viernes, 29 de julio de 2022

Príncipe Dragón, de Benjamín Gavarre.

  











Príncipe Dragón,

 

de Benjamín Gavarre.

 

A pesar de que podamos reconocer a un rey, una reina, un dragón y una doncella, debemos pensar siempre, si queremos poner en escena esta obra, que los personajes se desenvuelven en una casa pequeñoburguesa pretenciosa donde los personajes realizan las labores cotidianas propias de su insufrible clase.

La escenografía o la iluminación recrearán pues, los distintos ambientes de un hogar: la sala, la cocina, el jardín, la recámara, etc.

Recomiendo para el vestuario: traje de noche, escotado y con lentejuelas para la Reina; smoking para el Rey; smoking y máscara metálica para el Dragón; innumerables vestidos para la Doncella (ya se verá por qué); levita para el Paje y trajes de cocinero para el Mago y el Hada.

Para la música sugiero algún género que apoye la caricaturización de las situaciones.

 

Personajes:

 

El Rey

La Reina

Mago

Hada

El Príncipe Dragón

El Paje

La Doncella

El Pastor

Vieja

 

 

 

*** I ***

Al comenzar la obra los reyes se encuentran en el jardín preparando una parrillada. La reina está embarazada, él toma una cuba. A pesar de la aparente armonía, y de las miradas tiernas hacia el vientre real, los reyes estallan en abierta discusión en el momento en que se detienen para sentarse en una banca.

 

El Rey. — ¡Será niño!

 

La Reina. — No podrá ser otra cosa, señor, ¡sino niña!

 

El Rey. — ¡Niño!

 

La Reina. — ¡Niña!

 

El Rey. — En alta estima, señora, a vuestros ruegos tengo; y por razones que no viene al caso discutir: un príncipe valiente será nuestro heredero.

 

La Reina. — ¿De razones habláis? Pero si vos solo alcanzáis a balbucir una evidente sucesión de tonterías. Y si en asuntos de Estado decidís mejor que nadie, en asuntos de embarazo yo dispongo. Quien porte en el futuro el cetro real será la dulce princesa que tendré en algunos días. Será, no lo dudéis, una sublime soberana y nadie osará negarle o refutarle nada porque será, sin titubear, toda una dama.

 

El Rey. — Claro está, mi dueña, que en este punto singular jamás conciliaremos; llamemos a la Enorme Comisión, que ellos concluyan.

 

La Reina. — ¿Su majestad bromea?, ¡Si la Enorme Comisión sois vos! En todo caso llamemos al Hada y si queréis también al Mago, que son en todo punto intachables y digamos, desde luego, insobornables.

 

El Rey. — Vengan Hada y Mago, vengan ya; con tales fuerzas convocadas, sabremos sin lugar a dudas, por las muchas disputas que de ellos se desprendan, si príncipe o princesa debe dar a luz el vientre real.

 

Entran el Mago y el Hada. Discuten en murmullos apenas contenidos, mirando al Rey y a la Reina con aprensión o disgusto.

Finalmente llegan a un acuerdo y expresan su dictamen.

 

Mago. — Si futuro rey o príncipe conviene al reino, su majestad, la Soberana, comerá una rosa roja.

 

Hada. — Si conviene una princesa, probará una blanca rosa.

 

Mago. — Para tal procedimiento un árbitro imparcial...                            

 

La Reina. — ¡No estoy de acuerdo! ¿Cómo va a decidir alguien ajeno a nuestro imperio?

 

El Rey. — Es cierto. Vosotros, Mago, Hada... debisteis resolver la situación. Ahora se hará por elección, la mía. ¡Comed! (Le da la rosa roja).

 

La Reina. — ¿Ah, sí? ¡Pues no! Comeré la blanca. ¡Dad acá! (Intenta quitar al mago la rosa blanca).

 

Mago. — No nos habéis dejado terminar. El juez sería...

 

El Rey. — ¡Nadie!

 

La Reina. — En eso estoy de acuerdo.

 

Mago. — Sería el Azar.

 

Hada. — En esto, sí, decidiría el Acaso. "Su majestad escoja"…

 

La Reina. — A ver...

 

El Rey. — Me niego a ceder a suerte alguna el claro derecho de imponer mi voluntad. Digamos: si la reina desea una virgen colosal y yo un varón discreto...

 

Mago. — Al revés, su majestad.

 

El Rey. — ¿Cómo al revés?

 

Hada. — Una discreta virgen y un varón monumental.

 

El Rey. — Ah, sí. Digamos, de las dos, la reina probará la rosa roja y un varón descomunal bienvenido será a éste, mi imperio.

 

La Reina. — Y digo en fin, ¿por qué no he de comer las dos rosas en un mismo bocado? y así cada ambición será colmada en cada caso.

 

El Rey. — No comprendo.

 

La Reina. — Vos deseáis un temerario príncipe que en el futuro ocupe el trono; y yo, una dulce niña...

 

El Rey. — ...que en el futuro ocupe el trono real.

 

La Reina. — Permitidme... Yo dejaría gobernar, sin duda alguna, al primogénito.

 

El Rey. — Pues no me hacéis favor alguno; es la costumbre que gobierne el primo... ¿Dejaríais, de verdad, que gobernase?

 

La Reina. — Sí.

 

El Rey. — ¿Sin intromisión alguna?

 

La Reina. — Os lo puedo aseverar.

 

El Rey. — ¡Sea! Comeréis de las dos rosas...

 

La Reina. — Las dos.

 

El Rey. — (Al Mago y al Hada) ¿Tenéis todo dispuesto?

 

Mago y Hada discuten agitados y luego dan un dictamen.

 

Mago. — No aconsejamos de ningún modo que la Reina alimente, con la venia real, tan solo el pensamiento de probar las rosas blanca y roja una tras otra y, menos aún, al mismo tiempo.

 

Hada. — Desastrosa catástrofe a la reina azotaría en todo caso; en otro también al Rey perjudicara, y el más terrible, el caso que ya todos tememos: a todo el reino, la desgracia afligiría.

 

El Rey. — Con esa circunstancia: será varón. No discutamos más el punto. Comed la rosa roja.

La Reina. — Mhh... Así lo haré, si así conviene al reino. (Come la rosa roja).

 

El Rey. — La solución me place y me serena. Marcho a descansar muy bien dispuesto. Generosa será con nos la Providencia, también con nuestro hijo. (Salen Rey, Mago y Hada).

 

La Reina. — Mas yo digo que buena idea me parece el no dejar abandonada a suerte miserable este capullo en flor que es esta rosa blanca. No temo el infortunio. Si nos trae ventura un vástago, un... varón, ¿cuánta más dicha tendremos si en doble nacimiento, príncipe y princesa comparten una misma cuna. Ven doncella; comienza en mi boca tu noble nacimiento (Come la flor blanca... y Un poderoso efecto de luz y sonido invade la escena.).

 

 

 

 

 

*** II ***

La recámara de los reyes.

Han pasado algunas semanas. Hada y Mago entregan a la Reina un pequeño envoltorio: un pequeño Bebé Dragón del que solo vemos la cola. La Reina lo amamanta dulcemente. El Rey fuma y bebe.

 

El Rey. — ... ¡Un Dragón!¡Un Dragón!¡Un Dragón!... ¡Habrase visto! Funesta descendencia has engendrado, dulce dama.

 

La Reina. — Digamos que entrambos dignatarios lo forjamos; vos sois, no discutáis, su insigne padre.

 

El Rey. — Padre digno, mas innoble el hijo. Y no sé bien decir si un adulterio cometió la Reina, ni con quién, ¿sería tal vez con un lacayo?

 

La Reina. — Callad, que hablando de lacayos, y más aún de las lacayas, yo bien pudiera decir de vos un sinfín de tropelías. El hijo es vuestro. No olvidéis la noche, que hace tiempo, vos borracho y yo desnuda, vivimos, a buen paso, en pos de la lujuria.

 

El Rey. — No abundéis, que es vergonzoso.

 

La Reina. — Pues no neguéis al Dragón, que es hijo vuestro.

 

El Rey. — No lo haré.

 

La Reina. — Y yo a mi vez confesaré un secreto, pues bien... probé la rosa roja.

 

El Rey. — Eso lo sé, lo sé, lo sé.

 

La Reina. — Pues he más de comentar...

 

El Rey. — No me digáis.

 

La Reina. — También probé la rosa blanca.

 

El Rey. — ¡Ay, bruta!

 

La Reina. — No insultéis mi dulce investidura.

 

El Rey. — Lo cierto es que un remedio habremos de poner en este empeño. El Niño Dragón, o lo que sea, crece, como un tumor maligno, día tras día.

 

 

*** III ***

En la sala.

Han pasado veinte días. El Dragón ya es un príncipe,

amenazante y rebelde veinteañero

(Si hay dinero, puede entrar en moto).

El Paje limpia los cubiertos de la casa mientras recibe

órdenes.

 

El Príncipe Dragón. — Y hay más, Paje: si no hacéis lo que he dispuesto, mataré a mi padre, azotaré con mil latigazos a mi madre, y haré de la desgracia de este reino leyenda y ejemplo inolvidables.

 

El Paje. — Pero, señor, mi príncipe dragón, no hay doncella en este lar, ni en sitio aun lejano, que a dormir con vos acepte, sois ¡tan feo!

 

El Príncipe Dragón. — ¡Necio!, Sé que lo soy y aun con eso os digo: quiero una doncella, y no cualquiera. Venga a mí la virgen más pura y delicada de este reino, o de cualquier lejano, o inaccesible, territorio.

 

El Paje. — Si insistís convocaré a concurso; con la venia, desde luego, del señor Rey, mi soberano.

 

 

Llega el Rey.

 

El Rey. — Heme aquí, ¿quién requiere de mi sano juicio? ¿Acaso este muchacho singular? Felicidades, hijo, hace veinte días que naciste y parece que veinte años han pasado desde la ocasión gozosa de tu nacimiento.

 

El Príncipe Dragón. — Es cierto que cumplí los veinte, oh, padre fariseo; mi tiempo es tan distinto del que vos perdéis, tan insensato. No seré más paciente con vos que con el criado: traedme una doncella que quiero desposarla. Si no lo hacéis... destrozaré vuestro castillo, y a ti te mataré sin compasión y con tormentos varios.

 

El Rey. — ¿Que quieres desposarte?, noticias das que llenan mi alma de júbilo diverso. ¿Has elegido ya a la novia afortunada?

 

El Paje. — Tiene que ser, señor monarca, la virgen más pura y delicada que viva cerca o lejos de este reino.

 

El Príncipe Dragón. — Traédmela vos, que en vuestro juicio, enfermo o sano, yo confío. Si no me satisface la elección os aseguro que dejaré sin ojos y sin brazos vuestro cuerpo.

 

El Rey. — No hay más que hablar, mi dulce príncipe; mandaré traer la más hermosa, la más virginal de las doncellas.

 

 

*** IV ***

En la cocina: Los reyes decoran un pastel para festejar el aniversario de su hijo. El rey pone betún y la reina, cerezas. En algún momento la reina se fastidia de no poder hacer su labor con fluidez y enfrenta a su marido.

 

La Reina. — ¡Semejante atrocidad habrase visto! ¡Tan malvado, tan vil es vuestro hijo que ha truncado la vida de moza tan fresca, tan radiante! ¿Cómo ha podido ser el sino con nosotros tan funesto, que tengamos que vivir bajo el terror de quien debiera enaltecer nuestro linaje?

 

El Rey. — No habléis vos de atrocidades, que al haber seguido la senda del capricho, habéis roto la armonía que tanto tiempo concedió la Providencia.

 

La Reina. — No comprendo: ¿nombráis capricho a mis buenas intenciones?

 

El Rey. — Sí.

 

La Reina. — Pero, bien mío... Si pensáis un poco... Si hubiera yo dado la vida a un príncipe, a un varón convencional y no a.… un dragón, habríase marchado ya a la guerra; si una grácil doncella hubiera dado a luz, se habría desposado un día sin remedio, alejándose del reino.

 

El Rey. — Vos no decíais lo mismo hace unos días; queríais que una virgen gobernara este castillo, ¿y qué lograsteis? La unión de dos opuestos es este dragón hermafrodita. No es hombre no es mujer: es una ruina.

 

La Reina. — Es hombre, sin duda; ha devorado, sin más, a una doncella.

 

El Rey. — ¿La devoró?

 

La Reina. — Ay sí, ¿vos no sabíais?

 

El Rey. — ¡Oh atrocidad! Y es culpa vuestra. Al comeros vos esas dos rosas tan solo conseguisteis convocar un monstruo de maldad. Con mala entraña, os quisisteis quedar con el pastel, también con el dinero.

 

La Reina. — ¿De qué dinero habláis?

 

El Rey. — Dejemos este asunto por la paz, que el príncipe se acerca.

 

 

La pareja finge armonía.

El príncipe llega y los separa. Tratará de besar a la reina o de tocarle el trasero. Alejará al padre.

 

El Príncipe Dragón. — Que viva el rey, que viva también mi madre bondadosa.

 

La Reina. — Oh, mi tierno príncipe; ciertamente no ha mejorado el color de vuestra tez con vuestras bodas.

 

El Príncipe Dragón. — No, madre; ni mejoría tendrá si no se cumplen mis próximos deseos como un vuelo.

 

El Rey. — ¿Más antojos tenéis, hijo devoto? No ha sido suficiente contento la noche que pasasteis con aquella desdichada campesina?

 

El Príncipe Dragón. — ¿Tal era? Ahora comprendo su sabor, pues disfruté por un segundo la limpia y calurosa paz de la campiña.

 

La Reina. — Retoño mío, no seáis desvergonzado.

 

El Príncipe Dragón. — Soy lo que quiero ser, señora madre; soy de carne y sangre, soy dragón, y mi faz no ha de cambiar ni con veinte o más doncellas que a mi boca lleguen.

 

La Reina. — Ay, hijo.

 

El Rey. — ¡Sois... un aborto, un engendro, un bárbaro!

 

El Príncipe Dragón. — No me dais nuevas noticias, padre; yo a vos en cambio os he insinuado ya un encargo.

 

El Rey. — Pues yo no entiendo de alusiones, hijo. Manifestad vuestra encomienda claramente.

 

El Príncipe Dragón. — Yo exijo, nada más, otra doncella.

 

El Rey. — Tendréis lo que deseáis si prometéis que con ella sí os desposaréis y desde luego que no la engulliréis.

 

El Príncipe Dragón. — No prometo, sino advierto, dulce padre; si no la tengo en mi cama por la noche... os arrancaré la cabeza, os cortaré las piernas y luego incendiaré el castillo.

A vos, madre, os deberé quitar los ojos y daros, desde luego, mil azotes.

 

El Rey. — Se hará como queréis.

 

El Príncipe Dragón. — Sois tan gentil, oh, padre. Madre...

 

La Reina. — Que la providencia os acompañe.

 

El Príncipe Dragón. — Así lo hará, pues soy sin duda alguna para ustedes, al menos mientras viva, la Providencia misma.

 

 

*** V ***

En la sala.

El Paje y la Reina en "labor de tejido".

 

El Paje. — ¡Y han sido ya más de cuarenta! Ellas aceptaban al principio bien dispuestas, claro; un príncipe no es cosa que se suela despreciar... Pero cuando la indiscreción de varios dio a conocer los... descalabros… pues nada, que las damas ya por temor, ya por agudo pánico, se han negado rotundamente a, digamos, "dormir" con el dragón.

 

La Reina. — El Príncipe.

 

El Paje. — El Príncipe, sí… pero al saber que su excelencia, vuestro hijo, es más dragón que príncipe, ninguna ha querido soltar prenda… por más que he ofrecido, que digo mil maravedíes, no, ni doblones, ni piezas de oro han aceptado.

 

La Reina. — Pues alguna deberá sacrificarse por el bien del Reino; y más, que el príncipe, su Alteza, ha amenazado con desollar vivo a su padre y obligarme luego a mí, oh infortunada, a portar la prenda real, como si fuera la piel de un animal, un zorro, cabritilla, vos sabéis... ¡Oh cielos!, ¡un abrigo con la piel de mi marido!, ¡habrase visto!

 

El Paje. — No olvidéis que como siempre, terminando con vosotros, seguiría con el castillo, y con nosotros, los muy simples mortales.

 

La Reina. — Eso, digamos, también sería una pena. Por eso os pido yo que prisa deis a vuestra empresa, y consigáis, con eficacia...

 

El Paje. — ¡Un capullo, una dama, una doncella!, ¿dónde habrá? Oh, aquí llega el Rey...

 

 

Entra el Rey y se sienta. Luego habla mientras ve, lujurioso,

revistas pornográficas. La Reina intentará quitárselas.

 

El Rey. — Yo conozco una muchacha, paje; digamos no muy bien, la he visto... Una pastora es... muy bella; sí... bellísima. Quizá si yo mismo la buscara y aquí al castillo la trajera...

 

La Reina. — ¿Una pastora? ¿Vos mismo? ¿Bellísima? No me parece, el negocio, buena idea.

 

El Rey. — Tal vez será lo justo, reina; el paje ha demostrado ineptitud y displicencia en este encargo de encontrar mancebas.

 

El Paje. — Pues ya que vos, así parece, experto sois tanto en doncellas como, supongo, experto también en damas otoñales, por cierto encontraréis la discretísima mozuela que al dragón desatinado regocije, evitando de este modo vuestra muerte y, desde luego, que la reina tenga que portar la prenda más lujosa, vuestra piel.

 

El Rey. — Bueno será, entonces, que inicie ya mismo, luego, presto, tan osada diligencia...

 

La Reina. — No estoy de acuerdo. En todo caso si os place, yo misma estoy resuelta a acompañaros. Serán necesarios un séquito de quince damas, quince caballeros... un carruaje, veintiocho caballos. Habrá que llevar algo de comer. También será forzoso llevar algunas provisiones, por ejemplo...

 

El Rey. — Nada. Saldré ahora mismo y este paje, con todo lo que vale, será mi compañía. Vámonos, paje.

 

La Reina. — Venid acá, intento de aprendiz de gobernante. Si os atrevéis a cruzar las puertas del castillo sin mi consentimiento y compañía, soy capaz de... Rey, señor amado... Venid acá... No intentéis ni por sueño acercaros con malas intenciones a doncella alguna. ¡Esperadme! ¡Rey!... ¡Bastardo!

 

 

*** VI ***

En alguna calle de la ciudad. El Rey y el Paje azotan a un

pordiosero.

 

El Rey. — Entonces... ¿cuánto vais a pedir por vuestra hija?

 

El Pastor. — Vos sois el Rey; vos me podéis obligar a daros mi vida si es preciso.

 

El Paje. — Eso es cierto, Majestad. ¿Por qué no lo atormentáis y así seguro nos dirá dónde la oculta.

 

El Pastor. — Ya os he dicho que yo no la escondí. Ella se habrá metido abajo de la tierra, se habrá desfigurado la cara con vitriolo para no ser reconocida, se habrá fugado a otras lejanas latitudes, se habrá vuelto loca, ramera, pagana, perdida, hetaira, suripanta, meretriz... ¡Ay, hija!

 

El Paje. — A éste no hay más que darle latigazos; a vuestra futura nuera está injuriando.

 

El Rey. — Dale con ganas.

 

El Paje. — Arrodillaos, bastardo.

 

El Pastor. — ¡Ayy!

 

El Rey. — ¡Confesad!, ¿do se halla la muchacha?

 

El Pastor. — ¡Su reino no es ya de este mundo!

 

El Rey. — ¿Qué quieres decir?... ¿Acaso...? ¿Ha muerto la infeliz?

 

El Paje. — No veis que está mintiendo, majestad. Os quiere hacer caer en un engaño, un cuento.

 

El Rey. — En ese caso... ¡dale más fuerte!

 

El Pastor. — ¡Ayyy! (Se desmaya).

 

 

 

 

Entra la "Doncella", es una mujer de más treinta que viste

con harapos.

 

La Doncella. — Ya basta, padre mío. No sacrifiquéis vuestro cuerpo avejentado más por mí. No valgo así la pena. Señor Rey, su Majestad, decidle, que pare, a vuestro criado.

 

El Rey. — Criado, para.

 

El Paje. — Señor, soy paje real de vuestro reino, insigne paje, primer ministro, casi... No permitáis que una pastora vil me llame criado.

 

El Rey. — Esa pastora será mi nuera como tú mismo has mentado ya hace rato.

Querida próxima pariente... Sabéis a qué he venido; ahorremos palabras, seguidme, que habréis de conocer muy pronto a vuestro ínclito consorte.

 

La Doncella. — Yo misma he de acudir y por mi propio paso; tan solo permitid que de mi padre restañe las heridas que vos mismo causasteis.

 

El Rey. — Eso me parece un signo de nobleza; ¿será esta chica digna de mi real confianza?

 

El Paje. — ¿No veis que es una aldeana?

 

La Doncella. — Mirad, mirad a mi padre desmayado; solo, postrado en el suelo se ha quedado.

 

El Rey. — Bueno hija, debéis recordar que tenéis con Nos una cita ineludible; si no acudís faltaréis a los principales códigos de urbanidad... ¿Y qué va a pensar la gente de vos? ¿Que soy una bellaca miserable como dijo el paje?, indigna de cualquier respeto, indigna de ser la futura esposa del Príncipe Dragón... del príncipe heredero a todo... de aquel que?...

 

La Doncella. — No faltaré, rey soberano; os lo juro por lo más preciado de vuestra descendencia, vuestros futuros nietos que yo, os juro, tendré con vuestro hijo...

 

El Paje. — Pero...

 

El Rey. — Claro, hija... Mis nietos... Entonces hemos quedado en un acuerdo. Yo os espero en el castillo; atended ahora a vuestro padre.

 

La Doncella. — Así lo haré (Vanse Rey y Paje).

Padre... Padre... Despierta, padre. Papá... Ya es tiempo de que despertéis, el Rey se fue. Oh, padre mío, ¿por qué tenéis ese color tan azulado? ¿Por qué no respiráis? Acaso... ¡Oh! ¡Ha muerto el desgraciado!

 

 

*** VII ***

La "Doncella" vaga por las calles de la ciudad. Se encontrará

con una "Vieja Psicoanalista", disfrazada de pordiosera.

 

La Doncella. — ¡Ay de mí! Mi padre… muerto a latigazos. Mi destino… en manos de un príncipe perverso que me despojará de vida, sueños... de mi virginidad inmaculada, tan ardorosamente guardada aun hasta agora.

¿Qué debo hacer, yo, huérfana tan desvalida, tan requerida del afecto más pequeño?

 

Vieja. — No sufras, pequeña, que yo he de socorrerte.

 

La Doncella. — ¿Vos? ¿Y por qué habría de ayudarme una anciana miserable? No me inspiráis, os digo, la mínima confianza.

 

Vieja. — Sí, pequeña, te lo aseguro, he trabajado en diversos negocios y afamados.

 

La Doncella. — Mencionad alguno.

 

Vieja. — No es cosa mía el divulgar tales enredos; secretos son de gente como tú, que motivada por problemas sin fin, sin aparente arreglo, han llegado hasta a mí en busca de serenidad a su conciencia y digamos, sobre todo, a su inconsciencia.

 

La Doncella. — Habláis de vero en términos profundos, ¿acaso sois astróloga?

 

Vieja. — No soy, mas conozco los caminos que han de transitar aquellos cuya condición se encuentra entorpecida por oscura sombra.

 

La Doncella. — Oh...

 

Vieja. — Tales seres se encuentran sometidos a una suerte de encantamiento o maleficio que los hace perjudicar a los demás, con gran dolor, puedes creer, para ellos mismos.

 

La Doncella. — ¿Un Maleficio? ¿Esa es la causa de mi enorme sufrimiento? ¡Ay cielos! Pero... que yo sepa no he hecho agravio a persona, animal o cosa alguna., al menos no tengo, no, no tengo yo esa idea.

 

Vieja. — No hablaba de ti, sino del Príncipe Dragón, que está bajo la influencia maligna de un hechizo. Él seguirá atormentando a todos los hijos de este reino mientras no llegue una alma pura y sin dobleces como la que tú posees.

 

La Doncella. — Curiosa ayuda me otorgáis, vieja señora. Mi vida entera se encuentra amenazada por esa bestia pavorosa y aun así queréis ayudar al criminal y no a la víctima.

 

Vieja. — Dalo por cierto. Tú solo serás el instrumento que acabe con su pena, romperéis el hechizo en que se encuentra. Al mismo tiempo que lo salvarás del maleficio, hallarás la dicha que otorga la piedad... Y sobre todo: tu vida estará fuera de todo peligro.

 

La Doncella. — Ah, vamos... ¿Y qué debo hacer? ¿Darle veneno, estrangularlo, partirlo en mil pedazos?...

 

Vieja. — Uno de los mejores métodos es descuartizarlo, ciertamente, pero te juzgas capaz?

 

La Doncella. — No exactamente.

 

Vieja. — Pues será preferible elegir artes sutiles, seductoras. Deberás fingir amor apasionado por el Príncipe, para desnudarlo lentamente de cada una de sus nueve pieles.

 

La Doncella. – ¿Qué dice?

Vieja. — Escucha y no me interrumpas. Para tu noche de bodas te pondrás diez, diez vestidos de tela majestuosa, uno encima de otro. Cuando el dragón intente desvestirte, deberás responder que tú misma lo harás, pero que a su vez él deberá quitarse una de las prendas que lo cubren. Esto lo llevarás a cabo hasta que te hayas quitado nueve vestidos, momento en el dragón no tendrá nada más de qué despojarse y tú todavía estarás cubierta.

 

La Doncella. —  Es decir qué el estará desnudo y yo... ¡Oh, Virgen Inmaculada!

 

Vieja. — Cállate y atiende...

Cuando el Dragón esté desnudo se encontrará totalmente a tu merced. Ahora, si de verdad deseas acabar con la maldición que pesa sobre él, deberás realizar otras hazañas...

¿Estás dispuesta?

 

La Doncella. —  Sí.

 

Vieja. — Pues entonces escucha con atención.

 

 

*** VIII ***

Días después, en algún lugar de la casa, antes de que inicie "la boda".

 

El Paje. — Y hay más su señoría... La muy… Doncella… mandó pedir para esta noche ciertas prendas, que a decir verdad parecen cosas de una misa horrenda. Ha mandado pedir diez, ¡diez vestidos!, hechos con la tela más pura, la más blanca. Además... ramas de encino, ¿o avellano? ...mojadas en lejía.

 

El Rey. — ¿Lejía?

 

El Paje. — Jabón, su majestad, una herejía. Eso sin hablar de varios litros de leche hirviente y endulzada que no acierto a distinguir para qué sirva, si no es para algo atroz... Con todo eso, yo bien pudiera pensar que es una bruja y que algún daño terrible, se atreva, infligir, a vuestro hijo.

 

El Rey. — No puedo creer tales historias... En todo caso recordad que el pavoroso engendro, mi hijo, no ha tenido muy buen comportamiento que digamos. Y ella es tan bella, tan lozana.

 

El Paje. — Yo no diría tanto. Y digo más, que es una criada.

 

El Rey. — Pues yo diré sucintamente que os calléis y muy presto os larguéis por “los palomos” que la ceremonia va a empezar.

 

El Paje. — Presto voy, su majestad.

 

El Rey. — Y decidle a la reina que se apure.

 

El Paje. — Sí.

 

 

*** IX ***

 

En la "iglesia", que es en realidad la capilla de la casa

("todo queda en familia"), los reyes aguardan a los novios y al oficiante, el Paje, que estará evidentemente disfrazado de cardenal apostólico).

 

La Reina. — Oh, majestad, ¡las bodas me emocionan tanto! ¡Cuántos recuerdos despiertan en mí tales sucesos! Alguna vez vos mismo, algo más joven, y yo, un poco más hermosa, vivimos estos momentos de celebración, de gozo, que sin duda nuestro hijo y su futura esposa sabrán reconocer como es preciso.

 

El Rey. — Pero, señora… Si no supiéramos que tales nupcias serán seguidas del duelo por la novia, muerta, desaparecida en el estómago feroz de nuestro hijo la noche misma en que gozar debieran de sus nuevos lazos; si, por lo menos, la muchacha se convirtiera en la futura reina, madre dichosa de nuestros nietos anhelados... pues yo me encontraría muy dispuesto a gozar de estos eventos...

 

La Reina. — Ah, claro, es una pena. Pero mirad... Aquí se acercan “los palomos”... ¡Que toquen los músicos una marcha singular!... (Se escucha una Marcha Fúnebre) ¡Bravo!, ¡vivan los novios! ¡Viva nuestro reino!

 

El Paje–Sacerdote. — Estamos aquí reunidos ante los máximos dignatarios de este imperio, así como ante testigos sin mácula, todos ellos capaces de reconocer el noble matrimonio de vosotros hijos: Una adorable doncella y un... príncipe dragón, su Alteza, cuyos méritos no me atrevería a pormenorizar, pues son tantos y variados que...

Desde los comienzos de la Historia hemos sabido apreciar...

 

El Príncipe Dragón. — Sí, sí... menos palabras, Paje–Párroco. ¿Qué sigue? Un beso, ¿no es así? Vamos, doncella… Recibe de mi amor mis dulces besos.

 

El Príncipe persigue a la doncella, con obvia intención sexual.

 

La Doncella. — ¡No! Por cierto, prefiero bailar con vos alguna pieza.

 

Música. Mientras Rey, Reina y Paje bailan una curiosa

coreografía, muy simple; el Príncipe Dragón realiza una

obscena, casi pornográfica rutina, frente a la doncella.

 

El Rey. — Pero mirad, el baile ha terminado, demos nuestros buenos deseos a los novios.

 

La Reina. — Oh hijos, qué baile tan... original el vuestro. ¿Por qué no hacemos un brindis por vuestra felicidad y luego nos deleitan con otra muestra de vuestra danza singular?

 

El Príncipe Dragón. — ¡Nada!

 

El Rey y El Paje. — ¡Eso es, un brindis!

 

El Príncipe Dragón. — ¡Dije que Nada!

 

La Doncella. — Pero, Alteza Mía... No os gustaría celebrar, con vuestros padres, nuestro encuentro feliz y seguramente venturoso.

 

El Príncipe, rabioso, gruñe amenazante.

Todos caminan tratando de encontrar un lugar seguro.

Finalmente, la "Bestia", toma del cabello a su "nueva esposa"

y le dice:

 

El Príncipe Dragón. — ¡No veis que no soporto estos ambientes! Tonta mujer, ¿no comprendéis que lo que quiero es marcharme, sin más, a nuestra alcoba?

 

La Doncella. — ¡Sois tan romántico!

 

El Príncipe Dragón. — Callad y seguidme en un instante. Si no venís como una exhalación a mi aposento, arrastraré vuestro cuerpo hasta la torre, ahí os arrancaré el cabello, os quemaré los ojos y luego devoraré tus entrañas lentamente; arrojaré finalmente el tronco sangrante, lastimoso, al foso del castillo, para alimento, sí, de mis hermanos más queridos, los reptiles. (Sale el Príncipe Dragón).

 

La Doncella. — Señores, con permiso, ha sido un gran placer.

 

El Rey. — Adiós, muchacha.

 

La Reina. — Hasta luego.

 

El Paje. — Adiós.

 

 

*** IX ***

En la "recámara" del Joven…

El Dragón entra cargando a la doncella. No sabe dónde "colocarla" y la deja un instante en el suelo, luego va por un "lecho". Lo coloca en el suelo y se acuesta invitando, lascivo, a la Doncella.

 

La Doncella. — Dulce señor, ya que mi fin cercano está... Lo sé pues no estoy ajena a vuestras artes mortales amorosas… Permitidme, os ruego, este deseo...

 

El Príncipe Dragón. — Ninguna petición será escuchada. Tiéndete en el lecho que a acabar contigo, y con tus vanos intentos de impedirlo, voy dispuesto.

 

La Doncella. — Lo haré sin duda, os lo prometo; pero... Singular deleite causaría, en mí, que dejaras de lado vuestra ropa, y luego yo, también despojaré de mi cuerpo este vestido que me estorba.

 

El Príncipe Dragón. — Pareciera que dispuesta estáis a disfrutar de esta aventura que, al menos para vos, será la última. Me despojaré de mi ropa, que es envoltura singular como sabéis (Se quita el saco).

 

La Doncella. — Ahora quitaré yo mi camisa. Así, desnuda, veréis que soy la amante fiel que siempre habíais deseado (Se quita el primer vestido).

 

El Príncipe Dragón. — Mas no veo, ni asomándome a ese cuerpo voluptuoso, vestigios de piel o de sudor alguno, ¿acaso estáis hecha de tela? ¿acaso vuestra dulce piel es de algodón, doncella mía?

 

La Doncella. — No más que vos, Alteza mía, estáis cubierto de membranas raras. ¿Qué es esta dura piel si no?, ¿qué puede haber debajo?

 

El Príncipe Dragón. — (Se quita los zapatos) Descubriréis que esta piel encierra más sensualidad de la que hubierais podido imaginaros. Pero ¿qué pasa? Debéis a vuestra vez quitaros esa prenda, ese impuro vestido que cubre vuestro cuerpo, ¿qué esperáis?

 

La Doncella. — (Segundo vestido) Ya está. Y seguimos tal como antes, pues no sabría decir si lo que veo es la envoltura de un pez, o de un lagarto, o una serpiente... No mostráis sino algo parecido al escamoso pellejo de… un dragón, en fin.

 

El Príncipe Dragón. — ¡Pues qué esperabais!

Por mi parte yo no alcanzo a distinguir más que un tejido que me enreda, y que me quiere hacer caer. Confesad, ¡qué sortilegio tramas!

 

La Doncella. — ¡Oh seductor misterio!, ¡oh lamentable hechizo!

 

El Príncipe Dragón. — ¿Vos misma habláis de encantamientos, Bruja? Terminaré contigo y tus malignas artes! ¡Venid a mí, que he de tragarte!

 

La Doncella. — Acabad conmigo amado mío, que luchar no quiero con vos, que sois sin duda mi destino, mi amor, mi Dios en suma.

 

El Príncipe Dragón. — ¿Es cierto cuanto escucho? ¿No teméis, de mí, la muerte más atroz?

 

La Doncella. — No, porque en verdad os amo.

 

El Príncipe Dragón. — Nunca esperé palabras tales; no sé qué debo hacer, el único apetito que concibo es devorarle todo el cuerpo; no quiero esta confusión que a mis entrañas viene.

 

La Doncella. — Acabad conmigo, lo deseo, pero antes debéis gozar del cuerpo que te espera; yo a mí vez quiero sentir, es una súplica, tu cuerpo desnudo en viva piel sobre mi carne fresca.

 

El Príncipe Dragón. — Muy bien, doncella; mas deberéis quitaros ahora vos primero ese vestido.

 

La Doncella. — Así lo haré (Se quita el tercer vestido).

 

El Príncipe Dragón. — Y yo a mí vez... (Se quita la camisa) Mas no veo aún la piel desnuda.

 

La Doncella. — Hagamos otro intento (Cuarta vestido).

 

El Príncipe Dragón. — De acuerdo estoy y ansioso (Se quita unos tirantes).

 

La Doncella. — Parece que es preciso quitar de cada lado alguna prenda más (Quinto vestido).

 

El Príncipe Dragón. — Sí (Se quita los pantalones).

 

La Doncella. — Alguna otra, es necesario (Sexto vestido).

 

El Príncipe Dragón. — Sí. (Se quita un calcetín) Alcanzo a distinguir una pasión que nunca concebí por gente alguna; quitaos ya todas las prendas que os faltan, pues súbita emoción me invade el ser, y no sabría continuar con este asunto, sin lanzarme sobre vos y someteros al abrazo más intenso que pudo sospecharse jamás sobre este mundo.

 

La Doncella. — Calma, mi señor, y quitaos esa piel bestial que os falta, yo quitaré a mí vez ésta que agobia, que entorpece (Séptimo vestido).

 

El Príncipe Dragón. — Hecho está (Se quita el moño).

 

La Doncella. — No es suficiente, mas parece que con una... prenda más (Octavo vestido) ...todo comenzará para el amor, el nuestro, como jamás imaginasteis.

 

El Príncipe Dragón. — Con ésta... (Se quita el segundo calcetín) ya son ocho las pieles que cubrían mi cuerpo de dragón, no creo que falte alguna.

 

La Doncella. — Yo veo que sí, también a mí me sobra esta novena, la arrojaré, mas pediré que vos lancéis primero.

 

El Príncipe Dragón. — No aceptaré si no lo hacemos a la vez.

 

La Doncella. — Muy bien, hagámoslo los dos al mismo tiempo.

 

 

La Doncella se quita la camisa número nueve y todavía

conserva la décima, el Dragón parece que va a quitarse los

calzones, cuando quita, en un gesto orgásmico, su "última piel", la máscara.

 

El Príncipe Dragón. — Doncella, qué habéis hecho.

 

La Doncella. — Ésta es vuestra noche de bodas conmigo, recibidla.

 

La Doncella va por un atado de ramas secas y comienza a golpear, sin piedad, al Dragón.

 

El Príncipe Dragón. — He de matarte. No diré más.

 

La Doncella. — No podéis hacer más daño. Con estas ramas de encino hago olvidar cada uno de vuestros crímenes. Destruyo un falso ser. Acabo con tu maldición.

 

La Doncella pega sin piedad al cuerpo del Dragón hasta que ambos quedan exhaustos…

 

La Doncella. — Venid acá... necesitáis un baño; sumergíos dulcemente en esta tina que por agua tiene un mar de leche hirviente; os dormiréis después conmigo en un abrazo, ¿os place?

 

El Príncipe Dragón. — El baño es tan ardiente como el fuego y sin embargo me conforta, me sumerge en mí mismo y no sabría decir ya nada más con un sentido; quiero dormir profundamente.

 

La Doncella. — Son esos deseos que hago míos y serán cumplidos en este mismo instante. Venid a descansar, marido. En este lecho despertaremos mañana en una nueva historia, seremos los futuros Rey y Reina. Gobernaremos en este imperio cuando los viejos reyes falten; ya lo verás. Ahora, mi Príncipe, mi Señor, podéis dormir.

 

 

*** X ***

Y… a la mañana siguiente… en el jardín.

 

El Rey. — Y... ¿habrásela comido?

 

El Paje. — Sin duda.

 

La Reina. — Pobre muchacha, tan grácil, tan esbelta... Es una lástima que haya muerto, la pobre, de ese modo.

 

El Rey. — Lo cierto es que el Príncipe, el Dragón, no ha salido todavía de su habitación, ¿qué habrá pasado?

 

La Doncella. — Señores, parientes míos tan dilectos, heme aquí. Yo sé que gusto os causará saber que mi vida no ha expirado, y que el dragón...

 

La Reina. — Es una arpía, lo dicho: ¡lo ha matado!

 

El Rey. — ¿Es eso cierto, pequeña…, lo habéis asesinado?

 

El Paje. — Eso está claro, mirad: en su sonrisa satisfecha muestra la falta, el crimen, el delito, la infracción, la fechoría.

 

El Príncipe. — Yo no diría tanto.

 

Todos. — Ooooooh... (El "Príncipe" llega convertido en un absoluto imbécil: viste, habla y camina como un "Forrest Gump". Por otra parte, no tiene un pelo de tonto).

 

La Reina. — ¿Y quién es este hermoso joven que se atreve a irrumpir la paz de este castillo?

 

El Príncipe. — Madre, ¿no reconocéis a vuestro hijo?...

 

La Reina. — Es cierto, el alma me lo dice, me grita. Venid acá oh sangre mía, dad un abrazo a vuestra madre que os adora.

 

El Rey. — ¿Ése es el príncipe?

 

El Paje. — Sin duda, Majestad; eso es tan evidente como que vos sois el Rey y yo, pues yo soy un paje miserable.

 

El Príncipe. — Padre, y vos, no abrazáis a vuestro hijo.

 

El Rey. — No sé... Si vuestra madre os reconoce... Pues con eso a mí me basta...

 

El Príncipe. — Pero, majestad, oh, padre mío...

 

La Reina. — ¡Marido!

 

El Rey. — ¡Ven a mis brazos, muchacho!

 

El Príncipe. —¡Padre!

 

La Reina. — Bueno, pues ahora que el asunto, por fortuna, se ha resuelto, no os queda más que abandonar este lugar que sin dudarlo fue eventual, fue pasajero.

 

El Rey. — ¿A quién le habláis así?

 

El Príncipe. —¿A mí?

 

El Paje. — ¿A mí?

 

La Doncella. — No, a mí... que por lo visto no tengo mucho que hacer en este sitio, adiós, me marcho.

 

El Príncipe. — Pero prenda mía, que decís, venid acá. Madre, tened cuidado con lo que decís.

 

El Rey. — Tened, tened cuidado.

 

El Paje. — Su majestad, debería tener cuidado.

La Reina. — Habría que meditar sin duda en el enlace que tuvisteis con esta linda muchacha, bondadosa sí, pero yo, como podréis imaginar, deseo para vos una Princesa.

 

El Paje. — Claro, una real dama de corte muy lejana.

 

El Rey. — Querida, callada quedarías mejor.

 

El Paje. — Sí.

 

El Rey. — Y vos también, Paje.

 

El Príncipe. — Madre, padre... Mal parece que escucharon mis oídos alguno que otro desatino seguramente nacido de mi imaginación y fantasía. Vos, esposa mía, no escuchaste oposición alguna, de nadie, ¿no es así?

 

La Doncella. — Oh, no, mi dueño y mi señor.

 

La Reina. — Pues yo digo que...

 

El Príncipe. — Padre mío, desde luego vendrán los tiempos en que vos, lo que sabéis, me lo enseñéis como es debido.

 

El Rey. — Será un placer, oh Príncipe.

 

El Príncipe. — Madre mía, vuestra experiencia y artes son fuente inagotable que, sin duda, y con vuestro seguro beneplácito, sabréis transmitir a la princesa.

La Reina. — ¿Yo?

 

La Doncella. — ¿A mí?

 

El Paje. — A cuál princesa.

 

El Príncipe. —¿Madre, verdad que estáis de acuerdo?

 

La Reina. — Oh... sí... sabré muy sabiamente conducirla con sabiduría, con fuerza y generosidad, ¿verdad, oh, hija mía?

 

La Doncella. — Oh, claro… madre.

 

El Rey. — Pues no se diga más, hemos de celebrar como es preciso estos sucesos, vayamos todos juntos al Salón Principal de este castillo.

 

El Paje. — Señor, debo decir que ha tiempo que sucio y olvidado está ese sitio.

 

El Príncipe. — No hay de qué preocuparse, Paje.

 

El Rey. — No, vos limpiaréis muy bien si eso es preciso.

 

El Paje. — Ya me pondré a trabajar… No lo dudéis…  Con Permisito.

 

El Príncipe. — Vamos, padre querido.

 

El Rey. — Vamos, vayamos todos juntos.

 

Salen Rey, Príncipe y Paje.

 

La Reina. — Antes que entremos, hija mía, y ya que sabiamente hemos logrado establecer lazos dichosos. Ahora, como signo de amistad, os mostraré mis más íntimos, magníficos, tesoros.

 

La Doncella. — Oh, gracias, madre.

 

La Reina. — ¡Mis rosales!

 

La Doncella. — Son tan... ¡hermosos!

 

La Reina. — Y hay algo más, como veréis, si hacéis conciencia: dos tipos de rosa son las que cultivo: blanca y roja; dos colores. Son manjar de dioses, así, sin cocinar, tiernas y frescas.

 

La Doncella. — ¿De verdad?

 

La Reina. — El mejor sabor nace al probar la unión de ambas delicias en un solo bocado.

 

La Doncella. — Oh, nunca lo hubiera imaginado.

 

La Reina. — Tomad, y vayamos con mi gran marido el Rey, también con vuestro príncipe.

 

La Doncella. — Notarán que hemos tardado...

 

La Reina. — Comedlas, si queréis, muy lentamente; más tarde, si gustáis, regresaremos por más a este jardín, y a vuestros antojos daremos, si es preciso, pronto fin.

 

La Doncella. — Sí.

 

Oscuro

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