sábado, 27 de octubre de 2018

ciudades invisibles ITALO CALVINO

Italo Calvino
Las Ciudades Invisibles


NOTA PRELIMINAR
En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles.
Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer; el libro
consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería servir de
punto de partida de una reflexión válida para cualquier ciudad o para la
ciudad en general.
El libro nació lentamente, con intervalos a veces largos, como
poemas que fui escribiendo, según las más diversas inspiraciones.
Cuando escribo procedo por series: tengo muchas carpetas donde meto
las páginas escritas, según las ideas que se me pasan por la cabeza, o
apuntes de cosas que quisiera escribir. Tengo una carpeta para los
objetos, una carpeta para los animales, una para las personas, una
carpeta para los personajes históricos y otra para los héroes de la
mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro estaciones y una sobre los
cinco sentidos; en una recojo páginas sobre las ciudades y los paisajes de
mi vida y en otra ciudades imaginarias, fuera del espacio y del tiempo.
Cuando una carpeta empieza a llenarse de folios, me pongo a pensar en
el libro que puedo sacar de ellos.
Así en los últimos años llevé conmigo este libro de las ciudades,
escribiendo de vez en cuando, fragmentariamente, pasando por fases
diferentes. Durante un período se me ocurrían sólo ciudades tristes, y en
otro sólo ciudades alegres; hubo un tiempo en que comparaba la ciudad
con el cielo estrellado, en cambio en otro momento hablaba siempre de
las basuras que se van extendiendo día a día fuera de las ciudades. Se
había convertido en una suerte de diario que seguía mis humores y mis
reflexiones; todo terminaba por transformarse en imágenes de ciudades:
los libros que leía, las exposiciones de arte que visitaba, las discusiones
con mis amigos.
Pero todas esas páginas no constituían todavía un libro: un libro
(creo yo) es algo con un principio y un fin (aunque no sea una novela en
sentido estricto), es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas,
quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal
vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir.
Alguno de vosotros me dirá que esta definición puede servir para una
novela con una trama, pero no para un libro como éste, que debe leerse
como se leen los libros de poemas o de ensayos o, como mucho, de
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cuentos. Pues bien, quiero decir justamente que también un libro así,
para ser un libro, debe tener una construcción, es decir, es preciso que se
pueda descubrir en él una trama, un itinerario, un desenlace.
Nunca he escrito libros de poesía, pero sí muchos libros de cuentos,
y me he encontrado frente al problema de dar un orden a cada uno de
los textos, problema que puede llegar a ser angustioso. Esta vez, desde el
principio, había encabezado cada página con el título de una serie: Las
ciudades y la memoria, Las ciudades y el deseo, Las ciudades y los signos; llamé
Las ciudades y la forma a una cuarta serie, título que resultó ser demasiado
genérico y la serie terminó por distribuirse entre otras categorías.
Durante un tiempo, mientras seguía escribiendo ciudades, no sabía si
multiplicar las series, o si limitarlas a unas pocas (las dos primeras eran
fundamentales) o si hacerlas desaparecer todas. Había muchos textos
que no sabía cómo clasificar y entonces buscaba definiciones nuevas.
Podía hacer un grupo con las ciudades un poco abstractas, aéreas, que
terminé por llamar Las ciudades sutiles. Algunas podía definirlas como
Las ciudades dobles, pero después me resultó mejor distribuirlas en otros
grupos. Hubo otras series que no preví de entrada; aparecieron al final,
redistribuyendo textos que había clasificado de otra manera, sobre todo
como “memoria” y “deseo”, por ejemplo Las ciudades y los ojos
(caracterizadas por propiedades visuales) y Las ciudades y los intercambios,
caracterizadas por intercambios: intercambios de recuerdos, de deseos,
de recorridos, de destinos. Las continuas y las escondidas, en cambio, son
dos series que escribí adrede, es decir con una intención precisa, cuando
ya había empezado a entender la forma y el sentido que debía dar al
libro. A partir del material que había acumulado fue como estudié la
estructura más adecuada, porque quería que estas series se alternaran, se
entretejieran, y al mismo tiempo no quería que el recorrido del libro se
apartase demasiado del orden cronológico en que se habían escrito los
textos. Al final decidí que habría 11 series de 5 textos cada una,
reagrupados en capítulos formados por fragmentos de series diferentes
que tuvieran cierto clima común. El sistema con arreglo al cual se
alternan las series es de lo más simple, aunque hay quien lo ha estudiado
mucho para explicarlo.
Todavía no he dicho lo primero que debería haber aclarado: Las
ciudades invisibles se presentan como una serie de relatos de viaje que
Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. (En la realidad
histórica, Kublai, descendiente de Gengis Kan, era emperador de los
mongoles, pero en su libro Marco Polo lo llama Gran Kan de los Tártaros
y así quedó en la tradición literaria.) No es que me haya propuesto seguir
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los itinerarios del afortunado mercader veneciano que en el siglo XIII
había llegado a China, desde donde partió para visitar, como embajador
del Gran Kan, buena parte del Lejano Oriente. Hoy el Oriente es un tema
reservado a los especialistas, y yo no lo soy. Pero en todos los tiempos ha
habido poetas y escritores que se inspiraron en El Millón como en una
escenografía fantástica y exótica: Coleridge en un famoso poema, Kafka
en El mensaje del emperador, Buzzati en El desierto de los tártaros. Sólo Las
mil y una noches puede jactarse de una suerte parecida: libros que se
convierten en continentes imaginarios en los que encontrarán su espacio
otras obras literarias; continentes del “allende”, hoy cuando podría
decirse que el “allende” ya no existe y que todo el mundo tiende a
uniformarse.
A este emperador melancólico que ha comprendido que su
ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina, un
viajero imaginario le habla de ciudades imposibles, por ejemplo una
ciudad microscópica que va ensanchándose y termina formada por
muchas ciudades concéntricas en expansión, una ciudad telaraña
suspendida sobre un abismo, o una ciudad bidimensional como
Moriana.
Cada capítulo del libro va precedido y seguido por un texto en
cursiva en el que Marco Polo y Kublai Kan reflexionan y comentan. El
primero de ellos fue el primero que escribí y sólo más adelante, habiendo
seguido con las ciudades, pensé en escribir otros. Mejor dicho, el primer
texto lo trabajé mucho y me había sobrado mucho material, y en cierto
momento seguí con diversas variantes de esos elementos restantes (las
lenguas de los embajadores, la gesticulación de Marco) de los que
resultaron parlamentos diversos. Pero a medida que escribía ciudades,
iba desarrollando reflexiones sobre mi trabajo, como comentarios de
Marco Polo y del Kan, y estas reflexiones tomaban cada una por su lado;
y yo trataba de que cada una avanzara por cuenta propia. Así es como
llegué a tener otro conjunto de textos que procuré que corrieran paralelos
al resto, haciendo un poco de montaje en el sentido de que ciertos
diálogos se interrumpen y después se reanudan; en una palabra, el libro
se discute y se interroga a medida que se va haciendo.
Creo que lo que el libro evoca no es sólo una idea atemporal de la
ciudad, sino que desarrolla, de manera unas veces implícita y otras
explícita, una discusión sobre la ciudad moderna. A juzgar por lo que me
dicen algunos amigos urbanistas, el libro toca sus problemáticas en
varios puntos y esto no es casualidad porque el trasfondo es el mismo. Y
la metrópoli de los big numbers no aparece sólo al final de mi libro; 
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incluso lo que parece evocación de una ciudad arcaica sólo tiene sentido
en la medida en que está pensado y escrito con la ciudad de hoy delante
de los ojos.
¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como
un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil
vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de
crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del
corazón de las ciudades invivibles. Se habla hoy con la misma insistencia
tanto de la destrucción del entorno natural como de la fragilidad de los
grandes sistemas tecnológicos que pueden producir perjuicios en cadena,
paralizando metrópolis enteras. La crisis de la ciudad demasiado grande
es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen de la
“megalópolis”, la ciudad continua, uniforme, que va cubriendo el
mundo, domina también mi libro. Pero libros que profetizan catástrofes
y apocalipsis hay muchos; escribir otro sería pleonástico, y sobre todo, no
se aviene a mi temperamento. Lo que le importa a mi Marco Polo es
descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en
las ciudades, razones que puedan valer más allá de todas las crisis. Las
ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de
un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de
historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de
mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos.
Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que
cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las
ciudades infelices.
Casi todos los críticos se han detenido en la frase final del libro:
“buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es
infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Como son las últimas
líneas, todos han considerado que es la conclusión, la “moraleja de la
fábula”. Pero este libro es poliédrico y en cierto modo está lleno de
conclusiones, escritas siguiendo todas sus aristas, e incluso no menos
epigramáticas y epigráficas que esta última. Es cierto que si esta frase se
ubica al final del libro no es por casualidad, pero empecemos por decir
que el final del último capítulo tiene una conclusión doble, cuyos
elementos son necesarios: sobre la ciudad utópica (que aunque no la
descubramos no podemos dejar de buscarla) y sobre la ciudad infernal. Y
aún más: ésta es sólo la última parte del texto en cursiva sobre los atlas
del Gran Kan, por lo demás bastante descuidado por los críticos, y que
desde el principio hasta el final no hace sino proponer varias
“conclusiones” posibles de todo el libro. Pero está también la otra
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vertiente, la que sostiene que el sentido de un libro simétrico debe
buscarse en el medio: hay críticos psicoanalistas que han encontrado las
raíces profundas del libro en las evocaciones venecianas de Marco Polo,
como un retorno a los primeros arquetipos de la memoria, mientras
estudiosos de semiología estructural dicen que donde hay que buscar es
en el punto exactamente central del libro, y han encontrado una imagen
de ausencia, la ciudad llamada Baucis. Es aquí evidente que el parecer
del autor está de más: el libro, como he explicado, se fue haciendo un
poco por sí solo, y únicamente el texto tal como es autorizará o excluirá
esta lectura o aquélla. Como un lector más, puedo decir que en el
capítulo V, que desarrolla en el corazón del libro un tema de levedad
extrañamente asociado al tema de la ciudad, hay algunos de los textos
que considero mejores por su evidencia visionaria, y tal vez esas figuras
más filiformes (“ciudades sutiles” u otras) son la zona más luminosa del
libro.
Esto es todo lo que puedo decir.
Italo Calvino
Conferencia pronunciada por Calvino en inglés, el 29 de marzo de 1983,
para los estudiantes de la Graduate Writing División de la Columbio University
de Nueva York
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I
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No es que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le
describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el
emperador de los tártaros sigue escuchando al joven veneciano con más
curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o exploradores. En la
vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud
desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio
de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una
sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los
elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los
braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la
leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que
anuncian el derrumbarse de los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota
y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes jamás hemos oído nombrar,
que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos
anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es el
momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido
la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su
corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle
remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de
su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la
filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.

LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 1
Partiendo de allá y caminando tres jornadas hacia levante, el
hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata,
estatuas en bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un
teatro de cristal, un gallo de oro, que canta todas las mañanas sobre una
torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto
también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una
noche de septiembre, cuando Los días se acortan y las lámparas
multicolores se encienden todas juntas sobre las puertas de las freiduras,
y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los
que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido
aquella vez felices.
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LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 2
Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete
el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los
palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos,
donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde
cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre
una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas
entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una
ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La
ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la
plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el
hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos.
LAS CIUDADES Y EL DESEO. 1
De la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir que
cuatro torres de aluminio se elevan desde sus murallas flanqueando siete
puertas del puente levadizo de resorte que franquea el foso cuya agua
alimenta cuatro verdes canales que atraviesan la ciudad y la dividen en
nueve barrios, cada uno de trescientas casas y setecientas chimeneas; y
teniendo en cuenta que las muchachas casaderas de cada barrio se
enmaridan con jóvenes de otros barrios y sus familias se intercambian las
mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas,
huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer círculos a base de estos
datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad en el pasado el
presente el futuro; o bien decir como el camellero que me condujo allí:
“Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha gente caminaba
rápida por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían hermosos
dientes y miraban derecho a los ojos, tres soldados sobre una tarima
tocaban el clarín, todo alrededor giraban ruedas y ondulaban papeles
coloreados. Hasta entonces yo sólo había conocido el desierto y las rutas
de las caravanas. Aquella mañana en Dorotea sentí que no había bien
que no pudiera esperar de la vida. En los años siguientes mis ojos
volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las
caravanas, pero ahora sé que este es solo uno de los tantos caminos que
se me abrían aquella mañana en Dorotea”.
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LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 3
Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la Ciudad de
Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de cuantos peldaños son sus
calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de
Zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada. No
está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su
espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia al suelo de un
farol y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido
desde el farol hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que
empavesan el recorrido del cortejo nupcial de la reina; la altura de
aquella barandilla y el salto del adúltero que se descuelga de ella al alba;
la inclinación de una canaleta y el gato que la recorre majestuosamente
para colarse por la misma ventana; la línea de tiro de la cañonera que
aparece de improviso desde detrás del cabo y la bomba que destruye la
canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres viejos que
sentados en el muelle para remendar las redes se cuentan por centésima
vez la historia de la cañonera del usurpador, de quien se dice que era un
hijo adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle.
En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como una
esponja y se dilata. Una descripción de Zaira como es hoy debería
contener todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo
contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las
calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en
las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su
vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos.
LAS CIUDADES Y EL DESEO. 2
Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se
encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y
sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se
compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de
calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama
de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano;
hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y
que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a
perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera
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esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no
hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a
quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le
despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un
todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como
ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y
contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene
Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas
como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo
toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando
sólo eres su esclavo.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 1
El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras.
Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido
como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un
pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno.
Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente
lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra
en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo
no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas
indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo
de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan
leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué—
tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten
sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las
carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y
lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los
cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las
estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la
cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede
reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene
ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el
orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la
prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las
mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no
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por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la
frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes
de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada
recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes
pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara,
no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y
a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de
signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo
sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el
cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las
nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una
mano, un elefante...
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 4
Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad
que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque
deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en
los recuerdos. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria
punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de
las calles, y de las puertas y de las ventanas en las casas, aunque sin
mostrar en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma
en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en una
partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ninguna nota.
El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no
puede dormir imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en
que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente
de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del
vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto. Esta
ciudad que no se borra de la mente es como una armazón o una retícula
en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar:
nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales
y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre
cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de
afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria.
De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que
conocen Zora de memoria.
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Pero inútilmente he partido de viaje para visitar la ciudad:
obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada
mejor, Zora languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha
olvidado.
LAS CIUDADES Y EL DESEO. 3
De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La
ciudad se presenta diferente al que viene de tierra y al que viene del mar.
El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los
pináculos de los rascacielos, las antenas radar, agitarse las mangas de
ventilación blancas y rojas, echar humo las chimeneas, piensa en un
barco, sabe que es una ciudad pero la piensa como una nave que lo
sacará del desierto, un velero a punto de partir, con el viento que ya
hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando
en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías
de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías
donde tripulaciones de distinta bandera se rompen la cabeza a
botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con
una mujer que se peina.
En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de una giba
de camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos
gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad
pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y
alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a
la cabeza de una larga caravana que lo lleva del desierto del mar hacia el
oasis de agua dulce a la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios
de espesos muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales
bailan descalzas las danzarinas, y mueven los brazos un poco dentro del
velo, un poco fuera.
Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven
el camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín entre dos
desiertos.
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LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 2
De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos bien
claros: un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma por
la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma
sujeto con una traílla. En realidad muchos de los ciegos que golpean con
el bastón el empedrado de Zirma son negros, en todos los rascacielos hay
alguien que se vuelve loco, todos los locos se pasan horas en las cornisas,
no hay puma que no sea criado por un capricho de muchacha. La ciudad
es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente.
Vuelvo también yo de Zirma: mi recuerdo comprende dirigibles
que vuelan en todos los sentidos a la altura de las ventanas, calles de
tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes
subterráneos atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los
compañeros que estaban conmigo en el viaje, en cambio, juran que
vieron un solo dirigible suspendido entre las agujas de la ciudad, un solo
tatuador que disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos
perforados, una sola mujer gorda apantallándose en la plataforma de un
vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad
empiece a existir.
LAS CIUDADES SUTILES. 1
Se supone que Isaura, ciudad de los mil pozos, surge sobre un
profundo lago subterráneo. Dondequiera que los habitantes, excavando
en la tierra largos agujeros verticales, han conseguido sacar agua, hasta
allí y no más lejos se ha extendido la ciudad: su perímetro verdeante
repite el de las orillas oscuras del lago sepulto, un paisaje invisible
condiciona el visible, todo lo que se mueve al sol es impelido por la ola
que bate encerrada bajo el cielo calcáreo de la roca.
En consecuencia, religiones de dos especies se dan en Isaura. Los
dioses de la ciudad, según algunos, habitan en las profundidades, en el
lago negro que alimenta las venas subterráneas. Según otros, los dioses
habitan en los cubos que suben colgados de la cuerda cuando aparecen
fuera del brocal de los pozos, en las roldanas que giran, en los
cabrestantes de las norias, en las palancas de las bombas, en las palas de
los molinos de viento que suben el agua de las perforaciones, en los
andamiajes de tela metálica que encauzan el enroscarse de las sondas, en
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los tanques posados en zancos sobre los techos, en los arcos delgados de
los acueductos, en todas las columnas de agua, las tuberías verticales, los
sifones, los rebosaderos, subiendo hasta las veletas que coronan las
aéreas estructuras de Isaura, ciudad que se vuelve toda hacia lo alto.
Enviados a inspeccionar las remotas provincias, los mensajeros y los
recaudadores de impuestos del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio
real de Kemenfú y a los jardines de magnolias a cuya sombra Kublai paseaba
escuchando sus largas relaciones. Los embajadores eran persas sirios coptos
turcomanos; es el emperador el extranjero para cada uno de sus súbditos y sólo a
través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar su existencia a
Kublai. En lenguas incomprensibles para el Kan los mensajeros referían noticias
escuchadas en lenguas que les eran incomprensibles: de ese opaco espesor sonoro
emergían las cifras percibidas por el fisco imperial, los nombres y los
patronímicos de los funcionarios depuestos y decapitados, las dimensiones de los
canales de riego que los magros ríos alimentaban en tiempos de sequía. Pero
cuando el que hacia el relato era el joven veneciano, una comunicación diferente
se establecía entre él y el emperador. Recién llegado y absolutamente ignaro de
las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino con gestos: saltos,
gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con objetos que
iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, y
disponiendo delante de sí como piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones a que
Kublai lo destinaba, el ingenioso extranjero improvisaba pantomimas que el
soberano debía interpretar: una ciudad era designada por el salto de un pez que
huía del pico del cormorán para caer en una red, otra ciudad por un hombre
desnudo que atravesaba el fuego sin quemarse, una tercera por una calavera que
apretaba entre los dientes verdes de moho una perla cándida y redonda. El Gran
Kan descifraba los signos, pero el nexo entre éstos y los lugares visitados seguía
siendo incierto: no sabía nunca si Marco quería representar una aventura que le
había sucedido en el viaje, una hazaña del fundador de la ciudad, la profecía de
un astrólogo, un acertijo o una charada para indicar un nombre. Pero por
manifiesto u oscuro que fuese, todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los
emblemas, que una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del
Kan el imperio se reflejaba en un desierto de datos frágiles e intercambiables
como granos de arena de los cuales emergían para cada ciudad y provincia las
figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.
Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco se familiarizó
con la lengua tártara y con muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus.
Sus relatos eran ahora los más precisos y minuciosos que el Gran Kan pudiera
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desear y no había cuestión o curiosidad a la que no respondiesen, y sin embargo,
toda noticia sobre un lugar remitía la mente del emperador a aquel primer gesto
u objeto con el que Marco lo había designado. El nuevo dato recibía un sentido
de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un sentido nuevo.
Quizá el imperio, pensó Kublai, no es sino un zodiaco de fantasmas de la mente.
—El día que conozca todos los emblemas— preguntó a Marco—
¿conseguiré al fin poseer mi imperio?
Y el veneciano:
—Señor, no lo creas: ese día serás tú mismo emblema entre los emblemas.
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II
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—Los otros embajadores me advierten de carestías, de concusiones, de
conjuras, o bien me señalan minas de turquesas recién descubiertas, precios
ventajosos de las pieles de marta, propuestas de suministros de armas
damasquinas. ¿Y tú? — preguntó a Polo el Gran Kan—. Vuelves de comarcas
tan lejanas y todo lo que sabes decirme son los pensamientos que se le ocurren al
que toma el fresco por la noche sentado en el umbral de su casa. ¿De que te sirve,
entonces, viajar tanto? — Es de noche, estamos sentados en las escalinatas de tu
palacio, sopla un poco de viento — respondió Marco Polo—. Cualquiera que sea
la comarca que mis palabras evoquen en torno a ti, la verás desde un
observatorio situado como el tuyo, aunque en el lugar del palacio real haya una
aldea lacustre y la brisa traiga el olor de un estuario fangoso.
— Mi mirada es la del que esta absorto y medita, lo admito. ¿Pero y la
tuya? Atraviesas archipiélagos, tundras, cadenas de montañas. Daría lo mismo
que no te movieses de aquí.
El veneciano sabía que cuando Kublai se las tomaba con él era para seguir
mejor el hilo de sus razonamientos; y que sus respuestas y objeciones se situaban
en un discurso que ya se desenvolvía por cuenta propia en la cabeza del Gran
Kan. O sea que entre ellos era indiferente que se enunciaran en voz alta
problemas o soluciones, o que cada uno de los dos siguiera rumiándolos en
silencio. En realidad estaban mudos, con los ojos entrecerrados, recostados sobre
almohadones, meciéndose en hamacas, fumando largas pipas de ámbar.
Marco Polo imaginaba que respondía (o Kublai imaginaba su respuesta)
que cuanto más se perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más
entendía las otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí, y recorría
las etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto del cual había zarpado, y
los sitios familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una placita de
Venecia donde corría de pequeño.
Llegado a este punto Kublai Kan lo interrumpía o imaginaba que lo
interrumpía, o Marco Polo imaginaba que lo interrumpía con una pregunta
como: —¿Avanzas con la cabeza siempre vuelta hacia atrás? —o bien:—¿Lo que
ves está siempre a tus espaldas? —o mejor:—¿ Tu viaje se desarrolla sólo en el
pasado?.
Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba o que
Kublai hubiese imaginado que explicaba o conseguir por último explicarse a sí
mismo que aquello que buscaba era siempre algo que estaba delante de él, y
aunque se tratara del pasado era un pasado que cambiaba a medida que él
avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario
cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un
día, sino el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero
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encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no
eres o no posees más te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos.
Marco entra en una ciudad; ve a alguien vivir en una plaza una vida o un
instante que podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera
podido estar él si se hubiese detenido en el tiempo tanto tiempo antes, o bien si
tanto tiempo antes, en una encrucijada, en vez de tomar por una calle hubiese
tomado por la opuesta y después de una larga vuelta hubiese ido a encontrarse
en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo
verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta
otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un
posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son
sólo ramas del pasado: ramas secas.
—¿Viajas para revivir tu pasado? —era en ese momento la pregunta del
Kan, que podía también formularse así: ¿Viajas para encontrar tu futuro?
Y la respuesta de Marco:
—El allá es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo
al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.
LAS CIUDADES Y L A MEMORIA. 5
En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo
tiempo a observar viejas tarjetas postales que la representan como era: la
misma plaza idéntica con una gallina en el lugar de la estación de
ómnibus, el quiosco de música en el lugar del puente, dos señoritas con
sombrilla blanca en el lugar de la fabrica de explosivos. Ocurre que para
no decepcionar a los habitantes, el viajero elogia la ciudad de las postales
y la prefiere a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de las
reglas precisas su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la
magnificencia y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli,
comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia
perdida, que, sin embargo, se puede disfrutar solo ahora en las viejas
postales, mientras antes, con la Maurilia provinciana delante de los ojos,
no se veía realmente nada gracioso, y mucho menos se vería hoy si
Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli
tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede
evocar con nostalgia lo que era.
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Hay que cuidarse de decirles que a veces ciudades diferentes se
suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren
sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los
nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e
incluso las facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en
esos lugares se han ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses
extranjeros. Es inútil preguntarse si estos son mejores o peores que los
antiguos, dado que no existe entre ellos ninguna relación, así como las
viejas postales no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad
que por casualidad se llamaba Maurilia como ésta.
LAS CIUDADES Y EL DESEO. 4
En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de
metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando dentro de
cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora. Son
las formas que la ciudad habría podido adoptar si, por una u otra razón,
no hubiese llegado a ser como hoy la vemos. En todas las épocas hubo
alguien que, mirando a Fedora tal como era, había imaginado el modo de
convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en
miniatura, Fedora dejaba de ser la misma de antes, y aquello que hasta
ayer había sido uno de sus posibles futuros ahora era solo un juguete en
una esfera de vidrio.
Fedora tiene hoy en el palacio de las esferas su museo: cada
habitante lo visita, elige la ciudad que corresponde a sus deseos, la
contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas
donde se recogía el agua del canal (si no hubiese sido desecado), que
recorre desde lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes
(ahora expulsados de la ciudad), que resbala a lo largo de la espiral del
minarete de caracol (perdida ya la base sobre la cual debía levantarse).
En el mapa de tu imperio, oh gran Kan, deben ubicarse tanto la
gran Fedora de piedra como las pequeñas Fedoras de las esferas de
vidrio. No porque todas sean igualmente reales, sino porque todas son
sólo supuestas. Una encierra aquello que se acepta como necesario
mientras todavía no lo es; las otras, aquello que se imagina como posible
y un minuto después deja de serlo.
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LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 3
El hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le espera al
cabo del camino, se pregunta cómo será el palacio real, el cuartel, el
molino, el teatro, el bazar. En cada ciudad del imperio cada edificio es
diferente y esta dispuesto en un orden distinto; pero apenas el forastero
llega a la ciudad desconocida y echa la mirada sobre aquel racimo de
pagodas y desvanes y cuchitriles, siguiendo la maraña de canales,
huertos, basurales, de pronto distingue cuáles son los palacios de los
príncipes, cuáles los templos de los grandes sacerdotes, la posada, la
prisión, el barrio de los lupanares. Así —dice alguien— se confirma la
hipótesis de que cada hombre lleva en la mente una ciudad hecha sólo de
diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades
particulares la rellenan.
No así en Zoe. En cada lugar de esta ciudad se podría
sucesivamente dormir, fabricar arneses, cocinar, acumular monedas de
oro, desvestirse, reinar, vender, interrogar oráculos. Cualquier techo
piramidal podría cubrir tanto el lazareto de los leprosos como las termas
de las odaliscas. El viajero da vueltas y vueltas y no tiene sino dudas:
como no consigue distinguir los puntos de la ciudad, aun los puntos que
están claros en su mente se le mezclan. Deduce esto: si la existencia en
todos sus momentos es toda ella misma, la ciudad de Zoe es el lugar de
la existencia indivisible. ¿Pero por qué, entonces, la ciudad? ¿Que línea
separa el dentro del fuera, el estruendo de las ruedas del aullido de los
lobos?
LAS CIUDADES SUTILES. 2
Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de admirable:
aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las
casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a
distinta altura, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por
escalas de cuerda y veredas suspendidas, coronadas por miradores
cubiertos de techos cónicos, cubas de depósitos de agua, veletas, de los
que sobresalen roldanas, sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los
fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe
si quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida
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quizá por superposiciones sucesivas del primero y por siempre
indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si a quien vive en Zenobia se le
pide que describa como vería feliz la vida, es siempre una ciudad como
Zenobia la que imagina, con sus pilotes y sus escalas colgantes, una
Zenobia quizá totalmente distinta, flameante de estandartes y de cintas ,
pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las
ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades
en estas dos especies, sino en otras dos: las que a través de los años y las
mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los
deseos o bien logran borrar la ciudad o son borrados por ella.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 1
A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la
ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en
cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga
de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de
pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar
costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la
vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar
ríos y atravesar desiertos para ven ir hasta aquí no es solo el trueque de
mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y
fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas
esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas,
ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No solo a vender y
a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las
hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o
tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice —como
“lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”, “amantes”
—los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de
tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tu sabes que en el largo viaje
que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del
camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios
uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en
una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia,
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la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada
equinoccio.
...Recién llegado y sin saber nada de las lenguas del Levante, Marco Polo
no podía expresarse sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado
salado, collares de colmillos de jabalí, y señalándolos con gestos, saltos, gritos de
maravilla o de horror, o imitando el aullido del chacal y el grito del búho.
No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran
evidentes para el emperador; los objetos podían querer decir cosas diferentes: un
carcaj lleno de flechas indicaba ya la proximidad de una guerra, ya la
abundancia de caza, ya una armería; una clepsidra podía significar el tiempo que
pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican clepsidras.
Pero lo que hacía precioso para Kublai todo hecho o noticia referidos por su
inarticulado informador era el espacio que quedaba en torno, un vacío no
colmado de palabras. Las descripciones de ciudades visitadas por Marco Polo
tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensamiento en medio de ellas,
perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo.
Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron
sustituyendo los objetos y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados,
verbos a secas, después giros de frase, discursos ramificados y frondosos,
metáforas y tropos. El extranjero había aprendido a hablar la lengua del
emperador, o el emperador a entender la lengua del extranjero.
Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era menos feliz que
antes; es cierto que las palabras servían mejor que los objetos y los gestos para
catalogar las cosas más importantes de cada provincia y ciudad: monumentos,
mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo, cuando Polo empezaba a decir cómo
debía ser la vida en aquellos lugares, día por día, noche tras noche, le faltaban las
palabras, y poco a poco volvía a recurrir a gestos, a muecas, a miradas.
Así, para cada ciudad, a las noticias fundamentales enunciadas con
vocablos precisos, hacía seguir un comentario mudo, alzando las manos de
palma, de dorso o de canto, en movimientos rectos u oblicuos, espasmódicos o
lentos. Una nueva especie de diálogo se estableció entre ambos: las blancas
manos del Gran Kan, cargadas de anillos, respondía con movimientos
compuestos a aquellas ágiles y nudosas del mercader. Al crecer el entendimiento
entre ambos, las manos empezaron a asumir actitudes estables que
correspondían cada una a un movimiento del ánimo en su alternancia y
repetición. Y mientras el vocabulario de las cosas se renovaba con los
muestrarios de las mercancías, el repertorio de los comentarios mudos tendía a
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cerrarse y a fijarse. Hasta el placer de recurrir a ellos disminuía en ambos; en sus
conversaciones permanecían la mayor parte del tiempo callados e inmóviles.
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III
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Kublai Kan había advertido que las ciudades de Marco Polo se parecían,
como si el paso de una a la otra no implicara un viaje sino un cambio de
elementos. Ahora, de cada ciudad que Marco le describía, la mente del Gran Kan
partía por cuenta propia, y desmontada la ciudad parte por parte, la reconstruía
de otro modo, sustituyendo ingredientes, desplazándolos, invirtiéndolos.
Marco entretanto continuaba refiriendo su viaje pero el emperador ya no
lo escuchaba, lo interrumpía:
— De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades y tu
verificarás si existen y si son como yo las he pensado. Empezaré a preguntarte
por una ciudad en gradas, expuesta al siroco, en un golfo en media luna. Ahora
diré alguna de las maravillas que contiene: una piscina de vidrio alta como una
catedral para seguir la natación y el vuelo de los peces golondrina y extraer
auspicios; una palmera que con las hojas al viento toca el arpa; una plaza
rodeada por una mesa de mármol en forma de herradura, con el mantel también
de mármol, aderezada con manjares y bebidas todos de mármol.
—Sir, estabas distraído. De esa ciudad justamente te estaba hablando
cuando me interrumpiste.
—¿La conoces? ¿Dónde está? ¿Cuál es su nombre?
—No tiene nombre ni lugar. Te repito la razón por la cual la describía: del
número de ciudades imaginables hay que excluir aquellas en las cuales se suman
elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna, una perspectiva, un
discurso. Ocurre con las ciudades como con los sueños: todo lo imaginable puede
ser soñado pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un
deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los sueños, están
construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus
reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.
—No tengo ni deseos ni miedos —declaró el Kan —, y mis sueños están
compuestos o por la mente o por el azar.
— También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni
la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros. De una ciudad no
disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una
pregunta tuya.
—O la pregunta que te hace obligándote a responder, como Tebas por boca
de la Esfinge.
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LAS CIUDADES Y EL DESEO. 5
Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a
Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran
sobre sí mismas como un ovillo.
Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas
tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una
ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba
desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron.
Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se
encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En
la disposición de las calles cada uno rehizo el recorrido de su
persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva,
cada uno ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los
muros, de modo que no pudiera escapársele más.
Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando
que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el
sueño ni en la vigilia, vio nunca mis a la mujer. Las calles de la ciudad
eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna
relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada
hacia tiempo.
Nuevos hombres llegaron de otros piases, que habían tenido un
sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las
calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se
parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto
donde había desaparecido no le quedara modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían que era lo que atraía
a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 4
De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en
tierras lejanas, ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia,
porque no se refiere a las palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una
mañana, un jardín de magnolias se espejeaba en lagunas azules, yo
andaba entre los setos seguro de descubrir bellas y jóvenes damas
bañándose: pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de
los suicidas con la piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
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Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las
escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas mas altas, atravesé seis
patios de mayólica con surtidores. La sala del medio estaba cerrada con
rejas: los forzados con negras cadenas al pie izaban rocas de basalto de
una cantera que se abre bajo tierra.
No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entre en la gran
biblioteca, me perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las
encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético de alfabetos
desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes. En el
mas remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo, se me
aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera,
que no quitaba los labios de una pipa de opio.
—¿Donde esta el sabio? —El fumador señaló fuera de la ventana.
Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El
filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo:
—Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer.
Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta
entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces
lograría entender el lenguaje de Ipazia.
Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas
para que me asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las
caballerizas y en los picaderos para ver a las hermosas mujeres que
montan a caballo con los muslos desnudos y la caña de las botas sobre
las pantorrillas, y apenas se acerca un joven extranjero, lo tumban sobre
montones de heno o de aserrín y lo aprietan con duros pezones.
Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la
música, sé que hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se
esconden en las tumbas; de una fosa a la otra se responden trinos de
flautas, acordes de arpas.
Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo
será partir. Se que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo
mas alto de la fortaleza y esperar que una nave pase por allá arriba.
¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje sin engaño.
LAS CIUDADES SUTILES. 3
Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay
detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene
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paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una
ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde
deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos:
una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos.
Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como
frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los
fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran
los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a
una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede
decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre
las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes,
espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean
bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan,
o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el
sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las
duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la
espuma de las esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua
canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y
náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil
avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas,
encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del
agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede
ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente
votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de
las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la
mañana se las oye cantar.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 2
En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se
conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los
encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las
sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las
miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras miradas,
no se detienen.
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Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su
hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer
vestida de negro que representa todos los años que tiene, con ojos
inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un
hombre joven con el pelo blanco; una enana; dos mellizas vestidas de
coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que
unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta
que todas las combinaciones en un instante se agotan, y otros personajes
entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una
cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una mujer
descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para guarecerse
de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se
detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros,
seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse
con un dedo, casi sin alzar los ojos. Una vibración lujuriosa mueve
continuamente a Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y
mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se
convertiría en una persona con quien comenzar una historia de
persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de
opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 1
Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con casas
todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los
parapetos de balaustres. Así el viajero ve al llegar dos ciudades. una
directa sobre el lago y una de reflejo invertida. No existe o sucede algo
en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue
construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su
espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las
canaladuras y relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino
también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus
pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus
armarios.
Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez
ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las
imágenes, y esta conciencia les veda abandonarse por un solo instante al
azar y al olvido. Cuando los amantes mudan de posición los cuerpos
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desnudos piel contra piel buscando como ponerse para sacar más placer
el uno del otro, cuando los asesinos empujan el cuchillo en las venas
negras del cuello y cuanta más sangre coagulada sale a borbotones más
hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es
tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse
de las imágenes límpidas y frías en el espejo.
El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega No todo lo
que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos
ciudades gemelas no son iguales, porque nada de lo que existe o sucede
en Valdrada es simétrico: a cada rostro y gesto responden desde el espejo
un rostro o gesto invertidos punto por punto. Las dos Valdradas viven
una para la otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se aman.
El Gran Kan ha soñado una ciudad; la describe a Marco Polo:
—El puerto esta expuesto al septentrión, en la sombra. Los muelles son
altos sobre el agua negra que golpea contra los cimientos; escaleras de piedra
bajan resbalosas de algas. Barcas embadurnadas de alquitrán esperan en el
fondeadero a los viajeros que se demoran en el muelle diciendo adiós a las
familias. Las despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas. Hace
frío; todos llevan chales en la cabeza. Una llamada del barquero pone fin a la
demora, el viajero se acurruca en la proa, se aleja mirando hacia el grupo de los
que se quedan; desde la orilla ya no se distinguen los contornos; hay neblina; la
barca aborda una nave anclada; por la escalerilla sube una figura
empequeñecida, desaparece; se siente alzar la cadena oxidada que raspa contra el
escobén. Los que se quedan se asoman a las escarpas del muelle para seguir con
los ojos al barco hasta que dobla el cabo; agitan por última vez un trapo blanco.
— Vete de viaje, explora todas las costas y busca esa ciudad — dice el Kan
a Marco—. Después vuelve a decirme si mi sueño responde a la verdad.
—Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano me embarcaré
en aquel muelle —dice Marco—, pero no volveré para contártelo. La ciudad
existe y tiene un simple secreto: conoce sólo partidas y no retornos. 
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IV
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Los labios apretados en el tubo de ámbar de la pipa, la barba aplastada
contra el gorjal de amatistas, los dedos de los pies curvados nerviosamente en las
pantuflas de seda, Kublai Kan escuchaba los relatos de Marco Polo sin alzar la
vista. Eran las noches en que una congoja hipocondríaca pesaba sobre su
corazón.
—Tus ciudades no existen. Quizás no han existido nunca. Con seguridad
no existirán más. ¿Por qué te solazas en fábulas consoladoras? Bien sé que mi
imperio se pudre como un cadáver en el pantano, cuya pestilencia infecta tanto a
los cuervos que lo picotean como al bambú que crece fertilizado por su miasma.
¿Por qué no me hablas de eso? ¿Por qué mientes al emperador de los tártaros,
extranjero?
Polo sabía seguir el humor sombrío del soberano.
—Sí, el imperio está enfermo y, lo que es peor, trata de acostumbrarse a
sus llagas. El fin de mis exploraciones es este: escrutando las huellas de felicidad
que todavía se entrevén, mido su penuria. Si quieres saber cuánta oscuridad
tienes alrededor, has de aguzar la mirada para ver las débiles luces lejanas.
A veces, el Kan era presa, en cambio, de accesos de euforia Se alzaba sobre
los cojines, medía a largos pasos las alfombras tendidas bajo sus pies sobre la
hierba, se asomaba a las balaustradas de las terrazas para dominar con ojo
alucinado la extensión de los jardines del palacio real iluminados por farolillos
colgados de los cedros.
—Y sin embargo —decía—, sé que mi imperio está hecho de la materia de
los cristales, y agrega sus moléculas siguiendo un dibujo perfecto. En medio del
hervor de los elementos toma forma un diamante espléndido y durísimo, una
inmensa montaña facetada y transparente. ¿Por qué tus impresiones de viaje se
detienen en las engañosas apariencias y no captan este proceso incontenible?
¿Por qué induces a melancolías inesenciales? ¿Por qué escondes al emperador la
grandeza de su destino?
Y Marco:
—Mientras a una orden tuya, sir, la ciudad una y última alza sus muros
sin mácula, yo recojo las cenizas de las otras ciudades posibles que desaparecen
para cederle lugar y no podrán ser reconstruidas ni recordadas más. Sólo si
conoces el residuo de infelicidad que ninguna piedra preciosa llegará a resarcir,
podrás calcular el número exacto de quilates a que debe tender el diamante final,
y no errarás los cálculos de tu proyecto desde el principio.
36
LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 5
Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir
nunca la ciudad con el discurso que la describe. Y sin embargo, entre la
una y el otro hay una relación. Si te describo Olivia, ciudad rica en
productos y beneficios, para significar su prosperidad no tengo otro
medio sino hablar de palacios de filigrana y cojines con flecos en Los
antepechos de los ajimeces; más allá de la reja de un patio, una girándula
de surtidores riega un prado donde un pavo real blanco hace la rueda.
Pero con este discurso tu comprendes en seguida que Olivia está
envuelta en una nube de hollín y de pringue que se pega a las paredes de
las casas; que en la red de vías los remolques, en sus maniobras, aplastan
a los peatones contra los muros. Si he de contarte la laboriosidad de los
habitantes, hablo de las tiendas de los talabarteros olorosas de cuero, de
las mujeres que parlotean mientras tejen tapetes de rafia, de los canales
pensiles cuyas cascadas mueven las palas de los molinos: pero la imagen
que estas palabras evocan en tu conciencia iluminada es el gesto que
acerca al mandril hasta los dientes de la fresa repetidos por millares de
manos millares de veces en el tiempo fijado por los turnos de los
equipos. Si he de explicarte cómo el espíritu de Olivia tiende a una vida
libre y a una civilización refinada, te hablaré de damas que navegan
cantando por la noche en canoas iluminadas entre las orillas de un verde
estuario; pero es sólo para recordarte que en los suburbios donde
desembarcan todas las noches hombres y mujeres como filas de
sonámbulos, hay siempre quien en la oscuridad rompe a reír, da rienda
suelta a las bromas y a los sarcasmos.
Esto quizá no lo sabes: que para hablar de Olivia no podría
pronunciar otro discurso. Si hubiera verdaderamente una Olivia de
ajimeces y pavos reales, de talabarteros y tejedores de alfombras y
canoas y estuarios, sería un mísero agujero negro de moscas, y para
describírtelo tendría que recurrir a las metáforas del hollín, del chirriar
de las ruedas, de los gestos repetidos, de los sarcasmos. La mentira no
está en las palabras, está en las cosas.
LAS CIUDADES SUTILES. 4
La ciudad de Sofronia se compone de dos medias ciudades. En una
está la gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el estrellón de
37
cadenas, la rueda de las jaulas giratorias, el pozo de la muerte con los
motociclistas cabeza abajo, la cúpula del circo con el racimo de trapecios
colgando en el centro. La otra media ciudad es de piedra y mármol y
cemento, con el banco, las fábricas, los palacios, el matadero, la escuela y
todo lo demás. Una de las medias ciudades está fija, la otra es
provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado, la desclavan, la
desmontan y se la llevan para trasplantarla en los terrenos baldíos de
otra media ciudad.
Así todos los años llega el día en que los peones desprenden los
frontones de mármol, desarman los muros de piedra, los pilones de
cemento, desmontan el ministerio, el monumento, los muelles, la
refinería de petróleo, el hospital, los cargan en remolques para seguir de
plaza en plaza el itinerario de cada año. Ahí se queda la media Sofronia
de los tiros al blanco y de los carruseles, con el grito suspendido de la
navecilla de la montaña rusa invertida, y comienza a contar cuántos
meses, cuántos días tendrá que esperar antes de que vuelva la caravana y
la vida entera recomience.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 3
Al entrar en el territorio que tiene a Eutropia por capital, el viajero
ve no una ciudad sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre sí,
desparramadas en un vasto y ondulado altiplano. Eutropia es no una
sino todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola esta habitada, las
otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo. El día en que los
habitantes de Eutropia se sienten asaltados por el cansancio, y nadie
soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente
a la que hay que saludar o que saluda, entonces toda la ciudadanía
decide trasladarse a la ciudad vecina que esta allí esperándolos, vacía y
como nueva, donde cada uno tomara otro trabajo, otra mujer, verá otro
paisaje al abrir las ventanas, pasará noches en otros pasatiempos,
amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de mudanza en
mudanza, entre ciudades que por la exposición o el declive o los cursos
de agua o los vientos se presentan cada una con ciertas diferencias de las
otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes
diversidades de riqueza o de autoridad, el paso de una función a la otra
ocurre casi sin sacudidas; la variedad esta asegurada por los múltiples
38
trabajos, de modo que en el espacio de una vida rara vez vuelve uno a un
oficio que ya ha sido el suyo.
Así la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose para
arriba y para abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven
a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas
réplicas con acentos diversamente combinados; abren bocas alternadas
en bostezos iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia
permanece idéntica a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, patrón de
la ciudad, cumplió este ambiguo milagro.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 2
Es el humor de quien la mira el que da a la ciudad de Zemrude su
forma. Si pasas silbando, con la nariz levantada detrás del silbido, la
conocerás de abajo para arriba: antepechos, cortinas que se agitan,
surtidores. Si caminas con el mentón sobre el pecho, con las uñas
clavadas en las palmas, tus miradas se enredarán al ras del suelo en el
agua de la calzada, las alcantarillas, las espinas de pescado, los papeles
sucios. No puedo decir que un aspecto de la ciudad sea más verdadero
que el otro, pero de la Zemrude de arriba oyes hablar sobre todo a quien
la recuerda hundido en la Zemrude de abajo, recorriendo todos los días
los mismos tramos de calle y encontrando por la mañana el malhumor
del día anterior incrustado al pie de las paredes. Para todos, tarde o
temprano, llega el día en que bajamos la mirada a lo largo de los caños
de las canaletas y no conseguimos despegarlos más del pavimento. El
caso inverso no está excluido, pero es más raro: por eso seguimos dando
vueltas por las calles de Zemrude con los ojos que ahora cavan debajo de
los sótanos, de los cimientos, de los pozos.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 1
Poco sabría decirte de Aglaura fuera de las cosas que los habitantes
mismos de la ciudad repiten desde siempre: una serie de virtudes
proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún
puntilloso homenaje a las reglas. Antiguos observadores, que no hay
razón para no suponer veraces, atribuyeron a Aglaura su durable surtido
de cualidades, confrontándolas con aquellas de otras ciudades de sus
39
tiempos. Ni la Aglaura que se dice ni la Aglaura que se ve ha cambiado
quizá mucho desde entonces, pero lo que era excéntrico se ha vuelto
usual, extrañeza lo que pasaba por norma, y las virtudes y los defectos
han perdido excelencia o desdoro en un concierto de virtudes y defectos
diversamente distribuidos. En este sentido no hay nada de cierto en
cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen
sólida y compacta de ciudad, mientras alcanzan menor consistencia los
juicios dispersos que se pueden enunciar viviendo en ella. El resultado es
éste: la ciudad que dicen tiene mucho de lo que se necesita para existir,
mientras la ciudad que existe en su lugar existe menos.
Por eso, si quisiera describirte Aglaura ateniéndome a cuanto he
visto y probado personalmente, debería decirte que es una ciudad
desteñida, sin carácter, puesta allí a la buena de Dios. Pero tampoco esto
sería verdadero: a ciertas horas, en ciertos escorzos de camino, ves
abrírsete la sospecha de algo inconfundible, raro, acaso magnifico;
quisieras decir qué es, pero todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta
ahora aprisiona las palabras y te obliga a repetir antes que a decir.
Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece
sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que
crece en tierra. Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las
dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la
otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado.
—De ahora en adelante seré yo quien describa las ciudades —había dicho
el Kan—.
Tú en tus viajes verificarás si existen.
Pero las ciudades visitadas por Marco Polo eran siempre distintas de las
pensadas por el emperador.
—Y sin embargo, he construido en mi mente un modelo de ciudad, de la
cual se pueden deducir todas las ciudades posibles —dijo Kublai—. Aquel
encierra todo lo que responde a la norma. Como las ciudades que existen se
alejan en diverso grado de la norma, me basta prever las excepciones a la norma
y calcular sus combinaciones más probables.
—También yo he pensado en un modelo de ciudad de la cual deduzco
todas las otras— respondió Marco—. Es una ciudad hecha sólo de excepciones,
impedimentos, contradicciones, incongruencias, contrasentidos. Si una ciudad
así es cuanto hay de más improbable, disminuyendo el numero de los elementos
fuera de la norma aumentan las posibilidades de que la ciudad verdaderamente
sea.
40
Por lo tanto basta que yo sustraiga excepciones a mi modelo, y en
cualquier orden que proceda llegare a encontrarme delante de una de las
ciudades que, si bien siempre a modo de excepción, existen. Pero no puedo llevar
mi operación más allá de cierto límite: obtendría ciudades demasiado verosímiles
para ser verdaderas.
41
V
42
Desde la alta balaustrada del palacio el Gran Kan mira crecer el imperio.
La primera en dilatarse había sido la línea de los confines englobando los
territorios conquistados, pero la avanzada de los regimientos encontraba
comarcas semidesiertas, míseras aldeas de cabañas, aguazales donde se daba mal
el arroz, poblaciones magras, ríos secos, cañas. “Es hora de que mi imperio, ya
demasiado crecido hacia afuera — pensaba el Kan—, empiece a crecer hacia
adentro, y soñaba bosques de granadas maduras cuya corteza se raja, cebúes
asándose y rezumantes de grasa, vetas metalíferas que manan en
desmoronamientos de pepitas brillantes. .
Ahora muchas estaciones de abundancia han colmado los graneros. Los
ríos en crecida han arrastrado bosques de vigas destinadas a sostener los techos
de bronce de los templos y palacios. Caravanas de esclavos han desplazado
montañas de mármol serpentino a través del continente. El Gran Kan contempla
un imperio recubierto de ciudades que pesan sobre la tierra y sobre los hombres,
abarrotado de riquezas y pletórico, sobrecargado de ornamentos y de
obligaciones, complicado de mecanismos y de jerarquías, hinchado, tenso, turbio.
“Su propio peso es el que está aplastando al imperio, piensa Kublai, y en
sus sueños aparecen ciudades ligeras como cometas, ciudades caladas como
encajes, ciudades transparentes como mosquiteros, ciudades nervadura de hoja,
ciudades línea de la mano, ciudades filigrana para verlas a través de su opaco y
ficticio espesor.
—Te contaré lo que soñé anoche —dice a Marco —. En medio de una
tierra chata y amarilla sembrada de meteoritos y de rocas erráticas, veía elevarse
a lo lejos las agujas de una ciudad de pináculos afinados, hechos de modo que la
luna en su viaje pueda posarse ya sobre uno ya sobre otro, o mecerse colgada de
los cables de las grúas.
Y Polo:
—La ciudad que has soñado es Lalage. Esas invitaciones a hacer alto en el
cielo nocturno las dispusieron sus habitantes para que la luna conceda a todas
las cosas de la ciudad el don de crecer y volver a crecer sin fin.
—Hay algo que no sabes— añadió el Kan—. Agradecida, la luna ha
otorgado a la ciudad de Lalage un privilegio más raro: crecer en ligereza.
LAS CIUDADES SUTILES. 5
Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Ottavia, ciudadtelaraña.
Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está
en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se
43
camina sobre tos travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en
los intersticios, o uno se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay
nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé mas
abajo el fondo del despeñadero.
Esta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de
sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo;
escalas de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros,
terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos
suspendidos de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para
juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje colgante.
Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos
incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 4
En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la
ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas,
blancos o negros o grises o blanquinegros según indiquen relaciones de
parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son
tantos que ya no se puede pasar entre medio, los habitantes se van: se
desmontan las casas; quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos.
Desde la ladera de un monte, acampados con sus trastos, los
prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que
se levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos
no son nada.
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una
figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más
regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos
con sus casas.
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las
ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los
muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que
buscan una forma.
44
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 3
Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis
no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a
gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la
ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en
tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la
ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y
en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el
follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la
tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal
como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia
abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra,
hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 2
Dioses de dos especies protegen la ciudad de Leandra. Unos y
otros son tan pequeños que no se ven y tan numerosos que no se pueden
contar. Unos están sobre las puertas de las casas, en el interior, cerca del
perchero y el paragüero; en las mudanzas siguen a las familias y se
instalan en los nuevos alojamientos a la entrega de las llaves. Los otros
están en la cocina, se esconden de preferencia bajo las ollas, o en la
campana de la chimenea, o en el sucucho de las escobas: forman parte de
la casa y cuando la familia que la habitaba se va, ellos se quedan con los
nuevos inquilinos; tal vez ya estaban allí cuando la casa aún no existía,
entre las malas hierbas del solar, escondidos en una lata oxidada; si se
echa abajo la casa y en su lugar se construye un palomar para cincuenta
familias, se los encuentra multiplicados en las cocinas de otros tantos
apartamentos. Para distinguirlos llamaremos a unos Penates y a los otros
Lares.
En una casa no es que los Lares estén siempre con los Lares y los
Penates con los Penates: se frecuentan, pasean juntos por las cornisas de
estuco, por los caños del agua caliente, comentan las cosas de la familia,
es fácil que se peleen, pero pueden también llevarse bien durante años;
Viéndolos todos en fila no se distingue cuál es uno cuál el otro. Los Lares
han visto pasar entre sus paredes a Penates de las más diversas
45
procedencias y costumbres; a los Penates les toca acomodarse codo con
codo con los Lares de ilustres palacios en decadencia, llenos de dignidad,
o con Lares de chabolas, quisquillosos y desconfiados.
La verdadera esencia de Leandra es tema de discusiones sin fin.
Los Penates creen que son ellos el alma de la ciudad, aunque hayan
llegado el año anterior, y que se llevan consigo a Leandra cuando
emigran. Los Lares consideran a los penates huéspedes provisionales,
inoportunos, invasores; la verdadera Leandra es la de ellos, que da forma
a todo lo que contiene, la Leandra que estaba allí antes de que todos
estos intrusos llegaran, y que se quedará cuando todos se hayan ido.
En común tienen esto: que sobre cuanto sucede en la familia y en la
ciudad siempre tienen algo que criticar, los Penates sacando a relucir los
viejos, los bisabuelos, las tías segundas, la familia de otro tiempo; los
Lares el ambiente tal como era antes de que lo arruinaran. Pero no es que
vivan sólo de recuerdos: urden proyectos sobre la carrera que harán los
niños cuando sean grandes (los Penates), sobre lo que podría llegar a ser
aquella casa o aquella zona (los Lares) si estuviese en buenas manos.
Prestando atención especialmente de noche, en las casas de Leandra, se
los oye parlotear y parlotear, hacerse reproches, echarse pullas,
resoplidos, risitas irónicas.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 1
En Melania, cada vez que uno entra en la plaza, se encuentra en
mitad de un diálogo: el soldado fanfarrón y el parásito al salir por una
puerta se encuentran con el joven pródigo y la meretriz; o bien el padre
avaro desde el umbral dirige las últimas recomendaciones a la hija
enamorada y es interrumpido por el criado tonto que va a llevar un
billete a la celestina. Uno vuelve a Melania años después y encuentra el
mismo diálogo que continúa; entretanto han muerto el parásito, la
celestina, el padre avaro; pero el soldado fanfarrón, la hija enamorada, el
enano tonto han ocupado sus puestos, sustituidos a su vez por el
hipócrita, la confidente, el astrólogo.
La población de Melania se renueva: los interlocutores mueren uno
por uno y entretanto nacen los que se ubicarán a su vez en el diálogo,
éste en un papel, aquél en el otro. Cuando alguien cambia de papel o
abandona la plaza para siempre o entra por primera vez, se producen
cambios en cadena, hasta que todos los papeles se distribuyen de nuevo;
46
pero entre tanto al viejo colérico continúa respondiendo la criadilla
ocurrente, el usurero no deja de perseguir al joven desheredado, la
nodriza de consolar a la entenada, aunque ninguno de ellos conserve los
ojos y la voz que tenía en la escena precedente.
Sucede a veces que un solo interlocutor desempeña al mismo
tiempo dos o más papeles: tirano, benefactor, mensajero; o que un papel
se desdobla, se multiplica, se atribuye a cien, a mil habitantes de
Melania: tres mil para el hipócrita, treinta mil para el gorrón, cien mil
hijos de reyes caídos en desgracia que esperan el reconocimiento.
Con el paso del tiempo hasta los papeles no son exactamente los
mismos que antes; es cierto que la acci6n que impulsan a través de
intrigas y golpes de escena lleva a un desenlace final cualquiera, que
sigue acercándose aun cuando la madeja parezca enredarse más y
aumentar los obstáculos. El que se asoma a la plaza en momentos
sucesivos comprende que de un acto a otro el diálogo cambia, aunque las
vidas de los habitantes de Melania sean demasiado breves como para
advertirlo.
Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.
—¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? — pregunta Kublai Kan.
—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla — responde
Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman.
Kublai permanece silencioso, reflexionando. Después añade:
—¿Por qué me hablas de las piedras? Es sólo el arco lo que me importa.
Polo responde:
—Sin piedras no hay arco.
47
VI
48
—¿Te ha sucedido alguna vez ver una ciudad que se parezca a ésta? —
preguntaba Kublai a Marco Polo asomando la mano ensortijada fuera del
baldaquino de seda del bucentauro imperial, para señalar los puentes que se
arquean sobre los canales, los palacios principescos cuyos umbrales de mármol se
sumergen en el agua, el ir venir de los botes livianos que dan vueltas en zigzag
impulsados por largos remos, las gabarras que descargan cestas de hortalizas en
las plazas de los mercados, los balcones, las azoteas, las cúpulas, los
campanarios, los jardines de las islas que verdean en el gris de la laguna.
El emperador, acompañando por su dignatario extranjero, visitaba
Quinsai, antigua capital de depuestas dinastías, última perla engastada en la
corona del Gran Kan.
—No, sir —respondió Marco—, nunca hubiese imaginado que pudiera
existir una ciudad semejante ésta.
El emperador trato de escrutarlo en los ojos. El extranjero bajo la mirada.
Kublai permaneció silencioso todo el día.
Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo
exponía al soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan
terminaba las noches saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta
que su primer bostezo daba al séquito de pajes la señal de encender las antorchas
para guiar al soberano hasta el Pabellón del Augusto Sueño. Pero esta vez
Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.
—Dime una ciudad más— insistía.
—...Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y
levante...—proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y
comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse
inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el alba cuando dijo: Sir, ahora te
he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia— dijo el Kan.
Marco sonrío.
—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y
de Venecia cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera
ciudad que permanece implícita. Para mi es Venecia.
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—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida,
describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que
recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo
palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas
que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran
—dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo
de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.
LAS CIUDADES Y LOS INTERCAMBIOS. 5
En Smeraldina, ciudad acuática, una retícula de canales y una
retícula de calles se superponen y se entrecruzan. Para ir de un lugar a
otro siempre puedes elegir entre el recorrido terrestre y el recorrido en
barca, y como la línea más breve entre dos puntos en Smeraldina no es
una recta sino un zigzag que se ramifica en tortuosas variantes, las calles
que se abren a cada transeúnte no son solo dos sino muchas, y aumentan
aún más para quien alterna trayectos en barca y transbordos a tierra
firme. Así el tedio de recorrer cada día las mismas calles es ahorrado a
los habitantes de Smeraldina. Y eso no es todo: la red de pasajes no se
dispone en un solo estrato, sino que sigue un subibaja de escalerillas,
galerías, puentes convexos, calles suspendidas. Combinando sectores de
los diversos trayectos sobreelevados o de superficie, cada habitante se
permite cada día la distracción de un nuevo itinerario para ir a los
mismos lugares. Las vidas mas rutinarias y tranquilas en Smeraldina
transcurren sin repetirse.
A mayores constricciones están expuestas, aquí como en otras
partes, las vidas secretas y venturosas. Los gatos de Smeraldina, los
ladrones, los amantes clandestinos se desplazan por calles más altas y
discontinuas, saltando de un techo a otro, dejándose caer de una azotea a
un balcón, contorneando canaletas de tejado con paso de funámbulos.
Más abajo, los ratones corren en la oscuridad de las cloacas uno detrás de
la cola del otro, junto a los conspiradores y a los contrabandistas; atisban
desde alcantarillas y sumideros, se escabullen por intersticios y callejas,
arrastran de un escondrijo a otro cortezas de queso, mercancías
50
prohibidas, barriles de pólvora, atraviesan la compacidad de la ciudad
perforada por la irradiación de las galerías subterráneas.
Un mapa de Smeraldina debería comprender, señalados en tintas
de diversos colores, todos estos trazados, sólidos y líquidos, evidentes y
ocultos. Mas difícil es fijar en el papel los caminos de las golondrinas,
que cortan el aire sobre los techos, caen a lo largo de parábolas invisibles
con las alas quietas, se desvían para tragar un mosquito, vuelven a subir
en espiral rozando un pináculo, dominan desde cada punto de sus
senderos de aire todos los puntos de la ciudad.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 4
Al llegar a Fílides, te complaces en observar cuantos puentes
distintos uno del otro atraviesan los canales: convexos, cubiertos, sobre
pilastras, sobre barcas, colgantes, con parapetos calados; cuantas
variedades de ventanas se asoman a las calles: en ajimez, moriscas,
lanceoladas, ojivales, coronadas por lunetas o por rosetones; cuántas
especies de pavimentos cubren el suelo: cantos rodados, lastrones, grava,
baldosas blancas y azules. En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece
sorpresas a la vista: una mata de alcaparras que asoma por los muros de
la fortaleza, las estatuas de tres reinas sobre una ménsula, una cúpula en
forma de cebolla con tres cebollitas enhebradas en la aguja. “Feliz el que
tiene todos los días a Fillide delante de los ojos y no termina nunca de
ver las cosas que contiene”, exclamas, con la pesadumbre de tener que
dejar la ciudad después de haberla sólo rozado con la mirada.
Te ocurre a veces que te detienes en Fílides y pasas allí el resto de
tus días. Pronto la ciudad se decolora ante tus ojos, se borran los
rosetones, las estatuas sobre las ménsulas, las cúpulas. Como todos los
habitantes de Fílides, sigues líneas en zigzag de una calle a la otra,
distingues zonas de sol y zonas de sombra, aquí una puerta, allá una
escalera, un banco donde puedes apoyar el cesto, una cuneta donde el
pie tropieza si no te fijas. Todo el resto de la ciudad es invisible. Fílides es
un espacio donde se trazan recorridos entre puntos suspendidos en el
vacío, el camino más corto para llegar a la tienda de aquel comerciante
evitando la ventanilla de aquel acreedor. Tus pasos persiguen no lo que
se encuentra fuera de los ojos sino adentro, sepulto y borrado: si entre
dos soportales uno sigue pareciéndote más alegre es porque por el
pasaba hace treinta años una muchacha de anchas mangas bordadas, o
51
bien sólo porque recibe la luz a cierta hora, como aquel soportal que ya
no recuerdas dónde estaba.
Millones de ojos se alzan hasta ventanas puentes alcaparras y es
como si recorrieran una página en blanco. Muchas son las ciudades como
Fílides que se sustraen a las miradas, salvo si las atrapas por sorpresa.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 3
Durante mucho tiempo Pirra fue para mi una ciudad en astillada
en las laderas de un golfo, con ventanas altas y torres, cerrada como una
copa, con una plaza profunda en el centro como un pozo y con un pozo
en el centro. Nunca la había visto. Era una de las tantas ciudades donde
no he llegado jamás, que me imagino solamente a través del nombre:
Eufrasia, Otilia, Márgara, Getulia. Pirra tenía su lugar entre ellas,
distinta de cada una, como cada una inconfundible para los ojos de la
mente.
Llego el día en que mis viajes me llevaron a Pirra. Apenas puse el
pie, todo lo que imaginaba quedo olvidado; Pirra se había convertido en
lo que es Pirra; y yo creía haber sabido siempre que el mar no está a la
vista de la ciudad, escondido por una duna de la costa baja y ondulada;
que las calles corren largas y rectas; que las casas están reagrupadas con
intervalos, no altas, y las separan terrenos con depósitos de carpinterías y
aserraderos; que el viento mueve la girándula de las bombas hidráulicas.
Desde aquel momento el nombre Pirra evoca en mi mente esa vista, esa
luz, ese zumbido, ese aire en el que vuela un polvo amarillento: es
evidente que significa y no podía significar sino eso.
Mi mente sigue conteniendo un gran número de ciudades que no
he visto ni veré, nombres que llevan consigo una figura o fragmento o
deslumbramiento de figura imaginada: Getulia, Otilia, Eufrasia,
Márgara. También la ciudad alta sobre el golfo esta siempre allí, con la
plaza cerrada en torno al pozo, pero no puedo ya llamarla con un
nombre, ni recordar como podía darle un nombre que significa otra cosa.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 2
Jamás en mas viajes había avanzado hasta Adelma. Oscurecía
cuando desembarqué. En el muelle el marinero que atrapó al vuelo la
52
amarra y la ató a la bita se parecía a uno que había sido soldado
conmigo, y había muerto. Era la hora de la venta del pescado al por
mayor. Un viejo cargaba una cesta de erizos en una carretilla; creí
reconocerlo; cuando me volví había desaparecido en una calleja, pero
comprendí que se parecía a un pescador que, viejo ya siendo yo niño, no
podía seguir estando entre los vivos. Me turbó la vista de un enfermo de
fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: mi padre
pocos días antes de morir tenia los ojos amarillos y la barba hirsuta como
él, exactamente. Aparté la mirada; no me atrevía a mirar a nadie más a la
cara.
Pensé: —Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no se
encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una
ciudad verdadera, habitada por vivos, bastaría seguir mirándola fijo para
que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras
de angustia. En un caso o en el otro, es mejor que no insista en
mirarlos—.
Una verdulera pesaba unas berzas en la romana y las ponía en una
canasta colgada de una cuerdecita que una muchacha bajaba desde un
balcón. La muchacha era igual a una de mi pueblo que se volvió loca de
amor y se mató. La verdulera alzó la cara: era mi abuela.
Pensé: —Uno llega a un momento de la vida en que de la gente que
ha conocido son mas los muertos que los vivos. Y la mente se niega a
aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que
encuentra, imprime los viejos calcos, para cada una encuentra la máscara
que más se adapta.
Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados bajo
garrafones y barriles; las caras estaban ocultas por costales usados como
capuchas. “Ahora se las levantan y los reconozco”, pensaba con
impaciencia y con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que
recorriera con la mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me
veía asaltado por caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me
miraban como para hacerse reconocer, como para reconocerme, como si
me hubieran reconocido. Quizá yo también me pareciera para cada uno
de ellos a alguien que había muerto. Apenas había llegado a Adelma y
ya era uno de ellos, me había pasado de su lado, confuso en aquel
fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.
Pensé: —”Tal vez Adelma es la ciudad a la que se llega al morir y
donde cada uno encuentra las personas que ha conocido. Es señal de que
estoy muerto también yo”. Pensé además: —Es señal de que el más allá
no es feliz—.
53
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 1
En Eudossia, que se extiende hacia arriba y hacia abajo, con callejas
tortuosas, escaleras, callejones sin salida, tugurios, se conserva una
alfombra en la que puedes contemplar la verdadera forma de la ciudad.
A primera vista nada parece semejar menos a Eudossia que el dibujo de
la alfombra, ordenado en figuras simétricas que repiten sus motivos a lo
largo de líneas rectas y circulares, entretejida de hebras de colores
esplendorosos, la alternancia de cuyas tramas puedes seguir a lo largo de
toda la urdimbre. Pero si te detienes a observarla con atención, te
convences de que a cada lugar de la alfombra corresponde un lugar de la
ciudad y que todas las cosas contenidas en la ciudad están comprendidas
en el dibujo, dispuestas según sus verdaderas relaciones que escapan a
tu ojo distraído por el ir y venir, el hormigueo, el gentío. Toda la
confusión de Eudossia, los rebuznos de los mulos, las manchas del negro
de humo, el olor del pescado, es lo que aparece en la perspectiva parcial
que tu percibes; pero la alfombra prueba que hay un punto desde el cual
la ciudad muestra sus verdaderas proporciones, el esquema geométrico
implícito en cada uno de sus mínimos detalles.
Perderse en Eudossia es fácil: pero cuando te concentras en mirar la
alfombra reconoces la calle que buscabas en un hilo carmesí o índigo o
amaranto que a través de una larga vuelta te hace entrar en un recinto de
color púrpura que es tu verdadero punto de llegada. Cada habitante de
Eudossia confronta con el orden inmóvil de la alfombra una imagen suya
de la ciudad, una angustia suya, y cada uno puede encontrar escondida
entre los arabescos una respuesta, el relato de su vida, las vueltas del
destino.
Sobre la relación misteriosa de dos objetos tan diversos como la
alfombra y la ciudad se interrogó a un oráculo. Uno de los dos objetos —
fue la respuesta— tiene la forma que los dioses dieron al cielo estrellado
y a las órbitas en que giran los mundos; el otro no es más que su reflejo
aproximativo, como toda obra humana.
Los augures estaban seguros desde hacía ya tiempo de que el
armónico diseño de la alfombra era de factura divina; en este sentido se
interpreto el oráculo, sin suscitar controversias. Pero del mismo modo tú
puedes extraer la conclusión opuesta: que el verdadero mapa del
universo es la ciudad de Eudossia tal como es, una mancha que se
extiende sin forma, con calles todas en zigzag, casas que se derrumban
una sobre otra en la polvareda, incendios, gritos en la oscuridad.
54
—...¡Entonces el tuyo es realmente un viaje en la memoria! —El Gran
Kan, siempre con el oído atento, se sobresaltaba en la hamaca cada vez que
percibía en el discurso de Marco una inflexión melancólica. —¡Para librarte de
tu carga de nostalgia has ido tan lejos! —exclamaba, o bien—:
—Con la bodega llena de añoranzas vuelves de tus expediciones! —y
añadía, con sarcasmo—:
—¡Magras adquisiciones, a decir verdad, para un mercader de la
Serenísima!
Este era el punto al que tendían todas las preguntas de Kublai sobre el
pasado y sobre el futuro; hacía una hora que jugaba como el gato con el ratón, y
finalmente ponía a Marco en aprietos, cayéndole encima, plantándole una rodilla
sobre el pecho, aferrándolo por la barba:
—Esto era lo que quería saber de ti: confiesa que contrabandeas: ¡estados
de ánimo, estados de gracia, elegías!
Frases y actos quizá sólo pensados, mientras los dos, silenciosos e
inmóviles, miraban subir lentamente el humo de sus pipas. La nube ya se
disolvía en un hilo de viento, ya quedaba suspendida en mitad del aire; y la
respuesta estaba en aquella nube. El soplo se llevaba el humo, Marco pensaba en
los vapores que nublan la extensión del mar y las cadenas de montañas y al
despejarse dejan el aire seco y diáfano revelando ciudades lejanas. Mas allá de
aquella pantalla de humores volátiles quería llegar su mirada: la forma de las
cosas se distingue mejor en lontananza.
O bien la nube se detenía apenas salida de los labios, densa y lenta, y
remitía a otra visión: las exhalaciones que se estancan sobre los techos de las
metrópolis, el humo opaco que no se dispersa, la capa de miasmas que pesa sobre
las calles bituminosas. No las frágiles nieblas de la memoria ni la seca
transparencia, sino los tizones de las vidas quemadas que forman una costra
sobre la ciudad, la espina hinchada de materia vital que no se escurre más, el
atasco de pasado presente futuro que bloquea las existencias calcificadas en la
ilusión del movimiento: esto encontrabas al término del viaje.
55
VII
56
Kublai:—No sé cuándo has tenido tiempo de visitar todos los países que
me describes. A mí me parece que nunca te has movido de estos jardines.
Polo:—Todo lo que veo y hago cobra sentido en un espacio de la mente
donde reina la misma calma que aquí, la misma penumbra, el mismo silencio
recorrido por crujidos de hojas. En el momento en que me concentro en la
reflexión, me encuentro siempre en este jardín, a esta hora de la noche, en tu
augusta presencia, aunque siempre remontando sin un instante de descanso un
río verde de cocodrilos o contando las barricas de pescado salado que bajan a la
bodega.
Kublai: —Tampoco yo estoy seguro de estar aquí, paseando entre las
fuentes de pórfido, escuchando el eco de los surtidores, y no cabalgando con
costras de sudor y sangre a la cabeza de mi ejército, conquistando los países que
tú tendrás que describir, o tronchando los dedos de los asaltantes que escalan los
muros de una fortaleza asediada.
Polo: —Tal vez este jardín existe sólo a la sombra de nuestros párpados
bajos, y nunca hemos cesado, tú de levantar el polvo en los campos de batalla, yo
de contratar costales de pimienta en lejanos mercados, pero cada vez que
entrecerramos los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, nos está
permitido retirarnos aquí vestidos con quimonos de seda, para considerar lo que
estamos viendo y viviendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos.
Kublai: —Quizá este diálogo nuestro se desenvuelve entre dos harapientos
apodados Kublai Kan y Marco Polo, que revuelven en un basural, amontonan
chatarra oxidada, pedazos de trapo, papeles viejos, y ebrios con unos pocos tragos
de mal vino, ven resplandecer a su alrededor todos los tesoros del Oriente.
Polo: —Quizá del mundo ha quedado un terreno baldío cubierto de
albañales y el jardín colgante del palacio del Gran Kan. Son nuestros párpados
los que los separan, pero no se sabe cuál está adentro y cuál afuera.
LAS CIUDADES Y LOS OJOS. 5
Vadeado el río, traspuesto el paso, el hombre encuentra enfrente,
de pronto, la ciudad de Moriana, con sus puertas de alabastro
transparentes a la luz del sol, sus columnas de coral que sostienen los
frontones con incrustaciones de piedra serpentina, sus villas todas de
vidrio como acuarios donde nadan las sombras de las bailarinas de
escamas plateadas bajo las arañas de luces en forma de medusa. Si no es
su primer viaje, el hombre sabe ya que las ciudades como ésta tienen un
reverso: basta recorrer un semicírculo y será visible la faz oculta de 
57
Moriana, una extensión de metal oxidado, tela de costal, ejes erizados de
clavos, caños negros de hollín, montones de latas, muros ciegos con
inscripciones desteñidas, asientos de sillas desfondadas, cuerdas buenas
sólo para colgarse de una viga podrida.
De parte a parte parece que la ciudad continuara en perspectiva
multiplicando su repertorio de imágenes: en cambio no tiene espesor,
consiste sólo en un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con
una figura de este lado y otra del otro, que no pueden despegarse ni
mirarse.
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 4
Clarice, ciudad gloriosa, tiene una historia atormentada. Varias
veces decayó y volvió a florecer, teniendo siempre a la primera Clarice
como modelo inigualable de todo esplendor, por comparación con la
cual el estado presente de la ciudad no deja de suscitar nuevos suspiros a
cada vuelta de las estrellas.
En los siglos de degradación la ciudad, vaciada por las pestilencias,
rebajada de estatura por los derrumbes de viguerías y cornisas y por los
desmoronamientos de tierra, oxidada y obstruida por incuria o ausencia
de los encargados de la conservación, se repoblaba lentamente al
reemerger de sótanos y madrigueras hordas de supervivientes que como
ratones hormigueaban movidos por la manía de hurgar y roer, y también
de arrebañar residuos y frangollar, como pájaros haciendo su nido.
Se dedicaban a todo lo que podía sacarse de donde estaba para
ponerlo en otro lugar a fin de darle otro uso: los cortinajes de brocado
terminaban por hacer de sábanas; en las urnas cinerarias de mármol
plantaban albahaca; las verjas de hierro forjado arrancadas de las
ventanas de los gineceos servían para asar carne de gato sobre fuegos de
madera taraceada. Puesta en pie por fragmentos desparejos de la Clarice
inservible, tomaba forma una Clarice de la sobrevivencia, toda tugurios y
cuchitriles , charcos infectos, conejeras. Y sin embargo, del antiguo
esplendor de Clarice no se había perdido casi nada, todo estaba allí, solo
que dispuesto en un orden diferente pero adecuado no menos que antes
a las exigencias de los habitantes.
A los tiempos de indigencia sucedían épocas más alegres: una
Clarice mariposa suntuosa brotaba de la Clarice crisálida menesterosa; la
nueva abundancia hacia rebosar la ciudad de materiales, edificios,
58
objetos nuevos; otras gentes afluían del exterior; nada ni nadie tenía que
ver con la Clarice o las Clarices de antes; y cuanto más se asentaba
triunfalmente la nueva ciudad en el lugar y en el nombre de la primera
Clarice, más advertía que se alejaba de ella, que la destruía no menos
rápidamente que los ratones y el moho: no obstante el orgullo del nuevo
fasto, en el fondo del corazón se sentía extraña, incongruente,
usurpadora.
Y ahora los fragmentos del primer esplendor, que se había salvado
adaptándose a tareas más oscuras, eran nuevamente desplazados,
custodiados bajo campanas de vidrio, encerrados en vitrinas, posados en
cojines de terciopelo, y no porque pudieran servir todavía para algo sino
porque a través de ellos se hubiera querido recomponer una ciudad de la
cual nadie sabía ya nada.
Otros deterioros, otras lozanías se han sucedido en Clarice. Las
poblaciones y las costumbres cambiaron varias veces; quedaron el
nombre, la ubicación y los objetos más difíciles de romper. Cada nueva
Clarice, compacta como un cuerpo viviente con sus olores y su
respiración, exhibe como un collar lo que queda de las antiguas Clarices
fragmentarias y muertas. No se sabe cuándo los capiteles corintios
estuvieron en lo alto de sus columnas; sólo se recuerda uno de ellos que
durante muchos años sostuvo en un gallinero la cesta donde las gallinas
ponían los huevos y de allí paso al Museo de los Capiteles, en fila con los
otros ejemplares de la colección. El orden de sucesión de las eras se ha
perdido; que ha habido una primera Clarice es creencia difundida, pero
no hay pruebas que lo demuestren; los capiteles podrían haber estado
antes en los gallineros que en los templos, en las urnas de mármol podía
haberse sembrado antes albahaca que huesos de difuntos. De seguro se
sabe sólo esto: cierto numero de objetos se desplaza en un determinado
espacio, ya sumergido por una cantidad de objetos nuevos, ya
consumiéndose sin recambio; la regla es mezclarlos cada vez y hacer la
prueba nuevamente de ponerlos juntos. Tal vez Clarice ha sido siempre
solo un revoltijo de trastos desportillados, desparejos, en desuso.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 3
No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a
huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos
brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad
59
bajo tierra. Esos cadáveres, desecados de manera que no quede sino el
esqueleto revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para seguir
con las ocupaciones de antes. De éstas, son los momentos
despreocupados los que gozan de preferencia: los más de ellos se
instalan en torno a mesas puestas, o en actitudes de danza o con el gesto
de tocar la trompeta. Sin embargo, todos los comercios y oficios de la
Eusapia de los vivos funcionan bajo tierra, o por lo menos aquellos que
los vivos han desempeñado con mas satisfacción que fastidio: el relojero,
en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima una oreja
apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero jabona con la
brocha seca el hueso del pómulo de un actor mientras éste repasa su
papel clavando en el texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera
risueña ordena una osamenta de vaquillona.
Claro, son muchos los vivos que piden para después de muertos
un destino diferente del que ya les tocó: la necrópolis esta atestada de
cazadores de leones, mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas,
mantenidas, generales, más de cuantos contó nunca ciudad viviente.
La obligación de acompañar abajo a los muertos y de acomodarlos
en el lugar deseado ha sido confiada a una cofradía de encapuchados.
Ningún otro tiene acceso a Eusapia de los muertos y todo lo que se sabe
de abajo se sabe por ellos.
Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no deja
de darles una mano; los encapuchados después de muertos seguirán en
el mismo oficio aun en la otra Eusapia; se da a entender que algunos de
ellos ya están muertos y siguen andando arriba y abajo. Desde luego, la
autoridad de esta congregación en la Eusapia de los vivos esta muy
extendida.
Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en
la Eusapia de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad;
no muchas, pero sí fruto de reflexión ponderada, no de caprichos
pasajeros. De un año a otro, dicen, la Eusapia de los muertos es
irreconocible. Y los vivos, para no ser menos, todo lo que los
encapuchados cuentan de las novedades de los muertos también quieren
hacerlo. Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a copiar su copia
subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido los
muertos quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su
ciudad. Dicen que en las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber
cuáles son los vivos y cuáles los muertos.
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LAS CIUDADES Y EL CIELO. 2
Se atribuye a Bersabea esta creencia: que suspendida en el cielo
existe otra Bersabea donde se ciernen las virtudes y los sentimientos más
elevados de la ciudad, y que si la Bersabea terrena toma como modelo la
celeste, llegará a ser una sola cosa con ella. La imagen que la tradición
divulga es la de una ciudad de oro macizo, con pernos de plata y puertas
de diamante, una ciudad joya, toda taraceas y engarces, como puede
resultar del estudio más laborioso aplicado a las materias más
apreciadas. Fieles a esta creencia, los habitantes de Bersabea honran todo
lo que les evoca la ciudad celeste: acumulan metales nobles y piedras
raras, renuncian a los abandonos efímeros, elaboran formas de
compuesto decoro.
Creen empero estos habitantes que otra Bersabea existe bajo tierra,
receptáculo de todo lo que tienen por despreciable e indigno, y es
constante su preocupación por borrar de la Bersabea de afuera todo
vínculo o semejanza con la gemela inferior. En lugar de los techos
imaginan que haya en la ciudad baja cajones de basura volcados, de los
que se desprenden cortezas de queso, papeles engrasados, agua de
platos, restos de fideos, viejas vendas. O que sin más su sustancia es
aquella oscura y dúctil y densa como la pez que baja por las cloacas
prolongando el recorrido de las vísceras humanas, de negro agujero en
negro agujero, hasta aplastarse en el último fondo subterráneo, y que de
los mismos bolos perezosos enroscados allí abajo se elevan vuelta sobre
vuelta los edificios de una ciudad fecal, de entorchadas agujas.
En las creencias de Bersabea hay una parte de verdad y una de
error. Cierto es que dos proyecciones de si misma acompañan a la
ciudad, una celeste y otra infernal; pero acerca de su consistencia hay
una equivocación. El infierno que se incuba en el más profundo subsuelo
de Bersabea es una ciudad diseñada por los mas autorizados arquitectos,
construida con los materiales mas caros del mercado, que funciona en
todo su mecanismo y relojería y engranaje empavesada de flecos y borlas
y volantes colgados de todos los caños y las bielas.
Atenta a acumular sus quilates de perfección, Bersabea cree virtud
aquello que es ahora una oscura obsesión por llenar el vaso vacío de sí
misma; no sabe que los únicos momentos de abandono generoso son los
del desprender de sí, dejar caer, expandir. Sin embargo, en el cenit de
Bersabea gravita un cuerpo celeste donde resplandece todo el bien de la
ciudad, encerrado en el tesoro de las cosas desechadas: un planeta
61
flameante de peladuras de patata, paraguas desfondados, medias en
desuso, centelleante de pedazos de vidrio, botones perdidos, papeles de
chocolate, pavimento de billetes de tranvía, recortes de unas y de callos,
cáscaras de huevo. La ciudad celeste es ésta y por su cielo corren cometas
de larga cola, lanzados a girar en el espacio por el solo acto libre y feliz
de que son capaces los habitantes de Bersabea, ciudad que sólo cuando
defeca no es avara calculadora interesada.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 1
La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada
mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con
jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae
del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las
últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos
de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de
dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases,
materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos,
juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican,
venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada
día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si
la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las
cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse
de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos
como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se
rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal
vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que
pensar mas en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie
se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se
expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los
desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se
despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto
más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora
la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a
fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios
indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como
un reborde montañoso.
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El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más
acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se
puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí
misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se
amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años
y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el
desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última
cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí
montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los con
fines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el
centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre
las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los
detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se
mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de
derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su
funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos
desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la
ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado
con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo
nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli
siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos
los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo
territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales.
Polo: —...Tal vez este jardín sólo asoma sus terrazas sobre el lago de
nuestra mente...
Kublai: —...y por lejos que nos lleven nuestras atormentadas empresas de
condotieros y de mercaderes, ambos custodiamos dentro de nosotros esta sombra
silenciosa, esta conversación pausada, esta noche siempre igual.
Polo: —A menos que sea cierta la hipótesis opuesta: que quienes se afanan
en los campamentos y en los puertos existan sólo porque los pensamos nosotros
dos, encerrados entre estos setos de bambú, inmóviles desde siempre.
Kublai: —Que no existan la fatiga, los alaridos, las heridas, el hedor, sino
solo esta planta de azalea.
Polo: —Que los cargadores, los picapedreros, los barrenderos, las
cocineras que limpian las entrañas de los pollos, las lavanderas inclinadas sobre
63
la piedra, las madres de familia que revuelven el arroz mientras amamantan a
los recién nacidos, existan sólo porque nosotros los pensamos.
Kublai: —A decir verdad, yo no los pienso nunca.
Polo: —Entonces no existen.
Kublai: —No creo que esa conjetura nos convenga. Sin ellos nunca
podríamos estar meciéndonos arrebujados en nuestras hamacas.
Polo: —Hay que excluir la hipótesis, entonces. Por lo tanto será cierta la
otra: que existan ellos y no nosotros.
Kublai: —Hemos demostrado que si existiéramos, no estaríamos aquí.
Polo: —Pero en realidad estamos.
64
VIII
65
A los pies del trono del Gran Kan se extendía un pavimento de mayólica.
Marco Polo, informador mudo, exhibía el muestrario de las mercancías traídas
de sus viajes a los confines del imperio: un yelmo, una conchilla, un coco, un
abanico. Disponiendo en cierto orden los objetos sobre las baldosas blancas y
negras y desplazándolos uno tras otro con movimientos estudiados, el embajador
trataba de representar a los ojos del monarca las vicisitudes de su viaje, el estado
del imperio, las prerrogativas de las remotas cabezas de distrito.
Kublai era un atento jugador de ajedrez; siguiendo los gestos de Marco
observaba que ciertas piezas implicaban o excluían la vecindad de otras piezas y
se desplazaban según ciertas líneas. Desentendiéndose de la variedad de formas
de los objetos, definía el modo de disponerse los unos respecto de los otros sobre
el pavimento de mayólica. Pensó: “Si cada ciudad es como una partida de
ajedrez, el día que llegue a conocer sus reglas poseeré finalmente mi imperio,
aunque jamás consiga conocer todas las ciudades que contiene”.
En el fondo, era inútil que Marco para hablarle de sus ciudades recurriese
a tantas zarandajas: bastaba un tablero de ajedrez con sus piezas de formas
exactamente clasificables. A cada pieza se le podía atribuir cada vez un
significado apropiado: un caballo podía representar tanto un verdadero caballo
como un cortejo de carrozas, un ejército en marcha, un monumento ecuestre; y
una reina podía ser una dama asomada al balcón, una fuente, una iglesia de
cúpula puntiaguda, una planta de membrillo.
Al volver de su ultima misión, Marco Polo encontró al Kan esperándolo
sentado delante de un tablero de ajedrez. Con un gesto lo invitó a sentarse frente
a él y a describirle con la sola ayuda del juego las ciudades que había visitado. El
veneciano no se desanimó. El ajedrez del Gran Kan tenia grandes piezas de
marfil pulido: disponiendo sobre el tablero torres amenazadoras y caballos
espantadizos, agolpando enjambres de peones, trazando caminos rectos u
oblicuos como el paso majestuoso de la reina, Marco recreaba las perspectivas y
los espacios de ciudades blancas y negras en las noches de luna.
Al contemplar estos paisajes esenciales, Kublai reflexionaba sobre el orden
invisible que rige las ciudades, las reglas a las que responde su surgir y cobrar
forma y prosperar y adaptarse a las estaciones y marchitarse y caer en ruinas. A
veces le parecía que estaba a punto de descubrir un sistema coherente y
armonioso por debajo de las infinitas deformidades y desarmonías, pero ningún
modelo resistía la comparación con el juego de ajedrez. Quizá, en vez de afanarse
por evocar con el magro auxilio de las piezas de marfil visiones de todos modos
destinadas al olvido, bastaba jugar una partida según las reglas, y contemplar
cada estado sucesivo del tablero como una de las innumerables formas que el
sistema de las formas compone y destruye.
En adelante Kublai Kan no tenia necesidad de enviar a Marco Polo a
expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez.
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El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los
saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las
incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón,
por las alternativas inexorables de cada partida.
El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el porqué
del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una
pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo el
pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro o
blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai
había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los
multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía a
una tesela de madera cepillada: la nada...
LAS CIUDADES Y EL NOMBRE. 5
Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la hora en
que las luces se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo la
rosa del poblado: donde es más densa de ventanas, donde ralea en
senderos apenas iluminados, donde amontona sombras de jardines, y
levanta torres con luces de señales; y si la noche es brumosa, un
esfumado claror se hincha como una esponja lechosa al pie de las caletas.
Los viajeros del altiplano, los pastores con los rebaños
trashumantes, los pajareros que vigilan sus redes, los ermitaños que
recogen raíces, todos miran hacia abajo y hablan de Irene. El viento trae a
veces una música de bombos y trompetas, el chisporroteo de los disparos
en las luces de una fiesta; a veces el desgranar de la metralla, la explosión
de un polvorín en el cielo amarillo de los fuegos encendidos por la
guerra civil. Los que miran desde arriba hacen conjeturas acerca de lo
que está sucediendo en la ciudad, se preguntan si estaría bien o mal
encontrarse en Irene esa noche. No es que tengan intención de ir —y de
todos modos los caminos que bajan al valle son malos— pero Irene
imanta miradas y pensamientos del que esta allá en lo alto.
Llegado a este punto Kublai Kan espera que Marco hable de una
Irene como se ve desde adentro. Y Marco no puede hacerlo: qué es la
ciudad que los del altiplano llaman Irene, no ha conseguido saberlo; por
lo demás poco importa: si se la viera estando en medio sería otra ciudad;
Irene es un nombre de ciudad de lejos, y si uno se acerca, cambia.
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La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para el que
está preso de ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera
vez, otra la que se deja para no volver; cada una merece un nombre
diferente; quizá de Irene he hablado ya bajo otros nombres; quizá no he
hablado sino de Irene.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 4
Lo que hace a Argia diferente de las otras ciudades es que en vez
de aire tiene tierra. La tierra cubre completamente las calles, las
habitaciones están llenas de arcilla hasta el cielo raso, sobre las escaleras
se apoya otra escalera en negativo, encima de los techos de las casas
pesan estratos de terreno rocoso como cielos con nubes. Si los habitantes
pueden dar vueltas por la ciudad ensanchando las galerías de los
gusanos y las fisuras por las que se insinúan las raíces, no lo sabemos: la
humedad demuele los cuerpos y les deja pocas fuerzas; conviene que se
queden quietos y tendidos, tan oscuro está.
De Argia, desde aquí arriba, no se ve nada; hay quien dice: —Está
allá abajo— y no queda sino creerlo; los lugares están desiertos. De
noche, apoyando la oreja en el suelo, a veces se oye una puerta que
golpea.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 3
El que llega a Tecla poco ve de la ciudad, detrás de las cercas de
tablas, los abrigos de arpillera, los andamios, las armazones metálicas,
los puentes de madera colgados de cables o sostenidos por caballetes, las
escalas de cuerda, los esqueletos de alambre. A la pregunta: —¿por qué
la construcción de Tecla se hace tan larga?— los habitantes, sin dejar de
levantar cubos, de bajar plomadas, de mover de arriba abajo largos
pinceles: —Para que no empiece la destrucción —responden. E
interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la ciudad
empiece a resquebrajarse y hacerse pedazos, añaden con prisa, en voz
baja: —No sólo la ciudad.
Si, insatisfecho con la respuesta, alguno apoya el ojo en la rendija
de una empalizada, ve grúas que suben otras grúas, armazones que
cubren otras armazones, vigas que apuntalan otras vigas.
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—¿Que sentido tiene este construir?—pregunta—. ¿Cuál es el fin
de una ciudad en construcción sino una ciudad? ¿Dónde está el plano
que siguen, el proyecto?
—Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no podemos
interrumpir —responden.
El trabajo cesa al atardecer. Cae la noche sobre la obra en
construcción. Es una noche estrellada.
—Éste es el proyecto— dicen.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 2
Si al tocar tierra en Trude no hubiese leído el nombre de la ciudad
escrito en grandes letras, hubiera creído llegar al mismo aeropuerto del
que partiera. Los suburbios que tuve que atravesar no eran distintos de
aquellos otros, con las mismas casas amarillentas y verdosas. Siguiendo
las mismas flechas se contorneaban los mismos canteros de las mismas
plazas. Las calles del centro exponían mercancías embalajes enseñas que
no cambiaban en nada. Era la primera vez que iba a Trude, pero conocía
ya el hotel donde acerté a alojarme; ya había oído y dicho mis diálogos
con compradores y vendedores de chatarra; otras jornadas iguales a
aquélla habían terminado mirando a través de los mismos vasos los
mismos ombligos ondulantes.
¿Por qué venir a Trude? me preguntaba. Y ya quería irme.
—Puedes remontar el vuelo cuando quieras— me dijeron—, pero
llegaras a otra Trude, igual punto por punto; el mundo está cubierto por
una única Trude que no empieza ni termina, sólo cambia el nombre del
aeropuerto.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 1
En Olinda, el que va con una lupa y busca con atención puede
encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de
alfiler donde, mirando con un poco de aumento, se ven dentro los techos
las antenas las claraboyas los jardines los tazones de las fuentes, las rayas
de las calzadas, los quioscos de las plazas, la pista para las carreras de
caballos. Ese punto no se queda ahí: después de un año se lo encuentra
grande como medio limón, después como un hongo políporo, después
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como un plato de sopa. Y entonces se convierte en una ciudad de tamaño
natural, encerrada dentro de la ciudad de antes: una nueva ciudad que se
abre paso en medio de la ciudad de antes y la empuja hacia afuera.
Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en círculos
concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año aumentan un
anillo. Pero a las otras ciudades les queda en el medio el viejo recinto
amurallado, ceñidísimo, bien apretado, del que brotan resecos los
campanarios las torres los tejados las cúpulas, mientras los barrios
nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un cinturón que se
desata. En Olinda no: las viejas murallas se dilatan, llevándose consigo
los barrios antiguos, que crecen en los confines de la ciudad,
manteniendo las proporciones en un horizonte más ancho; éstos
circundan barrios un poco menos viejos, aunque de perímetro mayor y
afinados para dejar sitio a los más recientes que empujan desde adentro;
y así hasta el corazón de la ciudad: una Olinda completamente nueva
que en sus dimensiones reducidas conserva los rasgos y el flujo de linfa
de la primera Olinda y de todas las Olindas que han brotado una de la
otra; y dentro de ese círculo más interno ya brotan —pero es difícil
distinguirlas— la Olinda venidera y aquellas que crecerán a
continuación.
...El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el
porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una ganancia o
una perdida; ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate,
bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro
o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia,
Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual
los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía
a una tesela de madera cepillada.
Entonces Marco Polo habló:
—Tu tablero, sir, es una taracea de dos maderas: ébano y arce. La tesela
sobre la cual se fija tu mirada luminosa fue tallada en un estrato del tronco que
creció un año de sequía: ¿ves cómo se disponen las fibras?
Aquí se distingue un nudo apenas insinuado: una yema trató de
despuntar un día de primavera precoz, pero la helada de la noche la obligó a
desistir. —El Gran Kan no se había dado cuenta hasta entonces de que el
extranjero supiera expresarse con tanta fluidez en su lengua, pero no era esto lo
que le pasmaba—. Aquí hay un poro más grande: tal vez fue el nido de una
larva; no de carcoma, porque apenas nacido hubiera seguido cavando, sino de un
70
brugo que royó las hojas y fue la causa de que se eligiera el árbol para talarlo...
Este borde lo talló el ebanista con la gubia para que se adhiriera al cuadrado
vecino, más saliente...
La cantidad de cosas que se podían leer en un trocito de madera liso y
vacío abismaba a Kublai; ya Polo le estaba hablando de los bosques de ébano, de
las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las mujeres
en las ventanas...
71
IX
72
El Gran Kan posee un atlas donde todas las ciudades del imperio y de los
reinos circunvecinos están dibujadas palacio por palacio y calle por calle, con los
muros, los ríos, los puentes, los puertos, las escolleras. Sabe que de los informes
de Marco Polo es inútil esperar noticias de aquellos lugares que por lo demás
conoce bien: cómo en Cambaluc, capital de la China, hay tres ciudades
cuadradas, una dentro de la otra, con cuatro templos cada una y cuatro puertas
que se abren según las estaciones; cómo en la isla de Java se enfurece el
rinoceronte hace estragos cargando con su cuerno asesino; cómo se pescan las
perlas en el fondo del mar, en las costas de Malabar.
Kublai pregunta a Marco:
—Cuando regreses al Poniente, ¿repetirás a tu gente los mismos relatos
que me haces a mí?
—Yo hablo, hablo —dice Marco— pero el que me escucha retiene sólo las
palabras que espera. Una es la descripción del mundo a la que prestas oídos
benévolos, otra la que dará la vuelta de los corrillos de descargadores y
gondoleros en los muelles de mi casa el día de mi regreso, otra la que podría
dictar a avanzada edad, si cayera prisionero de piratas genoveses y me pusieran
al cepo en la misma celda junto con un escritor de novelas de aventuras. Lo que
comanda el relato no es la voz: es el oído.
— A veces me parece que tu voz me llega de lejos, mientras soy prisionero
de un presente vistoso e invivible en que todas las formas de convivencia
humana han llegado a un extremo de su ciclo y no es posible imaginar qué
nuevas formas adoptarán. Y escucho por tu voz las razones invisibles de que
vivían las ciudades y por las cuales, quizá, después de muertas, revivirán.
El Gran Kan posee un atlas cuyos dibujos figuran el orbe terráqueo todo
entero y continente por continente, los confines de los reinos más lejanos, las
rutas de los navíos, los contornos de las costas, los planos de las metrópolis más
ilustres y de los puertos más opulentos. Hojea los mapas bajo los ojos de Marco
Polo para poner a prueba su saber. El viajero reconoce Constantinopla en la
ciudad que corona desde tres orillas un largo estrecho, un golfo delgado y un
mar cerrado; recuerda que Jerusalén está asentada sobre dos colinas, de altura
desigual y frente a frente; no vacila en señalar Samarcanda y sus jardines.
Para otras ciudades recurre a descripciones transmitidas de boca en boca,
o se lanza a adivinar basándose en escasos indicios: así Granada, irisada perla de
los Califas, Lübeck atildado puerto boreal, Tombuctú negra de ébano y blanca de
marfil, París donde millones de hombres vuelven a casa todos los días
empuñando una barra de pan. En miniaturas coloreadas el atlas representa
lugares habitados de forma insólita: un oasis escondido en un pliegue del
desierto del cual asoman sólo las copas de las palmeras es de seguro Nefta; un
castillo entre las arenas movedizas y las vacas que pacen en prados salados por la
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marea no puede dejar de recordar el Monte Saint Michel; y no puede ser sino
Urbino un palacio que más que surgir entre las murallas de una ciudad contiene
una ciudad entre sus murallas.
El atlas representa también ciudades de las que ni Marco ni los geógrafos
saben si existen y donde están, pero que no podían faltar entre las formas de
ciudades posibles: una Cuzco de planta irradiada y multidividida que refleja el
orden perfecto de los cambios, una México verdeante sobre el lago dominado por
el palacio de Moctezuma, una Nóvgorod de cúpulas bulbosas, una Lhasa que
levanta blancos tejados sobre el techo nublado del mundo. Aun para ellas dice
Marco un nombre, no importa cuál, y bosqueja un itinerario para llegar. Se sabe
que los nombres de los lugares cambian tantas veces como lenguas extranjeras
hay; y que a cada lugar puede llegar desde otros lugares, por los caminos y las
rutas más diversos, quien cabalga, viaja en carreta, rema, vuela.
—Me parece que reconoces mejor las ciudades en el atlas que cuando las
visitas en persona —dice a Marco el emperador cerrando el libro de golpe.
Y Polo:
—Viajando uno se da cuenta de que las diferencias se pierden: cada ciudad
se va pareciendo a todas las ciudades, los lugares intercambian forma orden
distancias, un polvillo informe invade los continentes. Tu atlas guarda intactas
las diferencias: ese surtido de cualidades que son como las letras del nombre.
El Gran Kan posee un atlas en el cual están reunidos los mapas de todas
las ciudades: las que elevan sus murallas sobre firmes cimientos, las que cayeron
en ruinas y fueron tragadas por la arena, las que existirán un día y en cuyo
lugar por ahora solo se abren las madrigueras de las liebres.
Marco Polo hojea los mapas, reconoce Jericó, Ur, Cartago, indica los
atracaderos en la desembocadura del Escamandro donde las naves aqueas
esperaron durante diez años el reembarco de los sitiadores, hasta que el caballo
clavijero de Ulises fue arrastrado a fuerza de cabrestantes por la Puerta Escea.
Pero hablando de Troya, le daba por atribuirle la forma de Constantinopla y
prever el asedio con que durante largos meses la cercaría Mahoma quien, astuto
como Ulises, habría hecho remolcar las naves por la noche aguas abajo, desde el
Bósforo hasta el Cuerno de Oro, contorneando Pera y Gálata. Y de la mezcla de
aquellas dos ciudades resultaba una tercera, que podría llamarse San Francisco y
tender puentes larguísimos y livianos sobre la Puerta de Oro y sobre la bahía, y
hacer trepar tranvías de cremallera por calles en pendiente, y florecer como
capital del Pacifico de allí a un milenio, después del largo asedio de trescientos
años que llevaría a la raza de los amarillos y los negros y los pieles rojas a
fundirse con la progenie superviviente de los blancos en un imperio más vasto
que el del Gran Kan.
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El atlas tiene esta virtud: revela la forma de las ciudades que todavía no
poseen forma ni nombre. Esta la ciudad con la forma de Amsterdam, semicírculo
que mira hacia el septentrión, con canales concéntricos: de los Príncipes, del
Emperador, de los Señores; está la ciudad con la forma de York, encajonada entre
los altos paramos, amurallada, erizada de torres; está la ciudad con la forma de
Nueva Amsterdam llamada también Nueva York, atestada de torres de vidrio y
acero sobre una isla oblonga entre dos ríos, con calles como profundos canales
todos rectos salvo Broadway.
El catalogo de las formas es interminable: hasta que cada forma no haya
encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo. Donde las formas
agotan sus variaciones y se deshacen, comienza el fin de las ciudades. En los
últimos mapas de atlas se diluían retículas sin principio ni fin, ciudades en
forma de Los Ángeles, con la forma de Kyoto-Osaka, sin forma.
LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. 5
Cada ciudad, como Laudomia, tiene a su lado otra ciudad cuyos
habitantes llevan los mismos nombres: es la Laudomia de los muertos, el
cementerio. Pero la cualidad especial de Laudomia es la de ser, más que
doble, triple, comprendiendo una tercera Laudomia que es la de los no
nacidos.
Las propiedades de la ciudad doble son notorias. Cuanto más se
apeñusca y se dilata la Laudomia de los vivos, más crece la extensión de
las tumbas fuera de los muros. Las calles de la Laudomia de los muertos
son apenas lo bastante anchas para que de vuelta el carro del
sepulturero, y se asoman a ellas edificios sin ventanas; pero el trazado de
las calles y el orden de las moradas repite el de la Laudomia viviente, y,
como en ésta, las familias están cada vez más hacinadas, en apretados
nichos superpuestos. En las tardes de buen tiempo la población viva
visita a los muertos y descifra los propios nombres en sus losas de
piedra: a semejanza de la ciudad de los vivos ésta transmite una historia
de esfuerzos, cóleras, ilusiones, sentimientos; sólo que aquí todo se ha
vuelto necesario, sustraído al azar, encasillado, puesto en orden. Y para
sentirse segura la Laudomia viviente necesita bucear en la Laudomia de
los muertos la explicación de sí misma, aun a riesgo de encontrar allí de
más o de menos: explicaciones para más de una Laudomia, para
75
ciudades diversas que podían ser y no han sido, o razones parciales,
contradictorias, engañosas.
Justamente Laudomia asigna una residencia igualmente vasta a
aquellos que aún deben nacer; es cierto que el espacio no guarda
proporción con su número que se supone inmenso, pero como es un
lugar vacío, circundado de una arquitectura de nichos y huecos y
acanaladuras, y como es posible atribuir a los no nacidos las dimensiones
que se quiera, pensarlos grandes como ratones o como gusanos de seda o
como hormigas o huevos de hormiga, nada impide imaginarlos erguidos
o acurrucados debajo de cada objeto o ménsula que sobresale de las
paredes, sobre cada capitel o plinto, en fila o bien desparramados,
atentos a las obligaciones de sus vidas futuras, y contemplar en una veta
del mármol toda la Laudomia de aquí a cien o mil años, abarrotada de
multitudes vestidas de maneras nunca vistas, todos por ejemplo de
barragán color berenjena, o todos con plumas de pavo real en el
turbante, y reconocer en ellos a los descendientes propios y a los de las
familias aliadas o enemigas, de los deudores y acreedores, que van y
vienen perpetuando los tráficos, las venganzas, los noviazgos por amor o
por interés. Los vivientes de Laudomia frecuentan la casa de los no
nacidos interrogándolos; los pasos resuenan bajo las bóvedas vacías; las
preguntas se formulan en silencio: y siempre preguntan por ellos
mismos, y no por los que vendrán; este se preocupa de dejar ilustre
memoria, aquel de hacer olvidar sus vergüenzas; todos quisieran seguir
el hilo de las consecuencias de los propios actos; pero cuanto más aguzan
la mirada, menos reconocen un trazo continuo; los que van a nacer en
Laudomia aparecen puntiformes como granitos de polvo, separados del
antes y del después.
La Laudomia de los no nacidos no transmite, como la de los
muertos, seguridad alguna a los habitantes de la Laudomia viviente, sino
sólo zozobra. A los pensamientos de los visitantes terminan por abrirse
dos caminos, y no se sabe cuál reserva más angustia: o se piensa que el
número de los que van a nacer supera de muy lejos el de todos los vivos
y todos los muertos, y entonces en cada poro de la piedra se hacinan
multitudes invisibles, apretadas en las pendientes del embudo como en
las gradas de un estadio, y como en cada generación la descendencia de
Laudomia se multiplica, en cada embudo se abren centenares de
embudos cada uno con millones de personas que deben nacer y estiran el
cuello y abren la boca para no sofocarse; o bien se piensa que incluso
Laudomia desaparecerá, no se sabe cuándo, y todos sus ciudadanos con
ella, esto es, las generaciones se sucederán hasta alcanzar cierta cifra y no
76
seguirán adelante, y entonces la Laudomia de los muertos y la de los no
nacidos son como las dos ampollas de un reloj de arena que no se
invierte, cada paso entre el nacimiento y la muerte es un granito de arena
que atraviesa el gollete, y habrá un ultimo habitante de Laudomia que
nazca, un ultimo granito por caer que ahora esta ahí esperando encima
del montón.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 4
Llamados a dictar las normas para la fundación de Perinzia, los
astrónomos establecieron el lugar y el día según la posición de las
estrellas, trazaron las líneas cruzadas de las calles principales orientadas
una como el curso del sol y la otra como el eje en torno al cual giran los
cielos, dividieron el mapa según las doce casas del zodíaco de manera
que cada templo y cada barrio recibiese el justo influjo de las
constelaciones oportunas, fijaron el punto de los muros donde se abrirían
las puertas previendo que cada una encuadrase un eclipse de luna en los
próximos mil años. Perinzia —aseguraron— reflejaría la armonía del
firmamento; la razón de la naturaleza y la gracia de los dioses daría
forma a los destinos de los habitantes.
Siguiendo con exactitud los cálculos de los astrónomos, fue
edificada Perinzia; gentes diversas vinieron a poblarla; la primera
generación de los nacidos en Perinzia empezó a crecer entre sus muros, y
aquellos a su vez llegaron a la edad de casarse y tener hijos.
En las calles y plazas de Perinzia hoy encuentras lisiados, enanos,
jorobados, obesos, mujeres barbudas. Pero lo peor no se ve; gritos
guturales suben desde los s6tanos y los graneros, donde las familias
esconden a los hijos de tres cabezas o seis piernas.
Los astrónomos de Perinzia se encuentran frente a una difícil
opción: o admitir que todos sus cálculos están equivocados y sus cifras
no consiguen describir el cielo, o revelar que el orden de los dioses es
exactamente el que se refleja en la ciudad de los monstruos.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 3
Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la
misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me he
77
detenido a contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la
ventana: un foso, un puente, una pequeña pared, un árbol de serbo, un
campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, un lomo de colina amarillo,
una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de trapecio. Estoy
seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue sólo al año siguiente
cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una cara
redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después de un año
eran tres sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en fila, con
las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año,
apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas
caras mis: dieciséis, incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve,
ocho de ellos acurrucados en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del
gallinero. Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas,
sonríen, alguno con la boca sucia de moras. Pronto vi todo el puente
lleno de tipos de cara redonda, en cuclillas porque ya no tenían más
lugar para moverse; desgranaban las mazorcas, después roían las raspas.
Así un año tras otro he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbo,
ocultos por setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que
se mueven masticando hojas. No se puede creer, en un espacio reducido
como aquel campito de maíz, cuánta gente puede haber, sobre todo si se
sientan abrazándose las rodillas, quietos. Deben de ser muchos más de lo
que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de una multitud cada
vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre de
ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del otro, no consigo llegar
tan lejos con la mirada.
Este año, por fin, al levantar la cortina, la ventana encuadra sólo
una extensión de caras: de un ángulo al otro, en todos los niveles y a
todas las distancias, se ven esas caras redondas, quietas, chatas, con un
esbozo de sonrisa y en el medio muchas manos que se sujetan a los
hombros de los que están delante. Hasta el cielo ha desaparecido. Da lo
mismo que me aleje de la ventana.
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos
alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se
acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están
sentados en el arcón y los codos de los que se turnan para apoyarse en la
cama: todas personas amables, por suerte.
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LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 2
No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina
torciéndose las manos, impreca a los niños que lloran, se apoya en los
parapetos del río con las sienes entre los puños, por la mañana despierta
de un mal sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato
alguien se machaca los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o
en las columnas de números torcidas de los negociantes y los banqueros,
o delante de las filas de vasos sobre el estaño de las tabernas, menos mal
que las cabezas agachadas te ahorran miradas torvas. Dentro de las casas
es peor, y no hay que entrar para saberlo: en verano las ventanas aturden
con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay a cada momento un niño que desde
una ventana ríe a un perro que ha saltado sobre un cobertizo para
morder un pedazo de polenta que ha dejado caer un albañil que desde lo
alto del andamio exclama: —¡Prenda mía, déjame probar!— a una joven
posadera que levanta un plato de estofado bajo la pérgola, contenta de
servirlo al paragüero que celebra un buen negocio, una sombrilla de
encaje blanco comprada por una gran dama para pavonearse en las
carreras, enamorada de un oficial que le ha sonreído al saltar el último
seto, feliz él pero más feliz todavía su caballo que volaba sobre los
obstáculos viendo volar en el cielo a un francolín, pájaro feliz liberado de
la jaula por un pintor feliz de haberlo pintado pluma por pluma,
salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel libro en que el
filósofo dice: —También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo invisible
que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego
vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas,
rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene
una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe”.
LAS CIUDADES Y EL CIELO. 5
Con tal arte fue construida Andria, que cada una de sus calles corre
siguiendo la órbita de un planeta y los edificios y los lugares de la vida
en común repiten el orden de las constelaciones y las posiciones de los
astros más luminosos: Antares, Alferaz, Capilla, las Cefeidas. El
calendario de las ciudades está regulado de modo que los trabajos y
oficios y ceremonias se disponen en un mapa que corresponde al
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firmamento en esa fecha: así los días en la tierra y las noches en el cielo
se reflejan mutuamente.
De manera que, a través de una reglamentación minuciosa, la vida
de las ciudades transcurre en calma como el movimiento de los cuerpos
celestes v adquiere la necesidad de los fenómenos no sometidos al
arbitrio humano. A los ciudadanos de Andria, alabando sus
producciones industriosas y su sosiego espiritual, me vi movido a
declararles:
—Comprendo bien que vosotros, que os sentís parte de un cielo
inmutable, engranajes de una meticulosa relojería, os guardéis de
introducir en vuestra ciudad y en vuestras costumbres el más leve
cambio. Andria es la sola ciudad que conozco a la cual le conviene
permanecer inmóvil en el tiempo.
Se miraron estupefactos.
—¿Pero por qué? ¿Y quien lo ha dicho? —.
Y me llevaron a visitar una calle colgante abierta recientemente
sobre un bosque de bambú, un teatro de sombras en construcción en el
lugar de la perrera municipal, ahora trasladada a los pabellones del
antiguo lazareto, abolido por haberse curado los últimos apestados y —
apenas inaugurados— un puerto fluvial, una estatua de Tales, un
tobogán.
—¿Y estas innovaciones no turban el ritmo astral de vuestra
ciudad? —pregunté.
—Tan perfecta es la correspondencia entre nuestra ciudad y el
cielo— respondieron—, que cada cambio de Andria comporta alguna
novedad entre las estrellas. —Los astrónomos escrutan con los
telescopios después de cada mudanza que ocurre en Andria, y señalan la
explosión de una nova, o el paso del anaranjado al amarillo de un remoto
punto del firmamento, la expansión de una nebulosa, la curva de una
vuelta de la espiral de la Vía Láctea. Cada cambio implica una cadena de
otros cambios, tanto en Andria como entre las estrellas: la ciudad y el
cielo no permanecen jamás iguales.
Del carácter de los habitantes de Andria merecen recordarse dos
virtudes: la seguridad en sí mismos y la prudencia. Convencidos de que
toda innovación en la ciudad influye en el dibujo del cielo, antes de cada
decisión calculan los riesgos y las ventajas para ellos y para el conjunto
de la ciudad y de los mundos.
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LAS CIUDADES CONTINUAS. 4
Me recriminas porque cada relato mío te transporta justo en medio
de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad
y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces,
pantanos. Te contestaré con un cuento.
En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un
cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
—Hombre bendecido por el cielo— se detuvo a preguntarme—,
¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
¡Que los dioses te acompañen! —exclamé—. ¿Cómo puedes no
reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
—Compadéceme— repuso, soy un pastor trashumante. Nos toca a
veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no sabemos
distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos,
el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las
ciudades para mi no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un
pastizal de otro, y donde las cabras se espantan de los cruces y se
desbandan. Yo y el perro corremos para mantener junto el rebaño.
—Al contrario que tú— afirmé—, yo reconozco sólo las ciudades y
no distingo lo que está afuera. En los lugares deshabitados toda piedra y
toda hierba se confunde a mis ojos con toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces; he conocido muchas
ciudades más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre ángulos
de casas todos iguales: me había perdido. Pregunte a un transeúnte:
—Que los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde nos
encontramos?
—¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió—. Hace tanto que
caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos salir...
Lo reconocí, a pesar de la larga barba blanca: era el pastor de
aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas, que ya ni siquiera
hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles
sucios en los cubos de desperdicios.
—¡No puede ser! —grité— También yo, no sé cuándo, entre en una
ciudad y desde entonces sigo metido en sus calles. ¿Pero cómo he hecho
para llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, alejadísima
de Cecilia, y todavía no he salido de ella?
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—Los lugares se han mezclado— dijo el cabrero—, Cecilia está en
todas partes; aquí en un tiempo ha de haberse encontrado el Prado de la
Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas de la plazoleta.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 3
Una Sibila, interrogada sobre el destino de Marozia, dijo:
—Veo dos ciudades: una del ratón, otra de la golondrina.
El oráculo fue interpretado así: Marozia es una ciudad donde todos
corren por galerías de plomo como bandas de ratones arrancándose de
entre los dientes los restos que caen de los dientes de los ratones más
amenazadores; pero está por empezar un nuevo siglo en el que todos en
Marozia volarán como las golondrinas por el cielo de verano, llamándose
como en un juego, dando volteretas con las alas inmóviles, despejando el
aire de mosquitos y moscas.
—Es hora de que el siglo del ratón termine y empiece el de la
golondrina— dijeron los más resueltos. Y en realidad ya bajo el torvo y
sórdido predominio ratonil se sentía incubar, entre la gente menos
notoria, un impulso de golondrinas que apuntan hacia el aire
transparente con un ágil coletazo y dibujan con el filo de las alas la curva
de un horizonte que se ensancha.
Volví a Marozia años después; la profecía de la Sibila se considera
cumplida desde hace tiempo; el viejo siglo quedó sepulto; el nuevo esta
en su culminaci6n. La ciudad sin duda ha cambiado, y quizá para mejor.
Pero las alas que he visto volar son las de los paraguas desconfiados bajo
los cuales párpados pesados bajan cuando los miran; gentes que creen
volar las hay, pero apenas si se levantan del suelo agitando hopalandas
de murciélago.
Sucede, sin embargo, que, rozando los compactos muros de
Marozia, cuando menos te lo esperas ves abrirse una claraboya y
aparecer una ciudad diferente, que al cabo de un instante ha
desaparecido.
Quizá todo está en saber qué palabras pronunciar, qué gestos
cumplir, y en qué orden y ritmo, o bien basta la mirada la respuesta el
ademán de alguien, basta que alguien haga algo por el solo gusto de
hacerlo, y para que su gusto se convierta en gusto de los demás: en ese
momento todos los espacios cambian, las alturas, las distancias, la ciudad
se transfigura, se vuelve cristalina, transparente como una libélula. Pero
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es preciso que todo ocurra como por casualidad, sin darle demasiada
importancia, sin la pretensi6n de estar realizando una operación
decisiva, teniendo bien presente que de un momento a otro la Marozia
de antes volverá a soldar su techo de piedra, telarañas y moho sobre las
cabezas.
¿El oráculo se equivocaba? No está dicho. Yo lo interpreto de esta
manera: Marozia consiste en dos ciudades: la del ratón y la de la
golondrina; ambas cambian en el tiempo, pero no cambia su relación: la
segunda es la que está por librarse de la prisión de la primera.
LAS CIUDADES CONTINUAS. 5
Para hablarte de Pentesilea tendría que empezar por describirte la
entrada en la ciudad. Tu imaginas, claro, que ves alzarse de la llanura
polvorienta un cerco de murallas, que te aproximas paso a paso a la
puerta, vigilada por aduaneros que echan miradas desconfiadas y
torcidas a tus bártulos. Hasta que no has llegado allí, estás afuera; pasas
debajo de una arquivolta y te encuentras dentro de la ciudad; su espesor
compacto te circunda; tallado en su piedra hay un dibujo que se te
revelaría si sigues su trazado todo en espigas.
Si crees esto, te equivocas: en Pentesilea es distinto. Hace horas que
avanzas y no ves claro si estás ya en medio de la ciudad o todavía afuera.
Como un lago de orillas bajas que se pierde en aguazales, así
Pentesilea se expande durante millas en torno a una sopa de ciudad
diluida en la llanura: conventillos pálidos que se dan la espalda en
prados híspidos, entre empalizadas de tablas y techos de zinc. Cada
tanto en los bordes del camino un espesarse de construcciones de magras
fachadas, altas altas o bajas bajas como un peine desdentado, parece
indicar que de allí en adelante las mallas de la ciudad se estrechan. Pero
prosigues y encuentras otros terrenos baldíos, después un suburbio
oxidado de oficinas y depósitos, un cementerio, una feria con sus
carruseles, un matadero, te internas por una calle de tiendas macilentas
que se pierde entre manchones de campo despeluzado.
Las gentes que uno encuentra, si les preguntas:
—¿Para Pentesilea? —Hacen un gesto circular que no sabes si
quiere decir: “Aquí”, o bien: “Más allá”, o “Doblando”, o si no: “Del lado
opuesto”.
—La ciudad— insistes en preguntar.
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—Nosotros venimos a trabajar aquí por las mañanas— te
responden algunos, y otros—: Nosotros volvemos aquí a dormir.
—¿Pero la ciudad donde se vive? —preguntas.
—Ha de ser— dicen por allá— y algunos alzan el brazo
oblicuamente hacia una concreción de poliedros opacos, en el horizonte,
mientras otros indican a tus espaldas el espectro de otras cúspides.
—¿Entonces la he pasado sin darme cuenta?
—No, prueba a seguir adelante.
Así continuas, pasando de una periferia a otra, y llega la hora de
marcharse de Pentesilea. Preguntas por la calle para salir de la ciudad,
recorres el desgranarse de los suburbios desparramados como un
pigmento lechoso; llega la noche; se iluminan las ventanas ya más
escasas ya más numerosas.
Si escondida en alguna bolsa o arruga de este mellado distrito
existe una Pentesilea reconocible y digna de que la recuerde quien haya
estado en ella, o bien si Pentesilea es sólo periferia de sí misma y tiene su
centro en cualquier lugar, he renunciado a entenderlo. La pregunta que
ahora comienza a rodar en tu cabeza es más angustiosa: fuera de
Pentesilea, ¿existe un fuera? ¿O por más que te alejes de la ciudad no
haces sino pasar de un limbo a otro y no consigues salir de ella?
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 4
Invasiones recurrentes afligieron la ciudad de Teodora en los siglos
de su historia; por cada enemigo derrotado otro cobraba fuerzas y
amenazaba la supervivencia de los habitantes. Liberado el cielo de
cóndores hubo que enfrentar el crecimiento de las serpientes; el
exterminio de las arañas permitió multiplicarse y negrear las moscas; la
victoria sobre las termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma. Una
por una las especies inconciliables con la ciudad tuvieron que sucumbir
y se extinguieron. A fuerza de destrozar escamas y caparazones, de
arrancar élitros y plumas, los hombres dieron a Teodora la exclusiva
imagen de ciudad humana que todavía la distingue.
Pero antes, durante largos años, no se supo si la victoria final no
sería de la última especie que quedara para disputar a los hombres la
posesión de la ciudad: los ratones. De cada generación de roedores que
los hombres conseguían exterminar, los pocos sobrevivientes daban a luz
una progenie más aguerrida, invulnerable a las trampas y refractaria a
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todo veneno. Al cabo de pocas semanas, los subterráneos de Teodora
volvían a poblarse de hordas de ratas prolíficas. Finalmente, en una
postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los hombres logró
la victoria sobre las desbordantes actitudes vitales de los enemigos.
La ciudad, gran cementerio del reino animal, volvió a cerrarse
aséptica sobre las ultimas carroñas enterradas con las ultimas pulgas y
los últimos microbios. El hombre había restablecido finalmente el orden
del mundo perturbado por él mismo: no existía ninguna otra especie
viviente que volviera a ponerlo en peligro. En recuerdo de lo que había
sido la fauna, la biblioteca de Teodora custodiaría en sus anaqueles los
tomos de Buffon y de Linneo.
Así creían por lo menos los habitantes de Teodora, lejos de suponer
que una fauna obligada se estaba despertando del letargo. Relegada
durante largas eras a escondrijos apartados, desde que fuera desposeída
del sistema por especies ahora extinguidas, la otra fauna volvía a la luz
desde los sótanos de la biblioteca donde se conservan los incunables,
daba saltos desde los capiteles y las canaletas, se instalaba a la cabecera
de los durmientes. Las esfinges, los grifos, las quimeras, los dragones, los
hircocervos, las arpías, las hidras, los unicornios, los basiliscos volvían a
tomar posesión de su ciudad.
LAS CIUDADES ESCONDIDAS. 5
Antes que hablarte de Berenice, ciudad injusta que corona con
triglifos ábacos metopas los engranajes de sus maquinarias trituradoras
de carne (los encargados del servicio de lustrado cuando asoman la
barbilla sobre las balaustradas y contemplan los atrios, las escalinatas, las
pronaos, se sienten todavía mas prisioneros y menguados de estatura),
debería hablarte de la Berenice oculta, la ciudad de los justos, que
trajinan con material de fortuna en la sombra de las trastiendas y debajo
de las escaleras, anudando una red de hilos y canos y poleas y pistones y
contrapesos que se infiltra como una planta trepadora entre las grandes
ruedas dentadas (cuando éstas se paren, un repiqueteo suave advertirá
que un nuevo exacto mecanismo gobierna la ciudad); antes que
representarte las piscinas perfumadas de las termas, tendidos a cuyo
borde los injustos de Berenice urden con rotunda elocuencia sus intrigas
y observan con ojo de propietario las rotundas carnes de las odaliscas
que se bañan, tendría que decirte cómo los justos, siempre cautos para
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sustraerse al espionaje de los sicofantes y a las redadas de los jenízaros,
se reconocen por el modo de hablar, especialmente por la pronunciación
de las comas y de los paréntesis; por las costumbres que mantienen
austeras e inocentes eludiendo los estados de ánimo complicados y
recelosos; por la cocina sobria pero sabrosa, que evoca una antigua edad
de oro: sopa de arroz y apio, habas hervidas, flores de calabacín fritas.
De estos datos es posible deducir una imagen de la Berenice futura,
que te aproximará al conocimiento de la verdad más que cualquier
noticia sobre la ciudad tal como hoy se muestra. Siempre que tengas en
cuenta esto que voy a decirte: en la semilla de la ciudad de los justos está
oculta a su vez una simiente maligna; la certeza y el orgullo de estar en
lo justo —y de estarlo más que tantos otros que se dicen justos más de lo
justo-, fermentan en rencores rivalidades despechos, y el natural deseo
de desquite sobre los injustos se tiñe de la manía de ocupar su sitio
haciendo lo mismo que ellos. Otra ciudad injusta, aunque siempre
diferente de la primera, está pues excavando su espacio dentro de la
doble envoltura de las Berenices injusta y justa.
Dicho esto, si no quiero que tus ojos perciban una imagen
deformada, debo señalar a tu atención una cualidad intrínseca de esta
ciudad injusta que germina secretamente en la secreta ciudad justa: y es
el posible despertar —como un concitado abrirse de ventanas— de un
latente amor por lo justo, no sometido todavía a reglas, capaz de
recomponer una ciudad más justa aún de lo que había sido antes de
convertirse en recipiente de la injusticia. Pero si se explora aún más en el
interior de ese nuevo germen de lo justo, se descubre una manchita que
se extiende como la creciente inclinación a imponer lo que es justo a
través de lo que es injusto, y quizá éste es el germen de una inmensa
metrópoli...
De mi discurso habrás sacado la conclusión de que la verdadera
Berenice es una sucesión en el tiempo de ciudades diferentes,
alternativamente justas e injustas. Pero lo que quería advertirte era otra
cosa: que todas las Berenices futuras están ya presentes en este instante,
envueltas una dentro de la otra, comprimidad, apretadas, inextricables.

El atlas del Gran Kan contiene también los mapas de las tierras
prometidas visitadas con el pensamiento pero todavía no descubiertas o
fundadas; la Nueva Atlántida, Utopía, la Ciudad del Sol, Océana, Tamoé,
Armonía, New-Lanark, Icaria.
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Pregunta Kublai a Marco:
—Tú que exploras en torno y ves los signos, sabrás decirme hacia cuál de
estos futuros nos impulsan los vientos propicios.
—Para llegar a esos puertos no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la
fecha de llegada. A veces me basta un escorzo abierto en mitad mismo de un
paisaje incongruente, un aflorar de luces en la niebla, el diálogo de dos
transeúntes que se encuentran en medio del trajín, para pensar que partiendo de
allí juntaré pedazo a pedazo la ciudad perfecta, hecha de fragmentos mezclados
con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno manda y
no sabe quién las recibe. Si te digo que la ciudad a la cual tiende mi viaje es
discontinua en el espacio y en el tiempo, ya más rala, ya más densa, no has de
creer que se puede dejar de buscarla. Quizá mientras nosotros hablamos esta
aflorando desparramada dentro de los confines de su imperio; puedo rastrearla,
pero de la manera que te he dicho.
El Gran Kan estaba hojeando ya en su atlas los mapas de las ciudades que
amenazan en las pesadillas y en las maldiciones: Enoch, Babilonia, Yahoo,
Butua, Brave New World.
Dice:
—Todo es inútil si el último fondeadero no puede ser sino la entrada
infernal, y allí en el fondo es donde, en una espiral cada vez más estrecha, nos
sorbe la corriente.
Y Polo:
—El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe
ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos.
Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el
infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es
peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer
quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle
espacio.

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