jueves, 28 de julio de 2022

  


 

Personajes: 

Sofía 

Margo 

Sara 

Arturo 

Max 

Francisco 

El Ejecutivo 

La Recepcionista 

 
Vemos la sala de espera de una oficina: un discreto escritorio, dos o tres incómodos sillones y una mesita al centro. En las paredes cuelgan algunos cuadros impersonales: naturalezas muertas. En una esquina, en el suelo, un arreglo floral: rosas rojas. A la izquierda la puerta principal; al fondo, la puerta de un despacho. 

 
En los sillones se encuentran: Sofía (29 años: ensimismada), Sara (35 años: dormida), Francisco (28 años: hojea revistas), Margo (65 años: absorta), y Arturo (38 años: mira la palma de su mano). En el escritorio se encuentra una adusta y eficiente recepcionista: edad indefinida. 

Después de unos segundos llega un hombre impecablemente vestido de traje: es El Ejecutivo. Todos lo miran inquietos. El hombre se acerca a la recepcionista y le dice algo al oído. Señalan a Arturo, quien se levanta y les entrega un expediente. El ejecutivo revisa y firma el documento; la recepcionista lo sella y se lo da de nuevo al ejecutivo, quien, con aire grave, entra a su despacho. Arturo regresa a sentarse cerca de Sofía. 
 
 
Arturo. — ¿Tan seria, Sofía? 

 
Sofia. — Ya ves. 

 
Arturo. — Ahí está Sara. Se ve que no ha dormido. Ahí está el buen Francisco, siempre atormentado. 

 
Sofia. — Le va mal. 

 
Arturo. — Margo... ¿ella compró las rosas? 

 
Sofia. — Seguro. 

 
Arturo. — No me equivoqué. 

 
Arturo se levanta, se acerca a la Recepcionista y le pregunta algo al oído, ella asiente. Luego regresa a su lugar, toma un pequeño portafolios y lo abraza, ansioso. 

 
Sofia. — ¿Ya es hora? 

 
Arturo. — Todavía no; es hasta que nos llamen. 

 
Sofia. — Muchos trámites. 

 
Arturo. — Sí. Cada uno tiene su fecha y su hora. Algunos no tienen prisa; a la mayoría no le importa o ni siquiera lo piensa. (En voz baja.) Yo hice trampa. 

 
Sofia. — Me lo imaginé. 

 
Arturo. — ¿Y por qué no? Quise hacerlo. 

 
Sofia. — Sí. 

 
Arturo. — Pero ya estoy cansado; quiero reunirme con Sergio. Tenía la esperanza de que surgiera un hecho extraordinario, alguna peripecia inusitada, pero... Nunca hay que forzar las cosas. 

 
Sofia. — Soñé con una bestia colosal, un toro. Respiraba furioso junto a mí, pero no me embestía. Alguien, un hombre, me dijo: no lo veas fijamente, hazlo bajando la mirada, con la mirada gris, hacia abajo. El toro estaba junto a mí y yo lo acariciaba apenas, como sin hacerle caso. Me gustaba el toro, era mi amigo. 

 
Francisco. — (A Arturo) A mí me gustaría un café, muy cargado. 

 
Arturo. — (Refiriéndose a la Recepcionista) ¿Por qué no se lo pides? 

 
Francisco. — Se ve que tiene mal carácter. 

 
Arturo. — No lo creas. Pídeselo. 

 
Francisco. — (A la Recepcionista) ¿Puedo tomar café? 

 
La Recepcionista asiente con un gesto casi imperceptible. Francisco va hacia una mesita donde se encuentra una cafetera. Se sirve un café, y lo toma de pie, a pequeños sorbos. 

 
Arturo. — (A Sofía) Francisco sigue comportándose como un adolescente. 

 
Sofia. — Y seguirá, pero le funciona. 

 
Arturo. — ¿Lo sigues amando? 

 
Sofia. — ¿Qué! Para nada. Yo nunca... 

 
Arturo. — Te gustaba. 

 
Sofia. — Esa es otra cosa, pero amarlo... Odio sus métodos de seducción: siempre tan desprotegido, como perrito hambriento. 

 
Francisco. — (Desde lejos) Soy el hombre de tus sueños, lo dijiste. 

 
Sofia. — ¡Nunca! 

 
Francisco. — Dijiste que era un amante inmejorable, en tus sueños. 

 
Arturo. — ¿Es Verdad? 

 
Sofia. — ¡No! (A Arturo) ¡Cómo puede ser tan vanidoso! Soy la única que no... ¡No voy a decir nada! 

 
Francisco. — (Se acerca a Sofía y mientras sigue tomando su café dice...) Me gustaría desabotonarte la blusa con los dientes, morderte los senos, lamerte los pezones. Quiero abrirte las piernas, meter mi cabeza entre tus muslos, luego... 

 
Sofia. — ¡Basta! Vete de aquí. (Francisco regresa sonriente a su lugar, siempre tomando pequeños sorbos de café) Es inconcebible. Es tan vanidoso que sería capaz de acostarse conmigo solo porque ahora lo rechazo. 

 
Arturo. — ¿Dices que le va mal? 

 
Sofia. — A mí él no me importa. 

 
Arturo. — ¿Te va mal, Francisco? 

 
Francisco. — ¿Mal? Me ha ido de la hiperverga, en varios aspectos, pero lo peor es el dinero. Tengo que encontrar un trabajo estable. He estado comiendo arroz y solo arroz. Vendí unos cascos de Coca-Cola para comprar queso, tortillas, cigarros, y ya. He comido eso durante tres días. Gracias a dios hoy me pagaron 800 pesos por una semana de arduo, muy arduo trabajo. 

 
Sofia. — ¿No te lo dije? Se comporta como perrito sin dueño. Francisquito, ¿no quieres que te preste quinientos pesos? 

 
Francisco. — ¿Solo quinientos? 

 
Sofia. — Eres un asco. 

 
Arturo. — (Sin mirar a nadie directamente) ¿Y no andas con nadie ahora? 

 
Sofia. — ¿Yo? 

 
Arturo. — No, sí, también... Disculpa, le preguntaba a Francisco. 

 
Sofia. — ¿Eso? Sus conquistas le duran una hora... ¿cuánto duró la última? 

 
Francisco. — ¿Me hablas a mí? 

 
Sofia. — ¿Dos horas? 

 
Francisco. — Un poco más... La rescaté de un viaje de éxtasis. Veinticinco años, con coche golf, con dinero: dueña de dos casas y más o menos dispuesta. Salimos durante cuatro días, fuimos a comer, vimos teatro, cenamos, comimos... Cogimos muy bien una vez; algunas otras veces simplemente cogimos. El último día que nos vimos, de repente, después de haber visto una obra de teatro en Coyoacán, ya en su casa, la intenté besar. 

 
Sofia. — Pero no has dicho su nombre. 

 
Francisco. — ¿Quieres nombres y todo? 

 
Sofia. — Pues sí. 

 
Francisco. — Martha. 

 
Sofia. — No, en serio. 

 
Francisco. — Así se llamaba, qué quieres. Yo estaba verdaderamente pacheco. Se portó tan evasiva... Yo no sabía qué le pasaba. Me dijo que se sentía como prostituta, que no creía en las relaciones, que siempre acababa sintiéndose fría y lejana, que no quería seguir. 

 
Silencio. Entra Max, 39 años, alto y delgado. Es muy elegante. Se sienta en un sillón, apartado de todos. Abre un portafolios, saca algunos papeles y los revisa rápidamente, con fastidio. Se levanta y va con la Recepcionista. Ella, muy profesional, recibe los documentos y le entrega un cuestionario. Max regresa a contestarlo a su lugar. 

 
Max. — (Habla mientras responde el cuestionario, mirando de vez en cuando a Sofía y a Arturo) Vi una encuesta en la tele sobre cómo pensaban ciertos grupos que les iba en su vida. Entre mucho mejor y mucho peor había distintas opciones. Yo estoy en la reducida población, 3%, de los que les va mucho peor. Los de mucho mejor son del 3% también. Los extremos siempre engloban a pocos. 

 
Sofía. — A mí en la vida me va más o menos, ¿en qué porcentaje estaré? 

 
Arturo. — Yo nunca he creído en las estadísticas. 

 
Max. — El mío es un problema de comunicación. De no saber tratar al otro, de no interesarme por los demás. Mi problema es desconfiar de los demás, es querer estar solo porque los demás me dan demasiado miedo. Estoy pensando siempre que me van a hacer daño y por eso alejo cualquier posibilidad de establecer vínculos reales. Qué puta neurosis. 

 
Sofia. — Pobre Max, siempre me ha caído bien, pero es tan agresivo, tan inaccesible. 

 
Arturo. — Yo creo que es un tipazo, y no te lo digo porque esté aquí presente, lo diría igual. Con él he pasado los momentos más divertidos que recuerde. 

 
Francisco. — A mí al principio, cuando lo conocí, me daba miedo. Me parecía que me iba a fulminar con esa mirada que tiene. Te acuerdas Max, ¿cuando nos fuimos de vacaciones los tres a la playa? 

 
Max mira a Francisco y por toda respuesta emite un gruñido. 

 
Sofia. — ¿Cuáles tres? 

 
Francisco. — Pues cuáles: yo, Arturo y Max. 

 
Sofia. — El burro primero. 

 
Francisco. — Pasamos una de las navidades más aciagas de que tenga memoria. 

 
Sofia. — ¡Aciagas!, ¡vaya con la palabrita! 

 
Francisco. — ¿Qué quieres que diga? Horrendas, espeluznantes, ¿jodidas?... ¿te acuerdas Max?, en Morelia, eran como las dos de la mañana y lo único que tuvimos para cena fue el último hot dog del último carrito de hot dogs que había en el centro. Un hot dog para tres, fue delicioso. 

 
Sofia. — Mhh. 

 
Francisco. — Luego, en el hotel, nos atascamos con el pastel de navidad que la mamá de Arturo había cocinado... Una coca familiar y media botella de alcohol de noventa y seis. Estos desgraciados no me dejaron dormir en toda la noche. 

 
Sofia. — ¿Por qué? 

 
Francisco. — ¿Tú por qué crees? 

 
Arturo. — (Con doble intención) Estuvimos "platicando" toda la noche. 

 
Sofia. — Ahh. 

 
Max. — Malditos formularios, ¿ustedes creen que yo me voy a acordar de cuál es mi número de naturalización? ¿qué es eso? 

 
Arturo. — Es solo para extranjeros, Max. Pero sí, ¡preguntan cada cosa! 

 
Max. — De repente miro al vacío y no pasa nada. Nada. Solo me angustio de que no pase nada y de que estoy seguro no pasará nada. Me dan ganas de acabar con todo, pero es solamente una vaga idea. No me atrevería a suicidarme. El caso es que tampoco me atrevo a hacer nada para que mi circunstancia cambie. Qué en serio me tomo, pero el asunto es serio. 

 
Silencio. 
Se abre la puerta del despacho y el ejecutivo aparece con un documento en la mano. 

 
El Ejecutivo. — Voy a decir los nombres de las personas que están en el conteo relativo. Debo aclarar que el hecho de que alguno de ustedes esté en esta lista no significa necesariamente que vayan a ser ingresados; solo indica que han venido cubriendo los requisitos correspondientes y que su expediente está siendo revisado. Al final del día las personas que ya requisitaron la categoría bf 0650 serán llamadas para su ingreso final. Por lo pronto... Señor Arturo Morales Olguín. 

 
Arturo. — Aquí. 

 
El Ejecutivo. — Señor Maximiliano Santos García Oleguibel. 

 
Max. — Olaguibel. 

 
El Ejecutivo. — Señor Joaquín Arizmendi Loaeza. 

 
Nadie contesta 

 
El Ejecutivo. — ¿No está?... ¿Señora Consuelo Gutiérrez González?... (Nadie contesta) ¿no?... Señora Margarita García Olaguibel Miranda. 

 
Margo, quien hasta el momento había permanecido totalmente absorta, responde con un gesto seco, para retomar inmediatamente la misma actitud. 

 
El Ejecutivo. — ¿Señor Jorge Murcio Montoya? (Nadie contesta) Señorita Sofía Trueba Alcántara. 

 
Sofia. — Presente, señor. 

 
El Ejecutivo. — Señor Francisco Toledano Flores. 

 
Francisco.  Aquí. 

 
El Ejecutivo. — Y por último... La señorita María Sara Rendón Batalla... 

 
Sofia. — ¿No es Sara? 

 
El Ejecutivo. — ¿Está? 

 
Sofia. — ¡Sara, despierta! 

 
Sara. — ¿Qué?... ¿ya? 

 
El Ejecutivo. — ¿María Sara Rendón Batalla? 

 
Sara. — (Adormilada) Sí, yo... 

 
El Ejecutivo. — Parece que ha habido algunos errores en su bf- 005, ¿podría cotejar los datos con Leonor? 

 
Sara. — ¿Leonor? 

 
El Ejecutivo. — la Recepcionista. 

 
Sara. — Sí, desde luego, señor. 

 
El Ejecutivo. — (A la recepcionista) Hazte cargo. 

 
El ejecutivo vuelve a su despacho. Sara busca en un morral artesanal de lana ya muy gastado. Saca unos documentos y trata de ordenarlos. 

 
Sofia. — ¿Y eso fue todo? 

 
Arturo. — ¿Querías más? Ya estamos en la lista. 

 
Sofia. — Pero algunos ni siquiera están aquí. 

 
Arturo. — Siempre sucede. 

 
Sofia. — ¿Se imaginan? ¿que se equivocaran de persona? 

 
Francisco. — Investigan a fondo. 

 
Sofia. — No sé, quizá no todo lo tengan planeado. Por ejemplo, qué es eso de que todavía usen máquina de escribir, ¿qué no saben que el mundo ha evolucionado? 

 
Arturo. — ¿Sí? 

 
Sofia. — ¡Y este lugar... Tan sórdido! Es como si las calles y la gente hubieran quedado muy lejos. 

 
Francisco. — Oye, Sara, yo siempre he querido un morral como el tuyo, pero todavía no lo he encontrado. 

 
Arturo. — No la molestes; ves que se hace cruces con la documentación y tú todavía... 

 
Sofia. — Yo ya lo he dicho: Francisco es un animal. ¿te ayudamos, Sara? 

 
Sara. — No, ya casi termino... (A la recepcionista) ¿la bf-005 tiene que llevar el sello naranja con la firma de recibido? 

 
La recepcionista simplemente asiente. 

 
Francisco. — No, la que es un tormento es la bf- 001 tienes que conseguir hasta el acta de matrimonio de tus abuelos, y luego, cuatro fotografías tamaño postal, tres fotografías miñón, seis fotografías tamaño infantil... Uf... 

 
Sofia. — A ti esas no te han de haber costado trabajo, las infantiles. 

 
Francisco. — Vieras que sí: son muy caras. 

 
Sara. — Ya está... (Se levanta con un mar de papeles, de ahí saca una hoja y se la entrega a la Recepcionista) Me había quedado con el original. ¿todo bien? 

 
La recepcionista asiente. Sara se queda algunos segundos esperando algún comentario más, pero la Recepcionista, sin voltearla a ver, se levanta con el documento y entra al despacho de El Ejecutivo. 

 
Arturo. — Sara: no tienes remedio. 

 
Sara. — Es que estos cabrones... 

 
Arturo. — ¡Sarita! 

 
Sara. — Es que eso son, unos cabrones. No les importa mi vida, no les importa si tengo que cuidar a mi hijo, no les interesa si tengo que trabajar como una esclava o si tengo que pasarme las noches en vela en el hospital... 

 
Arturo. — ¿El hospital?... Por qué, qué pasó. 

 
Sara. — Soy una imbécil... (Pausa) No queríamos que supieras. 

 
Arturo. — Qué. 

 
Sara. — Es Marco... Está internado. 

 
Pausa. 

 
Arturo. — Carajo. 

 
Pausa. 

 
Sara. — Desde hace tres semanas. 

 
Arturo. — ¿muy grave? 

 
Sara. — Delicado. 

 
Arturo. — Quisiera verlo. 

 
Sara. — Ya sabes cómo es esto: antes que nadie la familia se hace cargo. Es un poco como si se volviera a nacer. A mí me dejaron cuidarlo porque... No sé, la familia de Marco siempre tuvo la idea de que yo había sido su novia o algo así. 

 
Francisco. — Bueno, fuiste una de las pocas mujeres en su vida. 

 
Sofia. — Francisco, no tienes madre. 

 
Sara. — Siempre había pensado que lo más hermoso de una relación era el romance. Ahora, a pesar de que puedo nombrar a Marco como el hombre de mi vida, pienso que lo más importante para mí fueron estos últimos años, en los que solo puedo decir que fuimos amigos... (A Arturo) Él sabe que lo quisiste mucho. 

 
Arturo. — Espero que sí. 

 
Pausa larga. Sara cierra los ojos. 

 
Max. — Soñé una casa luminosa con una enorme alberca, pero enorme alberca. El trampolín estaba muy en lo alto; también había un tobogán. Un clavadista suspendido en las alturas parecía estar preparado, pero cualquiera hubiera pensado que tenía miedo de caer fuera de la fosa; necesitaba calcularlo todo muy bien antes de entrar al agua. Cuando desperté tuve la seguridad de que "echarse el clavado" era morirse. La fosa de clavados era una tumba. 

 
Arturo. — Estamos como en guerra o como si fuéramos muy, muy viejos. Estamos llenos de muerte y no sabemos qué hacer con ella. 

 
Francisco. — Yo bebo. Bebo y he bebido todos, todos los días. Y no me ayuda en nada, a pesar de que por lo menos me emboto y no pienso. Me encuentro no en un callejón sin salida sino en algo peor, un callejón sin el concepto salida. Qué te parece, Arturo, en la última fiesta bebí como hace rato no lo hacía. En el sillón, cuando estaba muy borracho, no sé si oí que hablaban de mí o si de verdad lo hacían. Alguien le decía a otro: "es una pena verlo así". Creo que lo imaginé, pero es muy triste que me tengan pena. 

 
Arturo. — Sara me contó que te vio esperando el camión en Insurgentes, que te hizo señas y no volteaste. ¿verdad, Sara? 

 
Sofia. — Está dormida. Yo a quien vi esperando en una parada fue a Rubén, ¿se acuerdan de Rubén? El que se peinaba con limón y sacaba puras emebés, siempre tan zalamero y jactancioso. 

 
Francisco. — ¡Zalamero!... Y tú me criticas por mis palabras domingueras. ¡zalamero! 

 
Sofia. — (Sin inmutarse) Yo pensé: así que de nada le sirvió sacar puros dieces al buen Rubén. Qué formal es hasta esperando el camión. Se veía desencajado, a punto de la desesperación. 

 
Francisco. — Es que a veces pensamos las cosas un millón de veces antes de simplemente hacerlas. Yo, por ejemplo, sé que es sencillo realizar muchas pequeñas hazañas como... Apagar el gas, antes de permitir que se evapore el agua y se queme la olla. Pienso en levantarme y me veo realizando ese pequeñísimo prodigio que es girar la llave del gas y listo, el agua deja de hervir, sin embargo, solamente lo pienso y claro, ¿saben cuántas ollas tengo hechas un chicharrón. 

 
Sofia. — ¿Qué tiene que ver todo eso con Rubén? 

 
Francisco. — ¿En qué sentido? 

 
Sofia. — ¿Francisco, dónde aprendiste a pensar? 

 
Francisco. — Sofía, no te gustaría casarte conmigo, me encanta que te pases la vida regañándome. 

 
Sofia. — Tal vez en otra vida. 

 
Francisco. — Ya dijiste. 

 
La Recepcionista sale del despacho del ejecutivo con una nueva lista. 

 
La Recepcionista. ¿El señor Marco Antonio Solís Vergara? ¿la señora Nancy Rosedal Torres? ¿Mauricio Parra Solís? 

 
Sofia. — ¡Mauricio?, ¡Mauricio Parra? 

 
La Recepcionista. — ¿Lo conoce? 

 
Sofia. — ¿Conocerlo? ¿dijo Mauricio Parra Solís? 

 
La Recepcionista. — Así es. 

 
Sofia. — (A los demás) ¿Mauricio se apellida Parra? 

 
Arturo. — Tú deberías saberlo. 

 
Sofia. — Pues no me acuerdo. Creo que Parra Ceruti (A la recepcionista) No, disculpe es Mauricio Parra Ceruti. ¿No es ese, verdad? 

 
La recepcionista niega con la cabeza e inmediatamente después se mete al despacho. 

 
Francisco. — Insisto en que tiene mal carácter. 

 
Sofia. — ¿Qué será de mauricio? Me acuerdo que una vez intenté ir con él al cine y fue un desastre. Íbamos a ver una de Tarkovski, imagínense. Él llegó tarde y eso me puso de malas desde el principio. Fuimos a la taquilla y descubrimos que no había boletos. Decidimos ir a tomar una cerveza mientras. Me empecé a sulfurar desde el momento en que se puso a hablar mal de todo lo que veía y a tratarme como si yo fuera una extranjera en mi propio país. Me dijo: (Imita un acento argentino) "qué curioso estar rodeado de puros extranjeros". Yo, le contesté: "mi vida, aquí el único extranjero eres tú". 

 
Margo, quien hasta el momento había estado sumergida en un asiento poco visible, se levanta, se acerca al arreglo floral, y en cuclillas, quita algunas rosas. Luego, las reparte a los demás, diciendo a cada uno la misma frase. 

 
Margo. — Es inútil cultivar recuerdos, es absurdo. 

 
Le dice a todos lo mismo, pero cuando llega con Max se queda un momento en silencio y luego repite: 

 
Margo. — Es inútil cultivar recuerdos, es absurdo. 

 
Max. — Siempre has sido tan dura. 

 
Margo. — He tenido que serlo. Cuando murió tu padre, ni una lágrima. 

 
Max. — Soy igual que tú. 

 
Margo. — Eres débil. Has guardado silencio y eso está bien a veces, pero tú has ido demasiado lejos. Aquí están tus amigos. 

 
Max. — Lo sé. 

 
Francisco. — Déjelo, señora, él siempre ha sido... 

 
Max. — ¿Yo qué? 

 
Francisco. — Nada, Max. Mira, yo te he estado hablando por teléfono casi todos los días y siempre es la misma respuesta. "ahora no quiere hablar con nadie, se siente mal". ¿No es cierto, señora? 

 
Sofia. — Yo también te he tratado de hablar. 

 
Max. — ¿Y por qué no me han ido a ver? Nunca he salido de casa. (Pausa) Yo estoy de acuerdo con mi madre: la memoria es inútil. Hay tantas historias absurdas. Me pregunto qué va a pasar con todo lo que he aprendido: tantas lecturas, tanta experiencia. Yo he dado mucho, generosamente, he sido un buen maestro, sobre todo he sido un buen amigo. Ahora estoy cansado. Me sé de memoria lo que viene, ya lo he visto muchas veces. Esta vez me toca a mí. (Pausa) Voy a darle vuelta a la hoja, todos los demás deberían hacer lo mismo, tú también mamá. 

 
Margo. — Algunos de ustedes son héroes sin homenaje. 

 
Max. — Es mejor así, algunos homenajes solamente engargolan el espíritu. 

 
Margo. — Nunca he dicho nada, pero paso las tardes en silencio, pensando en todos ustedes. Mi vida seguirá entre pequeñas brumas, horarios exactos y visitas cotidianas. No contaré las horas, pero nada será igual. 

 
Max. — Hay que cambiar de página, madre. 

 
Margo. — A cambiar de página, amor. (Regresa a su sillón) 

 
Silencio 

 
Francisco. — Cuando murió esteban había muchas velas, ¿se acuerdan?... Yo había estado con su mamá un buen rato y en eso que me llama no sé quién, creo que Mónica. Pasé delante de la mesita con las veladoras y sentí como si me incendiara pero sin quemarme, una sensación de fuego muy agradable. Estoy seguro de que se despidió de mí en esa forma... (Pausa) Yo no creo que la memoria sea inútil, al contrario, creo que nos da sentido, maldita o llena de luz. Y sin embargo, yo no tengo ningún prueba de las batallas que he vivido, ninguna cicatriz visible... Ni siquiera una señal tan simple como una carta, una foto: todo lo rompo. Es como si muchas historias no hubieran sucedido. No me gustan las cosas, los objetos, los trofeos. Me gustan en las casas de otros, ahí están bien esas pequeñas figuritas, esos diminutos cofrecitos llenos de historias. 

 
Arturo. — Yo tampoco tengo fotos de nadie, siempre fui muy espartano, como Francisco. La ropa que llevara encima... Mis zapatos... Y ya. 
Todos vuelven a quedar en silencio. De pronto Sofía trata de reprimir una carcajada pero no puede. 

 
Sofia. — Perdón. Pero es que... Yo me puse hasta mi madre y ¡dije cada estupidez! 

 
Francisco. — ¿En el velorio? 

 
Arturo. — Sí, todos nos pusimos hasta atrás. 

 
Sofia. — Le dije a René, el novio de Susana que me encantaba el bulto que tenía bajo la bragueta. 

 
Arturo. — ¡Cómo pudiste! 

 
Sofia. — ¿Qtiene? ¿A ti no te gusta? 

 
Arturo. — Por supuesto que no. 

 
Sofia. — No seas hipócrita. 

 
Arturo. — Bueno, está bien, un poco, como a todos. 

 
Sofia. — ¿A todos?... A Francisco no. 

 
Francisco. — ¿A mí no qué? 

 
Sofia. — A ti no te gusta René, espero. 

 
Francisco. — Qué te puedo decir, aquí está la mamá de Max. 

 
Sofia. — No creo que, a estas alturas, doña Margo se asuste de nada. 

 
Francisco. — Pues mira, no es mal tipo. 

 
Arturo. — Paco, no andes tirando anzuelos, que luego no te aguantas. ¿qué es eso de que no es mal tipo? 

 
Francisco. — Eso, que no es mal tipo. 

 
Sofia. — ¿Tú también, Bruto? 

 
Francisco. — Solo dije que no era mal tipo, ¿me van a linchar? 

 
Sofia. — ¡Pero si parece un mecánico! 

 
Francisco. — ¿No dijiste que te gustaba? 

 
Sofia. — ¿Tienes algo contra los mecánicos? 

 
Arturo. — ¿Yo?... No. 

 
Francisco. — No entiendo nada. 

 
Sofia. — No eres el único. Mira, a mí me gustan pero no en espíritu, ¿me explico?... Quiero decir: el hecho de que me gusten no significa que no me gusten. 

 
Francisco. — Olvídalo. 

 
Arturo. — Yo tampoco entiendo nada ya. 

 
Silencio 
 
Sofia. — Anoche, como a las tres de la madrugada recibí una llamada grotesca. Era una voz de mujer, casi estoy segura. Me dejó grabado: "nenita... Hazme un 'guaguis' ayy". Fue asqueroso. Por varias razones. 

 
Max. — No me extraña que precisamente a ti te ocurran ese tipo de cosas. 

 
Sofia. —¿Y por qué lo de precisamente a mí? 

 
Max. — ¿No te das cuenta de que eres sumamente vulgar? "y tú con quién andas... Y, ¿no te gustaba fulanito? Y ¿no te acostaste con menganito"... Me das nauseas. 

 
Sofia. — Ushh... Disculpa, men, se me había olvidado que eras aristócrata. 

 
Max. — Pues aunque te moleste. 

 
Sofia. — "Maximiliano García Oleguibel". Estás orgulloso del García o del... Oleguibel... 

 
Max. — García Olaguibel, es apellido compuesto. 

 
Sofia. — Ohh. 

 
Sara. — Por qué no dejan de pelear. 

 
Arturo. — Ya despertó Sara. 

 
Sara. — No lo estaba... No estaba dormida. Estaba pensando en que sí, somos vulgares, somos cínicos, insoportables y lo peor de todo, indiferentes. Deberíamos hacer algo por nuestras vidas. 

 
Francisco. — Sara, siempre ha sido una idealista. 

 
Sara. — Y tú crees que es mejor cruzarse de brazos mientras la vida se nos va. 

 
Francisco. — Siempre has sido un idealista y una ingenua. Crees que con afiliarte a la sociedad civil de moda vas a cambiar el mundo. Tú buscas quimeras, héroes imposibles. Vas a las manifestaciones pensando que vas a transformar el mundo y ni siquiera sabes quién mueve los hilos ni con qué intención. Eres ingenua y anticuada. 

 
Sara. — Por lo menos no estoy en la reacción como otros. 

 
Francisco. — Dime reaccionario, pero no anticuado, mírate, Sara, pareces sacada del catálogo "folklorito venceremos", déjame decirte algo, el muro de Berlín ya no existe, es más, ¿sabías que desapareció la Unión Soviética? 

 
Sara. — Yo todavía pienso que hay hombres, y que pronto tendremos un líder a quién seguir. 

 
Francisco. — Sí, Sara, ojalá encuentres uno, te hace falta. 

 
Sara. — No me refería a eso... Mierda, más que mierda. 

 
Silencio muy largo. 

 
El Ejecutivo y la Recepcionista salen del despacho, se dirigen al escritorio y firman un documento. Voltean a ver a Arturo y luego hablan entre . Finalmente el Ejecutivo se dirige, muy molesto, a Arturo. 

 
El Ejecutivo. — ¿señor Arturo Morales Olguín? 

 
Arturo. — Sí. 

 
El Ejecutivo. — Podría ponerse de pie. 

 
Arturo. — Así estoy bien, señor. 

 
El Ejecutivo. — debo informarle que hemos tenido una serie de desajustes debidos a una incalificable falsificación de su parte. 

 
Arturo. — No me lo explico, señor. 

 
El Ejecutivo. — Según esto, usted debió ser transferido el día 24 de julio del año pasado, pero, por una alteración en su documentación primaria, el ingreso final fue retrasado en por lo menos doscientos cuarenta y tres días ejecutables. Los límites que usted ha traspasado impiden que le sea concedida la prórroga opcional. Asimismo, le informo que en el próximo ciclo le serán confiscados el número de días sustraídos más un 37% como recargo. ¿tiene algo que decir en su favor? 

 
Arturo. — Nada, a usted no tengo que decirle nada. 

 
El Ejecutivo. — muy bien. Entonces... Acompáñeme. 

 
Arturo. — Voy a despedirme. 

 
El Ejecutivo. — De ninguna manera. 

 
Arturo. — ¿Y quién me lo va a impedir? ¿Usted? 

 
El Ejecutivo. — (Mira su reloj) Tiene un minuto. 

 
El Ejecutivo entra a su despacho; la Recepcionista se sienta, impasible, en su escritorio. Arturo se queda en medio de la sala con la mirada en el piso. Sofia se levanta, lo abraza intensamente, lo besa y le acaricia el cabello. Francisco se levanta y se une al abrazo. Luego, Arturo se separa de ellos y va con Sara, quien solloza en el sillón, la acaricia y la besa; luego se despide de Margo con un beso en la mejilla. Finalmente se acerca a Max, le tiende la mano, pero el esquiva la mirada. 

 
Arturo. — ¿No te vas a despedir? 

 
Max. — No. 

 
Arturo. — ¿Por qué? 

 
Max. — Prefiero irme contigo. 

 
Arturo. — No entiendo, te quedan todavía algunos días, meses quizá. 

 
Max. — Prefiero irme. 

 
Arturo. — (A la Recepcionista) ¿Puede hacerlo? 

 
La Recepcionista asiente con un gesto indiferente. 
Max se levanta, toma su portafolios y dice sin mirar a nadie: 

 
Max. — Adiós a todos. 

 
El Ejecutivo vuelve a asomarse y mira a Arturo significativamente. 

 
El Ejecutivo. — Ya es hora. 

 
Arturo. — (Por Max) Viene conmigo. 

 
El Ejecutivo. — Es su decisión, todos sus papeles están en orden. 

 
Arturo. — Lo ves, Max: todo está en orden, qué curioso. Yo pensaba que tenía algo más que hacer o qué decir, pero no... Nada qué hacer, Max. Nada. 
 
Se dirigen hacia el interior del despacho. El ejecutivo cierra la puerta. 

 

 

A la memoria de Luis Pablo, Raúl, Sergio y Héctor. 

 

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