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sábado, 12 de mayo de 2018

Homero la ODISEA. Cantos 10 al 20

CANTO X
LA ISLA DE EOLO.
EL PALACIO DE CIRCE LA HECHICERA
Arribamos a la isla Eolia, isla flotante donde habita Eolo Hipótada, amado de los dioses inmortales. Un muro indestructible de bronce la rodea, y se yergue como roca pelada.
«Tiene Eolo doce hijos nacidos en su palacio, seis hijas y seis hijos mozos, y ha entregado sus hijas a sus hijos como esposas. Siempre están ellos de banquete en casa de su padre y su venerable madre, y tienen a su alcance alimentos sin cuento. Durante el día resuena la casa, que huele a carne asada, con el sonido de la flauta, y por la noche duermen entre colchas y sobre lechos taladrados junto a sus respetables esposas. Conque llegamos a la ciudad y mansiones de éstos. Durante un mes me agasajó y me preguntaba detalladamente por Ilión, por las naves de los argivos y por el regreso de los aqueos, y yo le relaté todo como me correspondía. Y cuando por fin le hablé de volver y le pedí que me despidiera, no se negó y me proporcionó escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve años que él había desollado, y en él ató las sendas de mugidores vientos, pues el Cronida le había hecho despensero de vientos, para que amainara o impulsara al que quisiera. Sujetó el odre a la curvada nave con un brillante hilo de plata para que no escaparan ni un poco siquiera, y me envió a Céfiro para que soplara y condujera a las naves y a nosotros con ellas. Pero no iba a cumplirlo, pues nos vimos perdidos por nuestra estupidez.



«Navegamos tanto de día como de noche durante nueve días, y al décimo se nos mostró por fin la tierra patria y pudimos ver muy cerca gente calentándose al fuego. Pero en ese momento me sobrevino un dulce sueño; cansado como estaba, pues continuamente gobernaba yo el timón de la nave que no se lo encomendé nunca a ningún compañero, a fin de llegar más rápidamente a la tierra patria.
«Mis compañeros conversaban entre sí y creían que yo llevaba a casa oro y plata, regalo del magnánimo Eolo Hipótada.
Y decía así uno al que tenía al lado:
«"¡Ay, ay, cómo quieren y honran a éste todos los hombres a cuya ciudad y tierra llega! De Troya se trae muchos y buenos tesoros como botín; en cambio, nosotros, después de llevar a cabo la misma expedición, volvemos a casa con las manos vacías. También ahora Eolo le ha entregado esto correspondiendo a su amistad. Conque, vamos, examinemos qué es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este odre."
«Así hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis compañeros: desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los arrebataba un huracán y los llevó llorando de nuevo al ponto lejos de la patria. Entonces desperté yo y me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía entre los vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché sobre la nave cubriendo mi cuerpo. Y las naves eran arrastradas de nuevo hacia la isla Eofa por una terrible tempestad de vientos, mientras mis compañeros se lamentaban.
«Por fin pusimos pie en tierra, hicimos provisión de agua y enseguida comenzaron mis compañeros a comer junto a las rápidas naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida tomé como acompañantes al heraldo y a un compañero y me encaminé a la ínclita morada de Eolo, y lo encontré banqueteando en compañía de su esposa a hijos. Cuando llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto a las puertas, y ellos se levantaron admirados y me preguntaron:
«"¿Cómo es que has vuelto, Odiseo? ¿Qué demón maligno ha caído sobre ti? Pues nosotros te despedimos gentilmente para que llegaras a tu patria y hogar a donde quiera que te fuera grato."
«Así dijeron, y yo les contesté con el corazón acongojado:
«"Me han perdido mis malvados compañeros y, además, el maldito sueño. Así que remediadlo, amigos, pues está en vuestras manos."
«Así dije, tratando de calmarlos con mis suaves palabras, pero ellos quedaron en silencio, y por fin su padre me contestó:
«"Márchate enseguida de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no me es lícito acoger ni despedir a un hombre que resulta odioso a los dioses felices. ¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los inmortales."
«Así diciendo, me arrojó de su casa entre profundos lamentos. Así que continuamos nagevando con el corazón acongojado, y el vigor de mis hombres se gastaba con el doloroso remar, pues debido a nuestra insensatez ya no se nos presentaba medio de volver.
«Navegamos tanto de día como de noche durante seis días, y al séptimo arribamos a la escarpada ciudadela de Lamo, a Telépilo de Lestrigonia, donde el pastor que entra llama a voces al que sale y éste le contesta; donde un hombre que no duerma puede cobrar dos jomales, uno por apacentar vacas y otro por conducir blancas ovejas, pues los caminos del día y de la noche son cercanos.



«Cuando llegamos a su excelente Puerto lo rodea por todas partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha, todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves, y éstas quedaron atadas, muy juntas, dentro del Puerto, pues no se hinchaban allí las olas ni mucho ni poco, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del Puerto, en el extremo mismo, sujeté el cable a la roca y subiendo a un elevado puesto de observación me quedé allí: no se veía labor de bueyes ni de hombres, sólo humo que se levantaba del suelo.
«Entonces envié a mis compañeros para que indagaran qué hombres eran de los que comen pan sobre la tierra, eligiendo a dos hombres y dándoles como tercer compañero a un heraldo. Partieron éstos y se encaminaron por una senda llana por donde los carros llevaban leña a la ciudad desde los altos montes. Y se toparon con una moza que tomaba agua delante de la ciudad, con la robusta hija de Antifates Lestrigón. Había bajado hasta la fuente Artacia de bella corriente, de donde solían llevar agua a la ciudad. Acercándose mis compañeros se dirigieron a ella y le pregtmtaron quién era el rey y sobre quiénes reinaba, Y enseguida les mostró el elevado palacio de su padre. Apenas habían entrado, encontraron a la mujer del rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron ante ella. Hizo ésta venir enseguida del ágora al ínclito Antifates, su esposo, quien tramó la triste muerte para aquéllos. Así que agarró a uno de mis compañeros y se lo preparó como almuerzo, pero los otros dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves. Entonces el rey comenzó a dar grandes voces por la ciudad, y los gigantescos Lestrígones que lo oyeron empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se parecían no a hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron a arrojarnos peñascos grandes como hombres, así que junto a las naves se elevó un estruendo de hombres que morían y de navíos que se quebraban. Además, ensartábanlos como si fueran peces y se los llevaban como nauseabundo festín.
«Conque mientras mataban a éstos dentro del profundo Puerto, saqué mi aguda espada de junto al muslo y corté las amarras de mi nave de azuloscura proa. Y, apremiando a mis compañeros, les ordené que se inclinaran sobre los remos para poder escapar de la desgracia. Y todos a un tiempo saltaron sobre ellos, pues temían morir.
«Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en dirección al ponto, mientras que las demás se perdían allí todas juntas. Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo de la muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros.
«Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, hermana carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a los mortales, y de Perses, la hija de Océano.
«Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de la ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, tomé ya mi lanza y aguda espada y, levantándome de junto a la nave, subí a un puesto de observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y espeso bosque, en el palacio de Circe. Asi que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a indagar, pues había vistó humo enrojecido.



«Mientras así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme primero a la rápida nave y a la ribera del mar para distribuir alimentos a mis compañeros, y enviarlos a que indagaran ellos. Y cuando ya estaba cerca de la curvada nave, algún dios se compadeció de mí -solo como estaba-, pues puso en mi camino un enorme ciervo de elevada cornamenta. Bajaba éste desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya lo tenía agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento en que salía lo alcancé en medio de la espalda, junto al espinazo. Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se desplomó sobre el polvo chillando y su vida se le escapó volando. Me puse sobre él, saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé tirado en el suelo. Entre tanto, corté mimbres y varillas y, trenzando una soga como de una braza, bien torneada por todas partes, até los pies del terrible monstruo. Me dirigí a la negra nave con el animal colgando de mi cuello y apoyado en mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el hombro con una sola mano y es que la bestia era descomunal. Arrojéla por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros, dirigiéndome a cada uno en particular con dulces palabras:
«"Amigos, no descenderemos a la morada de Hades por muy afligidos que estemos, hasta que nos llegue el día señalado. Conque, vamos, mientras tenemos en la rápida nave comida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos consumir por el hambre."
«Así dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se quitaron de encima las ropas, junto a la ribera del estéril mar, y contemplaron con admiración al ciervo y es que la bestia era descomunal. Así que cuando se hartaron de verlo con sus ojos, lavaron sus manos y se prepararon espléndido festín.
«Así pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a comer abundante carne y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa los reuní en asamblea y les comuniqué mi palabra:
«"Escuchad mis palabras, compañeros, por muchas calamidades que hayáis soportado. Amigos, no sabemos dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde. se oculta bajo la tierra Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se levanta. Conque tomemos pronto una resolución, si es que todavía es posible, que yo no lo creo. Al subir a un elevado puesto de observación he visto una isla a la que rodea, como corona, el ilimitado mar. Es isla de poca altura, y he podido ver con mis ojos, en su mismo centro, humo a través de unos encinares y espeso bosque."
«Así dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuando recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la violencia del magnánimo Cíclope, el comedor de hombres. Lloraban a gritos y derramaban abundante llanto; pero nada conseguían con lamentarse. Entonces dividí en dos grupos a todos mis compañeros de buenas grebas y di un jefe a cada grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco. Enseguida agitamos unos guijarros en un casco de bronce y saltó el guijarro del magnánimo Euríloco. Conque se puso en camino y con él veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron atrás a nosotros gimiendo también.
«Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos montaraces y leones, a los que había hechizado dándoles brebajes maléficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrededor moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus perros moviendo la cola pues siempre lleva algo que calme sus impulsos, así los lobos de poderosas uñas y los leones rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero éstos se echaron a temblar cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y oyeron a Circe que cantaba dentro con hermosa voz, mientras se aplicaba a su enorme e inmortal telar ¡y qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas! Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi más preciado y valioso compañero:
«"Amigos, alguien no sé si diosa o mujer está dentro cantando algo hermoso mientras se aplica a su gran telar que todo el piso se estremece con el sonido. Conque hablémosle enseguida."
«Así dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa enseguida, abrió las brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo sentar en sillas y sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con vino de Pramnio. Y echó en esta pócima brebajes maléficos para que se olvidaran por completo de su tierra patria.
«Después que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron éstos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable, la misma de antes. Así quedaron encerrados mientras lloraban; y Circe les echó de comer bellotas, fabucos y el fruto del cornejo, todo lo que comen los cerdos que se acuestan en el suelo.
«Conque Euríloco volvió a la rápida, negra nave para informarme sobre los compañeros y su amarga suerte, pero no podía decir palabra con desearlo mucho, porque tenía átravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se llenaron de lágrimas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando por fin le interrogamos todos llenos de admiración, comenzó a contarnos la pérdida de los demás compañeros:
«"Atravesamos los encinares como ordenaste, ilustre Odiseo, y encontramos en un valle una hermosa mansión edificada con piedras talladas, en lugar abierto. Allí cantaba una diosa o mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los compañeros comenzaron a llamar a voces; salió ella, abrió las brillantes puertas y nos invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero yo no me quedé por barruntar que se trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y no volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé largo tiempo sentado."
«Así habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos de plata, grande, de bronce, y el arco en bandolera, y le ordené que me condujera por el mismo camino, pero él se abrazó a mis rodillas y me suplicaba, y, lamentándose, me dirigía aladas palabras:
« “No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino; déjame aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a ninguno de tus compañeros. Huyamos rápidamente con éstos, pues quizá podamos todavía evitar el día funesto".
«Así habló, pero yo to contesté diciendo:
«"Euríloco, quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la negra nave, que yo me voy. Me ha venido una necesidad imperiosa."



«Así diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi marcha por el valle iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de muchos brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la varita de oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntándole ya y radiante de juventud. Me tomó de la mano y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Desdichado, ¿cómo es que marchas solo por estas lomas, desconocedor como eres del terreno? Tus compañeros están encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocupando bien construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que regreses ni siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los demás. Así que, vamos, te voy a librar del mal y a salvarte. Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te protegerá del día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar todos los malvados propósitos de Circe: te preparará una poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su larga varita, saca de junto a tu muslo la aguda espada y lánzate contra ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acostarte con ella. No réchaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de que suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti. Pero debes ordenarla que jure con el gran juramento de los dioses felices que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando te hayas desnudado”.
«Así diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había arrancado de la tierra y me mostró su propiedades: de raíz era negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los dioses la llaman moly, y es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero los dioses lo pueden todo.



«Luego marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla boscosa y yo me dirigí a la mansión de Circe. Y mientras marchaba, mi corazón revolvía muchos pensamientos. Me detuve ante las puertas de la diosa de lindas trenzas, me puse a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió ésta, abrió las brillantes puertas y me invitó a entrar. Entonces yo la seguí con el corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis pies había un escabel. Preparóme una pócima en copa de oro, para que la bebiera, y echó en ella un brebaje, planeando maldades en su corazón.
«Conque cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí aunque no me había hechizado, tocóme con su varita y, llamándome por mi nombre, dijo:
«"Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus amigos."
«Así dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al muslo, me lancé sobre Circe, como deseando matarla. Ella dió un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis rodillas y, lamentándose, me dirigió aladas palabras:
«"¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus padres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie, ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha hebido y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de Troya en su rápida, negra nave. Conque, vamos, vuelve tu espada a la vaina y subamos los dos a mi cama, para que nos entreguemos mutuamente unidos en amor y lecho."
«Así dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté:
«"Circe, ¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis compañeros los has convertido en cerdos en tu palacio, y a mí me retienes aquí y, con intenciones perversas, me invitas a subir a tu aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco hombre cuando esté desnudo. No desearía ascender a tu cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna."
«Así dije, y ella al punto juró como yo le había dicho. Conque, una vez que había jurado y terminado su promesa, subí a la hermosa cama de Circe.
«Entre tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que tiene como asistentas en su morada. Son de las que han nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados ríos que fluyen al mar. Una colocaba sobre los sillones cobertores hermosos y alfombras debajo; otra extendía mesas de plata ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas de oro; la tercera mezclaba delicioso vino en una crátera de plata y distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía abundante fuego bajo un gran trípode y así se calentaba el agua. Cuando el agua comenzó a hervir en el brillante bronce, me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran trípode, vertiendola agradable sobre mi cabeza y hombros, a fin de quitar de mis miembros el cansancio que come el vigor. Cuando me hubo lavado, ungido con aceite y vestido hermosa túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había un escabel. Una sierva derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que me lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoreciéndome entre los presentes. Y me invitaba a que comiera, pero esto no placía a mi ánimo y estaba sentado con el pensamiento en otra parte, pues mi ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe me vio sentado sin echar mano a la comida y con fuerte pesar, colocóse a mi lado y me dirigió aladas palabras:



«"¿Por qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo consumiendo tu ánimo y no tocas siquiera la comida y la bebida? Seguro que andas barruntando alguna otra desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he jurado un poderoso juramento."
«Así habló, y entonces le contesté diciendo:
«"Circe, ¿qué hombre como es debido probaría comida o bebida antes de que sus compañeros quedaran libres y él los viera con sus ojos? Conque, si me invitas con buena voluntad a beber y comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda verlos con mis ojos."
«Así dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las manos, abrió las puertas de las pocilgas y sacó de allí a los que parecían cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente, y Circe, pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro brebaje. Se les cayó la pelambre que había producido el maléfico brebaje que les diera la soberana Circe y se convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes y más bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada uno me tomaba de la mano. A todos les entró un llanto conmovedor -toda la casa resonaba que daba pena, y hasta la misma diosa se compadeció de ellos. Así que se vino a mi lado y me dijo la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, marcha ya a tu rápida nave junto a la ribera del mar. Antes que nada, arrastrad la nave hacia tierra, llevad vuestras posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después con tus fieles compañeros."
«Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en camino hacia la rápida nave junto a la ribera del mar. Conque encontré junto a la rápida nave a mis fieles compañeros que lloraban lamentablemente derramando abundante llanto. Como las terneras que viven en el campo salen todas al encuentro y retozan en torno a las vacas del rebaño que vuelven al establo después de hartarse de pastar (pues ni los cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin cesar corretean en torno a sus madres), así me rodearon aquéllos, llorando cuando me vieron con sus ojos. Su ánimo se imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la misma ciudad de Itaca, donde se habían criado y nacido. Y, lamentándose, me decían aladas palabras:
«"Con tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra patria Itaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros."
«Así dijeron, y yo les hablé con suaves palabras:
«"Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevaremos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apresuraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros comer y beber en casa de Circe, pues tienen comida sin cuento."
«Así dije, y enseguida obedecieron mis ordenes. Sólo Euríloco trataba de retenerme a todos los compañeros y, hablándoles, decía aladas palabras:
«"Desgraciados, ¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a casa de Circe, que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones para que custodiéis por la fuerza su gran morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También aquéllos perecieron por la insensatez de éste."
«Así habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto a mi robusto muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla contra el suelo, aunque era pariente mío cercano. Pero mis compañeros me lo impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras:
«"Hijo de los dioses, dejaremos aquí a éste, si tú así lo ordenas, para que se quede junto a la nave y la custodie. Y a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe."
«Así diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Euríloco no se quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que nos siguió, pues temía mis terribles amenazas.
«Entre tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañeros que estaban en su morada, los ungió con brillante aceite y los vistió con túnicas y mantos. Y los encontramos cuando se estaban banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a otros y se contaron todo, rompieron a llorar entre lamentos, y la casa toda resonaba. Así que la divina entre las diosas se vino a mi lado y dijo:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundance llanto, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que abandonasteis la tierra patria de la escarpada Itaca; que ahora estáis agotádos y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mucho."
«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos quedamos un año entero día tras dia, dándonos a comer carne en abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el año y volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses ya habían pasado largos días, me llamaron mis  fieles compañeros y me dijeron:
«"Amigo, piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien edificada morada y a tu tierra patria."
«Así dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir. Estuvimos todo un día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se acostaron en el sombrío palacio. Pero yo subí a la hermosa cama de Circe y, abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la diosa escuchó mi voz. Y hablándole, decía aladas palabras:
«"Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el corazón llorando a mi alrededor."
«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada. Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que los demás revolotean como sombras."
«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni volver a contemplar la luz del sol.



«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:
«"Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca ha llegado nadie en negra nave."
«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía en tu nave. Coloca el mástil, extiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al bosque de Perséfone esbeltos álamos negros y estériles cañaverales, amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan en el Aqueronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la laguna Estigia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe así te lo aconsejo, y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación en honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicioso vino y en tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes cabezas de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás una vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para dirigirte a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las víctimas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres, que te señalará el viaje, la longitud del camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de peces."



«Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto, y ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de oro a su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el palacio apremiando a mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada hombre:
«"Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos, que la soberana Circe me ha revelado todo."
«Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni siquiera de allí pude llevarme sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fresca, borracho como estaba, se había echado a dormir en el sagrado palacio de Circe, lejos de los compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del cuello y su alma bajó al Hades.
«Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra:
«"Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me ha indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al tebano Tiresias."
«A sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse.
«Y cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del mar derramando abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató un carnero y una borrega negra, marchando inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios comiendo aquí o allá si éste no quíere?»



CANTO XI
DESCENSUS AD INFEROS
«Y cuando habíamos llegado a la nave y al mar, antes que nada empujamos la nave hacia el mar divino y colocamos el mástil y las velas a la negra nave. Embarcamos también ganados que habíamos tomado, y luego ascendimos nosotros llenos de dolor, derramando gruesas lágrimas. Y Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, nos envió un viento que llenaba las velas, buen compañero detrás de nuestra nave de azuloscura proa. Colocamos luego el aparejo, nos sentamos a lo largo de la nave y a ésta la dirigían el viento y el piloto. Durante todo el día estuvieron extendidas las velas en su viaje a través del ponto.
«Y Helios se sumergió, y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces llegó nuestra nave a los confines de Océano de profundas corrientes, donde está el pueblo y la ciudad de los hombres Cimerios cubiertos por la oscuridad y la niebla. Nunca Helios, el brillante, los mira desde arriba con sus rayos, ni cuando va al cielo estrellado ni cuando de nuevo se vuelve a la tierra desde el cielo, sino que la noche se extiende sombría sobre estos desgraciados mortales. Llegados allí, arrastramos nuestra nave, sacamos los ganados y nos pusimos en camino cerca de la corriente de Océano, hasta que llegamos al lugar que nos había indicado Circe. Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas y yo saqué la aguda espada de junto a mi muslo e hice una fosa como de un codo por uno y otro lado. Y alrededor de ella derramaba las libaciones para todos los difuntos, primero con leche y miel, después con delicioso vino y, en tercer lugar, con agua. Y esparcí por encima blanca harina.



«Y hacía abundantes súplicas a las inertes cabezas de los muertos, jurando que, al volver a Itaca, sacrificaría en mi palacio una vaca que no hubiera parido, la que fuera la mejor, y que llenaría una pira de obsequios y que, aparte de esto, sacrificaría a sólo Tiresias una oveja negra por completo, la que sobresaliera entre nuestros rebaños.
«Luego que hube suplicado al linaje de los difuntos con promesas y súplicas, yugulé los ganados que había llevado junto a la fosa y fluía su negra sangre. Entonces se empezaron a congregar desde el Erebo las almas de los difuntos, esposas y solteras; y los ancianos que tienen mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo afectado por un dolor reciente; y muchos alcanzados por lanzas de bronce, hombres muertos en la guerra con las armas ensangrentadas. Andaban en grupos aquí y allá, a uno y otro lado de la fosa, con un clamor sobrenatural, y a mí me atenazó el pálido terror.
«A continuación di órdenes a mis compañeros, apremiándolos a que desollaran y asaran las víctimas que yacían en el suelo atravesadas por el cruel bronce, y que hicieran súplicas a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Entonces saqué la aguda espada de junto a mi muslo, me senté y no dejaba que las inertes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes de que hubiera preguntado a Tiresias.
«La primera en llegar fue el alma de mi compañero Elpenor. Todavía no estaba sepultado bajo la tierra, la de anchos caminos, pues habíamos abandonado su cadáver, no llorado y no sepulto, en casa de Circe, que nos urgía otro trabajo. Contemplándolo entonces, lo lloré y compadecí en mi ánimo, y, hablándole, decía aladas palabras:



« “Elpenor, ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad? ¿Has llegado antes a pie que yo en mi negra nave?"
«Así le dije, y él, gimiendo, me respondió con su palabra:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, me enloqueció el Destino funesto de la divinidad y el vino abundante. Acostado en el palacio de Circe, no pensé en descender por la larga escalera, sino que caí justo desde el techo y mi cuello se quebró por la nuca. Y mi alma descendió a Hades.
«Ahora te suplico por aquellos a quienes dejaste detrás de ti, por quienes no están presentes; te suplico por tu esposa y por tu padre, el que te nutrió de pequeño, y por Telémaco, el hijo único a quien dejaste en tu palacio: sé que cuando marches de aquí, del palacio de Hades, fondearás tu bien fabricada nave en la isla de Eea. Te pido, soberano, que te acuerdes de mí allí, que no te alejes dejándome sin llorar ni sepultar, no sea que me convierta para ti en una maldición de los dioses. Antes bien, entiérrame con mis armas, todas cuantas tenga, y acumula para mí un túmulo sobre la ribera del canoso mar ¡desgraciado de mí! para que te sepan también los venideros. Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo remaba cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compañeros."
«Así habló, y yo, respondiéndole, dije:
«“ Esto lo cumpliré, desdichado, y realizaré."
«Así permanecíamos sentados, contestándonos con palabras tristes; yo sostenía mi espada sobre la sangre y, enfrente, hablaba largamente el simulacro de mi compañero.
«También llegó el alma de mi difunta madre, la hija del magnánimo Autólico, Anticlea, a quien había dejado viva cuando marché a la sagrada Ilión. Mirándola la compadecí en mi ánimo, pero ni aun así la permití, aunque mucho me dolía, acercarse a la sangre antes de interrogar a Tiresias.



«Y llegó el alma del Tebano Tiresias en la mano su cetro de oro, y me reconoció, y dijo:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¿por qué has venido, desgraciado, abandonando la luz de Helios, para ver a los muertos y este lugar carente de goces? Apártate de la fosa y retira tu aguda espada para que beba de la sangre y te diga la verdad."
«Así dijo; yó entonces volví a guardar mi espada de clavos de plata, la metí en la vaina, y sólo cuando hubo bebido la negra sangre se dirigió a mí con palabras el irreprochable adivino:
«"Tratas de conseguir un dulce regreso, brillante Odiseo; sin embargo, la divinidad te lo hará difícil, pues no creo que pases desapercibido al que sacude la tierra. Él ha puesto en su ánimo el resentimiento contra ti, airado porque le cegaste a su hijo. Sin embargo, llegaréis, aun sufriendo muchos males, si es que quieres contener tus impulsos y los de tus compañeros cuando acerques tu bien construida nave a la isla de Trinaquía, escapando del ponto de color violeta, y encontréis unas novillas paciendo y unos gordos ganados, los de Helios, el que ve todo y todo lo oye. Si dejas a éstas sin tocarlas y piensas en el regreso, llegaréis todavía a Itaca, aunque después de sufrir mucho; pero si les haces daño, entonces te predigo la destrucción para la nave y para tus compañeros. Y tú mismo, aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después de perder a todos tus compañeros. Y encontrarás desgracias en tu casa: a unos hombres insolentes que te comen tu comida, que pretenden a tu divina esposa y le entregan regalos de esponsales.
«"Pero, con todo, vengarás al volver las violencias de aquéllos. Después de que hayas matado a los pretendientes en tu palacio con engaño o bien abiertamente con el agudo bronce, toma un bien fabricado remo y ponte en camino hasta que llegues a los hombres que no conocen el mar ni comen la comida sazonada con sal; tampoco conocen éstos naves de rojas proas ni remos fabricados a mano, que son alas para las naves. Conque te voy a dar una señal manifiesta y no te pasará desapercibida: cuando un caminante te salga al encuentro y te diga que llevas un bieldo sobre tu espléndido hombro, clava en tierra el remo fabricado a mano y, realizando hermosos sacrificios al soberano Poseidón un carnero, un toro y un verraco semental de cerdas vuelve a casa y realiza sagradas hecatombes a los dioses inmortales, los que ocupan el ancho cielo, a todos por orden. Y entonces te llegará la muerte fuera del mar, una muerte muy suave que te consuma agotado bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán felices a tu alrededor. Esto que te digo es verdad."



«Así habló, y yo le contesté diciendo:
«"Tiresias, esto lo han hilado los mismos dioses. Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad: veo aquí el alma de mi madre muerta; permanece en silencio cerca de la sangre y no se atreve a mirar a su hijo ni hablarle. Dime, soberano, de qué modo reconocería que soy su hijo." ,
«Así hablé y él me respondió diciendo:
«"Te voy a decir una palabra fácil y la voy a poner en tu mente. Cualquiera de los difuntos a quien permitas que se acerque a la sangre te dirá la verdad, pero al que se lo impidas se retirará."
«Así habló, y marchó a la mansión de Hades el alma del soberano Tiresias después de decir sus vaticinios.
«En cambio, yo permanecí allí constante hasta que llegó mi madre y bebió la negra sangre. Al pronto me reconoció y, llorando, me dirigió aladas palabras:
«"Hijo mío, cómo has bajado a la nebulosa oscuridad si estás vivo? Les es difícil a los vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes ríos y terribles corrientes, y, antes que nada, Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una fabricada nave. ¿Has llegado aquí errante desde Troya con la nave y los compañeros después de largo tiempo? ¿Es que no has llegado todavía a Itaca y no has visto en el palacio a tu esposa?"
«Así habló, y yo le respondí diciendo:
«"Madre mía, la necesidad me ha traído a Hades para pedir oráculo al alma del tebano Tiresias. Todavía no he llegado cerca de Acaya ni he tocado nuestra tierra en modo alguno, sino que ando errante en continuas dificultades desde al día en que seguí al divino Agamenón a Ilión, la de buenos potros, para luchar con los troyanos.
«"Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿Qué Ker de la terrible muerte te dominó? ¿Te sometió una larga enfermedad o te mató Artemis, la que goza con sus saetas, atacándote con sus suaves dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo, a quien dejé; dime si mi autoridad real sigue en su poder o la posee otro hombre, pensando que ya no volveré más. Dime también la resolución y las intenciones de mi esposa legítima, si todavía permanece junto al niño y conserva todo a salvo o si ya la ha desposado el mejor de los aqueos."
«Así dije, y al pronto me respondió mi venerable madre:
«"Ella permanece todavía en tu palacio con ánimo afligido, pues las noches se le consumen entre dolores y los días entre lágrimas. Nadie tiene todavía tu hermosa autoridad, sino que Telémaco cultiva tranquilamente tus campos y asiste a banquetes equitativos de los que está bien que se ocupe un administrador de justicia, pues todos le invitan.
«"Tu padre permanece en el campo, y nunca va a la ciudad, y no tiene sábanas en la cama ni cobertores ni colchas espléndidas, sino que en invierno duerme como los siervos en el suelo, cerca del hogar y visten su cuerpo ropas de mala calidad, mas cuando llega el verano y el otoño... tiene por todas partes humildes lechos formados por hojas caídas, en la parte alta de su huerto fecundo en vides. Ahí yace doliéndose, y crece en su interior una gran aflicción añorando tu regreso, pues ya ha llegado a la molesta vejez.
«"En cuanto a mí, así he muerto y cumplido mi destino: no me mató Artemis, la certera cazadora, en mi palacio, acercándose con sus suaves dardos, ni me invadió enfermedad alguna de las que suelen consumir el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros, sino que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu bondad me privaron de mi dulce vida."
«Así dijo, y yo, cavilando en mi mente, quería abrazar el alma de mi difunta madre. Tres veces me acerqué mi ánimo me impulsaba a abrazarla, y tres veces voló de mis brazos semejante a una sombra o a un sueño.
«En mi corazón nacía un dolor cada vez más agudo, y, hablándole, le dirigí aladas palabras:
«"Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para que, rodeándonos con nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto, aunque sea en Hades? ¿Acaso la ínclita Perséfone me ha enviado este simulacro para que me lamente y llore más todavía?"
«Así dije, y al pronto me contestó mi soberana madre:
«"¡Ay de mí, hijo mío, el más infeliz de todos los hombres! De ningún modo te engaña Perséfone, la hija de Zeus, sino que ésta es la condición de los mortales cuando uno muere: los nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza poderosa del fuego ardiente los consume tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesos, y el alma anda revoloteando como un sueño. Conque dirígete rápidamente a la luz del día y sabe todo esto para que se lo digas a tu esposa después."
«Así nos contestábamos con palabras. Y se acercaron pues las impulsaba la ínclita Perséfone cuantas mujeres eran esposas e hijas de nobles. Se congregaban amontonándose alrededor de la negra sangre y yo cavilaba de qué modo preguntaría a cada una. Y ésta me pareció la mejor determinación: saqué la aguda espada de junto a mi vigoroso muslo y no permitía que bebieran la negra sangre todas a la vez. Así que se iban acercando una tras otra y cada una de ellas contaba su estirpe.
«A la primera que vi fue a Tiro, nacida de noble padre, la cual dijo ser hija del eximio Salmoneo y esposa de Creteo el Eólida, la que deseó al divino Enipeo que se desliza sobre la tierra como el más hermoso de los ríos.
Andaba ella paseando junto a la hermosa corriente de Enipeo, cuando el que conduce su carro por la tierra tomó la figura de éste y se acostó junto a ella en los orígenes del voraginoso río. Y los cubrió una ola de púrpura semejante a un monte, encorvada, y escondió al dios y a la mujer mortal. Desató el dios su virginal ceñidor y le infundió sueño y, después que hubo llevado a cabo las obras de amor, la tomó de la mano, le dijo su palabra y la llamó por su nombre: "Alégrate, mujer, por este amor, pues cuando pase un año parirás hermosos hijos, que no son estériles los concúbitos de los inmortales. Por tu parte, cuídate de ellos y nútrelos. Ahora, marcha a casa, contente y no me nombres. Yó soy Poseidón, el que sacude la tierra." Así habló y se sumergió en el ponto lleno de olas. Y ella, grávida, acabó pariendo a Pelias y Neleo, los cuales fueron poderosos servidores de Zeus. Pelias habitaba en Jolcos, rico en ganado, y el otro en la arenosa Pilos. A sus demás hijos los parió de Creteo esta reina entre las mujeres: a Esón, Feres y Mitaón, guerrero ecuestre.
«Después de ésta vi a Antíope, hija de Asopo, que también se gloriaba de haber dormido entre los brazos de Zeus y parió a dos hijos, Anfión y Zeto, quienes fueron los fundadores del reino de Tebas, la de siete puertas, y la dotaron de torres, que sin torres no podían habitar la espaciosa Tebas por muy póderosos que fueran.
«Después de ésta vi a Alcmena, la mujer de Anfitrión, la que parió al invencible Heracles, feroz como león, uniéndose al gran Zeus, entre sus brazos.
«Y a Mégara, la hija del valeroso Creonte, a la que. tuvo como esposa el hijo de Anfitrión"', indomable siempre en su valor.
«También vi a la madre de Edipo, la hermosa Epicasta, la que cometió una acción descomedida, por ignorancia de su mente, al casarse con su hijo, quien, después de dar muerte a su padre, se casó con ella (los dioses han divulgado esto rápidamente entre los hombres). Entonces reinaba él sobre los cadmeos sufriendo dolores por la funesta decisión de los dioses en la muy deseable Tebas, pero ella había descendido al Hades, el de puertas poderosamente trabadas, después de atar una alta soga al techo de su elevado palacio, poseída de su furor. Y dejó a Edipo numerosos dolores para el futuro, cuantos llevan a cumplimiento las Erinias de una madre.



«También vi a la hermosísima Cloris, a quien desposó Neleo en otro tiempo por causa de su hermosura, dándole innumerables regalos de esponsales; era la hija menor de Anfión Jasida, el que en otró tiempo imperaba con fuerza en Orcómenos de los Minios. Ella imperaba en Pilos y le dio a luz hijos ínclitos, Néstor y Cromio y el arrogante Periclimeno. Y después de éstos parió a la hermosa Peró, objeto de admiración para los mortales, a quien todos los vecinos pretendían, mas Neleo no sé la daba a quien no hubiera robado de Filace los cuernitorcidos bueyes carianchos de Ificlo, difíciles de robar. Sólo un irreprochable adivino prometió robarlas, pero lo trabó el pesado Destino de la divinidad y las crueles ligaduras y los boyeros del campo. Cuando ya habían pasado los meses y los días, por dar la vuelta el año, y habían pasado de largo las estaciones, sólo entonces lo desató de nuevo la fuerza de Ificlo cuando le comunicó la palabra de los dioses Y se cumplía la decisión de Zeus.
«También vi a Leda, esposa de Tíndaro, la cual dio a luz dos hijos de poderosos sentimientos, Cástor, domador de caballos, y Polideuces, bueno en el pugilato, a quienes mantiene vivos la tierra nutricia; que incluso bajo tierra son honrados por Zeus y un día viven y otro están muertos, alternativamente, pues tienen por suerte este honor, igual que los dioses.



«Después de ésta vi a Ifimedea, esposa de Alceo, la cual dijo que se había unido a Poseidón y parido dos hijos aunque de breve vida, Otón, semejante a los dioses y el ínclito Efialtes. La tierra nutricia los crió los más altos y los más bellos, aunque menos que el ínclito Orión. Éstos vivieron nueve años, su anchura era de nueve codos y su longitud de nueve brazas; amenazaron a los inmortales con establecer en el Olimpo la discordia de una impetuosa guerra; intentaron colocar a Osa sobre Olimpo y sobre Osa al boscoso Pelión, para que el cielo les fuera escalable, y tal vez lo habrían conseguido si hubieran alcanzado la medida de la juventud. Pero los aniquiló el hijo de Zeus, a quien parió Leto, de lindas trenzas, antes de que les floreciera el vello bajo las sienes y su mentón se espesara con bien florecida barba.
«También vi a Fedra, y a Procris, y a la hermosa Ariadna, hija del funesto Minos, a quien en otro tiempo llevóTeseo de Creta al elevado suelo de la sagrada Atenas, pero no la disfrutó, que antes la mató Artemis en Dia, rodeada de corriente, ante la presencia de Dioniso.
«También vi a Mera, y a Climena, y a la odiosa Erifile, la que recibió estimable oro a cambio de su marido.



«No podría enumerar a todas, ni podría nombrar a cuántas esposas vi de héroes y a cuántas hijas. Antes se acabaría la noche inmortal. También es hora de dormir o bien marchando junto a la rápida nave con mis compañeros, o bien aquí. La escolta será cosa vuestra y de los dioses.»
Así dijo Odiseo, todos enmudecieron en medio del silencio, y estaban poseídos como por un hechizo en el sombrío palacio. Y entre ellos comenzó a hablar Arete, de blancos brazos:
«Feacios, ¿cómo os parece este hombre en hermosura y grandeza y en pensamientos bien equilibrados en su interior? Huésped mío es, pero todos vosotros participáis del mismo honor. No os apresuréis a despedirlo ni le privéis de regalos, ya que lo necesita. Muchas cosas buenas tenéis en vuestros palacios por la benignidad de los dioses.»
Y entre ellos habló el anciano héroe Equeneo él era el más anciano de los feacios.
«Amigos, las palabras de la prudente reina no han dado lejos del blanco ni de nuestra opinión. Obedecedla, pues. De Alcínoo, aquí presente, depende el obrar y el decir.»
Y Alcínoo le respondió a su vez y dijo:
« Cierto, esta palabra se mantendrá mientras yo viva para mandar sobre los feacios amantes del remo: que el huésped acepte, por mucho que ansíe el regreso, esperar hasta el atardecer, hasta que complete todo mi regalo, y la escolta será cuestión de todos los hombres, y sobre todo de mí, de quien es el poder sobre el pueblo.»
Y respondiendo dijo el magnánimo Odiseo:



«Poderoso Alcínoo, señalado entre todo tu pueblo, si me rogarais permanecer hasta un año incluso, y me dispusierais una escolta y me entregarais espléndidos dones, lo aceptaría y, desde luego, me sería más ventajoso llegar a mi querida patria con las manos más llenas. Así, también sería más honrado y querido de cuantos hombres me vieran de vuelta en Itaca.»
Y de nuevo le respondió Alcínoo diciendo:
«Odiseo, al mirarte de ningún modo sospechamos que seas impostor y mentiroso como muchos hombres dispersos por todas partes, a quienes alimenta la negra tierra, ensambladores de tales embustes que nadie podría comprobarlos.. Por el contrario, hay en ti una como belleza de palabras y buen juicio, y nos has narrado sabiamente tu historia, como un aedo: todos los tristes dolores de los argivos y los tuyos propios. Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si viste a alguno de los eximios compañeros que te acompañaron a Ilión y recibieron la muerte allí. La noche esta es larga, interminable, y no es tiempo ya de dormir en el palacio. Sigue contándome estas hazañas dignas de admiración. Aún aguantaría hasta la divina Eos si tú aceptaras contar tus dolores en mi palacio.»
Y respondiéndole habló el muy astuto Odiseo:
«Poderoso Alcínoo, señalado entre todo tu pueblo, hay un tiempo para los largos relatos y un tiempo también para el sueño. Si aún quieres escuchar, no sería yo quien se negara a narrarte otros dolores todavía más luctuosos: las desgracias de mis compañeros, los cuales perecieron después; habían escapado a la luctuosa guerra de los troyanos, pero sucumbieron en el regreso por causa de una mala mujer.
«Después que la casta Perséfone había dispersado aquí y allá las almas de las mujeres, llegó apesadumbrada el alma del Atrida Agamenón y a su alrededor se congregaron otras, cuantas junto con él habían perecido y recibido su destino en casa de Egisto. Reconocióme al pronto, luego que hubo bebido la negra sangre, y lloraba agudamente dejando caer gruesas lágrimas. Y extendía hacía mí sus brazos, deseoso de tocarme, pero ya no tenía una fuerza firme, ni en absoluto fuerza, cual antes había en sus ágiles miembros. Al verlo lloré y lo compadecí en mi ánimo y, dirigiéndome a él, le dije aladas palabras:
«"Noble Atrida, soberano de tu pueblo, Agamenón, ¿qué Ker de la triste muerte te ha domeñado? ¿Es que te sometió en las naves Poseidón levantando inmenso soplo de crueles vientos?, ¿o te hirieron en tierra hombres enemigos por robar  bueyes y hermosos rebaños de ovejas o por luchar por tu ciudad y tus mujeres?"
«Así dije, y él, respondiéndome, habló enseguida:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no me ha sometido Poseidón en las naves levantando inmenso soplo de crueles vientos ni me hirieron en tierra hombres enemigos, sino que Egisto me urdió la muerte y el destino, y me asesinó en compañía de mi funesta esposa, invitándome a entrar en casa, recibiéndome al banquete, como el que mata a un novillo junto al pesebre. Así perecí con la muerte más miserable, y en torno mío eran asesinados cruelmente otros compañeros, como los jabalíes albidenses que son sacrificados en las nupcias de un poderoso o en un banquete a escote o en un abundante festín. Tú has intervenido en la matanza de machos hombres muertos en combate individual o en la poderosa batalla, pero te habrías compadecido mucho más si hubieras visto cómo estábamos tirados en torno a la crátera y las mesas repletas en nuestro palacio, y todo el pavimento humeaba con la sangre. También puede oír la voz desgraciada de la hija de Príamo, de Casandra, a la que estaba matando la tramposa Clitemnestra a mi lado. Yo elevaba mis manos y las batía sobre el suelo, muriendo con la espada clavada, y ella, la de cara de perra, se apartó de mí y no esperó siquiera, aunque ya bajaba a Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus manos. Que no hay nada más terrible ni que se parezca más a un perro que una mujer que haya puesto tal crimen en su mente, como ella concibió el asesinato para su inocente marido. ¡Y yo que creía que iba a ser bien recibido por mis hijos y esclavos al llegar a casa! Pero ella, al concebir tamaña maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado sobre todas las hembras venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar."
«Así habló, y yo me dirigí a él contestándole:
«"¡Ay, ay, mucho odia Zeus, el que ve a lo ancho, a la raza de Atreo por causa de las decisiones de sus mujeres, desde el principio! Por causa de Helena perecimos muchos, y a ti, Clitemnestra te ha peparado una trampa mientras estabas lejos."
«Así dije, y él, respondiéndome, se dirigió a mí:
«"Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus intenciones, las que tú te sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta. Aunque tú no, Odiseo, tú no tendrás la perdición por causa de una mujer. Muy prudente es y concibe en su mente buenas decisiones la hija de Icario; la prudente Penélope. Era una joven recién casada cuando la dejamos al marchar a la guerra y tenía en su seno un hijo inocente que debe sentarse ya entre el número de los hombres; ¡feliz él! Su padre lo verá al llegar y él abrazará a su padre ésta es la costumbre, pero mi esposa no me permitió siquiera saturar mis ojos con la vista de mi hijo, pues me mató antes. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho: dirige la nave a tu tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no puede haber fe en las mujeres.
«"Pero vamos, dime e infórmame con verdad si has oído que aún vive mi hijo en Orcómenos o en la arenosa Pilos, o junto a Menelao en la ancha Esparta, pues seguro que todavía no está muerto sobre la tierra el divino Orestes."
Así dijo, y yo, respondiendo, me dirigí a él:
«"Atrida, ¿por qué me preguntas esto? Yo no sé si vive él o está muerto, y es cosa mala hablar inútilmente."
«Así nos contestábamos con palabras tristes y estábamos en pie acongojados, derramando gruesas lágrimas. Llegó después el alma del Pelida Aquiles y la de Patroclo, y la del irreprochable Antíloco y la de Ayax, el más hermoso de aspecto y cuerpo entre los dánaos después del irreprochable hijo de Peleo. Reconocióme el alma del Eacida de pies veloces y, lamentándose, me dijo aladas palabras:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, desdichado, ¿qué acción todavía más grande preparas en tu mente? ¿Cómo te has atrevido a descender a Hades, donde habitan los muertos, los que carecen de sentidos, los fantasmas de los mortales que han perecido?"
«Así habló, y yo, respondiéndole, dije:



«"Aquiles, hijo de Peleo, el más excelente de los aqueos, he venido en busca de un vaticinio de Tiresias, por si me revelaba algún plan para poder llegar a la escarpada Itaca; que aún no he llegado cerca de Acaya ni he desembarcado en mi tierra, sino que tengo desgracias continuamente. En cambio, Aquiles, ningún hombre es más feliz que tú, ni de los de antes ni de los que vengan; pues antes, cuando vivo, te honrábamos los argivos igual que a los dioses, y ahora de nuevo imperas poderosamente sobre los muertos aquí abajo. Conqúe no te entristezcas de haber muerto, Aquiles."
«Así hablé, y él, respondiéndome, dijo:
«"No intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muertos. Pero, vamos, dime si mi hijo ha marchado a la guerra para ser el primer guerrero o no. Dime también si sabes algo del irreprochable Peleo, si aún conserva sus prerrogativas entre los numerosos mirmidones, o lo desprecian en la Hélade y en Ptía porque la vejez le sujeta las manos y los pies, pues ya no puedo servirle de ayuda bajo los rayos del sol, aunque tuviera el mismo vigor que en otro tiempo, cuando en la amplia Troya mataba a los mejores del ejército defendiendo a los argivos. Si me presentara de tal guisa, aunque fuera por poco tiempo, en casa de mi padre, haría odiosas mis poderosas e invencibles manos a cualquiera de aquellos que le hacen violencia y lo excluyen de sus honores."
«Así habló, y yo, respondiendo, me dirigí a él:
« "En verdad, no he oído nada del ilustre Peleo, pero te voy a decir toda la verdad sobre tu hijo Neoptólemo ya que me lo mandas, pues yo mismo lo conduje en mi cóncava y equilibrada nave desde Esciro en busca de los aqueos de hermosas grebas. Desde luego, cuando meditábamos nuestras decisiones en torno a la ciudad de Troya, siempre hablaba el primero y no se equivocaba en sus palabras. Sólo Néstor, igual a un dios, y yo lo superábamos. Y cuando luchábamos los aqueos en la llanura de los troyanos, nunca permanecía entre la muchedumbre de los guerreros ni en las filas, sino que se adelantaba un buen trecho, no cediendo a ninguno en valor. Mató a muchos guerreros en duro combate, pero no te podría decir todos ni nombrar a cuántos del ejército mató defendiendo a los argivos; pero sí cómo mató con el bronce al hijo de Telefo, al héroe Euripilo, mientras muchos de sus compañeros sucumbían a su alrededor por causa de regalos femeninos. Siempre lo vi el más hermoso, después del divino Memnón. Y cuando ascendíamos al caballo que fabricó Epeo los mejores entre los argivos (a mí se me había enconmendado todo: el abrir la bien trabada emboscada o cerrarla), en ese momento los demás jefes de los dánaos y los consejeros se secaban las lágrimas y temblaban los miembros de cada uno, pero a él nunca, vi con mis.ojos ni que le palideciera la hermosa piel, ni que secara las lágrimas de sus mejillas. Y me suplicaba insistentemente que saliéramos del caballo, y apretaba la empuñadura de la espada y la lanza pesada por el bronce, meditando males contra los troyanos. Después, cuando ya habíamos devastado la escarpada ciudad de Príamo, con una buena parte y un buen botín, ascendió a la nave incólume y no herido desde lejos par el agudo bronce, ni de cerca en el cuerpo a cuerpo, como suele suceder a menudo en la guerra, cuando Ares enloquece indistintamente."
«Así. hablé, y el alma del Eácida de pies veloces marchó a grandes pasos a través del prado de asfódelo, alegre porque le había dicho que su hijo era insigne.
«Las demás almas de los difuntos estaban entristecidas y cada una preguntaba por sus cuitas. Sólo el alma de Ayax, el hijo de Telamón, se mantenía apartada a lo lejos, airada por causa de la victoria en la que lo vencí contendiendo en el juicio sobre las armas de Aquiles, junto a las naves. Lo estableció la venerable madre y fueron jueces los hijos de los troyanos y Palas Atenea. ¡Ojalá no hubiera vencido yo en tal certamen! Pues por causa de estas armas la tierra ocultó a un hombre como Ayax, el más excelente de los dánaos en hermosurá y gestas después del irreprochable hijo de Peleo.
«A él me dirigí con dulces palabras:
«"Áyax, hijo del irreprochable Telamón. ¿Ni siquiera muerto vas a olvidar tu cólera contra mí por causa de las armas nefastas? Los dioses proporcionaron a los argivos aquella ceguera, pues pereciste siendo tamaño baluarte para los aqueos. Los aqueos nos dolemos por tu muerte igual que por la vida del hijo de Peleo. Y ningún otro es responsable, sino Zeus, que odiaba al ejército de los belicosos dánaos y a ti te impuso la muerte. Ven aquí, soberano, para escuchar nuestra palabra y nuestras explicaciones. Y domina tu ira y tu generosó ánimo."
«Así dije, pero no me respondió, sino que se dirigió tras las otras almas al Erebo de los muertos. Con todo, me hubiera hablado entonces, aunque airado o yo a él pero mi ánimo deseaba dentro de mi pecho ver las almas de los demás difuntos.
«Allí vi  sentado a Minos, el brillante hijo de Zeus, con el cetro de oro impartiendo justicia a los muertos. Ellos exponían sus causas a él, al soberano, sentados o en pie, a lo largo de la mansión de Hades de anchas puertas.
«Y despuës de éste vi al gigante Orión persiguiendo por el prado de asfódelo a las fieras que había matado en los montes desiertos, sosteniendo en sus manos la clava toda de bronce, eternamente irrompible.
«Y vi a Ticio, al hijo de la Tierra augusta, yaciendo en el suelo. Estaba tendido a lo largo de nueve yugadas, y dos águilas posadas a sus costados le roían el hígado, penetrando en sus entrañas. Pero él no conseguía apartarlas con sus manos, pues había violado a Leto, esposa augusta de Zeus, cuando ésta se dirigía a Pito a través del hermoso Panopeo.
«También vi a Tántalo, que soportaba pesados dolores, en pie dentro del lago; éste llegaba a su mentón, pero se le veía siempre sediento y no podía tomar agua para beber, pues cuantas veces se inclinaba el anciano para hacerlo, otras tantas desaparecía el agua absorbida y a sus pies aparecía negra la tierra, pues una divinidad la secaba. También había altos árboles que dejaban caer su fruto desde lo alto perales, manzanos de hermoso fruto, dulces higueras y verdeantes olivos, pero cuando el anciano intentaba asirlas con sus manos, el viento las impulsaba hacia las oscuras nubes.



«Y vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme piedra entre sus brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y empujaba la piedra hacia arriba, hacia la cumbre, pero cuando iba a trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía volver una y otra vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él la empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el sudor se deslizaba por sus miembros y el polvo caía de su cabeza.
«Después de éste vi a la fuerza de Héracles, a su imagen. Éste goza de los banquetes entre los dioses inmortales y tiene como esposa a Hebe de hermosos tobillos, la hija del gran Zeus y de Hera, la de sandalias de oro.
«En torno suyo había un estrépito de cadáveres, como de pájaros, que huían asustados en todas direcciones. Y él estaba allí, semejante a la oscura noche, su arco sosteniendo desnudo y sobre el nervio una flecha, mirando alrededor que daba miedo y como el que está siempre a punto de disparar. Y rodeando su pecho estaba el terrible tahalí, el cinturón de oro en el que había cincelados admirables trabajos osos, salvajes jabalíes, leones de mirada torcida, combates, luchas, matanzas, homicidios. Ni siquiera el artista que puso en este cinturón todo su arte podría realizar otra cosa parecida. Me reconoció al pronto cuando me vio con sus ojos y, llorando, dijo aladas palabras:



« “Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¡también tú andas arrastrando una existencia desgraciada, como la que yo soportara bajo los rayos del sol! Hijo de Zeus Cronida era yo y, sin embargo, tenía una pesadumbre inacabable. Pues estaba sujeto a un hombre muy inferior a mí que me imponía pesados trabajos. También me envió aquí en cierta ocasión para sacar al Perro, pues pensaba que ninguna otra prueba me sería más difícil. Pero yo me llevé al Perro a la luz y lo saqué de Hades. Y me escoltó Hermes y la de ojos brillantes, Atenea."
«Así habló y se volvió de nuevo a la mansión de Hades. Yo, sin embargo, me quedé allí por si venía alguno de los otros héroes guerreros, los que ya habían perecido. También habría visto a hombres todavía más antiguos a quienes mucho deseaba ver, a Teseo y Pirítoo, hijos gloriosos de los dioses, pero se empezaron a congregar multitudes incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido terror, no fuera que la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabeza de la Gorgona, del terrible monstruo.
«Entonces marché a la nave y ordené a mis compañeros que embarcaran enseguida y soltaran amarras. Y ellos embarcaron rápidamente y se sentaron sobre los remos.
«Y el oleaje llevaba a la nave por el río Océano, primero al impulso de los remos y después se levantó una brisa favorable. »



CANTO XII
LAS SIRENAS ESCILA Y CARIBDIS.
LA ISLA DEL SOL. OGIGIA



Cuando la nave abandonó la corriente del río Océano y arribó al oleaje del ponto de vastos caminos y a la isla de Eea, donde se encuentran la mansión y los lugares de danza de Eos y donde sale Helios, la arrastramos por la arena, una vez llegados.  Desembarcamos sobre la ribera del mar, y dormidos esperamos a la divina Eos.
«Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, envié a unos compañeros al palacio de Circe para que se trajeran el cadáver del difunto Elpenor. Cortamos enseguida unos leños y lo enterramos apenados, derramando abundante llanto, en el lugar donde la costa sobresalía más. Cuando habían ardido el cadáver y las armas del difunto, erigimos un túmulo y, levantando un mojón, clavamos en lo más alto de la tumba su manejable remo. Y luego nos pusimos a discutir los detalles del regreso.
«Pero no dejó Circe de percatarse que habíamos llegado de Hades y se presentó enseguida para proveernos. Y con ella sus siervas llevaban pan y carne en abundancia y rojo vino. Y colocándose entre nosotros dijo la divina entre las diosas:
«"Desdichados vosotros que habéis descendido vivos a la morada de Hades; seréis dos veces mortales, mientras que los demás hombres mueren sólo uná vez. Pero, vamos, comed esta comida y bebed este vino durante todo el día de hoy y al despuntar la aurora os pondréis a navegar; que yo os mostraré el camino y os aclararé las incidencias para que no tengáis que lamentaros de sufrir desgracias por trampa dolorosa del mar o sobre tierra firme."
«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Así que pasamos todo el día, hasta la puesta del sol, comiendo carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, mis compañeros se echaron a dormir junto a las amarras de la nave. Pero Circe me tomó de la mano y me hizo sentar lejos de mis compañeros y, echándose a mi lado, me preguntó detalladamente. Yo le conté todo como correspondía y entonces me dijo la soberana Circe:
«"Así es que se ha cumplido todo de esta forma. Escucha ahora tú lo que voy a decirte y lo recordará después el dios mismo.
«"Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil que sujeten a éste las amarras, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas.



«"Cuando tus compañeros las hayan pasado de largo, ya no te diré cuál de dos caminos será el tuyo; decidelo tú mismo en el ánimo. Pero te voy a decir los dos: a un lado hay unas rocas altísimas, contra las que se estrella el oleaje de la oscura Anfitrite. Los dioses felices las llaman Rocas Errantes. No se les acerca ningún ave, ni siquiera las temblorosas palomas que llevan ambrosía al padre Zeus; que, incluso de éstas, siempre arrebata alguna la lisa piedra, aunque el Padre (Zeus) envía otra para que el número sea completo. Nunca las ha conseguido evitar nave alguna de hombres que haya llegado allí, sino que el oleaje del mar, junto con huracanes de funesto fuego, arrastran maderos de naves y cuerpos de hombres. Sólo consiguió pasar de largo por allí una nave surcadora del ponto, la célebre Argo, cuando navegaba desde el país de Eetes. Incluso entonces la habría arrojado el oleaje contra las gigantescas piedras, pero la hizo pasar de largo Hera, pues Jasón le era querido.
«"En cuanto a los dos escollos, uno llega al vasto cielo con su aguda cresta y le rodea oscura nube. Ésta nunca le abandona, y jamás, ni en invierno ni en verano, rodea su cresta un cielo despejado. No podría escalarlo mortal alguno, ni ponerse sobre él, aunque tuviera veinte manos y veinte pies, pues es piedra lisa, igual que la pulimentada. En medio del escollo hay una oscura gruta vuelta hacia Poniente, que llega hasta el Erebo, por donde vosotros podéis hacer pasar la cóncava nave, ilustre Odiseo. Ni un hombre vigoroso, disparando su flecha desde la cóncava nave, podría alcanzar la hueca gruta. Allí habita Escila, que aúlla que da miedo: su voz es en verdad tan aguda como la de un cachorro recién nacido, y es un monstruo maligno. Nadie se alegraría de verla, ni un dios que le diera cara. Doce son sus pies, todos deformes, y seis sus largos cuellos; en cada uno hay una espantosa cabeza y en ella tres filas de dientes apiñados y espesos, llenos de negra muerte. De la mitad para abajo está escondida en la hueca gruta, pero tiene sus cabezas sobresaliendo fuera del terrible abismo, y allí pesca explorándolo todo alrededor del escollo, por si consigue apresar delfines o perros marinos, o incluso algún monstruo mayor de los que cría a miles la gemidora Anfitrite. Nunca se precian los marineros de haberlo pasado de largo incólumes con la nave, pues arrebata con cada cabeza a un hombre de la nave de oscura proa y se lo lleva.



«"También verás, Odiseo, otro escollo más llano cerca uno de otro. Harías bien en pasar por él como una flecha. En éste hay un gran cabrahigo cubierto de follaje y debajo de él la divina Caribdis sorbe ruidosamente la negra agua. Tres veces durante el día la suelta y otras tres vuelve a soberla que da miedo. ¡Ojalá no te encuentres allí cuando la está sorbiendo, pues no te libraría de la muerte ni el que sacude la tierra! Conque acércate, más bien, con rapidez al escollo de Escila y haz pasar de largo la nave, porque mejor es echar en falta a seis compañeros que no a todos juntos."
«Así dijo, y yo le contesté y dije:
«"Diosa, vamos, dime con verdad si podré escapar de la funesta Caribdis y rechazar también a Escila cuando trate de dañar a mis compañeros."
«Así dije, y ella al punto me contestó, la divina entre las diosas:
«"Desdichado, en verdad te placen las obras de la guerra y el esfuerzo. ¿Es que no quieres ceder ni siquiera a los dioses inmortales? Porque ella no es mortal, sino un azote inmortal, terrible, doloroso, salvaje e invencible. Y no hay defensa alguna, lo mejor es huir de ella, porque si te entretienes junto a la piedra y vistes tus armas contra ella., mucho me temo que se lance por segunda vez y te arrebate tantos compañeros como cabezas tiene. Conque conduce tu nave con fuerza e invoca a gritos a Cratais, madre de Escila, que la parió para daño de los mortales. Ésta la impedirá que se lance de nuevo.
«"Luego llegarás a la isla de Trinaquía, donde pastan las muchas vacas y pingües rebaños de ovejas de Helios: siete Tebaños de vacas y otros tantos hermosos apriscos de ovejas con cincuenta animales cada uno, No les nacen crías, pero tampoco mueren nunca. Sus pastoras son diosas, ninfas de lindas trenzas, Faetusa y Lampetía, a las que parió para Helios Hiperiónida la diosa Neera. Nada más de parirlas y criarlas su soberana madre, las llevó a la isla de Trinaquía para que vivieran lejos y pastorearan los apriscos de su padre y las vacas de rotátiles patas.



«"Si dejas incólumés estos rebaños y te ocupas del regreso, aun con mucho sufrir podréis llegar a Itaca, pero si les haces daño, predigo la perdición para la nave y para tus compañeros. Y tú, aunque evites la muerte, llegarás tarde y mal, después de perder a todos tus compañeros."
«Así dijo y, al pronto, llegó Eos, la de trono de oro.
«Ella regresó a través de la isla, la divina entre las diosas, y yo partí hacia la nave y apremié a mis compañeros para que embarcaran y soltaran amarras. Así que embarcaron con presteza y se sentaron sobre los bancos y, sentados en fila, batían el canoso mar con los remos. Y Circe de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, envió por detrás de nuestra nave de azuloscura proa, muy cerca, un viento favorable, buen compañero, que hinchaba las velas. Después de disponer todos los aparejos, nos sentamos en la nave y la conducían el viento y el piloto.
«Entonces dije a mis compañeros con corazón acongojado:
«"Amigos, es preciso que todos y no sólo uno o dos conozcáis las predicciones que me ha hecho Circe, la divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, después de conocerlas, perezcamos o consigamos escapar evitando la muerte y el destino.
«"Antes que nada me ordenó que evitáramos a las divinas Sirenas y su florido prado. Ordenó que sólo yo escuchara su voz; mas atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme allí, junto al mástil; que sujeten a éste las amarras, y si os suplico o doy órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas."
«Así es como yo explicaba cada detalle a mis compañeros.
«Entretanto la bien fabricada nave llegó velozmente a la isla de las dos Sirenas pues la impulsaba próspero viento. Pero enseguida cesó éste y se hizo una bonanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.
«Levantáronse mis compañeros para plegar las velas y las pusieron sobre la cóncava nave y, sentándose al remo, blanqueaban el agua con los pulimentados remos.
«Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil sujetaron a éste las amarras y, sentándose, batían el canoso mar con los remos.
«Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto:
«"Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda."
«Así decían lanzando su hermosa voz. Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.
«Cuando por fin las habían pasado de largo y ya no se oía más la voz de las Sirenas ni su canto, se quitaron la cera mis fieles compañeros, la que yo había untado en sus oídos, y a mí me soltaron de las amarras.
«Conque, cuando ya abandonábamos su isla, al pronto comencé a ver vapor y gran oleaje y a oír un estruendo. Como a mis compañeros les entrara el terror, volaron los remos de sus manos y éstos cayeron todos estrepitosamente en la corriente. Así que la nave se detuvo allí mismo, puesto que ya no movían los largos remos con sus manos.
«Entonces iba yo por la nave apremiando a mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada uno:
«"Amigos, ya no somos inexpertos en desgracias. Este mal que nos acecha no es peor que cuando el Cíclope nos encerró con poderosa fuerza en su cóncava cueva. Pero por mis artes, mi decisión y mi inteligencia logramos escapar de allí y creo que os acordaréis de ello. Así que también ahora, vamos, obedezcamos todos según yo os indique. Vosotros sentaos en los bancos y batid con los remos la profunda orilla del mar, por si Zeus nos concede huir y evitar esta perdición; y a ti, piloto, esto es lo que te ordeno ponlo en lo interior, ya que gobiernas el timón de la cóncava nave: mantén a la nave alejada de ese vapor y oleaje y pégate con cuidado a la roca no sea que se te lance sin darte cuanta hacia el otro lado y nos pongas en medio del peligro."
«Así dije y enseguida obedecieron mis palabras. Todavía no les hablé de Escila, desgracia imposible de combatir, no fuera que por temor dejaran de remar y se me escondieran todos dentro.
«Entonces no hice caso de la penosa recomendación de Circe, pues me ordenó que en ningún caso vistiera mis armas contra ella. Así que vestí mis ínclitas armas y con dos lanzas en mis manos subí a la cubierta de proa, pues esperaba que allí se me apareciera primero la rotosa Escila, la que iba a llevar dolor a mis compañeros. Pero no pude verla por lado alguno y se me cansaron los ojos de otear por todas partes la brumosa roca.
«Así que comenzamos a sortear el estrecho entre lamentos, pues de un lado estaba Escila, y del otro la divina Caribdis sorbía que daba miedo la salada agua del mar. Y es que cuando vomitaba, todo ella borbollaba como un caldero que se agita sobre un gran fuego la espuma caía desde arriba sobre lo alto de los dos escollos, y cuando sorbía de nuevo la salada agua del mar, aparecía toda arremolinada por dentro, la roca resonaba espantosamente alrededor y al fondo se veía la tierra con azuloscura arena.
«El terror se apoderó de mis compañeros y, mientras la mirábamos temiendo morir, Escila me arrebató de la cóncava nave seis compañeros, los que eran mejores de brazos y fuerza. Mirando a la rápida nave y siguiendo con los ojos a mis compañeros, logré ver arriba sus pies y manos cuando se elevaban hacia lo alto. Daban voces llamándome por mi nombre, ya por última vez, acongojados en su corazón. Como el pescador en un promontorio, sirviéndose de larga caña, echa comida como cebo a los pececillos (arroja al mar el cuerno de un toro montaraz) y luego tira hacia fuera y los coge palpitantes, así mis
compañeros se elevaban palpitantes hacia la roca.
«Escila los devoró en la misma puerta mientras gritaban y tendían sus manos hacia mí en terrible forcejeo. Aquello fue lo más triste que he visto con mis ojos de todo cuanto he sufrido recorriendo los caminos del mar. Cuando conseguimos escapar de la terrible Caribdis y de Escila, llegamos enseguida a la irreprochable isla del dios donde estaban las hermosas carianchas vacas y los numerosos rebaños de ovejas de Helios Hiperión.
«Cuando todavía me encontraba en la negra nave pude oír el mugido de las vacas en sus establos y el balar de las ovejas. Entonces se me vino a las mientes la palabra del adivino ciego, el tebano Tiresias, y de Circe de Eea, quienes me encomendaron encarecidamente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales.
«Así que dije a mis compañeros acongojado en mi corazón:,
«"Escuchad mis palabras, compañeros que tantas desgracias habéis sufrido, para que os manifieste las predicciones de Tiresias y de Circe de Eea, quienes me encomendaron encarecidamente evitar la isla de Helios, el que alegra a los mortales, pues me dijeron que aquí tendríamos el más terrible mal. Conque conducid la negra nave lejos de la isla."
«Así dije y a ellos se les quebró el corazón.
«Entonces Euriloco me contestó con odiosa palabra:
«"Eres terrible, Odiseo, y no se cansa tu vigor ni tus miembros. En verdad todo lo tienes de hierro si no permites a tus compañeros agotados por el cansancio y por el sueño poner pie a tierra en una isla rodeada de corriente, dónde podríamos prepararnós sabrosa comida. Por el contrario, les ordenas que anden errantes por la rápida noche en el brumoso ponto, alejándose de la isla. De la noche surgen crueles vientos, azote de las naves. ¿Cómo se podría huir del total exterminio si por casualidad se nos viene de repente un huracán de Noto o de Céfixo de soplo violento, que son quienes, sobre todo, destruyen las naves por voluntad de los soberanos dioses? Cedamos, pues, a la negra noche y preparémonos una comida quedándonos junto a la rápida nave. Y al amanecer embarcaremos y lanzaremos la nave al vasto ponto,"
«Así dijo Euríloco y los demás compañeros aprobarón sus palábras, Entonces me di cuenta de que un demón nos preparaba desgracia y, hablándoles, dije aladas palabras:
«"Euríloco, mucho me forzáis, solo como estoy. Pero, vamos, juradme al menos con fuerte juramento que si encontramos una vacada o un gran rebaño de ovejas, nadie, llevado de funesta insensatez, matará vaca u oveja alguna. Antes bien; comed tranquilos el alimento que nos dio la inmortal Circe."
«Así dije y todos juraron al punto tal como les había dicho. Así que cuando habían jurado y completado su juramento, detuvimos en el cóncavo Puerto nuestra bien construida nave, cerca de agua dulce; desembarcaron mi compañeros y se prepararon con habilidad la comida.
«Luego que habían arrojado de sí el deseo de comida y bebida, comenzaron a llorar pues se acordaron enseguida por los compañeros a quienes había devorado Escila, arrebatándlos de la cóncava nave; y mientras lloraban, les sobrevino un profundo sueño.
«Cuando terciaba la noche y declinaban los astros, Zeus, el que amontona las nubes, levantó un viento para que soplara en terrible huracán y cubrió de nubes tierra y mar. Y se levantó del cielo la noche.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, anclamos la nave arrastrándola hasta una gruta, donde estaba el hermoso lugar de danza de las Ninfas y sus asientos.
«Entonces los convoqué en asamblea y les dije:
«"Amigos, en la rápida nave tenemos comida y bebida; apartémonos de las vacas no sea que nos pase algo malo, que estas vacas y gordas ovejas pertenecen a un dios terrible, a Helios, el que lo ve todo y todo lo oye."
«Así dije y su valeroso ánimo se dejó persuadir.
«Durante todo un mes sopló Noto sin parar y no había ningún otro viento, salvo Euro y Noto. Así que, mientras mis compañeros tuvieron comida y rojo vino, se mantuvieron alejados de las vacas por deseo de vivir; pero cuando se consumieron todos los víveres de la nave, pusiéronse por necesidad a la caza de peces y aves; todo lo que llegaba a sus manos, con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos.
«Yo me eché entonces a recorrer la isla para suplicar a los dioses, por si alguno me manifestaba algún camino de vúelta; y, cuando caminando por la isla ya estaba lejos de mis compañeros, lavé mis manos al abrigo del viento y supliqué a todos los dioses que poseen el Olimpo. Y ellos derramaron el dulce sueño sobre mis párpados.
«Entonces Euríloco comenzó a manifestar a mis compañeros esta funesta decisión:
«"Escuchad mis palabras, compañeros que tantos males habéis sufrido. Todas las clases de muerte son odiosas para los desgraciados mortales, pero lo más lamentable es morir de hambre y arrastrar el destino. Conque, vamos, llevémonos las mejores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a los inmortales que poseen el vasto cielo. Si llegamos a Itaca, nuestra patria, edificaremos a Helios Hiperión un esplendido templo donde podríamos erigir muchas y excelentes estatuas.
«"Pero si, irritado por sus vacas de alta cornamenta, quiere destruir nuestra nave .y los demás dioses les acompañan prefiero perder la vida de una vez, de bruces contra una ola, antes que irme consumiendo poco a poco en una isla desierta."
«Así dijo Euríloco y los demás compañeros aprobaron sus palabras. Así que se llevaron enseguida las mejores vacas de Helios, de por allí cerca pues las hermosas vacas carianchas de rotátiles patas pastaban no lejos de la nave de azuloscura proa. Pusiéronse a su alrededor e hicieron súplica a los dioses, cortando ramas tiernas de una encina de elevada copa pues no tenían blanca cebada en la nave de buenos bancos. Cuando habían hecho la súplica, degollado y desollado las vacas, cortaron los muslos y los cubrieron de grasa a uno y otro lado y colocaron carne sobre ellos. No tenían vino para libar sobre las víctimas mientras se asaban, pero libaron con agua mientras se quemaban las entrañas. Cuando ya se habían quemado los muslos y probaron las entrañas, cortaron en trozos lo demás y lo ensartaron en pinchos.
«Entonces el profundo sueño desapareció de mis párpados y me puse en camino hacia la rápida nave y la ribera del mar. Y, cuando me hallaba cerca de la curvada nave, me rodeó un agradable olor a grasa. Rompí en lamentos e invoqué a gritos a los dioses inmortales:
«"Padre Zeus y demás dioses felices que vivís siempre; para mi perdición me habéis hecho acostar con funesto sueño, pues mis compañeros han resuelto un tremendo acto mientras estaban aquí."
«En esto llegó Lampetía, de luengo peplo, rápida mensajera a Helios Hiperión, para anunciarle que habíamos matado a sus vacas. Y éste se dirigió al punto a los inmortales acongojado en su corazón:
«"Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, castigad ya a los compañeros de Odiseo Laertíada que me han matado las vacas ¡obra impía!, con las que yo me complacía al dirigirme hacia el cielo estrellado y al volver de nuevo hacia la tierra desde el cielo. Porque si no me pagan una recompensa equitativa por las vacas, me hundiré en el Hades y brillaré para los muertos."
«Y contestándole dijo Zeus, el que reúne las nubes:
«"Helios, sigue brillando entre los inmortales y los mortales hombres sobre la tierra nutricia, que yo lanzaré mi brillante rayo y quebraré enseguida su nave en el ponto rojo como el vino."
«Esto es lo que yo oí decir a Calipso, de hermoso peplo, y ella decía que se lo había oído a su vez a Hermes.
«Conque, cuando bajé hasta la nave y el mar, los reprendí a unos y otros poniéndome a su lado, pero no podíamos encontrar remedio las vacas estaban ya muertas. Entonces los dioses comenzaron a manifestarles prodigios: las pieles caminaban, la carne mugía en el asador, tanto la cruda como la asada. Así es como las vacas cobraron voz.
«Durante seis días mis fieles compañeros prosiguieron banqueteándose y llevándose las mejores vacas de Helios, pero cuando Zeus Cronida nos trajo el séptimo, dejó el viento de lanzarse huracanado y nosotros embarcamos y empujamos la nave al vasto ponto no sin colocar el mástil y extender las blancas velas.
«Cuando abandonamos la isla y ya no se divisaba tierra alguna sino sólo cielo y mar, el Cronida puso una negra nube sobre la cóncava nave y el mar se oscureció bajo ella. La nave no pudo avanzar mucho tiempo, porque enseguida se presentó el silbante Céfiro lanzándose en huracán y la tempestad de viento quebró los dos cables del mástil. Cayó éste hacia atrás y todos los aparejos se desparramaron bodega abajo. En la misma proa de la nave golpeó el mástil al piloto en la cabeza, rompiendo todos los huesos de su cráneo y, como un volatinero, se precipitó de cabeza contra la cubierta y su valeroso ánimo abandonó los huesos.
«Zeus comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave, y ésta se revolvió toda, sacudida por el rayo de Zeus, y se llenó de azufre. Mis compañeros cayeron fuera y, semejantes a las cornejas marinas, eran arrastrados por el oleaje en torno a la negra nave. Dios les había arrebatado el regreso.
«Entonces yo iba de un lado a otro de la nave, hasta que el huracán desencajó las paredes de la quilla y el oleaje la arrastraba desnuda. El mástil se partió contra ésta, pero, como había sobre aquél un cable de piel de buey, até juntos quilla y mástil y, sentándome sobre ambos, me dejé llevar de los funestos vientos.
«Entonces Céfiro dejó de lanzarse huracanado y llegó enseguida Noto trayendo dolores a mi ánimo, haciendo que volviera a recorrer de nuevo la funesta Caribdis.
«Dejéme llevar por el oleaje durante toda la noche y al salir el sol llegué al escollo de Escila y a la terrible Caribdis. Ésta comenzó a sorber la salada agua del mar, pero entonces yo me lancé hacia arriba, hacia el elevado cabrahigo y quedé adherido a él como un murciélago. No podía apoyarme en él con los pies para trepar, pues sus raíces estaban muy lejos y sus ramas muy altas ramas largas y grandes que daban sombra a Caribdis. Así que me mantuve firme hasta que ésta volviera a vomitar el mástil y la quilla, y un rato más tarde me llegaron mientras estaba a la expectativa. Mis maderos aparecieron fuera de Caribdis a la hora en que un hombre se levanta del ágora para ir a comer, después de juzgar numerosas causas de jóvenes litigantes. Dejéme caer desde arriba de pies y manos y me desplomé ruidosamente sobre el oleaje junto a mis largos maderos, y sentado sobre ellos, comencé a remar con mis brazos. El padre de hombres y dioses no permitió que volviera a ver a Escila, pues no habría conseguido escapar de la ruina total.
«Desde allí me dejé llevar durante nueve días, y en la décima noche los dioses me impulsaron hasta la isla de Ogigia, donde habitaba Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz que me entregó su amor y sus cuidados.
«Pero, ¿para qué te voy a contar esto? Ya os lo he narrado ayer a ti y a tu fuerte esposa en el palacio, y me resulta odioso volver a relatar lo que he expuesto detalladamente.»



CANTO XIII
LOS FEACIOS DESPIDEN A ODISEO.
LLEGADA A ITACA
Así habló, y todos enmudecieron en el silencio; estaban poseídos como por un hechizo en el sombrío palacio. Entonces Alcínoo le contestó y dijo:
«Odiseo, ya que has llegado a mi palacio de piso de bronce, de elevado techo, creo que no vas a volver a casa errabundo otra vez por mucho que hayas sufrido. En cuanto a vosotros, cuantos acostumbráis a beber en mi palacio el rojo vino de los ancianos escuchando al aedo, os voy a hacer este encargo: el forastero ya tiene, en un arca bien pulimentada, oro bien trabajado y cuantos regalos le han traído los consejeros de los feacios. Démosle también un gran trípode y una caldera cada hombre, que nosotros después os recompensaremos recogiéndolo por el pueblo, pues es doloroso que uno haga dones gratis.»
Así habló Alcínoo y les agradó su palabra. Y se marchó cada uno a su casa con ganas de dormir.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se apresuraron hacia la nave llevando el bronce propio de los guerreros.
Y la sagrada fuerza de Alcínoo, marchando en persona, colocó todo bien bajo los bancos de la nave, no fuera que causaran daño a alguno de los compañeros durante el viaje cuando se apresuraran moviendo los remos.
Luego marcharon al palacio de Alcínoo y dispusieron el almuerzo. La sagrada fuerza de Alcínoo sacrificó entre ellos un buey en honor de Cronida Zeus, el que oscurece las nubes, el que gobierna a todos. Quemaron los muslos y se repartieron gustosos un magnífico banquete; y entre ellos cantaba el divino aedo, Demódoco, venerado por su pueblo. Pero Odiseo volvía una y otra vez su cabeza hacia el resplandeciente sol, deseando que se pusiera, pues ya pensaba en el regreso. Como cuando un hombre desea vivamente cenar cuando su pareja de bueyes ha estado todo el día arrastrando el bien construido arado por el campo la luz del sol se pone para él con agrado, ya que se va a cenar, y sus rodillas le duelen al caminar, así se puso el sol con agrado para Odiseo.
Y volvió a dirigirse a los feacios amantes del remo y, dirigiéndose sobre todo a Alcínoo, dijo su palabra:
«Poderoso Alcínoo, el más ilustre de tu pueblo, haced una libación y devolvedme a casa sin daño. Y a vosotros, ¡salud! Ya se me ha proporcionado lo que mi ánimo deseaba, una escolta y amables regalos que ojalá los dioses, hijos de Urano, hagan prosperar. ¡Que encuentre en casa, al volver, a mi irrepochable esposa junto con los míos sanos y salvos! Vosotros quedaos aquí y seguid llenando de gozo a vuestras esposas legítimas y a vuestros hijos; que los dioses os repartan bienes de todas clases y que ningún mal se instale entre vosotros.»
Así habló y todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al forastero, porque había hablado como le correspondía. Entonces Alcínoo se dirigió a un heraldo:
« Pontónoo, mezcla una crátera y reparte vino a todos en el palacio, para que demos escolta al forastero hasta su tierra patria después de orar al padre Zeus.»
Así habló, y Pontónoo mezcló el vino que alegra el corazón y se lo repartió a todos, uno tras otro. Y libaron desde sus mismos asientos en honor de los dioses felices, los que poseen el ancho cielo.
El divino Odiseo se puso en pie, colocó una copa de doble asa en manos de Arete y le dijo aladas palabras:
«Sé siempre feliz, reina hasta que te lleguen la vejez y la muerte que andan rondando a los hombres. Yo vuelvo a casa, goza tú en este palacio entre tus hijos, tu pueblo y el rey Alcínoo.»
Así hablando el divino Odiseo traspasó el umbral. Y la fuerza de Alcínoo le envió un heraldo para que le condujera hasta la rápida nave y la ribera del mar. También le envió Arete a sus esclavás, a una con un manto bien lavado y una túnica, a otra le dio un arca adornada para que la llevara y otra portaba trigo y rojo vino.
Cuando arribaron a la nave y al mar, sus ilustres acompañantes colocaron todo en la cóncava nave, la bebida y la comida toda, y para Odiseo extendieron una manta y una sábana en la cubierta de proa, para que durmiera sin despertar. Subió él y se acostó en silencio, y ellos se sentaron en los bancos, cada uno en su sitio, y soltaron el cable de una piedra pérforada. Después se inclinaron y batían el mar con el remo.
A Odiseo se le vino un sueño profundo a los párpados, sueño sosegado, delicioso, semejante en todo a la muerte. Y la nave... como los cuadrúpedos caballos se arrancan todos a la vez en la llanura a los golpes del látigo y elevándose velozmente apresuran su marcha, así se elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía en el resonante mar. Corría ésta con firmeza, sin estorbos; ni un halcón la habría alcanzàdo, la más rápida de las aves. Y en su carrera cortaba veloz las olas del mar portando a un hombre de pensamientos semejantes a los de los dioses que había sufrido muchos dolores en su ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya dormía imperturbable, olvidado de todas sus penas.
Y cuando despuntó el más brillante astro, el que avanza anunciando la luz de Eos que nace de la mañana, la nave se acercó para fondear en la isla.
En el pueblo de Itaca hay un puerto, el de Forcis, el viejo del mar, y en él hay dos salientes escarpados que se inclinan hacia el puerto y que dejan fuera el oleaje producido por silbantes vientos; dentro, las naves de buenos bancos permanecen sin amarras cuando llegan al término del fondeadero. Al extremo del puerto hay un olivo de anchas hojas y cerca de éste una gruta sombría y amable consagrada a las ninfas que llaman Náyades. Hay dentro cráteras y ánforas de piedra y también dentro fabrican las abejas sus panales. Hay dentro grandes telares de piedra donde las ninfas tejen sus túnicas con púrpura marina ¡una maravilla para velas! y también dentro corren las aguas sin cesar. Tiene dos puertas, la una del lado de Bóreas accesible a los hombres; la otra, del lado de Noto, es en cambio sólo para dioses y no entran por ella los hombres, que es camino de inmortales. Hacia allí remaron, pues ya lo conocían de antes, y la nave se apresuró a fondear en tierra firme, como a media altura ¡tales eran las manos de los remeros que la impulsaban! Éstos descendieron de la nave de buenos bancos y levantando primero a Odiseo de la cóncava nave, le colocaron sobre la arena, rendido por el sueño, junto con su manta y resplandeciente sábana. También sacaron las riquezas que los ilustres feacios le habían donado cuando volvía a casa por voluntad de la magnánima Atenea.
Conque colocaron todo junto, cerca del tronco de olivo, lejos del camino no fuera que algún caminante cayera sobre ello y lo robara antes de que Odiseo despertase, y se volvieron a casa.
Pero el que sacude la tierra no se había olvidado de las amenazas que había hecho al divino Odiseo al principio y preguntó la decisión de Zeus:
«Padre Zeus, ya no tendré nunca honores entre los dioses inmortales si los mortales no me honran, los feacios que, además, son de mi propia estirpe. Yo pensaba que Odiseo regresaría a casa después de mucho sufrir el regreso no se lo había quitado del todo porque tú se lo prometiste desde el principio, pero los feacios lo han traído durmiendo en rápida nave sobre el ponto y lo han dejado en Itaca. Le han entregado además innumerables regalos, bronce y oro en abundancia y ropa tejida, tantos como jamás habría sacado de Troya si hubiera vuelto incólume con su parte sorteada del botín.»
Y le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:



«¡Ay, ay, poderoso dios que sacudes la tierra, qué cosas has dicho! Nunca lo deshonrarán los dioses. Sería difícil despachar sin honores al más antiguo y excelente. Si alguno de los hombres, cediendo a su violencia y poder, no lo honra, tienes y tendrás siempre tu compensación. Obra como desees y sea agradable a tu ánimo.»
Y le contestó Poseidón, el que sacude la tierra:
«Enseguida actuaría, oh tú que oscureces las nubes, como dices, pero estoy siempre acechando tu cólera y procurando evitarla. Con todo, quiero ahora destruir en el brumoso ponto la hermosa nave de los feacios en su viaje de vuelta, para que se contengan y dejen de escoltar a los hombres. Quiero también ocultar su ciudad toda bajo un monte» Y le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:
«Amigo mío, creo que lo mejor será que, cuando todo el pueblo esté contemplando desde la ciudad a la nave acercándose, coloques cerca de tierra un peñasco semejante a una rápida nave, para que todos se asombren y puedas ocultar su ciudad bajo un gran monte.»
Luego que oyó esto Poseidón, el que sacude la tierra, se puso en camino hacia Esqueria, donde los feacios nacen, y allí se detuvo. Y la nave surcadora del ponto se acercó en su veloz carrera. El que sacude la tierra se acercó, la convirtió en piedra y la estableció firmemente, como si tuviera raíces, golpeándola con la palma de su mano. Y se alejó de allí. Los feacios de largos remos se dirigían mutuamente aladas palabras, hombres célebres por sus naves, y decía uno así mirando al que tenía al lado:
«Ay de mí, ¿quién ha encadenado en el ponto a la rápida nave en su regreso a casa? Ya se la veía del todo.»



Así decía uno pues no sabían cómo había sucedido. Entonces Alcínoo habló entre ellos y dijo:
«¡Ay, ay, en verdad ya me ha alcanzado el antiguo presagio de mi padre, quien aseguraba que Poseidón se irritaría con nosotros por ser prósperos acompañantes de todo el mundo! Decía que algún día destruiría en el brumoso ponto una hermosa nave de los feacios al volver de una expedición, y que ocultaría nuestra ciudad bajo un monte. Así decía el anciano y todo se está cumpliendo ahora. Conque, vamos, obedeced todos lo que yo os señale: dejad de acompañar a los mortales cuando alguien llegue a nuestra ciudad. Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece y no nos oculta la ciudad bajo un enorme monte.»
Así habló y ellos sintieron miedo y prepararon los toros. Así es que suplicaban al soberano Poseidón los jefes y consejeros de los feacios, en pie, rodeando el altar.
En esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero no la reconoció pues ya llevaba mucho tiempo ausente. La diosa Palas Atenea esparció en torno suyo una nube, la hija de Zeus, para hacerlo irreconocible y contarle todo, no fuera que su esposa, ciudadanos y amigos le reconocieran antes de que los pretendientes pagaran todos sus excesos. Por esto, todo le parecía distinto al soberano, los largos caminos, los puertos de cómodo anclaje, las elevadas rocas y los verdeantes árboles.
Así que se puso en pie de un salto y comenzó a mirar su tierra patria. Dio un grito lastimero, golpeó sus muslos con las palmas de las manos y entre lamentos decía su palabra:
«Ay de mí, ¿a qué tierra de mortales he llegado? ¿Son acaso soberbios, salvajes y carentes de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?. ¿A dónde llevo tantas riquezas?, ¿por dónde voy a marchar? ¡Ojalá me hubiera quedado junto a los féacios! También podría haberme llegado a otro rey de los muy poderosos y quizá éste me habría recibido como amigo y escoltado de vuelta a casa, porque ahora no sé dónde dejar esto ni voy a dejarlo aquí, no sea que se me convierta en botín de otro. iAy!, ¡ay!, en verdad no eran del todo prudentes ni justos los jefes y consejeros de los feacios, quienes me han traído a otra tierra. Decían que me iban a llevar a Itaca, hermosa al atardecer, pero no lo han cumplido. Que Zeus los castigue, el dios de los suplicantes, el que vigila a todos los hombres y castiga a quien yerra.
«Pero, ea, voy a contar mis riquezas y a contemplarlas, no sea que se marchen llevándose algo en la cóncava nave.»
Así diciendo, se puso a contar los hermosos trípodes y calderos y el oro y la hermosa ropa tejida. Pero no echó nada de menos. Y sentía dolor por su tierra patria caminando por la ribera del resonante mar, en medio de lamentos.
Conque se le acercó Atenea, semejante en su aspecto a un hombre joven, un pastor de rebaños delicado como suelen ser los hijos de los reyes, portando sobre sus hombros un manto doble, bien trabajado. Bajo sus brillantes pies llevaba sandalias y en sus manos un venablo.
Alegróse al verla Odiseo y fue a su encuentro; y hablándole dirigió aladas palabras:
«Amigo, puesto que eres el primero a quien encuentro en este país, ¡salud! No te me acerques con aviesas intenciones, salva esto y sálvame a mí, pues te lo pido como a un dios y me he acercado a tus rodillas. Dime esto en verdad para que yo lo sepa: ¿qué tierra es ésta, qué pueblo, qué hombres viven aquí? ¿Es una isla hermosa al atardecer o la ribera de un continente de fecunda tierra que se inclina hacia el mar?
Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él a su vez:
«Eres tonto, forastero, o vienes de lejos si me preguntas por esta tierra. No carece de nombre, no. La conocen muy muchos, tanto los que habitan hacia la aurora y el sol como los que se orientan hacia la brumosa oscuridad. Cierto que es escarpada y difícil para cabalgar, pero tampoco es excesivamente pobre, aunque no extensa: en ella se produce trigo sin medida y también vino. Siempre tiene lluvia y floreciente rocío; alimenta buenas cabras y buenos toros; hay madera de todas clases y abrevaderos inagotables. Por eso, forastero, el nombre de Itaca ha llegado incluso hasta Troya, que aseguran se encuentra muy lejos de la tierra aquea.»
Así habló, y el sufridor, el divino Odiseo, sintió gozo y alegría por su tierra patria: así se lo había dicho Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida.
Y hablándole le dijo aladas palabras (aunque no la verdad) y, de nuevo, tomó la palabra, controlando continuamente en el pecho su astuto pensamiento:
«He oído sobre Itaca incluso en la extensa Creta, lejos, más allá del Ponto. Y ahora he llegado yo con estas riquezas. He dejado otro tanto a mis hijos y ando huyendo, pues he matado a Ortíloco, hijo de Idomeneo, el que vencía en la extensa Creta a los hombres comerciantes con sus rápidos pies. Quería éste privarme de todo mi botín conseguido en Troya, por el que sufrí dolores probando guerras y dolorosas olas, porque no servía complaciente a su padre en el pueblo de los troyanos, sino que mandaba yo sobre otros compañeros. Y lo alcancé con mi lanza guarnecida de bronce cuando volvía del campo, emboscándome cerca del camino con un amigo. La oscura noche cubría el cielo nadie nos vio, y le arranqué la vida a escondidas. Así que, luego de matarlo con el agudo bronce, me dirigí a una nave de ilustres fenicios y les supliqué, entregándoles abundante botín, que me dejaran en Pilos o en la divina Elide, donde dominan los epeos, pero la fuerza del viento los alejó de allí muy contra su voluntad, pues no querían engañarme.
«Así que hemos llegado por la noche después de andar a la deriva. Remamos con vigor hasta el puerto y ninguno de nosotros se acordó de almorzar por más que lo ansiábamos. Conque descendimos todos de la nave y nos acostamos. A mí se me vino un dulce sueño, cansado como estaba, y ellos, sacando mis riquezas de la cóncava nave, las dejaron cerca de donde yo yacía sobre la arena.
«Y embarcando se marcharon a la bien habitada Sidón. Así que yo me quedé atrás con el corazón acongojado.»
Así dijo y sonrió la diosa de ojos brillantes, Atenea, y lo acarició con su mano. Tomó entonces el aspecto de una mujer hermosa y grande, conocedora de labores brillantes, y le habló y dijo aladas palabras:



«Astuto sería y trapacero el que te aventajara en toda clase de engaños, por más que fuera un dios el que tuvieras delante. Desdichado, astuto, que no te hartas de mentir, ¿es que ni siquiera en tu propia tierra vas a poner fin a los engaños y las palabras mentirosas que te son tan queridas? Vamos, no hablemos ya más, pues los dos conocemos la astucia: tú eres el mejor de los mortales todos en el consejo y con la palabra, y yo tengo fama entre los dioses por mi previsión y mis astucias. Pero ¡aun así, no has reconocido a Palas Atenea, la hija de Zeus, la que te asiste y protege en todos tus trabajos, la que te ha hecho querido a todos los feacios! De nuevo he venido a ti para que juntos tramemos un plan para ocultar cuantas riquezas te donaron los ilustres feacios al volver a casa por mi decisión, y para decirte cuántas penas estás destinado a soportar en tu bien edificada morada. Tú has de aguantar por fuerza y no decir a hombre ni mujer, a nadie, que has llegado después de vagar; soporta en silencio numerosos dolores aguantando las violencias de los hombres.»
Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Es difícil, diosa, que un mortal te reconozca si contigo topa, por muy experimentado que sea, pues tomas toda clase de apariencias. Ya sabía yo que siempre me has sido amiga mientras los hijos de los aqueos combatíamos en Troya, pero desde que saqueamos la elevada ciudad de Príamo y nos embarcamos y un dios dispersó a los aqueos no lo había vuelto a ver, hija de Zeus. No te vi embarcar en mi nave para protegerme de desgracia alguna, sino que he vagado siempre con el corazón acongojado hasta que los dioses me han librado del mal, hasta que en el rico pueblo de los feacios me animaste con tus palabras y me condujiste en persona hasta la ciudad. Ahora te pido abrazado a tus rodillas (pues no creo que haya llegado a Itaca hermosa al atardecer sino que ando dando vueltas por alguna otra tierra y creo que tú me has dicho esto para burlarte y confundirme), dime si de verdad he llegado a mi patria.»
Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«En tu pecho siempre hay la misma cordura. Por esto no puedo abandonarte en el dolor, porque eres discreto, sagaz y sensato. Cualquier otro que llegara después de andar errante, marcharía gustosamente a ver a sus hijos y esposa en el palacio; sólo tú no deseas conocer ni enterarte hasta que hayas puesto a prueba a tu mujer, quien permanece inconmovible en el palacio mientras las noches se le consumen entre dolores y los días entre lágrimas. En verdad, yo jamás desconfié, pues sabía que volverías después de haber perdido a todos sus compañeros, pero no quise enfrentarme con Poseidón, hermano de mi padre, quien había puesto el rencor en su corazón irritado porque le habías cegado a su hijo.
«Pero, vamos, te voy a mostrar el suelo de Itaca para que te convenzas. Este es el puerto de Forcis, el viejo del mar, y éste el olivo de anchas hojas, al extremo del puerto. Cerca de él, la gruta sombría, amable, consagrada a las ninfas que llaman Náyades. Es la cueva amplia y sombría donde tú solías sacrificar a las Ninfas numerosas hecatombes perfectas. Y éste es el monte Nérito, revestido de bosque.»
Así diciendo, la diosá dispersó la nube y apareció el país ante sus ojos. Alegróse entonces el sufridor, el divino Odiseo, y se llenó de gozo por su patria y besó la tierra donadora de grano. Luego suplicó a las Ninfas levantando sus manos:
«Ninfas Náyades, hijas de Zeus, nunca creí que volvería a veros. Alegraos con mi suave súplica, volveré a haceros dones como antes si la hija de Zeus, la diosa Rapaz, me permite benévola que viva y hace crecer a mi hijo.»
Y se dirigió a él la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Cobra ánimo, no te preocupes ahora de esto; coloquemos ahora mismo tus riquezas en lo profundo de la divina gruta a fin de que se conserven intactas y pensemos para que todo salga lo mejor posible.»
Así hablando, la diosa se introdujo en la sombría gruta buscando un escondrijo por ella, mientras Odiseo la seguía de cerca llevando todo, el oro y el sólido bronce y los bien fabricados vestidos que le habían donado los feacios. Conque colocó todo bien y arrimó un peñasco a la entrada Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida. Y sentándose los dos junto al tronco del olivo sagrado, meditaban la muerte para los soberbios pretendientes. La diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, comenzó a hablar:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, piensa cómo vas a poner tus manos sobre los desvergonzados pretendientes que llevan ya tres años mandando en tu palacio, cortejando a tu divina esposa y haciéndole regalos de esponsales, aunque ella se lamenta continuamente por tu regreso y da esperanzas a todos y hace promesas a cada uno enviándoles recados, si bien su mente revuelve otros planes.»
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ay, ay! ¡Conque he estado a punto de perecer en mi palacio con la vergonzosa muerte del Atrida Agamenón si tú, diosa, no me hubieras revelado todo, como es debido! Vamos, trama un plan para que los haga pagar y asísteme tú misma poniendo dentro de mí el mismo vigor y valentía que cuando destruimos las espesas almenas de Troya. Si tú me socorrieras con el mismo interés, diosa de ojos brillantes, sería capaz de luchar junto a ti contra trescientos hombres, diosa soberana,  siempre que me socorrieras benevolente.»
Y la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, le contestó:
«En verdad, estaré a tu lado y no me pasarás desapercibido cuando tengamos que arrostrar este peligro. Conque creo que mancharán con su sangre y sus sesos el maravilloso pavimento los pretendientes que consumen tu hacienda.
«Vamos, te voy a hacer irreconocible para todos: arrugaré la hermosa piel de tus ígiles miembros y haré desaparecer de tu cabeza los rubios cabellos; lo cubriré de harapos que te harán odioso a la vista de cualquier hombre y llenaré de legañas tus antes hermosos ojos, de forma que parezcas desastroso a los pretendientes, a tu esposa y a tu hijo, a quienes dejaste en palacio.



«Llégate en primer lugar al porquero, el que vigila tus cerdos, quien se mantiene fiel y sigue amando a tu hijo y a la prudente Penélope. Lo encontrarás sentado junto a los cerdos; éstos están paciendo junto a la Roca del Cuervo, cerca de la fuente Aretusa, comiendo innumerables bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían en los cerdos abundante grasa. Detente allí, siéntate a su lado y pregúntale por todo, mientras yo voy a Esparta de hermosas mujeres a buscar a tu hijo Telémaco, Odiseo, pues ha marchado a la extensa Lacedemonia junto a Menelao para preguntar noticias sobre ti, por si aún vives.»
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«¿Por qué no se lo dijiste, si conoces todo en tu interior? ¿Acaso para que también él sufriera penalidades vagando por el estéril ponto mientras los demás consumen mí hacienda?»
Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea:
«No te préocupes demasiado por él. Yo misma lo escolté para que cosechara fama de valiente marchando allí. En verdad, no sufre penalidad alguna, está en el palacio del Atrida y tiene de todo a su disposición. Cierto que unos jóvenes le acechan en negra nave con intención de matarlo antes de que regrese a tu tierra, pero no creo que esto suceda antes de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que consumen tu hacienda. »
Hablando así, lo tocó Atenea con su varita: arrugó la hermosa piel de sus ágiles miembros e hizo desaparecer de su cabeza los rubios cabellos; colocó sobre sus miembros la piel de un anciano y llenó de legañas sus antes hermosos ojos. Le cubrió de andrajos miserables y una túnica desgarrada, sucia, ennegrecida por el humo, y le vistió con una gran piel, ya sin pelo, de veloz ciervo; le dio un cayado y un feo zurrón rasgado por muchos sitios y con la correa retorcida.
Así deliberaron y se separaron los dos; y ella marchó luego a la divina Lacedemonia en busca del hijo de Odiseo.



CANTO XIV
ODISEO EN LA MAJADA DE EUMEO
Entonces él se puso en camino desde el puerto a través de un sendero escarpado en lugar boscoso por las cumbres, hacia donde Atenea le había manifestado que encontraría al divino porquero, el que cuidaba de su hacienda más que los demás siervos que el divino Odiseo había adquirido. Y lo encontró sentado en el pórtico, donde tenía edificada una elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en lugar abierto. El porquero mismo la había edificado para los cerdos de su soberano ausente, lejos de su dueña y del anciano Laertes, con piedras de cantera, y lo había coronado de espino; tendió fuera una empalizada completa, espesa y cerrada, sacando estacas de lo negro de una encina.
Dentro de la cuadra había construido doce pocilgas, unas junto a otras, para encamar a las cerdas, y en cada una se encerraban cincuenta cerdas, todas hembras que habían ya parido. Los cerdos dormían fuera y eran muy inferiores en número, pues los habían diezmado los divinos pretendientes con sus banquetes: el porquero les enviaba cada vez el mejor de sus robustos cebones, trescientos sesenta en total.
También dormían a su lado cuatro perros, semejantes a fieras, que alimentaba el porquero, caudillo de hombres.



Este andaba entonces sujetando a sus pies unas sandalias después de cortar una moteada piel de buey. Los demás porqueros, tres en total, habían marchado cada uno por su lado con los cerdos en manada; al cuarto lo había enviado Eumeo a la fuerza a la ciudad para que llevara un cebón a los soberbios pretendientes a fin de que lo sacrificaran y saciaran con la carne su apetito.
De pronto los perros de incesantes ladridos vieron a Odiseo y corrieron hacia él ladrando. Entonces Odiseo se sentó astutamente y el cayado se le escapó de las manos.
Allí, sin duda, en su propia cuadra habría sufrido un dolor vergonzoso, pero el porquero, siguiéndolos con veloces pies, se lanzó a través del portico la piel cayó de sus manos y a grandes voces dispersó a los perros en varias direcciones con una espesa pedrea. Y se dirigió al soberano:
«Anciano, por poco te han despedazado los perros en un instante y quizá me habrías culpado a mí. También a mí me han dado los dioses dolores y lamentos, pues sentado lloro a mi divino soberano y cebo cerdos para que se los coman otros. En cambio, él andará errante por pueblos y ciudades extranjeras mendigando comida si es que vive aún y contempla la luz del sol.
«Pero sígueme, vayamos a mi cabaña, anciano, para que también tú sacies el apetito de comer y beber y me digas de dónde eres y cuántas penas has tenido que sufrir.»
Así diciendo, lo condujo a su cabaña el divino porquero; le hizo entrar y sentarse, extendió maleza espesa y encima tendió la piel de una hirsuta cabra salvaje, su propia yacija, grande y peluda. Alegróse Odiseo porque lo había recibido así y le dijo su palabra llamándolo por su nombre:
«Forastero, ¡que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más vivamente deseas, ya que me has acogido con bondad!»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Forastero, no es santo deshonrar a un extraño, ni aunque viniera uno más miserable que tú, que de Zeus son los forasteros y mendigos todos. Nuestros dones son pequeños, pero amistosos, pues la naturaleza de los siervos es tener siempre miedo cuando dominan nuevos soberanos. En verdad, los dioses han impedido el regreso de quien me habría estimado gentilmente y otorgado cuanto un dueño bondadoso suele conceder a su siervo una casa, un lote de tierra y una esposa solicitada, cuando éste se esfuerza por él y un dios hace prosperar sus labores, como está haciendo prosperar el trabajo en el que yo me mantengo activo. Por esto me habría beneficiado mucho mi soberano si hubiera envejecido aquí, pero ha muerto ¡así pereciera por completo la raza de Helena, pues aflojó las rodillas de muchos hombres!, pues también mi soberano marchó por causa del honor de Agamenón a Ilión, de buenos potros, para combatir a los troyanos.»
Hablando así, sujetó enseguida su túnica con el ceñidor y se puso en camino de las pocilgas donde tenía encerradas las manadas de cochinillos. Tomó dos de allí y los sacrificó, quemó, troceó y atravesó con asadores. Y, después de asar todos, se los ofreció a Odiseo calientes en sus mismos asadores y extendió blanca harina. Después mezcló vino agradable como la miel en su cuenco y se sentó enfrente, y animándole decía:
«Come ahora, forastero, lo que es dado comer a los siervos, cochinillo, que de los cebones se encargan los pretendientes, sin miedo a la venganza divina ni compasión. No aman los dioses felices las acciones impías, sino que honran la justicia y las obras discretas de los hombres. Es cierto que son enemigos y hostiles quienes invaden una tierra ajena, por más que Zeus les conceda el botín, pero cuando vuelven repletos a las naves para regresar a su patria, incluso a éstos les sobreviene un pesado temor a la venganza divina. Sin duda, los pretendientes deben conocer porque quizá hayan oído la palabra de algún dios la triste muerte de Odiseo, pues no quieren cortejar con justicia ni volver a sus posesiones, y con gusto devoran entre excesos la hacienda, despreocupadamente. Todas las noches y días que nos manda Zeus sacrifïcan víctimas, no sólo una ni sólo dos ovejas; y el vino... lo consumen a cántaros, sin mesura. Y es que la fortuna de Odiseo era inmensa; ninguno de los héroes del oscuro continente ni de la misma Itaca poseía tanta. Ni veinte hombres juntos tienen tanta abundancia. Te voy a echar la cuenta: doce rebaños en el continente, otros tantos de ovejas, otros tantos de cerdos y cabras apacientan para él pastores asalariados y sus propios pastores. Aquí se alimentan en total once numerosos rebaños de cabras en el extremo de la isla, pues se las vigilan hombres de bien. Todos los días, sin excepción, cada uno de éstos lleva a los pretendientes un animal, la mejor de sus gordas cabras. Y yo vigilo y protejo estos cerdos y les hago llegar el mejor de ellos, eligiéndolo bien. »



Así habló mientras Odiseo comía la carne y bebía el vino con voracidad, en silencio. Y estaba sembrando la desgracia para los pretendientes.
Cuando acabó de almorzar y saciar su apetito con la comida, le entregó Eumeo un cuenco repleto de vino en el que solía él beber. Aquél lo recibió y se alegró en su interior y, hablando, le dijo aladas palabras:
«Amigo, ¿quién te compró con sus bienes, tan rico y poderoso como dices? Aseguras que ha perecido por causa del honor de Agamenón; dime su nombre por si lo conozco ¡siendo como es! Seguro que Zeus y los demás dioses inmortales saben si te puedo hablar de él porque lo haya visto, pues he vagado mucho.»
Y le contestó el porquero, caudillo de hombres:
«Anciano, ningún caminante que viniera con noticias de él lograría persuadir a su esposa y querido hijo, que los vagabundos suelen mentir por mor del sustento y no gustan de decir verdad. Todo caminante que llega al pueblo de Itaca se llega a mi dueña para decirle mentiras. Claro que ella lo acoge con amor y le pregunta detalladamente, y las lágrimas se deslizan de sus mejillas lamentándose por él, como es propio de mujer que ha perdido a su marido en tierra extraña.
«Puede que tú también, anciano, inventes cualquier cuento con tal de que alguien te regale una túnica y un manto. Pero seguro que los perros y las veloces aves están tratando de arrancar la piel de sus huesos y su alma le ha abandonado, o puede que lo hayan devorado los peces en el mar y sus huesos anden tirados por tierra, revueltos entre la arena. Así es como ha muerto él, y a todos los suyos, y sobre todo a mí, sólo nos queda tristeza para el futuro. Que no podré nunca encontrar a un soberano tan bueno adonde quiera que vaya, ni aunque vuelva a casa de mi padre y mi madre, donde un día nací y ellos me criaron. Y es que no es tan grande mi dolor por ellos aunque mucho deseo verlos en mi tierra patria como es la añoranza que me ha invadido por Odiseo ausente. No me atrevo, forastero, a nombrarlo incluso ausente ¡tanto me estimaba y se preocupaba por mí!, pero lo llamo amigo aunque se encuentre lejos.»
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Amigo, puesto que lo niegas por completo y crees que nunca volverá, tu corazón anda ya sin esperanza. Pero yo lo voy a decir y no a tontas, sino con jurameto que Odiseo viene de camino hacia acá. Este será el don por mi buena nueva cuando haya llegado él: vestidme con un manto y una túnica hermosas; no antes, pues no te aceptaría por más necesitado que estuviera. Que para mí es más odioso que las puertas de Hades el que por ceder a su pobreza cuenta mentiras. Sea testigo Zeus antes que ningún otro dios y la mesa de hospitalidad y el hogar del irreprochable Odiseo al que acabo de llegar. En verdad todo esto se cumplirá tal como anuncio: dentro de este mismo año llegará Odiseo; cuando acabe este mes y entre otro, volverá a casa y hará pagar a cuantos deshonran a su esposa a ilustre hijo.»
Y contestando le dijiste, porquero Eumeo:
«Anciano, no te voy a conceder ese don por tu buena nueva ni va a regresar ya Odiseo a casa, pero bebe gustoso y volvamos nuestros recuerdos a otro lado; no me traigas esto a la memoria, que mi ánimo se llena de dolor cada vez que alguien me recuerda a mi fiel soberano.
«Dejemos, pues, el juramento, aunque ¡ojalá vuelva Odiséo! como quiero yo y quieren Penélope, el anciano Laertes y Telémaco, semejante a los dioses. También ahora me lamento sin consuelo por el hijo que engendró Odiseo, por Telémaco. Cuando los dioses lo criaron semejante a un retoño, ya decía yo que no sería en nada inferior, entre los hombres, a su querido padre, admirable en cuerpo y aspecto; pero alguno de los inmortales o quizá de los hombres debe haberle dañado la bien equilibrada mente, pues ha marchado a la divina Pilos en busca de noticias de su padre, y los ilustres pretendientes lo acechan al volver a casa para que desaparezca sin gloria de Itaca la progenie del divino Arcisio. Pero dejemos a éste, ya sea sorprendido, ya escape porque el Cronida tienda su mano sobre él.



«Vamos, cuéntame ahora, anciano, tus propias desgracias y dime con verdad para que yo lo sepa: ¿quién y de dónde eres entre los hombres? Dónde se encuentran tu ciudad y tus padres? ¿En qué barco has llegado? ¿Cómo te han traído hasta Itaca los marineros y quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que hayas llegado aquí a pie».
Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo: .
«En verdad, te voy a contestar con exactitud. Ni aunque tuviéramos por mucho tiempo comida y dulce bebida para celebrar un festín dentro de tu cabaña mientras los demás continúan su labor podría yo fácilmente, ni siquiera en un año entero, acabar la narración de cuantas penalidades ha soportado mi ánimo por voluntad de los dioses. Mi raza procede de Creta lo digo bien alto y soy hijo de un hombre rico. Numerosos hijos legítimos nacieron de su esposa en el palacio y fueron criados, pero a mí me parió una madre comprada, una concubina, aunque mi padre, Cástor Hilacida, de cuya rata me precio de ser, me estimaba igual que a sus legítimos. Como un dios era venerado éste en el pueblo de Creta por su abundancia, riqueza y vigorosos hijos. Pero las Keres de la muerte se lo llevaron a las moradas de Hades y sus magnánimos hijos sortearon la hacienda y se la repartieron, entregándome a mí una nonada y una casa. Caséme con mujer de casa rica por mis muchas virtudes, que no era yo inútil ni temeroso de luchar. Pero ya se ha acabado todo, aunque viendo la caña seca te darás cuenta, pues un gran infortunio me abruma.
«En verdad, Ares y Atenea me concedieron audacia y hombría. Cada vez que elegía para el combate a hombres sobresalientes, sembrando desgracias para el enemigo, jamás mi valeroso corazón puso los ojos en la muerte, sino que, saltando el primero, solía matar con mi lanza a cuantos enemigos no se igualaran a mis pies. Así era yo en el combate.
«En cambio, no me agradaba la labor ni el cuidado de la hacienda que suele criar hijos brillantes: siempre me gustaron las naves remeras, los combates, los bien torneados venablos y las flechas, cosas funestas que suelen causar espanto en los demás. Sin embargo, la divinidad puso en mi alma estos intereses, que cada hombre se complace en un trabajo. Antes de que los hijos de los aqueos desembarcaran en Troya, ya me había puesto nueve veces al frente de hombres y naves de veloces proas contra gentes de otras tierras. Y conseguía mucho botín, del que elegía lo mejor, y también me tocaba mucho en suerte. Así que rápidamente prosperó mi casa y me convertí en un hombre temido y respetado en Creta.
«Pero cuando Zeus, que ve a lo ancho, dispuso la luctuosa expedición que iba a aflojar las rodillas de muchos hombres, nos dieron órdenes a mí y al ilustre Idomeneo de capitanear las naves que marchaban a Ilión. No había medio de negarse, nos lo impedían las duras habladurías del pueblo. Allí combatimos nueve años los hijos de los aqueos, pero al décimo destruimos la ciudad de Príamo y volvimos a casa en las naves; y un dios dispersó a los aqueos. Entonces fue cuando el providence Zeus meditó desgracias contra mí, miserable. Había permanecido sólo un mes complaciéndome con mis hijos y legítima esposa, cuando mi ánimo me impulsó a hacer una expedición a Egipto después de equipar bien mis naves en compañía de mis divinos compañeros.



«Equipé nueve naves y enseguida se congregó la dotación. Durante seis días comieron en mi casa mis leales compañeros; les ofrecí numerosas víctimas para que las sacrificaran en honor de los dioses y prepararan comida para sí. Conque el séptimo día zarpamos tranquilamente de la extensa Creta impulsados por un Bóreas fresco, agradable, como si navegáramos por una corriente. Ninguna nave se me dañó, nosotros estábamos sanos y salvos, y a las naves las dirigían el viento y los pilotos.
«A los cinco días llegamos al Egipto de buena corriente y atraqué mis bien equilibradas naves en este río. Entonces ordené a mis leales compañeros que se quedaran junto a ellas  para vigilarlas y envié espías a lugares de observación con orden de que regresaran, pero éstos, cediendo a su ambición y dejándose arrastrar por sus impulsos, saquearon los hermosos campos de los egipcios, se llevaron a las mujeres y niños y mataron a los hombres. Pronto llegó el griterío a la ciudad, así que al escucharlo se presentaron al despuntar la aurora. Llenóse la llanura toda de gentes de pie y a caballo y del estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a mis compañeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió a dar el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción; allí mataron con agudo bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los llevaron vivos para forzarlos a trabajar sus campos.
«Entonces Zeus puso en mi mente el siguiente plan (¡ojalá hubiera muerto saliendo al encuentro de mi destino allí en Egipto, pues todavía me tenía que tender sus brazos la desgracia!): al punto quité de mi cabeza el bien trabajado yelmo y de mis hombros el escudo y arrojé de mi brazo la lanza. Lleguéme frente al carro del rey y besé sus rodillas. Él me protegió y se compadeció de mí y, sentándome en su carro, me condujo a su palacio con lágrimas en mis ojos. Cierto que muchos trataron de acosarme con sus lamas deseando matarme pues estaban muy enfurecidos, pero el rey me protegió por temor a la cólera de Zeus Hospitalario, el que se irrita sobremanera por las obras malvadas.
«Allí mé quedé siete años y conseguí reunir mucha riqueza entre los egipcios pues todos me regalaban. Pero cuando se acercó el octavo año cumpliendo su ciclo llegó un hombre fenicio conocedor de mentiras, un laña que ya había causado perjuicios a muchos hombres. Éste me convenció para marchar a Fenicia, donde tenía su casa y posesiones. Allí permanecí durante un año completo junto a él, pero cuando pasaron meses y días en el ciclo del año y pasaron las estaciones me envió a Libia en una nave surcadora del ponto, tramando falacias para que llevara con él una mercancía, pero en realidad con intención de venderme y cobrar inmensa fortuna. Le seguía en la nave a la fuerza pues ya barruntaba yo algo. Ésta corría impulsada por un Bóreas fresco, agradable, a la altura del centro de Creta. Y Zeus nos preparaba la perdición.
«Cuando por fin dejamos atrás Creta y no se veía tierra alguna, sino sólo cielo y mar, el Cronida puso una oscura nube sobre la cóncava nave y bajo ella se oscureció el ponto. Y Zeus comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave. Y esta se revolvió toda sacudida por el rayo de Zeus y se Ilenó de azufre. Todos cayeron fuera de la nave y, semejantes a las cornejas marinas eran arrastrados por las olas en torno a la nave. Dios les había arrebatado el regreso. En cuanto a mí..., afligido como estaba, el mismo Zeus puso entre mis manos el mástil gigantesco de la nave de azuloscura proa para que escapara una vez más de la perdición. Así que, trabado al mástil, me dejaba llevar de los funestos vientos. Durante nueve días me dejé llevar y al décimo una gran ola rodante me acercó era noche cerrada a la tierra de los tesprotos, donde me acogió sin pagar precio el héroe Fidón, el rey de los tesprotos.
«Acercóseme su hijo cuando ya estaba yo agotado por la imtemperie y el cansancio y me llevó a casa sosteniéndome en su brazo hasta que llegó al palacio de su padre, donde me vistió de manto y túnica.
«Allí fue donde supe de Odiseo, pues el rey me dijo que estaba hospedándolo y agasajándolo a punto de volver a su tierra patria. Además, me mostró cuantas riquezas había conseguido Odiseo reunir bronce y oro y bien trabajado hierro. En verdad, podrían éstas alimentar a otro hombre hasta la décima generación: ¡tantos tesoros tenía depositados en el palacio del rey! Me dijo que Odiseo había marchado a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde la divina encina de elevada copa, para enterarse si debía volver a las claras u ocultamente al próspero pueblo de Itaca, después de tantos años de ausencia. Y juró ante mí, mientras hacía una libación en su palacio, que ya tenía dispuesta una nave y compañeros que lo escoltarían hasta su tierra patria. Pero a mí me despidió antes, pues resultó que una nave de tesprotos estaba a punto de zarpar hacia Duliquia, rica en grano. Les ordenó que me enviaran gentilmente al rey Acasto, pero les agradó más una malvada decisión sobre mi persona, para que aún estuviera más cerca de la perdición. Así que cuando la nave surcadora del ponto se había alejado bastante de tierra urdieron contra mí la esclavitud; me despojaron de túnica y manto y echaron sobre mí miserables andrajos y una mala túnica rasgada, lo que estás viendo ahora con tus ojos.



«Llegaron al atardecer a los campos de Itaca, hermosa al atardecer. Una vez allí, me ataron fuertemente a la nave de buenos bancos con un bien torneado cable y descendiendo precipitadamente a la ribera del mar se dispusieron a cenar. Pero los mismos dioses, sin duda, aflojaron mis ligaduras fácilmente. Cubrí mi cabeza con los andrajos y, deslizándome por el pulido timón hasta dar de pechos en el mar, comencé a nadar con ambos brazos como si fueran remos, y pronto estuve fuera de su alcance. Salí del agua por donde hay un bosque de verdeantes encinas y caí desplomado. Los tesprotos me buscaron aquí y allá, dando grandes gritos, pero como no les interesara molestarse más, embarcaron de nuevo en su cóncava nave. Conque han sido los dioses mismos los que me han ocultado fácilmente y me han hecho llegar al establo de un hombre prudente, pues mi destino es que viva aún.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Ay, desdichado forastero, de verdad que has conmovido mi ánimo al contarme detalladámente tus sufrimientos y vagabundeos, pero no creo que sean razonables tus palabras y no vas a convencerme de cuanto has dicho sobre Odiseo. ¿Por qué tienes que mentir en vano siendo como eres? Yo mismo reconozco el regreso de mi soberano; muy odioso debió de hacerse a los ojos de todos los dioses cuando no lo dejaron morir entre los troyanos ni en brazos de los suyos, una vez que hubo concluido la guerra. Entonces le habría construido una tumba el ejército panaqueo y habría él cobrado gran fama para su hijo, pero ahora se lo han llevado las Harpías sin gloria alguna. Así que yo ando solitario entre mis cerdos y no me acerco a la ciudad, si no me ordena ir la prudente Penélope cuando llega alguna noticia. Entonces todos se sientan a preguntar detalles, tanto los que sienten dolor por la larga ausencia de su soberano como los que se alegran consumiendo su hacienda sin pagar. Pero a mí no me agrada ir allá a preguntar desde que me engañó con sus palabras un etolio que llegó a mi casa, vagabundo de muchas tierras, tras haber dado muerte a un hombre. Yo le agasajé y él me aseguró que lo había visto en casa de Idomeneo, en Creta, reparando las naves que le habían quebrado los vendavales. También me aseguró que volvería para el verano o el otoño con muchas riquezas en compañía de sus divinos compañeros.
«Conque no me halagues con mentiras ni trates de encantarme también tú, anciano sufridor, una vez que la divinidad lo ha traído junto a mí. Si lo respeto y agasajo no es por eso, sino por veneración a Zeus Hospitalario y por compasión hacia ti.»
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
De verdad que tienes un ánimo desconfiado cuando no consigo persuadirte y no logro convencerte ni siquiera con juramento.
«Pero, vamos, hagamos un pacto y que sean testigos los dioses que poseen el Olimpo: si vuelve tu soberano a esta casa, vísteme con manto y túnica y envíame a Duliquio, donde place a mi ánimo; pero si no vuelve tu soberano, como afirmo, ordena a las esclavas que me despeñen desde una gran roca para que todo mendigo se guarde de mentir.»
Y le contestó y dijo el divino porquero:
«Forastero, ¡había yo de tener a los ojos de los hombres buena fama y virtud ahora y para siempre, si después de introducirte en mi cabaña y darte dones de hospitalidad te matara y arrebatara la vida! ¡Con buenos sentimientos iba yo después a dirigir mis plegarias a Zeus Cronida!
«Pero ya es hora de cenar; pronto tendré dentro a mis compañeros para preparar en la cabaña sabrosa comida.»
Esto se decían uno a otro, cuando se acercaron cerdos y porqueros. Los encerraron para que se acostaran por grupos y se levantó un inenarrable estruendo de cerdas acomodándose en las pocilgas.
Después, el divino porquero daba estas órdenes a sus compañeros:
«Traed el mejor cerdo para que se lo sacrifique al forastero de lejanas tierras, que también nosotros tendremos parte, los que ya llevamos tiempo soportando miserias por culpa de los cerdos de blancos dientes, pues otros se comen nuestro esfuerzo sin pagarlo.»
Así diciendo, partió leña con su implacable bronce y ellos metieron un cerdo bien gordo de cinco años, poniéndole junto al hogar. Y el porquero no se olvidó de los inmortales, pues estaba dotado de noble corazón. Así que arrojó al fuego, como primicias, unos pelos de la cabeza del cerdo de blancos dientes y oró a todos los dioses para que volviera el prudence Odiseo a casa.
Luego levantó el cerdo y lo golpeó con una rama de encina que había dejado al hacer leña. Y el alma abandonó a éste. Así que lo degollaron, chamuscaron y trocearon, y el porquero envolvió los trozos en gorda grasa, miembro por miembro, y arrojó algunos al fuego rebozándolos en harina de cebada; después los partieron y atravesaron con pinchos, los asaron con cuidado y sacaron y pusieron sobre la mesa de trinchar. Levantóse el porquero para distribuirlos pues su corazón conocía la equidad y dividió todo en siete partes: una la ofreció, al tiempo que oraba, a las Ninfas y a Hermes, el hijo de Maya, y las demás las distribuyó a cada uno. Odiseo recibió contento con el alargado lomo del cerdo de blancos dientes, pues éste fortaleció el ánimo del soberano, y dirigiéndose a Eumeo dijo el prudence Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, seas tan querido al padre Zeus como lo eres de mí, pues, siendo como soy, me has distinguido con tus bienes.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Come, desdichado forastero, y alégrate con todo lo que tienes a tu alcance, que dios te dará unas cosas y otras las dejará pasar, según le cumpla a su ánimo, pues lo puede todo.»
Así diciendo, ofreció las primicias a los dioses que han nacido para siempre y, luego de libar, puso rojo vino en manos de Odiseo, el destructor de ciudades, que se hallaba sentado junto a su porción.
También les repartió pan Mesaulio, a quien había adquirido el porquero mismo, una vez que se hubo ausentado su soberano y se quedó sólo, lejos de su dueña y del anciano Laertes. Se lo había comprado a los tafios con su propio dinero.
Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante y, cuando hubieron arrojado de sí el deseo de comer y beber, les retiró Mesaulio el pan y se dispusieron a ir al lecho, saciados de pan y carne.
Y llegó una noche desapacible, noche sin luna, que Zeus estuvo lloviendo toda ella, pues soplaba un fuerte Céfiro que siempre trae lluvia. Entonces se dirigió Odiseo a ellos para poner a prueba al porquero, por ver si se quitaba el manto y se lo entregaba o incitaba a uno de sus compañeros, ya que tanto se preocupaba de él:
«Escuchadme ahora, Eumeo y todos vosotros, compañeros; os voy a decir mi palabra con una súplica, pues me ha impulsado el perturbador vino, el que hace cantar y reír suavemente incluso al más prudente, el que induce a danzar y hace soltar palabras que estarían mejor no dichas. Pero ya que he empezado a hablar, no voy a ocultároslo. ¡Ojalá fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado como cuando marchamos a poner una emboscada junto a Troya! Iban como jefes Odiseo y el Atrida Menelao y junto a ellos mandaba yo como tercero, pues ellos me lo ordenaron. Cuando ya habíamos llegado a la empinada muralla de la ciudad nos apostamos entre espesos espinos, en un cañaveral bajo nuestras armas y se nos vino una noche desapacible, glacial, pues caía el Bóreas. Así que se nos vino de arriba una nieve helada, como escarcha, y el hielo se condensaba en nuestros escudos. Todos tenían mantos y túnicas y dormían apaciblemente cubriendo sus hombros con los escudos, pero yo había dejado al marchar mi manto a unos compañeros por imprevisión, pues no creía que iría a tener frío en absoluto; así que había partido sólo con mi escudo y una escarcela brillante. Cuando ya estaba terciada la noche y los astros declinaban, me dirigí a Odiseo, que estaba a mi lado, tocándolo con mi codo y él enseguida prestó oidos "Laertiada de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ya no me contaré más entre los vivos pues me está doblegando el temporal, que no tengo manto. Un dios me ha engañado para que viniera con una sola túnica y ahora ya no hay escape posible."



«Así dije y él enseguida echó mano a esta treta ¡cómo era el hombre para decidir y combatir! y hablando en voz baja me dijo su palabra: "Calla, no te oiga alguno de los aqueos." Así diciendo se apoyó sobre el codo y levantando la cabeza dijo su palabra: "Escuchadme, los míos: acaba de venirme un sueño divino mientas dormía. Nos hemos alejado demasiado de las naves, que vaya alguien a decir al Atrida Agamenón, pastor de su pueblo, si ordena que vengan más hombres desde las naves." Así dijo y enseguida se levantó Toante, hijo de Andremón, y dejando su rojo manto echó a correr hacia las naves. Así que yo me acosté con alegría envuelto en su manto y se mostró Eos de trono de oro. ¡Ojalá fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado, pues quizá alguno de los porqueros me daría un manto en esta cuadra tanto por amor como por respeto a un hombre valeroso!, que ahora me desprecian por tener mala ropa sobre mi cuerpo.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Anciano es una irreprochable historia la que has contado y no creo que hayas dicho palabra inútil, fuera de lugar. Por eso no vas a carecer de vestido ni de cosa alguna de la que está bien que tengan los desdichados suplicantes que nos salen al encuentro; pero cuando amanezca sacudirás tus andrajos, pues no hay aquí muchos mantos ni túnicas de recambio para cubrirse, que cada hombre tiene sólo uno. Mas cuando venga el querido hijo de Odiseo, él te dará un manto y una túnica y te enviará a donde tu corazón lo empuje.»
Así diciendo, se levantó y le tendió un camastro cerca del fuego y le puso encima pieles de ovejas y cabras.
Echóse allí Odiseo y sobre él arrojó Eumeo un manto grueso y grande que tenía de repuesto para cuando se levantara terrible temporal.
Así que allí se acostó Odiseo, y los jóvenes a su lado. Pero al porquero no le gustaba dormir lejos de la piara, por lo que se aprestó a salir y Odiseo se alegró por lo mucho que se cuidaba de su hacienda, aunque él estaba lejos. Primero se echó a los fuertes hombros la aguda espada y luego se vistió un grueso manto que le protegiera del viento; tomó la piel de un cabrón bien gordo y un agudo venablo que le protegiera de perros y hombres; y se puso en camino, deseando dormir, hacia el lugar donde dormían los machos, bajo una cóncava roca, al abrigo del Bóreas.



CANTO XV
TELÉMACO REGRESA A ITACA
Entre tanto había marchado Palas Atenea hacia la extensa Lacedemonia para sugerir el regreso al ilustre hijo del magnánimo Odiseo y ordenarle que regresara.
Y encontró a Telémaco y al brillante hijo de Néstor durmiendo en el pórtico del glorioso Menelao, aunque en verdad sólo al hijo de Néstor dominaba el dulce sueño, que a Telémaco no lo sujetaba el blando sueño y en la noche inmortal agitaba en su interior la angustia por su padre. Se acercó Atenea, la de ojos brillantes y le dijo:
«Telémaco, no está bien vagar más tiempo lejos de casa dejando allí tus bienes y a hombres tan soberbios. ¡Cuidado, no vayan a repartirse y devorarlo todo mientras tú haces un viaje baldío! Vamos, apremia a Menelao, de recia voz guerrera, para que te despida, a fin de que encuentres a tu ilustre madre todavía en casa, que ya su padre y hermanos andan empujándola a que se case con Eurímaco, pues éste aventaja a todos los pretendientes en regalarla y en aumentar su dote. Guárdate de que no se lleve de casa, contra tu voluntad, algún bien. Pues ya sabes cómo es el alma de una mujer: está dispuesta a acrecentar la casa de quien la despose olvidando y despreocupándose de sus primeros hijos y de su esposo, una vez que ha muerto.



«Conque ponte en camino y deja todo en manos de la esclava que te parezca la mejor, hasta que los dioses te den una esposa ilustre.
«Te voy a decir algo más, ponlo en tu interior: los más nobles de los pretendientes te han puesto emboscada en el paso entre Itaca y la escarpada Same, deliberadamente, pues desean matarte antes de que llegues a tu tierra patria. Pero no creo que esto suceda antes de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que se comen tu hacienda. Así que aleja de las islas tu bien construida nave y navega por la noche, pues te enviará viento favorable aquel de los inmortales que te custodia y protege. Tan pronto como hayas llegado a la ribera de Itaca, envía la nave y a tus compañeros a la ciudad y tú marcha primero junto al porquero, el que vigila los cerdos y te es fiel. Pasa allí la noche y envíale a la ciudad para que anuncie a la prudente Penélope que estás a salvo y has llegado de Pilos.»
Hablando asi marchó hacia el lejano Olimpo. Despertó Telémaco al hijo de Néstor de su dulce sueño empujándole con el pie y le dijo su palabra:
«Despierta, Pisístrato, hijo de Néstor, unce al carro los caballos de una sola pezuña a fin de apresurar nuestro viaje.»
Y le contestó Pisfstrato, el hijo de Néstor:
«Telémaco, no es posible conducir en la oscura noche, aunque estemos ansiosos de ponernos en camino. Pronto despuntará la aurora. Esperemos a que el héroe Atrida Menelao, ilustre por su lanza, nos traiga sus dones, los ponga en el carro y nos despida con palabras amables; que un huésped se acuerda cada día del hombre que te ha acogido si éste le ha ofrecido su amistad.»
Así habló y al punto apareció Eos de trono de oro.
Y se les acercó Menelao, de recia voz guerrera, levantándose del lecho de junto a Helena de lindas trenzas.
Cuando lo vio el hijo de Odiseo vistió apresuradamente sobre su cuerpo la brillante túnica, echó sobre sus resplandecientes hombros un gran manto y se dirigió a la puerta. Y colocándose a su lado le dijo el querido hijo de Odiseo:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, pastor de tu pueblo, despídeme ya a mi querida patria, pues mi ánimo desea regresar.»
Y le contestó Menelao, de recia voz guerrera:
«Telémaco, no te detendré más tiempo si deseas volver, que también a mí me irrita quien recibe a ún huésped y te ama en exceso o en exceso te aborrece. Todo es mejor si es moderado. La misma bajeza comete quien anima a su huésped a que se vaya, cuando éste no quiere hacerlo, que quien se lo impide cuando lo desea. Hay que agasajar al huésped cuando está en tu casa, pero también despedirlo si lo desea. Mas espera a que traiga mis hermosos dones y los ponga en el carro, dones hermosos lo verás con tus propios ojos, y a que diga a las mujeres que preparen en palacio un almuerzo de cuanto aquí abunda. Que es honor y gloria, al tiempo que provecho, el que os marchéis por la tierra inmensa después de almorzar. Si deseas volver por la Hélade y el centro de Argos, para que yo mismo te acompañe, unciré mis caballos y te conduciré por las ciudades de los hombres. Nadie nos despedirá con las manos vacías, sino que nos darán algo para llevarnos un trípode de buen bronce, un jarrón o dos mulos o una copa de oro.»
Y Telémaco le contestó con sensatez:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, quiero volver ya a mis cosas, pues no he dejado al venir ningún vigilante de mis posesiones; no quiero que por buscar a mi padre vaya a perderme yo, o que me desaparezca del palacio algún tesoro de valor.»
Luego que le oyó Menelao, de recia voz guerrera, ordenó a su esposa y esclavas que preparasen en palacio un almuerzo de cuanto allí abundaba. Acercósele después Eteoneo, hijo de Boeto, tras levantarse de la cama pues no habitaba lejos, y le ordenó Menelao, de recia voz guerrera, que encendiera fuego y asara carne. Y aquél no desobedeció.
Menelao ascendió a su perfumado dormitorio, pero no sólo, que junto a él marchaban Helena y Megapentes. Cuando habían llegado adonde tenía sus tesoros el Atrida Menelao, tomó una copa de doble asa y ordenó a su hijo Megapentes que llevara una crátera de plata. Helena habíase detenido junto a sus areas donde tenía peplos multicolores que ella misma había bordado. Tomó uno de éstos y se lo llevó Helena, divina entre las mujeres, el más hermoso por sus adornos y el más grande brillaba como una estrella y estaba encima de los demás.



Conque atravesaron el palacio hasta que llegaron junto a Telémaco. Y le dijo el rubio Menelao:
«Telémaco, ¡ojalá Zeus, el tronador esposo de Hera, lo lleve a término el regreso tal como tú tu pretendes! En cuanto a los dones..., te voy a entregar el más hermoso y estimable de cuantos tesoros tengo en casa. Te voy a dar una crátera trabajada, toda ella de plata, con los bordes fundidos con oro, obra de Hefesto me la dió el héroe Fédimo, rey de los sidonios, cuando su palacio me cobijó al regresar yo allí. Esto quiero regalarte a ti.»
Hablando así, puso en sus manos la copa de doble asa el héroe Atrida; luego el vigoroso Megapentes le acercó una crátera de plata. También se le acercó Helena, de lindas mejillas, con el peplo en sus manos, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«También yo, hijo mío, te entrego este regalo, recuerdo de las manos de Helena, para que se lo lleves a tu esposa en el momento de la deseada boda, y que permanezca junto a tu madre en palacio hasta entonces. Que llegues feliz a tu bien edificada morada y a tu tierra patria.»
Así diciendo lo puso en sus manos y él lo recibió gozoso. Lo tomó después el héroe Pisístrato y lo puso en la caja del carro, no sin admirarlo con toda su alma.
Después el rubio Menelao los condujo hasta el salón y ambos se sentaron en sillas y sillones. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro para que se lavaran y a su lado extendió una mesa pulimentada. Y la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas favoreciéndoles entre los que estaban presentes. El hijo de Boeto repartía la carne y distribuía las porciones, y el hijo del ilustre Menelao escanciaba el vino. Echaron ellos mano de los alimentos que tenían delante y, cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, Telémaco y el brillante hijo de Néstor uncieron los caballos, subieron al carro de variados colores y lo condujeron fuera del portico y de la resonante galería. Y el rubio Menelao salió tras ellos llevando en su mano derecha rojo vino en copa de oro, para que marcharan después de hacer libación.
Se colocó delante de los caballos y dijo como despedida:
«¡Salud, muchachos!, y transmitid mis saludos a Néstor, pastor de su pueblo, pues fue conmigo tierno como un padre mientras los hijos de los aqueos combatíamos en Troya.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Vástago de Zeus, de verdad que al llegar comunicaremos a aquél todo, según nos lo has dicho. ¡Ojalá al volver yo a Itaca encontrara a Odiseo en casa y pudiera decirle que vengo de junto a ti y he ganado toda tu amistad!, pues llevo regalos hermosos y buenos.»
Mientras así hablaba le voló un pájaro por la derecha, un halcón que llevaba entre sus garras a un enorme ganso blanco, doméstico, de algún corral pues le seguían gritando hombres y mujeres; y el halcón se acercó a aquéllos y se lanzó por la derecha, frente a los caballos. A1 verlo se llenaron de contento y alegróseles a todos el ánimo.
Y entre ellos comenzó a hablar Pisfstrato, el hijo de Néstor:
«Piensa, Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, si es para nosotros o para ti para quien ha mostrado el dios este presagio.»
Así dijo, y Menelao, amado de Ares, se puso a cavilar para poder contestarle oportunamente después de pensarlo.
Pero Helena, de largo peplo, tomándole delantera dijo su palabra:
«Escuchadme, voy a hacer una predicción tal como los inmortales me lo están poniendo en el pecho y como creo que se va a cumplir. Del mismo modo que este halcón ha venido del monte y arrebatado al ganso mientras se alimentaba en la casa donde está su progenie y sus padres, así Odiseo, después de mucho sufrir y mucho vagar, llegará a casa y los hará pagar, o quizá ya está en casa sembrando la muerte para todos los pretendientes.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«¡Ojalá lo disponga así Zeus, el tronante esposo de Hera! En este cáso te invocaría también allí como a una diosa.»
Así dijo y sacudió con el látigo a los caballos. Y éstos se lanzaron velozmente hacia la llanura precipitándose por la ciudad.
Y arrastraron el yugo por ambos lados durance todo el día. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de sombra cuando llegaron a Feras, a casa de Diocles, hijo de Ortíloco, a quien Alfeo engendró. Allí pasaron la noche y éste les entregó dones de hospitalidad.
Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, uncieron sus caballos y ascendieron al carro de variados colores y lo condujeron fuera del pórtico y de la resonante galería. Restalló el látigo para que partieran y los caballos se lanzaron muy a gusto. Por fin llegaron a la elevada ciudad de Pilos y Telémaco se dirigió al hijo de Néstor:
«Hijo de Néstor, ¿podrías cumplir mi palabra si me haces una promesa?, ya que nos preciamos de tener viejos lazos de hospitalidad por el amor de nuestros padres, además de ser de la misma edad, y este viaje nos habrá de unir más. No me lleves más allá de la nave, déjame aquí mismo, no sea que el anciano me retenga contra mi voluntad en su palacio por mor de agasajarme. Y tengo que llegar pronto.»
Así habló y el hijo de Néstor deliberó en su interior cómo cumpliría su palabra, como le correspondía. Mientras así pensaba, parecióle mejor volver sus caballos hacia la rápida nave y la ribera del mar. Así que puso en la popa los hermosísimos dones, vestidos y oro, que Menelao le había dado y apremiándole decía aladas palabras:
«Embarca enseguida y ordénaselo a tus compañeros antes que llegue yo a casa y se lo anuncie al anciano; tal como tiene de irritable el ánimo no lo dejará ir, antes bien vendrá él en persona a buscarte y te aseguro que no volvería de baldío, y se irritaría sobremanera.»
Así hablando torció sus caballos de hermosas crines hacia la ciudad de los Pilios y arribó enseguida a casa.
Entretanto, Telémaco apremiaba a sus compañeros con estas órdenes:
«Poned en orden los aparejos, compañeros, en la negra nave, y embarquemos para acelerar el viaje.»
Así habló y ellos lo escucharon y obedecieron. Conque embarcaron y se sentaron sobre los bancos.



Ocupábase él en esto, así como en orar y hacer sacrificio a Atenea junto a la proa, cuando se le acercó un forastero, uno que había huido de Argos por haber dado muerte a alguien, un adivino. Por linaje era descendiente de Melampo, quien en otro tiempo vivió en Pilos, criadora de ganados, habitando con extrema prosperidad un palacio entre los pilios. Luego marchó a otras tierras huyendo de su patria y del magnánimo Neleo, el más noble de los vivientes, quien le retuvo por la fuerza muchos bienes durante un año completo. Todo este tiempo estuvo en el palacio de Fílaco encadenado con dolorosas ligaduras, padeciendo grandes sufrimientos por causa de la hija de Neleo y la pesada ceguera que puso en su mente Erinis, la diosa horrenda.
Pero consiguió escapar de la muerte y terminó llevándose a Pilos, desde Filace, sus mugidores bueyes. Así que castigó al divino Neleo por su acción indigna y llevó a casa mujer para su hermano. Y marchó luego a otras tierras, a Argos, criadora de caballos, pues su destino era que habitara allí reinando sobre numerosos argivos. Allí tomó mujer y construyó un palacio de elevado techo. Y engendró a Antifates y Mantio, robustos hijos. Antifates engendró al magnánimo Oicleo, y Oicleo a su vez a Anfiarao, salvador de su pueblo, a quien amó de corazón Zeus, portador de égida y Apolo dispensó numerosas pruebas de amistad. Pero no llegó al umbral de la vejez, sino que pereció en Tebas por la traición de una mujer. Y sus hijos fueron Alcmeón y Anfíloco. Mantio, por su parte, engendró a Polífides y a Clito. Pero, ¡ay!, que a Clito se lo llevó Eos, de hermoso trono, por ser tan bello, así que Apolo hizo adivino al magnánimo Polífides, el mejor de los hombres, una vez que hubo muerto Anfiarao. Pero, irritado con su padre, emigró a Hiperesia y, poniendo allí su morada, profetizaba para todos los hombres.
De éste era hijo el que se acercó entonces a Telémaco y su nombre era Teoclímeno. Lo encontró haciendo libación y súplicas sobre la rápida, negra nave, y le dirigió aladas palabras:
«Amigo, ya que te encuentro sacrificando en este lugar, te ruego por las ofrendas y el dios, e incluso por tu propia cabeza y la de los compañeros que te siguen, me digas la verdad y nada ocultes a mis preguntas: ¿de dónde eres? ¿Dónde se encuentran tu ciudad y tus padres?»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«En verdad, forastero, te voy a hablar sinceramente. De origen soy itacense y mi padre es Odiseo si es que alguna vez ha existido; ahora, desde luego, ha perecido con triste muerte. Por esto he tomado compañeros y una negra nave para preguntar por mi padre, largo tiempo ausente.»
Y Teoclímeno, semejante a los dioses, le dijo a su vez:
«Así estoy también yo, huido de mi patria por matar a un hombre de mi propia tribu. Muchos son mis hermanos y parientes en Argos, criadora de caballos, y mucho es su poder sobre los aqueos. Por evitar la muerte y la negra Ker ando huyendo de éstos, que mi destino es vagar entre los hombres. Conque admíteme en tu nave, ya que he llegado a ti como suplicante; cuidado no me maten, pues creo que me andan persiguiendo.»
Y Telémaco a su vez le contestó discretamente:
«No, no te rechazaré de mi equilibrada nave si tanto lo deseas. Conque sígueme, te agasajaremos con lo que tengamos.»
Así hablando, tomó de sus manos la lanza de bronce y la tendió sobre la cubierta de la curvada nave, y también él ascendió a la nave surcadora del ponto. Luego que se hubo sentado en la proa, puso a Teoclímeno a su lado y soltaron amarras. Telémaco ordenó a sus compañeros que se aplicaran a los aparejos y éstos le obedecieron con prontitud. Así que levantaron el mástil de abeto y lo encajaron en el hueco travesaño, lo amarraron con cables y extendieron las blancas velas con correas bien trenzadas de piel de buey. Y la de ojos brillantes, Atenea, les envió un viento favorable, que se abalanzó impetuoso por el éter, para que la nave recorriera rápidamente en su carrera la salada agua del mar.
Pasaron bordeando Crunos y el río Calcis, de hermosa corriente. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de sombra, y la nave dio proa a Feas impulsada por el viento favorable de Zeus y pasó junto a la divina Elide, donde dominan los epeos. Desde allí enfiló Telémaco hacia las Islas Puntiagudas cavilando si conseguiría escapar o sería sorprendido.
Entre tanto, Odiseo y el divino porquero se daban a comer en la cabaña y junto a ellos comían otros hombres. Cuando habían echado de sí el deseo de comer y beber, se dirigió a ellos Odiseo tratando de probar si el porquero aún le seguiría agasajando gentilmente y le ordenaba quedarse en la majada o si le despachaba a la ciudad:
«Escúchame, Eumeo, y también vosotros, todos sus compañeros. Al amanecer deseo ponerme en camino hasta la ciudad para mendigar. No quiero ser ya un peso para ti y los compañeros. Pero dame indicaciones y un buen compañero que me guíe, que me lleve hasta allí. En la ciudad vagaré por mi cuenta, por si alguien me larga un vaso de vino y un mendrugo. También me presentaré en el palacio del divino Odiseo para dar noticias a la prudente Penélope y quizás me acerque a los soberbios pretendientes por si me dan de comer, que tienen alimentos en abundancia. Con diligencia haría yo cuanto quisieran, porque te voy a decir una cosa y tú ponla en tu mente y escúchame: por la gracia de Hermes, el mensajero, el que da gracia y honor a las obras de los hombres, ningún hombre podría competir conmigo en habilidad para remejer el fuego y quemar leña seca, para trinchar, asar y escanciar; en fin, para cuanto los plebeyos sirven a los nobles.»
Y tú, porquero Eumeo, le dijiste irritado:



«Ay, forastero, ¿por qué te ha venido a la mente ese proyecto? Lo que tú deseas en verdad es morir allí si pretendes mezclarte con el grupo de los pretendientes, cuya soberbia y violencia han llegado al férreo cielo. No son como tú los que sirven a aquéllos; son jóvenes bien vestidos de manto y túnica, siempre brillantes de cabeza y rostro quienes les sirven. Y las bien pulimentadas mesas están repletas de pan y carne y de vino. Conque quédate aquí. Nadie te va a molestar mientras estés conmigo, ni yo ni los compañeros que tengo. Y cuando llegue el querido hijo de Odiseo te vestirá de manto y túnica y te despedirá a donde tu corazón te empuje.»
Y le contestó a continuación el sufridor, el divino Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, llegues a ser tan amado del padre Zeus como tu eres de mí por librarme del vagabundeo y de la miseria! Que no hay nada peor para el hombre que ser vagabundo; por culpa del maldito estómago sufren pesares los hombres a quienes les llega el vagar, la desgracia y el dolor. Pero ya que me retienes y aconsejas que aguarde a aquél, háblame de la madre del divino Odiseo y de su padre, a quien aquél abandonó cuando se acercaba al umbral de la vejez; dime si viven aún bajo los rayos del sol o ya han muerto y están en la morada de Hades.»
Y le contestó el porquero, caudillo de hombres:
«En verdad, huésped, te voy a hablar con toda sinceridad. Laertes vive todavía, aunque todos los días le pide a Zeus morir en su palacio, pues se lamenta terriblemente por su ausente hijo y por su prudente esposa que le dejó afligido al morir y le puso en la más cruel vejez. Ella murió de dolor por su ilustre hijo, de muerte cruel ¡que nadie muera así de quienes viviendo aquí conmigo me son amigos y obran como amigos! Mientras ella vivió, aunque entre dolores, me agradaba hablarle y preguntarle, ya que ella me había criado junto con Ctimena de luengo peplo, ilustre hija suya, a quien parió la última de sus hijos. Junto con ésta me crié y poco menos que a ésta me quería su madre. Pero cuando llegamos ambos a la amable juventud, entregaron a Ctimena como esposa a alguien de Same, recibiendo una buena dote, y a mí me vistió de hermosos túnica y manto y, dándome calzado para mis pies, me envió al campo. Y me amaba de corazón. Ahora echo en falta todo aquello, pero con todo, los dioses felices están haciendo prosperar la labor de la que me ocupo. De aquí como y bebo a incluso doy a los necesitados, pero no me es dado oír las palabras ni las obras de mi dueña desde que ha caído sobre el palacio esa peste de hombres soberbios. Y eso que los siervos necesitamos mucho hablar con la dueña y conocer todas las órdenes y comer y beber e, incluso, llevarnos algo al campo; cosas, en fin, que alegran siempre el corazón de los siervos.»
Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ay, ay!, así que ya de pequeño, porquero Eumeo, anduviste errante lejos de tu patria y de tus padres. Vamos, dime –y cuéntame con verdad si fue devastada la ciudad de amplias calles en que habitaban tu padre y tu venerable madre, o si te capturaron hombres enemigos cuando te hallabas solo junto a tus ovejas o bueyes y te trajeron en sus naves a venderte en casa de este hombre, quien seguro que entregó un precio digno de ti.»
Y a su vez le contestó el porquero, caudillo de hombres:
«Forastero, ya que me preguntas esto e inquieres, escucha en silencio, goza y recuéstate a beber vino. Interminables son estas noches: hay para dormir y para escuchar complacido. No tienes por qué acostarte antes de tiempo, que el mucho dormir es dañino. De los demás, si a alguien le impulsa el corazón, que salga a acostarse y al despuntar la aurora desayúnese y conduzca los cerdos del dueño. Pero nosotros gocemos con nuestras tristes penas, recordándolas mientras bebemos y comemos en mi cabaña, que también un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y mucho trajinado. Así que te voy a contar lo que me preguntas.
«Hay una isla llamada Siría no sé si la conoces de oídas por cima de Ortigia, donde el sol da la vuelta; no es excesivamente populosa, pero es buena, cría buenos pastos y buenos animales, abunda en vino y en trigo. La pobreza jamás se acerca al pueblo y las odiosas enfermedades tampoco rondan a los mortales. Sólo cuando envejecen sus habitantes en la ciudad se acerca Apolo, el del arco de plata, junto con Artemis, y los matan acechándolos con sus suaves dardos. Allí hay dos ciudades y todo está repartido entre ellas. Sobre las dos reinaba mi padre, Ktesio Ormenida, semejante a los inmortales.



«Conque un día llegaron allí unos fenicios, célebres por sus naves, unos lañas, llevando en su negra nave muchas maravillas. Mi padre tenía en palacio una mujer fenicia, hermosa y grande, conocedora de labores brillantes. Entonces los muy taimados fenicios la sedujeron. Cuando estaba lavando, un fenicio se unió con ella en amor y lecho junto a la cóncava nave, cosa que trastorna la mente de las hembras, incluso de la que es laboriosa. Luego le preguntó quién era y de dónde procedía, y ella le habló enseguida del palacio de elevado techo de su padre: "Me precio de ser de Sidón, abundante en bronce, y soy hija del poderoso y rico Arybante, pero me raptaron unos piratas de Tafos cuando volvía del campo y me trajeron a casa de este hombre para venderme, y él pagó un precio digno de mí."
«Y le contestó el hombre que se había unido a hurtadillas con ella: "Bien podrías volver con nosotros a casa para que puedas ver el palacio de elevado techo de tu padre y madre y a ellos mismos, que todavía viven y se los llama ricos." Y la mujer se dirigió a él y le contestó con su palabra: "Bien podría ser así, marineros, pero sólo si me queréis asegurar con juramento que me llevaréis intacta a casa." Así dijo y todos juraron como ella les pidió.
«Conque cuando habían concluido su juramento, de nuevo les dijo y contestó con su palabra: "Chitón ahora, que ninguno de vuestros compañeros me dirija la palabra si me encuentra en la calle o junto a la fuente, no sea que alguien vaya a casa y se lo cuente al viejo y éste lo barrunte y me sujete con dolorosas ligaduras y a vosotros os prepare la muerte. Así que retened mis palabras en vuestra mente y apresurad la compra de lo necesario para el viaje. Y cuando la nave se encuentre llena de alimentos, que alguien venga al palacio con rapidez para comunicármelo. Os traeré oro, cuanto halle a mano, y estoy dispuesta a daros otras cosas como pasaje: en efecto, yo cuido en palacio del hijo de este hombre, un crío ya muy despierto, pues corretea conmigo hasta la puerta. Podría llevármelo a la nave y os produciría un buen precio si vais a venderlo a cualquier parte en el extranjero." Así diciendo, marchó al hermoso palacio.
«Los fenicios permanecieron todo el año con nosotros y llenaron su negra nave con bienes mercados. Y cuando su cóncava nave ya estaba cargada para volver, enviaron un mensajero a la mujer para que les diera el recado. Llegó al palacio de mi padre un hombre muy astuto con un collar de oro engastado con electro. Las esclavas del palacio y mi venerable madre lo palpaban con sus manos y lo contemplaban con sus ojos, prometiendo un buen precio. Y él hizo una seña a la mujer sin decir palabra y luego marchó a la cóncava nave. Ella me tomó de la mano y me sacó fuera. Encontró en el pórtico copas y mesas de unos convidados que frecuentaban la casa de mi padre. Habíanse marchado éstos a la asamblea y al lugar de reunión del pueblo, así que escondió tres copas en su regazo y se las llevó y yo en mi inocencia la seguía. Se puso el sol y todos los caminos se llenaron de sombra, cuando, marchando a buen paso, llegamos al ilustre puerto donde estaba la veloz nave de los fenicios.
«Embarcaron haciéndonos subir a los dos y navegaban los húmedos caminos. Y Zeus envió viento favorable.
«Durante seis días navegamos sin parar, día y noche, y cuando el Cronida Zeus nos trajo el séptimo día, Artemis Flechadora alcanzó a la mujer y ésta se desplomó con ruido sobre la sentina como una gaviota del mar. Así que la arrojaron por la borda para que fuera pasto de focas y peces y yo quedé solo acongojado en mi corazón.
«El viento que los llevaba y el agua los impulsaron a Itaca, donde Laertes me compró con su dinero. Así es como llegué a ver con mis ojos esta tierra.»
Y Odiseo, de linaje divino, le contestó con su palabra:
«Eumeo, mucho en verdad has conmovido mi corazón dentro del pecho al contar detalladamente cuánto has sufrido, pero también Zeus te ha puesto un bien al lado de un mal, ya que llegaste sufriendo mucho al palacio de un hombre bueno que te proporciona gentilmente comida y bebida, y llevas una existencia agradable.
«En cambio, yo he llegado aquí después de recorrer sin rumbo muchas ciudades de mortales.»
Esto es lo que se contaban mutuamente y se echaron a dormir, pero no mucho tiempo, un poquito sólo, porque enseguida se presentó Eos, de trono de oro.
En esto los compañeros de Telémaco, ya en tierra, desataron las velas, quitaron el mástil rápidamente y se dirigieron luego remando hacia el fondeadero. Arrojaron el ancla y amarraron el cable; luego desembarcaron sobre la ribera del mar, se prepararon el almuerzo y mezclaron rojo vino. Y cuando habían echado de sí el deseo de comer y beber, comenzó Telémaco a hablarles con discreción:
«Llevad vosotros la negra nave a la ciudad, que yo voy a inspeccionar los campos y los pastores. Por la tarde bajaré a la ciudad después de ver mis labores. Y al amanecer os voy a ofrecer un buen banquete de carnes y agradable vino como recompensa por el viaje.»
Y Teoclímeno, semejante a los dioses, se dirigió a él:
«¿Adónde iré yo, hijo mío? ¿A qué palacio voy a ir de los que dominan en la pedregosa Itaca? ¿Acaso marcharé directamente a tu palacio y al de tu madre?»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«En otras circunstancias te pediría que fueras a nuestro palacio y no echarías en falta dones de hospitalidad, pero será peor para ti, pues yo voy a estar ausente y mi madre no podrá verte, que no se deja ver a menudo en la casa ante los pretendientes, sino que trabaja su telar lejos de éstos en el piso de arriba. Así que te diré de un hombre a cuya casa podrías ir: Eurímaco, hijo brillante del prudente Pólibo, a quien los itacenses miran como a un dios, pues es con mucho el más excelente y quien más ambiciona casar con mi madre y conseguir la dignidad de Odiseo. Pero sólo Zeus Olímpico, el que habita en el éter, sabe si les va a proporcionar antes de las nupcias el día de la destrucción.»
Cuando así hablaba le sobrevoló un pájaro por la derecha, un halcón, veloz mensajero de Apolo. Desplumaba entre sus patas una paloma y las plumas cayeron a tierra entre la nave y el mismo Telémaco.



Conque Teoclímeno, llamándolo aparte, lejos de sus compañeros, le tomó de la mano, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Telémaco, este pájaro te ha volado por la derecha no sin la voluntad del dios, pues al verlo de frente me he percatado que era un ave agüeral. Así que no existe otra estirpe más regia que la vuestra en el pueblo de Itaca. Siempre seréis dominadores.»
Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:
«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esa palabra! Pronto sabrías de mi afecto y mis muchos dones, de forma que cualquiera que te encontrara te llamaría dichoso.»
Dijo, y se dirigió a Pireo, fiel compañero:
«Pireo Clitida, tú eres quien más me has obedecido de estos compañeros en lo demás; lleva también ahora al forastero a tu casa y agasájale gentilmente y respétalo hasta que yo llegue.»
Y Pireo, famoso por su lanza, le contestó:
« Telémaco, aunque te quedes aquí mucho tiempo yo me llevaré a éste y no echará en falta dones de hospitalidad.»
Así diciendo, subió a la nave y apremió a los compañeros para que embarcaran también ellos y soltaran amarras. Conque subieron y se sentaron sobre los bancos. Telémaco ató bajo sus pies hermosas sandalias y tomó su ilustre lanza, aguzada con agudo bronce, de la cubierta del navío. Los compañeros soltaron amarras y echando la nave al mar enfilaron hacia la ciudad como se lo había ordenado Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo.
Y sus pies lo llevaban veloz, dando grandes zancadas, hasta que llegó a la majada donde tenía las innumerables cerdas, con las que pasaba la noche el porquero, que era noble, que conocía la bondad hacia sus dueños.



CANTO XVI
TELÉMACO RECONOCE A ODISEO
En esto Odiseo y el divino porquero se preparaban el desayuno al despuntar la aurora dentro de la cabaña, encendiendo fuego habían despedido a los pastores junto con las manadas de cerdos. Cuando se acercaba Telémaco, no ladraron los perros de incesantes ladridos, sino que meneaban la cola.
Percatóse el divino Odiseo de que los perros meneaban la cola, le vino un ruido de pasos y enseguida dijo a Eumeo aladas palabras:
«Eumeo, sin duda se acerca un compañero o conocido, pues los perros no ladran, sino que menean la cola. Y oigo ruido de pasos.»
No había acabado de decir toda su palabra, cuando su querido hijo puso pie en el umbral. Levantóse sorprendido el porquero y de sus manos cayeron los cuencos con los que se ocupaba de mezclar rojo vino. Salió al encuentro de su señor y besó su rostro, sus dos hermosos ojos y sus manos; y le cayó un llanto abundante. Como un padre acoge con amor a su hijo que vuelve de lejanas tierras después de diez años, a su único hijo amado por quien sufriera indecibles pesares, así el divino porquero besó a Telémaco, semejante a los inmortales, abrazando todo su cuerpo como si hubiera escapado de la muerte. Y, entre lamentos, decía aladas palabras:
«Has venido, Telémaco, como dulce luz. Creía que ya no volvería a verte más cuando marchaste a Pilos con tu nave. Vamos, entra, hijo mío, para que goce mi corazón contemplándote recién llegado de otras tierras. Que no vienes a menudo al campo ni junto a los pastores, sino que te quedas en la ciudad, pues es grato a tu ánimo contemplar el odioso grupo de los pretendientes.»
Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:
«Así se hará, abuelo, que yo he venido aquí por ti, para verte con mis ojos y oír de tus labios si mi madre está todavía en palacio o ya la ha desposado algún hombre; que la cama de Odiseo está llena de telarañas por falta de quien se acueste en ella.»
Y se dirigió a él el porquero, caudillo de hombres:
«¡Claro que permanece ella en tu palacio con ánimo paciente! Las noches se le consumen entre dolores y los días entre lágrimas.»
Así diciendo, tomó de sus manos la lanza de bronce. Entonces Telémaco se puso en camino y traspasó el umbral de piedra, y cuando entraba, su padre le cedió el asiento. Pero Telémaco le contuvo y dijo:
«Sientate, forastero, que ya encontraremos asiento en otra parte de nuestra majada. Aquí está el hombre que nos lo proporcionará.»
Así diciendo, volvió a sentarse. El porquero le extendió ramas verdes y por encima unas pieles, donde fue a sentarse el querido hijo de Odiseo. También les acercó el porquero fuentes de carne asada que habían dejado de la comida del día anterior, amontonó rápidamente pan en canastas y mezcló en un jarro vino agradable. Y luego fue a sentarse frente al divino Odiseo.
Conque echaron mano de los alimentos que tenían delante y cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, Telémaco se dirigió al divino porquero:
«Abuelo, ¿de dónde ha llegado este forastero? ¿Cómo le han traído hasta Itaca los marineros? ¿Quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que haya llegado a pie hasta aquí.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«En verdad, hijo, te voy a contar toda la verdad. De origen se precia de ser de la vasta Creta y asegura que ha recorrido errante muchas ciudades de mortales. Que así se lo ha hilado el destino. Ahora ha llegado a mi majada huyendo de la nave de unos tesprotos y yo te lo encomiendo a ti; obra como gustes, se precia de ser tu suplicante.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Eumeo, en verdad has dicho una palabra dolorosa. ¿Cómo voy a recibir en mi casa a este huésped? En cuanto a mí, soy joven y no confío en mis brazos para rechazar a un hombre si alguien lo maltrata. Y en cuanto a mi madre, su ánimo anda cavilando en su interior si permanecerá junto a mí y cuidará de su casa por vergüenza del lecho de su esposo y de las habladurías del pueblo, o si se marchará ya en pos del más excelente de los aqueos que la pretenda y le ofrezca más riquezas.
«Pero ya que ha llegado a tu casa, vestiré al forastero con manto y túnica, hermosos vestidos, y le daré afilada espada y sandalias para sus pies y le enviaré a donde su ánimo y su corazón lo empujen. Pero si quieres, retenlo en la majada y cuídate de él, que yo enviaré ropas y toda clase de comida para que no sea gravoso ni a ti ni a tus compañeros. Sin embargo, yo no la dejaría ir adonde están los pretendientes pues tienen una insolencia en exceso insensata, no sea que le ultrajen y a mí me cause una pena terrible; es difícil que un hombre, aunque fuerte, tenga éxito cuando está entre muchos, pues éstos son, en verdad, más poderosos.»
Y le dijo el sufridor, el divino Odiseo:
«Amigo puesto que me es permitido contestarte, mucho se me ha desgarrado el corazón al escuchar de vuestros labios cuántas obras insolentes realizan los pretendientes en el palacio contra tu voluntad, siendo como eres. Dime si te dejas dominar de buen grado o es que te odia la gente del pueblo, siguiendo una inspiración de la divinidad, o si tienes algo que reprochar a tus hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando surge una disputa por grande que sea. ¡Ojalá fuera yo así de joven con los impulsos que siento o fuera hijo del irreprochable Odiseo u Odiseo en persona que vuelve después de andar errante! pues aún hay una parte de esperanza. ¡Que me corte la cabeza un extranjero si no me convertía en azote de todos ellos, presentándome en el megaron de Odiseo Laertíada! Pero si me dominaran por su número, solo como estoy, preferiría morir en mi palacio asesinado antes que ver continuamente estas acciones vergonzosas: maltratar a forasteros y arrastrar por el palacio a las esclavas, sacar vino continuamente y comer el pan sin motivo, en vano, para un acto que no va a tener cumplimiento».



Y Telémaco le contestó discretamente:
«Forastero, te voy a hablar sinceramente. No me es hostil todo el pueblo porque me odie, ni tengo nada que reprochar a mis hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando surge una disputa, por grande que sea. Que el Cronida siempre dio hijos únicos a nuestra familia: Arcisío engendró a Laertes, hijo único, y a Odiseo lo engendró único su padre; a su vez Odiseo, después de engendrarme sólo a mí, me dejó en el palacio sin poder disfrutarme.
«Ello es que cuantos nobles dominan en las islas, Duliquio, Same y la Boscosa Zante, y cuantos mandan en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi hacienda. Ella no se niega a este odioso matrimonio ni es capaz de poner un término, así que los pretendientes consumen mi casa y creo que pronto acabarán incluso conmigo mismo. Pero en verdad esto está en las rodillas de los dioses.
«Abuelo, tú marcha rápido y di a la prudente Penélope que estoy a salvo y he llegado de Pilos. Entre tanto, yo permaneceré aquí y tú vuelve después de darle a ella sola la noticia; que no se entere ninguno de los demás aqueos, pues son muchos los que maquinan la muerte contra mí.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Lo sé, me doy cuenta, se lo ordenas a quien lo comprende. Pero, vamos, vamos, dime y contéstame con verdad si hago el mismo camino para anunciárselo al desdichado Laertes, quien mientras tanto ha estado vigilando entre lamentos la labor de Odiseo y comía y bebía con los esclavos cuando su ánimo le empujaba a ello. En cambio, ahora desde que tú marchaste a Pilos con la nave, dicen que ya ni come ni bebe ni vigila la labor, sino que permanece sentado entre llantos y se le seca la piel pegada a los huesos.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Es triste, pero lo dejaremos aunque nos duela, que si todo dependiera de los mortales, primero elegiríamos el día del regreso del padre. Conque marcha con la noticia y no andes por los campos en busca de Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a escondidas a la despensera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano.»
Así dijo y apremió al porquero. Tomó éste las sandalias y atándolas a sus pies se dirigió hacia la ciudad. No se le ocultó a Atenea que el porquero Eumeo había salido de la majada y se acercó allí asemejándose a una mujer hermosa y grande, conocedora de labores brillantes.
Se detuvo a la puerta de la cabaña y se le apareció a Odiseo.
Telémaco no la vio ni se percató pues los dioses no se hacen visibles a todos los mortales, pero la vieron Odiseo y los perros, aunque no ladraron, sino que huyeron espantados entre gruñidos a otra parte de la majada.
Atenea hizo señas con sus cejas, diose cuenta el divino Odiseo y salió de la habitación junto a la larga pared del patio. Se puso cerca de ella y Atenea le dijo:
«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides; manifiesta ya tu palabra a tu hijo y no se la ocultes más, a fin de que preparéis la muerte y Ker para los pretendientes y marchéis a la ínclita ciudad. Tampoco yo estaré mucho tiempo lejos de ellos, pues estoy ansiosa de luchar.»
Así dijo Atenea y lo tocó con su varita de oro. Primero puso en su cuerpo un manto bien limpio y una túnica, y aumentó su estatura y juventud. Luego volvió a tornarse moreno, sus mandíbulas se extendieron y de su mentón nació negra barba.
Cuando hubo realizado esto, marchó Atenea y Odiseo se encaminó a la cabaña. Su hijo se asombró al verlo y volvió la vista a otro lado no fuera un dios, y hablándole dijo aladas palabras:
«Forastero, ahora me pareces distinto de antes; tienes otros vestidos y tu piel no es la misma. En verdad eres un dios de los que poseen el vasto Olimpo. Sé benevolente para que te entregue en agradecimiento objetos sagrados y dones de oro bien trabajado. Cuídate de nosotros.»
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«No soy un dios ¿por qué me comparas con los inmortales? sino tu padre por quien sufres dolores sin cuento soportando entre lamentos las acciones violentas de esos hombres.»
Así hablando besó a su hijo y dejó que el llanto cayera a tierra de sus mejillas, pues antes lo estaba conteniendo, siempre inconmovible.
Y Telémaco aún no podía creer que era su padre, le dijo de nuevo contestándole:
«Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un demón que me hechiza para que me lamente con más dolores todavía, pues un hombre no sería capaz con su propia mente de maquinar esto si un dios en persona no viene y le hate a su gusto y fácilmente joven o viejo. Que tú hace poco eras viejo y vestías ropas desastrosas, en cambio ahora pareces un dios de los que poseen el vasto cielo.»
Y contestándole dijo Odiseo rico en ardides:
« Telémaco, no está bien que no te admires muy mucho ni te alegres de que tu padre esté en casa. Ningún otro Odiseo te vendrá ya aquí, sino éste que soy yo, tal cual soy, sufridor de males, muy asendereado, y he llegado a los veinte años a mi patria. En verdad esto es obra de Atenea la Rapaz que me convierte en el hombre que ella quiere pues puede: unas veces semejante a un mendigo y otras a un hombre joven vestido de hermosas ropas, que es fácil para los dioses que poseen el vasto cielo exaltar a un mortal o arruinarlo.»
Así hablando se sentó, y Telémaco, abrazado a su padre, sollozaba derramando lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y lloraban agudamente, con más intensidad que los pájaros pigargos o águilas de curvadas garras, a quienes los campesinos han arrebatado las crías antes de que puedan volar. Así derramaban ellos bajo sus párpados un llanto que daba lástima. Y se hubiera puesto el sol mientras sollozaban, si Telémaco no se hubiera dirigido enseguida a su padre:
«Padre mío, ¿en qué nave te han traído a Itaca los marineros?, ¿quiénes se preciaban de ser?, pues no creo que hayas llegado aquí a pie.»
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Desde luego, hijo, te voy a decir la verdad. Me han traído los feacios, célebres por sus naves, quienes escoltan también a otros hombres que llegan hasta ellos. Me han traído dormido sobre el ponto en rápida nave y me han depositado en Itaca, no sin entregarme brillantes regalos bronce, oro en abundancia y ropa tejida. Todo está en una gruta por la voluntad de los dioses. Así que por fin he llegado aquí por consejo de Atenea, para que decidamos sobre la muerte de mis enemigos. Conque, vamos, enumérame a los pretendientes para que yo vea cuántos y quiénes son, que después de reflexionar en mi irreprochable ánimo te diré si podemos enfrentarnos a ellos nosotros dos sin ayuda, o buscamos a otros.»
Y Telérnaco le contestó discretamente:
«Padre, siempre he oído la fama que tienes de ser buen luchador con las manos y prudente en tus resoluciones, pero has dicho algo extesivamente grande ¡me atenaza la admiración!, pues no sería posible que dos hombres lucharan contra muchos y aguerridos.
»Respecto a los pretendientes no son una decena ni sólo dos, sino muchas más. Enseguida sabrás su número: de Duliquio son cincuenta y dos jóvenes selectos y le siguen seis escuderos; de Same proceden veinticuatro hombres, de Zante veinte hijos de aqueos y de Itaca misma doce, todos excelentes, con quienes están el heraldo Medonte, el divino aedo y dos siervos conocedores de los servicios del banquete. Si nos enfrentáramos a todos ellos mientras están dentro, temo que no podrías castigar aunque hayas vuelto sus violencias en forma amarga y terrible.
»Pero si puedes pensar en alguien que nos defienda, dímelo, alguien que con ánimo amigo nos sirva de ayuda.»
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Te to diré; ponlo en tu pecho y escúchame. Piensa si Atenea en unión del padre Zeus nos pueden defender o tengo que pensar en otro aliado.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Excelentes en verdad son los dos aliados de que me hablas, pues se apuestan arriba, entre las nubes, y ambos dominan a los hombres y a los dioses inmortales.»
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Sí, en verdad no estarán mucho tiempo lejos de la fuerte lucha cuando la fuerza de Ares juzgue en mi palacio entre los pretendientes y nosotros. Pero tú marcha a casa al despuntar la aurora y reúnete con los soberbios pretendientes, que a mí me conducirá después el porquero bajo el aspecto de un mendigo miserable y viejo.
«Si me deshonran en el palacio, que tu corazón soporte el que yo reciba malos tratos, aunque me arrastren por los pies hasta la puerta o incluso me arrojen sus dardos. Tú mira y aguanta, pero ordénales, eso sí, que repriman sus insensateces dirigiéndote a epos con palabras dulces. Aunque no te harán caso, pues ya tienen a su lado el día de su destino. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tus mientes: cuando Atenea, de muchos pensamientos, lo ponga en mi interior, te haré señas con la cabeza; tú entonces calcula cuántas arenas guerreras hay en el mégaron y sube a depositarlas en lo más profundo de la habitación del piso de arriba. Cuando te pregunten los pretendientes ansiosamente, contéstales con suaves palabras: "Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó a Troya, que están manchadas hasta donde las llega el aliento del fuego. Además el Cronida ha puesto en mi pecho una razón más importante: no sea que os llenéis de vino y levantando una disputa entre vosotros, lleguéis a heriros mutuamente y a llenar de vergüenza el banquete y vuestras pretensiones de matrimonio; que el hierro por sí sólo arrastra al hombre." Luego deja sólo para nosotros dos un par de espadas y otro de lamas y dos escudos para nuestros brazos, a fin de que los sorprendamos echándonos sobre ellos. Te voy a decir otra cosa y tú ponla en tu interior: si de verdad eres mío y de mi propia sangre, que nadie se entere de que Odiseo  está en casa; que no lo sepa Laertes ni el porquero, ni ninguno de los siervos ni siquiera la misma Penélope, sino solos tú y yo. Conozcamos la actitud de las mujeres y pongamos a prueba a los siervos, a ver quién nos honra y quién no se cuida y te deshonra, siendo quien eres.»



Y contestándole dijo su ilustre hijo:
«Padre, creo que de verdad vas a conocer mi coraje y enseguida, pues no es precisamente la irreflexión lo que me domina. Pero, con todo, no creo que vayamos a sacar ganancia ninguno de los dos. Te insto a que reflexiones, pues vas a recorrer en vano durante un tiempo los campos para probar a cada hombre, mientras ellos devoran tranquilamente en palacio nuestros bienes, insolentemente y sin cuidarse de nada. Te aconsejo, por el contrario, que trates de conocer a las siervas, las que te deshonran y las que te son inocentes. No me agradaría que fuéramos por las majadas poniendo a prueba a los hombres; ocupémonos después de esto, si es que en verdad conoces algún presagio de Zeus, portador de égida.»
Mientras así hablaban, arribó a Itaca la bien trabajada nave que había traído de Pilos a Telémaco y compañeros.
Cuando éstos entraron en el profundo puerto, empujaron a la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas. Luego llevaron a casa de Clitio los hermosos dones y enviaron un heraldo al palacio de Odiseo para comunicar a Penélope que Telémaco estaba en el campo y había ordenado llevar la nave a la ciudad para que la ilustre reina no sintiera temor ni derramara tiernas lágrimas.
Encontráronse el heraldo y el divino porquero para comunicar a la mujer el mismo recado y, cuando ya habían llegado al palacio del divino rey, fue el heraldo quien habló en medio de las esclavas.
«Reina, tu hijo ha llegado.»
Luego el porquero se acercó a Penélope y le dijo lo que su hijo le había ordenado decir. Cuando hubo acabado todo su encargo, se puso en camino hacia los cerdos abandonando los patios y el palacio.



Los pretendientes estaban afligidos y abatidos en su corazón; salieron del mégaron a lo largo de la pared del patio y se sentaron allí mismo, cerca de las puertas. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:
«Amigos, gran trabajo ha realizado Telémaco con este viaje; ¡y decíamos que no lo llevaría a término! Vamos, botemos una negra nave, la mejor, y reunamos remeros que vayan enseguida a anunciar a aquéllos que ya está de vuelta en casa.»
No había terminado de hablar, cuando Anfínomo volviéndose desde su sitio, vio a la nave dentro del puerto y a los hombres amainando velas o sentados al remo. Y sonriendo suavemente dijo a sus compañeros:
«No enviemos embajada alguna; ya están aquí. O se lo ha manifestado un dios o ellos mismos han visto pasar de largo a la nave y no han podido alcanzarla.»
Así dijo, y ellos se levantaron para encaminarse a la ribera del mar. Enseguida empujaron la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas. Marcharon todos juntos a la plaza y no permitieron que nadie, joven o viejo, se sentara a su lado. Y comenzó a hablar entre ellos Antínoo, hijo de Eupites:
«¡Ay, ay, cómo han librado del mal los dioses a este hombre! Durante días nos hemos apostado vigilantes sobre las ventosas cumbres, turnándonos continuamente. Al ponerse el sol, nunca pasábamos la noche en tierra sino en el mar, esperando en la rápida nave a la divina Eos, acechando a Telémaco para sorprenderlo y matarlo. Pero entre tanto un dios le ha conducido a casa.
Con que meditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no se nos escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir nuestro propósito, que él es hábil en sus resoluciones y el pueblo no nos apoya del todo.
«Vamos, antes de que reúna a los aqueos en asamblea..., pues no creo que se desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en pie para decir a todo el mundo que le hemos trenzado la muerte y no le hemos alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas malas acciones cuando le escuche. ¡Cuidado, no vayan a causamos daño y nos arrojen de nuestra tierra y tengamos que marchar a país ajeno! Conque apresurémonos a matarlo en el campo lejos de la ciudad, o en el camino. Podríamos quedarnos con su bienes y posesiones repartiéndolas a partes iguales entre nosotros y entregar el palacio a su madre y a quien case con ella, para que se lo queden. Pero si estas palabras no os agradan, sino que preferís que él viva y posea todos sus bienes patrios, no volvamos desde ahora a reunirnos aquí para comer sus posesiones; que cada uno pretenda a Penélope asediándola con regalos desde su palacio, y quizá luego case ella con quien le entregue más y le venga destinado. »
Así habló y todos quedaron en silencio. Entonces se levantó y les dijo Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes (éste era de Duliquio, rica en trigo y pastos, y capitaneaba a los pretendientes; era quien más agradaba a Penélope por sus palabras, pues estaba dotado de buenas mientes)... Con sentimientos de amistad hacia ellos se levantó y dijo:
«Amigos, yo al menos no desearía acabar con Telémaco, pues la raza de los reyes es terrible de matar. Así que conozcamos primero la decisión de los dioses. Si la voluntad del gran Zeus lo aprueba, yo seré el primero en matarlo y os incitaré a los demás, pero si los dioses tratan de impedirlo, os aconsejo que pongáis término.»
Así dijo Anfínomo y les agradó su palabra. Se levantaron al punto y se encaminaron a casa de Odiseo y llegados allí se sentaron en pulidos sillones.
Entonces Penélope decidió mostrarse ante los pretendientes, poseedores de orgullosa insolencia, pues se había enterado de que pretendían matar a su hijo en palacio se lo había dicho el heraldo Medonte, que conocía su decisión. Se puso en camino hacia el mégaron junto con sus siervas y cuando hubo llegado junto a los pretendientes, la divina entre las mujeres, se detuvo junto a una columna del bien labrado techo, sosteniendo delante de sus mejillas un grueso velo. Censuró a Antínoo, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Antínoo, insolente, malvado; dicen en Itaca que eres el mejor entre tus compañeros en pensamiento y palabra, pero no eres tal. ¡Ambicioso!, por qué tramas la muerte y el destino para Telémaco y no prestas atención a los suplicantes, cuyo testigo es Zeus? No es justo tramar la muerte uno contra otro. ¿Es que no recuerdas cuando tu padre vino aquí huyendo por terror al pueblo, pues éste rebosaba de ira porque tu padre, siguiendo a unos piratas de Tafos, había causado daño a los tesprotos que eran nuestros aliados? Querían matarlo y romperle el corazón y comerse su mucha hacienda, pero Odiseo se lo impidió y los contuvo, deseosos como estaban. Ahora tú te comes sin pagar la hacienda de Odiseo, pretendes a su mujer y tratas de matar a su hijo, produciéndome un gran dolor. Te ordeno que pongas fin a esto y se lo aconsejes a los demás.»



Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó:
«Hija de Icario, prudente Penélope, cobra ánimos. No te preocupes por esto. No existe ni existirá ni va a nacer hombre que ponga sus manos sobre tu hijo Telémaco, al menos mientras yo viva y vean mis ojos sobre la tierra. Además, te voy a decir otra cosa que se cumplirá: pronto correría la sangre de ése por mi lanza pues también a mí Odiseo, el destructor de ciudades, sentándome muchas veces sobre sus rodillas me ponía en las manos carne asada y me ofrecía rojo vino. Por esto Telémaco es para mí el más querido de los hombres y te ruego que no temas su muerte al menos a manos de los pretendientes; en cuanto a la que procede de los dioses, ésa es imposible evitarla.»
Así habló para animarla, aunque también él tramaba la muerte contra Telémaco.
Entonces Penélope subió al brillante piso de arriba y lloraba a Odiseo, su esposo, hasta que Atenea de ojos brillantes le puso dulce sueño sobre los párpados.
El divino porquero llegó al atardecer junto a Odiseo y su hijo cuando éstos se preparaban la cena, después de sacrificar un cerdo de un año. Entonces Atenea se acercó a Odiseo Laertíada y tocándole con su varita le hizo viejo de nuevo y vistió su cuerpo de tristes ropas, para que el porquero no lo reconociera al verlo de frente y fuera a comunicárselo a la prudente Penélope sin poder guardarlo para sí.
Telémaco fue el primero en dirigirle su palabra:
«Ya has llegado, Eumeo: ¿qué se dice por la ciudad? ¿Han vuelto ya los arrogantes pretendientes de su emboscada, o todavía esperan a que yo vuelva a casa?»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«No tenía yo que inquirir ni preguntar eso al bajar a la ciudad. Mi ánimo me empujó a comunicar mi recado y volver aquí de nuevo. Pero se encontró conmigo un veloz enviado de tus compañeros, un heraldo que habló a tu madre antes que yo. También sé otra cosa, pues la he visto con mis ojos: al volver para acá había ya atravesado la ciudad en el lugar donde está el cerro de Hermes cuando vi entrar en nuestro puerto una veloz nave; había en ella numerosos hombres y estaba cargada de escudos y lanzas de doble punta. Pensé que eran ellos, pero no lo sé con certeza.»

Así habló, y sonrió la sagrada fuerza de Telémaco dirigiendo los ojos a su padre, evitando al porquero. Cuando habían acabado del trajin de preparar la comida, cenaron y su ánimo no se vio privado de un alimento proporcional. Y una vez que habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, volvieron su pensamiento al dormir y recibieron el don del sueño.

CANTO XVII
ODISEO MENDIGA ENTRE LOS PRETENDIENTES
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de los dedos de rosa, calzó Telémaco bajo sus pies hermosas sandalias, el querido hijo del divino Odiseo, tomó la fuerte lanza que se adaptaba bien a sus manos deseando marchar a la ciudad y dijo a su porquero:
«Abuelo, yo me voy a la ciudad para que me vea mi madre, pues no creo que abandone los tristes lamentos y los sollozos acompañados de lágrimas, hasta que me vea en persona. Así que te voy a encomendar esto: lleva a la ciudad a este desdichado forastero para que mendigue allí su pan el que quiera le dará un mendrugo y un vaso de vino, pues yo no puedo hacerme cargo de todos los hombres, afligido como estoy en mi corazón. Y si el forastero se encoleriza, peor para él, que a mí me place decir verdad.»
Y contestándole dijo el astuto Odiseo:
«Amigo, tampoco yo quiero que me retengan. Para un pobre es mejor mendigar por la ciudad que por los campos y me dará el que quiera, pues ya no soy de edad para quedarme en las majadas y obedecer en todo a quien da las órdenes y los encargos. Conque, marcha, que a mí me llevará este hombre, a quien has ordenado, una vez que me haya calentado al fuego y haya solana. Tengo unas ropas que son terriblemente malas y temo que me haga daño la escarcha mañanera, pues decís que la ciudad está lejos.»
Así dijo, y Telémaco cruzó la majada dando largas zancadas; iba sembrando la muerte para los pretendientes.
Cuando llegó al palacio, agradable para vivir, dejó la lanza que llevaba junto a una elevada columna y entró en el interior, traspasando el umbral de piedra.
La primera en verlo fue la nodriza Euriclea, que extendía cobertores sobre los bien trabajados sillones y se dirigió llorando hacia él. A su alrededor se congregaron las demás siervas del sufridor Odiseo y acariciándolo besaban su cabeza y hombros.
Salió del dormitorio la prudente Penélope, semejante a Artemis o a la dorada Afrodita, y echó llorando sus brazos a su querido hijo, le besó la cabeza y los dos hermosos ojos y, entre lamentos, decía aladas palabras:
«Has llegado, Telémaco, como dulce luz. Ya no creía que volvería a verte desde que marchaste en la nave a Pilos, a ocultas y contra mi voluntad, en busca de noticias de tu padre. Vamos, cuéntame cómo has conseguido verlo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Madre mía, no despiertes mi llanto ni conmuevas mi corazón dentro del pecho, ya que he escapado de una muerte terrible. Conque, báñate, viste tu cuerpo con ropa limpia, sube al piso de arriba con tus esclavas y promete a todos los dioses realizar hecatombes perfectas, por si Zeus quiere llevar a cabo obras de represalia.
«Yo marcharé al ágora para invitar a un forastero que me ha acompañado cuando volvía de allí. Lo he enviado por delante con mis divinos compañeros y he ordenado a Pireo que lo lleve a su casa y lo agasaje gentilmente y honre hasta que yo llegue.»
Así habló, y a Penélope se le quedaron sin alas las palabras. Así que se bañó, vistió su cuerpo con ropa limpia y prometió a todos los dioses realizar hecatombes perfectas por si Zeus quería llevar a cabo obras de represalia.



Entonces Telémaco atravesó el mégaron portando su lanza y le acompañaban dos veloces lebreles. Atenea derramó sobre él la gracia y todo el pueblo se admiraba al verlo marchar. Y los arrogantes pretendientes le rodearon diciéndole buenas palabras, pero en su interior meditaban secretas maldades. Telémaco entonces evitó a la muchedumbre de éstos y fue a sentarse donde se sentaban Méntor, Antifo y Haliterses, quienes desde el principio eran compañeros de su padre. Y éstos le preguntaban por todo. Se les acercó Pireo, célebre por su lanza, llevando al forastero a través de la ciudad hasta la plaza. Entonces Telémaco ya no estuvo mucho tiempo lejos de su huésped, sino que se puso a su lado. Y Pireo le dirigió primero aladas palabras:
«Telémaco, envía pronto unas mujeres a mi casa para que te devuelva los regalos que te hizo Menelao.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Pireo, en verdad no sabemos cómo resultará todo esto. Si los pretendientes me matan ocultamente en palacio y se reparten todos los bienes de mi padre, prefiero que tú te quedes con los regalos y los goces antes que alguno de ellos. Pero si consigo sembrar para éstos la muerte y Ker, llévalos alegre a mi casa, que yo estaré alegre.»
Así diciendo condujo a casa a su asendereado huésped. Cuando llegaron al palacio agradable para vivir, dejaron sus mantos sobre sillas y sillones y se bañaron en bien pulimentadas bañeras. Después que las esclavas les hubieron bañado, ungido con aceite y puesto mantos de lana y túnicas, salieron de las bañeras y fueron a sentarse en sillas. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro para que se lavaran, y a su lado extendió una mesa pulimentada. Y la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas, favoreciéndolas entre los que estaban presentes. Entonces la madre se sentó frente a él, junto a una columna del mégaron, se reclinó en un asiento y revolvía entre sus manos suaves copos de lana. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante.
Cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, comenzó a hablar entre ellos la prudente Penélope:
«Telémaco, en verdad voy a subir al piso de arriba y acostarme en el lecho que tengo regado de lágrimas desde que Odiseo partió a Ilión con los Atridas. Y es que no has sido capaz, antes de que los arrogantes pretendientes llegaran a esta casa, de hablarme claramente del regreso de tu padre, si es que has oído algo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Madre, te voy a contar la verdad. Marchamos a Pilos junto a Néstor, pastor de su pueblo, quien me recibió en su elevado palacio y me agasajó gentilmente, como un padre a su hijo recién llegado de otras tierras después de largo tiempo. Así de amable me recibió junto con sus ilustres hijos. Me dijo que no había oído nunca a ningún humano hablar sobre Odiseo, vivo o muerto, pero me envió junto al Atrida Menelao, famoso por su lanza, con caballos y un carro bien ajustado. Allí vi a la argiva Helena, por quien troyanos y argivos sufrieron mucho por voluntad de los dioses. Enseguida me preguntó Menelao, de recia voz guerrera, qué necesidad me había llevado a la divina Lacedemonia y yo le conté toda la verdad.
«Entonces, contestándome con su palabra, dijo: "¡Ay, ay! ¡Conque querían dormir en el lecho de un hombre intrépido quienes son cobardes! Como una cierva acuesta a sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva de un fuerte león y mientras sale a pastar en los hermosos valles, aquél regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a ambos, así Odiseo dará vergonzosa muerte a aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como cuando en la bien construida Lesbos se levantó para disputar y luchó con Filomeleides, lo derribó violentamente y todos los aqueos se alegraron! Ojalá que con tal talante se enfrentara Odiseo con los pretendientes: corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y suplicas, no querría apartarme de la verdad y engañarte. Conque no te ocultaré ni guardaré secreto sobre lo que me dijo el veraz anciano del mar. Este dijo que lo había visto sufriendo fuertes dolores en el palacio de la ninfa Calipso, quien lo retenía por la fuerza, y que no podía regresar a su tierra patria porque no tenía naves provistas de remos ni compañeros que le acompañaran por el ancho lomo del mar. Así me dijo el Atrida Menelao, famoso por su lanza, y luego de acabar su relato regresamos. Los inmortales me concedieron un viento favorable y me escoltaron velozmente hasta mi patria.»
Así habló y conmovió el ánimo de Penélope.
Entonces Teoclímeno, semejante a los dioses, comenzó a hablar entre ellos:
«Esposa venerable de Odiseo Laertíada, en verdad él no sabe nada; escucha mi palabra, pues te voy a profetizar con veracidad y no voy a ocultarte nada. ¡Sea testigo Zeus, antes que los demás dioses, y la mesa de hospitalidad y el hogar del irreprochable Odiseo, al que he llegado, de que en verdad Odiseo ya está en su tierra patria, sentado o caminando, sabedor de estas malas acciones y sembrando la muerte para todos los pretendientes. Este es el augurio que yo observé, y me hice oír de Telémaco mientras estaba en la nave de buenos bancos».
Y le contestó la prudente Penélope:
«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esta tu palabra! Entonces conocerías mi amistad enseguida y numerosos regalos de mí, hasta el punto de que cualquiera que contigo topara te llamaría dichoso.»
Así hablaban unos con otros.
Los pretendientes, por su parte, se complacían arrojando discos y venablos ante el palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde acostumbraban, llenos de arrogancia. Pero cuando fue la hora de comer y les llegaron de todas partes del campo los animales que les traían los de siempre, se dirigió a ellos Medonte (éste era quien más les agradaba de los heraldos y solía acompañarlos al banquete):
«Mozos, una vez que todos habéis complacido vuestro ánimo con los juegos, dirigíos al palacio para preparar el almuerzo, que no es cosa mala yantar a su tiempo.»



Así habló y ellos se pusieron en pie y marcharon obedeciendo su palabra. Cuando llegaron a la bien edificada morada dejaron sus mantos en sillas y sillones y sacrificaron grandes ovejas y gordas cabras; sacrificaron cebones y un toro del rebaño para preparar su almuerzo.
Entre tanto Odiseo y el divino porquero se disponían a marchar del campo a la ciudad y comenzó a hablar el porquero, caudillo de hombres:
«Forastero, puesto que deseas marchar hoy mismo a la ciudad, como recomendó mi soberano (que yo, desde luego, preferiría dejarte para vigilar la majada, pero tengo respeto por mi amo y temo que me reprenda después y en verdad son duras las reprimendas de los amos), marchemos ya, pues el día está avanzado y quizá sea peor esperar a la tarde.»
Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a quien lo comprende. Conque marchemos y tú sé mi guía. Dame un bastón si es que tienes uno cortado para que me apoye, pues decís que el camino es muy resbaladizo.»
Así dijo y echó a sus hombros el sucio zurrón desgarrado por muchas partes, en el que había una correa retorcida. Entonces Eumeo le dio el deseado bastón y se pusieron los dos en camino, quedando perros y pastores para guardar la majada.
Eumeo condujo hacia la ciudad a su soberano, que se asemejaba a un miserable y viejo mendigo, que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con vestidos que daban pena. Cuando en su marcha por el empinado sendero se encontraban cerca de la ciudad y llegaron a una fuente labrada de hermosa corriente, a donde iban por agua los ciudadanos (la habían construido Itaco, Nerito y Polictor en el centro de un bosque de álamos negros que crecían con su agua; era completamente redonda y de lo alto de una piedra caía agua fría, y encima de ella había un altar de las Ninfas, donde solían sacrificar todos los ciudadanos), allí se topó con ellos Melantio, hijo de Dolio, que conducía las cabras, las que sobresalían entre todo el ganado, para festín de los pretendientes; y con él marchaban dos pastores.



Cuando los vio 1es reprendió de palabra y llamándolos por su nombre les dijo algo atroz e inconveniente que hizo saltar el corazón de Odiseo:
«Vaya, vaya, un desgraciado conduce a otro desgraciado; es claro que dios siempre lleva a la gente hacia los de su calaña. ¿Adónde, miserable porquero, llevas a ese gorrón, a ese mendigo pegajoso, a ese aguafiestas? Arrimará los hombros a muchas puertas para rascarse mientras pide mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras a mí para vigilante de mi majada, para mozo de cuadra y para llevar brezos a mis chivos, quizá bebiendo leche de cabra echaría gordos muslos. Pero ahora que ha aprendido esas malas artes no querrá ponerse a trabajar, que preferirá mendigar por el pueblo y alimentar su insaciable estómago. Conque te voy a decir algo que se va a cumplir: si se acerca a la casa del divino Odiseo, sus tortillas van a romper muchas banquetas que lloverán sobre su cabeza desde las manos de esos hombres, pues va a ser su blanco por la casa.»
Así habló, y al pasar a su lado, el insensato dio una patada a Odiseo en la cadera, aunque no consiguió echarlo fuera del camino, sino que éste se mantuvo firme. Entonces Odiseo dudaba entre arrancarle la vida saltando tras él con el palo o levantarle y tirarle de cabeza contra el suelo, pero se aguantó y se contuvo. El porquero, en cambio, se encaró con él y le reprendió, y levantando las manor suplicó así:
«Ninfas de la fuente, hijas de Zeus, si alguna vez Odiseo quemó en vuestro honor muslos de corderos o cabritos cubriéndolos con gorda grasa, cumplidme este deseo: que vuelva este hombre conducido por un dios. Seguro que él acabaría con toda la insolencia que ahora pasea por la ciudad, mientras malos pastores acaban con los ganados.»
Y le contestó Melantio, el cabrero:
«¡Ay, ay, qué cosa ha dicho este perro urdidor de intrigas! Me lo voy a llevar algún día lejos de Itaca en negra nave de Buenos bancos para que me entreguen por él un buen precio, porque ¡ojalá Apolo, el de arco de plaza, alcance hoy mismo a Telémaco dentro del palacio o sucumba a manos de los pretendientes, lo mismo que Odiseo ha perdido en tierras lejanas el día de su regreso!»
Así diciendo, los dejó caminando lentamente; en cambio, él se puso en camino y llegó enseguida a la morada del rey. Entró y sentó entre los pretendientes, frente a Eurímaco, pues a éste era a quien más estimaba. Pusieron junto a él una porción de carne los que servían y la venerable ama de llaves le llevó pan y se lo dejó al lado para que lo comiera.
Odiseo y el divino porquero se detuvieron en su caminar; les llegaba el sonido de la sonora lira, pues Femio se había puesto a cantar para ellos. Entonces Odiseo tomó de la mano al porquero y le dijo:
«Eumeo, a lo que parece ésta es la hermosa morada de Odiseo, pues se destaca tanto que se la puede ver fácilmente entre otras muchas. Una estancia sigue a la otra, su patio está cercado con muro y cornisa y sus puertas bien firmes son de doble hoja. Ningún hombre podría rendirla por la fuerza. Me parece que muchos hombres se están banqueteando dentro, pues se levanta un olor a grasa y resuena la lira, a la que los dioses han hecho compañera del banquete.»
Y contestando le dijiste, porquero Eumeo:
«Con facilidad lo has percatado, que no eres sandio tampoco en lo demás. Pero, vamos, pensemos cómo actuar. Entra tú primero en la agradable morada y mézclate con los pretendientes, que yo me quedaré aquí; o, si quieres, quédate tú y entraré yo primero. Pero no te quedes parado mucho tiempo, no sea que te vea alguien fuera y te tire algo o te eche. Esto es to que te aconsejo que consideres.»
Y le contestó luego el sufridor, el divino Odiseo:
«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a quien comprende. Con que marcha tú primero y yo me quedaré aquí, que ya sé lo que son golpes y pedradas. Mi ánimo es paciente, pues he sufrido muchos males en el mar y la guerra; que venga esto después de aquello. Cuando tiene apetito, no es posible acallar al maldito estómago que tantas desgracias suele acarrear a los hombres; por culpa suya incluso las bien entabladas naves se preparan para surcar el estéril mar portando la desgracia a hombres enemigos.»
Así hablaban entre sí. Entonces un perro que estaba tumbado enderezó la cabeza y las orejas, el perro Argos, a quien el sufridor Odiseo había criado, aunque no pudo disfrutar de él, pues antes se marchó a la divina Ilión. Al principio le solían llevar los jóvenes a perseguir cabras montaraces, ciervos y liebres, pero ahora yacía despreciado una vez que se hubo ausentado Odiseo entre el estiércol de mulos y vacas que estaba amontonado ante la puerta a fin de que los siervos de Odiseo se lo llevaran para abonar sus extensos campos. Allí estaba tumbado el perro Argos, lleno de pulgas. Cuando vio a Odiseo cerca, entonces sí que movió la cola y dejó caer sus orejas, pero ya no podia acercarse a su amo. Entonces Odiseo, que le vio desde lejos, se enjugó una lágrima sin que se percatara Eumeo y le preguntó:
«Eumeo, es extraño que este perro esté tumbado entre el estiércol. Su cuerpo es hermoso, aunque ignoro si, además de hermoso, era rápido en la carrera o, por el contrario, era como esos perros falderos que crían los señores por lujo.»
Y contestándole dijiste, porquero Eumeo:
«Este perro era de un hombre que ha muerto lejos de aquí. Si su cuerpo y obras fueron como cuando lo dejó Odiseo al marchar a Troya, pronto lo admirarías al contemplar su rapidez y vigor, que nunca salía huyendo de ninguna bestia en la profundidad del espeso bosque cuando la perseguíapues también era muy diestro en seguir el rastro. Pero ahora lo tiene vencido la desgracia, pues su amo ha perecido lejos de su patria y las mujeres no se cuidan de él; que los siervos, cuando los amos ya no mandan, no quieren hacer los trabajos que les corresponden, pues Zeus, que ve a lo ancho, quita a un hombre la mitad de su valía cuando le alcanza el día de la esclavitud.»
Así diciendo entró en la morada, agradable para vivir, y se fue derecho por el mégaron en busca de los ilustres pretendientes. Y a Argos le arrebató el destino de la negra muerte al ver a Odiseo después de veinte años.
Telémaco, semejante a los dioses, fue el primero en ver al porquero avanzar por la casa y enseguida le hizo señas invitándole a ponerse a su lado. Eumeo echó una ojeada, tomó una banqueta que estaba cerca (donde se solía sentar el trinchante para repartir abundante carne entre los pretendientes cuando se banqueteaban en el palacio) y llevándoselo lo puso junco a la mesa de Telémaco y se sentó. Entonces el heraldo tomó una porción, sacó pan del canasto y se lo ofreció.
Enseguida, detrás de Eumeo, entró en el patio Odiseo semejante a un miserable y viejo mendigo que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con ropas que daban pena, sentóse sobre el umbral de madera de fresno dentro de las puertas y se apoyó en la jamba de madera de ciprés que un artesano había pulimentado hábilmente y enderezado con la plomada. Telémaco llamó junto a sí al porquero y le dijo mientras cogía un pan entero del hermoso canasto y cuanta carne le cupo en las manos:
«Lleva esto al forastero y ofréceselo, y aconséjale que vaya recorriendo todos los pretendientes y les pida, que no es buena la vergüenza para el hombre necesitado.»
Así dijo; echó a andar el porquero cuando hubo oído su palabra y, poniéndose cerca, le dijo aladas palabras:
«Forastero, Telémaco te entrega esto y te aconseja que vayas recorriendo todos los pretendientes y les pidas, que dice que no es buena la vergüenza para un hombre necesitado.»
Y contestándole dijo el astuto Odiseo:
«Soberano Zeus, ¡que Telémaco sea próspero entre los hombres y obtenga todo cuanto anhela en su corazón!»
Así dijo; tomólo en sus dos manos y lo puso a sus pies, sobre el sucio zurrón; y lo comió mientras cantaba el aedo en el palacio.
Cuando lo había comido terminó el divino aedo y los pretendientes comenzaron a alborotar en el palacio.
Entonces Atenea se puso cerca de Odiseo Laertíada y lo apremió a que recogiera mendrugos entre los pretendientes y pudiera conocer quiénes eran rectos y quiénes injustos, aunque ni aun así iba a librar a ninguno de la muerte. Así que se puso en marcha para mendigar de izquierda a derecha a cada uno de ellos, extendiendo sus manos a todas partes como si fuera un mendigo de siempre. Los pretendientes le daban compadecidos, se admiraban de él y se preguntaban unos a otros quién podría ser y de dónde vendría. Entonces habló entre ellos Melantio, el cabrero:
«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, sobre este forastero, pues yo lo he visto ya antes. En realidad lo ha traído aquí el porquero, aunque no sé de cierto de dónde se precia de ser su linaje.»
Así dijo, y Antínoo reprendió al porquero:
«Porquero ilustre, ¿por qué lo has traído a la ciudad? ¿Es que no tenemos suficientes vagabundos, mendigos pegajosos, aguafiestas? ¿O es que te parecen pocos los que se reúnen aquí para comer la hacienda de tu señor y has invitado también a éste?»
Y contestándole dijiste, porquero Eumeo:
«Antínoo, con ser noble no dices palabras justas. Pues ¿quién sale a traer de fuera un forastero como no sea uno de los servidores del pueblo, un adivino, un curador de enfermedades o un trabajador de la madera, o incluso un aedo inspirado que complazca con sus cantos? Estos sí, éstos son los hombres a quienes se invita a venir sobre la extensa tierra, pero nadie invitaría a un vagabundo a que le importune.
«Y es que tú has sido siempre entre todos los pretendientes el más duro para con los siervos de Odiseo, y en especial para conmigo. Ahora que a mí no me importa mientras me viva en el palacio la prudente Penélope y Telémaco, semejante a los dioses.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Calla, no me contestes a éste con tantas palabras. Antínoo acostumbra a provocar continuamente con palabras duras e incluso incita a los demás.»
Así dijo, y dirigió a Antínoo aladas palabras:
«Antínoo, en verdad tu cuidas de mí como un padre de su hijo al aconsejarme que arroje del palacio al forastero con palabra tajante; que no cumpla dios esto. Toma algo y dáselo; no lo veo con malos ojos, sino que te ordeno que lo hagas. Y no tengas temor por causa de mi madre ni de ninguno de los siervos que hay en la casa del divino Odiseo. Aunque creo que es otro pensamiento el que albergas en tu pecho, pues prefieres comer tú a destajo antes que dárselo a otro.»
Y Antínoo le contestó y dijo:
«¡Telémaco fanfarrón, incapaz de reprimir tu ira, qué cosa has dicho! Si todos los pretendientes le dieran tanto como yo, su casa lo retendría durante tres meses lejos de aquí.»
Así dijo, y tomándolo de debajo de la mesa, le enseñó el escabel sobre el que apoyaba sus brillantes pies mientras se daba al banquete. Pero todos los demás le dieron y llenaron su zurrón de pan y carne. Iba ya Odiseo por el pavimento a probar los regalos de los aqueos, cuando se detuvo junto a Antínoo y le dijo su palabra:
«Dame, amigo, que no me pareces el menos noble de los aqueos, sino el más excelente, pues te asemejas a un rey. Por ello tienes que darme incluso más comida que los demás y yo diré tu nombre por la infinita tierra. También yo habité en otro tiempo en casa rica y daba a menudo a un vagabundo así, de cualquier ralea que fuera y cualquier cosa que llegara precisando. Tenía miles de esclavos y otras muchas cosas con las que los hombres viven bien y se les llama ricos. Pero Zeus Cronida me arruinó pues debió de quererlo así enviándome con unos errantes piratas a Egipto, camino largo, para que pereciera. Atraqué mis cuvadas naves en el río Egipto. Entonces ordené a mis leales compañeros que se quedaran junto a ellas para vigilarlas y envié espías a puestos de observación con orden de que regresaran, pero éstos, cediendo a su ambición, saquearon los hermosos campos de los egipcios, se llevaron a las mujeres y tiernos niños y mataron a los hombres. Pronto llegó el griterío a la ciudad, así que, al escucharlo, se presentaron al despuntar la aurora: llenóse la llanura toda de gente de a pie y a caballo y del estruendo del bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a mis compañeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió a dar el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción. Allí mataron con agudo bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los llevaron vivos para forzarlos a trabajar sus campos, pero a mí me llevaron a Chipre y me entregaron a un forastero que dio con nosotros, a Dmator Jasida, quien gobernaba con fuerza en Chipre. Desde allí he llegado aquí después de sufrir desgracias».



Y Antínoo le contestó y dijo:
«¿Qué dios nos ha traído aquí esta peste, esta ruina del banquete? Quédate ahí en medio, lejos de mi mesa, no sea que tengas que volver enseguida al amargo Egipto y a Chipre, que eres un mendigo audaz y desvergonzado. Te pones ante éstos, uno tras otro, y todos te dan atolondradamente, pues no tienen moderación ni sienten compasión al regalar cosas ajenas que tienen en abundancia a su disposición.»
Y le contestó retirándose el astuto Odiseo:
«¡Ay, ay, que a tu gallardía no se añade también la cordura! En verdad, no darías ni siquiera sal de tu propia hacienda a quien se te acercara si, estando en casa ajena, no has podido tomar un poco de pan para darme, y eso que tienes en abundancia a tu disposición.»
Así habló; Antínoo se irritó más aún en su corazón y mirándole torvamente le dirigió aladas palabras:
«Ahora es cuando creo que no vas a retirarte con bien atravesando el mégaron, ya que estás injuriándome.»
Asi habló, y, tomando el escabel, se lo tiró al hombro derecho, acertándole en el extremo de la espalda. Odiseo se mantuvo en pie, firme como una roca, y el golpe de Antínoo no le hizo perder pie, pero movió la cabeza en silencio meditando secretos males.
Se retiró para sentarse en el umbral, dejó el bien lleno zurrón y comenzó a hablar a los pretendientes:
«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, para que os diga lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. No es grande el dolor en las entrañas ni la pena cuando un hombre es golpeado luchando por sus posesiones, sus toros o sus blancas ovejas. Pero Antínoo me ha golpeado por causa del miserable estómago, el maldito estómago que proporciona males sin cuento a los hombres. Conque, si en verdad existen dioses y Erinis de los mendigos, que el término de la muerte alcance a Antínoo antes de su matrimonio.»
Y Antínoo hijo de Eupites, le replicó:
«Siéntate a comer tranquilo, forastero, o lárgate a otra parte, no sea que los jóvenes te arrastren por el palacio, por lo que dices, asiéndote del pie o del brazo y te llenen todo de arañazos.»
Asi habló, y todos ellos se indignaron sobremanera. Y uno de los jóvenes orgullosos decía así:



«Antínoo, cruel, no has hecho bien en golpear al pobre vagabundo, si es que existe un dios en el cielo. Que los dioses andan recorriendo las ciudades bajo la forma de forasteros de otras tierras y con otros mil aspectos, y vigilan la soberbia de los hombres o su rectitud.»
Así le dijeron los pretendientes, pero él no prestaba atención a sus palabras.
Telémaco hacía crecer en su corazón un gran dolor por su padre golpeado, pero no dejó caer a tierra lágrima alguna de sus párpados, sino que movió la cabeza en silencio, meditando secretos males.
Cuando la prudente Penélope oyó que el forastero había sidó golpeado en el palacio dijo a sus siervas:
«¡Ojalá Apolo, de ilustre arco, te alcance también a ti de esta forma!»
Y la despensera Eurínome dijo:
«¡Ojalá se diera cumplimiento a nuestras maldiciones! Ninguno de éstos llegaría vivo hasta la aurora de hermoso trono.»
Y la prudente Penélope le dijo:
«Tata, todos son enemigos, pues maquinan maldades, pero Antínoo sobre todos se asemeja a una negra Ker. Ese pobre forastero vaga por la casa pidiendo a los hombres, pues le obliga la pobreza; todos han llenado su zurrón y le han dado, pero éste le ha alcanzado con un escabel en el hombro derecho.»
Así hablaba ella con sus esclavas, sentada en el dormitorio, mientras comía el divino Odiseo. Entonces llamó junto a sí al divino porquero y le dijo:
«Ve, divino Eumeo, y ordena al forastero que venga para saludarlo y preguntarle si ha oído hablar sobre el sufridor Odiseo o lo ha visto con sus ojos pues parece un hombre muy asendereado. »
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Reina, ojalá se callaran los aqueos; este sí que hechizaría tu corazón con lo que cuenta. Yo lo he tenido tres noches y tres días en mi cabaña (pues fue a mí a quien llegó primero después de huir de una nave), pero todavía no ha terminado de contarme sus desgracias. Como cuando un hombre contempla embelesado a un aedo que canta inspirado por los dioses y conoce versos deseables para los hombres y éstos desean escucharle sin cesar siempre que se pone a cantar, así me ha hechizado éste sentado en mi morada. Asegura que es huésped de Odiseo por parte de padre y que habitaba en Creta, donde está el linaje de Minos. Ha llegado de allí sufriendo penalidades, después de mucho rodar, y afirma haber oído sobre Odiseo vivo y cercano, en el rico pueblo de los tesprotos; y trae a casa numerosos tesoros.»
Y le dijo la prudente Penélope:
«Marcha, invítalo a venir aquí para que me lo cuente en persona. Que se diviertan éstos fuera o aquí en la casa, puesto que su ánimo está alegre: y es que sus bienes están intactos en su palacio; se los comen los siervos, en cambio ellos vienen todos los días a nuestro palacio y, sacrificando toros y ovejas y gordas cabras, se banquetean y beben el rojo vino sin mesura. Todo se está perdiendo, pues no hay un hombre como Odiseo para apartar de su casa esta peste. Si Odiseo llegara a su sierra patria haría pagar enseguida, junto con su hijo, las violencias de estos hombres.»
Así habló, y Telémaco lanzó un gran estornudo y toda la casa resonó espantosamente. Rióse Penélope y dirigió a Eumeo aladas palabras:
«Marcha y haz venir frente a mí al forastero. ¿No ves que mi hijo ha estornudado ante mis palabras? Por esto no puede dejar de cumplirse la muerte para todos los pretendientes; nadie podrá alejar de ellos la muerte y las Keres. Voy a decirte otra cosa que has de poner en tu interior: si reconozco que todo lo que dice es cierto, le vestiré de túnica y manto, hermosos vestidos.»
Así habló; marchó el porquero luego que hubo escuchado su palabra y, poniéndose cerca, le dijo aladas palabras:



«Padre forastero, te llama la prudente Penélope, la madre de Telémaco. Su ánimo la impulsa a preguntarte por su esposo, ya que ha sufrido muchas penas. Y si reconoce que todo lo que le dices es cierto, te vestirá de túnica y manto, cosas que más necesitas. También podrás alimentar tu vientre pidiendo comida por el pueblo, y te dará quien lo desee.»
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
«Eumeo, contaría enseguida toda la verdad a la hija de Icario, a la prudente Penélope -pues sé muy bien sobre aquél y hemos recibido un infortunio semejante, pero temo a la multitud de los terribles pretendientes, cuya soberbia y violencia ha llegado al férreo cielo. Además, cuando ese hombre me hizo daño golpeándome al cruzar el salón y sin hacer yo nada malo, ni Telémaco ni ningún otro me protegió. Por esto aconsejo a Penélope que se quede en sus habitaciones por mucho que desee salir hasta la puesta del sol. Pregúnteme entonces sobre el día del regreso de su esposo, sentada muy cerca del fuego, pues tengo unos vestidos que dan pena y bien lo sabes tú, que ya te supliqué antes que a nadie.»
Así habló, y marchó el porquero cuando hubo escuchado su palabra. Cuando atravesaba el umbral le dijo Penélope:
« ¿No me lo traes, Eumeo? ¿Qué es lo que ha pensado el vagabundo? ¿Es que tiene mucho miedo de alguien o se avergüenza por otros motivos de cruzar la casa? Malo es un vagabundo vergonzoso.»
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
«Ha hablado como le corresponde y dice lo que pensaría cualquier otro que quiere evitar la soberbia de esos hombres altivos. Conque te aconseja que esperes hasta la puesta del sol. Y es que será para ti mucho mejor, reina, que estés sola cuando dirijas tu palabra al forastero o le escuches.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«No piensa como insensato el forastero, sea como fuere, pues entre los mortales hombres no hay quienes maquinen semejantes maldades, llenos de arrogancia.»
Así habló ella, y el divino porquero marchó hacia la multitud de los pretendientes, una vez que le hubo manifestado todo. Luego dirigió a Telémaco aladas palabras, manteniendo cerca su cabeza para que no se enteraran los demás:
«Amigo, yo me marcho a vigilar los cerdos y todo aquello, tu sustento y el mío. Ocúpate tú aquí de todo. Antes que nada mira por tu seguridad y piensa la forma de que no te pase nada, que muchos de los aqueos andan meditando males. ¡Ojalá los destruya Zeus antes de que nos llegue la desgracia!»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Así será, abuelo. Márchate después de merendar pero vuelve al amanecer y trae hermosas víctimas, que yo y los inmortales nos cuidaremos de todo esto.»
Así habló; el porquero se sentó de nuevo sobre la bien pulida banqueta y después de saciar su apetito con comida y bebida se puso en marcha hacia los cerdos, abandonando el patio y el mégaron lleno de comensales.
Y éstos gozaban con la danza y el canto, pues ya había caído la tarde.



CANTO XVIII
LOS PRETENDIENTES VEJAN A ODISEO
En esto llegó un mendigo del pueblo que solía pedir por la ciudad de Itaca y sobresalía por su vientre insaciable, por comer y beber sin parar. No tenía vigor ni fortaleza, pero su cuerpo era grande al mirarlo. Su nombre era Arneo, que se lo puso su soberana madre el día de su nacimiento, pero todos los jóvenes le llamaban Iro, porque solía ir de correveidile cuando alguien se lo mandaba. Cuando llegó, empezó a perseguir a Odiseo por su casa y le insultaba diciendo aladas palabras:
«Viejo, sal del pórtico, no sea que te arrastre por el pie. ¿No has oído que todos me hacen guiños incitándome a que te arrastre? Yo, sin embargo, siento vergüenza. Conque levántate, no sea que nuestra disputa llegue a las manos.»



Y mirándole torvamente dijo el muy astuto Odiseo:
«Desgraciado, ni te hago daño alguno ni te dirijo la palabra, y no siento envidia de que alguien te dé, aunque recojas muchas cosas. Este umbral tiene cabida para los dos y no tienes por qué envidiar lo ajeno. Me pareces un vagabundo como yo y son los dioses los que dan fortuna. Pero no me provoques a luchar, no sea que me irrites y, con ser viejo, te empape de sangre el pecho y los labios. Así tendría más tranquilidad para mañana, pues no creo que volvieras por segunda vez al palacio de Odiseo Laertíada.»
Y el vagabundo Iro le contestó airado:
«¡Ay, ay, qué deprisa habla este gorrón que se parece a una vieja ennegrecida por el hollín! Y eso que podría yo pensar en dañarle golpeándolo con las dos manos y arrancar todos los dientes de sus mandíbulas, como los de un cerdo devorador de mieses, y tirarlos al suelo. Ponte el ceñidor para que todos vean que luchamos; aunque ¿cómo podrías luchar con un hombre más joven?»
Así es como se iban encolerizando sobre el pulimentado pavimento, delante de las elevadas puertas. La sagrada fuerza de Antínoo oyó a los dos y sonriendo dulcemente dijo a los pretendientes:
«Amigos, nunca hasta ahora nos había tocado en suerte una diversión como la que dios nos ha traído a esta casa. El forastero e Iro están incitándose mutuamente a llegar a las manos. Así que empujémosles enseguida.»
Así dijo y todos comenzaron a reírse; rodearon a los andrajosos mendigos y les dijo Antínoo, hijo de Eupites:
« Escuchadme, ilustres pretendientes, mientras os hablo. Hay en el fuego unos vientres de cabra, éstos que hemos dejado para la cena llenándolos de grasa y de sangre. El que venza de los dos y resulte más fuerte podrá levantarse él mismo y coger el que quiera. Además, podrá participar siempre de nuestro banquete y no permitiremos que ningún otro mendigo se nos acerque a pedir.»
Así dijo Antínoo y les agradó su palabra. Entonces el astuto Odiseo les dijo con intenciones engañosas:
«Amigos, no es posible que un viejo luche con un hombre más joven, sobre todo si está abrumado por el infortunio, pero el perverso vientre me empuja a que sucumba ante sus golpes. Conque, vamos, juradme todos con firme juramento que nadie prestará ayuda a Iro y me golpeará con mano pesada injustamente, haciéndome sucumbir ante éste por la fuerza.»
Así dijo, y todos juraron como les había pedido. Así que cuando habían completado su juramento dijo entre ellos la sagrada fuerza de Telémaco:
«Forastero, si tu corazón y tu valeroso ánimo te empujan a defenderte de éste, no temas a ninguno de los aqueos, pues tendrá que luchar contra muchos más quien te mate. Yo soy quien te hospeda y los dos reyes Antínoo y Eurímaco, ambos discretos, aprueban mis palabras.»
Así dijo, y todos asintieron. Así que Odiseo ciñó sus miembros con los andrajos y dejó al descubierto unos muslos grandes y hermosos y al descubierto quedaron sus anchos hombros, su torso y sus pesados brazos.
Entonces Atenea se puso a su lado y fortaleció los miembros del pastor de su pueblo. Todos los pretendientes se asombraron muy mucho y uno decía así al que tenía al lado:
«Pronto este Iro va a dejar de ser Iro y tener la desgracia que se ha buscado; ¡menudos muslos deja ver el viejo a través de sus andrajos!»
Así decían, y el corazón le dio un vuelco a Iro de mala manera. Pero aun así los escuderos le ciñeron y arrastraron a la fuerza atemorizado. Y sus carnes le temblaban en todo el cuerpo. Entonces Antínoo le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«¡Ojalá no existieras, fanfarrón, ni hubieras nacido si tanto tiemblas y temes a éste, a un viejo abrumado por el infortunio que le ha alcanzado! Pero te voy a decir algo que se va a cumplir: Si éste te vence y resulta más fuerte, te meteré en negra nave y te enviaré al continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales, para que te corte la nariz y las orejas con cruel bronce y arrancando tus miembros se los arroje a los perros para que se los coman crudos.»



Así dijo, el temblor se apoderó todavía más de sus miembros y lo arrastraron hacia el medio. Y los dos extendieron sus brazos.
Entonces, el sufridor, el divino Odiseo, dudó entre derribarlo de forma que su alma le abandonara al caer o derribarlo suavemente y extenderlo en el suelo. Y mientras así dudaba le pareció más ventajoso derribarlo suavemente para que los aqueos no sospecharan nada. Así que levantando ambos los brazos, Iro golpeó a Odiseo en el hombro derecho y Odiseo golpeó el cuello de Iro bajo la oreja y rompió por dentro sus huesos. Al punto bajó por su boca la negra sangre y cayó al suelo gritando. Pateaba contra el suelo y hacía rechinar sus dientes, y los ilustres pretendientes levantaron sus manos y se morían de risa. Entonces Odiseo le asió por el pie y lo arrastró a lo largo del pórtico hasta llegar al patio y las puertas de la galería. Lo dejó sentado contra la cerca del patio, le puso el bastón entre las manos y le dirigió aladas palabras:
«Quédate ahí sentado para espantar a cerdos y perros, y no pretendas ser jefe de forasteros y mendigos, miserable como eres, no sea que te busques un mal todavía mayor.»
Así diciendo echó a sus hombros el sucio zurrón rasgado por muchas partes, en el que había una correa retorcida, volvió al umbral y se sentó. Los pretendientes entraron riéndose suavemente y le felicitaban con sus palabras, y uno de los jóvenes arrogantes decía así:
«Forastero, que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más desees y sea caro a tu corazón, pues has hecho que este insaciable deje de vagabundear por el pueblo. Pronto lo llevaremos al continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales.»
Así decían y el divino Odiseo se alegró con el presagio. Entonces Antínoo le puso al lado un gran vientre lleno de grasa y sangre. También Anfínomo puso a su lado dos panes que tomó de la cesta, le ofreció vino en copa de oro y dijo:
«Salud, padre forastero; que seas rico y feliz en el futuro, pues ahora estás envuelto en numerosas desgracias.»



Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Anfínomo, de verdad que me pareces discreto, siendo hijo de tal padre, pues he oído la fama que tiene Niso de Duliquia de ser gallardo y rico. Dicen que eres hijo de éste y pareces hombre discreto. Por eso te voy a decir algo préstame atención y escúchame: nada cría la tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respiran y caminan por ella. Mientras los dioses le prestan virtud y sus rodillas son ágiles, cree que nunca en el futuro va a recibir desgracias; pero cuando los dioses felices le otorgan miserias, incluso éstas tiene que soportarlas con ánimo paciente contra su voluntad. Pues el pensamiento de los hombres terrenos cambia con cada día que nos trae el padre de hombres y dioses. También en otro tiempo yo estuve a punto de ser rico y feliz entre los hombres, pero cometí numerosas violencias cediendo a mi fuerza y poder por confiar en mi padre y mis hermanos. Por esto ningún hombre debe ser nunca injusto, sino retener en silencio los dones que los dioses le hagan.
«Estoy viendo a los pretendientes maquinar acciones semejantes, trasquilando los bienes y deshonrando a la esposa de un hombre que, te aseguro, no estará ya mucho tiempo lejos de los suyos y su patria, por el contrario, está cerca. Conque ¡ojalá un dios te saque de aquí y lleve a casa para no tener que enfrentarte con aquél el día que regrese a su tierra patria!; que creo no va a ser sin sangre la contienda entre él y los pretendientes, cuando haya entrado en su hogar.»
Así habló, después de hacer libación bebió el delicioso vino y volvió a depositar la copa en manos del conductor de su pueblo. Éste marchó por el palacio acongojado en su corazón moviendo la cabeza, pues ya veía en su interior la perdición. Pero ni aun así consiguió escapar a la muerte, que también a éste sujetó Atenea bajo los brazos de Telémaco para que sucumbiera con fuerza a su lanza.
Y volvió a sentarse en el sillón de donde se había levantado.
Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, puso en la mente de la hija de Icario, la prudente Penélope, la idea de aparecer ante los pretendientes, a fin de que ensanchara aún  más el corazón de éstos y resultara aún más respetable que antes a los ojos de su esposo e hijo. Sonrió sin motivo, dijo su palabra a la despensera y la llamó por su nombre:
«Eurínome, mi ánimo desea, aunque nunca antes lo deseó, mostrarme ante los pretendientes por odiosos que me sigan siendo. Voy a decir a mi hijo una palabra que quizá le resulte provechosa: que no se mezcle con los pretendientes, quienes le hablan bien, pero por detrás le piensan mal.»
Y Eurínome, la despensera, le dirigió su palabra:
«Sí, todo esto lo dices como te corresponde, hija. Conque ve y di a tu hijo tu palabra y nada le ocultes, pero antes lava tu cuerpo y pinta tus mejillas. No vayas con el rostro tan empapado de llanto, que es cosa mala andar siempre entre penas. Tu hijo es ya tan grande como pedías a los inmortales verlo, cubierto de barba.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Eurínome, no digas, por más que te cuides de mí, que lave mi cuerpo y unja mis mejillas con aceite, que los dioses que ocupan el Olimpo me arrebataron la belleza el día que aquél se marchó en las cóncavas naves. Pero dile a Autónoe e Hipodamia que vengan, a fin de que me acompañen por el palacio. No quiero presentarme sola ante hombres, pues siento vergüenza.»
Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron para dar el recado a las mujeres y apremiarlas a que marcharan.
Entonces Atenea, la diosa de ojos brillantes, concibió otra idea: derramó sobre la hija de Icario dulce sueño y ésta echóse a dormir en la misma silla y todos los miembros se le aflojaron. Entretanto, la divina entre las diosas le otorgó dones inmortales para que los aqueos se admiraran al verla. En primer lugar limpió su hermoso rostro con la belleza inmortal con que suele adornarse Citerea, de linda corona, cuando comparte el deseable coro de las Gracias. También la hizo más alta y más fuerte a la vista y la hizo más blanca que el marfil tallado. Realizado esto, sè alejó la divina entre las diosas y llegaron del mégaron las siervas de blancos brazos, acercándose con vocerío.
Entonces abandonó el sueño a Penélope, frotóse las mejillas con sus manos y dijo:
«¡Qué blando letargo ha cubierto mis sufrimientos! Ojalá la casta Artemis me proporcionara una muerte así de blanda ahora mismo, para no seguir consumiendo mi vida con corazón acongojado en la nostalgia de las muchas virtudes de mi marido, pues era el más excelente de los aqueos.»



Así diciendo, abandonó el brillante piso de arriba, pero no sola, que la acompañaban dos siervas. Cuando llegó juntó a los pretendientes la divina entre las mujeres se detuvo junto a una columna del ricamente labrado techo, sosteniendo ante sus mejillas un grueso velo. Y una diligente sierva se colocó a cada lado. Las rodillas de los pretendientes se debilitaron allí mismo pues había hechizado su corazón con el deseo y todos desearon acostarse junto a ella en la cama.
Entonces se dirigió a Telémaco, su querido hijo:
«Telémaco, ya no tienes voluntad ni juicio firmes. Cuando eras niño regías tus intereses aún mejor que ahora; en cambio, ahora que eres grande y has alcanzado la medida de la juventud y eso que cualquiera pensaría que eres hijo de un hombre rico mirando tu talla y hermosura, un ser de otro sitio, y no tienes voluntad ni juicio como es debido. ¡Qué acción es esta que se ha producido en el palacio...!, y tú que has permitido que se ultrajara a este forastero... ¿Qué pasaría si un huésped alojado en nuestro palacio recibiera este doloroso trato? Seguro que la vergüenza y el escarnio de las gentes serían para ti.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Madre mía, no me voy a indignar porque te irrites conmigo, que pienso en mi interior y sé muy bien cada cosa, lo bueno y lo malo, aunque hasta ahora he sido todavía un niño. Pero no puedo pensar en todo con discreción, pues me asustan éstos que se sientan a mi lado maquinando maldades y yo no tengo quien me ayude. El altercado entre el forastero e Iro se ha producido no por voluntad de los pretendientes, sino porque aquél era más vigoroso.
«¡Ojalá por Zeus padre, Atenea y Apolo que los pretendientes inclinaran su cabeza vencidos, en el patio los unos, dentro de la casa los otros, y se les aflojaran los miembros de la misma forma que el desdichado Iro está ahora sentado con la cabeza gacha, semejante a un borracho, sin poder tenerse en pie ni volver a casa, pues sus miembros están flojos.»
Así se decían uno a otro. Y Eurímaco se dirigió a Penélope con palabras:
« Hija de Icario, prudente Penélope, si te contemplaran todos los aqueos de Argos de Yaso, serían muchos más los pretendientes que se banquetearan desde el amanecer en vuestro palacio, pues sobresales entre las mujeres por tu forma y talla y por el juicio que tienes dentro bien equilibrado.»
Y le contestó luego la prudente Penélope:
«Eurímaco, en verdad han destruido los inmortales mis cualidades forma y cuerpo, el día en que los aqueos se embarcaron para Ilión, y con ellos estaba mi esposo Odiseo. Si al menos viniera él y cuidara mi vida, mayor sería mi gloria y yo más bella, pero estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado contra mí. Cuando marchó Odiseo abandonando su tierra patria, me tomó de la mano derecha por la muñeca y me dijo: "Mujer, no creo que vuelvan incólumes de Troya todos los aqueos de buenas grebas, que dicen que los troyanos son buenos luchadores, tanto lanzando el venablo como las flechas o montando en veloces caballos, los cuales pueden decidir rápidamente una gran contienda cuando está equilibrada. Por esto, no sé si va a librarme dios o perecerá en la misma Troya. Cuida tú aquí de todo; presta atención a mis padres en el palacio como ahora, o todavía más, cuando yo esté lejos. Cuando veas que mi hijo ya tiene barba, cásate con quien desees y abandona tu casa." Así dijo aquél y todo se está cumpliendo. Llegará la noche en que el odioso matrimonio salga al encuentro de esta desgraciada a quien Zeus ha quitado la felicidad. Pero me ha llegado al corazón esta terrible aflicción: no suele ser así al menos antes no lo era el comportamiento de los pretendientes que quieren cortejar a una mujer noble, hija de un hombre rico, rivalizando entre sí; suelen llevar vacas y rico ganado para festín de los amigos de la novia y entregar a ésta brillantes presentes, pero no comerse sin pagar una hacienda ajena.»
Así habló, y se llenó de alegría el sufridor, el divino Odiseo porque trataba de arrancar regalos y hechizar sus corazones con blandas palabras, mientras su mente revolvía otras intenciones.



Entonces Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a ella:
«Hija de Icario, prudente Penélope, recibe los dones que quieran traerte los aqueos pues no es bueno rechazar un regalo, que nosotros no iremos a trabajo ni a parte alguna hasta que te desposes con el mejor de los aqueos.»
Así habló Antínoo y les agradó su palabra. Así que cada uno envió a un heraldo para que trajera presentes. A Antínoo le trajo su heraldo un gran peplo hermoso, bordado y con doce broches todos de oro encajados en sus bien dobladas corchetas. A Eurímaco le trajo enseguida un collar adornado de oro, engarzado con ámbar, como un sol. Sus siervos le llevaron a Euridamente dos pendientes con tres perlas, grandes como moras, que despedían una gracia sin cuento. De casa de Pisandro, el soberano hijo de Polictor, trajo un siervo una gargantilla, hermoso adorno. Cada uno de los aqueos llevó su hermoso regalo. Entonces subió la divina entre las mujeres al piso superior y a su lado las siervas portaban los hermosísimos presentes.
Los pretendientes se entregaron a la danza y al deseable canto y esperaron a que llegara la tarde, y cuando estaban gozando se les echó encima la oscura tarde. Entonces colocaron tres parrillas en el palacio para que les alumbraran, y en ellas madera seca, muy seca, reseca, recién cortada con el bronce, y la mezclaron con teas. Y las siervas del sufridor Odiseo se alternaban para alumbrar. Entonces les dijo el mismo hijo de los dioses, el muy astuto Odiseo:
«Siervas de Odiseo, señor vuestro largo tiempo ausente, marchad a las habitaciones de la venerable reina y moved la rueca junto a ella y divertidla sentadas en su estancia, o cardad copos de lana en vuestras manos, que yo me quedaré aquí para ofrecer luz a todos éstos. Aunque quieran aguardar a Eos, de hermoso trono, no me rendirán, que tengo mucho aguante.»
Así dijo, y ellas se echaron a reír mirándose unas a otras. Entonces empezó a censurarle con palabras de reproche Melanto de lindas mejillas (la había engendrado Dolio, pero la crió Penélope y la cuidaba como a una hija y le daba juguetes, pero ni aun así sentía lástima en su corazón por Penélope, sino que solía acostarse y hacer el amor con Eurímaco). Ésta, pues, reprendió a Odiseo con palabras ultrajantes:
« Desgraciado forastero, estás tocado en tus mientes; no quieres ir a dormir a casa del herrero ni al albergue público, sino que te quedas aquí y hablas mucho con audacia, en medió de tantos hombres, sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado de tus entrañas, o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces. Acaso estás fuera de ti por vencer a Iro, el vagabundo? Cuidado, no se levante contra ti alguien más fuerte que Iro y, golpeándote en la cabeza con pesadas manos, te arrastre fuera del patio manchado de sangre.»
Y mirándola torvamente, le dijo el muy astuto Odiseo:
«Perra, voy a ir a contar a Telémaco lo que estás diciendo, para que te corte en pedazos.»
Así diciendo, espantó a las mujeres con sus palabras y se pusieron en camino por el palacio, y sus miembros estaban flojos por el terror, pues pensaban que había dicho la verdad. Entonces Odiseo se puso junto a las parrillas ardientes para alumbrarlos y dirigía su mirada a todos ellos, pero su corazón revolvía dentro del pecho lo que no iba a quedar sin cumplimiento.
Y Atenea no permitió que los esforzados pretendientes contuvieran del todo los escarnios que laceran el corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo Laertíada. Así que Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar ultrajando a Odiseo y produjo risa a sus compañeros:
«Escuchadme, pretendientes de la famosa reina, mientras os digo lo que mi corazón me ordena dentro del pecho. Este hombre ha llegado a casa de Odiseo no sin la voluntad de los dioses, que me parece que la luz de las antorchas sale de su misma cabeza, pues no le queda ni un solo pelo.»



Así dijo, y luego se dirigió a Odiseo, destructor de ciudades:
«Forastero, ¿querrías servirme como jornalero, si te acepto, en el extremo del campo (y tu jornal será suficiente), para construir cercas y plantar elevados árboles? Te ofrecería comida todo el año y te daría ropa y calzado para tus pies. Aunque ahora que has aprendido malas artes no querrás ponerte al trabajo, sino mendigar por el pueblo para alimentar tu insaciable estómago.»
Y le contestó diciendo el muy astuto Odiseo:
«Eurímaco, si tú y yo rivalizáramos en el trabajo durante el verano, cuando los días son largos, en la siega del heno y yo tuviera una bien curvada hoz y tú otra igual para ponernos al trabajo sin comer hasta el crepúsculo y hubiera hierba, o si hubiera dos bueyes que arrear, los mejores bueyes, rojizos y grandes, saciados ambos de heno, de igual edad y peso, nada endebles de fortaleza, y hubiera un campo de cuatro fanegas y cediera el terrón al arado..., entonces verías si soy capaz de tirar un surco bien derecho.
«Lo mismo digo si hoy mismo el Cronida moviera guerra en algún lado y tuviera yo escudo y un par de lanzas y un yelmo de bronce bien ajustado a mis sienes; ibas a verme enzarzado entre los primeros combatientes y no mentarías mi estómago para ultrajarme. Pero eres arrogante y tu corazón es duro. Te crees grande y poderoso porque frecuentas la compañía de gente pequeña y villana, pero si viniera Odiseo de vuelta a su tierra patria, pronto estas puertas, con ser sobremanera anchas, te iban a resultar estrechas cuando trataras de salir huyendo a través del pórtico.»
Así dijo, y Eurímaco se encolerizó más todavía, y mirándole torvamente le dirigió aladas palabras:
«Ah, desgraciado, pronto voy a producirte daño por lo que dices en presencia de tantos hombres sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado de tus entrañas o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces. ¿Acaso estás fuera de ti por haber vencido a Iro, el vagabundo?»
Así diciendo, cogió el escabel, pero Odiseo fue a sentarse junto a las rodillas de Anfínomo de Duliquia por temor a Eurímaco, y éste alcanzó al escanciador en el brazo derecho. La jarra cayó al suelo con estrépito y el copero se desplomó boca arriba gritando.
Los pretendientes alborotaron en el sombrío palacio y uno decía así al que tenía cerca:
«¡Ojalá el forastero éste hubiera muerto en otra parte antes de venir! Así no habría organizado tal alboroto. Ahora, en cambio, estamos peleándonos por culpa de unos mendigos y no habrá placer en el magnífico festín, pues está venciendo lo peor.»
Y la divina fuerza de Telémaco habló entre ellos:
« Desdichados, estáis enloquecidos y ya no podéis ocultar más tiempo los efectos de la comida y bebida. Sin duda os empuja un dios. Conque marchaos a casa a dormir ahora que os habéis banqueteado bien, cuando os lo ordene el ánimo, que yo no empujaré a nadie.»
Así dijo, y todos clavaron los dientes en sus labios y se admiraban de Telémaco porque había hablado audazmente. Entonces Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes, se levantó entre ellos y dijo:
«Amigos, que nadie se moleste por lo dicho tan justamente, tocándole con palabras contrarias. No maltratéis tampoco al forastero ni a ninguno de los esclavos del palacio del divino Odiseo. Conque, vamos, que el copero haga una primera libación, por orden, en las copas, para que una vez realizada marchemos a casa a dormir. En cuanto al forastero, dejémoslo en el palacio de Odiseo al cuidado de Telémaco, ya que es a su casa donde ha llegado.»
Así dijo y a todos les agradó su palabra. El héroe Mulio, heraldo de Duliquio, mezcló vino en la crátera era siervo de Anfínomo y, puesto en pie, repartió vino a todos. Éstos libaron en honor de los dioses felices con delicioso vino y, cuando habían hecho la libación y bebido cuanto quiso su ánimo, se pusieron en camino, cada uno a su casa, para dormir.



CANTO XIX
LA ESCLAVA EURICLEA RECONOCE A ODISEO
En cambio, el divino Odiseo se quedó en el palacio ideando, con la ayuda de Atenea, la muerte contra los pretendientes, y de súbito dijo a Telémaco aladas palabras:
«Telémaco, es preciso que lleves adentro todas las armas y que, cuando los pretendientes las echen de menos y pregunten, los engañes con estas suaves palabras: "Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó a Troya, que están ennegrecidas hasta donde les ha alcanzado el aliento del fuego. Además, un demón ha puesto en mi interior una razón más poderosa: no sea que os llenéis de vino y, levantando disputa entre vosotros, lleguéis a heriros unos a otros y a llenar de vergüenza el convite y vuestras pretensiones de matrimonio; que el hierro por sí solo arrastra al hombre"».
Así dijo; Telémaco obedeció a su padre, y llamando a su nodriza Euriclea le dijo:
«Tata, reténme a las mujeres dentro de las habitaciones del palacio mientras transporto a la despensa las magníficas armas de mi padre a las que el humo ennegrece, pues están descuidadas por la casa mientras mi padre está ausente; que yo era hasta hoy un niño pequeño, pero ahora quiero transportarlas para que no les llegue el aliento del fuego.»
Y le respondió su nodriza Euriclea:
« Hijo, ¡ojalá hubieras adquirido ya prudencia para cuidarte de la casa y guardar todas tus posesiones! Pero ¿quién portará entonces la luz a tu lado?, pues no dejas salir a las esclavas; quienes podrían alumbrarte.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«El forastero, éste, pues no permitiré que esté ocioso el que toca mi vasija, aunque haya venido de lejos.»
Así dijo, y a ella se le quedaron sin alas las palabras. Así que cerró las puertas de las habitaciones, agradables para vivir.
Entonces se apresuraron Odiseo y su resplandeciente hijo a llevar adentro los cascos y los abollados escudos y las agudas lanzas, y por delante Palas Atenea hacía una luz hermosísima con una lámpara. Y Telémaco dijo de pronto a su padre:
«Padre, es una gran maravilla esto que veo con mis ojos: las paredes del palacio y los hermosos intercolumnios y las vigas de abeto y las columnas que las soportan arriba se muestran a mis ojos como si fueran de fuego encendido. Seguro que algún dios de los que poseen el ancho cielo está dentro.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Calla y reténlo en tu pensamiento, y no preguntes; ésta es la manera de obrar de los dioses que poseen el Olimpo. Pero acuéstate, que yo me quedaré aquí para provocar todavía más a las esclavas y a tu madre; ella me preguntará sobre cada cosa entre lamentos.»



Así dijo, y Telémaco, iluminado por las brillantes antorchas, se puso en camino a través del palacio hacia el dormitorio donde solía acostarse cuando le llegaba el dulce sueño. También entonces se acostó allí y aguardaba a Eos divina. En cambio el divino Odiseo se quedó en el mégaron ideando, con la ayuda de Atenea, la muerte contra los pretendientes.
Entonces salió de su dormitorio la prudente Penélope semejante a Artemis o a la dorada Afrodita. Le habían colocado junto al hogar el sillón bien labrado con marfil y plata donde solía sentarse. Lo había fabricado en otro tiempo el artífice Icmalio y, unido a él, había puesto para los pies un escabel sobre el que se echaba una gran piel. Allí se sentó la discreta Penélope y llegaron del mégaron las esclavas de blancos brazos; retiraron el abundance pan y las mesas y copas donde bebían los arrogantes varones, y arrojaron al suelo el fuego de las parriIlas amontonando sobre él mucha leña para que hubiera luz y para calentar. Entonces Melanto reprendió a Odiseo por segunda vez:
«Forastero, ¿es que incluso ahora, por la noche, vas a importunar dando vueltas por la casa y espiar a las mujeres? Vete afuera, desdichado, y contente con la comida, o vas a salir afuera enseguida, aunque sea alcanzado por un tizón.»
Y mirándola torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:
«Desdichada, ¿por qué te diriges contra mí con ánimo irritado? ¿Acaso porque voy sucio y visto mi cuerpo con ropa miserable y pido limosna por el pueblo? La necesidad me empuja; así son los mendigos y los vagabundos. También yo en otro tiempo habitaba feliz mi próspera casa entre los hombres y muchas veces daba a un vagabundo, de cualquier ralea que fuese, cualquier cosa que precisara al llegar. Y eso que tenía innumerables esclavos y muchas otras cosas con las que la gente vive bien y se la llama rica. Pero Zeus Cronida me las arrebató, pues así lo quiso. Por esto, ¿cuidado, mujer!, no sea que algún día también tú pierdas toda la hermosura por la que ahora, desde luego, brillas entre las esclavas: no vaya a ser que tu señora se irrite y enfurezca contigo, o llegue Odiseo, pues aún hay una parte de esperanza. Y si éste ha perecido y no es posible que regrese, sin embargo ya tiene, por voluntad de Apolo, un hijo como Telémaco a quien ninguna de las mujeres del palacio le pasa inadvertida si es insensata, pues ya no es tan joven.»



Así dijo: le escuchó la prudence Penélope y respondió a la esclava, le habló y la llamó por su nombre:
«¡Atrevida, perra desvergonzada!, no se me oculta que cometes una mala acción que pagarás con tu cabeza. Sabías pues me lo has oído a mí misma que iba a preguntar al forastero en mis habitaciones acerca de mi esposo, pues estoy afligida intensamente.»
Así dijo, y luego se dirigió a la despensera Eurínome:
«Eurínome, trae ya una silla y sobre ella una piel para que se siente y diga su palabra el forastero y escuche la mía. Quiero interrogarle.»
Así dijo; ésta llevó enseguida una pulimentada silla y sobre ella extendió una piel donde se sentó después el sufridor, el divino Odiseo. Y entre ellos comenzó a hablar la prudente Penélope:
«Forastero, esto es lo primero que quiero preguntarte: ¿quién de los hombres eres y de dónde? ¿Donde están tu ciudad y tus padres?
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, ninguno de los mortales sobre la inmensa tierra podría censurarte, pues en verdad tu gloria llega al ancho cielo como la de un irreprochable rey que, reinando con terror a los dioses sobre muchos y valerosos hombres, sustenta la justicia y produce la negra tierra trigo y cebada y se inclinan los árboles por el fruto, y las ovejas paren robustas y el mar proporciona peces por su buen gobierno, y el pueblo es próspero bajo su cetro. Con todo, hazme cualquier otra pregunta en tu casa, pero no me preguntes por mi linaje y tierra patria, no sea que cargues más mi espíritu de penas con el recuerdo. En verdad soy muy desgraciado, pero no está bien sentarse en casa ajena a gemir y lamentarse que es cosa mala sufrir siempre sin descanso, no sea que alguna de las esclavas se enoje contra mí o tú misma y diga que derramo lágrimas por tener la mente pesada por el vino.»



Y le respondió la prudente Penélope:
«Forastero, en verdad los inmortales destruyeron mis cualidades figura y cuerpo el día en que los argivos se embarcaron para Ilión y entre ellos estaba mi esposo, Odiseo. Si al menos volviera él y cuidara de mi vida, mayor sería mi gloria y yo más bella. Pero ahora estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado contra mí; pues cuantos nobles dominan sobre las islas, en Duliquio y Same, y la boscosa Zante, y los que habitan en la misma Itaca, hermosa al atardecer, me pretenden contra mi voluntad y arruinan mi casa. Por esto no me cuido de los huéspedes ni de los suplicantes y tampoco de los heraldos, los ministros públicos, sino que en la nostalgia de Odiseo se consume mi corazón. Éstos tratan de apresurar la boda, pero yo tramo engaños. Un dios me inspiró al principio que me pusiera a tejer un velo, una tela sutil e inacabable, y entonces les dije: "Jóvenes pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad mi boda hasta que acabe un velo no sea que se me destruyan inútiles los hilos, un sudario para el héroe Laertes, para cuando le alcance el destino fatal de la muerte de largos lamentos; no vaya a ser que alguna entre el pueblo de las aqueas se irrite contra mí si es enterrado sin sudario el que tanto poseyó." Así les dije, y su ánimo generoso se dejó persuadir. Entonces hilaba sin parar durance el día la gran tela y la deshacía durante la noche, poniendo antorchas a mi lado. Así engañé y persuadí a los aqueos durante tres años, pero cuando llegó el cuarto y se sucedieron las estaciones en el transcurrir de los meses y pasaron muchos días, por fin me sorprendieron por culpa de mis esclavas ¡perras, que no se cuidan de mi! y me reprendieron con sus palabras. Así que tuve que terminar el velo y no voluntariamente, sino por la fuerza.



«Ahora no puedo evitar la boda ni encuentro ya otro ardid. Mis padres me impulsan a casarme y mi hijo se indigna cuando devoran nuestra riqueza, pues se da cuenta, que ya es un hombre muy capaz de guardar su casa y Zeus le da gloria. Pero, con todo, dime tu linaje y de dónde eres, pues seguro que no has nacido de una encina de antigua historia ni de un peñasco.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable mujer de Odiseo Laertíada, ¿no vas a dejar de preguntarme sobre mi linaje? Te lo voy a contar aunque me vas a hacer un regalo de penas todavía más numerosas que las que me cercan pues ésta es la costumbre cuando un hombre está ausente de su patria durante tanto tiempo como yo, errante por muchas ciudades de mortales soportando males, pero aun así te voy a contestar a lo que me preguntas e inquieres. Creta es una tierra en medio del ponto, rojo como el vino, hermosa y fértil, rodeada de mar. En ella hay numerosos hombres, innumerables, y noventa ciudades en las que se mezclan unas y otras lenguas. En ellas están los aqueos y los magnánimos eteocretenses, en ellas los cidones y los dorios divididos en tres tribus, y los divinos pelasgos. Entre estas ciudades está Cnossós, una gran urbe donde reinó durante nueve años Minos, confidente del gran Zeus, padre de mi padre el magnánimo Deucalión. Éste nos engendró a mí y al soberano Idomeneo, quien, juntamente con los Atridas, marchó a Ilión en las corvas naves. Mi ilustre nombre es Etón y soy el más joven, que él es mayor y más valiente. Allí fue donde vi a Odiseo y le di los dones de hospitalidad, pues lo había llevado a Creta la fuerza del viento cuando se dirigía hacia Troya, después de apartarlo de las Mareas. Había atracado en Amniso, cerca de donde está la gruta de Ilitia, en un puerto difícil, escapando a duras penas a las tormentas. Enseguida subió a la ciudad y preguntó por Idomeneo, pues decía que era su huésped querido y respetado. Era la décima o la undécima aurora desde que había partido con sus cóncavas naves hacia Ilión. Yo lo llevé a palacio y le procuré digna hospitalidad; le honré gentilmente con la abundancia de cosas que había en la casa y tanto a él como a sus compañeros les di harina a expensas del pueblo y rojo vino que reuní, y bueyes para sacrificar, a fin de que saciaran su apetito.



«Allí permanecieron doce días los divinos aqueos, pues soplaba Bóreas, el viento impetuoso, y no dejaba estar de pie sobre el suelo algún funesto demón lo había levantado, pero al decimotercero cayó el viento y se dieron a la mar.»
Amañaba muchas mentiras al hablar, semejantes a verdades, y mientras ella le oía le corrían las lágrimas y se le consumía el cuerpo. Lo mismo que en las altas montañas se derrite la nieve a la que funde Euro después que Céfiro la hace caer y cuando está fundida los ríos aumentan su curso, así se fundían sus hermosas mejillas vertiendo lágrimas por su marido, que estaba a su lado.
Odiseo sentía piedad por su mujer cuando sollozaba, pero los ojos se le mantuvieron firmes como si fueran de cuerno o hierro, inmóviles en los párpados. Y ocultaba sus lágrimas con engaño. De nuevo le contestó con palabras y dijo:
«Forastero, ahora quiero probar si de verdad albergaste en tu palacio a mi esposo, como afirmas, junto con sus compañeros, semejantes a los dioses. Dime cómo eran los vestidos que cubrían su cuerpo y cómo era él mismo, y háblame de sus compañeros, los que le seguían.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, es difícil decirlo después de tan larga separación, pues ya hace veinte años que marchó de allí y dejó mi patria, pero aun así te lo diré como mi corazón me lo pinta. El divino Odiseo tenía un manto purpúreo de lana, manto doble que sujetaba un broche de oro con agujeros dobles y estaba bordado por delante: un perro sujetaba entre las patas delanteras a un cervatillo moteado y lo miraba fijamente forcejear. Y esto es lo que asombraba a todos, que, siendo de oro, el uno miraba al cervatillo mientras lo ahogaba y el otro, deseando escapar, forcejeaba con los pies. También vi alrededor de su cuerpo una túnica resplandeciente y como binza de cebolla seca; ¡tan suave era y brillante como el sol! Muchas mujeres la contemplaban con admiración. Pero te voy a decir una cosa que has de poner en tu interior: no sé si Odiseo rodeaba su cuerpo con ellas ya en casa o se las dio, al marchar sobre la veloz nave, alguno de sus compañeros o tal vez incluso algún huésped (ya que Odiseo era amigo para muchos), pues pocos entre los aqueos eran semejantes a él.
«También yo le di una broncínea espada y un manto doble, hermoso, purpúreo, y una túnica orlada, y lo despedí respetuosamente sobre su nave de sólidos bancos. Le acompañaba un heraldo un poco mayor que él, de quien también te voy a decir cómo era exactamente: caído de hombros, negra la tez, rizado el cabello y de nombre Euribates. Odiseo le honraba por encima de sus otros compañeros porque le concebía pensamientos ajustados.»
Así dijo, y a ella se le levantó aún más el deseo de llorar al reconocer las señales que le había dicho Odiseo con exactitud. Y luego que se hubo saciado del gemido de abundantes lágrimas le respondió con palabras y dijo:
«Forastero, aunque ya antes eras digno de compasión, ahora vas a ser querido y respetado en mi palacio, pues yo misma le di esas vestiduras que dices las traje dobladas de la despensa y les puse un broche resplandeciente para que fuera un adorno para él; pero ya no lo recibiré nunca de vuelta en casa, pues con funesto destino marchó Odiseo en cóncava nave para ver la maldita Ilión, que no hay que nombrar.»



Y la respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer venerada de Odiseo Laertíada, ya no desfigures más tu hermoso cuerpo ni consumas tu espíritu lamentando a tu esposo. Aunque en nada te he de reprender, pues cualquier mujer se lamenta de haber perdido a su legítimo esposo con quien ha engendrado hijos uniéndose en amor, aunque sea distinto de Odiseo, de quien dicen que era semejante a los dioses. Pero deja de gemir y atiende a mi palabra, pues te voy a hablar sinceramente y no lo voy a ocultar que ya he oído acerca del regreso de Odiseo, que está cerca y vivo en el rico pueblo de los tesprotos. También trae muchos y maravillosos bienes que ha mendigado por el pueblo, pero ha perdido a sus leales compañeros y la cóncava nave en el ponto, rojo como el vino, cuando venía de la isla de Trinaquía, pues estaban airados contra él Zeus y Helios, porque sus compañeros había matado las vacas de éste. Así que todos ellos perecieron en el alborotado ponto, pero a él lo empujó el oleaje sobre la quilla de su nave hacia tierra firme, hacia la tierra de los feacios, que han nacido cercanos a los dioses. Éstos le honraron de corazón como a un dios y le dieron muchas cosas, y querían llevarlo ellos mismos a su patria sano y salvo. Podría estar aquí Odiseo hace mucho tiempo, pero a su ánimo le pareció más ventajoso marchar por tierra para reunir mucha riqueza. Así es como sobresale Odiseo por su mucha astucia entre los mortales hombres y ningún otro mortal podría rivalizar con él. Así me lo decía Fidón, el rey de los tesprotos, y juró delante de mí mientras hacía libación en su casa, que había echado su nave al mar y estaban dispuestos los compañeros que iban a llevarlo a su tierra patria, pero a mí me envió antes, pues marchaba casualmente una nave de Tesprotos a Duliquio, rica en trigo. Y me mostró cuantas riquezas había reunido Odiseo; podrían alimentar a otro hombre hasta la décima generación: ¡tantos tesoros tenía depositados en el palacio del rey! También me dijo que Odiseo había marchado a Dodona para escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde la divina encina de elevada copa, para enterarse si debía volver a las claras u ocultamente a su tierra patria, después de tantos años de ausencia. Así pues, él está a salvo y vendrá muy pronto, no permaneciendo ya largo tiempo lejos de los suyos y de su tierra patria.
«Sin embargo, te haré un juramento: sea testigo Zeus antes que nadie, el más excelso y poderoso de los dioses, y el Hogar del irreprochable Odiseo, al que he llegado, que todo esto se cumplirá como yo digo; durante este mismo año vendrá Odiseo, cuando se haya acabado este mes y comenzado el siguiente.»
Y se dirigió a él la prudente Penélope:
«Forastero, ¡ojalá llegara a cumplirse esa palabra! Rápidamente conocerías mi amistad y muchos regalos de mi parte, hasta el punto de que cualquiera que contigo topara te llamaría dichoso. Pero mis presentimientos son y así sucederá precisamente que ni Odiseo volverá ya a casa ni tú lograrás conseguir una escolta, puesto que no hay en la casa jefes como era Odiseo entre los hombres si es que alguna vez existiópara dar escolta y recibir a sus venerables huéspedes. Vamos, siervas, lavadlo y ponedle un lecho, mantas y sábanas resplandecientes, y así, bien caliente, le llegue Eos de trono de oro. Al amanecer lavadle y ungidle y que se ocupe de comer sentado en la sala junto a Telémaco. Será doloroso para aquel de los pretendientes que, por envidia, llegara a molestarlo. Ninguna otra acción llevará a cabo aquí dentro, aunque se irrite terriblemente. ¿Cómo podrías saber, forastero, que aventajo a las demás mujeres en inteligencia y consejo si comieras en el palacio sucio, vestido miserablemente? Los hombres son de corta vida; para quien es cruel y tiene sentimientos crueles piden todos los mortales tristezas en el futuro mientras viva, y una vez que está muerto todos le insultan. En cambio, el que es irreprochable y tiene sentimientos irreprochables... la fama de éste la llevan sus huéspedes a todos los hombres. Y muchos lo llaman noble.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer venerable de Odiseo Laertíada, las mantas y las resplandecientes sábanas me disgustan desde el día en que dejé los nevados montes de Creta marchando sobre la nave de largos remos. Me voy a acostar como antes, cuando dormía noches insomnes, pues ya he descansado muchas noches en lecho miserable aguardando a Eos, de hermoso trono. Tampoco son agradables a mi ánimo los baños de pies; ninguna mujer tocará mi pie de las que te son servidoras en el palacio, si no hay alguna muy anciana y de sentimientos fieles que haya soportado en su ánimo tantas cosas como yo. A ésa no le impediría tocar mis pies.»
Y se dirigió a él la prudente Penélope:
«Huésped, amigo, pues jamás ha Ilegado a mi casa ningún hombre tan sensato de entre los huéspedes de lejanas tierras; con qué sabiduría dices todo, con qué discreción. Tengo una anciana que alberga en su mente decisiones discretas, la que alimentó y crió a aquel desdichado recibiéndolo en sus brazos cuando lo parió su madre. Ésta te lavará los pies, aunque está muy débil. Conque, vamos, levántate enseguida, prudente Euriclea, y lava al compañero en edad de tu soberano. También estarán así los pies y manos de Odiseo, pues los mortales envejecen enseguida en medio de la desgracia.»
Así dijo; la anciana se ocultaba con las manos el rostro y derramaba calientes lágrimas, y dijo lastimera palabra:
«¡Ay, hijo mío, que no tenga yo remedios para ti...! Con tener el ánimo temeroso de los dioses, Zeus to ha odiado más que a los demás hombres, que jamás mortal alguno quemó tantos pingües muslos para Zeus, el que se alegra con el rayo, ni excelentes hecatombes como tú le has ofrecido con la súplica de poder llegar a una ancianidad feliz y poder alimentar a un hijo ilustre. En cambio sólo a ti to ha privado del brillante día del regreso. Tal vez se burlen también así de aquél las esclavas de hospedadores de lejanas tierras cuando llegue al magnífico palacio de alguno, como se burlan de ti todas estas perras a las que no permites que te laven para evitar el escarnio y numerosos oprobios. A mí, sin embargo, me lo ordena la hija de Icario, la prudente Penélope, aunque no contra mi voluntad. Por esto te lavaré los pies, por la propia Penélope y a la vez por ti mismo, pues se me conmueve dentro el ánimo con tus penas. Pero, vamos, atiende ahora a una palabra que to voy a decir: muchos forasteros infortunados han venido aquí, pero creo que jamás he visto a ninguno tan parecido a Odiseo en el cuerpo, voz y pies, como tú.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Anciana, así dicen cuantos nos han visto con sus ojos, que somos parecidos el uno al otro, como tú misma dices dándote cuenta.»
Así dijo; la anciana tomó un caldero reluciente y le lavaba los pies; echó mucha agua fría y sobre ella derramó caliente. Entonces Odiseo se sentó junto al hogar y se volvió rápidamente hacia la oscuridad, pues sospechó enseguida que ésta, al cogerlo, podría reconocer la cicatriz y sus planes se harían manifiestos. La anciana se acercó a su soberano y lo lavaba. Y enseguida reconoció la cicatriz que en otro tiempo le hiciera un jabalí con su blanco colmillo cuando fue al Parnaso en compañía de Autólico y sus hijos, el padre ilustre de su madre, que sobresalía entre los hombres por el hurto y el juramento. Se lo había concedido el dios Hermes, pues en su honor quemaba muslos de corderos y cabritos en agradecimiento y éste le asistía benévolo. Cuando Autólico fue a la opulenta población de Itaca, se encontró a un hijo recién nacido de su hija. Euriclea lo puso sobre sus rodillas cuando había terminado de cenar y le habló y llamó por su nombre:
«Autólico busca tú mismo un nombre para el hijo de tu hija, pues muy deseado es para ti.»
Y a su vez respondió Autólico y dijo:
«Yerno e hija mía, ponedle el nombre que voy a decir. Ya que he llegado hasta aquí enfadado con muchos hombres y mujeres a través de la fértil tierra, que su nombre epónimo sea Odiseo. Y cuando en la plenitud de la juventud llegue a la gran casa materna, al Parnaso donde tengo las riquezas, yo le daré de ellas y lo despediré contento.»
Por esto había marchado Odiseo, para que le diera espléndidos regalos. Autólico y los hijos de Autólico le acogieron cariñosamente con las manos y con dulces palabras. Y la madre de su madre, Anfitea, abrazó a Odiseo y le besó la cabeza y hermosos ojos. Autólico ordenó a sus gloriosos hijos que dispusieran la comida y éstos escucharon al que se lo mandaba. Enseguida llevaron un toro de cinco años, lo desollaron, prepararon y dividieron todo; lo partieron habilidosamente, lo clavaron en asadores y después de asarlo cuidadosamente distribuyeron los panes. Así que comieron durante todo el día, hasta que se puso el sol, y nadie carecía de un bien distribuido alimento. Y cuando el sol se puso y cayó la noche, se acostaron y recibieron el don del sueño.



Tan pronto como se mostró Eos, la hija de la mañana, la de dedos de rosa; salieron de cacería los perros y los mismos hijos de Autólico, y entre ellos iba el divino Odiseo. Ascendieron al elevado monte Parnaso, vestido de selva, y enseguida llegaron a los ventosos valles. El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y profundas corrientes de Océano, cuando llegaron los cazadores a un valle. Delante de ellos iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre ellos marchaba el divino Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga sombra. Un enorme jabalí estaba tumbado en una densa espesura a la que no atravesaba el húmedo soplo de los vientos al agitarse ni golpeaba con sus rayos el resplandeciente Helios ni penetraba la lluvia por completo ¡tan densa era!, y una gran alfombra de hojas la cubría. Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres y perros cuando marchaban cazando y desde la espesura, erizada la crin y briIlando fuego sus ojos, se detuvo frente a ellos. Odiseo fue el primero en acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su robusta mano deseando herirlo. El jabalí se le adélantó y le atacó sobre la rodilla y, lanzándose oblicuamente, desgarró con el colmillo mucha carne, pero no llegó al hueso del mortal. En cambio Odiseo le hirió alcanzándole en la paletilla derecha y la punta de la resplandeciente lanza lo atravesó de parte a parte y cayó en el polvo dando chillidos, y escapó volando su ánimo. Enseguida le rodearon los hijos de Autólico, vendaron sabiamente la herida del irreprochable Odiseo semejante a un dios y con un conjuro retuvieron la negra sangre.
Pronto llegaron a casa de su padre y Autólico y los hijos de Autólico lo curaron bien, le dieron espléndidos regalos y, alegres, lo enviaron contento a su patria Itaca.



Su padre y venerable madre se alegraron al verlo volver y le preguntaban detalladamente por la cicatriz, qué le había pasado. Y él les contó con detalle cómo mientras cazaba, le había herido un jabalí con su blanco colmillo al marchar al Parnaso con los hijos de Autólico.
La anciana tomó entre las palmas de sus manos esta cicatriz y la reconoció después de examinarla. Soltó el pie para que se le cayera y la pierna cayó en el caldero. Resonó el bronce, inclinóse él hacia atrás, hacia el lado opuesto, y el agua se derramó por el suelo. El gozo y el dolor invadieron al mismo tiempo el corazón de la anciana y sus dos ojos se llenaron de lágrimas, y su floreciente voz se le pegaba. Asió de la barba a Odiseo y dijo:
«Sin duda eres Odiseo, hijo mío: no te había reconocido antes de ahora, hasta tocar a todo mi señor.»
Así dijo e hizo señas a Penélope con los ojos queriendo indicar que su esposo estaba dentro. Pero ésta no pudo verla, aunque estaba enfrente, ni comprenderla, pues Atenea le había distraído la atención. Entonces Odiseo acercó sus manos, la asió de la garganta con la derecha y con la otra la atrajo hacia sí diciendo:
«Nodriza, ¿por qué quieres perderme? Tú misma me criaste sobre tus pechos. Ya he llegado a la tierra patria tras sufrir muchas penalidades, a los veinte años. Pero ya que te has dado cuenta y un dios lo ha puesto en tu interior, calla, no vaya a ser que se dé cuenta algún otro en el palacio; porque te voy a decir esto y ciertamente se va a cumplir: si con la ayuda de un dios hiciese sucumbir a los ilustres pretendientes, no te perdonaré ni a ti, con ser mi nodriza, cuando mate a las otras esclavas en mi palacio.»
Y le contestó la prudente Euriclea:
«Hijo mío, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! Sabes que mi ánimo es firme y no domable; me mantendré como una sólida piedra o como el hierro. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu interior: si por tu causa un dios hace sucumbir a los ilustres pretendientes, entonces te hablaré minuciosamenre respecto a las mujeres del palacio, quiénes te deshonran y quiénes son inocentes.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Nodriza, ¿por qué me las vas a señalar tú? Yo mismo las observaré y conoceré a cada una, pero mantén en silencio tus palabras y confía en los dioses.»
Así dijo, y la anciana marchó a través del mégaron para traer agua de lavar los pies, pues la primera se había derramado toda. Y después que lo lavó y ungió con espeso aceite, de nuevo arrastró Odiseo la silla cerca del fuego para calentarse, y ocultó la cicatriz con los andrajos.
Y la prudente Penélope comenzó a hablar entre ellos:
«Forastero, sólo esto te voy a preguntar, poco más, que va a ser pronto la hora de dormir para aquel de quien el sueño se apodere dulcemente, aun estando afligido. A mí me ha dado un dios una pena inmensa, pues durante el día, aunque me lamente y gima, me complace atender a mis labores y las de las esclavas en el palacio, pero luego que llega la noche y el sueño las invade a todas, yazco en el lecho mientras agudas angustias inquietan sin cesar mi agitado corazón. Como cuando la hija de Pandáreo, el amarillo Aedón, canta hermosamente recién entrada la primavera sobre el tupido follaje de los árboles cambia a menudo de tono y vierte su voz de múltiples ecos llorando a su hijo Itilo, hijo del rey Zeto, a quien en otro tiempo mató con el bronce sin darse cuenta, así también mi ánimo vacila entre permanecer junto a mi hijo y guardar todo intacto, mis bienes y esclavas y la casa grande de elevada techumbre, por vergüenza al lecho conyugal y a las habladurías del pueblo, o seguir a aquel de los aqueos que sea el mejor y me pretenda en el palacio entregándome innumerables presentes de boda. Porque mientras mi hijo era todavía pequeño e irreflexivo no me permitía casarme y abandonar la casa de mi esposo, pero ahora que es mayor y ha llegado al límite de la edad juvenil, incluso desea que me marche del palacio, indignado por los bienes que le comen los aqueos.



«Conque, vamos, interprétame este sueño, escucha: veinte gansos comían en mi casa trigo remojado con agua y yo me alegraba contemplándolos, pero vino desde el monte una gran águila de corvo pico y a todos les rompió el cuello y los mató, y ellos quedaron esparcidos por el palacio, todos juntos, mientras el águila ascendía hacia el divino éter. Yo lloraba a gritos, aunque era un sueño, y se reunieron en torno a mí las aqueas de lindas trenzas, mientras me lamentaba quejumbrosamente de que el águila me hubiera matado a los gansos. Entonces volvió ésta y se posó sobre la parte superior del palacio y, llamando con voz humana, dijo: "Cobra ánimos, hija del muy celebrado Icario, que no es un sueño, sino visión real y feliz que habrá de cumplirse. Los gansos son los pretendientes y yo antes era el águila, pero ahora he regresado como esposo tuyo, yo que voy a dar a todos los pretendientes un destino ignominioso." Así dijo y luego me abandonó el dulce sueño. Cuando miré en derredor vi a los gansos en el palacio comiendo trigo junto a la gamella en el mismo sitio de costumbre.»
Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, no es posible en modo alguno interpretar el sueño dándole otra intención, después que el mismo Odiseo te ha manifestado cómo lo va a llevar a cabo. Clara parece la muerte para los pretendientes, para todos en verdad; ninguno escapará a la muerte y a las Keres.»
Y le contestó la prudente Penélope:
«Forastero, sin duda se producen sueños inescrutables y de oscuro lenguaje y no todos se cumplen para los hombres. Porque dos son las puertas de los débiles sueños: una construida con cuerno, la otra con marfil. De éstos, unos llegan a través del bruñido marfil, los que engañan portando palabras irrealizables; otros llegan a través de la puerta de pulimentados cuernos, los que anuncian cosas verdaderas cuando llega a verlos uno de los mortales. Y creo que a mí no me ha llegado de aquí el terrible sueño, por grato que fuera para mí y para mi hijo.



«Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu interior: esta aurora llegará infausta, pues me va a alejar de la casa de Odiseo. Voy a establecer un certamen, las hachas de combate que aquél colocaba en línea recta como si fueran escoras, doce en total. Él se colocaba muy lejos y hacía pasar el dardo una y otra vez a través de ellas. Ahora voy a establecer este certamen para los pretendientes y el que más fácilmente tienda el arco entre sus manos y haga pasar una flecha por todas las doce hachas, a ése seguiré inmediatamente dejando esta casa legítima, muy hermosa, llena de riquezas. Creo que algún día me acordaré de ella incluso en sueños.»



Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer venerable de Odiseo Laertíada, no difieras por más tiempo ese certamen en tu casa, pues el muy astuto Odiseo llegará antes de que ellos toquen ese pulido arco, tiendan la cuerda y atraviesen el hierro con la flecha.»
Y le dijo a su vez la prudente Penélope:
«Si quisieras deleitarme, forastero, sentado junto a mí en la sala, no se me vertería el sueño sobre los párpados, pero no es posible que los hombres estén siempre sin dormir, que los inmortales han establecido una porción para cada uno de los mortales sobre la fértil tierra. Así que subiré al piso de arriba y me acostaré en el funesto lecho, siempre regado por mis lágrimas desde que Odiseo marchó a la maldita Ilión que no hay que nombrar. Allí me acostaré; tú acuéstate en esta estancia extendiendo algo por el suelo, o que te pongan una cama.»
Así diciendo, subió al resplandeciente piso superior; mas no sola, que con ella marchaban también las otras esclavas.
Y cuando hubo subido al piso superior con las esclavas, se puso a llorar a Odiseo, su esposo, hasta que la de ojos brillantes le infundió sueño sobre los párpados, Atenea.



CANTO XX
LA ÚLTIMA CENA DE LOS PRETENDIENTES
Entonces el divino Odiseo comenzó a acostarse en el vestíbulo; extendió la piel no curtida de un buey y sobre ella muchas pieles de ovejas que habían sacrificado los aqueos, y Eurínome echó sobre él un manto cuando se hubo acostado.
Y mientras Odiseo yacía allí desvelado, meditando males en su interior contra los pretendientes, salieron del palacio riendo y chanceando unas con otras las mujeres que solían acostarse con éstos. El ánimo de Odiseo se conmovía dentro del pecho y lo meditaba en su mente y en su corazón si se lanzaría detrás y causaría la muerte a cada una, o si todavía las iba a dejar unirse por última y postrera vez con los orgullosos pretendientes. Y su corazón le ladraba dentro. Como la perra que camina alrededor de sus tiernos cachorrillos ladra a un hombre y se lanza a luchar con él si no lo conoce, así también le ladraba dentro el corazón indignado por las malas acciones. Y se golpeó el pecho y reprendió a su corazón con estas razones:
«¡Aguanta, corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más desvergonzado, el día en que el Cíclope de furia incontenible comía a mis valerosos compañeros. Tú lo soportaste hasta que, cuandó creías morir, la astucia te sacó de la cueva.»
Así dijo increpando a su corazón y éste se mantuvo sufridor, pero él se revolvía aquí y allá. Como cuando un hombre revuelve sobre abundante fuego un vientre lleno de grasa y sangre, pues desea que se ase deprisa, así se revolvía él a uno y otro lado, meditando cómo pondría las manos sobre los desvergonzados pretendientes, siendo él solo contra muchos. Entonces Atenea bajó del cielo y se llegó a su lado semejante en su cuerpo a una mujer y colocándose sobre su cabeza le dijo esta palabra:
«¿Por qué estás desvelado todavía, desdichado, más que ningún mortal? Esta es tu casa y tu mujer está en ella y tu hijo es como cualquiera desearía que fuese su hijo.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Sí, diosa, todo eso lo dices con razón, pero lo que medita mi espíritu dentro del pecho es cómo pondría mis manos sobre los desvergonzados pretendientes solo como estoy, mientras que ellos están siempre dentro en grupo. También medito esto dentro del pecho, lo más importante: si lograra matarlos por la voluntad de Zeus y de ti misma, ¿a dónde podría refugiarme? Esto es lo que te invito a considerar.»
Y a su vez le dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Desdichado, cualquiera suele seguir el consejo de un compañero peor, aunque éste sea mortal y no conciba muchas ideas, pero yo soy una diosa, la que constantemente te protege en tus dificultades. Te voy a hablar claramente: aunque nos rodearan cincuenta compañías de hombres de voz articulada, deseosos de matar por causa de Ares, incluso a éstos podrías arrebatarles los bueyes y las pingües ovejas. Conque procura coger el sueño; es locura mantenerse en vela y vigilar durante toda la noche cuando ya vas a salir de tus desgracias.» ,
Así diciendo, le vertió sueño sobre los párpados y se volvió al Olimpo la divina entre las diosas.
Cuando ya comenzaba a vencerlo el sueño, el que desata las preocupaciones del espíritu y afloja los miembros, despertó su fiel esposa y rompió a llorar sentada en el blando lecho. Y luego que se hubo saciado de llorar la divina entre las mujeres, suplicó en primer lugar a Artemis:



«Artemis, diosa soberana hija de Zeus, ¡ojalá me quitaras la vida ahora mismo arrojando a mi pecho
una flecha, o que me arrebatara un huracán y me llevara sobre los brumosos caminos arrojándome en la desembocadura del refluente Océano como cuando los huracanes se llevaron a las hijas de Pandáreo!. Los dioses aniquilaron a sus padres y ellas quedaron huérfanas en el palacio, pero la divina Afrodita las alimentó con queso y dulce miel y con delicioso vino; Hera les otorgó una belleza y prudencia superior a todas las mujeres; la casta Artemis les concedió gran estatura, y Atenea les enseñó a realizar labores brillantes. Un día que Afrodita había subido al elevado Olimpo a fin de pedir para ellas el cumplimiento de un floreciente matrimonio a Zeus, que goza con el rayo (pues éste conoce todo, tanto la suerte como el infortunio de los mortales hombres), las Harpías arrebataron a las doncellas y se las entregaron a las odiosas Erinias para que fueran sus criadas. ¡Así me mataran los que poseen mansiones en el Olimpo, o me alcanzara con sus flechas Artemis, de lindas trenzas, para hundirme en la odiosa tierra y ver a Odiseo y no tener que satisfacer los designios de un hombre inferior a él! Que la desgracia es soportable cuando uno pasa los días llorando, acongojado en su corazón, si por la noche se apodera de él el sueño (pues éste hace olvidar lo bueno y lo malo cuando cubre los párpados), pero a mí la divinidad incluso me envía malos sueños, pues esta noche ha vuelto a dormir a mi lado un hombre igual a como era Odiseo cuando marchó con el ejército. Con que mi corazón se llenó de alegría, pues no creía que era un sueño, sino realidad.»
Así dijo, y enseguida llegó Eos, de trono de oro. Mientras aquélla lloraba, escuchó su voz el divino Odiseo y, meditando después, se le hacía que ella ya le había reconocido y puesto a su cabecera. Así que recogió el manto y las pieles en que se había acostado y las puso sobre una silla dentro del mégaron, pero la piel de buey se la llevó afuera. Y suplicó a Zeus, levantando sus manos:



«Zeus padre, si por vuestra voluntad me habéis traído a mi patria sobre lo seco y lo húmedo, después de llenarme de males en exceso, que cualquiera de los hombres que se despiertan dentro muestre un presagio, y que fuera se muestre otro prodigio de Zeus.»
Así dijo suplicando y le escuchó Zeus, el que ve a lo ancho. Al punto tronó desde el resplandeciente Olimpo, desde lo alto de las nubes, y se alegró el divino Odiseo. El presagio lo envió una molinera desde la casa, cerca de donde el pastor de su pueblo tenía las muelas en las que se afanaban doce mujeres en total, fabricando harina de cebada y trigo, médula de los hombres. Las demás mujeres dormían ya, una vez que hubieron molido su trigo pero esta, que era la más débil, todavía no había terminado. Entonces se puso en pie y dijo su palabra, señal para su amo:
«Zeus padre, que reinas sobre dioses y hombres, has tronado fuertemente desde el cielo estrellado y en ninguna parte hay nubes. Como señal, sin duda, se lo muestras a alguien. Cúmpleme ahora también a mí, desdichada, la palabra que voy a decirte: que los pretendientes tomen su agradable comida hoy por última y postrera vez en el palacio de Odiseo. Ellos son quienes con el cansado trabajo han hecho flaquear mis rodillas mientras fabricaba harina; que cenen ahora por última vez.»
Así dijo, y se alegró con el presagio el divino Odiseo y con el trueno de Zeus, pues pensaba que castigaría a los culpables.
Entonces se congregaron las esclavas en el hermoso palacio de Odiseo y encendían en el hogar el infatigable fuego. Telémaco se levantó del lecho, mortal igual a un dios, después de vestir sus vestidos, se echó a los hombros la aguda espada, ató a sus relucientes pies hermosas sandalias y, asiendo la fuerte lanza de punta de bronce, se puso sobre el umbral y dijo a Euriclea:
«Tata, ¿habéis honrado al huésped con lecho y comida, o yace descuidado?; pues así es mi madre, aun siendo prudente: honra inconsideradamente al peor de los hombres de voz articulada y, en cambio, al mejor lo despide sin haberlo honrado.»



Y a su vez le dijo la prudente Euriclea:
«Hijo, no vayas ahora a culpar a la inocente, pues mientras él quiso bebió vino y de comida aseguró que ya no le apetecía más, que ella se lo preguntaba. Cuando, finalmente, se acordó del lecho y del sueño, tu madre ordenó a las esclavas preparárselo, pero él no quiso dormir en lecho y colchas, sino en el vestíbulo sobre una piel no curtida de buey y pieles de ovejas, como alguien completamente mísero y desventurado. Y nosotras le cubrimos con un manto.»
Así dijo; Telémaco salió del mégaron sosteniendo la lanza a su lado marchaban dos veloces lebreles, y echó a caminar hacia el ágora junto a los aqueos de hermosas grebas.
Entonces la divina entre las mujeres, Euriclea, hija de Ope Pisenórida, comenzó a dar órdenes a las mujeres:
«Vamos, unas barred diligentes y regad el palacio, y colocad en las labradas sillas tapetes purpúreos; otras fregad con esponjas todas las mesas y limpiad las cráteras y las labradas copas de doble asa; y otras marchad por agua a la fuente y volved enseguida con ella, pues los pretendientes no estarán mucho tiempo lejos del palacio, sino que volverán temprano, que hoy es para todos día de fiesta».
Así dijo, y ellas la escucharon y obedecieron. Unas veinte marcharon hacia la fuente de aguas profundas y otras trabajaban habilidosamente allí mismo, en la casa.
En esto entraron los nobles sirvientes, quienes luego cortaron leña bien y con habilidad. Las mujeres volvieron de la fuente y detrás llegó el porquero conduciendo tres cerdos los mejores entre todos; los dejó paciendo en el hermoso cercado y se dirigió a Odiseo con dulces palabras:
«Forastero ¿te ven mejor los aqueos ahora, o te siguen ultrajando en el palacio, como antes?»



Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ojalá, Eumeo, castigaran ya los dioses el ultraje que éstos infieren con insolencia ejecutando acciones inicuas en casa extraña y sin tener ni parte de vergüenza!»
Esto es lo que se decían uno a otro cuando se les acertó Melantio, e1 cabrero, conduciendo junto con dos pastores las cabras que sobresalían entre todo el rebaño para festín de los pretendientes; las ató bajo el sonoro pórtico y se dirigió a Odiseo con mordaces palabras:
«Forastero, ¿vas a seguir importunando en el palacio pidiendo limosna a los hombres?; ¿es que no vas a salir fuera? Creo que no nos vamos a separar sin que pruebes mis brazos, pues tú no pides como se debe. También hay otros convites entre los aqueos.»
Así dijo, péro a éste no le contestó el muy astuto Odiseo, sino que movió la cabeza en silencio, meditando males. Después de éstos llegó tercero Filetio el caudillo de hombres, llevando una vaca no paridera y pingues cabras para los pretendientes (los habían pasado los barqueros, quienes también transportan a los demás hombres, a cualquiera que les llegue): las ató bajo el sonoro pórtico e interrogaba al porquero poniéndose a su lado:
«Porquero, ¿quién es este forastero recién llegado a nuestra casa?, ¿de qué hombres se precia de ser?, ¿dónde están su familia y su tierra patria? ¡Infeliz!, desde luego parece por su cuerpo un rey soberano. En verdad los dioses abruman con desgracia a los hombres que vagan mucho, cuando incluso a los reyes otorgan infortunio.»
Así dijo y poniéndose a su lado le saludó con la diestra y, hablándole, dijo aladas palabras:
«Bienvenido, padre huésped, ¡ojalá tengas felicidad en el futuro, que lo que es ahora estás sujeto por numerosos males! Padre Zeus, ningún otro de los dioses es más cruel que tú; una vez que crea a los hombres no los compadece de que caigan en el infortunio y los tristes dolores. ¡Cosa singular!, según lo vi los ojos me lloraban, pues me acordé de Odiseo; que también aquél, creo yo, vaga entre los hombres con tales andrajos, si es que de alguna manera vive aún y ve la luz del sol. Porque si ya está muerto y en las mansiones de Hades... ¡ay de mí, irreprochable Odiseo, el que me puso al frente de las vacas, siendo niño aún en el país de los cefalenios! Ahora éstas son innumerables; de ninguna manera le podría crecer más a un hombre la raza de vacunos de anchas frentes. Pero otros me ordenan traerlas para comérselas ellos y no se cuidan de su hijo en el palacio ni temen la venganza de los dioses, pues desean ya repartirse las posesiones del señor, largo tiempo ausente. Y mi corazón revuelve esto dentro del pecho: es cosa mala marchar mientras vive su hijo al pueblo de otros, emigrando con estas vacas hacia hombres de un país extraño, pero todavía lo es más quedarme aquí guardando las vacas para otros y soportar tristezas. Hace tiempo me habría marchado huyendo junto a otros reyes poderosos, pues esto ya es insoportable, pero aún espero que ese desdichado vuelva de algún sitio y haga dispersarse a los pretendientes en el palacio.»
Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Boyero, puesto que no pareces cobarde ni insensato sé bien que la prudencia te ha llegado a la mente, te diré y juraré un gran juramento: ¡sea testigo Zeus antes que los demás dioses y la hospítalaria mesa y el Hogar de Odiseo al que he llegado!; mientras estés tú mismo aquí dentro, vendrá a casa Odiseo y con tus ojos podrás ver muertos, si quieres, a los pretendientes que aquí mandan.»
Y el boyero le dijo:
«Forastero, ¡ojalá el Cronida cumpliera de verdad esta tu palabra! Conocerías entonces cuál es mi fuerza y qué brazos me acompañan.»
También Eumeo suplicaba a todos los dioses que el prudente Odiseo volviera a casa. Y esto es lo que se decían uno al otro.
Entre tanto los pretendientes preparaban la muerte contra Telémaco. Se les acercó por el lado izquierdo un pájaro, el águila que vuela alto, reteniendo a una temblorosa paloma, y Anfínomo comenzó a hablar entre ellos y dijo:
«Amigos, no nos saldrá bien la decisión de dar muerte a Telémaco, conque pensemos en la comida.»



Así dijo Anfínomo y a ellos les agradó su palabra. Entraron en el palacio del divino Odiseo, pusieron sus mantos sobre siIlas y sillones y comenzaron a sacrificar grandes ovejas y pingües cabras, así como gordos cerdos y una vaca del rebaño. Luego asaron las entrañas, las repartieron, mezclaron el vino en las cráteras y el porquero distribuía las copas; Filetio, caudiIlo de hombres, les distribuía el pan en hermosos canastos y Melantio vertía el vino. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante.
Telémaco, pensando astutamente, hizo sentar a Odiseo dentro del bien construido palacio, junto al umbral de piedra, le puso una pobre silla y una mesa pequeña y le colocaba parte de las asaduras y le vertía vino en copa de oro. Y le dijo estas palabras:
«Siéntate aquí con los hombres y bebe vino; yo mismo te libraré de las injurias y de las manos de todos los pretendientes, pues esta casa no es del pueblo, sino de Odiseo, y la adquirió para mí. En cuanto a vosotros, pretendientes, contened vuestras manos para que nadie suscite disputa ni altercado.»
Así habló; todos ellos clavaron los dientes en sus labios y admiraban a Telémaco, porque había hablado audazmente. Y entre ellos habló Antínoo, hijo de Eupites:
«Por más dura que sea, aceptemos, aqueos, la palabra de Telémaco quien mucho nos ha amenazado. No lo quiso Zeus Cronida, si no ya le habríamos parado los pies en el palacio, aunque sea sonoro hablador.»
Así dijo Anfínomo, pero Telémaco no hizo caso de sus palabras.
Los heraldos iban conduciendo a través de la ciudad la sagrada hecatombe de los dioses, mientras los melenudos aqueos se congregaban bajo el sombrío bosque de Apolo, el que hiere de lejos. Y después que hubieron asado la carne de las partes externas, las retiraron, repartieron y celebraban un gran banquete. Y los que servían pusieron junto a Odiseo una porción igual a las que había tocado en suerte a ellos; así lo había ordenado Telémaco, el hijo del divino Odiseo.
Y Atenea no dejaba que los arrogantes pretendientes contuvieran del todo los escarnios que laceran el corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo Laertíada. Había entre los pretendientes un hombre de pensamientos impíos. Ctesipo era su nombre y en Same habitaba su casa. Éste pretendía a la esposa de Odiseo, largo tiempo ausente, confiado en sus muchas posesiones. Y decía entonces a los soberbios pretendientes:
«Escuchadme, ilustres pretendientes, lo que voy a deciros. El forastero tiene una parte igual, como es razonable, pues no es decoroso ni justo privar del festín a los huéspedes de Telémaco, cualquiera que llegue a este palacio. Pero también yo voy a darle un regalo de hospitalidad para que él mismo se lo entregue al bañero o a otro de los esclavos que habitan el palacio del divino Odiseo.»
Así diciendo, cogió de una bandeja una pata de buey y se la arrojó con robusta mano. Odiseo inclinó la cabeza ligeramente, la esquivó y sonrió en su ánimo con sonrisa sardónica. La pata dio en el bien construido muro y Telémaco reprendió a Ctesipo con su palabra:
«Ctesipo, lo mejor para tu vida ha sido no alcanzar al forastero, pues él ha evitado el golpe; en caso contrario, yo te habría alcanzado de lleno con la agúda lanza, y en vez de boda, tu padre se habría cuidado de tu funeral. Por esto, que ninguno muestre sus insolencias en mi casa, pues ya comprendo y sé cada cosa, las buenas y las malas. Hace poco aún era niño y toleraba, aun viéndolo, el degüello de ovejas así como el vino que se bebía y la comida, pues es difícil que uno solo contenga a muchos. Conque, vamos, no me causéis ya más daños como si fuerais enemigos, aunque si me queréis matar con el bronce, sería mejor morir que ver continuamente estas obras inicuas: a los huéspedes maltratados y a las esclavas indignamente forzadas en mi hermoso palacio.»



Así dijo y todos ellos enmudecieron en el silencio. Y más tarde dijo Agelao Damastórida:.
«Amigos. ninguno vaya a irritarse contestando con razones contrarias a lo dicho con justicia. No maltratéis al forastero ni a ningún otro de los esclavos que hay en la casa de Odiseo, aunque yo diría una palabra dulce a Telémaco y a su madre, si ésta fuera agradable a su corazón: mientras vuestro ánimo confiaba en que regresaría a casa el prudente Odiseo, no os indignabais porque permanecieran los pretendientes ni por retenerlos en la casa; incluso habría sido lo mejor si Odiseo hubiese regresado a casa. Pero ya es evidente que no ha de volver de ningún modo; conque, vamos, siéntate junto a tu madre y dile que case con quien sea el mejor y le entregue más cosas, para que tú sigas poseyendo con alegría todo lo de tu padre, comiendo y bebiendo, y ella cuide la casa de otro.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«¡No, por Zeus, Agelao, y por las tristezas de mi padre quien puede que haya muerto o ande errante lejos de Itaca! De ninguna manera trato de retrasar el casamiento de mi madre; por el contrario, la exhorto a casarse con el que quiera e incluso le doy regalos innumerables. Pero me avergüenzo de arrojarla del palacio contra su voluntad, con palabra forzosa. ¡No permita la divinidad que esto suceda!»
Así dijo Telémaco, y Palas Atenea levantó una risa inextinguible entre los pretendientes y les trastornó la razón. Reían con mandíbulás ajenas y comían carne sanguinolenta; sus ojos se llenaban de lágrimas y su ánimo presagiaba el llanto. Entonces les habló Teoclímeno, semejante a un dios:



  «¡Ah, desdichados!, ¿qué mal es éste que padecéis? En noche están envueltas vuestras cabezas y rostros y de vuestras rodillas abajo. Se enciende el gemido y vuestras mejillas están llenas de lágrimas. Con sangre están rociados los muros y los hermosos intercolumnios y de fantasmas lleno el vestíbulo y lleno está el patio de los que marchan a Erebo bajo la oscuridad. El sol ha desaparecido del cielo y se ha extendido funesta niebla.»
Así dijo, y todos se rieron de él dulcemente. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:
«Está loco el forastero recién llegado de tierra extraña. Vamos, jóvenes, llevadlo rápidamente fuera de la casa; que marche al ágora, ya que piensa que aquí es de noche.»
Y le contestó Teoclímeno, semejante a un dios:
«Eurímaco, no to he pedido que me des acompañamiento, que tengo ojos, oídos y ambos pies y una razón bien construida en mi pecho, en absoluto incongruente. Con éstos me voy afuera, pues veo claro que la destrucción se os acerca, de la que no va a poder huir ninguno de los pretendientes, los que en la casa de Odiseo, semejante a un dios, insultáis a los hombres y ejecutáis acciones inicuas.»
Así diciendo salió del palacio, agradable vivienda, y marchó a casa de Pireo, quien lo recibió benévolo. Y los pretendientes se miraban unos a otros e irritaban a Telémaco, burlándose de sus huéspedes. Así decía uno de los arrogantes jóvenes:
«Telémaco, nadie es más desafortunado con los huéspedes que tú. Tienes uno como ese mendigo vagabundo necesitado de comida y vino, en absoluto conocedor de hazañas ni de vigor, sino un peso muerto de la tierra, y ese otro que se levantó a vaticinar; si me hicieras caso, lo mejor sería que metiéramos a los forasteros en una nave de muchos bancos y los enviáramos a Sicilia, donde te darían un precio conveniente.»
Así dijeron los pretendientes, pero Telémaco no hacía caso de sus palabras, sino que miraba a su padre en silencio, aguardando siempre cuándo pondría las manos sobre los desvergonzados pretendientes.
Y la hermosa hija de Icario, la prudence Penélope, poniendo su sillón enfrente escuchaba las palabras de cada uno de los hombres en el palacio. Así es como se prepararon, entre risas, un almuerzo dulce y agradable, pues habían sacrificado en abundancia. Pero ninguna otra cena podría ser más desgraciada como la que iban a prepararles más tarde la diosa y el fuerte hombre, pues ellos fueron los primeros en ejecutar acciones indignas.