desplazamiento teórico es, a grandes rasgos, el siguiente: los perpetuos escarceos de la moda son, ante todo, efecto de nuevas valoraciones sociales vinculadas a una nueva posición e imagen del individuo respecto al conjunto colectivo. La moda no es el corolario de la conspicuous consumption y de las estrategias de distinción de clases, sino que lo es de una nueva relación de cada cual con los demás, del deseo de afirmar una personalidad propia, que se difundió en el transcurso de la segunda mitad de la Edad Media entre las clases elevadas. Debido a que el rol de la imagen del individuo no ha sido valorado en su justa medida, las explicaciones del cambio de la moda siguen siendo muy poco convincentes. Lejos de ser un epifenómeno, la conciencia de ser individuos con un destino particular, la voluntad de expresar una identidad singular, la celebración cultural de la identidad personal, han sido un «fuerza productiva», el motor mismo de la mutabilidad de la moda. Para que se diera el auge de las frivolidades fue precisa una revolución en la imagen de las personas y en la propia conciencia, conmoción de las mentalidades y valores tradicionales; fue preciso que se ligaran la exaltación de la unicidad de los seres y su complemento, la promoción social de los signos de la diferencia personal. Al final de la Edad Media abundaban indicios que ponían de manifiesto una forma de conciencia inédita de la identidad subjetiva, de la voluntad de expresión de la singularidad individuai, de la exaltación de la individualidad. En las Crónicas y Memorias, el interés por subrayar la identidad del que habla se tradujo en una fórmula canónica: Yo, seguido del nombre, apellidos y títulos del que habla;32 asimismo en las obras poéticas se intensifican las confidencias íntimas, la expresión de los impulsos del Yo, de los instantes vividos, de los recuerdos personales. La aparición de la autobiografía, del retrato y del autorretrato «realistas», ricos en detalles verdaderos, pone de manifiesto que en los siglos XIV y XV la nueva dignidad que reconoce lo que el hombre tiene de singular se dio incluso en estructuras muy fuertemente codificadas y simbólicas. La «muerte de sí», según la expresión de Philippe Ariès, ilustra aún esa misma tendencia en ruptura con el espacio de la muerte tradicional anónima: la iconografía del Juicio Final, el libro de la vida, los temas macabros, los testamentos y sepulturas personalizadas de la segunda mitad de la Edad Media, fueron otros tantos signos reveladores de una voluntad de individualización, una preocupación por ser uno mismo, una promoción de la identidad personal.33 Con nuevo sentido de la identidad personal y de la legitimación de la expresión individual —aunque estuviese en vigor únicamente dentro de los límites del pequeño mundo de la elite social, y más formulada, vivida, que doctrinal—, pudo ponerse en movimiento la lógica proteiforme de la moda. La exigencia de ser uno mismo, la pasión por las muestras de personalidad, la celebración mundana de la individualidad, tuvieron como consecuencia favorecer la ruptura con el respeto a la tradición, multiplicar los focos de iniciativa y de innovación, estimular la imaginación personal, en adelante al acecho de novedades, de diferencias, de originalidad. La afirmación de L'uomo singolare desencadenó un proceso constante de innovación en formas y estilos, de ruptura con la norma tradicional fija. Al final de la Edad Media la individualización de la apariencia conquistó su carta de ciudadanía; no ser como los demás, ser único, llegó a ser una pasión y una aspiración legítimas en el mundo cortesano. En esas condiciones se comprende el movimiento precipitado de la moda: la conciencia y la voluntad de individualizarse desarrollan la competencia, la emulación entre los particulares, la carrera por la diferencia; autorizan y estimulan la expresión de los gustos singulares. En una situación semejante, ¿cómo podía no haberse producido una aceleración de nuevas ideas, una búsqueda incrementada y permanente de nuevos signos? Sin duda alguna las innovaciones seguían siendo un privilegio de clase, un atributo de los grandes de este mundo. Pero lo importante es que aquellos que estaban más arriba de la jerarquía se vanagloriaban de modificar la realidad, de inventar nuevos artificios, de personalizar su vestimenta. Semejante transformación en los comportamientos de la elite social testimonia la infiltración de una nueva representación social de la individualidad en el universo aristocrático. A pesar de las apariencias, no se trataba de un fenómeno de clases sino de la penetración en las clases superiores de los nuevos ideales de la personalidad singular. Estos contribuyeron a quebrantar la inmovilidad tradicional y permitieron a la diferencia individual llegar a convertirse en signo de excelencia social. No pueden separarse las variaciones perpetuas de la moda y la personalización más o menos ostentosa de la apariencia; se trata de dos facetas estrictamente complementarias de la nueva valorización social de lo singular. El error de las teorías de la moda es haber considerado esas cuestiones como ajenas una a la otra. En realidad se trata del mismo fenómeno: dado que la individualización de la imagen se impuso como una nueva legitimidad social, la moda pudo convertirse en ese teatro permanente de fugitivas metamorfosis. Correlativamente, todos los cambios, todas las modas, permitieron a los individuos aunque sólo fuera un mínimo margen de libertad, de elección, de autonomía del gusto. En la misma vía también se ha invertido el sentido del cambio en materia cultural: lo que hasta entonces había inspirado miedo y desconfianza llegó a ser un valor social, objeto de pasiones desenfrenadas entre las más altas esferas. «Lo que cambia pierde su valor», se decía aún en un poema del siglo XII, en estricta continuidad de la mentalidad tradicional. La inconstancia de la moda, por el contrario, daba fe de que se había salido, aunque fuera muy parcialmente, de tal sistema; en adelante resplandece un valor mundano inédito, lo Nuevo. 34 No hay moda sin un trastorno total de la relación respecto al devenir histórico y a lo efímero. Para que apareciera el sistema de la moda fue preciso que se aceptara y deseara lo «moderno», que el presente fuera considerado más prestigioso que el pasado, que se diera una excepcional dignificación de las novedades. Inversión fundamental en la orientación temporal de la vida social surgida de fuentes muy complejas pero que hay que atribuir especialmente al reconocimiento del «derecho» de los individuos a diferenciarse, a singularizar su apariencia, es decir, pues, a cambiar. Con la nueva actitud de la unidad social respecto a la norma colectiva se instituyó una nueva relación social respecto a la dinámica: la legitimidad de la innovación y del presente social fue pareja a la aparición de la lógica estético-individualista como lógica de la diferencia y de la autonomía. ESTÉTICA DE LA SEDUCCIÓN Pese a la importancia de la consagración de la individualidad y de la novedad en el establecimiento de la moda, aquélla no proporciona por sí misma la comprensión total sobre el fenómeno. Una lógica tan compleja como la moda, que abarca tantos aspectos de la vida social, individual, cultural, estética, sólo pudo aparecer por la sinergia de una multitud de factores que, aun siendo absolutamente independientes unos de otros, tuvieron cada uno su propia eficacia. Además de los hechos sociales ya mencionados —la sociedad cortesana, el estatus de las clases aristocráticas, el desarrollo de las ciudades—, otros fenómenos desempeñaron un papel primordial. La promoción de la individualidad mundana, la extraordinaria inversión en el orden de las apariencias, el refinamiento y la estética de las formas que distingue la moda, tienen su base en un conjunto de factores culturales propios de Occidente. Es preciso insistir: en la genealogía de la moda son los valores, los sistemas de significación, los gustos, las normas de vida, los «determinantes en última instancia», las «superestructuras» son las que explican el porqué de esa irrupción única en la aventura humana que es la fiebre de las novedades. Sustituyendo la referencia del pasado por la del presente, la moda introdujo una ruptura radical en el orden del tiempo legítimo. Discontinuidad histórica que, por otra parte, no impidió que en la moda se diera un sistema de prolongación de los gustos, de los modelos de vida e ideales profanos anteriores a la aparición del sentido de lo «moderno». La consagración de las frivolidades está en línea con las normas de la cultura caballeresca y cortesana, de su aspiración al goce terrenal y a los placeres del mundo: alegría por combatir en las guerras y torneos, gozo por la caza, por las fiestas y festines fastuosos, placer por el juego y la poesía galante, amor por los desfiles y espectáculos. 35 Esa moral aristocrática del placer fue, de forma incontestable, un factor esencial en la aparición del homo frivolus; la moda es una práctica de placeres, es placer de complacer, de sorprender, de deslumbrar. Placer producido por el estímulo del cambio, la metamorfosis de las formas, propia y de los demás. La moda no es únicamente signo de distinción social, es también placer de la vista y de la diferencia. El reino de la moda que se instaura a finales de la Edad Media no debe concebirse como la manera de huir, de aturdirse ante las desgracias y las angustias de la época; es la continuidad de las normas y las actitudes mentales propias de la vida señorial, ávida de bienestar terrenal. Búsqueda de placeres que no dejó de aumentar de forma paralela al desarrollo de las grandes cortes, a la civilización cortesana, pero también a un nuevo sentido de la duración humana. A la luz de los humanistas sabemos que a partir del siglo XIV se intensificó el sentido de la fugacidad terrestre; la pena por envejecer, la nostalgia de la juventud, la conciencia de la inminencia del fin cobraron una nueva importancia.36 No cabe duda de que esa nueva sensibilidad colectiva, que desde entonces acompañará indisociablemente los Tiempos modernos, favorecerá la búsqueda acelerada de placer. La moda traduce un amor apasionado por la felicidad y la vida, una exasperación del deseo de disfrutar de los placeres terrenales, ahora posible gracias a los valores caballerescos, a la sociedad cortesana, así como a una sensibilidad moderna en la que apuntan ya la melancolía del tiempo y la angustia de abandonar la vida. La intensificación y la precipitación en la búsqueda de los placeres del mundo se vieron reforzadas por un proceso de estilización de las normas de vida y de los gustos. La aparición de la moda no es disociable de la revolución cultural que en los siglos XI y XII se inicia en la clase señorial con la promoción de los valores cortesanos. El ideal de la vida caballeresca experimentó un aggiornamento: a la tradicional exigencia de fuerza, de hazañas, de generosidad, se añadieron nuevas normas que preconizaban la idealización de la mujer, el lenguaje cuidado, las buenas maneras, las cualidades literarias, la afectación galante. El caballero se convierte en literato y poeta, el amor por el lenguaje bello y más adelante por los objetos bonitos, ganó a los círculos mundanos. De ese lento trabajo de civilización de las costumbres y los placeres, de ese nuevo ideal estético y refinado, surgió la moda; de alguna manera se preparó históricamente más de dos siglos antes, con el advenimiento del espíritu cortés, rivalizando en poesía y delicadeza preciosista. Como arte de los matices y de los refinamientos de la apariencia, la moda, paralelamente a la pasión por los objetos bonitos y las obras de arte, amplía esa aspiración a una vida más bella, más estilizada, que surgió alrededor del año 1100. La moda aparece en el siglo en que el arte presenta una clara tendencia al exceso decorativo, a la proliferación del ornamento, a la profusión de caprichos en la arquitectura flamígera, en la exasperación del Ars Nova, en las elegantes modulaciones de las miniaturas góticas. Es asimismo la época del ornato excéntrico que culmina en la corte de Carlos VI y de los duques de Borgoña con los trajes mitad rojo, mitad violeta o azul y amarillo, con los tocados femeninos elevados, con el «capirote», con el cabello rapado en las sienes y por encima de la frente, las caperuzas en forma de cresta de gallo, las mangas hasta el suelo. Sin embargo, no debemos confundirnos; todas esas novedades, con sus exageraciones o sus rarezas, no son más que una manifestación entre tantas de esa necesidad estética, de ese culto de la ornamentación y el espectáculo que caracterizó el final de la Edad Media y se prolongó mucho más allá. En los siglos XIV y XV se impuso un espíritu barroco, el gusto por la apariencia teatral y espectacular, la atracción por el exotismo, lo raro, las fantasías gratuitas correspondientes al triunfo de la cultura palaciega, a su ideal de juego y preciosismo mundano. Al recorrido ondulante de las formas y a la profunda riqueza de los adornos en el arte, responde ahora el vestido —sofisticado, extraño, extravagante— de la corte y de las fiestas nocturnas. Bajo la acción del espíritu de juego del ideal cortés se extiende la óptica de la teatralidad, la necesidad imperiosa del efecto, la propensión al énfasis, al exceso y a lo pintoresco que definen especialmente la moda, ese arte cortesano dominado por el espíritu barroco, al menos hasta las rupturas puristas y modernistas del siglo XX. Desde mediados del siglo XIV la moda no ha dejado de obedecer a la fascinación del efecto y del artificio, a la exuberancia y al refinamiento de los detalles decorativos. En el arte alternaron las formas barrocas y clásicas y a veces se mezclaron; en la moda el espíritu barroco nunca renunció a imponer su ley por completo. La aparición de la moda testimonia esa evolución del gusto prendado de la belleza amanerada de las formas y constituye más un signo del progreso de disfrute estético que del aumento de riquezas o incluso del nuevo sistema de relaciones sociales propio de las sociedades cortesanas. Como arte de las pequeñas diferencias y sutilezas de la apariencia, la moda expresa el afinamiento de los placeres de la vista. Este es el momento de matizar la apreciación, en adelante clásica, de Lucien Febvre sobre el «retraso de la vista» y la ausencia de poesía de lo visual entre los hombres del Renacimiento.37 Si bien es cierto que los escritores y poetas utilizan con preferencia imágenes acústicas y olfativas, refiriéndose poco a las formas físicas, las figuras y los colores, ¿es suficiente para diagnosticar el papel subalterno de la vista en beneficio de la sensibilidad dominante a los olores, los perfumes, los sonidos y la voz? El despliegue de la moda obliga a revisar en parte ese juicio, si es cierto que la moda no puede concebirse sin la minuciosa atención a los detalles singulares, sin la búsqueda de matices, sin la poetización de la diferencia morfológica de los sexos. ¿Cómo no ver en los hombres del Renacimiento seres frustrados en el sentido visual, poco sensibles a la gracia de las formas, atraídos sólo por los colores brillantes y contrastados cuando la moda está iniciando su sofisticación ornamental, cuando en el siglo XVI se diversifican las pasamanerías, puntillas y bordados, cuando los vestidos dibujan con énfasis las líneas del cuerpo? La moda y el refinamiento visual van unidos, aquélla consagra el progreso de la mirada estética en las esferas mundanas. Hay que insistir sobre la cultura cortesana y su invención más original: el amor. Recordemos esquemáticamente lo que instituyó de nuevo el amor galante: sublimación del impulso sexual; culto «desinteresado» del amor, reforzado por la sobrevaloración y la celebración lírica de la mujer amada; sumisión y obediencia del amante a la dama y, en general, todos esos rasgos propios del amor provenzal que en el mundo de las cortes señoriales introdujeron poco a poco transformaciones en la relación entre sexos y, más en concreto, en hs relaciones de seducción. Desde el principio de los tiempos los guerreros ganaron el amor de las mujeres realizando proezas y hazañas en su honor; el amor se merece por las virtudes viriles, la temeridad y la devoción heroica. Esa concepción caballeresca del amor prosigue durante siglos, pero a partir del año 1100 experimenta la influencia civilizadora del amor galante. De este modo, al heroísmo guerrero le sucedió un heroísmo lírico y sentimental: en el nuevo código amoroso el señor, por juego, vive arrodillado ante su mujer amada, languidece y la rodea de atenciones, se muestra sumiso ante sus caprichos, celebra su belleza y sus virtudes con aduladores poemas. Empieza lo que R. Nelli llama «la poetización del cortejo» excluyendo el lenguaje vulgar, las gracias, chistes y obscenidades tradicionales en beneficio de la discreción, la humildad respetuosa del amante, el ennoblecimiento del lenguaje y la exaltación galante. En adelante la seducción requiere atención y delicadeza hacia la mujer, juegos amanerados, poética del verbo y de los comportamientos. La moda, con sus variaciones y sutiles juegos de matices, debe considerarse como la continuación de esa nueva poética de la seducción. Los hombres, de la misma manera que deben complacer a las damas con sus buenas maneras y su lirismo, deben también cuidar su apariencia, estudiar su imagen como estudian su lenguaje; el preciosismo del traje es la extensión y la reafirmación de la estilización del amor. La moda y su exigencia de artificios no pueden separarse de esa nueva imagen de la feminidad, de esa estrategia de seducción por medio de los signos estéticos. A la vez, la sobrevaloración de la mujer, las lisonjas respecto a su belleza contribuyeron a ampliar y legitimar en la alta sociedad laica el gusto femenino por el arreglo personal y los adornos, gusto presente desde la más lejana Antigüedad. El amor galante está doblemente implicado en la génesis de la moda. Por una parte, considerando que el verdadero amor debía buscarse fuera del matrimonio y que el amor puro era extraconyugal, el amor cortés arrojó el descrédito sobre la institución matrimonial, legitimó la libre elección de amante por parte de la dama y favoreció así la autonomía del sentimiento. En ese sentido el amor contribuyó al proceso de individualización de las personas, a la promoción del individuo mundano relativamente libre en sus gustos, desligado de la antigua norma. Anteriormente ya hemos podido ver el vínculo íntimo que unía la moda y la consagración mundana de la individualidad. Por otra parte, más directamente, el amor galante produjo una nueva relación entre los sexos, puso en marcha un nuevo dispositivo de seducción que tuvo gran importancia en ese proceso de estética de las apariencias que es la moda. Las modificaciones en la estructura del vestido masculino y femenino que se impusieron a partir de 1350 son un síntoma directo de esa caprichosa estética de la seducción. El traje marca desde entonces una diferencia radical entre masculino y femenino, sexualiza como nunca la apariencia. El traje masculino de jubón corto dibuja el talle y pone de relieve las piernas enfundadas en calzas largas; paralelamente, la nueva línea del traje femenino modela el talle y marca las caderas, con los escotes destaca el pecho y los hombros. Así pues, el vestido se dedica a exhibir los encantos del cuerpo acentuando la diferencia de los sexos: el jubón relleno destaca el tórax masculino, las braguetas adquieren a veces formas fálicas; algo más adelante los corsés de ballenas, con su armazón, permitirán durante cuatro siglos reducir el talle femenino y acentuar el pecho. El traje de moda se convierte en traje de seducción al dibujar los atractivos del cuerpo, revelando y ocultando los reclamos del sexo, avivando los encantos eróticos. No sólo símbolo jerárquico y de estatus social sino instrumento de seducción, poder de misterio y de secreto, medio de complacer y destacar en el lujo, la fantasía, la gracia rebuscada. La seducción se ha desprendido del orden inmemorial del ritual, de la tradición, ha inaugurado su larga carrera moderna individualizando, aunque sea parcialmente, los signos indumentarios, idealizando y exacerbando la sensualidad de las apariencias. Dinámica de excesos y amplificaciones, aumento de los artificios, preciosismo ostentoso, el atavío de moda testifica que se está en la era moderna de la seducción, de la estética de la personalidad y de la sensualidad. Los cambios en las estrategias de seducción entre los sexos no son los únicos que se dan; al respecto no se puede dejar de relacionar la aparición de la moda con esa otra forma de seducción que representó, a partir del siglo XIII, la apariencia sensible del mundo en el arte de Occidente. El mundo se convirtió en objeto de delectación, se consideraba bello y digno de atención y suscitó entre los artistas una preocupación estética cada vez más acusada. Con el arte medieval se desarrolla una nueva visión del mundo terrenal y de lo concreto: la expresión del misterio irreconocible y de lo sobrehumano impersonal retrocede en beneficio del descubrimiento t la descripción de lo real en toda su diversidad. El escultor gótico sustituye los monstruos fantásticos por animales vivos, bosques, pequeños jardines, follajes del entorno. Representa los trabajos de los hombres, acerca Dios al hombre propagando una imagen de la Virgen más femenina y maternal, un Cristo impregnado de dulzura y humanidad. Realismo artístico de origen medieval que tomará un nuevo rostro en el Renacimiento, con la búsqueda de la profundidad y el relieve del arte del retrato, del paisaje, de la naturaleza muerta. Ese sentido de lo concreto, ese interés por la experiencia visual y las apariencias en el arte, tienen una gran importancia porque traducen la glorificación del mundo creado, la valoración de la belleza del mundo humano y terreno. Esa es la nueva inversión mundana que se encontrará también en la moda y que contribuirá a su establecimiento. La moda representa, en efecto, la faceta frívola de ese nuevo amor por las apariencias y el espectáculo del hombre, que se produce en Occidente. Por otra parte, las diferencias evidentes y altamente significativas, como el culto a la fantasía que se manifiesta en la moda, y el «realismo» que en cierto sentido no dejará de guiar la evolución del arte, forman parte de un mismo conjunto: en ambos casos se da la misma exaltación de las cosas visibles, la misma pasión por los detalles sensibles, la misma curiosidad por los rasgos individuales, igual delectación inmediata por lo externo, la misma tendencia al placer estético. La revolución indumentaria que se encuentra en el origen del traje moderno, se basa en esa rehabilitación artística del mundo; el amor por lo real en su singularidad, que en primer lugar se manifiesta en el arte gótico, sin ninguna duda favoreció la aparición de un atavío expresivo de los encantos y la individualidad del cuerpo. Hay que destacar que el traje de chaqueta corta del siglo XVI era inseparable del «realismo»; que no siguió sino que anticipó la revolución de la imagen del Quattrocento, que contribuyó al descubrimiento del cuerpo humano permitiendo a los artistas tener «una visión casi anatómica del tronco y los miembros».38 Pero no se debe ir demasiado lejos en esa automatización de la moda respecto al arte medieval. Tampoco es cierto que la nueva indumentaria no deba nada a la búsqueda estilística anterior; el traje corto masculino no es el «primer realismo».39 Incluso si en efecto precedió al estilo del Renacimiento, de hecho prolonga a más largo plazo la observación y la curiosidad hacia lo real ya manifiestas en el arte gótico: a finales de la Edad Media, la moda extendió a la apariencia indumentaria el proceso de promoción de la imagen ya surgido en las formas del arte cristiano. No es casual que la moda y el desnudo en pintura se den en la misma época: se trata de una misma consagración de nuestra permanencia en la tierra. El desnudo procede sin duda de un retorno a los clásicos, de la admiración nueva por los modelos antiguos; pero, más allá de la «resurrección» de la Antigüedad, no debe perderse de vista, como decía E. Mâle, la continuidad en que se inscribe el arte de Occidente como arte fundamentalmente cristiano, que permitió la rehabilitación de las cosas visibles y el amor por las criaturas divinas, desde la época gótica. Del mismo modo, si la aparición de la moda coincide con un impulso de los valores profanos en el seno de las clases superiores, ese avance no puede separarse de un encuadramiento religioso, en este caso el cristianismo. La fe cristiana, que constituyó la oposición más irreductible a las vanidades del siglo, contribuyó, aunque fuera de forma indirecta, al establecimiento del reino de la moda. Por el dogma del dios-hombre y la revalorización- legitimación que permite de la esfera terrestre, por los datos sensibles y visuales,40 la religión de la encarnación favoreció incontestablemente la aparición de la moda. Así como el cristianismo hizo posible, al menos como marco simbólico, la posesión y explotación moderna de la naturaleza,41 también fue la matriz que permitió la difusión de la moda como orden estético autónomo entregado al capricho de los hombres. El cristianismo pudo realizar esa tarea paradójica tan claramente contraria a su imperativo de salvación, ante todo, por mediación del arte. El arte cristiano se «reconcilió» con nuestra permanencia terrenal, hubo glorificación estilística del reino de las criaturas que repercutió en la esfera indumentaria. La moda no nació de la sola dinámica social, ni siquiera de la difusión de los valores profanos, precisó de un esquema religioso único, el de la Encarnación, que a diferencia de las demás religiones llevó a la inversión de los términos del aquí-abajo y a la dignificación de la esfera terrestre, de las apariencias y las formas singulares. En el marco de una religión basada en la plena humanidad del Salvador, el mundo creado podrá loarse por su belleza; la originalidad y el encanto de la apariencia podrán ganar legitimidad, el traje dibujará y pregonará la belleza del cuerpo. La moda sólo ha podido arraigar en Occidente, en el mismo lugar donde se desarrolló la religión de Cristo. No se trata de un fenómeno fortuito: en el caso específico cristiano un vínculo íntimo, aunque paradójico, une al homo frivolus y al homo religiosus. II. LA MODA CENTENARIA A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX la moda, en el sentido moderno del término, entra en escena. Aunque no todo es nuevo, es evidente que aparece entonces un sistema de producción y difusión desconocido hasta ese momento y que se mantendrá con gran regularidad durante un siglo. Ese es el fenómeno histórico que queremos destacar: a pesar del progreso tecnológico, de sus incesantes escarceos o «revoluciones» estilísticas, la moda no ha escapado a lo que bien puede llamarse una estructura de larga duración. Desde mediados del siglo XIX hasta los años sesenta, momento en que el sistema empieza a agrietarse y a reconvertirse parcialmente, la moda se basa en una organización hasta tal punto estable, que es legítimo hablar de una moda centenaria, primera fase de la historia de la moda moderna, su momento heroico y sublime. Moda centenaria: sin duda una manera de decir que un ciclo está acabado, manera sobre todo de insistir sobre aquello que, en lo más profundo, nos une a esa fase fundadora de una nueva organización de lo efímero, de una nueva lógica del poder destinada a conocer un extraordinario destino histórico, puesto que se impondrá cada vez más en el seno de nuestras sociedades a lo largo del siglo XX. Guardando las distancias, habría que decir que la moda centenaria es lo que Tocqueville decía de América: en ella hemos visto más que la moda, hemos reconocido una figura, particular pero significativa, del advenimiento de las sociedades burocráticas modernas; hemos visto más que una página de la historia del lujo, de las rivalidades y distinciones de clase, hemos reconocido en ella uno de los rostros de la «revolución democrática» en marcha. LA MODA Y SU DOBLE Una característica de la moda moderna es que se articula en torno a dos industrias nuevas en los fines y en los métodos, en los artículos y el prestigio; sin ninguna duda incomparables pero que conforman una unidad, un sistema homogéneo y regular en la historia de la producción de frivolidades. Por una parte, la Alta Costura, inicialmente llamada Costura, y por otra la confección industrial; ésas son las dos piedras angulares de la moda centenaria. Sistema bipolar basado en una creación de lujo y a medida que se opone a una producción de masas en serie y barata que imita, poco o mucho, los modelos prestigiosos o «firmados» de la Alta Costura. Creación de modelos originales y reproducción industrial: la moda que se va configurando se presenta bajo el signo de una marcada diferenciación en materia de técnicas, de precio, de fama, de objetivos, concordando con una sociedad también dividida en clases, formas de vida y aspiraciones claramente distintas. Seguramente el sistema descrito no traduce más que parcialmente una realidad histórica más compleja. Entre los dos pilares mencionados jamás han dejado de existir organizaciones intermedias, pequeña y mediana costura. Concretamente en Francia son numerosas las mujeres que han continuado recurriendo a una modista o confeccionando ellas mismas sus vestidos a partir de «patrones», de venta en los almacenes o contenidos en las revistas de moda: en los años cincuenta, el sesenta por ciento de francesas se vestía aún en modistas o se hacía la ropa. Por otra parte, la confección, sobre todo en los países muy industrializados, con posibilidad de reproducir legalmente y de forma rápida los modelos de la Alta Costura (por ejemplo, los Estados Unidos), no se ha limitado a una producción barata sino que ha diversificado su oferta y ha realizado artículos de diferentes calidades, de lo corriente al semilujo. El esquema global es pues el siguiente: la Alta Costura monopoliza la innovación, lanza la tendencia del año; la confección y las otras industrias la siguen, inspirándose más o menos en ella, con más o menos retraso, sea como sea, a precios incomparables. Así pues, la moda moderna, aun basándose en dos grandes ejes, se vuelve, como nunca, radicalmente monocéfala. En la medida en que la Alta Costura es el laboratorio indudable de las novedades, la moda centenaria designa esencialmente la moda femenina. Ello no significa que no haya existido también una moda masculina, sino que ésta no se ha basado en ninguna institución comparable a la Alta Costura, con sus casas famosas, sus renovaciones de temporada, sus desfiles de modelos, sus atrevimientos y «revoluciones». Por otra parte, la moda masculina es impulsada desde Londres, y a partir de 1930 cada vez más por los EE.UU., mientras que el centro de la Alta Costura está en París. Comparada con la Costura, la moda masculina es lenta, moderada, sin tropiezos, «igualitaria» tanto si se articula sobre la oposición como sobre la medida/serie. No cabe duda de que la Alta Costura es la institución más significativa de la moda moderna; sólo ella ha tenido que poner en marcha de modo permanente todo un arsenal de leyes a fin de protegerse contra el plagio y los imitadores; sólo ella ha suscitado debates apasionados, ha gozado de celebridad mundial, se ha beneficiado de la publicidad regular y desmultiplicada de la prensa especializada. Prolongando un fenómeno ya manifiesto en el siglo XVIII, la moda moderna es de esencia femenina. El orden a dos bandas de la moda no se instituyó en función de un proyecto explícito ni tampoco en un tiempo absolutamente sincronizado, la confección industrial precedió a la aparición de la Alta Costura. En Francia, en los años 1820, y a imitación de Inglaterra, se da una producción de nuevos trajes, baratos y en serie; esta producción conoce una verdadera expansión después de 1840 —antes incluso de entrar en la era de la mecanización, posible gracias a la máquina de coser—, hacia 1860. A medida que se implantan los grandes almacenes, que las técnicas progresan, que disminuyen los costos de producción, la confección diversifica la calidad de sus artículos dirigiéndose a la pequeña y mediana burguesía. Tras la guerra de 1914, la confección se transforma profundamente bajo el efecto de una creciente división del trabajo, de un maquinismo más perfeccionado y de los progresos de la industria química, que permiten obtener mayor variedad de colores y, a partir de 1939, nuevos tejidos a base de fibras sintéticas. Pero, a pesar de esos progresos, la organización de la moda permanece inalterable, y hasta los años sesenta de nuestro siglo todas las industrias están pendientes de los decretos de la Alta Costura. Otoño de 1857-invierno de 1858: Charles-Fréderik Worth funda en la calle de la Paz de París su propia casa, primera en la línea de lo que un poco más tarde se llamará Alta Costura. Anuncia: «Trajes y abrigos confeccionados, sedería, grandes novedades», pero la verdadera originalidad de Worth, de quien la moda actual es heredera, reside en que, por primera vez, modelos inéditos realizados con antelación y renovados con frecuencia, se presentan a los clientes en lujosos salones y después, tras la elección, se confeccionan a medida. Revolución en el proceso de creación que además se acompaña de una innovación, capital en la comercialización de la moda y de la que Worth es también el iniciador: los modelos los llevan y presentan mujeres jóvenes, las futuras maniquíes, denominadas «sosias» en la época. Bajo la iniciativa de Worth, la moda accede a la era moderna: se convierte en una empresa de creación pero también en espectáculo publicitario. A continuación ven la luz decenas de casas organizadas con base en los mismos principios: en la exposición de 1900 se presentan veinte casas de Alta Costura, entre ellas Worth, Rouff (fundada en 1884), Paquin (1891), Callot Hermanas (1896). Doucet, que más tarde empleará a Poiret, abre sus puertas en 1880, Lanvin en 1909, Chanel y Patou en 1919. La exposición de Artes Decorativas de 1925 acoge a setenta y dos casas; en 1959 se hallan registradas una cincuentena de ellas en la Cámara Sindical de la Costura parisina. Esas casas, a menudo de renombre, dan trabajo, según su importancia, a un número de empleados que oscila entre cien y dos mil, pero su peso en la economía nacional manifiestamente carece de relación con la dimensión de su efectivo. La industria de lujo que representa la Alta Costura desempeñará un papel capital en la economía francesa, especialmente en lo que respecta a la exportación de vestidos, que gracias al prestigio de las grandes casas parisinas ocupará, a mediados de los años veinte, el segundo puesto en el comercio francés exterior.42 Durante ese período, realmente de prosperidad excepcional antes de la gran depresión que afectará a la Alta Costura, esta última representaba por sí sola un tercio de las ventas de exportación en materia de indumentaria.43 En conjunto, las ventas de Alta Costura representaban alrededor de un 15% de la exportación global francesa,44 A mediados de los años cincuenta la situación había cambiado profundamente: Dior, que por sí solo había llegado a totalizar más de la mitad de las exportaciones visibles e invisibles de la Alta Costura, no realizaba más que el 0,5% del total de las exportaciones visibles de Francia. Fundada a mediados del siglo XIX, hasta principios del siglo siguiente la Alta Costura no adoptará el ritmo de creación que se le conoce aún en nuestros días. Inicialmente no había colecciones a fecha fija. Los modelos se creaban durante todo el año variando solamente en función de las estaciones; tampoco había desfiles de moda organizados, que aparecen en los años 1908 y 1910 para convertirse en verdaderos espectáculos presentados a una hora fija, la primera de la tarde, en los salones de las grandes casas. Por otra parte, tras la guerra de 1914, a medida que las adquisiciones de modelos por parte de los compradores profesionales extranjeros se multiplicaban, las presentaciones de colecciones en cada temporada empezaron a organizarse en fechas prácticamente fijas. Desde entonces cada casa importante presentaba en París dos veces por año —final de enero y principios de agosto— sus creaciones de invierno y verano, bajo la presión de los compradores extranjeros, y las de primavera y otoño (media temporada) en abril y noviembre. Las colecciones, que se presentaban primero a los comisionistas extranjeros (sobre todo americanos y europeos), se pasaban dos o tres semanas después ante los clientes particulares. Los profesionales extranjeros compraban los modelos que elegían junto con el derecho de reproducirlos en serie en su país. Dotados de los modelos y las fichas de referencia que les proporcionaban las indicaciones necesarias para la reproducción de los vestidos, los confeccionistas —a excepción de los franceses, que no tenían acceso inmediato a las novedades de la temporada por razones evidentes de exclusividad— podían reproducir, simplificándolas, las creaciones parisinas. Muy rápidamente, en pocas semanas, la clientela extranjera podía vestirse al último grito de la Alta Costura a precios accesibles, incluso muy bajos según la categoría de confección. De manera que la Alta Costura, al contrario de lo que a veces se cree, más que acelerar la moda la regularizó. En efecto, los rápidos cambios de moda no son contemporáneos de la Alta Costura, la precedieron en casi un siglo: ya a finales del Antiguo Régimen, la moda adquirió un ritmo desenfrenado, casi como el actual. Pero esa velocidad fue hasta entonces aleatoria, impulsada de forma dispersa por tal o cual árbitro variable de la elegancia. Por el contrario, con la era de la Alta Costura se da por primera vez una institucionalización u orquestación del cambio: en lo esencial la moda se vuelve bianual, las medias temporadas no hacen más que anunciar los signos precursores de la moda siguiente. En lugar de una lógica fortuita de la innovación se instaura una normalización del cambio de moda, una renovación imperativa efectuada a fecha fija por un grupo especializado. La Alta Costura disciplinó la moda desde el momento en que inició un proceso de innovación y fantasía creativa sin precedentes. París dicta la moda: con la hegemonía de la Alta Costura aparece una moda hipercentralizada, elaborada por entero en París y al mismo tiempo internacional, que es seguida por todas las mujeres up to date del mundo. Fenómeno que tiene concordancias con el arte moderno y sus pioneros, concentrados en París y ordenando un estilo expurgado de caracteres nacionales. El hecho no es absolutamente nuevo: a partir del siglo XVII, Francia se impuso cada vez más como faro de la moda en Europa, y la práctica de las «muñecas de moda», esas primeras embajadoras de la moda, que llega a ser corriente en el siglo XVIII, revela a un tiempo la tendencia a la unificación de la indumentaria europea y el polo de atracción de París. No obstante, durante todo ese tiempo el arreglo personal nunca dejó de presentar determinados rasgos propios de los diferentes países: a semejanza de la pintura, la moda mantuvo un carácter nacional. Por el contrario la Alta Costura, secundada por la confección, permitió a la moda desprenderse de la impronta nacional no subsistiendo más que el modelo y su copia en serie, idéntica en todos los países. La moda moderna, bajo la lujosa autoridad de la Alta Costura, apareció como la primera manifestación de un consumo de masas; homogénea, estandarizada, indiferente a las fronteras. Bajo la égida parisina de la Alta Costura tuvo lugar una uniformización mundial de la moda, homogeneización en el espacio que tuvo como contrapartida una diversificación en el tiempo vinculada a los ciclos regulares de las colecciones de temporada. Centralización, internacionalización y, paralelamente, democratización de la moda. El desarrollo de la confección industrial por una parte y el de las comunicaciones de masa por otra, así como la dinámica de los estilos de vida y de los valores modernos, supusieron no solamente la desaparición de los múltiples trajes regionales y folklóricos sino también la atenuación de las diferencias heterogéneas en la indumentaria de las diferentes clases, en beneficio de un atavío más acorde con los gustos en vigor, para capas sociales cada vez más amplias. El fenómeno más destacable es que la Alta Costura, industria de lujo por excelencia, contribuyó a ordenar esa democratización de la moda. A partir de 1920, con la simplificación del vestido femenino de la que Chanel es de alguna manera el símbolo, la moda se vuelve menos inaccesible puesto que es más fácilmente imitable: ineluctablemente se reducen las diferencias de aspecto. Desde el momento en que la ostentación del lujo se convirtió en signo de mal gusto y la verdadera elegancia requirió discreción y ausencia de pompa, la moda femenina entró en la era de la apariencia democrática. En 1931 la periodista Janet Flanner escribía, a propósito de Chanel: «Chanel ha lanzado el “género pobre”, ha introducido en el Ritz el tricot del apache, ha convertido en elegantes el cuello y los puños de la camarera, ha utilizado el fular del jornalero y ha vestido a las reinas con monos de mecánicos.» Por supuesto, diferencias de aspecto muy claras siguieron distinguiendo a las diferentes clases, pero el hecho más importante reside en que el lujo indumentario dejó de ser un imperativo de ostentación, sólo legítimo en cuanto difuminado e invisible; una cierta simplicidad «impersonal», aparentemente estandarizable, consiguió imponerse en la escena de la elegancia femenina. «He aquí el Ford firmado por Chanel», concluía en 1926 la edición americana de Vogue refiriéndose a un vestido negro, austero, de manga larga. En las antípodas del énfasis aristocrático, el estilo moderno democrático se encarnará en las líneas refinadas y ligeras, en los «uniformes» ostentosamente discretos. Si la primera revolución en la apariencia femenina moderna reside en la supresión del corsé por Poiret en 1909-1910, la segunda, sin ninguna duda mucho más radical, se sitúa en los años veinte bajo el impulso de Chanel y de Patou. Paul Poiret marginó el corsé y otorgó una nueva ligereza al aspecto femenino, pero siguió fiel al gusto por el adorno sofisticado, a la suntuosidad tradicional del vestido. Por el contrario, Chanel y Patou repudiaron el lujo chillón, despojaron a las mujeres de lacitos, volantes y perifollos: en adelante se llevarían los vestidos tubo, cortos y sencillos, sombreros de campana, pantalones y jerséis. Chanel vestirá a las mujeres del gran mundo con trajes sastre de punto, con pullover gris, negro o beige. Patou creará jerséis de motivos geométricos y faldas rectas plisadas. En lo sucesivo lo chic es no parecer rico. Lo que para los hombres se manifiesta en el siglo XIX con la estética de Brummell, gana de otro modo el universo femenino; la exhibición deslumbrante se eclipsa en beneficio de la estética democrática de la pureza, la sobriedad y la comodidad. La heterogeneidad del atuendo, consustancial al orden aristocrático, en que el fasto ostentador es un imperativo social destinado a destacar la desigualdad humana y social, es sustituida a principios del siglo XX por una moda de tendencia «homogénea» basada en el rechazo del principio de exhibición majestuosa y superior de la jerarquía. «Antes, las mujeres eran arquitecturales como proas de navío, y bellas. Ahora parecen pequeñas telegrafistas subalimentadas», decía Poiret. En efecto, la alteridad social, lejos de estar magnificada por el atuendo, se halla oculta por la decadencia de los signos de suntuosidad. Reabsorción de los símbolos de distancia social que, al parecer, no puede separarse del ideal democrático de la igualdad de condiciones: seres conocidos de esencia parecida no pueden ofrecer más que una imagen de sí mismos sin extrema disparidad, sin señal evidente de abismo jerárquico. En lo más profundo de la revolución indumentaria femenina del siglo XX, tomando el relevo de la de los hombres, se produce el hundimiento del universo «holista», el advenimiento de una sociedad dirigida por el ideal de la igualdad democrática. Sin embargo, el proceso no se realizó sin cierta ambigüedad: el lujo siguió siendo, con la condición de ser eufemizado, un valor irremplazable de gusto y refinamiento de clase, en el corazón de la Alta Costura. La democratización de la moda no significó uniformización o igualación de la apariencia; nuevos signos más sutiles y matizados, especialmente firmas, cortes, tejidos, continuaron asegurando las funciones de distinción y excelencia sociales. La democratización significó reducción de los signos de diferenciación social, moderación del principio aristocrático de la conspicuous consumption, paralelamente a esos nuevos criterios que son la esbeltez, la juventud, el sex-appeal, la comodidad, la discreción. La moda centenaria no eliminó los signos de rango social, los atenuó promoviendo referencias que valoraban más los atributos de tipo más personal como los referidos, esbeltez, juventud o sex-appeal. El sobrio estilo democrático tampoco se impuso por igual. Junto a los atuendos de día, simples y ligeros, la Alta Costura creó trajes de noche suntuosos, sofisticados, extremadamente femeninos. La moda centenaria cubrió la distancia entre las diferentes clases de atavíos femeninos. Por una parte una moda de día (ciudad y deporte) bajo los auspicios de la discreción, de la comodidad, de lo «funcional». Por otra, una moda de noche, maravillosa, realzando la seducción de lo femenino. La democratización de la moda ha ido pareja a la desunificación de la apariencia femenina: ésta ha llegado a ser mucho más proteiforme, menos homogénea; ha podido jugar con más registros, desde la mujer voluptuosa a la despreocupada, de la «school boy» a la mujer profesional, de la deportiva a la sexy. La descalificación de los signos fastuosos ha hecho que lo femenino entrase en el juego de las metamorfosis completas, de la cohabitación de imágenes dispares, a veces incluso antagónicas. Más directamente que el imaginario de la igualdad, otros factores, culturales y estéticos, han desempeñado un papel principal en la revolución democrática del aspecto femenino, en concreto los deportes. Aunque poco extendidos, la práctica del golf, del tenis, de la bicicleta, de los baños de mar, del alpinismo, de las excursiones, de la caza, de los deportes de invierno, de la conducción de automóviles, permitieron modificar, primero lentamente, mucho más rápido tras la Gran Guerra, el aire de la ropa femenina.45 El golf introdujo el uso del càrdigan, la bicicleta permitió la aparición, hacia 1890, de pantalones anchos que se estrechaban bajo la rodilla, y hacia 1934 el short de verano; los baños de mar impulsaron hacia comienzos de siglo la innovación de bañadores sin mangas, de escotes redondos, seguidos, hacia 1920, por el bañador de una sola pieza con las piernas y los brazos al aire. En los años treinta la espalda se descubrirá por completo con el bañador de dos piezas. En los años veinte se acortan los trajes de hockey, patinaje y tenis; en 1921 Suzanne Lenglen había causado sensación jugando a tenis por primera vez con falda plisada justo bajo la rodilla y con càrdigan blanco sin mangas. Desde finales del siglo XIX se multiplicaron los trajes de deporte: en 1904 la casa Burberry presentaba un catálogo de doscientas cincuenta y cuatro páginas dedicado totalmente a la indumentaria deportiva de confección. A principios de los años veinte la Alta Costura se lanzó también a ello: en 1922 Patou realizó una primera presentación de atuendos deportivos al aire libre y en 1925 abrió su boutique «Le Coin des Sports». Lo chic era entonces llevar conjuntos deportivos, incluso para pasear por la ciudad o ir al restaurante: el sportswear hace su primera aparición «de categoría». Pasear en shorts, exhibir las piernas, los brazos, la espalda, el vientre, se convierte poco a poco en legítimo: el biquini hará su aparición hacia finales de los años cuarenta. Los estilos ligeros, funcionales, sexy, no pueden separarse del creciente auge de los deportes, ni del universo democrático-individualista que afirma la autonomía básica de las personas; todos esos factores en conjunto iniciaron un proceso de desnudamiento del cuerpo femenino, y otro proceso de reducción de la rigidez indumentaria que obstaculizaba la libre expresión de la individualidad. El deporte dignificó el cuerpo natural, permitió mostrarlo tal como es, desembarazado de las armaduras y trampas excesivas del vestir. El deporte no solamente ha hecho evolucionar el atuendo especializado sino que ha contribuido de forma crucial a cambiar las líneas del traje femenino en general, creando un nuevo ideal estético de feminidad. Por el sesgo del culto deportivo se impuso el prototipo de mujer espigada, esbelta, moderna, que juega a tenis y a golf, en oposición a la mujer vaporosa, sedentaria, trabada por sus puntillas y volantes. La simplificación de la indumentaria de los años veinte, la eliminación de frunces y perifollos en provecho de las formas sobrias, netas, es la respuesta a ese nuevo ideal de deporte, ligereza, dinamismo. De 1924 a 1929 Patou creó todos sus modelos basándose en el mismo principio que sus vestidos de aire libre y deporte: «Mis modelos están concebidos para la práctica del deporte. Procuro que sean tan agradables de mirar como de llevar y que permitan una gran libertad de movimientos.»46 Cuarenta años más tarde, en los años sesenta, el efecto Courrèges y sus líneas futuristas no harán más que radicalizar ese proceso en nombre de los mismos valores de comodidad y expansión del cuerpo: «He buscado una moda dinámica, con la preocupación constante por la libertad del gesto... la mujer de hoy se ha liberado. Hace falta que lo haga también psíquicamente. No se la puede vestir en estático, en sedentario» (Courrèges). Por otra parte, ¿cómo ignorar la influencia considerable de las corrientes del arte moderno sobre la transformación democrática de la moda tras la Primera Guerra Mundial? La silueta de la mujer de los años veinte, recta y lisa, está en consonancia directa con el espacio pictórico cubista hecho de planos limpios y de ángulos, de líneas verticales y horizontales, de contornos y planos geométricos; da la réplica al universo tubular de Léger, a la depuración estilística emprendida por Picasso, Braque, Matisse, después de Manet y Cézanne. Los volúmenes y curvas de la mujer dejan sitio a una apariencia depurada, simplificada, en continuidad con el trabajo de las vanguardias artísticas. La moda ha aprendido del proyecto modernista comenzado con Manet, del que Georges Bataille decía que se caracterizaba por la «negación de la elocuencia», por el rechazo «de la palabrería grandilocuente» y de la majestad de las imágenes: abandonando la poética de la ornamentación y la exhibición del oropel, la moda Costura consiguió desublimar y desidealizar parcialmente el aspecto femenino; democratizó el estilo del vestir en el clima de nuevos valores estéticos modernistas que tendían hacia la depuración de las formas y el rechazo de lo decorativo. A la democratización de la apariencia correspondió más adelante la generalización del deseo de moda, antes limitado a las capas privilegiadas de la sociedad. La moda centenaria no solamente aproximó las formas de vestir sino que difundió entre todas las clases el gusto por las novedades e hizo de las frivolidades una aspiración de masas, en tanto que concretaba el derecho democrático a la moda instituido por la Revolución. Aunque desde hace siglos amplias capas sociales han podido acceder a las modas, hasta la Primera y la Segunda Guerra Mundial el «derecho» a la moda no encontrará un asentamiento real y una legitimidad de masas. Queda lejos la época en que los sarcasmos tenían como blanco a las clases inferiores que imitaban la apariencia aristocrática. En la era democrática el ridículo está menos en la imitación de la moda (dejando aparte el esnobismo) que en lo pasado de moda, esa nueva «prohibición» de las masas. La moda centenaria emancipó la apariencia de las normas tradicionales, a la vez que imponía a todos el ethos de un cambio, el culto de la modernidad: más que un derecho, la moda llegó a ser un imperativo social categórico. Por medio del espectáculo de la Alta Costura, las revistas, las estrellas, las masas entran en el código de la moda, en las rápidas variaciones de las colecciones temporales, a la vez que en la sacralización del código de la originalidad y de la personalidad. Esa es una de las características de la moda centenaria: la reivindicación cada vez más extensa de individualidad se acompaña de una obediencia sincronizada, uniforme, imperativa, a las normas de la Alta Costura. A la vez que cada estación prescribe regularmente sus novedades, dejando inmediatamente pasado de moda «lo que se hacía» anteriormente, la moda se sigue de cerca, las desviaciones, las contestaciones y antimodas no empiezan a cobrar importancia hasta los años sesenta. Imposición de una tendencia homogénea y proclamación temporal de una moda «oficial» por una parte, conformismo de masas y sumisión uniforme a los códigos indumentarios por otra: ese momento, a despecho de su especificidad organizativa, se liga a la era rígida y estandarizada de las disciplinas.47 La moda, que se alza en nombre del principio de la individualidad, no consiguió generalizarse más que imponiendo normas uniformes, tipificadas, reabsorbiendo el libre despliegue de las diferencias personales. Junto a las organizaciones disciplinarias y las instituciones democráticas, la moda centenaria ha contribuido a arrancar nuestras sociedades del orden holista-tradicional, a imponer normas universales y centralizadas, a instituir la primera fase de las sociedades modernas individualistas y autoritarias. LA MODA CONSIDERADA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES Con la Alta Costura aparece la organización de la moda tal como la conocemos aún hoy, al menos por lo que respecta a sus líneas generales: renovación por temporadas, presentación de colecciones sobre maniquíes vivos y, sobre todo, una nueva vocación, reforzada por el nuevo estatus social del modisto. En efecto, el fenómeno esencial es éste: desde Worth el modisto se impone como un creador cuya misión consiste en elaborar modelos inéditos, en lanzar con regularidad nuevas líneas de vestir que, idealmente, son reveladoras de un talento singular, reconocible, incomparable. Fin de la época tradicional de la moda e inicio de su fase moderna artística, ése es el gesto realizado por Worth, el primero que introdujo cambios incesantes de formas, de tejidos, de adornos; que transformó la uniformidad de las imágenes hasta el punto de enfrentarse al gusto del público; que puede reivindicar una «revolución» en la moda atribuyéndose el mérito de haber destronado el miriñaque. El modisto, tras siglos de relegación subalterna, se convierte en un artista moderno cuya ley imperativa es la innovación. En ese contexto la moda se identificará cada vez más con la abundancia creativa de la Alta Costura: antes de 1930 las grandes casas presentaban cada temporada ricas colecciones de 150 a 300 nuevos modelos, y en los años cincuenta, cuando el número medio oscilaba aún entre 150 y 200, se creaban en París unos 10.000 prototipos al año. El corte con el pasado es limpio, marcado: de artesano «rutinario» y tradicional, el modisto, actualmente diseñador, se ha convertido en «genio» artístico moderno. Hasta entonces el sastre o la modista tenían poca iniciativa, los «patrones» eran imperativos; la estructura general del vestido, sus elementos de base, fueron casi invariables durante un período determinado; sólo algunas partes del traje permitían un corte y una resolución de fantasía. El artesano no tenía ningún papel creador; habrá que esperar a la aparición de los «mercaderes de moda», en la segunda mitad del siglo XVIII, para que a los oficios relacionados con la moda se les reconozca una cierta autonomía creadora, circunscrita, en ese caso, solamente a los ornamentos del atavío. El talento artístico atribuido a los mercaderes de moda reside pues en el talento decorativo, en la capacidad para adornar, ennoblecer los trajes con los medios de fantasía de moda (sombreros, cofias, perifollos, pasamanería, cintas, plumas, guantes, abanicos, chales, etc.), no en la invención de líneas originales. Conservadurismo y uniformidad en la confección de conjunto, fantasía y originalidad, más o menos acusadas, en los detalles; de este modo se puede resumir la lógica que dispuso la moda desde que tomó verdaderamente cuerpo en Occidente, a partir del siglo XIV. Ese dispositivo transformará la Alta Costura desde el momento en que la vocación suprema del diseñador reside en una creación incesante de prototipos originales. Lo que pasa a primer plano es la línea del vestido, la idea original, no solamente en cuanto a adornos y accesorios sino respecto al «patrón» mismo. Chanel diría más adelante: «Primero se hace el vestido, no el adorno.» El diseñador es un creador «libre», sin límites; en la práctica, al frente de una empresa industrial y comercial, el gran modisto ve limitada su autonomía creativa por las costumbres de la época, por el estilo de moda, por la naturaleza particular del producto realizado, es decir el traje, que debe satisfacer la estética de las personas y no solamente el puro proyecto creador. Por ello no se puede llevar demasiado lejos el paralelismo entre la aparición del modisto creador y la de los artistas modernos en sentido estricto. Si bien lo nuevo llegó a ser una ley común, los pintores, escritores y músicos gozaron de una libertad de experimentación y un poder para atravesar las fronteras del arte que no tiene su equivalente en la moda. Aunque novedad, el vestido debe seducir y realzar a la persona que lo lleva; aunque nuevo, no debe llegar demasiado pronto ni enfrentarse demasiado a las conveniencias o los gustos. Así pues, con la aparición de la Alta Costura no ha cambiado todo: como en el pasado, la novedad de la moda sigue siendo un conjunto de variaciones necesariamente lentas, en el estilo de una época, una «aventura confortable» (Sapir), «sin riesgos» comparada con las rupturas brutales, las disonancias, las provocaciones del arte moderno. Con la Alta Costura se produjo una discontinuidad organizativa, pero sobre el fondo de continuidad propio de la moda y su imperativo de seducción inmediata. A pesar de ese conservadurismo consustancial a la moda, la Alta Costura sistematizó hasta tal punto la lógica de la innovación que no resulta ilegítimo reconocer en ella una figura particular, menos radical pero, con todo, significativa del dispositivo original que apareció en Europa: la vanguardia. No se trata de un fenómeno anecdótico el que, desde comienzos del siglo XX, algunos modistos admiren y frecuenten a los artistas modernos: Poiret es amigo de Picabia, Vlaminck, Derain y Dufy; Chanel tiene relación con P. Reverdy, Max Jacob, Juan Gris, diseña el vestuario de la Antígona de Cocteau con decorados de Picasso y música de Honegger; las colecciones de Schiaparelli se inspiran en el surrealismo. Aunque lentamente, se van multiplicando las audacias indumentarias que oscurecen la tradición aristocrática, el célebre «miserabilismo de lujo» de Chanel del que se burlaba Poiret; los gustos estéticos y la imagen arquetípica de la mujer (estilo a la garçonne, trajes de noche excéntricos, shocking pink); las costumbres y la decencia: vestidos hasta la rodilla en los años veinte, profundos escotes en la espalda y el desnudamiento del cuerpo debido a los atuendos de playa de los años treinta, minifalda de los años sesenta. En los años veinte, algunos estados americanos dictaron leyes para frenar la ola de indecencia ligada al acortamiento de los vestidos;48 ya en 1900 el arzobispo de París se unió a una protesta contra los modistos, responsables de modas indecentes y provocativas. En los años veinte, Chanel y Patou sustituyeron la lógica del engalanamiento rebuscado, dominante desde siempre, por el estilo y la línea sobria; en el atavío femenino estalla una revolución que, de alguna manera, hace «tabla rasa» del pasado, del imperativo del ceremonial y del adorno lujoso propio de la moda. Desublimación relativa de la moda (vestido-camisa, empleo de materiales pobres, jersey, más adelante telas de saco, de paño de cocina, materiales sintéticos en Schiaparelli) que se corresponde con el arte modernista; simplificación o depuración de la moda, paralela a algunos intentos de los cubistas, de los abstractos, de los constructivistas. A semejanza del arte, la moda se lanza a un proceso de rupturas, de escalada, de cambios profundos que, a pesar de su no linealidad, de sus vueltas y revueltas, de sus aparentes «retrocesos» (el New-look de Dior), la emparentan con la vanguardia. Aunque la carrera hacia adelante no se traduce por medio de los signos extremistas y destructivos de la dislocación, la moda, a su nivel, ha sido ganada lúdicamente por la lógica moderna de la revolución, con sus discontinuidades, su embriaguez de lo nuevo, pero también sus excomuniones, sus rivalidades, sus luchas entre tendencias inherentes al mundo de los creadores. La nueva vocación del modisto se acompaña de una extraordinaria promoción social. Bajo el Antiguo Régimen, sastres y modistas eran personajes anónimos relegados a la esfera inferior de las «artes mecánicas», en los opúsculos y textos que directa o indirectamente se referían a la moda, sus nombres no figuraban casi nunca. Las novedades en boga llevaban el nombre del gran personaje, del noble que había lanzado tal o cual moda. El cambio se produce en el siglo XIX y sobre todo con Worth: a partir de ese momento el modisto va a gozar de un prestigio inaudito, se le reconoce como a un poeta, su nombre es celebrado en los diarios de moda, aparece en las novelas con los rasgos del esteta, árbitro incontestable de la elegancia: igual que si se tratara de un pintor, sus obras están firmadas, y protegidas por la ley. Por su manifiesto desprecio por el dinero y el comercio, por su discurso evocador de la necesidad de «inspiración», el gran modisto se impone como un «artista de lujo» (Poiret) que colecciona obras de arte, que vive en un decorado fastuoso y refinado, que se rodea de poetas y pintores, que crea vestuarios de teatro, de ballet, de película, que subvenciona la creación artística. Se acude a referencias artísticas para nombrar a los diseñadores: Dior es el Watteau de los modistos, Balenciaga el Picasso de la moda.49 La creación de moda hace uso ella misma de la referencia artística: los vestidos de Mondrian o Pop Art, las faldas Picasso de Yves Saint-Laurent. La alta sociedad y la prensa especializada han permitido al gran modisto no solamente reforzar su imagen de artista sino también adquirir un inmenso renombre internacional: en 1949 el Instituto Gallup daba a Christian Dior como una de las cinco personalidades internacionales más conocidas. Por espectacular que sea, tal promoción social no es absolutamente nueva. Desde mediados del siglo XVIII los oficios relacionados con la moda, peluqueros, zapateros, «mercaderes de moda», se consideran a sí mismos y son cada vez más considerados por los demás artistas sublimes. En esa época aparecen los primeros tratados sobre el arte del peinado, especialmente los de Le Gros y Tissot. En su Traité des principes et de l´art de la coiffure, Lefèvre, peluquero de Diderot, escribía: «De todas las artes, la del peinado debería ser una de las más apreciadas; la pintura y la escultura, esas artes que dan vida a los hombres siglos después de su muerte, no pueden disputarle el título de cofrade; no pueden negar los apuros que pasan para acabar sus obras.» Comienza la era de los grandes artistas capilares; peinan vestidos con traje, con la espada al costado, escogen a su clientela y se llaman a sí mismos «creadores». Le Gros colocaba su arte por encima del de los pintores y abrió la primera escuela profesional bautizada «Académie de Coiffure». Algo más tarde se impone el nombre de Leonardo, quizá el peluquero más famoso, a propósito del cual Mme. de Genlis decía en 1769: «Finalmente ha llegado Leonardo; ha llegado y es el rey.» Triunfo también de los zapateros sublimes, esos «artistas de los zapatos»50 y, sobre todo, de los comerciantes de moda consagrados como artistas en moda, como sugiere L. S. Mercier en su Tableau de Paris. «Las costureras que cortan y cosen las piezas de la indumentaria femenina, y los sastres que hacen los cuerpos y corpiños, son los albañiles del edificio; pero el vendedor de modas que crea los accesorios, imprime la gracia, le da el pliegue adecuado, es el arquitecto y el decorador por excelencia.»51 Los comerciantes de modas, que desde hacía poco habían dejado su negocio de mercería, hicieron fortuna y gozaron de una gloria inmensa: Beaulard era considerado un poeta, Rose Bertin, «ministro de modas» de María Antonieta, es ensalzada en verso por el poeta M. Delille; su nombre puede hallarse en cartas de la época así como en memorias y gacetas. En aquel momento el refinamiento, la afectación y la impertinencia estaban presentes entre aquellos artistas de moda de facturas exorbitantes. Rose Bertin responde con cinismo a una de sus clientes que discutía sus precios: «¿Acaso a Vernet le pagan sólo el lienzo y los colores?»52 Tomando como pretexto cualquier acontecimiento, éxito teatral, fallecimiento, eventos políticos, batallas, el arte de los comerciantes en modas se ejerce en perifollos y fantasías innumerables; son esas creaciones artísticas las que explican el importe de las facturas: «En el precio de coste de un traje, tal como figura en los libros de contabilidad de los comerciantes de modas, el tejido (99 varas, es decir 107 metros de terciopelo negro) representa 380 libras, la hechura, 18 libras, y los adornos 800 libras.»53 Bajo el imperio, Leroy, cuya gloria era tan grande como su fatuidad, consagra al sastre como artista; en un diario de moda de la época se dice: «Señores, los sastres desprecian hoy en día la costura y no se ocupan más que de lo que llaman el diseño del traje.» También entonces Mme Raimbaud, la famosa costurera, es apodada por las revistas «el Miguel Angel de la moda». Bajo la monarquía de julio, Maurice Beauvais se hace famoso como «el Lamartine de los modistos» en tanto que brillan de nuevo nombres de modistas (Vignon, Palmyre, Victorine) y modistos (Staub, Blain, Chevreuil). Cuando Worth se impuso como «autócrata del gusto», los artífices de la moda se habían convertido desde hacía tiempo en artífices de arte. La fama de Worth y de las grandes casas, su condescendencia hacia los clientes, su lujo y su refinamiento, sus maneras de artista, sus pasmosas facturas, no designan un giro histórico, prolongan un ethos y un proceso de ascensión social que data de hace ya un siglo. No pueden disociarse la consagración de los oficios relativos a la moda y la nueva representación social de la moda que se inicia casi a la vez. Durante siglos las modas por sí mismas jamás fueron objeto de una descripción: nada de revistas especializadas, nada de crónicas redactadas por profesionales. Cuando los textos u opúsculos se referían a la moda la suponían conocida por los lectores y las indicaciones proporcionadas por escritores moralistas, espíritus religiosos o predicadores, no eran más que el pretexto para burlarse o denunciar las costumbres de la época y las debilidades humanas: pretensión de nuevos ricos, pasión de «aparentar» de los cortesanos, gusto por el despilfarro, inconstancia, celos y envidia de las mujeres. Cuando se menciona la moda el estilo dominante es el satírico. En sus Memorias, los grandes señores no se dignaban hablar de superfluidades, al igual que la literatura elevada en la que eran representados. Los opúsculos que dan a conocer en detalle las características y formas del vestir son excepcionales; en general la información es menos importante que las sutilezas estilísticas de la versificación o que las sátiras a que dan lugar las frivolidades. Con los primeros periódicos de moda ilustrados, a finales del Antiguo Régimen, el tratamiento de la moda cambia; en adelante es regularmente descrita y ofrecida a la vista. Le Magasin des modes françaises et anglaises, que se publicó desde 1786 a 1789, tenía por subtítulo «Publicación que proporciona un conocimiento rápido y exacto de las nuevas indumentarias y atuendos». Hasta el siglo XX se mantendrá una literatura crítica y fustigadora de los artificios y la alienación de las conciencias respecto a las pseudonecesidades, pero sin comparación con la difusión sociológica y mediática de la nueva tendencia «positiva» que hace de la moda un objeto para pintar, analizar, registrar, como manifestación estética. Proliferación de los discursos de moda, no solamente en las revistas especializadas, cada vez más numerosas en los siglos XIX y XX, sino también entre los propios escritores, que a lo largo del siglo XIX hacen de la moda un tema digno de atención y de consideración. Balzac escribió un Traité de la vie élégante (1830), y Barbey d’Aurevilly, Du dandysme et de George Brummell (1845) así como diversos artículos de moda. Baudelaire redactó un Eloge du maquillage; vio en la moda un elemento constitutivo de lo bello, un «síntoma del gusto de lo ideal», y se dedicó a «vengar el arte de la apariencia personal de las ineptas calumnias con que lo colman algunos amantes muy equívocos de la naturaleza».54 Mallarmé redactó La Dernière Mode; a finales de siglo, P. Bourget, Goncourt, Maupassant, dan a la novela mundana una dignidad literaria y una base de realidad realizando una pintura minuciosa y exacta de la vida elegante, de los atavíos de la high life y de sus decorados delicados, refinados, lujosos. Algo más adelante Proust describirá las rivalidades mundanas y se interrogará sobre los resortes psicológicos de la moda y el esnobismo, en los salones del faubourg Saint-Germain. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la moda se impuso como algo que había que magnificar, describir, exhibir, algo sobre lo que había que filosofar; tanto y quizá más aún que el sexo, se convirtió en una prolífica máquina de producción de texto e imagen. La era crítico-moralista de la moda dejó paso a una época informativa y estética que traducía una inversión de los temas relativos a la apariencia, un interés sin precedentes por las novedades, pasiones democráticas que harán posible la gloria de las gentes de la moda y, sobre todo, de los grandes modistos. En el momento en que la moda se afirma como objeto sublime, se enriquece el léxico que designa a la persona a la moda y el «último grito» en materia de elegancia. A partir del siglo XIX se habla de los «bellos», de los «fashionables», de los «dandys», de «leones y leonas», de «currutacos», de «lechuguinos y lechuguinas». Los primeros decenios del siglo XX verán la aparición de expresiones como «a la última», «vivir con su tiempo», «up to date». A la multiplicación de los discursos de moda corresponde una aceleración y una proliferación del vocabulario «a la moda», redoblando el culto moderno de lo efímero. La dignificación social y estética de la moda va pareja a la promoción de numerosos aspectos menores, tratados entonces con la mayor seriedad, según revelan los gustos elegantes así como obras tales como: La Gastronomie de Berchoux (1800), el Almanach des gourmands de Grimod de la Reyniére (1803), la Physiologie du goût de Brillat-Savarin (1825), el Art de mettre sa cravate (1827), el Art de fumer et de priser sans déplaire aux belles (1827) de Emile Marc Hilaire, el Manuel du fashionable (1829) de Eugene Ronteix y la Théorie de la démarche, de Balzac. La época democrática moderna ha otorgado rango a las frivolidades y ha elevado la moda y los aspectos subalternos de la misma al nivel de arte sublime. En un movimiento del cual el dandismo ofrece una ilustración particular aunque ejemplar, lo fútil (la decoración, lugares de encuentro, atuendos, peinados, cigarros, comidas) se ha convertido en algo primordial, similar a las ocupaciones tradicionalmente nobles. La ascensión social de las personas dedicadas a la moda no es un fenómeno sin precedentes; en cierto sentido se puede relacionar con un movimiento reivindicativo mucho más antiguo, el iniciado en los siglos XV y XVI por los pintores, escultores y arquitectos que no pararon hasta obtener para sus profesiones un estatus de artes liberales, radicalmente distinto del de los oficios mecánicos o artesanos. Pero si bien la lucha de los gremios para acceder a la condición de artistas y disfrutar del reconocimiento social no es totalmente nueva, en los siglos XVIII y XIX el proceso se manifiesta mediante signos particulares, tan característicos del momento histórico que no pudieron dejar de beneficiarse de los valores propios de la época moderna. En efecto, lo destacable reside en la manera como se tradujo la reivindicación de su nuevo estatus: todos los testigos concuerdan en que el artista se impuso con una increíble impertinencia y arrogancia a su clientela, aunque ésta perteneciera a la más alta sociedad. Insolencia de un Charpentier, de un Dagé,55 de una Rose Bertin, de la que Mme. de Oberkirch dijo que parecía «una persona singular, convencida de su importancia, que trata de igual a igual a las princesas».56 Los modistos sublimes no solamente alardean de que su arte iguala en nobleza al de los poetas y pintores sino que se comportan igual con los nobles. En ese sentido, la reivindicación de los oficios de moda resulta inseparable de los valores modernos, del ideal igualitario del que constituye una de las manifestaciones. El fenómeno no tiene precedentes y traduce el incremento de ambición social correlativo a la edad democrática en su estado incipiente. Tocqueville lo había ya observado: «En el momento en que esa igualdad se ha establecido entre nosotros, pronto ha hecho estallar ambiciones casi sin límites (...) Toda revolución aumenta la ambición de los hombres. Esto es especialmente cierto en la revolución que derriba una aristocracia.»57 Orgullo e impertinencia en adelante no solamente circunscritos a los oficios de moda, sino presentes tanto en los comportamientos de los jóvenes excitados por la moda, el refinamiento, la elegancia (petimetres de las distintas épocas, fashionables, dandys), como en la literatura, que adopta un nuevo tono respecto al lector. Autores como Stendhal, Mérimée, A. de Musset, Téophile Gautier, demuestran su desprecio por los gustos del gran público y su temor a ser vulgares, utilizando con el lector un estilo hecho de gracejo impertinente, afectada despreocupación, alusiones despreciativas y palabras ligeras de tono.58 La pretensión artística y la insolencia de los artífices de la moda no pueden disociarse de una corriente más amplia de ambición, de suficiencia, de vanidad, propia de la entrada de las sociedades en la era de la igualdad. La consagración de los creadores de moda, que es una evidencia, se explica sólo parcialmente a partir de la ambición corporativista, exacerbada por la exigencia igualitaria. Si las gentes de la moda consiguieron ser reconocidas como artistas geniales es porque apareció una nueva sensibilidad respecto a lo superfluo, nuevas aspiraciones que valoraban de forma inédita hechos hasta entonces indignos de ser tenidos en cuenta. Sin duda, desde el Renacimiento la moda disfrutaba de cierta consideración como símbolo de excelencia social y de vida cortesana, pero en absoluto hasta el punto de merecer ser exaltada y descrita en sus menores detalles. Durante la época aristocrática la moda es una expresión demasiado material de la jerarquía para que se le conceda atención; el estilo elevado de la literatura pone en escena las hazañas heroicas, las actitudes gloriosas y magnánimas de seres excepcionales, el amor puro e ideal de las grandes almas, no las cosas pequeñas y fáciles, las realidades concretas, aunque se tratara del lujo, que el vulgo podía alcanzar y poseer. Los únicos modelos legítimos se encontrarán en las figuras de devoción, de gloria, de amor sublime, no en las imágenes de moda. La promoción de las frivolidades sólo pudo llevarse a cabo porque se impusieron nuevas normas que descalificaron no solamente el culto heroico de esencia feudal, sino también la moral cristiana tradicional que consideraba las frivolidades como signos de pecado de orgullo a Dios y al prójimo. Inseparable de la desafección progresiva de los valores heroicos y de la moral religiosa, la promoción de la moda lo fue, al mismo tiempo, del crédito atribuido a la corte y a la ciudad —sobre todo a partir del siglo XVIII—, al placer y al bienestar, a las novedades y las facilidades materiales; la libertad concebida como satisfacción de deseos y liberación de conveniencias rigoristas y prohibiciones morales. A partir de ahí el disfrute personal tiende a prevalecer sobre la gloria; el atractivo y la elegancia sobre la grandeza; la seducción sobre la exaltación sublime; la voluptuosidad sobre la majestuosidad ostentosa; lo decorativo sobre lo emblemático. De ese rebajar la idea de altura correlativa a la dignificación de las cosas humanas y terrenales surge el moderno culto de la moda, que no es más que una de sus manifestaciones. La apología del bienestar, la búsqueda de lo agradable, la aspiración a una vida más libre, más feliz, más fácil, han supuesto un proceso de humanización de lo sublime, una concepción menos majestuosa, menos elevada de lo bello, así como un ennoblecimiento de las cosas útiles, de los «caprichos», de las fantasías decorativas, de las bellezas y refinamientos temporales: perifollos, fruslerías, «pequeños apartamentos», decoraciones de interior, miniaturas, pequeños palcos de teatro, etc. La hegemonía de la majestuosidad es sustituida por una estética de las formas graciosas, un elogio de la ligereza seductora, de la variedad, fuente de placeres y excitación. En el centro del estatus moderno de la moda, la nueva moral individualista que dignifica la libertad, el placer, la felicidad: Le Magasin des modes, que lleva como epígrafe «el aburrimiento nació de la uniformidad», está muy de acuerdo con el espíritu hedonista del siglo (aunque fuera conciliado con la razón, la moderación, la virtud), prendado de sensaciones inalcanzadas, de sorpresas, de renovaciones. En la raíz de la promoción de la moda, el rechazo del pecado, la rehabilitación del amor a uno mismo, de las pasiones y del deseo humano en general; la misma revista define de este modo sus objetivos: «Colocar a todos en disposición de satisfacer esa pasión que aporta el nacer para los objetos que les proporcionarán más brillo y ventajas.» Esos nuevos valores morales que glorifican lo humano permitieron el ennoblecimiento de la moda. La ideología individualista y la era sublime de la moda son de este modo inseparables; culto del desarrollo individual, del bienestar, de los goces materiales, deseo de libertad, voluntad de debilitar la autoridad y las obligaciones morales: las normas «holistas» y religiosas, incompatibles con la dignidad de la moda, fueron minadas no solamente por la ideología de la libertad y la igualdad sino también por la del placer, tan característica de la época individualista. Con toda seguridad, el triunfo del placer y de las frivolidades se vio favorecido por el incremento de las riquezas, por el desarrollo de la «sociedad cortesana» y de los salones, por el fortalecimiento de la monarquía absolutista y la nueva situación de la nobleza, desposeída de todo poder real, reducida a encontrar sus símbolos de excelencia en los artificios y superfluidades, en el momento en que la burguesía enriquecida intenta imitar como nunca las maneras de los nobles. La Revolución y la abolición de los privilegios acentuaron aún más el proceso favoreciendo los deseos de elevarse y brillar, multiplicando el deseo de franquear las barreras, manteniendo la aristocracia como faro de la vida mundana, suscitando el deseo de desmarcarse de lo común y vulgar por medio de una creciente estética de las apariencias. Siendo así, sería demasiada simplificación asimilar el fenómeno a un medio elitista de reconocimiento y diferenciación de clases en una sociedad en la que la desigualdad de nacimiento ya no es legítima, en la que se disuelven los criterios estables de dignidad social, en la que el prestigio se conquista más que se da. Resituado a largo plazo, el nuevo estatus de la moda debe más bien interpretarse como una fase y un instrumento de la revolución democrática. ¿Qué significa en efecto la sacralización artística de la moda sino un hundimiento del sentido de lo sublime, una humanización de los ideales, la primacía concedida a los «caprichos» al alcance de todos, la obsesión por las pequeñas diferencias y los matices sutiles? El ideal democrático de la seducción, del éxito rápido, de los placeres inmediatos, ha ganado por la mano a la exaltación heroica de las grandezas y la desmesura de la moral aristocrática. Por otra parte, al elevar la dignidad de los fenómenos y de las ocupaciones inferiores, alterando la división entre arte noble/arte modesto, el imperio de la moda ha contribuido sin duda a la tarea de la igualdad. Gracias a esa disolución de los géneros y oficios jerarquizados, al instituir una igualdad de principio entre terrenos antes heterogéneos, la celebración de la moda aparece como una manifestación democrática, aun cuando se produzca en el mundo de los privilegiados y en nombre de la diferencia distintiva de la que ha surgido. A la vez que la moda y las personas con ella relacionadas adquieren su carta de nobleza, las «gentes de pensamiento», filósofos, escritores, poetas, van a disfrutar asimismo de un inmenso prestigio, considerándoseles a veces «iguales a los reyes» (por ejemplo, un Voltaire), y atribuyéndoseles el papel preminente de guías, educadores, profetas del género humano.59 Al igual que el artista de la moda se impone como árbitro de elegancia, el intelectual, el poeta, más adelante los científicos, pretenden la legislación de los valores, invocan su derecho a educar al pueblo y gobernar la opinión en vistas al bien público y el progreso. Ese triunfo de la corporación pensante y de los artistas misioneros no debe ocultar sin embargo la otra cara del fenómeno, a partir de la época romántica y, sobre todo, de mediados del siglo XIX, momento en que, efectivamente, los artistas empiezan a ofrecer una representación ambivalente, ridícula, de sí mismos.60 La gloria del artista y su decadencia, el esplendor supremo del arte y su naturaleza ilusoria, van juntos. El proceso no hará más que acentuarse con los creadores de vanguardia, que se hundirán ellos mismos como artistas, que llevarán a cabo acciones «antiartísticas», y declararán el arte inferior a la vida. A esa tragedia de la representación artística se opone una imagen triunfante, positiva, de la moda y del gran modisto, artista en quien el despropósito frívolo aparece como un juego necesario: «En la moda el espíritu de contradicción es tan frecuente y regular que constituye casi una ley. ¿No llevan las mujeres pieles de zorro sobre livianos vestidos, sombreros de terciopelo en el mes de agosto y de paja en febrero?... En las decisiones de la moda y de las mujeres se da una especie de provocación al buen sentido que resulta encantadora.»61 Mientras que el gran modisto es aclamado por el mundo, la prensa y los escritores, los artistas modernos, y en especial los pintores, conocen una indudable descalificación y rechazo social: sus obras, a partir de los años 1860, causan escándalo, provocan la burla, el desprecio y la hostilidad del público. Se establece una ruptura entre el arte académico y el arte nuevo que lleva a los pintores a la incompresión de la mayoría, a una vida precaria, a la bohemia, a la rebelión, al destino de «artista maldito», que contrasta de manera significativa con la suerte de los grandes modistos, sus fastos y su aceptación de los valores dominantes. A la gloria de los modistos correspondió una caída del prestigio de los artistas modernos: aclamación por un lado, decadencia por otro; también aquí la lógica democrática prosigue su obra de igualación de condiciones, disuelve las diferencias y jerarquías extremas, eleva la dignidad de unos mientras que, de alguna manera, hace «descender» a los otros, sin haber dejado jamás el arte de sacar de su propia relegación la confirmación de su posición suprema. La época que ha magnificado la moda es también la que, por otra parte, la ha «prohibido» a los hombres: las fantasías serán desterradas de la moda masculina, los sastres de hombres no se beneficiarán nunca del aura de los grandes modistos y no habrá prensa especializada que se dedique a este tipo de moda. Las sociedades modernas han escindido radicalmente el imperio de la moda: la apoteosis de la moda femenina ha tenido, como contrapartida, el rechazo o la negación de la moda masculina, simbolizada por el uso del traje negro y, más adelante, por el traje-y-corbata. No cabe duda de que el dandismo se ha dedicado a «espiritualizar la moda», no cabe duda de que los aspectos masculinos de la elegancia, la compostura, la corrección, serán tratados muchas veces, pero en lo esencial la moda y su prestigio no concernirán más que al universo femenino; la moda se ha convertido en el arte de lo femenino. Si la época moderna ha borrado la división existente entre arte noble y moda, paradójicamente ha acentuado como nunca la división entre la imagen masculina y femenina, ha engendrado una evidente desigualdad en la apariencia de los sexos y su relación con la seducción. Se ha dicho todo sobre la «gran renuncia» masculina y sobre sus vinculaciones con la aparición del mundo democrático y burgués. El traje masculino, neutro, sombrío, austero, traduce tanto la consagración de la ideología igualitaria como la ética conquistadora del ahorro, del mérito, del trabajo de las clases burguesas. El rebuscado atuendo de la aristocracia, signo de fiesta y de fasto, fue remplazado por una indumentaria que expresaba las nuevas legitimaciones sociales: la igualdad, la economía, el esfuerzo. Se desposeyó a los hombres del brillo de los artificios en beneficio de las mujeres, dedicadas a «conducir los símbolos de lujo, de seducción, de frivolidad. Pero ¿hay que ver en ese nuevo reparto de las apariencias sólo una forma de lo que Veblen llamaba «ejecución por poderes», un medio de continuar mostrando, mediante las mujeres, el poder económico y el estatus social masculino? Ello sería subestimar el peso de las representaciones culturales y estéticas que, desde hace siglos y milenios, se atribuyen a la posición de lo femenino. Cualquiera que sea el papel desempeñado por el gasto demostrativo de clase, la monopolización femenina de los artificios es inseparable de la representación colectiva del «bello sexo», de la feminidad entregada a agradar, a seducir por medio de sus atributos físicos y el juego de lo artificial. La nueva disyunción de la moda y la preminencia de lo femenino que ésta instituye, prolongan la definición social del «segundo sexo», su gusto inmemorial por el artificio en vistas a seducir y mostrarse bella. Sacralizando la moda femenina, la moda centenaria se instituyó en la prolongación de la exigencia primordial de la belleza femenina, en la prolongación de las representaciones, de los valores, de las predilecciones multiseculares de lo femenino. LA SEDUCCIÓN AL PODER La vocación creadora del modisto que define la propia Alta Costura es inseparable de una nueva lógica en el funcionamiento de la moda: tiene lugar una mutación organizativa que designa la entrada de la moda en la era de la producción moderna. Hasta Worth, el sastre, la modista, el comerciante de modas, nunca dejaron de trabajar en relación directa con la cliente; a partir de ese acuerdo elaboraban el atuendo; la elegante hacía valer su gusto y sus referencias, orientando el trabajo de los artesanos de la moda. Rose Bertin evocaba sus horas de «trabajo» con la reina. La gente de la moda no había adquirido aún el derecho soberano a la libertad creadora, estaban subordinados, al menos en principio, a la voluntad de los particulares. A mediados del siglo XVIII se produjo una nueva valoración de los oficios de la moda, pero ésta no fue acompañada por una transformación en la organización y concepción del trabajo: gloria y promoción social pero no autonomía de creación. Comparado con ese dispositivo artesanal, el gesto de Worth es crucial: equivale a la destrucción de la lógica secular de subordinación o de colaboración entre la modista y su cliente, en provecho de una lógica que consagra la independencia del diseñador. Imaginando continuamente modelos originales que la clientela no ha podido escoger, haciéndoselos llevar primero a su mujer en el hipódromo o en las alamedas del Bois, presentándolos luego con maniquíes de carne y hueso, Worth inicia lo que será la moda en el sentido actual del término y pone en práctica el doble principio que la constituye: autonomización de hecho y de derecho del modisto-diseñador, expropiación correlativa del usuario por lo que respecta a la iniciativa de la indumentaria. Ese vaivén designa la incuestionable novedad histórica de la Alta Costura: de una época en que la cliente coopera con la modista a partir de un modelo en definitiva totalmente fijo, se pasa a una época en que el atuendo es concebido, inventado por completo por el profesional, en función de su «inspiración» y de su gusto. En tanto que la mujer se ha convertido en una simple consumidora, aunque sea de lujo, el modisto, el artesano, se ha metamorfoseado en artista soberano. De este modo hay que comprender la arrogancia de Worth, la autoridad con la que se dirigía a las mujeres de las más altas esferas; más que un rasgo de carácter hay que reconocer en ello una ruptura, la afirmación del derecho recién adquirido del modisto a legislar libremente en materia de elegancia. Revolución en la organización de la moda que, también es cierto, no se presentó enseguida con esa radicalidad inherente a los esquemas lógicos. Hasta comienzos del siglo XX, los modelos eran a menudo exclusivos, adaptados a los gustos de cada cliente. Poiret se esforzará en minimizar el imperio recién adquirido del modisto, insistiendo en el papel siempre crucial de una determinada clientela: «Una parisina no adopta jamás un modelo sin introducir cambios capitales y sin particularizarlo. Una americana escoge el modelo que se le presenta, lo compra tal cual es, mientras que una parisina lo quiere azul si es verde, granate si es azul, añade un cuello de piel, cambia las mangas y suprime los botones de la falda.»62 Pero sus consideraciones, cualquiera que sea la verdad psicosociológica, no deben ocultar lo esencial: el advenimiento de un poder «demiúrgico» del modisto y la exclusión concomitante del usuario; es el modisto quien lleva la voz cantante sobre la concepción del atuendo y, a lo mejor, la elegante tiene la oportunidad de introducir modificaciones de detalle. El conjunto recae sobre el modisto, lo accesorio sobre la cliente, aconsejada por la vendedora, que velará para que no quede desvirtuado el espíritu del modisto, su firma. Por otra parte, a medida que la clientela privada disminuía y que la Alta Costura producía cada vez más prototipos destinados a la exportación, el poder, de alguna manera «discrecional», del modisto actual no dejaba de reafirmarse. La Alta Costura es pues, ante todo, la constitución de un poder especializado que ejerce una autoridad propia en nombre de la elegancia, de la imaginación creadora y del cambio. En ese sentido, hay que situar la Alta Costura dentro de un movimiento histórico mucho más amplio: el de la racionalización del poder en las sociedades modernas, que desde los siglos XVII y XVIII han visto aparecer nuevas formas de gestión y de dominación que pueden llamarse burocráticas, y cuyo objetivo tiende a penetrar y remodelar la sociedad, a organizar y reconstituir, desde un punto de vista «racional», las formas de socialización y los comportamientos hasta en sus menores detalles. La dominación burocrática se encarga por completo de la elaboración del orden social, por medio de un aparato autónomo de poder basado en la disyunción sistemática de las funciones de dirección y ejecución, de concepción y de fabricación. Precisamente es un dispositivo semejante el que se encuentra en la Alta Costura: con la expulsión de hecho del consumidor y la monopolización del poder en manos de los especialistas de la elegancia, la misma lógica burocrática organiza la moda, la fábrica, la escuela, el hospital o el cuartel, con la diferencia de que los modistos han dictaminado en nombre del gusto y de las novedades y no en función de un saber racional positivo. Lógica burocrática que, a fin de cuentas, ordenará la organización de las grandes casas, en adelante dispuestas de forma piramidal con el estudio —cuya finalidad es la elaboración de modelos— en la cumbre y «abajo» los talleres con sus tareas especializadas (las mangas, los cuerpos, las faldas, la «costura a máquina» y, más adelante, los «calados», las obreras del «traje especial», del traje sastre, del «vaporoso») y sus índices jerarquizados («primera», «segunda de taller», primera y segunda oficiala de costura, oficiala de modista, aprendiza). Que la Alta Costura haya tenido como clientes a las mujeres de la alta sociedad, que haya sido una industria de lujo no cambia en nada el hecho históricamente más importante de que ha hecho bascular la moda del orden artesanal al orden burocrático moderno. Por otra parte, resulta imposible ignorar los vínculos de parentesco que unen la Alta Costura al objetivo propio de la organización burocrática moderna, en su voluntad de reabsorber la alteridad intangible de las formas tradicionales de lo social, en provecho de una racionalidad operativa, conocedora y deliberada. De qué se trata en efecto sino de desprender a la moda de un orden en el fondo aún tradicional, en el que las novedades eran aleatorias e irregulares, en el que, además, la iniciativa de cambio era un privilegio aristocrático arraigado en la estructura de una sociedad de órdenes. Con la Alta Costura, la innovación, aunque imprevisible, se convierte en imperativa y regular, ya no se trata de una prerrogativa de nacimiento sino de una función de un aparato especializado, relativamente autónomo, definido por el talento y el mérito; la moda, como las demás dimensiones del mundo humano, se abre a la experimentación acelerada, a la era moderna y voluntarista de las rupturas y «revoluciones». Organización burocrática aunque de un tipo particular, puesto que al frente de las grandes casas se encuentra no un poder anónimo, independiente de la persona que lo ejerce, como en el caso de las instituciones modernas «panópticas» y democráticas, sino un artista idealmente irremplazable, único por su estilo, sus gustos, su genio». En la Alta Costura, al igual que en las organizaciones burocráticas estrictas, resulta imposible separar la persona de la función; el poder no es intercambiable o desencarnado, el modisto se define por un talento singular, su firma, que en el caso de los más grandes se intentará perpetuar incluso después de su desaparición (por ejemplo, el estilo Chanel). La Alta Costura ha conjugado de manera original un proceso burocrático con un proceso de personalización que se manifiesta mediante la «omnipotente» estética incansable del modisto. En ese sentido, la Alta Costura forma parte de esas nuevas instituciones inseparables de una sacralización de las personas, mientras que, de manera antinómica, la sociedad moderna se define por la desincorporación anónima del poder político y administrativo.63 La lógica de la dominación diluida e impersonal de los estados demócrata-burocráticos, tiene como complemento el poder mágico de supraindividualidades aduladas por las masas: grandes actrices de teatro y grandes modistos, vedettes deportivas y de music-hall, estrellas del cine, ídolos del espectáculo. Así, a medida que la instancia política renuncia a la exhibición de los signos de poder, a los símbolos de su alteridad con la sociedad, en el campo «cultural» se erigen figuras casi divinas, monstruos sagrados que gozan de una consagración sin igual, introduciendo con ello de nuevo cierta diferencia jerárquica en el seno del igualitario mundo moderno. Si bien la Alta Costura es sin duda una figura de la época burocrática moderna, sería inexacto asociarla a esa forma históricamente unida al control burocrático, que es el dispositivo disciplinario. Efectivamente, en vez de la producción de cuerpos útiles, la glorificación del lujo y del refinamiento frívolo; en lugar de la uniformidad, la pluralidad de los modelos; en lugar de la programación conminante y la minuciosidad de los reglamentos, la invitación a la iniciativa personal; seducción de las metamorfosis de la apariencia en vez de una coerción regular, impersonal y constante; en lugar de un micropoder que actúa sobre los más ínfimos detalles, un poder que abandona lo accesorio a los particulares y se dedica a lo esencial. La Alta Costura es pues una organización que, para ser burocrática, practica no las tecnologías de la coacción disciplinaria, sino procesos inéditos de seducción que introducen una nueva lógica del poder. Seducción que, en primer lugar, aparece en las técnicas de comercialización de los modelos: presentando los modelos sobre maniquíes de carne y hueso, organizando desfiles-espectáculo, la Alta Costura, junto con los grandes almacenes, realiza, desde el siglo XIX, «pases» parisinos, exposiciones universales, una táctica de punta del comercio moderno basada en la teatralización de la mercancía, el reclamo mágico, la tentación del deseo. Con sus maniquíes de ensueño, réplicas vivas y lujosas de los atractivos escaparates, la Alta Costura ha contribuido a esa gran revolución comercial, aún vigente, consistente en estimular, en desculpabilizar la compra y el consumo por medio de estrategias de escenificación publicitaria, de sobreexposición de los productos. La seducción, sin embargo, va mucho más allá de esos procedimientos de exhibición mágica, reforzados por la belleza perfecta e irreal de las maniquíes o la fotogenia de las cover-girls. De forma más profunda, la seducción actúa por la embriaguez del cambio, la multiplicación de los prototipos y la posibilidad de elección individual. Libertad de elección: no eliminemos demasiado rápido esa dimensión que algunos se apresuran a considerar ilusoria con el pretexto de que la moda es tiránica y prescribe a todas la mujeres la línea chic de la temporada. De hecho, sea cual sea la homogeneidad del conjunto, todo un mundo separa la moda de antes de la Alta Costura, con sus modelos uniformes, y la moda plural moderna de colecciones ampliamente diversificadas. La imposición estricta de un corte ha dejado paso a la seducción del mito de la individualidad, de la originalidad, de la metamorfosis personal, del sueño de acuerdo efímero entre el Yo último y la apariencia externa. La Alta Costura ha disciplinado o uniformizado menos la moda de lo que la ha individualizado: «Debería haber tantos modelos como mujeres.»64 Lo propio de la Alta Costura ha sido menos impulsar una norma homogénea, que diversificar los modelos a fin de destacar las individualidades personales, de consagrar el valor de la originalidad en la apariencia, incluso hasta la extravagancia (Schiaparelli). «¿Qué debéis hacer con la moda? Olvidaos de ella y llevad simplemente lo que os va bien, lo que os favorece.»65 La Alta Costura, organización de tendencia individualista, se opone a la estandarización, a la uniformidad de la imagen, al mimetismo de masas, favorece y glorifica la expresión de las diferencias personales. Por otra parte, la Alta Costura ha iniciado un proceso original en el orden de la moda: la ha psicologizado, creando modelos que concretan emociones, rasgos de la personalidad y del carácter. A partir de ello y según el atuendo, la mujer puede aparecer melancólica, desenvuelta, sofisticada, sobria, insolente, ingenua, fantasiosa, romántica, alegre, joven, divertida, deportiva; serán además esas esencias psicológicas y sus combinaciones originales las que señalarán preferentemente las revistas de moda.66 La individualización de la moda moderna es inseparable de esa personalización-psicologización de la elegancia; de repente, lo que antes aparecía como símbolo de clase y de jerarquía social, tiende a convertirse cada vez más, aunque no exclusivamente, en signo psicológico, expresión de un alma, de una personalidad: «Entrad en las casas de los grandes modistos y sentiréis que no estáis en un comercio sino en casa de un artista que se propone hacer de vuestra ropa un retrato de vosotras mismas.»67 Con la psicologización de la apariencia se inicia el placer narcisista de metamorfosearse a los ojos de los demás y de uno mismo, de «cambiar, de piel», de llegar a sentirse como otro cambiando de atuendo. La Alta Costura ha proporcionado los medios suplementarios a los deseos de metamorfosis de las mujeres, ha ampliado las gamas de seducción de la apariencia. Deportiva con short o pantalón, esnob con traje de cóctel, sobria con traje, altiva o sexy con vestido de noche, la seducción moderna de la Alta Costura ha conseguido hacer coexistir el lujo y la individualidad, la «clase» y la originalidad, la identidad personal y el propio cambio efímero: «En cada temporada lo que (la mujer) busca es quizá, más que una ropa, una renovación de su aspecto psicológico. La moda tiene un papel que jugar con la mujer: la ayuda a ser. ¡Puede incluso drogaría!»68 La ruptura con el orden disciplinario se pone de manifiesto ante todo por la lógica de la indeterminación que en adelante es consustancial a la moda. Sin duda los prototipos son estrictamente concebidos y preparados en los laboratorios de la Alta Costura, sin embargo, los modistos no son en modo alguno los artífices únicos de la moda. Esta se establecerá posteriormente a la presentación de las colecciones, en función de la elección hecha por el público y las revistas de tales y cuales modelos. La moda de la temporada sólo aparece cuando el sufragio de una determinada clientela y de la prensa ha convergido hacia un tipo de modelo. Este punto es esencial: los modistos desconocen de entrada cuáles de sus modelos tendrán éxito, de modo que la Alta Costura realiza la moda sin saber cuál será su destino exacto, sin saber lo que será moda. Esta permanece abierta a la elección del público, indeterminada, incluso mientras sus prototipos son distribuidos por los grandes modistos. «El modisto propone y la mujer dispone», podría decirse: se ve pues claramente la diferencia entre ese dispositivo, que integra en su funcionamiento la imprevisibilidad de la demanda, y el poder disciplinario cuya esencia consiste en no dejar nada a las iniciativas individuales, en imponer desde arriba reglas racionales y estandarizadas, en controlar y planificar en todos sus aspectos la sucesión de comportamientos. Esa indeterminación no es pues residual sino constitutiva del sistema, en cuanto que, en los primeros decenios del siglo, solamente una décima parte de los modelos de una colección conseguía la aprobación de los clientes: «El balance total de una temporada es pues de alrededor de treinta modelos con éxito de los trescientos presentados.»69 Los gustos del público, la elección de las revistas, las estrellas de cine, adquieren un papel de primera línea, hasta el punto de llegar a oponerse a las tendencias de la Alta Costura. Así pues, la moda de los años veinte fue antes impuesta por las mujeres que por la Alta Costura: «En 1921, la Alta Costura declara la guerra al pelo corto. En vano. En 1922 lucha contra la falda corta y, en efecto, las faldas se alargan, pero desciende el talle. Las colecciones de invierno presentan tejidos de vivos colores para combatir el negro, preferido por las mujeres. De nuevo en vano —y he aquí que en las colecciones de primavera predomina el negro.»70 La línea de la mujer adolescente, con vestidos camiseros lisos y sin adornos, se difunde contra las tendencias dominantes de la Alta Costura, que continúa proponiendo a las mujeres, para finalmente renunciar a ello, colecciones ricas en adornos, «vaporosidades», bajos redondeados y drapeados. Aparece pues, en pleno centro de la era autoritaria moderna, una nueva disposición organizativa, contraria a la de la disciplina: programando la moda y sin embargo incapaz de imponerla, concibiéndola en su totalidad pero ofreciendo un abanico de elecciones, la Alta Costura inaugura un tipo de poder liviano, sin obligación estricta, que incorpora a su funcionamiento los gustos imprevisibles y diversificados del público. Plan lleno de futuro puesto que llegará a convertirse en forma preponderante de control social en las sociedades democráticas, a medida que éstas se inscriban en la era del consumo y la comunicación de masas. En la sociedad de consumo los productos se basan en el mismo principio que los modelos de las colecciones de los modistos, no se ofrecen en una sola modalidad, aumenta la posibilidad de escoger entre tal y cual variación, entre tales y cuales accesorios, gamas o programas, y combinar más o menos libremente los elementos. A semejanza de la Alta Costura, el consumo de masas implica la multiplicación de los modelos, la diversificación de las series, la producción de diferencias opcionales, la estimulación de una demanda personalizada. Desde un punto de vista más general, en la open society los aparatos burocráticos que organizan la producción, la distribución, los media, la educación, el tiempo libre, otorgan un lugar cada vez mayor, sistemático, a los deseos individuales, a la participación, a la psicologización, a la elección. Nos hallamos en la segunda generación de la era burocrática: tras la de las disciplinas obligatorias, la de la personalización, la elección y la libertad combinatoria. Inmensa alteración de las modalidades y finalidades del poder, que en el momento presente gana a sectores cada vez más amplios de la vida social y de la que, curiosamente, la Alta Costura fue el primer eslabón, la matriz sublime y elitista. Con la Alta Costura se experimentó, antes incluso del psicoanálisis pero de forma paralela, una nueva lógica del poder, que renuncia a un control y a una previsión sin fallos, que ya no se ejerce mediante disposiciones imperativas, impersonales y totales, sino dejando un margen de iniciativa a los individuos y a la sociedad. La comparación con el psicoanálisis no debe sorprender, la misma inversión del poder disciplinario está ejemplarmente presente. El psicoanálisis se basa en asociaciones libres del paciente, en el silencio del analista y en la transferencia, como si el poder médico registrara lo no eliminable de las singularidades subjetivas y la imposibilidad de dominar, de controlar totalmente a los individuos.71 Por otra parte, la moda moderna diversifica los modelos, solicita las diferencias y abre el espacio indeterminado de la elección, de las preferencias, de los gustos aleatorios. No abdicación del poder sino emersión de un poder abierto y ligero, poder de seducción prefigurando aquella que llegará a ser dominante en la sociedad de la sobre- elección. Lo que se llama «tendencia» de la moda, dicho de otra manera, la similitud existente entre los modelos de las diferentes colecciones de una misma temporada (lugar del talle, longitud del vestido, profundidad del escote, amplitud de los hombros), que a menudo da a entender, equivocadamente, que la moda se decreta por acuerdo deliberado entre los modistos, no hace más que confirmar la lógica «abierta» del poder de la Alta Costura. Por una parte, la «tendencia» no se puede separar de la Alta Costura como fenómeno burocrático cerrado y centralizado en París: los modistos que velan por afirmar su singularidad no pueden elaborar sus colecciones sin tomar en consideración lo que de original aparece en sus competidores, teniendo como tiene la moda la vocación de asombrar, de inventar novedades sin cesar. La idea inédita de un modisto, con frecuencia tímida y poco desarrollada al principio, es entonces rápidamente reconocida como tal, captada, transportada, evolucionada por los otros en las colecciones siguientes. Así es como cambia la moda, primero por tanteos y globos sonda, después por sedimentaciones y amplificaciones «miméticas» y, no obstante, cada vez particulares; así también los procesos ocasionados por la lógica de la renovación constitutiva de la profesión y que explican por qué los saltos bruscos en la moda (como por ejemplo el New Look) son muchos más raros que los cambios lentos, contrariamente a lo que se piensa. Pero, por otra parte, la «tendencia» escapa a la lógica burocrática en que es el resultado tanto de las preferencias de la clientela como —desde la Segunda Guerra Mundial— de la prensa, que en un momento dado se inclina hacia tales o cuales tipos de modelo; la «tendencia» revela tanto el poder de los caprichos del público o de la prensa como el de los modistos, los cuales se ven obligados, bajo pena de fracaso comercial, a seguir la dinámica, a adaptarse a los gustos del momento. La unidad de las colecciones no es, en absoluto, el signo de un acuerdo secreto entre modistos (quienes, bien al contrario, esconden celosamente sus prototipos), no significa omnipotencia de los diseñadores, se trata del encuentro de una burocracia estética con la lógica de la demanda.72 PEQUEÑA GENEALOGÍA DE LA GRAN COSTURA Leyendo los estudios, dedicados a la moda moderna, la génesis de la Alta Costura no parece contener ninguna dificultad, ningún misterio, en tanto que sus relaciones con el orden capitalista, con el sistema del beneficio y de las rivalidades de clase, se presentan como determinantes. Sin duda la Alta Costura es una empresa industrial y comercial de lujo cuya finalidad es el beneficio y cuyas creaciones incesantes producen una obsolescencia propicia a la aceleración del consumo; sin duda la idea, atribuida en primer lugar a la confección industrial obrera y después a la pequeña burguesía, de agrupar operaciones antes diferenciadas, como la compra directa en la fábrica, la venta del tejido, la fabricación de ropa confeccionada, es inseparable de la motivación capitalista de obtener un «triple beneficio», 73 como ya admitía el hijo de Worth; sin ninguna duda, la idea de presentar los modelos sobre maniquíes de carne y hueso es un acertado sistema publicitario, guiado por un mismo móvil lucrativo. Pero, por importante que haya podido ser la motivación económica, deja en la sombra el hecho original de que la Alta Costura se presenta como una formación siempre a dos bandas, económica y estética, burocrática y artística. La lógica del beneficio ha favorecido la creación de novedades, pero por sí sola, o incluso conjugada con el principio de la competencia entre firmas, no puede explicar ni la escalada, ni el número de creaciones de las colecciones, ni la búsqueda estilística, a veces de vanguardia, que caracteriza la moda moderna. Con la Alta Costura se inicia un proceso permanente de innovación estética que no puede deducirse mecánicamente de la racionalidad económica. Por ello, y un poco en general, no se ha dejado de invocar la teoría clásica de la distinción social y de la competencia de clases. La aparición de la Alta Costura se vincularía íntimamente al principio de búsqueda de consideración honorífica de las clases dominantes. En esa tesitura la Alta Costura aparece como una institución de clase que expresa en su registro el triunfo de la burguesía y la voluntad de ganar el reconocimiento social mediante emblemas femeninos suntuarios, en el momento en que, precisamente, el traje masculino ha perdido fastuosidad y la democratización de la apariencia se desarrolla bajo efecto del progreso de la confección industrial. Reacción contra la «nivelación» moderna de la imagen y producto de las «luchas internas en el terreno de la clase dominante»; la Alta Costura, en suma, se habría impuesto como necesidad sociológica, teniendo en cuenta las luchas de competencia y las estrategias de distinción de las clases superiores. En esas condiciones, la Alta Costura no es más que «un aparato de producción de símbolos de clase» correspondiente a las «luchas simbólicas» y destinado a proporcionar a la clase dominante «beneficios de distinción» acordes con su posición económica.74 A la mecánica economista se añade la dialéctica sociológica de la distinción. Si en materia de moda está fuera de discusión negar el papel de la búsqueda de distinción social, conviene subrayar con insistencia que esa búsqueda en ningún caso puede clarificar la aparición de la Alta Costura en lo que constituye su incomparable originalidad histórica, es decir, su lógica organizativa burocrática. Sostener que la Alta Costura surgió como reacción al auge de la confección y con una finalidad de oposición distintiva75 no resiste el examen de los hechos históricos. Bajo el Segundo Imperio la confección para mujeres, a pesar de haber llegado a una clientela burguesa, siguió siendo limitada, y las técnicas conocidas no permitían aún una confección precisa y a medida de gran parte de la indumentaria femenina; los primeros vestidos realizados con medidas estándar no aparecieron hasta después de 1870. La confección se dedica, sobre todo, a los elementos holgados del atuendo (ropa interior, chales, mantillas, capas y esclavinas); para los vestidos, las mujeres continuaron, y continuarán durante mucho tiempo, acudiendo a sus modistos. La confección en serie está pues muy lejos de haber invadido el mercado cuando Worth instala su firma. En efecto, la confección no constituyó una «amenaza» para las clases superiores, ya que la calidad de las telas, el lujo de los adornos, la fama de los modistos, les permitió seguir haciendo alarde de prestigiosas diferencias. ¿Hay que invocar la competencia entre fracciones de la clase dominante? ¿La rivalidad entre los «poseedores y los aspirantes», los más ricos y los menos ricos, los antiguos y los nuevos? Pero ¿cuál de tales fenómenos, en absoluto nuevos, puede explicar la ruptura institucional de la Alta Costura? Si nos atenemos a la dinámica de las luchas simbólicas, la Alta Costura y su dispositivo moderno no se impusieron y el antiguo sistema de producción pudo continuar perfectamente proporcionando emblemas de «clase». Sin embargo, no sin haberse dado una mutación organizativa: división entre el profesional y el usuario, creación regular de modelos inéditos, la nueva organización artístico-burocrática no puede interpretarse como el eco de la distinción social. A otro nivel, la Alta Costura es inconcebible sin la transformación revolucionaria del orden social y jurídico del Antiguo Régimen que se produce a finales del siglo XVIII. Así pues, la posibilidad histórica de una producción libre, de toda clase de indumentaria, puede datarse en el momento de la abolición de los gremios (1791) por la Constituyente. Hasta entonces la política reglamentadora y consuetudinaria del Antiguo Régimen impedía específicamente al sastre o la modista, almacenar o vender el tejido, o, lo que es lo mismo, fabricar vestidos de antemano. La idea de producir vestidos confeccionados, de unir la compra del tejido y su venta, así como su «forma», que se inicia primero en la confección industrial destinada a las clases populares y medias, y se desarrolla posteriormente en un estadio de lujo, en primer lugar por Mme. Roger76 y después, sobre todo, por Worth y la Alta Costura, procede de la disolución democrática del régimen corporativo, las cofradías y los gremios. Aun así, por crucial que sea, la abolición de las corporaciones no es una condición histórica suficiente para explicar la aparición de una organización burocrática y artística: sin nuevas legitimidades históricas los factores económicos, sociológicos, jurídicos, nunca habrían podido dar lugar a la institución autónoma de la Alta Costura. Las ideas y representaciones sociales del mundo moderno no fueron superestructuras secundarias, estuvieron en el centro de la burocratización de la moda. La competencia de clases, la lógica de beneficios, la abolición de los gremios, sólo consiguieron dar forma a la Alta Costura, especialmente en virtud del reforzamiento de la legitimidad del valor social de las novedades, suscitado por la aparición de las sociedades democrático-individualistas.77 Sin duda, desde finales de la Edad Media lo Nuevo ganó una incuestionable carta de ciudadanía, pero a partir del siglo XVIII su valoración social se acrecentó de forma importante, como lo atestiguan directamente la celebración artística de la moda y, de manera indirecta, la abundancia de utopías sociales, el culto a las ideas del siglo de las Luces, el imaginario revolucionario, las exigencias de igualdad y libertad. El éxtasis de lo Nuevo es consustancial a los tiempos democráticos y ese crescendo en la aspiración a los cambios es lo que contribuyó poderosamente al nacimiento de la Alta Costura como formación burocrática basada en la .separación de lo profesional y de lo particular y dedicada a la creación permanente. Fue precisa esa moderna religión de las novedades, esa acusada depreciación de lo antiguo en provecho de la modernidad, para que las mujeres renunciaran a su tradicional poder de control sobre sus atuendos, para que quedara desfasado el principio de legitimidad multisecular según el cual aquellos que encargaban trabajos de los artistas tenían «voz y voto» sobre las obras que éstos realizaban. Por medio de lo Nuevo, la organización artesanal, con su poca vivacidad y sus innovaciones aleatorias, dio paso a «una industria cuya razón de ser es crear la novedad» (Poiret). Efectivamente, cuando lo Nuevo se afirma como exigencia suprema, al mismo tiempo se impone, a mayor o menor plazo, la necesidad y la legitimidad de la independencia del modisto, de una instancia autónoma volcada por completo a la innovación creadora, separada de los ineluctables conservadurismos o inercias de la demanda social. No hay autonomización burocrática de la moda sin que se reconozca el valor último de la libertad individual. La Alta Costura, al igual que el arte moderno, es inseparable de la ideología individualista según la cual, por primera vez en la historia, se coloca la primacía de la unidad individual por encima del todo colectivo, el individuo autónomo, independiente, liberado de la obligación inmemorial de someterse a los ritos, usos y tradiciones vigentes en el conjunto social. Con el advenimiento de la representación del individuo autosuficiente ninguna norma preexistente a la voluntad humana tiene ya fundamento absoluto, ninguna regla es ya intangible, las líneas y estilos pueden inventarse con soberanía absoluta, conforme al derecho moderno a la libertad. A partir de ahí se abre la posibilidad de desplazar cada vez más lejos las fronteras de la apariencia, de crear nuevos códigos estéticos: la aparición del modisto independiente es una de las manifestaciones de esa conquista individualista de la creación libre. Nada es más reductor que explicar la multiplicación de los modelos, las rupturas estilísticas, la apuesta de los modistos, a partir de los corsés sociológicos de la distinción y la motivación económica: la carrera hacia adelante de la moda moderna, por útil que sea a los «negocios», sólo ha sido posible en razón del ideal moderno de lo Nuevo y de su análoga, la libertad creadora. La «revolución» llevada a cabo por Poiret a comienzos del siglo XX aclara retrospectivamente la génesis «ideológica» de la Alta Costura; así, cuando escribía: «Yo preconizaba el abandono del corsé y la adopción del sostén en nombre de la Libertad»,78 puede decirse que alude menos a la libertad de las mujeres —«sí, libero el busto pero trabo las piernas»79— que a la del propio modisto, que encuentra en el corsé un código universal que obstaculiza la imaginación de nuevas líneas, una armadura refractaria a la creación soberana. Aún está por señalar todo lo que la Alta Costura debe al culto moderno de la individualidad. En lo esencial la Alta Costura sustituye la uniformidad del corte por la multiplicidad de los modelos, diversifica y psicologiza el vestido, está imbuida por la utopía según la cual cada mujer elegante debe vestir de manera singular adaptada a su «tipo», a su propia personalidad: «... la alta costura consiste precisamente en desarrollar la individualidad de cada mujer.»80 Diversificación de los modelos: el fenómeno exige algo más que la búsqueda de beneficio, requiere la celebración ideológica del principio individualista, la plena y total legitimidad otorgada a la presentación de la propia imagen personalizada, la prioridad de la originalidad sobre la uniformidad. Que las creaciones de la Alta Costura hayan servido como emblemas de clase, que hayan sido adoptadas al unísono, no cambia en nada el hecho de que no haya podido instituirse más que sostenida por la ideología individualista moderna, la cual, reconociendo la unidad social como valor casi absoluto, tuvo como consecuencia el gusto creciente por la originalidad, el inconformismo, la fantasía, la personalidad incomparable, la excentricidad, la exhibición del cuerpo. Solamente en el marco de esa configuración individualista pudo destruirse la lógica anterior de la moda que limitaba la originalidad de los accesorios indumentarios. La Alta Costura no es el producto de una evolución natural, no es una simple extensión del orden productivo de las frivolidades; desde el siglo XIV hasta mediados del siglo XVIII, las fantasías estaban, de hecho y de derecho, estrictamente limitadas, con poca tendencia a extenderse, subordinadas a una estructura general del atuendo idéntica para todas las mujeres; incluso más adelante, cuando los adornos alcanzan todo su esplendor, la arquitectura del vestido permanece uniforme. Como desquite, la Alta Costura realizó una completa transformación: la originalidad de conjunto se vuelve imperativa, se impone como una finalidad última a priori, siendo las razones comerciales las únicas en poner freno a la imaginación creadora. Una transformación semejante sólo pudo realizarse mediante una revolución de las representaciones sociales legítimas, la misma que reconoció en el individuo un valor supremo. De este modo, a pesar de su carácter de industria de lujo destinada a hacer ostensible la jerarquía social, la Alta Costura es una organización democrático-individualista que adaptó la producción de moda a los ideales del individuo soberano, aunque, como en el caso de las mujeres, continuara siendo inferior en el orden político. Una formación de compromiso entre dos épocas, eso es la Alta Costura. Por un lado continúa la lógica aristocrática secular de la moda con sus lujosos emblemas, pero, por otro lado, inicia ya una producción moderna, diversificada, conforme a los referentes ideológicos del individualismo democrático. Los valores de la era individualista contribuyeron de manera determinante a organizar la moda moderna, respecto a ésta desempeñaron el mismo papel que desempeñaron respecto al Estado. En ambos casos hubo, de acuerdo con la igualdad, rechazo de los emblemas majestuosos de la alteridad jerárquica, humana y política; en los dos casos hubo aumento y burocratización del poder, dominio cada vez mayor, cada vez más penetrante, de instancias especializadas sobre la sociedad, mientras que a la vez se invocaban valores emancipadores, como el principio de lo Nuevo o el de la soberanía colectiva. A semejanza del Estado democrático, que encuentra su legitimidad en su homogeneidad con la sociedad que representa y de la que no es más que el estricto ejecutor, el modisto moderno no dejará de recordar su función democrática de instrumento de los deseos colectivos: «La verdad es que yo respondo anticipadamente a vuestras secretas intenciones... yo no soy más que un médium sensible a las reacciones de vuestro gusto y que registra meticulosamente las tendencias de vuestros caprichos.»81 A diferencia de los artistas y de la vanguardia, que proclamaron en voz alta su independencia soberana, la Alta Costura ocultó largo tiempo, de acuerdo con su esencia burocrática, su nuevo poder de legislar sobre la moda en el momento en que, como nunca anteriormente, se desplegaba un poder de iniciativa, de dirección y de imposición estilística. III. LA MODA ABIERTA TAL como se configura ante nuestros ojos, la moda ya no encuentra su modelo en el sistema encarnado por la moda centenaria. Las transformaciones organizativas, sociales y culturales, en marcha desde los años cincuenta y sesenta, han sacudido a tal punto el ejercicio anterior que podemos considerar la aparición de un nuevo estadio en la historia de la moda moderna. Precisemos de inmediato: emergencia de un nuevo sistema no supone en modo alguno una ruptura histórica despojada de todo vínculo con el pasado. En lo esencial, esta segunda fase de la moda moderna prolonga y generaliza lo que la moda centenaria estableció como lo más moderno: una producción burocrática orquestada por creadores profesionales, una lógica industrial en serie, colecciones de temporada y pases de modelos con fines publicitarios. Amplia continuidad organizativa que, sin embargo, no excluye un no menos amplio redespliegue del sistema. Se han impuesto nuevos enfoques y criterios de creación, ha estallado la anterior configuración jerarquizada y unitaria, la significación social e individual de la moda ha cambiado al tiempo que los gustos y los comportamientos de los sexos: otros tantos aspectos de una reestructuración que, pese a ser crucial, no deja de reinscribir la preminencia secular de lo femenino y rematar la lógica de tres caras de la moda moderna: por un lado, su rostro estético-burocrático; por otro, su cara industrial; finalmente su cara democrática e individualista. LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA DEL PRÊT-À-PORTER La edad de oro de la moda moderna tenía como epicentro la Alta Costura parisina, laboratorio de novedades y polo mundial de atracción e imitación, tanto en la confección como en la costura a medida. Esa época aristocrática, centralizada, ha terminado. Sin duda, las casas de Alta Costura siguen presentando en París sus suntuosas creaciones bianuales ante la prensa internacional, al igual que siguen gozando de un ilustre nombre y, aun a pesar del marasmo económico presente,82 pueden hacer gala de una cifra de ventas global en constante aumento. No obstante, tras esa continuidad superficial, la Alta Costura ha perdido el estatuto de vanguardia que la caracterizaba y ha dejado de ser el punto de mira y el foco de la moda viva al mismo tiempo que su vocación y sus actividades experimentaban un crucial aggiomamento. En los años sesenta, ciertas casas podían aún basarse esencialmente en la confección a medida; en 1975, este sector ya no representaba más que el 18% de la cifra de ventas directa (excluyendo los perfumes) de las casas de Costura, y en 1985, el 12%. El personal empleado pone también de manifiesto esta irreversible evolución: en los años veinte, Patou empleaba a 1.300 personas en sus talleres, Chanel, antes de la guerra, empleaba a 2.500, y Dior, a mediados de los cincuenta, a 1.200. Hoy día, las veintiuna casas clasificadas como «Costura-Creación» no emplean ya en sus talleres más que a 2.000 operarías y no visten, en esa área, más que a 3.000 mujeres en todo el mundo. De hecho, las casas de Alta Costura sólo prosperan gracias a su prêt-à-porter, sus contratos de licencias y sus perfumes. Desde principios de siglo, las casas de Alta Costura no han dejado en ningún momento de asociarse a los perfumes y cosméticos: ya en 1911, Paul Poiret lanzó, el primero, los perfumes Rosine; Chanel seguiría, con su célebre N.º 5, en 1921. Mme. Lanvin creó Arpège en 1923, y Patou, Joy, «el perfume más caro del mundo», en 1930. La idea tuvo sus frutos: en 1978, los perfumes Nina Ricci alcanzaron una cifra de ventas de 1,2 mil millones, que representaban más del 90% de la cifra de ventas global de la firma; los perfumes Chanel representaban el 94%. En 1981, la cifra de ventas global de la Alta Costura, excluyendo los perfumes, se elevaba a 6 mil millones de francos, y, con los perfumes, a 11 mil millones. Hoy día, los perfumes Lanvin representan el 50% de la cifra de ventas global de la casa, y el N.º 5 de Chanel, el perfume francés más vendido en el mundo, reporta por sí sólo más de 50 millones de dólares al año. Todas las casas de Costura, desde los años sesenta, se han lanzado a una carrera lucrativa por las concesiones de licencias, correspondientes no sólo a perfumes y cosméticos, sino a los artículos más diversos, gafas, marroquinería, vajilla, encendedores, bolígrafos, lencería, tablas de surf, prêt-à-porter masculino y femenino. Hoy día, Saint-Laurent obtiene casi el 68% de su cifra de ventas con los royalties, Lanvin, el 60%, y Dior, el 30%. Cardin dispone de más de 600 licencias tanto en Francia como en el extranjero, Lanvin, 120, Nina Ricci 180. Aun cuando algunas casas tienen una política de licencias mucho más reducida —en Chanel, el licensing no reporta más que el 3% del volumen de negocios—, el conjunto del sector de la Alta Costura no puede vivir sino a través de los sustanciales beneficios obtenidos por la venta de su prestigiosa firma: sin tener en cuenta los perfumes y cosméticos la cifra de negocios obtenida gracias a los royalties es siete veces superior a la obtenida por la producción directa. No solamente el polo de la confección a medida, expresión sublime de la moda centenaria, se ha atrofiado a causa de una extrema reducción de la clientela, sino que la Alta Costura ha dejado de vestir a las mujeres al último grito. Su vocación es más perpetuar la gran tradición del lujo, de virtuosidad del oficio, esencialmente con fines de promoción y de política de marca para el prêt-à-porter de gama alta y los diversos artículos vendidos bajo su firma en el mundo. Ni clásica ni vanguardista, la Alta Costura ya no produce la última moda, sino que reproduce su propia imagen de marca «eterna» llevando a cabo obras maestras de ejecución, proeza y gratuidad estética, atavíos inauditos, únicos, suntuosos, que trascienden la efímera realidad de la propia moda. Antaño punta de lanza de la moda, hoy día la Alta Costura la museifica en una estética pura desprendida de las anteriores obligaciones comerciales. Paradojas de la Alta Costura que conjuga la moda y lo absoluto, lo frívolo y la perfección, que no crea ya para nadie y que juega tanto más a la locura estética desinteresada cuanto que así responde mejor a los intereses del marketing. En esta nueva fase de la Alta Costura metamorfoseada en escaparate publicitario de puro prestigio, hay algo más que el destino de una institución dinámica que ha logrado reconvertirse gracias al prêt-à-porter y el licensing, hay un cambio de primera magnitud con respecto a la historia multisecular de la moda occidental. El lujo supremo y la moda se han separado; el lujo ya no es la encarnación privilegiada de la moda y la moda no se identifica ya con la manifestación efímera de un gasto ostentoso, aunque eufemizado. Pero la verdadera evolución que ha destruido la arquitectura de la moda centenaria es la que ha sacudido la lógica de la producción industrial: corresponde a la irrupción y al desarrollo de lo que llamamos prêt-à-porter. Fue en 1949 cuando J.C. Weill lanzó en Francia la expresión «prêt-à-porter», que viene de la fórmula americana ready to wear, con el fin de desvincular la confección de su mala imagen de marca. A diferencia de la confección tradicional, el prêt-à-porter ha entrado en la nueva vía de producir industrialmente vestidos accesibles para todos, pero sin dejar de ser «moda» e inspirados por las últimas tendencias del momento. Mientras que el vestido de confección presentaba a menudo un corte defectuoso y una falta de acabado, de calidad y de fantasía, el prêt-à-porter pretende fusionar la industria y la moda, y quiere llevar a la calle la novedad, el estilo y la estética. Desde principios de los años cincuenta, los grandes almacenes como Galerías Lafayette, Printems o Prisunic, introducen en su servicio de venta a consejeras y coordinadoras de moda para hacer evolucionar a los fabricantes y presentar a la clientela los productos más a la última.83 Poco a poco, los industriales del prêt-à-porter van tomando conciencia de la necesidad de contratar estilistas y de ofrecer una ropa con el valor añadido de la moda y la estética, a ejemplo de lo que ya ocurre en EE.UU. El primer salón del prêt-à-porter femenino se celebró en 1957, y en torno a los años cincuenta-sesenta aparecieron los primeros gabinetes independientes de Consejos y Estilos: en 1958, C. de Coux funda «Relaciones Textiles»; en 1961, se crea la oficina de estilo de Maïmé Arnodin, precedente de Promostyl, creada en 1966.84 La fabricación indumentaria de masas siguió en parte la misma via que la abierta, a partir de los años treinta, por el diseño industrial. Se trata de producir tejidos, géneros y vestidos que integren la novedad, la fantasía y la creación estética, tomando como modelo el principio de las colecciones de temporada de la moda. Con el estilismo, el vestido industrial de masa cambia de condición para transformarse enteramente en un producto de moda. Las primeras firmas del prêt-à-porter empezarán a anunciarse. Pero el prêt-à-porter será escasamente creativo en materia estética hasta finales de los años cincuenta y prolongará la lógica anterior: la imitación moderada de las formas innovadas por la Alta Costura. Fue a partir de comienzos de los años sesenta cuando el prêt-à-porter accedió de algún modo a su propia verdad, concibiendo vestidos con espíritu más audaz, más joven y novedoso que tendente a la perfección «clase». Se impuso una nueva raza de creadores que ya no pertenecían, fenómeno inédito, a la Alta Costura. En 1959, Daniel Hechter lanzó el estilo Babette y el abrigo tipo sotana; en 1960, Cacharel reinventa la blusa para mujer, en tela de madrás y con un estilo sencillo, próximo a la camisa de hombre. En 1963, Mary Quant creó en Londres el Ginger Group que está en el origen de la minifalda. A partir de 1963, Christiane Bailly innovó con sus abrigos amplios en forma de capa. Michèle Rosier revolucionó la indumentaria de los deportes de invierno al proponer una silueta ceñida al cuerpo de aire futurista. Emmanuelle Kahn, Elie Jacobson (Dorothée Bis) forman también parte de esa primera generación de estilistas85 que estuvieron en el origen del sportswear y las ropas libres, de espíritu juvenil. En los años setenta y ochenta, una segunda y tercera oleada de estilistas impulsaron las innovaciones más notables en la moda profesional. Kenzo dinamizó la moda a finales de los setenta con sus cortes planos derivados de los kimonos, su gusto por los colores y las flores, y su maridaje entre lo oriental y lo occidental. Mugler presentó un arquetipo femenino de cine y ciencia ficción. Montana creó vestidos impresionantes por su volumen y la anchura de los hombros. Chantai Thomass revela una silueta elegante y picara, decente e insolente. J.-P. Gaultier jugó a ser el enfant terrible de la fashion manejando el humor, la burla y la mezcla de géneros y épocas. Los creadores japoneses Issey Miyaké y Rei Kawakubo han hecho oscilar la estructura tradicional del vestido. Algunos de ellos y otros (P. Moréni, Sonia Rykiel, A. Alaïa, etc...) se unieron desde 1975 al establishment de los grandes modistos: son designados Creadores de Moda. Por lo demás, durante esos años puente, la Alta Costura no permaneció inactiva. Los años sesenta fueron el último decenio' en que la Alta Costura siguió manteniendo su vocación «revolucionaria» en materia estilística. Ante todo con el efecto Courrèges, que introdujo en su colección de 1965 el estilo corto y estructurado. Colección que constituyó un acontecimiento, hasta el punto de que las fotos aparecidas en la prensa del mundo entero representaron un impacto publicitario evaluado en 4 o 5 mil millones de la época. Resuelto modernismo futurista de Courrèges, que elabora una moda que emancipa a las mujeres de los tacones altos, de los sujetadores, de los vestidos ceñidos y de las fajas, en favor de un vestido estructurado, que permite la libertad de movimientos. La minifalda había aparecido ya en Inglaterra en 1963, pero fue Courrèges quien logró otorgarle un estilo propio. Con sus botas de tacón plano, su blanco inmaculado, sus referencias a colegialas con calcetines y su dinamismo de geómetra, el estilo Courrèges registra en la moda el ascenso irresistible de los valores propiamente juveniles, teen-agers. Tras la mujer joven de los años veinte, se consagra decididamente a la adolescente como prototipo de la moda. Por otro lado, la Alta Costura ha consagrado el uso del pantalón femenino: desde 1960, Balenciaga creó atuendos de noche en los que había pantalones blancos; en 1966, Yves Saint-Laurent integró el pantalón en sus colecciones, e hizo llevar a sus modelos pantalones de noche y esmóquines femeninos. En 1968, Saint-Laurent lanzó el estilo safari, la sahariana, que tendría un gran influjo en los años setenta. En esa misma época podía proclamar en una entrevista: «Abajo el Ritz, viva la calle.» Viniendo de un gran modisto, la frase roza la provocación dandy, aunque no por ello deja de expresar la nueva situación de la Alta Costura en la creación de moda. La Alta Costura, de hecho, ha dejado de marcar la pauta en materia de moda, el prêt-à-porter y la calle se han erigido en centros «autónomos» de moda. Cuando la Alta Costura introdujo el pantalón femenino en sus colecciones, las mujeres lo habían adoptado ya masivamente: en 1965, la industria fabricaba más pantalones de mujer que faldas. Y cuando en 1966 Saint-Laurent introdujo el jean en sus colecciones, esta prenda hacía mucho que había sido ya escogida por los jóvenes: «¡Hay que bajar a la calle!»: en sentido estricto, la Alta Costura ha pasado de ser pionera a convertirse en una institución de prestigio que, más que impulsar la vanguardia de la moda, consagra las innovaciones producidas en otras partes. La Alta Costura, en un principio reticente u hostil al prêt-à-porter, ha comprendido finalmente el gran interés que suponía adoptar esos nuevos métodos cuando se dispone de un capital de prestigio. En 1959, Pierre Cardin presenta la primera colección de prêt-à-porter Costura de los grandes almacenes Printems, lo que más tarde le dará pie a comentar: «He fundado el T.N.P. de la Costura.» Abre el primer departamento prêt-à-porter en 1963 y será asimismo el primer modisto en firmar acuerdos con los grandes fabricantes de prêt-à-porter, explotando así el prestigio de su firma. Por su lado, Yves Saint-Laurent crea en 1966 una primera colección de prêt-à-porter realizada en función de los imperativos industriales y no como adaptación de la Alta Costura. Lanza al mismo tiempo la primera boutique Saint-Laurent Rive-Gauche y, en 1983-1984, la línea Saint-Laurent Variation, un 40% más barata que la ropa Rive-Gauche. En 1985, el prêt-à-porter femenino representaba el 33% de la cifra de ventas directa de la Alta Costura (excluidos los perfumes). Un redespliegue de la Alta Costura, que no sólo se ha orientado hacia la producción en serie, sino que a partir de 1961 ha introducido, con la iniciativa de Cardin, el prêt-à-porter «hombre». La institución que desde hacía un siglo simbolizaba el esplendor de lo femenino, crea y presenta ahora colecciones de temporada para hombre. Lejos de ser una cuestión anecdótica, la nueva orientación ha probado estar en constante expansión: en 1975, el prêt-à-porter masculino representaba el 8% de la cifra de ventas directa de la Alta Costura, para representar el 19,5% en 1985. Por una parte, fin del polo de la confección a medida y de la moda de dos niveles bajo la primacía de la Alta Costura y, por otra parte, generalización del prêt-à-porter y diseminación de los polos creativos, así se puede resumir esquemáticamente la transformación del sistema de la moda. Con los perfeccionamientos tecnológicos de la industria indumentaria, aunque también con el desarrollo del estilismo y del prêt-à-porter, la oposición entre la confección a medida y en serie que estructuraba la moda centenaria ha quedado reducida a una existencia residual. La época del «a medida» ha sido superada,86 y allí donde subsiste ni siquiera goza de una prima de gusto; las creaciones del prêt-à-porter por el contrario son las que ahora encarnan el espíritu de la moda en su expresión más viva. Sean cuales sean las diferencias de valor o calidad que distingan los artículos del prèt-à-porter, la nueva época supone una etapa suplementaria en la organización democrática de la moda, dado que el sistema heterogéneo del «a medida» y de la serie ha sido sustituido por una producción industrial sustancialmente homogénea, sean cuales fueren las variaciones de precio e innovación que muestren. La moda centenaria, con su organización dual de medida/confección, era una formación híbrida semiaristocrática y semidemocrática; al expurgar de su funcionamiento un polo claramente elitista y al universalizar el sistema de la producción en serie, el prêt-à-porter ha impulsado la dinámica democrática inaugurada de modo parcial en la fase anterior. Simultáneamente, la oposición creación original de lujo/reproducción industrial de masa, ha dejado de regir el funcionamiento del nuevo sistema. Cierto que cada temporada vemos aparecer las colecciones de vanguardia de los grandes creadores del prêt-à-porter, pero, por su parte, la moda industrial de masa ya no puede ser asimilada a la copia vulgar y degradada de los prototipos más cotizados. El prêt-à-porter difusión ha adquirido una relativa autonomía en relación con la innovación experimental: espiral de audacia y competencia por parte de los creadores y menor subordinación mimètica por parte de la gran producción industrial, así se presenta la nueva situación de la moda. A medida que los industriales del prêt-à-porter han recurrido a los estilistas, que la fantasía, el deporte y el humor se han afirmado como valores dominantes, y que la moda ha dejado de excluir imperativamente cada año la corriente anterior, el vestido de gran serie ha ganado en calidad, en estética, en originalidad, aunque no haya comparación posible con las «locuras» de las colecciones de los modistos y creadores. La disyunción modelo de lujo/imitación industrial o artesanal era preponderante cuando la Alta Costura legislaba con total autoridad, y se difumina cuando la moda es plural y permite que cohabiten los más diversos estilos. ¿Cómo seguir hablando de imitación cuando las colecciones industriales del prêt-à-porter empiezan a prepararse con casi dos años de antelación y cuando los gabinetes de estilo tienen como misión inventar y definir sus propios temas y tendencias de moda? Esto no significa que las creaciones de vanguardia ya no sean tomadas en cuenta, sino que su poder de imponerse como modelos exclusivos de referencia ha desaparecido. Ahora, la alta moda no es ya sino una fuente de libre inspiración sin prioridad, junto a muchas otras (estilos de vida, deportes, películas, espíritu de la época, exotismo, etc...) dotadas de una importancia similar. En tanto que los focos de inspiración se multiplican y que la subordinación a los modelos de último grito se debilita, el vestido industrial accede a la era de la creación estética y de la personalización. El producto de gran difusión ya no es el reflejo inferior de un prototipo excelso, es una recreación original, una síntesis específica de los imperativos de la industria y del estilismo, que se concreta en una indumentaria que combina de modo variable, en función de la clientela a la que se orienta, el clasicismo y la originalidad, lo serio y lo alegre, lo razonable y la novedad. El sistema del prêt-à-porter tiende a la reducción del anonimato característico de la confección industrial anterior y a la producción de artículos que presenten un «plus» creativo, un valor añadido estético y un sello personalizado. La espiral en la democratización de la moda prosigue su curso: tras el momento en que ésta dio lugar a una moda industrial de masa —aunque de calidad mediocre, sin estilo y sin el toque moda—, un momento en que la industria ofrece a precios más o menos baratos productos de calidad estética y de creación de moda específica. La democratización del sistema no se debe tan sólo a la desposesión de hecho de la Alta Costura, sino ante todo a la promoción concomitante de la calidad moda del vestido de masa. Progreso cualitativo de la moda industrial prácticamente incuestionable: mientras que el prêt-à-porter de los modistos y de «estilo» representa alrededor del 40% del mercado nacional, numerosos creadores de renombre trabajan o han trabajado como estilistas free lance en las firmas de prêt-à-porter de gran difusión. El catálogo de 3 Suisses ha podido incluso proponer ropa firmada por P. Moréni, Alaïa, J.-P. Gaultier e I. Miyaké con precios para el gran público. La lógica de la serie ha sido vencida por el proceso de personalización que en todas partes privilegia el dinamismo creativo, multiplica los modelos y variantes87 y sustituye la innovación estética por la renovación mimètica. La moda de masa ha oscilado, en la época de la superelección democrática, de las piezas pequeñas y de las «coordenadas» de bajo precio, entre la seducción media del «bueno-barato» y la relación estética-precio. La industria del prêt-à-porter sólo ha logrado constituir la moda como sistema radicalmente democrático en tanto que éste se halla en sí mismo sustentado por el ascenso democrático de las aspiraciones colectivas a la moda. Desde luego la revolución del prêt-à-porter no puede disociarse de los considerables progresos realizados en materia de técnicas de fabricación del vestido, progresos que han permitido producir artículos en gran serie de muy buena calidad y a bajo precio. Pero ésta no puede desvincularse en absoluto del nuevo estado de la demanda. Tras la Segunda Guerra Mundial, el deseo de moda se expandió con fuerza y se convirtió en un fenómeno general presente en todas las capas de la sociedad. En la raíz del prêt-à-porter se encuentra esta democratización última del gusto por la moda aportada por los ideales individualistas, la multiplicación de las revistas femeninas y el cine, aunque también por las ganas de vivir el presente, estimuladas por la nueva cultura hedonista de masas. El aumento del nivel de vida, la cultura del bienestar, del ocio y de la felicidad inmediata han animado la última etapa de la legitimación y democratización de las pasiones de moda. Los signos efímeros y estéticos de la moda ya no aparecen entre las clases populares como un fenómeno inaccesible reservado a los otros, sino que se han convertido en una exigencia de masa, un decorado de la vida en una sociedad que sacraliza el cambio, el placer, las novedades. La época del prêt-à-porter coincide con la emergencia de una sociedad orientada cada vez más hacia el presente, euforizada por lo Nuevo y el consumo. Además de la cultura hedonista, el surgimiento de la «cultura juvenil» ha sido un elemento esencial en el devenir estilístico del prêt-à-porter. Cultura joven por supuesto vinculada al baby boom y al poder adquisitivo de los jóvenes, pero que se revela, más en el fondo, como una manifestación ampliada de la dinámica democrático-individualista. Esta nueva cultura ha sido fuente del fenómeno «estilo» de los años sesenta, menos preocupado por la perfección y más al acecho de la espontaneidad creativa, de la originalidad y del impacto inmediato. Acompañando la consagración democrática de la juventud, el prêt-à-porter se ha empeñado, él también, en un proceso de rejuvenecimiento democrático de los prototipos de moda. LAS METAMORFOSIS DE LA FIRMA Paralelamente al proceso de estetización de la moda industrial, el prêt-à-porter ha logrado democratizar un símbolo de alta distinción antaño muy selectivo y poco consumido: la firma. Antes de los años cincuenta, en Francia sólo algunas casas de Alta Costura tenían el privilegio de ser conocidas por todos; la fama de las modistas era local, limitada, la firma Costura y su inmensa notoriedad se oponían rotundamente a la impersonalidad de la confección industrial. Con la aparición del prêt-à-porter y de sus primeros anuncios, se desencadena una mutación no sólo estética, sino simbólica. La serie industrial sale del anonimato y se personaliza ganando una imagen de marca y un nombre en adelante presente por todas partes, en las vallas publicitarias, en las revistas de moda, en los escaparates de las zonas comerciales y en la misma ropa. Es el tiempo de la promoción y de la inflación democrática de las marcas. Gran inversión de tendencia: desde los siglos XVIII y XIX, los nombres más conocidos se identificaban con los más prestigiosos; en el presente, ciertas marcas especializadas en artículos para el gran público son memorizadas por los consumidores igual o más que las firmas de las gamas altas. ¿Es preciso citar, entre otros, los nombres de Levi’s, Rodier, New Man, Mic Mac, Marithé y François Girbaud, Lee Cooper, Manoukian, Benetton, Naf-Naf o Jousse? Poder de la publicidad, pero ante todo del estilismo industrial, que ha conseguido hacer desear, conocer y reconocer las prendas producidas en gran serie a precios accesibles. Pero la verdadera revolución en el sistema simbólico de la firma se pone en marcha sobre todo con los creadores del prêt-à-porter. En los años sesenta, con el fenómeno «estilo», se impusieron rápidamente nuevos nombres, introduciendo en el mundo de la moda firmas reconocidas junto a las de la Alta Costura. La moda del momento ya no es un privilegio de la Alta Costura; los creadores y los estilistas de la nueva ola, que continuarán y no dejarán de multiplicarse, representan ya la punta dinámica de la moda, sus prototipos son regularmente portada de las revistas especializadas y sus colecciones son objeto de reseñas y elogios al igual que las de la Alta Costura. El sistema del prêt-à-porter ha originado una nueva raza de innovadores y, al mismo tiempo, una nueva categoría de firmas celebradas en círculos más o menos amplios. A buen seguro, su prestigio no puede compararse al que podían gozar los «grandes» de la Costura en la época heroica: hoy día ningún nombre, incluidos los de la Alta Costura, es capaz de conocer la extraordinaria consagración internacional que acompañó a la moda centenaria; ningún nombre puede rivalizar con el efecto Chanel o Dior. Por un lado, se da una multiplicación de firmas; por otro, un descenso proporcional del prestigio de que cada una podría gozar. Pero, sobre todo, asistimos a la diversificación de los fundamentos del sistema de legitimidades; lo que se impone no es lo que tiene que ver con el arte de encarnar el nec plus ultra de lo chic de gran clase, sino la novedad de choque, lo espectacular, la desviación de las normas y el impacto emocional que permiten a los creadores y estilistas distinguirse de sus rivales e imponer sus nombres en la escena de la elegancia a través de los órganos de prensa. Es la época de las legitimidades eclécticas; hoy día pueden acceder a la notoriedad creadores cuyas colecciones se basan en criterios radicalmente heterogéneos. Tras el sistema monopolista y aristocrático de la Alta Costura, la moda ha accedido al pluralismo democrático de las firmas. Si bien a los creadores y ciertas marcas de prêt-à-porter se les ha puesto por las nubes, la firma de Alta Costura, por su parte, es menos idolatrada y menos cumplimentada que antes. La Alta Costura tiende, lenta y desigualmente según las casas, a perder su altura predominante al tiempo que se apoya cada vez más en una política de contratos de licencias que abarca los más diversos artículos. Caída de prestigio por otra parte relativa, como lo demuestra elocuentemente la cifra de ventas tranquilizadora y en alza de las grandes casas que han sabido perpetuar y explotar, en el mundo, la notoriedad de la firma parisina. No obstante, el sistema de licencias y sobre todo la aparición de nuevos focos creadores han conllevado la desestabilización del sistema de firmas y la fluctuación en la representación social de las marcas. Así, en una encuesta de Elle (septiembre de 1982), las mujeres consultadas, en su mayoría, no hacían una distinción significativa entre las grandes firmas de los modistos, las de los creadores de vanguardia y las del prêt-à-porter difusión: Kenzo se coloca junto a Ted Lapidus y Cardin, Ivés Saint-Laurent se cita con Cacharel, New Man, Karting o Sonia Rykiel. Asistimos a la confusión del sistema piramidal anterior: para la mayoría, la discriminación de las marcas se ha vuelto confusa y la Alta Costura ha dejado de ocupar la posición del líder indiscutible. Evidentemente, esto no significa que las marcas se hallen situadas en un mismo plano: ¿quién no conoce las importantes diferencias de precio que acompañan a las distintas firmas? Pero, pese a esas diferencias, ninguna jerarquía homogénea rige ya el sistema de la moda, ni instancia alguna monopoliza el gusto y la estética de las formas. Erosión de las cotizaciones y valores que no debe asimilarse a un engaño ideológico o a una ilusión social sobre las segregaciones reales en el campo de la moda. Todo lo contrario, el fenómeno es en cierto modo la «justa» percepción social de las transformaciones del sistema de la moda, liberado de la férula de la Alta Costura y volcado en la creatividad del estilismo y en la multiplicidad de los criterios de la apariencia. De un lado, dignificación de las marcas del prêt-à-porter, y, del otro, caída relativa de la notoriedad de la Alta Costura: la confusión de las clasificaciones prosigue, en el orden de la moda, la tarea secular del igualación de condiciones. Una democratización de la firma que no conlleva en modo alguno una nivelación homogénea; las camarillas y jerarquías se mantienen, pero con fronteras menos claras, menos estables, salvo para pequeñas minorías. El proceso democrático en la moda no abole las diferencias simbólicas entre las marcas; reduce las desigualdades extremas, modifica la división entre los antiguos y los recién llegados, entre las gamas altas y las medias, e incluso permite el éxito de ciertos artículos de gran público. DE LA ESTÉTICA DE «CLASE» A LA ESTÉTICA JOVEN El fin de la preminencia simbólica de la Alta Costura tiene como correlato el hundimiento de su clientela: algunas decenas de pedidos por año para ciertas casas, algunas centenas para las más cotizadas.88 Tal es, en su realidad crudamente cifrada, la situación comercial presente en la Costura a medida. A buen seguro, semejante disminución de la clientela no es disociable ni de los precios prohibitivos de la Alta Costura ni del prêt-à-porter, que ahora ofrece ropa de alta calidad en cuanto a moda, estilo, originalidad a precios incomparables (el precio medio de un vestido prêt-à-porter de creador o de modisto es diez veces menor que uno de Alta Costura a medida). Pero por muy importante que sea la realidad de los precios, ésta no explica por sí sola por qué la Alta Costura no tiene más de tres mil clientes en todo el mundo. Aparentemente simple, el fenómeno merece una profundización. ¿Es preciso, a ejemplo de la sociología de la distinción, ligar el desinterés por la Alta Costura a la reestructuración de las clases dominantes, a la aparición de una burguesía de ejecutivos modernos y dinámicos que se define no tanto por el capital económico como por el «capital cultural», y que, preocupada por distinguirse de la burguesía tradicional, buscaría signos más sobrios, menos manifiestamente elitistas y más de acuerdo con la primacía del capital cultural que la define y la «legitimidad» que éste procura?89 Ello supone dar por completa una explicación que no es sino parcial: el acceso de las mujeres a la enseñanza superior y a las profesiones de mando no puede explicar básicamente el proceso de descalificación del lujo indumentario aparente, cuyo origen viene de muy lejos. El «capital cultural» de las clases dominantes no es lo más crucial; en el núcleo del redespliegue de la Alta Costura hay algo más que la emergencia de una clase «lo bastante segura de su propia legitimidad como para no tener necesidad de lucir los emblemas de su autoridad».90 No vemos por qué mecanismo la legitimidad social de la nueva burguesía, si es cierto que ésta se afirma ahora más que antes, tendría el privilegio de desacreditar los símbolos del poder. Por el contrario, ¿acaso las jerarquías sociales, aun cuando no eran cuestionadas, dejaron de exhibir durante milenios las insignias deslumbrantes del poder y de la dominación? ¿Y cómo, por sí mismo, tendría el capital cultural la virtud de precipitar el declive de los signos superiores de la jerarquía? Como se ha visto, la orientación del understatement tiene sus raíces profundas no tanto en las luchas simbólicas y coyunturales de clase como en la acción a largo plazo de los valores consustanciales a las sociedades modernas. Por su misma problemática, la sociología de la distinción es sorda a los movimientos de larga duración, y no puede explicar los hilos que unen lo viejo a lo nuevo. Tampoco el actual destino de la Alta Costura: por un lado, incuestionablemente, el fenómeno es una ruptura con la moda centenaria; pero, por otro, aparece como el momento culminante de una tendencia secular constitutiva de las sociedades democráticas. Discontinuidad histórica, sí, pero también extraordinaria coherencia del destino de la apariencia individual desde la aparición del traje negro masculino en el siglo XIX hasta la actual deserción de la Costura a medida. ¿Cómo habría podido la moda moderna avanzar en ese sentido, el de la reducción de los signos enfáticos de la apariencia, si más allá de los juegos de competición simbólica de clases no hubieran actuado a fondo unos valores constantes que orientaran las aspiraciones distintivas? Si la lógica de la distinción rigiera a tal punto el curso de la moda, ésta no manifestaría más que caos, caprichos y cabrioleos: no es precisamente el caso, la moda moderna obedece, a largo plazo, a un orden y a una firme tendencia, no hallando su inteligibilidad sino en relación con finalidades sociales y estéticas que trascienden las rivalidades de clase. En el origen de la conspicuous consumption, la acción convergente de un conjunto de valores en que figuran el ideal igualitario, el arte moderno, los valores deportivos y, más próximo a nosotros, el nuevo ideal individualista del look joven. Las estrategias de distinción no han sido tanto fuerzas «creadoras» como instrumentos de ese movimiento de fondo democrático, de esa constelación sinèrgica de nuevas legitimidades que descalifican las señales ostentosas de su superioridad jerárquica. Con la moda del traje oscuro masculino, la democratización de la elegancia, esto es, la ruptura con el imperativo del gasto suntuario aristocrático, se manifestó inauguralmente entre los hombres, los primeros que precisamente gozaron por entero de los modernos derechos democráticos. En el curso del siglo XX, la moda femenina se alineará cada vez más en esa lógica democrática. Con el «fin» del polo Costura a medida, el repudio de la conspicuous consumption en materia de arreglo personal halla su realización definitiva tras el momento intermedio que representó, a partir de los años veinte, la moda eufemizada aunque lujosa de la Alta Costura. Desde entonces, no sólo ha quedado desautorizado el fasto chillón, sino que el principio mismo del lujo indumentario ha perdido su prestigio y su legitimidad inmemorial, su capacidad para suscitar la admiración y el deseo de adquisición de las mujeres. La moda femenina no ha podido desprenderse de la influencia de la Alta Costura más que en razón de los nuevos valores ligados en las sociedades liberales al estadio de la producción y del consumo de masas. El universo de los objetos, de los media y del ocio ha permitido la aparición de una cultura de masas hedonista y juvenil que se halla en el centro del declive final de la moda suntuaria. El desarrollo de una cultura joven en el curso de los años cincuenta y sesenta aceleró la difusión de los valores hedonistas y contribuyó a dar un nuevo rostro a la reivindicación individualista. Se estableció una cultura que manifestaba inconformismo y predicaba unos valores de expresión individual, de relajación, de humor y libre espontaneidad. El efecto Courrèges, el éxito del «estilo» y de los creadores de la primera ola del prêt-à-porter de los años sesenta, son ante todo el reflejo, en el sistema de la moda, del ascenso de los nuevos valores contemporáneos del rock, los ídolos y stars jóvenes: en algunos años, lo «junior» se ha convertido en prototipo de la moda. La agresividad de las formas, los collages y yuxtaposiciones de estilo, el desaliño, han podido imponerse tan pronto debido a una cultura en la que prevalecen la ironía, el juego, la emoción y la libertad de comportamiento. La moda ha adquirido una connotación joven, debe expresar un estilo de vida emancipado, libre de obligaciones y desenvuelto respecto a los cánones oficiales. Ha sido esta galaxia cultural de masa la que ha minado el poder supereminente de la Alta Costura, y el significado imaginario de «joven» ha conllevado un desinterés hacia la ropa de lujo, asimilada de repente al mundo «viejo». El chic de buen gusto, «clase» y distinción de la Alta Costura ha quedado desacreditado por unos valores que dan prioridad a la ruptura de las convenciones, a la audacia y a los guiños, que valoran más la idea que la realización, el impacto emocional que la virtuosidad, y más la juventud que la respetabilidad social. Se ha operado una importante inversión en los modelos de comportamiento: «Antes, una hija quería parecerse a su madre. Actualmente sucede lo contrario» (Yves Saint-Laurent). Representar menos edad importa hoy día mucho más que exhibir un rango social: la Alta Costura, con su gran tradición de refinamiento distinguido y con sus modelos destinados a mujeres adultas e «instaladas», ha sido descalificada por esta nueva exigencia del individualismo moderno: parecer joven. El destino de la Alta Costura no procede de la dialéctica de la pretensión y de la distinción de clase, se basa por el contrario en la relegación a un segundo plano del principio multisecular de la ostentación de la excelencia social y en la promoción correlativa de un código de edad que se impone a todos en nombre del culto cada vez más dominante de la individualidad soberana. Así pues, si bien los valores individualistas contribuyeron de modo determinante al nacimiento de la Alta Costura, han sido, en una segunda etapa, origen del desinterés de su clientela tradicional. Desde el momento en que se eclipsa el imperativo de la indumentaria dispendiosa, todas las formas, todos los estilos y todos los materiales cobran legitimidad como moda: el desaliño, lo sucio, lo desgarrado, lo descosido, lo descuidado, lo usado, lo deshilachado, hasta el momento estrictamente excluidos, se incorporan al campo de la moda. Al reciclar los signos «inferiores», la moda prosigue su dinámica democrática, tal y como lo han hecho, desde mediados del siglo XIX, el arte moderno y las vanguardias. A la integración moderna de todos los motivos y materiales en el campo noble del arte se corresponde ahora la dignificación democrática del jean desteñido, de los jerséis deformados, de las zapatillas de tenis gastadas, de las prendas retro, de los grafismos de comics en las camisetas, de los harapos, del «look mendigo» y de las desviaciones high tech. El proceso de desublimación incubado en los años veinte encuentra aquí su plena vigencia: la elegancia se minimaliza, la artificialidad juega al primitivismo o al fin del mundo, lo estudiado no debe parecer rebuscado, lo pulcro ha cedido su lugar al pauperismo andrajoso y el aspecto «de clase» ha dado paso a la ironía y a la «facha». El fin de la conspicuous consumption indumentaria y el proceso de humorización-desacralización de la moda están concertados, juntos designan el estadio supremo de la democratización de la moda, el momento en que la moda se burla de la moda y la elegancia de la elegancia. Únicamente las fotografías de moda y las presentaciones de las colecciones, con su dimensión mágica, escapan en parte a la tendencia en vigor. Al aterciopelado ceremonial de los pases de Alta Costura, han seguido los shows con música, la «fiesta» irreal de las modelos en grupo y el hiperespectacular y mágico efecto pódium, ese instrumento sublime y publicitario de consagración artística de la firma. Esta última liturgia con un público seleccionado no excluye sin embargo el proceso de desidealización y de proximidad democráticas: no sólo algunos creadores empiezan a abrir sus desfiles a un público indiferenciado fijando un precio de entrada, sino que, aquí y allá, la ironía, los gags y la burla se utilizan para relajar y desofisticar el ritual sagrado de las presentaciones de colección. Incluso podemos ver modelos menos canónicas, menos irreales y más próximas a los estándares comunes: la moda, aunque tímidamente, sale de la edad grandiosa de la fascinación por sí misma. Mientras que, a través de la Alta Costura, se mantuvo el prestigio del lujo indumentario, la moda fue tributaria, al menos parcialmente, de un código social de tipo holista, dada la primacía concedida de hecho a la afirmación del rango jerárquico sobre la afirmación individual. Desde que ese principio quedó desacreditado, no sólo estética sino socialmente, la moda entró de lleno en una nueva fase regida, esta vez íntegramente, por la lógica individualista: el vestido es cada vez menos signo de honorabilidad social y ha aparecido una nueva relación con el Otro en la que la seducción prevalece sobre la representación social. «La gente ya no desea ser elegante, quiere seducir» (Yves Saint-Laurent), lo importante no es estar lo más cerca posible de los últimos cánones de la moda, y aún menos instaurar una superioridad social, sino concederse valor a uno mismo, agradar, sorprender, confundir y parecer joven. Se ha impuesto un nuevo principio de imitación social, el del modelo joven. No se busca tanto dar una imagen de la posición o de las aspiraciones sociales como dar la impresión de «estar en la onda». Pocos se preocupan de demostrar a través de sus ropas su «éxito», pero ¿quién no se empeña, de algún modo, en ofrecer una imagen joven y liberada de sí mismo, en adoptar, si no el último grito junior, sí al menos un aire, la gestalt joven? Incluso los adultos y las personas de edad se han pasado al sportswear, a los téjanos, a las camisetas, a las zapatillas deportivas y a los senos desnudos. Con la promoción del estilo joven, el mimetismo se ha democratizado y se ha desembarazado de la fascinación por el modelo aristocrático que lo regía desde siempre. La exaltación del look joven, nuevo foco de imitación social, es indisociable de la edad moderna democrático-individualista cuya lógica consuma hasta su extremo narcisista: todos están, en efecto, invitados a modelar su propia imagen, a adaptarse, a mantenerse y a reciclarse. El culto de la juventud y del cuerpo avanzan al unísono, reclaman la misma atención constante hacia uno mismo, la misma vigilancia narcisista y la misma obligación de información y adaptación a las novedades: «A los cuarenta años, te vuelves más serena, más abierta, y también más exigente. Tu piel también cambia. Necesita una atención muy particular y los cuidados apropiados... Para ti, ha llegado el momento de adoptar los Tratamientos Superactivos de Lancaster, concebidos especialmente para darle a tu piel un aspecto más joven.» Agente indiscutible de normalización social e incitación a la moda, el imperativo juventud es asimismo un vector de individualización, dado que los particulares tienen que prestarse a sí mismos una atención más vigilante. Más aún, el código joven contribuye a su manera a la consecución de la igualdad de condiciones entre los sexos; bajo su égida, los hombres se preocupan más de su arreglo personal, están más abiertos a las novedades de moda, velan por su apariencia y entran, de este modo, en el ciclo narcisista, antes reputado como femenino: «Yves Saint-Laurent para Hombre. Un hombre elegante, viril, un hombre preocupado por su bienestar, por su apariencia, cuida especialmente de su cara con la emulsión facial bálsamo y la emulsión facial hidratante, seguidas de toda una gama perfumada.» El tiempo consagrado a los cuidados del cuerpo y de la apariencia es ahora muy parecido en los dos sexos: una encuesta revela que las mujeres siguen dedicando más tiempo, pero la variación es tan sólo de unos diez minutos por día en una media de nueve horas semanales, siendo la diferencia más importante no entre mujeres y hombres, sino entre los hombres de edad (12h 35) y los jóvenes estudiantes (6h 20). Sorprendente inversión: los hombres maduros dedican ahora más tiempo a sus cuidados personales que las mujeres maduras.91 Hombres y mujeres abandonan comportamientos antinómicos en materia de cuidados personales y apariencia; la fase de disyunción máxima de los sexos se ha borrado en favor de una democratización narcisista debido, especialmente, a la intervención del imperativo juventud. LA MODA EN PLURAL El final de la moda centenaria no coincide tan sólo con la caída de la posición hegemónica de la Alta Costura, sino con la aparición de nuevos focos creativos y simultáneamente con la multiplicación y descoordinación de los criterios de moda. El sistema anterior se había caracterizado por una fuerte homogeneidad de gusto y por la existencia de tendencias anuales relativamente unificadas debidas a la función y a la preminencia de la Alta Costura. Los odios y las rivalidades legendarias entre grandes modistos, los estilos reconocibles propios de cada uno de ellos y la diversidad de modelos, no deben ocultarnos el profundo consenso sobre el que funcionó la moda durante todo ese tiempo. Bajo la égida de la Alta Costura, se impusieron una misma estética de la gracia, un mismo imperativo de delicadeza, de lo apropiado, de lo elegante y una misma búsqueda de la «gran clase» y del encanto femenino. La ambición común era encarnar de modo supremo la elegancia del lujo, el chic refinado, y otorgar valor a una feminidad afectada e ideal. A lo largo de los años sesenta y setenta, ese consenso estético fue pulverizado por el desarrollo del sportswear, de las modas jóvenes marginales y de los creadores del prêt-à-porter: la homogeneidad de la moda centenaria ha dado lugar a un patchwork de estilos dispares. El fenómeno es patente en las creaciones de temporada: sin duda, encontramos aquí y allá, en las colecciones, ciertos elementos similares como la amplitud de hombros o la longitud de los vestidos, pero éstos han dejado de ser imperativos para hacerse facultativos, inesenciales y tratados libremente «a la carta», según la indumentaria y el creador. Asistimos a la disolución gradual de la idea de tendencia de temporada, un fenómeno tan notable en la fase precedente. La moda centenaria había liberado la creatividad de los modistos, encasillada no obstante por criterios de oficio y de «acabado», principios estéticos de distinción y líneas que se imponían a todos con regularidad. Se ha dado un paso suplementario hacia la autonomización creadora de los profesionales de la moda: nos hallamos en la época de la proliferación y fragmentación de los cánones de la apariencia y de la yuxtaposición de los estilos más heteróclitos. Se consideran simultáneamente legítimos el modernismo (Courrèges) y lo sexy (Alaïa), las amplias superposiciones y lo ceñido, lo corto y lo largo, la elegancia clásica (Chanel) y la vamp hollywoodiense (Mugler), lo ascético monacal (Rei Kawakubo) y la mujer monumental (Montana), el «look mendigo» (Comme des Garçons World’s End) y el refinamiento (Saint-Laurent, Lagerfeld), las mezclas irónicas de estilos (Gaultier) y el «look japonés» (Miyaké, Yamamoto), los vivos colores exóticos (Kenzo) y los tonos tierra. Nada está prohibido, todos los estilos tienen carta de ciudadanía y se despliegan en orden disperso. Ya no hay una moda, hay modas. Tal es el estadio último del proceso de personalización de la moda, introducido muy pronto por la Alta Costura pero frenado por los valores dominantes del lujo y el refinamiento de «clase». Se han creado unas nuevas condiciones en la individualización de la creación, aportadas por los nuevos valores del humor, la juventud, el cosmopolitismo, la despreocupación y un ostensible pauperismo. La moda estalla en singulares e incomparables colecciones, cada creador prosigue su propia trayectoria anteponiendo sus propios criterios. La moda se ha acercado al mismo tiempo a la lógica del arte moderno, a su experimentación multidireccional y a su ausencia de reglas estéticas comunes. Creación totalmente libre, tanto en el arte como en la moda: del mismo modo que los escenógrafos contemporáneos se apropian libremente del repertorio oficial y lo transgreden, aboliendo la autoridad del texto y los principios exteriores a la creación del «escenario», asimismo los creadores han liquidado la referencia implícita a un gusto universal e invierten irónica y anárquicamente los estilos del pasado. El teatro de texto ha dado paso a un teatro de imágenes, de intensidades y de impacto poéticos; la moda, por su parte, ha relegado los pases discretos de los salones de Alta Costura en favor del «efecto pódium», de los shows de luz y sonido y del espectáculo de lo asombroso: «La moda sólo tiene realidad en la estimulación», escribe Riu Kawakubo. Ni siquiera las colecciones particulares son ya regidas por esa unidad de estilo, de colocación, de longitud, tan claramente aparente en el New Look, en las líneas A o Y de Dior, y en la línea trapecio de Saint-Laurent. Así como en el «estilo» Kenzo: «Hay cuatro looks que vuelven siempre. Primero, las blusas amplias que sirven también como minivestidos; después, la moda “victoriana”, femenina, sin escote, suave. Luego, el look “muñeca”, divertido, bonito, alegre, y la moda “chico”, deportiva y masculina. En toda colección, esos cuatro looks son la base» (Kenzo). El eclecticismo, estadio supremo de la libertad creativa: lo corto no excluye ya lo largo, cada creador puede jugar a su antojo con las formas, longitudes y anchuras; la unidad «exterior» ha dejado de constituir un requisito tanto en las colecciones como en las escenificaciones contemporáneas, con sus «lecturas» múltiples y entremezcladas, sus referencias a todos los extremos y todos los tiempos y sus «collages» heterogéneos. Ciertamente, se mantiene el principio, lanzado por Dior, de los temas de las colecciones, pero éstos se limitan ahora a funcionar como motivo de inspiración libre o metafórica, y ya no como regla formal exclusiva. Únicamente importan el espíritu de las colecciones, la poética de la firma y el campo libre de la creatividad del artista. La fragmentación del sistema de la moda se debe también a la emergencia de un fenómeno históricamente inédito: las modas juveniles, modas marginales que se basan en criterios de ruptura con la moda profesional. Tras la Segunda Guerra Mundial, aparecen las primeras modas jóvenes minoritarias (zazous, Saint-Germain-des-Prés, beatniks), primeras «anti-modas» que, a partir de los años sesenta, adquirirán una amplitud y significado nuevos. Con los movimientos hippie, «baba», punk, new-wave, rasta, ska, skin-head, la moda se desestabilizó y los códigos fueron cuestionados por la joven cultura anticonformista, manifestándose todas las perspectivas en la apariencia indumentaria, pero también en los valores, gustos y comportamientos. Anticonformismo exacerbado cuyo origen no se halla únicamente en las estrategias de diferenciación respecto al mundo de los adultos y de los demás jóvenes, sino más profundamente en el desarrollo de los valores hedonistas de masa y en el deseo de emancipación de los jóvenes ligado al avance del ideal individualista democrático. Lo más importante históricamente es que las corrientes se impulsaron al margen del sistema burocrático característico de la moda moderna. De este modo, ciertas fracciones de la sociedad civil han recuperado la iniciativa de la apariencia y han conquistado una autonomía de imagen que revela una sorprendente creatividad social en materia de moda, en la que se han inspirado ampliamente los creadores profesionales para renovar el espíritu de sus colecciones. Con las modas jóvenes, la apariencia registra un fuerte impulso individualista, una especie de ola neo-dandy que consagra la extrema importancia de la imagen, que exhibe la desviación radical respecto a la media, y que juega a la provocación, el exceso y la excentricidad para desagradar, sorprender o impactar. A ejemplo del dandismo clásico, se trata siempre de aumentar la distancia, de separarse de la masa, de provocar la sorpresa y cultivar la originalidad personal, con la diferencia de que no se trata de desagradar para agradar, de hacerse reconocer por los círculos mundanos a través del escándalo o lo imprevisto, sino de llevar hasta el final la ruptura con los códigos dominantes del gusto y las conveniencias. Ya sin vigencia el traje sobrio y estricto de un Brummel y finalizada la búsqueda high life del refinamiento y el matiz en la elección de la corbata o de los guantes, el neodandismo joven ha tenido tendencia a la marginalidad desmesurada, al exotismo y lo folklórico (hippie), a la confusión de sexos (cabello largo para los hombres), al abandono, al exceso de lo feo y lo repulsivo (punk) y a la afirmación de lo étnico (rasta, afro). La apariencia ya no es un signo estético de distinción suprema o una marca de la excelencia individual, se ha convertido en un símbolo total que designa una franja de edad, unos valores existenciales, un estilo de vida desclasada, una cultura de ruptura y una forma de contestación social. Estas modas abren sin duda un abismo, a causa de sus excesos, con la apariencia media, aunque en cierto sentido no hayan hecho sino anticipar o acompañar de una forma espectacular la tendencia general a una voluntad de menor dependencia respecto a los dictados oficiales de la moda. En estas modas de los jóvenes hay que advertir no tanto una desviación absoluta como el espejo amplificador-deformante de una ola de individualización general en los comportamientos de moda propios de la nueva edad de las apariencias. A este respecto, se ha hablado de «anti-modas», pero la expresión no carece de dificultades. Es cierto que socialmente han tomado cuerpo unas normas rotundamente hostiles a los cánones oficiales, pero, lejos de arruinar el principio de la moda, no han hecho sino enriquecer y diversificar su estructura general. La nueva situación viene dada por un cúmulo de criterios absolutamente incompatibles, la coexistencia de parámetros profesionales y criterios «salvajes» y la desaparición de una norma legítima que se imponía a todo el conjunto social. Es el final de la era consensual de las apariencias. Tampoco es ya posible definir la moda como un sistema regido por una acumulación de pequeños matices, ya que al sistema de los innumerables pequeños detalles diferenciales de la elegancia, se yuxtaponen unos códigos radicalmente disidentes que pueden llegar incluso a reivindicar la fealdad. Por un lado, cada vez hay menos variaciones determinantes entre el vestido de las distintas clases y sexos; pero, por el otro, resurgen las disimilitudes extremas, particularmente en las modas minoritarias de los jóvenes y en las de los estilistas «aventureros». A diferencia del arte de vanguardia, no hay desaliento en la moda contemporánea; la homogeneidad o la repetición no constituyen su horizonte. Fin de las tendencias imperativas, proliferación de los cánones de elegancia, emergencia de las modas jóvenes, el sistema ha abandonado obviamente el ciclo normativo y unanimista que aún vinculaba la moda centenaria a la época disciplinario-panóptica, y ello aun a pesar del proceso de diversificación estética emprendido por la Alta Costura. Con su fragmentación polimorfa, el nuevo sistema de la moda se halla en perfecta concordancia con la open society que, un poco en todas partes, instaura el reino de las fórmulas a la carta, de las reglamentaciones flexibles, de la hiperelección y del self-service generalizado. El imperativo «dirigista» de las tendencias de temporada ha dado lugar a la yuxtaposición de estilos; el dispositivo prescriptivo y uniforme de la moda centenaria ha cedido el paso a una lógica opcional y lúdica donde se escoge no sólo entre diferentes modelos de indumentaria, sino entre los principios más incompatibles de la apariencia. Así es la moda abierta, la segunda fase de la moda moderna, con sus códigos heteromorfos y su no-creatividad, cuyo ideal supremo es lo que hoy llamamos look. Contra todas las «modas alineadas», contra el código aseptizado B.C.B.G.92 o el «laisser-aller», el gusto «en onda» de los años ochenta invita a la sofisticación de las apariencias, a inventar y cambiar libremente la imagen del sujeto, y a insuflar de nuevo el artificio, el juego, la singularidad.93 No obstante, ¿hay que hablar de «revolución copernicana del look»?94 En realidad, la época del look no es más que la consumación de la dinámica individualista consustancial a la moda desde sus primeros balbuceos, y no hace más que llevar a su límite el gusto por la singularidad, la teatralidad y la diferencia que también manifestaron las épocas anteriores, aunque, evidentemente, de otro modo y dentro de unos límites más estrechos. Desde los favoritos de Enrique III a los dandys del siglo XIX, de las leonas a las consejeras de la moda moderna, el anticonformismo, la fantasía y el deseo de hacerse notar siempre han tenido adeptos en las capas altas de la sociedad. El look no está tan en ruptura con esta «tradición» individualista secular como su exacerbación. Hoy, cualquiera es invitado a quitar los límites y a mezclar los estilos, a liquidar los estereotipos y copias y a salir de las reglas y convenciones fosilizadas. En el orden de la moda, se registra la ética hedonista e hiperindividualista generada por los últimos progresos de la sociedad de consumo. El look y su embriaguez de artificios, de espectáculo y de creación singular, responden a una sociedad en la que los valores culturales primordiales son el placer y la libertad individuales. Lo que se valora es k diferencia, la personalidad creativa y la imagen sorprendente y ya no la perfección de un modelo. Ligado al desarrollo del psicologismo y a los deseos de creciente independencia y expresión propia, el look representa el rostro teatralizado y estético del neonarcisismo alérgico a los imperativos estandarizados y a las reglas homogéneas. Por un lado, Narciso va en busca de interioridad, autenticidad e intimidad psi; por el otro, tiende a rehabilitar el espectáculo por sí mismo, el exhibicionismo lúdico y sin trabas, la fiesta de las apariencias. Con el look, la moda rejuvenece, no hay más que jugar con lo efímero, brillar sin complejos en el éxtasis de la propia imagen inventada y renovada a gusto. Placeres de la metamorfosis en la espiral de la personalización caprichosa, en los juegos barrocos de la superdiferenciación individualista y en el espectáculo artificialista de uno mismo ofrecido a la mirada del Otro. MASCULINO-FEMENINO La moda centenaria descansaba sobre una marcada oposición de los sexos, oposición de la apariencia derivada de un sistema de producción en que la creación para mujer y para hombre no obedecía a los mismos imperativos; el polo de lo femenino encarnaba con letras de oro la esencia versátil de la moda. Desde los años sesenta, se han producido diversas transformaciones de desigual importancia que han modificado esa distribución secular de lo masculino y lo femenino. Así, sobre el plan organizativo, la Alta Costura, ese santuario de lo femenino, constituyó, a principios de los sesenta, el sector «hombres». Por su lado, algunos creadores y estilistas están realizando un prêt-à-porter masculino de vanguardia. Mientras que en algunas colecciones desfilan juntos e indistintamente modelos masculinos y femeninos, las firmas más prestigiosas de la Alta Costura lanzan campañas publicitarias de colonias y productos de belleza masculinos. Después de un gran paréntesis de exclusión bajo el signo de lo negro y lo circunspecto, «el hombre vuelve a la moda». Pero la verdadera novedad reside sobre todo en el formidable desarrollo de lo que se suele llamar sportswear. Con la indumentaria de tiempo libre generalizada, el atavío masculino ha entrado realmente en el ciclo de la moda, con sus cambios frecuentes, su imperativo de originalidad y de juego. Después de la rigidez austera y los colores oscuros o neutros, la ropa masculina ha dado un paso en la dirección de la moda femenina al incorporar la fantasía como uno de sus parámetros básicos. Los colores vivos y alegres ya no resultan inconvenientes: ropa interior, camisas, cazadoras y conjuntos de tenis, permiten ahora jugar libremente con los colores en sus múltiples combinaciones. Tee-shirts y sweat-shirts exhiben inscripciones y grafismos graciosos; lo que es divertido, infantil, poco serio, ya no está prohibido a los hombres. «La vida es demasiado corta como para vestir tristemente»: en tanto los signos de la muerte desaparecen del espacio público, la ropa de ambos sexos se pone al día con la felicidad general propia de la sociedad de consumo. El proceso de disyunción, constitutivo de la moda centenaria, ha sido sustituido por un proceso de reducción de la distinción indumentaria entre los sexos que se traduce, por una parte, en la inclusión, si bien parcial, de la ropa masculina en la lógica eufórica de la moda, y, por otra parte, en la adopción, cada vez más amplia por parte de las mujeres, a partir de los años sesenta, de las ropas de tipo masculino (pantalón, jean, cazadora, esmoquin, corbata, botas). La división enfática e imperativa en la apariencia de los sexos se difumina, y la igualdad de condiciones prosigue su tarea poniendo fin al monopolio femenino de la moda y «masculinizando» parcialmente el guardarropa femenino. Esto no significa de ningún modo que la moda haya dejado de tener su punto de mira en lo femenino. Sin duda, la Alta Costura y los creadores presentan colecciones de hombre, pero son las colecciones de mujer las que dan renombre a las casas y a los estilistas, y, esencialmente, son éstas las que son comentadas y difundidas en las revistas especializadas. Creadores como Jean-Paul Gaultier se esfuerzan por activar la promoción del «hombre-objeto» creando una moda de vanguardia, masculina, desprendida de todos los tabúes, pero ésta queda muy circunscrita, y en cualquier caso, menos variada que la de las mujeres. En el vestido masculino coexisten dos lógicas antinómicas: la moda del sportswear y la «no-moda» del traje clásico: la fantasía para el ocio, lo serio y el conservadurismo del traje-y-corbata para el trabajo. Semejante disociación no se encuentra como tal en lo femenino, donde la fantasía moda goza de una legitimidad social mucho más amplia; la oposición que regula la moda femenina es menos la de la ropa para el ocio y ropa para el trabajo que la de los atuendos de día, más o menos «prácticos», y los trajes de noche, más compuestos y sofisticados. Si la ropa masculina registra frontalmente la oposición, propia de las sociedades neocapitalistas, entre los valores hedonistas y los valores tecnocráticos, para las mujeres el privilegio de la moda descarta dicha disyunción en favor de un derecho permanente a la frivolidad, aunque en el mundo del trabajo éste sea seguramente más moderado. Menor austeridad en el vestido masculino, más signos de origen masculino en la moda femenina, aunque ello no autoriza a diagnosticar la uniformización de la moda y la desaparición a mayor o menor plazo de las modas por sexos. Que los hombres puedan llevar el pelo largo, que las mujeres adopten masivamente prendas de origen masculino y que haya ropa y almacenes unisex, son datos que no bastan para acreditar la idea de una unificación final de la moda. ¿Qué observamos? De entrada, un movimiento de reducción de la diferencia enfática entre lo masculino y lo femenino, un movimiento de naturaleza esencialmente democrática. Pero el proceso de «igualación» indumentaria revela en seguida sus límites, no prosigue hasta la anulación de toda diferencia y su punto final no se identifica, como lógicamente podríamos pensar extrapolando la dinámica igualitaria, con una similitud unisexual radical. En tanto las mujeres acceden masivamente a las prendas de tipo masculino y los hombres reconquistan el derecho a una cierta fantasía, surgen nuevas diferenciaciones que reconstituyen la separación estructural de las apariencias. La homogeneización de la moda de cada sexo no tiene existencia más que desde un punto de vista superficial, en realidad la moda no deja de producir signos diferenciales, a veces menores, pero no superfluos en un sistema en el que precisamente «la insignificancia hace el todo». Así como un vestido pasa de moda, gusta o disgusta por un mínimo matiz, de igual modo un simple detalle basta para discriminar los sexos. Los ejemplos son innumerables: hombres y mujeres llevan pantalones, pero el corte y a menudo los coloridos son distintos, los calzados no tienen nada en común, la blusa de mujer se distingue fácilmente de una camisa de hombre, las formas de los trajes de baño son diferentes al igual que las de la ropa interior, los cinturones, las chaquetas, los relojes y los paraguas. Por todas partes, los artículos de moda reproducen, gracias a pequeñas «insignificancias», la diversidad de la apariencia. La causa de que los cabellos cortos, los pantalones, chaquetas y botas no hayan logrado desexualizar a la mujer, es que siempre se adaptan a la especificidad de lo femenino, reinterpretados en función de la mujer y de su diferencia. Si la nítida división de la apariencia entre las clases se difumina, por contra la de los sexos se mantiene, a excepción, quizá, de ciertas categorías de adolescentes y de jóvenes de atuendo más claramente andrógino. Pero a medida que la edad aumenta, la diferencia tiende a reafirmarse. La representación de la diferencia antropológica ha resistido mucho más que la de las clases sociales. La manifestación de la identidad social a través del vestido se ha hecho confusa, pero no la de la propia identidad sexual, si bien es cierto que el dimorfismo sexual ya no tiene el carácter acentuado que tenía en la moda centenaria. Aquí reside precisamente la originalidad del proceso en curso: la acción progresiva, incuestionable, de disminución de los extremos, no tiene como objetivo la unificación de las apariencias sino la diferenciación sutil, algo así como la menor oposición distintiva entre los sexos. La división en la apariencia de los sexos pierde nitidez, aunque, a medida que se produce la disminución de las distancias, salen a la luz oposiciones discretas. Nada sería más falso que imaginar el horizonte democrático bajo los rasgos de la indistinción-indiferenciación de los sexos: la democratización de la moda actúa a través de la reproducción interminable de pequeñas oposiciones disyuntivas, de diferenciaciones codificadas que, aun siendo menores y facultativas, son no obstante aptas para designar la identidad antropológica y erotizar los cuerpos. Paralelamente a la acción de la mínima disyunción de los sexos, se perpetúa un proceso de diferenciación ostensible de los sexos a través de esos signos exclusivamente femeninos como son los vestidos, faldas, trajes-chaqueta, medias, calzado, maquillaje, depilación, etc... De geometría variable, la moda permite en adelante la cohabitación de un sistema de oposiciones importantes con un sistema de oposiciones menores, siendo esta lógica dual la que caracteriza la moda abierta, y no la pretendida generalización unisex, cuyo ámbito, en sentido estricto, queda circunscrito, y cuyos elementos se asocian a menudo, de distinta forma, a signos sexuados. Que no cunda el pánico, la culminación de la era democrática no es el Uno andrógino; con la yuxtaposición de los códigos de la diferenciación minúscula y de la diferenciación mayúscula, la separación indumentaria de los sexos se mantiene, y ha entrado en la onda de los sistemas opcionales a la carta. En la nueva constelación de la apariencia de los sexos, hombres y mujeres no ocupan una posición equivalente: el mundo de la moda sigue organizado por una disimetría estructural. Si las mujeres pueden permitirse llevarlo casi todo e incorporar a su guardarropa prendas de origen masculino, por contra los hombres están sometidos a una codificación implacable fundada en la exclusión redhibitoria de los emblemas femeninos. El hecho principal es éste, los hombres en ningún caso pueden llevar vestidos o faldas, ni tampoco maquillarse. Como trasfondo de la liberalización de las costumbres y la desestandarización de los roles, una prohibición intangible continúa en todo momento organizando profundamente el sistema de las apariencias con una fuerza de interiorización subjetiva y de imposición social que no tiene equivalente en otros campos: vestidos y cosméticos son patrimonio de lo femenino y están rigurosamente proscritos para los hombres. Prueba de que la moda no es un sistema de conmutación generalizada en que todo se intercambia en la indeterminación de los códigos, donde todos los signos «son libres de conmutar y de permutarse sin límite.»95 La moda no elimina todos los contenidos referenciales, no hace que los signos de identidad fluctúen en la equivalencia y la conmutabilidad total: la antinomia entre lo masculino y lo femenino sigue vigente como una oposición estructural estricta cuyos términos son todo menos sustituibles. El tabú que regula la moda masculina está a tal punto asumido y goza de tal legitimidad colectiva que nadie ha pensado ponerlo en tela de juicio, y no da lugar a ningún gesto de protesta, ni a ninguna tentativa real de subvertirlo. Sólo J.-P. Gaultier se aventuró a presentar faldas-pantalón para hombre; pero, más golpe publicitario-provocador que búsqueda de una moda masculina nueva, la operación no tuvo ninguna repercusión sobre el modo de vestir real. No podía ser de otra manera; de entrada, el uso de falda por un hombre aparece como un signo «perverso», y el efecto es ineludiblemente burlesco, paródico. Lo masculino está condenado a desempeñar indefinidamente el papel de lo masculino. ¿Un vestigio llamado a desaparecer a medida que se profundice la acción de la igualdad y tomen fuerza los valores de autonomía individual? Nada menos seguro. Ciertamente, a partir de los años sesenta se han aproximado mucho las apariencias de los sexos: además de la adopción generalizada del pantalón femenino, ahora los hombres pueden llevar el cabello largo, colores antes prohibidos y pendientes en las orejas. Pero este movimiento de convergencia no ha alterado un ápice la prohibición de fondo que pesa sobre la moda masculina. La lógica desigualitaria en materia de apariencia sigue siendo la regla; hay un reconocimiento social del boy look para las mujeres, pero los hombres, a menos que afronten la risa o el desprecio, no pueden adoptar los emblemas de lo femenino. En Occidente, el vestido se ha asociado a la mujer desde hace seis siglos: este factor multisecular tiene sus efectos. Si el vestido está vedado para los hombres, se debe al hecho de que está asociado culturalmente a la mujer y, por lo tanto, a la moda, mientras que lo masculino, a partir del siglo XIX, se definió, al menos en parte, contra la moda, contra los signos de seducción y contra lo fútil y lo superficial. Adoptar el símbolo indumentario femenino supondría transgredir, en el terreno de la apariencia, lo que constituye la identidad viril moderna: no es nuestro caso. Y ningún signo del momento permite vislumbrar semejante inflexión de tendencia. A pesar de las formas múltiples de la democratización, la moda, al menos sobre la base de los sexos, sigue siendo esencialmente desigualitaria, y el polo masculino ocupa siempre la posición inferior, estable, frente a la movilidad libre y proteiforme de lo femenino. El nuevo sistema, por muy abierto que sea, está lejos de librarse del ordenamiento anterior, y prorroga de un modo distinto la preminencia femenina de la moda centenaria. Hoy como ayer, están prohibidos a los hombres los juegos del encanto y las metamorfosis extremas; lo masculino sigue siendo inseparable de un proceso de identificación individual y social que excluye el principio del artificio y del juego, en la línea de la «gran renuncia» del siglo XIX. Esta continuidad de lo masculino se ve correspondida por una continuidad aún más profunda de lo femenino. Sin duda, desde los años sesenta la silueta femenina ha conocido una «revolución» decisiva con la generalización del uso del pantalón. Pero, por importante que sea, el fenómeno no ha descartado los signos tradicionales del vestuario femenino. En 1985, se vendieron en Francia 19,5 millones de pantalones femeninos, pero también 37 millones de vestidos y faldas. En un plazo de diez años, ha aumentado el ritmo medio de compra de pantalones (en 1975, el consumo alcanzaba 13 millones de piezas), aunque lo mismo sucede con los vestidos y faldas (en 1975, el consumo se elevaba a 25 millones de piezas). Desde 1981, las ventas de vestidos están en descenso, pero las de las faldas siguen aumentando. Vestidos y faldas representaban el 13,4% de las compras de ropa en 1953, y el 16% en 1984: no por haber adoptado masivamente el uso del pantalón las mujeres han renunciado en modo alguno a la parte propiamente femenina de su guardarropa. Los vestidos arquetípicos de la mujer no son progresivamente sustituidos por el pantalón, sino que éste figura ahora a su lado, como opción suplementaria. Persistencia de un guardarropa específicamente femenino que no debe ser tomada como una supervivencia inerte destinada a desaparecer, sino como condición de una libertad indumentaria más amplia y variada. Por ello, pese a la implantación del pantalón, el vestido no interrumpe su carrera: la actualidad del vestido no significa en modo alguno que sigan vigentes los signos de la mujer dependiente, sino, por el contrario, la aspiración a una mayor posibilidad de elección y autonomía indumentaria en la línea de la «clásica» pasión femenina por el cambio de apariencia, pero también del individualismo opcional contemporáneo. Al mismo tiempo, el vestido permite poner de relieve de un modo específico el cuerpo femenino, volverlo «aéreo», recatado o sexy, exhibir las piernas, subrayar los atractivos de la silueta, y hace posible tanto el «protagonismo» como la discreción. Si el vestido no ha conocido el desinterés colectivo, se debe a que es una «tradición» abierta, puesta continuamente en movimiento por la moda, en respuesta a las aspiraciones más básicas de las mujeres en materia de apariencia: la seducción, la metamorfosis de la imagen. La continuidad en que se inscribe la moda femenina queda aún más de manifiesto si consideramos el maquillaje y los cuidados de belleza. Desde la Primera Guerra Mundial, las sociedades modernas asisten a un aumento constante del consumo de productos cosméticos, a una extraordinaria democratización de los productos de belleza y a un auge sin precedentes del maquillaje. Barras de labios, perfumes, cremas, polvos, laca de uñas, productos en cantidades industriales y a bajo precio, se han convertido en artículos de consumo corriente,96 cada vez más utilizados por todas las clases sociales después de haber sido durante milenios artículos de lujo reservados a una minoría. Ha habido, sin lugar a dudas, modificaciones en un mercado de productos de belleza que experimenta, hoy día, una creciente preferencia por los productos de tratamiento y cuidado más que por los productos de maquillaje. Por lo demás, una fuerte demanda de masa sigue dirigiéndose a las bases de maquillaje y productos para las uñas, labios y ojos. Las colonias para hombre y las lociones para antes y después del afeitado experimentan un éxito creciente, pero los productos «hombre», en 1982, no llegaban a representar más que mil millones de francos sobre los once mil millones de la cifra de ventas en Francia de productos de perfumería, belleza y tocador. Sean cuales sean los cambios de preferencias femeninas y la participación en aumento del «hombre», el maquillaje sigue siendo una práctica exclusivamente femenina que se impone incluso entre las más jóvenes, que, desde hace algunos años, se maquillan cada vez más pronto los ojos y los labios. En la corriente de los valores hedonistas y narcisistas, el maquillaje ha adquirido una amplia legitimidad social, y ya no supone «mala vida» sino todo lo más «mal gusto»; ya no es reprobado ni en las mujeres jóvenes ni en las mayores. Por contra, el uso de «khol» entre los hombres sigue siendo un hecho muy marginal, limitado a algunos jóvenes. Lo natural, lo distendido y lo práctico se impone cada vez más en la moda, aunque, simultáneamente, los afeites sigan siendo objeto de una demanda sostenida: prueba no de la fuerza del machaconeo publicitario, sino de la imposición del valor inmemorial de la belleza femenina. La emancipación social de las mujeres no ha llevado en modo alguno al «segundo sexo» a renunciar a las prácticas cosméticas; como máximo, asistimos a una tendencia creciente a la discreción en el maquillaje y el deseo general de embellecerse. El hecho principal es la perennidad de los cuidados de belleza, del maquillaje y de la coquetería femenina: el paréntesis hiperfeminista que denunciaba la sumisión del segundo sexo a las trampas de la moda no tuvo sino efectos de superficie, no logró quebrantar las estrategias milenarias de la seducción femenina. Hoy, la denuncia de la «mujer-objeto» ha dejado de ser una receta y no tiene ya un verdadero eco social. Pero ¿lo ha tenido alguna vez? ¿Retorno al punto de partida? En realidad, la frivolidad femenina, ahora, más que perpetuar una imagen tradicional contribuye a conformar una nueva figura de lo femenino, en la que la reivindicación del encanto no excluye la del trabajo y la responsabilidad. Las mujeres han conquistado el derecho al voto, el derecho al sexo, a la libre procreación y a todas las actividades profesionales, pero, al mismo tiempo, conservan el privilegio ancestral de la coquetería y de la seducción. Este patchwork es el que define a la «mujer con mayúsculas», constituida por una yuxtaposición de principios antaño antinómicos. Gustar de la moda ya no tiene el sentido de un destino impuesto; arreglarse, «ponerse guapa», ya no tiene nada que ver con la alienación: ¿por qué obstinarse en hablar de manipulación o cosificación cuando una amplia mayoría de mujeres declara que la multiplicación de los cosméticos, lejos de «oprimirlas», les da más independencia y más libertad para agradar a quien ellas quieren, cuando quieren y como quieren?97 Ponerse guapa se ha convertido en un juego de lo femenino con el arquetipo de la feminidad, una frivolidad de segundo grado en que se aúnan el deseo de agradar y sugerentes insinuaciones. El «glamour» se desprende del ritual ceremonial y se pone en acción con una fantasía deliberada a las referencias y a las evocaciones múltiples. A través del atavío y del maquillaje, la mujer juega a la vamp, a la star, a la moderna Egeria y a la «mujer-mujer». Se reapropia, a su antojo, de los estilos, los aires, los mitos, las épocas, y la seducción se divierte consigo misma y con el espectáculo que ofrece y en el que no cree más que a medias. A ejemplo del destino de los mensajes en la sociedad de consumo, la moda y la seducción han abandonado su gravedad anterior y ahora funcionan, en gran parte, por el humor, el placer y el espectáculo lúdico. La persistencia de la disyunción entre sexos se refleja incluso en la nueva figura dominante de la individualidad contemporánea compartida hoy por ambos sexos: el narcicismo mental y corporal. Con el neonarcisismo, se produce una mezcla de los papeles e identidades anteriores de los sexos en favor de una inmensa ola «unisex» de autonomía privada y de atención hacia uno mismo, de obsesión por el cuerpo, la salud y los problemas de relación. Pero esta desestabilización de la división antropológica no supone simplemente un narcisismo homogéneo, desde el momento en que tomamos en consideración, precisamente, la relación con la estética de las personas. El neonarcisismo masculino configura el cuerpo principalmente como una realidad indiferenciada, una imagen global que hay que mantener con salud y en forma; muestra poco interés por el detalle, y raras son las regiones parciales del cuerpo que despiertan la preocupación estética, a excepción de esos inevitables puntos críticos: las arrugas de la cara, la «barriga» y la calvicie. Ante todo es la gestalt de un cuerpo joven, esbelto y dinámico la que se trata de conservar a través del deporte o los regímenes dietéticos; el narcisismo masculino es más sintético que analítico. Por contra, en la mujer el propio culto se halla estructuralmente fragmentado, y la imagen que tiene de su cuerpo es muy pocas veces global: la mirada analítica prevalece sobre la sintética. Tanto la mujer joven como la «madura» se ven en «porciones», y para convencerse no hay más que leer las cartas de las lectoras de las revistas: «tengo dieciséis años, y una piel espantosa, llena de puntos negros y granos», «cuarenta años bien llevados, realmente no aparento mi edad, a no ser por los párpados superiores. Ligeramente marchitos, me dan un aire triste», «mido 1,57 y peso 49 kilos, pero tengo demasiado vientre, y las caderas anchas». Todas las regiones del cuerpo femenino son investigadas, el narcisismo analítico detalla el rostro y el cuerpo en elementos distintos, dotados uno por uno de un valor más o menos positivo: nariz, ojos, labios, piel, hombros, senos, caderas, nalgas, piernas son objeto de una autoapreciación y de una autovigilancia que conlleva unas «prácticas propias» específicas, destinadas a poner de relieve o corregir tal o cual parte del físico. Narcisismo analítico que se debe esencialmente a la fuerza preponderante del código de la belleza femenina: el valor otorgado a la belleza femenina da lugar a un inevitable proceso de comparación con las demás mujeres y a una observación escrupulosa del propio físico en función de unos cánones reconocidos, una evaluación sin concesiones referida a todas las partes del cuerpo. Si bien la moda indumentaria es ahora polimorfa, y las normas tienen un carácter mucho menos coactivo, por contra, la celebración de la belleza física femenina no ha perdido nada de su fuerza de imposición y, sin duda, se ha reforzado, se ha generalizado y universalizado, paralelamente al desarrollo de las prendas ligeras y de playa, del deporte, de las stars y pin ups exhibidas en los media, y del deseo de parecer joven. Fat is beautiful, Ugly is beautiful, tales son los nuevos eslóganes de la reivindicación minoritaria, los últimos avatares democráticos de la búsqueda de la personalidad. De acuerdo, pero ¿quién los asume realmente? ¿Quién se los cree? Las oportunidades que tienen de superar el estadio del síntoma disidente o de la actitud testimonial son prácticamente nulas cuando se comprueba la amplitud de la fobia a engordar y el éxito creciente de los productos cosméticos, de las técnicas y regímenes de adelgazamiento: la pasión por ser bella sigue siendo la cosa más compartida. A buen seguro, los hombres se preocupan cada vez más de su línea, su piel y su apariencia, una transformación que, entre otras, confirma la hipótesis del neonarcisismo masculino. Por lo demás, el ideal de belleza no tiene la misma fuerza para ambos sexos, ni los mismos efectos en la relación con el cuerpo, la misma función en la identificación individual o la misma valoración social e íntima. La exaltación de la belleza femenina reinstaura en el mismo corazón del narcisismo móvil y «transexual» una división de importancia entre los sexos, una división no sólo estética, sino cultural y psicológica. Disimetría en la apariencia de lo masculino y de lo femenino: es preciso incidir en esta división que, aunque facultativa y difusa, sigue siendo enigmática con respecto a la orientación histórica de las democracias modernas. El significado social de la igualdad ha arruinado la idea de que los seres eran básicamente heterogéneos, se halla en la raíz de la representación del pueblo soberano y del sufragio universal, y ha contribuido a emancipar a las mujeres y a modificar los papeles, estatus e identidades. Con todo, no ha logrado desarraigar la «voluntad» de los sexos de manifestar sus diferencias a través de los signos frívolos. Conforme se van atenuando los símbolos más ostensibles de la diferencia (aparición de una moda femenina que da paso a las líneas planas, los cabellos cortos y el pantalón), surgen otros que contrarrestan la tendencia democrática a acercar los extremos: furor de la pintura de labios tras la Gran Guerra, de la laca de uñas en los años treinta y la pintura de ojos a partir de los sesenta. Es como si la igualdad no pudiera superar determinado umbral, como si el ideal democrático tropezara con el imperativo de la diferenciación estética de los sexos. Aquí aparece uno de los límites históricos del ideal de la igualdad de condiciones y de su tarea de paulatina reducción de las formas sustanciales de la disimilitud humana.98 Todos nos reconocemos de una esencia idéntica y reivindicamos los mismos derechos y, no obstante, no queremos parecemos al otro sexo. Tocqueville escribió que «en los tiempos de democracia, aquellos que naturalmente no se parecen, únicamente desean volverse semejantes y se copian».99 Por lo que concierne a la moda de los sexos, la frase, evidentemente, no es aceptable; cuando las mujeres llevan pantalones, no buscan parecerse a los hombres, sino ofrecer una imagen distinta de la mujer, más libre en sus movimientos, más sexy o espontánea. No mimetismo del Otro, sino reafirmación de una diferencia más sutil, subrayada por el corte específico de la ropa o los signos del maquillaje. Sin duda son muchas las manifestaciones de la moda que dan testimonio de la asimilación democrática de las formas de la alteridad social. Por lo demás, sin embargo, la persistencia de la disyunción de la apariencia entre los sexos supone una suerte de fracaso en la dinámica igualitaria, la cual no puede llegar hasta el fondo en la disolución de las desemejanzas. Resistencia obstinada a la acción de la igualdad que revela la fuerza de un principio social antinómico que proviene de la noche de los tiempos: la sacralización de la belleza femenina. Desde la Antigüedad egipcia, y más tarde en Grecia, donde el uso de afeites está demostrado, las mujeres no han dejado nunca, si bien en proporciones variables, de utilizar productos de belleza para su arreglo. El maquillaje se convierte en un ritual femenino para embellecerse, ser deseable, encantar, aun cuando los afeites sean regularmente objeto de denigración y condena. Lo sorprendente es que, a pesar de las incesantes denuncias religiosas y morales que durante milenios ha suscitado la utilización de cosméticos, ésta ha seguido siendo valorada y practicada por las mujeres, no sólo entre las cortesanas y las mujeres de edad, sino entre una amplia población femenina. Ni la misoginia en los hábitos ni el dogma del pecado cristiano han impedido que las mujeres sean coquetas, quieran ser bellas y agradar. ¿Por qué milagro la igualdad podría conseguir poner fin a un fenómeno de tan larga duración que nada ha detenido en su carrera? ¿Por qué renunciarían las mujeres a los rituales inmemoriales de la seducción, cuando desde la Edad Media y el Renacimiento la belleza femenina ha sido cada vez más rehabilitada y exaltada? Con el culto de la belleza femenina y el repudio de la imagen de la mujer como agente de Satán, el deseo femenino de embellecerse y agradar pudo adquirir una profunda legitimidad social. Por este hecho, las sociedades modernas se basan no sólo en el principio de la igualdad entre los seres, sino también en el principio desigualitario del «bello sexo»: la belleza queda como un atributo, un valor particular de lo femenino, y se admira, se la anima, es exhibida profusamente entre las mujeres y poco entre los hombres. El avance democrático de las sociedades parece no poder frenar esta vocación de gustar, esta celebración desigualitaria de la belleza femenina, así como los ancestrales medios para realzarla. También hemos asistido, en las sociedades modernas, al reforzamiento del prestigio y del imperativo de la belleza femenina gracias a las stars y al culto de las pin up y del sex-appeal, a la producción industrial de cosméticos, la proliferación de los institutos de belleza y los consejos estéticos prodigados en las revistas, y gracias también a los concursos de belleza nacionales e internacionales que tomaron impulso después de la Primera Guerra Mundial. La persistente desigualdad en los medios de seducción y en la apariencia de los sexos se debe esencialmente a esa valoración desigualitaria de la estética femenina. ¿Cómo una cultura del «bello sexo» podría dejar de conllevar el deseo de poner en escena la belleza así como modas específicas destinadas a poner de relieve el cuerpo y el rostro femenino? ¿Momento transitorio antes de desembocar en un definitivo triunfo de la igualdad de la apariencia? Si observamos la prosperidad de las industrias cosméticas, los recientes progresos de la moda y las imágenes publicitarias, nada autoriza a pensarlo. Todo nos lleva a pensar, por el contrario, en la perpetuación de un sistema con dos lógicas antinómicas, igualitaria y desigualitaria, que permiten una mayor personalización de la apariencia femenina de acuerdo con los valores hiperindividualistas de nuestro tiempo. La igualdad se esfuerza en disolver las diferencias, pero el ideal de la individualidad se aplica en reinscribir las diferencias: el código del «bello sexo» que contribuye precisamente a producir la diferencia y a valorar la individualidad estética tiene aún un futuro brillante ante sí. Si bien la igualdad continuará sin lugar a dudas aproximando la apariencia de los sexos, la sacralización de la belleza femenina, por su parte, tendrá el efecto de reproducir nuevas diferencias en materia de moda y rituales de seducción. Límite de la dinámica igualitaria que va más allá de la esfera de la moda, dado que concierne a la representación subjetiva del Ego. En la época moderna, mujeres y hombres se reconocen, seguramente, todos como semejantes, a condición de añadir que esa identidad de esencia no excluye, paradójicamente, un sentimiento de alteridad antropológica. No es cierto que, como consecuencia de la igualdad, las identidades de sexo hayan sido marginadas y relegadas a un segundo plano con respecto a la identidad sustancial básica. Si bien ideológicamente podríamos decir que somos semejantes, íntima o psicológicamente cada cual se identifica de inmediato con su sexo, vive primero según su diferencia como hombre o mujer. No se trata de algo superficial, puede considerarse incluso como una inmensa sacudida de la organización social democrática: está en juego la propia imagen de Uno mismo, de su identidad y de sus referencias más íntimas en relación con los demás, con su cuerpo y con sus deseos. La asimilación por la igualdad democrática de la alteridad social marca aquí el paso, hasta el punto de que podemos dudar del poder de penetración real de la idea igualitaria en lo más recóndito de la existencia subjetiva. El neofeminismo y sus reivindicaciones específicas, la explosión de la escritura femenina y los innumerables discursos y «palabras de mujeres», ¿acaso no son síntomas sociales de esta limitación de la igualdad? Lo propio de la igualdad no es constituir lisa y llanamente una identidad profunda antropológica, sino engendrar una similitud de esencia entre los sexos que, no obstante, vaya acompañada de un sentimiento privado de desemejanza. Somos indisociablemente semejantes y distintos, sin que podamos determinar en qué reside la diferencia antropológica y sin que podamos fijar claramente una línea divisoria. Tal es el sorprendente destino de la igualdad que nos condena no sólo a la similitud, sino también a la indeterminación, a la yuxtaposición íntima de los contrarios y al cuestionamiento interminable de la identidad sexual. UNA MODA PARA VIVIR Paralelamente a la dispersión de las referencias de la apariencia legítima, han aparecido gustos y comportamientos individuales y colectivos en ruptura con el momento anterior. Cambios de actitudes que, en el ámbito de la moda, son testimonio de la emergencia de la dominante neonarcisista en las personalidades contemporáneas. Por mucho que favoreciera la ampliación del gusto por la originalidad y multiplicara el número de los modelos indumentarios, la moda centenaria se desarrolló en orden conjunto y unitario y dio vigencia a la tradicional primacía del conformismo estético de conjunto, el clásico «despotismo» de la moda. Bajo la autoridad de la Alta Costura y de las revistas de moda, las tendencias anuales y de temporada se imponían como diktats, y para ser elegante había que adoptar lo más rápidamente posible la última línea en boga y cambiar de guardarropa según el ritmo de los caprichos de los grandes modistos y de las mujeres up to date. La moda abierta supone justamente el final de ese «dirigismo» unanimista y disciplinario, la inédita falta de correspondencia entre la innovación y la difusión, entre la vanguardia creativa y el público consumidor. La «calle» se ha emancipado de la fascinación ejercida por los líderes de la moda, y no asimila ya las novedades sino a su propio ritmo, «a su antojo». Entre el público ha surgido un poder ampliamente extendido de filtración y distanciamiento en materia de apariencia, un poder indicativo de la escalada individualista de voluntad de autonomía privada. El furor de la minifalda a mediados de los años sesenta fue sin duda el primer eslabón de este proceso de autonomización. Surgió una moda que ya no tenía como modelo, según el canon clásico, a la mujer de treinta años, sino a la jovencita de entre quince y veinte. La escisión entre el último grito y la gran difusión se hizo ineluctable al considerar las mujeres que, a partir de cierta edad, un vestido de ese tipo no estaba, manifiestamente, hecho para ellas, y que las desfavorecía en exceso. El fenómeno de independencia frente a los cánones ha seguido ampliándose: el «maxi» a fines de los años sesenta no llegó realmente a «cuajar» y las innovaciones más relevantes de los años setenta no salieron de las fronteras de una minoría. ¿Dónde se han visto las anchísimas espaldas lanzadas desde la segunda mitad de los setenta por Mugler y Montana? ¿Quién ha llevado después las amplias superposiciones de los creadores japoneses? Ahora, ya no hay ningún estilo nuevo que consiga propagarse enseguida en la calle. La extrema diversificación de los creadores y las crecientes aspiraciones a la autonomía privada han conllevado comportamientos más independientes y más relativistas con respecto a la moda faro. Estamos más o menos al tanto del último look á la page, pero no lo copiamos fielmente, lo adaptamos a nuestro gusto, si es que no lo ignoramos en favor de cualquier otro estilo. Paradoja: mientras que la creación de vanguardia es cada vez más espectacular, la difusión de masas es cada vez más «tranquila» y sólo le afectan, y aun con lentitud, las innovaciones de la cúspide: esto sucede sólo diez años después de que las hombreras amplias comenzaran a hacer su aparición. Lo que caracteriza la moda abierta es la autonomización del público frente a la idea de tendencia y la caída del poder de imposición de los modelos prestigiosos. Así pues, curiosamente, la propagación de la moda se ha ralentizado después de una larga fase de aceleración y de adopción sincrónica. Tratándose de la moda, el hecho es lo bastante inhabitual como para subrayarlo: ésta avanza globalmente sin agitación, sin fiebre de asimilación instantánea. No nos engañemos, la moda sufre de todo menos de desaliento o déficit creativo. Lo que se está produciendo es menos radical: se ha instaurado una doble lógica, una suerte de sistema dual en el orden de las apariencias. De un lado, una oferta siempre precipitada e inconstante, y del otro, una demanda poco fiel y emancipada que no va al mismo ritmo. Se ha cerrado un ciclo: la moda indumentaria, durante siglos símbolo mismo de los cambios rápidos de adopción y difusión, ha tomado velocidad de crucero, y la autonomización individualista, lejos de conducir a un cambio cada vez más veloz de gustos y estilos, se inclina más por una cierta «cordura» frívola, un cierto poder moderador entre las consumidoras. Con esta etapa menos apresurada de la moda, se difuminan y confunden las fronteras de la nítida oposición anterior entre pasado de moda/a la moda. Sin duda, el último grito sigue existiendo, pero su percepción social es más vaga, perdido como está en la confusión pletórica de los creadores y de los diversos looks. Ya han pasado los tiempos en que se imponía a todos una tendencia dominante bajo la autoridad de la Alta Costura, las revistas y las stars. El «must» apenas es ya conocido más que por un público circunscrito de profesionales o iniciados; la mayoría no sabe ya dónde se encuentra exactamente la punta de lo nuevo, por cuanto la moda se parece cada vez más a un conjunto vago cuyo conocimiento es lejano e incierto. Simultáneamente, lo pasado de moda pierde su radicalidad; aunque no desaparezca, es cada vez más impreciso, menos rápido, menos ridículo. Cuando son posibles todas las longitudes y anchuras, cuando se dan cita una multitud de estilos, cuando el retro está en boga y cuando parecer «antiguo» es el objetivo del objetivo new wave, se hace en efecto difícil estar absolutamente demodé. En la nueva configuración de la moda, lo nuevo no descalifica ya súbitamente a lo antiguo, y las prescripciones drásticas de la moda se borran paralelamente al desarrollo de los valores psi, de la comunicación y humorísticos. A pesar de su amplia democratización, la moda centenaria funcionaba aún como un gran sistema de exclusión «autoritaria». Ese momento ha llegado a su fin, acabada la «dictadura» de la moda y el descrédito social de lo demodé, se ha puesto en marcha un nuevo dispositivo, abierto, no directivo. Al barrer la culpabilidad y la denigración que se vinculaban a lo pasado de moda, la democratización de ésta ha entrado en su fase final, los individuos han adquirido una gran libertad indumentaria y la presión conformista de lo social se ha hecho menos pesada, menos homogénea y permanente. Al igual que ya apenas nos burlamos de los defectos del Otro, asimismo hemos dejado de reírnos de los atavíos pasados de moda: pacificación de la moda que refleja y forma parte de la moderación y de la creciente tolerancia de las costumbres. La moda flexible, la alergia profunda hacia la violencia y la crudeza, la nueva sensibilidad hacia los animales, la importancia de escuchar al Otro, la educación comprensiva y el apaciguamiento de los conflictos sociales son otros tantos aspectos del mismo proceso general de la «civilización» democràticomoderna. Así, se instaura esta moda de «rostro humano» en la que se aceptan casi todas las opciones y se juzga cada vez menos al Otro en función de una norma oficial. La euforia del look sólo se da sobre el fondo de esta tolerancia indumentaria general, sobre el fondo de relajación y desapasionamiento social de la moda. Hablar de autonomización del público frente a la moda no equivale obviamente a considerar que hayan desaparecido los códigos sociales y los fenómenos miméticos. Es evidente que las constricciones sociales siguen actuando sobre los individuos, pero éstas son menos uniformes y dejan más lugar a la iniciativa y la elección. Denunciando invariablemente la autonomía privada como una ilusión de la conciencia presociológica, no se avanza mucho en la comprensión de los cambios del mundo moderno. Es preciso abandonar la estéril disputa entre determinismo y libertad metafísica. Si bien es claro que la independencia individual, en lo absoluto, es un mito, no podemos inferir que no haya grados en la autonomía de las personas que viven en una sociedad. Aun cuando, evidentemente, se mantengan las obligaciones sociales y numerosos códigos y modelos estructuren nuestras formas de presentarnos, las personas privadas tienen ahora un margen de libertad mucho más amplio que antes: ya no hay ni una sola norma de la apariencia legítima, y los individuos tienen la posibilidad de optar entre muchos modelos estéticos. Las mujeres siguen estando atentas a la moda, aunque de distinto modo; la siguen de una forma menos fiel, menos escrupulosa, más libre. El mimetismo directivo propio de la moda centenaria ha dado paso a un mimetismo de tipo opcional y flexible, se imita a quien se quiere, como se quiere. La moda ya no es prescriptiva, sino incitativa, sugestiva, indicativa. En el momento del individualismo pleno, el look funciona a la carta, en la movilidad y el mimetismo abierto. Al mismo tiempo, la moda ha dejado de suscitar el mismo interés y las mismas pasiones. ¿Cómo podría hacerlo mientras reina una amplia tolerancia colectiva en materia indumentaria, coexisten los estilos más heterogéneos y ya no hay una moda unitaria? En una época en la que las mujeres tienen cada vez más ambición y actividad profesionales, y en la que sus gustos intelectuales, culturales y deportivos son más cercanos y similares a los de los hombres, el interés por la moda es, sin lugar a dudas, más general pero menos intenso y menos «vital» que en los siglos aristocráticos en los que los juegos de la apariencia tenían una significación crucial en las existencias. El individualismo narcisista conduce a la relajación de la preocupación por la moda: el tiempo del éxtasis encantado (New-Look), así como el de los escándalos e indignaciones (La Garçonne) que marcaron la moda centenaria han sido superados; no hay ya ninguna novedad capaz de suscitar una emoción colectiva, ni nada que choque o conduzca a controversias de importancia. Desde la revolución Courrèges, sin duda el último acontecimiento que vino acompañado de cierta efervescencia, la moda se despliega en un clima distendido, semiadmirativo, semiindiferente, y ello a pesar de la abundante cobertura mediática de las revistas especializadas. No obstante, la moda prosigue con éxito su dinámica creativa: las colecciones de un Montana, un Mugler, un Gaultier o de un Rei Kawakubo han alterado de forma importante la imagen de la elegancia y del arquetipo femenino. Ello no ha bastado para tonificar significativamente la recepción social de la moda, dado que ni siquiera las novedades reales, espectaculares, consiguen ya conmocionar al gran público y traspasar el círculo de los iniciados. Es como si, en apenas dos decenios, la moda hubiera perdido su poder de arrebatar e irritar a las masas. La moda sigue suscitando interés y atracción, pero a distancia, sin un magnetismo desbocado. La lógica cool ha invadido el espacio de la moda así como el espacio ideológico y la escena política. La moda ha entrado en la era relativamente desapasionada del consumo, en la era de la curiosidad relajada y divertida. Por su parte, la relación con el vestido ha sufrido notables cambios. Desde hace más de treinta años, el apartado del vestido en los presupuestos familiares de los países occidentales desarrollados ha experimentado una constante baja. En Francia, cayó del 16% en 1949 al 12% en 1959 y al 8,7% en 1974. Las familias en 1972 dedicaban el 9,7% de su presupuesto a los artículos de vestir, para dedicar sólo un 7,3% en 1984. A buen seguro, este declive no es uniforme y afecta más a las categorías sociales desfavorecidas que a los medios acomodados, pues son los obreros y los parados los que reducen la mayor parte de sus gastos de vestido. Hoy, sin que sepamos si se trata de una fuerte tendencia o de un fenómeno eventual, observamos una creciente disparidad en el consumo indumentario de los diferentes grupos socioprofesionales. En 1956, las familias obreras dedicaban un 12,3% de su presupuesto a la ropa, frente al 11,4% en las profesiones independientes o liberales. En 1984, los obreros no destinaban más que el 6,8% de su presupuesto a gastos de vestuario mientras que los profesionales independientes y liberales le dedicaban el 9,3%. Aparte de los parados, los obreros son ahora los que menos gastan en ropa. Pero, aunque desigualmente repartida, la parte del vestido en los presupuestos ha disminuido un tercio en treinta años, y todas las categorías socioprofesionales están afectadas por esa misma tendencia a la baja. La partida dedicada al vestido para una familia de estamento superior, un 12,5% en 1956, en 1984 no representaba más que el 8,7%; en 1956, los empleados dedicaban el 13,1% de su presupuesto al vestido, frente al 8,4% en 1984. Las disparidades sociales no deben ocultar el fenómeno general de fondo: el descenso del apartado de los presupuestos dedicado al vestido y el desinterés respecto al consumo indumentario. Disminución de los gastos que no puede disociarse ni del desarrollo del prêt-à-porter ni del hecho de que los precios de la ropa hayan aumentado a menor ritmo que los de otros bienes o servicios necesarios en la vida de los hogares. La desaparición de la confección a medida, la posibilidad de comprar prendas de moda a precios accesibles o en diferentes gamas y la relativa baja en los precios de los artículos de vestir han permitido incuestionablemente el descenso continuado de la partida ropa en los presupuestos. Aun así, estos fenómenos no lo explican todo. No sólo ha habido un descenso de la partida «vestido» en los gastos de las familias, sino que, al mismo tiempo, se ha producido un nuevo reparto de las compras y una nueva configuración del guardarropa, tanto para el hombre como para la mujer. Esa nueva distribución de las compras y esos nuevos gustos, han contribuido por igual a la falta de inversión en consumo indumentario. En treinta años, la adquisición de ropa se ha reorganizado a fondo. La tendencia más significativa es, por una parte, el abandono de lo que llamamos «grandes prendas» (abrigos, impermeables, trajes-chaqueta, vestidos) y, de otra parte, el auge de las «prendas pequeñas», ropa cómoda y de sport. En 1953, los hombres compraban un traje cada dos años: en 1984, no compraban más que uno cada seis años. Los «grandes artículos» de exterior representaban en 1953 el 38% de los gastos masculinos frente al 13% en 1984. Las prendas de sport y ocio representaban el 4% de las compras masculinas en 1953 y el 31% en 1984. La misma tendencia rige la evolución del vestuario femenino, el abrigo de lana o de pieles, el impermeable y el traje-chaqueta representaban en 1953 el 33% de los gastos en ropa femeninos frente al 17% en 1984. Por contra, los gastos en prendas «medias» (jerséis, blusas, ropa de sport, jeans y pantalones) pasaron del 9% del presupuesto indumentario femenino al 30%.100 Sin duda, habría que demostrar cómo repercute esta tendencia en las diversas categorías socioprofesionales. Las encuestas acerca de los gastos de vestir revelan que las familias obreras prefieren la cantidad a la calidad, y compran esencialmente en la gama «barata» a diferencia de los asalariados más acomodados, que se inclinan por los vestidos caros y de buena calidad. Los obreros no suelen llevar el traje-y-corbata mientras que los ejecutivos, empresarios y profesionales liberales compran más a menudo trajes, blazers y camisas y corbatas. Las mujeres de los empresarios y de los profesionales liberales compran más a menudo artículos clásicos, trajes-chaqueta, vestidos de entretiempo y zapatos de tacón a precios altos, mientras que las mujeres de los ejecutivos e ingenieros dedican la mayor parte del dinero a prendas de último grito.101 En cualquier caso, estas diferencias no deben ocultar el movimiento global y la tendencia del mercado hacia lo cómodo, lo «práctico» y la ropa sportswear. Aun cuando la adquisición del vestuario no sea igual en todas las capas sociales, y aun cuando las compras varíen en precio y calidad, por lo demás, globalmente, el gusto por el «relax», la fantasía y las ropas de ocio se propaga por todos los medios. La ropa «pesada» se vende con dificultad, en tanto que los artículos «ligeros» (cazadoras, conjuntos y pantalones de sport, jerséis y camisetas, etc...) progresan cada vez más. En todas las capas sociales y a todas las edades, se llevan cada vez más atuendos cómodos, ropa de sport y de ocio. Los anoraks, las cazadoras y las zapatillas de tenis se han llegado a convertir ahora en prendas de ciudad. En 1985, se vendieron 1,7 millones de pantalones de vestir femeninos, frente a 12 millones de pantalones de sport y ocio. En 1975, las mujeres compraron 4,5 millones de pantalones de ocio y jeans, y diez años más tarde, el número se elevaba a 18 millones. En todas partes, prevalece el sportswear. Una tendencia que, evidentemente, no renuncia ni a los atavíos más compuestos o clásicos de noche o de trabajo, ni al mantenimiento de los vestidos propiamente femeninos. La inclinación hacia el «relax» es sintomática de la nueva etapa del individualismo. Al igual que asistimos a una oleada de reivindicaciones de autonomía en la pareja, el sexo, el deporte y el tiempo de trabajo, asimismo hay, en el ámbito de la apariencia, una aspiración a la ropa suelta, ropa libre que no ponga trabas al movimiento y al confort de las personas. La corriente del sportswear refleja en la apariencia esa reivindicación de mayor libertad privada, libertad que, en la moda, se manifiesta por la comodidad, la distensión, la soltura y el humor de sus dibujos e inscripciones. El sportswear y el retroceso de las «grandes prendas» son el reflejo en la moda del ascenso del neonarcisismo y de una personalidad más al acecho de la autonomía individual, menos dependiente del código de honorabilidad social, menos tributaria de las normas de la ostentación prestigiosa y menos preocupada por la competición y por la diferenciación social ostensible en el orden de las apariencias. «El traje de domingo» ha desaparecido y la fascinación ejercida por el rico atuendo de las clases superiores se ha eclipsado. La ropa de moda pierde cada vez más su carácter de sello de excelencia y de honorabilidad social, y es cada vez menos percibida como un signo de opulencia y de rango. No expresa tanto un lugar en la jerarquía social como un deseo de personalidad, una orientación cultural, un estilo de vida y una disposición estética. Desde siempre, la ropa de moda ha sido un signo de clase y un instrumento de seducción. El individualismo contemporáneo es, ante todo, aquel que reduce la dimensión del símbolo jerárquico en el vestido en favor del placer, la comodidad y la libertad. Hoy no queremos tanto suscitar la admiración social como seducir y estar cómodos, no tanto expresar una posición social como manifestar un gusto estético, y no tanto significar una posición de clase como parecer jóvenes y desenvueltos. En ese contexto, el fenómeno del jean merece una particular atención. El boom del jean en todas las clases y edades, su éxito desde hace treinta años, da lugar a que no sea exagerado reconocerlo como uno de los símbolos más característicos de los gustos de moda de esta segunda parte del siglo XX. Es cierto que, desde los años ochenta, las ventas de jeans han caído regularmente: de 8,8 millones de piezas vendidas (para mujer) en 1982, se ha pasado a 5,8 millones en 1985, un sensible retroceso en beneficio, especialmente, de tejidos más suaves. Pero los vaqueros vuelven lentamente a remontar la cuesta. La odisea del jean está lejos de terminar, ya no se trata de una moda, sino de un estilo que se hace eco de los valores más queridos por el individuo contemporáneo: «Entra en la leyenda», dice acertadamente la publicidad Levi’s. A menudo se ha subrayado la impresión de uniformidad y de conformismo producida por este tipo de prenda: todos se parecen, los jóvenes y los menos jóvenes, las chicas no se diferencian de.los chicos; el jean consagraría la estandarización masiva de las apariencias y la negación del individualismo indumentario. Perspectiva ilusoria; falta aquello que es más específico en el fenómeno. El jean, como toda moda, es una prenda escogida, en absoluto impuesta por una tradición cualquiera, y por este hecho exalta la libre apreciación de los particulares, que pueden adoptarlo, rechazarlo y combinarlo a su antojo con otros elementos. La gran propagación social del jean no expresa en ese punto nada más que esto: la moda conjuga siempre el individualismo y el conformismo, y el individualismo no se despliega sino a través de mimetismos. Pero las personas están siempre a tiempo de aceptar o no el último grito, de adaptarlo a sí mismas o de ejercer un gusto particular entre diferentes marcas y diferentes formas y cortes. Individualismo, se objetará, reducido a la porción conveniente. Ello supone tener en poco todo lo que el jean ha significado y aún significa en materia de libertad propiamente individualista: he aquí, en efecto, una prenda muy sufrida que puede llevarse en las más variadas circunstancias, que no exige ni planchado ni una limpieza meticulosa, una prenda que soporta el desgaste, el deslavado y el desgarrón. Cargado intrínsecamente de una connotación anticonformista, el jean fue adoptado en principio por los jóvenes, refractarios a las normas convencionales en vigor, pero contrarios a los nuevos valores hedonistas de las sociedades liberales dirigidas hacia el consumo. El rechazo de los códigos rigoristas y conformistas ha sido directamente ilustrado por la música rock y la ropa informal; la inclinación por el jean anticipó, guardando las debidas proporciones, la irrupción de la contracultura y de la contestación generalizada de finales de los sesenta. Expresión de las aspiraciones a una vida privada libre, menos restrictiva, más flexible, el jean ha sido la manifestación de una cultura hiperindividualista fundada en el culto al cuerpo y la búsqueda de una sensualidad menos teatralizada. Lejos de ser uniformizante, el jean subraya la forma del cuerpo y pone de relieve las caderas, la longitud de las piernas y las nalgas —los últimos anuncios de los Lee Cooper explotan alegremente este registro sexy—, y delinea cuanto hay de singular en la individualidad física. En lugar de una ropa de disimulo y de encanto discreto, aparece una prenda con resonancias más «táctiles» e inmediatamente sexuales. Se ha pasado de una sensualidad en representación a una sensualidad más directa, más «natural», más viva. Con el jean, la sensualidad femenina lo es todo excepto destituida, abandona su afectación anterior en beneficio de unos signos más tonificantes, más provocativos, más jóvenes. El jean ilustra en el dominio de la seducción y de la moda «el eclipse de la distancia» puesto en práctica en el arte moderno, en la literatura de vanguardia y en el rock; la seducción se desprende de la sublimación de los artificios, requiere la reducción de las mediaciones, la inmediatez y los signos democráticos del estímulo, lo natural, la proximidad y la igualdad. Con el jean, la apariencia democrático-individualista ha dado un nuevo salto adelante para convertirse en la expresión de la individualidad desligada del estatus social; el refinamiento distinguido y distante ha dado paso a la ostentación de la simplicidad, a la igualación extrema de los signos indumentarios, a la inmediatez del cuerpo y a la distensión de las actitudes y las poses. Cierto modelo unisex ha conquistado el mundo moderno sin que por ello se hayan arruinado la sexualización y la seducción de las apariencias. Al rehusar los signos sofisticados de las estrategias del encanto, el sportswear ha modificado profundamente el registro de la seducción. No se da una desaparición de la seducción, sino un nuevo planteamiento en el que el gusto por la apariencia se halla menos alienado por la mirada del Otro y es menos tributario del imperativo de subyugar. Agradar sin dejar de estar cómodo; la seducción ha conquistado una autonomía creciente al otorgar una prioridad al confort, a lo práctico y al «rápido a punto». Hemos entrado en la época de la seducción express: seguir fascinando, pero sin consagrar a ello un tiempo excesivo, y sin que ello obstaculice otras actividades. Una seducción-minuto apenas perceptible, así es la moda de lo distendido. La moda contemporánea no se empeña en eliminar las estrategias de la seducción, sino que trata de hacerlas cada vez más discretas, casi invisibles. Ha llegado la hora de la seducción minimalista, la cual coexiste perfectamente, por lo demás, con los rituales más elaborados de la noche, cuando las mujeres se atavían para agradar. La seducción, sin dejar de ser un código de lo femenino, es cada vez más una opción y un placer: en una reciente encuesta, el 70% de las mujeres preguntadas consideraba que cuidar y embellecer su cuerpo era ante todo un placer. La seducción se ha reciclado, y se ha reconfigurado parcialmente bajo la perspectiva del individualismo neonarcisista, en la explosión de la estética a la carta y de la autonomía subjetiva. La nueva distribución del guardarropa confirma asimismo el ascenso de los valores hedonistas y psi propios de nuestras sociedades. Para un creciente número de personas, es preferible comprar a menudo que comprar caro, y comprar piezas pequeñas que «grandes prendas», lo cual es una expresión indumentaria típica de la nueva época del individualismo. Con la compra de piezas pequeñas, no sólo tenemos ocasión de ejercer más veces nuestra elección, sino que nos concedemos un placer más a menudo. Cambiar frecuentemente por el placer del cambio, por el juego del disfraz y la propia metamorfosis, no por deseo de ostentación social. La compra de ropa no es en realidad estrictamente egocéntrica, ya que está siempre ligada a la relación con el Otro, al deseo de seducción, aunque una seducción acorde con la cultura hedonista democrática. La perspectiva del standing se eclipsa en beneficio de la renovación lúdica y del placer por el cambio. Una renovación del vestuario regida cada vez más por lo que gusta, pero también por el deseo de «cambiar de piel». Hay muchas mujeres que no lo ocultan, y no compran tal o cual artículo porque esté de moda o porque lo necesiten, sino porque están desmoralizadas, porque se deprimen y porque quieren cambiar su estado de ánimo. Al ir al peluquero o al comprar aquí o allá, tienen la sensación de «hacer algo», de convertirse en otras, de rejuvenecer, de darse otra oportunidad. «Péiname la moral»: a medida que la moda deja de ser un fenómeno directivo y unanimista, se transforma en un fenómeno cada vez más psicológico, la compra de moda ya no sólo está orientada por consideraciones sociales y estéticas, sino que se convierte al mismo tiempo en un fenómeno terapéutico. Con la moda abierta y el proceso de reducción de la consideración social otorgada al vestido, se inicia un nuevo régimen de imitación en la moda. Durante siglos, la difusión de moda se produjo esencialmente a partir de la Corte y de la aristocracia, las capas inferiores copiaban invariablemente los modales y atavíos de las clases superiores: así, G. de Tarde podía hablar de la «ley de propagación imitativa de arriba abajo» como de una ley que regulaba la andadura misma de la imitación social. La moda centenaria no derogó en modo alguno esa ley, y los modelos de imitación eran los que lanzaban la Alta Costura y las mujeres de clase alta. Pero ¿qué sucede hoy, cuando la desenvoltura y el sport están de moda, y cuando las stars se visten como «todo el mundo»? Se ha operado un cambio que desbarata totalmente la ley secular del contagio imitativo: ya no imitamos lo superior, imitamos lo que vemos alrededor, los modos de vestir simples y graciosos, los modelos asequibles que se presentan cada vez más en las revistas. La ley de imitación vertical ha sido sustituida por una imitación horizontal en conformidad con una sociedad de individuos reconocidos como iguales. Tal como lo advertía ya Tocqueville en referencia a las opiniones y creencias, la evolución democrática conduce al poder y al influjo de la mayoría. La moda no escapa a ello, y ahora la influencia de la masa se ejerce de forma preponderante, lo cual da testimonio del éxito cada vez más confirmado de las «prendas pequeñas», de las ropas de ocio y sport. Los datos estadísticos concernientes a la evolución de la adquisición indumentaria revelan, desde otro ángulo, que la difusión de la moda obedece cada vez menos al esquema clásico de la «imitación» de las clases inferiores respecto a las superiores. El modelo piramidal según el cual los artículos nuevos se difunden a partir de las clases superiores e invaden paulatinamente las clases inferiores ya no es pertinente a nivel global. Así, a principios de los años cincuenta y durante veinte años, el pullover fue en principio comprado preferentemente por los ejecutivos y los profesionales liberales. Pero su difusión no se produjo según el orden jerárquico de las categorías sociales. A partir de 1972, los empleados superan el nivel de consumo de las capas superiores, mientras que los «obreros medios y campesinos, no sólo no siguen a los empleados, sino que abandonan ese artículo antes de que lo hagan las clases superiores». El jean no ha obedecido tampoco en su difusión el principio de la jerarquía descendente: no inició su carrera entre las clases superiores, sino que fueron los jóvenes los primeros en adoptarlo. A principios de los años setenta, fueron las mujeres de los ejecutivos quienes más compraron este artículo. Pero en los años siguientes no fueron los cuadros medios y los profesionales liberales los que más invirtieron en este artículo, sino las mujeres de los empleados y los agricultores.102 La imitación de la moda obedece en estos momentos a unas lógicas complejas, y ya no se organiza «mecánicamente» según el principio de imitación social. Por lo general, se adopta un artículo no porque se usa en la cúspide de la pirámide social, sino porque es nuevo, y ya no nos vestimos a la moda tanto para distinguirnos de las capas subalternas y exhibir un fango como para cambiar, ser modernos, agradar y expresar una individualidad. En realidad, desde que ésta existe, el motivo de la moda no se ha identificado nunca por completo con la mera búsqueda de la distinción social. Siempre actúa de modo paralelo el gusto por las novedades y el deseo de manifestar una individualidad estética. Pero nos es prácticamente imposible dudar de que el deseo de diferenciación social haya sido durante siglos un móvil preponderante y particularmente intenso. Hemos asistido a la recomposición del espacio de las motivaciones de la moda. La dimensión distintiva de clase no desaparece, sino que pierde su importancia y su peso en favor del deseo de novedades, de seducción y de individualidad. En nuestros días, amamos lo Nuevo por sí mismo, y no es ya una coartada de clase, es un valor en sí que permite además exhibir una individualidad estética, moderna y cambiante. La ropa de moda es cada vez menos un medio de distanciamiento social y cada vez más un instrumento de distinción individual y estética, un instrumento de seducción, de juventud y de modernidad emblemática. Desde sus inicios, la moda une el conformismo y el individualismo. No por ser abierta, la moda contemporánea escapa a esta «estructura» de fondo. Aparte de que el individualismo se haya vuelto en general menos competitivo, menos preocupado por el juicio del Otro y menos exhibicionista. Sin duda, observamos la existencia de minorías jóvenes excéntricas: éstas no hacen sino subrayar la tendencia de la mayoría, menos preocupada por la originalidad que por la elegancia difuminada, el confort y la soltura. Exceso de extravagancia para una minoría, discreción en aumento para la mayoría. Todo es admisible, y, no obstante, la calle parece descolorida, sin apenas originalidad; a las grandes «locuras» de los creadores, responde la monotonía de la apariencia cotidiana, así son las paradojas de la moda abierta en el instante mismo en que son exaltados el look y la fantasía desbocada. La privatización de las existencias, el desarrollo de los valores individualistas y la diversificación del prêt-à-porter, lejos de conducir, como hubiera podido esperarse, a una explosión de originalidad individualista, han llevado a la neutralización progresiva del deseo de distinción indumentaria. En este sentido, sin duda es cierto que hay «menos» individualismo que en los siglos anteriores, en los que la búsqueda de la diferenciación social y personal era febril y fuente de rivalidad y de celos, en los que era imperativo desmarcarse por los detalles, los adornos y los coloridos, y en los que resultaba insoportable que dos mujeres vistieran de modo parecido. Pero, por otra parte, es sin duda aún más cierto decir que el individualismo indumentario ha progresado notoriamente: en nuestros días, vestimos más para nosotros mismos y más en función de nuestros propios gustos que en función de una norma imperativa y uniforme. Durante siglos, la autonomía individual no ha podido afirmarse sino en la elección de modelos y variantes, escapando a la libertad de los particulares la norma estética de conjunto. En el presente, la autonomía personal se manifiesta incluso en la elección de criterios en la apariencia. El individualismo es menos visible porque la preocupación por la originalidad no es tan llamativa; en realidad, es más fundamental porque puede configurar las referencias mismas de la apariencia. El individualismo en la moda es menos glorioso pero más libre, menos decorativo pero más opcional, menos ostentoso pero más combinatorio, menos espectacular pero más diverso. SEGUNDA PARTE. LA MODA PLENA ¿DÓNDE empieza, o dónde acaba, la moda en la época de la explosión de las necesidades y los media, de la publicidad y el ocio de masas, de las stars y los «superventas»? ¿Queda algo que, al menos parcialmente, no sea regido por la moda cuando lo efímero invade el universo de los objetos, de la cultura y del pensamiento discursivo, y mientras el principio de la seducción reorganiza a fondo el entorno cotidiano, la información y la escena política? Explosión de la moda: ya no tiene epicentro, ha dejado de ser el privilegio de una elite social, todas las clases son arrastradas por la ebriedad del cambio y las fiebres del momento; tanto la infraestructura como la superestructura se han sometido, si bien en diverso grado, al reino de la moda. Es la época de la moda plena y de la expansión de su proceso a ámbitos cada vez más amplios de la vida colectiva. No es tanto un sector específico y periférico como una forma general que actúa en el todo social. Nos hallamos inmersos en la moda; un poco en todas partes y cada vez más, se ejerce la triple operación que la define como tal: lo efímero, la seducción y la diferenciación marginal. Es preciso resituar la moda; ésta no se identifica ya con el lujo de las apariencias y de la superfluidad, se reconoce como un proceso de tres cabezas que rehace de arriba abajo el perfil de nuestras sociedades. Con la extraordinaria dilatación de esta estructura tripolar, las sociedades modernas han dado un gran viraje que las separa radicalmente del tipo de sociedad vigente a partir de los siglos XVII y XVIII. Una nueva generación de sociedades burocráticas y democráticas, de signo «ligero» y frívolo, ha hecho su aparición. Ya no imposición coercitiva de las disciplinas, sino socialización por la selección y la imagen. Ya no Revolución, sino entusiasmo de los sentidos. Ya no solemnidad ideológica, sino comunicación publicitaria. Ya no rigorismo, sino seducción del consumo y del psicologismo. En algunos decenios nos hemos desembarazado de la primacía de las ideologías duras y del esquema disciplinario característico del estadio heroico de las democracias; las sociedades contemporáneas se han reconvertido en kits y servicio express. Lo que no significa que hayamos roto todos los lazos con nuestros orígenes: la sociedad frívola no escapa al universo competitivo y de la comunicación; no escapa al orden democrático, lo consuma en la fiebre de lo espectacular y en la inconstancia de las opiniones y las movilizaciones sociales. La hegemonía de la forma moda no tiene nada que ver con la «decadencia» de un Occidente entregado a los placeres privados y vaciado de toda fe en ideales superiores. Nada que ver con el «esnobismo» poshistórico, ese final hegeliano-marxista de la historia, tal como lo analizaba Kojève a finales de los años cincuenta.103 La moda plena no supone la desaparición de los contenidos sociales y políticos en favor de una pura gratuidad «esnob», formalista, sin carga histórica. Supone una nueva aproximación a los ideales, una reconstrucción de los valores democráticos y, de paso, una aceleración de las transformaciones históricas y una mayor apertura colectiva al desafío del futuro, aunque sea desde las delicias del presente. Disolución de los grandes referentes proféticos, fin de las formas tradicionales de lo social, permanente puesta en circulación de las cosas y del sentido, el apogeo de la moda supone la regresión de las resistencias sociales al cambio y propulsa una humanidad más deliberadamente histórica y puntillosa en materia de exigencias democráticas. Que quede claro, no pretendemos en absoluto definir nuestras sociedades como supersistemas homogéneos y únicos. Es evidente que muchos aspectos esenciales de la vida colectiva tienen poco que ver con la moda: espiral en la economía y la tecnología bélicas, atentados terroristas, catástrofes nucleares, paro, trabajo parcelado, xenofobia y tantos otros fenómenos dispares en las antípodas de una imagen frívola de nuestro tiempo. La euforia de la moda está lejos de ser omnipresente; la época de la seducción cohabita con la carrera armamentista, la inseguridad ciudadana y la crisis económica y subjetiva. Hay que reafirmarlo, nuestra sociedad no es un todo inteligible a la luz única del proceso de la moda. Las ciencias, las tecnologías, el arte, las luchas de intereses, la nación, la política y los ideales sociales y humanitarios descansan sobre criterios específicos y tienen una autonomía propia: la forma moda puede combinarlos, a veces rearticularlos, pero no absorberlos en su sola lógica. En estos momentos se trata no de homogeneizar lo diverso, sino de tomar un rumbo histórico dominante que reestructure franjas enteras de nuestro universo colectivo. La idea de que las sociedades contemporáneas se organizan bajo la ley de la renovación imperativa, de la caducidad orquestada, de la imagen, del reclamo espectacular y de la diferenciación marginal, fue desarrollada muy pronto en los EE.UU., en distintos planos y con talento, por autores como Riesman, Y. Packard, Boorstin, Marcuse, y más tarde en Francia por los situacionistas y J. Baudrillard. Desde los años sesenta, la percepción de una «nueva sociedad» digamos que dirigida por el proceso de la moda, se halla presente entre los teóricos más atentos a la modernidad, con la particularidad de que, no obstante, seguía siendo analizada dentro del marco conceptual heredado del espíritu revolucionario. Se ha denunciado, en un exceso crítico, la hegemonía alienante de la moda, mientras se seguía ciego al hecho de que la perspectiva subversivo-radical se convertía ella misma en una moda para uso de la clase intelectual. No hay otro leitmotiv teórico a la vista: el devenir moda de nuestras sociedades se identifica con la institucionalización del consumo, la creación a gran escala de necesidades artificiales y la normalización e hipercontrol de la vida privada. La sociedad de consumo supone programación de lo cotidiano; manipula y cuadricula racionalmente la vida individual y social en todos sus intersticios; todo se transforma en artificio e ilusión al servicio del beneficio capitalista y de las clases dominantes. Los swinging sixties se dedicaron jubilosamente a estigmatizar el imperio de la seducción y de la obsolescencia: racionalidad de la irracionalidad (Marcuse), organización totalitaria de la apariencia y alienación generalizada (Debord), condicionamiento global (Galbraith), sociedad terrorista (H. Lefebvre), sistema fetichista y perverso que perpetúa la dominación de clase (Baudrillard); así ha sido interpretada, a la luz del esquema de la lucha de clases y de la dominación burocrático-capitalista, la supremacía de la moda. Tras la ideología de la satisfacción de las necesidades, se denunciaba el condicionamiento de la existencia, la «supervivencia prolongada» (Debord) y la racionalización y extensión de la dominación. Reforzado por el aparato conceptual del marxismo, el reflejo clásico de la condena de las apariencias y de la seducción ha desempeñado un papel fundamental, y ha encontrado su expresión última a escala del todo social. El expediente debe reabrirse desde el principio. Con la obsesión del infierno cloroformizado y la fiebre censuradora, se ha dejado de lado en lo esencial la acción histórica del reino de la moda; sus efectos reales a largo plazo están a mil leguas de los que han fustigado y siguen fustigando los pensamientos revolucionarios y, en muchos aspectos, el mismo sentido común. Con la moda plena, el artificio de la razón ha sido convocado como nunca al pódium de la historia: bajo la seducción actúan las Luces y bajo la escalada de lo fútil se persigue la conquista plurisecular de la autonomía de los individuos. I. LA SEDUCCIÓN DE LAS COSAS EMPÍRICAMENTE podemos caracterizar la «sociedad de consumo» bajo diferentes aspectos: elevación del nivel de vida, abundancia de artículos y servicios, culto a los objetos y diversiones, moral hedonista y materialista, etc... Pero, estructuralmente, lo que la define en propiedad es la generalización del proceso de la moda. Una sociedad centrada en la expansión de las necesidades es ante todo aquella que reordena la producción y el consumo de masas bajo la ley de la obsolescencia, de la seducción y de la diversificación, aquella que hace oscilar lo económico en la órbita de la forma moda. «Todas las industrias se esfuerzan en copiar los métodos de los grandes modistos. Esta es la clave del comercio moderno»: esto que escribía L. Cheskin en los años cincuenta no ha sido desmentido por la evolución ulterior de las sociedades occidentales; el proceso de la moda no ha cesado de ampliar su soberanía. La lógica organizativa vigente en la esfera de las apariencias a mediados del siglo XIX se ha difundido efectivamente en todas las esferas de los bienes de consumo; en todas partes las instituciones burocráticas especializadas son las que definen los objetos y las necesidades, en todas partes se impone la lógica de la renovación precipitada, de la diversificación y la estabilización de los modelos. Iniciativa e independencia del fabricante en la elaboración de los artículos, variación regular y rápida de las formas, proliferación de modelos y series, estos tres grandes principios inaugurados por la Alta Costura han dejado de ser patrimonio del lujo indumentario, para constituir el meollo mismo de las industrias de consumo. El orden estético-burocrático domina la economía de consumo, reorganizada en el presente por la seducción y la caducidad acelerada. La industria ligera es una industria estructurada a imagen y semejanza de la moda. UN OBJETO COMO OS PLAZCA Forma moda que se manifiesta con toda su radicalidad en el ritmo acelerado de los cambios de productos, en la inestabilidad y la precariedad de los objetos industriales. La lógica económica ha barrido a conciencia todo ideal de permanencia; la norma de lo efímero es la que rige la producción y el consumo de los objetos. Desde ahora, la breve duración de la moda ha fagocitado el universo de los artículos, metamorfoseado, tras la Segunda Guerra Mundial, por un proceso de renovación y de obsolescencia «programada» que propicia el relanzamiento cada vez mayor del consumo. Pensamos menos en todos esos productos estudiados para no durar —kleenex, pañales, servilletas, botellas, encendedores, maquinillas de afeitar, ropa de saldo— que en el proceso general que fuerza a las firmas a innovar y a lanzar sin tregua nuevos artículos, ya sea de concepción realmente inédita, ya, como es cada vez más frecuente, revestidos de simples perfeccionamientos de detalle que confieren un «plus» a los productos en la competición comercial. Con la moda plena, el breve tiempo de la moda, su caducidad sistemática, se han convertido en características inherentes a la producción y al consumo de masas. La ley es inexorable, una firma que no cree regularmente nuevos modelos, pierde fuerza de penetración en el mercado y debilita su sello de calidad en una sociedad donde la opinión espontánea de los consumidores es que, por naturaleza, lo nuevo es superior a lo viejo. Los progresos de la ciencia, la lógica de la competencia, pero también el gusto dominante por las novedades, se dan cita en el establecimiento de un orden económico organizado a imagen de la moda. La oferta y la demanda funcionan en lo Nuevo; nuestro sistema económico es arrastrado por una espiral en la que reina la innovación, sea mayor o menor, y en la que la caducidad se acelera: ciertos especialistas en marketing y en innovación pueden asegurar que, dentro de diez años, entre el 80% y el 90% de los productos actuales serán desplazados, para presentarse bajo una nueva forma y una nueva envoltura. «Es nuevo, es Sony», todas las publicidades resaltan la novedad de sus productos: «Nuevo Wipp», «Nuevo Ford Escort», «Nuevos flanes de huevo de Danone»; lo nuevo aparece como el imperativo categórico de la producción y el marketing; nuestra economía-moda tiende al apremio y a la seducción irremplazable del cambio, de la velocidad, de la diferencia. Símbolo de la economía frívola: el gadget y su locura tecnológica. Cuchillo eléctrico para ostras, limpiacristales eléctrico, máquina de afeitar eléctrica de tres posiciones; nadamos en la competencia y la profusión de los automatismos, en un entorno de magia instrumental. En el transcurso de los años sesenta y setenta se denunció a menudo el ascenso de esa economía neo-kitsch consagrada al derroche, a lo fútil y a la «patología de lo funcional».104 El gadget, utensilio ni del todo útil ni del todo verdaderamente inútil, ha podido aparecer como la esencia y verdad del objeto de consumo: todo cae potencialmente en el gadget: desde el tostador de pan eléctrico de nueve posiciones hasta la cadena estereofónica más compleja, todos nuestros objetos se consagran a la moda, a la espectacularidad fútil y a una gratuidad técnica más o menos patente. Con la hegemonía del gadget, el entorno material se ha hecho semejante a la moda; las relaciones que mantenemos con los objetos ya no son de tipo utilitario, sino de tipo lúdico; 105 lo que nos seduce son los juegos a que dan lugar, juegos de mecanismos, de manipulaciones y técnicas. Sin cuestionar en modo alguno lo lúdico en nuestra relación con el entorno técnico, podemos preguntarnos si ese género de análisis se enfrenta siempre al universo contemporáneo del consumo, y si es legítimo considerar el gadget como el paradigma del objeto de consumo. ¿No se esconde tras esas denuncias una de las formas típicas de la actitud antimoderna que considera vanas, inauténticas y artificiales las innovaciones programadas, en comparación con la época del artesanado «salvaje» e imprevisible? No se quiere ver que más allá de algunas de esas nuevas y ridículas preciosidades está en marcha un proceso constante de progresos objetivos, de confort y de eficacia crecientes. «La inutilidad funcional» no es representativa de nuestro universo técnico, que aspira cada vez más a la high tech alta fidelidad e informática; el gadget se esfuma en beneficio de las «terminales inteligentes», de las videocomunicaciones fáciles, de las programaciones autónomas y de la demanda. El triunfo intelectual del gadget no habrá sido, sin duda, más que la expresión de ese momento inaugural del consumo de masas, deslumbrado por la vistosidad tecnológica. Hoy día se han aplacado los ataques contra los gadgets, ya no tanto objeto de escándalo como objetos extravagantes; vivimos un tiempo de reconciliación de los hombres con su entorno material. La faramalla de los utensilios no deslumbra a los consumidores, que se informan más de la calidad de los productos, comparan sus méritos y buscan su óptima operatividad. El consumo es más adulto, la actitud lúdica ya no es la preponderante —¿lo ha sido alguna vez?—, y no excluye el creciente deseo de funcionalidad e independencia individual. No más culto a las manipulaciones gratuitas, sino al confort y a la habitabilidad; queremos objetos fiables, «automóviles para vivir». La moda en los objetos ha adquirido su velocidad de crucero; la aceptamos como un destino poco trágico, fuente de bienestar y de pequeñas excitaciones bienvenidas en la rutina cotidiana. El imperativo industrial de lo Nuevo se inserta hoy día en una política de productos coherente y sistemática, la de la diversificación y desmasificación de la producción. El proceso de la moda desestandariza los productos, multiplica las preferencias y opciones y se manifiesta en políticas de gamas que consisten en proponer un amplio abanico de modelos y versiones construidos a partir de elementos estándar, que al salir de fábrica no se distinguen más que por mínimas variaciones combinatorias. Si desde los años veinte, con el «sloanismo», la producción de masas empezó, al menos en EE.UU., y en el sector automovilístico, a poner en práctica el principio de gamas completas de productos y de renovación anual de los modelos,106 el proceso no alcanzó su máxima expansión hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Con la proliferación de las gamas, versiones, opciones, colores y series limitadas, la esfera de los artículos ha entrado en un orden personalizado; se generaliza en ella el principio de «diferenciación marginal»,107 largo tiempo patrimonio exclusivo de la producción indumentaria. La forma moda tiene carta de soberanía; de acuerdo con la creciente individualización de los gustos, trata de sustituir en todas partes la unicidad por la diversidad y la similitud por los matices y las pequeñas variantes. Todos los sectores han sido invadidos por el proceso moda de la variedad y las variantes secundarias; 22 versiones supercinco en un año, a las que deben añadirse las opciones de color y accesorios, unos 200.000 vehículos diferentes en Renault, modelos y opciones entremezclados en su totalidad. Nike o Adidas proponen cada uno por su parte decenas de modelos training en diferentes colores. En 1986, Sony proponía cinco nuevas cadenas portátiles de alta fidelidad, nueve platinas de compact disc nuevas, decenas de altavoces, amplificadores y pletinas. Las soft drinks se han subido al tren en marcha: CocaCola ha creado una auténtica gama de sodas —Classic Coke, New Coke, Diet Coke, Cafeine Free Coke, Cafeine Free Diet Coke, Cherry Coke—, a la venta en distintos envases y cantidades. La moda plena determina la generalización del sistema de pequeñas diferencias sobremultiplicadas. Paralelamente al proceso de miniaturización técnica, la forma moda genera un universo de productos configurado por el orden de las microdiferencias. Con la expansión de las políticas de gamas, la oposición modelo/ serie, tan ostensible aún durante los primeros tiempos del consumo de masas, ha dejado de dominar la condición del objeto moderno:108 si la disyuntiva objeto de lujo/modelo de gran serie, se halla aún presente, no es ya el rasgo determinante en el universo de los objetos. Dos aspectos principales oponen la serie al modelo de lujo: de una parte, el «déficit técnico» que predestina al objeto seriado a la mediocridad funcional y a la postergación acelerada; de otra parte, el «déficit de estilo» que condena al objeto de gran público al mal gusto, a la ausencia de coherencia formal, de estilo y originalidad.109 Pero ¿cómo ignorar los cambios operados tanto en la calidad técnica como en las cualidades estéticas de los objetos de masa? La idea, ampliamente difundida, según la cual la producción de masas persigue sistemáticamente reducir el período de vida de los productos por medio de vicios de construcción voluntarios y degradación de la calidad,110 exige una seria reconsideración. Si bien una constatación resulta válida para ciertos productos, no lo es para otros de duración estable, o incluso en aumento (televisores, motores de automóvil).111 Una encuesta en 1983 revelaba que el 29% de los frigoríficos que poseían las personas encuestadas tenían más de diez años, y que una cuarta parte de los molinillos de café, de los secadores de pelo y de las aspiradoras tenían igualmente más de diez años. El objeto de masas no está condenado a ver declinar incesantemente su fiabilidad y su duración; la falta de calidad técnica no es un destino inexorable, la tendencia se dirige más bien a mejorar los acabados y a los productos «sin defecto». Se impone la misma reserva en cuanto a la estética de los productos: con el desarrollo del diseño y de las políticas de gamas, vemos aparecer cada vez más productos para el gran público, de una calidad formal incontestable. Los tiempos del 2 CV, resistente pero en el grado cero de la investigación plástica, han llegado a su fin; modelos de vehículos con un precio de venta a veces inferior al 50% de otras versiones de la misma gama, mantienen rigurosamente la misma línea. La preocupación por la apariencia externa de los productos para el gran público es la misma que rige para las gamas altas; los «vehículos modestos» son modelos de silueta elegante y aerodinámica apenas distinta en su concepción formal de la de los «grandes vehículos». Nuestra sociedad no se ha dejado llevar por la lógica kitsch de la mediocridad y la banalidad. El origen de las diferencias se halla cada vez menos en la elegancia formal y cada vez más en las prestaciones técnicas, la calidad de los materiales, la comodidad y la sofisticación de los accesorios. El estilo original ha dejado de ser privilegio del lujo; hoy día todos los productos serán concebidos con vistas a una apariencia seductora; la oposición modelo/serie ha perdido su carácter jerárquico y ostentador. La producción industrial aspira a la democratización e igualdad de condiciones en la esfera de los objetos: en lugar de un sistema formado por elementos heterogéneos, se despliega un sistema gradual constituido por variantes y pequeños matices. Los extremos no han desaparecido, pero han dejado de exhibir orgullosamente su incomparable diferencia. UN ENCANTO LLAMADO DISEÑO Con la incorporación sistemática de la dimensión estética a la elaboración de los productos industriales, la forma moda ha alcanzado el grado más alto de su realización. Estética industrial, diseño, desde este momento el mundo de los objetos se halla bajo la férula del estilismo y el imperativo de la magia de las apariencias. El paso decisivo en este avance se remonta a los años 1920-1930, cuando, tras la gran depresión en los EE.UU., los industriales descubrieron el papel primordial que el aspecto exterior de los bienes de consumo podía representar en el aumento de las ventas: good design, good business. Paulatinamente se ha impuesto el principio de estudiar estéticamente la línea y la presentación de los productos de gran serie, de embellecer y armonizar las formas, de seducir la vista conforme al célebre eslogan de R. Loewy: «La fealdad se vende mal.» Revolución en la producción industrial: el diseño se ha convertido en parte integrante de la concepción de los productos; la gran industria ha adoptado la perspectiva de la elegancia y de la seducción. Con el reino del diseño industrial, la forma moda ya no se remite únicamente a los caprichos de los consumidores, es una estructura constitutiva de la producción industrial de masas. Las frecuentes modificaciones aportadas a la estética de los objetos son un correlato del nuevo lugar otorgado a la seducción. Desde los años cincuenta, mediante la periódica introducción de cambios en la forma de los objetos, las industrias de consumo han optado abiertamente por los métodos de la moda femenina: incluso en su inconstancia formal permanente, en su obsolescencia «dirigida», que permite considerar periclitado un producto por un simple cambio de estilo o presentación. La época del consumo coincide con el proceso de renovación formal permanente cuya finalidad es provocar artificialmente una dinámica de envejecimiento y relanzar el mercado. Economía frívola volcada hacia lo efímero, el último grito, cuya feroz aunque arquetípica descripción encontramos en V. Packard:112 vehículos, artículos domésticos, vajilla, ropa de cama, mobiliario, el mundo de los objetos danza al ritmo del styling, de los cambios anuales de líneas y color. No sería difícil mostrar todo lo que además nos ata a ese universo del «complot de la moda»: la apariencia de los productos y su renovación estilística ocupan siempre un lugar determinante en la producción industrial, así como también la presentación de los objetos es siempre crucial para imponer su éxito en el mercado. Las publicidades son sospechosamente semejantes es su insistente apelación al look moda. Hace tres decenios podíamos leer: «El vehículo mejor vestido del año» (De Soto) o «el último grito de la moda» (Ford). Ahora vemos «un estilo de Alta Costura, un precio de prêt-à-porter» (Peugeot), «el superventas del año, el Fiesta Rock. Look de estrella» (Ford). Mientras que las grandes firmas automovilísticas proponen periódicamente modelos de nueva línea, los más diversos productos entran en el incesante ciclo de la acción de la moda y el diseño. Incluso los productos alimenticios comienzan a someterse al imperativo de la estética industrial: así, el diseñador italiano Giugiaro ha llegado a diseñar la forma de nuevas pastas alimenticias. Cada vez más los pequeños objetos —relojes, gafas, encendedores, lápices, plumas, ceniceros, libretas— pierden su carácter tradicionalmente austero y devienen objetos alegres, lúdicos y cambiantes. La industria relojera ha triunfado particularmente en su actualización: Swatch lanza cada año una veintena de modelos de fantasía en colores y presentación plástica; nos hallamos ante el reloj clip que «se lleva en cualquier parte salvo en la muñeca», o los relojes-artilugio cuyas agujas giran al revés. Sea cual sea el gusto contemporáneo por la calidad y la fiabilidad, el éxito de un producto se debe en gran parte a su diseño, su presentación y envase. Si en los años cuarenta R. Loewy consiguió relanzar la venta de los Lucky Strike renovando su presentación, más próximo a nosotros Louis Cheskin ha dado un nuevo impulso a Marlboro al concebir su célebre paquete duro, rojo y blanco. El «packaging» puede mejorar, se estima que en un 25%, la distribución de un objeto; a menudo es suficiente un nuevo envoltorio para relanzar un producto en declive. Tanto ayer como hoy el cliente se rige en parte en función del aspecto exterior de las cosas: el diseño de maquillaje y de moda tiene una larga carrera por delante. Lo que no quiere decir que nada haya cambiado desde la edad heroica del consumo. La época del «arte del derroche», del automóvil rey de la moda, en que todas las carrocerías de la General Motors cambiaban de año en año, en que las variaciones adoptaban el ritmo y las excentricidades de la moda, y en que la calidad técnica parecía destinada a una degradación irreversible, se ha continuado con ciertas transformaciones significativas. El momento presente otorga más valor al confort, a lo natural, a la manejabilidad, a la seguridad, a la economía, a las prestaciones: «¡Ha llegado el nuevo Escort! Nueva imagen, nueva tecnología, nuevas prestaciones. Más eficaz, con nuevas suspensiones independientes en las cuatro ruedas: confort y estabilidad espléndidos. Más acogedor, con un interior completamente rediseñado: panel de mando de alta legibilidad, asientos ergonómicos de gran confort, disposición más práctica, gran maletero modulable, sin olvidar su capacidad record.» Se han impuesto masivamente unos valores menos tributarios de la embriaguez de las apariencias. Que Renault pudiera lanzar en 1984 el Supercinco, de concepción enteramente nueva pero de línea muy semejante a la del R5 nacido en 1972, es un dato revelador del cambio en curso. Por ser atípico, el caso del Supercinco es instructivo. «No se cambia un modelo que gana», se ha dicho al respecto: lo que explica que un fenómeno semejante no se haya producido sino en razón de un apaciguamiento de la fiebre de renovación formal. En este caso, la lógica de la producción para el gran público se ha acercado a las gamas altas en su rechazo a las variaciones aceleradas y sistemáticas. Al menos en Europa, ya no es posible sostener que los electrodomésticos son desplazados por simples innovaciones de forma y color. En numerosas ramas, como la de la electrónica de gran consumo, la de los electrodomésticos o el mobiliario, el clasicismo de las formas sigue siendo dominante y las variaciones formales discretas. La forma de las máquinas de afeitar eléctricas, de los televisores o de los frigoríficos cambia poco; ninguna introducción estilística los convierte en obsoletos. Cuanto más se acrecienta la complejidad técnica, más se depura y torna sobrio el aspecto exterior de los objetos. Las formas ostentosas de los alerones de los vehículos y el brillo de los cromados han dado paso a la compactibilidad y a las líneas integradas; las cadenas hi-fi, los magnetoscopios, los microordenadores, aparecen con formas depuradas y sobrias. La sofisticación frívola de las cosas ha sido sustituida por un superfuncionalismo high tech. La moda se ve menos en la vistosidad decorativa que en el lujo de la precisión, de indicadores y mandos sensibles. Menos juego formal, más técnica; la moda tiende al B.C.B.G. En el centro del despliegue moda de la producción: el industrial design. Lo que no deja de ser una paradoja cuando se piensa en las intenciones iniciales del movimiento, expresadas y concretadas a principios de siglo por la Bauhaus y, más tarde, desde las posiciones del diseño ortodoxo. Efectivamente, después de la Bauhaus el diseño se opone frontalmente al espíritu de moda, a los juegos gratuitos de lo decorativo, del kitsch, de la estética redundante. Hostil por principio a los elementos sobreañadidos y a los ornamentos superficiales, el diseño estricto busca esencialmente la mejora funcional de los productos; se trata de concebir unas configuraciones formales económicas, definidas ante todo por su «riqueza semántica o semiológica». Idealmente, el diseño no tiene como tarea concebir objetos agradables a la vista, sino encontrar soluciones racionales y funcionales. No arte decorativo, sino «diseño informacional»113 orientado a crear formas adaptadas tanto a las necesidades y a las funciones, como a las condiciones de la producción industrial moderna. Es sabido que, en la práctica, esta oposición a la moda ha sido menos radical. En principio porque allí donde el diseño industrial se ha desarrollado más rápidamente, en los EE.UU., se han impuesto como meta embellecer los objetos y seducir a los consumidores: styling, diseño decorativo, de revestimiento, de maquillaje. Por otra parte, una vez superadas las concepciones intransigentes y puritanas de la Bauhaus, el diseño se ha fijado tareas menos revolucionarias; tras el proyecto de sanear a fondo la concepción de los productos industriales por la vía purista, se impone el más modesto de «resemantizar»114 el mundo de los objetos corrientes, esto es, integrar la retórica de la seducción. El programa funcionalista se ha humanizado y relativizado; se ha abierto a las múltiples necesidades del hombre, estéticas, psíquicas, emotivas; el diseño ha abandonado el punto de vista de la racionalidad pura, donde la forma se deduce rigurosamente de las exigencias materiales y prácticas del objeto, y «el valor estético es parte inherente de la función».115 Sí la suprema ambición del diseño es crear objetos útiles adaptados a las necesidades esenciales, su otra ambición es que el producto industrial sea «humano»; debe haber lugar para la búsqueda del hechizo visual y de la belleza plástica. De pronto, el diseño, más que rebelarse contra la moda, instituye una moda específica, una nueva elegancia, caracterizada por la aerodinámica y la depuración de las formas, una belleza abstracta hecha de rigor y de coherencia arquitectónica. Moda de un género aparte, dada su unidimensionalidad y funcionalidad, al menos si exceptuamos las fantasías del new design de los últimos años. A diferencia de la fashion, que no conoce los escarceos de estilo, el diseño es homogéneo, reestructura el entorno con un espíritu constante de simplificación, de geometría y de lógica. Lo que en absoluto impide que los objetos se constituyan en estilos característicos de una misma época y conozcan el destino de lo pasado de moda. Al rebelarse contra la sentimentalidad irracional de los objetos, al utilizar materiales en bruto y al consagrar la desnudez ortogonal y el aerodinamismo, el diseño no logra escapar al orden de la seducción, sino que inventa una nueva modalidad del mismo. La escenificación y la artificialidad no han desaparecido; se accede a ellas por la vía inédita de lo ínfimo y de la «verdad» del objeto:116 es el discreto encanto de la desnudez, de la economía de medios y de la transparencia. Seducción fría, unívoca, modernista, después de la teatralidad caprichosa y ornamental. Con el diseño, el mundo de los objetos se desprende de las referencias al pasado, pone fin a todo lo perteneciente a una memoria colectiva para no ser más que una presencia hiperactual. Al crear formas contemporáneas sin nexo alguno con el pasado (copia de modelos antiguos) o con otros lugares (estética floral, por ejemplo, con sus motivos inspirados en la naturaleza), el diseño se convierte en un himno a la modernidad estricta y connota y valoriza, al igual que la moda, el presente social. El objeto de diseño aparece sin raíces, no induce a sumergirse en una imaginación alegórica y mitológica; surge como una especie de presencia absoluta que no hace referencia sino a sí misma y sin más temporalidad que el presente. Se despliega en el aquí y ahora, y su atractivo proviene de esa carga de modernidad pura que lo constituye y legitima. Hostil a lo fútil, el diseño se basa no obstante en la misma lógica temporal que la moda, la de lo contemporáneo, y aparece como una de las figuras de la soberanía del presente. Habría que añadir aún que el diseño no se halla en absoluto sometido por definición a la estética geométrica y racionalista. No sólo se impuso, hace ya tiempo, un diseño de estilo artesanal de formas y materiales más íntimos y cálidos (diseño escandinavo, Habitat, etc.), sino que, a finales de los setenta, apareció una nueva tendencia que rehabilitaba lo emocional, la ironía, lo insólito, lo fantástico, la desviación de la finalidad y el collage heteróclito. Como reacción contra el modernismo racional y austero heredado de la Bauhaus, el Nuovo design (Memphis, Alchimia) presenta unos objetos «posmodernos», improbables, provocadores, casi inutilizables; los muebles se transforman en juguetes, artilugios o esculturas de carácter lúdico y expresivo. Con la tendencia poetizada y posfuncionalista, el diseño, realizando un giro espectacular, no hace sino pregonar más abiertamente su esencia de moda. La fantasía, el juego, el humor, principios constitutivos de la moda, tienen ahora carta de ciudadanía en el entorno modernista; han conseguido inmiscuirse en el diseño mismo. De este modo, estamos condenados a la yuxtaposición de contrarios estilísticos: formas lúdicas/formas funcionales. Por un lado, cada vez más fantasía e ironía; por otro, cada vez más funcionalidad minimalista. El proceso no ha hecho más que empezar; la uniformidad no está en el horizonte del mundo de los objetos. La ruptura introducida por el diseño y la Bauhaus puede considerarse paralela a la realizada por la Alta Costura: paradójicamente, el diseño y la moda moderna participan de la misma dinámica histórica. Al rechazar la ornamentación gratuita y redefinir los objetos en términos de ajustes combinatorios y funcionales, la Bauhaus consagraba, dentro del rigorismo y el ascetismo formal, la autonomía del creador en la elaboración de las cosas y establecía en el terreno de los objetos lo que los modistos habían realizado por su parte en el vestido: la independencia de principio respecto a los gustos espontáneos del cliente y la libertad demiùrgica del creador. Si bien, a diferencia de la Bauhaus, enteramente ligada a un racionalismo funcionalista y utilitario, la Alta Costura ha perpetuado la tradición elitista y ornamental, hay que añadir que, estructuralmente, el diseño es a los objetos lo que la Alta Costura ha sido para el vestido. Básicamente se trata del mismo proyecto de hacer tabla rasa con el pasado y de reconstruir en su totalidad un entorno desembarazado de la tradición y de los particularismos nacionales, de instituir un universo de signos en concordancia con las nuevas necesidades. La Alta Costura se ha mantenido fiel a la tradición del lujo, de la gratuidad y del trabajo artesanal, mientras que la Bauhaus se propuso la tarea de ser «útil» tomando en cuenta los condicionamientos de la industria. Aunque juntos han contribuido a revolucionar y desnacionalizar los estilos, a promover el cosmopolitismo de las formas. Radicalidad del diseño que impide reducirlo a una ideología de clase o asimilarlo como un puro y simple efecto de las nuevas condiciones de un capitalismo volcado hacia el consumo de masas y el empeño en vender. Toda una literatura de inspiración marxista se ha entregado alegremente a desmitificar la ideología creativa y humanista del diseño, poniendo el acento en su sumisión a los imperativos de la producción mercantil y a la ley del beneficio. Crítica parcialmente justa, pero que deja en la sombra los factores históricamente complejos del surgimiento del diseño. Si las nuevas tecnologías, las nuevas condiciones de la producción (productos estandarizados, fabricados industrialmente en gran serie) y el mercado no pueden ser subestimados en el desarrollo del fenómeno, tampoco pueden esclarecer por sí solos la aparición de la estética funcionalista. No es cuestión, en el marco de este estudio, de emprender el examen detallado de las causas de tal mutación; sólo es posible resaltar muy esquemáticamente en qué aspectos el diseño no puede desvincularse de las investigaciones de los artistas modernos y, más soterradamente, de los valores del universo democrático. Imposible no ver, en efecto, todo lo que la estética del diseño debe a los pintores y escultores de las vanguardias: cubismo, futurismo, constructivismo, «de Stijl».117 De igual modo que el arte moderno ha conquistado una autonomía formal al liberarse de la fidelidad al modelo y la representación euclidiana, la Bauhaus se obligó a producir formas definidas esencialmente por su coherencia interna, sin referencia a más normas que la funcionalidad del objeto. La pintura moderna ha creado obras válidas en sí mismas; la Bauhaus por su parte ha prolongado ese gesto concibiendo objetos estrictamente combinatorios. En su exaltación del despojamiento, del ángulo recto y de la simplicidad de las formas, el estilo funcional es de hecho el resultado del espíritu artístico moderno en oposición a la estética del brillo, del énfasis y de la ornamentación. El entorno funcional no es sino la culminación de la revolución artística moderna de esencia democrática, iniciada alrededor de 1860, que rechaza la solemnidad majestuosa, lo anecdótico, la idealización. Todo el arte moderno, como negación de las convenciones y rehabilitación de lo prosaico, es indisociable de una cultura de la igualdad que disuelve las jerarquías de géneros, temas y materiales. Así, la estética funcionalista es sustentada por los modernos valores revolucionarios y democráticos: arrancar los objetos a la práctica ornamental, poner fin a los modelos poéticos del pasado y utilizar materiales «vulgares» (proyectores y lámparas de mesa de acero cromado o aluminio, sillas, butacas y taburetes de tubos metálicos de Breuer en 1925); el esfuerzo por la igualdad ha eliminado los signos de diferenciación ostentosa, ha legitimado los nuevos materiales industriales no nobles y ha permitido promover los valores de «autenticidad» y «verdad» del objeto. La celebración de la belleza funcional debe poco a las diversas estrategias sociales de la distinción; tiene sus raíces en las técnicas industriales y la producción de masas, en la efervescencia vanguardista y la revolución de los valores estéticos propios de la época democrática. LA FIEBRE CONSUMISTA O LA RACIONALIDAD AMBIGUA Entre los trabajos teóricos que han analizado la extensión de la forma moda en las sociedades contemporáneas, debe concederse un lugar destacado a los de J. Baudrillard, cuyo mérito ha sido haber visto muy pronto en ella no un epifenómeno, sino la columna vertebral de la sociedad de consumo. Al conceptualizar la moda y el proceso de consumo al margen del sistema de la alienación y de las pseudonecesidades, y haberlos analizado como lógica social y no como manipulación de conciencias, sin duda ha contribuido a minar los dogmas marxistas y ha conseguido devolver una vitalidad y una nobleza teórica a la cuestión. Radicalidad de las hipótesis, atención a lo concreto, los textos de Baudrillard siguen siendo el punto de partida obligado de toda reflexión teórica respecto a la moda en nuestras sociedades. Por lo demás, la quiebra del catecismo marxista y la voluntad de alcanzar lo nuevo no se han producido sin modificar la piedra de toque de toda la problemática de la moda desde el siglo XIX: las clases y su competencia estatutaria. En la base de los análisis de Baudrillard hay un esfuerzo por desmitificar la ideología del consumo como comportamiento utilitarista de un sujeto individual, condicionado por el goce y la satisfacción de sus deseos. Ideología engañosa a sus ojos en cuanto que, lejos de remitir a una lógica individual del deseo, el consumo se sustenta en una lógica de la prestación y de la distinción social. La teoría, tan esgrimida por Veblen, del consumo ostentoso como institución social cuya meta es significar el rango social, se ha convertido en una referencia mayor y ha adquirido un valor de modelo interpretativo, insuperable para entender el consumo como una estructura social de segregación y estratificación. Así pues, nunca consumimos un objeto por sí mismo o por su valor de uso, sino en razón de su «valor de cambio», es decir, en razón del prestigio, del estatus y del rango social que confiere. Por encima de la satisfacción espontánea de las necesidades, hay que reconocer en el consumo un instrumento de la jerarquía social, y en los objetos un ámbito de producción social de diferencias y valores clasistas.118 De repente, la sociedad de consumo, con su obsolescencia orquestada, sus marcas más o menos cotizadas y sus gamas de objetos, no es más que un inmenso proceso de producción de «valores signo» cuya función es otorgar connotación a los rangos y reinscribir las diferencias sociales en una época igualitaria que destruye las jerarquías de nacimiento. La ideología hedonista que sustenta el consumo no es sino la coartada de una determinante más fundamental, la lógica de la diferenciación y superdiferenciación sociales. La carrera del consumo y el afán de novedades no encuentran su fuente en la motivación del placer, operan bajo el impulso de la competición de clases. En semejante problemática, lo que motiva básicamente a los consumidores no es el valor de uso de las mercancías; a lo que se aspira en primer lugar es a la posición, al rango, a la conformidad y a la diferencia social. Los objetos no son más que «exponentes de clase», significantes y discriminadores sociales; funcionan como signos de movilidad y aspiración social. Precisamente es esta lógica del objeto-signo la que impulsa la renovación acelerada de los objetos y su reestructuración bajo la égida de la moda: el fin de lo efímero y la innovación sistemática es reproducir la diferenciación social. La teoría más ortodoxa de la moda vuelve al galope; lo efímero encuentra su principio en la competencia simbólica de las clases; las audaces y aberrantes novedades de la moda tienen como función volver a crear distancias, excluir a la mayoría, incapaz de asimilarlas de inmediato, y distinguir, por el contrario, a las clases privilegiadas que sepan apropiárselas: «La innovación formal en materia de objetos no tiene como fin un mundo de objetos ideal, sino un ideal social, el de las clases privilegiadas, que es el de reactualizar perpetuamente su privilegio cultural.»119 Lo nuevo en moda es ante todo un signo distintivo, un «lujo de herederos»: lejos de acabar con las disparidades sociales frente a los objetos, la moda «se dirige a todos para volvernos a poner a cada uno en su lugar. Es una de las instituciones que mejor restituye y cimenta, so pretexto de abolirías, la desigualdad cultural y la discriminación social».120 Aún más, la moda contribuye a la inercia social por cuanto la renovación de los objetos permite compensar una ausencia de movilidad social real y una desengañada aspiración al progreso social y cultural.121 Instrumento de distinción de clases, la moda reproduce la segregación social y cultural, y participa de la mitología moderna que enmascara una igualdad inexistente. Estos análisis clásicos suscitan innumerables cuestiones. Sea cual fuere su interés, no debe ocultarse que han olvidado, a nuestro parecer, lo esencial de cuanto se ha producido con la explosión de la moda plena; han permanecido ciegos a la verdadera función histórica del nuevo tipo de regulación social cuya base es la inconstancia, la seducción y la hiperelección. No intentamos en absoluto negar que los objetos puedan ser aquí o allá significantes sociales y signos de aspiración, lo que cuestionamos es la idea de que el consumo de masas se rige principalmente por un proceso de distinción y diferenciación clasista, y que se lo identifique con una producción de valores honoríficos y de emblemas sociales. La gran originalidad histórica del auge de las necesidades es precisamente la de haber desencadenado un proceso intencional de desocialización del consumo y de regresión de la primacía inmemorial del valor clasista de los objetos en provecho del valor dominante del placer individual y del objeto-uso. Es esta inversión de la tendencia lo que define en propiedad la acción de la moda plena. Cada vez es menos cierto que adquirimos objetos para obtener prestigio social o para desmarcarnos de los grupos de estatus inferior y afiliarnos a grupos de estatus superior. Lo que se refrenda a través de los objetos no es tanto una legitimidad y una diferencia social como una satisfacción privada cada vez más indiferente a los juicios ajenos. En esencia, el consumo ha dejado de ser una actividad regulada por la búsqueda del reconocimiento social para desplegarse en vistas al bienestar, la funcionalidad y el placer en sí mismo. El consumo masivamente ha dejado de ser una lógica de prestación clasista, para oscilar en el orden del utilitarismo y del privatismo individualista. Es cierto que en el alba del auge del consumo de masas ciertos objetos, los primeros vehículos, los primeros televisores, pudieron ser elementos de prestigio, más investidos de valor social distintivo que de valor de uso. Pero ¿quién no ve que esa época ha sido superada? ¿Qué se ha hecho de ella hoy, cuando los individuos consideran los nuevos objetos como un derecho natural? ¿Qué se ha hecho de ella cuando no conocemos otra cosa que la ética del consumo? Ni siquiera los nuevos bienes que salen al mercado (magnetoscopio, microordenador, cadena láser, horno microondas, minitel) llegan a imponerse como material cargado de connotaciones de standing; son absorbidos cada vez más rápido por una demanda colectiva ávida no de diferenciación social, sino de autonomía, de novedades, de estímulos e informaciones. El peor de los contrasentidos es interpretar el raudo encandilamiento de las clases medias y populares por el magnetoscopio o la plancha de windsurf partiendo de la lógica social de la diferencia y la distinción: no es la pretensión social lo que está en juego, sino la sed de imágenes y espectáculos, el gusto por la autonomía, el culto al cuerpo y la embriaguez de sensaciones y de lo nuevo. Se consume cada vez menos para deslumbrar al Otro y ganar consideración social, y cada vez más para uno mismo. Consumimos por los servicios objetivos y existenciales que nos procuran las cosas, por su self-service; de este modo avanza el individualismo narcisista, al cual corresponde no sólo el desarrollo de furor psíquico y corporal, sino una nueva relación con los demás y con las cosas. Es tan inexacto en estos momentos representarse el consumo como un espacio regido por el condicionamiento de la diferenciación social, como por una «rivalidad mimética» desbocada, y la guerra envidiosa del todos contra todos.122 La liberación de las corrientes de imitación e igualación de las condiciones no conduce a una mayor competencia entre los hombres; antes bien, asistimos a la reducción de la importancia de la mirada del Otro en el proceso de adquisición de las cosas y a la pacificación-neutralización del universo del consumo. El neonarcisismo reduce nuestra dependencia y nuestra fascinación hacia las normas sociales e individualiza nuestro interés por el standing; cuenta menos la opinión de los demás que la gestión mesurada del tiempo, del entorno material y del propio placer. Evidentemente esto no significa que los objetos hayan perdido su valor simbólico y que el consumo se haya liberado de toda competición clasista. En muchos casos, la compra de un coche, de una segunda residencia o de artículos de firma caros, se remite a una voluntad explícita de desmarcarse socialmente y ostentar un estatus. Como es sabido, los artículos de lujo no han padecido crisis alguna: siempre solicitados y revalorizados, revelan, entre otras cosas, la persistencia del código de la diferenciación social por medio de ciertos productos. Pero el consumo de prestigio no debe ser considerado como modelo del consumo de masas, ya que éste se funda más bien en los valores privados del confort, del placer y del uso funcional. Vivimos una época de desquite del valor de uso sobre el valor de clase, del disfrute íntimo sobre el valor honorífico. No sólo da fe de ello la aparición del consumismo contemporáneo, sino la misma publicidad, que pone más el acento en la calidad del objeto, la fantasía y la sensación, que en los valores de standing: «Poseer la carretera, dominarla, someterla, con la formidable potencia de la máquina, pero sobre todo con su inteligencia prodigiosa... Rozar, acariciar el volante y sentir reaccionar un bello animal impetuoso y dócil... Deslizarse por el espacio con la soberbia serenidad del placer total, todo esto es el Golf GTI.» Ha existido un espejismo de la crítica en cuanto al enjuiciamiento de la economía política: lejos de engendrar la «relegación del valor de uso», la moda plena lo consuma. El fetichismo del objeto-signo pertenece más al pasado que al presente; nos hallamos de lleno en la época del valor de uso, de la fiabilidad, de las garantías de uso, de los tests y de la relación calidad-precio. Ante todo queremos aparatos que funcionen, que aseguren una óptima calidad en cuanto a confort, duración y operatividad. Lo que no quiere decir que el consumo no esté asociado a múltiples dimensiones psicológicas e imágenes. La imagen del producto, no el signo de clase, que no es sino un aspecto de imagen entre muchos otros. A través de las marcas, consumimos dinamismo, elegancia, potencia, esparcimiento, virilidad, feminidad, edad, refinamiento, seguridad, naturalidad y tantas otras imágenes que influyen en nuestra elección, que sería simplista hacerla recaer sobre el solo fenómeno de la posición social, precisamente cuando los gustos no cesan de individualizarse. Con el reino de las imágenes heterogéneas, polimorfas, proliferantes, escapamos al dominio de la lógica de clases; la era de las motivaciones íntimas y existenciales, de la gratificación psicológica, del placer por sí mismo, de la calidad y de la utilidad de las cosas, han tomado el relevo. Ni siquiera la pujanza de los productos de firma puede explicarse del todo por el condicionamiento del standing; también ésta confirma la tendencia neonarcisista a procurarse placer, el creciente apetito por la calidad y la estética en las categorías sociales en expansión, que se privan en ciertos terrenos para permitirse luego un «toque de locura», el placer de las excelencias técnicas y de la calidad y el confort absolutos. A menudo nos quejamos del materialismo de nuestras sociedades. ¿Por qué no subrayamos también que la moda plena contribuye a desligar al hombre de sus objetos? En el imperio del valor de uso ya no estamos atados a las cosas, se cambia fácilmente de casa, de coche, de mobiliario; la época que sacraliza los objetos es precisamente aquella en que nos separamos sin dolor de éstos. Ya no queremos las cosas por sí mismas o por el estatus social que confieren, sino por los servicios que nos prestan, por el placer que nos procuran y por una funcionalidad perfectamente intercambiable. En este sentido, la moda irrealiza las cosas, las desustancializa a través del culto homogéneo a la utilidad y a la novedad. Lo que poseemos, lo cambiaremos: a medida que los objetos se transforman en nuestras prótesis, más indiferentes nos hacemos a ellos; ahora nuestra relación con las cosas procede de un amor abstracto, paradójicamente desencarnado. ¿Cómo seguir hablando de alienación en una época en que, lejos de ser desposeídos por los objetos, son los individuos quienes se despojan de éstos? Cuanto más se desarrolla el consumo, más se convierten los objetos en medios desencantados, en instrumentos, nada más que instrumentos; así avanza la democratización del mundo material. Todo esto contribuye a que adoptemos una perspectiva muy distinta acerca del papel histórico de la moda plena. Lejos de aparecer como un vector de reproducción de las diferencias y segregaciones sociales, el sistema de la moda en expansión ha permitido, más que cualquier otro fenómeno, la continuidad de la trayectoria secular hacia la conquista de la autonomía individual. Instrumento de individualización de las personas, no continuidad de la distancia social. Al institucionalizar lo efímero y diversificar el abanico de objetos y servicios, el apogeo de la moda ha multiplicado las posibilidades de elección, ha obligado a la persona a informarse, a acoger las novedades y a afirmar sus preferencias subjetivas: el individuo se ha convertido en un centro de decisión permanente, en un sujeto abierto y móvil, a través del calidoscopio de los artículos. Aunque el entorno cotidiano está concebido como, y es cada vez más, producto externo de instancias burocráticas especializadas, cada cual, bajo el gobierno de la moda, es más dueño de su existencia privada y libre ejecutor de su vida, por medio de la superselección en que nos hallamos inmersos. El imperio de la moda supone ciertamente universalización de los estándares modernos, pero en beneficio de una emancipación y de una desestandarización sin precedentes de la esfera subjetiva. Absorta en el proyecto de desmitificar la ideología del consumo, la tradición crítica revolucionaria no se ha percatado de la fuerza de autonomía individual que impulsaba ineluctablemente el hedonismo de masas, ese epicentro cultural de la moda plena. ¡Qué error no haber visto en el neohedonismo más que un instrumento de control social y de hipermanipulación, cuando, ante todo, es un vector de indeterminación y de afirmación de la individualidad privada! Marcuse podía escribir sin matices: «El dominio de la sociedad sobre el individuo es mayor de lo que lo ha sido nunca... Ya no hay oposición entre la vida privada y la vida pública, entre las necesidades sociales y las necesidades individuales»,123 justo antes de desencadenarse una. explosión hiperindividualista que afectaría a todos los dominios de la vida privada. Un análisis especialmente ciego respecto al movimiento de la modernidad social cuando hoy puede observarse el extraordinario proceso de emancipación privada de los individuos en las relaciones sexuales, en la vida familiar, en los comportamientos femeninos, en la procreación, en el vestido, en el deporte y en las relaciones interhumanas. La aspiración a realizarse, a gozar de inmediato de la existencia, no es un equivalente simple del adiestramiento del homo consumans. lejos de embrutecer a los hombres mediante la distracción programada, la cultura hedonista estimula a cada cual a convertirse en dueño y poseedor de su propia vida, a autodeterminarse en sus relaciones con los demás y a vivir más para sí mismo. La asunción eufórica de los modelos dirigidos es sólo una de las manifestaciones de la moda; la otra cara es la creciente indeterminación de las existencias; la fun morality tiene como tarea la afirmación individualista de la autonomía privada. La economía frívola ha desarraigado definitivamente las normas y los comportamientos tradicionales, ha generalizado el espíritu de curiosidad y democratizado el gusto y la pasión por lo Nuevo en todos los planos de la existencia y en todas las capas sociales: el resultado es un tipo de existencia profundamente cambiante. A medida que lo efímero invade lo cotidiano, las novedades son cada vez mejor aceptadas; en su apogeo, la economía-moda ha engendrado un agente social a su imagen: el individuo-moda, sin lazos profundos, móvil, de personalidad y gustos fluctuantes. Semejante disponibilidad a los cambios por parte de los agentes sociales reclama la reapertura del proceso clásico contra la sociedad frívola, acusada de derroche organizado y de irracionalidad burocrático-capitalista. Los argumentos son conocidos, los ejemplos, legión: ¿por qué diez marcas distintas de detergentes? ¿Por qué los gastos de publicidad? ¿Por qué esa retahíla de modelos y versiones automovilísticas? Las buenas conciencias se lamentan; una inmensa irracionalidad constituye el centro del universo tecnocrático. Cazador cazado, la inteligencia crítica es aquí paradójicamente víctima de lo más superficial. El árbol oculta el bosque: ¿cómo valorar realmente todo lo que representa para una sociedad moderna el desarrollo de un ethos flexible y de un nuevo tipo de personalidad cinética y abierta? ¿No es ésa la necesidad más perentoria de las sociedades en perpetuo movimiento? ¿Cómo podrían nuestras sociedades estar en concordancia con los incesantes cambios y operar las necesarias adaptaciones si los individuos se apegaran a principios intangibles, si lo Nuevo no hubiera alcanzado una amplia legitimidad social? Las sociedades innovadoras comprometidas en la competencia internacional tienen la imperativa necesidad de adoptar actitudes adaptables y mentalidades flexibles: el reino de la moda actúa precisamente en este sentido, tanto en la economía de los objetos como en la de la información, sobre la que más adelante volveremos. El vituperio moralizante contra la moda debe ser superado: más allá de su irracionalidad y su aparente derroche, contribuye a una edificación más racional de la sociedad en cuanto que socializa a los seres en el cambio y los prepara para un reciclaje permanente. Suavizar las rigideces y resistencias: la forma moda es un instrumento de racionalidad social, racionalidad invisible, no mesurable, pero imprescindible para adaptarse rápidamente a la modernidad, para acelerar las mutaciones en curso y para constituir una sociedad preparada frente a las exigencias, en continua transformación del futuro. El sistema pleno de la moda sitúa a la sociedad civil en proceso de apertura cara a cara con el movimiento histórico, y crea mentalidades emancipadas, de carácter fluido, dispuestas desde el principio a la deliberada aventura de lo Nuevo. Es cierto que, al mismo tiempo, el efecto de la moda origina dificultades de adaptación social y disfunciones más o menos crónicas en las democracias. Los individuos acostumbrados a la ética hedonista son reacios a renunciar a las ventajas adquiridas (salarios, pensiones, horarios de trabajo), a ver descender su nivel de vida y a aceptar sacrificios; tienden a agazaparse en reivindicaciones puramente sectoriales. Al exacerbar las pasiones individuales, la moda plena se inclina a la indiferencia hacia el bien público, a la propensión al «cada uno para sí», a la prioridad otorgada al presente sobre el porvenir, al ascenso de los particularismos e intereses corporativistas y a la disgregación del sentido del deber o de la deuda respecto a la globalidad colectiva. Un movimiento de corporativización social que corresponde ciertamente a un contexto de crisis económica, pero también a la nueva era del individualismo reconfigurado por la forma moda. Los conflictos sociales más arduos que se desarrollan en nuestros días no se orientan ya hacia objetivos de interés general, sino hacia la conquista o la defensa de ventajas muy localizadas; reflejan el agotamiento de la conciencia y de las ideologías de clase y la preponderancia de los egoísmos sectoriales sobre la búsqueda de un progreso social conjunto. Las aspiraciones neoindividualistas disuelven las identidades de grupo y la solidaridad de clase; vuelven la espalda a los condicionamientos macroeconómicos y potencian ante y contra todo la defensa de los intereses segmentarios, el proteccionismo clasista, el rechazo de la movilidad; no se duda, desde un sector protegido de la economía, en paralizar franjas enteras de la vida nacional, y en tomar como rehenes a los usuarios y a la sociedad, en nombre de una reivindicación salarial limitada. Neocorporativismo salarial o estudiantil, corporativismo de profesiones protegidas por antiguas legislaciones, y tantas otras manifestaciones que no debieran subestimarse en su capacidad de bloquear la dinámica de cambio, de perpetuar lo idéntico y de retardar las ineludibles transformaciones que requiere la modernización de las democracias y la competencia internacional. Hay que levantar acta de la naturaleza contradictoria de la obra histórica de la moda plena: por un lado, genera una actitud positiva cara a la innovación; por otro, congela la ductilidad de lo social. La sociedad-moda acelera y petrifica al mismo tiempo las tendencias de la movilidad social; paradójicamente, impulsa tanto el modernismo como el conservadurismo. Contradicción que acaso no sea del todo insuperable desde el momento en que se sitúa de nuevo el fenómeno en la escala de los diferentes niveles de la temporalidad histórica: los efectos culturales y sociales de la moda plena se muestran bajo distinta luz según las referencias temporales que tengan. Sin duda, es cierto que a corto plazo la moda contribuye a la inmovilidad, a las actitudes defensivas y al reforzamiento de los arcaísmos. Pero no sucede lo mismo a medio o largo plazo: en lo más profundo, la época frívola de las sociedades liberales modera los comportamientos y legitima ampliamente la modernización, la adaptación y la mutabilidad. La acogida general dispensada a los distintos proyectos de rigor así como a las medidas de reducción de plantillas en los sectores industriales en declive, revela grosso modo la «sabiduría» de las naciones contemporáneas, la relativa lucidez de los actores sociales frente a la crisis económica, aun cuando esa conciencia se haya cobrado con retardo. Cualesquiera que sean los bloques y las resistencias que sigan produciéndose, el reino producto de la moda permite a las democracias acelerar la dinámica de la modernización. A escala de las naciones, el problema es que, frente la movilidad que requiere la competencia internacional, no todas presentan las mismas armas, ni todas tienen la misma capacidad de ofensiva en esta nueva forma de guerra que es la guerra del tiempo, el avance del tiempo. Los intereses corporativos, el bienestar, la demanda de seguridad y de protección estatal no tienen el mismo peso en todas partes, ni frenan de igual modo la dinámica del cambio. En teoría, la forma moda orienta en la correcta dirección histórica a las sociedades contemporáneas; en la práctica, hunde a ciertas naciones en el inmovilismo de los intereses particulares y las ventajas adquiridas, y produce un retraso de duras consecuencias para la construcción del futuro. Retorna pues a las instancias políticas el control de la naturaleza contradictoria de los efectos de la moda plena: optimizar su potencial moderno y reducir su vertiente conservadora. En las naciones sin una fuerte tradición liberal, el Estado tiene la responsabilidad histórica de conducir a buen puerto esta empresa vital en el más breve plazo: gobernar el déficit de modernidad utilizando la fuerte legitimidad de un cambio que sea simultáneo a su aprehensión colectiva. Pasar lo antes posible de una modernización deseada pero temida a una modernización efectiva y sin desgarros sociales de importancia, ésa es la tarea primordial de nuestros gobiernos si no queremos ser los últimos de la clase en la guerra del tiempo, y si queremos estar en la pista de competición del futuro. Una modernización que, evidentemente, en nuestras sociedades fuertemente individualistas cimentadas sobre el culto al presente, no podrá realizarse a marchas forzadas o decretarse soberanamente desde arriba. El poder público debe preparar el porvenir teniendo en cuenta las aspiraciones del presente —necesarias por otra parte a largo plazo para el crecimiento de nuestras sociedades—, y hallar un equilibrio social entre las necesidades del futuro y las reivindicaciones del presente. Consagrado imperativamente a acelerar la flexibilidad y la competitividad de nuestras sociedades, el Estado, en las naciones europeas, no tiene otra forma de llevar a cabo esta empresa que la de dirigir suavemente, pero sin demoras, las diferentes resistencias del cuerpo colectivo, concibiendo nuevas soluciones, a medio camino entre la urgencia de situarse en buen lugar para la guerra del tiempo, y las exigencias de la vida presente de los individuos. De una parte, forjar Europa, fortalecer la competitividad de nuestras industrias y favorecer las inversiones; de otra, negociar la paz social e imaginar compromisos razonables entre las partes sociales. Empresa difícil, incierta, pero no insuperable por cuanto se sustenta colectivamente en la revolución de las subjetividades de la moda plena. LA FUERZA DE LO NUEVO Por el lado «oferta», las razones del boom de la economía moda no son muy difíciles de discernir. El desarrollo de los descubrimientos científicos, unido al sistema de competencia económica, es, evidentemente, la raíz del mundo de lo efímero generalizado. Bajo la dinámica del imperativo del beneficio, los industriales crean nuevos productos, innovan continuamente para aumentar su penetración en el mercado, para ganar nuevos clientes y relanzar el consumo. La moda plena es realmente hija del capitalismo. Por el lado «demanda», el problema es más complejo. Desde el momento en que no nos contentamos con un determinismo mecánico de la producción y la publicidad, tipo «trama invertida» (Galbraith), el desarrollo de los deseos de moda reclama una indagación más profunda. ¿Por qué las innumerables pequeñas novedades hacen mella en los consumidores? ¿Qué influye para que sean aceptadas por el mercado? ¿Qué es lo que hace que una economía pueda avanzar hacia la rápida obsolescencia y las pequeñas diferencias combinatorias? La respuesta sociológica dominante tiene por lo menos el mérito de ser clara: la competencia de clases y las estrategias de distinción social son las que sostienen y acompañan la dinámica de la oferta. Este tipo de análisis está en la base de los primeros trabajos, tanto de Baudrillard como de Bourdieu. Para éste, no hay que extrañarse si las novedades encuentran siempre clientela. Ni condicionamientos de producción, ni sometimiento de ésta a los gustos del público: «la correspondencia casi milagrosa» que se establece entre los productos que ofrece el campo de la producción y el campo del consumo, es el efecto de «la orquestación objetiva de dos lógicas relativamente independientes» pero funcionalmente homólogas: por un lado, la lógica de la competencia inherente al campo de la producción; por otro, la lógica de las luchas simbólicas y las estrategias de distinción de las clases que determinan los gustos del consumo.124 Tanto la oferta como la demanda están estructuradas por luchas de competencia, relativamente autónomas pero estrictamente homólogas, que hacen que los productos encuentren en cada momento su adecuado consumo. Si los nuevos productos elaborados en el campo de la producción se ajustan de inmediato a las necesidades, ello no se debe a un efecto de imposición, sino «al encuentro de dos sistemas de diferencias», a la coincidencia, por una parte, de la lógica de las luchas internas en el campo de la producción, y, por otra, de la lógica de las luchas internas en el campo del consumo. La moda es la resultante de esta correspondencia entre la producción diferencial de los bienes y la producción diferencial de los gustos que halla su espacio en las luchas simbólicas entre clases.125 Ni aun combinadas con el proceso de la producción capitalista bastarían las estrategias distintivas de las clases para explicarnos el despliegue de una economía reestructurada por la forma moda. ¡Id a explicar los millares de versiones automovilísticas, las innumerables gamas de bebidas light, de cadenas hi-fi, cigarrillos, esquís y monturas de gafas, a partir de la distinción entre las diferentes clases! ¡Explicad la proliferación de ídolos y discos de variedades con el rasero de la dinámica de la distinción y de la pretensión social! La empresa se arriesga a no estar exenta de contorsiones acrobáticas. ¿A qué fracción dominante o dominada corresponderá tal o cual color, tal o cual motor, tal o cual línea o tal o cual categoría de cigarrillo o de zapatilla? La lógica de la distinción, incapaz de explicar la escalada sin fin de la diversificación y del hipersurtido industrial, trata de aprehender la economía de la moda con una reja de plomo. No podrá comprenderse nunca la instalación permanente de la moda plena en nuestras sociedades sin devolver a los valores culturales el papel que les corresponde, y que tanto el marxismo como el sociologismo no han cesado de ocultar. No hay economía frívola sin la acción sinèrgica de esos objetivos culturales mayores que son el confort, la calidad estética, la opción individual y la novedad. ¿Cómo habrían podido los innumerables perfeccionamientos, grandes o pequeños, de la electrodoméstica conocer un desarrollo semejante si no hubieran respondido a los deseos de bienestar de los particulares, al gusto moderno por las facilidades materiales y a la satisfacción de ahorrar tiempo126 y esfuerzo? ¿Cómo entender el éxito de la tele en color, del hi-fi, de los lectores de compact disc, sin conectarlo a los deseos masivos de calidad de imagen y calidad musical? ¿Cómo comprender las políticas de gamas sin tomar en consideración el valor democrático otorgado a la elección privada, a la individualización de los gustos y al deseo de las personas de poseer artículos a medida, adaptados a sus preferencias idiosincráticas? Aun cuando todas esas disposiciones y significaciones fueron realmente incorporadas en un principio por las capas sociales superiores, han llegado a adquirir después una autonomía propia y una legitimidad difundida en todos los estratos de la sociedad. El proceso de moda que rige nuestra economía depende menos, «en un análisis último», de la rivalidad de clases que de unas orientaciones comunes a todo el cuerpo social, orientaciones cuyo efecto es posibilitar socialmente una interminable dinámica de renovación y diversificación. Las rivalidades simbólicas de las clases son secundarias respecto al poder de esas significaciones imaginarias infiltradas en todas las clases y que tienen ahora un poder propio. Ante todo, ¿cómo no insistir sobre cuanto concierne al poder cultural de lo Nuevo en el imperio de la moda? La competencia de clases es poca cosa comparada con los efectos de esa significación social que impulsa por sí misma el gusto por lo diferente, que precipita el aburrimiento por lo repetitivo y lleva a querer y desear casi a priori lo que cambia. La obsolescencia «dirigida» de los productos industriales no es simple resultado de la tecnoestructura capitalista; se ha injertado en una sociedad dominada en gran parte por las incomparables emociones de lo Nuevo. La moda plena, al igual que las primeras manifestaciones históricas de la moda a finales de la Edad Media, es básicamente tributaria al alza de un cierto número de significaciones sociales a cuya cabeza se encuentran la exaltación y la legitimidad de las novedades. Si bien durante siglos este ethos no ha sido compartido más que por las elites sociales aristocráticas y burguesas, rige desde ahora en todos los estamentos sociales. Y si no nos cabe duda de que la producción de masas ha contribuido a desarrollar la aspiración a lo Nuevo, hay otros factores que también han contribuido a ello. El código de lo Nuevo en las sociedades contemporáneas es particularmente inseparable del avance en la igualdad de condiciones y la reivindicación individualista. Cuanto más se cierran los individuos en sí mismos y más se ponen al margen, más se desarrolla el gusto y la apertura a las novedades. El valor de lo nuevo corre paralelo a la demanda de la personalidad y de la autonomía privada. Ya al fin de la Edad Media, la moda estaba ligada a la aspiración a la personalidad individual y a la afirmación de la persona singular en un mundo social e ideológico aristocrático. Con el reino de la igualdad y el individualismo democrático, el proceso no hace más que exacerbarse. Tocqueville lo subrayó especialmente, el individualismo democrático es la tumba del reino del pasado: reconocido como libre, cada uno aspira a librarse de los lazos coercitivos e imperativos que lo atan al pasado. La sumisión a las reglas indiscutidas de la tradición es incompatible con el individuo dueño de sí mismo. «Es fácil olvidar a los que os han precedido»: mientras que el legado ancestral es descalificado por la era del homo aequalis, simultáneamente se dignifican el presente y las cambiantes normas que, como tantas otras conductas, aparecen y se imponen, más por persuasión que por autoridad. Al someterse a los nuevos decretos, el ciudadano se jacta de realizar una libre elección entre las proposiciones que se le hacen:127 en tanto la sumisión a las obligaciones del pasado es contraria a la afirmación del individuo autónomo, el culto a las novedades estimula el sentimiento de ser una persona independiente, libre de elegir, que no se rige ya en función de una legitimidad colectiva anterior sino a partir de la dinámica de su razón y sus sentimientos. Con el individualismo moderno, lo Nuevo encuentra su total consagración: con ocasión de cada moda, surge un sentimiento —considerémoslo así— de liberación subjetiva y de liberación respecto a las costumbres pasadas. Con cada novedad, se pone en marcha una inercia y entra un soplo de aire fresco, fuente de descubrimientos, de actitudes y disponibilidad subjetiva. Se entiende que, en una sociedad de individuos entregados a la autonomía privada, sea tan viva la atracción por lo nuevo: se percibe como un instrumento de «liberación» personal, como una experiencia que hay que probar y vivir, una pequeña aventura del Yo. La consagración de lo Nuevo y el individualismo moderno avanzan concertados: la novedad está en concordancia con la aspiración a la autonomía individual. Si la moda plena está dirigida por la lógica del capitalismo, también lo está por unos valores culturales que alcanzan su apoteosis en el estado social democrático. II. LA PUBLICIDAD SACA LAS UÑAS LA publicidad tiene algunas razones para ver su porvenir de color de rosa. Al tiempo que el volumen de gasto publicitario sigue en constante aumento, no deja de invadir nuevos espacios: televisiones estatales, coloquios, manifestaciones artísticas y deportivas, películas y artículos de todo tipo; de los tee-shirts hasta las velas de windsurf, el nombre de las marcas se instala prácticamente en todo nuestro entorno cotidiano. Publicidad sin fronteras: hemos conocido la campaña de «productos libres» para los productos sin marca, ahora se hace publicidad para «ganar la mano» sobre el minitel o las líneas telefónicas, se anuncia la instalación de lugares de oración en los hipermercados, se insertan spots en los silencios de los 33 revoluciones y se organizan campañas para vender al público acciones de las empresas reprivatizadas. Estalla la publicidad. A esta lógica expansiva corresponde un cierto estado de gracia: los niños se apasionan por ella y los de más edad ponen en cuarentena los anatemas con que la atacaban hasta hace poco; un gran número de personas tienen de ella una imagen más bien positiva. Comunicación socialmente legítima, la publicidad accede a la consagración artística, entra en los museos, se organizan exposiciones retrospectivas de carteles, se premian sus excelencias y se la vende en tarjetas postales. Es el fin de la época del reclamo, ¡viva la publicidad creativa!; a la publicidad se le van los ojos tras el arte y el cine, se dedica a soñar en abrazar la historia. Los partidos políticos, las grandes administraciones del Estado y los gobiernos, la adoptan alegremente: desde 1980, en Francia el Estado puede ser considerado el primer anunciante. Cada vez más se desarrolla, junto a la publicidad de marcas, una publicidad de servicio público e interés general; se han lanzado amplias campañas para la seguridad vial, el empleo, las mujeres, el ahorro de energía y la tercera edad. La S.N.C.F., el teléfono, el metro, correos, gustan ahora de las delicias vinculadas a la comunicación. La publicidad, una estrategia que hace su camino. La publicidad, no la propaganda: un universo separa estas dos formas de la comunicación de masas que con demasiada frecuencia se tiende a amalgamar. Con la publicidad, la comunicación adopta un perfil completamente original, queda atrapada en las redes de la forma moda: en las antípodas de la lógica totalitaria, nada en el elemento de lo superficial y de la seducción frívola, en la fantasía de las invenciones; en las antípodas del control total que se atribuye con demasiada ligereza a las formas irracionales de la razón comercial y política, comenzamos a comprender la posición y el efecto fundamentalmente democráticos de la acción publicitaria. PUBLICIDAD CHIC, PUBLICIDAD DE CHOQUE Armas clave de la publicidad: la sorpresa, lo inesperado. En el corazón de la publicidad operan los mismos principios de la moda: la originalidad a cualquier precio, el cambio permanente y lo efímero. Todo salvo dormirse y volverse invisible por el hábito: una campaña de publicidad en Francia tiene una duración media de entre siete y catorce días. Crear incesantemente nuevos anuncios, nuevas imágenes, nuevos spots. Aunque siga repitiéndose un eslogan («Pastas sí, pero Panzani») o un estribillo (la seis notas de las medias Dym), los escenarios y las imágenes cambian, hay que «declinar» el concepto. La competición entre las marcas y la estandarización industrial impulsan una carrera interminable hacia lo inédito, el efecto, lo diferente, para captar la atención y la memoria de los consumidores. Imperativo de lo nuevo que, no obstante, respeta la regla imprescriptible de la legibilidad inmediata de los mensajes y las conveniencias del momento. Lo que no impide en absoluto a la publicidad perturbar alegremente ciertas convenciones, rechazar los límites y dejarse llevar por una embriaguez hiperbólica. «Toda moda acaba en exceso», decía Paul Poiret; la publicidad, por su lado, no retrocede ante el riesgo y da pruebas de una imaginación loca (Grace Jones avalando el CX), de énfasis («El tiempo nada puede contra nosotros»: Cinzano; «América es completamente Pepsi»), se trata de una comunicación de excesos controlados, donde lo superlativo está siempre ponderado por el juego y el humor. «Mañana me quito las medias», los esqueletos de los jeans Wrangler, la Visa que despega de un portaaviones: la publicidad es discurso de moda, se nutre, como ella, del efecto de choque, de minitransgresiones y teatralidad espectacular. Vive de «hacerse notar» sin caer nunca en la provocación agresiva. Esto no excluye múltiples campañas menos desbocadas, construidas explícitamente con vistas a persuadir al consumidor sobre la base de credibilidad de los mensajes. Desde hace mucho, la publicidad se ha esforzado en enunciar proposiciones de talante verosímil que afirmen la innegable calidad de los productos («Omo lava más blanco»), presentando los testimonios de grandes estrellas o individuos comunes en «escenas cotidianas». Este tipo de publicidad pudo inducir a Boorstin a sostener que la publicidad se situaba «más allá de lo verdadero y lo falso», que su registro era el de la «verosimilitud»128 no el de la verdad: mostrar no tanto hechos verificables como declaraciones de apariencia verosímil, más o menos creíbles. Es lo que aún en nuestros días podemos ver con lo que los anglosajones llaman «reason-to-believe»:129 «Cuando eres el segundo, te esfuerzas por hacer más» (Avis), «Nuestra tarea desde hace treinta y dos años» (Bis); se trata de dar argumentos plausibles, razones para creer. Pero todo indica que esta tendencia está en retroceso: actualmente, la publicidad prefiere hacer sonreír, asombrar o divertir que convencer. La «profecía cumpliéndose en sí misma», tan apreciada por Boorstin, los enunciados ni verdaderos ni falsos han sido relegados por los juegos de asociación y los cortocircuitos de sentido, por una comunicación cada vez más irrealista, fantástica, delirante, chispeante y extravagante. Es la época de la publicidad creativa y de la fiesta espectacular: los productos deben convertirse en estrellas, es preciso convertir los productos en «seres vivientes», y crear «marcas persona» con un estilo y un carácter.130 Ya no enumerar las prestaciones anónimas y las cualidades llanamente objetivas, sino comunicar una «personalidad de marca». La seducción publicitaria ha cambiado de registro; desde ahora se inviste de look personalizado; es preciso humanizar la marca, darle un alma, psicologizarla: el hombre tranquilo de Marlboro, la mujer liberada, sensual y humorística de Dym, los zapatos despreocupados e irrespetuosos Eram, el metro en onda R.A.T.P., la locura Perrier... Del mismo modo que la moda individualiza la apariencia de los seres, la ambición de la publicidad es personalizar la marca. Si es cierto, como dice Séguéla, que la «verdadera» publicidad utiliza los métodos del star-system, aún es más cierto que se trata de una comunicación estructurada como la moda, cada vez más bajo la férula de lo espectacular, de la personalización de las apariencias y de la seducción pura. Apoteosis de la seducción. Hasta ahora, el appeal publicitario permanecía sujeto a los condicionamientos del marketing; había que plegarse a la racionalidad argumentativa y justificar las promesas básicas. Bajo el reinado de la copy strategy, la seducción debía conciliarse con la realidad de la mercancía y exponer los méritos y excelencias de los productos. Con sus eslóganes redundantes y explicativos, la seducción veía su imperio bajo las riendas de la preminencia de lo verosímil, de lo cuantitativo y de las virtudes «objetivas» de las cosas. Ahora, la publicidad creativa alza el vuelo, da prioridad a una imaginación casi pura, y la seducción es libre de desplegarse por sí misma; se muestra como hiperespectáculo, magia de artificios y escenificación indiferente al principio de realidad y a la lógica de la verosimilitud. La seducción funciona cada vez menos conforme a la solicitud, a la atención calurosa y a la gratificación, y cada vez más según lo lúdico, la teatralidad hollywoodiense y la gratuidad superlativa (AX: «¡Revolucionario!»). Hemos creído demasiado que la esencia de la publicidad residía en su poder de destilar calor comunicativo, y que llegaba a conquistarnos convirtiéndose en instancia maternal atenta a nuestros menores cuidados.131 Cierto que aún hoy en día se juega la carta del afecto («Vosotros amáis la Une, la Une os ama a vosotros») y de la solicitud («Ponemos toda nuestra energía en solucionar el menor detalle, para ofrecerle siempre mayor libertad. Para nosotros, un viaje de negocios debe ser un éxito en toda línea»: Air Cañada), pero del mismo modo vemos desarrollarse publicidades de tono «cínico»: así, en la campaña «U.T.A. for USA», se os lanza, si no entendéis de qué se trata, «Consulte a su médico habitual»; o bien el anuncio de Epson para sus ordenadores. «¿Inhumano nuestro P.C.A.X.? ¡Perfectamente!» Lo que nos seduce no es que quieran seducirnos, que nos engatusen o nos valoren (agua de colonia Kipling: «Para los hombres que hacen girar el mundo»), sino que haya originalidad, espectacularidad y fantasía. La seducción procede de la suspensión de las leyes de lo real y lo racional, de la exclusión de lo serio de la vida, del festival de los artificios. Aunque haya llegado la hora del «concepto» y de la comunicación creativa, y aunque no nos contentemos con hacer anuncios bellos y atractivos, la estética sigue siendo un eje primordial en el trabajo publicitario. Valoración plástica del objeto, fotos retocadas, interiores de lujo, refinamiento en los decorados, belleza de los cuerpos y las caras, la publicidad poetiza el producto y la marca, idealiza lo ordinario de la mercancía. Sea cual sea la importancia adquirida por el humor, el erotismo o la extravagancia, el arma clásica de la seducción, la belleza, no ha dejado de ser ampliamente explotada. Los productos cosméticos y las marcas de perfumes en particular recurren sistemáticamente a publicidades refinadas, sofisticadas, que ponen en escena criaturas sublimes, perfiles y maquillajes de ensueño. Pero muchas otras publicidades, ropa interior femenina, vestidos de moda, bebidas alcohólicas, cigarrillos y cafés, van asimismo en busca del efecto chic. También la tecnología de alta precisión: Sharp y Minolta han lanzado campañas de anuncios con imágenes depuradas y diseño. Al igual que la moda no puede disociarse de la estética de la persona, así también la publicidad funciona como cosmético de la comunicación. Por la misma razón que la moda, la publicidad se dirige principalmente al ojo; es promesa de belleza, seducción de apariencia, ambiente idealizado, más que información. Entra a formar parte del proceso de estética y decoración generalizado de la vida cotidiana, paralelamente al diseño industrial, a la renovación de los barrios antiguos, a la indumentaria a la última, a la decoración de los escaparates y al paisajismo. En todas partes se extiende el maquillaje de lo real y el valor añadido del estilo moda. Más allá del encanto estético, la seducción explota las vías de la fantasía del «salto creativo». Juegos de palabras («Fran-Choix I.er»: Darty), aliteraciones y redoblamientos de sílabas al estilo infantil («¿Qué bebes, gugú, dímelo»: Oasis), doble sentido y giros gramaticales («¿Quieres dormir conmigo?»: Dunlopillo), inversión («Get 27 es el infierno»), filmes emocionales (la estatua que llora: cintas B.A.S.F.) e imaginerías fantásticas y surrealistas (una niña camina sobre el agua: Schneider). La publicidad no seduce al Homo psychanalyticus sino al Homo ludens, su eficacia se debe a su superficialidad lúdica, al cóctel de imágenes, de sonidos y sentidos que ofrece sin preocuparse por los límites del principio de realidad y lo serio de la verdad. «Hay Urgo en el aire, en el aire hay Urgo», nada que descifrar, todo está ahí en la simplicidad de los trucos y de los guiños: reabsorción de la profundidad, celebración de las superficies, la publicidad es lujo de juegos, futilidad del sentido, es la inteligencia creativa al servicio de lo superficial. Si es cierto que la publicidad puede contribuir a lanzar las modas, aún es más cierto afirmar que ella misma es la moda en el orden de la comunicación; es ante todo comunicación frívola, una comunicación en la que el «concepto» es un gadget: «París-Bagdad: 120 F» (Eram). Y si la moda es magia de las apariencias, no cabe duda de que la publicidad es sortilegio de la comunicación. Hoy día, los publicitarios se complacen en pregonar la novedad radical de sus métodos. Es el fin del reclamo, y de la copy strategy, gloria a la comunicación y a la idea creativa. Sin subestimar los cambios en curso, acaso no sería inútil subrayar todo lo que vincula lo nuevo a lo antiguo. Es cierto que en nuestros días la publicidad pretende ser «conceptual»; eso no impide prolongar una lógica de más larga duración, constitutiva de la publicidad moderna: la fantasía y el juego. Antaño veíamos eslóganes como «Dubo, Dubon, Dubonnet» o «El zapatero que sabe calzar», ahora leemos «Mini Mir, mini precio, pero lo máximo»: por encima de la diferencia de registro, la publicidad sigue siendo hallazgo, ardid, combinación lúdica e ingenio. No hay más resortes que la ligereza y la superficialidad del sentido; la publicidad se mantiene en el orden de lo superficial y de la combinación eufórica. No ha habido mutación absoluta ni inflexión de trayectoria en un proceso que trata continuamente de aligerar la comunicación, de evacuar la solemnidad y la pesadez de los discursos y de promover el orden frívolo de los signos. La actualización de la publicidad debe relacionarse con las profundas transformaciones de las costumbres y de la personalidad dominante en nuestra época. El fenómeno se produce como un eco de las metamorfosis del hombre contemporáneo, menos preocupado por pregonar los signos exteriores de riqueza que por realizar su Ego. Al volver la espalda a las promesas básicas y a la enumeración de las cualidades anónimas de los productos, la publicidad creativa registra en el orden de la comunicación la sensibilidad neonarcisista desprendida de la ética del estatus y asimilada por la subjetividad íntima, la «sed de vivir» y la calidad del entorno. Filmación y eslóganes tratan más de hacer reír, hacer «sentir» y provocar resonancias estéticas, existenciales y emocionales que de probar la excelencia objetiva de los productos. Esta espiral de lo imaginario responde al perfil de la individualidad «posmoderna», y sólo ha podido desplegarse bajo la acción conjugada del código de lo Nuevo y de los valores hedonistas y psicológicos que han favorecido el ascenso a las más altas cotas en la búsqueda de lo nunca visto. En una era de placer y de expresión personal, hacen falta más fantasía y originalidad y menos estereotipos y repeticiones fatigantes. La publicidad ha sabido adaptarse muy rápidamente a estas transformaciones culturales y ha conseguido dar lugar a una comunicación en concordancia con los gustos por la autonomía, la personalidad y la calidad de vida, eliminando las formas pesadas, monótonas e infantilizantes de la comunicación de masas. Wrangler muestra esqueletos, la agencia Avenir-Publicité promete «Mañana me quito las medias»: la publicidad creativa exhibe un look emancipado y se dirige a un individuo adulto, poco conformista, bastante indiferente a los principales tabúes y capaz de apreciar un anuncio de segundo grado. Lo que, con todo, no autoriza a pensar que la publicidad ha ocupado el lugar del cine en declive como maquinaria de mitos (Séguéla). Por su mismo ritmo y la percepción que precisa, la publicidad no se presta a la ensoñación ni a la evasión prolongada; carece de resonancias subjetivas y no produce ninguna participación afectiva. Al igual que la moda, está hecha para ser olvidada; entra en la gama creciente de los productos sin residuos de la cultura autodegradable. No cabe duda sin embargo de que, reoxigenándose de este modo, lleva a cabo mejor su tarea: dar una imagen positiva de los productos, retener al público y limitar la práctica del zapping. ¿No es éste el auténtico sueño de todo publicista? Imposible, por otra parte, disociar las nuevas orientaciones publicitarias de la voluntad promocional de los mismos publicistas. En una sociedad que sacraliza lo Nuevo, la audacia imaginativa permite, más que cualquier otro medio, afianzarse en el campo de la cultura y de la comunicación: no hay mejor imagen para un publicista que una producción hiperespectacular, y ello sea cual sea su eficacia real, no siempre proporcional a las cualidades creativas. El futuro de la publicidad es obra en gran parte de la misma lógica publicitaria y del imperativo moda que impone la búsqueda de una imagen de marca artística. Paralelamente a los estilistas del prêt-à-porter y de los jefes de empresa que se han convertido en «creadores», de los peluqueros que se definen como «estilistas de la imagen», de los deportistas que dan su opinión y de los artesanos, que son todos artistas, los publicistas han entrado en la inmensa oleada de valoración social característica de las sociedades democráticas: son reconocidos como «creativos». Así avanza la era de la igualdad: el negocio ha ganado un suplemento de alma, las actividades lucrativas no llegan a ser ellas mismas hasta el momento en que consiguen elevarse a la dimensión expresiva y artística. UNA FUERZA TRANQUILA No por ser comunicación moda la publicidad ha dejado de ser una forma típica del proceso de dominación burocrática moderna. Como mensaje de persuasión elaborado por especialistas, la publicidad está vinculada a la lógica del poder burocrático propio de las sociedades modernas: aunque se pongan en práctica procedimientos suaves, como en las instituciones disciplinarias, siempre se trata de guiar desde fuera los comportamientos e introducirse hasta en sus últimos repliegues en la sociedad. Figura ejemplar de la administración benevolente de los hombres, la publicidad difunde la obra racionalizadora del poder y refleja la expansión de la organización burocrática moderna cuyo rasgo específico es producir, recomponer y programar desde un punto de vista exterior y científico la totalidad colectiva. El análisis es ahora clásico: con el desarrollo de la «trama invertida»,132 las necesidades son dirigidas y moldeadas, y la autonomía del consumidor se eclipsa en beneficio de un condicionamiento de la demanda orquestado desde el aparato tecno-estructural. La tendencia racionalizadora y planificadora del poder burocrático da un salto adelante: después de la producción, es la propia demanda la que se halla globalmente planificada; la publicidad produce necesidades estrictamente adaptadas a la oferta y permite programar el mercado y poner trampas a la libertad de los consumidores; la sociedad en conjunto tiende a convertirse en un sistema circular, sin exterioridad, sin diferencias y sin azar. Modelando científicamente los gustos y las aspiraciones, y condicionando las existencias privadas, la publicidad no hace más que preparar el advenimiento de una sociedad de esencia totalitaria.133 En su voluntad de someter la sociedad entera a las normas del poder burocrático y de establecer una cotidianeidad desposeída de toda solidez y autonomía propia, la publicidad revela su connivencia con el totalitarismo, un totalitarismo compatible, por otra parte, con las elecciones libres y el pluralismo de partidos. Estas tesis tuvieron su momento de gloria. Continúan en gran parte sirviendo como telón de fondo para la aprehensión del fenómeno,134 justo cuando el rechazo social hacia la publicidad va a la baja. A nuestros ojos, toda esta problemática debe ser reconsiderada de cabo a rabo en cuanto ejemplifica el deslizamiento especulativo al que podrían dar lugar los fórceps del pensamiento hipercrítico. Suscribimos radicalmente como falsa toda asimilación del orden publicitario a la lógica totalitaria. Ciertamente es una disyunción de importancia: no existe relación entre los intentos de absorción de la sociedad civil por el poder político y el proyecto ilimitado de cambiar al hombre, de reconstituirlo de pies a cabeza. Nada en común tampoco con el proceso de control que ejercen «disciplinas» de esencia igualmente totalitaria en su pretensión de normalizar y programar las instituciones. Disciplinas que tal como las ha analizado Foucault revelan estructuralmente la lógica totalitaria:135 las instancias de poder tratan de reconstituir de principio a fin la dinámica de las instituciones, piensan en lugar de los sujetos y los dirigen «racionalmente», orquestando desde fuera los más ínfimos detalles de los comportamientos. Nada de esto sucede en la publicidad: en lugar de la coerción metódica, la comunicación; en lugar de la rigidez reglamentaria, la seducción, y en lugar del adiestramiento mecánico, la diversión lúdica. Allí donde las disciplinas cuadriculan las instituciones e impiden la iniciativa al sujeto a través de los detalles de las reglamentaciones, la publicidad abre un espacio de amplia indeterminación y deja siempre la posibilidad de sustraerse a su acción persuasiva: cambiar de cadena o pasar las páginas del periódico. La forma moda rompe con la lógica panóptico-totalitaria: la publicidad integra en su orden la libre disposición de las personas y la aleatoriedad de los movimientos subjetivos. Con ella se ha instituido una nueva escala de control; ya no se trata de no dejar nada en la sombra, administrando las menores parcelas de la vida, se trata de influir en un todo colectivo dejando libertad a los átomos individuales para sustraerse a su acción. La publicidad se ejerce sobre la masa, no sobre el individuo; su poder no es mecánico, sino estadístico. La disciplina de lo ínfimo ha dado paso a un modo de actuar que prescinde del universo de lo minúsculo. Ni «anatomía política» ni tecnología del sometimiento, la publicidad es una estocástica de la estimulación. Como sabemos, la empresa totalitaria no ha hallado su singularidad histórica más que en función de su tendencia a absorber plena y enteramente la sociedad civil en la instancia estatal. En tanto la vida colectiva se torna un objeto que el Estado debe controlar y organizar en sus menores intersticios, se ejerce una represión y una dominación sin límite sobre todos aquellos elementos que aparezcan como exteriores o extraños a las normas del Estado-partido. Todo lo que exista al margen del poder, todo lo que teja un vínculo de sociabilidad derivado de una humanidad pasada, debe ser excluido y pulverizado. Como decía Hannah Arendt, el totalitarismo encuentra sus resortes en la creencia fantasmagórica de que todo es posible, su designio es «transformar la propia naturaleza humana»;136 tanto el hombre como la sociedad son campos experimentales, tablas rasas, simples materias amorfas íntegramente maleables por el poder ilimitado del Estado: hay que educar y configurar un nuevo espíritu, un hombre nuevo. Empresa realmente demiùrgica que no tiene nada que ver con la de la publicidad y la «trama invertida», cuyos horizontes son mucho más limitados. Sólo por una analogía insidiosa ha podido verse en la «programación» de la vida cotidiana y la creación de necesidades una manifestación totalitaria del poder: lo que distingue a la publicidad es que no pretende reformar al hombre y las costumbres, y toma realmente al hombre tal cual es, procurando estimular solamente la sed de consumo que ya existe. Proponiendo continuamente nuevas necesidades, la publicidad se contenta con explotar la aspiración común al bienestar y a la novedad.’ Ninguna utopía, ningún proyecto de transformación del espíritu: el hombre es considerado en el presente, sin visión del porvenir. Se trata más de utilizar pragmáticamente el gusto existente por los goces materiales, el bienestar y las novedades, que de reconstituir al hombre. Dirigir la demanda, crear el deseo, a pesar de los críticos del condicionamiento generalizado, eso es lo que permanece siempre en el horizonte liberal en que el poder queda de hecho limitado. Ciertamente se ejercen múltiples presiones sobre el individuo, pero siempre en el marco de una autonomía de elección, de rechazo, de indiferencia, siempre en el marco de una permanencia de las aspiraciones humanas y de los modos de vida. Hay que insistir sobre este punto: la publicidad es renuncia al poder total, no se empeña en reconstruir de arriba abajo los pensamientos y las actitudes y reconoce una espontaneidad humana que escapa a las maquinaciones dominadoras del omnipoder. La administración burocrática de la cotidianeidad se destaca paradójicamente sobre un fondo humano con el que la publicidad cohabita en perfecta inteligencia. Es cierto que la publicidad se ejerce en otros dominios que el consumo y se moviliza cada vez más con vistas a suscitar una toma de conciencia de los ciudadanos ante los grandes problemas del momento y modificar distintos comportamientos e inclinaciones: alcoholismo, droga, velocidad en la carretera, egoísmo, procreación, etc... Pero si la publicidad ambiciona a veces reorientar ciertas actitudes, incluso morales o existenciales, nada justifica sin embargo que se vea en ello una manifestación de tipo totalitario. Las campañas publicitarias son de «sensibilización», no de adoctrinamiento; con humor y «ocurrencias» barren el dirigismo ideológico y el discurso fosilizado del tribunal de la historia. La publicidad no proclama en voz alta lo Verdadero y lo Justo, aconseja con suavidad y se dirige a individuos adultos capaces de comprender la gravedad de los problemas que hay detrás del juego y el espectáculo. Ningún recurso a las traiciones, a los complots, a la epopeya histórica: la publicidad no apela a la denuncia, a la violencia social o al sacrificio personal; su registro no es el dramatismo sino la benevolencia, la distensión y la seducción, en conformidad con una sociedad pacífica que valora el diálogo flexible, la autonomía y el interés particular de las personas. Influencia pero no amenaza, sugiere pero sin pretensión de dominación doctrinal, funciona sin maniqueísmo ni culpabilización, en la creencia de que todos los individuos son capaces de autocorregirse casi por sí mismos, sea por advertencia mediática o toma responsable de conciencia. Tal y como sucede en la publicidad de las marcas, no se trata en modo alguno, en contra de lo que parece, de inventar ex nihilo un hombre nuevo a partir de exigencias ideológicas y políticas, y a contracorriente de los deseos espontáneos de la masa. Se trata de difundir normas e ideales en realidad aceptados por todos, pero poco o insuficientemente practicados. ¿Quién no está de acuerdo en que el alcohol causa estragos? ¿Quién no ama a los bebés? ¿Quién no se indigna por el hambre en el mundo? ¿Quién no se conmueve ante el abandono de los ancianos? La publicidad no toma a su cargo la redefinición completa del género humano, explota lo que se halla en germen haciéndolo más atractivo para más individuos. Lejos de suponer una carrera exponencial hacia la dominación total, la expansión de la publicidad pone de relieve el reforzamiento de una modalidad de poder de ideología minimalista, de alcance estrictamente limitado. ¿Qué no se habrá dicho y escrito sobre el poder diabólico de la publicidad? No obstante, bien mirado, ¿hay un poder cuyo impacto sea tan moderado? Pues ¿sobre qué se ejerce? A lo sumo, y eso ni mecánica ni sistemáticamente, consigue hacer comprar tal marca algo más que tal otra. Coca-Cola algo más que Pepsi, el 205 y no el Supercinco. Es poco. Vital para el crecimiento de las empresas, pero insignificante para las vidas y las opciones profundas de los individuos. Esa es la paradoja del poder publicitario: decisivo para las firmas, no tiene mayores consecuencias para los particulares; su acción sólo es eficaz sobre lo accesorio y lo indiferente. Como corresponde a la superficialidad de sus mensajes, la publicidad es sólo un poder de superficie, una especie de grado cero del poder en cuanto se la mide con el rasero de las existencias individuales. Sin duda, pesa en las decisiones de los particulares, pero en el orden de las cosas equivalentes, en ese estado de relativa indiferencia generado intencionadamente por el desarrollo del universo de la hiperdiversificación industrial. Hay que poner las cosas en su sitio: la influencia publicitaria no es tanto abolición del reino de la libertad humana como acción ejercida en los límites de su «grado más bajo», ahí donde reina la indiferencia y la confusión de tener que elegir entre dos opciones poco diferenciadas. El fenómeno es similar en la esfera de la cultura. Es cierto que la difusión en altas dosis de los superventas por las emisoras de radio hace vender discos. Es cierto que los anuncios y la cartelera atraen al público en masa hacia las salas de cine. Pero siempre con un alto coeficiente de imprevisibilidad y, en todo caso, con un éxito muy desigual. Es cierto que los media y las técnicas de promoción consiguen hacer aumentar las ventas de libros y orientar parcialmente las elecciones del público. Pero ¿hay que sacar por ello las cosas de quicio? ¿Poder de qué? ¿De hacer leer tal biografía chapucera en vez de tal novela pieza de orfebrería? ¿Dónde reside el escándalo democrático? ¿Dar autoridad mediática a tal ensayo trivial o tal autor telegénico más que a una obra mayor? No debemos engañarnos, el poder publicitario, directo o indirecto como en este caso, no es más que un poder momentáneo; su eco es básicamente superficial. El gran público absorbe el último éxito como si tal cosa, por curiosidad, para estar al corriente, para ver. Nada más. Lectura vacía, sin efecto, a buen seguro sin prolongación intelectual duradera e importante por cuanto la obra no es sino falsa apariencia. La publicidad es un poder sin consecuencia, todo menos un poder de dirección y de formación totalitaria de las conciencias. Gran venta, nula repercusión intelectual; cobertura mediática en estéreo para un efecto inaudible, de inmediato sofocado por los altavoces del último best-seller. El fenómeno no justifica en absoluto la acusación de vicio totalitario. Si el público no especializado es vulnerable a las estridencias publicitarias, ello no impide en absoluto que exista un espacio público de pensamiento o que las nuevas ideas se propaguen y discutan en la colectividad. Más o menos rápida, más o menos indirectamente, se iluminan los contrafuegos y aparecen nuevos títulos y elogios, que sembrarán la duda en los espíritus o llevarán más allá su curiosidad. Nada es redhibitorio; las verdaderas cuestiones, las grandes obras, repercuten inevitablemente en la escena mediática; en ningún caso pueden quedar en la sombra a causa de la misma bulimia de la publicidad y del espíritu de moda. Podemos deplorar el hecho de que nuestra época eleva a la cumbre obras de quincallería, pero no clamemos por la destrucción del espacio público democrático en el que no hay sino complejidad y fluctuación de las referencias intelectuales. Los efectos mediáticos son epidérmicos; la publicidad no tiene la fuerza que le otorgamos, la fuerza de aniquilar la reflexión, la búsqueda de la verdad, la comparación y la interrogación personal; sólo tiene poder en el tiempo efímero de la moda. A lo sumo podría amplificar pseudovalores y retrasar algún tiempo el reconocimiento público del verdadero trabajo intelectual en marcha. Las técnicas promocionales no destruyen el espacio de la discusión y la crítica, ponen en circulación a las autoridades intelectuales, hacen proliferar las referencias, los nombres y celebridades e, igualando lo superficial a lo serio, mezclan los límites hasta hacer equivalentes la bisutería y la obra maestra. Al mismo tiempo que ponen por las nubes obras de segunda fila, minan la antigua jerarquía aristocrática de las obras intelectuales y ponen en un mismo plano los valores universitarios y los valores mediáticos. Mil pensadores, diez mil obras contemporáneas inabarcables: ciertamente podemos sonreír; por lo demás, se ha desencadenado un proceso sistemático de desacralización y rotación acelerada de obras y autores. No es cierto que los grandes nombres queden ocultos por la impostura cultural, sencillamente pierden, a causa del hostigamiento y la inflación mediática, su aura, su autoridad incontestada y su posición soberana e inaccesible. En este sentido, el marketing del «pensamiento» realiza un trabajo democrático; consagra regularmente starlettes de tómbola y al mismo tiempo diluye las figuras absolutas del saber y las actitudes de reverencia inamovible en beneficio de un espacio de interrogación a buen seguro más confuso, pero más amplio, más móvil y menos ortodoxo. Ninguna idea más comúnmente admitida que ésta: la publicidad uniformiza los deseos y los gustos, aplana las personalidades individuales; a ejemplo de la propaganda totalitaria, es lavado de cerebro, violación de muchedumbres, atrofia las facultades de juzgar y decidir personalmente. Realmente es difícil cuestionar que la publicidad consigue hacer aumentar el volumen de ventas y orientar masivamente el gusto por unos mismos productos. Pero atenerse a este proceso de estandarización oculta la otra vertiente de su acción, mucho menos aparente pero sin ninguna duda mucho más decisiva en cuanto al destino de las democracias. Vector estratégico de la redefinición del modo de vida centrado en el consumo y las diversiones, la publicidad ha contribuido a descalificar la ética del ahorro en provecho de la del gasto y el placer inmediatos. Por consiguiente, hay que devolverle lo que se le debe: paradójicamente, gracias a la cultura hedonista que engendra, la publicidad debe ser vista como un agente que activa la búsqueda de personalidad y autonomía de los particulares. Más allá de las manifestaciones reales de homogeneización social y paralelamente a la promoción de los objetos y de la información, la publicidad se esfuerza por acentuar el principio de individualidad. Provoca masificación en lo inmediato y en lo visible, pero a largo plazo y de manera invisible, desestandarización y autonomía subjetiva. Es una pieza clave en el avance social democrático. ¿Qué ganamos al aprehender el efecto de la publicidad a través de la trama psicoanalítica? ¿En qué sentido, por ejemplo, lograremos esclarecer su originalidad reconociendo en ella una lógica perversa? Ciertamente siempre podremos decir que se dirige al deseo para ocultar su vacuidad constitutiva, y que permite disimular la ausencia de deseo proponiendo una escalada de los objetos fetiche.137 Pero a la vez perdemos de vista su eficacia más significativa, que consiste en desestabilizar-dinamizar sistemáticamente los movimientos de deseo incluso en la esfera de las necesidades cotidianas. La publicidad contribuye a agitar el deseo en todos sus estados, a instalarlo sobre una base hipermóvil; se desvincula de los circuitos cerrados y repetitivos inherentes a los sistemas sociales tradicionales. Paralelamente a la producción de masas, la publicidad es una tecnología de desprendimiento y aceleración de los desplazamientos del deseo. De un orden en que toda una franja de deseos permanecía estacionaria, hemos pasado a un registro abierto, móvil, efímero. La publicidad engendra a gran escala el deseo moda, el deseo estructurado al igual que la moda. Y de paso, la significación social del consumo se ha transformado para la mayoría: al glorificar las novedades y desculpabilizar el acto de comprar, la publicidad ha restado crispación al fenómeno del consumo, lo ha liberado de una cierta gravedad, contemporánea de la ética del ahorro. En el presente, todo el consumo se despliega bajo el signo de la moda; ésta se ha convertido en una práctica ligera que ha asimilado la legitimidad de lo efímero y la renovación permanente. LA POLÍTICA ABANDONA LAS ALTURAS La esfera de lo político ha tomado el tren en marcha: en cualquier caso, ha entrado en seguida en la tónica de la publicidad y el look. Desde los años cincuenta, se desarrolló en EE.UU. una comunicación política cercana a la publicidad moderna, que utilizaba los principios, las técnicas y los especialistas de la publicidad: orquestación de campañas electorales por agentes de publicidad y expertos en media, realización de spots de un minuto a partir del modelo publicitario y aplicación de los métodos de la investigación motivacional en la elaboración de los discursos, las actitudes y la imagen de los líderes. Después del marketing comercial, el marketing político; no se trata ya de convertir ideológicamente a los ciudadanos, se trata de vender un «producto» con la mejor envoltura posible. Ya no austero machaconeo de la propaganda, sino seducción del contacto, de la simplicidad y la sinceridad; ya no encantamiento profètico, sin» el embaucamiento de los shows personalizados y la vedetización de los líderes. La política ha cambiado de registro, la seducción se la ha anexionado en gran parte: todo se dirige a dar de nuestros dirigentes una imagen de carácter simpático, caluroso y competente. Exhibición de la vida privada, pequeñas entrevistas aterciopeladas o catch a dos, todo ello se pone en práctica a fin de reforzar o corregir una imagen y para suscitar, más allá de los móviles racionales, un fenómeno de atracción emocional. Intimismo y proximidad; el hombre político interviene en las emisiones de variedades, aparece en atuendo deportivo, no duda en salir a las tablas: antaño V. Giscard d’Estaing tocaba el acordeón, ahora François Léotard entona L’Ajacienne. Lionel Jospin interpreta Les Feuilles mortes y Mitterrand trata de estar en la «onda». La escena política se desvincula de las formas enfáticas y distantes en beneficio del oropel y de las variedades: en las campañas electorales se recurre a famosos de la pantalla y del show-biz, y se lanzan divertidas camisetas, pegatinas y diversos artilugios de apoyo. Euforia y confetti; los mítines políticos son una fiesta, se pasan vídeo-clips, se baila el rock y cheek to cheek. Los anuncios también han sido metamorfoseados por el appeal publicitario. Los anuncios agresivos, solemnes o pesadamente simbólicos han cedido su lugar a la sonrisa de los políticos corbata al viento y a la inocencia de los niños. Los publicistas han ganado la partida; la expresión política debe estar «conectada», hacen falta diversión y comunicación creativa; vemos ya cómo se multiplican los anuncios y eslóganes de tonalidad afectiva, emocional y psicológica («La fuerza tranquila», «Vivamente mañana», «No tengamos miedo a la libertad»). No es suficiente decir la verdad, hay que decirla sin aburrir, con imaginación, elegancia y humor. Los guiños graciosos y los remedos están en primer plano: el presidente Cárter ya había contratado un gagman para hacer más atractivos sus discursos, ahora, el espíritu fun impregna las campañas humorísticas de los partidos que, en la prensa, se publican en forma de tira cómica o de anuncios («¡Socorro, vuelve la derecha!», «Dime, derecha bonita, ¿por qué tienes los dientes tan largos?», «La gran desilusión: 12 meses en exclusiva»). El proceso de la moda ha reestructurado la comunicación política: aquí no entra nadie si no es seductor y distendido; la competencia democrática pasa por los juegos de coqueteo, por los paraísos artificiales del entertainment, de la apariencia, de la personalidad mediática. La política seducción ha desencadenado un fuego cruzado de reproches más o menos indignados. Nos conocemos el cuento: hipnotizado por los líderes-estrellas, engañado por los juegos de imágenes personalizadas, por artificios y falsas semejanzas, el pueblo ciudadano se ha transformado en pueblo de espectadores pasivos e irresponsables. La política espectáculo enmascara los problemas de fondo, sustituye los programas por el encanto de la personalidad y entorpece la capacidad de razonamiento y juicio en provecho de las reacciones emocionales y de los sentimientos irracionales de atracción o antipatía. Con la media-política, los ciudadanos se han infantilizado, ya no se comprometen en la vida pública y son alienados y manipulados a través de artilugios e imágenes; la democracia se ha «desnaturalizado» y «pervertido».138 La política show no se contenta con anestesiar al ciudadano mediante la diversión, transforma incluso los mismos contenidos de la vida política: dado que es preciso dirigirse a un electorado más amplio, los discursos tienden a soslayar los aspectos más controvertidos de sus programas y a buscar una plataforma indolora y satisfactoria para casi todos. Así, tanto el discurso de izquierdas como el de derechas se vuelven cada vez más homogéneos; asistimos a un proceso de uniformización y de neutralización del discurso político que está «acaso en vías de desvitalizar y, quién sabe si de matar, la política».139 La comunicación encandiladora anemiza el debate colectivo y sus consecuencias son graves para la vida democrática. No todas estas críticas carecen de fundamento cuando se miden los efectos de la política-espectáculo en las elecciones democráticas. No se puede seguir sosteniendo como tal la célebre tesis del two step flow of communication, el doble nivel de la comunicación, afirmando que la influencia de los media es débil, que es menos importante que la comunicación interpersonal y que sólo los líderes de opinión están realmente expuestos a la acción de los media. Tras la formulación de esta teoría que data de los años cuarenta, se ha desgastado de forma importante la significación de los líderes, de la familia y de las ideologías; en todos los Estados democráticos asistimos a una inestabilización del comportamiento de los electores; los ciudadanos se identifican cada vez menos de manera fiel con un partido, y los comportamientos del elector y del consumidor pragmático e indeciso tienden a acercarse. Si desde hace tiempo sabemos que a los media les cuesta mucho hacer cambiar a los ciudadanos convencidos y que refuerzan más que confunden las opiniones, también sabemos que tienen una influencia no despreciable sobre esa categoría de electores que son los vacilantes, los individuos poco motivados por la vida política. El proceso de seducción incide de lleno en esta parcela. Determinado número de encuestas ha revelado que en el curso de una campaña electoral se operaban notables modificaciones en la intención de voto por parte de los indecisos, y que existe una oscilación de los electores vacilantes, los mismos que determinan el resultado final de un escrutinio, la victoria o la derrota en unas elecciones.140 En una sociedad en que tiende a aumentar el electorado móvil, el papel del marketing político está destinado a adquirir importancia. Lejos de ser una manifestación periférica, la seducción política comienza a pesar desde ahora mismo significativa y problemáticamente en las orientaciones de la vida política. ¿Qué es lo que induce a tantos análisis a ver solamente una de las caras de los fenómenos? Paradójicamente, la denuncia de la forma moda en la arena política se atiene a lo más inmediato y superficial, y no se percata de que la seducción contribuye también a mantener y hacer arraigar de manera duradera las instituciones democráticas. Al adoptar una forma espectacular, el discurso político se hace menos aburrido, menos «extraño», y aquellos para los que no tiene mayor interés pueden hallar cierto aliciente, sea o no político, alimentado por la rivalidad de tenores o el show del «hombre en la arena». Los grandes duelos electorales y las intervenciones de los líderes en los diferentes tipos de emisiones televisadas en directo, son ampliamente seguidos por la audiencia; aun enmarcados en el orden del juego y de la distracción, no cabe duda de que el público, en esas ocasiones, está en una disposición receptiva y de adquisición de información; su nivel de conocimiento de las diversas posiciones políticas se incrementa, aunque sea de modo desigual. Contrariamente a las tesis de los denostadores del Estado-espectáculo, no hay por qué trazar una línea de demarcación rígida entre información y diversión, pues la forma moda, lejos de ser antinómica con la abertura a lo político, la hace posible para una parte creciente de la población. La seducción hace menos áspero el debate acerca del todo colectivo y, por lo menos, permite a los ciudadanos escuchar y estar más informados sobre los diferentes programas y críticas de los partidos. Es más el instrumento de una vida política democrática de masas que un nuevo opio del pueblo. Por otra parte, no es cierto que el proceso de seducción tienda a neutralizar los contenidos y homogeneizar los discursos políticos. ¿El programa de la izquierda se parecía en 1981 al de sus adversarios? Ahora, ni siquiera la política espectáculo ha impedido que las tesis del Frente Nacional fueran defendidas en la escena pública. Ha sido en EE.UU., el país en que el star-system en política se ha desarrollado más, donde ha prosperado el programa neoliberal duro que conocemos: el talento de Reagan como «gran comunicador» no le ha impedido ser el símbolo de otra política. Si la seducción unifica tendencialmente la comunicación política con miras a una mayor cordialidad, simplicidad y personalización, permite también que subsistan las discrepancias en los problemas de fondo y amplias posibilidades de variaciones referenciales. ¿Perversión de la democracia o bien actualización histórica de una de sus vías inscritas en su dinámica profunda? Al reconocer la voluntad colectiva como la fuente de soberanía política, las democracias traen consigo la secularización del poder, y hacen de la instancia política una pura institución humana despojada de toda trascendencia divina y de todo carácter sagrado. Correlativamente, el Estado abandona los símbolos de la excesiva superioridad que nunca ha dejado de ostentar sobre la sociedad. El Estado, convertido en expresión de la sociedad, debe cada vez más parecerse a ésta y renunciar a los signos, rituales y aparato de su «arcaica» diferencia. En este sentido, la política espectáculo no hace sino prolongar el proceso de desacralización político emprendido a finales del siglo XVIII. Manifestando sus hobbies, apareciendo con ropa deportiva o en las emisiones de variedades, los representantes del poder dan un paso suplementario en la vía secular de reabsorción de la alteridad del Estado. El poder ya no tiene altura, está hecho de la misma carne que los hombres, próximo a sus gustos e intereses cotidianos: no «desecularización cultural» que prorrogue las componentes irracionales y afectivas subyacentes en el poder tradicional,141 sino, por el contrario, paroxismo del proceso democrático de la secularización política. Estado-espectáculo, de acuerdo. Por lo demás, la analogía entre la escena política contemporánea y el star-system tiene sus límites. Mientras que este último crea «monstruos sagrados», el espectáculo político hace caer a las instancias dirigentes de su pedestal y acerca el poder a los hombres. El star-system produce sueños, el marketing político no cesa de banalizar la escena del poder y privarla de su aura. El primero provoca encandilamiento, el segundo, desencanto. Según aumenta la media-política, la política oscila más entre la órbita del consumo, la indiferencia de las masas y la movilidad fluctuante de las opiniones. Cuanta más seducción, menos maniqueísmo y grandes pasiones políticas: se escuchan con interés o distracción las emisiones políticas, pero eso no arrastra a las masas, antes bien desalienta el militantismo ferviente, y los ciudadanos se inclinan cada vez menos a comprometerse emocionalmente en causas políticas, privadas a sus ojos de grandeza. Aquí reside la gran eficacia democrática del nuevo registro comunicacional: es incompatible con la histeria agresiva, con el reclamo a la violencia y el odio; la política «ligera» favorece la autodisciplina de los discursos, la pacificación del discurso político —y ello al margen de la ferocidad de algunos negative spots—, el respeto por las instituciones democráticas. El humor, las «variedades» y el juego publicitario minan el espíritu de cruzada y la ortodoxia, y descalifican el autoritarismo, las excomuniones y la exaltación de los valores bélicos y revolucionarios. En la lucha política, los carteles deben adoptar un tono moderado, y, en la televisión, los adversarios están obligados a mostrarse distendidos y sonrientes, a discutir y a reconocerse mutuamente. La seducción es un instrumento de paz civil y reforzamiento del orden democrático; el espectáculo sólo aparentemente produce el predominio de lo pasional y de lo emocional, en realidad su tarea es desapasionar y desidealizar el espacio político y expurgarlo de toda tendencia a las guerras santas. Así pues, ¿es tan patético que la propaganda dura haya sido relegada por el one man show y la creatividad publicitaria? ¿Hay que desesperarse porque la política ya no invite a la movilización militante y no suscite reacciones de masa? ¿No es, por el contrario, una condición sin igual para la estabilidad de las instituciones democráticas y la alternancia legal del poder? Al sustituir el discurso de guerra por la seducción, la nueva comunicación no hace sino reforzar la hostilidad de las masas contra la violencia y facilita la fuerte tendencia al fair play, a la calma y a la tolerancia de las sociedades contemporáneas. A buen seguro, algunas manifestaciones pueden ser inquietantes: así, los clips políticos degradan a veces en exceso el sentido del debate político y ponen en peligro la igualdad de oportunidades de las formaciones en la competición democrática por culpa de su elevado coste: una reglamentación de la materia en este sentido sería muy deseable. Por lo demás, tomado en su globalidad, el proceso frívolo no amenaza el orden democrático, lo asienta sobre bases más serenas, más abiertas y más amplias, aunque más planas. La explicación a la evolución de la política seducción sólo es sencilla en apariencia. La reflexión se queda corta en tanto no perciba más que las consecuencias del boom de la televisión, de los sondeos y de la publicidad: es como si el decorado de la escena actual pudiera deducirse directamente de las nuevas tecnologías mediáticas. Pero si, obviamente, el desarrollo de la televisión ha desempeñado un papel determinante, no todo se debe a él. Para convencerse basta considerar la naturaleza de la comunicación política en los Estados totalitarios. De hecho, el marketing político corresponde a la entrada de las sociedades democráticas en la era del consumo moda: son los valores implícitos en su orden, el hedonismo, el ocio, el juego, la personalidad, el psicologismo, la cordialidad, la simplicidad, el humor, los que han impulsado la reestructuración de la acción política. La política-publicidad no es un efecto estrictamente mediático; se ha afirmado simultáneamente en los nuevos códigos de la sociabilidad democrático-individualista. Menos distancia, más cordialidad y relajación manifiesta, ¿cómo ignorar que estas transformaciones son indisociables de los referentes culturales que conlleva la época frívola? La clase política y los media no han hecho más que adaptarse a las nuevas aspiraciones de masas. La moda plena ha flexibilizado las formas de la relación humana y ha impulsado el gusto por lo directo, lo natural y lo divertido. El intimismo que pone de relieve la irrupción de los valores psicológicos en las relaciones debe vincularse asimismo a la culminación histórica de la moda, en tanto que ésta ha profundizado la atomización social, ha desarrollado las aspiraciones subjetivas y el gusto por el conocimiento de uno mismo y el contacto. Los sunlights de la democracia espectáculo han podido iluminarse sobre la base de esta conmoción cultural. III. LA CULTURA EN LA MODA MEDIA SUPERVENTAS EN STOCK LA cultura de masas es aún más representativa del proceso de la moda que la misma fashion. Toda la cultura mass-mediática se ha convertido en una formidable maquinaria regida por la ley de la renovación acelerada, del éxito efímero, de la seducción y de las diferencias marginales. A una industria cultural que se organiza según el principio soberano de la novedad, corresponde un consumo especialmente inestable, y en ella más que en ninguna otra parte han de reinar la inconstancia y la imprevisibilidad de los gustos: en los años cincuenta, el tiempo medio de explotación de un largometraje era de unos cinco años aproximadamente, ahora es de un año; el ciclo de vida medio de un «superventas» musical oscila hoy entre los tres y los seis meses; raros son los best-sellers cuya duración sobrepase el año, y muchos libreros ni siquiera reponen las obras cuya fecha de aparición excede los seis meses. Cierto que algunas series y folletines televisivos tienen una considerable longevidad — Gun Smoke ha durado veinte años y Dallas se emite desde 1978—, pero el fenómeno es excepcional comparado con la cantidad de series televisivas que cada año se lanzan en EE.UU. y de las que muy pocas consiguen superar el límite de los trece primeros episodios. Es cierto que, por mediación de algunos medios nuevos de comunicación audiovisual, asistimos al aumento del término de vida de los productos culturales y en particular de las películas, que pueden verse a elección, independientemente de los estrenos y la programación de las salas. Pero lo que es válido para el cine no lo es para la música y los libros; cada mes un disco empuja a otro, y un libro al siguiente, y la obsolescencia reina en este proceso como en ningún otro. En el meollo del consumo cultural: el entusiasmo de masas. En pocos meses, la venta de un «superventas» puede alcanzar centenares de miles de ejemplares y sobrepasar el millón; decenas de discos de platino (un millón de ejemplares) se añaden a los discos de oro (500.000 ejemplares). En 1984 se vendieron en el mundo veinte millones de álbumes de Michael Jackson y diez millones de álbumes de Prince. Durante algunas semanas todo el mundo está loco por el mismo disco, y las emisoras de FM lo difunden diez veces al día. Igual fenómeno se da en el cine, donde un lanzamiento estrepitoso se calcula en millones de entradas: en Japón, E.T. atrajo en menos de diez semanas a diez millones de espectadores y en Buenos Aires uno de cada cuatro espectadores ha ido a ver el film de Spielberg. La moda se manifiesta ejemplarmente por medio del fervor y el éxito de masas visible en los hit-parades, las listas de ventas y los best-sellers. Pasión cultural cuya particularidad es no chocar con nada, no topar con ningún tabú. Se ha querido analizar estos entusiasmos como formas sutiles de la transgresión, como el placer de contravenir de alguna forma las normas y las conveniencias: se dice que no hay calurosa adhesión que no busque infringir una prohibición en los modos o el gusto, y que no se presente como «audaz».142 A este respecto, si bien algunos apasionamientos son indisociables de cierta carga subversiva (minifalda, el rock en sus inicios, modas vanguardistas), es imposible reconocer en ello un rasgo esencial. ¿Dónde está la transgresión en la locura que desata tal disco de M. Jackson o tal otro de Madonna o Sade? La originalidad del superventas reside precisamente en que provoca una locura, la mayoría de las veces, no perturbadora para ninguna institución, ningún valor, ningún estilo. El superventas no expresa el placer de perturbar, pone de manifiesto de una manera pura la pasión tranquila por las pequeñas diferencias sin desorden ni riesgo: el éxtasis del «cambio dentro de la continuidad». Emoción instantánea ligada a la novedad reconocible, no forma de subversión. Las industrias culturales se caracterizan por su carácter altamente aleatorio. A pesar de las técnicas de promoción, nadie está en disposición de prever quién se situará en la cima de los hit-parades. Cada año, en el mundo del disco en Francia tan sólo una veintena de títulos se vende más allá de los 500.000 ejemplares; los hit-parades sólo representan el 7% de las cifras: sobre 24.000 ejemplares registrados en tres años, sólo 320 discos han figurado en los hit-parades.143 Se estima que en EE.UU. son deficitarios el 70% de los títulos musicales producidos cada año, compensándose las pérdidas por los superbeneficios logrados por un reducido número de algunos otros.144 Tampoco el éxito de las películas escapa a lo aleatorio: el número de entradas de un film estrenado en París varía entre menos de diez mil y dos millones. El mismo fenómeno se da en el libro: sean cuales sean las dificultades para verificar los datos, se estima que, sobre cien títulos de novelas publicadas en Francia, la mayoría venden entre 300 y 400 ejemplares. Esa incertidumbre consustancial al mercado cultural tiene como efecto impulsar la renovación permanente: al multiplicar los títulos, se reduce la posibilidad de riesgo y se aumentan las posibilidades de hacer destacar un superventas o best-seller que permita compensar las pérdidas producidas por el resto: así, un editor francés de discos alcanza el 50% de su volumen de negocios con sólo el 3% de sus títulos.145 Y aunque las grandes editoras de discos o de libros no viven únicamente de los «grandes golpes» (existe el fondo de catálogo, los clásicos, etc...), todas persiguen el superventas mediante la multiplicación y renovación de títulos, autores y creadores; todas las industrias culturales se organizan por la lógica de la moda, con miras al éxito inmediato, y por la carrera de las novedades y la diversidad: 9.000 fonogramas por año en 1970, 12.000 en 1989, en Francia. Y mientras la venta de discos descendía, el número total de fonogramas presentados en el depósito legal aumentaba ligeramente aún entre 1978 y 1981. Si bien la producción de películas descendió en EE.UU., entre 1950 y 1976, de 500 a 138 largometrajes por año, ésta se halla de nuevo en aumento: el número total de películas producidas ha pasado de 175 en 1982 a 318 en 1984 y a 515 en 1986. A los que cabe añadir la enorme cantidad de folletines, series y telefilmes que se cuentan por millares de horas de programación. Siempre lo nuevo: para limitar los riesgos de lanzamiento, se multiplican las pruebas y se produce un gran número de «pilotos», episodios-test que se difunden «experimentalmente» en las pantallas de EE.UU. antes de que se tome la decisión de producir una serie completa; en 1981, 23 programas terminados fueron precedidos por 85 pilotos; 31 pilotos fueron lanzados por la N.B.C. en el período televisivo 1983-1984.146 Las industrias culturales son por completo industrias de moda, y sus vectores estratégicos son la renovación acelerada y la diversificación. Para asegurarse contra los antojos propios de la demanda, las industrias culturales pujan al alza sus presupuestos de promoción y publicidad. En el campo de la edición del libro, al menos en Francia, existe aún cierto retraso; sin embargo, en EE.UU. los gastos de promoción de un libro como Princesse Daisy de Judith Krantz, del que se han vendido seis millones de ejemplares, han sido evaluados en más de 200.000 dólares. De otro lado, los gastos publicitarios están en aumento en todas partes. El lanzamiento de un disco «mix» suele costar lo mismo, y a veces más, que su producción, y la tendencia no hará sino acentuarse con el desarrollo de los videoclips. Hoy día, un álbum en Francia cuesta entre 250 y 450.000 francos sólo en cuanto a su grabación; además, el clip que asegura su promoción puede variar entre 100.000 y 400.000 francos; el coste de Thriller se elevó a 500.000 dólares.147 Si el presupuesto medio de un largometraje americano se estima ahora en 10 millones de dólares (antes de la posproducción), los gastos publicitarios por sí solos se elevan a 6 millones. Star Treck costó 45 millones de dólares más un presupuesto de lanzamiento de 9 millones de dólares. Midnight express costó 3,2 millones de dólares y sus gastos de publicidad se elevaron a 8,4 millones de dólares. Por otra parte, podemos considerar que en los gastos de producción de hecho ya entran sumas inherentes a la promoción, dado que los cachets de las estrellas están incluidos. La inflación de los presupuestos de marketing corre paralela a la espiral de los cachets de las estrellas. Paradoja: justo cuando las grandes stars se eclipsan, los cachets que perciben alcanzan sus mayores cotas: Sean Connery, que había alcanzado 17.000 dólares en 1962 por James Bond contra el doctor No, recibió 2 millones de dólares por Cuba; Marlon Brando cobró 3,5 millones de dólares por diez días de rodaje en Superman; Steve McQueen exigía, a finales de los años setenta, 5 millones de dólares por película. Más que cualquier otra, las industrias culturales son tributarias de la forma moda, de la publicidad y de los distintos vectores de seducción y de promoción. La misma inflación de los presupuestos tiene un efecto de seducción: el hecho de que un film o un clip sea el más caro se convierte en argumento publicitario, alta definición del producto y factor de venta y de éxito. Las nuevas estrategias llamadas «multi-media» permiten no sólo repartir entre distintas filiales los muy elevados riesgos inherentes al mercado cultural, sino también promover productos con vocación multi-media. Así, los conglomerados multi-media se organizan de tal suerte que el auge de una actividad beneficia a las otras: una película de éxito conduce a un programa televisivo, de un libro se extrae un film o una serie, y los cómics dan lugar a películas: «Los personajes de las historietas de Warner se vuelven a encontrar en numerosas películas, comenzando por las tres películas de Superman, que, a su vez, han engendrado nuevos productos Superman, como un juego Atari, muñecas fabricadas por Knickebocker Toys y los derechos del logotipo “Superman” por Warner’s Licensing Corporation of America.»148 Vemos cómo se multiplican las operaciones de lanzamiento multi-media: se trata de promocionar simultáneamente una película, un disco, un libro y un juguete de la misma familia, cada uno de ellos en beneficio de los otros. El libro que salió en EE.UU. después de Holocausto, vendió más de millón y medio de ejemplares, y el disco extraído del film Fiebre del sábado noche vendió 30 millones de copias.149 Los productos amplifican el fenómeno de notoriedad, relanzando cada uno de ellos a los otros y haciendo rebotar el entusiasmo del momento. Ya no hay que esperar a que un personaje se haga famoso (Mickey por ejemplo) para extraer de él productos derivados, y a menudo se acompaña de inmediato el estreno del film o de unos dibujos animados, con juguetes y ropas producidas bajo la misma licencia: los dibujos animados D’Slump han originado en seis meses 8.000 productos derivados distintos; los juegos, muñecas y publicaciones extraídos de la serie Marco Polo han reportado a la R.A.I. cerca de 1,4 millones de liras150 y en Francia los juguetes producidos bajo licencia representaban ya el 11% del volumen de negocios de todo el sector en 1985. Con las operaciones multi-media se ha puesto en práctica una cierta «racionalización» de la moda: no porque las modas hayan de ser desde ahora dirigidas y controladas exhaustivamente —lo que no tiene ningún sentido—, sino porque cada producción funciona como publicidad respecto a la otra, todo se «recupera» de manera sinèrgica a fin de extender e incrementar el fenómeno del éxito. CULTURA CLIP La exigencia de renovación característica de las industrias culturales no tiene nada que ver con la «tradición de lo nuevo», característica del arte moderno. A diferencia de la radicalidad vanguardista, el producto cultural se conforma según fórmulas ya comprobadas y es inseparable de la repetición de contenidos, estructuras y estilos ya existentes. La cultura industrial, decía Edgar Morin, lleva a cabo la síntesis de lo original y lo estándar, de lo individual y del estereotipo,151 conforme, en el fondo, al sistema de la moda en cuanto que es aventura sin riesgo, variación sobre el estilo de una época y lógica de pequeñas diferencias. El producto presenta siempre una individualidad, aunque se encaja en los esquemas típicos. En lugar de la subversión vanguardista, la novedad dentro del cliché, una mixtura de forma canónica y lo inédito. A buen seguro, ciertas obras consiguen salirse de los caminos trillados e innovar, pero la regla general es la variación mínima dentro de un orden conocido: cientos de westerns desarrollan la misma trama del fuera de la ley y el justiciero, cientos de «policíacas» ponen en escena los mismos enfrentamientos en la ciudad, en cada ocasión con mínimas diferencias que determinan el éxito o el fracaso del producto. Dinastía retoma de otra forma Dallas, y cada episodio de una serie policíaca o de saga familiar explota un estilo reconocible, invariable y repetitivo que define la imagen de marca de la serie. Como el vestido o la publicidad, la novedad es la ley, a condición de que no choque de frente con el público, no perturbe los hábitos o las expectativas y sea de inmediato inteligible y comprensible para la mayoría. Hay que evitar lo complejo, presentar historias y personajes en seguida identificables, ofrecer productos que requieran una interpretación mínima. Hoy día, las series televisivas llegan muy lejos a fin de obtener una comprensión máxima sin esfuerzo: los diálogos son elementales, los sentimientos son expresados-subrayados con el apoyo de la mímica de los rostros y la música de acompañamiento. La cultura de masas es una cultura de consumo, fabricada enteramente para el placer inmediato y el recreo del espíritu; su seducción se debe en parte a la simplicidad de que hace gala. Esforzándose en reducir la polisemia, orientándose al gran público, lanzando al mercado productos fast food, las industrias culturales instituyen en la esfera del espectáculo la primacía del eje temporal propio de la moda: el presente. A imitación de la fashion, la cultura de masas se vuelve de parte a parte hacia el presente, y por partida triple. En principio, porque su finalidad explícita reside ante todo en el ocio inmediato de los particulares; se trata de divertir, no de educar, de elevar el espíritu o inculcar valores superiores. Incluso cuando los contenidos ideológicos, como es obvio, se filtran, siguen siendo secundarios en relación con esa tendencia a la distracción. Seguidamente, porque reconvierte todas las actitudes y todos los discursos conforme al código de la modernidad. Para la cultura industrial, el presente histórico es la medida de todas las cosas, y no se arredrará ante la adaptación libre, el anacronismo, el trasplante del pasado al presente y el reciclaje de lo antiguo en términos modernos. Finalmente, dado que se trata de una cultura sin huellas, sin futuro y sin alcance subjetivo de importancia, está hecha para existir en el presente vivo. Como los sueños o la palabra ingeniosa, la cultura de masas repercute esencialmente en el aquí y ahora; su temporalidad dominante es la misma que rige la moda. Vemos el abismo que nos separa de los tiempos pasados. Durante una buena parte del transcurso de la humanidad, las obras superiores del espíritu se elaboraron bajo la autoridad de los antepasados, y se construían con miras a glorificar el más allá, a los soberanos y los poderosos, orientadas ante todo hacia el pasado y el futuro. Desde el Renacimiento, por lo menos, las obras han suscitado entusiasmos de moda; en las cortes y los salones hicieron furor distintos temas y estilos, y los autores y artistas pudieron gozar de un gran éxito. No por ello las obras eran menos ajenas, dada su orientación temporal, al sistema de la moda y a la inextinguible sed de renovación. El respeto por las reglas del pasado, la exigencia de un sentido profundo, la búsqueda de una belleza sublime y la pretensión de obra maestra impidieron, o limitaron en todo caso, la huida hacia adelante del cambio y su rápida caducidad. Cuando el arte tenía como función alabar lo sagrado y la jerarquía, el eje temporal de las obras era más el porvenir que el presente efímero: había que dar testimonio de la gloria eterna de Dios, de la grandeza de una estirpe o un reino y ofrecer un himno grandioso, una señal inmortal de magnificencia para la posteridad. Fiel a las lecciones del pasado y orientada hacia el porvenir, la cultura escapó estructuralmente a la producción de moda y al culto al presente. El orden subjetivo de las motivaciones obró en el mismo sentido: hasta estos últimos tiempos, escritores y artistas han tendido hacia la eternidad, la inmortalidad y la gloria no efímera. Sea cual fuere el éxito logrado o buscado, los creadores aspiraban a crear obras duraderas más allá de la inestable aprobación de sus contemporáneos. Petrarca sostenía que la gloria no comenzaba realmente sino tras la muerte; y mucho más próximos a nosotros, Mallarmé, Valéry y Proust despreciaban la actualidad y consideraban natural seguir siendo desconocidos hasta una edad avanzada. La moda es pues algo exterior a la realización de las obras; puede acompañarla, pero no constituye su principio motor. Por el contrario, la cultura industrial se planta de lleno en lo perecedero; se agota en su frenética búsqueda del éxito inmediato, al ser su criterio último la curva de ventas y el índice de audiencia. Ello no impide la realización de obras «inmortales»; aunque la tendencia global es otra, encaminada a la obsolescencia integral y al vértigo del presente sin visión alguna de futuro. Esta hegemonía del presente aparece ya incluso en la estructura rítmica de los productos culturales, dominados cada vez más por el éxtasis de la celeridad y la inmediatez. En todas partes se desboca el precipitado ritmo publicitario, y la producción televisiva, la americana en particular, se realiza mediante el código soberano de la rapidez. Ante todo, nada de lentitud ni tiempo muerto; en la pantalla electrónica siempre debe estar ocurriendo algo, efectos visuales al máximo, hostigamiento de la vista y el oído, multitud de sucesos y escasa interioridad. A una cultura del relato se superpone en cierto modo una cultura del movimiento, a una cultura lírica o melódica se superpone una cultura cinética basada en el impacto y el diluvio de imágenes, a la búsqueda de la sensación inmediata y la emoción de la cadencia sincopada. Cultura rock y publicidad: a partir de los años cincuenta, el rock desbancó el acaramelamiento de los vocalistas, ahora las series y folletines televisivos rechazan sin piedad la lentitud:152 en las historias policíacas (Starsky y Hutcb, Corrupción en Miami), en los dramas intimistas y profesionales de las sagas familiares, todo se acelera y ocurre como si el tiempo mediático no fuera más que una sucesión de instantes en competencia los unos con los otros. El videoclip musical no hace sino encarnar el punto extremo de esa cultura express. No se trata de evocar un universo irreal o de ilustrar un texto musical, se trata de sobreexcitar el desfile de imágenes y cambiar por cambiar, cada vez más rápido y cada vez con más imprevisibilidad y combinaciones arbitrarias y extravagantes: nos hallamos ante los índices de I.P.M.. (ideas por minuto) y ante la seducción-segundo. En el clip las imágenes sólo son válidas en el momento; sólo cuentan el estímulo y la sorpresa que provocan, no hay más que una acumulación disparatada y precipitada de impactos sensoriales que dan lugar a un surrealismo in en tecnicolor. El clip representa la expresión última de la creación publicitaria y de su culto a lo superficial: la forma moda ha conquistado la imagen y el tiempo mediático; la fuerza de la percusión rítmica pone fin al universo de la profundidad y de la ensoñación diurna; no nos queda más que una estimulación pura, sin memoria, una recepción moda. En lo tocante a los programas de masas, no hay motivo entonces para seguir anteponiendo función ideológica de «consensus nacional y mundial»,153 ya que éstos sólo se ponen temporalmente en circulación y no conducen a ninguna parte: tras la época de la adoración contemplativa, la del arrollamiento del vídeo; ya no se absorben contenidos, nos vacían los suyos, se estalla en el exceso de imágenes, en la ebriedad de la cámara rápida, y ello para nada, por el solo placer del cambio in situ, como en un tiovivo mental. Nadie cree siquiera en las soaps operas, basadas en una continuidad psicológica y en una clara identificación de los personajes; no queda nada, todo se agita en perpetuas combinaciones y recombinaciones. La verosimilitud no es ya una preocupación dominante, los personajes pueden cambiar de rostro (como en Dallas o Dinastía), el drama sigue su trayectoria. El tempo del relato es muy vivo, las más contrastadas secuencias y situaciones se suceden sin transición.154 No fatigarse, rápido a otra cosa: la identificación con los personajes no funciona y la inculcación ideológica ha sido neutralizada, pulverizada por la propia velocidad del avance de la cinta de vídeo; el ritmo moda de los productos televisivos ha provocado un cortocircuito en la alienación espectadora en provecho de una desimplicación y una distancia divertida. En todas partes reina la fiebre del rush: desde la soap opera al porno. Este se deshace asimismo de la lentitud en beneficio del «directo» libidinal; sólo cuentan los juegos puntuales de combinaciones, las imbricaciones aceleradas del sexo. Se ha subrayado que el porno eliminaba cualquier ritual, cualquier profundidad, cualquier sentido; hay que añadir que es indisociable de una temporalidad específica: fast sex, sexo al minuto. A diferencia del strip-tease, el cine porno o el peep show tienen pocos intermedios, funcionan con el «todo y enseguida»; la sobreexposición de órganos viene acompañada de una precipitación sostenida, una especie de rallye de bólidos. La excitación del zoom y la del cronómetro corren parejas: el porno es una erótica de la inmediatez, de la acción operativa y de la renovación repetitiva; siempre las mismas posiciones y nuevos partenaires con vistas a una mecánica desatada de órganos y placeres. En este sentido, el porno es un clip del sexo, como el clip es un porno vídeo-musical. Cada instante debe ser llenado por una nueva imagen, spot libidinal, spot espectacular. La forma moda y su temporalidad discontinua se han adueñado incluso del sexo mediático. ÍDOLOS Y STARS La cultura de masas se ha sumergido en la moda en tanto en cuanto ésta gravita alrededor de figuras de un encanto y un éxito prodigioso, que provocan adoración y entusiasmos extremos: ídolos y stars. Desde los años 1910-1920, el cinc no dejado de fabricar stars; son las que se exhiben en los carteles publicitarios, las que atraen al público a las salas oscuras, las que permitieron relanzar la desfalleciente industria del cine en los años cincuenta. Con las stars, la forma moda brilla en todo su esplendor y la seducción alcanza el cénit de su magia. A menudo se ha descrito el lujo y la vida frívola de las stars: villas suntuosas, galas, recepciones mundanas, amores efímeros, vida de placer, vestuarios excéntricos. Se ha subrayado asimismo su papel en los fenómenos de moda: lograron destronar muy pronto la hegemonía de las mujeres de clase alta en materia de apariencia e imponerse como líderes de la moda. Garbo popularizó el corte de pelo semilargo, el uso de boina y el tweed; la fiebre del «rubio platino» proviene de Jean Harlow; Joan Crawford sedujo al público con sus labios alargados, Marlene Dietrich hizo furor con sus cejas depiladas y Clark Gable consiguió hacer pasar de moda el uso de camiseta masculina a raíz de Sucedió una noche. Las stars han suscitado comportamientos miméticos en masa; se ha imitado ampliamente su maquillaje de ojos y labios, sus gestos y posturas, y en los años treinta hubo incluso concursos de dobles de M. Dietrich y de Garbo. Más tarde, los peinados «cola de caballo» o el «moño» de B. Bardot, o los modales relajados de James Dean o Marión Brando, fueron los modelos más en boga. Todavía ahora los jóvenes adolescentes toman como modelo el look de Michael Jackson. Foco de moda, la star es más aún figura de moda en sí misma, en cuanto ser-para-la-seducción y quintaesencia moderna de la seducción. Lo que la caracteriza es la magia irremplazable de su aparición, y el star-system puede ser definido como la fábrica encantada de imágenes de seducción. Producto moda, la star debe agradar; la belleza, aunque no sea ni absolutamente necesaria ni suficiente, es uno de sus atributos principales. Una belleza que exige puesta en escena, artificio y recreación estética: los medios más sofisticados, maquillaje, fotos y ángulos estudiados, trajes, cirugía plástica, masajes, son utilizados para confeccionar la imagen incomparable, la embrujadora seducción de las estrellas. Al igual que la moda, la star es una construcción artificial, y si la moda es estética del vestido, el star-system es estética del actor, de su rostro y de toda su individualidad. Más aún que la belleza, la personalidad es el imperativo supremo de la star. Aquélla irradia y conquista al público, esencialmente por el tipo de hombre o mujer que consigue imponer en la pantalla: Garbo encarnó la mujer inaccesible y altanera; M. Monroe, la mujer inocente, sensual y vulnerable, C. Deneuve, la sensualidad glacial. C. Gable fue el tipo ejemplar de hombre viril, cómplice y descarado; Clint Eastwood se identifica con el hombre cínico, eficaz y duro. «Mostradme una actriz que no sea una personalidad, y os mostraré una actriz que no es una estrella», decía Katharine Hepburn. La star es imagen de personalidad construida a partir de un físico y unos papeles hechos a medida, arquetipo de individualidad estable o poco cambiante que el público reencuentra en todas las películas. El star-system fabrica la superpersonalidad que es el sello o la imagen de marca de las divas de la gran pantalla. Fundada en el principio de una identidad permanente, ¿no se encontrará de pronto la star en las antípodas de la moda y de su desarraigable versatilidad? Ello sería olvidar que la star se basa en los mismos principios que la moda, la sacralización de la individualidad y las apariencias. De igual forma que la moda es personalización aparente de los seres, la star es personalización del actor; así como la moda es una sofisticada puesta en escena del cuerpo, la star es puesta en escena mediática de una personalidad. El «tipo» que personifica la star es su sello, al mismo nivel que el estilo de un modisto; la personalidad cinematográfica procede de un artificialismo de superficie de igual esencia que la moda. En ambos casos, se apunta a un mismo efecto de personalización y de originalidad individual, y los constituye el mismo esfuerzo de espectacular puesta en escena. La star es magia de la personalidad tal como la moda es magia de la apariencia, y ambas sólo existen en virtud de la doble ley de seducción y de personalización de las apariencias. Tal como el modisto crea por completo su modelo, así el star-system redefine, inventa y elabora el perfil y los rasgos de las estrellas. Se pone en funcionamiento el mismo poder demiúrgico-democrático y la misma ambición de remodelarlo todo sin modelo preestablecido, a mayor gloria de la imagen, del artificio de la personalidad radiante. No por ser símbolo mediático de la personalidad, la star es extraña al sistema de pequeñas variantes propio de la moda. El fenómeno se hizo manifiesto en los años cincuenta cuando aparecieron toda una serie de vedettes femeninas que encarnaban las variaciones sobre el tema de la mujer-niña: la inocente Marilyn, el pequeño animal sexual B.B., la muñeca Baker, la traviesa Audrey Hepburn. Y lo mismo sucedió con los stars masculinos en torno al tema del héroe joven, rebelde y atormentado, cuyos prototipos fueron Marión Brando y J. Dean: les siguieron Paul Newman, Anthony Perkins, M. Clift y D. Hoffman. El culto cinematográfico a la personalidad se llevó a cabo según el proceso de la moda y según una lógica paralela a la de la producción combinatoria de las diferencias marginales. Inventadas por el cine, las grandes vedettes invadieron muy rápido el mundo de la canción y del music-hall. Los cantantes con gancho volvieron locas a las multitudes de la misma forma que los grandes nombres del cine, y despertaron los mismos fervores, la misma curiosidad y la misma adoración: Tino Rossi, B. Crosby, F. Sinatra, L. Mariano recibían miles de cartas de sus fans incondicionales. Con la explosión de la música rock combinada con la revolución del microsurco y del pick-up, el paisaje de los ídolos cambió un poco. La multiplicación de los cantantes y de los grupos de éxito desencadenó una fuerte aceleración en la rotación de estrellas. Aun cuando algunas grandes estrellas del rock parecen resistir la prueba del tiempo, la mayoría ha entrado en la era de la movilidad y de la obsolescencia. Al producir cada vez más miniídolos que se eclipsan pronto, el show-biz ha democratizado en cierto modo la escena de las estrellas y las ha hecho salir de la inmortalidad: mermados su encumbramiento, su altura divina y su inamovible adulación, los ídolos han bajado en tropel de su Olimpo y han sido ganados a su manera por el avance de la igualdad de condiciones. Y mientras los ídolos son anexados por la versatilidad de la moda, correlativamente el look adquiere una creciente importancia. El fenómeno no ha nacido en un día: desde mucho tiempo atrás, los cantantes de music-hall trataron de fijar visualmente su imagen exhibiendo una presencia en escena original: el canotier de Maurice Chevalier, los cabellos erizados de Trenet, el sencillo vestidito negro de Piaf. Pero lo espectacular estaba limitado y la imagen no instauraba una ruptura verdadera con lo cotidiano, y lo que es más, era estable y prácticamente ritualizada para cada artista. Cantantes de traje y corbata o camisa entreabierta, el mundo visual del music-hall hacía alarde de respetabilidad y sobriedad. Bajo el empuje coincidente del rock y de la publicidad, hoy día la imagen escénica implica, por el contrario, un derroche de originalidad, una apuesta por las apariencias y la renovación incesante (Boy George, Prince, Sigue Sigue Spoutnik): ya no el pequeño distintivo, sino decididamente el mutante. La intervención audiovisual ya no es un elemento decorativo, sino que es constitutiva de la actitud, la identidad y la originalidad de los grupos, y sin duda habrá de adquirir cada vez más importancia con el desarrollo de los videoclips. Cuantos más cantantes y grupos hay, más se impone una lógica publicitaria total, y cuanta más lógica marginal hay, más se impone la lógica del efecto, del impacto espectacular y de la innovación moda. Mientras el show-business cultiva la hiperteatralidad, las stars del cine van perdiendo su brillo y su poder de fascinación. Esta democratización de la imagen de las vedettes es prolongación de un proceso iniciado hace medio siglo: a partir de los años treinta, los rostros de las stars sufrieron transformaciones significativas que las aproximaban más a las normas de lo real y de lo cotidiano; la belleza irreal e inaccesible de las estrellas del mudo fue sustituida por un tipo de stars más humanas, menos regias y marmóreas.155 La vamp inmaterial cede su lugar a una mujer más carnal y excitante, los héroes idealizados dejan paso a estrellas de belleza menos canónica pero más «interesante», más personalizada. La star más próxima a lo real y al espectador floreció con el sex appeal de los años cincuenta (Bardot, M. Monroe) que desublima la imagen de la mujer por medio de un erotismo «natural». Bajo el impulso soterrado del esfuerzo por la igualdad, las stars salen de su universo lejano y sagrado, sus vidas privadas se exhiben en las revistas, sus atributos eróticos aparecen en las pantallas y las fotos, y las vemos sonrientes y distendidas en situaciones más profanas, en familia, por la ciudad, de vacaciones. Esta corriente de desacralización de esencia democrática no ha surgido de la noche a la mañana; ciertamente, el cine ha inventado estrellas más realistas y menos distantes, pero siempre dotadas de una belleza y una fuerza seductora fuera de serie. Atavíos, fotos, medidas ideales, generosidad mamaria; la edad de oro del star-system no abandonó tan pronto el esplendor del exceso y el espectáculo de lo ideal, adoptó una solución de compromiso: figuras mágicas que se destacaran ostensiblemente de lo común y con las que, no obstante, el público pudiera identificarse. Hoy día, todo indica que el proceso de «humanización» de la star, de erosión de sus diferencias, ha llegado a su meta. Es el tiempo de las stars con un físico «cualquiera»; ya no seducen porque sean extraordinarias, sino porque son como nosotros: «No es la gente la que se parece a ellas, sino ellas quienes se parecen a la gente», esta frase de un fan de Jean-Jacques Goldman se refiere adecuadamente a esos nuevos famosos de apariencia «normal», sin particularidades patentes, como Miou-Miou, Isabelle Huppert, Marlene Jobert, o Marie-Christine Barrault. Las estrellas eran modelos, ahora se han convertido en reflejos; queremos stars «simpáticas», en la última fase de la disolución democrática de las alturas que ha acarreado el código de la proximidad comunicacional, de la desinhibición, del contacto y del psicologismo. Los valores psi en los que estamos sumidos han atrapado a las estrellas en las redes de la grisalla terrestre. El universo del espectáculo no deja de acercarse a la vida e implicarse en el mundo; paralelamente a los nuevos perfiles estéticos de las estrellas, vemos cómo muchas colaboran en Band Aid o en los Restaurants du coeur. El fenómeno no sólo expresa un desaliento ideológico colectivo, sino que pone de manifiesto la irrefrenable democratización de lo estelar. Los ídolos ya no se contentan con asociarse exteriormente con las grandes causas de la historia y las grandes opciones en las elecciones democráticas, colectan fondos, crean asociaciones de ayuda mutua y de beneficencia, se comprometen con los más desheredados. Los semidioses han tomado su bastón de peregrinos y, sensibles a las desgracias de los parias de la tierra, han vuelto entre los hombres. Cuanto más se banalizan las estrellas, más lugar ocupan en los distintos media. Paralelamente a los multi-media, las multi-stars. También aquí el fenómeno tiene sus antecedentes: desde hace mucho, los famosos han utilizado su éxito en el music-hall para introducirse en el mundo del cine (Bob Hope, Sinatra, B. Crosby, Montand). Este fenómeno, excepcional hasta ahora, está a punto de convertirse en la regla, dado que son ya incontables los ídolos del show-biz que se han lanzado al cine (J. Halliday, A. Souchon, Madonna, Tina Turner, Grace Jones), los famosos de la pantalla se convierten en cantantes (I. Adjani, J. Birkin), éstos toman la pluma (R. Zarai, Jean-Luc Lahaye), en tanto que estrellas de televisión se hacen novelistas o ensayistas (P. Poivre d’Arvor, F. de Closets). Las criaturas de seducción quieren librarse de la argolla de la imagen y ambicionan también la profundidad. Las stars ya no son realmente seres artificiales, aspiran como todo el mundo a expresarse (las autobiografías son legión), a dar testimonio, a transmitir mensajes. El éxito abre la vía a la diversificación y reclama la utilización desde todos los ángulos del nombre, la mejor de las publicidades. La celebridad induce una probabilidad de éxito en otros campos: si bien no puede producirse un efecto de aceptación completo, es posible vía stars aumentar la audiencia y situarse en las mejores condiciones para el éxito. El enigma de las estrellas tiene menos que ver con su poder de seducción que con el culto paroxístico de que son objeto. Esta es la cuestión más inquietante: ¿cómo explicar los arrebatos emocionales de los fans?, ¿cómo dar cuenta de ello en una sociedad que se inclina hacia lo científico y lo tecnológico? En el pasado, E. Morin veía en ello la permanencia del sentido religioso y mágico en el seno del mundo racionalista:156 las estrellas participan de lo divino, son semidioses, con sus fieles que las adoran sin contrapartida, se disputan sus objetos íntimos y deliran en su presencia. Ya no colación totémica en el sentido estricto, sino su equivalente, la indigestión de confidencias, entrevistas e indiscreciones referentes al dios. La magia arcaica no ha sido eliminada, resurge en la adoración fetichista a las stars. ¿Religión de las stars? Aunque, en ese caso, ¿por qué esa adulación encuentra su terreno abonado en la juventud? ¿Por qué desaparece tan deprisa con la edad? Lo efímero de esa pasión obliga a asimilarla no como una manifestación de lo religioso, sino como una pasión de moda, una veleidad temporal. La idolatría de las stars no es de la misma esencia que lo religioso; no es más que una de las formas extremas del entusiasmo moderno. A diferencia del culto religioso, indisociable de una organización simbólica, de un sentido o contenido trascendente, el culto a las stars se caracteriza por que no se vincula más que con una imagen y es éxtasis de la apariencia. Lo que arrebata a los devotos no es ni una cualidad humana ni un mensaje de salvación, sino el encanto de una imagen sublimada y estetizada. Culto de la personalidad, no culto de lo sagrado; culto estético, no culto arcaico. Ensoñación íntima, no misticismo trascendental. Entre el amor a los dioses y el amor a las stars sólo existe una continuidad formal y artificial, una analogía abstracta que disimula la disparidad de dos lógicas sin medida común. El homo religiosus procede básicamente de una institución simbólica que separa el aquí-abajo del más-allá fundador, e implica un orden sagrado que determina los contenidos estrictos de la creencia, los rituales colectivos y las prescripciones imperativas. Nada de eso ocurre con la idolatría de las estrellas, que no es una institución social, sino la expresión de personalidades dispersas, con todo lo que el fenómeno comporta en cuanto a demandas subjetivas, fantasmas y delirios, comportamientos aberrantes, incontrolables e imprevisibles. Por debajo de la histeria colectiva, hay un movimiento errático de las individualidades; más allá del mimetismo del ídolo, están las aspiraciones y los incomparables sueños de las personas, que se revelan palpablemente en las cartas de los admiradores. Lejos de ser un comportamiento arcaico, el culto a las stars es un hecho moderno típicamente individualista que se basa en el libre movimiento de los individuos: ningún dogma, ningún conjunto de creencias institucionalizado, ningún ritual obligatorio, sólo desencadenamiento de las pasiones amorosas y fantasmáticas de los sujetos individuales. Al hablar irónicamente de alienación y dependencia, sólo estamos viendo una parte del fenómeno. En realidad, a través de la adulación a las stars pueden surgir nuevos comportamientos, y los jóvenes, al librarse de ciertos influjos culturales, al imitar actitudes nuevas y al desvincularse de la influencia del medio al que pertenecen, conquistan una parcela, por mínima que sea, de autonomía. Incondicional del ídolo, el fan revela, cuando menos en ello, un gusto personal, una preferencia subjetiva, y afirma una individualidad frente a su medio familiar y social. Manifestación de la heteronomía de los seres, el culto a las stars es, paradójicamente, trampolín de autonomización individual de los jóvenes. Tener un ídolo: es su modo de dar testimonio, desde la ambigüedad, de su propia identidad y una manera de acceder a una forma de identidad subjetiva y de grupo. Que el fenómeno se manifieste entre los jóvenes significa que, a esa edad, los gustos y las preferencias estéticas son los principales medios de afirmación de la personalidad. El culto a las estrellas, al menos en la edad de oro del cine, fue un fenómeno principalmente femenino: en los años cuarenta, aproximadamente el 80% de las fans eran de sexo femenino. Y ello se debe, por igual razón, a que en una sociedad «falocrática» las jóvenes tienen menos medios que los jóvenes para imponer su independencia. La devoción por las stars ha sido para varias generaciones de muchachas una forma de crear una causa propia, de abrir su horizonte íntimo y acceder a nuevos modelos de comportamiento. Todo invita a pensar que esta diferencia entre los sexos está en vías de diluirse en el torbellino de la liberación de las costumbres y la emancipación femenina. Hoy día, el culto a las stars se caracteriza menos por la identidad sexual de los admiradores que por la edad cada vez más precoz en que se manifiesta: la fiebre por M. Jackson ha conquistado, en estos últimos tiempos, a los niños de diez años. ¿Cómo asombrarse de ello en una sociedad en que la autoridad familiar mengua y la educación descansa en el código del diálogo y de la comunicación? En este ambiente social, los deseos de independencia aparecen cada vez más pronto y con más impaciencia. Al suscribir los gustos y preferencias en vigor entre los jóvenes, los niños y los jóvenes adolescentes ponen en marcha la dinámica de la autonomización individual, el proceso de la separación subjetiva, la conquista de sus propios criterios, aunque sean los del peer group. La idolatría por las stars no es una droga de masas, y no puede explicarse a partir de la «miseria de la necesidad» o de la vida triste y anónima de las ciudades modernas.157 ¿Por qué entonces no se difunde entre los adultos? En tanto que el fenómeno es inseparable de la búsqueda de la identidad y de la autonomía privada, sólo puede aparecer en el universo democrático en que se han operado la disolución del orden jerárquico-desigualitario y la disgregación individualista del tejido social. No puede haber stars en un mundo en que los lugares y los papeles están fijados de antemano según un orden preestablecido desde siempre. La desigualdad entre el fan y la star no es la que hay entre el fiel y Dios, es la que corresponde a la sociedad democrática, donde todos los seres, libres, sin trabas, pueden reconocerse unos a otros, donde pretendemos conocer todo acerca de la intimidad del otro y donde podemos expresar nuestro amor, sin barreras ni moderación, por encima de las diferencias de edad, de posición social o celebridad. La pasión amorosa puede adquirir una intensidad desbocada gracias a que ya no hay reglas de mutua pertenencia entre los seres; debido a que no existe ya una desigualdad sustancial entre los individuos se abre la posibilidad de una adoración en la que el ser más admirado sea al mismo tiempo un confidente, un hermano mayor, un director de conciencia o un amante deseado, en la que el prestigio mítico no excluya el deseo de conocer los detalles de la vida íntima y la proximidad-espontaneidad de los contactos. La pasión amorosa desligada de todo código social imperativo puede investir a las figuras más distantes, según los impulsos variables de cada cual. En la raíz de la «liturgia estelar», hay algo más que la magia del star-system, más que la necesidad antropológica de sueños e identificaciones imaginarias, está la dinámica de la igualdad democrática que ha liberado el sentimiento amoroso de todo marco ritual. LOS MEDIA TRASPASAN LA PANTALLA No hay duda de que el formidable éxito obtenido por las diversas manifestaciones mediáticas no debe atribuirse a su capacidad de ofrecer un universo de esparcimiento, de ocio, de olvido, de sueño. Así pues, innumerables estudios han podido subrayar sin mayor riesgo que la evasión era la necesidad primordial que sustentaba el consumo cultural. Para sociólogos como Lazarfeld o Merton y, todavía más, para filósofos como Marcuse o Debord, la cultura de evasión se ha convertido en un nuevo opio del pueblo cuya tarea es hacer olvidar la miseria y la monotonía de la vida cotidiana. En respuesta a la alienación generalizada, la imaginación industrial, desconcertante y recreativa. Al extender la parcelación del trabajo y la nuclearización de lo social, la lógica tecno-burocrática engendra la pasividad y la descualificación profesional, el aburrimiento y la irresponsabilidad, la soledad y la frustración crónica de los particulares. La cultura mass-mediática avanza en ese terreno; tiene el poder de hacer olvidar la realidad y entreabrir un campo ilimitado de proyecciones e identificaciones. Consumimos como espectáculo lo que la vida real nos niega: como sexo porque estamos frustrados y como aventura porque nada palpitante agita nuestras existencias de cada día; una amplia literatura sociológica y filosófica ha desarrollado hasta la saciedad esta problemática de la alienación y de la compensación. Estimulando las actitudes pasivas, embotando las facultades de iniciativa y creación y desalentando las actividades militantes, la cultura de masas no hace más que ampliar la esfera de la desposesión subjetiva y actuar como instrumento de integración en el sistema burocrático y capitalista. Si está claro que la cultura de masas está ampliamente destinada a satisfacer la necesidad de evasión de los individuos, ¿qué hay de sus efectos a largo plazo? Al analizar la cultura mediática como medio de distracción, hacemos como si todo se borrara una vez acabado el sueño, como si el fenómeno no dejara ninguna huella y como si no transformara los comportamientos y las coordenadas del público. Este no es el caso, evidentemente. Más allá de sus obvias satisfacciones psicológicas, la cultura de masas ha tenido una función histórica determinante: reorientar las actitudes individuales y colectivas y difundir los nuevos estándares de vida. Es imposible comprender la atracción de la cultura de masas sin tomar en consideración los nuevos referentes ideológicos y los nuevos modelos existenciales que ha logrado difundir en todas las capas sociales. Sobre este punto, los célebres análisis de E. Morin son perfectamente esclarecedores y precisos; la cultura de masas, a partir de los años veinte y treinta, ha funcionado como agente de aceleración del debilitamiento de los valores tradicionales y rigoristas, ha disgregado las formas de comportamiento heredadas del pasado proponiendo nuevas ideas, nuevos estilos de vida basados en la realización íntima, la diversión, el consumo, el amor. A través de las stars y el erotismo, de los deportes y las revistas femeninas, de los juegos y variedades, la cultura de masas ha exaltado la vida de ocio, la felicidad y el bienestar individuales, ha promovido una ética lúdica y consumista de la vida.158 Los temas centrales de la cultura de masas han contribuido poderosamente a la afirmación de una nueva forma de la individualidad moderna, centrada en su realización privada y su bienestar. Al proponer, bajo múltiples formas, modelos de autorrealización existencial y mitos centrados en la vida privada, la cultura de masas ha sido un vector esencial del individualismo contemporáneo junto a la revolución de las necesidades, o incluso anterior a ella. Pero ¿cómo entender ese individualismo? Hay que señalar que no bien arriesgamos la pregunta, el pensamiento más consolador de la cultura de masas vuelve a relacionarse con la problemática de lo negativo, con la alienación y el amansamiento de las conciencias. La cultura de masas se esfuerza exclusivamente en producir una pseudoindividualidad, y torna «ficticia una parte de la vida de sus consumidores. Fantasmaliza al espectador, proyecta su espíritu en la pluralidad de los universos imaginados o imaginarios, hace que su alma emigre a los innumerables dobles que viven por él... Por una parte, la cultura de masas nutre la vida, por otra, la atrofia».159 Su obra es «hipnótica», sólo sacraliza al individuo en la ficción, magnifica la felicidad al tiempo que resta realidad a las existencias concretas y hace «vivir por delegación imaginaria». Surge así un individualismo «sonámbulo», despose do de sí mismo por las figuras encantadas de lo imaginario. Los estándares individualistas son en buena parte un engaño, no hacen más que prolongar de otro modo los consuelos del opio del pueblo. Al mismo tiempo se ha ocultado la obra real de la cultura de masas que corresponde a la larga duración de las democracias y su contribución paradójica, aunque efectiva, el desarrollo de la autonomía subjetiva. Al sesgo de la mitología de la felicidad, del amor, del ocio, la cultura moda ha permitido generalizar los deseos de autoafirmación e independencia individual. Los héroes del self-made-man, las historias de amor en fotonovelas o en la pantalla, los modelos emancipados de las stars, han dado lugar a nuevas referencias para los individuos, estimulándolos a vivir más para sí mismos, a desligarse de las normas tradicionalistas, a remitirse más a sí mismos en el gobierno de sus existencias. Toda la cultura de masas ha obrado en el mismo sentido que las stars: como un extraordinario medio de desvincular a los seres de su arraigo cultural y familiar y de promover un Ego que disponga más de sí mismo. Gracias a la evasión imaginaria, la cultura frívola ha sido una pieza clave en la conquista de la autonomía privada moderna: menos imposición colectiva, más modelos identificatorios y posibilidades de orientación personal; la cultura mediática no se ha limitado a difundir los valores del mundo pequeñoburgués, ha sido también una fuerza de la revolución democrática individualista. No hay más remedio que insistir: lo superficial no se reduce a sus efectos manifiestos; hay una positividad histórica de los artificios, la moda plena libera a los individuos de normas sociales homogéneas y constrictivas antes que sujetarlos a su orden eufórico. Pero empieza ya una nueva fase: el impacto de la cultura industrial ya no es lo que fue, ya no puede concebirse conforme al modelo que se produjo a partir de los años treinta. A lo largo de esa edad de oro, la cultura de masas se impuso brillantemente en una sociedad mayoritariamente ligada a unos principios tradicionalistas y a unas normas puritanas o conformistas. A causa de esa misma disyunción, tuvo un papel considerable de aculturación modernista, de reestructuración de los comportamientos. Hoy día, ese foso ha sido grosso modo colmado, y la sociedad que ha asimilado masivamente las normas antaño sublimadas por el cine, ya no es subyugada por una cultura distinta. Desde los años sesenta, la cultura de masas, más que proponer unos nuevos, reprodujo los valores dominantes; ayer anticipaba el espíritu de su tiempo, estaba «avanzada» con respecto a las costumbres; hoy, no hace más que seguirlos o acompañarlos y ya no ofrece polos de identificación en la ruptura. Los estándares de vida que exhibe la cultura mediática son los mismos que rigen en la vida cotidiana: conflictos de pareja, dramas familiares, droga, problemas de la edad, de inseguridad, de violencia; las figuras del imaginario industrial no proponen nada absolutamente nuevo. Como máximo amplían lo que cada día vemos en nuestro entorno. Cierto que la ficción mantiene sus universos hiperespectaculares o insólitos, pero esa distancia respecto a lo común no debe ocultarnos que la temática y los mitos transmitidos son más el eco de la sociedad cuya irrupción preceden. En lugar de iniciación a un nuevo estilo de vida, sólo se da un reforzamiento de la búsqueda individualista presente en todos los estamentos del cuerpo social. Véase Dallas: por una parte, todo nos aleja del hombre ordinario (grandes negocios, jet society, lujo), y de otra parte, todo nos recuerda las preocupaciones y problemas de cada cual (ruptura de parejas, drama del divorcio, deseo de realizarse). La cultura tiene todavía influencia sobre los gustos estéticos, por ejemplo en la música, pero poca sobre los valores, las actitudes y el comportamiento de los individuos; se acerca cada vez más a su esencia de moda, para convertirse en una cultura superficial y sin consecuencias. Si sigue acelerando el proceso de individualización se debe menos a su temática propia que a su cóctel de alternativas y diversidades: cada vez más estilos musicales, más grupos, más películas, más series, lo que no puede sino suscitar más diferenciaciones mínimas y posibilidades de afirmar unas preferencias más o menos personalizadas. Pero, en lo esencial, la dinámica de subjetivización de las personas se lleva a cabo en otro terreno. La información acaba de tomar el relevo, es ésta la que produce los efectos culturales y psicológicos más significativos; ha sustituido globalmente a las obras de ficción en avance de la socialización democrática individualista. Las revistas de información, los debates y encuestas tienen mucha más repercusión en las conciencias que todos los éxitos del box-office. Psy show o Ambitions invitan más al despliegue subjetivo que todas las horas pasadas ante las obras del imaginario industrial. Cierto que desde hace mucho la información, a través de la prensa escrita y la radio, no ha dejado de abrir el campo de visión de los individuos, pero con el desarrollo de la televisión el fenómeno ha adquirido una amplitud incomparable. Transmitiendo permanentemente las informaciones más variadas sobre la vida social, desde la política a la sexualidad, desde la dietética al deporte, desde la economía a la psicología, de la medicina a las innovaciones tecnológicas, del teatro a los grupos de rock, los media se han convertido en poderosos instrumentos de formación e integración de los individuos. Es imposible disociar el boom del individualismo contemporáneo de del los media: con la abundancia de las informaciones multiservicio y los conocimientos que procuran sobre otros mundos, otras mentalidades, otros pensamientos, otras prácticas, los individuos son conducidos ineluctablemente a «definirse» respecto a lo que ven, a revisar con mayor o menor rapidez las opiniones recibidas, a establecer comparaciones entre el aquí y el allá, entre ellos mismos y los demás, entre el antes y el después. Los reportajes, los debates televisados y las actualidades nos dan a conocer perspectivas distintas y diferentes elucidaciones sobre las cuestiones más diversas, y contribuyen a individualizar las opiniones, a diversificar los modelos y los valores de referencia, a romper los marcos tradicionales comunes y a hacernos menos tributarios de una cultura única e idéntica. Como un zoom permanente, la información en las democracias libera el espíritu de los límites de su mundo particular, actúa como motor de las conciencias, multiplica las ocasiones de la comparación, que, como afirma Rousseau, desempeña el papel principal en el desarrollo de la razón individual. Según cuál sea el lado digest de la información y sea cual sea su dimensión de distracción, es imposible seguir afirmando que gracias a ella «el razonamiento tiende a transformarse en consumo», «que el consumo de la cultura de masas no deja huella alguna y procura ese tipo de experiencias cuyos efectos no son acumulativos sino regresivos».160 El reflejo elitista-intelectualista es aquí manifiesto: lo que divierte no puede educar el espíritu, lo que distrae sólo puede dar lugar a actitudes estereotipadas, lo que se consume sólo puede oponerse a la comunicación racional, lo que seduce a la masa sólo puede engendrar opiniones irracionales, lo que es fácil y programado no puede producir más que un asentimiento pasivo. Contrasentido radical: el universo de la información conduce masivamente a sacudir las ideas recibidas, a hacer leer, a desarrollar el uso crítico de la razón; es una maquinaria que hace más complejas las coordenadas del pensamiento, suscita la demanda de argumentos, aunque sea en un marco simple, directo y poco sistemático. Hay que llevar a cabo una revisión de fondo: el consumo mediático no es el sepulturero de la razón; lo espectacular no puede abolir la formación de la opinión crítica, el show de la información prosigue la trayectoria de las Luces. La información contribuye aún en otro sentido al auge del individualismo. Se habla mucho de la «aldea planetaria», de la contracción del mundo que han provocado los media; habría que añadir que al mismo tiempo son un poderoso instrumento de sobreinversión del Yo. Los media nos tienen al corriente de las múltiples amenazas que nos rodean, nos informan sobre el cáncer, el alcoholismo, las enfermedades de transmisión sexual y otros temas, son las cajas de resonancia de los distintos peligros que nos acechan en las carreteras, en las playas, en las relaciones, y señalan las precauciones necesarias para mantenerse en forma y afianzar la propia seguridad. Todas esas oleadas de información tienen efectos centrípetos, impulsan a los individuos a observarse mejor, a administrar «racionalmente» su cuerpo, su belleza, su salud, a velar más atentamente por sí mismos, alertados como están por el tono inquietante, a veces catastrófico, de las emisiones. Cuanto más informados están los individuos, más se hacen cargo de su propia existencia y el Ego es más objeto de cuidados, de atenciones y prevenciones. Incluso cuando tratan de no dramatizar, los media producen una inquietud y una angustia difusa, fuente de preocupaciones narcisistas. Aun cuando inquietan por transmisión, los media intentan desculpabilizar numerosos comportamientos (drogadictos, mujeres violadas, impotencia sexual, alcoholismo, etc...): todo se muestra, todo se dice, pero sin juicio normativo, más como hechos que deben registrarse y comprenderse que condenarse. Los media lo exhiben casi todo y juzgan poco; contribuyen a configurar un nuevo perfil del individualismo narcisista ansioso pero tolerante, de moralidad abierta y Superego débil o fluctuante. En numerosos terrenos, los media han logrado sustituir a la Iglesia, a la escuela, a la familia, a los partidos y a los sindicatos como instancias de socialización y de transmisión de saber. Cada vez más nos enteramos del acontecer del mundo a través de los media; son ellos los que nos procuran nuevos datos adecuados para que nos adaptemos a nuestro entorno cambiante. La socialización de los individuos en virtud de la tradición, de la religión, de la moral, va cediendo terreno a la acción de la información mediática y de las imágenes. Nos hemos apartado definitivamente de eso que Nietzsche llamaba «la moralidad de las costumbres»: la domesticación cruel y tiránica del hombre por el hombre, en vigor desde la noche de los tiempos, así como la instrucción disciplinaria, han sido reemplazadas por un tipo de socialización totalmente inédito, soft, plural, no coercitivo, y que funciona a través de la elección, la actualidad, el placer de las imágenes. Lo que caracteriza la información es que individualiza las conciencias y disemina el cuerpo social con sus innumerables contenidos, en tanto que, por otra parte, ayuda en cierto modo a homogeneizarlo a través de la «forma» misma del lenguaje mediático. Bajo su acción específica, los sistemas ideológicos rígidos no cesan de perder autoridad; la información es un agente determinante en el proceso de abandono de los grandes sistemas de ideas que acompañan la evolución contemporánea de las sociedades democráticas. Sustentada por una lógica de lo fáctico, de lo actual, de la novedad, la información en las sociedades democráticas no deja de reducir el impacto de las ambiciones doctrinarias, conforma una conciencia cada vez más ajena a las interpretaciones «religiosas» del mundo y a los discursos proféticos y dogmáticos. Y ello, no sólo mediante la actualidad fragmentada, discontinua, puntual, sino también por medio de todas las emisiones en que intervienen expertos, hombres de ciencia o distintos especialistas que explican de modo simple y directo al público el estado de las cosas. Los media se encaminan hacia el discreto encanto de la objetividad documental y científica y van socavando las interpretaciones globales de los fenómenos en favor de un registro de los hechos y de síntesis de dominante «positivista». En tanto que las grandes ideologías tendían a desprenderse de la realidad inmediata por considerarla engañosa y ponían en práctica «el poder irresistible de la lógica», los implacables procedimientos de la deducción y las explicaciones definitivas que producían premisas absolutas,161 la información sacraliza el cambio, lo empírico, lo relativo, lo «científico». Menos glosas y más imágenes, menos síntesis especulativas y más hechos, menos sentido y más técnica. El acontecimiento sucede a las argumentaciones hipercoherentes, los datos factuales a los juicios normativos, los flashes a las doctrinas, los expertos a los ideólogos, y la fascinación del presente, del scoop y de la actualidad efímera al porvenir radiante. Poniendo en escena las novedades y la positividad del saber, los media descalifican el espíritu de sistema, propagan una alergia de masas hacia las visiones totalizantes del mundo y a las exorbitantes pretensiones de los razonamientos dialécticos hiperlógicos, favorecen la emergencia de un espíritu hiperrealista, fascinado por los hechos, lo «directo», lo vivido, los sondeos, las novedades. La orientación de los individuos por medio de los valores está claro que en modo alguno ha desaparecido, pero se ha mezclado con el apetito realista de la información y escucha del Otro, se ha suavizado paralelamente a la erosión de la fe en las religiones seculares. Si la información es un acelerador de la dispersión individualista, sólo lo consigue difundiendo al mismo tiempo valores comunes de diálogo, de pragmatismo, objetividad, como propiciando un homo telespectator de tendencia realista, relativista, abierta. Si acordamos que los media individualizan a los seres por medio de la diversidad de contenidos pero recrean una cierta unidad cultural mediante el tratamiento de sus mensajes, el actual debate sobre los efectos sociales de la «televisión fragmentada» quizá gane en claridad. Conocemos los términos:162 tan pronto se hace valer la amenaza de que la proliferación de redes de comunicación grava la unidad cultural de las naciones, que la expansión de los canales y programas no puede sino dividir aún más el cuerpo social y obstaculizar la integración social, como se subraya, por el contrario, que cuantas más «opciones» audiovisuales haya, tanto más se yuxtapondrán unas a otras y la estandarización social no hará sino acrecentarse. Viejo debate de nuevo en el candelero: hiperdisgregación contra hiperhomogeneización. En realidad la explosión de los media no torcerá en lo fundamental la dinámica desencadenada por el auge de las comunicaciones de masa, y el fenómeno desarrollará simultáneamente la espiral de la individualización y la de la homogeneización cultural. Por un lado, el aumento de programas y canales no puede sino diseminar los gustos de las personas y acentuar el anhelo de autonomía privada. Por el otro, la proliferación de las emisiones no se efectuará evidentemente por caminos radicalmente opuestos, sino que serán puestos en práctica los mismos principios de la comunicación: seducir al público, distraer, presentar la actualidad candente, lograr el efecto más que la demostración académica. Sea cual sea el abanico de opciones, se tratarán los mismos grandes temas problemáticos, se difundirán las mismas informaciones esenciales y las emisiones de éxito seguirán ampliando su público. Los media no dejarán de promover una cultura de la actualidad, de la eficacia, del intercambio comunicacional y de la objetividad. La telecomunicación fragmentada impulsará con empeño una fuerte tendencia a la desmasificación-autonomización de las subjetividades al mismo tiempo que la de la aculturación hiperrealista. Los vínculos sociales no amenazan con romperse, en todo caso van a flexibilizarse más, permitiendo los movimientos brownianos de las individualidades sobre el fondo de una cultura-spot y unas «ideologías» desapasionadas. Guardémonos de los guiones de ciencia ficción: la desmasificación de los media no anuncia la desintegración social. Lo cierto es lo contrario; a mayor libertad de opción e individualización, mayor capacidad de integración social, tantas más oportunidades tendrán los individuos de reconocerse en su sociedad y de encontrar en los media lo que corresponde a sus expectativas y deseos. Al desacreditar los megasistemas ideológicos y al poner en órbita una cultura basada en la eventualidad, el cientificismo-minuto y las novedades, los media contribuyen también a desarrollar una nueva relación de los individuos con el saber. Por medio de la prensa y de la televisión, los individuos están cada vez más al corriente acerca de la moda digest y lo superficial, de «lo que pasa» en el mundo; gran parte de lo que sabemos proviene de los media, no sólo en lo que concierne a los últimos descubrimientos científicos y técnicos, sino también en lo que se refiere a la vida cotidiana práctica. Nuestras orientaciones dependen cada vez menos de los saberes tradicionales y, cada vez más, de elementos captados aquí y allá en los media. Cómo alimentarse, cómo mantenerse joven, cómo educar a los hijos, qué hay que leer...: son los reportajes y las obras divulgativas las que, si bien no dan una respuesta definitiva a estas preguntas, al menos aportan los términos, los datos y las informaciones del debate. De ello resulta un saber de masa esencialmente frágil, y cada vez menos asimilado a fondo. El efecto de los media es desequilibrar los contenidos y la organización de los conocimientos: el saber cerrado pero disciplinado del mundo tradicional es sustituido por una cultura de masas mucho más extendida, pero también más epidérmica y fluctuante. Los media determinan un tipo de cultura individual caracterizada por la turbulencia, la ruptura y la confusión sistemática: al no disponer ya de saberes fijos, y sobreexpuestos a los innumerables mensajes cambiantes, los individuos son mucho más receptivos a las novedades externas, se dejan llevar en diversas direcciones según las informaciones recibidas. También nuestra relación con el saber es cada vez más elástica: se saben muchas cosas, pero casi nada sólido, asimilado, organizado. La cultura de cada cual se parece a un patchwork móvil, a una construcción desmenuzada sobre la que nuestro dominio es débil: «cultura mosaico o rapsódica», dijo J. Cazeneuve. Mientras mantenemos a distancia las ideologías monolíticas, somos más receptivos a las informaciones del presente y a las novedades, conquistados como estamos por un vago escepticismo de talante realista. La información disuelve la fuerza de las convicciones y hace más permeables a los individuos, dispuestos a abandonar sin gran desgarro sus opiniones y sus sistemas de referencia. El individuo neonarcisista, lábil, inestable en sus convicciones, de cultura chewing-gum, es el hijo de los media. Opiniones blandas y flexibles, apertura a lo real y a las novedades, los media, en conjunción con el consumo, permiten a las sociedades democráticas alcanzar un ritmo de experimentación más rápido y fluido. Media: no racionalización de la dominación social, sino superficialización y movilidad del saber, vectores de una potencia superior de transformación colectiva e individual. ¿Es necesario insistir de golpe, machaconamente, sobre todo lo que nos separa de los análisis hipermaterialistas de McLuhan? Evidentemente, el verdadero mensaje no es el medio; es el tiempo de devolver a los contenidos transmitidos el papel que les corresponde en las transformaciones culturales y psicológicas de nuestro tiempo. Así, la televisión, como «medio frío», no representa gran cosa en los trastornos antropológicos del mundo contemporáneo, los agentes principales del salto hacia adelante individualista han sido, ante todo, la explosión de la información y su reorganización bajo la ley de la moda. Es curioso leer, en palabras de McLuhan, que el efecto de la televisión es suscitar una «participación seria» y una implicación intensa, mientras que ésta tiende, por el contrario, a tornar indiferentes a las masas, a desvitalizar la escena política y a desmovilizar a los individuos de la esfera pública. Vemos la tele desde fuera, la escuchamos distraídamente, nos deslizamos sobre las imágenes, saltamos de una cadena a otra: todo salvo la entrega intensa. La creciente exigencia de motivación personal y de expresión de la personalidad a la que estamos asistiendo, no concierne más que al Ego íntimo, no al hombre público, cada vez más corporativista, pragmático, desilusionado. Todo invita a emitir las mayores reservas acerca del así llamado poder de la imagen vídeo, en tanto imagen de «débil definición», de ser la fuente de nuevos hábitos de percepción y de experiencia: decir que la imagen tecnológicamente pobre en detalles obliga al espectador a «cada instante a completar los blancos de la trama en una participación sensual compulsiva, profundamente cinética y táctil»163 no es más que un artificio de análisis y una gimnasia argumentativa que aboca al vacío y oculta los resortes múltiples y complejos del devenir del individualismo democrático. La distensión de las actitudes, el gusto por la intimidad y la expresión propia son reales, pero lejos de tener que estar vinculadas a la imagen vídeo de débil intensidad, deben estar en la galaxia de los valores democráticos (autonomía, hedonismo, psicologismo) impulsados por la cultura de masas y, más generalizadamente, por el sistema de la moda plena. LA INFORMACIÓN JUEGA Y GANA El papel más importante de la información en el proceso de socialización e individualización no es disociable de su registro espectacular y superficial. Volcada en la factualidad y en la objetividad, la información no está en modo alguno al abrigo de la acción de la moda; ésta se ha reconfigurado en parte gracias a los imperativos del show y de la seducción. Informar, desde luego, pero en el marco del placer, de la renovación y de la distracción; todas las emisiones con vocación cultural o informativa deben adoptar la perspectiva del ocio. La comunicación de masas da caza sin piedad a lo pedagógico y a la instrucción austera y fastidiosa, nada en el elemento de la facilidad y de lo espectacular. Los reportajes tienen que ser cortos y los comentarios claros y sencillos, entrecortados por entrevistas discontinuas, por lo vivido y por elementos anecdóticos; en todas partes, la imagen debe distraer, retener la atención, asombrar... El objetivo fundamental es «enganchar» a la mayor parte del público mediante la tecnología de ritmo rápido, de la secuencia flash y de la simplicidad: no hay necesidad de memoria, de referencias o de continuidad, todo debe ser comprendido de inmediato, todo debe cambiar muy rápido. El orden de la animación y de la seducción es lo primero; hoy día se solicitan stars del espectáculo (Y. Montand) o de los negocios (B. Tapie) para presentar programas sobre la crisis y la promoción de empresas. La misma necesidad de diversión es la responsable de la tendencia a organizar múltiples debates. Cierto que en este caso se echa en falta el exotismo de las imágenes, pero ello es en beneficio de la emoción del directo, de la filmación de personalidades y de las reacciones imprevistas, de las justas de ingenio y de posiciones. Tan pronto el intercambio es cortés y aterciopelado (Les Dossiers de l'écran, L‘Avenir du futur, Apostrophes), como deja de serlo: así, Droit de réponse no ha hecho más que llevar al límite ese matrimonio democrático de la información y la animación espectacular dejando vía libre al enfrentamiento desordenado, simpático y confuso de ideas y medios. De todos modos, es el show el que produce la «calidad» mediática de las emisiones, el que diseña el acto de informar. La comunicación mediática se organiza bajo la ley de la seducción y la diversión, y está reestructurada implacablemente por el proceso de moda, puesto que en ella reinan la ley de los sondeos y la competencia por los índices de audiencia. En un universo comunicacional pluralista sometido a los recursos publicitarios, la forma moda organiza la producción y la difusión de los programas, reglamenta la forma, la naturaleza y los horarios de las emisiones. Desde que los media se rigen por los sondeos, el proceso de seducción es el rey, pudiendo apoderarse incluso del mérito «científico» y democrático. La república de los sondeos acentúa la hegemonía de la moda en los media o, dicho de otro modo, la ley del éxito inmediato entre el gran público. La eclosión de lo audiovisual no supondrá su final: cuantos más canales y media especializados haya en competencia, más despiadado será el principio de la seducción, medido a base de sondeos. En los mismos segmentos limitados se desplegarán nuevos atractivos y se imaginarán nuevas presentaciones y fórmulas de captación. Más que nunca, la pequeña diferencia constituye la seducción. Los telediarios han entrado en danza. El fenómeno no es reciente, pero se acentúa. Para convencerse no hay más que observar los cambios operados en el tono y la presentación de los informativos televisados. Se ha pasado de un tipo de información dominado por un tono oficial y pedagógico, característico de los primeros tiempos audiovisuales, a una información menos distante, menos solemne, más natural. Antes, los presentadores hablaban con una voz acompasada y profesoral, hoy el tono es distendido; tras la atmósfera estresante, el ambiente cool. No cabe duda de que la información televisada conserva aún una parte inevitable de gravedad y seriedad, flashes breves, sin retórica, que nada tienen en común con la fantasía desenvuelta de la moda. Sin embargo, el imperativo de seducción queda de manifiesto gracias a los presentadores jóvenes, simpáticos, atractivos, de voz y encanto tranquilizadores. La ley del glamour es soberana, se mide por el rasero de los índices de audiencia. Tras largo tiempo, la televisión ha permitido la aparición de grandes vedettes de la información, los R. Dimbedy en Gran Bretaña o los W. Cronkite en EE.UU. El fenómeno se va extendiendo y explota nuevos terrenos; todas las cadenas están al acecho de periodistas de look atractivo. La presentación de la actualidad está dominada por periodistas vedettes que logran cambiar de modo palpable los índices de audiencia. La información se vende a millones de telespectadores gracias a la personalidad, el brillo y la imagen de los presentadores. Es el tiempo de los anchormen, de los presentadores estrellas con una alta cota de popularidad, mientras que las grandes stars del cine se eclipsan. La información fabrica y requiere stars, como si el estilo eficiente de los telediarios necesitara en contrapartida de un fulgor humano, del lujo de la individualidad. Están en juego tanto la información como los objetos o la publicidad; la forma moda y los imperativos de personalización y seducción actúan en todas partes. Desde hace tiempo, se ha puesto de relieve hasta qué punto las news descansaban sobre los mismos resortes que el espectáculo: dramatización de sucesos, búsqueda de lo sensacional, fabricación artificial de vedettes, la totalidad de la información está intencionadamente marcada por la rabiosidad de la primicia y por la voluntad de dar a conocer la novedad y lo inesperado según una lógica análoga a la de la moda. Pero la información televisiva es un resultado aún más directo de la forma moda. Lo que la caracteriza en propiedad es ante todo la imagen. Invasión de imágenes, a veces inauditas, a menudo banales, sin particular interés o meramente ilustrativas; la imagen acompaña casi sistemáticamente los comentarios y los sucesos referidos: ocupan más de veinte minutos en un informativo de media hora. El telediario oscila entre lo anecdótico y el thriller, y es indisociable del placer visual, de la representación directa y del estímulo hiperrealista. No hay información sino es vía el calidoscopio de las imágenes; es el reino de la banda-imagen, del efecto visual, de lo decorativo (escenografía del plato, armonía de colores, títulos, créditos): el teatro visual ha colonizado los telediarios. En la prensa escrita, el proceso de seducción no se manifiesta tanto por la profusión de imágenes como por la ligereza de la presentación, el tono de la escritura, y por el uso cada vez más frecuente del estilo humorístico en los artículos, titulares y subtítulos. Ningún periódico escapa a ese influjo; las lógicas de la información y del juego se han reconciliado en todos los ámbitos. Al igual que la moda del siglo XVIII jugaba con las grandes y pequeñas cosas de la historia, y se distraía con las cintas y tocados del sistema de Law, las revueltas populares y los desbordamientos del Sena, también hoy la información sigue adoptando un estilo distendido y fantástico de cara a los sucesos diarios, por trágicos que sean. Con la invasión de los media, el código humorístico hace que el registro de la información oscile dentro de la lógica desenvuelta y lúdica de la moda. También es verdad que los telediarios no adoptan ese tono burlón, a veces irrespetuoso: la necesidad de mantener un discurso claro y sintético en un plazo de tiempo limitado impide el uso de los juegos de palabras y los guiños. El humor del periodista sólo puede aparecer incidentalmente, a medias. La seducción en la información televisiva es B.C.B.G., pues combina la seriedad del discurso con los juegos cada vez más frecuentes de nuevas imágenes posibilitados por las tecnologías electrónicas e informáticas. En los telediarios vemos cómo se multiplican los signos de representación y de visualización sofisticados, artilugios escenográficos destinados a dar espectacularidad y estética al espacio informativo, a producir efectos y animación, a confeccionar una imagen de marca y un look de la emisora. Con los nuevos tratamientos de la imagen, se construyen maquetas de los telediarios y se diseñan «páginas-pantalla» introduciendo toques infográficos, inserciones, títulos, viñetas, logotipos y bandas electrónicas, haciendo que las imágenes se deslicen por la pantalla, reduciéndolas o ampliándolas a voluntad o yuxtaponiéndolas durante las retransmisiones («el hombre incrustado»). El telediario se sustenta cada vez más en una búsqueda estilística (créditos con efectos especiales y retórica modernista: imaginería electrónica abstracta en los televisores del «20 horas» de TF 1) y da lugar a un show decorativo a base de flashes, inserciones furtivas, variaciones y recomposiciones de imágenes que refuerzan la aceleración y el espectáculo moderno de la actualidad.164 Con el «tratamiento televisivo» y sus imágenes de síntesis, el proceso moda de seducción ha encontrado un segundo aliento, la información accede a la era chic de los recursos electrónicos. Conocemos los términos del proceso incoado a la información mediática: tiene avidez de sensacionalismo, destaca hechos secundarios o insignificantes, pone en pie de igualdad fenómenos culturales inconmensurables y es producto de un «montaje» que impide el uso crítico de la razón y la aprehensión de conjunto de los fenómenos. Si bien es cierto que lo espectacular es consustancial a las news, no obstante, se pierde demasiado de vista que la seducción fija igualmente las atenciones, capta la audiencia y acrecienta el deseo de ver, de leer y de estar informado. Los efectos son los mismos que los inducidos por el marketing político: gracias a unos programas vivos y amenos, las cuestiones más variadas y relativas al progreso de la ciencia y de la técnica, al mundo de las artes y de la literatura, a la sexualidad, a la droga, al proxenetismo, se ponen al alcance de todos. Mediante la organización de charlas de especialistas y la producción de magazines a ritmo de variedades, se ponen a disposición de las masas bloques de saber, y lo que era esotérico deviene próximo y lo que pudiera parecerse a una «clase nocturna» se torna atractivo y pone en vilo a millones de espectadores. La irrealidad del «pseudoacontecimiento» (Boorstin) está en la superficie del fenómeno: mucho más que de una alienación-manipulación del espectador, habría que hablar de una reapropiación parcial de un universo, de participación en el estado del saber, de una ampliación del horizonte de conocimientos de la mayoría, aunque sea en un marco deslavazado. No «sometimiento al poder»165 y degradación del uso cultural de la razón, sino democratización del acceso a la cultura y posibilidad ampliada de tener una opinión más libre. Pero, por muy positivo que sea, el fenómeno tiene unos límites evidentes: si bien incrementa la suma de conocimientos, no ocurre lo mismo con la capacidad de síntesis y de perspectiva respecto a los datos recibidos. Al «hinchar» el presente, la información confunde las fronteras de las interpretaciones, antepone lo anecdótico visible en detrimento de lo fundamental invisible y oculta las grandes líneas de fuerza en beneficio de lo eventual. Límite y poder de los media: desmenuzan y convierten en superficial el saber; no obstante, tornan al público, en la escala de la historia de las democracias, globalmente más abierto al mundo, más crítico, menos conformista. Asimismo, habría que revisar el apresurado juicio que concierne al pretendido declive de la esfera pública ligado a la extensión de los media. Los teóricos han rivalizado en la denuncia crítica: los media instauran una «comunicación sin respuesta» (Debord) y un «monopolio de la palabra»,166 le quitan al público la «posibilidad de tomar la palabra y contradecir»,167 hacen desaparecer los contactos de la sociedad, las relaciones de intercambio. La cultura lista-para-consumir y la estructura sin reciprocidad de los media cortan la comunicación social, la discusión entre los individuos. Al poner a los seres en situación de consumidores pasivos, irresponsables y sin iniciativa, los media resquebrajan la vida de relación, aíslan a las personas, restringen las ocasiones de reunirse, atrofian el gusto por el intercambio y la conversación. Consumimos mensajes, ya no hablamos, los media arruinan la sociabilidad y aceleran el declive del hombre público, tanto más cuanto que la información que transmiten es cada vez más atribuible a una exigencia «performativo»-positivista «incompatible con la comunicación»: si valoramos el criterio de la eficiencia que se ha erigido en" monopolio de lo verdadero, la información de signo objetivista obstaculiza el «intercambio de argumentos racionales» y «su efecto es sustituir lo que fue interacción comunicacional por intercambios de mercancías».168 La era de las comunicaciones de masa supone deterioro de la comunicación humana. Sin embargo, mirándolo con más detalle, los media también dan lugar a innumerables discusiones y no dejan de suministrar temas de conversación entre los particulares. Por encima de la comunicación mediática se entrelaza una multitud de pequeños circuitos de relación entre el propio público. De igual forma que los espectáculos permiten un intercambio de puntos de vista, la tele ofrece numerosos temas de conversación; los reportajes de los magazines son objeto de discusión y de apreciación, en familia y sociedad —¿quién no ha hablado del Psy Show o de Dallas?—, y las series y películas programadas son materia de juicio y negociación: ¿qué ponen esta noche? Los media no asfixian el sentido de la comunicación, no ponen fin a la sociabilidad, reproducen de un modo distinto las circunstancias de intercambio social. Lo establecen bajo una forma esencialmente menos ritualizada y más libre: los individuos no se comunican «menos» que antes —sin duda, nunca nos hemos comunicado tanto sobre tantas cuestiones con tantas personas—, sino que se comunican de modo más fragmentado, más informal y discontinuo, en consecuencia con el gusto por la autonomía y la rapidez de los temas. Por lo demás, los media no crean un espacio de comunicación semejante al espacio público liberal clásico, tal como lo describe Habermas al evocar los salones, sociedades y clubes donde las personas se ven, discuten e intercambian razones y argumentaciones. Aun cuando esta descripción de la esfera pública esté demasiado idealizada y este tipo de comunicación racional no se haya materializado históricamente sino de un modo muy limitado, podemos aceptar la idea de que la comunicación humana, a ejemplo de la exposición mediática, se parece poco, en efecto, a un intercambio de argumentaciones consecutivas y sistemáticas. Pero ello no autoriza a hablar de desintegración de la esfera pública, si entendemos como tal el espacio en que se forma la opinión y la crítica del público. Es falso considerar los media como aparatos de manipulación con la finalidad del consenso social; la seducción de la información es también un instrumento de la razón individual. Hemos de comprender que el desarrollo del razonamiento individual pasa cada vez menos por la discusión entre las personas privadas y cada vez más por el consumo y los canales seductores de la información. Aun cuando se produjera un declinar de las formas de discusión en sociedad, sería ilegítimo inferir de ello la desaparición del espíritu crítico. La seducción no suprime la práctica de la razón, sino que la amplía y universaliza al tiempo que modifica su ejercicio. De hecho, los media han permitido generalizar la esfera del debate público: primero, permitiendo que un número cada vez mayor de ciudadanos estén más al corriente de los diferentes datos de las opciones políticas y sean cada vez más jueces del juego político.169 Después, ampliando el espacio de polémica: ¿qué hacen los telediarios, los magazines y los debates, sino provocar una dinámica de interrogación acerca de todos los problemas de la vida colectiva e individual? Prisión, homosexualidad, energía nuclear, eutanasia, bulimia, técnicas de procreación, no hay ni una sola cuestión que no sea objeto de informaciones, de análisis, de discusiones. El espacio público no ha dejado de ser el lugar de una discusión crítica, por muy condicionado que esté por la acción administrativa y las normas de performatividad del sistema. Los expertos, las obras y programas de divulgación científica no obstaculizan en modo alguno la posibilidad de discrepancias de fondo sobre la valoración de los problemas: lejos de ahogar el debate público, los media lo alimentan y lo sitúan en el espacio democrático del cuestionamiento sin fin. La información no está colonizada por las normas de la racionalidad utilitarista; a través de los debates mediáticos, surgen los distintos conflictos de valores propios del mundo moderno, enfrentando las normas de eficacia, de igualdad y de libertad. El público no sólo recibe recetas, sino la multiplicidad de enfoques y puntos de vista. La atrofia relativa de los movimientos sociales, la indiferencia hacia la política y la frivolidad espectadora no significan lisa y llanamente el declinar de la esfera pública y el monopolio de la ideología utilitarista. Al tiempo que logran producir el consenso, los media ahondan las diferencias de perspectiva, la seducción integra al público en la sociedad contemporánea en tanto desarrolla la crítica y la polémica civil. Mientras que los media amplían el espacio de la interrogación crítica, atemperan también sus términos. A veces nos lamentamos del tono meloso de los programas de televisión y de su mundanidad aseptizada. No calculamos en esos momentos la eficacia comunicacional de semejante dispositivo: los media, reciclados por el proceso de moda, conforman el ethos de la comunicación y difunden a altas dosis la norma pacífica de la conversación, un modelo de sociabilidad no violenta. Las escenas de violencia en las películas y series quedan compensadas sobradamente por esa puesta en escena del diálogo incesante y del intercambio de argumentos. La «simulación» de la comunicación que efectúan los media (preguntas al público, sondeos por minitel, etc...), los debates y el tono ameno son esenciales, pues producen el ideal de civismo, descalifican la polémica desaforada, la agresividad incontrolada. En este sentido, los media deben ser considerados como una pieza clave en la consolidación de unas democracias condenadas desde ahora al código del enfrentamiento verbal, pero no sangriento. Los media sociabilizan la seducción del intercambio verbal y de relación, y participan en la civilización del conflicto ideológico y social. IV. EL SENTIDO A LA DERIVA LA SOSTENIBLE LEVEDAD DEL SENTIDO: MODA E IDEOLOGÍA AL igual que los objetos y la cultura de masas, los grandes discursos de la razón se hallan atrapados por la irresistible lógica de lo Nuevo, son arrastrados por una turbulencia que, si bien no es absolutamente idéntica a la de la moda en el sentido estricto del término, no por ello deja de ser menos análoga en sus principios. Hoy día, también el mundo de la conciencia se halla bajo el orden de lo superficial y lo efímero, tal es el nuevo reparto de cartas en las sociedades democráticas. Precisemos acto seguido que no es cuestión de pretender, hipótesis absurda, que el proceso frívolo se anexione por completo la vida de las ideas y que los cambios ideológicos sean dirigidos por una lógica de renovación gratuita. Se trata de demostrar cómo logra infiltrarse hasta en las esferas a priori más refractarias a los juegos de la moda. No estamos viviendo el fin de las ideologías; ha llegado el momento de su reciclaje en la órbita de la moda. Nunca como en nuestras sociedades ha experimentado el cambio en materia de orientación cultural e ideológica una precipitación semejante, nunca ha estado tan sometido a la pasión. La rapidez con que se han sucedido y multiplicado las fiebres de la razón desde hace dos o tres decenios, es particularmente sorprendente: se han sucedido o superpuesto en el hit-parade de las ideas la contracultura, la psicodelia, el antiautoritarismo, el tercermundismo, la pedagogía libertaria, la antipsiquiatría, el neofeminismo, la liberación sexual, la autogestión, el consumismo, la ecología. Paralelamente, han causado furor en la esfera más propiamente intelectual el estructuralismo, la semiología, el psicoanálisis, el lacanismo, el althusserismo, las filosofías del deseo, «la nueva filosofía». Y los años ochenta continúan el ballet con el viraje espectacular del neoliberalismo, al menos de Estado, «la revolución conservadora», el retorno de lo sagrado, el éxtasis de las «raíces», el culto a la empresa al carisma. En los años 1960-1970 la ideología contestataria e hipercrítica tuvo gran éxito, igual que la minifalda, los Beatles, Marx y Freud superstars, suscitaron exégesis delirantes, discursos miméticos en masa y multitud de émulos y lectores. ¿Qué queda hoy de ello? En pocos años las referencias más veneradas han caído en el olvido, «Mayo del 68, ¡es viejo!», y lo que era «inabarcable» se ha vuelto «inquietante». No por un cambio crítico, sino por desinterés: ha pasado una fiebre y se inicia otra con la misma fuerza epidérmica. Al final, se cambia de orientación en el pensamiento como se cambia de residencia, de mujer o de coche; los sistemas de representación se han convertido en objetos de consumo y funcionan virtualmente con la lógica de la veleidad y del kleenex. De entrada, evitemos un malentendido: hablar de proceso moda en las ideas no significa forzosamente que todo flote en una indiferencia absoluta, que las opiniones colectivas oscilen de un polo a otro sin ningún punto fijo de anclaje. La moda plena sólo tiene sentido en la época democrática en la que reinan un consenso y una vinculación fuerte, general y duradera, referida a los valores fundamentales de la ideología moderna: la igualdad, la libertad, los derechos del hombre. La obsolescencia acelerada de los sistemas de representación se extiende, y ello sólo es posible sobre el fondo de esa legitimidad, de esa estabilidad global de los referentes principales constitutivos de las democracias. He aquí la paradoja del objetivo de la moda: mientras la sociedad democrática es cada vez más inconstante en materia de discursos de inteligibilidad colectiva, es, al mismo tiempo, cada vez más constante, equilibrada y firme en las bases ideológicas de fondo. Parodiando a Nietzsche, podríamos decir que el homo democraticus es superficial por profundidad; la sólida estiba de los principios de la ideología individualista permite la rápida rotación de la razón. Nadie lo cuestionará, las modas referidas a la vida del espíritu no datan de hoy. Al menos desde el siglo XVIII, la esfera cultural, en los círculos mundanos e intelectuales, ha estado agitada por innumerables «furores», y las mismas ideas políticas han conocido múltiples ciclos de variación y alternancia. Sin embargo, en lo que concierne a las diversas fluctuaciones ideológicas que sacudieron las democracias hasta mediados de nuestro siglo, es imposible reconocer en ellas la acción del proceso moda, y ello en razón del contenido y la disposición emocional de las formaciones políticas propias de esa época. La forma moda como sistema de circulación de la razón es un invento reciente: hasta entonces, las grandes ideologías políticas conjuraron la expansión de la moda y funcionaron como obstáculos sistemáticos al devenir frívolo de las representaciones sociales principales. Al sacralizar la República, la Nación, el Proletariado, la Raza, el Socialismo, el Laicismo, la Revolución, las ideologías políticas se impusieron la misión de renovar y revolucionar el mundo, y cristalizaron en doctrinas y dogmas que implicaban la fidelidad, la devoción y el sacrificio de las personas. Sistemas de interpretaciones globales del universo que pretenden dar un conocimiento total del presente, del pasado y del porvenir; los discursos laicos y revolucionarios modernos prorrogaron cierta fe religiosa a través de sus doctrinas escatológicas y de su ambición «científica» de nombrar y ostentar con certeza lo verdadero y lo justo. «Religiones seculares» que suscitaron una militancia y unas pasiones absolutas, una sumisión sin fisuras a la línea justa, un compromiso total de las personas, que entregaban su vida y la individualidad subjetiva. Autorrenuncia en favor de la Revolución, la Nación, el Partido, la época gloriosa de las ideologías estaba enteramente contra la moda y su indeclinable superficialidad relativista. Mientras que el reino heroico de la ideología exige la abnegación, e incluso la absorción de las individualidades, el de la moda descansa en la exigencia de bienestar inmediato de las personas; mientras que la ideología genera ortodoxia y escolástica, la moda viene acompañada de pequeñas variaciones individuales y de configuración fluctuante; mientras que la ideología es maniquea, separa a los buenos de los malos, escinde lo social y exacerba los conflictos, la moda supone pacificación y neutralización de los antagonismos. Sean cuales fueren las mudanzas acontecidas a lo largo de dos siglos en la esfera de las ideas políticas y sociales, la moda no pudo desplegar su legislación fugitiva, contrarrestada como estaba por ideologías con pretensiones teológicas. Hemos abandonado la época de las profecías seculares con resonancias religiosas. En algunos decenios, los discursos y los referentes revolucionarios han sido masivamente barridos, han perdido toda legitimidad y anclaje social; ya nadie cree en la radiante patria del socialismo, nadie cree en la misión salvadora del proletariado y del partido, ni nadie milita ya para el «Gran Día». Nunca insistiremos lo bastante en cuanto a la importancia histórica de esta debacle del ideal revolucionario. Desde el momento en que se hunden las convicciones escatológicas y las creencias en una verdad absoluta de la historia, aparece un nuevo régimen de las «ideologías»: el de la Moda. La ruina de las visiones prometeicas inaugura una relación inédita con los valores y un espacio ideológico esencialmente efímero, móvil e inestable. Ya no tenemos megasistemas, queda la fluctuación y versatilidad de las orientaciones. Poseíamos la fe, ahora tenemos el entusiasmo. Después de la era intransigente y teológica, la era de la frivolidad de la razón: las interpretaciones del mundo han sido liberadas de su anterior gravedad y han entrado en la atrevida embriaguez del consumo y del servicio al minuto. Y lo fugaz en materia «ideológica» está sin duda destinado a incrementarse; así, en pocos años hemos podido ya ver cómo los más «convencidos» políticamente hacían tabla rasa de sus opiniones y daban impresionantes giros de 180 grados. Sólo los idiotas no cambian de opinión; los marxistas de ayer se han vuelto talmudistas, y los «enragés» cantores del capitalismo, los héroes de la contestación cultural se han convertido al culto del Ego, las hiperfeministas ensalzan a la mujer en el hogar, y los fervientes de la autogestión los méritos de la economía de mercado. Adoramos sin problema lo que hasta hace poco arrojábamos al fuego. Esa inestabilidad no concierne únicamente al hombre de la masa, sino también a la clase política, como lo demuestra la corriente liberal reciente. No concierne únicamente al individuo ordinario, sino a la propia clase intelectual, como lo demuestran elocuentemente las repetidas piruetas de algunas de nuestras starlettes hexagonales. La movilidad de las conciencias no es un privilegio de nuestro tiempo. Lo que sí lo es, en cambio, es la forma, casi sistemática, en que la inconstancia se ha generalizado y se ha erigido en el modo dominante de funcionamiento «ideológico». Las religiones seculares se disipan en beneficio del arrebatamiento de la precariedad. Aún creemos en las causas, pero desde la relajación, sin ir hasta el final. ¿Acaso las personas están dispuestas todavía a morir en gran número por sus ideas? Siempre dispuestos al cambio, la constancia se ha convertido en una cosa antigua. Cada vez vivimos menos en función de los sistemas de ideas dominantes, atrapados como el resto en el orden de lo «ligero»; no es que las finalidades superiores hayan desaparecido, es que han dejado de ser dominantes. Ciertamente son capaces aquí y allá de movilizar a las masas, pero circunstancialmente y de manera imprevisible, como llamaradas pasajeras que pronto se extinguen, reemplazadas por la larga búsqueda de la felicidad privada. La tendencia principal se produce en los «planos» rectificables y perecederos; lo temporal prevalece sobre la fidelidad, la concesión superficial sobre la movilización creyente. Nos hemos embarcado en un interminable proceso de desacralización y de insustancialización de la razón que define el reino de la moda plena. Así mueren los dioses: no en la desmoralización nihilista de Occidente y en la angustia de la vacuidad de los valores, sino en las sacudidas de la razón. No en el ensombrecimiento europeo, sino en la euforia de las ideas y las acciones fugaces. No en el desencanto pasivo, sino en la hiperanimación y el doping temporal. No hay que llorar la «muerte de Dios», su entierro transcurre en technicolor y a cámara rápida: lejos de engendrar la voluntad de la nada, extrema la voluntad y la excitación de lo Nuevo. Versatilidad que debe ser repuesta en la continuidad de la dinámica democrática. Al poner la organización de la sociedad bajo la dependencia de los hombres y no bajo la de una instancia sagrada, las ideologías modernas han sido matrices creadoras de nuestro universo democrático enteramente aceptado por la voluntad del cuerpo colectivo. Pero al erigir dogmas intransigentes y establecer un sentido ineluctable de la historia, este proceso de secularización en cierto modo se ha detenido a medio camino, y ha prorrogado, bajo apariencias laicas, el viejo dispositivo religioso de la sumisión humana bajo un principio superior fuera de su alcance. Con la época de la moda, se ha dado un paso suplementario hacia la eliminación democrática de lo intangible y de lo hierático; la última forma híbrida de sacralización del discurso social se disipa por la inconstancia que anida en ella, por la inestabilidad de las movilizaciones y apasionamientos, por la primacía del individuo sobre la doctrina. Ya nada exige el autosacrificio, los discursos están abiertos a un debate flexible, a la rectificación y a la revisión no desgarradora de los principios; la forma moda pone de manifiesto el objetivo final de la razón y de las mentalidades. Más allá de los cambios de humor de la moda, la sociedad democrática cava paradójicamente un surco homogéneo, prosigue una misma trayectoria. Uno de los límites de la teoría cíclica de los comportamientos colectivos se basa precisamente en que ésta considera los bruscos cambios de coordenadas ideológicas como movimientos pendulares, vaivenes entre la vida privada y la vida pública,170 como si todo cambiara por giros de 180 grados y como si no hubiera más que discontinuidad histórica y cambios de rumbo radicales que instituyeran cada vez una novedad social antinómica respecto a la precedente. Ahora bien, si consideramos las oscilaciones características de estos últimos tres decenios, es preciso constatar que, a pesar de estos giros, continúa paradójicamente en acción la misma dinámica histórica. En apariencia, es cierto que todo opone la oleada utópica de los años sesenta a nuestra época desencantada- pragmático-corporativista, y que todo separa un momento de preocupación por lo público de un momento definido globalmente por las preocupaciones hiperindividualistas, sea cual sea el vigor de los conflictos sociales parciales que surgen aquí y allá. Sin embargo, ¿qué fueron la contracultura y el Mayo del 68 sino una oleada de reivindicaciones individualistas transpolíticas?171 ¿Qué ha sido el neofeminismo sino un movimiento que ha permitido la consecución por las mujeres de nuevas libertades? La ideología contestataria enarboló el estandarte revolucionario, pero uno de sus resortes fue la aspiración individualista a vivir libremente, sin constricciones organizativas o convencionales, y contribuyó, con sus medios, a acelerar la marcha del individualismo democrático y a hacer saltar ciertos encasillamientos rígidos y represivos, refractarios a la autonomía personal. No hay ningún abismo irreductible respecto al momento actual, sólo diferentes vías en la misma trayectoria de la conquista individualista. Hoy, la moda de los valores privados e incluso la de retorno a cierto conservadurismo moral, continúan de otra manera la obra histórica de la conquista de la autonomía. Desde que los distintivos del progresismo se han confundido y se han enfrentado a nuevos referentes antinómicos, la presión colectiva se ha hecho menos fuerte y homogénea, lo justo está menos claro, se amplía la gama de opciones individuales y la posibilidad de combinar los valores que orientan nuestras vidas aumenta otro tanto. Ardid de la razón; ayer el «izquierdismo» servía a la progresión histórica del individualismo, ahora les toca a los valores del Orden y los Negocios desempeñar, a veces a su pesar, el mismo papel. Pese a sus giros manifiestos, las ideologías temporales no perturban la continuidad secular de las democracias, sino que aceleran su desarrollo. El régimen moda de representaciones colectivas no ha sido sustituido de golpe en la época de las ideologías prometeicas. Se ha dado un momento bisagra que ha funcionado como formación de compromiso entre la fase histórica de la Revolución y la de la moda plena. La «última» manifestación del espíritu revolucionario se encontró curiosamente combinada, en los sixties, con su alter ego: el espíritu de moda. De un lado, incontestablemente los años sesenta y sus prolongaciones recondujeron el ideal de la Revolución a través de la contestación estudiantil, de la contracultura, del neofeminismo y de los movimientos alternativos. Asistimos al despliegue de una escalada ideológica que reclamaba «cambiar de vida», destruir la organización jerárquica y burocrática de la sociedad capitalista, emanciparse de todas las formas de dominación y autoridad. Con los temas del «Estado patronal y policíaco», el retorno a la huelga general, de La Internacional, las barricadas, la mitología revolucionaria supo dar lustre a su blasón. Pero, de otro lado, la contestación de los años sesenta rompió, en esencia, los vínculos que la unían a los proyectos demiúrgicos de la edificación del nuevo mundo, cristalizados durante el siglo XIX. El Mayo del 68 encarna en este sentido una figura inédita: sin objetivo ni programa definidos, el movimiento fue la insurrección sin futuro, una revolución en el presente que testimoniaba a la vez el declinar de las escatologías y la incapacidad de proponer una visión clara de la sociedad venidera. Sin proyecto explícito y sustentado por una ideología espontaneísta, Mayo del 68 no fue sino un paréntesis de corta duración, una revolución frívola, una pasión revolucionaria más que una movilización de fondo. Se produjo espectáculo de la Revolución, afirmación gozosa de los signos de ésta, no apuesta o enfrentamiento revolucionario. A diferencia de las revoluciones sangrientas cuyo eje era la construcción voluntaria de un futuro distinto, el Mayo del 68 se organizó conforme al eje temporal de la moda, el presente, en un happening más parecido a una fiesta que a los días que conmueven el mundo. La primavera estudiantil ni propuso ni edificó con seriedad; criticó, discurseó, reunió a la gente en las calles y las aulas, perturbó las certidumbres y reclamó «la insurrección de la vida», el «todo y enseguida» y la realización total de los individuos contra las organizaciones y las burocracias. Vivir sin trabas aquí y ahora, en el estallido de las jerarquías instituidas, Mayo del 68 estuvo dirigido por una ideología individualista «libertaria», hedonista y comunicativa, en las antípodas de la autonegación de las revoluciones anteriores. El presente colectivo y subjetivo fue el polo temporal dominante de Mayo del 68, primera revolución-moda en que lo frívolo prevaleció sobre lo trágico, y donde lo histórico se unió con lo lúdico. El Mayo del 68 movilizó, más en apariencia que de verdad, las pasiones revolucionarias; la forma moda había conseguido ya de hecho anexarse el orden de la subversión. Parodiando la Revolución, el Mayo del 68 antes que reavivar las llamas milenaristas, llevó por breve tiempo a su apoteosis la moda de la contestación. El clima propiamente ideológico del momento ejerció un papel preponderante en el desarrollo del fenómeno contestatario en Francia. Ni la situación objetiva de los estudiantes, ni la degradación de las perspectivas de empleo y porvenir para los futuros titulados pueden explicar la rebeldía utópica de la juventud. En Mayo no había ninguna inquietud verdadera de cara al porvenir; los estudiantes se preocupaban muy poco por el valor de sus títulos, y, por el contrario, rechazaron la adaptación de la enseñanza a las necesidades de la economía capitalista; la crisis de oportunidades sólo estaba en sus comienzos. El espíritu del Mayo no fue resultado de una predisposición social a la inquietud, fue, ante todo, resultado de predisposiciones ideológicas, de modas de ideas en una clase de edad determinada, del chic de la crítica social, de la actitud revolucionaria, del marxismo y del anticapitalismo, en el mismo momento en que precisamente desaparecía la perspectiva revolucionaria real representada por el partido y la clase obrera. La moda revolucionaria se desarrolló como contrapartida a la descomposición del partido revolucionario y de la integración de la clase obrera en el neocapitalismo; y si pudo causar furor fue porque de hecho estaba descalificada por las masas y sus organizaciones de combate, porque pudo funcionar entre los jóvenes como signo de afirmación, espectáculo de la diferencia ostensible. Cierto que las ideas de ruptura estaban especialmente en ebullición entre los grupos izquierdistas hiperpolitizados, pero de hecho estaban difundidas más o menos en muy amplias capas del mundo estudiantil. Gracias a la «represión» policial, la solidaridad estudiantil, mezclada con la corriente más o menos marcada de la ideología anticapitalista, impulsó la propagación y el exacerbamiento del fenómeno contestatario. Aunque no lo explican todo, ese esnobismo de la radicalidad, ese conformismo hipercrítico en la juventud son esenciales para comprender la amplitud y el contagio del espíritu del 68. Hemos asistido a un fenómeno sorprendente: durante algunos años, la contestación y la Revolución han funcionado como signos de moda, manifestaciones in acompañadas de un exceso de ostentación, de verbalismo irrealista que todo lo denunciaba, clamando por la liberación total en nombre de Marx, Freud, Reich... Es mucho más exacto considerar el Mayo del 68 un movimiento de moda que un fenómeno que ha «abierto un nuevo período en la historia universal». Otros factores culturales ejercieron un papel principal en el desarrollo del espíritu contestatario. Ninguna explicación de tipo circunstancial o estructural (guerra de Vietnam, Estado centralizador y dominante, arcaísmo de la Universidad, régimen gaullista en Francia) puede explicar un fenómeno que afectó a la juventud de diversas maneras (hippies, contracultura, psicodelia, provos, Mayo del 68, movimientos alternativos, neofeminismo, movimientos homosexuales) pero en todas las sociedades democráticas avanzadas. Podemos relacionar la insurrección de los sixties ton el aumento de la población escolarizada, con la prolongación de los estudios y con una vida adolescente y posadolescente inactiva, irresponsable y separada del mundo real del trabajo. Pero todos estos factores únicamente cobran importancia en el marco más amplio del trastorno de los valores de la vida cotidiana inducido por la nueva organización moda de la sociedad. En el corazón del individualismo contestatario se halla el imperio de la Moda como trampolín de las reivindicaciones individualistas, reclamo de libertad y realización privadas. La época hedonista de la Moda y el culto a la expansión íntima que impulsa, fueron los vectores de la agitación de los años sesenta y principios de los setenta, agitación que se produjo en la juventud como grupo menos sometido a las viejas formas de socialización, y que asimiló más rápida, directa e intensamente las nuevas normas de vida. El individualismo hedonista se topó de frente con los marcos de socialización «arcaica», autoritario-convencional-sexista, y fue ese antagonismo entre una cultura centrada en los valores de la Moda y una sociedad aún profundamente dirigista y culturalmente «bloqueada», el que alimentó la oleada contestataria. En lo más profundo, se trató de una revuelta consistente en reconciliar y unificar una cultura consigo misma y con sus nuevos principios básicos. No una «crisis de civilización», sino un movimiento colectivo para librar a la sociedad de las normas culturales rígidas del pasado y dar a luz una sociedad más dúctil, más diversa, más individualista y conforme con las exigencias de la moda plena. Hoy día, la atracción ejercida por la fraseología revolucionaria se ha disipado. Los cuentos escatológicos ya no exaltan a nadie; estamos perfectamente instalados en el reino terminal de la moda de la razón. Régimen versátil de las ideologías que hay que relacionar con la profundización de la labor de la forma moda, que ha logrado anexarse la producción, la comunicación, lo cotidiano. El abandono de las odiseas ideológicas y de su correlato, la aparición de la razón «ligera», son menos producto de una toma de conciencia colectiva del infierno del Gulag y del totalitarismo de la revolución comunista, que de los cambios acaecidos en el interior mismo del mundo occidental entregado al proceso de la moda plena. Ha sido el estilo de vida lúdico-estético-hedonista-psicologista-mediático el que ha minado la utopía revolucionaria y ha descalificado los discursos que predican la sociedad sin clases y el futuro reconciliado. El sistema final de la moda estimula el culto de salvación individual y de la vida inmediata, sacraliza el bienestar privado de las personas y el pragmatismo de las actitudes, resquebraja las solidaridades y conciencias de clase en beneficio de reivindicaciones y preocupaciones explícitamente individualistas. El imperio de la seducción ha sido el eufórico sepulturero de las grandes ideologías que, al no tomar en cuenta ni al individuo singular ni la exigencia de una vida libre hic et nunc, se han encontrado exactamente a contracorriente de las aspiraciones individualistas contemporáneas. A la fluidez de sentido propia de nuestras sociedades se asocian inquietudes más o menos marcadas que afectan a la vitalidad de las democracias. Vaciadas de creencias en las grandes causas e indiferentes a los grandes proyectos de edificación colectiva, ¿no son las democracias muy frágiles y vulnerables a las amenazas externas, habitadas como están por el espíritu de capitulación? Bajo el reino de la Moda, se extinguen los fervientes militantes: ¿no es éste un fenómeno propicio, en ciertas circunstancias, al establecimiento de regímenes fuertes? ¿En qué se transforman el espíritu de libertad, el coraje frente a los peligros, la movilización de energías, en una sociedad sin una finalidad superior y obsesionada por la búsqueda de la felicidad privada? Sin que suponga negar estos problemas, no es legítimo deducir apresuradamente la degeneración del espíritu democrático, atrofiado por la inconsistencia de las convicciones. En buena ley podemos preguntarnos si hoy los hombres estarían dispuestos a morir en masa por las instituciones de la República, pero ¿cómo ir razonablemente más allá de la pregunta? Nada puede dar una respuesta consistente a este tipo de pregunta que nos sitúa en un escenario de catástrofe con datos forzosamente inéditos. ¿Ha sido ahogada la voluntad de combatir por el culto al Ego? Visto el perfil de la sociedad contemporánea, nada autoriza a pensarlo de manera categórica; la debacle de las ideologías heroicas no conduce en absoluto a la cobardía general, a la parálisis de los ciudadanos o al rechazo de la guerra: el servicio militar no suscita delirio, pero no origina tampoco ningún movimiento de rechazo colectivo y, aparte de los pacifistas extremos, el principio de la defensa armada, de una fuerza de disuasión creíble y de un refuerzo del potencial militar, no es puesto en duda por nadie. Mientras que los Estados democráticos, apoyados por sus poblaciones, siguen armándose y prosiguen su carrera militar-industrial, la sociedad civil manifiesta por su parte una calma colectiva y una firmeza de opinión destacable ante el fenómeno terrorista que golpea el corazón de las ciudades europeas. La tentación de ceder a los chantajes terroristas es rechazada por la mayoría, a pesar de las amenazas que pesan sobre la tranquilidad pública; la independencia de los jueces y el veredicto pronunciado sin compromisos, a pesar de los riesgos corridos, contra el jefe de una organización terrorista, fueron saludados por la sociedad y la clase política en su globalidad. El homo democraticus no sueña ciertamente con sacrificios heroicos y grandes gestas, pero no por ello se hunde en la dejadez y la inconsciencia de la capitulación y del presente inmediato. A la violencia terrorista debe responderse con la firmeza y la aplicación de la ley; a la amenaza de las naciones extranjeras debe responderse con un refuerzo del poder militar; el individuo contemporáneo ha adoptado sin entusiasmo pero con lucidez el viejo adagio: «Si quieres la paz, prepara la guerra.» La decadencia de las opciones ideológicas duras no sólo no equivale al advenimiento del espíritu de rendición y de imprevisión colectiva, sino que refuerza la legitimidad social de las instituciones democráticas. Al margen de los grupúsculos terroristas ultraminoritarios rechazados por todas las formaciones políticas, las democracias ya no tienen, cosa del todo nueva, adversarios incondicionales en su seno: ya no quedan organizaciones fascistas importantes y los partidos revolucionarios carecen de impacto. En un mundo más relativista, sin fe histórica ardiente, el respeto a las instituciones prevalece sobre la subversión, la violencia política no atrae ya adeptos y se torna colectivamente ilegítima, todo lo que es sangriento o apela a la violencia física es rechazado por el cuerpo social y político. No dejamos de criticar tal o cual aspecto de nuestras sociedades, pero finalmente nos complacemos en ellas; por primera vez desde la llegada de la época democrática, los hombres han abandonado la utopía social y dejado de soñar en una sociedad distinta. Aparentemente los caracoleos de la Moda desestabilizan las democracias, pero en realidad las refuerzan y las hacen más estables y más impermeables a las guerras santas, menos amenazadas desde el interior, menos vulnerables a los delirios histéricos de la movilización total. No decadencia del espíritu democrático, sino su avanzada. La ligera deriva de la razón viene acompañada ciertamente de la banalización-espectacularización de lo político, del hundimiento de las militancias y de los efectivos sindicales, del espíritu de ciudadanía dispuesto bajo la actitud consumista, de indiferencia y a veces de desinterés hacia las elecciones: otros tantos aspectos reveladores de una crisis del homo democraticus concebido idealmente. Pero ¿cómo no ver al mismo tiempo que la disolución de las ideologías y el reino de la moda plena van a la par con una sociedad civil más autónoma y más movilizada en torno a lo que la afecta en lo más vivo: los derechos de la mujer, el medio ambiente, la escuela, la universidad, etc...? Por un lado, hay cada vez menos investidura religiosa en las causas políticas; por el otro, hay más «conflictos de sociedad», que dan fe del hecho de que la sociedad civil no es tan pasiva como dicen y que interviene más directamente y más espontáneamente en los asuntos que conciernen a la vida de los individuos y las familias. Menos limitada por pesados dogmas, más móvil y más vinculada a la calidad de vida y a las libertades individuales, la sociedad es más libre de intervenir, más capaz de presionar al Estado, más apta para expresar sus aspiraciones al margen de las organizaciones políticas y sindicales tradicionales. La ausencia de fidelidad ideológica que nos caracteriza da lugar al estallido de más conflictos, a una mayor proximidad de los ciudadanos a sus asuntos inmediatos y a menos poder arrogante de sus escasas mayorías electorales. A diferencia del chantaje de ciertas corporaciones todopoderosas al abrigo de la competencia, las manifestaciones de masa en torno a problemas sociales no suponen una degradación de la vida democrática, y la enriquecen forzando a la autoridad central a no gobernar tanto desde las alturas y a tener en cuenta las múltiples aspiraciones que componen el todo colectivo. La sociedad se hace oír más y el poder público debe aprender a imaginar soluciones menos tecnocráticas y más flexibles, menos autoritarias y más diversas, en consonancia con el abierto mundo individualista contemporáneo. EL ESCALOFRÍO DEL COME-BACK Pero consideremos la gran fluctuación ideológica que se opera ante nuestros ojos. En pocos años el paradigma marxista ha cedido su lugar al paradigma liberal, y la ruptura con el capitalismo ha dado paso al culto de la libre empresa y a la desvinculación del Estado. Tras la moda contestataria, el estado de gracia del mercado; tras el gran Rechazo, el éxtasis del beneficio. Ayer lo que sé llevaba eran las utopías, hoy se oscila entre el pragmatismo y el realismo gestionario. Correlativamente a la promoción ideológica de la competencia económica, asistimos a la rehabilitación de los valores individualistas competitivos. Mientras que la ambición, el esfuerzo, el dinero toman la delantera, se proclama el fin del «recreo del 68» y se denuncia una institución escolar cada vez más marchita y sometida a la ideología pedagógica. Acabado el entusiasmo de la comunidad educativa y de lo experimentado, se hace lugar al saber, a la instrucción, a la autoridad del Maestro y al «elitismo republicano». Prevalecen el mérito, la excelencia, la competencia individuales; tras la euforia contracultural y de relación, los relojes se han puesto en su totalidad en la hora de la eficacia y del balance contable. No obstante, la corriente neoliberal está lejos de imponerse sin contratiempos. Si es incontestable el impulso de la empresa privada y del Estado mínimo, ello no impide en absoluto que el cuerpo social, incluso en EE.UU., sea favorable a los sistemas de coberturas sociales y a las políticas sociales puestas en práctica en el marco del Estado-Providencia. No hay interés alguno hacia un cierto intervencionismo estatal en materia económica, sin que ello merme en nada la adhesión colectiva a la justicia social, a la cobertura frente a riesgos y a la intervención estatal en materia social e incluso universitaria, como lo han puesto de relieve los últimos movimientos de enseñanzas medias y universitarias en Francia y en España. Celebramos el dinamismo empresarial, pero son muchos los que manifiestan su adhesión a los salarios, a las pensiones y .a los derechos adquiridos. Existe la voluntad de restaurar la autoridad del profesor y del saber sin que ello socave la importancia de las relaciones y la consideración de las motivaciones subjetivas en el orden pedagógico. La moda tiene sus exageraciones, pero socialmente se difunde limando las aristas, se recompone de manera heteróclita y pierde todo carácter doctrinal para llevar a cabo, de hecho, una cierta «continuidad en el cambio» y una transformación más rápida del cuerpo colectivo sin fracturar no obstante los grandes equilibrios de las sociedades democráticas. La actual corriente neoliberal es más una moda que un estricto credo ideológico, seduce más la atracción por lo nuevo y la imagen de lo «privado» que el programa político liberal. Como toda moda, ésta segregará su antítesis, y sin ninguna duda, en un lapso indeterminado de tiempo, vendrá una nueva ventolera de locura para el Estado y la racionalidad de lo Universal, habrá nuevas oleadas de contestación, más o menos agresiva, y utopías románticas en guerra con el mundo del dinero, de la jerarquía y del trabajo. Desde la decadencia de la era teológica de las ideologías, nos vemos abocados a la inestabilidad crónica de los valores, a los vaivenes de las acciones y reacciones, al «eterno retorno» de la moda que, dentro de la modernidad, no deja de reciclar las formas y valores antiguos. En los años ochenta hemos vibrado al son del modernismo high tech y de la competitividad cruzada de aire retro: ¿por cuánto tiempo? Sin duda alguna es posible resituar este momento en uno de esos ciclos periódicos de la historia moderna, caracterizada por la extraordinaria dedicación a los negocios privados en oposición a una fase anterior más próxima a las cuestiones públicas. Hay una gran oscilación en cuanto al eje público/privado; un nuevo ciclo «privático» se ha puesto en marcha respondiendo a los diversos compromisos colectivos de los años sesenta y principios de los setenta. La cuestión es saber si tal fluctuación puede ser dilucidada, aunque sea parcialmente, a la manera de Hirschman, quien pone el acento en la experiencia de la decepción que conlleva la participación en acciones públicas.172 Al subrayar el papel de la insatisfacción y de la frustración personal, el análisis de Hirschman tiene el mérito de tratar de explicar la brutalidad de los cambios bruscos colectivos más allá de la consideración de los factores objetivos coyunturales y de los «actores racionales». De golpe, se ha afirmado todo lo que los cambios de preferencias deben a la inconstancia y a la frivolidad de las motivaciones humanas: la lógica de la moda está subyacente, en cierto sentido, en esta teoría de las oscilaciones ideológicas y sociales. Pero la importancia atribuida a la decepción «endógena» ha sido demasiado sobreestimada, y, en este caso, no posee ningún carácter explicativo en el ciclo que nos ocupa. Hoy día, no son tan sólo los desencantados de la movilización revolucionaria los que optan por lo privado, sino grosso modo todo el cuerpo social, la propia mayoría silenciosa que ha permanecido políticamente apática durante decenios. Nada que ver con la decepción ocasionada por las acciones de interés público: hace ya mucho tiempo que las masas no toman parte activa en los grandes combates escatológicos y ya no se adhieren a las esperanzas de cambiar el mundo. Los mismos que condenaban vagamente el capitalismo y sus excesos pero no se comprometían políticamente, ahora revisan sus juicios en favor de la libre empresa. Nada de decepción: la atracción invencible de lo Nuevo. La oscilación actual se debe menos a la experiencia de la insatisfacción que a la ruina de las grandes ideologías «de hierro», menos a la frustración que a la fiebre del cambio y a la pasión de todo lo que exalta al individuo libre. Sea cuales fueren las razones de fondo —y más adelante volveremos sobre ello— que explican el nuevo ímpetu ideológico, éste no puede ser desvinculado de la pasión de moda: el gusto por la novedad está presente hoy día incluso en los discursos y orientaciones principales. Sin la seducción de lo nuevo, las ideas liberales no hubieran podido alcanzar jamás tan rápidamente una audiencia semejante. La promoción cultural de la empresa no se ha producido solamente por un «realismo» ligado a la crisis, sino también, aunque sea de forma secundaria, por espíritu de moda. Por ser en parte una moda, la nueva cultura empresarial produce menos transformaciones fundamentales y, sin duda, duraderas en los comportamientos individuales y colectivos. Con el cambio de la imagen social de la empresa, ésta se convierte menos en lugar de explotación y lucha de clases que en lugar de creación de riquezas que apela más a la participación de todos: la idea de «círculos de calidad» comienza tímidamente a penetrar en Europa, y la figura del patrón aprovechado cede masivamente terreno ante la del creador y del héroe-star de la empresa. Ya desde ahora, el sindicalismo comienza a tener en cuenta este cambio de clima en su lenguaje y en su práctica: la autogestión juega el papel de has been, el capitalismo ya no es el mal absoluto y la misma huelga se convierte aquí y allá en un arma cuya utilización es problemática. Paralelamente, el gusto por el negocio, por crear la propia empresa, se difunde y gana una nueva legitimidad social; es la hora de los ganadores, de los patrones mediáticos y de los yuppies. Actualización ideológica capital para las sociedades liberales que, desembarazadas de una imagen de sociedad de explotación muy arraigada, se ven dotadas de una legitimidad reforzada y de una cultura favorable, al menos en principio, a una participación más realista de los asalariados y a un proceso de «cooperación en los conflictos» en las empresas. Tal viraje en las coordenadas ideológicas no puede dejar intacta la esfera subjetiva propia, dirigida por nuevos objetivos y sentidos. Estamos lejos del culto a la disidencia marginal, y nos inquietamos por el porvenir; el esfuerzo, el coraje y el riesgo son las estrellas, ¡viva la emulación, el profesionalismo y la excelencia! ¿Significa ello que este nuevo ambiente cultural sea el toque de difuntos de la línea narcisista de nuestras sociedades? Rehabilitación del espíritu competitivo y de la ambición, consenso en favor de la empresa, ¿no se trata de un juego incompatible con el reino del Ego absorbido por sí mismo, al acecho de sus sensaciones íntimas y del ser más? En algún sentido, se está a punto de volver una página: la tendencia de la época ya no es la laxitud, la permisividad y el psicologismo en todas direcciones; toda una franja de la cultura cool cede paso a referentes más «serios», más responsables y más efectivos. Pero el individualismo psi no ha sucumbido, se ha reciclado integrando la nueva sed de negocios, de informática, de media, de publicidad. Una nueva generación narcisista está en marcha, atrapada por la fiebre de la informática y de la competitividad, de los negocios y de barómetro-imagen. No sólo el culto psi, sino también la idolatría del cuerpo y la autonomía privada actúan más que nunca, aunque la relación humana original, única históricamente e instituida por la segunda revolución individualista, no deje de estar vigente. Sin duda asistimos a una «reacción» meritocrática, y el gusto por el éxito, la competición y los negocios vuelve con fuerza, pero ¿cómo hay que interpretar este momento? En absoluto como una reinversión clásica de los valores jerárquicos y la primacía de los criterios del Otro, sino mucho más fundamentalmente como consecución, por otros medios, del proceso propiamente narcisista de reducción —lo que no significa abolición— de la dependencia subjetiva respecto a los criterios colectivos de la honorabilidad social. En el centro de lo que constituye el individualismo contemporáneo, se da una nueva estructura de la relación interpersonal donde el Ego prevalece sobre el reconocimiento social, donde la aspiración individual a la felicidad y a la propia expresión y hace retroceder la inmemorial primacía del juicio del Otro (honor, derroche ostentoso, standing, rango social, etc...). Lejos de ser abolida, esta oscilación de la relación social entre los seres, que instituye por entero la última fase del reino de los individuos, prosigue su dinámica. Es simplista creer que asistimos al retorno puro y simple de la ideología competitiva, a un frenesí de triunfo y ascenso social; los nuevos aires del tiempo no hacen sino continuar el esfuerzo de emancipación de los individuos ante las referencias colectivas del éxito social y de la aprobación del Otro. Ni siquiera el demonio de los media, que hace correr a artistas, periodistas, escritores, patrones y demás, debe entenderse como el signo de la preminencia de la obsesión por el Otro, sino más como autopublicidad, goce narcisista de aparecer en la pantalla, ser visto por el mayor número de personas, deseo de ser amado y agradar, más que de ser respetado y estimado por sus obras: Narciso prefiere seducir que ser admirado, quiere que se hable de él, que se interesen por él y que se le escoja; P. Poivre d’Arvor declaraba a un importante periódico: «Necesito ser amado.» Ganar dinero, triunfar socialmente, sé han rehabilitado, aunque con resortes psicológicos y culturales que poco tienen que ver con el deseo de ascender en la pirámide social, de elevarse sobre los demás, de concitar la admiración y la envidia, de obtener respetabilidad. La propia ambición ha sido arrastrada por el vértigo de la subjetividad intimista: el negocio es tanto un medio para conseguir una situación económica desahogada como un modo de realizarse a sí mismo, de superarse, de tener un objetivo estimulante en la vida. La estructura narcisista del Ego domina; por un lado, se trata de tener dinero para gozar en privado de los bienes y servicios de la vida moderna, y, por otro, de hacer algo por sí y para sí mismo, conocer la excitación, la aventura o el riesgo, a ejemplo de esa nueva raza de managers que son los Gamesmen. La competencia y el riesgo han adquirido un nuevo tinte: ya no se trata del arribismo conquistador, sino del narcisismo más atento a sí mismo y a las vibraciones íntimas que a la jactancia, al escalón social y al prestigio. No existe ruptura alguna entre el nuevo culto empresarial y la creciente pasión de los individuos por la escritura, la música o la danza; en todas partes prevalecen la propia expresión, la «creación», «la participación verdadera» del Ego dominante. Vemos cómo se multiplican los casos de cambios de actividad profesional entre los ejecutivos, los profesionales liberales y otros, no porque el «perfil de la carrera» sea oscuro, sino porque no se realizan en ésta como desearían. La época neonarcisista no supone la desaparición de la rivalidad entre los seres, sino sometimiento de las formas de la competencia a los deseos de realización íntima. El Otro es menos un obstáculo o un enemigo que un medio de ser uno mismo. Si una vertiente de las democracias, hoy día reforzada, empuja a los individuos a medirse los unos con los otros y a afirmarse individualmente en la comparación con los demás, no debe verse en ello un nuevo ciclo que toma pura y simplemente el relevo al individualismo hedonista y psi. Es el mismo proceso de privatización narcisista el que ensancha las fronteras; el Ego se adueña cada vez más de la competencia interhumana a ejemplo de esos deportes (carreras de jogging, tenis fuera de torneo) en que la competición con el Otro es ante todo una manera de agotarse totalmente, de mantener la forma, de desafiarse a uno mismo y de realizar una hazaña individual. La corriente neoliberal merece que nos detengamos en ella. ¿Cómo ha podido la libre empresa, desacreditada durante tanto tiempo, conquistar en un período tan breve el corazón de las gentes? ¿Cómo explicar este viraje cultural en favor del beneficio y del mercado? ¿Cómo en una nación como Francia, tan inclinada secularmente al centralismo protector del poder público, ha podido producirse un movimiento como el de la desvinculación del Estado? Sabemos que, en el caso francés, la experiencia «rosa» ha contribuido no poco a esa oscilación y, especialmente, ha permitido: revelar los límites de la acción del Estado en una economía vinculada al mercado internacional, abrir los ojos a los imperativos de la economía y la realidad de la crisis, minar los sueños de la izquierda al poner en práctica, tras una fase inicial de reactivación, una gestión pragmática de los diversos temas. Por encima de la alternancia política, el contexto de la crisis económica ha sido determinante. Al principio, muy concretamente, gracias al continuo aumento de las deducciones obligatorias desde 1973: lo que aparecía como un medio de protección, garantía de libertad y bienestar, comenzó a resultar, para algunos, un obstáculo a la autonomía y a la responsabilidad de los individuos. Bajo el peso perceptible de un tiempo a esta parte de los impuestos y seguros sociales, cada vez más retenciones y redistribuciones públicas han dejado de ser bien vistas y han creado la sensación de que estamos forjando naciones de asistidos, de democracias menores. Aún más profundamente, la crisis ha sido un instrumento pedagógico que ha servido para despertar a la realidad, convirtiendo en obsoletas las visiones utópicas y la solución milagrosa del Estado onmipotente. Paro persistente, crecimiento cero, pérdida de competitividad, déficit de la balanza de pagos, la nueva situación económica ha iniciado con retraso una toma de conciencia del agotamiento de las naciones europeas y de la necesidad de procurarse los medios para salir del estado de crisis, esa toma de conciencia se halla en la base de la promoción cultural del empresario, del riesgo, del mérito individual como medios para dinamizar de nuevo nuestras sociedades y abrirles perspectivas de futuro. Por muy importantes que sean, todos estos agentes sólo han podido desempeñar sus papeles incorporados a las transformaciones de los valores y de los modos de vida propios de la época de la moda plena. Al sobreindividualizar a los seres, desarrollando el gusto por la autonomía y privilegiando el registro de los hechos, el reino de los objetos y de la información han llevado a valorar todo lo que favorece la libertad y la responsabilidad individual. La moda neoliberal es, en parte, una adaptación ideológica a las modas centradas en el átomo individual independiente y refractario a los sistemas omniscientes y a los encasillamientos rígidos, homogéneos, dirigistas. Es imposible disociar el consenso en torno al beneficio y la empresa de la acción característica de la moda generalizada, que hemos visto que no dejaba de trabajar para promocionar la autonomía individual y desarraigar las creencias dogmático-escatológicas. Así, la era de la moda total puede hallarse en la raíz de los fenómenos culturales más opuestos: anteayer, el gran rechazo utópico; hoy, la consagración de los negocios. Una vez más, la contradicción es sólo aparente, nos hallamos únicamente ante efectos antinómicos de un mismo impulso de tipo individualista. En el momento de la contestación, se dio libre curso a la reivindicación con la denuncia del sistema burocrático-capitalista y la asociación con el radicalismo revolucionario: se trataba de una fase intermedia entre una época revolucionaria militante y una de individualismo absorbido prioritariamente por las preocupaciones individuales. La moda plena ha continuado su obra, y el individualismo narcisista que nos domina, hostil a las grandes profecías y ansioso de hiperrealidad, ha constituido el suelo nutriente del renacimiento liberal. La exigencia de flexibilidad, las privatizaciones y desregulaciones se dan como eco de las transformaciones de la individualidad, ya en sí misma flexible, pragmática y que, ante todo, aspira a la autonomía privada. Sabemos que, paralelamente a esta segunda expansión liberal, se despliegan diversas manifestaciones de tipo netamente conservador que expresan un giro espectacular de los valores. La ideología law and order tiene el viento de popa: la pena de muerte goza del favor de la opinión pública, y numerosos estados de EE.UU. ya la han restablecido y aplicado. En lo que respecta a las prisiones, las ideas de enmienda y reinserción social tienen cada vez menos eco; hay que poner fin a la «prisión blanda» y la laxitud de la justicia, hay que castigar con firmeza y restablecer la efectividad de la condena. En Inglaterra, algunos amenazan con volver a los castigos corporales. Se ha predicado «la prescripción terapéutica» para los drogadictos y la penalización del consumo de estupefacientes. Muchas asociaciones Pro-life, Laissez-les vivre, Asociación pro-vida, emprenden cruzadas para la abolición del aborto legal: en EE.UU. se multiplican los atentados contra las clínicas que practican el aborto, y desde 1977 éste no puede ser financiado con fondos públicos; políticos de primera fila, tanto en Francia como en América, anuncian la necesidad de poner fin a la legislación sobre el aborto. Un nuevo orden moral trata de imponerse; vuelve el lema «trabajo, familia, patria». Tras la fiebre de la liberación sexual y feminista, aquí y allá resurge el elogio de la castidad, de la mujer en el hogar y de la virginidad, se estigmatiza el pecado de contracepción, el SIDA aparece como un signo de la cólera divina, y la sodomía y la felación se han convertido en delitos constitutivos de prisión en ciertos estados americanos. Más inquietante aún, el tema del racismo y la xenofobia se plantean ahora mismo en la plaza pública, se emiten dudas acerca del Holocausto, se multiplican los atentados contra los extranjeros, y la extrema derecha obtiene buenos resultados electorales con el eslogan: «Francia para los franceses, fuera los extranjeros.» El clima antiautoritario y emancipador de los años 1960-1970 ha quedado atrás, y el conservadurismo está en el candelero. ¿Podemos considerar todos estos fenómenos, disparatados aunque significativos de un incuestionable giro ideológico, como manifestaciones de la moda generalizada? ¿Acaso no asistimos a un verdadero come-back conservador y moralista que ha tomado el relevo del liberalismo cultural exacerbado de los años anteriores? ¿Acaso no es ésa la señal misma del eterno retorno de la moda, de la alternancia entre lo viejo y lo nuevo, del reciclaje del pasado y del ciclo alternativo entre lo neo y lo retro? La analogía es engañosa: esencialmente, lo que a veces llamamos «revolución conservadora» es antinómico con el espíritu y la lógica de la moda. En tanto que la moda plena funciona sobre una lógica del hedonismo, de la seducción, de lo nuevo, el neoconservadurismo restituye el moralismo, la «represión», la «tradición»; está en curso un proceso adverso: orden moral, no orden frívolo. Mientras que la forma moda diviniza la elección subjetiva individual, el rigorismo actual aplasta la diversidad y las libres combinaciones bajo la amenaza de dogmas vigentes como tales. La moda se alimenta del deseo insaciable de lo Nuevo, y el neoconservadurismo se basa en el dogma religioso intangible; la moda responde al gusto por el cambio, y el nuevo orden moral a la angustia de la inseguridad física, económica, cultural; la moda es exaltación del presente, la moral majority es nostalgia por un orden pasado. Ofensiva rigorista en materia de costumbres, por lo demás explícitamente dirigida contra el hipermodernismo y la laxitud del espíritu de moda acusado de haber acabado con las referencias de la normalidad, de la mujer, del niño y de haber destruido los valores del esfuerzo, la familia, la religión, el trabajo, el patriotismo. Asistimos a una reacción contra la moral permisiva, contra la «destrucción» de la autoridad y de la familia, contra la mezcla de razas y el «suicidio» de la nación, contra la «decadencia» de Occidente, cuya responsabilidad se atribuye al reino desbocado de la moda total. Si exceptuamos la voluntad de seguridad, la moral majority es ante todo el resultado de un fundamentalismo religioso que la moda plena no ha conseguido erradicar. Se trata menos de un resultado de la moda que de una supervivencia religiosa intolerante, menos de un rasgo esencial de las democracias contemporáneas que de manifestaciones típicas de naciones donde proliferan grupos e iglesias integristas que han podido recabar audiencia por el hecho mismo del maremoto emancipador anterior, de la desintegración de las identidades sociales y la ansiedad individual y colectiva que transmiten. Este neoconservadurismo no es expresión del reinado flexible del apogeo de la moda, sino que retoma el espíritu de religión hiperortodoxo de otra época en tanto no reconoce la acción y el juicio libres de las personas privadas. El imperio de la moda no ha llegado aún a su meta; aunque ha eliminado muchos escollos y ha emprendido en pocos años una reivindicación individualista sin igual. En las sociedades con un sentimiento puritano profundamente arraigado, el proceso de la moda ha topado con unas convicciones y una fe intransigentes que no ha conseguido vencer. No nos apresuremos a invocar un absoluto religioso impermeable al siglo: el tiempo debe tomarse en consideración; los efectos culturales de la moda extensa sólo datan de unos pocos decenios. No invoquemos tampoco el poder omnipotente del reino de la moda: nada indica que consiga algún día hacer oscilar la esfera de las creencias hacia el orden puro de lo consumible y lo versátil. Podemos pensar razonablemente en favor de la dinámica irreversible de la moda que el integrismo será cada vez menos compartido, cada vez menos dominante en las democracias modernas. Pero no es seguro que nunca pueda desaparecer. No por no ser asimilable como una forma de entusiasmo, ese momento rigorista y autoritario deja de tener alguna vinculación con la moda plena. Al acecho de novedades, los media han «hinchado» de forma considerable el remake tradicionalista, como si la opinión pública hubiera cambiado súbitamente de opinión. Sabemos que no supone gran cosa, que se trata más bien de un «pseudoacontecimiento» que de una realidad cultural de fondo; en esto, el efecto «retorno de los valores» es indisociable de los media y paradójicamente está bajo el dominio de la moda, a la vez que se rebela contra ella. Todos los sondeos lo revelan: la pasión por la autonomía y los deseos de goce íntimo no dejan de desarrollarse. Se invoca el valor reencontrado de la familia, pero los divorcios no dejan de aumentar y la natalidad de descender, las personas se casan cada vez más tarde y cada vez menos, y los hijos «naturales» representan ya en Francia uno de cada cinco nacimientos. Se anuncia el declive de la sexualidad permisiva, pero en los institutos parisinos un muchacho de cada dos tiene relaciones sexuales y una muchacha de cada tres ha dejado de ser virgen; la abrumadora mayoría cree legítimos los medios de contracepción y la libre sexualidad de los adolescentes. ¿Hostilidad al aborto? Incluso en EE.UU. la mayoría se opone a su prohibición legal, y un 30% de los votantes del Frente Nacional son partidarios del mantenimiento de la interrupción de embarazo. ¿Resurgimiento del fundamentalismo religioso? Sería no ver que la mayoría de los creyentes adopta prácticas y creencias cada vez más libres, eclécticas e individualizadas. Es olvidar que el fenómeno se manifiesta como teleevangelismo, como publicidad videocristiana, en parques de atracciones cristianos con espectáculo de láser y piscina donde por el día tienen lugar baños y por la noche bautismos. Muchos ecos en la superficie mediática, poca extensión social, ¿no es éste uno de los rasgos de la moda? Una sociedad reestructurada por la forma moda no impide en modo alguno la vedetización de los valores rigoristas, siempre y cuando añadamos que el fenómeno se queda en un espectáculo cuyos efectos, si bien no son nulos, son epidérmicos y minoritarios. Al igual que el neopuritarismo no proviene de un entusiasmo temporal, las reivindicaciones y medidas de seguridad tampoco pueden ser consideradas como movimientos de moda. Restablecimiento de la pena de muerte, justicia más firme, controles de identidad en la vía pública, restricción del derecho de asilo, código de la nacionalidad, «legítima defensa» y otras tantas manifestaciones que nada tienen que ver con las fluctuaciones efímeras de la moda. Los sondeos son unánimes: la lucha contra la criminalidad y el deseo de seguridad están en vanguardia de las preocupaciones de las personas. No hemos tocado fondo en la exigencia de orden, y ello porque no se trata, en lo más profundo, de una ideología sino de una componente ineluctable de la sociedad individualista civilizada reestructurada por la forma moda. En una sociedad hiperindividualista, en que la socialización excluye las formas de violencia y de crueldad física, en que distintas poblaciones se hallan enfrentadas, donde la información sustituye a la represión y donde el orden público está sobradamente garantizado, el miedo es consustancial al individuo pacífico y desarmado. La angustia por la seguridad no es un antojo, es en cierto modo una constante de la vida democrática. Tocqueville ya lo había subrayado: si el hombre democrático tiene un gusto natural por la libertad, tiene aún una pasión más ardiente por el orden público, y en circunstancias confusas siempre está dispuesto a renunciar a sus derechos para sofocar los gérmenes del desorden: El gusto por la tranquilidad pública se convierte entonces en una pasión ciega, y los ciudadanos están dispuestos a dejarse arrebatar por un amor muy desordenado por el orden».173 Aun inscribiéndose en la prolongación de esta vertiente democrática, el momento actual presenta un carácter singular: los ciudadanos exigen, en efecto, más seguridad cotidiana y, al tiempo, más libertades individuales. Más orden público, pero no menos derechos e independencia individuales. El deseo de seguridad no tiene en modo alguno como contrapartida, la renuncia a las libertades políticas y privadas como temía Tocqueville. No vemos desencadenarse una dinámica de restricción de los derechos de las personas en beneficio del aumento de las prerrogativas del Estado, sino que vemos cristalizar una exigencia creciente de control y de protección públicas en el seno de una sociedad profundamente vinculada a las libertades individuales y democráticas. Así como las medidas de seguridad no se alimentan de una ideología constituida, tampoco el resurgir de la xenofobia se inscribe en la continuidad de la ideología racista clásica. Hoy día, incluso aquellos que alimentan los sentimientos menos agradables respecto a los de tez morena, no predican la destrucción del Otro, ni proclaman ya la incuestionable superioridad del Ario o del Occidental. No más genocidio, cada uno en su casa. Sea cual sea el número, demasiado elevado, de crímenes racistas, el fenómeno se mantiene controlado, y no se dan ya pogroms, masacres y violaciones sistemáticas. El racismo no tiene ya la virulencia de antaño, es mucho más contenido y menos agresivo. A muchos no les gustan los extranjeros, pocos aprueban el derramamiento de sangre; no hay relación con ellos, pero tampoco se les agrede. La época frívola no elimina el racismo, lo modifica en ciertos aspectos: ya nadie imagina la «solución final», ya nadie sostiene la idea de la inferioridad congènita de las poblaciones de color. Hemos abandonado la temática de la pureza de raza; la xenofobia actual se da en el terreno de la obsesión por la seguridad y de la protección de intereses. En el racismo ocurre como en otras ideologías, se ha vaciado de su sentido excesivo y se ha vuelto menos seguro de sí mismo, menos dominador, «posideológico» y más una expresión de la angustia individual que una visión maniquea del mundo. Hay que precisar que no por ello se ha decantado, antes al contrario, por el ligero orden de la moda. LAS LUCES EN LIBRE SERVICIO Al no entrar en contradicción con el funcionamiento estable de las instituciones democráticas, la nueva regulación social de la razón deja de suponer una cuestión espinosa en cuanto al ideal democrático de la autonomía subjetiva en la esfera de las opiniones. ¿Cómo hablar de libertad individual allí donde la vida de la conciencia vibra al ritmo del humor cambiante de la moda? Si las ideas oscilan según apasionamientos fluctuantes, si adoptamos regularmente las corrientes «á la page», ¿qué se hace de la finalidad democrático-individualista por excelencia que es la soberanía personal o la propia autodeterminación en el orden de los pensamientos? Cuestión esencial de la que en Tocqueville hemos encontrado ya una formulación típica. Incluso aunque en De la démocratie en Amérique no haya una teoría de la moda, el análisis que hace su autor de la fuente de las creencias en las naciones democráticas, ilustra con precisión el reinado creciente de las influencias nuevas sobre las inteligencias particulares. El matizado pesimismo de Tocqueville acerca del destino de las democracias es ya conocido: a medida que progresa la igualdad de condiciones, el yugo de los hábitos y los prejuicios de grupo retrocede en favor de la independencia de espíritu y del esfuerzo individual de la razón. Pero en tanto los individuos son devueltos una y otra vez a su propio entendimiento, se desarrolla una tendencia adversa que los conduce a contar con la opinión de la masa. Por un lado, un mayor esfuerzo por buscar la verdad en uno mismo; por otro, una mayor inclinación a seguir a ciegas los juicios de la mayoría. En las democracias, la acción de la opinión común sobre los átomos privados ha adquirido una fuerza nueva e incomparable; como la moda, se ejerce no por coerción, sino por la invisible presión de lo cuantitativo. En último extremo, los tiempos democráticos conducen al «poder absoluto de la mayoría», «a dejar de pensar» y a la negación de la libertad individual.174 ¿Cómo no tomar en serio ahora la inquietud de Tocqueville en vista del impacto de los media sobre el éxito editorial, en vista de los gurús esotéricos, en vista de los programas de entertainment, de la proliferación de vedettes minuto, de la multiplicación de las modas intelectuales e ideológicas? Sea cual sea la ambigüedad de la economía frívola de la razón, no nos parece fundado verla como una empresa dirigida a la erradicación de la libertad individual y como signo de sojuzgamiento creciente de las conciencias. Mediante la activación y abundancia de los conformismos de moda, se produce efectivamente un movimiento parcial, aunque efectivo, de autonomización de las mentalidades; por medio de las epidemias miméticas, se camina hacia una mayor individualización de los pensamientos. A menudo nos complacemos en denunciar la estupidez borreguil de nuestros contemporáneos, su ausencia de reflexión y su fastidiosa propensión a la inconstancia y a las trayectorias zigzagueantes. Pero ¿eran más libres las personas cuando religiones y tradiciones conseguían una homogeneización sin resquicios de las creencias colectivas, cuando las grandes ideologías mesiánicas imponían doctrinas dogmáticas sin opción al examen crítico individual? Vemos sin dolor lo que se ha perdido: menos seguridad en las convicciones, menos resistencia personal frente a la seducción de lo nuevo y a la de la mayoría. Se resalta menos lo que, a un tiempo, hemos ganado: más preguntas sin a priori y más facilidad para cuestionarse. Bajo el reino de la moda total, el espíritu es menos firme, pero más receptivo a la crítica, menos estable pero más tolerante, menos seguro de sí mismo pero más abierto a la diferencia, a la prueba, a la argumentación del otro. Sería tener una visión superficial de la moda plena si no hiciéramos más que asimilarla a un proceso sin comparación de estandarización y de despersonalización; en realidad, propicia un cuestionamiento más exigente, una multiplicación de los puntos de vista subjetivos y el retroceso de la similitud de las opiniones. Ya no creciente semejanza de todos, sino diversificación de las pequeñas versiones personales. Las grandes certezas ideológicas se borran en beneficio del estallido de microdiferencias individuales, en favor de las singularidades subjetivas, quizá poco originales, poco creativas y poco reflexivas, pero más numerosas y más elásticas. En el hueco dejado por el hundimiento de los catecismos y ortodoxias, la moda abre la vía de la proliferación de las opiniones subjetivas. Nada más falso que representar la moda bajo los rasgos de la unanimidad de las conciencias. La fiebre actual por el liberalismo y el Estado mínimo, lejos de manifestarse con un discurso homogéneo, viene acompañada de toda una gama de variantes y adaptaciones, desde los neolibertarios a los socialdemócratas, pasando por los neoconservadores y otros. Casi todas las familias del pensamiento, en diversos grados, participan de la corriente del momento, pero ninguna hace en absoluto de ésta el mismo uso. Pocos años antes, se produjo el mismo fenómeno con el pensamiento revolucionario-marxista que dio lugar a una retahíla de interpretaciones y combinaciones: espontaneísmo, autogestión, maoísmo, freudomarxismo, utopía marginal, estructuralismo marxista, antihumanismo teórico, etc... La moda es un self-service en que los particulares se confeccionan un universo intelectual más o menos a medida, hecho de copias variadas, de reacciones a esto y aquello. Estamos dedicados al florecimiento de diferencias de opinión grandes y pequeñas; las conciencias, lejos de ser masificadas por la moda, son arrastradas por un proceso de amplia diferenciación y de bricolage intelectual a la carta. Aunque ello tope de frente con un pensamiento formado en la escuela marxista y con los manejos antihegelianistas de tipo nietzscheano, no hay que tener miedo de retomar los términos de una problemática hoy en día algo pasada de moda: el progreso. Sí, hay un progreso en la libertad de pensamiento, y ello a pesar de los mimetismos y los conformismos de moda. Sí, el avance de las Luces sigue adelante y los hombres «en su conjunto», como decía Kant, continúan saliendo de su «minoría de edad». Extinción de los fanatismos ideológicos, descomposición de las tradiciones, pasión por la información, los individuos son cada vez más capaces de ejercer un libre examen, de padecer menos los discursos colectivos, de servirse de su entendimiento y de «pensar por sí mismos», lo que evidentemente no significa al margen de toda influencia. Está claro que la moda retoma una forma de extradeterminación de los pensamientos, y desde luego ello supone un reinado particular de la influencia del Otro. Pero su autoridad no es dirigista, se ejerce sin monolitismo y se asocia a una voluntad de argumentación y a una capacidad de cuestionamiento mayores entre los individuos. La moda plena no es un obstáculo para la autonomía de las conciencias, es la condición de un movimiento de masa hacia las Luces. Pensar sin el auxilio de los demás, al margen de un clima intelectual e ideológico nutriente, en rigor carece de sentido: «Es pues siempre necesario, pase lo que pase, que la autoridad se halle en alguna parte del mundo intelectual y moral. Su lugar es variable, pero necesariamente ocupa un lugar. La independencia individual puede ser más o menos grande, pero no podría subsistir sin límites.»175 Si, en lo absoluto o en relación con la lógica del genio creador, el reino mimético de la moda constituye una injuria contra la autonomía personal, social e históricamente hace posible que ascienda el nivel de la mayoría de los hombres. Algo nos hace resistirnos a la idea de considerar la moda como un instrumento de libertad. Al margen de la uniformidad aparente que consigue, ella, que actúa por seducción y se basa en la facilidad mimética, ¿no induce acaso a desalentar el esfuerzo reflexivo de los particulares en la búsqueda de lo verdadero y lo justo? Ser dueño de los propios pensamientos ¿no es necesariamente resultado de un trabajo individual, de un acto de valentía y construcción explícita? Punto de vista en cierto sentido insuperable, pero que es más aplicable a la tarea de exploración intelectual que a la naturaleza de los pensamientos más generales de los hombres. De atenernos a una definición voluntarista de la autonomía intelectual, sólo algunos profesionales del concepto pueden pretender acceder al reino de la libertad de espíritu; la masa, por su parte, está dedicada, como le corresponde, a la idolatría, al espectáculo, al consumo de ideas-imagen, incapaz como es de acceder a la Mayoría de Edad, al uso libre y creador del entendimiento. Nos parece que semejante dicotomía elitista pierde de vista un proceso mucho más complejo en curso en las sociedades modernas. La conquista de la libertad intelectual se puede concebir al margen del modelo prestigioso de la razón arquitectónica, y puede efectuarse en un nivel muy diferente, mucho más empírico, gracias a la multiplicidad de las influencias y de su impacto, y por el juego de las diversas comparaciones. El avance del gobierno de uno mismo en la historia no se lleva a cabo por la vía regia del esfuerzo especulativo individual, sino por un conjunto de fenómenos culturales y sociales aparentemente contrarios a las Luces. «Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento. Esta la divisa de los Ilustrados»: la moda plena en este momento permite hacer uso a las más amplias masas de su propia razón, y ello debido a que el orden inmemorial de la tradición ha estallado y a que los sistemas terroristas de la razón ya no hacen mella en los espíritus. Padecemos gran número de influencias, pero ya ninguna es estrictamente determinante y ninguna puede abolir la capacidad de reflexionar sobre uno mismo. El espíritu crítico se extiende en y a través de los mimetismos de moda, en y a través de las fluctuaciones de «opinión», ésa es la gran paradoja de la dinámica de las Luces; la autonomía es indisociable de los dispositivos de la heteronomía. Guardémonos de toda visión satisfecha: las reacciones impulsivas del público, las sectas, las diferentes creencias esotéricas y parapsicológicas que frecuentemente pueblan las crónicas, están ahí para recordarnos que las Luces no pueden avanzar sin su contrario; la individualización de las conciencias conduce también a la apatía y al vacío intelectual, al pensamiento-spot, al revoltijo mental, a las más irracionales adhesiones, a nuevas formas de superstición y al «lo que sea». Por reales y espectaculares que sean, estos fenómenos no deben ocultar el mar de fondo que modifica la relación de los individuos con la verdad y la razón: consagramos poco tiempo y esfuerzo al pensamiento, pero hablamos en su nombre. Pocas meditaciones deliberadas y, no obstante, cada vez más madurez y mayoría de edad en los seres. La sinrazón de la moda contribuye a la edificación de la razón individual, pues la moda tiene razones que la razón no conoce en absoluto. V. LOS PROGRESIVOS DESMORONAMIENTOS DE LO SOCIAL EL predominio de la moda generalizada lleva a su punto álgido el enigma del ser colectivo característico de la época democrática. Se trata de comprender cómo una sociedad fundada en la forma moda puede hacer que los hombres coexistan entre sí. ¿Cómo puede establecer un lazo social mientras no cesa de ampliar la esfera de la autonomía subjetiva, de multiplicar las diferencias individuales, vaciar de su esencia trascendente los principios reguladores sociales y disolver la unidad de los modos de vida y de las opiniones? Al reestructurar de arriba abajo tanto la producción como la circulación de los objetos y de la cultura bajo la férula de la seducción, de lo efímero, de la diferenciación marginal, la moda plena ha trastocado la economía de la relación interhumana, ha generalizado un nuevo tipo de encuentro y de relación entre los átomos sociales y diseña el estadio terminal del estado social democrático. Correlativamente a esa forma inédita de cohesión social, ha desarrollado una nueva relación con la temporalidad y una nueva orientación del tiempo social. Cada vez más se generaliza la temporalidad que desde siempre ha gobernado la moda: el presente. Nuestra sociedad-moda ha liquidado definitivamente el poder del pasado que se encarnaba en el universo de la tradición, e igualmente ha modificado la inversión respecto al futuro que caracterizaba la época escatológica de las ideologías. Vivimos inmersos en programas breves, en el perpetuo cambio de las normas y en el estímulo de vivir al instante: el presente se ha erigido en el eje principal de la temporalidad social. LA APOTEOSIS DEL PRESENTE SOCIAL Desde el momento en que la moda ha dejado de circunscribirse exclusivamente al dominio de las futilidades y representa una lógica y una temporalidad social de conjunto, es útil y necesario volver sobre la obra que más lejos ha ido en la conceptualización, la amplificación y la puesta de relieve del problema: la de Tarde. Gabriel de Tarde, el primero en haber logrado teorizar la moda más allá de las apariencias frívolas y en haber otorgado una dignidad conceptual al tema, reconociendo en él una lógica social y un tiempo social específicos. El primero en haber visto en la moda una forma general de carácter social y en haber definido épocas y civilizaciones enteras mediante el principio mismo de la moda. Para G. de Tarde, la moda es esencialmente una forma de relación entre los seres, un vínculo social caracterizado por la imitación de los contemporáneos y el amor por las novedades extranjeras. No existe sociedad sin un fondo de ideas y deseos comunes; lo que establece el nexo de sociedad es la semejanza entre los seres, hasta el punto de que ha llegado a afirmar que «la sociedad es la imitación».176 La moda y la tradición son las dos grandes formas de la imitación que permiten la asimilación social de las personas. Cuando la influencia de los antepasados da paso a la sumisión hacia las sugerencias de los innovadores, los períodos de tradición ceden su lugar a los períodos de moda. Mientras que en los siglos de tradición se obedecen las reglas de los antepasados, en los siglos de moda se imitan las novedades del exterior y las que nos rodean.177 La moda es una lógica social independiente de los contenidos; todas las conductas y todas las instituciones son susceptibles de ser arrastradas por el espíritu de moda, por la fascinación de lo nuevo y por la atracción de los modernos. A ojos de G. de Tarde dos principios estrictamente correlativos caracterizan la moda: por una parte, una relación de persona a persona regida por la imitación de los modelos contemporáneos, y, por otra, una nueva temporalidad legítima, el presente social, que ilustra más acertadamente la divisa de los períodos de moda: «Todo nuevo, todo bueno.» En las épocas en que domina la moda, el pasado tradicional deja de ser objeto de culto, el momento actual magnetiza las conciencias mientras que el prestigio recae en las novedades: se venera el cambio, el presente. Oponiendo los períodos en que reina la moda a aquellos en que reina la costumbre, G. de Tarde ha subrayado con fuerza que la moda era mucho más que una institución frívola: forma de una temporalidad y de un carácter social específicos, la moda es, más que algo que se explica a través de la sociedad, un estadio y una estructura de la vida colectiva. A pesar de este importante avance teórico, sabemos que G. de Tarde no consiguió llegar a comprender el vínculo consustancial que unía la moda a las sociedades modernas. En busca de las leyes universales de la imitación y de su marcha irreversible, de Tarde no supo reconocer en la moda una invención propia del Occidente moderno, y la explicó como una forma cíclica e ineluctable de la imitación social. Principio invariable en el inmenso recorrido histórico de los hombres, la moda aparece como una fase transitoria y revolucionaria entre dos períodos de tradición. La vida social está universal y necesariamente acompasada por la oscilación de las fases tradicionalistas donde reina la imitación de los modelos antiguos y autóctonos, y de fases de moda en que se propagan corrientes de imitación de novedades extranjeras que rompen el equilibrio de las costumbres: «La imitación, primero costumbre, luego moda, vuelve a ser costumbre... ésa es la fórmula general que resume el desarrollo total de cualquier civilización...».178 Fórmula que, por otra parte, se aplica más a los diferentes niveles de la vida social tomados de uno en uno, lengua, religión, moral, necesidades, gobierno, que al todo colectivo, siendo raros los momentos históricos, como la Grecia del siglo V a. de C., Florencia en el siglo XV, París en el siglo XVI y Europa en los siglos XVIII y XIX, en que la imitación-moda invade simultáneamente todas las esferas de la actividad social.179 Prisionero de una concepción transhistórica de la moda, G. de Tarde procedió a una extensión abusiva del concepto, ocultó la discontinuidad histórica que ésta ejercía y la aplicó a tipos de civilización donde todo funcionamiento social tendía a conjurar la irrupción. Cosa que no le impidió observar con lucidez la excepcional amplitud de los fenómenos de contagio de la moda en las sociedades modernas democráticas: «El siglo XVIII inauguró el reino de la moda en grande... nosotros atravesamos incuestionablemente un período de imitación moda destacable entre todos por su amplitud y su duración.»180 Por fuertes que sean las oleadas de moda, precisa G. de Tarde, el prestigio de los ancestros sigue prevaleciendo siempre sobre el de las novedades: está en juego la persistencia social. Incluso en las sociedades modernas, las más sujetas a los apasionamientos pasajeros, la parte del elemento tradicional es siempre preponderante, el prestigio de los antepasados superior al de los innovadores y «la imitación vinculada a las corrientes de la moda no es, pues, sino un torrente muy débil en comparación con el gran río de la tradición, y es preciso que así sea».181 No siendo posible ninguna cohesión social sin comunidad de creencias y sin similitud de corazón y espíritu, es necesario, para que no se rompa la cadena de las generaciones y para que los niños no se vuelvan extraños a sus padres, que se mantenga el respeto por las creencias antiguas. Por vía de la imitación de los mismos modelos del pasado, las generaciones continúan manteniendo sus semejanzas y forman una única sociedad. La preminencia de la tradición es una constante social, un imperativo categórico del nexo de sociedad, y ello sean cuales sean los cambios y las crisis de la moda. Un análisis sin duda justificado a finales del siglo XIX, en el momento en que escribía G. de Tarde, cuando la moda no había alcanzado aún toda su extensión y dejaba que amplias franjas de la vida social subsistieran bajo el yugo de la tradición y de la autoridad del pasado, pero que no podemos retomar tal cual en un tiempo en que la economía, la cultura, la razón y la existencia cotidiana se hallan regulados por lo efímero y la seducción. Con la moda plena se ha operado una mutación capital en el eje del tiempo social, un giro en la relación de fuerzas entre moda y costumbre: por vez primera, el espíritu de la moda domina prácticamente en todas partes sobre la tradición, así como la modernidad sobre la herencia. A medida que la moda engloba esferas cada vez más amplias de la vida colectiva, el reino de la tradición se eclipsa y no representa más que «un torrente muy débil» comparado con el «gran río» de la moda. Esta es la novedad histórica: nuestras sociedades funcionan al margen del poder regulador e integrador del pasado, el eje del presente se ha convertido en una temporalidad socialmente predominante. En todas partes se dan fenómenos de volubilidad y la lógica de la inconstancia, en todas partes se manifiestan el gusto y el valor de lo Nuevo; se trata de normas fluctuantes, reactualizadas sin cesar, que nos socializan y guían nuestros comportamientos. El imperio de la moda representa esta inmensa inversión de la temporalidad social consagrando la preminencia del presente sobre el pasado y el advenimiento de un espacio social sustentado sobre el presente, el tiempo mismo de la moda. Si la moda nos gobierna, quiere decir que el pasado ya no es el polo que ordena los detalles de nuestros actos, de nuestros gustos y creencias; los antiguos decretos ya no son considerados aptos para orientar los comportamientos, los ejemplos que seguimos están tomados cada vez más de nuestro entorno, en un ambiente inestable. Ya sea en materia de educación, de saber, de higiene, de consumo, de deporte, de relaciones humanas o de ocio, encontramos nuestros modelos aquí y ahora, no detrás de nosotros. El legado ancestral ya no estructura, esencialmente, los comportamientos y las opiniones; la imitación de los antiguos se ha borrado frente a la de los modernos, y el espíritu tradicional ha dejado paso al espíritu de novedad. La moda lleva las riendas porque el pasado legislador ha dejado de regular y porque el amor hacia las novedades se ha vuelto algo general, normal y sin límites, «la curiosidad se ha convertido en una pasión fatal, irresistible», escribía Baudelaire. En la mayor parte de los campos, los individuos buscan apasionadamente las novedades; la veneración por el pasado inmutable ha sido sustituida por las locuras y las fiebres de moda, y más que nunca domina la divisa «todo nuevo, todo bueno». La moda es nuestra ley porque toda nuestra cultura sacraliza lo Nuevo y consagra la dignidad del presente. No sólo en las técnicas, el arte o el saber, sino en el mismo modo de vida restablecido por los valores hedonistas. Legitimidad del bienestar y de los goces materiales, sexualidad libre y desculpabilizada, invitación a vivir más, a satisfacer los deseos y a «aprovechar la vida», la cultura hedonista orienta a los seres hacia el presente existencial y exacerba los fenómenos de volubilidad y la búsqueda de la salvación individual en las novedades como tantos otros estímulos y sensaciones propicios a una vida rica y plena. El reino del pasado no ha sido abolido; se halla neutralizado, sometido como está al imperativo incuestionable de la satisfacción privada de los individuos. Preponderancia del presente social que no es sino la punta del iceberg de la transformación secular de la relación con la temporalidad, y que ha hecho que las sociedades modernas cambiaran de destino hacia la era futurista. Desde hace siglos, nuestras sociedades han iniciado una inmensa «oscilación del tiempo» librándonos de la fidelidad al pasado y dirigiéndonos siempre hacia el futuro. Asociada al desarrollo del capitalismo, de la nación, del Estado, de las ciencias, se ha establecido una lógica temporal inédita: la legitimidad del pasado fundador característica de las sociedades tradicionales ha dado paso a la de la organización del porvenir.182 No cabe duda de que las sociedades modernas descansan sobre la administración y la preparación del futuro a cargo de las diferentes instituciones políticas y económicas; no cabe duda tampoco de que el Estado administrativo democrático, liberado de toda referencia trascendente, halla su legitimidad profunda en su capacidad de preparar un futuro abierto y de orquestar el cambio colectivo. Por lo demás, esta orientación y esta legitimación futurista no esclarecen la naturaleza del tiempo social característico de las sociedades democráticas en la era de la moda plena. Si los poderes públicos y económicos se vuelcan en la gestión del futuro, y si la referencia al porvenir se ha hecho constitutiva del funcionamiento del Estado y del capitalismo, el espacio interhumano se encuentra cada vez más bajo la dependencia de los decretos del presente. Por un lado, la organización futurista del cambio, y, por el otro, el amor por las novedades, los furores y apasionamientos, los flujos cada vez más amplios de imitación de nuestros contemporáneos, la precariedad de las normas colectivas. A buen seguro podemos definir la época moderna por su configuración y legitimación del porvenir a condición de añadir que paralelamente se ha desarrollado un tipo de regulación social que garantiza la preminencia y la legitimidad del presente. Al mismo tiempo, la orientación hacia el porvenir ha perdido el carácter detallado y preciso que antes le conferían las grandes ideologías mesiánicas y que el totalitarismo aún prorroga.183 Ya no tenemos una visión clara y concreta del futuro, éste se nos aparece desvaído y abierto; de golpe, la idea de programa político sin más tiende a perder su credibilidad; son necesarias la flexibilidad, la capacidad de guiar y rectificar con rapidez las propias posiciones en un mundo sin una dinámica trazada de antemano. Incluso existe primacía del presente en la esfera económica, donde el gran sueño de las políticas industriales «dirigistas» ha tocado a su fin: la velocidad de los cambios tecnológicos implica desde ahora la movilidad de las decisiones, la adaptación cada vez más rápida al mercado-rey y aptitud para la flexibilidad y la experimentación en el riesgo. La gestión del futuro entra en la órbita de la brevedad y del estado de urgencia permanente. La supremacía del presente no está en contradicción con la orientación hacia el futuro; ésta no hace sino consumarlo, acentuar la tendencia de nuestras sociedades a emanciparse de las cargas de la herencia y constituirse en sistemas casi «experimentales». El reino del presente pone de manifiesto la debacle.de las ideologías demiúrgicas, la aceleración en la invención del mañana y la capacidad de nuestras sociedades para autocorregirse, autoguiarse sin modelo preestablecido, incrementar la acción de la autoproducción democrática. La supremacía de la moda no significa tanto aniquilación del elemento tradicional como pérdida de su poder colectivo restrictivo. Son muchas las costumbres que perduran: bodas, fiestas» regalos, cocina, cultos religiosos, reglas de cortesía y tantas otras tradiciones que siguen teniendo una existencia social, pero que no logran ya imponer reglas de conducta socialmente imperativas. Las normas heredadas del pasado persisten sin coerción de grupo, sometidas como están al reino de las subjetividades autónomas: seguimos festejando la Navidad, pero ahora en las estaciones de esquí, en las playas del sur o ante las variedades de la pequeña pantalla. Las jóvenes todavía se casan de blanco, pero por juego, placer estético, libre elección. Las creencias y prácticas religiosas resisten con fuerza, pero tienden a funcionar a la carta. Se come kasher judío, especialidades italianas y cocina francesa; el mismo judaísmo entra en la época del supermercado y del bricolage de los ritos, los rezos y símbolos religiosos: ahora, entre los judíos americanos reformistas, las mujeres dirigen la plegaria, llevan los emblemas antaño masculinos y pueden llegar a ser rabinos. Aun cuando ciertas formas tradicionales se perpetúen, la adaptación y la innovación trastornan en todas partes la permanencia de lo ancestral y las tradiciones se reciclan en el registro de la apertura y de la creatividad institucional e individual. El espíritu de tradición está colectivamente muerto; el presente dirige nuestra relación con el pasado, del que sólo conservamos lo que nos «conviene», esto es, lo que no está en flagrante contradicción con los valores modernos, con los gustos y la conciencia personales. La época de la tradición ha terminado, minada por el desarrollo de los valores y aspiraciones individualistas. Las tradiciones han perdido su autoridad y su legitimidad incontestadas; lo primero es la unidad individual, soberana y autónoma, y ya ninguna regla colectiva tiene valor en sí misma si no es admitida expresamente por la voluntad del individuo. En estas condiciones, las tradiciones se disuelven en un proceso de personalización, y tienen el encanto de un pasado superado y retomado no tanto por respeto a los antepasados como por juego y deseo de afiliación individualista a un determinado grupo. Paradójicamente, las tradiciones se vuelven instrumentos de la afirmación individualista: ya no son las normas, colectivas las que se imponen al yo, sino el yo el que se adhiere deliberadamente a ellas, por voluntad privada de asimilarse a tal o cual grupo, por gusto individualista de ostentar una diferencia, por deseo de tener una comunicación privilegiada con un grupo más o menos restringido. En materia cultural y artística, nuestra relación con el pasado es, de seguro, más compleja. Lo cierto es que en ningún sitio se han descalificado las obras «clásicas», y son, por el contrario, admiradas y apreciadas en extremo. La ópera y la música clásica tienen un amplio público de admiradores fieles, y las grandes exposiciones de pintura (Rafael, Turner, Manet), organizadas desde hace unos años en París, atraen en cada ocasión centenares de miles de visitantes. Decir que nuestra sociedad funciona en presente no quiere decir que el pasado esté devaluado, significa que ya no es el modelo que hay que respetar y reproducir. Lo admiramos, pero ya no dirige; las grandes obras del pasado tienen un prestigio inmenso, pero nosotros producimos «superventas» hechos para no durar, de obsolescencia incorporada. Ello no concierne tan sólo a la cultura de masas. Con el modernismo artístico y las vanguardias, las obras han dejado explícitamente de vincularse al pasado; se trataba de romper todos los lazos con la tradición, y abrir el arte a una empresa de ruptura radical y de renovación permanente. El arte de vanguardia se ha rebelado contra el gusto del público y las normas de la belleza en nombre de una creación sin límites y del valor último de la innovación. En guerra con el academicismo, el «buen gusto» y la repetición, las vanguardias han realizado obras herméticas, disonantes, dislocadas, escandalosas, en las antípodas de la lógica de la moda y de su sumisión al espíritu de su tiempo. Si en sus inicios el proceso modernista halló su modelo en la escalada revolucionaria, en segunda instancia, la forma moda ha conseguido asimilar en su registro la forma revolucionaria en sí misma: ha dispuesto un campo artístico estructuralmente híbrido, hecho a la vez de rebeldía contra lo instituido y de giros versátiles y sistemáticos. Por un lado, el espíritu de subversión, por el otro, la inconstancia de los vaivenes y la tendencia ostentadora hacia lo nunca visto. El desarrollo de las vanguardias ha coincidido cada vez más con la preponderancia de la forma moda, y el arte ha visto cómo se desencadenaba una búsqueda a todo precio de la originalidad y de la novedad, el chic de la deconstrucción, el boom sofisticado del minimal y del conceptual, y la proliferación de los artilugios «anartísticos» (happening, no-arte, acciones y performances, body-art, land-art, etc...), fundados más en el exceso, la paradoja, la gratuidad, el juego o lo estrafalario, que en la radicalidad revolucionaria. La escena artística ha oscilado en una época de obsolescencia acelerada: explosión de artistas y de grupos de vanguardia enseguida agotados, olvidados y remplazados por otras corrientes siempre más «en onda». La esfera artística se ha convertido en el teatro de una revolución frívola que ya no molesta nada: mucho énfasis teórico, pero pocas rupturas efectivas. En lugar de las alteraciones de fondo de principios de siglo, la multiplicación de las micronovedades y variaciones marginales; en lugar de la conquista de las grandes vanguardias históricas, la repetición, el academicismo modernista y la inmovilidad de las pseudodiferencias sin importancia. Sin dejar de hacer uso de la coartada subversiva, el tranquilo confort de la moda ha prevalecido sobre la discontinuidad revolucionaria. El arte se halla cada vez más estructurado por los imperativos efímeros del presente, por la necesidad de crear acontecimientos, por la inconstancia de los movimientos orquestados por los marchantes, relevados por los media. El abismo entre la creación de moda y la de arte no deja de reducirse: mientras los artistas no consiguen ya provocar escándalo, los desfiles de moda se pretenden cada vez más creativos, y hay ya tantas innovaciones en la fashion como en las bellas artes; la época democrática ha logrado disolver la división jerárquica de las artes sometiéndolas también al reino de la moda. En todas partes se llevan la palma la competencia por la originalidad, lo espectacular y el marketing. El momento «posmoderno» («transvanguardia», «libre figuración», retorno a la tradición, etc...) no modifica en nada el proceso en curso. Al valorar la recuperación del pasado y de la tradición artística, el arte contemporáneo consuma su devenir moda: en cuanto la ruptura con el pasado deja de ser un imperativo absoluto, se pueden mezclar los estilos en unas obras barrocas, irónicas y de más fácil acceso (arquitecturas posmodernas). La austeridad modernista declina en favor del mestizaje sin fronteras de lo viejo y lo nuevo, y el arte campa más bien en el orden del efecto, en el orden in del «guiño», de la «segunda lectura» y de las combinaciones y recombinaciones lúdicas. Todo puede volver y todas las formas del museo imaginario pueden ser explotadas y contribuir a desplazar con mayor rapidez lo que está en el candelero; el arte entra en el ciclo moda de las oscilaciones efímeras de lo neo y de lo retro, de las variaciones sin riesgo ni denigración; ya no se excluye, se recicla. El revival se convierte en una receta: neofauves, neoexpresionistas y pronto, sin duda alguna, nueva-nueva abstracción. El arte, liberado del código de ruptura modernista, ya no tiene ninguna referencia, ni tampoco criterio de evaluación; todo es posible, incluso recomenzar «a la manera de», representando la imitación desfasada del pasado; el arte puede adoptar mejor el ritmo ligero del eterno retorno de las formas, la danza acelerada y sin tensión de la renovación de estilos. Digan lo que digan los ostentadores del posmodernismo, lo Nuevo artístico no es un valor devaluado; desde luego ya no es aquel que perseguían las vanguardias «clásicas», pero sigue siendo, con mucho, el que rige la moda. CONFLICTO Y VÍNCULO SOCIAL Mientras que los individuos buscan ante todo parecerse a sus contemporáneos y no a sus antepasados, las corrientes de imitación se separan de los grupos familiares y de los medios de origen. En lugar de los cerrados determinismos de cuerpo, de clase o de país, se despliegan influencias múltiples, transversales, recíprocas. El objetivo de la moda designa «el dominio libre y sin trabas de la imitación»,184 y el estado social en que los contagios miméticos se aceleran y se ejercen más allá de las barreras de clases y naciones. No es cierto que las clases, las naciones o los grupos de edad no determinen ya comportamientos específicos, pero las influencias de ese tipo son cada vez menos exclusivas y unilaterales. Con la coincidencia y apertura de las corrientes de imitación, la revolución democrática prosigue su obra, liquida la hermeticidad de clase y de países y erosiona el principio de las influencias aristocráticas y el monopolio de la influencia directriz de grupos particulares y superiores. El régimen de la imitación global y cerrada propio de los períodos de tradición ha sido sustituido por el de la imitación individual y parcial. Se imita esto y no aquello, de éste se copia esto, de otro aquello; nuestros préstamos carecen de un origen determinado, son tomados de innumerables fuentes. Lejos de ser equivalente a la uniformización de los comportamientos, usos y gustos, el imperio de la moda conlleva la personalización de los individuos. En las épocas de tradición, se imita a pocos hombres, pero se les imita en todo. En nuestras sociedades ocurre a la inversa. Debemos citar en su integridad este texto de Tarde, de insuperable acierto: «Lo que es realmente contrario a la afirmación personal es la imitación de un solo hombre, al que se emula en todo; pero cuando en lugar de ceñirnos a uno o algunos, recurrimos a cien, a mil o diez mil personas, consideradas cada una de ellas en un aspecto particular, elementos de idea o acción que combinamos de inmediato, entonces la naturaleza misma y la elección de estas copias elementales, así como su combinación, expresan y acentúan nuestra personalidad original.»185 ¿Cómo suscribir entonces por completo la idea de que «un estado social plenamente democrático es un estado social en el que no existen, por así decirlo, diferencias individuales»?186 A buen seguro, el análisis de Tocqueville es precisamente el que mejor refleja el paulatino retroceso de las influencias fuertes y duraderas de familia y grupo. Pero ello no significa la erosión y desaparición de las influencias individuales. La sociedad democrática libera y multiplica las corrientes de imitación; las influencias individuales son menos profundas, pero permanentes y diversas. Es verdad que los grandes líderes intelectuales se extinguen, que se eclipsa la autoridad de los maestros y que las clases superiores han dejado de ser los modelos preponderantes, y que las mismas stars ya no son los polos magnéticos que fueron. Pero a la vez proliferan las influencias microscópicas y los ejemplos kit tomados de aquí y de allá. El estado social democrático regido por la moda supone, por un lado, la tendencia al eclipse de las grandes autoridades directrices y, del otro, la diseminación de las pequeñas influencias, sean determinantes o superficiales; es el tiempo de las precarias influencias a la carta. Fin de la tradición, inestabilidad de las normas de socialización y superindividualización de los seres, la moda plena, como último nivel del estado social democrático, no hace sino promover con mayor insistencia la cuestión del principio de cohesión de las sociedades contemporáneas. ¿Cómo una sociedad, constituida por unidades libres e independientes, sin ningún nexo sustancial de sociabilidad, puede reconocerse como una? ¿Cómo una sociedad desligada de los vínculos comunitarios tradicionales, constituida por individuos autónomos, fluctuantes y cada vez más encerrados en sí mismos, puede escapar al proceso de (desintegración y mantenerse unida? La cuestión tiene mayor repercusión cuanto que el universo democrático, lejos de basarse en la similitud de opiniones y en la unidad de creencias, no cesa de abrir nuevos focos de disensión y nuevos conflictos de ideas y valores. La unidad de referencias se ha desvanecido; nuestras sociedades son indisociables del antagonismo permanente de la razón. Está claro que las sociedades democráticas no se encuentran en el grado cero de los valores: especialmente la libertad y la igualdad constituyen una base de ideal común. Pero, siendo principios abstractos susceptibles de interpretaciones fundamentalmente adversas, los principales referentes de la edad democrática estimulan un ilimitado proceso de críticas, discordias y puesta en tela de juicio del orden vigente. Aun si fuera cierto que el tiempo de las grandes divisiones y excomuniones políticas contemporáneo de la era religiosa de las ideologías haya dado paso a un consenso universal acerca de las instituciones democráticas y sobre los imperativos de una gestión rigurosa de la economía, no nos hallamos en modo alguno en una fase de unanimidad sin fisuras de fondo: en el centro de los debates hay importantes diferencias y puntos de vista irreconciliables, así que no se nos puede aplicar la imagen de una sociedad en que «las opiniones no difieren más que por los matices».187 Hemos enterrado el hacha de guerra a propósito de la dictadura del proletariado y la Revolución, pero han surgido nuevos antagonismos: pena de muerte, inmigración, prisiones, aborto, droga, eutanasia, energía nuclear, medios de procreación, protección social, selección y tantas otras cuestiones respecto de las cuales es inútil que esperemos poder hallar una mínima unanimidad; nuestras sociedades se han dedicado a desgarrar las perspectivas. La era de la moda plena supone todo salvo uniformización de las convicciones y comportamientos. Es verdad que, por un lado, ha homogeneizado los gustos y los modos de vida pulverizando los últimos residuos de costumbres locales, ha difundido los estándares universales del bienestar, del ocio, del sexo, de lo relacional, pero, por otro lado, ha desencadenado un proceso sin igual de fragmentación de los estilos de vida. Aunque el hedonismo y el psicologismo son valores dominantes, los modos de vida no cesan de estallar y diferenciarse entre muchas familias que los sociólogos de lo cotidiano tratan de inventariar. Cada vez hay menos unidad en las actitudes frente al consumo, la familia, las vacaciones, los media, el trabajo y las diversiones; la disparidad ha invadido el universo de los estilos de vida. Si nuestras sociedades ahondan el círculo de diferencias en las creencias y géneros de vida, ¿qué es lo que nos permite garantizar la estabilidad del cuerpo colectivo? M. Gauchet ha demostrado en profundos análisis cómo la sociedad democrática, destinada a la división de opiniones, hacía que los hombres se mantuvieran unidos en y por sus oposiciones, en y por sus divergencias. No hay pues necesidad, a la manera de un Tocqueville, de plantear la unidad de creencias en la base de la permanencia social; es el mismo conflicto que afecta a las significaciones sociales y a los intereses y que, lejos de romper el vínculo social, se dedica a producir una dimensión de comunidad de pertenencia. La división y el antagonismo social crean un vínculo social simbólico, fusionan a los hombres unos con otros y se afirman como miembros de una única y misma sociedad que debe ser transformada en función de un reto común. Medio de hacer participar a los individuos y de implicarlos en la definición de un mismo universo, el conflicto es factor de socialización, de inclusión y de cohesión social.188 Pero ¿mantiene el conflicto social un papel de integración tan marcado a raíz de que se generaliza la pérdida de credibilidad de los partidos políticos, se incrementa la desindicalización, los combates colectivos son más esporádicos y el culto a la vida privada se torna dominante? La división social desempeñó un papel asimilador incuestionable en el momento en que se desarrollaron las grandes luchas históricas fundadoras de las democracias modernas. Pero ¿y ahora? Los conflictos en torno a la res publica han dejado de tener carácter de guerra santa y no enfrentan ya visiones inconciliables del mundo, por lo general sólo movilizan intermitentemente las pasiones de masas, pues la fuerza integradora del enfrentamiento social se debilita y difícilmente podría explicar la cohesión de las sociedades contemporáneas. Hoy día, la unidad social se perpetúa menos en la oposición frontal entre los hombres que en la neutralización de los conflictos, menos en el antagonismo que mediante la pacificación individualista del debate colectivo. Los hábitos democráticos son los que nos mantienen unidos y el cemento de nuestra permanencia. Aunque las divisiones ideológicas y políticas sigan siendo numerosas, no sólo no llegan a desintegrar el cuerpo social, sino que sólo excepcionalmente dan lugar a enfrentamientos sangrientos. Podemos no estar de acuerdo entre nosotros, pero no por ello sacamos el fusil, no se busca hacer desaparecer al Otro. La cohesión del todo colectivo es indisociable de la extraordinaria civilización del conflicto, de la pacificación de las conductas individuales y colectivas ligada al desarrollo de los valores individualistas de vida y de respeto y de indiferencia hacia el Otro, a la privatización de las existencias impulsada por el reino terminal de la moda.189 Ni siquiera el desempleo masivo o los atentados terroristas logran perturbar los comportamientos individuales y colectivos, en su mayoría tolerantes y tranquilos. Podemos coexistir en la heterogeneidad de puntos de vista puesto que en los hábitos reina un relativismo pacificador, puesto que todo cuanto proviene de la violencia física está visceralmente desacreditado. Los estados mayores políticos pueden seguir pronunciando, esporádicamente, discursos de oposición irreductible, pero la sociedad civil se mantiene sorprendentemente tranquila y refractaria a la guerra de hostigamiento político e ideológico. Si bien el reino de la moda acelera la nuclearización de lo social, simultáneamente reconstituye un vínculo de sociabilidad inestimable favoreciendo la desactivación de los antagonismos, consumando el proceso secular de moderación de las costumbres constitutivo de los tiempos modernos y reforzando el gusto por la paz civil y el respeto por las normas democráticas. La división social ya no es explosiva, y funciona, lo mismo que la moda, en el marco de la desdramatización y la diferenciación marginal. Ni siquiera lo que es radicalmente antagónico engendra ya exclusiones redhibitorias, y las diferencias ideológicas de fondo no consiguen desgarrar los nexos sociales. Ya no vivimos en una sociedad de divisiones sangrientas. Más bien vivimos en una sociedad atemperada y homogeneizada; el modelo de la moda es el que rige nuestro espacio colectivo; los antagonismos persisten, pero sin espíritu de cruzada; vivimos la época de la cohabitación pacífica de los contrarios. El conflicto social está estructurado como la moda, las principales oposiciones coexisten con un gran civismo y todo transcurre como si no se tratara más que de divisiones superficiales; el reino final de la moda inscribe como diferencias marginales lo que en realidad es disyunción de principios. Hay que restituir a las costumbres el lugar que les corresponde en el mantenimiento de las sociedades democráticas; el todo colectivo no permanece unido sino mediante un proceso de socialización que desarrolla las tranquilas pasiones democráticas e individualistas, y mediante un estilo de vida mayoritariamente tolerante. Debe escucharse la lección de Tocqueville: «Si en el transcurso de esta obra no he logrado hacerle sentir al lector la importancia que le atribuía yo a la experiencia práctica de los americanos, a sus hábitos y opiniones, esto es, a sus costumbres, en el mantenimiento de sus leyes, he faltado al propósito principal que me propuse al escribirla.»190 Si bien la apoteosis de la moda intenta reforzar la paz civil, no excluye en absoluto el surgimiento de luchas sociales, a menudo parciales (huelgas sectoriales), pero en ocasiones de gran envergadura como hemos visto en Francia en los últimos años con los movimientos contra los proyectos de ley acerca de la enseñanza privada y la enseñanza superior. El individualismo actual no abole las formas de participación en los combates colectivos, sino que modifica su carácter. Sería simplista reducir el individualismo contemporáneo al egocentrismo, a la bula narcisista y a la mera búsqueda de los placeres privados. El narcisismo es la tendencia dominante de las democracias, pero no su dirección exclusiva. Esporádicamente, surgen luchas sociales, pero lejos de ser antinómicas con la dinámica individualista, reproducen sus valores y sus características. Incluso cuando los individuos abandonan su universo estrictamente íntimo y se comprometen en acciones colectivas, sigue privando en todo momento la lógica individualista. Globalmente, los intereses particulares prevalecen sobre las consideraciones generales, la autonomía individual sobre la ortodoxia doctrinal, el deseo inmediato de mejora de las condiciones de vida sobre el sacrificio incondicional, la participación libre sobre el alistamiento, el «cada cual a su aire» sobre la militancia. La sociedad hiperindividualista no es equivalente a la desaparición de las luchas sociales y a la asfixia pura y simple de la res publica; supone el desarrollo de acciones colectivas en las que el individuo ya no está subordinado a un orden superior que le dicta el carácter de sus ideas y acciones. El individualismo pleno invierte la relación de sumisión de los individuos a las doctrinas y a los partidos de masas en beneficio de acciones sociales libres, muy imprevisibles y espontáneas, que se deben más bien a la iniciativa de la «base» o de la sociedad civil, que a los partidos y sindicatos. La exigencia de autonomía privada vuelve a encontrarse en acciones colectivas, ahora frecuentemente independientes en su origen de las direcciones de las grandes organizaciones políticas y sindicales. No grado cero de los movimientos colectivos, sino movilizaciones cada vez más despolitizadas, desideologizadas y desindicalizadas (con los sindicatos «taxi» convertidos en simples agentes de negociación), sustentadas en las reivindicaciones individualistas de mejora del poder adquisitivo y de las condiciones laborales, pero también en la exigencia de libertades individuales en la acción y en la sociedad civil. El reino del Ego no se erige sobre un desierto social, ha colonizado la esfera de las propias acciones colectivas, cada vez menos encasilladas por los aparatos clásicos que han «dirigido» las luchas sociales y cada vez más apoyadas en las preocupaciones directas de los individuos: defensa de los intereses particulares, vida libre, de forma inmediata, lejos de las grandes esperanzas utópicas e históricas de la época ideológica. La sociedad contemporánea supone, de una parte, siempre más aspiraciones privadas a ser libre y realizarse, y, de otra parte, explosiones sociales nacidas de motivaciones y reivindicaciones individualistas: poder adquisitivo, defensa del empleo y de las ventajas adquiridas, y defensa de las libertades individuales. Las acciones sociales reproducen las motivaciones individualistas de la vida privada; la inversión de tendencia que define la nueva época democrática está vigente en todas partes: la preminencia de la autonomía de las personas sobre la disciplina de las grandes organizaciones militantes y sobre la dirección ideológica de las conciencias. Las formas de movilización colectiva no se hallan a contracorriente del individualismo, sino que son su correlato y su expresión, su otra cara, puede que menos evidente y menos inteligible a simple vista, pero no por ello menos reveladora del ascenso irresistible del reino del individuo. Los últimos grandes movimientos sociales en Francia son particularmente significativos en ese sentido. Al margen del rechazo de toda politización directa y del repudio de los particulares a sufrir cierto número de limitaciones percibidas como limitadoras de su propio poder de decisión, lo que en efecto ha caracterizado estos movimientos ha sido la exigencia de autonomía individual. Ya se trate de la movilización por la escuela privada o contra el proyecto de reforma de la Universidad, en todos los casos el motor principal de la reivindicación ha sido la afirmación de los derechos de los individuos a disponer de su vida, de sus orientaciones y de su cotidianeidad, y a poder escoger libremente lo que les conviene: escuchar sobre y contra todo, la emisora de radio que a uno le gusta, elegir el tipo de escuela para sus hijos o decidir uno mismo la continuación y la naturaleza de los estudios superiores. Movimientos individualistas por excelencia, dado que anteponen sobre todo la supremacía de los derechos individuales al todo colectivo, y dado que erigen la libertad individual en ideal irresistible, más allá de la consideración de los diversos límites de la realidad de la vida social. No se actúa en función del interés superior de la totalidad colectiva, se exige poder autodeterminarse y ser un centro libre, se rechaza la aceptación de ciertos límites a nuestra capacidad de iniciativa y a nuestro deseo de responsabilidad estrictamente individual. Estas distintas acciones han aparecido como un eco a la explosión del gusto por la independencia masivamente extendido en el consumo, en la vida en pareja, en la sexualidad, en los deportes y en el ocio. Que las acciones se hayan realizado colectivamente no quita nada al hecho de que sus resortes han sido de la misma naturaleza que los que animan los movimientos privados a la busca de una autonomía subjetiva y cuyo origen directo se encuentra en la generalización social de la forma moda. En Mayo del 68, la pasión individualista escribía en las paredes «prohibido prohibir», y pretendía cambiar el mundo y la vida. Hoy día, ha sentado la cabeza y se ha «responsabilizado», limitándose a pedir «deja en paz mi facultad» o «esto, jamás», se ha desprendido de la ganga utópica y rechaza toda perspectiva política, toda afiliación a un partido y toda visión general del mundo. Las movilizaciones tienen objetivos concretos, identificables y posibles a corto plazo, y, se diga lo que se diga, se han puesto en movimiento menos por un ideal abstracto de igualdad que en razón de la reivindicación de autonomía individual y de la inquietud personal ante el futuro. La amplitud de la segunda oleada de protestas de los alumnos de institutos y facultades no puede ser plenamente explicada sino en relación con la ansiedad de la juventud de cara al mañana. ¿Dónde vamos a inscribirnos? ¿Podremos pagar nuestros estudios? ¿Podremos seguir estudiando después del primer ciclo? ¿Qué hacer después del bachillerato? Se ha idealizado y adulado mucho el movimiento hablando de «muchachos con corazón» y de una «generación de la solidaridad»: sea cual sea el componente de generosidad del movimiento, debemos ser más reservados, dada la complejidad de las motivaciones. «Generación moral»: el juicio no carece de equívocos que inducen a pensar que la defensa de los derechos y los principios democráticos se ha erigido milagrosamente en eje principal de las existencias y que desde ahora prevalece sobre las aspiraciones a la felicidad privada. El mito y la voluntad intelectual de absoluto no han tardado en regresar al galope: no por estar comprometida con los derechos del hombre, la juventud se ha convertido de la noche a la mañana a la ética generosa de la abnegación, del compartir y de la igualdad. La «moral» no es un descubrimiento de la generación de los ochenta: desde los años sesenta, los jóvenes se han movilizado en masa contra las formas de represión y la brutalidad policial; la solidaridad con las víctimas, con las mujeres, los obreros y los pueblos en lucha se ha manifestado en numerosas ocasiones. Incluso aunque hubiese un componente político, no por ello los principios de igualdad y respeto a las personas serían menos profundamente activos. No se ha pasado del cinismo político a la generosidad ética despolitizada; la vigilancia de los derechos del hombre, la indignación que causa la violencia, son constantes de las sociedades contemporáneas. ¿Anhelo de solidaridad? Sí, pero a condición de no exagerar su alcance; hasta ahora, no nos ha impresionado la diversidad y amplitud de sus manifestaciones, al fin y al cabo coyunturales y selectivas. En el último movimiento de alumnos de bachillerato no se ha desarrollado en ninguna parte un combate contra la sociedad competitivo-individualista y sus clamorosas desigualdades; muy al contrario, se trataba de un deseo individualista de integrarse en ella tal cual es, con sus jerarquías y sus injusticias, de no quedarse a sus puertas, de no cerrarse la posibilidad de obtener títulos reconocidos, de situarse mejor en la competición del mercado de empleo, de prosperar en la vida. La «generación de la solidaridad» puede casar muy bien con la indiferencia dominante hacia los desheredados y con la sociedad de los negocios, de las carreras y de la búsqueda de las satisfacciones privadas. Es cierto que en los últimos tiempos han surgido movimientos de carácter estrictamente solidario y moral: S.O.S. Racismo, Band Aid, Restaurantes du coeur, Sport Aid, movimientos anti-apartheid y tantas otras manifestaciones aparentemente ajenas al reino de la moda y a la búsqueda individualista del bienestar. No obstante, aun en esto, la contradicción no es tan radical como podría parecer a primera vista. Ha sido la generalización del proceso de la moda la que ha hecho posibles tales acciones: al hacer periclitar las grandes utopías histórico-sociales en favor de los valores individuales, la época frívola ha permitido, de paso, reforzar la exigencia de los derechos del hombre y sensibilizarnos frente al drama humano, concreto e inmediato, del hambre. Cuanto más socializados están los hombres en la autonomía privada, más se impone el imperativo de los derechos del hombre; cuanto más avanza la sociedad hacia el individualismo hedonista, más aparece la individualidad humana como valor último; cuanto más se hunden los megadiscursos históricos, más se erigen en absolutos la vida y el respeto hacia las personas; cuanto más retrocede la violencia en los hábitos, más se sacraliza al Individuo. No nos movilizamos por causa de los sistemas, nos conmovemos ante la ignominia del racismo y ante el infierno de los seres condenados al hambre y a la degradación física. Hay que poner de relieve la paradoja: la «nueva» caridad es arrastrada por las aguas eufóricas e individualistas de la Moda. El individualismo contemporáneo es inconcebible al margen de los referentes democráticos, y sólo es imaginable en el marco de una sociedad de libertad e igualdad, donde el valor primordial sea precisamente el Individuo. A medida que el reino de la moda hace volar en pedazos las superedificaciones del sentido histórico, los ideales primeros de la democracia van apareciendo en primer plano y se convierten en la fuerza motriz esencial de las acciones de masa. La solidaridad contemporánea no sólo es hija del reino terminal de la moda, sino que además reproduce algunos de sus rasgos esenciales. En particular, el hedonismo: ningún movimiento de acción ignora ya el espectáculo, el show-biz, la satisfacción de los participantes. Nos hemos vuelto alérgicos tanto al discurso fosilizado como al «bla, bla, bla»; hacen falta la «fiesta», el rock, los conciertos y las exposiciones bonachonas plagadas de eslóganes de tono humorístico-publicitario. Ahora, los actores sociales abrazan el universo de la imagen, del espectáculo, de los media, del estrellato, de la moda, de la publicidad; dos millones de insignias «No te metas con mi amigo» han sido vendidas en Francia en pocos meses: ahora, el furor ha decaído. El compromiso «moral» es al mismo tiempo emocional, «engancha», es divertido, festivo, deportivo, musical. Es imposible no apreciar el carácter globalmente ligero y efímero de estas formas de participación: salvo un número reducido de militantes, ¿qué se hace aparte de comprar una insignia o un adhesivo, participar en un concierto o una carrera de jogging o comprar un disco? El compromiso en cuerpo y alma ha sido sustituido por una participación pasajera, a la carta, a la que uno consagra el tiempo y el dinero que quiere y por la que se moviliza cuando quiere, como quiere y conforme a sus deseos primordiales de autonomía individual. Es la hora del compromiso minimal, eco de la ideología minimal, de los derechos del hombre y de la sensibilización frente a los estragos de la pobreza. El espíritu de la moda ha conseguido penetrar en el corazón del hombre democrático y se ha inmiscuido en la esfera de la solidaridad y la ética. La era de la moda no desemboca en el egoísmo pleno, sino en el compromiso intermitente, ligero, sin doctrina ni exigencia de sacrificio. No hay que desesperar del reino de la moda, el cual profundiza el cauce de los derechos del hombre y nos abre los ojos frente a las desgracias de la humanidad. Tenemos menos rigor doctrinario pero más preocupaciones humanitarias, menos abnegación ética pero más respeto a la vida, menos fidelidad pero más espontaneidad de masa. Ello no conduce ni al mejor ni al peor de los mundos. MALESTAR EN LA COMUNICACIÓN La moda plena no engendra tanto el egocentrismo impenitente de las personas como la disgregación total de los vínculos sociales. La sociedad atomizada en unidades independientes ve multiplicarse diversas formas de vida social, especialmente bajo los caracteres del movimiento asociativo. Aunque en Francia la tendencia a la vida asociativa esté en regresión respecto a los años setenta, no obstante, en 1984 el 42% de las personas (contra el 27% en 1967) se adherían a una asociación; el 18% de las personas consultadas en una encuesta de 1984 formaban parte de una asociación deportiva, el 12% a una asociación de cultura-ocio, el 8% de una asociación sindical, el 7% de una asociación de padres de alumnos y el 2% estaban inscritos en un partido político. En lugar de las organizaciones comunitarias tradicionales, la sociedad contemporánea favorece las formas de encuentro interhumano segmentarias, flexibles y adaptadas al gusto por la autonomía subjetiva remodelada por la moda. Si bien los sindicatos han perdido su protagonismo y los grandes movimientos sociales siguen siendo discontinuos e imprevisibles, por contra, en los países democráticos asistimos a una proliferación de reagrupamientos sobre las bases más inmediatas de las preocupaciones de los individuos, de sus centros de interés comunes, de su voluntad de reivindicaciones concretas, de sus deseos de ayuda mutua e identidad personal. En EE.UU., nación tradicionalmente rica en asociaciones, las People’s Yellow Pages revelan la abundancia y la fragmentación de las agrupaciones asociativas locales, las «redes situacionales» de que habla Roszak,191 basadas en los particularismos en aumento de los seres. En Francia, el número de asociaciones se cifra entre 300.000 y 600.000; en 1983, oficialmente, se crearon 46.857 asociaciones contra 12.633 en 1960. Reconstitución de un tejido social en forma de mosaico de agrupaciones donde se hace manifiesta la tendencia lúdico-hedonista: el sector deportivo y el del ocio constituían por sí solos el 30% de las asociaciones creadas en Francia en 1982, y desde 1978 únicamente ha aumentado el número de socios en las asociaciones deportivas. Los lazos de sociabilidad que se establecen a partir de las voluntades y de los gustos diversos se adaptan desde ahora a la forma moda: se estima que en Francia aproximadamente una de cada dos asociaciones tiene un período de vida que varía entre unos meses y dos años; el proceso efímero ha invadido la esfera de la vida asociativa. Hay que evitar presentar el estadio terminal de la moda como un estado social hecho de mónadas sin ningún nexo entre ellas y sin deseo de comunicación. Para ilustrar el empobrecimiento de la sociabilidad, se evocan a menudo las fiebres de walkman, de los deportes individuales (jogging, windsurf), de los bailes modernos y de los videojuegos, que aíslan a los individuos unos de otros. Sin embargo, por individualistas que sean esos fenómenos no expresan tanto la pérdida del sentido de la relación como el fantástico reforzamiento de la aspiración a la autonomía privada. Si no se invita ya a bailar, es porque las mujeres rechazan someterse a un código de comportamiento que les asigna el papel de sujetos pasivos. Y si todos se electrizan separadamente con los decibelios, si ya no se habla en las discotecas, ello no quiere decir que los seres no tengan nada que decirse, encerrados como están en su reducto íntimo. Ello significa más bien su deseo de desquitarse, de sentir su cuerpo, de liberarse de los códigos constrictivos del galanteo y del intercambio personal. En adelante, ya no se quiere la comunicación «por encargo», en marcos rituales e impuestos, se quiere hablar cuando se quiere, como se quiere y en el momento en que se experimenta ese deseo. Lo mismo ocurre con el desarrollo de los deportes y de las tecnologías y juegos «priváticos»: no ruina de la sociabilidad, sino espacio interhumano anexado por los deseos de independencia y liberado de la obligación de emitir permanentemente signos de comunicación. Las relaciones no hacen más que reconstituirse sobre nuevas bases conformes con las aspiraciones individualistas. Incluso esas modas como los contactos por minitel no manifiestan ni la vacuidad del intercambio, ni el retroceso del cara a cara, sino el ascenso de un deseo de comunicación lúdica mediatizada por los artilugios de autorradio y telemáticos. Lo que seduce es el hecho de trabar relación sin dejar de ser libre y anónimo, relacionarse rápidamente y sin ceremonias con desconocidos, multiplicar y renovar frecuentemente los contactos y comunicarse por tecnología interpuesta. La comunicación contemporánea requiere repetidores y sofisticación tecnológica; ha entrado en el ciclo moda de las redes «interconectadas». No queramos tranquilizarnos demasiado deprisa, el malestar de la comunicación en nuestras sociedades no es menos real, y la soledad se ha convertido en un fenómeno de masas. Los signos no faltan: entre 1962 y 1982, el número de personas que vivían solas aumentó en Francia a un 69%; hoy son casi cinco millones; uno de cada cuatro «hogares» no cuenta más que con una persona; en París la mitad de los hogares son «solitarios». Las personas de edad conocen un estado de aislamiento cada vez más manifiesto; las asociaciones en favor de las personas solas se multiplican al mismo ritmo que los «anuncios personales» de contacto y las llamadas de socorro dirigidas a S.O.S. Amitié. El número de suicidios y de tentativas de suicidio es alarmante: en 1985, la mortalidad por suicidio en Francia sobrepasó por primera vez la ocasionada por accidentes de tráfico; mientras que cerca de 12.000 personas se dan muerte voluntariamente cada año, los suicidios «fallidos» son seguidos en un 30% o 40% de los casos por una rápida reincidencia. La época de la moda plena es indisociable de la fractura cada vez más amplia de la comunidad y del déficit de la comunicación intersubjetiva: un poco en todas partes, las gentes se quejan de no ser comprendidas o escuchadas y de no poder expresarse. De dar crédito a una encuesta americana, la falta de conversación estaría en el segundo lugar de las recriminaciones de las mujeres respecto a sus maridos: las parejas casadas consagrarían una media de menos de media hora por semana a «comunicarse». Leucemización de las relaciones sociales, dificultad para comprenderse, sensación de que las personas no hablan más que de sí mismas y no se escuchan, y tantos otros rasgos característicos de la época final de la moda y del formidable empuje de las existencias y aspiraciones individualistas. La disolución de las identidades sociales, la diversificación de los gustos y la exigencia soberana de ser uno mismo, dan pie a un impase de las relaciones y una crisis de la comunicación sin igual. El intercambio «formal» estereotipado, convencional es cada vez menos satisfactorio; se quiere una comunicación libre, sincera, personal, y se quiere al mismo tiempo una renovación en nuestras relaciones. No padecemos únicamente por el ritmo y la organización de la vida moderna, padecemos a causa de nuestro apetito insaciable de realización privada, de comunicación y de la exigencia sin fin que tenemos frente al otro. Cuanto más nos empeñamos en un intercambio verdadero, auténtico y rico, más nos abocamos a la sensación de una comunicación superficial; cuanto más se entregan las personas íntimamente y se abren a los demás, más crece el sentimiento de futilidad de la comunicación intersubjetiva; y cuanto más afirmamos nuestros deseos de independencia y de realización privada, tanto más está condenada la intersubjetividad a la turbulencia y a la incomunicación. Al invadir la esfera del ser-para-el-otro, la moda revela la dimensión oculta de su imperio: el drama de la intimidad en el corazón mismo del éxtasis por las novedades. La moda no es ni ángel ni demonio; existe también una tragedia de la levedad erigida en sistema social, una tragedia ineludible en la escala de las unidades subjetivas. El reino pleno de la moda pacifica el conflicto social, pero agudiza el conflicto subjetivo e intersubjetivo; permite más libertad individual, pero engendra una vida más infeliz. La lección es severa; el progreso de las Luces y el de la felicidad no van al mismo paso y la euforia de la moda tiene como contrapartida el desamparo, la depresión y la confusión existencial. Hay más estímulos de todo género pero mayor inquietud de vida; hay más autonomía privada pero más crisis íntimas. Esta es la grandeza de la moda, que le permite al individuo remitirse más a sí mismo, y ésta es la miseria de la moda, que nos hace cada vez más problemáticos, para nosotros y para los demás. notes Notas a pie de página 1 Véase Gilles Lipovetsky, La era del vacío, editado en esta misma colección, Anagrama, Barcelona, 1986. 2 Gabriel de Tarde, Les Lois de l'imitation (1890), reimpresión Slatkine, Ginebra, 1979. 3 Por ejemplo en Georg Simmel, en quien la moda se asimila a tendencias psicológicas, universales y contradictorias, a la imitación y la diferenciación individual. Igualmente René König, Sociologie de la mode, París, Payot, 1969. 4 Fernand Braudel, Civilisation matérielle et capitalisme, Paris, Armand Colin, 1967, t. I, p. 234. Trad. castellana en Alianza, Madrid, 1984. 5 Gabriel de Tarde, op. cit., p. 268. 6 François Boucher, Historie du costume en Occident de l'Antiquité à nos jours, París, Flammarion, 1965, pp. 191-198. Asimismo Paul Post, «La naissance du costume masculin moderne au XIVe siècle», Actes du 1erCongrès international d’histoire du costume, Venecia, 1952. 7 Edmond de Goncourt, La Femme au XVIIIe siècle (1862), París, Flammarion, col. Champ, 1982, p. 282. 8 F. Boucher, op. cit.; Yvonne Deslandres, Le Costume, image de l'homme, París, Albín Michel, 1976; H.H. Hansen, Historie du costume, París, 1956. Sobre el vestido medieval tardío, Michèle Beaulie, Jacqueline Baylé; Le costume en Bourgogne, de Philippe le Hardi a Charles le Temeraire (1364-1477), París, 1956. 9 Philippe Braunstein, «Approches de l’intimité XIVe -XVe siècle», Histoire de la vie privée, París, Ed. du Seuil, 1985, t. II, pp. 571-572. 10 Françoise Piponnier, Costume et vie sociale, la cour d’Anjou, XIVe -XVe siècle, París, Mouton, 1970, p. 9. 11 Cf. la destacable obra de Louise Godard de Donville, Signification de la mode sous Louis XIII, Aix-en-Provence, Edisud, 1976, pp. 121-151. 12 Edward Sapir, «La mode», en Anthropologie, París, Ed. de Minuit, 1967, p. 166. 13 R. König, op. cit. 14 G. de Tarde, op. cit., p. 268. 15Ibid, p. 269. 16 Sobre la influencia del equipo de combate en la apariencia del traje corto masculino en el siglo XIV, cf. P. Post, art. cit., p. 34. 17 Bernard Grillet, Les Femmes et les fards dans l'Antiquité grecque, París, Ed. du C.N.R.S., 1975. 18 Norbert Elias, La Societé de cour, París, Calmann-Lévy, 1974, pp. 98-101. 19 L. Godard de Donville, op. cit., pp. 208-212. 20 L. Godard de Donville, op. cit., pp. 170-184. 21 Este punto es destacado por Edmond Globot en La Barrière et le Niveau (1930), París. P.U.F., 1967, p. 47. 22 Fiteleu, La Contre-Mode (1642), citado con otros textos igual de significativos por L. Godard de Donville, op. cit., p. 28. 23 Fr. Piponnier, op. cit., p. 245. 24 Por ban se entiende el conjunto de vasallos y feudatarios de un soberano. (N. de los T.) 25 Por ejemplo, J-Cl. Flügel, Le Rêveur nu, de la parure vestimentaire (1930), París, Aubier, 1982, pp. 130-131. Asimismo Ed. Goblot, op. cit. 26 Esta es la tesis central de los trabajos de Pierre Bourdieu, especialmente La Distinction, París, Ed. de Minuit, 1979. Asimismo R. König, op. cit., pp. 80-83. 27 Thorstein Veblen, Théorie de la classe de loisir, trad. francesa, París, Gallimard, 1970, p. 114. Trad. castellana en Hyspamérica, 1987. 28 T. Veblen, ibid., p. 113. 29Ibid., p. 116. 30Ibid., pp. 115-116. 31Ibid., p. 117. 32 Danielle Régnier-Bohler, «Exploration d’une littérature», en Histoire de la vie privée, op. cit., t. II, pp. 377-378. 33 Philippe Ariès, L'Homme devant la mort, París, Ed. du Seuil, 1977, pp. 99-288. Trad. castellana en Taurus, Madrid, 1987. 34 En el siglo XV el rey René pudo entregar a Luis XI y sus familiares vestidos modestos, sin esplendor, en razón precisamente del valor social concedido desde entonces a las novedades; cf. F. Piponnier, op. cit., pp. 210-212. 35 Georges Duby, Le Temps des cathédrales, París, Gallimard, 1976. Trad. castellana en Argot, 1983. 36 Alberto Tenenti, Sens de la mort et amour de la vie, Renaissance en Italie et en France, trad. francesa, París, L’Harmattan, Serge Fleury, 1983. 37 Lucien Febvre, Le Problème de l’incroyance au XVIe siècle (1942), París, Albin Michel, 1968, pp. 393-404. 38 P. Post., art. citado, p. 39. 39Ibid., p. 39. 40 Este punto ha sido particularmente destacado por Marcel Gauchet, Le Désenchantement du monde, París, Gallimard, 1985, pp. 97-98. En un campo mucho más limitado E. Auerbach había señalado ya cómo la integración de todos los acontecimientos humanos en el estilo elevado de la literatura occidental, así como la representación realista-formal de lo individual, cotidiano, social, era de origen cristiano. Cf. Mimésis, trad. francesa, París, Gallimard, 1968. 41 M. Gauchet, op. cit., pp. 108-130. 42 Germaine Deschamps, La Crise dans les industries du vetêment et de la mode à Paris pendant la période de 1930 a 1937, París, 1937. 43 Philippe Simon, Monographie d'une industrie de luxe: la haute couture, París, 1931, p. 102. 44 Jean-Charles Worth, «A propos de la mode», La Revue de Paris, 15 de mayo de 1930. 45 Se pueden hallar numerosas indicaciones sobre el fenómeno en Bruno du Rosselle, La Mode, París, Imprimerie nationale, 1980. Asimismo, Marylène Delbourg-Delphis, Le Chic et le Look, París, Hachette, 1981. 46 Cf. Meredith Etherington-Smith, Patou, París, Denoël, 1984, pp. 42-69. 47 Con sus variaciones rápidas y bruscas, especialmente en la longitud de los vestidos (maxi, mini), los años sesenta serán el último momento de ese unanimismo «dirigido» de masas. 48 James Laver, Costume and Fashion, A Concise History (1969), Londres, Thames and Hudson, 1982, p. 232. 49 Cecil Beatón, Cinquante ans d’élégance et d’art de vivre, París, Amiot-Dumont, 1954. 50 Edmond de Goncourt, La Femme au XVIIIe siècle (1862), París, Flammarion, 1982, pp. 275-276. 51 Citado por Anny Latour, Les Magiciens de la mode, París, Julliard, 1961, cap. 1.°. Trad. castellana en Acervo, Barcelona, 1961. 52 E. de Goncourt, op. cit., p. 275. 53 Yvonne Deslandres, Le Costume image de l'homme, Paris, Albin Michel, 1976, p. 134. 54 Baudelaire, Le Peintre de la vie moderne, en Œuvres complètes, Paris, Gallimard, La Pléiade, p. 903. 55 E. de Concourt, op. cit., pp. 275-276 y p. 278. 56 A. Latour, op. cit., p. 23. 57 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, Œuvres complètes, Paris, Gallimard, t. I, vol. II, p. 250. Trad. castellana en Alianza, Madrid, 1980. 58 John C. Prevost, Le Dandysme en France (1817-1839), París, 1957, pp. 134-162. 59 Paul Bénichou. Le Sacre de l'écrivain, París, José Corti, 1973. 60 Jean Starobinski, Portrait de l'artiste en saltimbanque, Ginebra, Skira, 1970. 61 Paul Poiret, En habillant l'époque (1930), París, Grasset, 1974, p. 214. 62Ibid., pp. 108-109. 63 Claude Lefort, L'Invention démocratique, París, Fayard, 1981. 64 P. Poiret, op. cit., p. 109. 65Ibid., p. 218. 66 Roland Barthes, Système de la mode, París, Ed. du Seuil, 1967, p. 257. Trad. castellana en Gustavo Gili, Barcelona, 1978. 67 P. Poiret, op. cit., p. 217. 68 Marc Bohan en Claude Cézan, La Mode, phénomène humain, Toulouse, Privat, 1967, p. 137. 69 Ph. Simon, op. cit., p. 90. 70 A. Latour, op. cit., p. 238. 71 Marcel Gauchet y Gladys Swain, La Pratique de l’esprit humain, París, Gallimard, 1980, pp. 163-166. 72 Sobre este tema véase Ph. Simon, op. cit., pp. 25-31. 73 Gaston Worth, La Couture et la confection des vêtements de femme, París, 1985, p. 20. 74 Ver Pierre Bourdieu, La Distinction, París, Ed. de Minuit, 1979; Pierre Bourdieu e Ivette Delsaut, «Le couturier et sa griffe», Actes de la recherche en sciences sociales, 1 de enero de 1975. Asimismo Philippe Perrot, Les Dessus et les dessous de la bourgeoisie, París, Fayard, 1981. 75 Por ejemplo, Ph. Perrot, op. cit., p. 325. 76 G. Worth, op. cit., cap. II. 77 Cf. segunda parte, final del primer capítulo. 78 P. Poiret, En habillant l'époque, op. cit., p. 53. 79Ibid., p. 53. 80Ibid., p. 108. 81Ibid., pp. 211-212. 82 En 1982, el volumen de negocios directo, tanto en Francia como en la exportación (excluidos los perfumes), se elevaba a 1,4 mil millones de francos y el volumen de negocios inducido (esto es, la cifra obtenida por la marca a través de las licencias y filiales en todo el mundo) a 9,3 mil millones. En 1985, se pasó a 2,4 y a 17,3 mil millones, respectivamente. 83 Françoise Vincent-Ricard, Raison et passion. La mode 1940-1990, Textile/Art/Langage, 1983, p. 83. 84Ibid., pp. 85-87. 85 Bruno du Roselle, La Mode, París, Imprimerie nationale, 1980, pp. 264-266. 86 Las prendas hechas a medida representaban en 1953 el 10% de los gastos en ropa por persona y el 1% en 1984. 87 Abundancia de productos diferenciados sustentada por una industria en sí muy fragmentada, que permite adaptarse rápidamente a los cambios de moda: en 1984, había en Francia algo más de 1.000 empresas que empleaban a más de 10 asalariados, cerca del 84% de empresas empleaban menos de 50 personas. 88 A título de comparación, a mediados de los años cincuenta los veintiocho talleres Dior producían 12.000 piezas cada año, vendidas a 3.000 mujeres. 89 Pierre Bourdieu e Ivette Delsaut, «Le couturier et sa griffe», Actes de la recherche en sciences sociales, 1, 1975, p. 33. 90Ibid., p. 33. 91 Caroline Roy, «Les soins personels», Données sociales, I.N.S.E.E., 1984, pp. 400-401. 92 Bon chic, bon genre. (N. de los T.) 93 Marylène Delbourg-Delphis, Le Chic et le Look, París, Hachette, 1981. 94 Paul Yonnet, Jeux, modes et masses, París, Gallimard, 1986, p. 355. 95 Jean Baudrillard, L’Echange symbolique et la mort, París, Gallimard, 1976, pp. 131-140. 96 Entre 1958 y 1968, la cifra de ventas global de la perfumería francesa se multiplicó, en francos constantes, por 2,5. Siempre en francos constantes, los gastos en productos de perfumería, por año y persona, se elevaban a 284 F en 1970, a 365 F en 1978 y a 465 F en 1985. 97 En una encuesta de 1983 realizada por Sofrès, el 63% de las mujeres preguntadas consideraba que la multiplicación de los productos de belleza y de higiene les daba más libertad puesto que podían cambiar de aspecto según las circunstancias y los deseos del momento, el 34% consideraba que el fenómeno les privaba de libertad porque se veían obligadas a seguir una moda. 98 Marcel Gauchet, «Tocqueville, l’Amérique et nous», Libre, n.°7, 1980. 99 Tocqueville, De la démocratie en Amérique, París, Gallimard, t. II, p. 288. 100 Cf. Nicolas Herpin. «L’habillement: une dépense sur le déclin», Economie et Statistique, I.N.S.E.E., n.° 192, oct. 1986, pp. 68-69. 101 N. Herpin, «L’habillement, la classe sociale et la mode», Economie et Statistique, I.N.S.E.E., n.° 188, mayo 1986. 102 N. Herpin, «L’habillement: une dépense sur le déclin», art. citado, pp. 70-72. 103 Alexandre Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, París, Gallimard, 1947, nota de la segunda edición, 1959, pp. 436-437. 104 Abraham Moles, Psichologie du Kitsch, París, Denoël, colección Médiations, 1971, p. 199. 105 Jean Baudrillard, La Société de consommation, París, S.G.P.P., 1970, pp. 171-172. 106 Paul Yonnet, «La société automobile», Le Débat, n.° 31, sept. 1984, pp. 136-137, retomado en Jeux, modes et masses, París, Gallimard, 1986. Traducción castellana en GEDISA, Barcelona, 1987. 107 La expresión se debe a David Riesman, La Foule solitaire, París, Arthaud, trad. francesa, 1964, p. 77. Trad. castellana en Paidós Ibérica, Barcelona, 1981. 108 J. Baudrillard, Le Système des objets, París, Denoël, colección Médiations, 1968, p. 163. 109lbid., pp. 172-176. 110 Vance Packard, L’Art du gaspillage, París, Calmann-Lévy, trad. francesa, 1962, pp. 61-75. 111 Jean-Paul Ceron y Jean Baillon, Le Société de l’éphémère, Grenoble, P.U.G., 1979. Trad. castellana en Instituto de Administración Local, Madrid, 1980. 112Op. cit., pp. 76-97. 113 Henri Van Lier, «Culture et industrie: le design», Critique, nov. 1967. 114Ibid., pp. 948-950. 115 Victor Papanek, Design pour un monde réel, París, Mercure de France, trad. francesa, 1974, p. 34. 116 J. Baudrillard, «Le crépuscule des signes», Traverses, n.° 2, Le design, pp. 30-31. 117 Raymond Guidot, «Et que l’objet fonctionne», Traverses, n.° 4, Fonctionnalismes en dérive, pp. 144-145. 118 J. Baudrillard, Pour une critique de l'économie politique du signe, París, Gallimard, 1972. 119 J. Baudrillard, op. cit., p. 34. 120Ibid., p. 40. 121Ibid., p. 39. 122 Paul Dumouchel y Jean-Pierre Dupuy, L'Enfer des choses. René Girard et la logique de l'économie, París, Ed, du Seuil, 1979. 123 Herbert Marcuse, L'Homme unidimensionnel, París, Ed. du Minuit, 1968, p. 16 y 21. Trad. castellana en Planeta Agostini, Barcelona, 1985; Orbis, Barcelona, 1985; Ariel, Barcelona, 1987. 124 Pierre Bourdieu, La Distinction, París, Ed. de Minuit, 1979, pp. 255-258. 125Ibid., p. 259. 126 Hoy día, la rapidez de los hornos microondas determina en un 70% los motivos de compra de los consumidores. 127 Gabriel De Tarde, Les Lois de l'imitation, op. cit., p. 267. 128 Daniel Boorstin, L’Image, París, U.G.E., 1971. 129 Jean-Marie Dru, Le Saut créatif, París, Jean-Claude Lattés, 1984, pp. 187-197. 130 Jacques Séguéla, Hollywood lave plus blanc, París, Flammarion, 1982. 131 Cf. D. Boorstin, op. cit., pp. 309 y 327-328; igualmente Jean Baudrillard, Le Système des objets, París, Denoël/Gonthier, colección Médiations, 1968, pp. 196-203. 132 John Kenneth Galbraith, El nuevo Estado industrial, Ariel, Barcelona, 1984. 133 Esta se encuentra tanto en Herbert Marcuse, L’Homme unidimensional, París, Ed. du Minuit, 1968 (por ej. pp. 21 y 22) como en Guy Debord, La Société du spectacle, París, Ed. Champ Libre, 1971, pp. 36 y 44. Trad. castellana en Castellote editor, Madrid. Respecto al tema de la «búsqueda de móviles» en publicidad, Vanee Packard evocaba el mundo de pesadilla orwelliano, La Persuasion clandestine, París, Calmann-Lévy, trad. francesa, 1958, pp. 9 y 212. 134 Denunciando el bluff de la crítica periodística, Cornélius Castoriadis ha escrito: «A la larga, la impostura publicitaria no es menos peligrosa que la impostura totalitaria... desde ese punto de vista, la servidumbre comercial-publicitaria no difiere demasiado de la servidumbre totalitaria», en Domaines de l'homme, les carrefours du labyrinthe II, París, Ed. du Seuil, 1986, pp. 29 y 30. 135 Marcel Gauchet y Gladys Swain, La Pratique de l'esprit humain, París, Gallimard, 1980, pp. 106-108. 136 Hannah Arendt, Le Système totalitaire, París, Ed. du Seuil, 1972, p. 200. 137 Doris-Louise Haineault y Jean-Yves Roy, L’Inconscient qu’on affiche, París, Aubier, 1984, pp. 207-209. 138 Roger-Gérard Schwartzenberg, L’Etat spectacle, París, Flammarion, 1977. 139 Roland Cayrol, La Nouvelle Communication politique, París, Larousse, 1986, pp. 10 y 155-156. 140 R. Cayrol, op. cit., pp. 178-180. 141 R.-G. Schwartzenberg, op. cit., pp. 353-354 (en Livre de Poche). 142 Olivier Burgelin, «L’engouement», Traverses, n.° 3, La mode, pp. 30-34. 143 Antoine Hennion, Les Professionnels du disque, París, A.-M. Métailié, 1981, p. 173. 144 Patrice Flichy, Les Industries de L'imaginaire, P.U.G., 1980, p. 41. 145Ibid., pp. 41-42. 146 Armand Mattelart, Xavier Delcourt, Michèle Mattelart, La Culture contre la démocratie? L'audiovisuel à l'heure transnationale, París, La Découverte, 1983, p. 176. Trad. castellana en Mitre, Barcelona, 1984. 147 José Ferré, «Transnational et transtecnologique», Autrement, n.° 58, Show-biz, 1984, p. 78. 148 Citado por Bernard Guillou, «La diversification des entreprises de communication: approches stratégiques et organisationelles», Réseaux, n.° 14, 1985, p. 21. 149 P. Flichy, op. cit., p. 196. 150 A. Mattelart, op. cit., p. 179. 151 Edgar Morin, L’Esprit du temps, París, Grasset, t. I, 1962, pp. 32-37. 152 A. Mattelart, op. cit., p. 180. 153Ibid., pp. 183-185. 154 Jean Bianchi, «Dallas, les feuilletons et la télévision populaire», Reseaux, n.° 12, 1985, p. 22. 155 E. Morin, Les Stars (1957), París, Ed. du Seuil, col. Points, pp- 21-35. 156Ibid., p. 8 y pp. 94-97. 157Ibid., p. 91. 158 B. Morin, L’Esprit du temps, op. cit. 159Ibid., p. 238. 160 Jürgen Habermas, L’Espace public, trad. francesa, París, Payot, 1978, pp. 169 y 174. 161 Hannah Arendt, Le systeme totalitaire, París, Ed. du Seuil, pp. 215-224. 162 Jean-Louis Missika, Dominique Wolton, La Folle du logis, La télévision dans les sociétés démocratiques, París, Gallimard, 1983, pp. 265-273. 163 Marshall McLuhan, Pour comprendre les media, trad. francesa, 1968, París, Ed. du Seuil, col. Points, p. 357. 164 P. Moeglin, «Une scénographie en quête de modernité: de nouveaux traitements de l’image au journal télévisé» en Le JT-mise en scène de l'actualité à la télévision (obra colectiva), París, I.N.A. La Documentation française, 1986. 165 Louis Quéré, Des miroirs équivoques, Aux origines de la communication moderne, París, Aubier, 1982, pp. 153-175. 166 Jean Baudrillard, Pour une critique de l’économie politique du signe, París, Gallimard, 1972, pp. 208-212. 167 J. Habermas, op. cit., p. 179. 168 L. Quéré, op. cit., pp. 141 y 146. 169 J.-L. Missika, D. Wolton, op. cit., pp. 307-308. 170 Albert Hirschman, Bonheur privé, action publique, París, Fayard, 1983. 171 Me permito aquí remitir a mi artículo «Changer la vie, ou l’irruption de l’individualisme transpolitique», Pouvoirs, n.° 39, 1986. 172 A. Hirschman, op. cit. 173 Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, París, Gallimard, t. I, vol. II, p. 308. Asimismo pp. 147-148 y pp. 301. 174Ibid., pp. 18-19. 175Ibid., p. 17. 176 Gabriel De Tarde, Les Lois de l’imitation, op. cit., p. 95. 177Ibid., pp. 265-269. 178Ibid., p. 275. 179Ibid., p. 276 y 369. 180Ibid., p. 317 y 386. 181Ibid., p. 266. 182 Krzysztof Pomian, «La crise de l’avenir», Le Débat, n.° 7, 1980. Y Marcel Gauchet, Le Désenchantement du monde, op. cit., pp. 253-260. 183 M. Gauchet, ibid., p. 262. 184 G. de Tarde, op. cit., p. 398. 185 Ibid., prefacio de la segunda edición, p. XX. 186 Pierre Manent, Tocqueville et la nature de la démocratie, París, Julliard, 1982, pp. 26-27. 187 Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, t. I, vol. I, p. 199. 188 M. Gauchet, «Tocqueville, l’Amérique et nous», Libre, n.° 7, 1980, pp. 116-117. 189 Este punto ha sido desarrollado en La era del vacío, trad. castellana, Anagrama, Barcelona, 1986. 190 Tocqueville, op. cit., t. I, vol. I, p. 323. 191 Théodore Roszak, L’Homme-Planète, París, Stock, 1980, pp. 43-52.
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