Todo
el dilema es este: o bien la simulación es irreversible y no existe
nada más allá de ella, no se trata siquiera de un acontecimiento
sino de nuestra banalidad absoluta, de una obscenidad cotidiana… o
bien existe de todos modos un arte de la simulación, una cualidad
irónica que resucita una y otra vez las apariencias del mundo para
destruirlas. De lo contrario, el arte no haría otra cosa, como suele
suceder hoy, que encarnizarse sobre su propio cadáver. No hay que
sumar lo mismo a lo mismo, y así sucesivamente, en abismo: esto es
la simulación pobre. Hay que arrancar lo mismo de lo mismo. Es
preciso que cada imagen le quite algo a la realidad del mundo, es
preciso que en cada imagen algo desaparezca, pero no se debe ceder a
la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva, es
preciso que la desaparición continúe viva: este es el secreto del
arte.
Jean
Baudrillard
El
complot del arte
Ilusión
y desilusión estéticas
Título
original: Le
complot de l’art. Illusion et désillusion esthétiques
Jean
Baudrillard, 1996
Traducción:
Irene Agoff
Edición
original: Sens&Tonka, éditeurs,
París, 1997-2005
Ilusión,
desilusión estéticas
Se
tiene la impresión de que una parte del arte actual contribuye a un
trabajo de disuasión, a un trabajo de duelo de la imagen y de lo
imaginario, a un trabajo de duelo estético casi siempre fallido. Y
esto trae como consecuencia una melancolía general de la esfera
artística, que parece sobrevivirse a sí misma en el reciclado de su
historia y de sus vestigios (aunque ni el arte ni la estética son
los únicos en verse condenados a este destino melancólico de vivir,
no por encima de sus medios, sino más allá de sus propios fines).
Al
parecer, se nos habría reservado para la retrospectiva infinita de
cuanto nos precedió. Así sucede con la política, con la historia y
con la moral, pero también con el arte, que no disfruta aquí de
ningún privilegio. Todo el movimiento de la pintura se ha retirado
del futuro para orientarse hacia el pasado. Cita, simulación,
reapropiación, el arte actual se dedica a reapropiarse de manera más
o menos lúdica, más o menos kitsch,
de todas las formas y obras del pasado, cercano, lejano y hasta
contemporáneo. Russell Connor llama a esto «el rapto del arte
moderno». Esta remake
y este reciclaje pretenden ser irónicos, pero aquí la ironía es
como la trama gastada de una tela; es resultado de la desilusión de
las cosas, una ironía fósil. El guiño de yuxtaponer el desnudo del
Almuerzo
sobre la hierba
al Jugador
de cartas
de Cézanne es nada más que un gag publicitario, humor, ironía,
crítica en trompe-l’ceil
que caracteriza hoy a la publicidad e inunda al mundo artístico.
Ironía del arrepentimiento y del resentimiento para con la propia
cultura.
Tal
vez lo uno y lo otro constituyan el último estadio de la historia
del arte, así como constituyen, según Nietzsche, el último estadio
de la genealogía de la moral. Se trata de una parodia, y al mismo
tiempo es una palinodia del arte y de la historia del arte, una
parodia de la cultura por sí misma en forma de venganza,
característica de una desilusión radical. Es como si el arte, a
semejanza de la historia, fabricara sus propios cestos de basura y
quisiera redimirse en sus detritos.
La
ilusión cinematográfica perdida
No
hay más que ver esos filmes (Basic
Instinct,
Sailor
and Lula,
Barton
Fink,
etc.) que ya no dan cabida a ninguna clase de crítica porque, en
cierto modo, se destruyen a sí mismos desde adentro. Citacionales,
prolijos, high-tech,
cargan con el chancro del cine, con la excrecencia interna,
cancerosa, de su propia técnica, de su propia escenografía, de su
propia cultura cinematográfica. Da la impresión de que el director
ha tenido miedo de su propio filme, de que no ha podido soportarlo (o
por exceso de ambición, o por falta de imaginación). De lo
contrario, nada explica semejante derroche de recursos y esfuerzos en
descalificar su propio filme por exceso de virtuosismo, de efectos
especiales, de clichés megalomaníacos; como si se tratara de
asediar a las imágenes, de hacerlas sufrir agotando sus efectos
hasta convertir el libreto con el que quizás había soñado (lo
esperamos) en una parodia sarcástica, en una pornografía de
imágenes. Todo parece programado para la desilusión del espectador,
a quien no se le deja más constatación que la de ese exceso de cine
que pone fin a toda ilusión cinematográfica.
¿Qué
decir del cine sino que, a medida que evolucionaba, a medida que
progresaba técnicamente, del filme mudo al sonoro, al color, a la
alta tecnicidad de los efectos especiales, la ilusión —en el
sentido fuerte del término— se iba retirando de él? La ilusión
se marchó en proporción a esa tecnicidad, a esa eficiencia
cinematográfica. El cine actual ya no conoce ni la alusión ni la
ilusión: lo conecta todo de un modo hipertécnico, hipereficaz,
hipervisible. No hay blanco, no hay vacío, no hay elipsis, no hay
silencio; como no los hay en la televisión, con la cual el cine se
confunde de una manera creciente a medida que sus imágenes pierden
especificidad; vamos cada vez más hacia la alta definición, es
decir, hacia la perfección inútil de la imagen. Que entonces ya no
es una imagen, a fuerza de producirse en tiempo real. Cuanto más nos
acercamos a la definición absoluta, a la perfección realista de la
imagen, más se pierde su potencia de ilusión.
Baste
pensar en la Ópera de Pekín, de qué modo, con el simple movimiento
dual de dos cuerpos sobre una barca, se podía representar y dar vida
al río en toda su extensión; de qué modo dos cuerpos rozándose,
evitándose, moviéndose uno muy junto al otro pero sin tocarse, en
una copulación invisible, podían representar en el escenario la
presencia física de la oscuridad en que se libraba ese combate.
Allí, la ilusión era total e intensa, éxtasis físico más que
estético, justamente porque se había removido cualquier presencia
realista de la noche y del río, y porque solo los cuerpos se hacían
cargo de la ilusión natural. Hoy se traerían a la escena toneladas
de agua, se filmaría el duelo en infrarrojo, etc. Miseria de la
imagen superdotada, como la Guerra del Golfo en la CNN. Pornografía
de la imagen en tres o cuatro dimensiones, de la música en tres o
cuatro o cuarenta y ocho pistas, y más: siempre que se recarga lo
real, siempre que se agrega lo real a lo real con miras a una ilusión
perfecta (la de la semejanza, la del estereotipo realista), se da
muerte a la ilusión en profundidad. El porno, al agregar una
dimensión a la imagen del sexo, le quita una a la dimensión del
deseo y descalifica cualquier ilusión seductora. El apogeo de esta
des-imaginación de la imagen, de estos esfuerzos inauditos por hacer
que una imagen deje de ser una imagen, es la imagen de síntesis, la
imagen numérica, la realidad virtual.
Una
imagen es justamente una abstracción del mundo en dos dimensiones,
es lo que quita una dimensión al mundo real e inaugura, de ese modo,
la potencia de la ilusión. La virtualidad, en cambio, al hacernos
entrar en la imagen, al recrear una imagen realista en tres
dimensiones (agregando incluso una especie de cuarta dimensión a lo
real para volverlo hiperreal), destruye esa ilusión (el equivalente
de esta operación en el tiempo es el «tiempo real», por el cual el
anillo del tiempo se cierra sobre sí mismo en la instantaneidad,
derogando así toda ilusión, tanto del pasado como del futuro). La
virtualidad tiende a la ilusión perfecta. Pero no se trata en
absoluto de la misma ilusión creadora propia de la imagen (como
también del signo, del concepto, etc.). Se trata de una ilusión
«recreadora», realista, mimética, hologramática, que pone fin al
juego de la ilusión mediante la perfección de la reproducción, de
la reedición virtual de lo real. Su única meta es la prostitución,
el exterminio de lo real por su doble. Opuestamente, el
trompe-l’ceil,
al quitar una dimensión a los objetos reales, vuelve mágica su
presencia y se reencuentra con el sueño, con la irrealidad total en
su minuciosa exactitud. El trompe-l’ceil
es el éxtasis del objeto real en su forma inmanente, es lo que
agrega al encanto formal de la pintura el encanto espiritual del
señuelo, de la mistificación de los sentidos. Porque lo sublime no
alcanza: también se necesita lo sutil, la sutileza consistente en
desviar lo real tomándolo a la letra. Esto es lo que hemos
desaprendido de la modernidad: que la fuerza viene de la sustracción,
que de la ausencia nace la potencia. No paramos de acumular, de
adicionar, de doblar la apuesta. Y por no ser ya capaces de afrontar
el dominio simbólico de la ausencia, nos sumergimos hoy en la
ilusión contraria, ilusión desencantada de la profusión, ilusión
moderna de pantallas e imágenes que proliferan.
El
arte, ilusión exacerbada
Si
existe hoy una gran dificultad para hablar de la pintura, es porque
existe una gran dificultad para verla. Pues la mayoría de las veces
ella no quiere exactamente ser mirada, sino absorbida visualmente, y
circular sin dejar rastros.
La
pintura sería, en cierto modo, la forma estética simplificada del
intercambio imposible.
Tanto
es así, que el discurso que mejor podría dar cuenta de ella sería
aquel en el cual no hay nada que decir. El equivalente de un objeto
que no es un objeto.
Pero
un objeto que no es un objeto no es justamente nada, es un objeto que
no cesa de obsesionar con su inmanencia, con su presencia vacía e
inmaterial. Todo el problema reside en materializar esta nada en los
confines de la nada, trazar la filigrana del vacío en los confines
del vacío, jugar según las reglas misteriosas de la indiferencia en
los confines de la indiferencia.
El
arte nunca es el reflejo mecánico de las condiciones positivas o
negativas del mundo: es su ilusión exacerbada, su espejo
hiperbólico. En un mundo consagrado a la indiferencia, el arte no
puede más que acrecentarla. Girar alrededor del vacío de la imagen,
del objeto que ya no lo es. De este modo, el cine de autores como
Wenders, Jarmush, Antonioni, Altman, Godard, Warhol, explora por
medio de la imagen la insignificancia del mundo; estos autores
contribuyen con sus imágenes a la insignificancia del mundo,
incrementan su ilusión real, o hiperreal. En cambio, un cine como el
de los últimos Scorsese, Greenaway, etc., no hace más que llenar el
vacío de la imagen en forma de maquinación barroca y high-tech,
con una agitación frenética y ecléctica, aumentando así nuestra
desilusión imaginaria. Igual que esos «Simulacionistas de Nueva
York» que, hipostasiando el simulacro, no hacen más que hipostasiar
la pintura como simulacro, como máquina enfrentada consigo misma.
En
muchos casos (Bad
Painting,
New
Painting,
instalaciones y performances),
la pintura se reniega, se parodia, se vomita a sí misma. Deyecciones
plastificadas, vitrificadas, congeladas. Gestión de desechos,
inmortalización de desechos. Ya no existe siquiera la posibilidad de
una mirada: aquello ya ni siquiera suscita una mirada porque,
simplemente, ya no nos concierne. Si ya no nos concierne, nos deja
completamente indiferentes. Y esa pintura se ha vuelto, en efecto,
completamente indiferente a ella misma como pintura, como arte, como
ilusión más poderosa que lo real. Ya no cree en su propia ilusión
y cae en la simulación de sí misma y en lo grotesco.
La
desencarnación de nuestro mundo
La
abstracción fue la gran aventura del arte moderno. En su fase
«irruptiva», primitiva, original, ya fuese expresionista o
geométrica, formaba parte todavía de una historia heroica de la
pintura, de una deconstrucción de la representación y de un
estallido del objeto. Al volatilizar su objeto, el sujeto de la
pintura se aventuraba hacia los confines de su propia desaparición.
Pero las formas múltiples de la abstracción contemporánea (y esto
vale también para la Nueva Figuración) están más allá de esta
peripecia revolucionaria, más allá de esta desaparición «en
acto»: ahora solo muestran rastros del campo indiferenciado,
banalizado, desintensificado, de nuestra vida cotidiana, de una
banalidad de las imágenes que ha ingresado en las costumbres. Nueva
abstracción y nueva figuración se oponen solo en apariencia; de
hecho, vuelven a trazar, por partes iguales, la desencarnación total
de nuestro mundo, ya no en su fase dramática, sino en su fase
banalizada. La abstracción de nuestro mundo se estableció hace
mucho tiempo, y todas las formas de arte de un mundo indiferente
llevan los mismos estigmas de la indiferencia. Esto no es ni una
negativa ni una condena, es el estado de las cosas: una pintura
actual auténtica debe ser tan indiferente a ella misma como pasó a
serlo el mundo una vez desvanecidas las apuestas esenciales. Ahora,
el arte en su conjunto no es más que el metalenguaje de la
banalidad. ¿Podrá continuar hasta el infinito esta simulación
desdramatizada? Cualesquiera que sean las formas con que tengamos que
vérnoslas, hemos partido por mucho tiempo hacia el psicodrama de la
desaparición y la transparencia. No debemos dejarnos engañar por la
falsa continuidad del arte y de su historia.
En
síntesis, retomando la expresión de Benjamín, así como para él
había un aura del original, hay un aura del simulacro, hay una
simulación auténtica y una simulación inauténtica.
Puede
resultar paradójico, pero es verdad: hay una simulación «verdadera»
y una «falsa». Cuando Warhol pinta sus Sopas
Campbell’s
en los años sesenta, la simulación estalla y también todo el arte
moderno: de golpe, el objeto-mercancía, el signo-mercancía, queda
irónicamente sacralizado, y he aquí, sin duda, el único ritual que
nos resta, el ritual de la transparencia. Empero, cuando pinta las
Soup
Boxes
en 1986, Warhol ya no está en el estallido, sino en el estereotipo
de la simulación. En 1965, embestía de una manera original contra
el concepto de originalidad. En 1986, reproduce la inoriginalidad de
una manera inoriginal. En 1965, todo el traumatismo estético de la
irrupción de la mercancía en el arte era tratado de una manera a la
vez ascética e irónica (el ascetismo de la mercancía, su costado a
la vez puritano y feérico; enigmático, como decía Marx), que
simplifica de un manotón la práctica artística. La genialidad de
la mercancía, el genio maligno de la mercancía suscita una nueva
genialidad del arte: el genio de la simulación. En 1986, nada queda
de eso; ahora, simplemente, el genio publicitario viene a ilustrar
una nueva fase de la mercancía. De nuevo llega el arte oficial para
estetizarla, se cae otra vez en la estetización cínica y
sentimental que estigmatizaba Baudelaire. Puede pensarse que volver a
hacer lo mismo veinte años después es una ironía aún mayor. No lo
creo. Creo en el genio (maligno) de la simulación, no en su
fantasma. Ni en su cadáver, ni siquiera en estéreo. Sé que dentro
de pocos siglos no habrá diferencia alguna entre una verdadera
ciudad pompeyana y el museo Paul Getty de Malibú, así como no la
habrá entre la Revolución Francesa y su conmemoración olímpica en
Los Ángeles en 1989; pero todavía vivimos de esa diferencia.
Imágenes
en las que no hay nada que ver
Todo
el dilema es este: o bien la simulación es irreversible y no hay
nada más allá de ella, no se trata ni siquiera de un
acontecimiento, sino de nuestra banalidad absoluta, de una obscenidad
cotidiana, con lo cual estamos en el nihilismo definitivo y nos
preparamos para la repetición insensata de todas las formas de
nuestra cultura, a la espera de algún otro acontecimiento
imprevisible —¿pero de dónde podría venir?—; o bien existe, de
todos modos, un arte de la simulación, una cualidad irónica que
resucita una y otra vez las apariencias del mundo para destruirlas.
De lo contrario, el arte no haría otra cosa, como suele suceder hoy,
que encarnizarse sobre su propio cadáver. No hay que sumar lo mismo
a lo mismo, y así sucesivamente, en abismo: esto es la simulación
pobre. Hay que arrancar lo mismo de lo mismo. Es preciso que cada
imagen le quite algo a la realidad del mundo; es preciso que en cada
imagen algo desaparezca, pero no se debe ceder a la tentación del
aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la
desaparición continúe viva: este es el secreto del arte y de la
seducción. Hay en el arte —y esto, sin duda, tanto en el
contemporáneo como en el clásico— una doble postulación y, por
lo tanto, una doble estrategia. Una pulsión de aniquilamiento,
borrar todas las huellas del mundo y de la realidad, y una
resistencia contra esta pulsión. Según palabras de Michaux, el
artista es «aquel que resiste con todas sus fuerzas a la pulsión
fundamental de no dejar huellas».
El
arte se ha vuelto iconoclasta. La iconoclastia moderna ya no consiste
en romper las imágenes, sino en fabricarlas —profusión de
imágenes en las que no hay nada que ver—.
Son
literalmente imágenes que no dejan huellas. Carecen, hablando con
propiedad, de consecuencias estéticas. Pero, detrás de cada una de
ellas, algo ha desaparecido. Tal es su secreto, si es que tienen
alguno, y tal es el secreto de la simulación. En el horizonte de la
simulación no solamente ha desaparecido el mundo real, sino que la
cuestión misma de su existencia ya no tiene sentido.
Si
lo pensamos, este era el problema de la iconoclastia en Bizancio. Los
iconólatras eran personas sutiles que pretendían representar a Dios
para su mayor gloria, pero que, en realidad, al simular a Dios en las
imágenes, disimulaban el problema de su existencia. Cada imagen era
un pretexto para no plantearse el problema de la existencia de Dios.
Dios había desaparecido, en verdad, detrás de cada imagen. No
estaba muerto, sino que había desaparecido; es decir que el problema
ni siquiera se planteaba. El problema de la existencia o de la
inexistencia de Dios se resolvía por medio de la simulación.
Empero,
cabe pensar que desaparecer, y justamente detrás de las imágenes,
es la estrategia misma de Dios. Dios se sirve de las imágenes para
desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas.
Así se realiza la profecía: vivimos en un mundo de simulación, en
un mundo donde la más alta función del signo es hacer desaparecer
la realidad y, al mismo tiempo, enmascarar esta desaparición. El
arte no hace otra cosa. Hoy, los medios masivos no hacen otra cosa.
Por eso están condenados al mismo destino.
Algo
se esconde detrás de la orgía de las imágenes. El mundo que se
sustrae tras la profusión de imágenes es, tal vez, otra forma de
ilusión, una forma irónica (cf. la parábola de Canetti sobre los
animales: tenemos la impresión de que detrás de cada uno de ellos
se esconde algún humano que se mofa de nosotros).
La
ilusión que procedía de la capacidad de arrancarse de lo real
mediante la invención de formas —capacidad de oponerle otra
escena, de pasar al otro lado del espejo—, la que inventaba otro
juego y otra regla del juego, es ahora imposible porque las imágenes
han pasado a las cosas. Ya no son el espejo de la realidad: han
ocupado el corazón de la realidad transformándola en una
hiperrealidad en la cual, de pantalla en pantalla, ya no hay para la
imagen más destino que la imagen. La imagen ya no puede imaginar lo
real, puesto que ella es lo real; ya no puede trascenderlo,
transfigurarlo ni soñarlo, puesto que ella es su realidad virtual.
En la realidad virtual, es como si las cosas se hubieran tragado su
espejo.
Al
haberse tragado su espejo, se han vuelto transparentes a sí mismas,
ya no tienen secretos, ya no pueden ilusionar (porque la ilusión
está ligada al secreto, al hecho de que las cosas están ausentes de
sí mismas, se retiran de sí mismas en sus apariencias): aquí no
hay más que transparencia, y las cosas, enteramente presentes para
sí en su visibilidad, en su virtualidad, en su transcripción
despiadada (en términos numéricos para las más recientes
tecnologías), solo se inscriben en una pantalla, en los miles de
millones de pantallas en cuyo horizonte lo real, pero también la
imagen estrictamente hablando, han desaparecido.
Todas
las utopías de los siglos XIX y XX, al realizarse, expulsaron a la
realidad de la realidad y nos dejaron en una hiperrealidad vaciada de
sentido, puesto que toda perspectiva final quedó como absorbida,
digerida, y no dejó otro residuo que una superficie carente de
profundidad. Tal vez la tecnología sea la única fuerza que vuelve a
enlazar aún fragmentos dispersos de lo real, pero ¿qué ha sido de
la constelación del sentido? ¿Qué ha sido de la constelación del
secreto?
Fin
de la representación, entonces; fin de la estética, fin de la
imagen misma en la virtualidad superficial de las pantallas. Pero —y
hay aquí un efecto perverso y paradójico, tal vez positivo— todo
indica que, al mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido
expulsadas de lo real por la fuerza de todas nuestras tecnologías,
la ironía, en cambio, por la virtud de estas mismas tecnologías, ha
pasado a las cosas. Habría así una contrapartida para la pérdida
de la ilusión del mundo: la aparición de la ironía objetiva de
este mundo. La ironía como forma universal y espiritual de la
desilusión del mundo. Espiritual, en el sentido del espíritu agudo
surgiendo del corazón de la banalidad técnica de nuestros objetos e
imágenes. Los japoneses presienten una deidad en cada objeto
industrial. Entre nosotros, esa presencia divina se ha reducido a un
pequeño fulgor irónico, pero aun así es todavía una forma
espiritual.
El
objeto, amo del juego
Ella
ha dejado de ser una función del sujeto, un espejo crítico en el
que se refleja la incertidumbre, la sinrazón del mundo; es el espejo
del mundo mismo, del mundo objetal y artificial que nos rodea y en el
que se reflejan la ausencia y la transparencia del sujeto. A la
función crítica del sujeto le sucedió la función irónica del
objeto, ironía objetiva y ya no subjetiva. Desde el momento en que
son productos fabricados, artefactos, signos, mercancías, las cosas
ejercen, por su propia existencia, una función artificial e irónica.
Ya no se necesita proyectar la ironía sobre el mundo real, ya no se
necesita ningún espejo exterior que tienda al mundo la imagen de su
doble: nuestro propio universo se ha tragado a su doble, y por
consiguiente se ha vuelto espectral, transparente, ha perdido su
sombra, y la ironía de este doble incorporado estalla a cada
instante, en cada fragmento de nuestros signos, de nuestros objetos,
de nuestras imágenes, de nuestros modelos. Ni siquiera se necesita,
como lo hicieron los surrealistas, exagerar la funcionalidad,
confrontar los objetos con lo absurdo de su función en una
irrealidad poética: las cosas se encargan ellas solas de explicarse
irónicamente y se descartan de su sentido sin esfuerzo; ya no se
necesita acentuar su artificio o su sinsentido: todo esto forma parte
de su representación, de su encadenamiento visible, demasiado
visible, de su superfluidad, que crea por sí misma un efecto de
parodia. Después de la física y la metafísica, estamos en una
patafísica de los objetos y la mercancía, en una patafísica de los
signos y lo operacional. Privadas de su secreto y de su ilusión,
todas las cosas están condenadas a la existencia, a la apariencia
visible; están condenadas a la publicidad, al hacer-creer, al
hacer-ver, al hacer-valer. Nuestro mundo moderno es publicitario por
esencia. Tal como es, se diría que fue inventado nada más que para
publicitario en otro mundo. No se piense que la publicidad vino
después de la mercancía: hay en el corazón de esta (y, por
extensión, en el de nuestro íntegro universo de signos) un genio
maligno publicitario, un trickster
que ha integrado la bufonería de la mercancía y de su puesta en
escena. Un libretista genial (tal vez el capital mismo) arrastró al
mundo hacia una fantasmagoría de la que todos somos víctimas
fascinadas.
Hoy,
todas las cosas quieren manifestarse. Los objetos técnicos,
industriales, mediáticos, los artefactos de toda clase, quieren
significar, ser vistos, ser leídos, ser grabados, ser fotografiados.
Creemos
fotografiar tal o cual cosa por placer y en realidad es ella la que
quiere ser fotografiada; somos nada más que la figura de su puesta
en escena, secretamente movidos por la perversión autopublicitaria
de todo este mundo circundante. Aquí está la ironía patafísica de
la situación. En efecto: toda metafísica es barrida por ese vuelco
de situación en que el sujeto deja de ser origen del proceso para
convertirse en agente u operador de la ironía objetiva del mundo. Ya
no es el sujeto el que se representa el mundo (I
will be your mirror!):
es el objeto el que refracta al sujeto y, sutilmente, por medio de
todas nuestras tecnologías, le impone su presencia y su forma
aleatoria.
Por
lo tanto, ya no es el sujeto el amo del juego; la relación parece
haber dado un vuelco. La potencia del objeto se abre camino a través
de todo el juego de simulación y simulacros, a través del artificio
mismo que le hemos impuesto. Hay aquí una especie de revancha
irónica: el objeto deviene un atractor extraño. Y aquí se
encuentra el límite de la aventura estética, del dominio estético
del mundo por el sujeto (aunque es también el fin de la aventura de
la representación), pues el objeto como atractor extraño ya no es
un objeto estético.
Despojado
por la técnica de todo secreto, de toda ilusión; despojado de su
origen por haberse generado en modelos; despojado de toda connotación
de sentido y valor, exorbitado, es decir, soltado de la órbita del
sujeto al mismo tiempo que del preciso modo de visión que forma
parte de la definición estética del mundo, deviene entonces, de
alguna manera, un objeto puro y recupera algo de la fuerza y la
inmediatez de las formas anteriores o posteriores a la estetización
general de nuestra cultura. Todos esos artefactos, todos esos objetos
e imágenes artificiales, ejercen sobre nosotros una suerte de
irradiación artificial, de fascinación; los simulacros dejan de ser
simulacros y pasan a tener una evidencia material; pasan a ser
fetiches quizás, a la vez completamente despersonalizados,
desimbolizados y, sin embargo, de intensidad máxima, investidos
directamente como médium, del mismo modo en que lo es el objeto
fetiche, sin mediación estética. Es aquí donde nuestros objetos
más superficiales y estereotipados recuperan tal vez un poder
exorcizante similar al de las máscaras sacrificiales. Exactamente
como estas, que absorben la identidad de los actores, danzarines y
espectadores, y cuya función es provocar con ello una suerte de
vértigo taumatúrgico (¿traumatúrgico?), así creo que todos esos
artefactos modernos, de lo publicitario a lo electrónico, de lo
mediático a lo virtual —objetos, imágenes, modelos, redes—,
cumplen una función de absorción y vértigo del interlocutor
(nosotros, los sujetos, los actuantes supuestos), mucho más que de
comunicación o información; y, al mismo tiempo, de eyección y
rechazo, exactamente como en las formas exorcísticas y paroxísticas
anteriores. We
shall be your favorite disappearing act!
Mucho
más allá de la forma estética, estos objetos adoptan las formas de
juego aleatorio y de vértigo a que aludía Caillois y que se oponían
a los juegos de representación, miméticos y estéticos. Ilustran
así nuestro tipo de sociedad, que es una sociedad de paroxismo y
exorcismo, es decir, una sociedad en la que hemos absorbido hasta el
vértigo nuestra propia realidad, nuestra propia identidad, y
procuramos rechazarla con la misma fuerza, una sociedad donde la
realidad entera ha absorbido hasta el vértigo a su propio doble y
quiere expulsarlo cualesquiera que sean sus formas.
Esos
objetos triviales, esos objetos técnicos, esos objetos virtuales,
serían, pues, los nuevos atractores extraños, los nuevos objetos
más allá de lo estético, transestéticos, objetos-fetiche carentes
de significación, de ilusión, sin aura, sin valor, y que serían el
espejo de nuestra desilusión radical del mundo. Objetos irónicamente
puros, tal como son las imágenes de Warhol.
Warhol,
introducción al fetichismo
Andy
Warhol parte de una imagen cualquiera para eliminar en ella lo
imaginario y convertirla en un puro producto visual. Lógica pura,
simulacro incondicional. Steve Miller y todos los que trabajan
«estéticamente» la videoimagen, la imagen científica, la imagen
de síntesis, hacen exactamente lo opuesto. Fabrican estética con
material bruto. Uno se sirve de la máquina para volver a hacer arte;
el otro (Warhol) es una máquina. Warhol es la verdadera metamorfosis
maquínica. Steve Miller se limita a la simulación maquínica y se
vale de la técnica para producir ilusión. Warhol nos brinda la
ilusión pura de la técnica —la técnica como ilusión radical—,
actualmente muy superior a la pictórica.
En
este sentido, hasta una máquina puede volverse célebre, y Warhol
nunca pretendió otra cosa que esa celebridad maquinal, exenta de
consecuencias y que no deja huellas. Celebridad fotogénica deudora,
a su vez, de la exigencia de todas las cosas, y actualmente de todos
los individuos, de ser vistos, de ser plebiscitados por la mirada.
Así actúa Warhol: él es solo el agente de la aparición irónica
de las cosas. No es más que el medium
de esa gigantesca publicidad que se hace el mundo a través de la
técnica, a través de las imágenes, forzando a nuestra imaginación
a desaparecer, a nuestras pasiones a extravertirse, rompiendo el
espejo que le tendíamos —hipócritamente— para adueñarnos de él
en nuestro provecho.
Por
medio de imágenes, de artefactos técnicos de toda clase, y las de
Warhol son el «ideal-type»
moderno, es el mundo el que impone su discontinuidad, su
fragmentación, su estereofonía, su instantaneidad superficial.
Evidencia
de la máquina Warhol, de esa extraordinaria máquina de filtrar el
mundo en su evidencia material. Las imágenes de Warhol no son en
absoluto banales porque constituyan el reflejo de un mundo banal,
sino porque resultan de la ausencia en el sujeto de toda pretensión
de interpretarlo: resultan de la elevación de la imagen a la
figuración pura, sin la menor transfiguración. Así, pues, no se
trata ya de una trascendencia, sino del ascenso de potencia del
signo, el cual, perdiendo toda significación natural, resplandece en
el vacío con toda su luz artificial. Warhol es el primer introductor
al fetichismo.
Pero,
pensándolo bien, ¿qué hacen los artistas modernos? Así como desde
el Renacimiento los artistas creían hacer pintura religiosa y en
realidad pintaban obras de arte, ¿creen nuestros artistas modernos
producir obras de arte y en verdad hacen otra cosa muy distinta?
¿Acaso los objetos que producen no son algo muy diferente del arte?
Objetos fetiche, por ejemplo, pero fetiches desencantados, objetos
puramente decorativos para un uso temporal (Roger Caillois diría:
ornamentos hiperbólicos). Objetos literalmente supersticiosos, en el
sentido de que ya no corresponden a una naturaleza sublime del arte
ni responden a una creencia profunda en él, aunque esto no les
impide perpetuar la superstición en todas sus formas. Fetiches,
pues, de inspiración similar al fetichismo sexual, que también es
sexualmente indiferente: al constituir su objeto en fetichismo, el
sujeto niega a la vez la realidad del sexo y del placer sexual. No
cree en el sexo, no cree más que en la idea del sexo (que, por
supuesto, es asexuada). De la misma forma, ya no creemos en el arte,
sino solo en la idea del arte (que por su parte, claro, no tiene nada
de estética).
De
ahí que el arte, al ser sutilmente nada más que una idea, se haya
puesto a trabajar sobre ideas. El portabotellas de Duchamp es una
idea; la lata Campbell’s
de Warhol es una idea; Yves Klein, al vender aire por un cheque en
blanco en una galería, es una idea. Todo esto son ideas, signos,
alusiones, conceptos. No significan nada en absoluto, pero
significan. Lo que hoy llamamos arte parece dar testimonio de un
vacío irremediable. El arte es travestido por la idea, la idea es
travestida por el arte. Se trata de una forma, de nuestra forma de
transexualidad, forma de travestí extendida a todo el campo del arte
y de la cultura. Atravesado por la idea, atravesado por los signos
vacíos de sí mismo y particularmente por los de su desaparición,
el arte es transexual a su manera.
Todo
el arte moderno es abstracto en el sentido de que está atravesado
por la idea mucho más que por la imaginación de formas y
sustancias. Todo el arte moderno es conceptual en el sentido de que
fetichiza en la obra el concepto, el estereotipo de un modelo
cerebral del arte: de igual modo, lo que se fetichiza en la mercancía
no es el valor real, sino el estereotipo abstracto del valor.
Condenado a esta ideología fetichista y decorativa, el arte ya no
tiene existencia propia. Desde esta perspectiva, podemos decir que
vamos rumbo a una desaparición total del arte como actividad
específica. Y esto puede desembocar tanto en una reversión del arte
en técnica y artesanado puro, transferida eventualmente a lo
electrónico según se ve hoy por todas partes, como en un ritualismo
primario donde cualquier cosa hará las veces de gadget
estético: en todo caso, el arte concluiría en el kitsch
universal, así como en su época el arte religioso terminó en el
kitsch
sansulpiciano. ¿Quién sabe? Como tal, el arte fue quizá tan solo
un paréntesis, una especie de lujo efímero de la especie. El
problema reside en que esta crisis del arte amenaza con volverse
interminable. Y la diferencia entre Warhol y todos los demás, que en
el fondo se tranquilizan con esta crisis interminable, es que, con
Warhol, la crisis del arte terminó en sustancia.
Recobrar
la ilusión radical
¿Hay
todavía una ilusión estética? Y si no es así, ¿hay aún una vía
hacia una ilusión «anestética», ilusión radical del secreto, de
la seducción, de la magia? En los confines de la hipervisibilidad,
de la virtualidad, ¿hay todavía espacio para una imagen? ¿Hay
espacio para un enigma, para una potencia de ilusión, verdadera
estrategia de las formas y las apariencias?
Contra
toda la superstición moderna de una «liberación», preciso es
decir que no se liberan las formas, que no se liberan las figuras.
Por el contrario, se las encadena: la única manera de liberarlas es
encadenarlas, es decir, encontrar su encadenamiento, el hilo que las
engendra y las enlaza, que las encadena una a otra dulcemente. Por
otra parte, ellas mismas se encadenan y se engendran, y todo el arte
es entrar en la intimidad de este proceso. «Más te vale haber
reducido a la esclavitud mediante la dulzura a un solo hombre libre,
que haber liberado a mil esclavos». (Ornar Khayyam).
Objetos
cuyo secreto no es el de su expresión, el de su forma
representativa, sino, por el contrario, el de su condensación y
luego su dispersión en el ciclo de las metamorfosis. En realidad,
hay dos maneras de escapar a la trampa de la representación: por su
deconstrucción interminable, donde la pintura no cesa de mirarse
morir en los pedazos del espejo, sin perjuicio de recomponer algo
después con los restos, siempre en contradependencia de la
significación perdida, siempre carentes de un reflejo o de una
historia; o bien saliendo sencillamente de la representación,
olvidando todo afán de lectura, de interpretación, de
desciframiento, olvidando la violencia crítica del sentido y del
contrasentido para alcanzar la matriz de aparición de las cosas,
aquella en la cual estas declinan simplemente su presencia, pero en
formas múltiples, desmultiplicadas según el espectro de las
metamorfosis.
Entrar
en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de
distribución de las formas: tal es la forma misma de la ilusión, de
la nueva puesta en juego (illudere).
Superar una idea es negarla. Superar una forma es pasar de una forma
a otra. Lo primero define la posición intelectual crítica, que es a
menudo la posición de la pintura moderna enfrentada con el mundo. Lo
segundo describe el principio mismo de la ilusión: el de que no hay
para la forma más destino que la forma. En este sentido, necesitamos
ilusionistas que sepan que el arte y la pintura son ilusión; que
sepan, pues, tan lejos de la crítica intelectual del mundo como de
la estética propiamente dicha (la cual supone una discriminación
reflexiva de lo bello y lo feo), que todo el arte es primero un
trompe-l’ceil,
un engaña-ojo, un engaña-vida, como toda teoría es un
engaña-sentido; que toda la pintura, lejos de ser una versión
expresiva —y, por consiguiente, pretendidamente verídica— del
mundo, consiste en erigir señuelos en los que la realidad supuesta
del mundo sea lo bastante ingenua como para dejarse atrapar. Tampoco
la teoría consiste en tener ideas (y, por lo tanto, en flirtear con
la verdad), sino en erigir señuelos, trampas en las que el sentido
sea lo bastante ingenuo como para dejarse atrapar. Recobrar, a través
de la ilusión, una forma de seducción fundamental.
Exigencia
delicada de no sucumbir al encanto nostálgico de la pintura y de
mantenerse en esa línea sutil, tributaria menos de la estética que
del señuelo, heredera de una tradición ritual que jamás se mezcló
de veras con la de la pintura: el trompe-l’ceil.
Dimensión que, más allá de la ilusión estética, se reconecta con
una forma mucho más fundamental de ilusión a la que llamaré
«antropológica», para designar esa función genérica que es la
del mundo y su aparición y por la que el mundo se nos presenta mucho
antes de haber adquirido un sentido, mucho antes de ser interpretado
o representado, mucho antes de volverse real, lo cual devino
tardíamente y sin duda de manera efímera. No la ilusión negativa y
supersticiosa de otro mundo, sino la ilusión positiva de este mundo
de aquí abajo, de la escena operática del mundo, de la operación
simbólica del mundo, de la ilusión vital de las apariencias a que
alude Nietzsche: la ilusión como escena primitiva, muy anterior,
mucho más fundamental que la escena estética.
El
ámbito de los artefactos deja muy atrás al del arte. El reino del
arte y de la estética es el de una gestión convencional de la
ilusión, convención que neutraliza los efectos delirantes de la
ilusión como fenómeno extremo. La estética constituye una suerte
de sublimación, de dominio de la ilusión radical del mundo a través
de la forma, pues de lo contrario ella nos aniquilaría. Otras
culturas han aceptado la cruel evidencia de esta ilusión original
del mundo organizándola con arreglo a un equilibrio artificial.
Nosotros, las culturas modernas, ya no creemos en esa ilusión del
mundo, sino en su realidad (que es, por cierto, la última de las
ilusiones), y hemos elegido mitigar los estragos de la ilusión
mediante esa forma culta y dócil del simulacro que es la forma
estética.
La
ilusión no tiene historia. La forma estética sí. Pero por tener
una historia tiene además solo un tiempo, y es ahora, sin duda,
cuando asistimos al desvanecimiento de la forma condicional, de la
forma estética del simulacro: ello, en provecho del simulacro
incondicional, es decir, en cierto modo, de una escena primitiva de
la ilusión por la que retrocederíamos a los rituales y
fantasmagorías inhumanos de culturas anteriores a la nuestra.
El complot
del arte
El
texto de Jean Baudrillard titulado «El complot del arte» se publicó
el 20 de mayo de 1996 en el periódico Libération, y fue objeto de
múltiples traducciones en todo el mundo. En Francia generó
reacciones bastante violentas, lo que dio lugar a respuestas muchas
veces epidérmicas. Nuestra época se caracteriza por olvidar (o por
silenciar, tras un ruidoso cuchicheo…), sobre todo, las crónicas
de los diarios, pero una de las razones que justifican la edición es
registrar los textos importantes, y pensamos que este lo es. El texto
se reproduce in extenso en las páginas impares. En las páginas
pares insertamos algunos fragmentos a modo de epígrafes, confiando
en facilitar así la lectura y ofrecer un acercamiento más sencillo
a las ideas contenidas en este libelo —ya que así es preciso
llamarlo[1].
Los
editores
Sens&Tonka
«Toda
la duplicidad del arte contemporáneo consiste en esto: en
reivindicar la nulidad, la insignificancia, el sinsentido. Se es
nulo, y se busca la nulidad; se es insignificante, y se busca el
sinsentido. Aspirar a la superficialidad en términos superficiales».
«El
arte ha perdido el deseo de ilusión, a cambio de elevar todas las
cosas a la banalidad estética, y se ha vuelto transestético».
Si
en la pornografía circundante se ha perdido la ilusión del deseo,
en el arte contemporáneo se ha perdido el deseo de ilusión. En el
porno no queda nada que desear. Después de la orgía y de la
liberación de todos los deseos, hemos pasado a lo transexual, en el
sentido de una transparencia del sexo en signos e imágenes que le
quitan todo su secreto y toda su ambigüedad. Transexual, en el
sentido de que esto ya no tiene nada que ver con la ilusión del
deseo, sino con la hiperrealidad de la imagen.
Así
sucede con el arte, que ha perdido también el deseo de ilusión, a
cambio de elevar todas las cosas a la banalidad estética, y se ha
vuelto transestético. En lo que concierne al arte, la orgía de la
modernidad ha consistido en deconstruir alegremente el objeto y la
representación. Durante este período, la ilusión estética es aún
muy poderosa, como poderosa es, para el sexo, la ilusión del deseo.
«Porque
la pornografía está virtualmente en todas partes, porque la esencia
de lo pornográfico se ha transmitido a todas las técnicas de lo
visual y lo televisual».
A
la energía de la diferencia sexual, que se transmite a todas las
figuras del deseo, corresponde en el arte la energía de disociar la
realidad (cubismo, abstracción, expresionismo), pero tanto una como
la otra corresponden al propósito de forzar el secreto del deseo y
el secreto del objeto. Ello, hasta hacer desaparecer estas dos
sólidas configuraciones —la escena del deseo y la escena de la
ilusión— a cambio de la misma obscenidad transexual,
transestética: obscenidad de la visibilidad, de la transparencia
inexorable de todas las cosas. De hecho, ya no hay pornografía
localizable como tal, porque la pornografía está virtualmente en
todas partes, porque la esencia de lo pornográfico se ha transmitido
a todas las técnicas de lo visual y lo televisual.
Pero
tal vez no hagamos, en el fondo, otra cosa que apostar a la comedia
del arte, del mismo modo en que otras sociedades apostaron a la
comedia de la ideología, del mismo modo en que la sociedad italiana,
por ejemplo (aunque no es la única), apuesta a la comedia del poder,
o como nosotros apostamos a la comedia del porno en la publicidad
obscena de las imágenes del cuerpo femenino.
«Como
nosotros apostamos a la comedia del porno en la publicidad obscena de
las imágenes del cuerpo femenino. De striptease perpetuo, si estos
fantasmas a sexo abierto, si este chantaje sexual fueran verdad,
sería realmente insoportable».
De
striptease
perpetuo, si estos fantasmas a sexo abierto, si este chantaje sexual
fueran verdad, sería realmente insoportable. Pero, por suerte, todo
esto es demasiado evidente para ser cierto. La transparencia es
demasiado bella para ser verdadera. En cuanto al arte, es demasiado
superficial para ser verdaderamente nulo. Por debajo tiene que haber
un misterio. Como en la anamorfosis: tiene que haber un ángulo desde
el cual todo ese derroche inútil de sexo y signos cobre todo su
sentido, pero por ahora no podemos más que vivirlo con irónica
indiferencia.
Hay
en esta irrealidad del porno, en esta insignificancia del arte, un
enigma en negativo, un misterio entre líneas, ¿quién sabe? ¿Forma
irónica de nuestro destino? Si todo se vuelve demasiado evidente
como para ser verdad, tal vez quede alguna posibilidad para la
ilusión.
«El
arte (moderno) ha podido formar parte de la parte maldita, al ser una
suerte de alternativa dramática de la realidad y traducir la
irrupción de la irrealidad en la realidad».
¿Qué
es lo que se mantiene agazapado tras ese mundo falsamente
transparente? ¿Otra clase de inteligencia, o una lobotomía
definitiva? El arte (moderno) ha podido formar parte de la parte
maldita, al ser una suerte de alternativa dramática de la realidad y
traducir la irrupción de la irrealidad en la realidad. Pero ¿qué
puede significar todavía el arte en un mundo hiperrealista por
anticipado, cool,
transparente, publicitario? ¿Qué puede significar el porno en un
mundo pornografiado de antemano? Como no sea lanzarnos un último
guiño paradójico, el de la realidad riéndose de sí misma bajo su
forma más hiperrealista, el del sexo riéndose de sí mismo bajo su
forma más exhibicionista, el del arte riéndose de sí mismo y de su
propia desaparición bajo su forma más artificial: la ironía. De
todas maneras, la dictadura de las imágenes es una dictadura
irónica. Pero esta ironía ya no forma parte de la parte maldita;
forma parte del delito de iniciados[2],
de esa complicidad oculta y vergonzosa que liga al artista orlado por
su aura irrisoria a unas masas entontecidas e incrédulas.
«Un
último guiño paradójico, el de la realidad riéndose de sí misma
bajo su forma más hiperrealista, el del sexo riéndose de sí mismo
bajo su forma más exhibicionista, el del arte riéndose de sí mismo
y de su propia desaparición bajo su forma más artificial: la
ironía».
La
ironía también forma parte del complot del arte.
El
arte que apostaba a su propia desaparición y a la desaparición de
su objeto era todavía una gran obra. Pero ¿y el arte que apuesta a
reciclarse indefinidamente apoderándose de la realidad? Pues bien,
en amplia medida, el arte contemporáneo se dedica precisamente a
esto: a apropiarse de la banalidad, del desecho, de la mediocridad,
como valor y como ideología. En las innumerables instalaciones y
performances
no hay más que un juego de compromiso con el estado de las cosas, al
mismo tiempo que con todas las formas pasadas de la historia del
arte. Una confesión de originalidad, banalidad y nulidad elevada al
rango de valor y hasta de goce estético perverso.
«Se
aspira a la nulidad: “¡Soy nulo, soy nulo!”. Y se lo es de
veras».
Por
supuesto, toda esta mediocridad pretende sublimarse pasando al nivel
segundo e irónico del arte. Pero la cosa resulta tan nula e
insignificante en el nivel segundo como en el primero. El pasaje al
nivel estético no salva nada, todo lo contrario: es mediocridad a la
segunda potencia. Se aspira a la nulidad: «¡Soy nulo, soy nulo!».
Y se lo es de veras.
Toda
la duplicidad del arte contemporáneo consiste en esto: en
reivindicar la nulidad, la insignificancia, el sinsentido. Se es
nulo, y se busca la nulidad; se es insignificante, y se busca el
sinsentido. Aspirar a la superficialidad en términos superficiales.
Ahora bien, la nulidad es una cualidad secreta que no cualquiera
podría reivindicar. La insignificancia —la verdadera, el desafío,
el desafío victorioso al sentido, la indigencia del sentido, el arte
de la desaparición del sentido— es una cualidad excepcional de
algunas raras obras que jamás aspiran a ella. Hay una forma
iniciática de la Bagatela, o una forma iniciática del Mal. Y
también están el delito de iniciados, los falsarios de la nulidad,
el esnobismo de la nulidad, de todos aquellos que prostituyen la
Bagatela por el valor, que prostituyen el Mal por fines útiles. No
hay que dejar el campo libre a los falsarios.
«Están
el delito de iniciados, los falsarios de la nulidad, el esnobismo de
la nulidad, de todos aquellos que prostituyen la Bagatela por el
valor, que prostituyen el Mal por fines útiles. No hay que dejar el
campo libre a los falsarios».
Cuando
la Bagatela aflora en los signos, cuando la Nada emerge en el corazón
mismo del sistema de signos: he aquí el acontecimiento fundamental
del arte. Hacer surgir la Bagatela de la potencia del signo —no la
banalidad o la indiferencia de lo real, sino la ilusión radical—
es propiamente la operación poética. Warhol es verdaderamente nulo,
en el sentido de que reintroduce la nada en el corazón de la imagen.
Warhol hace de la nulidad y de la insignificancia un acontecimiento
que él transforma en una estrategia fatal de la imagen.
Los
otros no tienen más que una estrategia comercial de la nulidad, a la
cual dan una forma publicitaria: la forma sentimental de la
mercancía, como decía Baudelaire. Se esconden detrás de su propia
nulidad y de las metástasis del discurso sobre el arte,
generosamente dedicado a hacer valer esa nulidad como valor (hasta en
el mercado del arte, como salta a la vista).
«Cuando
la Bagatela aflora en los signos, cuando la Nada emerge en el corazón
mismo del sistema de signos: he aquí el acontecimiento fundamental
del arte. Hacer surgir la Bagatela de la potencia del signo […] es
propiamente la operación poética».
En
un sentido, esto es peor que nada, puesto que no significa nada y sin
embargo existe, procurándose todas las buenas razones para existir.
Esta paranoia cómplice del arte hace que ya no haya juicio crítico
posible, solo un reparto amistoso —necesariamente de comensales—
de la nulidad. Tales son el complot del arte y su escena primitiva,
relevada por todos los vernissages,
encuentros, exposiciones, restauraciones, colecciones, donaciones y
especulaciones, y que no puede desanudarse en ningún universo
conocido, pues, tras la mistificación de las imágenes, se ha puesto
a resguardo del pensamiento.
La
otra vertiente de esta duplicidad es forzar a la gente,
fanfarroneando con la nulidad, a que, por el contrario, dé
importancia y crédito a todo eso con el pretexto de que no puede ser
que sea tan nulo y de que en este asunto debe de haber gato
encerrado. El arte contemporáneo apuesta a esa incertidumbre, a la
imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con
la culpa de los que no lo entienden, o no entendieron que no había
nada que entender.
«El
arte contemporáneo apuesta a esa incertidumbre, a la imposibilidad
de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de
los que no lo entienden, o no entendieron que no había nada que
entender».
También
aquí, delito de iniciados. Pero, en el fondo, también podemos
pensar que esas personas a las cuales el arte respeta lo han
entendido todo, pues con su estupefacción dan testimonio de una
inteligencia intuitiva: la de ser víctimas de un abuso de poder, la
de que se les esconden las reglas del juego y están siendo
engañadas. Dicho de otra manera, el arte ha entrado (no solo desde
el punto de vista financiero del mercado del arte, sino hasta en la
gestión de los valores estéticos) en el proceso general del delito
de iniciados. Y no está solo en eso: la política, la economía, la
información, gozan de la misma complicidad y de la misma resignación
irónica de los «consumidores».
«Nuestra
admiración por la pintura es consecuencia de un largo proceso de
adaptación que se desarrolló durante siglos, y por razones que muy
a menudo no tienen nada que ver con el arte ni con el espíritu. La
pintura ha creado a su receptor. En el fondo, es una relación
convencional». (Gombrowicz a Dubuffet).
«La
única pregunta es esta: ¿cómo puede una máquina semejante seguir
funcionando en medio de la desilusión crítica y del frenesí
comercial?».
La
única pregunta es esta: ¿cómo puede una máquina semejante seguir
funcionando en medio de la desilusión crítica y del frenesí
comercial? Si la respuesta es que puede, ¿cuánto tiempo va a durar
este ilusionismo: cien años, doscientos? ¿Tendrá derecho el arte a
una existencia segunda, interminable, semejante en ello a los
servicios secretos, que, como se sabe, hace ya mucho tiempo que no
tienen secretos que robar o intercambiar, pero siguen floreciendo en
plena superstición de su utilidad y dando pasto a la crónica
mitológica?
Entrevistas
con Geneviéve Breerette, Catherine Francblin, Francoise Gaillard y
Ruth Scheps
A propósito de «El complot del arte»
A propósito de «El complot del arte»
Las
entrevistas aparecieron así:
—«À
partir d’Andy Warhol»
(mayo de 1990), por Francoise Gaillard, en Canal.
—«L’art
entre utopie et anticipation»
(febrero de 1996), por Ruth Scheps, en Les
sciences de la prévision,
Le Seuil/France Culture, col. «Point/Sciences»,
octubre de 1996.
—«Je
n’ai pas la nostalgie des valeurs esthétiques anciennes»,
por Geneviéve Breerette, en Le
Monde
del 9/10 de junio de 1996.
—«La
commedia dell’arte»,
por Catherine Francblin, en Art
Press,
no. 216, septiembre de 1996.
Jean
Baudrillard y los editores agradecen a las entrevistadoras y a sus
publicaciones por su gentil autorización para reproducir los
artículos citados en esta obra como referencia.
Nota
de los editores (Abril de 1997)
La
posición de Jean Baudrillard sobre el estado de las artes
contemporáneas tiene ya sus años: en 1990, durante la entrevista
que concedió a Francoise Gaillard, publicada en Canal con el título
«A partir de Andy Warhol», Baudrillard no se anduvo con rodeos. Ese
texto da comienzo a la presente sección de la obra, que concluye con
la interviú concedida a Ruth Scheps para France Culture en febrero
de 1996, cuyo título es «El arte entre utopía y anticipación».
Esta entrevista fue posterior a la publicación del artículo
«Ilusión, desilusión estéticas», editado primero en
Transeuropéennes,
no. 5, invierno de 1994-1995; luego en la revista Krisis,
1997, y finalmente por Sens&Tonka, 1997, y reproducido en la
primera parte de este volumen.
Entre
los diálogos ya mencionados se sitúan otros dos: el publicado los
días 9 y 10 de junio de 1996 en el diario Le
Monde,
a cargo de Geneviéve Breerette, que aparece aquí con el título «No
siento nostalgia de los valores estéticos antiguos», y el publicado
en el no. 216, de septiembre de 1996, de la revista Art
Press,
con Catherine Francblin, bajo el título «La
commedia dell’arte».
Ellos constituyen respuestas necesarias y suficientes ligadas a la
reacción emocional suscitada por la aparición, en una de las
secciones que Jean Baudrillard escribía habitualmente en las páginas
del diario Libération,
de «El complot del arte» (publicado luego por Sens&Tonka, en
1997), donde aquel retoma, sintetizándolas, sus manifestaciones de
los años precedentes.
A
partir de Andy Warhol
Entrevista con Francoise Gaillard
(Mayo de 1990)
Entrevista con Francoise Gaillard
(Mayo de 1990)
Jean
Baudrillard:
Las únicas cosas que dije sobre el arte, y con apasionamiento,
fueron a propósito de Warhol, el pop
art
y el hiperrealismo. Creo que Andy Warhol fue el único artista que,
en un momento en que el arte entró en un movimiento de transición
muy importante, supo situarse por delante, anticiparse a los cambios.
Posiblemente sea también una cuestión de suerte o de destino…
Todo lo que caracteriza a su obra, la irrupción de la banalidad, la
mecanicidad del gesto, de sus imágenes, sobre todo su iconolatría…,
todo esto pasa a ser en Warhol un acontecimiento de la chatura. ¡Y
él es eso! Después, otros lo simularon, pero el gran simulador fue
él mismo, ¡y con clase, además! En la Bienal de Venecia [verano de
1990], la muestra de sus obras superaba y rebajaba de categoría a
todas las demás.
Andy
Warhol representó un gran momento del siglo XX porque fue el único
que supo en verdad dramatizar; él añade a la simulación la
condición de drama, de dramaturgia: algo dramático entre dos fases,
pasaje a la imagen y equivalencia absoluta de todas las imágenes.
Como principio, formulaba: «Soy una máquina, no soy nada»; desde
entonces, todo el mundo repite lo mismo, y con arrogancia. Él lo
pensaba radicalmente: «No soy nada y funciono». «Soy operativo en
todos los planos: artístico, comercial, publicitario…». «¡Soy
la operatividad misma!».
Warhol
afirmó el mundo en su evidencia total, las stars,
el mundo posfigurativo (pues él no es ni figurativo ni no
figurativo: es mítico). ¡Este mundo es genial y en él todos son
geniales! Se trata de un acto que podríamos considerar repensado a
partir de Duchamp y que hoy, con nuestras coordenadas y nuestra
temporalidad, no hace obra de arte sino más bien acontecimiento
antropológico. Y si me interesa es por esto: el objeto. Warhol es
alguien que, con un cinismo y un agnosticismo totales, efectuó una
manipulación, una transfusión de la imagen en lo real, del
referente ausente en la «starización»
de lo banal.
Para
mí, Warhol es un fundador de la modernidad (cosa más bien
paradójica, pues lo entendemos de hecho como una destrucción; pero
contiene cierta exaltación, no se trata de algo suicida ni
melancólico, porque finalmente él es así: cool,
e incluso más que cool,
completamente descarado; se trata de un esnobismo maquinal y a mí me
gusta mucho esta provocación frente a toda la moral estética).
Warhol nos liberó de la estética y del arte…
Warhol
fue quien más lejos llegó en la aniquilación del sujeto del arte,
del artista, en la desinvestidura del acto creador. Detrás de ese
esnobismo maquinal, en realidad se trata de un potenciamiento del
objeto, del signo, de la imagen, del simulacro, del valor, y hoy el
mejor ejemplo se da en el mercado del arte. En este terreno estamos
lejos de la alienación del precio, que es todavía una medida real
de las cosas: estamos en el fetichismo del valor, que hace estallar
la propia noción de mercado y que al mismo tiempo aniquila a la obra
de arte como tal. Además, Andy Warhol no es ya de ninguna vanguardia
ni de ninguna utopía. Si salda sus cuentas con la utopía es porque,
contrariamente a los otros artistas que la conservan bien al abrigo,
él se instaló, en un tiempo diferido, directamente en el corazón
de la utopía, es decir, en el corazón de ninguna parte. Warhol se
identificó con esta ninguna parte, él mismo es ese lugar nulo que
constituye la definición de la utopía; y de ese modo cruza todo el
espacio de la vanguardia para llegar al punto al que esta se había
propuesto llegar, es decir, a ninguna parte. Pero, mientras que los
otros se reservan el rodeo por el arte y la estética, Warhol quema
etapas y concluye el ciclo de un plumazo.
Frangoise
Gaillard: Usted
habla del fenómeno Warhol, pero quedan las obras que hoy se miran
como obras, que son colgadas en los museos…
J. B.:
¡Hablemos de eso! Yo, como todo el mundo, había visto muchas
reproducciones; fue en Venecia donde vi por primera vez tantas obras
reunidas, y una exposición no es cualquier cosa… Cuando uno ve los
Liz
Taylor,
los Mick
Jagger
o Las
sillas,
¡tienen el mismo valor que una sala de Velázquez en el Prado! ¡Los
retratos de Mao podrían salir bien airosos ante los cuadros de
grandes maestros, pero sería, además, porque están pintados o
serigrafiados sobre un fondo de indiferencia radical!
Amo
esto con más razón por cuanto siempre hice aproximadamente lo
mismo: lograr el vacío, alcanzar un nivel cero a partir del cual
poder encontrar singularidad y estilo propios. ¡Y ser genial! Él lo
hizo desde la perspectiva de que todo es genial, el arte, todo el
mundo… ¡Es una frase maravillosa!
Para
la gente del arte, para los que se definen partiendo de una base muy
elitista, es, obviamente, inaceptable. Pero en la actualidad esa base
es más falsa todavía, porque es indefendible. Hoy, la ley moral del
arte ha desaparecido, queda una sola regla de juego, radicalmente
democrática. Más que democrática: indiferencial. Warhol llegó
hasta ahí pero sin haberlo teorizado, pues todo lo que cuenta es una
maravilla de ingenuidad, de falsa ingenuidad. Además, nunca decía
nada porque no había nada que sacar de él. Se lo violentó mucho
con esa actitud.
F. G.:
¿Usted
lo percibe como alguien que en un momento dado aportó una
«expresión» —no usemos más el término «estética»— a una
especie de realidad, de evidencia de la sociedad?
J. B.:
Sí, una evidencia de la anulación.
F. G.:
¿Y
al mismo tiempo una estetización del conjunto de los productos
expresivos?
J. B.:
Sí, Warhol lleva la estética hasta el final, hasta el lugar donde
ya no tiene ninguna cualidad estética y se vuelve en sentido
contrario. La exposición de Venecia tenía una coherencia
fantástica. Se vieron escenas de violencia, accidentes de auto, por
ejemplo, cuyas imágenes eran la última fotografía que se pueda
hacer o encontrar. ¡No exagero, es exactamente así, literalmente,
literalizado! Y además no hay chantaje: Warhol toma el mundo tal
como es, el de las stars,
el de la violencia, ese mundo sobre el cual los medios chismean de
manera inmunda, ¡y eso es lo que nos mata! Warhol, en cambio,
despoja completamente a ese mundo.
F. G.:
¿Le
quita el
pathos?
J. B.:
Lo enfría en cierto modo, pero también lo convierte en un enigma. A
través de sus obras otorga fuerza enigmática a una banalidad que
parecemos —digo bien: ¡parecemos!— haber sacado a la luz por
completo y denunciado moralmente. Pero podemos denunciarla sin fin,
ella existe. ¡Es así!
F. G.:
Simultáneamente
con la obra de Warhol hubo otras, Rauschenberg, Lichstenstein…, que
intentaron hacer un poco de todo por medio de objetos, del dibujo
animado, pero en términos de residuos líricos. De algún modo para
lograr una especie de reestetización de lo residual…
J. B.:
Eso es: ellos reestetizan. En Warhol no se trata del residuo, se
trata de la sustancia, o al menos de la no-sustancia.
Es
a la vez la afectación total, el esnobismo radical, y al mismo
tiempo la no-afectación total, el candor absoluto respecto de la
ignorancia del mundo. Y ese mundo, sin quererlo, sabe lo que es: ya
no es el mundo natural, sustancial, ideológico. Sabe que es un mundo
de imágenes que ya no lo son, de imágenes sin imaginario que él
mismo trata sin imaginario. Si pudiéramos infiltrar ondas
warholianas en nuestras neuronas, tal vez nos intoxicaríamos menos.
F. G.:
Sus
permanencias de los últimos años en Estados Unidos lo pusieron en
cercanía de ciertas corrientes y artistas que apostaron —de manera
confesa o no— a una filiación en Warhol; o de otros que a partir
de él subieron la apuesta con la carta del kitsch: Koons, por
ejemplo. Incluso usted mismo fue considerado el portavoz de cierta
vanguardia que está surgiendo ahora en Europa.
J. B.:
Están los que reivindican a Warhol y los que se distancian de él
porque es demasiado peligroso, pretendiendo que en el arte de la
simulación era un primitivo y que los «verdaderos simuladores» son
ellos.
Esta
marcación de distancia dio lugar a una exposición en el Whitney, de
Nueva York, en la que se me involucró a mi pesar. En efecto, ciertos
artistas esgrimían mi nombre por mis escritos y mis ideas sobre la
simulación. De hecho, era una trampa curiosa, y en esa oportunidad
yo mismo tuve que reconsiderar mis marcas, pues la simulación hizo
furor efectivamente en el arte de los últimos años y yo ahora la
sitúo como un fenómeno epigonal de acontecimientos que la
precedieron, entre ellos Warhol, justamente.
Cómo
defenderse de una verdad cuando cada vez me convenzo más de que los
que están en el arte no tienen ni una chispita de idea, de
razonamiento, sobre lo que está en juego ahora. Esos artistas son
astutos y dicen ver las cosas en segundo grado, calificándose de más
nulos todavía porque ellos serían los «verdaderos simuladores», y
esto en una pura reapropiación, en un puro recopiado. ¿Cómo
reaccionar ante esta puesta en abismo en la que ellos mismos utilizan
los términos «banalidad, simulación, pérdida de referente»,
argumentos de un análisis crítico que hoy ya no tienen sentido?
En
el encuentro del Whitney, esos artistas intentaron reclasificarme
como un antepasado sin que hubiera habido verdadera discusión ni
debate entre nosotros. Esto produjo, entre otras cosas, la escuela de
los neo-geo,
muy marginal y sumida en el malentendido más total. No hay nada que
agregar a esa nulidad engendrada por unos autores, a veces muy
inteligentes, incapaces de soportar su propia nulidad. Serví, a mi
pesar, de coartada y de referencia, y ellos, tomando al pie de la
letra lo que dije, pasaron ante la simulación y no la vieron.
F. G.:
¿Es
decir…?
J. B.:
Es la enfermedad de la estetización. En la simulación hay una
apuesta, un desafío, que no están jugados de antemano. Cuando se
dice que hay signos, simulación, la gente se limita a decir: «Si no
existe lo real, sino solo simulacros, nosotros, que estamos dentro,
elegimos el simulacro». No se puede saber si no hay una malversación
total, y al mismo tiempo no se lo puede argumentar. Es negar lo
esencial, puesto que la simulación, en sí misma, es aún un juego
metafórico con muchas cosas, entre ellas el lenguaje, y ellos no lo
tienen en cuenta en absoluto. En la simulación, en efecto, hay tal
vez una especie de cortocircuito entre lo real y su imagen, entre una
realidad y su representación. En el fondo, son los mismos elementos
que en otro tiempo servían para constituir el principio de realidad;
solo que aquí se chocan y anulan unos a otros, un poco como la
materia y la antimateria. De esto resulta el universo de la
simulación, que es fascinante, fantasmagórico, mientras que esos
artistas reencontraron y expresaron su aspecto totalmente fastidioso
y aburrido…
F. G.:
Tal
vez porque esos artistas pertenecen a una generación que ya no está
en la fase en que se dramatizaba la simulación. ¡Ya no saben qué
se jugaba con la oposición del signo a lo real!
J. B.:
Demasiado tarde advertí que en Estados Unidos habían hecho el
recorrido inverso. Ese análisis se hizo utópicamente; anula lo que
tú dices y al mismo tiempo lo consagra.
Esos
artistas nacieron en el simulacro, en el verdadero, pues la situación
hace que allí el simulacro sea verdadero. Luego se vuelven hacia
Europa para encontrar una vaga teorización; y esto produce cosas
bastardas. La actitud de Jeff Koons es muy clara: puro rewriting,
después de Warhol y con respecto a él. Pura remake
posmoderna, no verdaderamente mala (¡tampoco lo es la Cicciolina
como porno
star!).
F. G.:
¿Quiere
usted decir que en este caso ya no existe la dimensión imaginaria y
onírica presente en los retratos de
stars de
Warhol? ¿Ya no hay apuesta de muerte y la cosa se vuelve
completamente sansulpiciana?
J. B.:
¡Ni siquiera es ya un objeto de deseo! La Cicciolina es deseo
embrutecido, deseo caracterial. ¡Propio para el museo Grévin! Las
stars
de Warhol, aun banalizadas por la serigrafía, expresaban
intensamente algo de la muerte, del destino… Koons ni siquiera es
regresión; ¡es blando, es lo blando! Lo ves y lo olvidas. Tal vez
esté hecho para eso…
F. G.:
¿No
tiene la impresión de que todas las grandes exposiciones
internacionales, entre ellas Venecia recientemente, proceden de
cierta anulación? Al lado de otras cosas, todo lo que es
visiblemente nulo y mediocre tiene ahora derecho de ciudadanía en
medio de una especie de indiferencia general… ¡Ya nadie se asombra
al ver obras de las que, en efecto, no hay nada que decir, con las
que no hay nada que hacer!
J. B.:
Todo el mundo es cómplice; en el fondo, no digo que sea solo una
fase ritual, ritualizada, ritualista. Es un modo de negación que
forma parte de un discurso totalmente instalado respecto de la
nulidad, una exaltación nauseosa que no cambia ni el ritual del
mundo del arte, porque mediante una reflexión colectiva de
masoquismo y autodefensa ha sabido integrar a esas personas que
además no funcionan solamente por mecanismos financieros u
oportunistas. Esto existe, pero nunca rigió la creación artística.
F. G.:
¿Los
signos del ritual serían todavía más nulos por tratarse de un
ritual cada vez más colectivo?
J. B.:
Ir a una bienal se ha convertido en un ritual social, como ir al
Grand Palais. Y se ha llegado al punto de que los signos del ritual
son nulos, carecen de significación, de sustancia. En estas
situaciones ya no puedo tener un juicio estético, sino una visión
antropológica. Es como en lo político… ¡Además, aquí hay un
paralelismo total de situación cuya lógica es inverosímil! Pero
que se pierda la estética no quiere decir que todo esté perdido…
Todas las culturas sobrevivieron a eso.
Tampoco
hay que despreciar a esta generación que, actualmente, ritualiza en
el vacío de modo más o menos dramático e intenta aguantar ante las
nulidades a fuerza de pretensión… ¡Por otra parte, eso les
permite ser menos insoportables que los intelectuales desdichados y
melancólicos, porque todavía no han tomado conciencia de que lo
perdieron todo y logran arreglarse consigo mismos mediante una
especie de superstición! ¡Puedes pasar incluso ocho días con ellos
y vivir de manera extravagante, siempre y cuando no te lo creas y la
cosa no dure demasiado!
«No
siento nostalgia de los valores estéticos antiguos»
Entrevista con Geneviéve Breerette
(9/10 de junio de 1996)
Entrevista con Geneviéve Breerette
(9/10 de junio de 1996)
Geneviéve
Breerette: Usted
publicó en
Liberation del
20 de mayo [de 1996] una crónica titulada «El complot del arte»,
en la que repite que el arte contemporáneo es nulo, archinulo. ¿Qué
obras, qué exposiciones, le inspiraron ese discurso?
Jean
Baudrillard:
Todo el malentendido —que por otra parte no pretendo disimular—
reside en que el arte, en el fondo, no es mi problema. Yo no apunto
al arte ni personalmente a los artistas. El arte me interesa en tanto
objeto y desde un punto de vista antropológico; me interesa el
objeto, antes que cualquier promoción de su valor estético y de lo
que ocurra con él después. Tenemos casi la suerte de vivir en una
época en la que el valor estético —como los otros valores, por lo
demás— anda alicaído. Es una situación original.
No
pretendo enterrar al arte. Si menciono la muerte de lo real, eso no
quiere decir que esta mesa no exista más: sería una estupidez.
Pero, qué voy a hacerle, siempre se lo toma así. ¿Qué sucede
cuando ya no se cuenta con un sistema de representación para
figurarse esta mesa? ¿Qué sucede cuando ya no se cuenta con el
sistema de valores apto para el juicio o el placer estéticos? El
arte no tiene el privilegio de ahorrarse esta provocación, esta
curiosidad. Sin embargo, habría que ayudarlo, porque es el que más
pretende escapar a la banalidad y tiene el monopolio de una especie
de condición sublime, de valor trascendente. Yo esto lo discuto de
veras. Quiero decir que debería poder sometérselo al mismo juicio
que a todo el resto.
G. B.:
¿Qué
es el arte para usted?
J. B.:
El arte es una forma. Una forma es algo que no tiene exactamente
historia. Pero tiene un destino. Ha habido un destino del arte. Hoy,
el arte ha caído en el valor, y por desgracia, en un momento en que
los valores están seriamente lastimados. Valores: valor estético,
valor mercantil… Se trata de valor, una cosa que se negocia, que se
comercia, que se intercambia. Las formas como tales no se
intercambian por alguna otra cosa: se intercambian entre ellas, y la
ilusión estética tiene ese precio. Por ejemplo, en la abstracción,
en el momento de deconstrucción del objeto, deconstrucción del
mundo y de lo real, que se intercambie simbólicamente el objeto en
sí mismo es todavía una manera de actuar. Pero después se volvió,
un procedimiento simplemente seudoanalítico de descomposición de lo
real, y no ya de deconstrucción. Hay algo que cayó en el olvido,
quizá por simple efecto de repetición.
G. B.:
¿Vio
la exposición de «Lo informe» en el Centro Pompidou, que trata
este problema con obras soberbias?
J. B.:
No. El arte puede tener también una enorme potencia de ilusión.
Pero la gran ilusión estética se convirtió en una desilusión:
desilusión analítica concertada, que puede ser practicada de una
manera genial; ese no es el problema, sino que al cabo de un momento
ella gira en el vacío. El arte puede convertirse en una especie de
testigo sociológico, o sociohistórico, o político. Se transforma
en una función, en una suerte de espejo de lo que ocurrió
efectivamente en el mundo, de lo que va a ocurrir, incluyendo las
iniciativas virtuales. Tal vez se llega más lejos en la verdad del
mundo y del objeto. Pero el arte nunca fue, por supuesto, asunto de
verdad, sino de ilusión.
G. B.:
¿No
le parece que algunos artistas salen, sin embargo, airosos?
J. B.:
Podría decir que salen demasiado airosos…
G. B.:
¿Cree
que este es el momento de decirlo?
J. B.:
Yo no me ocupo de la miseria del mundo. No quiero ser cínico, pero
no vamos a tratar de proteger al arte. Cuanto más proteccionismo
cultural se hace, más grandes son los desechos, más falsos logros
hay, más falsas promociones. Entramos en el territorio publicitario
de la cultura…
Francamente,
lo que me choca son las pretensiones del arte. Y es difícil escapar
de eso porque la cuestión no surgió así como así. Se hizo del
arte algo pretencioso en su intención de trascender el mundo, de dar
a las cosas una forma excepcional, sublime. Se convirtió en un
argumento de poder mental.
El
arte y el discurso sobre el arte ejercen un chantaje mental
considerable. No quisiera que se me haga decir que el arte está
terminado, muerto. No es verdad. El arte no muere porque no haya más
arte: muere porque hay demasiado. Lo que me desespera es el exceso de
realidad, y el exceso de arte cuando se lo impone como realidad.
La commedia
dell’arte
Entrevista con Catherine Francblin
(Septiembre de 1996)
Entrevista con Catherine Francblin
(Septiembre de 1996)
Catherine
Francblin: Me
resultó grato hacer esta entrevista con usted porque, tras el
impacto que sentí al leer su artículo «El complot del arte»,
pensé que había que ponerlo en perspectiva con la reflexión más
global que lo ha caracterizado. Tengo la impresión de que en ese
artículo usted se ocupa del arte porque halló en este los
comportamientos y funcionamientos que alimentan su crítica de la
cultura occidental…
Jean
Baudrillard:
En efecto, el arte es para mí una periferia. No me identifico
verdaderamente con él. Hasta diría que alimento hacia el arte él
mismo prejuicio desfavorable que hacia la cultura en general. En esta
medida, el arte no tiene ningún privilegio respecto de los demás
sistemas de valores. Se sigue pensando el arte como un recurso
inesperado. Y lo que yo discuto es esta versión edénica.
Mi
punto de vista es antropológico, y en este sentido el arte ya no
parece cumplir ninguna función vital; lo afecta el mismo destino de
extinción de valores, la misma pérdida de trascendencia. El arte no
escapa a esa forma de efectuación de todo, a esa visibilidad total
de las cosas a que ha llegado Occidente. Pero la hipervisibilidad es
una manera de exterminar la mirada. Yo consumo visualmente ese arte y
hasta puedo sentir en ello algún placer, pero no me devuelve ni
ilusión ni verdad. Se ha puesto en cuestión el objeto de la
pintura, también al sujeto de la pintura, pero me parece que hubo
escaso interés por ese tercer término: el que mira. Se lo acosa
cada vez más, pero teniéndolo de rehén. ¿Hay para el arte
contemporáneo una mirada que no sea la que el medio artístico se
dirige a sí mismo?
C. F.:
Justamente,
vayamos a ese medio artístico… Usted es muy duro con él, pues al
hablar de un supuesto «complot del arte» describe a los actores de
este medio como complotados…
J. B.:
Cuando digo «complot del arte» utilizo una metáfora similar a
cuando digo «crimen perfecto». Si no se puede individualizar a las
víctimas del complot, tampoco se puede señalar a sus instigadores.
Porque el complot no tiene autor, y todo el mundo es a la vez víctima
y cómplice. En política sucede lo mismo: todos somos víctimas y
cómplices del tipo de puesta en escena, por ejemplo. Una especie de
no-creencia, de no-investidura, hace que todo el mundo juegue un
doble juego en una suerte de circularidad infinita. Ahora bien, esta
circularidad parece contradecirse con la forma del arte, que
supondría una clara separación entre el «creador» y el
«consumidor». Me fastidia todo lo que viene de esa confusión
producida en nombre de la interactividad, de la participación de
todos, de la interfase y quién sabe qué más…
C. F.:
Leyendo
su artículo no me pareció que se considerara un cómplice… Más
bien parecía querer situarse entre los no iniciados, entre los
destinatarios del engaño…
J. B.:
Hago deliberadamente de villano del Danubio, el de la fábula de La
Fontaine: ese que no sabe nada de la cosa pero olfatea algo.
Reivindico el derecho de ser indócil. En sentido propio, el indócil
es el que se niega a ser educado, instruido, es decir, cazado en la
trampa de los signos. Intento formular un diagnóstico mirando las
cosas como un agnóstico… Me gusta mucho ponerme en posición de
primitivo…
C. F.:
¡Así
que se hace el ingenuo!
J. B.:
Sí, porque en cuanto se entra en el sistema para denunciarlo,
automáticamente se forma parte de él. Hoy no existe un omega ideal
a partir del cual se pueda enunciar un juicio puro y duro. En el
campo político se ve muy bien que quienes acusan a la clase política
son, al mismo tiempo, quienes la regeneran. Esa clase es regenerada
por su acusación. Aun la crítica más severa queda apresada en la
circularidad.
C. F.:
¿No
está preservando acaso la ilusión de que esta posición crítica,
imposible según usted en la actualidad, podría ser ocupada, en
cambio, por cualquier hijo de vecino?
J. B.:
Pienso, en efecto, que, aunque las masas participen en el juego y lo
hagan en postura de servilismo voluntario, son perfectamente
incrédulas. En este sentido, oponen a la cultura cierta forma de
resistencia.
C. F.:
Esto
me recuerda otro de sus artículos publicado en
Liberation,
titulado «Los ilotas y las élites», en el que criticaba a las
élites alegando que las masas supuestamente ciegas veían en
realidad muy claro… Esto es verdad quizá respecto de la política,
pero ¿podemos decir que las masas ven espontáneamente claro en
materia de arte? En este terreno, el gran público es más bien
conformista…
J. B.:
En el terreno político, la opacidad de las masas neutraliza la
dominación simbólica que se ejerce sobre ellas. Es posible que esta
opacidad de las masas sea menor en el campo del arte y disminuya otro
tanto su poder crítico. Hay todavía, sin duda, cierto apetito de
cultura… Si la cultura ha tomado el relevo de lo político, también
lo ha hecho en el régimen de complicidad. Pero el consumo artístico
de las masas no implica que adhieran a los valores que se les
enseñan. Grosso
modo,
esta masa ya no tiene nada que oponer. Asistimos a una forma de
alineamiento, de movilización cultural general.
C. F.:
Perdóneme,
pero ¿no se podría asociar su crítica de las élites a una
demagogia de extrema derecha?
J. B.:
Los términos «de izquierda» y «de derecha» son indiferentes para
mí. Es verdad que no se puede decir que las masas sean víctima de
engaño, puesto que no hay manipulación, no hay explotación
objetiva. Se trata más bien de un integrismo, en el sentido de que
todo el mundo es llamado a quedar finalmente integrado en el
circuito. Si en algún lado hay engaño, es en la clase política y
en la clase intelectual. Aquí sí la gente cae en el engaño de sus
propios valores. Y es justamente el poder casi mitomaníaco que estos
valores ejercen sobre ella el que lleva a la gente a autonomizarse
como clase y a conminar a todos los que funcionan en el exterior a
venir a jugar el juego adentro.
C. F.:
¿No
está simplemente enjuiciando al sistema democrático?
J. B.:
El régimen democrático funciona cada vez menos. Funciona de manera
estadística, la gente vota, etc. Pero la escena política es
esquizofrénica. Las masas involucradas se mantienen totalmente
ajenas a esa democracia del discurso. La gente no tiene nada que
hacer con ella. La participación activa es sumamente escasa…
C. F.:
¿Esto
no es lo que dicen los políticos de derecha?
J. B.:
Lo dicen con la intención de movilizar a las masas para su
beneficio… «¡Vengan a vernos!», etc. Pero en lo que atañe a sus
creencias, a su proyección en ciertos valores, las masas no son ni
de izquierda ni de derecha.
No
es posible aislarlas, formamos parte de ellas… Lo que me interesa
es que todos los esfuerzos que se hacen para movilizar a las masas en
profundidad son inútiles. Más allá de la toma de partido, del
juicio superficial, hay una resistencia de las masas a lo político
como tal, de la misma manera que hay una resistencia al sistema de
estetización, de culturización de las cosas. Ese público cada vez
más vasto al que primero se conquistó políticamente y ahora se
pretende conquistar e integrar culturalmente, pues bien, ese público
opone resistencia. Resistencia al progreso, a las Luces, a la
educación, a la modernidad, etcétera.
C. F.:
Y
esto lo alegra, ¿no es cierto?
J. B.:
Totalmente. En la medida en que ya no hay imperativos críticos, me
parece el único potencial de oposición posible: es un complot
distinto pero enigmático, indescifrable. Todos los discursos son
ambiguos, incluyendo el mío. Todos participan en cierta forma de
complicidad vergonzante con el sistema, el cual, por otra parte,
necesita de ese discurso ambiguo para que le sirva de caución. Los
jueces son la caución de la clase política; son los únicos que se
interesan por ella. El sistema vive de su persecución. Por el otro
lado, por el lado de las masas, hay algo de inculto y de irreductible
en el influjo de lo político, de lo social, de lo estético… Todo
tiende a realizarse cada vez más. Algún día, lo social quedará
perfectamente realizado y habrá solo excluidos. Algún día, todo
quedará culturizado, todo objeto será supuestamente un objeto
estético, y entonces nada será objeto estético.
A
medida que el sistema se perfecciona, integra y excluye. En el campo
de la informática, por ejemplo, cuanto más se perfecciona el
sistema, son más los que quedan al margen. Europa se hace, se hará,
y a medida que se realiza, todo entra en disidencia respecto de ese
voluntarismo europeo. Europa existirá, pero Inglaterra no estará en
ella, ni las regiones, etcétera.
No
deja de ampliarse la distancia entre la realización formal de las
cosas, bajo la conducción de una casta de técnicos, y su
implantación real. La realidad ya no se alinea en absoluto según
esta realización voluntarista en la cima. La distorsión es
considerable. El discurso triunfalista sobrevive en la utopía total.
Sigue creyéndose universal, aunque ya hace mucho que se cumple solo
de manera autorreferencial. Y como la sociedad dispone de todos los
medios para hacer subsistir un acontecimiento ficticio, esto puede
durar indefinidamente…
C. F.:
Usted
acaba de hablar de la indiferencia del público. Pero en su artículo
iba más allá… Decía, aproximadamente: «Los consumidores tienen
razón porque en su mayor parte el arte contemporáneo es nulo». ¿Se
puede hablar del arte solo con referencia a su «mayor parte»? Si
hay arte, es más bien en la parte que usted deja de lado, en su
«menor parte».
J. B.:
Estoy de acuerdo, pero de la singularidad no hay nada que decir. Veo
en este momento la cantidad de escritos que salen sobre Bacon. Para
mí, no valen nada. Todos esos comentarios me parecen una forma de
dilución para uso del medio estético. ¿Qué función puede cumplir
este tipo de objetos en una cultura en sentido fuerte? No vamos a
volver a las sociedades primitivas, pero en las culturas
antropológicas no existe ningún objeto que quede fuera de un
circuito global, sea de uso o de interpretación… La singularidad
no se propaga en términos de comunicación. O bien lo hace en un
circuito tan reducido que termina siendo solo un fetiche. También en
las sociedades clásicas era restringido el circuito por el que
podían circular los objetos simbólicos. Una clase se repartía el
universo simbólico sin asignarle, por lo demás, demasiada
importancia, pero no se aspiraba a integrar al resto del mundo en él.
Hoy se pretende que todo el mundo acceda a ese universo, pero ¿qué
cambia esto de la vida? ¿Qué energía nueva despierta? ¿A qué
apuesta? En el mundo estético, la superestructura es tan aplastante
que nadie tiene ya relación directa y bruta con los objetos o los
acontecimientos. Es imposible hacer el vacío. Solo puede compartirse
el valor de las cosas, no su forma. Rara vez se alcanza al objeto en
su forma secreta, que lo hace ser el que es.
¿Y
qué es la forma? Algo que está más allá del valor y que yo
intento alcanzar gracias a una suerte de vacío en el cual el objeto
o el acontecimiento tienen una posibilidad de emitir con intensidad
máxima. Yo, en verdad, arremeto contra la estética, ese valor
agregado, ese hacer valer cultural detrás del cual el valor propio
desaparece. Ya no se sabe dónde está el objeto. No hay nada más
que los discursos proferidos en torno a él o las miradas acumuladas
que acaban por crear un aura artificial… Lo que observé en El
sistema de los objetos
[1968] lo encontramos hoy en el sistema estético. En el campo
económico hay un momento en que los objetos dejan de existir por su
finalidad y pasan a hacerlo solo unos respecto de los otros; de esta
manera, lo que consumimos es un sistema de signos. Estéticamente
ocurre lo mismo. Bacon es oficialmente consumido como signo, por más
que cada cual pueda tratar de efectuar, individualmente, una
operación de singularización que le permita retornar al secreto de
la excepción que él representa. ¡Pero hoy hace falta trabajo para
atravesar mediante signos el sistema de enseñanza y de toma de
rehenes! Para reencontrar ese punto de aparición de la forma, que es
al mismo tiempo el punto de desaparición de todo ese ropaje… El
punto ciego de la singularidad solo puede ser abordado singularmente.
Y esto es contrario al sistema de la cultura, que es un sistema de
tránsito, de transición, de transparencia. Y con la cultura yo no
tengo nada que hacer. Todo lo negativo que puede sucederle a la
cultura me parece bien.
C. F.:
Usted
le dijo a Genevieve Breerette, de
Le Monde,
que el suyo no era un discurso de verdades, que por lo tanto no había
obligación de pensar como usted… ¿Qué quiso decir exactamente?
J. B.:
Que no quiero hacer de mis manifestaciones sobre el arte un asunto
doctrinario. Yo arrojo mis cartas sobre el tapete, y los otros
tendrán que jugar inventando sus reglas como yo invento las mías.
En otras palabras, lo que enuncio no tiene valor en sí. Todo depende
de la respuesta. El objeto de arte se propone como objeto fetiche,
como objeto definitivo. Yo rechazo por completo esta manera
categórica, inapelable, de presentar las cosas.
Hay
una apelación, pero no al modo de la conciliación o del compromiso,
sino al de la alteridad, al de lo dual. Otra vez aparece la cuestión
de la forma. La forma no dice jamás la verdad sobre el mundo; es un
juego, algo que se proyecta…
C. F.:
Lo
que resultó difícil de digerir en su artículo es que se lo conoce
por haberse ocupado de la imagen. Y expone igualmente sus
fotografías… Algunos se sintieron traicionados por uno de los
suyos… ¿A qué apuestan las fotos que hace?
J. B.:
Es indudable que, aun cuando haga esas fotos para mí, desde el
momento en que las expongo me coloco en una posición ambigua. Para
mí es un problema irresuelto… Pero es verdad que siento un placer
directo al hacerlas, ajeno a cualquier cultura fotográfica, a
cualquier búsqueda de expresión objetiva o subjetiva. En un momento
dado capto una luz, un color, separados del resto del mundo. Ahí, yo
mismo no soy más que una ausencia…
Captar
nuestra ausencia del mundo y que las cosas aparezcan… No me
interesa que se juzgue o no bellas a mis fotografías. La apuesta no
es estética. Se trata más bien de una suerte de dispositivo
antropológico que instaura una relación con los objetos (jamás
fotografío personas), una mirada sobre un fragmento de mundo que
permite al otro salir de su contexto. Eventualmente, porque quien
mira esas fotografías también puede mirar desde lo estético y ser
recapturado por la glosa. E incluso esto es casi inevitable, ya que a
partir del momento en que esas fotografías entran en el circuito de
las galerías, se transforman en objetos de cultura. Pero cuando las
saco, me sirvo de un lenguaje como forma, y no como verdad.
Lo
que me parece crucial es esa operación secreta. Hay mil maneras de
expresar la misma idea, pero si usted no encuentra el entrecruce
ideal de una forma y una idea, no tiene nada. Esa relación con el
lenguaje como forma, como seducción, ese «punctum»,
como hubiera dicho Barthes, resulta cada vez más difícil de hallar.
Sin
embargo, solo la forma puede anular el valor. Lo uno excluye lo otro.
Hoy, la crítica ya no puede pensarse en posición de alteridad. Solo
la forma puede oponerse al intercambio de valores. La forma es
impensable sin la idea de metamorfosis. La metamorfosis hace pasar de
la forma a la forma sin que intervenga el valor. De ella no puede
extraerse un sentido, ni ideológico ni estético. Se entra en el
juego de la ilusión: la forma no remite más que a otras formas y
sin circulación de sentidos. Esto es precisamente lo que sucede en
la poesía, por ejemplo: las palabras remiten unas a otras, creando
un acontecimiento puro. Entre tanto, han captado un fragmento del
mundo aunque no tengan un referente identificable a partir del cual
se pueda sacar una enseñanza práctica.
No
creo para nada en el valor subversivo de las palabras. En cambio,
tengo una esperanza inquebrantable en la operación irreversible de
la forma. Las ideas o los conceptos son todos reversibles. El bien
siempre puede invertirse en el mal, lo verdadero en lo falso, etc.
Pero, en la materialidad del lenguaje, cada fragmento agota su
energía y no queda de él más que una forma de intensidad. Se trata
de algo más radical que lo estético, más primitivo. En los años
setenta, Caillois escribió un artículo en el que calificaba a
Picasso de gran liquidador de todos los valores estéticos. Aseguraba
que después de él solo podía preverse una circulación de objetos,
de fetiches, independiente de la circulación de objetos funcionales.
Se puede decir, en efecto, que el mundo estético es el de la
fetichización. En el campo de la economía, el dinero debe circular
como sea, pues de lo contrario no hay más valores. La misma ley
gobierna los objetos estéticos: es preciso que haya cada vez más
para que exista un universo estético. Ahora, los objetos cumplen
únicamente esa función supersticiosa de la que resulta la
desaparición de hecho de la forma, por exceso de formalización, es
decir, por exceso en el uso de todas las formas. No hay peor enemigo
de la forma que la posibilidad de disponer de todas las formas.
C. F.:
Se
muestra usted nostálgico de un estado primitivo… que en realidad
seguramente nunca existió…
J. B.:
Desde luego, y por eso no soy conservador: no deseo retroceder hasta
un objeto real. Esto implicaría mantener una nostalgia de derecha.
Sé que ese objeto no existe, como no existe la verdad, pero sigo
deseándolo a través de una mirada que es una especie de absoluto,
de juicio de Dios, con relación al cual todos los otros objetos
muestran su insignificancia.
Esa
nostalgia es fundamental. Actualmente, falta en toda clase de
creaciones. Es una forma de estrategia mental que preside el buen uso
de la bagatela o del vacío.
El
arte entre utopía y anticipación
Entrevista con Ruth Scheps
(Febrero de 1996)
Entrevista con Ruth Scheps
(Febrero de 1996)
Ruth
Scheps: «Todo
el movimiento del arte desistió del futuro y se desplazó hacia el
pasado», escribió usted hace poco en un artículo[3].
¿Quiere decir que la pintura —y tal vez el arte en general—
desistió de cierta función de anticipación que pudo haber tenido
antes?
Jean
Baudrillard:
Así es, literalmente querría decir eso, pero la fórmula es
demasiado simple; hubo sin duda un movimiento de retracción, cierto
cese de perspectivas, si es que alguna vez la vanguardia significó
en verdad algo; en cuyo caso se podría decir que las utopías de
vanguardia dieron paso a utopías regresivas y que esa retaguardia
está quizás ahora en pole
position.
La frase exponía la idea de que el arte funciona esencialmente en un
travelling
de su historia, como resurrección más o menos auténtica o
artificial de todas sus formas pasadas; y que puede recorrer toda su
historia y retomarla, no exactamente explorando campos nuevos
—después de todo, tal vez el mundo estético está terminado, lo
mismo que el universo físico—, sino adoptando la curvatura final y
necesaria de las cosas. No hay exponencialidad lineal del progreso
humano y menos aún del arte, cuya función lineal ha sido siempre
problemática. En efecto, nunca se pensó que el arte iría de un
punto al otro, con un punto de culminación.
¡Oyéndola,
estamos ya casi en el fin de los tiempos! No obstante, sería
interesante volver un poco atrás y ver de qué modo las diferentes
vanguardias de nuestro siglo han impuesto cierta visión del artista
como precursor… Es verdad que esa caducidad final es un poco mi
obsesión, pero si tiendo a situar las cosas según la óptica de un
fin, es por curiosidad, para ver qué es lo que sucede, y no por
espíritu apocalíptico. En este momento el problema es el mismo para
el arte, para la economía, etc. De modo que sí, tal vez sería
interesante ver si los acontecimientos del siglo no tuvieron algo de
determinante para el arte, algo de traumático; en el surgimiento de
alguien como Duchamp, por ejemplo.
R. S.:
¿Y
tal vez incluso antes, si observamos el modo en que el arte acompañó
a toda la cultura a partir de 1875?
J. B.:
Es evidente que, con la ruptura de carga o de encanto encarnada por
la abstracción, el arte toma ya otro curso. El paso a la abstracción
es un acontecimiento considerable, el fin de un sistema de
representaciones; seguramente no el fin del arte, muy por el
contrario, pero, con todo, veo en la abstracción una renovación
total de las cosas y a la vez una aberración, potencialmente
peligrosa en la medida en que su finalidad (como la de toda la
modernidad, por lo demás) es avanzar hacia una exploración
analítica del objeto. O sea, retirar la máscara de la figuración
para encontrar, detrás de las apariencias, una verdad analítica del
objeto y del mundo.
R. S.:
¿No
es un proceder paralelo al de la ciencia?
J. B.:
Sí, es un proceder absolutamente paralelo a todo el de la
modernidad, social o científico, por supuesto, y me pregunto si no
tenemos aquí justamente una corrupción del arte por la ciencia o,
en todo caso, por el espíritu de objetividad.
Avanzar
más hacia las estructuras elementales del objeto y del mundo,
atravesar el espejo de la representación y pasar al otro lado para
dar una verdad más elemental del mundo: esto es algo grandioso, si
se quiere, pero sumamente peligroso, dado que el arte es de todos
modos una ilusión superior (¡al menos lo espero!), y no una
avanzada hacia unas cuantas verdades analíticas. Ese viraje es ya
problemático. Pero, a mi juicio, el gran giro se anuncia con Duchamp
(y no es que me empeñe en sacralizarlo): el acontecimiento del
ready-made
señala un suspenso de la subjetividad por el cual el acto artístico
no es más que la transposición del objeto en objeto de arte; desde
entonces, el arte no es más que una operación casi mágica: el
objeto en su banalidad es transferido a una estética que hace del
mundo entero un ready-made.
El acto de Duchamp en sí es infinitesimal, pero a partir de él toda
la banalidad del mundo pasa a la estética y, a la inversa, toda la
estética se vuelve banal: entre estos dos campos, el de la banalidad
y el de la estética, se opera una conmutación que pone
verdaderamente fin a la estética en el sentido tradicional del
término.
R. S.:
¿El
precursor Duchamp sería uno de los últimos artistas anticipadores?
J. B.:
En cierto modo, él traza una raya sobre todas las estructuras de la
representación, y en particular sobre la subjetividad expresiva,
teatro de la ilusión: el mundo es un ready-made,
y todo lo que podemos hacer es, de alguna manera, conservar la
ilusión o la superstición del arte por medio de un espacio al que
son transpuestos los objetos y que se convertirá forzosamente en un
museo. Pero el museo, como lo dice su nombre, es también un
sarcófago.
Dicho
esto, sin embargo, no todo está terminado: ¡Duchamp instaló un
libreto, pero en el interior de esta estética generalizada —y, por
lo tanto, de esta inestética de las cosas— pueden producirse
acontecimientos sumamente mágicos! Podemos pensar en Andy Warhol,
otro artista que reintroduce la nada en el corazón de la imagen;
también es una experiencia fantástica, pero que no pertenece ya, me
parece, al registro de la historia del arte.
R. S.:
¿El
arte no renunció, sin embargo, ampliamente, en la segunda mitad de
nuestro siglo, a sus pretensiones pasadas de cambiar la vida?
J. B.:
Personalmente, el arte me parece cada vez más pretencioso. Quiso
convertirse en la vida él mismo.
R. S.:
¡No
es lo mismo que pretender cambiarla!
J. B.:
Quiere decir que estaba vigente aquella perspectiva hegeliana según
la cual algún día se pondría fin al arte, como para Marx se
pondría fin a lo económico o a lo político, porque, al cambiar la
vida, esas cosas ya no tendrían razón de ser. El destino del arte
es, en efecto, superarse a sí mismo en algo distinto, ¡mientras que
la vida…! Tal radiante perspectiva no se realizó, evidentemente;
lo que ocurre es, más bien, que el arte reemplazó a la vida bajo
esa forma de estética generalizada que termina por dar al mundo una
«disneyzación»: ¡el mundo es reemplazado por una especié de
Disney capaz de comprarlo todo para transformarlo en Disneylandia!
R. S.:
Usted
llama a eso el simulacro.
J. B.:
Sí, ¡pero el término abarca ahora tantas cosas! El simulacro era
todavía un juego con la realidad. Aquí se trata, sin ambages, de
tomar al mundo como es y de «disneyzarlo», es decir, precintarlo
virtualmente. Y lo mismo que el propio Disney, que se hizo «precintar
criogénicamente» en nitrógeno líquido, corremos un riesgo de
criogenización en una realidad virtual.
La
empresa Disney está comprando la calle 42 de Nueva York: ¡la
transformará quizás en una atracción mundial donde prostitutas y
proxenetas no serán sino figurantes de una realidad virtual que será
la estética Disney!
Esta mutación es más decisiva que la del simulacro o la simulación,
según los he analizado; en todo caso, es algo diferente de la
Sociedad
del espectáculo
a que alude Guy Debord [1967], enfoque muy agudo para su época pero
que ya no lo es, porque hemos ido más allá: no hay más espectáculo
ni distancia posible, ni alienación en la que aún podamos ser otra
cosa que nosotros mismos. ¡No! Lo mismo queda transformado en lo
mismo y, desde entonces, el ready-made
se mundializa.
El
«truco» de Duchamp era a la vez un acto fantástico y, en el
momento de su irrupción, algo absolutamente nuevo. Pero luego se
volvió una especie de fatalidad.
R. S.:
¿Lo
que anticipa hoy el arte es quizá la virtualización generalizada de
toda la sociedad venidera?
J. B.:
En todo caso, hoy las galerías presentan, más que nada, los
desechos del arte. En Nueva York han desaparecido muchas de ellas, y
las que quedan se ocupan en general de administrar residuos: no solo
el desecho constituye un tema frecuente, sino que hasta las propias
materias del arte son deyección, así como los estilos son
residuales. Se puede hacer de todo, lo cual remite también a una
realidad virtual que permite entrar en la imagen (imagen hasta
entonces exterior). Con el video se interioriza la imagen, se penetra
en ella y, en una dimensión casi molecular, mediante el zapping
se puede ir y venir por todas partes y hacerlo efectivamente todo, lo
cual representa para mí el fin del arte: se parece más bien a una
actividad tecnológica hacia la que muchos artistas parecen hoy
orientarse.
R. S.:
¿Esta
proliferación tiene para usted costados negativos?
J. B.:
¡No! Yo no emito juicios de valor porque soy completamente incapaz
de entrar en ese mundo y verlo desde adentro. ¡Ni siquiera sé usar
una computadora! Así que veo esto en términos un poco metafísicos,
y desde este punto de vista tendría, sí, una resistencia más o
menos total a todo eso. Por suerte o por desgracia, estamos cada vez
más en tiempo real, donde es perfectamente imposible prever lo que
puede ocurrir en un tiempo futuro que ya no es. Porque el tiempo
futuro ya no es más: se trata de la inversión de que hablábamos al
comienzo, o sea, que todo el futuro se ha trasladado hacia el pasado,
del que es también la memoria. Hay un tiempo real, es decir, también
aquí una realización inmediata y en cierto modo ready-made,
esto es, una instantaneidad con un pequeño desfase, eso es todo.
R. S.:
Y
esa instantaneidad contiene muchas citas de obras del pasado.
J. B.:
¡Exactamente! El arte se ha vuelto cita, reapropiación, y da la
impresión de reanimar indefinidamente sus propias formas. Pero, en
última instancia, todo es cita: todo está textualizado en el
pasado, todo ha sido desde siempre. Sin embargo, ese arte citacional,
reapropiacional, simulacionista, etc., que juega con la ironía fósil
de una cultura que ya no cree en ese valor, es diferente. En mi
opinión, el medio artístico ha dejado de creer profundamente en un
destino del arte. Recuerdo haberme dicho, tras la penúltima Bienal
de Venecia [1993], que el arte es un complot e incluso un «delito de
iniciados»: encierra una iniciática de la nulidad y, sin ser
despreciativos, tenemos que reconocer que aquí todo el mundo trabaja
con residuos, desechos, bagatelas; todo el mundo reivindica además
la banalidad, la insignificancia; todos pretenden no ser ya artistas.
R. S.:
¿Todos,
en verdad?
J. B.:
Hay por cierto dos discursos, pero el pensamiento dominante y
«políticamente correcto» en términos de estética es: «Yo hablo
el lenguaje del desecho, yo transcribo la nulidad, la
insignificancia». Aquí tenemos a la vez la moda y el discurso
mundano del arte, y ambos trabajan en un mundo que, en efecto, se ha
vuelto quizás insignificante, pero lo hacen de una manera
insignificante también, ¡lo cual es muy fastidioso! Pero todo esto
funciona muy bien; vemos desplegarse una maquinaria sostenida por las
galerías, por los críticos y, finalmente, por un público al que
solo le queda fingir al menos que entra en ella. Todo esto crea una
especie de máquina célibe que anda sola.
R. S.:
¿Un
mundo cerrado?
J. B.:
Sí, un mundo totalmente autorreferencial.
R. S.:
Si
he entendido bien, usted ve esa autorreferencia más como
autorreverencia que como libertad.
J. B.:
Sin duda, ella se hace valer en el interior y cada vez más. En
cambio, el arte en términos de plusvalía estética asciende todos
los días; tiene su expresión simbólica en el mercado del arte, que
ha alcanzado una autonomía total y se ha separado por completo de
cualquier economía real del valor, hasta convertirse en una suerte
de excrecencia fantástica. Este mercado del arte reproduce lo que
sucede en él estéticamente, es decir, resulta por entero extraño
al mundo llamado real (¡cosa no muy grave, puesto que tampoco yo
creo mucho en él!): no es en verdad una mafia, sino algo que se
formó con sus propias reglas de juego y cuya desaparición pasaría
también inadvertida; además, eso sigue existiendo y expandiéndose,
mientras que el fundamento del valor es cada vez más frágil. Yo
llamo a esto complot, aun reconociendo ciertas excepciones
individuales.
R. S.:
¿Por
ejemplo?
J. B.:
Entre las personas que me gustan están Hopper, Bacon. Warhol es otra
cosa, siempre lo tomé de una manera un tanto metafísica, como un
libreto de referencia, pero no como un artista (sería un
contrasentido tomarlo por un artista, él no quiso eso). Hay, pues,
excepciones que confirman la regla, a saber: que un mundo se alineó
en torno de un acto revolucionario —el ready-made—
y en torno de este contracampo sobreviven ciertas formas; pero todo
lo demás, todo ese funcionamiento, se ha convertido en valor (valor
estético y valor de mercado). Se transformó el arte en valor, pero
habría que oponer forma y valor —porque, para mí, el arte es
fundamentalmente forma—: Y decir que hemos caído en la trampa del
valor, e incluso, a través del mercado del arte, en una especie de
éxtasis del valor, de bulimia, de excrecencia infinita del valor;
pero, por suerte, creo que la forma —es decir, la ilusión del
mundo y la posibilidad de inventar esa otra escena— persiste,
aunque en carácter de excepción radical.
R. S.:
¿Significa
que habría que buscar por el lado de la forma, y eventualmente
imaginar nuevas formas de utopía?
J. B.:
Tal vez sí, pero en este momento no se pueden establecer ni las
posibilidades de este proceso ni sus condiciones. Solo en el sentido
de una ilusión diferente, con la que se recuperaría la posibilidad
de que formas, colores y luces se metamorfoseen unas en otras; esto
daría entonces, en el caso de la pintura —pero también del
lenguaje—, lo que podemos ver en Bacon, por ejemplo, aun cuando
esas formas puedan ser en él perfectamente monstruosas; pero este no
es exactamente el problema: ellas pueden dar cuenta de un mundo
monstruoso y a la vez transfigurarlo, como en Warhol. Warhol expone
la nada de la imagen y su insignificancia pero lo hace de una manera
mágica y transfiguradora (salvo al final, cuando también él cayó
un poco en esa trampa). Aquí, el juego es diferente, de modo que
harían falta quizás ilusionistas de otra clase, capaces de
inventar, de recrear ese vacío en el que puede tener lugar el
acontecimiento puro de la forma. Pero solo podemos abrir esta
perspectiva de una manera muy general; ¡es una idea, nada más! Esto
es lo que por mi parte intento realizar en la escritura, pero no soy
dueño de lo que sucede en otros lugares.
R. S.:
Y
por una vez, ¿es imprevisible?
J. B.:
Efectivamente, creo que es imposible pensar en lo que podría ser una
nueva generación. Mientras había una especie de historia del arte
—aunque fuera crítica y contradictoria—, con vanguardias, se
podía prever y anticipar, inventar, crear microacontecimientos
«revolucionarios», pero no creo que ahora eso sea posible. Puede
haber todavía singularidades, un poco como en otros mundos, sobre el
fondo de un «encefalograma estético» virtualmente plano. Estas
singularidades son imprevisibles y corren grave riesgo de ser
efímeras, de no entrar en la Historia; en suma, de ser
acontecimientos hechos contra algo, así como en política los
verdaderos acontecimientos de hoy son singularidades que vienen de
otra parte y que se hacen contra lo político y contra la historia.
Sin duda, puede haber tan solo singularidades transestéticas, cosas
que surgen de una alteridad y que son, por lo tanto, imprevisibles.
R. S.:
Esta
es su visión, pero ¿es también su esperanza?
J. B.:
No es una cuestión de esperanza; yo no tengo ninguna ilusión,
ninguna creencia, pero las formas —se trate de la reversibilidad,
de la seducción, de la metamorfosis—, estas formas son
indestructibles. Esto no es una vaga creencia: es un acto de fe, sin
el cual yo mismo no haría nada.
Pero
hoy la trampa de la omnipotencia del valor y de la transcripción en
valor es tan fuerte que vemos estrecharse cada vez más el campo de
la forma. Por desgracia, las formas no tienen historia; tienen
seguramente un destino, pero no tienen exactamente historia, y por lo
tanto es muy difícil deducir del pasado un porvenir, cualquiera que
sea. Y la esperanza, que aun así es una virtud ligada a esa
continuidad del tiempo, me parece también muy endeble. Creo que es
mejor navegar, no sobre la desesperanza, pues tampoco soy pesimista,
sino sobre un costado indecidible.
No
se puede prever en absoluto lo que sucederá, pero es necesario tomar
conciencia de que las cosas han llegado a una especie de término,
aunque aquí el final no signifique que todo está terminado. Lo que
constituía la apuesta de la modernidad ha encontrado su fin, que la
mayoría de las veces es bastante monstruoso y aberrante, pero en él
se han agotado o están a punto de agotarse todas las posibilidades.
La totalidad culmina en esa especie de abanico de la realidad
virtual, que de hecho nadie sabe en verdad qué es, pese a la
acumulación de escritos referidos a ella. Por el momento estamos
dentro de ese casco, de esa combinación digital de la realidad
virtual; esperamos que pueda haber otra cosa y que incluso esa
virtualidad llegue a ser virtual, es decir, que no debamos vérnoslas
solo con ella. Pero en este momento está efectivamente en camino de
anexarse todas las posibilidades, y también en el arte. Aunque la
multiplicidad de artistas que trabajan hoy imágenes de síntesis no
estén sentados frente a computadoras, aunque rehagan lo que ya se
hizo o recombinen formas pasadas, el resultado es el mismo. Esos
artistas no necesitan computadoras: ahora la combinatoria indefinida,
pero que ya no es arte propiamente hablando, se efectúa mentalmente.
JEAN
BAUDRILLARD. (Reims, Francia, 20 de junio de 1929 – París,
Francia, 6 de marzo de 2007) Escritor, filósofo y sociólogo.
Estudió filología germánica en La Sorbona, ejerciendo como
profesor de alemán en un instituto. Doctorado en sociología, fue
profesor de esta materia en la Universidad de Nanterre en París, y
en 1986, profesor en el Institut de Recherche el l´Information
Socio-Economique. Desde el año 2002, lo fue de la European Graduate
School en Suiza, impartiendo filosofía de la cultura y de los medios
para sus seminarios intensivos de verano.
Es
autor de libros y ensayos sobre el cambio social y político de su
tiempo, en especial de los medios de comunicación. Su trabajo se
relaciona con el análisis de la posmodernidad y la filosofía del
postestructuralismo.
Notas
[1]
En esta versión electrónica, la distribución en páginas pares e
impares mencionada se ha sustituido por «saltos de página» entre
los epígrafes y el texto del artículo. La posición de los
epígrafes fue cambiada también respecto al volumen impreso,
evitando la fragmentación de las frases del artículo. (N.
de la E. D.).
<<
[2]
En muchos países, se denomina «delito de iniciados» o «de
información privilegiada» al cometido por los directivos de una
empresa que, a sabiendas de que esta se halla en bancarrota, venden
sus acciones a cotización normal, engañando así a los adquirentes.
(N.
de la T.).
<<
[3]
«Illusion,
désillusion esthétiques»,
revista Transeuropéennes, no. 5, invierno de 1994-1995. Publicado
con el mismo título por ediciones Sens&Tonka, col. «Morsure»,
París: 1997; reproducido al comienzo de este libro. <<
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