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sábado, 12 de mayo de 2018

Homero LA ODISEA cantos 1 al 9

Homero
LA ODISEA



Canto I. Los dioses deciden en asamblea el retorno  de Odiseo
Canto II. Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Itaca
Canto III. Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre  su padre
Canto IV. Telémaco viaja a Esparta para informarse sobre su padre
Canto V.  Odiseo llega a Esqueria de los feacios
Canto VI. Odiseo y Nausícaa
Canto VII. Odiseo en el palacio de Alcínoo
Canto VIII. Odiseo agasajado por los feacios
Canto IX. Odiseo cuenta sus aventuras: los Cicones, los Lotófagos, los Cíclopes  
Canto X. La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera
Canto X1. Descensus ad inferos
Canto XII. Las Sirenas. Ercila y Caribdis. La isla del Sol.Ogigia
Canto XIII. Los feacios despiden a Odiseo. Llegada a Itaca
Canto XIV. Odiseo en la majada de Eumeo
Canto XV. Telémaco regresa a Itaca
Canto XVI. Telémaco reconoce a Odiseo
Canto XVII. Odiseo mendiga entre los pretendientes
Canto XVIII. Los pretendientes vejan a Odiseo
Canto XIX. La esclava Euriclea reconoce a Odiseo
Canto XX. La última cena de los pretendientes
Canto XXI. El certamen del arco
Canto XXII. La venganza
Canto XXIII. Penélope reconoce a Odiseo
Canto XXIV. El pacto




CANTO I



LOS DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA
EL RETORNO DE ODISEO



Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;
vió muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando
de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros.
Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo,
pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas! de Hiperión Helios las vacas comieron,
y en tal punto acabó para ellos el día del retorno.
Diosa, hija de Zeus, también a nosotros,
cuéntanos algún pasaje de estos sucesos.



Ello es que todos los demás, cuantos habían escapado a la amarga muerte, estaban en casa, dejando atrás la guerra y el mar. Sólo él estaba privado de regreso y esposa, y lo retenía en su cóncava cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, deseando que fuera su esposo.



Y el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel en el que los dioses habían hilado que regresara a su casa de Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni cuando estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compadecían de él excepto Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta que llegó a su tierra.
Pero había acudido entonces junto a los Etiopes que habitan lejos (los Etiopes que están divididos en dos grupos, unos donde se hunde Hiperión y otros donde se levanta), para asistir a una hecatombe de toros y carneros; en cambio, los demás dioses estaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico. Y comenzó a hablar el padre de hombres y dioses, pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien acababa de matar el afamado Orestes, hijo de Agamenón. Acordóse, pues, de éste, y dijo a los inmortales su palabra:
«¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde. Así, ahora Egisto ha desposado cosa que no le correspondía a la esposa legítima del Atrida y ha matado a éste al regresar; y eso que sabía que moriría lamentablemente, pues le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al vigilante Argifonte, que no le matara ni pretendiera a su esposa. "Que habrá una venganza por parte de Orestes cuando sea mozo y sienta nostalgia de su tierra." Así le dijo Hermes, mas con tener buenas intenciones no logró persuadir a Egisto. Y ahora las ha pagado todas juntas.»
Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, ¡claro que aquél yace víctima de una muerte justa!, así perezca cualquiera que cometa tales acciones. Pero es por el prudente Odiseo por quien se acongoja mi corazón, por el desdichado que lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una isla rodeada de corriente donde está el ombligo del mar. La isla es boscosa y en ella tiene su morada una diosa, la hija de Atlante, de pensamientos perniciosos, el que conoce las profundidades de todo el mar y sostiene en su cuerpo las largas columnas que mantienen apartados Tierra y Cielo. La hija de éste lo retiene entre dolores y lamentos y trata continuamente de hechizarlo con suaves y astutas razones para que se olvide de Itaca; pero Odiseo, que anhela ver levantarse el humo de su tierra, prefiere morir. Y ni aun así se te conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que no te era grato Odiseo cuando en la amplia Troya te sacrificaba víctimas junto a las naves aqueas? ¿Por qué tienes tanto rencor, Zeus?»
Y le contestó el que reúne las nubes, Zeus:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Cómo podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo, quien sobresale entre los hombres por su astucia y más que nadie ha ofrendado víctimas a los dioses inmortales que poseen el vasto cielo? Pero Poseidón, el que conduce su carro por la tierra, mantiene un rencor incesante y obstinado por causa del Cíclope a quien aquél privó del ojo, Polifemo, igual a los dioses, cuyo poder es el mayor entre los Cíclopes. Lo parió la ninfa Toosa, hija de Forcis, el que se cuida del estéril mar, uniéndose a Poseidón en profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra, no mata a Odiseo, pero lo hace andar errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pensemos todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que vuelva. Y Poseidón depondrá su cólera; que no podrá él solo rivalizar frente a todos los inmortales dioses contra la voluntad de éstos.»
Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, si por fin les cumple a los dioses felices que regrese a casa el muy astuto Odiseo, enviemos enseguida a Hermes, al vigilante Argifonte, para que anuncie inmediatamente a la Ninfa de lindas trenzas nuestra inflexible decisión: el regreso del sufridor Odiseo. Que yo me presentaré en Itaca para empujar a su hijo y ponerle valor en el pecho a que convoque en asamblea a los aqueos de largo cabello a fin de que pongan coto a los pretendientes que siempre le andan sacrificando gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas. Lo enviaré también a Esparta y a la arenosa Pilos para que indague sobre el regreso de su padre, por si oye algo, y para que cobre fama da valiente entre los hombres.»
Así diciendo, ató bajo sus pies las hermosas sandalias inmortales, doradas, que la suelen llevar sobre la húmeda superficie o sobre tierra firme a la par del soplo del viento. Y tomó una fuerte lanza con la punta guarnecida de agudo bronce, pesada, grande, robusta, con la que domeña las filas de los héroes guerreros contra los que se encoleriza la hija del padre Todopoderoso. Luego descendió lanzándose de las cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de Itaca sobre el pórtico de Odiseo, en el umbral del patio. Tenía entre sus manos una lanza de bronce y se parecía a un forastero, a Mentes, caudillo de los tafios.
Y encontró a los pretendientes. Éstos complacían su ánimo con los dados delante de las puertas y se sentaban en pieles de bueyes que ellos mismos habían sacrificado. Sus heraldos y solícitos sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua en las cráteras, y los otros en limpiar las mesas con agujereadas esponjas; se las ponían delante y ellos se distribuían carne en abundancia. El primero en ver a Atenea fue Telémaco, semejante a un dios; estaba sentado entre los pretendientes con corazón acongojado y pensaba en su noble padre: ¡ojalá viniera e hiciera dispersarse a los pretendientes por el palacio!, ¡ojalá tuviera él sus honores y reinara sobre sus posesiones! Mientras esto pensaba sentado entre los pretendientes, vió a Atenea. Se fue derecho al pórtico, y su ánimo rebosaba de ira por haber dejado tanto tiempo al forastero a la puerta. Se puso cerca, tomó su mano derecha, recibió su lanza de bronce y le dirigió aladas palabras:
«Bienvenido, forastero, serás agasajado en mi casa. Luego que hayas probado del banquete, dirás qué precisas.»
Así diciendo, la condujo y ella le siguió, Palas Atenea. Cuando ya estaban dentro de la elevada morada, llevó la lanza y la puso contra una larga columna, dentro del pulimentado guardalanzas donde estaban muchas otras del sufridor Odiseo. La condujo e hizo sentar en un sillón y extendió un hermoso tapiz bordado; y bajo sus pies había un escabel. Al lado colocó un canapé labrado lejos de los pretendientes, no fuera que el huésped, molesto por el ruido, no se deleitara con el banquete alcanzado por sus arrogancias y para preguntarle sobre su padre ausente. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que se lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. Luego la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoréciéndole entre los que estaban presentes. El trinchante les ofreció fuentes de toda clase de carnes que habían sacado del trinchador y a su lado colocó copas de oro. Y un heraldo se les acercaba a menudo y les escanciaba vino.
Luego entraron los arrogantes pretendientes y enseguida comenzaron a sentarse por orden en sillas y sillones. Los heraldos les derramaron agua sobre las manos, las esclavas amontonaron pan en las canastas y los jóvenes coronaron de vino las cráteras. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían dispuestos delante. Después que habían echado de sí el deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el canto y la danza, pues éstos son complementos de un banquete; así que un heraldo puso hermosa cítara en manos de Femio, quien cantaba a la fuerza entre los pretendientes, y éste rompió a cantar un bello canto acompañándose de la cítara.
Entonces Telémaco se dirigió a Atenea, de ojos brillantes, y mantenía cerca su cabeza para que no se enteraran los demás:
«Forastero amigo, ¿vas a enfadarte por lo que te diga? Éstos se ocupan de la cítara y el canto ¡y bien fácilmente!, pues se están comiendo sin pagar unos bienes ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos ya se están pudriendo bajo la acción de la lluvia, tirados sobre el litoral, o los voltean las olas en el mar. ¡Si al menos lo vieran de regreso a Itaca...! Todos desearían ser más veloces de pies que ricos en oro y vestidos. Sin embargo, ahora ya está perdido de aciago destino, y ninguna esperanza nos queda por más que alguno de los terrenos hombres asegure que volverá. Se le ha acabado el día del regreso.
«Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿quién, de dónde eres entre los hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿en qué nave has llegado?, ¿cómo te han conducido los marineros hasta Itaca y quiénes se precian de ser? Porque no creo en absoluto que hayas llegado aquí a pie. Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si vienes por primera vez o eres huésped de mi padre; que muchos otros han venido a nuestro palacio, ya que también él hacía frecuentes visitas a los hombres.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
«Claro que te voy a contestar sinceramente a todo esto. Afirmo con orgullo ser Mentes, hijo de Anquíalo, y reino sobre los tafios, amantes del remo. Ahora acabo de llegar aquí con mi nave y compañeros navegando sobre el ponto rojo como el vino hacia hombres de otras tierras; voy a Temesa en busca de bronce y llevo reluciente hierro. Mi nave está atracada lejos de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies del boscoso monte Neyo. Tenemos el honor de ser huéspedes por parte de padre; puedes bajar a preguntárselo al viejo héroe Laertes, de quien afirman que ya no viene nunca a la ciudad y sufre penalidades en el campo en compañía de una anciana sierva que le pone comida y bebida cuando el cansancio se apodera de sus miembros, de recorrer penosamente la fructífera tierra de sus productivos viñedos.
«He venido ahora porque me han asegurado que tu padre estaba en el pueblo. Pero puede que los dioses lo hayan detenido en el camino, porque en modo alguno esta muerto sobre la tierra el divino Odiseo, sino que estará retenido, vivo aún, en algún lugar del ancho mar, en alguna isla rodeada de corriente donde lo tienen hombres crueles y salvajes que lo sujetan contra su voluntad.
«Así que te voy a decir un presagio porque los inmortales lo han puesto en mi pecho y porque creo que se va a cumplir, no porque yo sea adivino ni entienda una palabra de aves de agüero: ya no estará mucho tiempo lejos de su tierra patria, ni aunque lo retengan ligaduras de hierro. Él pensará cómo volver, que es rico en recursos.
«Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si tú, tan grande ya, eres hijo del mismo Odiseo. Te pareces a aquél asombrosamente en la cabeza y los lindos ojos; que muy a menudo nos reuníamos antes de embarcar él para Troya, donde otros argivos, los mejores, embarcaron en las cóncavas naves. Desde entonces no he visto a Odiseo, ni él a mí.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Desde luego, huésped, te voy a hablar sinceramente. Mi madre asegura que soy hijo de él; yo, en cambio, no lo sé; que jamás conoció nadie por sí mismo su propia estirpe. ¡Ojalá fuera yo el hijo dichoso de un hombre al que alcanzara la vejez en medio de sus posesiones! Sin embargo, se ha convertido en el más desdichado de los mortales hombres aquél de quien dicen que yo soy hijo, ya que me lo preguntas.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
Seguro que los dioses no te han dado linaje sin nombre, puesto que Penélope te ha engendrado tal como eres. Conque, vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿qué banquete, qué reunión es ésta y que necesidad tienes de ella? ¿Se trata de un convite o de una boda?, porque seguro que no es una comida a escote: ¡tan irrespetuosos me parece que comen en el palacio, más de lo conveniente! Se irritaría viendo tantas torpezas cualquier hombre con sentido común que viniera.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Huésped, puesto que me preguntas esto a inquieres, este palacio fue en otro tiempo seguramente rico a irreprochable mientras aquel hombre estaba todavía en casa. Pero ahora los dioses han decidido otra cosa maquinando desgracias; lo han hecho ilocalizable más que al resto de los hombres. No me lamentaría yo tanto por él aunque estuviera muerto, si hubiera sucumbido entre sus compañeros en el pueblo de los troyanos o entre los brazos de los suyos, una vez que hubo cumplido la odiosa tarea de la guerra. En este caso le habría construido una tumba el ejército panaqueo y habría cosechado para el futuro un gran renombre para su hijo. Sin embargo, las Harpías se lo han llevado sin gloria; se ha marchado sin que nadie lo viera, sin que nadie le oyera, y a mí sólo me ha legado dolores y lágrimas.
«Pero no solo lloro y me lamento por aquél; que los dioses me han proporcionado otras malas preocupaciones, pues cuantos nobles reinan sobre las islas Duliquio, Same y la boscosa Zantez  y cuantos son poderosos en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi casa. Ella ni se niega al odioso matrimonio ni es capaz de ponerles coto, y ellos arruinan mi hacienda comiéndosela. Luego acabarán incluso conmigo mismo.»
Y le contestó, irritada, Palas Atenea:
«¡Ay, ay, mucha falta te hace ya el ausente Odiseo!; que pusiera él sus manos sobre los desvergonzados pretendientes. Pues si ahora, ya de regreso, estuviera en pie ante el pórtico del palacio sosteniendo su hacha, su escudo y sus dos lanzas tal como yo le vi por primera vez en nuestro palacio bebiendo y gozando del banquete recién llegado de Efira, del palacio de Mermérida... (había marchado allí Odiseo en rápida nave para buscar veneno homicida con que untar sus broncíneas flechas. Aquél no se lo dió, pues veneraba a los dioses que viven siempre, pero se lo entregó mi padre, pues lo amaba en exceso). ¡Con tal atuendo se enfrentara Odiseo con los pretendientes! Corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. Pero está en las rodillas de los dioses si tomará venganza en su palacio al volver o no.
«En cuanto a ti, te ordeno que pienses la manera de echar del palacio a los pretendientes. Conque, vamos, escúchame y presta atención a mis palabras: convoca mañana en asamblea a los héroes aqueos y hazles a todos manifiesta tu palabra; y que los dioses sean testigos. Ordena a los pretendientes que se dispersen a sus casas, y a tu madre.., si su deseo la impulsa a casarse, que vuelva al palacio de su poderoso padre; le prepararán unas nupcias y le dispondrán una dote abundante, cuanta es natural que acompañe a una hija querida.
«A ti, sin embargo, te voy a aconsejar sagazmente, por si quieres obedecerme: bota una nave de veinte remos, la mejor, y marcha para informarte sobre tu padre largo tiempo ausente, por si alguno de los mortales pudiera decirte algo o por si escucharas la Voz  que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias.
«Primero dirígete a Pilos y pregunta al divino Néstor, y desde allí a Esparta al palacio del rubio Menelao, pues él ha llegado al postrero de los aqueos que visten bronce. Si oyes de tu padre que vive y está de vuelta, soporta todavía otro año, aunque tengas pesar; pero si oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa enseguida a tu tierra patria, levanta una tumba en su honor y ofréndale exequias en abundancia, cuantas están bien.
Y entrega tu madre a un marido. Luego que esto hayas concluido, medita en tu mente y en tu corazón la manera de matar a los pretendientes en tu casa con engaño o a las claras.
Y es preciso que no juegues a cosas de niños, pues no eres de edad para hacerlo. ¿No has oído qué fama ha cobrado el divino Orestes entre todos los hombres por haber matado al asesino de su padre, a Egisto fecundo en ardides, porque había quitado la vida a su ilustre padre? También tú, amigo —pues te veo vigoroso y bello—, sé valiente para que alguno de tus descendientes hable bien de ti. Yo me marcho ahora mismo a la rápida nave junto a mis compañeros, que deben estar cansados de tanto esperarme. Tú ocúpate de esto y presta oídos a mis palabras.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Huésped, en verdad dices esto con sentimientos amigos, como un padre a su hijo, y jamás los echaré a olvido. Mas, vamos, quédate ahora por muy deseoso que estés del camino, para que después de bañarte y gozar en tu pecho marches alegre a la nave portando un presente, un regalo estimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como los que hospedan dan a sus huéspedes.»
Y contestó luego Atenea, de ojos brillantes:
«No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que tu corazón te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa.»
Así hablando, partió la de ojos brillantes, Atenea, y se remontó como un ave, e infundió audacia en el pecho de Telémaco y valentía. Pero después de reflexionar en su mente quedó estupefacto, pues pensó que era un dios. Y, mortal a los dioses igual, marchó enseguida junto a los pretendientes.
Entre éstos estaba cantando el ilustre aedo, y ellos escuchaban sentados en silencio. Cantaba el regreso de los aqueos que Palas Atenea les había deparado funesto desde Troya. La hija de Icario, la prudente Penélope, acogió en su pecho el inspirado canto desde el piso de arriba y descendió por la elevada escalera de su palacio; mas no sola, que la acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo junto al pilar central del techo labrado llevando ante sus mejillas un grueso velo, y a cada lado se puso una fiel sirvienta. Luego habló llorando al divino aedo:
«Femio, sabes otros muchos cantos, hechizo de los mortales, hazañas de hombres y dioses que los aedos hacen famosas. Cántales uno de éstos sentado a su lado y que ellos beban su vino en silencio; mas deja ya ese canto triste que me está dañando el corazón dentro del pecho, puesto que a mí sobre todos me ha alcanzado un dolor inolvidable, pues añoro, acordándome continuamente, la cabeza de un hombre cuyo renombre es amplio en la Hélade y hasta el centro de Argos».
Y Telémaco le dijo discretamente:
«Madre mía, ¿qué reprochas al amable aedo que nos deleite como le impulse su voluntad? No son los aedos culpables, sino en cierto sentido Zeus, el que dota a los hombres que comen grano como quiere a cada uno».
Para éste no habrá castigo porque cante el destino aciago de los dánaos, pues éste es el canto que más celebran los hombres, el que llega más reciente a los oyentes.
«Que tu corazón y tu espíritu soporten escucharlo, pues no sólo Odiseo perdió en Troya el día de su regreso, que también perecieron otros muchos hombres. Conque marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio.»
Admiróse ella y se encaminó de nuevo a su habitación, pues puso en su interior la palabra discreta de su hijo. Subió al piso de arriba en companía de las esclavas y luego rompió a llorar a Odiseo su esposo hasta que Atenea, de ojos brillantes, echo dulce sueño sobre sus parpados.
Los pretendientes rompieron a alborotar en el sombrío mégaron y deseaban todos acostarse en su cama al lado de ella. Entonces comenzó a hablarles Telémaco discretamente:
«Pretendientes de mi madre que tenéis excesiva insolencia, gocemos ahora con el banquete y que no haya vocerío, puesto que lo mejor es escuchar a un aedo como éste, semejante en su voz a los dioses».
«Al amanecer marchemos a la plaza y sentemonos todos para que os diga sin empacho que salgáis de mi palacio, os preparéis otros banquetes y comáis vuestros propios bienes invitándoos mutuamente. Pero si os parece lo mejor y más acertado destruir sin pagar la hacienda de un solo hombre, consumidla. Yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por si Zeus de algun modo me concede que vuestras obras sean castigadas: pereceréis al punto, sin nadie que os vengue, dentro de este palacio!»
Así habló, y todos clavaron los dientes en sus labios. Estaban admirados de Telémaco porque había hablado audazmente. Y Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a él:
«Telémaco, seguramente los dioses mismos te enseñan a ser ya arrogante en la palabra y a hablar audazmente. ¡Que el hijo de Crono no te haga rey de Itaca, rodeada de mar, cosa que por linaje te corrresponde como herencia paterna! »
Y Telemaco le contestó discretamente:
«Antínoo, aunque te enojes conmigo por lo que voy a decir, esto es precisamente lo que quisiera yo obtener si Zeus me lo concede. ¿O acaso crees que es lo peor entre los hombres? No es nada malo ser rey, no; rapidamente tu palacio se hace rico y tu mismo más respetado. Pero hay muchos otros personajes reales en Itaca, rodeada de mar; que uno de ellos ocupe el trono, muerto el divino Odiseo. Yo seré soberano de mi palacio y de los esclavos que el divino Odiseo tomó para mi como botin. »
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le dijo a su vez:
«Telémaco, en verdad está en las rodillas de los dioses quién de los aqueos va a reinar en Itaca, rodeada de mar; tú harías mejor en conservar tus posesiones y reinar sobre tus esclavos. ¡Cuidado no venga algún hombre que lo prive de tus posesiones por la fuerza, contra tu voluntad, mientras Itaca siga habitada!
«Pero quiero, excelente, preguntarte sobre el forastero de dónde es, de qué tierra se precia de ser y dónde tiene ahora su linaje y heredad paterna. ¿Acaso trae un mensaje de tu padre ausente o ha llegado aquí por algún asunto propio? Cuán rápido se levantó y marchó enseguida sin esperar a que lo conociéramos. Desde luego no parecía en su aspecto un hombre del pueblo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Eurímaco, con certeza se ha acabado el regreso de mi padre. No hago ya caso a noticia alguna, venga de donde viniere, ni presto oídos al oráculo de procedencia divina que mi madre pueda comunicarme llamándome al mégaron. Este hombre es huésped paterno mío y afirma con orgullo que es Mentes, hijo del prudence Anquíalo, y reina sobre los Tafios, amantes del remo.»
Así dijo Telémaco, aunque había reconocido a la diosa inmortal en su mente.
Volvieron ellos al baile y al canto para deleitarse y aguardaron al lucero de la tarde y cuando se estaban deleitando les sobrevino éste, así que se pusieron en camino cada uno a su casa deseando acostarse.
Entonces Telémaco se dirigió cavilando hacia el lecho, hacia donde tenía construido su suntuoso dormitorio en el muy hermoso patio, en lugar de amplia visión. Junto a él llevaba teas ardientes la fiel Euriclea, hija de Ope Pisenórida, a la que había comprado en otro tiempo Laertes, cuando todavía era adolescente, por el valor de veinte bueyes; la honraba en el palacio igual que a su casta esposa, pero nunca se unió a ella en la cama por evitar la cólera de su mujer. Ésta era quien llevaba a su lado las ardientes antorchas y lo amaba más que ninguna esclava, pues lo había criado cuando era pequeño.
Abrió Telémaco las puertas del dormitorio, suntuosamente construido, y se sentó en el lecho, se desnudó del suave manto y lo echó sobre las manos de la muy diligente anciana. Ésta estiró y dobló el manto y colgándolo de un clavo junto al lecho agujereado se puso en camino para salir del dormitorio. Tiró de la puerta con una anilla de plata y echó el cerrojo con la correa.
Durante toda la noche, cubierto por el vellón de una oveja, planeaba él en su mente el viaje que le había dispuesto Atenea.



CANTO II



TELÉMACO REÚNE EN ASAMBLEA
AL PUEBLO DE ITACA



Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, al punto el amado hijo de Odiseo se levantó del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo sus pies, brillantes como el aceite, calzó hermosas sandalias.
Luego se puso en marcha, salió del dormitorio semejante a un dios en su porte y ordenó a los vocipotentes heraldos que convocaran en asamblea a los aqueos de largo cabello; aquéllos dieron el bando y éstos comenzaron a reunirse con premura. Después, cuando hubieron sido reunidos y estaban ya congregados, se puso en camino hacia la plaza en su mano una lanza de bronce; mas no solo, que le seguían dos lebreles de veloces patas. Entonces derramó Atenea sobre él una gracia divina y lo contemplaban admirados todos los ciudadanos; se sentó en el trono de su padre y los ancianos le cedieron el sitio.
A continuación comenzó a hablar entre ellos el héroe Egiptio, quien estaba ya encorvado por la vejez y sabía miles de cosas, pues también su hijo, el lancero Antifo, había embarcado en las cóncavas naves en compañla del divino Odiseo hacia Ilión de buenos potros; lo había matado el salvaje Cíclope en su profunda cueva y lo había preparado como último bocado de su cena. Aún le quedaban tres: uno estaba entre los pretendientes y los otros dos cuidaban sin descanso los bienes paternos. Pero ni aun así se había olvidado de aquél, siempre lamentándose y afligiéndose. Derramando lágrimas por su hijo levantó la voz y dijo:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros. Nunca hemos tenido asamblea ni sesión desde que el divino Odiseo marchó en las cóncavas naves. ¿Quién, entonces, nos convoca ahora de esta manera? ¿A quién ha asaltado tan grande necesidad ya sea de los jóvenes o de los ancianos? ¿Acaso ha oído alguna noticia de que llega el ejército, noticia que quiere revelarnos una vez que él se ha enterado?, ¿o nos va a manifestar alguna otra cosa de interés para el pueblo? A mí me parece que es noble, afortunado. ¡Así Zeus llevara a término lo bueno que él revuelve en su mente!»
Así habló, y el amado hijo de Odiseo se alegró por sus palabras. Con que ya no estuvo sentado por más tiempo y sintió un deseo repentino de hablar. Se puso en pie en mitad de la plaza y le colocó el cetro en la mano el heraldo Pisenor, conocedor de consejos discretos.
Entonces se dirigió primero al anciano y dijo:
«Anciano, no está lejos ese hombre, soy yo el que ha convocado al pueblo (y tú lo sabrás pronto), pues el dolor me ha alcanzado en demasía.. No he escuchado noticia alguna de que llegue el ejército que os vaya a revelar después de enterarme yo, ni voy a manifestaros ni a deciros nada de interés para el pueblo, sino un asunto mío privado que me ha caído sobre el palacio como una peste, o mejor como dos: uno es que he perdido a mi noble padre, que en otro tiempo reinaba sobre vosotros aquí presentes y era bueno como un padre. Pero ahora me ha sobrevenido otra peste aún mayor que está a punto de destruir rápidamente mi casa y me va a perder toda la hacienda: asedian a mi madre, aunque ella no lo quiere, unos pretendientes hijos de hombres que son aquí los más nobles. Estos tienen miedo de ir a casa de su padre Icario para que éste dote a su hija y se la entregue a quien él quiera y encuentre el favor de ella. En cambio vienen todos los días a mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas cabras y se banquetean y beben a cántaros el rojo vino. Así que se están perdiendo muchos bienes, pues no hay un hombre como Odiseo que arroje esta maldición de mi casa. Yo todavía no soy para arrojarla, pero ¡seguro que más adelante voy a ser débil y desconocedor del valor! En verdad que yo la rechazaría si me acompañara la fuerza, pues ya no son soportables las acciones que se han cometido y mi casa está perdida de la peor manera. Indignaos también vosotros y avergonzaos de vuestros vecinos, los que viven a vuestro lado. Y temed la cólera de los dioses, no vaya a ser que cambien la situación irritados por sus malas acciones. Os lo ruego por Zeus Olímpico y por Temis, la que disuelve y reúne las asambleas de los hombres; conteneos, amigos, y dejad que me consuma en soledad, víctima de la triste pena a no ser que mi noble padre Odiseo alguna vez hiciera mal a los aqueos de hermosas grebas, a cambio de lo cual me estáis dañando rencorosamente y animáis a los pretendientes. Para mí sería más ventajoso que fuerais vosotros quienes consumen mis propiedades y ganado. Si las comierais vosotros algún día obtendría la devolución, pues recorrería la ciudad con mi palabra demandándoos el dinero hasta que me fuera devuelto todo; ahora, sin embargo, arrojáis sobre mi corazón dolores incurables.»
Así habló indignado y arrojó el cetro a tierra con un repentino estallido de lágrimas. Y la lástima se apoderó de todo el pueblo. Quedaron todos en silencio y nadie se atrevió a replicar a Telémaco con palabras duras; sólo Antínoo le dijo en contestación:
«Telémaco, fanfarrón, incapaz de reprimir tu cólera; ¿qué cosa has dicho, cubriéndonos de vergüenza? Desearías cubrirnos de baldón. Sabes que los culpables no son los pretendientes de entre los aqueos, sino tu madre, que sabe muy bien de astucias. Pues ya es éste el tercer año, y con rapidez se acerca el cuarto, desde que aflige el corazón en el pecho de los aqueos. A todos da esperanzas y hace promesas a cada pretendiente enviándole recados; pero su imaginación maquina otras cosas.
«Y ha meditado este otro engaño en su pecho: levantó un gran telar en el palacio y allí tejía, telar sutil a inacabable, y sin dilación nos dijo: "Jóvenes pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad, por mucho que deseéis esta boda conmigo, a que acabe este manto no sea que se me pierdan inútilmente los hilos, este sudario para el héroe Laertes, para cuando lo arrebate el destructor destino de la muerte de largos lamentos. Que no quiero que ninguna de las aqueas del pueblo se irrite conmigo si yace sin sudario el que tanto poseyó."
«Así dijo, y nuestro noble ánimo la creyó. Así que durante el día tejía la gran tela y por la noche, colocadas antorchas a su lado, la destejía. Su engaño pasó inadvertido durante tres años y convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto año y pasaron las estaciones, una de sus mujeres, que lo sabía todo, nos lo reveló y sorprendimos a ésta destejiendo la brillante tela. Así fue como la terminó, y no voluntariamente, sino por la fuerza.
«Conque ésta es la respuesta que te dan los pretendientes, para que la conozcas tú mismo y la conozcan todos los aqueos: envía por tu madre y ordénala que se case con quien la aconseje su padre y a ella misma agrade. Pero si todavía sigue atormentando mucho tiempo a los hijos de los aqueos ejercitando en su mente las cualidades que la ha concedido Atenea en exceso (ser entendida en trabajos femeninos muy bellos y tener pensamientos agudos y astutos como nunca hemos oído que tuvieran ninguna de las aqueas de lindas trenzas ni siquiera de las que vivieron antiguamente, como Tiro, Alcmena y.Micena de linda corona ninguna de ellas pensó planes semejantes a los de Penélope), entonces esto al menos no habrá sido lo más conveniente que haya planeado. Pues tu hacienda y propiedades te serán devoradas mientras ella mantenga semejante decisión que los dioses han puesto ahora en su pecho. Se está creando para sí una gran gloria, pero para ti sólo la añoranza de tu mucha hacienda.
«En cuanto a nosotros, no marcharemos a nuestros trabajos ni a parte alguna hasta que se case con el que quiera de los aqueos.»
Y le respondió Telémaco discretamente:
«Antínoo, no me es posible echar de mi casa contra su voluntad a la que me ha dado a luz, a la que me ha criado, mientras mi padre está en otra parte de la tierra viva él o esté muerto. Y será terrible para mí devolver a Icario muchas cosas si envío a mi madre por propia iniciativa. Por parte de mi padre sufriré castigo y otros me darán la divinidad, puesto que mi madre conjurará a las diosas Erinias si se marcha de casa, y también por parte de los hombres tendré castigo. Por esto jamás diré yo esa palabra. Conque, si vuestro ánimo se irrita por esto, salid de mi palacio y preparaos otros banquetes comiendo vuestras posesiones e invitándoos en vuestras casas recíprocamente, que yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por si Zeus me concede que vuestras obras sean castigadas de algun modo: ¡pereceréis al punto, sin nadie que os vengue, dentro de este palacio!»
Así habló Telémaco, y Zeus que ve a lo ancho, le echó a volar dos águilas desde arriba, desde las cumbres de la montaña. Estas se dirigían volando a la par del soplo del viento cerca una de otra, extendidas las alas. Cuando llegaron al centro de la plaza, donde mucho se habla, comenzaron a dar vueltas batiendo sus espesas alas y llegaron cerca de las cabezas de todos, y en sus ojos brillaba la muerte. Y desgarrándose con las uñas mejillas y cuellos se lanzaron por la derecha a través de las casas y la ciudad de los itacenses. Admiraron éstos aterrados a las aves cuando las vieron con sus ojos, y removían en su corazón qué era lo que iba a cumplirse. Y entre ellos habló el anciano héroe Haliterses Mastorida, pues sólo él aventajaba a los de su edad en conocer los pájaros y explicar presagios. Levantó la voz con buenas intenciones hacia ellos y comenzó a hablar:
«Ahora, itacenses, escuchadme a mí lo que voy a deciros y es sobre todo a los pretendientes a quienes voy a hacer esta revelación: sobre ellos anda dando vueltas una gran desgracia, pues Odiseo ya no estará mucho tiempo lejos de los suyos, sino que ya está cerca, en alguna parte, y está sembrando la muerte y el destino para todos éstos. También para otros muchos de los que habitamos Itaca, hermosa al atardecer, habrá desgracias. Pensemos entonces cuanto antes cómo ponerles término o bien que se lo pongan ellos a sí mismos, pues esto será lo que más les conviene. Y yo no vaticino como un inexperto, sino como uno que sabe bien. Os aseguro que todo se está cumpliendo para él como se lo dije cuando los argivos embarcaron para Ilión y con ellos marchó el astuto Odiseo. Le dije que sufriría muchas calamidades, que perdería a todos sus compañeros y que volvería a casa a los veinte años desconocido de todos. Y ya se está cumpliendo todo.»
Y le contestó Eurímaco, hijo de Pólibo:
«Viejo, vete ya a casa a profetizar a tus hijos, no sea que sufran alguna desgracia en el futuro. Estas cosas las vaticino yo mucho mejor que tú. Numerosos son los pájaros que van y vienen bajo los rayos del Sol y no todos son de agüero. Está claro que Odiseo ha muerto lejos ¡ojalá que hubieras perecido tú también con él!; no habrías dicho tantos vaticinios ni habrías incitado al irritado Telémaco esperando ansiosamente un regalo para tu casa, por si te lo daba. Conque voy a hablarte, y esto sí se va a cumplir: si tú, sabedor de muchas y antiguas cosas, incitas con tus palabras a un hombre más joven a que se irrite, para él mismo primero será más penoso pues nada podrá conseguir con estas predicciones, y a ti, viejo, te pondremos una multa que te será doloroso pagar. Y tu dolor será insoportable.



En cuanto a Telémaco, yo mismo voy a darle un consejo delante de todos: que ordene a su madre volver a casa de su padre. Ellos le prepararán unas nupcias y le dispondrán una muy abundante dote, cuanta es natural que acompañe a una hija querida. No creo yo que los hijos de los aqueos renuncien a su pretensión laboriosa, pues no tememos a nadie a pesar de todo y no, desde luego, a Telémaco por mucha palabrería que muestre. Tampoco hacemos caso del presagio sin cumplimiento que tú, viejo, nos revelas haciéndotenos todavía más odioso. Igualmente serán devorados tus bienes de mala manera y jamás lo serán compensados, al menos mientras ella entretenga a los aqueos respecto de su boda. Pues nosotros nos mantenemos expectantes todos los días y rivalizamos por causa de su excelencia, y no marchamos tras otras con las que a cada uno nos convendría casar.»
Entonces le contestó Telémaco discretamente:
«Eurímaco y demás ilustres pretendientes: no voy a apelar más a vosotros ni tengo más que decir; ya lo saben los dioses y todos los aqueos. Pero dadme ahora una rápida nave y veinte compañeros que puedan llevar a término conmigo un viaje aquí y allá, pues me voy a Esparta y a la arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi padre, largo tiempo ausente, por si alguno de los mortales me lo dice o escucho la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias. Si oigo que mi padre vive y está de vuelta, soportaré todavía otro año; pero si oigo que ha muerto y que ya no vive, regresaré enseguida a mi tierra patria, levantaré una tumba en su honor y le ofrendaré exequias en abundancia, cuantas está bien, y entregaré mi madre a un marido.»
Así hablando se sentó, y entre ellos se levantó Méntor, que era compañero del irreprochable Odiseo y a quien éste al marchar en las naves había encomendado toda su casa que obedecieran todos al anciano y que él conservara todo intacto. Éste levantó la voz con buenos sentimientos hacia ellos y dijo:



«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros: ¡que de ahora en adelante ningún rey portador de cetro sea benévolo, ni amable, ni bondadoso, y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente!, pues del divino Odiseo no se acuerda ninguno de los ciudadanos sobre los que reinó, aunque era tierno como un padre. Mas yo me lamento no de que los esforzados pretendientes cometan acciones violentas por la maldad de su espíritu, pues exponen sus propias cabezas al comerse con violencia la hacienda de Odiseo, asegurando que éste ya no volverá jamás. Me irrito más bien contra el resto del pueblo, de qué modo estáis todos sentados en silencio y, aun siendo muchos, no contenéis a los pretendientes, que son pocos, cercándoles con vuestras palabras.»
Y le contestó Leócrito, el hijo de Evenor:
«Obstinado Méntor, ayuno de sesos; ¿qué has dicho incitándolos a que nos contengan? Difícil sería incluso a hombres más numerosos luchar por un banquete. Pues aunque el itacense Odiseo viniera en persona y maquinara en su mente arrojar del palacio a los nobles pretendientes que se banquetean en su casa, no se alegraría su esposa de que viniera, por mucho que lo desee, sino que allí mismo atraería sobre sí vergonzosa muerte si luchara con hombres más numerosos. Y tú no has hablado como te corresponde. Vamos, ciudadanos, dispersaos cada uno a sus trabajos. A éste le ayudarán para el viaje Méntor y Halitérses, que son compañeros de su padre desde hace mucho tiempo. Aunque sentado por mucho tiempo, creo yo, escuchará las noticias en Itaca y jamás llevará a término tal viaje. »
Así habló y disolvió la asamblea rápidamente. Se dispersaron cada uno a su casa y los pretendientes marcharon al palacio del divino Odiseo.
Telémaco, en cambio, se alejó hacia la orilla del mar, lavó sus manos en el canoso mar y suplicó a Atenea:
«Préstame oídos tú, divinidad que llegaste ayer a mi palacio y me diste la orden de marchar en una nave sobre el brumoso ponto para informarme sobre el regreso de mi padre, largo tiempo ausente. Todo esto lo están retrasando los aqueos, sobre todo los pretendientes, funestamente arrogantes.»
Así habló suplicándole; Atenea se le acercó semejante a Méntor en la figura y voz y se dirigió a él con aladas palabras:
«Telémaco, no serás en adelante cobarde ni estúpido si has heredado el noble corazón de tu padre; ¡cómo era él para realizar obras y palabras! Por esto tu viaje no va a ser infructuoso ni baldío. Pero si no eres hijo de aquél y de Penélope, no tengo esperanza alguna de que lleves a cabo lo que meditas. Pocos, en efecto, son los hijos iguales a su padre; la mayoría son peores y sólo unos pocos son mejores que su padre. Pero puesto que en el futuro no vas a ser cobarde ni estúpido ni te ha abandonado del todo el talento de Odiseo, hay esperanza de que llegues a realizar tal empresa.
«Deja, pues, ahora las intenciones y pensamientos de los enloquecidos pretendientes, pues no son sensatos ni justos; no saben que la muerte y la negra Ker están ya a su lado para matar a todos en un día. El viaje que preparas ya no está tan lejano para ti, y es que yo soy tan buen amigo de tu padre que te voy a aparejar una rápida nave y acompañar en persona.
«Conque marcha ahora a tu casa a reunirte con los pretendientes; prepara provisiones y mételas todas en recipientes, el vino en cántaros, y la harina, sustento de los hombres, en pellejos espesos. Yo voy por el pueblo a reunir voluntarios. Existen numerosas naves en Itaca, rodeada de corriente, nuevas y viejas; veré cuál es la mejor y aparejándola rápidamente la lanzaremos al ancho ponto.»
Así habló Atenea, hija de Zeus, y Telémaco ya no aguardó más, pues había escuchado la voz de un dios. Así que se puso en camino, su corazón acongojado, hacia el palacio y encontró a los altivos pretendientes degollando cabras y asando cerdos en el patio.
Antínoo se encaminó riendo hacia Telémaco, le tomó de la mano, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Telémaco, fanfarrón, incapaz de contener tu cólera, que no ocupe tu pecho ninguna acción o palabra mala, sino comer y beber conmigo como antes. Los aqueos te prepararán una nave y remeros elegidos para que llegues con más rapidez a la agradable Pilos en busca de noticias de tu ilustre padre.»



Y le respondió Telémaco discretamente:
«Antínoo, no me es posible comer callado en vuestra arrogante compañía y gozar tranquilamente. ¿O es que no es bastante que me hayáis destruido hasta ahora muchas y buenas cosas de mi propiedad, pretendientes, mientras era todavía un niño? Mas ahora que ya soy grande y que, escuchando la palabra de los demás, comprendo todo y el arrojo me ha crecido en el pecho, intentaré enviaros las funestas Keres, ya sea marchando a Pilos o aquí mismo, en el pueblo.
«Me marcho y el viaje que os anuncio no será infructuoso como pasajero, pues no poseo naves ni remeros. Esto os parecía lo más ventajoso para vosotros!»
Así dijo y retiró con rapidez su mano de la mano de Antínoo.
Y los pretendientes se aplicaban al banquete dentro del palacio y se mofaban de él zahiriéndolo con sus palabras.
Así decía uno de los jóvenes arrogantes:
«Seguro que Telémaco nos está meditando la muerte; traerá alguien de la arenosa Pilos para que lo defienda o tal vez de Esparta, pues mucho lo desea. O quizá quiere ir a Efira, tierra fértil, a fin de traer de allí venenos que corrompen la vida y echarlos en la crátera para destruirnos a todos.»
Y otro de los jóvenes arrogantes decía:
¿Quién sabe si, marchando en la cóncava nave, no perece también él vagando lejos de los suyos como Odiseo! Así nos acrecentaría el trabajo, pues repartiríamos todos sus bienes y la casa se la daríamos a su madre y al que con ella casara para que la conservaran.»
Mientras así hablaban descendió Telémaco a la despensa de elevado techo de su padre, espaciosa, donde había oro amontonado en el suelo y bronce, y en arcones vestidos, y oloroso aceite en abundancia. También había allí dispuestas en fila, junto a la pared, tinajas de añejo vino sabroso que contenían sin mezcla la divina bebida por si alguna vez volvía a casa Odiseo después de sufrir dolores sin cuento. Las puertas que allí había se podían cerrar fuertemente ensambladas, eran de dos hojas, y permanecía allí día y noche un ama de llaves que vigilaba todo con la agudeza de su mente, Euriclea, hija de Ope Pisenórida.



A ésta dirigió Telémaco su palabra llamándola a la despensa:
«Vamos, ama, sácame en ánforas sabroso vino, el más preciado después del que tú guardas pensando en aquel desdichado, por si viene algún día Odiseo de linaje divino después de evitar la muerte y las Keres; lléname doce hasta arriba y ajusta todas con tapas. Échame también harina en bien cosidos pellejos, hasta veinte medidas de harina de trigo molido. Sólo tú debes saberlo. Que esté todo preparado, pues lo recogeré por la tarde cuando ya mi madre haya subido al piso de arriba y esté ocupada en acostarse. Me marcho a Esparta y a la arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi padre, por si oigo algo.»
Así habló; rompió en lamentos su nodriza Euriclea y dijo llorando aladas palabras:
«¿Por qué, hijo mío, tienes en tu interior este proyecto? ¿Por dónde quieres ir a una tierra tan grande siendo el bienamado hijo único? Ha sucumbido lejos de su patria Odiseo, de linaje divino, en un país desconocido, y éstos te andan meditando la muerte para el mismo momento en que te marches, para que mueras en emboscada. Ellos se lo repartirán todo. Anda, quédate aquí sentado sobre tus cosas; no tienes necesidad ninguna de sufrir penalidades en el estéril ponto ni de andar errante.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Anímate, ama, puesto que esta decisión me ha venido no sin un dios. Ahora júrame que no dirás esto a mi madre antes de que llegue el día décimo o el duodécimo, o hasta que ella misma me eche de menos y oiga que he partido, para que no afee, desgarrándola, su hermosa piel.»

Así habló, y la anciana juró por los dioses con gran juramento que no lo haría. Cuando hubo jurado y llevado a término este juramento vertió enseguida vino en las ánforas y echó harina en bien cosidos sacos. Y Telémaco se puso en camino hacia las habitaciones de abajo para reunirse con los pretendientes.

Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea. Tomando la forma de Telémaco marchó por toda la ciudad y poniéndose cerca de cada hombre les decía su palabra; les ordenaba que se congregaran con el crepúsculo junto a la rápida nave. Después pidió una rápida nave a Noemón, esclarecido hijo de Fronio, y éste se la ofreció de buena gana. Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces empujó hacia el mar a la rápida nave, puso en ella todas las provisiones que suelen llevar las naves de buenos bancos y la detuvo al final del puerto.
Los valientes compañeros ya se habían congregado en grupo, pues la diosa había movido a cada uno en particular.
Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea: se puso en camino hacia el palacio del divino Odiseo y una vez allí derramó dulce sueño sobre los pretendientes, los hechizó cuando bebían e hizo caer las copas de sus manos. Y éstos se apresuraron por la ciudad para ir a dormir y ya no estuvieron sentados por más tiempo, pues el sueño se posaba sobre sus párpados.
Entonces Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a Telémaco llamándolo desde fuera del palacio, agradable para vivir, asemejándose a Méntor en la figura y timbre de voz:
«Ya tienes sentados al remo a tus compañeros de hermosas grebas y esperan tu partida. Vamos, no retrasemos por más tiempo el viaje.»
Así habló, y lo condujo rápidamente Palas Atenea, y él marchaba en pos de las huellas de la diosa. Cuando llegaron a la nave y al mar encontraron sobre la ribera a los aqueos de largo cabello y entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:
«Aquí, los míos, traigamos las provisiones; ya está todo junto en mi palacio. Mi madre no está enterada de nada ni las demás esclavas; sólo una ha oído mi palabra.»



Así habló y los condujo, y ellos le seguían de cerca. Se llevaron todo y lo pusieron en la nave de buenos bancos como había ordenado el querido hijo de Odiseo.
Subió luego Telémaco a la nave; Atenea iba delante y se sentó en la popa, y a su lado se sentó Telémaco.
Los compañeros soltaron las amarras, subieron todos y se sentaron en los bancos. Y Atenea, de ojos brillantes, les envió un viento favorable, el fresco Céfiro que silba sobre el ponto rojo como el vino.
Telémaco animó a sus compañeros, les ordenó que se asieran a las jarcias y éstos escucharon al que les urgía. Levantaron el mástil de abeto y lo colocaron dentro del hueco construido en medio, lo ataron con maromas y extendieron las blancas velas con bien retorcidas correas de piel de buey. El viento hinchó la vela central y las purpúreas olas bramaron a los lados de la quilla de la nave en su marcha, y corría apresurando su camino sobre las olas.
Después ataron los aparejos a la rápida nave y levantaron las cráteras llenas de vino hasta los bordes haciendo libaciones a los inmortales dioses, que han nacido para siempre, y entre todos especialmente a la de ojos brillantes, a la hija de Zeus.
Y la nave continuó su camino toda la noche y durante el amanecer.



CANTO III
TELÉMACO VIAJA A PILOS PARA INFORMARSE
SOBRE SU PADRE



Habíase levantado Helios, abandonando el hermosísimo estanque del mar, hacia el broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales y a los mortales caducos sobre la Tierra donadora de vida, cuando llegaron a Pilos, la bien construida ciudadela de Neleo.
Los pilios estaban sacrificando sobre la ribera del mar toros totalmente negros en honor del de azuloscura cabellera, el que sacude las tierras. Había nueve asientos y en cada uno estaban sentados quinientos hombres y de cada uno hacían ofrenda de nueve toros. Mientras éstos gustaban las entrañas y quemaban los muslos en honor del dios, los itacenses entraban en el puerto; amainaron las velas de la equilibrada nave, las ataron, fondearon la nave y descendieron.



Entonces descendió Telémaco de la nave y Atenea iba delante. Y a él dirigió sus primeras palabras la diosa de ojos briIlantes:
«Telémaco, ya no has de tener vergüenza, ni un poco siquiera, pues has navegado el mar para inquirir dónde oculta la tierra a tu padre y qué suerte ha corrido.
«Conque, vamos, marcha directamente a casa de Néstor, domador de caballos; sepamos qué pensamientos guarda en su pecho. Y suplícale para que te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Méntor, ¿cómo voy a ir a abrazar sus rodillas? No tengo aún experiencia alguna en discursos ajustados. Y además a un hombre joven le da vergüenza preguntar a uno más viejo.»
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió de nuevo a él:
«Telémaco, unas palabras las concebirás en tu propia mente y otras te las infundirá la divinidad. Estoy seguro de que tú has nacido y te has criado no sin 1a voluntad de los dioses.»
Así habló y lo condujo con rapidez Palas Atenea, y él siguió en pos de la diosa. Llegaron a la asamblea y a los asientos de los hombres de Pilos, donde Néstor estaba sentado con sus hijos, y en torno a ellos los compañeros asaban la carne y la ensartaban preparando el banquete.
Cuando vieron a los forasteros se reunieron todos en grupo, les tomaron de las manos en señal de bienvenida y les ordenaron sentarse. Pisístrato, el hijo de Néstor, fue el primero que se les acercó: les tomó a ambos de la mano y los hizo sentarse en torno al banquete sobre blandas pieles de ovejas, en las arenas marinas, a la vera de su hermano Trasimedes y de su padre. Luego les dió parte de las entrañas, les vertió vino en copa de oro y dirigió a Palas Atenea, la hija de Zeus, portador de égidas, sus palabras de bienvenida:



«Forastero, eleva tus súplicas al soberano Poseidón, pues en su honor es el banquete con el que os habéis encontrado al llegar aquí. Luego que hayas hecho las libaciones y súplicas como está mandado, entrega también a éste la copa de agradable vino para que haga libación; que también él, creo yo, hace súplicas a los inmortales, pues todos los hombres. necesitan a los dioses. Pero es más joven, de mi misma edad, por eso quiero darte a ti primero la copa de oro.»
Así diciendo, puso en su mano la copa de agradable vino; Atenea dio las gracias al discreto, al cabal hombre, porque le había dado a ella primero la copa de oro y a continuación dirigió una larga plegaria al soberano Poseidón:
«Escúchame, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, y no te opongas por rencor a que los que te suplican llevemos a término esta empresa. Concede a Néstor antes que a nadie, y a sus hijos, honor, y después concede a los demás pilios una recompensa en reconocimiento por su espléndida hecatombe. Concede también a Telémaco y a mí que volvamos después de haber conseguido aquello por lo que hemos venido aquí en veloz, negra nave.»
Así orando, realizó (ritualmente) todo y entregó a Telémaco la hermosa copa doble. Y el querido hijo de Odiseo elevó su súplica de modo semejante.
Cuando habían asado la carne exterior de las víctimas, la sacaron del asador, repartieron las porciones y se aplicaron al magnífico festín. Y después que habían echado de sí el apetito de comer y beber, comenzó a hablarles el de Gerenias, el caballero Néstor:



«Ahora que se han saciado de comida, lo mejor es entablar conversación y preguntar a los forasteros quiénes son. Forasteros, ¿quiénes sois?, ¿de dónde habéis llegado navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?»
Y Telémaco se llenó de valor y le contestó discretamente pues la misma Atenea le infundió valor en su interior para que le preguntara sobre su padre ausente y para que cobrara fama de valiente entre los hombres:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, preguntas de dónde somos y yo te lo voy a exponer en detalle.
«Hemos venido de Itaca, a los pies del monte Neyo, y el asunto de que te voy a hablar es privado, no público. Ando a lo ancho en busca de noticias sobre mi padre por si las oigo en algún sitio, de Odiseo el divino, el sufridor, de quien dicen que en otro tiempo arrasó la ciudad de Troya luchando a tu lado. Ya me he enterado dónde alcanzó luctuosa muerte cada uno de cuantos lucharon contra los troyanos, pero su muerte la ha hecho desconocida el hijo de Crono, pues nadie es capaz de decirme claramente dónde está muerto, si ha sucumbido en tierra firme a manos de hombres enemigos o en el mar entre las olas de Anfitrite. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres contarme su luctuosa muerte la hayas visto con tus propios ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante; ¡digno de lástima lo parió su madre! Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad, antes bien cuéntame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico si es que alguna vez mi padre, el noble Odiseo, te prometió algo y te lo cumplió en el pueblo de los troyanos donde los aqueos sufríais penalidades. Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad.»



Y le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo mío, puesto que me has recordado los infortunios que tuvimos que soportar en aquel país los hijos de los aqueos de incontenible furia: cuánto vagamos con las naves en el brumoso ponto, a la deriva en busca de botín por donde nos guiaba Aquiles y cuánto combatimos en torno a la gran ciudad del soberano Príamo... Allí murieron los mejores: allí reposa Ayax, hijo de Ares, y allí Aquiles, y allí Patroslo, consejero de la talla de los dioses, y allí mi querido hijo, fuerte a la vez que irreprochable, Antíloco, que sobresalía en la carrera y en el combate. Otros muchos males sufrimos además de éstos. ¿Quién de los mortales hombres podría contar todas aquellas cosas? Nadie, por más que te quedaras a su lado cinco o seis años para preguntarle cuántos males sufrieron allí los aqueos de linaje divino. Antes volverías apesadumbrado a tu tierra patria. Durante nueve años tramamos desgracias contra ellos acechándoles con toda clase de engaños y a duras penas puso término (a la guerra) el hijo de Cronos.



«Jamás quiso nadie igualársele en inteligencia, puesto que el divino Odiseo era muy superior en toda clase de astucias, tu padre, si es que verdaderamente eres descendencia suya. (Al verte se apodera de mí el asombro. En verdad vuestras palabras son parecidas y no se puede decir que un hombre joven hable tan discretamente.)
«Jamás, durante todo el tiempo que estuvimos allí, hablábamos de diferente modo yo y el divino Odiseo ni en la asamblea ni en el consejo, sino que teníamos un solo pensamiento, y con juicio y prudente consejo mostrábamos a los aqueos cómo saldría todo mejor.
«Después, cuando habíamos saqueado la elevada ciudad de Príamo y embarcamos en las naves y la divinidad dispersó a los aqueos, Zeus concibió en su mente un regreso lamentable para los argivos porque no todos eran prudentes ni justos. Así que muchos de éstos fueron al encuentro de una desgraciada muerte por causa de la funesta cólera de la de poderoso padre, de la de ojos brillantes que asentó la Disensión entre ambos atridas. Convocaron éstos en asamblea a todos los aqueos, insensatamente, a destiempo, cuando Helios se sumerge, y los hijos de los aqueos se presentaron pesados por el vino, y les dijeron por qué habían reunido al ejército.
«Allí Menelao aconsejaba a todos los aqueos que pensaran en volver sobre el ancho lomo del mar. Pero no agradó en absoluto a Agamenón, pues quería retener al pueblo y ejecutar sagradas hecatombes para aplacar la tremenda cólera de Atenea. ¡Necio!, no sabía que no iba a persuadirla, que no se doblega rápidamente la voluntad de los dioses que viven siempre. Así que los dos se pusieron en pie y se contestaban con palabras agrias. Y los hijos de los aqueos de hermosas grebas se levantaron con un vocerío sobrehumano: divididos en dos bandos les agradaba una a otra decisión.
«Pasamos la noche removiendo en nuestro interior maldades unos contra otros, pues ya Zeus nos preparaba el azote de la desgracia.
«Al amanecer algunos arrastramos las naves hasta el divino mar y metimos nuestros botines y las mujeres de profundas cinturas. La mitad del ejército permaneció allí, al lado del atrida Agamenón, pastor de su pueblo, pero la otra mitad embarcamos y partimos. Nuestras naves navegaban muy aprisa una divinidad había calmado el ponto que encierra grandes monstruos y llegados a Ténedos realizamos sacrificios a los dioses con el deseo de volver a casa. Pero Zeus no se preocupó aún de nuestro regreso. ¡Cruel! Él, que levantó por segunda vez agria disensión: unos dieron la vuelta a sus bien curvadas naves  y retornaron con el prudente soberano Odiseo, el de pensamientos complicados, para dar satisfacción al atrida Agamenón, pero yo, con todas mis naves agrupadas, las que me seguían, marché de allí porque barruntaba que la divinidad nos preparaba desgracias.



«También marchó el belicoso hijo de Tideo y arrastró consigo a sus compañeros y más tarde navegó a nuestro lado el rubio Menelao nos encontró en Lesbos cuando planeábamos el largo regreso: o navegar por encima de la escabrosa Quios en dirección de la isla Psiría dejándola a la izquierda o bien por debajo de Quios junto al ventiscoso Mirnante. Pedimos a la divinidad que nos mostrara un prodigio y enseguida ésta nos lo mostró y nos aconsejó cortar por la mitad del mar en dirección a Eubea, para poder escapar rápidamente de la desgracia. Así que levantó, para que soplara, un sonoro viento y las naves recorrieron con suma rapidez los pecillenos caminos. Durante la noche arribaron a Geresto y ofrecimos a Poseidón muchos muslos de toros por haber recorrido el gran mar. Era el cuarto día cuando los compañeros del tidida Diomedes, el domador de caballos, fondearon sus equilibradas naves en Argos. Después yo me dirigí a Pilos y ya nunca se extinguió el viento desde que al principio una divinidad lo envió para que soplara. Así llegué, hijo mío, sin enterarme, sin saber quiénes se salvaron de los aqueos y quiénes perecieron, pero cuanto he oído sentado en mi palacio lo sabrás como es justo y nada te ocultaré. Dicen que han llegado bien los mirmidones famosos por sus lanzas, a los que conducía el ilustre hijo del valeroso Aquiles y que llegó bien Filoctetes, el brillante hijo de Poyante. Idomeneo condujo hasta Creta a todos sus compañeros, los que habían sobrevivido a la guerra, y el mar no se le engulló a ninguno. En cuanto al Atrida, ya habéis oído vosotros mismos, aunque estáis lejos, cómo llegó y cómo Egisto le había preparado una miserable muerte, aunque ya ha pagado lamentablemente. ¡Qué bueno es que a un hombre muerto le quede un hijo! Pues aquél se ha vengado del asesino de su padre, del tramposo Egisto, porque le había asesinado a su ilustre padre. También tú, hijo pues te veo vigoroso y bello, sé fuerte para que cualquiera de tus descendientes hable bien de. ti.»



Y le contestó Telémaco discretamente:
«Néstor, hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, así es, por cierto; aquél se vengó y los aqueos llevarán a lo largo y a lo ancho su fama, motivo de canto para los venideros.
«¡Ojalá los dioses me dotaran de igual fuerza para hacer pagar a los pretendientes por su dolorosa insolencia!, pues ensoberbecidos me preparan acciones malvadas. Pero los dioses no han tejido para mí tal dicha; ni para mi padre ni para mí. Y ahora no hay más remedio que aguantar.»
Y le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Amigo puesto que me has recordado y dicho esto, dicen que muchos pretendientes de tu madre están cometiendo muchas injusticias en él palacio contra tu voluntad. Dime si cedes de buen gusto o te odia la gente en el pueblo siguiendo una inspiración de la divinidad. ¡Quién sabe si llegará Odiseo algún día y les hará pagar sus acciones violentas, él solo o todos los aqueos. juntos! Pues si la de ojos brillantes, Atenea, quiere amarte del mismo modo que protegía al ilustre Odiseo en aquel entonces en el pueblo de los troyanos donde los aqueos pasamos penalidades (pues nunca he visto que los dioses amen tan a las claras como Palas Atenea le asistía a él), si quiere amarte a ti así y preocuparte de ti en su ánimo, cualquiera de aquéllos se olvidaría del matrimonio.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Anciano, no creo que esas palabras lleguen a realizarse nunca. Has dicho algo excesivamente grande. El estupor me tiene sujeto. Esas cosas no podrían sucederme por más que lo espere ni aunque los dioses lo quisieran así.»
Y de pronto la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él:
«¡Telémaco, qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! Es fácil para un dios, si quiere, salvar a un hombre aun desde lejos. Preferiría yo volver a casa aun después de sufrir mucho y ver el día de mi regreso, antes que morir al llegar, en mi propio hogar, como ha perecido Agamenón víctima de una trampa de Egisto y de su esposa. Pero, en verdad, ni siquiera los dioses pueden apartar la muerte, común a todos, de un hombre, por muy querido que les sea, cuando ya lo ha alcanzado el funesto Destino de la muerte de largos lamentos.»
Y le contestó discretamente Telémaco:
«Méntor, no hablemos más de esto aun a pesar de nuestra preocupación. En verdad ya no hay para él regreso alguno, que los dioses le han pensado la muerte y la negra Ker. Ahora quiero hacer otra indagación y preguntarle a Néstor, puesto que él sobresale por encima de los demás en justicia a inteligencia. Pues dicen que ha sido soberano de tres generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mirarlo. Néstor, hijo de Neleo y dime la verdad, ¿cómo murió el poderoso atrida Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?, ¿qué muerte le preparó el tramposo Egisto, puesto que mató a uno mucho mejor que él? ¿O es que no estaba en Argos de Acaya, sino que andaba errante, en cualquier otro sitio, y Egisto lo mató cobrando valor?»
Y le contestó a continuación el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo, te voy a decir toda la verdad. Tú mismo puedes imaginarte qué habría pasado si al volver de Troya el Atrida, el rubio Menelao, hubiera encontrado vivo a Egisto en el palacio. Con seguridad no habrían echado tierra sobre su cadáver, sino que los perros y las aves, tirado en la llanura lejos de la ciudad, lo habrían despedazado sin que lo llorara ninguna de las aqueas: ¡tan gran crimen cometió! Mientras nosotros realizábamos en Troya innumerables pruebas, él estaba tranquilamente en el centro de Argos, criadora de caballos, y trataba de seducir poco a poco a la esposa de Agamenón con sus palabras.
«Esta, al principio, se negaba al vergonzoso hecho, la divina Clitemnestra, pues poseía un noble corazón, y a su lado estaba también el aedo, a quien el Atrida al marchar a Troya había encomendado encarecidamente que protegiera a su esposa. Pero cuando el Destino de los dioses la forzó a sucumbir se llevó al aedo a una isla desierta y lo dejó como presa y botin de las aves. Y Egisto la llevó a su casa de buen grado sin que se opusiera. Luego quemó muchos muslos sobre los sagrados altares de los dioses y colgó muchas ofrendas vestidos y oropor haber realizado la gran hazaña que jamás esperó en su ánimo llevar a cabo.



«Nosotros navegábamos juntos desde Troya, el Atrida y yo, con sentimientos comunes de amistad. Pero cuando llegamos al sagrado Sunio, el promontorio de Atenas, Febo Apolo mató al piloto de Menelao alcanzándole con sus suaves flechas cuando tenía entre sus manos el timón de la nave, a Frontis, hijo de Onetor, que superaba a la mayoría de los hombres en gobernar la nave cuando se desencadenaban las tempestades. Asi que se detuvo allí, aunque anhelaba el camino, para enterrar a su compañero y hacerle las honras fúnebres.
«Cuando ya de camino sobre el ponto rojo como el vino alcanzó con sus cóncavas naves la escarpada montaña de Maleas en su carrera, en ese momento el que ve a lo ancho, Zeus, concibió para él un viaje luctuoso y derramó un huracán de silbantes vientos y monstruosas bien nutridas olas semejantes a montes. Allí dividió parte de las naves e impulsó a unas hacia Creta, donde viven los Cidones en torno a la corriente del Jardano. Hay una pelada y elevada roca que se mete en el agua, en el extremo de Górtina, en el nebuloso ponto, donde Noto impulsa las grandes olas hacia el lado izquierdo del saliente, en dirección a Festos, y una pequeña piedra detiene las grandes olas. Allí llegaron las naves y los hombres consiguieron evitar la muerte a duras penas, pero las olas quebraron las naves contra los escollos. Sin embargo, a otras cinco naves de azuloscuras proas el viento y el agua las impulsaron hacia Egipto. Allí reunió éste abundantes bienes y oro, y se dirigió con sus naves en busca de gentes de lengua extraña.



«Y, entre tanto, Egisto planeó estas malvadas acciones en casa, y después de asesinar al Atrida, el pueblo le estaba sometido. Siete años reinó sóbre la dorada Micenas, pero al octavo llegó de vuelta de Atenas el divino Orestes para su mál y mató al asesino de su padre, a Egisto, al inventor de engaños, porque había asesinado a su ilustre padre. Y después de matarlo dió a los argivos un banquete fúnebre por su odiada madre y por el cobarde Egisto.
«Ese mismo día llegó Menelao, de recia voz guerrera, trayendo muchas riquezas, cuantas podían soportar sus naves en peso.
«En cuanto a ti, amigo, no andes errante mucho tiempo lejos de tu casa, dejando tus posesiones y hombres tan arrogantes en tu palacio, no sea que se lo repartan todos tus bienes y se los coman y camines un viaje baldío. Antes bien, te aconsejo y exhorto a que vayas junto a Menelao, pues él está recién llegado de otras regiones, de entre tales hombres de los que nunca soñaría poder regresar aquel a quien los huracanes lo impulsen desde el principio hacia un mar tan grande que ni las aves son capaces de recorrerlo en un año entero, puesto que es grande y terrorífico. Vamos, márchate con la nave y los compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a tu disposición un carro y caballos y a la disposición están mis hijos que te servirán de escolta hasta la divina Lacedemonia, donde está el rubio Menelao. Ruégale para que te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»
Así habló, y Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad.
Y les dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Anciano, has hablado como te corresponde. Pero, vamos, cortad las lenguas y mezclad el vino para que hagamos libaciones a Poseidón y a los demás inmortales y nos ocupemos de dormir, pues ya es hora. Ya ha descendido la luz a la región de las sombras y no es bueno estar sentado mucho tiempo en un banquete en honor de los dioses, sino regresar.»
Así habló la hija de Zeus y ellos prestaron atención a la que hablaba.
Y los heraldos derramaron agua sobre sus manos y los jóvenes coronaron de vino las cráteras y lo repartieron entre todos haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Luego arrojaron las lenguas al fuego y se pusieron en pie para hacer la libación.
Cuando hubieron libado y bebido cuanto su apetito les pedía, Atenea y Telémaco, semejante a un dios, se pusieron en camino para volver a la cóncava nave. Pero Néstor todavía los retuvo tocándolos con sus palabras:
«No permitirán Zeus y los demás dioses inmortales que volváis de mi casa a la rápida nave como de casa de uno que carece por completo de ropas, o de un indigente que no tiene mantas ni abundantes sábanas en casa ni un dormir blando para sí y para sus huéspedes. Que en mi casa hay mantas y sábanas hermosas. No dormirá sobre los maderos de su nave el querido hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me queden hijos en el palacio para hospedar a mis huéspedes, quienquiera que sea el que arribe a mi palacio.»
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, le dijo:
«Has hablado bien, anciano amigo. Sería conveniente que Telémaco te hiciera caso. Así, pues, él te seguirá para dormir en tu palacio, pero yo marcharé a la negra nave para animar a los compañeros y darles órdenes, pues me precio de ser el más anciano entre ellos. Y los demás nos siguen por amistad, hombres jóvenes todos, de la misma edad que el valiente Telémaco. Yo dormiré en la cóncava, negra nave, y al amanecer iré junto a los impetuosos caucones, dondé se me debe una deuda no de ahora ni pequeña, desde luego.



«Tú, envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues ha llegado a tu casa como huésped. Y dale caballos, los que sean más veloces en la carrera y más excelentes en vigor.» .
Así hablando partió la de ojos brillantes, Atenea, tomando la forma del buitre barbado.
Y la admiración atenazó a todos los aqueos. Admiróse el anciano cuando lo vio con sus ojos y tomando la mano de Telémaco le dirigió su palabra y le llamó por su nombre.
«Amigo, no creo que llegues a ser débil ni cobarde si ya, tan joven, lo siguen los dioses como escolta. Pues éste no era otro de entre los que ocupan las mansiones del Olimpo que la hija de Zeus, la rapaz Tritogéneia, la que honraba también a tu noble padre entre los argivos. Soberana, séme propicia, dame fama de nobleza a mí mismo, a mis hijos y a mi venerable esposa y a cambio yo te sacrificaré una cariancha novilla de un año, no domada, a la que jamás un hombre haya llevado bajo el yugo. Te la sacrificaré rodeando de oro sus cuernos.»
Así dirigió sus súplicas y Palas Atenea le escuchó. Y el de Gerenia, el caballero Néstor, condujo a sus hijos y yernos hacia sus hermosas mansiones.
Cuando llegaron al palacio de este soberano se sentaron por orden en sillas y sillones y, una vez llegados, el anciano les mezcló una crátera de vino dulce al paladar que el ama de llaves abrió a los once años de estar cerrada desatando la cubierta. El anciano mezcló una crátera de este vino y oró a Atenea al hacer la libación, a la hija de Zeus el que lleva la égida.



Después, cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto les pedía su apetito, los parientes marcharon cada uno a su casa para dormir. Pero a Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo, lo hizo acostarse allí mismo el de Gerenia, el caballero Néstor, en un lecho taladrado bajo el sonoro pórtico. Y a su lado hizo acostarse a Pisístrato de buena lanza de fresno, caudillo de guerreros, el que de sus hijos permanecía todavía soltero en el palacio.
Néstor durmió en el centro de la elevada mansión y su señora esposa le preparó el lecho y la cama.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó del lecho el de Gerenia, el caballero Néstor. Salió y se sentó sobre las pulimentadas piedras que tenía, blancas, resplandecientes de aceite, delante de las elevadas puertas, sobre las que solía sentarse antes Neleo, consejero de la talla de los dioses. Pero éste había ya marchado a Hades sometido por Ker, y entonces se sentaba Néstor, el de Gerenia, el guardián de los aqueos, el que tenía el cetro.
Y sus hijos se congregaron en torno suyo cuando salieron de sus dormitorios, Equefrón y Estratio, Perseo y Trasímedes semejante a un dios. A continuación llegó a ellos en sexto lugar el héroe Pisístrato, y a su lado sentaron a Telémaco semejante a los dioses.
Y entre ellos comenzó a hablar el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos míos, llevad a cabo rápidamente mi deseo para que antes que a los demás dioses propicie a Atenea, la que vino manifiestamente al abundante banquete en honor del dios. Vamos, que uno marche a la llanura a por una novilla de modo que llegue lo antes posible: que la conduzca el boyero; que otro marche a la negra nave del valiente Telémaco y traiga a todos los compañeros dejando sólo dos; que otro ordene que se presente aquí Laerques, el que derrama el oro, para que derrame oro en torno a los cuernos de la novilla. Los demás quedaos aquí reunidos y decid a las esclavas que dispongan un banquete dentro del ilustre palacio; que traigan asientos y leña alrededor y brillante agua.»
Así habló, y al punto todos se apresuraron. Y llegó enseguida la novilla de la llanura y llegaron los compañeros del valiente Telémaco de junto a la equilibrada nave; y llegó el broncero llevando en sus manos las herramientas de bronce, perfección del arte: el yunque y el martillo y las bien labradas tenazas con las que trabajaba el oro. Y llegó Atenea para asistir a los sacrificios.
El anciano, el cabalgador de caballos, Néstor, le entregó oro a Laerques, y éste lo trabajó y derramó por los cuernos de la novilla para que la diosa se alegrara al ver la ofrenda. Y llevaron a la novilla por los cuernos Estratio y el divino Equefrón; y Areto salió de su dormitorio llevándoles el aguamanos en una vasija adornada con flores y en la otra llevaba la cebada tostada dentro de una cesta. Y Trasímedes, el fuerte en la lucha, se presentó con una afilada hacha en la mano para herir a la novilla, y Perseo sostenía el vaso para la sangre.
El anciano, el cabalgador de caballos, Néstor, comenzó las abluciones y la esparsión de la cebada sobre el altar suplicando insitentemente a Atenea mientras realizaba el rito preliminar de arrojar al fuego cabellos de su testuz.
Cuando acabaron de hacer las súplicas y la esparsión de la cebada, el hijo de Néstor, el muy valiente Trasímedes, condujo a la novilla, se colocó cerca, y el hacha segó los tendones del cuello y debilitó la fuerza de la novilla. Y lanzaron el grito ritual las hijas y nueras y la venerable esposa de Néstor, Eurídice, la mayor de las hijas de Climeno.



Luego levantaron a la novilla de la tierra de anchos caminos, la sostuvieron y al punto la degolló Pisístrato, caudillo de guerreros.
Después que la oscura sangre le salió a chorros y el aliento abandonó sus huesos, la descuartizaron enseguida, le cortaron las piernas según el rito, las cubrieron con grasa por ambos lados, haciéndolo en dos capas y pusieron sobre ellas la carne cruda. Entonces el anciano las quemó sobre la leña y por encima vertió rojo vino mientras los jóvenes cerca de él sostenían en sus manos tenedores de cinco puntas.
Después que las piernas se habían consumido por completo y que habían gustado las entrañas cortaron el resto en, pequeños trozos, lo ensartaron y lo asaron sosteniendo los puntiagudos tenedores en sus manos.  
Entre tanto, la linda Policasta lavaba a Telémaco, la más joven hija de Néstor, el hijo de Neleo. Después que lo hubo lavado y ungido con aceite le rodeó el cuerpo con una túnica y un manto. Salió Telémaco del baño, su cuerpo semejante a los inmortales, y fue a sentarse al lado de Néstor, pastor de su pueblo. Luego que la parte superior de la carne estuvo asada, la sacaron y se sentaron a comer, y unos jóvenes nobles se levantaron para escanciar el vino en copas de oro.
Después que arrojaron de sí el deseo de comida y bebida, comenzó a hablarles el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos míos, vamos, traed a Telémaco caballos de hermosas crines y enganchadlos al carro para que prosiga con rapidez su viaje.»
Así habló, y ellos le escucharon y le hicieron caso, y con diligencia engancharon al carro ligeros corceles. Y la mujer, la ama de llaves, le preparó vino y provisiones como las que comen los reyes a los que alimenta Zeus.
Enseguida ascendió Telémaco al hermoso carro, y a su lado subió el hijo de Néstor, Pisístrato, el caudillo de guerreros. Empuñó las riendas y restalló el látigo para que partieran, y los dos caballos se lanzaron de buena gana a la llanura abandonando la elevada ciudad de Pilos. Durante todo el día agitaron el yugo sosteniéndolo por ambos lados.
Y Helios se sumergió y todos los caminos se llenaron de sombras cuando llegaron a Feras, al palacio de Diocles, el hijo de Ortíloco a quien Alfeo había engendrado. Allí durmieron aquella noche, pues él les ofreció hospitalidad.



Y se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa; engancharon los caballos, subieron al bien trabajado carro y salieron del pórtico y de la resonante galería.
Restalló Pisístrato el látigo para que partieran, y los dos caballos se lanzaron de buena gana, y llegaron a la llanura, a la que produce trigo, poniendo término a su viaje: ¡de tal manera lo llevaban los veloces caballos!
Y se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras.



CANTO IV
TELÉMACO VIAJA A ESPARTA
PARA INFORMASE SOBRE SU PADRE



Llegaron éstos a la cóncava y cavernosa Lacedemonia y se encaminaron al palacio del ilustre Menelao. Lo encontraron con numerosos allegados, celebrando con un banquete la boda de su hijo e ilustre hija. A su hija iba a enviarla al hijo de Aquiles, el que rompe las filas enemigas; que en Troya se la ofreció por vez primera y prometió entregarla, y los dioses iban a llevarles a término las bodas. Mandábale ir con caballos y carros a la muy ilustre ciudad de los mirmidones, sobre los cuales reinaba aquél. A su hijo le entregaba como esposa la hija de Alector, procedente de Esparta. El vigoroso Megapentes, su hijo, le había nacido muy querido de una esclava, que los dioses ya no dieron un hijo a Helena luego que le hubo nacido el primer hijo la deseada Hermione, que poseía la hermosura de la dorada Afrodita.
Conque se deleitaban y celebraban banquetes en el gran palacio de techo elevado los vecinos y parientes del ilustre Menelao; un divino aedo les cantaba tocando la cítara, y dos volatineros giraban en medio de ellos, dando comienzo a la danza.
Y los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor se detuvieron y detuvieron los caballos a la puerta del palacio. Violos el noble Eteoneo cuando salía, ágil servidor del ilustre Menelao, y echó a andar por el palacio para comunicárselo al pastor de su pueblo. Y poniéndose junto a él le dijo aladas palabras:
«Hay dos forasteros, Menelao, vástago de Zeus, dos mozos semejantes al linaje del gran Zeus. Dime si desenganchamos sus rápidos caballos o les mandamos que vayan a casa de otro que los reciba amistosamente.»
Y el rubio Menelao le dijo muy irritado:
«Antes no eras tan simple, Eteoneo, hijo de Boeto, mas ahora dices sandeces corno un niño. También nosotros llegamos aquí, los dos, después de comer muchas veces por amor de la hospitalidad de otros hombres. ¡Ojalá Zeus nos quite de la pobreza para el futuro! Desengancha los caballos de los forasteros y hazlos entrar para que se les agasaje en la mesa».



Así dijo; salió aquél del palacio y llamó a otros diligentes servidores para que lo acompañaran. Desengancharon los caballos sudorosos bajo el yugo y los ataron a los pesebres, al lado pusieron escanda y mezclaron blanca cebada; arrimaron los carros al muro resplandeciente e introdujeron a los forasteros en la divina morada. Estos, al observarlo, admirábanse del palacio del rey, vástago de Zeus; que había un resplandor como del sol o de la luna en el palacio de elevado techo del glorioso Menelao. Luego que se hubieron saciado de verlo con sus ojos, marcharon a unas bañeras bien pulidas y se lavaron. Y luego que las esclavas los hubieron ungido con aceite, les pusieron ropas de lana y mantos y fueron a sentarse en sillas junto al Atrida Menelao. Y una esclava virtió agua de lavamanos que traía en bello jarro de oro sobre fuente de plata y colocó al lado una pulida mesa. Y la venerable ama de llaves trajo pan y sirvió la mesa colocando abundantes alimentos, favoreciéndoles entre los que estaban presentes. Y el trinchador les sacó platos de carnes de todas clases y puso a su lado copas de oro. Y mostrándoselos, decía el prudente Menelao:
«Comed y alegraos, que luego que os hayáis alimentado con estos manjares os preguntaremos quiénes sois de los hombres. Pues sin duda el linaje de vuestros padres no se ha perdido, sino que sois vástagos de reyes que llevan cetro de linaje divino, que los plebeyos no engendran mozos así.»
Así diciendo puso junto a ellos, asiéndolo con la mano, un grueso lomo asado de buey que le habían ofrecido a él mismo como presente de honor. Echaron luego mano a los alimentos colocados delante, y después que arrojaron el deseo de comida y bebida, Telémaco habló al hijo de Néstor acercando su cabeza para que los demás no se enteraran:
«Observa, Nestórida grato a mi corazón, el resplandor de bronce en el resonante palacio, y el del oro, el eléctro, la plata y el marfil. Seguro que es así por dentro el palacio de Zeus Olímpico. ¡Cuántas cosas inefables!, el asombro me atenaza al verlas.»
El rubio Menelao se percató de lo que decía y habló aladas palabras:
Hijos míos, ninguno de los mortales podría competir con Zeus, pues son inmortales su casa y posesiones; pero de los hombres quizá alguno podría competir conmigo o quizá no en riquezas; las he traído en mis naves y llegué al octavo año después de haber padecido mucho y andar errante mucho tiempo. Errante anduve por Chipre, Fenicia y Egipto; llegué a los etiopes, a los sidonios, a los erembos y a Libia, donde los corderos enseguida crían cuernos, pues las ovejas paren tres veces en un solo año. Ni amo ni pastor andan allí faltos de queso ni de carne, ni de dulce leche, pues siempre están dispuestas para dar abundante leche. Mientras andaba yo errante por allí, reuniendo muchas riquezas, otro mató a mi hermano a escondidas, sin que se percatara, con el engaño de su funesta esposa. Así que reino sin alegría sobre estas riquezas. Ya habréis oído esto de vuestros padres, quienes quiera que sean, pues sufrí muy mucho y destruí un palacio muy agradable para vivir que contenía muchos y valiosos bienes. ¡Ojalá habitara yo mi palacio aún con un tercio de éstos, pero estuvieran sanos y salvos los hombres que murieron en la ancha Troya lejos de Argos, criadora de caballos. Y aunque lloro y me aflijo a menudo por todos en mi palacio, unas veces deleito mi ánimo con el llanto y otras descanso, que pronto trae cansancio el frío llanto. Mas no me lamento tanto por ninguno, aunque me aflija, como por uno que me amarga el sueño y la comida al recordarlo, pues ninguno de los aqueos sufrió tanto como Odiseo sufrió y emprendió. Para él habían de ser las preocupaciones, para mí el dolor siempre insoportable por aquél, pues está lejos desde hace tiempo y no sabemos si vive o ha muerto. Sin duda lo lloran el anciano Laertes y la discreta Penélope y Telémaco, a quien dejó en casa recién nacido.»



Así dijo y provocó en Telémaco el deseo de llorar por su padre. Cayó a tierra una lágrima de sus párpados al oír hablar de éste, y sujetó ante sus ojos el purpúreo manto con las manos.
Menelao se percató de ello, y dudaba en su mente y en su corazón si dejarle que recordara a su padre o indagar él primero y probarlo en cada cosa en particular. En tanto que agitaba esto en su mente y en su corazón, salió Helena de su perfumada estancia de elevado techo semejante a Afrodita, la de rueca de oro.
Colocó Adrastra junto a ella un sillón bien trabajado, y Alcipe trajo un tapete de suave lana. También trajo Filo la canastilla de plata que le había dado Alcandra, mujer de Pólibo, quien habitaba en Tebas la de Egipto, donde las casas guardan muchos tesoros. (Dio Pólibo a Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y diez talentos de oro. Y aparte, su esposa hizo a Helena bellos obsequios: le regaló una rueca de oro v una canastilla sostenida por ruedas de plata, sus bordes terminados con oro.) Ofreciósela, pues, Filo, llena de hilo trabajado, y sobre él se extendía un huso con lana de color violeta. Y se sentó en la silla y a sus pies tenía un escabel. Y luego preguntó a su esposo, con su palabra, cada detalle:
«¿Sabemos ya, Menelao, vástago de Zeus, quiénes de los hombres se precian de ser éstos que han llegado a nuestra casa? ¿Me engañaré o será cierto lo que voy a decir? El ánimo me lo manda. Y es que creo que nunca vi a nadie tan semejante, hombre o mujer (¡el asombro me atenaza al contemplarlo!), como éste se parece al magnífico hijo de Odiseo, a Telémaco, a quien aquel hombre dejó recién nacido en casa cuando los aqueos marchasteis a Troya por causa de mí, ¡desvergonzada!, para llevar la guerra.»
Y el rubio Menelao le contestó diciendo:
«También pienso yo ahora, mujer, tal como lo imaginas, pues tales eran los pies y las manos de aquél, y las miradas de sus ojos, y la cabeza y por encima los largos cabellos. Así que, al recordarme a Odiseo, he referido ahora cuánto sufrió y se fatigó aquél por mí. Y él vertía espeso llanto de debajo de sus cejas sujetando con las manos el purpúreo manto ante sus ojos.»
Y luego Pisístrato, el hijo de Néstor, le dijo:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, en verdad éste es el hijo de aquél, tal como dices, pero es prudente y se avergüenza en su ánimo de decir palabras descaradas al venir por primera vez ante ti, cuya voz nos cumple como la de un dios.
«Néstor me ha enviado, el caballero de Gerenia, para seguirlo como acompañante, pues deseaba verte a fin de que le sugirieras una palabra o una obra. Pues muchos pesares tiene en palacio el hijo de un padre ausente si no tiene otros defensores como le sucede a Telémaco. Ausentóse su padre y no hay otros defensores entre el pueblo que lo aparten de la desgracia.»
Y el rubio Menelao contestó y dijo a éste:
«!Ay!, ha venido a mi casa el hijo del querido hombre que por mí padeció muchas pruebas. Pensaba estimarlo por encima de los demás argivos cuando volviera, si es que Zeus Olímpico, el que ve a lo ancho, nos concedía a los dos regresar en las veloces naves. Le habría dado como residencia una ciudad en Argos y lé habría edificado un palacio trayéndolo desde Itaca con sus bienes, su hijo y todo el pueblo, después de despoblar una sola ciudad de las que se encuentran en las cercanías y son ahora gobernadas por mí. Sin duda nos habríamos reunido con frecuencia estando aquí y nada nos habría separado en siendo amigos y estando contentos, hasta que la negra nube de la muerte nos hubiera envuelto. Pero debía envidiarlo el dios que ha hecho a aquel desdichado el único que no puede regresar.»
Así dijo y despertó en todos el deseo de llorar. Lloraba la argiva Helena, nacida de Zeus, y lloraba Telémaco y el Atrida Menelao. Tampoco el hijo de Néstor tenía sus ojos sin llanto, pues recordaba en su interior al irreprochable Antíloco, a quien mató el ilustre hijo de la resplandeciente Eos. Y acordándose de él dijo aladas palabras:
«Atrida, decía el anciano Néstor cuando lo mentábamos en su palacio, y conversábamos entre nosotros, que eres muy sensato entre los mortales. Conque ahora, si es posible, préstame atención. A mí no me cumple lamentarme después de la cena, pero va a llegar Eos, la que nace de la mañana. No me importará entonces llorar a quien de los mortales haya perecido y arrastrado su destino. Esta es la única honra para los miserables mortales, que se corten el cabello y dejen caer las lágrimas por sus mejillas. Pues también murió un mi hermano que no era el peor de los argivos tú debes saberlo, pues yo ni fui ni lo vi, y dicen que era Antíloco superior a los demás, rápido en la carrera y luchador.»
Y le contestó y dijo el rubio Menelao:
«Amigo, has hablado como hablaría y obraría un hombre sensato y que tuviera más edad que tú. Eres hijo de tal padre porque también tú hablas prudentemente. Es fácil de reconocer la descendencia del hombre a quien el Cronida concede felicidad cuando se casa o cuando nace, como ahora ha concedido a Néstor envejecer cada día tranquilamente en su palacio y que sus hijos sean prudentes y los mejores con la lanza. Mas dejemos el llanto que se nos ha venido antes y pensemos de nuevo en la cena; y que viertan agua para las manos. Que Telémaco y yo tendremos unas palabras al amanecer para conversar entre nosotros.»
Así dijo, y Asfalión vertió agua sobre sus manos, rápido servidor del ilusre Menelao; y ellos echaron mano de los alimentos que tenían preparados delante.
Entonces Helena, nacida de Zeus, pensó otra cosa: al pronto echó en el vino del que bebían una droga para disipar el dolor y aplacadora de la cólera que hacía echar a olvido todos los males. Quien la tomara después de mezclada en la crátera, no derramaría lágrimas por las mejillas durante un día, ni aunque hubieran muerto su padre y su madre o mataran ante sus ojos con el bronce a su hermano o a su hijo. Tales drogas ingeniosas tenía la hija de Zeus, y excelentes, las que le había dado Polidamna, esposa de Ton, la egipcia, cuya fértil tierra produce muchísimas drogas, y después de mezclarlas muchas son buenas y muchas perniciosas; y allí cada uno es médico que sobresale sobre todos los hombres, pues es vástago de Peón. Así pues, luego que echó la droga ordenó que se escanciara vino de nuevo; y contestó y dijo su palabra:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, y vosotros, hijos de hombres nobles. En verdad el dios Zeus nos concede unas veces bienes y otras males, pues lo puede todo. Comed ahora sentados en el palacio y deleitaos con palabras, que yo voy a haceros un relato oportuno. Yo no podría contar ni enumerar todos los trabajos de Odiseo el sufridor, pero sí esto que realizó y soportó el animoso varón en el pueblo de los troyanos donde los aqueos padecisteis penalidades: infligiéndose a sí mismo vergonzosas heridas y echándose por los hombros ropas miserables, se introdujo como un siervo en la ciudad de anchas calles de sus enemigos. Así que ocultándose, se parecía a otro varón, a un mendigo, quien no era tal en las naves de los aqueos. Y como tal se introdujo en la ciudad de los troyanos, pero ninguno de ellos le hizo caso; sólo yo lo reconocí e interrogué, y él me evitaba con astucia. Sólo cuando lo hube lavado y arreglado con aceite, puesto un vestido y jurado con firme juramento que no lo descubriría entre los troyanos hasta que llegara a las rápidas naves y a las tiendas, me manifestó Odiseo todo el plan de los aqueos. Y después de matar a muchos troyanos con afilado bronce, marchó junto a los argivos llevándose abundante información. Entonces las troyanas rompieron a llorar con fuerza, mas mi corazón se alegraba, porque ya ansiaba regresar rápidamente a mi casa y lamentaba la obcecación que me otorgó Afrodita cuando me condujo allí lejos de mi patria, alejándome de mi hija, de mi cama y de mi marido, que no es inferior a nadie ni en juicio ni en porte.»



Y el rubio Menelao le contestó y dijo:
«Sí, mujer, todo lo has dicho como te corresponde. Yo conocí el parecer y la inteligencia de muchos héroes y he visitado muchas tierras. Pero nunca vi con mis ojos un corazón tal como era el del sufridor Odiseo. ¡Como esto que hizo y aguantó el recio varón en el pulido caballo donde estábamos los mejores de los argivos para llevar muerte y desgracia a los troyanos! Después llegaste tú debió impulsarte un dios que quería conceder gloria a los troyanos yo seguía Deífobo semejante a los dioses. Tres veces lo acercaste a palpar la cóncava trampa y llamaste a los mejores dánaos, designando a cada uno por su nombre, imitando la voz de las esposas de cada uno de los argivos. También yo y el hijo de Tideo y el divino Odiseo, sentados en el centro, lo oímos cuando nos llamaste. Nosotros dos tratamos de echar a andar para salir o responder luego desde dentro. Pero Odiseo lo impidió y nos contuvo, aunque mucho lo deseábamos. Así que los demás hijos de los aqueos quedaron en silencio, y sólo Anticlo deseaba contestarte con su palabra. Pero Odiseo apretó su fuerte mano reciamente sobre la boca y salvó a todos los aqueos. Y mientras lo retenía, lo llevó lejos Palas Atenea.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombres, ello es más doloroso, pues esto no lo apartó de la funesta muerte ni aunque tenía dentro un corazón de hierro. Pero, vamos, envíanos a la cama para que nos deleitemos ya con el dulce sueño.»



Así dijo, y la argiva Helena ordenó a las esclavas colocar camas bajo el pórtico y disponer hermosas mantas de púrpura, extender por encima colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse. Así que salieron de la sala sosteniendo antorchas en sus manos y prepararon las camas. Y un heraldo condujo a los huéspedes. Acostáronse allí mismo, en el vestíbulo de la casa, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. El Atrida durmió en el interior del magnífico palacio y Helena, de largo peplo, se acostó junto a él, la divina entre las mujeres.



Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana , la de dedos de rosa, Menelao, el de recia voz guerrera, se levantó del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo sus pies brillantes como el aceite calzó hermosas sandalias. Luego se puso en marcha, salió del dormitorio semejante de frente a un dios y se sentó junto a Telémaco, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«¿Qué necesidad lo trajo aquí, héroe Telémaco, a la divina Lacedemonia, sobre el ancho lomo del mar? ¿Es un asunto público o privado? Dímelo sinceramente.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombre, he venido por si podías darme alguna noticia sobre mi padre. Se consume mi casa y mis ricos campos se pierden; el palacio está lleno de hombres malvados que continuamente degüellan gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas, los pretendientes de mi madre, que tienen una arrogancia insolente. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres contarme su luctuosa muerte, la hayas visto con tus propios ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante; digno de lástima más que nadie lo parió su madre. Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad; antes bien, cuéntame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico, si es que alguna vez mi padre, el noble Odiseo, lo prometió y cumplió alguna palabra o alguna obra en el pueblo de los troyanos, donde los aqueos sufristeis penalidades. Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad».
Y le contestó irritado el rubio Menelao:
«¡Ay, ay, conque quieren dormir en el lecho de un hombre intrépido quienes son cobardes! Como una cierva acuesta a sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva de un fuerte león y mientras sale a buscar pasto en las laderas y los herbosos valles, aquél regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a ambos, así Odiseo dará vergonzosa muerte a aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que fuera como cuando en la bien construida Lesbos se levantó para disputar y luchó con Filomeleides, lo derribó violentamente y todos los aqueos se alegraron! Ojalá que con tal talante se enfrentara Odiseo con los pretendientes: corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y suplicas, no querría apartarme de la verdad y engañarte. Conque no lo ocultaré ni guardaré secreto sobre lo que me dijo el veraz anciano del mar.



«Los dioses me retuvieron en Egipto, aunque ansiaba regresar aquí, por no realizar hecatombes perfectas; que siempre quieren los dioses que nos acordemos de sus órdenes. Hay una isla en el ponto de agitadas olas delante de Egipto la llaman Faro,tan lejos cuanto una cóncava nave puede recorrer en un día si sopla por detrás sonoro viento, y un puerto de buen fondeadero de donde echan al mar las equilibradas naves, luego de sacar negra agua. Retuviéronme allí los dioses veinte días, y no aparecían los vientos que soplan favorables, los que conducen a la naves sobre el ancho lomo del mar. Todos los víveres y el vigor de mis hombres se habría acabado a no ser que una de las diosas se hubiera compadecido y sentido piedad de mí, Idoteas, la hija del valiente Proteo, el anciano de los mares, pues la conmovió el ánimo. Encontróse conmigo cuando vagaba solo lejos de mis compañeros (continuamente vagaban éstos por la isla pescando con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos), y acercándose me dijo estas palabras: "¿Eres así de simple y atontado, forastero, o te abandonas de buen grado y gozas padeciendo males?, puesto que permaneces en la isla desde hace tiempo sin poder hallar remedio y se consume el ánimo de tus compañeros." Así dijo, y yo le contesté: "Te diré, quienquiera que seas de las diosas, que no estoy detenido de buen grado; que debo haber faltado a los inmortales que poseen el ancho cielo. Pero dime tú, pues los dioses lo saben todo, quién de ellos me detiene y aparta de mi camino, y cómo llevaré a cabo el regreso a través del ponto rico en peces." Así dije, y ella, la divina entre las diosas, me respondió luego: "Forastero, te voy a informar muy sinceramente. Viene aquí con frecuencia el veraz anciano del mar, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las profundidades de todo el mar, siérvo de Poseidón y dicen que él me engendró y es mi padre. Si tú pudieras apresarlo de alguna manera, poniéndote al acecho, él lo diría el camino, la extensión de la ruta y cómo llevarás a cabo el regreso a través del ponto rico en peces. Y también lo diría, vástago de Zeus, si es que lo deseas, lo bueno y lo malo que ha sucedido en tu palacio después que emprendiste este viaje largo y difícil." Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sugiéreme tú misma una emboscada contra el divino anciano a fin de que no me rehúya si me conoce y se da cuenta de ante mano, pues es difícil para un hombre mortal sujetar a un dios." Así dije, y ella, la divina entre las diosas, me respondió luego: "Yo lo diré esto muy sinceramente. Cuando el sol va por el centro del cielo, el veraz anciano marino sale del mar con el soplo de Céfiro, oculto por el negro encrestamiento de las olas. Una vez fuera, se acuesta en honda gruta y a su alrededor duermen apiñadas las focas, descendientes de la hermosa Halosidne, que salen del canoso mar exhalando el amargo olor de las profundidades marinas. Yo lo conduciré allí al despuntar la aurora, lo acostaré enseguida y escogerás a tres compañeros, a los mejores de tus naves de buenos bancos. Te diré todas las argucias de este anciano: primero contará y pasará revista a las focas y cuando las haya contado y visto todas, se acostará en medio de ellas como el pastor de un rebaño de ovejas. Tan pronto como lo veáis durmiendo, poned a prueba vuestra fuerza y vigor y retenedlo allí mismo, aunque trate de huir ansioso y precipitado. Intentará tornarse en todos los reptiles que hay sobre la tierra, así como en agua y en violento fuego. Pero vosotros retenedlo con firmeza y apretad más fuerte. Y cuando él lo pregunte, volviendo a mostrarse tal como lo visteis durmiendo, abstente de la violencia y suelta al anciano. Y pregúntale cuál de los dioses lo maltrata y cómo llevarás a cabo el regreso a través del ponto rico en peces."



Habiendo hablado así, se sumergió en el ponto alborotado y yo marché hacia las naves que se encontraban en la arena. Y mientras caminaba, mi corazón agitaba muchos pensamientos. Pero una vez que llegué a las naves y al mar, preparamos la cena y se nos vino la divina noche. Entonces nos acostamos en la ribera del mar.
«Tan pronto como apuntó la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, me marché luego a la orilla del mar, el de anchos caminos, suplicando mucho a los dioses. Y llevé tres compañeros en los que más fiaba para empresas de toda suerte.
«Entre tanto, Idotea, que se había sumergido en el ancho seno del mar, sacó cuatro pieles de foca del ponto, todas ellas recién desolladas, pues había ideado un engaño contra su padre: había cavado hoyos en la arena del mar y se sentó para esperar. Nosotros llegamos muy cerca de ella, nos acostó en fila y echó sobre cada uno una piel. La emboscada era angustiosa, pues nos atormentaba terriblemente el mortífero olor de las focas criadas en el mar. Pues ¿quién se acostaría junto a un monstruo marino? Pero ella nos salvó y nos dio un gran remedio: colocó a cada uno debajo de la nariz ambrosía que despedía un muy agradable olor y acabó con la fetidez del monstruo. Esperamos toda la mañana con ánimo resignado y las focas salieron del mar apiñadas y se tendieron en fila sobre la ribera. El anciano salió del mar al mediodía y encontró a las rollizas focas, pasó revista a todas y contó el número. Nos contó los primeros entre los monstruos, pero no se percató su ánimo de que había engaño. A continuación se acostó también él. Conque nos lanzamos gritando y le echamos mano. El anciano no se olvidó de sus engañosas artes, y primero se convirtió en melenudo león, en dragón, en pantera, en gran jabalí; también se convirtió en fluida agua y en árbol de frondosa copa, mas nosotros lo reteníamos con fuerte coraje. Y cuando el artero anciano estaba ya fastidiado me preguntó y me dijo: "Quién de los dioses, hijo de Atreo, te aconsejó para que me apresaras contra mi voluntad tendiéndome emboscada? ¿Qué necesitas de mí?" Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sabes anciano (¿por qué me dices esto intentando engañarme?) que tiempo ha que estoy retenido en esta isla sin poder hallar remedio y mi corazón se me consume dentro. Pero dime puesto que los dioses lo saben todo quién de los inmortales me detiene y aparta de mi camino y cómo llevaré a cabo el regreso a través del ponto rico en peces." Así dije, y al punto me contestó y dijo: "Debieras haber hecho al embarcar hermosos sacrificios a Zeus y a los demás dioses que poseen el ancho cielo para llegar a tu patria navegando sobre el ponto rojo como el vino. No creo que tu destino sea ver a los tuyos y llegar a tu bien edificada casa y a tu patria hasta que vuelvas a recorrer las aguas del Egipto, río nacido de Zeus y sacrifiques sagradas hecatombes a los dioses inmortales que poseen el ancho cielo. Entonces los dioses te concederán el camino que tanto deseas." Así dijo y se me conmovió el corazón, pues me mandaba ir de nuevo a Egipto a través del ponto, sombrío camino, largó y difícil. Pero aun así le contesté y le dije: "Anciano, haré como mandas. Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si llegaron sanos y salvos todos los aqueos que Néstor y yo dejamos cuando partimos de Troya o murió alguno de cruel muerte en su nave o a manos de los suyos después de soportar la guerra laboriosa." Así dije, y él me contestó y dijo: "¡Atrida!, ¿por qué me preguntas esto? No te es necesario saberlo ni conocer mi pensamiento. Te aseguro que no estarás mucho tiempo sin llanto luego que te enteres de todo, pues muchos de ellos murieron y muchos han sobrevivido. Sólo dos jefes de los aqueos que visten bronce murieron en el regreso (pues tú mismo asististe a la guerra); y uno que vive aún está retenido en el vasto ponto. Ayante pereció junto con sus naves de largos remos: primero lo arrimó Poseidón a las grandes rocas de Girea y lo salvó del mar, y habría escapado de la muerte, aunque odiado de Atenea, si no hubiera pronunciado una palabra orgullosa y se hubiera obcecado grandemente. Dijo que escaparía al gran abismo del mar contra la voluntad de los dioses. Poseidón le oyó hablar orgullosamente y a continuación, cogiendo con sus manos el tridente, golpeó la roca Girea y la dividió: una parte quedo allí, pero se desplomó en el ponto el trozo sobre el que Ayante, sentado desde el principio, había incurrido en gran cegazón; y lo arrastró hacia el inmenso y alborotado ponto. Así pereció después de beber la salobre agua.



«"También tu hermano escapó a la maldición de Zeus y huyó en las cóncavas naves, pues lo salvó la venerable Hera. Mas cuando estaba a punto de llegar al escarpado monte de Malea, arrebatólo una tempestad que lo llevó gimiendo penosamente por el ponto rico en peces. hasta un extremo del campo donde en otro tiempo habitó Tiestes; mas entonces la habitaba Egisto, el hijo de Tiestes. Así que cuando, una vez allí, le parecía feliz el regreso y los dioses cambiaron el viento y llegaron a sus casas, entonces tu hermano pisó alegre su tierra patria: tocaba y besaba la tierra y le caían muchas ardientes lágrimas cuando contemplaba con júbilo su tierra. Pero lo vio desde una atalaya el vigilante que había puesto allí el tramposo Egisto (le había ofrecido en recompensa dos talentos de oro). Vigilaba éste desde hacía un año, para que no le pasara inadvertido si llegaba y recordara su impetuosa fuerza. Y marchó a palacio para dar la noticia al pastor de su pueblo. Y enseguida Egisto tramó una engañosa trampa: eligiendo los veinte mejores hombres entre el pueblo, los puso en emboscada y luego mandó preparar un banquete en otra parte, y marchó a llamar a Agamenón, pastor de su pueblo, con caballos y carros meditando obras indignas. Condújolo, desconocedor de su muerte, y mientras lo agasajaba lo mató como se mata a un buey en el pesebre. No quedó vivo ninguno de los compañeros del Atrida que lo acompañaban, ni ninguno de Egisto, que todos fueron muertos en el palacio."
«Así dijo, y se me conmovió el corazón; lloraba sentado en la arena, y mi corazón no quería vivir ya ni ver la luz del sol. Y después que me harté de llorar y agitarme me dijo el veraz anciano del mar: "No llores, hijo de Atreo, mucho tiempo y sin cesar, puesto que así no hallaremos ningún remedio. Conque trata de volver a tu patria rápidamente, pues o lo encontrarás aún vivo o bien Orestes lo habrá matado adelantándose y tú puedes estar presente a sus funerales." Así dijo, y mi corazón y ánimo valeroso se caldearon de nuevo en mi pecho, aunque estaba afligido. Y le hablé y le dije aladas palabras: "De éstos ya sé ahora. Nómbrame, pues, al tercer hombre, el que, aún vivo, está retenido en el vasto ponto o está ya muerto. Pues aunque afligido quiero oírlo." Así le dije, y él al punto me contestó y me dijo: "El hijo de Laertes que habita en Itaca. Lo vi en una isla derramando abundante llanto, en el palacio de la ninfa Calipso, que lo retiene por la fuerza. No puede regresar a su tierra, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho lomo del mar. Respecto a ti, Menelao, vástago de Zeus, no está determinado por los dioses que mueras en Argos, criadora de caballos, enfrentándote con tu destino, sino que los inmortales lo enviarán a la llanura Elisia, al extremo de la tierra, donde está el rubio Radamanto. Allí la vida de los hombres es más cómoda, no hay nevadas y el invierno no es largo; tampoco hay lluvias, sino que Océano deja siempre paso a los soplos de Céfiro que sopla sonoramente para refrescar a los hombres. Porque tienes por esposa a Helena y para ellos eres yerno de Zeus."



«Y hablando así, se sumergió en el alborotado ponto. Yo enfilé hacia las naves con mis divinos compañeros, y mientras caminaba, mi corazón agitaba muchas cosas; y luego que llegamos a la nave y al mar, preparamos la cena y se nos echó encima la divina noche; así que nos acostamos en la ribera del mar.
«Y cuando apareció Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, en primer lugar lanzamos al mar divino las naves y colocamos los mástiles y velas en las proporcionadas naves y todos se fueron a sentar en los bancos; y sentados en fila, batían el canoso mar con los remos.
«Detuve las naves en el Egipto, río nacido de Zeus, e hice perfectas hecatombes. Y cuando había puesto fin a la cólera de los dioses que existen siempre, levanté un túmulo a Agamenón para que su gloria sea inextinguible.
«Acabado esto, partí, y los inmortales me concedieron viento favorable y rápidamente me devolvieron a mi tierra. Pero, vamos, permanece ahora en mi palacio, hasta que llegue el undécimo o el duodécimo día. Entonces te despediré y te daré como espléndidos regalos tres caballos y un carro bien trabajado; también te daré una hermosa copa para que hagas libaciones a los dioses inmortales y te acuerdes de mí todos los días.»
Y a su vez, Telémaco le contestó discretamente:
«¡Atrida!, no me retengas aquí durante mucho tiempo, pues yo permanecería un año junto a ti sin que me atenazara la nostalgia de mi casa ni de mis padres, que me cumple sobremanera escuchar tus relatos y palabras. Pero ya mis compañeros estarán disgustados en la divina Pilos y tú me retienes aquí hace tiempo. Que el regalo que me des sea un objeto que se pueda conservar. Los caballos no los llevaré a Itaca, te los dejaré aquí como ornato, pues tú reinas en una llanura vasta en la que hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y blanca cebada que cría el campo. En Itaca no hay recorridos extensos ni prado; es tierra criadora de cabras y más encantadora que la criadora de caballos. Pues ninguna de las islas que se reclinan sobre el mar es apta para el paso de caballos ni rica en prados, a Itaca menos que ninguna.»
Así dijo, y Menelao, de recia voz guerrera, sonrió y lo acarició con la mano; le llamó por su nombre y le dijo su palabra:
«Hijo querido, eres de sangre noble, según hablas. Te cambiaré el regalo, pues puedo. Y de cuantos objetos hay en mi palacio que se pueden conservar, te daré el más hermoso y el de más precio. Te daré una crátera bien trabajada, de plata toda ella y con los bordes pulidos en oro. Es obra de Hefesto; me la dio el héroe Fedimo, rey de los sidonios, cuando me alojó en su casa al regresar. Esto es lo que quiero regalarte.»
Mientras departían entre sí iban llegando los invitados al palacio del divino rey. Unos traían ovejas, otros llevaban confortante vino, y las esposas de lindos velos les enviaban el pan. Así preparaban comida en el palacio.
Entre tanto, los pretendientes se complacían arrojando discos y venablos ante el palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde acostumbraban, llenos de arrogancia.
Hallábanse sentados Antínoo y Eurímaco, semejantes a los dioses, los jefes de los pretendientes y los mejores con preferencia por su valor. Y acercándoseles el hijo de Fronio, Noemón, le preguntó y dijo a Antínoo su palabra:
«Antínoo, ¿sabemos cuándo vendrá Telémaco de la arenosa Pilos o no? Se fue llevándose mi nave y preciso de ella para pasar a la espaciosa Elide, donde tengo doce yeguas y mulos no domados, buenos para el laboreo; si traigo alguno de estos podría domarlo.»
Así dijo, y ellos quedaron atónitos, pues no pensaban que Telémaco hubiera marchado a Pilos de Neleo, sino que se encontraba en el campo con las ovejas o con el porquerizo.
Mas, al fin, Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo:
«Háblame sinceramente. ¿Cuándo se fue y qué mozos lo acompañaban? ¿Los mejores de Itaca o sus obreros y criados? Que también pudo hacerlo así. Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si te quitó la negra nave por la fuerza y contra tu voluntad o se la diste de buen grado, luego de suplicarte una y otra vez.»



Y Noemón, el hijo de Fronio, le contestó:
«Yo mismo se la di de buen grado. ¿Qué se podría hacer si te la pide un hombre como él, con el ánimo lleno de preocupaciones? Sería difícil negársela. Los jóvenes que le acompañaban son los que sobresalen entre nosotros en el pueblo. También vi embarcando como jefe a Méntor, o a un dios, pues así parecía en todo. Lo que me extraña es que vi ayer por la mañana al divino Méntor aquí, y eso que entonces se embarcó para Pilos.»
Cuando así hubo hablado marchó hacia la casa de su padre, y a éstos se les irritó su noble ánimo. Hicieron sentar a los pretendientes todos juntos y detuvieron sus juegos. Y entre ellos habló irritado Antínoo, hijo de Eupites; su corazón rebosaba negra cólera y sus ojos se asemejaban al resplandeciente fuego: «¡Ay, ay, buen trabajo ha realizado Telémaco arrogantemente con este viaje; y decíamos que no lo llevaría a cabo! Contra la voluntad de tantos hombres un crío se ha marchado sin más, después de botar una nave y elegir los mejores entre el pueblo. Enseguida comenzará a ser un azote. ¡Así Zeus le destruya el vigor antes de que llegue a la plenitud de la juventud Conque, ea, dadme una rápida nave y veinte compañeros para ponerle emboscada y esperarle cuando vuelva en el estrecho entre Itaca y la escarpada Same. Para que el viaje que ha emprendido por causa de su padre le resulte funesto.»
Así dijo, y todos aprobaron sus palabras y lo apremiaban.
Así que se levantaron y se pusieron en camino hacia el palacio de Odiseo.
Penélope no tardó mucho en enterarse de los planes que los prentendientes meditaban en secreto. Pues se los comunicó el heraldo Medonte, que escuchó sus decisiones aunque estaba fuera del patio cuando éstos las urdían dentro. Y se puso en camino por el palacio para cómunicárselo a Penélope. Cuando atravesaba el umbral le dijo ésta:
«Heraldo, ¿a qué te mandan los ilustres pretendientes? ¿Acaso para que ordenes a las esclavas del divino Odiseo que dejen sus labores y les preparen comida? iOjalá dejaran de cortejarme y de reunirse y cenaran su última y definitiva cena! Con tanto reuniros aquí estáis acabando con muchos bienes, con las posesiones del prudence Telémaco. ¿No habéis oído contar a vuestros padres cuando erais niños cómo era Odiseo con ellos, que ni hizo ni dijo nada injusto en el pueblo? Este es el proceder habitual de los divinos reyes: a un hombre le odian mientras que a otro le aman. Pero aquél jamás hizo injusticia a hombre alguno. Así que han quedado al descubierto vuestro ánimo a injustas obras, y no tenéis agradecimiento por sus beneficios.»
Y a su vez le dijo Medonte, de pensamientos prudentes:
«Reina, ¡ojalá fuera ésta el mayor mal! Pero los pretendientes meditan otro mucho mayor y más penoso que ojalá no cumpla el Cronida! Desean ardientemente matar a Telémaco con el agudo bronce cuando vuelva a casa, pues partió a la augusta Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias dé su padre.»
Así dijo. Flaqueáronle a Penélope las rodillas y el corazón, el estupor le arrebató las palabras por largo tiempo, y los ojos se le llenaron de lágrimas, y la vigorosa voz se le quedó detenida. Más tarde le contestó y dijo:
«¡Heraldo! ¿Por qué se ha marchado mi hijo? No precisaba embarcar en las naves que navegan veloces, que son para los hombres caballos en la mar y atraviesan la abundante humedad. ¿Acaso lo hizo para que no quede ni siquiera su nombre entre los hombres?» Y le contestó a continuación Medonte, conocedor de prudencia:
«No sé si lo impulsó algún dios o su propio ánimo a ir a Pilos para indagar acerca del regreso de su padre o del destino con el que se ha enfrentado.»
Cuando hubo hablado así, se fue por el palacio de Odiseo. Envolvió a Penélope una pena mortal y no soportó estar sentada en la silla, de las que había abundancia en la casa, sino que se sentó en el muy trabajado umbral de su aposento, quejándose de manera lamentable. Y a su alrededor gemían todas las criadas, cuantas habia en el palacio, jóvenes y viejas. Y Penélope les dijo, llorando agudamente:
«Escuchadme, amigas, pues el Olímpico me ha concedido dolores por encima de las que nacieron o se criaron conmigo: perdí primero a un esposo noble de corazón de león y que se distinguía entre los dánaos por excelencias de todas clases, un noble varón cuya vasta gloria se extiende por la Hélade y hasta el centro de Argos.
«Y ahora las tempestades han arrebatado sin gloria del palacio a mi amado hijo. No me enteré cuándo marchó. Desdichadas, tampoco a vosotras se os ocurrió levantarme de la cama, aunque bien sabíais cuándo partió aquél en la cóncava y negra nave; pues si hubiera barruntado que pensaba en este viaje, se habría quedado aquí por más que lo ansiara o me habría tenido que dejar muerta en el palacio. Vamos, que llame alguna al anciano Dolio, mi esclavo, el que me dio mi padre cuando vine aquí y cuida mi huerto abundante en árboles, para que vaya cerca de Laertes lo antes posible a contarle todo esto, por si urdiendo alguna astucia en su mente sale a quejarse a los ciudadanos que desean destruir el linaje de Odiseo, semejante a un dios.»
Y a su vez le dijo su nodriza Euriclea:
«¡Hija mía!, mátame con implacable bronce o déjame en palacio, mas no te ocultaré mi palabra; yo sabía todo esto y le di cuanto ordenó, pan y dulce vino, y me tomó un solemne juramento: que no te lo dijera antes de que llegara el duodécimo día o tú misma lo echaras de menos y escucharas que se había marchado, para que no afearas llorando tu hermosa piel.
«Vamos, báñate, toma vestidos limpios para tu cuerpo y sube al piso superior con las esclavas. Y suplica a Atenea, hija de Zeus, portador de égida, pues ella, en efecto, lo salvará de la muerte. No hagas desgraciado a un pobre anciano, pues no creo en absoluto que el linaje del hijo de Arcisio sea odiado por los bienaventurados dioses; que alguno sobrevivirá que ocupe el palacio de elevado techo y posea en la lejanta los fértiles campos.»
Así diciendo, calmóse y cerró sus ojos al llanto.
Y luego de bañarse y coger vestidos limpios para su cuerpo, subió al piso superior con las criadas y colocó en una cesta  granos de cebada. E imploró a Atenea:



«Escúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona; si alguna vez el muy hábil Odiseo quemó en el palacio gordos muslos de buey o de oveja, acuérdate de ellos ahora, salva a mi hijo y aleja a los muy orgullosos pretendientes.»
Cuando hubo hablado así lanzó el grito ritual y la diosa escuchó su oración. Los pretendientes alborotaban en la sombría sala, y uno de los jóvenes orgullosos decía así:
«La reina muy solicitada por nosotros prepara sus nupcias sin saber que ha sido fabricada la muerte para su hijo.»
Así decía uno, ignorando lo que había ocurrido. Y entre ellos habló Antínoo y dijo:
«Desgraciados, evitad toda palabra arrogante, no sea que alguien se la vaya a comunicar. Mas, vamos, levantémonos y ejecutemos en silencio ese plan que a todos nos cumple.»
Cuando hubo dicho así, escogió a los veinte mejores y se dirigió hacia la rápida nave y a la orilla del mar. Arrastráronla primero al profundo mar y colocaron el mástil y las velas a la negra nave. Prepararon luego los remos con estrobos de cuero todo como corresponde, desplegaron las blancas velas y los audaces sirvientes les trajeron las armas. Anclaron la nave en aguas profundas y luego que hubieron desembarcado comieron allí y esperaron a que cayera la tarde.
Entre tanto, la discreta Penélope yacía en ayunas en el piso superior sin tomar comida ni bebida, cavilando si su ilustre hijo escaparía a la muerte o sucumbiría a manos de los soberbios pretendientes. Y le sobrevino el dulce sueño mientras meditaba lo que suele meditar un león entre una muchedumbre de hombres cuando lo llevan acorralado en engañoso círculo. Dormía reclinada y todos sus miembros se aflojaron.
En esto, tramó otro plan la diosa de ojos brillantes, Atenea: construyó una figura semejante al cuerpo de una mujer, de Iftima, hija del magnánimo Icario, a la que había desposado Eumelo, que tenía su casa en Feras, y envióla al palacio del divino Odiseo para que aliviara del llanto y los gemidos a Penélope, que se lamentaba entre sollozos. Entró en el dormitorio por la correa del pasador, se colocó sobre la cabeza de Penélope y le dijo su palabra:
«Penélope, ¿duermes afligida en tu corazón? No, los dioses que viven fácilmente no van a permitir que llores ni te aflijas, pues tu hijo ya está en su camino de vuelta, que en nada es culpable a los ojos de los dioses.»
Y le contestó luego la discreta Penélope, durmiendo plácidamente en las mismas puertas del sueño:
«Hermana, ¿por qué has venido? No sueles venir con frecuencia, al menos hasta ahora, ya que vives muy lejos.
«Así que me mandas dejar los lamentos y los numerosos dolores que se agitan en mi interior, a mí que ya he perdido mi marido noble y valiente como un león, dotado de toda clase de virtudes entre los dánaos, cuya fama de nobleza es extensa en la Hélade y hasta el centro de Argos. Ahora de nuevo mi hijo amado ha partido en cóncava nave, mi hijo inocente desconocedor de obras y palabras. Es por éste por quien me lamento más que por aquél. Por éste tiemblo y temo no le vaya a pasar algo, sea por obra de los del pueblo a donde ha marchado o sea en el mar. Pues muchos enemigos traman contra él deseando matarlo antes de que llegue a su tierra patria.»
Y le contestó la imagen invisible:
«Ánimo, no temas ya nada en absoluto. Ésta es quien le acompaña como guía, Palas Atenea pues puede, a quien cualquier hombre desearía tener a su lado. Se ha compadecido de tus lamentos y me ha enviado ahora para que te comunique esto.»
Y le contestó a su vez la prudente Penélope:
«Si de verdad eres una diosa y has oído la voz de un dios, vamos, háblame también de aquel desdichado, si vive aún y contempla la luz del sol o ya ha muerto y está en el Hades.»
Y le contestó y dijo la imagen invisible:
«De aquél no te voy a decir de fijo si vive o ha muerto, que es malo hablar cosas vanas.»
Así diciendo, desapareció en el viento por la cerradura de la puerta. Y ella se desperezó del sueñó, la hija de Icario. Y su corazón se calmó, porque en lo más profundo de la noche se le había presentado un claro sueño.
Conque los pretendientes embarcaron y navegaban los húmedos caminos removiendo en su interior la muerte para Telémaco.
Hay una isla pedregosa en mitad del mar entre Itaca y la escarpada Same, la isla de Asteris. No es grande, pero tiene puertos de doble entrada que acogen a las naves. Así que allí se emboscaron los aqueos y esperaban a Telémaco.



CANTO V
ODISEO LLEGA A ESQUERIA
DE LOS FEACIOS
En esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono, para llevar la luz a los inmortales y a los mortales. Los dioses se reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto del cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y relataba las muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por éste, que se encontraba en el palacio de la ninfa:
«Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún rey portador de cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del divino Odiseo ninguno de los ciudadanos entre los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste se encuentra en una isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho lomo del mar. Y, encima, ahora desean matar a su querido hijo cuando regrese a casa, pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre».



Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se vengara de aquéllos cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco diestramente, ya que puedes, para que regrese a su patria sano y salvo, y que los pretendientes regresen en la nave.»
Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:
«Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a comunicar a la ninfa de lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese sin acompañamiento de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días llegará en una balsa de buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra de los feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán como a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce, oro en abundancia y ropas, tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera llegado indemne habiendo obtenido parte del botín. Pues su destino es que vea a los suyos, llegue a su casa de alto techo y a su patria.»
Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató, luego a sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo igual por el mar que por la ilimitada tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita con la que hechiza los ojos de los hombres que quiere y los despierta cuando duermen. Con ésta en las manos echó a volar el poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el éter en el ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que, pescando sobre los terribles senos del estéril ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a ésta se dirigía Hermes sobre las numerosas olas.
Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta y marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro. Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lanzadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la cueva había nacido un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar.



Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba en uvas, y cuatro fuentes de agua clara que corrían cercanas unas de otras, cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y frescos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí llegara se admiraría y alegraría en su corazón.
El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo admirado todo en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció Calipso, divina entre las diosas, pues los dioses no se desconocen entre sí por más que uno habite lejos. Pero no encontró dentro al magnánimo Odiseo, pues éste, sentado en la orilla, lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las diosas, preguntó a Hermes haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:
«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y querido? Pues antes no venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si puedo y es posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones de hospitalidad.»



Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena de ambrosía y mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y comió, y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su palabra:
«Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios.
Pues bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo mandas. Zeus me ordenó que viniera aquí sin yo quererlo. ¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay ninguna ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y perfectas hecatombes.
«Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice que se encuentra contigo un varón, el más desgraciado de cuantos lucharon durante nueve años en derredor de la ciudad de Príamo. Al décimo regresaron a sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso faltaron contra Atenea, y ésta les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus fieles compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su patria.»
Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló y le dijo palabras aladas:
«Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis contra las diosas que duermen abiertamente con un hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados dedos, arrebató a Orión, os irritasteis los dioses que vivís con facilidad, hasta que la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con dulces dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces labrado. No tardó mucho Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis contra mí, dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus nobles compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté como amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no te despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré para que llegue a su tierra sano y salvo.»



Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:
«Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea que se irrite contigo y sea duro en el futuro.»
Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.
Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la amara. Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas.
Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:
«Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu existencia, que te voy a despedir no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!, corta unos largos maderos y ensambla una amplia balsa con el bronce. Y luego adapta a ésta un elevado tablazón para que te lleve sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino en abundancia que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te enviaré por detrás un viento favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que lo permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que yo para hacer proyectos y cumplirlos.»
Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y hablando le dirigió aladas palabras:
«Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien equilibradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el favorable viento de Zeus. No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.»
Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su palabra, llamándole por su nombre:
«Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige éste es el mayor y el más terrible juramento para los bienaventurados dioses que no maquinaré contra ti desgracia alguna. Esto es lo que yo pienso y te voy a aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo.»



Hablando así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó tras las huellas de la diosa. Y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón. Éste se sentó en el sillón de donde se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres. Sentóse ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía. Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante y después que se saciaron de comida y bebida empezó a hablar Calipso, divina entre las diosas:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra patria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo en verdad me precio de no ser inferior a aquélla ni en el porte ni en el natural, que no conviene a las mortales jamás competir con las inmortales ni en porte ni en figura.»
Y le dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la discreta Penélope en figura y en estátura al verla de frente, pues ella es mortal y tú inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa y ver el día del regreso. Si alguno de los dioses me maltratara en el ponto rojo como el vino, lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.»
Así dijo. El sol se puso y llegó el crepusculo. Así que se dirigieron al interior de la cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua compañía.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó alrededor de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a continuación se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien manejable, aguzada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. A continuación le dio una azuela bien pulimentada, y emprendió el camino hacia un extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace tiempo, resecos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio Calipso, divina entre las diosas, y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó veinte en total y los cortó con el bronce, los pulió diestramente y los enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le llevaba un berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con clavos y junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una amplia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajustó con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje y puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre las diosas, tela para hacer las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y bolinas y con estacas la echó al divino mar.
Era el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo dejó marchar de la isla la divina Calipso después de lavarlo y ponerle ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de negro vino, otro grande de agua y un saco de víveres, y le añadió abundantes golosinas. Y le envió un viento próspero y cálido.
Así que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento y sentado gobernaba el timón con habilidad. No caía el sueño sobre sus párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que se pone tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre, que gira allí y acecha a Orión y es la única privada de los baños de Océano. Pues le había ordenado Calipso, divina entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el mar, y al decimoctavo aparecieron los sombríos montes del país de los feacios, por donde éste le quedaba más cerca y parecía un escudo sobre el brumoso ponto.



El poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos, pues se le apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y moviendo la cabeza habló a su ánimo:
«¡Ay!, seguro que los dioses han cambiado de resolución respecto a Odiseo mientras yo estaba entre los etíopes, que ya está cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino escapar del extremo de las calamidades que le llegan. Pero creo que aún le han de alcanzar bastantes desgracias.»
Cuando hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar, sosteniendo el tridente entre sus manos, e hizo levantarse grandes tempestades de vientos de todas clases, y ocultó con las nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche surgió del cielo. Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo despejado levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:
«Ay de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora? Mucho temo que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me aseguró que sufriría desgracias en el ponto antes de regresar a mi patria, y ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Zeus el vasto cielo y agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas clases se lanzan con ímpetu!
«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vásta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que cantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí habría obtenido honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado que sea sorprendido por una triste muerte.»
Cuando hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola que cayó terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se precipitó fuera de la balsa soltando las manos del timón, y un terrible huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la mitad. Cayeron al mar, lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumergido sin poder salir con presteza por el ímpetu de la ingente ola, pues le pesaban los vestidos que le había dado la divina Calipso.
A1 fin emergió mucho después y escupió de su boca la amarga agua del mar que le caía en abundancia, con ruido, desde la cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba agotado, sino que lanzándose entre las olas se apoderó de ella. El gran oleaje la arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal Bóreas arrastra por la llanura los espinos y se enganchan espesos unos con otros, así los vientos la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces Noto la lanzaba a Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para perseguirla.
Pero lo vio Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija de Cadmo que antes era mortal dotada de voz, mas ahora participaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compadecióse de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y emergió volando del mar semejante a una gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo:


«¡Desgraciado! ¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte tantos males? No te destruirá por mucho que lo desee. Conque obra del modo siguiente, pues paréceme que eres discreto: quítate esos vestidos, deja que la balsa sea arrastrada por los vientos, y trata de alcanzar nadando la tierra de los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando alcances con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos.»
Cuando hubo hablado así la diosa, le dió el velo, y con presteza se sumergió en el alborotado ponto, semejante a una gaviota, y una negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor, dio en cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón:



«¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan unidos por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen la balsa me pondré a nadar, pues no se me alcanza prevision mejor.»
Mientras esto agitaba en su mente, y en su corazón, Poseidon, el que sacude la tierra, levantó una gran ola, terrible y penosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuoso viento agita un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así dispersó los grandes maderos de la balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase sobre potro de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y al punto extendió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el mar, extendidos los brazos, ansioso de nadar.
Y el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la cabeza, habló a su ánimo:
. «Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el ponto hasta que llegues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero ni aun así creo que estimarás pequeña tu desgracia.»
Cuando hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada.
Pero Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el camino a todos los vientos y mandó que todos cesaran y se calmaran; levantó al rápido Bóreas y quebró las olas hasta que Odiseo, movido por Zeus, llegara a los feacios, amantes del remo, escapando a la muerte y al destino.
Así que anduvo éste a la deriva durante dos noches y dos días por las sólidas olas, y muchas veces su corazón presintió la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tierra oteando agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece agradable a los hijos la vida de un padre que yace enfermo entre grandes dolores, consumiéndose durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y los dioses le libran felizmente del mal, así de agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el bosque, y nadaba apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el estrépito del mar en las rocas. Grandes olas rugían estrepitosamente al romperse con estruendo contra tierra firme, y todo se cubría de espuma marina, pues no había puertos, refugios de las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y escollos. Entonces se aflojaron las rodillas y el corazón de Odiseo y decía afligido a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido inesperadamente ver tierra y he terminado de surcar este abismo, no encuentro por dónde salir del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el mar es profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y escapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo nadando más allá por si encuentro una playa donde rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo que la tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras yo gimo profundamente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo marino de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que sacude la tierra, está irritado conmigo.»
Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lanzóse, asió la roca con ambas manos y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó una gran ola. De este modo consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó cuando se apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al sacar a un pulpo de su escondrijo se pegan infinitas piedrecitas a sus tentáculos, así se desgarró en la roca la piel de sus robustas manos.
Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando cara a la tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquél le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo:
«Escucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de sufrir mucho. Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»
Así dijo; hizo éste cesar al punto su corriente, retirando las olas, e hizo la calma delante de él, llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo hinchado, y de su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un terrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su ánimo, desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la corriente y luego la recibió Ino en sus manos. Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al río durante la noche inspiradora de preocupaciones, quizá la dañina escarcha y el suave rocío venzan al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría selva y duermo entre las espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce sueño, temo convertirme en botín y presa de las fieras.».
Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la selva y la encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían nacido del mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama con sus manos, pues había un gran montón de hojarasca como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por riguroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de hojas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el extremo de un campo (y no tiene vecinos) para conservar un germen de fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los párpados.



CANTO VI
ODISEO Y NAUSÍCAA
Aí es como dormía allí el sufridor, el divino Odiseo, agotado por el sueño y el cansancio.
En tanto marchó Atenea al país y a la ciudad de los hombres feacios que antes habitaban la espaciosa Hiperea cerca de los Cíclopes, hombres soberbios que los dañaban continuamente, pues eran superiores en fuerza. Sacándolos de allí los condujo Nausítoo, semejante a un dios, y los asentó en Esqueria, lejos de los hombres industriosos; rodeó la ciudad con un muro, construyó casas a hizo los templos de los dioses y repartió los campos. Pero éste, vencido ya por Ker, había marchado a Hades, y entonces gobernaba Alcínoo, inspirado en sus designios por los dioses.



Al palacio de éste se encaminó Atenea, la de ojos brillantes, planeando el regreso para el magnánimo Odiseo. Llegó a la muy adornada estancia en la que dormía una joven igual a las diosas en su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo. Y dos sirvientas que poseían la belleza de las Gracias estaban a uno y otro lado de la entrada, y las suntuosas puertas estaban cerradas. Apresuróse Atenea como un soplo de viento hacia la cama de la joven, y se puso sobre su cabeza y le dirigió su palabra tomando la apariencia de la hija de Dimante, famoso por sus naves, pues era de su misma edad y muy grata a su ánimo.
Asemejándose a ésta, le dijo Atenea, la de ojos brillantes:
«Nausícaa, ¿por qué tan indolente te parió tu madre? Tienes descuidados los espléndidos vestidos, y eso que está cercana tu boda, en que es preciso que vistas tus mejores galas y se las proporciones también a aquellos que lo acompañen. Pues de cosas así resulta buena fama a los hombres y se complacen el padre y la venerable madre.
Conque marchemos a lavar tan pronto como despunte la aurora; también yo ire contigo como compañera para que dispongas todo enseguida, porque ya no vas a estar soltera mucho tiempo, que te pretenden los mejores de los feacios en el pueblo donde también tú tienes tu linaje. Así que, anda, pide a tu ilustre padre que prepare antes de la aurora mulas y un carro que lleve los cinturones, las túnicas y tu espléndida ropa. Es para ti mucho mejor ir así que a pie, pues los lavaderos están muy lejos de la ciudad.»
Cuando hubo hablado así se marchó Atenea, la de los brillantes, al Olimpo, donde dicen que está la morada siempre segura de los dioses, pues no es azotada por los vientos ni mojada por las lluvias, ni tampoco la cubre la nieve. Permanece siempre un cielo sin nubes y una resplandeciente claridad la envuelve. Allí se divierten durante todo el día los felices dioses. Hacia allá marchó la de ojos brillantes cuando hubo aconsejado a la joven.



Al punto llegó Eos, la de hermoso trono, que despertó a Nausícaa; de lindo pelo, y asombrada del sueño echó a correr por el palacio para contárselo a sus progenitores, a su padre y a su madre. Y encontró dentro a los dos; ella estaba sentada junto al hogar con sus siervas hilando copos de lana teñidos con púrpura marina; a él lo encontró a las puertas cuando marchaba con los ilustres reyes al Consejo, donde lo reclamaban los nobles feacios.
Así que se acercó a su padre y le dijo:
«Querido papá, ¿no podrías aparejarme un alto carro de buenas ruedas para que lleve a lavar al río los vestidos que tengo sucios? Que también a ti conviene, cuando estás entre los principales, participar en el Consejo llevando sobre tu cuerpo vestidos limpios. Además, tienes cinco hijos en el palacio, dos casados ya, pero tres solteros en la flor de la edad, y éstos siempre quieren ir al baile con los vestidos bien limpios, y todo esto está a mi cargo.»
Así dijo, pues se avergonzaba de mentar el floreciente matrimonio a su padre. Pero él comprendió todo y le respondió con estas palabras:
«No te voy a negar las mulas, hija, ni ninguna otra cosa. Ve; al momento los criados lo prepararán un alto carro de buenas ruedas con una cesta ajustada a él.»
Cuando hubo dicho así, daba órdenes a sus criados y éstos al momento le obedecieron. Prepararon fuera el carro mulero de buenas ruedas, trajeron mulas y las uncieron al yugo. La joven sacó de la habitación un lujoso vestido y lo colocó en el bien pulido carro, y la madre puso en un capacho abundante y rica comida, así como golosinas, y en un odre de cuero de cabra vertió vino. La joven subió al carro, y todavía le dió en un recipiente de oro aceite húmedo para que se ungiera con sus sirvientas. Tomó Nausícaa el látigo y las resplandecientes riendas y lo restalló para que partieran. Y se dejó sentir el batir de las mulas, y mantenían una tensión incesante llevando los vestidos y a ella misma; mas no sola, que con ella marchaban sus esclavas. Así que hubieron llegado a la hermosisima corriente del río donde estaban los lavaderos perennes (manaba un caudal de agua muy hermosa para lavar incluso la ropa más sucia), soltaron las mulas del carro y las arrearon hacia el río de hermosos torbellinos para que comieran la fresca hierba suave como la miel. Tomaron ellas en sus manos los vestidos, los llevaron a la oscura agua y los pisoteaban con presteza en las pilas, emulándose unas a otras.



Una vez que limpiaron y lavaron toda la suciedad, extendieron la ropa ordenadamente a la orilla del mar precisamente donde el agua devuelve a la tierra los guijarros más limpios.
Y después de bañarse y ungirse con el grasiento aceite, tomaron el almuerzo junto a la orilla del río y aguardaban a que la ropa se secara con el resplandor del sol.
Apenas habían terminado de disfrutar el almuerzo, las criadas y ella misma se pusieron a jugar con una pelota, despojándose de sus velos. Y Nausícaa, de blancos brazos, dio comienzo a la danza. Como Artemis va por los montes, la Flechadora, ya sea por el Taigeto muy espacioso o por el Erimanto, mientras disfruta con los jabalíes y ligeros ciervos, y con ella las ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la égida, participan en los juegos y disfruta en su pecho Leto... (de todas ellas tiene por encima la cabeza y el rostro, así que es fácilmente reconocible, aunque todas son bellas), así se distinguía entre todas sus sirvientas la joven doncella.
Pero cuando ya se disponían a regresar de nuevo a casa, después de haber uncido las mulas y doblado los bellos vestidos, la diosa de ojos brillantes, Atenea, dispuso otro plan: que Odiseo se despertara y viera a la joven de hermosos ojos que lo conduciría a la ciudad de los feacios. Conque la princesa tiró la pelota a una sirvienta y no la acertó; arrojóla en un profundo remolino y ellas gritaron con fuerza. Despertó el divino Odiseo, y sentado meditaba en su mente y en su corazón:
«¡Ay de mí! ¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?. Y es el caso que me rodea un griterío femenino como de doncellas, de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes, las fuentes de los ríos y los prados cubiertos de hierba. ¿O es que estoy cerca de hombres dotados de voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a comprobarlo a intentaré verlo.»



Cuando hubo dicho así, salió de entre los matorrales el divino Odiseo, y de la cerrada selva cortó con su robusta mano una rama frondosa para cubrirse alrededor las vergüenzas. Y se puso en camino como un león montaraz que, confiado en su fuerza, marcha empapado de lluvia y contra el viento y le arden los ojos; entonces persigue a bueyes o a ovejas o anda tras los salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia a entrar en un recinto bien cerrado para atacar a los ganados. Así iba a mezclarse Odiseo entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando desnudo, pues la necesidad lo alcanzaba. Y apareció ante ellas terriblemente afeado por la salmuera.
Temblorosas se dispersan cada una por un lado hacia las salientes riberas. Sola la hija de Alcínoo se quedó, pues Atenea le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus miembros. Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Éste dudó entre suplicar a la muchacha de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos, con dulces palabras, que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y mientras esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle las rodillas. Así que pronunció estas dulces y astutas palabras:
«A ti suplico, soberana. ¿Eres diosa o mortal? Si eres una divinidad de las que poseen el espacioso cielo, yo te comparo a Arternis, la hija del gran Zeus, en belleza, talle y distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la tierra, tres veces felices tu padre y tu venerable madre; tres veces felices también tus hermanos, pues bien seguro que el ánimo se les ensancha por tu causa viendo entrar en el baile a tal retoño; y con mucho el más feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con sus presentes te lleve a su casa. Que jamás he visto con mis ojos semejante mortal, hombre o mujer. Al mirarte me atenaza el asombro. Una vez en Delos vi que crecía junto al altar de Apolo un retoño semejante de palmera (pues también he ido allí y me seguía un numeroso ejército en expedición en que me iban a suceder funestos males.) Así es que contemplando aquello quedé entusiasmado largo tiempo, pues nunca árbol tal había crecido de la tierra.
«Del mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo absorto al tiempo que temo profundamente abrazar tus rodillas. Pero me alcanza un terrible pesar. Ayer escapé del ponto, rojo como el vino, después de veinte días. Entretanto me han zarandeado sin cesar el oleaje y turbulentas tempestades desde la isla Ogigia, y ahora por fin me ha arrojado aquí algún demón, sin duda para que sufra algún contratiempo; pues no creo que éstos vayan a cesar, sino que todavía los dioses me preparan muchas desventuras.
«Pero tú, sobrerana, ten compasión, pues es a ti a quien primero encuentro después de haber soportado muchas desgracias, que no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta tierra y ciudad. Muéstrame la ciudad y dame algo de ropa para cubrirme si al venir trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses te concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el amigo, y, sobre todo, ellos consiguen buena fama. »
Y le respondió luego Nausícaa, la de blancos brazos:
«Forastero, no pareces hombre plebeyo ni insensato. El mismo Zeus Olímpico reparte la felicidad entre los hombres tanto a nobles como a plebeyos, según quiere a cada uno. Sin duda también a ti te ha concedido esto, y es preciso que lo soportes con firmeza hasta el fin.
«Ahora que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no te verás privado de vestidos ni de ninguna otra cosa de las que son propias del desdichado suplicante que nos sale al encuentro. Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Los feacios poseen esta ciudad y esta tierra; yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, en quien descansa el poder y la fuerza de los feacios.»
Así dijo, y ordenó a las doncellas de lindas trenzas:
«Deteneos, siervas. ¿A dónde húís por ver a este hombre? ¿Acaso creéis que es un enemigo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue con ánimo hostil al país de los feacios, pues somos muy queridos de los dioses y habitamos lejos en el agitado ponto, los más apartados, y ningún otro mortal tiene trato con nosotros.
«Peró éste ha llegado aquí como un desdichado después de andar errante, y ahora es preciso atenderle. Que todos los huéspedes y mendigos proceden de Zeus, y para ellos una dádiva pequeña es querida. ¡Vamos!, dadle de comer y de beber y lavadlo en el río donde haya un abrigo contra el viento. »
Así dijo; ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, hicieron sentar a Odiseo en lugar resguardado, según lo había ordenado Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo, le proporcionáron un manto y una túnica como vestido, le entregaron aceite húmedo en una ampolla de oro y lo apremiaban para que se bañara en las corrientes del río.
Entonces, por fin, dijo el divino Odiseo a las siervas:
«Siervas, deteneos ahí lejos mientras me quito de los hombros la salmuera y me unjo con aceite, pues ya hace tiempo que no hay grasa sobre mi cuerpo; que no me lavaré yo frente a vosotras, pues me avergüenzo de permanecer desnudo entre doncellas de lindas trenzas. »
Así dijo y ellas se alejaron y se lo contaron a la muchacha. Cónque el divino Odiseo púsose a lavar su cuerpo en las aguas del río y a quitarse la salmuera que cubría sus anchas espaldas y sus hombros, y limpió de su cabeza la espuma de la mar infatigable. Después que se hubo lavado y ungido con aceite, se vistió las ropas que le proporcionara la no sometida doncella. Entonces le concedió, Atenea, la hija de Zeus, aparecer más apuesto y robusto e hizo caer de su cabeza espesa cabellera, semejante a la flor del jacinto. Así como derrama oro sobre plata un diestro orfebre a quien Hefesto y Palas Atenea han enseñado toda clase de artes y termina graciosos trabajos, así Atenea vertió su gracia sobre la cabeza y hombros de Odiseo. Fuese entonces a sentar a lo lejos junto a la orilla del mar, resplandeciente de belleza y de gracia, y la muchacha lo contemplaba.



Por fin dijo a las siervas de lindas trenzas:
«Esuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os hablo; no en contra de la voluntad de todos los dioses, los que poseen el Olimpo, tiene trato este hombre con los feacios semejantes a los dioses. Es verdad que antes me pareció desagradable, pero ahora es semejante a los dioses, los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fuera llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con nosotros! Vamos, siervas, dad al huésped comida y bebida.»
Así dijo; ellas la escucharon y al punto realizaron sus deseos: pusieron comida y bebida junto a Odiseo y verdad es que comía y bebía con voracidad el sufridor, el divino Odiseo, pues durante largo tiempo estuvo ayuno de comida.
De pronto Nausícaa, de blancos brazos, cambió de parecer. Después de haber plegado sus vestidos los colocó en el hermoso carro, unció las mulas de fuertes cascos y ascendió ella misma. Animó a Odiseo, le llamó por su nombre y le dirigió su palabra:
«Forastero, levántate ahora para ir a la ciudad y para que yo te acompañe a casa de mi prudente padre, donde te aseguro que verás a los más excelentes de todos los feacios. Pero ahora cuidate de obrar así ya que no me pareces insensato: mientras vayamos por los campos y las labores de los hombres, marcha presto con las sirvientas tras las mulas y el carro y yo seré guía. Pero cuando subamos a la ciudad... a ésta la rodea una elevada muralla; hay un hermoso puerto a ambos lados de la ciudad y es estrecha la entrada, y las curvadas naves son arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugios para sus naves. También tienen en torno al hermoso templo de Poseidón el ágora construida con piedras gigantescas que hunden sus raíces en la tierra. Aquí se ocupan los hombres de los aparejos de sus negras naves, cables y velas, y aquí afilan sus remos. Pues los feacios no se ocupan de arco y carcaj, sino de mástiles y remos, y de proporcionadas naves con las que recorren orgullosos el canoso mar. De éstos quiero evitar el amargo comentario, no sea que alguno murmure por detrás, pues muchos son los soberbios en el pueblo, y quizá alguno, el más vil, diga al salirnos al encuentro: "¿Quién es este hermoso y apuesto forastero que sigue a Nausícaa?, ¿dónde lo encontró? Quizá llegue a ser su esposo, o quizá es algún navegante al que, errante en su nave, le dio hospitalidad, de los hombres que viven lejos, ya que nadie vive cerca de aquí. O quizá un dios le ha bajado del cielo tras invocarlo y lo va a tener con ella para siempre. Mejor si ha encontrado por ahí un esposo de fuera, pues desdeña a los demás feacios en el pueblo, aunque son muchos y nobles los que la pretenden." Así dirán, y para mí estas palabras serán odiosas. Pero yo también me indignaría con otra que hiciera cosas semejantes contra la voluntad de su padre y de su madre y se uniera con hombres antes que celebre público matrimonio.
«Conque, forastero, haz caso de mi palabra para que consigas pronto de mi padre escolta y regreso.
«Encontrarás un espléndido bosque de Atenea junto al camino, de álamos negros; allí mana una fuente y alrededor hay un prado; allí está el cercado de mi padre y la florida viña, tan cerca de la ciudad que se oye al gritar. Espera un poco allí sentado para que nosotras alcancemos la ciudad y lleguemos a casa de mi padre, y cuando supongas que hemos llegado al palacio, disponte entonces a marchar a la ciudad de los feacios y pregunta por la casa de mi padre, el magnánimo Alcínoo. Es fácilmente reconocible y hasta un niño pequeño te puede conducir, pues no es nada semejante a las casas de los demás feacios: ¡tal es el palacio del héroe Alcínoo! Y una vez que te cobijen la casa y el patio, cruza rápidamente el mégaron para llegar hasta mi madre; ella está sentada en el hogar a la luz del fuego, hilando copos purpúreos ¡una maravilla para verlos! apoyada en la columna. Y sus esclavas se sientan detrás de ella. Allí también está el trono de mi padre apoyado contra la columna, en el que se sienta a beber su vino como un dios inmortal. Pásalo de largo y arrójate a abrazar con tus manos  las rodillas de mi madre, a fin de que consigas pronto el día del regreso, para tu felicidad, aunque seas de lejana tierra. Pues si ella te guarda sentimientos amigos en su corazón, podrás cumplir el deseo de ver a los tuyos, tu bien construida casa y tu tierra patria.»
Hablando así golpeó con su brillante látigo a las mulas y éstas abandonaron veloces las corrientes del río: trotaban muy bien y cruzaban bien las patas. Y ella llevaba las riendas para que pudieran seguirle a pie las sirvientas y Odiseo; así es que manejaba el látigo con tiento.
Y se sumergió Helios y al punto llegaron al famoso bosquecillo sagrado de Atenea, donde se sentó el divino Odiseo:
Y se puso a invocar a la hija del gran Zeus:
«Escúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona, escúchame en este momento, ya que antes no me escuchaste cuando sufrí naufragio, cuando me golpeó el famoso, el que sacude la tierra. Concédeme llegar a la tierra de los feacios como amigo y digno de lástima.»
Así dijo suplicando y le escuchó Palas Atenea.
Pero no le salió al encuentro, pues respetaba al hermano de su padre que mantenía su cólera violenta contra Odiseo, semejante a un dios, hasta que llegara a su patria.



CANTO VII
ODISEO EN EL PALACIO DE ALCÍNOO
Y mientras así rogaba el sufridor, el divino Odiseo, el vigor de las mulas llevaba a la doncella a la ciudad. Cuando al fin llegó a la famosa morada de su padre, se detuvo ante las puertas y la rodearon sus hermanos, semejantes a los inmortales, quienes desuncieron las mulas del carro y llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a su habitación y le encendió fuego una anciana de Apira, la camarera Eurimedusa, a la que trajeron desde Apira las curvadas naves. Se la habían elegido a Alcínoo como recompensa, porque reinaba sobre todos los feacios y el pueblo lo escuchaba como a un dios. Ella fue quien crió a Nausícaa, la de blancos brazos, en el mégaron; ella le avivaba el fuego y le preparaba la cena.
Entonces Odiseo se dispuso a marchar a la ciudad, y Atenea, siempre preocupada por Odiseo, derramó en torno suyo una gran nube, no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al encuentro, le molestara de palabra y le preguntara quién era. Conque cuando estaba ya a punto de penetrar en la agradable ciudad, le salió al encuentro la diosa Atenea, de ojos brillantes, tomando la apariencia de una niña pequeña con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le preguntó luego el divino Odiseo:



«Pequeña, ¿querrías llevarme a casa de Alcínoo, el que gobierna entre estos hombres? Pues yo soy forastero y después de muchas desventuras he llegado aquí desde lejos, de una tierra apartada; por esto no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad y estas tierras de labor.»
Y le respondió luego Atenea, la diosa de ojos brillantes:
«Yo te mostraré, padre forastero, la casa que me pides, ya que vive cerca de mi irreprochable padre. Anda, ven en silencio y te mostraré el camino, pero no mires ni preguntes a ninguno de los hombres, pues no soportan con agrado a los forasteros ni agasajan con gusto al que llega de otra parte. Confiados en sus rápidas naves surcan el gran abismo del mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la tierra, y sus naves son tan ligeras como las alas o como el pensamiento.»
Hablando así le condujo rápidamente Palas Atenea y él marchaba tras las huellas de la diosa. Pero no lo vieron los feacios, famosos por sus naves, mientras marchaba entre ellos por su ciudad, ya que no lo permitía Atenea, de lindas trenzas, la terrible diosa que preocupándose por él en su ánimo le había cubierto con una nube divina.
Odiseo iba contemplando con admiración los puertos y las proporcionadas naves, las ágoras de ellos, de los héroes y las grandes murallas elevadas, ajustadas con piedras, maravilla de ver. Y cuando al fin llegó a la famosa morada del rey, Atenea, de ojos brillantes, comenzó a hablar:
«Ese es, padre forastero, el palacio que me pedías que te mostrara; encontrarás a los reyes, vástagos de Zeus, celebrando un banquete. Tú pasa adentro y no te turbes en tu ánimo, pues un hombre con arrojo resulta ser el mejor en toda acción, aunque llegue de otra tierra. Primero encontrarás a la reina en el mégaron; su nombre es Arete y desciende de los mismos padres que engendraron a Alcínoo. A Nausítoo lo engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra, y Peribea, la más excelente de las mujeres en su porte, hija menor del magnánimo Eurimedonte, que entonces gobernaba sobre los soberbios Gigantes éste hizo perecer a su arrogante pueblo, pereciendo también él; con ella se unió Poseidón y engendró a su hijo, el magnánimo Nausítoo, que reinó entre los feacios. Nausítoo fue el padre de Rexenor y Alcínoo. A aquél lo alcanzó Apolo, el del arco de plata, recién casado y sin hijos varones y en la casa dejó a una niña sola, a Arete, a la que Alcínoo hizo su ésposa y honró como jamás ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres gobiernan una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada en su corazón y lo sigue siendo por sus hijos y el mismo Alcínoo y por su pueblo que la contempla como a una diosa, y la saludan con agradables palabras cuando pasea por la ciudad, que no carece tampoco ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso a los hombres por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos puedes tener la esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo y a tu tierra patria.»
Cuando hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes, por el estéril ponto y abandonó la agradable Esqueria. Llegó así a Maratón y a Atenas, de anchas calles, y penetró en la sólida morada de Erecteo.
Entretanto, Odiseo caminaba hacia la famosa morada de Alcínoo, y su corazón removía diversos pensamientos cuando se detuvo antes de alcanzar el broncíneo umbral. Pues hay un resplandor como de sol o de luna en el elevado palacio del magnánimo Alcínoo; a ambos lados se extienden muros de bronce desde el umbral hasta el fondo y en su torno un azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida estancia; las jambas sobre el umbral son de plata y de plata el dintel, y el tirador, de oro. A uno y otro lado de la puerta había perros de oro y plata que había esculpido Hefesto con la habilidad de su mente para custodiar la morada del magnánimo Alcínoo perros que son inmortales y no envejecen nunca. A lo largo de la pared y a ambos lados, desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se sentaban los señores feacios mientras bebían y comían; y los ocupaban constantemente. Había también unos jovenes de oro en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando en sus manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos del palacio. Tiene cincuenta esclavas en su mansión: unas muelen el dorado fruto, otras tejen telas y sentadas hacen funcionar los husos, semejantes a las hojas de un esbelto álamo negro, y del lino tejido gotea el húmedo aceite. Tanto como los feacios son más expertos que los demás hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto, así son sus mujeres en el telar. Pues Atenea les ha concedido en grado sumo el saber realizar brillantes labores y buena cabeza.



Fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco a ambos lados. Allí han nacido y florecen árboles: perales y granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y verdes olivos; de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes. Siempre que sopla Céfiro, unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y también el higo sobre el higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera, en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado, otras las vendimian y otras las pisan: delante están las vides que dejan salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte a otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a donde van por agua los ciudadanos. Tales eran las brillantes dádivas de los dioses en la mansión de Alcínoo.
Allí estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con admiración. Conque una vez que hubo contemplado todo boquiabierto cruzó el umbral con rapidez para entrar en la casa. Y encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían libación con sus copas al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en último lugar, cuando ya sentían necesidad del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo, echó a andar por la casa envuelto en la espesa niebla que le había derramado Atenea, hasta que llegó ante Arete y el rey Alcínoo.
Abrazó Odiseo las rodillas de Arete y entonces, por fin, se disipó la divina nube. Quedaron todos en silencio al ver a un hombre en el palacio y se llenaron de asombro al contemplarle. Y Odiseo suplicaba de esta guisa:
«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a tu esposo, a tus rodillas y ante éstos tus invitados, después de sufrir muchas desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a éstos vivir en la abundancia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes de su hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto a mí, proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace tiempo que padezco pesares lejos de los míos.»
Así diciendo se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar. Todos ellos permanecían inmóviles en silencio. Al fin tomó la palabra un anciano héroe, Equeneo, que era el más anciano entre los feacios y sobresalía por su palabra, pues era conocedor de muchas y antiguas cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de amistad:
«Alcínoo, no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca sentado en el suelo entre las cenizas del hogar. Estos permanecen callados esperando únicamente tu palabra. Anda, haz que se levante y siéntalo en un trono de clavos de plata. Ordena también a los heraldos que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes. En fin, que el ama de llaves proporcione al forastero alguna vianda de las que hay dentro.»
Cuando hubo escuchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo asiendo de la mano a Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo hizo levantar del hogar y lo asentó en su brillante trono, después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laodamante, que solía sentarse a su lado y al que sobre todos quería. Una sirvienta trajo aguamanos en hermoso jarro de oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se lavara. A su lado extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares, favoreciéndole gustosa entre los presentes. En tanto que comía y bebía el sufridor, divino Odiseo, la fuerza de Alcínoo dijo a un heraldo:



«Pontónoo, mezcla vino en la crátera y repártelo a todos en la casa para que ofrezcamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste siempre a los venerables suplicantes.»
Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió entre todos, haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto quiso su ánimo, habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Escuchadme, jefes y señores de los feacios, para que os diga lo que mi corazón me ordena en el pecho. Dad ahora fin al banquete y marchad a acostaros a vuestra casa. Y a la aurora, después de convocar al mayor número de ancianos, ofreceremos hospitalidad al forastero, haremos hermosos sacrificios a los dioses y después trataremos de su escolta para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni esfuerzo con nuestra escolta  la que recibirá contento por muy lejana que sea, y para que no sufra ningún daño antes de desembarcar en su tierra. Una vez allí sufrirá cuantas desventuras le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo parió su madre, la Aisa y las graves Hilanderas. Pero si fuera uno de los inmortales que ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan los dioses, pues hasta ahora siempre se nos han mostrado a las claras, cuando les ofrecemos magníficas hecatombes y participan con nosotros del banquete sentados allí donde nos sentamos nosotros. Y si algún caminante solitario se topa con ellos, no se le ocultan, y es que somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la salvaje raza de los Gigantes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Alcínoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada me asemejo a los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente ni en porte, sino a los mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha soportado más desventuras entre los hombres mortales, a éste podría yo igualarme en pesares. Y todavía podría contar desgracias mucho mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero dejadme cenar, por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más inoportuna que el maldito estómago que nos incita por fuerza a acordarnos de él, y aun al que está muy afligido y con un gran pesar en las mientes, como yo ahora tengo el mío, lo fuerza a comer y beber. También a mí me hace olvidar todos los males, que he padecido; y me ordena llenarlo.



«Vosotros, en cuanto apunte la aurora, apresuraos a dejarme a mí, desgraciado, en mi tierra patria, a pesar de lo que he sufrido. Que me abandone la vida una vez que haya visto mi hacienda, mis siervos y mi gran morada de elevado techo.»
Así dijo; todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al forastero, ya que había hablado como le correspondía.
Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto su ánimo quiso, cada uno marchó a su casa para acostarse. Así que quedó sólo en el mégaron el divino Odiseo y a su lado se sentaron Arete y Alcínoo, semejante a un dios. Las siervas se llevaron los útiles del banquete.
Y Arete, de blancos brazos, comenzó a hablar, pues, al verlos, reconoció el manto, la túnica y los hermosos ropajes que ella misma había tejido con sus siervas. Y le habló y le dijo aladas palabras:
«Huésped, seré yo la primera en preguntarte: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que has llegado aquí después de andar errante por el ponto?»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:



Es doloroso, reina, que enumere uno a uno mis padecimientos, que los dioses celestes me han otorgado muchos. Pero con todo te contestaré a lo que me preguntas a inquieres. Lejos, en el mar, está la isla de Ogigia, donde vive la hija de Atlante, la engañosa Calipso de lindas trenzas, terrible diosa; ninguno de los dioses ni de los hombres mortales tienen trato con ella. Sólo a mí, desventurado, me llevó como huésped un demón después que Zeus, empujando mi rápida nave, la incendió con un brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Todos mis demás valientes compañeros perecieron, pero yo, abrazado a la quilla de mi curvada nave, aguanté durante nueve días; y al décimo, en negra noche, los dioses me echaron a la isla Ogigia, donde habita Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa que acogiéndome gentilmente me alimentaba y no dejaba de decir que me haría inmortal y libre de vejez para siempre; pero no logró convencer a mi corazón dentro del pecho. Allí permanecí, no obstante, siete años regando sin cesar con mis lágrimas las inmortales ropas que me había dado Calipso. Pero cuando por fin cumplió su curso el año octavo, me apremió e incitó a que partiera ya sea por mensaje de Zeus o quizá porque ella misma cambió de opinión. Despidióme en una bien trabada balsa y me proporcionó abundante pan y dulce vino, me vistió inmortales ropas y me envió un viento próspero y cálido.
Diecisiete días navegué por el ponto, hasta que el decimoctavo aparecieron las sombrías montañas de vuestras tierras. Conque se me alegró el corazón, ¡desdichado de mí!, pues aún había de verme envuelto en la incesante aflición que me proporcionó Poseidón, el que sacude la tierra, quien impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió el mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía incesamente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la tempestad. Fue entonces cuando surqué nadando el abismo hastá que el viento y el agua me acercaron a vuestra tierra; y cuando trataba de alcanzar la orilla, habríame arrojado violentamente el oleaje contra las grandes rocas, en lugar funesto; pero retrocedí de nuevo nadando, hasta que llegué al río, allí donde me pareció el mejor lugar, limpio de piedras y al abrigo del viento. Me dejé caer allí para recobrar el aliento y se me echó encima la noche divina. Alejéme del río nacido de Zeus y entre los matorrales acomodé mi lecho amontonando alrededor muchas hojas; y un dios me vertió profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el corazón afligido toda la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se ponía el Sol cuando me abandonó el dulce sueño. Vi jugando en la orilla a las siervas de tu hija; y ella era semejante a las diosas. Le supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio, como no se podría esperar que obrara una joven que se encuentra con alguien. Pues con frecuencia los jóvenes son sandios. Me entregó pan suficiente y oscuro vino, me lavó en el río y me proporcionó esta ropa. Aun estando apesadumbrado te he contado toda la verdad.»
Y le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped, en verdad mi hija no tomó un acuerdo sensato al no traerte a nuestra casa con sus siervas. Y sin embargo fue ella la primera a quien dirigiste tus súplicas.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Héroe! No reprendas por esto a tu irreprochable hija; ella me aconsejó seguirla con sus siervas, pero yo no quise por vergüenza, y temiendo que al verme pudieras disgustarte. Que la raza de los hombres sobre la tierra es suspicaz.»
Y le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped! El corazón que alberga mi pecho no es tal como para irritarse sin motivo, pero todo es mejor si es ajustado. ¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y pensando las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa y hacienda si permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio, para que lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú descansas sometido por el sueño, ellos remarán por el mar encalmado hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o a donde quiera que te sea grato, por distance que esté (aunque más lejos que Eubea, la más lejana según dicen los que la vieron de nuestros soldados cuando llevaron allí al rubio Radamanto para que visitara a Ticio, hijo de la Tierra. Allí llegaron y, sin cansancio, en un solo día, llevaron a cabo el viaje y regresaron a casa). Tú mismo podrás observar qué excelentes son mis navíos y mis jóvenes en golpear el mar con el remo.»



Así dijo y se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y suplicando dijo su palabra y lo llamó por su nombre:
«Padre Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo cuanto ha prometido! Que su fama jamás se extinga sobre la nutricia tierra y que yo llegue a mi tierra patria.»
Mientras ellos cambiaban estas palabras, Arete, de blancos brazos, ordenó a las mujeres colocar lechos bajo el portico y disponer las más bellas mantas de púrpura y extender encima las colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse.
Así que salieron las siervas de la sala con hachas ardiendo, y una vez que terminaron de hacer diligentemente la cama, dirigiéronse a Odiseo y lo invitaron con estas palabras:
«Huésped, levántate y ven a dormir, tienes hecha la cama.»
Así hablaron y a él le plugo marchar a acostarse. Así que allí durmió debajo del sonoro pórtico el sufridor, el divino Odiseo, en lecho taladrado. Luego se acostó Alcínoo en el interior de la alta morada; le había dispuesto su esposa y señora el lecho y la cama.



CANTO VIII
ODISEO AGASAJADO POR LOS FEACIOS
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó del lecho la sagrada fuerza de Alcínoo y se levantó Odiseo del linaje de Zeus, el destructor de ciudades. La sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al ágora que los feacios tenían construida cerca de las naves. Y cuando llegaron se sentaron en piedras pulimentadas, cerca unos de otros.
Y recorría la ciudad Palas Atenea, que tomó el aspecto del heraldo del prudente Alcínoo, preparando el regreso a su patria para el valeroso Odiseo. La diosa se colocaba cerca de cada hombre y le decía sú palabra:
«¡Vamos, caudillos y señores de los feacios! Id al ágora para que os informéis sobre el forastero que ha llegado recientemente a casa del prudente Alcínoo después de recorrer el ponto, semejante en su cuerpo a los inmortales.»
Así diciendo movía la fuerza y el ánimo de cada uno. Bien pronto el ágora y los asientos se llenaron de hombres que se iban congregando y muchos se admiraron al ver al prudente hijo de Laertes; que Atenea derramaba una gracia divina por su cabeza y hombros e hizo que pareciese más alto y más grueso: así sería grato a todos los feacios y temible y venerable, y Ilevaría a término muchas pruebas, las que los feacios iban a poner a Odiseo. Cuando se habían reunido y estaban ya congregados, habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Oídme, caudillos y señores de los feacios, para que os diga lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. Este forastero y no sé quién es ha llegado errante a mi palacio bien de los hombres de Oriente o de los de Occidente; nos pide una escolta y suplica que le sea asegurada. Apresuremos nosotros su escolta como otras veces, que nadie que llega a mi casa está suspirando mucho tiempo por ella.
«Vamos, echemos al mar divino una negra nave que navegue por primera vez, y que sean escogidos entre el pueblo cincuenta y dos jóvenes, cuantos son siempre los mejores. Atad bien los remos a los bancos y salid. Preparad a continuación un convite al volver a mi palacio, que a todos se lo ofreceré en abundancia. Esto es lo que ordeno a los jóvenes. Y los demás, los reyes que lleváis cetro, venid,a mi hermosa mansión para que honremos en el palacio al forastero. Que nadie se niegue. Y llamad al divino aedo Demódoco, a quien la divinidad há otorgado el canto para deleitar siempre que su ánimo lo empuja a cantar.»
Así habló y los condujo y ellos le siguieron, los reyes que llevan cetro. El heraldo fue a llamar al divino aedo y los cincuenta y dos jóyenes se dirigieron, como les había ordenado, á la ribera del mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar echaron la nave al abismo del mar y pusieron el mástil y las velas y ataron los remos con correas, todo según correspondía. Extendieron hacia arriba las blancás velas, anclaron a la nave en aguas profundas y se pusieron en camino para ir a la gran casa del prudente Alcínoo. Y los pórticos, el recinto de los patios y las habitaciones se llenaron de hombres que se congregaban, pues eran muchos, jóvenes y ancianos. Para ellos sacrificó Alcínoo doce ovejas y ocho cerdos albidentes y dos bueyes de rotátíles patas. Los desollaron y prepararon a hicieron un agradable banquete.
Y se acercó el heraldo con el deseable aedo a quien Musa amó mucho y le había dado lo bueno y lo malo: le privó de los ojos, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso un sillón de clavos de plata en medio de los comensales, apoyándolo a una elevada columna, y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara sobre su cabeza. y le mostró cómo tomarla con las manos. También le puso al lado un canastillo y una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que su ánimo le impulsara.
Y ellos echaron mano de las viándas qúe tenían delante. Y cuando hubieron arrojado el deseo de comida y bebida, Musa empujó al aedo a que cantara la gloria de los guerreros con un canto cuya fama llegaba entonces al ancho cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, cómo en cierta ocasión discutieron en el suntuoso banquete de los dioses con horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón, se alegraba en su ánimó de que riñeran los mejores de los aqueos. Así se lo había dicho con su oráculo Febo Apolo en la divina Pitó cuando sobrépasó el umbral de piedra para ir a consultarle; en aquel momento comenzó a desarrollarse el principio de la calamidad para teucros y dánaos por los designios del gran Zeus. Esta cantaba el muy ilustre aedo. Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su grande, purpúrea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió su hermoso rostro; le daba vergüenza déjar caer lágrimas bajo sus párpados delanté de los feacios. Siempre que el divino aedo dejaba de cantar se enjugaba las lágrimas y retiraba el manto de su cabeza y, tomando una copa doble, hacía libaciones a los dioses.
Pero cuando comenzaba otra vez -lo impulsaban a cantar los más nobles de los feacios porque gozaban con sus versos, Odiseo se cubría nuevamente la cabeza y lloraba. A los demás les pasó inadvertido que derramaba lágrimas. Sólo Alcínoo lo advirtió y observó, pues estaba sentado al lado y le oía gemir gravemente. Entonces dijo el soberano a los feacios amantes del remo:
«¡Oídme, caudillós y señores de los feacios! Ya hemos gozado del bien distribuido banquete y de la cítara que es compañera del festín espléndido; salgamos y probemos toda clase de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al volver a casa cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y en la carrera.»
Así habló y los condujo y ellos les siguieron. El heraldo colgó del clavo la sonora cítara y tomó de la mano a Demódoco; lo sacó del mégaron y lo conducía por el mismo camino que llevaban los mejores de los feacios para admirar los juegos,. Se pusieron en camino para ir al ágora y los seguía una gran multitud, miles. Y se pusieron en pie muchos y vigorosos jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y Elatreo, y Nauteo, y Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y Poreo, y Toón, y Anabesineo, y Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida. Se levantó también Eurfalo, semejante a Ares, funesto para los mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de todos los feacios después del irreprochable Laodamante. También se pusieron en pie tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Élitoneo, parecido a un dios. Éstos hicieron la primera prueba con los pies. Desde la línea de salida se les extendía la pista y volaban velozmente por la llanura levantando polvo. Entre ellos fue con mucho el mejor en el correr el irreprochable Clitoneo; cuanto en un campo noval es el alcance de dos mulas, tanto se les adelantó llegando a la gente mientras los otros se quedaron atrás. Luego hicieron la prueba de la fatigosa lucha y en ésta venció Euríalo a todos los mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor, y en el disco fue Elatreo el mejor de todos con mucho, y en el pugilato Laodamante, el noble hijo de Alcínoo. Y cuando todos hubieron deleitado su ánimo con los juegos, entre ellos habló Laodamante, el hijo de Alcínoo:
«Aquí, amigos, preguntemos al huésped si conoce y ha aprendido algún juego. Que no es vulgar en su natural: en sus músculos y piernas, en sus dos brazos, en su robusto cuello y en su gran vigor. Y no carece de vigor juvenil, sino que está quebrantado por numerosos males; que no creo yo que haya cosa peor que el mar para abatir a un hombre por fuerte que sea.»



Y Euríalo le contestó y dijo:
«Has hablado como te corresponde. Ve tú mismo a desafiarlo y manifiéstale tu palabra.»
Cuando le oyó se adelantó el noble hijo de Alcínoo, se puso en medio y dijo a Odiseo:
«Ven aquí, padre huésped, y prueba tú también los juegos si es que has aprendido alguno. Es natural que los conozcas, pues no hay gloria mayor para el hombre mientras vive que lo que hace con sus pies o con sus manos. Vamos, pues, haz la prueba y arroja de tu ánimo las penas, pues tu viaje no se diferirá por más tiempo; ya la nave te ha sido botada y tienes preparados unos acompañantes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tal cosa por burlaros de mí? Las perlas ocupan mi interior más que los juegos. Yo he sufrido antes mucho y mucho he soportado. Y ahora estoy sentado en vuestra asamblea necesitando el regreso, suplicando al rey y a todo el pueblo.»
Entonces, Euríalo le contestó y le echó en cara:
«No, huésped, no te asemejas a un hombre entendido en juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino al que está siempre en una nave de muchos bancos, a un comandante de marinos mercantes que cuida de la carga y vigíla las mercancías y las ganancias debidas al pillaje. No tienes traza de atleta.»
Y lo miró torvamente y le contestó el muy astuto Odiseo:
«¡Huésped! No has hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a todos sús ámables dones de hermosura, inteligencia y elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la divinidad lo corona con la hermosura de la palabra y todos miran hacia él complacidos. Les habla con firmeza y con suavidad respetuosa y sobresale entre los congregados, y lo contemplan como a un dios cuando anda por la ciudad.
«Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte, pero no lo corona la gracia cuando habla.
«Así tu aspecto es distinguido y ni un dios lo habría formado de otra guisa, mas de inteligencia eres necio. Me has movido el ánimo dentro del pecho al hablar inconvenientemente. No soy desconocedor de los juegos como tú aseguras, antes bién, creo que estaba entre los primeros mientras confiaba en mi juventud y mis brazos. Pero ahora estóy poseído por la adversidad y los dolores, pues he soportado mucho guerreando con los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun así, aunque haya padecido muchos males, probaré en los juegos: tu palabra ha mordido mi corazón y me has provocado al hablar.»
Dijo, y con su mismo vestido se levantó, tomó un disco mayor y más ancho y no poco más pesado que con el que solían competir entre sí los feacios. Le dio vueltas, lo lanzó de su pesada mano y la piedra resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos remos, hombres ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y ésta sobrevoló todas las señales al salir velozmente de su mano. Atenea le puso la señal tomando la forma de un hombre, le dijo su palabra y lo llamó por su nombre:
«Incluso un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal, pues no está mezclada entre la multitud sino mucho más adelante; confía en esta prueba; ninguno de los feacios la alcanzará ni sobrepasará.»
Así habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso porque había visto en la competición un compañero a su favor. Y entonces habló más suavemente a los feacios:
«Alcanzad esta señal, jóvenes; en breve lanzaré, creo yo, otra piedra tan lejos o aún más. Y aquél entre los demás feacios, salvo Laodamante, a quien su corazón y su ánimo le impulse, que venga acá, que haga la prueba puesto que me habéis irritado en exceso en el pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego. Pues Laodamante es mi huésped: ¿Quién lucharía con el que lo honra como huésped? Es hombre loco y de poco precio el que propone rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad en tierra extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás no rechazo a ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y ejecutar las pruebas frente a él. Que no soy malo en todas las competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé muy bien tender el arco bien pulimentado; sería el primero en tocar a un hombre enviando mi dardo entre una multitud de enemigos aunque lo rodearan muchos compañeros y lanzaran flechas contra los hombres. Sólo Filoctetes me superaba en el arco en el pueblo de los troyanos cuando disparábamos los aqueos. De los demás os aseguro que yo soy el mejor con mucho, de cuantos mortales hay sobre la tierra que comen pan. Aunque no pretendo rivalizar con hombres antepasados como Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los inmortales rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito y no llegó a la vejez en su palacio, pues Apolo lo mató irritado porque le había desafiado a tirar con el arco.



«También lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una flecha. Sólo temo a la carrera, no sea que uno de los feacios me sobrepase; que fui excesivamente quebrantado en medio del abundante oleaje, puesto que no había siempre provisiones en la nave y por esto mis miembros están flojos.»
Así habló, y todos enmudecieron en silencio. Sólo Alcínoo contestó y dijo:
«Huésped, puesto que esto que dices entre nosotros no es desagradable, sino que quieres mostrar la valía que te acompaña, irritado porque este hombre se ha acercado a injuriarte en el certamen pues no pondría en duda tu valía cualquier mortal que supiera en su interior decir cosas apropiadas . ...Pero, vamos, atiende a mi palabra para que a tu vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando comas en tu palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía: qué obras nos concede Zeus también a nosotros continuamente ya desde nuestros antepasados. No somos irreprochables púgiles ni luchadores, pero corremos velozmente con los pies y somos los mejores en la navegación; continuamente tenemos agradables banquetes y cítara y bailes y vestidos mudables y baños calientes y camas.
«Conque, vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los mejores, danzad; así podrá también decir el huésped a los suyos cuando regrese a casa cuánto superamos a los demás en la náutica y en la carrera y en el baile y en el canto. Que alguien vaya a llevar a Demódoco la sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro palacio.»
Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó un heraldo para llevar la curvada cítara de la habitación del rey. También se levantaron árbitros elegidos, nueve en total los que organizaban bien cada cosa en los concursos, allanaron el piso y ensancharon la hermosa pista. Se acercó el heraldo trayendo la sonora cítara a Demódoco y éste enseguida salió al centro. A su alrededor se colocaron unos jóvenes adolescentes conocedores de la danza y batían la divina pista con los pies. Odiseo contemplaba el brillo de sus pies y quedó admirado en su ánimo.
Y Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió a cantar bellamente sobre los amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo se unieron por primera vez a ocultas en el palacio de Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró el lecho y la cama de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios, que los había visto unirse en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en camino hacia su fragua meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme yunque y se puso a forjar unos hilos irrompibles, indisolubles, para que se quedaran allí firmemente.
Y cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se puso en camino hacia su dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los hilos en círculo por todas partes en torno a las patas de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo, como suaves hilos de araña, hilos que no podría ver nadie, ni siquiera los dioses felices, pues estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa estuvo extendida alrededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edificada ciudad, la que le era más querida de todas las tierras.
Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues vio marcharse lejos a Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto deseando el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estabá ella sentada, recién venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró en el palacio y la tomó de la mano y la llamó por su nombre:
«Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues Hefesto ya no está entre nosotros, sino que se ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.»
Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos marcharon a la cama y se acostaron. A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no les era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta que no había escape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies, pues había vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia y le dio la noticia y se puso en camino hacia su palacio, acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico y una rabia salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente haciéndose oír de todos los dioses:
«Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, venid aquí para que veáis un acto ridículo y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él es hermoso y con los dos pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable, sino mis dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen estos dos en amor; se han metido en mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno de dolor, pues nunca esperé ni por un instante que iban a dormir así por mucho que se amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi trampa y las ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de esponsales, cuantos le entregué por la muchacha de cara de perra. Porque su hija era bella, pero incapaz de contener sus deseos.»
Así habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de piso de bronce. Llegó Poseidón, el que conduce su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el soberano que dispara desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se quedaban por vergüenza en casa cada una de ellas.
Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de bienes, y se les levantó inextinguible la risa al ver las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que tenía más cerca:
«No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así, ahora, Hefesto, que es lento, ha cogido con sus artes a Ares, aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo, cojo como es. Y debe la multa por adulterio.»
Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes:
«Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes ligaduras?»
Y le contestó el mensajero el Argifonte:
«¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo! ¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres veces más que ésas y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!»
Así dijo y se les levantó la risa a los inmortales dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de rogar a Hefesto, al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le dirigió aladas palabras:
«Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo que es justo entre los inmortales dioses.»
Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:
«No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me ordenes eso; sin valor son las fianzas que se toman por gente sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los inmortales dioses si Ares se escapa evitando la deuda y las ligaduras?
Y le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:
«Hefesto, si Ares se escapa huyendo sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré.»
Y le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:
«No es posible ni está bien negarme a tu palabra.»
Así hablando los liberó de las ligaduras la fuerza de Hefesto. Y cuando se vieron libres de las ligaduras, aunque eran muy fuertes, se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se llegó a Chipre, Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias y la ungieron con aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los dioses que viven siempre y la vistieron deseables vestidos, una maravilla para verlos.
Esto cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su interior al oírlo y también los demás feacios que usan largos remos, hombres insignes por sus naves.
Alcínoo ordenó a Halio y Laodamante que danzaran solos, pues nadie rivalizaba con ellos. Así que tomaron en sus manos una hermosa pelota de púrpura (se la había hecho el sabio Pólibo); el uno la lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose hacia atrás y el otro saltando hacia arriba la recibía con facilidad antes de tocar el suelo con sus pies.
Después; cuando habían hecho la prueba de lanzar la pelota en línea recta, danzaban sobre la tierra nutricia cambiando a menudo sus posiciones; los demás jóvenes aplaudían en pie entre la concurrencia y gradualmente se levantaba un gran murmullo.
Fue entonces cuando el divino Odiseo se dirigió a Alcínoo:
«Alcínoo, poderoso, el más insigne de todo tu pueblo, con razón me asegurabas que erais los mejores bailarines. Se ha presentado esto como un hecho cumplido, la admiración se apodera de mí al verlo.»
Así habló, y se alegró la sagrada fuerza de Alcínoo. Y enseguida dijo a los feacios amantes del remo:
«Escuchad, caudillos y señores de los feacios. El huésped me parece muy discreto. Vamos, démosle un regalo de hospitalidad, como es natural. Puesto que gobiernan en el pueblo doce esclarecidos reyes yo soy el decimotercero, cada uno de éstos entregadle un vestido bien lavado y un manto y un talento de estimable oro. Traigámoslo enseguida todos juntos para que el huésped, con ello en sus manos, se acerque al banquete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo aplaque con sus palabras y con un regalo, que no dijo su palabra como le correspondía.»
Así dijó, y todos aprobaron sus palabras y se lo aconsejaron a Euríalo. Y cada uno envió un heraldo para que trajera los regalos.
Entonces, Euríalo le contestó y dijo:
«Alcínoo poderoso, el más señalado de todo el pueblo, aplacaré al huésped como tú ordenas. Le regalaré esta espada Coda de bronce, cuya empuñadura es de plata y cuya vaina está rodeada de marfil recién cortado. Y le será de mucho valor.»
Así dijo, y puso en manos de Odiseo la espada de clavos de plaza; le habló y le dirigió aladas palabras:
«Salud, padre huésped, si alguna palabra desagradable ha sido dicha, que la arrebaten los vendavales y se la lleven. Y a ti, que los dioses te concedan ver a tu esposa y llegar a to patria, pues sufres penalidades largo tiempo ya lejos de los tuyos.»
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«También a ti, amigo, salud y que los dioses te concedan felicidad, y que después no sientas nostalgia de la espada ésta que ya me has dado aplacándome con tus palabras.»
Así dijo, y colocó la espada de clavos de plata en torno a sus hombros.
Cuando se sumergió Helios ya tenía él a su lado los insignes regalos; los ilustres heraldos los llevaban al palacio de Alcínoo y los hijos del irreprochable Alcínoo los recibieron y colocaron los muy hermosos regalos junto a su venerable madre.
Ante ellos marchaba la sagrada fuerza de Alcínoo y al llegar se sentaron en elevados sillones.
Entonces se dirigió a Arete la fuerza de Alcínoo:
«Trae acá, mujer, un arcón insigne, el que sea mejor. Y en él coloca un vestido bien lavado y un manto. Calentadle un caldero de bronce con fuego alrededor y templad el agua para que se lave y vea bien puestos todos los regalos que le han traído aquí los irreprochables feacios, y goce con el banquete escuchando también la música de una tonada. También yo le entregaré esta copa mía hermosísima, de oro, para qua se acuerde de mí todos los días al hacer libaciones en su palacio a Zeus y a los demás dioses.»
Así dijo, y Arete ordenó a sus. esclavas que colocaran al fuego un gran trípode lo antes posible. Ellas colocaron al fuego ardiente una bañera de tres patas, echaron agua, pusieron leña y la encendieron debajo. Y el fuego lamía el vientre de la bañera y se calentaba el agua.
Entretanto Arete traía de su tálamo un arcón hermosísimo para el huésped en él había colocado los lindos regalos, vestidos y oro, que los feacios le habían dado. También había colocado en el arcón un hermoso vestido y un manto y le habló y le dirigió aladas palabras:
«Mira tú mismo esta tapa y échale enseguida un nudo, no sea que alguien la fuerce en el viaje cuando duermas dulce sueño al marchar en la negra nave.»
Cuando escuchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la tapa y le echó enseguida un bien trabado nudo, el que le había enseñado en otro tiempo la soberana Circe.
Acto seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez metido en la bañera, y él vio con gusto el baño caliente, pues no se había cuidado a menudo de él desde que había abandonado la morada de Calipso, la de lindas trenzas. En aquella época le estaba siempre dispuesto el baño como para un dios.
Cuando las esclavas lo habían lavado y ungido con aceite y le habían puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue hacia los hombres que bebían vino. Y Nausícaa, que tenía una hermosura dada por los dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado techo. Y admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas palabras:
«Salud, huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la vida.»
Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo:
«Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.»
Dijo, y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo.
Y ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el vino.
Y un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a Demódoco, honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio de los comensales apoyándolo junto a una enorme columna.
Entonces se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo, mientras cortaba el lomo pues aún sobraba mucho de un albidente cerdo (y alrededor había abundante grasa):
«Heraldo, van acá, entrega esta carne a Demódoco para que lo coma, que yo le mostraré cordialidad por triste que esté. Pues entre todos los hombres terrenos los aedos participan de la honra y del respeto, porque Musa les ha enseñado el canto y ama a la raza de los aedos.»



Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del héroe Demódoco, y éste lo recibió y se alegró en su ánimo. Y ellos echaban mano de las viandas que tenían delante.
Cuando hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de comida, ya entonces se dirigió a Demódoco el muy inteligente Odiseo:
«Demódoco, muy por encima de todos los mortales te alabo: seguro que te han enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con mucha belleza cantas el destino de los aqueos cuánto hicieron y sufrieron y cuánto soportaron como si tú mismo lo hubieras presenciado o lo hubieras escuchado de otro allí presente!
«Pero, vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del caballo de madera que fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la emboscada que en otro tiempo condujo el divino Odiseo hasta la Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión.
«Si me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a todos los hombres que la divinidad te ha concedido benigna el divino canto.»
Así habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y mostró su cánto desde el momento en que los argivos se embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron a la mar después de incendíar las tiendas de campaña. Ya estaban los emboscados con el insigne Odiseo en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los mismos troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis.
Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados alrededor de éste. Y les agradaban tres decisiones: rajar la cóncava madera con el mortal bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde to alto, o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que iba a cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la ciudad encerrara el gran caballo de madera donde estaban sentados todos los mejores de los argivos portando la muerte y Ker para los troyanos. Y cantaba cómo los hijos de los aqueos asolaron la ciudad una vez que salieron del caballo y abandonaron la cóncava emboscada. Y cantaba que unos por un lado y otros por otro iban devastando la elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en compañía del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo.
Y dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y que al fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea.
Esto es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el llanto empapaba sus mejillas deslizándose de sus párpados.
Como una mujer llora a su marido arrojándose sobre él caído ante su ciudad y su pueblo por apartar de ésta y de sus hijos el día de la muerte ella lo contempla moribundo y palpitante, y tendida sobre él llora a voces; los enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los ciudadanos y se los llevan prisioneros para soportar el trabajo y la pena, y las mejillas de ésta se consumen en un dolor digno de lástima, así Odiseo destilaba bajo sus párpados un llanto digno de lástima.
A los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y sólo Alcínoo lo advirtió y observó sentado como estaba cerca de él y le oyó gemir pesadamente.
Entonces dijo al punto a los feacios amantes del remo:
«Escuchad, caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco detenga su cítara sonora, pues no agrada a todos al cantar esto. Desde que estamos cenando y comenzó el divino aedo, no ha dejado el huésped un momento el lamentable llanto. El dolor le rodea el ánimo.
«Varnos, que se detenga para que gocemos todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped, pues así será mucho mejor. Que por causa del venerable huésped se han preparado estas cosas, la escolta y amables regalos, cosas que le entregamos como muestra de afecto. Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han nacido. Antes bien, a todos se lo ponen sus padres una vez que lo han dado a luz.



Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. Pues entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves tienen. Ellas conocen las intenciones y los pensamientos de los hombres y conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres. Recorren velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas. Pero yo he oído decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día destruiría en el nebuloso ponto a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una escolta y nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano; que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su ánimo.
«Pero, vamos, dime e infórmame en verdad., por dónde has andado errante y a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus bien habitadas ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y los que son amigos de los forasteros y tienen sentimientos de veneración hacia los dioses. Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la perdición para esos hombres, para que también sea motivo de canto pará los venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto de preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O un noble amigo de sentimientos agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene pensamientos discretos.»



CANTO IX
ODISEO CUENTA SUS AVENTURAS:
LOS CICONES, LOS LOTÓFAGOS, LOS CÍCLOPES
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Poderoso Alcínoo, el más noble de todo tu pueblo, en verdad es agradable escuchar al aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz. No creo yo que haya un cumplimiento más delicioso que cuando el bienestar perdura en todo el pueblo y los convidados escuchan a lo largo del palacio al aedo sentados en orden, y junto a ellos hay mesas cargadas de pan y carne y un escanciador trae y lleva vino que ha sacado de las cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece lo más bello.
«Tu ánimo se ha decidido a preguntar mis penalidades a fin de que me lamente todavía más en mi dolor. Porque, ¿qué voy a narrarte lo primero y qué en último lugar?, pues son innumerables los dolores que los dioses, los hijos de Urano, me han proporcionado. Conque lo primero qué voy a decir es mi nombre para que lo conozcáis y para que yo después de escapar del día cruel continúe manteniendo con vosotros relaciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté lejos.
«Soy Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo. Habito en Itaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un monte, el Nérito de agitado follaje, muy sobresaliente, y a su alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Same, y la poblada de bosques Zante. Itaca se recuesta sobre el mar con poca altura, la más remota hacia el Occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y Helios. Es áspera, pero buena criadora de mozos.



«Yo en verdad no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que la tierra de uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en profunda cueva deseando que fuera su esposo, e igualmente me retuvo en su palacio Circe, la hija de Eeo, la engañosa, deseando que fuera su esposo.
«Pero no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que sea la casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de los suyos.
«Y ahora os voy a narrar mi atormentado regreso, el qúe Zeus me ha dado al venir de Troya. El viento que me traía de Ilión me empujó hacia los Cicones, hacia Ismaro. Allí asolé la ciudad, a sus habitantes los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a las esposas y abundante botín y lo repartimos de manera que nadie se me fuera sin su parte correspondiente. Entonces ordené a los míos que huyeran con rápidos pies, pero ellos, los muy estúpidos, no rne hicieron caso. Así que bebieron mucho vino y degollaron muchas ovejas junto a la ribera y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas.
«Entre tanto, los Cicones, que se hábían marchado, lanzaron sus gritos de ayuda a otros Cicones que, vecinos suyos, eran a la vez más numerosos y mejores, los que habitaban tierra adentro, bien entrenados en luchar con hombres desde el carro y a pie, donde sea preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen en primavera las hojas y las flores, veloces.



«Entonces la funesta Aisa de Zeus se colocó junto a nosotros, de maldito destino, para que sufriéramos dolores en abundancia; lucharon pie a sierra junto a las veloces naves, y se herían unos a otros con sus lanzas de bronce. Mientras Eos duró y crecía el sagrado día, los aguantamos rechazándoles aunque eran más numerosos. Pero cuando Helios se dirigió al momento de desuncir los bueyes, los Cicones nos hicieron retroceder venciendo a los aqueos y sucumbieron seis compañeros de buenas grebas de cada nave. Los demás escapamos de la muerte y de nuestro destino, y desde allí proseguimos navegando hacia adelante con el corazón apesadumbrado, escapando gustosos de la muerte aunque habíamos perdido a los compañeros. Pero no prosiguieron mis curvadas naves, que cada uno llamamos por tres veces a nuestros desdichados compañeros, los que habían muerto en la llanura a manos de los Cicones.
«Entonces el que reúne las nubes, Zeus; levantó el viento Bóreas junto con una inmensa tempestad, y con las nubes ocultó la tierra y a la vez el ponto. Y la noche surgió del cielo. Las naves eran arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento rasgó sus velas en tres y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y haciendo grandes esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra.
«Allí estuvimos dos noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo por el cansancio y el dolor.
«Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, levantamos los mástiles, extendimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, y el viento y los pilotos las conducían. En ese momento habría llegado ileso a mi tierra patria, pero el oleaje, la corriente y Bóreas me apartaron al doblar las Maleas  y me hicieron vagar lejos de Citera. Así que desde allí fuimos arrastrados por fuertes vientos durante nueve días sobre el ponto abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los Lotófagos, los que comen flores de alimento. Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al punto mis compañeros tomaron su comida junto a las veloces naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para que fueran a indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de trigo, había en esa región; escogí a dos, y como tercer hombre les envié a un heraldo. Y marcharon enseguida y se encontraron con los Lotófagos. Éstos no decidieron matar a nuestros compañeros, sino que les dieron a comer loto, y el que de ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería volver a informarnos ni regresar, sino que preferían quedarse allí con los Lotófagos, arrancando loto, y olvidándose del regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aunque lloraban, y en las cóncavas naves los arrastré y até bajo los bancos. Después ordené a mis demás leales compañeros que se apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no fuera que alguno comiera del loto y se olvidara del regreso. Y rápidamente embarcaron y se sentaron sobre los bancos, y, sentados en fila, batían el canoso mar con los remos.



«Desde allí proseguimos navegando con el corazón acongojado, y llegamos a la tierra de 1os Cíclopes, los soberbios, los sin ley; los que, obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus se los hace crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes; habitan las cumbres de elevadas montañas en profundas cuevas y cada uno es legislador de sus hijos y esposas, y no se preocupan unos de otros.



«Más allá del puerto se extiende una isla llana, no cerca ni lejos de la tierra de los Cíclopes, llena de bosques. En ella se crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí hombres que se lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que sufren dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La isla tampoco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada, carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras cabras. No disponen los Cíclopes de naves de rojas proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar en construir bien entabladas naves; éstas tendrían como término cada una de las ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando con sus naves el mar, unos en busca de otros, y los Cíclopes se habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es mala y produciría todos los frutos estacionales; tiene prados junto a las riberas del canoso mar, húmedos, blandos. Las viñas sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas. Recogerían siempre las profundas mieses en su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en que el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos.
«En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y en torno crecen álamos. Hacia allí navegamos y un demón nos conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa en torno a las naves y Selene no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida por las nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las enormes olas que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las naves de buenos bancos. Una vez arrastradas, recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar y esperamos a la divina Eos durmiendo allí.



«Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, deambulamos llenos de admiración por la isla.
«Entonces las ninfas, las hijas de Zeus, portador de égida, agitaron a las cabras montafaces para que comieran mis compañeros. Así que enseguida sacamos de las naves los curvados arcos y las lanzas de largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos a disparar, y pronto un dios nos proporcionó abundante caza. Me seguían doce naves, y a cada una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para mí solo tomé diez. Así estuvimos todo el día hasta el sumergirse de Helios, comiendo innumerables trozos de carne y dulce vino; que todavía no se había agotado en las naves el dulce vino, sino que aún quedaba, pues cada uno había guardado mucho en las ánforas cuando tomamos la sagrada ciudad de los Cicones.
«Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos:
«"Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses."
«Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Embarcaron éstos sin tardanza y se sentaron en los bancos, y sentados batían el canoso mar con los remos. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado ovejas y cabras, y alrededor había una alta cerca construida con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la botaran.
«Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llevaba un pellejo de cabra con negro, agradable vino que me había dado Marón, el hijo de Evanto, e1 sacerdote de Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo salvado junto con su hijo y esposa respetando su techo. Habitaba en el bosque arbolado de Febo Apolo y me había donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien trabajados y una crátera toda de plata, y, además vino en doce ánforas que llenó, vino agradable, no mezclado, bebida divina. Ninguna de las esclavas ni de los esclavos de palacio conocían su existencia, sino sólo él y su esposa y solamente la despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una copa y vertía veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor delicioso, admirable; en ese momento no era agradable alejarse de allí. De este vino me llevé un gran pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero, porque mi noble ánimo barruntó que marchaba en busca de un hombre dotado de gran fuerza, salvaje, desconocedor de la justicia y de las leyes.
«Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los lechales, a otro los medianos y a otro los recentales.
«Y todos los recipientes rebosaban de suero colodras y jarros bien construidos, con los que ordeñaba.
«Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los quesos y regresáramos, y que sacáramos luego de los establos cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velar sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso aunque hubiera sido más ventajoso, para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable para mis compañeros.
«Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos quesos, los comimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a los machos a los carneros y cabrones los dejó a la puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra colocó sobre la puerta! Sentóse luego a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó un recental. Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para beber cuando comiera y le sirviera de adición al banquete.
Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos preguntó:
«"Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos? ¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?”.



«Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi palabra y le dije:
«Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa. Así quiso Zeus proyectarlo. Nos preciamos de pertenecer al ejército del Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el cielo: ¡tan gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho sucumbir! Conque hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Ten respeto, excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el vengador de los suplicantes y de los huéspedes, Zeus Hospitalario, quien acompaña a los huéspedes, a quienes se debe respeto."
«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:
«"Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Ciclopes no se cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus.
«"Pero dime dónde has detenido tu bien fabricada nave al venir, si al final de la playa o aquí cerca, para que lo sepa."
«Así habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó esto desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras engañosas:
«"La nave me la ha destrozado Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los confines de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa muerte."
«Así hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel, mas lanzóse y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a esparcieron por el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, como un león montaraz, sin dejar ni sus entrañas ni sus carnes ni sus huesos llenos de meollo.
«Nosotros elevamos llorando nuestras manos a Zeus, pues veíamos acciones malvadas, y la desesperación se apoderó de nuestro ánimo.



«Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado y la tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había colocado. Así que llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños, todo por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la entrada. Y la volvió a poner como si colocara la tapa a una aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi pecho: ¡si pudiera vengarme y Atenea me concediera esto que la suplico...!
«Y ésta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía la enorme clava del Ciclope, verde, de olivo; la había cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros, de una nave de transporte amplia, de las que recorren el negro abismo: así era su longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la afilaran. Éstos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.
Llegó el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados de hermosos vellones e introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del profundo establo, ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo aconsejó. Después colocó la gran piedra que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos compañeros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre mis manos una copa de negro vino:
«"¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como libación, por si te compadescas de mí y me enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable. ¡Cruel¡, ¿cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues no has obrado como lo corresponde."
«Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
«"Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la donadora de vida, la Tierra, produce para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar."
«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces palabras:
«"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te to voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros."
«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:
«"A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad."
«Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbadó con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino.
«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y .resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundiá gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un navío otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente, así hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla y ésta estride grandemente pues éste es el poder del hierro, así estridía su ojo en torno a la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
«Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:
«"¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con sus fuerzas?"
«Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:
«"Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas."
«Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:
«"Pues si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano."
«Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!
«El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las manos retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la puerta, las manos extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas ¡si encontrará el medio de liberar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y planes, ya que se trataba de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano. Y me pareció la mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentádos, con densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque los até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de pensamientos impíos; el carnero del medio llevaba a un hombre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.
»Entonces yo... había un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me apoderé de éste por el lomo y me coloqué bajo su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así aguardamos gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por los corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que se mantenían rectos. El inocente no se daba cuenta de que mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las lanudas ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su lana y conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Polifemo lo palpó y se dirigió a él:
«"Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último de todos. Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi mente con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado te lo aseguro de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha escondido aquél de mi furia! Entonce sus sesos, cada uno por un lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se repondría de los males que me ha causado el vil Nadie."
«Así diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de la cueva y del corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero y liberé a mis compañeros. Entonces hicimos volver rápidamente al ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante ganado, y lo condujimos hasta llegar a la nave.
«Nuestros compañeros dieron la bienvenida a los que habíamos escapado de la muerte, y a los otros los lloraron entre gemidos. Pero yo no permití que lloraran, haciéndoles señas negativas con mis cejas, antes bien, les di órdenes de embarcar al abundante ganado de hermosos vellones y de navegar el salino mar.
«Embarcáronlo enseguida y se sentaron sobre los bancos, y, sentados, batían el canoso mar con los remos.
«Conque cuando estaba tan lejos como para hacerme oír si gritaba, me dirigí al Cíclope con mordaces palabras:
«"Cíclope, no estaba privado de fuerza el hombre cuyos compañeros ibas a comerte en la cóncava cueva con tu poderosa fuerza. Con razón te tenían que salir al encuentro tus malvadas acciones, cruel, pues no tuviste miedo de comerte a tus huéspedes en tu propia casa. Por ello te han castigado Zeus y los demás dioses."
«Así hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó la cresta de un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. El mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo, la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra. Entonces tomé con mis manos un largo botador y la empujé hacia fuera, y di órdenes a mis compañeros de que se lanzaran sobre los remos para escapar del peligro, haciéndoles señas con mi cabeza. Así que se inclinaron hacia adelante y remaban. Cuando en nuestro recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes, me dirigí al Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces palabras a uno y otro lado:
«"Desdichado, ¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?, un hombre que acaba de arrojar un proyectil que ha hecho volver a tierra nuestra nave y pensábamos que íbamos a morir en el sitio. Si nos oyera gritar o hablar machacaría nuestras cabezas y el madero del navío, tirándonos una roca de aristas resplandecientes, ¡tal es la longitud de su tiro!"
«Así hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí de nuevo a él airado:
«"Cíclope, si alguno de los mortales hombres te pregunta por la vergonzosa ceguera de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego Odiseo, el destructor de ciudades; el hijo de Laertes que tiene su casa en Itaca."
«Así hablé, y él dio un alarido y me contestó con su palabra:
«"¡Ay, ay, ya me ha alcanzado el antiguo oráculo! Había aquí un adivino noble y grande, Telemo Eurímida, que sobresalía por sus dotes de adivino y envejeció entre los Cíclopes vaticinando. Éste me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería privado de la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara aquí un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno que es pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de sujetarme con vino. Pero ven acá, Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte al ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé escolta, pues soy hijo suyo y él se gloría de ser mi padre. Sólo él, si quiere, me sanará, y ningún otro de los dioses felices ni de los mortales hombres."
«Así habló, y yo le contesté diciendo:
«"¡Ojalá pudiera privarte también de la vida y de la existencia y enviarte a la mansión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el que sacude la tierra."
«Así dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón soberano, tendiendo su mano hacia el cielo estrellado:
«"Escúchame tú, Poseidón, el que abrazas la tierra, el de cabellera azuloscura. Si de verdad soy hijo tuyo y tú te precias de ser mi padre, concédeme que Odiseo, el destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que tiene su morada en Itaca. Pero si su destino es que vea a los suyos y llegue a su bien edificada morada y a su tierra patria, que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en nave ajena, y que encuentre calamidades en casa."
«Así dijo suplicando, y le escuchó el de azuloscura cabellera. A continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor y la lanzó dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón. Y el mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra.
«Conque por fin llegamos a la isla donde las demás naves de buenos bancos nos aguardaban reunidas. Nuestros compañeros estaban sentados llorando alrededor, anhelando continuamente nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre la arena y desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave los ganados del Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte correspondiente.
«Mis compañeros, de hermosas grebas, me dieron a mí solo, al repartir el ganado, un carnero de más, y lo sacrifiqué sobre la playa en honor de Zeus, el que reúne las nubes, el hijo de Crono, el que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no hizo caso de mi sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis naves de buenos bancos y mis fieles compañeros.
«Estuvimos sentados todo el día comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino, hasta el sumergirse de Helios. Y cuando Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, di orden a mis compañeros de que embarcaran y soltaran amarras, y ellos embarcaron, se sentaron sobre los bancos y, sentados, batían el canoso mar con los remos.
«Así que proseguimos navegando desde allí, nuestro corazón acongojado, huyendo con gusto de la muerte, aunque habíamos perdido a nuestros compañeros.»