La inteligencia de las flores
Maurice Maeterlinck
I
QUIERO SIMPLEMENTE RECORDAR AQUI ALGUNOS hechos conocidos de todos los botánicos. No he realizado ningún descubrimiento, y mi modesta aportación se reduce a algunas observaciones elementales. No tengo, inútil es decirlo, la intención de pasar revista a todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Estas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores, en las que se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu. Si se encuentran plantas y flores torpes c desgraciadas, no las hay que se hallen enteramente desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad. Todas se aplican al cumplimiento de su obra; todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en el hasta el infinito la forma de existencia que representan. Para llegar a ese fin, tienen que vencer, a causa de la ley que las encadena al suelo, dificultades mucho mayores que las que se oponen a la multiplicación de los animales. Así es que la mayor parte de ellas recurren a astucias y combinaciones, a asechanzas que, en punto a balística, aviación y observación de los insectos, por ejemplo, precedieron con frecuencia a las invenciones y a los conocimientos del hombre.
II
Seria superfluo trazar el cuadro de los grandes sistemas de la fecundación floral: el juego de los estambres y del pistilo, la seducción de los perfumes, la atracción de los colores armoniosos y brillantes, la elaboración del néctar, absolutamente inútil para la flor y que esta no fabrica sino para atraer y retener al libertador extraño, al mensajero de amor, abejorro, abeja, mosca, mariposa o falena que debe traerle el beso del amante lejano, invisible... Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere. Ad es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra que rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija, que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado. ¿No es tan sorprendente que lo consiga, como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia? Veremos que la flor da al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad. Si hubiésemos desplegado en levantar diversas necesidades que nos abruman, por ejemplo las del dolor, de la vejez y de la muerte, la mitad de la energía que ha desplegado tal o cual pequeña flor de nuestros jardines, es de creer que nuestra suerte sería muy diferente de lo que es.
III Esa necesidad de movimiento, ese apetito de espacio, en la mayor parte de las plantas, se manifiesta a la vez en la flor y en el fruto. Se explica fácilmente en el fruto; o, en todo caso, no revela en el más que una experiencia, una previsión menos compleja. Al revés de lo que sucede en el reino animal, y a causa de la terrible ley de inmovilidad absoluta, el primero y el peor enemigo de la semilla es el tronco paterno. Nos encontramos en un mundo extraño, en que los padres, incapaces de cambiar de sitio, saben que están condena dos a matar de hambre o a ahogar a sus vástagos Toda semilla que cae al pie del árbol o de la planta es perdida o germinara en la miseria. De ahí inmenso esfuerzo para sacudir el yugo y conquistar el espacio. De ahí los maravillosos sistemas de diseminación, de propulsión, de aviación, que en todas partes encontramos en el bosque y en el llano, entre ellos, por no citar de paso más que algunos de los más curiosos: la hélice aérea o samán del arce, la fráctea del tilo, la máquina de cernerse del cardo, del amargón y del salsifí; los resortes explosivos del euforbio, la extraordinaria per surtidora de la momórdiga; y mil otros mecanismos inesperados y asombrosos, pues puede decirse que no hay semilla que no haya inventado algún procedimiento particular para evadirse de la sombra materna. El que no haya practicado un poco la botánica no puede creer el gasto de imaginación de ingenio que se hace en esa verdura que regocija nuestros ojos. Mirad, por ejemplo, la bonita olla de semilla de la anagálide roja, las cinco válvulas de la balsamina, las cinco cápsulas con disparador del geranio, etcétera. No dejéis de examinar, si tenéis ocasión de hacerlo, la vulgar cabeza de adormidera que se encuentra en todas las herboristerías. Hay en esa buena cabeza una prudencia y una previsión digna de los mayores elogios. Se sabe que encierra millares de semillitas negras sumamente pequeñas. Se trata de diseminar esa semilla lo más hábilmente y lo más lejos posible. Si la cápsula que la contiene se agrietase, cayese o se abriese por debajo, el precioso polvo negro no formaría más que un montón inútil al pie del tallo. Pero no puede salir sino por aberturas practicadas encima de la cáscara. Esta, una vez madura, se inclina sobre su pedúnculo, "inciensa" al menor soplo de aire y siembra, literalmente, con el gesto mismo del sembrador, la semilla en el espacio. ¿Hablare de las semillas que prevén su diseminación por los pájaros y que, para tentarlos, se acurrucan, como el muérdago, el enebro, el serbal, etcétera, en el fondo de un envoltorio azucarado? Hay ahí tal razonamiento, tal inteligencia de las causas finales, que no se atreve uno a insistir por temor de renovar los cándidos errores de Bernardino de Saint-Pierre. Sin embargo, los hechos no se explican de otra manera. El envoltorio azucarado es tan inútil para la semilla como el néctar, que atrae a las abejas, lo es para la flor. El pájaro se come el fruto porque es dulce y se traga al mismo tiempo la semilla, que es indigestible. El pájaro vuela y devuelve poco después, tal como la recibió, la semilla desembarazada de su vaina y dispuesta a germinar lejos de los peligros del lugar natal. IV Pero volvamos a combinaciones más sencillas. Tomad, al borde del camino, una brizna de cualquier mata de hierba, y sorprenderéis en su trabajo a una pequeña inteligencia independiente, incansable, imprevista. He aquí dos pobres plantas trepadoras que habéis encontrado mil veces en vuestros paseos, porque se las encuentra en todas partes y hasta en los rincones más ingratos en que se ha extraviado una mota de humus. Son dos variedades de alfalfas (Medicago) silvestres, dos malas hierbas en el sentido más modesto de la palabra. La una tiene una flor rojiza, la otra una borlita amarilla del grueso de un guisante. Al verlas escurrirse con disimulo por entre el césped y las orgullosas gramíneas, nadie sospecharía que muchos, antes que el ilustre geómetra y físico de Siracusa, descubrieron y trataron de aplicar no a la elevación de los líquidos, sino a la aviación, las asombrosas propiedades del tornillo de Arquímedes. Alojan, pues, sus semillas en ligeras espirales, de tres o cuatro revoluciones, admirablemente construidas, contando hacer de este modo más lenta su caída y, por consiguiente, prolongar con la ayuda del viento su viaje aéreo. Una de ellas, la amarilla, hasta ha perfeccionado el aparato de la roja guarneciendo los bordes de la espiral de una doble hilera de puntas, con la intención evidente de engancharla al paso, ya a la ropa de los transeúntes, ya a la lana de los animales. Claro es que espera unir las ventajas de la eriofilia, es decir de la diseminación de las semillas por medio de los carneros, cabras, conejos, etcétera, a las de la anemofilia o diseminación por medio del viento. Lo más sensible, en todo ese grande esfuerzo, es que es Mail. Las pobres alfalfas rojas y amarillas se equivocaron. Sus notables tornillos no les sirven para nada. No podrían funcionar sino cayendo de cierta altura, de la cima de un árbol o de una alta gramínea; pero, construidas al nivel de una hierba, apenas han dado un cuarto de vuelta cuando ya tocan al suelo. Tenemos aquí un curioso ejemplo de los errores, de los tanteos, de las experiencias y de los pequeños desengaños, bastante frecuentes, de la naturaleza: porque es preciso no haberla estudiado mucho para afirmar que la naturaleza no se equivoca nunca. Observemos, de paso, que otras variedades de alfalfas, sin hablar del trébol, otra leguminosa amariposada que casi se confunde con esta de la que nos ocupamos aquí, no han adoptado esos aparatos de aviación, se atienen al método primitivo de la vaina. En una de dm, la Medicago aurantiaca, se observa claramente la transición de la vaina torcida a la hélice. Otra variedad, la Medicago scutellata, redondea esa hélice en forma de bola, etcétera. Parece pues que asistamos al apasionante espectáculo de una especie en trabajo de invención, a los ensayos de una familia que aún no ha fijado su destino y busca la mejor manera de asegurar el porvenir. Debió ser en el curso de esa indagación cuando la alfalfa amarilla, desengañada de la espiral, le añadió las puntas, diciendo, no sin razón, que, puesto que su follaje atrae a las ovejas, es inevitable y justo que estas asuman el cuidado de su descendencia. ¿Y no es merced a ese nuevo esfuerzo y a esa buena idea como la alfalfa de flores amarillas se halla más diseminada que su robusta prima de flores rojas? V No es solamente en la semilla o en la flor, sino en la planta entera, tallo, hojas y raíces, donde se descubren, si quiere uno inclinarse un instante sobre su humilde trabajo, numerosas huellas de una inteligencia perspicaz. Recordad los magníficos esfuerzos hacia la luz de las ramas contrariadas, o la ingeniosa y valiente lucha de los arboles en peligro. Yo no olvidare nunca el admirable ejemplo de heroísmo que me daba el otro día, en Provenza, en las agrestes y deliciosas gargantas del Lobo, embalsamadas de violetas, un enorme laurel centenario. Se leía fácilmente en su tronco atormentando y por decirlo así convulsivo todo el drama de su vida tenaz y difícil. Un pájaro o el viento, dueños de los destinos, había llevado la semilla al flanco de una roca que caía perpendicularmente como una cortina de hierro; y el árbol había nacido allí, a doscientos metros sobre el torrente, inaccesible y solitario, entre las piedras ardientes y estériles. Desde las primeras horas, había enviado las ciegas raíces a la larga y penosa busca del agua precaria y del humus. Pero eso no era más que el cuidado hereditario de una especie que conoce la aridez del Mediodía. El joven tronco tenía que resolver un problema mucho más grave y más inesperado: partía de un piano vertical, de modo que su cima, en vez de subir hacia el cielo, se inclinaba sobre el abismo. Había sido pues necesario, a pesar del creciente peso de las ramas, corregir el primer impulso, acodillar, tenazmente, ras con ras de la roca, el tronco desconcertado, y mantener así —como un nadador que echa atrás la cabeza— con una voluntad, una tensión y una contracción incesantes, derecha y erguida en el aire, la pesada y frondosa corona de hojas. Desde entonces, en torno de ese nudo vital, se habían concentrado todas las preocupaciones, toda la energía consciente y libre de la planta. El codo monstruoso, hipertrofiado, revelaba una por una las inquietudes sucesivas de una especie de pensamiento que sabia aprovecharse de los avisos que le daban las lluvias y las tempestades. De año en año, se hacía más pesada la copa de follaje, sin más cuidado que el de desarrollarse en la luz y el calor, mientras que un cancro oscuro rola profundamente el brazo trágico que la sostenía en el espacio. Entonces, obedeciendo a no sé qué orden del instinto, dos sólidas raíces, dos cables cabelludos, salidos del tronco a más de dos pies por encima del codo, habían amarrado este a la pared de granito. ¿Habían sido realmente evocados por el apuro, o esperaban, quizá previsores, desde los primeros días la hora crítica del peligro para redoblar su auxilio? ¿No era más que una feliz casualidad? ¿Que ojo humano asistirá jamás a esos dramas mudos y demasiado largos para nuestra pequeña vida?3 . VI Entre los vegetales que dan las pruebas más sorprendentes de iniciativa, las plantas que pudiéramos llamar animadas o sensibles tendrían derecho a un estudio detallado. Me contentare con recordar los espantos de la sensitiva, la mimosa púdica que todos conocemos. Otras hierbas de movimientos espontáneos son más ignoradas; principalmente las hedisáreas, entre las cuales la Hedysarum gyrans o esparcilla oscilante se agita de una manera sorprendente. Esta pequeña leguminosa, oriunda de Bengala pero con frecuencia cultivada en nuestros invernáculos, ejecuta una especie de danza 3 Comparemos con esto el acto de inteligencia de otra raíz cuyas proezas nos cuenta Brandis (Uber Leben and Polaritat). Penetrando en la tierra, esta raíz había encontrado una vieja soda de bota; para atravesar ese obstáculo que era al pare= la primera de su especie en encontrar en su ruta, se subdividió en tantas panes nano agujeros habían dejado en la suela los puntos de costura, y, vencido el obstáculo, reunió y volvió a soldar todas sus raicillas divididas. perpetua y complicada en honor de la luz. Sus hojas se dividen en tres folíolos: uno ancho y terminal y dos estrechos y plantados en el nacimiento del primero. Cada uno de estos folíolos está animado de un movimiento propio y diferente. Viven en una agitación rítmica, casi cronométrica e incesante. Son tan sensibles a la claridad que su danza se hace más lenta o se acelera según que las nubes velan o descubren el pedazo de cielo que ellos contemplan. Son, como se ve, verdaderos fotómetros; y mucho antes de la invención de Crook, otoscopios naturales. VII Pero esas plantas, a las cuales habría que añadir la hierba de la gota, las dioneas y muchas otras, son ya seres nerviosos que pasan un poco la cresta misteriosa y probablemente imaginaria que separa el reino vegetal del animal. No es necesario remontarse tanto y se encuentra tanta inteligencia y casi tanta espontaneidad visible en el otro extremo del mundo que nos ocupa, en las profundidades en que la planta se distingue apenas del limo o de la piedra: me refiero a la fabulosa tribu de las criptógamas, que no se pueden estudiar sin ayuda del microscopio. Por esto haremos caso omiso de ella, aunque el juego de las esporas del hongo, del helecho y sobre todo de la asperuela o cola de caballo sea de una delicadeza, de una ingeniosidad incomparable. Pero entre las plantas acuáticas, que habitan en limos y fangos originales, se operan menos secretas maravillas. Como la fecundación de sus flores no puede hacerse debajo del agua, cada una de ellas ha imaginado un sistema diferente para que el polen pueda diseminarse en seco. Así es que las zosteras, es decir, el vulgar varece con que se hacen colchones, encierran cuidadosamente su flor en una verdadera campana de buzo; los nenúfares envían la suya a que se abra en la superficie del estanque, donde la mantienen y nutren sobre un interminable pedúnculo que se alarga tan pronto como se eleva el nivel del agua. El falso nenúfar (Villarsia nymphoides), como no tiene pedúnculo alargable, suelta simplemente las suyas, que suben y estallan como burbujas. El tríbulo acuático o castaña de agua (Trapa natans), las provee de una especie de vejiga llena de aire; suben, se abren y, verificada la fecundación, el aire de la vejiga es reemplazado por un líquido mucilaginoso más pesado que el agua, y todo el aparato vuelve a bajar al limo donde maduraran los frutos. El sistema de la utricularia es aún más complicado. He aquí como lo describe M. H. Bocquillon en La vida de las plantas: "Esas plantas, comunes en los estanques, fosos, pantanos y charcas de fondo cenagoso, no son visibles en invierno, pues descansan sobre el lodo. Su tallo prolongado, endeble, rastrero, se halla provisto de hojas reducidas a filamentos ramificados. En la axila de las hojas así transformadas se nota una especie de bolsita piriforme, cuyo extremo superior y agudo se halla provisto de una abertura. Esta abertura lleva una válvula que no puede abrirse sino de afuera hacia adentro; los bordes se hallan guarnecidos de pelos ramificados; el interior de la bolsita esta tapizado de otros pelitos secretores que le dan el aspecto del terciopelo. Cuando ha llegado el momento de la floración, los utrículos axilares se llenan de aire; cuanto más tienda ese aire a escaparse, mejor cierra la válvula. En definitiva, da a la planta una gran ligereza específica y la hace subir a la superficie del agua. Solo entonces es cuando se abren esas encantadoras florecitas amarillas que simulan caprichosos hociquitos de labios más o menos hinchados y cuyo paladar aparece estriado de líneas anaranjadas o ferruginosas. Durante los meses de junio, julio y agosto muestran sus frescos colores en medio de restos vegetales, elevándose graciosamente sobre el agua fangosa. Pero la fecundación se ha efectuado, el fruto se desarrolla y los papeles cambian; el agua ambiente pesa sobre la válvula de los utrículos, la abre, se precipita en la cavidad, aumenta el peso de la planta y la obliga a bajar nuevamente al cieno". ¿No es curioso ver reunidas en ese pequeño aparato inmemorial algunas de las más fecundas y recientes invenciones humanas: el juego de las válvulas o de los sopapos, la presión de los líquidos y del aire, el principio estudiado y utilizado por Arquímedes? Como lo hace observar el autor que acabamos de citar, "el ingeniero que por primera vez amarro al buque sumergido un aparato de flotación no sospechaba que un procedimiento análogo estaba en use desde hacia millares de arios". En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos simplemente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros. Y es muy natural que así sea. Pero volveremos sobre este punto. VIII No podemos dejar las plantas acuáticas sin recordar brevemente la vida de la más romántica de ellas: la legendaria valisneria, una hidrocarídea cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores. La valisneria es una hierba bastante insignificante que no tiene nada de la gracia extraña del nenúfar o de ciertas cabelleras submarinas. Pero se diría que la naturaleza se ha complacido en poner en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la pequeña planta trascurre en el fondo del agua, en una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas; su tallo, manantial de su vida, es demasiado corto; no alcanzaran jamás la mansión de luz, la única en que pueda realizarse la unión de los estambres y del pistilo. ¿Hay en la naturaleza una inadvertencia o prueba más cruel? ¡Imaginaos el drama de ese deseo, lo inaccesible que se toca, la fatalidad transparente, lo imposible sin obstáculo visible...! Seria insoluble como nuestro propio drama en esta tierra; pero interviene un elemento inesperado. ¿Tenían los machos el presentimiento de su decepción ? Lo cierto es que han encerrado en su corazón una burbuja de aire, como se encierra en el alma un pensamiento de liberación desesperada. Diríase que vacilan un instante; luego, con un esfuerzo magnífico —el más sobrenatural que yo sepa en los fastos de los insectos y de las flores—, para elevarse hasta la felicidad, rompen deliberadamente el lazo que los une a la existencia. Se arrancan de su pedúnculo, y con un incomparable impulso, entre perlas de alegría, sus pétalos van a romper la superficie del agua. Heridos de muerte, pero radiantes y flores, flotan un momento al lado de sus indolentes prometidas; se verifica la unión, después de lo cual los sacrificios van a perecer a merced de la corriente, mientras que la esposa ya madre cierra su corola en que vive su último soplo, arrolla su espiral y vuelve a bajar a las profundidades para madurar en ellas el fruto del beso heroico. ¿Hemos de empañar este hermoso cuadro, rigurosamente exacto pero visto por el lado de la luz, mirándolo igualmente por el lado de la sombra? ¿Por qué no? A veces hay por el lado de la sombra verdades tan interesantes como por el lado de la luz. Esa deliciosa tragedia no es perfecta sino cuando se considera la inteligencia y las aspiraciones de la especie. Pero si se observa a los individuos, se les vera a menudo agitarse torpemente y en contrasentido en ese plan ideal. Ora las flores masculinas subirán a la superficie cuando todavía no hay flores pistiladas en la vecindad. Ora cuando el agua baja les permitiría unirse cómodamente a sus compañeras, no por eso dejaran de romper maquinal e inútilmente su tallo. Observamos aquí una vez más que todo el genio reside en la especie, la vida o la naturaleza; y que el individuo es más o menos estúpido. Solo en el hombre hay emulación real entre las dos inteligencias, tendencia cada vez más precisa, cada vez más activa a una especie de equilibrio que es el gran secreto de nuestro porvenir. IX Las plantas parásitas nos ofrecerían igualmente singulares y maliciosos espectáculos, como esa asombrosa gran cuscuta vulgarmente llamada tiña o barba de capuchino. No tiene hojas, y apenas su tallo ha alcanzado unos cuantos centímetros de longitud, cuando abandona voluntariamente sus raíces, para enroscarse en torno de la víctima que ha elegido y en la cual hunde sus chupadores. Desde entonces, vive exclusivamente a expensas de su presa. Es imposible engañar su perspicacia, rehusara todo sostén que no le agrade, e irá a buscar bastante lejos, si es preciso, el tallo de cáñamo, de lúpulo, de alfalfa o de lino que conviene a su temperamento y a sus gustos. Esa gran cuscuta llama naturalmente nuestra atención sobre las plantas trepadoras, que tienen costumbres muy notables y de las cuales habría que decir algo. Todo el que ha vivido un poco en el campo ha tenido a menudo la ocasión de admirar el instinto, la especie de visión que dirige los zarcillos de la viva loca o de la voluble hacia el mango de un rastrillo o de una azada arrimado a una pared. Cambiad de sitio el rastrillo, y al día siguiente el zarcillo se habrá vuelto completamente y lo habrá encontrado de nuevo. Schopenhauer, en su trabajo Ueber den Willen in der Nature4 , en el capitulo consagrado a la fisiología de las plantas, resume sobre ese punto y sobre otros varios una multitud de observaciones y de experiencias que sería demasiado largo referir aquí. Remito pues al lector a dicha obra, donde encontrará la indicación de numerosas fuentes y datos. ¿Tengo necesidad de añadir que de cincuenta o sesenta años a esta parte, esas fuentes se han multiplicado de una manera asombrosa y que, por lo demás, la materia es casi inagotable? 4 Sobre la voluntad de la naturaleza. Entre tantas invenciones, astucias y precauciones diversas, citemos además, a título de ejemplos, la prudencia de la hiosérides radiante (Hyoseris radiata), pequeña planta de flores amarillas, bastante parecida al amargón, y que se encuentra a menudo en los viejos muros de la Riviera. A fin de asegurar a la vez la diseminación y la estabilidad de su raza, lleva al mismo tiempo dos especies de semillas: unas se desprenden fácilmente y se hallan provistas de alas para lanzarse al viento, mientras que las otras, que carecen de ellas, permanecen prisioneras en la inflorescencia y no se ven flores hasta que esta se descompone. El caso de la lampurda espinosa (Xanthium spinosum) demuestra hasta qué punto están bien concebidos y surten efecto ciertos sistemas de diseminación. Esa lampurda es una mala hierba erizada de puntas bárbaras. No hace mucho tiempo era desconocida en Europa occidental y, naturalmente, a nadie se le había ocurrido aclimatarla. Debe sus conquistas a los garfios que adornan las cápsulas de sus frutos y que se enganchan a la lana de los animales. Originaria de Rusia, nos ha llegado en los fardos de lana importados del fondo de las estepas de la Moscovia y se podrían seguir sobre el mapa las etapas de ese gran emigrante que se anexion6 un nuevo mundo. La silena de Italia (Silena italica), florecita blanca y cándida que se encuentra debajo de los olivos, ha hecho trabajar su pensamiento en otra dirección. En apariencia muy tímida, muy susceptible, para evitar la visita de insectos incómodos y faltos de delicadeza, guarnece sus tallos de pelos glandulosos por los cuales rezuma un licor viscoso y en que se pegan tan bien los parásitos que los campesinos del Mediodía utilizan la planta como papamoscas en sus casas. Ciertas especies de silenas han simplificado el sistema. Como a quien más temen es a la hormiga, les ha parecido que bastaba, para cortarles el paso, disponer debajo del nudo de cada tallo un ancho anillo viscoso. Es exactamente lo que hacen los hortelanos cuando trazan en torno del tronco, a fin de detener la ascensión de las orugas, un anillo de brea. Esto nos conducirá a estudiar los medios de defensa de las plantas. Henri Coupin, en un excelente libro de vulgarización, Las plantas originales, al que remito al lector que desee más amplios detalles, examina algunas de esas armas curiosas. Hay desde luego la apasionante cuestión de las espinas, sobre las cuales un alumno de la Sorbona, Lothelier, ha hecho curiosísimas experiencias, que prueban que la sombra y la humedad tienden a suprimir las partes punzantes de los vegetales. En cambio, cuanto más árido y quemado por el sol es el lugar en que crece la planta, más se eriza esta de dardos, como si comprendiese que casi sola, sobreviviente entre las rocas desiertas o sobre la arena calcinada, es necesario que redoble enérgicamente su defensa contra un enemigo que no puede escoger su presa. Además, es de notar que, cultivadas por el hombre, la mayor parte de las plantas espinosas abandonan poco a poco sus armas, dejando el cuidado de su salud al protector sobrenatural que las adopta en su cercado5 . 5 Entre las plantas que ya no se defienden, el caso más sorprendente es el de la lechuga. “En estado silvestre, como lo hace observar el autor arriba citado si se corta un tallo o una hoja, se ve salir un jugo blanco, lechoso, formado de materias diversas, que defienden vigorosamente la planta contra los ataques de las babosas. Por el contrario, en la especie cultivada que dimana de la precedente, el jugo lechoso casi no existe; así es que la planta, con gran desesperación de los hortelanos, es ya incapaz de luchar y se deja comer por las babosas”. Sin embargo, convendría añadir que ese jugo lechoso no suele faltar sino en las plantas jóvenes, mientras que se vuelve muy abundante cuando la lechuga se pone a “repollar” y cuando echa la simiente. Como la planta necesitaría sobre todo de defenderse al principio de su vida, en el momento de Ciertas plantas, entre ellas las borragíneas, reemplazan las espinas por palos muy duros. Otras, como la ortiga, añaden el veneno. Otras, el geranio, la menta, la ruda, etcétera, para apartar a los animales, se impregnan de olores fuertes. Pero las más extrañas son las que se defienden mecánicamente. No citare más que la asperuela, que se rodea de una verdadera armadura de granos de de sílex microscópicos. Casi todas las gramíneas, a fin de poner obstáculo a la glotonería de las babosas y de los caracoles, introducen cal en sus tejidos. X Antes de emprender el estudio de los complicados aparatos que necesita la fecundación cruzada entre las mil ceremonias nupciales en use de nuestros jardines, mencionaremos las ideas ingeniosas de algunas flores muy sencillas en que los esposos nacen, se aman y mueren en la misma corola. El tipo del sistema es bastante conocido: los estambres u órganos masculinos, generalmente débiles y numerosos, están colocados en toro del pistilo6 robusto y paciente. Mariti et uxores uno eodemque thalamo gaudent7 , dice deliciosamente el gran Linneo. Pero la disposición, la forma y las costumbres de esos órganos varían de flor en flor, como si la naturaleza tuviese un pensamiento que atin no puede fijarse o una imaginación que se precia de no repetirse nunca. Con frecuencia el polen, cuando es maduro, cae naturalmente de los estambres sobre el pistilo; pero a menudo también pistilo y estambres tienen la misma altura, o estos se hallan demasiado apartados o el pistilo es dos veces más alto que ellos. Entonces tienen que hacer esfuerzos infinitos para unirse. Ora, como en la ortiga, los estambres, en el fondo de la corola, permanecen acurrucados sobre su tallo, y en el momento de la fecundación, esta se dispara como un resorte, y la antera o saco de polen que ocupa su extremo lanza una nube de polvo sobre el estigma. Ora, como en el agracejo, para que el himeneo no pueda realizarse sino durante las bellas horas de un hermoso día, los estambres, distantes del pistilo, son mantenidos contra las paredes de la flor por el peso de dos glándulas húmedas; el sol aparece, evapora el líquido, y los estambres, desprovistos del lastre, se precipitan sobre el estigma. En otras plantas sucede otra cosa: en las primaveras, por ejemplo, las hembras son unas veces más largas y otras veces más cortas que los machos. En el lirio, el tulipán, etcétera, la esposa, demasiado alta, hace lo que puede para recoger y fijar el polen. Pero el sistema más original y más caprichoso es el de la ruda (Ruta graveolens), una hierba medicinal bastante maloliente, de la banda mal afamada de las emenagogas. Los estambres tranquilos y dóciles en la corola amarilla esperan puestos en círculo en torno del grueso pistilo. A la hora conyugal, obedecen a la orden de la hembra que hace, al parecer, una especie de llamamiento sus primeras y tiernas hojas, diríase que al ser cultivada pierde un poco la cabeza, si así cabe expresarse, que no sabe a punto fijo lo que le pasa. 6 Al principio de este estudio, que podría venir a ser el libro de oro de las bodas de la flor cuidado que dejo a otros más sabios que yo-, quizá no sea inútil llamar la atención del lector sobre la terminología defectuosa, desconcertante, que se usa en botánica para designar los órganos reproductores de la planta. En el órgano femenino, el pistilo, que comprende el ovario, el estilo y el estigma que lo corona, todo es del género masculino y todo parece viril. En cambio, la antera, la parte del órgano masculino que encierra el polen o el polvo fecundante, es del género femenino. Bueno es penetrar de una vez esta antonimia. 7 Los maridos y las esposas disfrutan de un único mismo tálamo. nominal; uno de los machos se acerca y toca el estigma; luego vienen el tercero, el quinto, el séptimo, el noveno, hasta que ha pasado toda la Lila impar. Después, en la Lila par, viene el turno del segundo, del cuarto, del sexto, etcétera. El amor a la voz de mando. Esa flor que sabe contar me parecía tan extraordinaria que en un principio no dí crédito a lo que decían de ella los botánicos y quise comprobar más de una vez su sentimiento de los números antes de atreverme a confirmarlo. Note que raramente se equivoca. Seria abusivo el multiplicar estos ejemplos. Un simple paseo por los campos o los bosques permitirá hacer sobre este punto mil observaciones tan curiosas como las que los botánicos refieren. Pero antes de terminar este capítulo, deseo señalar una última flor, no porque de pruebas de imaginación muy extraordinaria, sino por la gracia deliciosa y fácilmente comprensible de su gesto de amor. Es la nigela de Damasco (Nigella damascena), cuyos nombres vulgares son graciosos: arañuela o neguilla en castellano, y en francés: Cheveux de Venus (cabellos de Venus), Diable dans le buisson (diablo en el matorral), Belle aux cheveux denoues (bella de cabellos sueltos), etcétera, esfuerzos felices y conmovedores de la poesía popular para describir una pequeña planta que le place. Se la encuentra en estado silvestre en el Mediodía, al borde de los caminos y debajo de los olivos, y en el Norte se cultiva con bastante frecuencia en los jardines algo pasados de moda. La flor es de un azul pálido, sencilla como una florecilla de primitivo, y los "cabellos de Venus, los cabellos sueltos" son las hojas enmarañadas, tenues y ligeras que rodean la corola de un "matorral" de verdura vaporosa. En el nacimiento de la flor, los cinco pistilos, sumamente largos, se hallan estrechamente agrupados en el centro de la corona azul, como cinco reinas vestidas de verde, altivas, inaccesibles. En torno de ellas se agolpa sin esperanza la innumerable multitud de sus amantes, los estambres, que no les llegan a las rodillas. Entonces, en el seno de ese palacio de turquesas y de zafiros, en la dicha de los días estivales, empieza el terrible drama, sin palabras y sin desenlace, de la espera impotente, inútil e inmóvil. Pero las horas, que son los años de la flor, transcurren. El brillo de esta se empaña, los pétalos empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un movimiento concertado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un quíntuplo surtidor de agua que vuelve a caer en la taza, todas se inclinan a la vez y recogen graciosamente de labios de sus humildes amantes el polvo de oro del beso nupcial. XI Lo imprevisto, como se ve, abunda aquí. Se podría escribir, pues, un libro voluminoso sobre la inteligencia de las plantas, como Romanes hizo uno sobre la inteligencia de los animales. Pero este bosquejo no tiene, en manera alguna, la pretensión de ser un manual de ese género; quiero simplemente llamar en él la atención sobre algunos acontecimientos interesantes que pasan a nuestro lado, en este mundo en que nos creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados. Esos acontecimientos no son escogidos, sino tomados, a titulo de ejemplos, al azar, de las observaciones y de las circunstancias. Por lo demás, pienso tratar en estas breves notas ante todo de la flor, puesto que en ella se manifiestan las mayores maravillas. Prescindo por ahora de las flores carnívoras, droseras, nepentas, sarracénidas, etcétera, que tocan al reino animal y requerirían un estudio especial y desarrollado, para no dedicarme más que a la flor verdaderamente flor, a la flor propiamente dicha, que el vulgo cree insensible e inanimada. A fin de separar los hechos de las teorías, hablemos de ella como si hubiese previsto y concebido de igual manera que los hombres lo que ha realizado. Veremos más adelante lo que hay que dejarle y lo que conviene que le quitemos. En este momento la tenemos sola en escena, como una princesa magnifica dotada de razón y de voluntad. Es innegable que parece provista de una y otra; y para despojarla de ellas hay que recurrir a hipótesis muy oscuras. Ahí está, pues, inmóvil sobre su tallo, abrigando en un tabernáculo resplandeciente los órganos reproductores de la planta. Parece que no tiene más que dejar que se cumpla en el fondo de ese tabernáculo de amor la unión misteriosa de los estambres con el pistilo, y muchas flores consienten en ello. Pero ante otras muchas surge lleno de terribles amenazas el problema, normalmente insoluble, de la fecundación cruzada. ¿En virtud de que experiencias innumerables e inmemorables han reconocido que la autofecundación del estigma por el polen caldo de las anteras que lo rodean en la misma corola ocasiona rápidamente la degeneración de la especie? Se nos dice que no han reconocido nada, ni se han aprovechado de ninguna experiencia. La fuerza de las cosas elimino simplemente y poco a poco las semillas y las plantas debilitadas por la autofecundación. Pronto no subsistieron más que aquellas a quienes una anomalía cualquiera, por ejemplo la longitud exagerada del pistilo inaccesible a las anteras, impedía que se fecundasen a si mismas. No sobreviviendo más que esas excepciones, a través de mil peripecias, la herencia fija finalmente la obra del azar, y el tipo normal desapareció. XII Más adelante veremos la luz que arrojan estas explicaciones. Por el momento, salgamos esta vez al jardín o al campo a fin de estudiar más de cerca dos o tres invenciones curiosas del genio de la flor. Y ya, sin alejarnos de la casa, he aquí, frecuentada por las abejas, una mata fragante habitada por un mecánico muy hábil. No hay nadie, por poco rústico que sea, que no conozca la buena salvia. Es una labiada sin pretensiones, lleva una flor muy modesta que se abre enérgicamente, como una boca hambrienta, a fin de captar al paso los rayos del sol. Se encuentra un gran número de variedades, las cuales, detalle curioso, no han adoptado o llevado todas a la misma perfección el sistema de fecundación que vamos a examinar. Pero no me ocupo aquí sino de la salvia más común, la que recubre en este momento, como para celebrar el paso de la primavera, de colgaduras violadas todos los muros de mis terrazas de olivos. Os aseguro que los balcones de los grandes palacios de mármol que esperan a los reyes nunca tuvieron adorno más lujoso, ni más feliz, ni más fragante. Hasta parecen percibirse los perfumes de las claridades del sol cuando es más caliente que nunca, cuando promedia el día... Para venir a los detalles, el estigma u órgano femenino está encerrado en el labio superior que forma una especie de capucha, en la que se encuentran igualmente los dos estambres u órganos masculinos. A fin de impedir que fecunden el estigma que comparte el mismo pabellón nupcial, este estigma es dos veces más largo que ellos, de modo que no tienen ninguna esperanza de alcanzarlo. Por lo demas, para evitar todo accidente la flor se ha hecho protenandra, es decir, que los estambres maduran antes que el pistilo, así es que, cuando la hembra es apta para concebir, los machos ya han desaparecido. Es preciso, pues, que una fuerza exterior intervenga para realizar la unión, transportando un polen ajeno sobre el estigma abandonado. Cierto número de flores, como las anemófilas, confían este cuidado al viento. Pero la salvia, y es el caso más general, es entomófila, es decir, que le gustan los insectos y no cuenta sino con la colaboración de estos. Por lo demás, no ignora —pues sabe muchas cosas - que vive en un mundo en que conviene no esperar ninguna simpatía, ninguna ayuda caritativa. No perderá pues su trabajo haciendo inútiles llamamientos a la complacencia de la abeja. La abeja, como todo lo que lucha contra la muerte en este mundo, no existe más que para si y para su especie, y no cuida de prestar servicio alguno a las flores que la alimentan. ¿Cómo obligarla a cumplir contra su voluntad o al menos inconscientemente su oficio matrimonial? He aquí el maravilloso lazo de amor imaginado por la salvia: en el fondo de su tienda de seda violada destila algunas gotas de néctar, es el cebo. Pero, cortando el acceso del líquido azucarado, se alzan dos tallos paralelos, bastante parecidos a los ejes de un puente levadizo holandés. En lo alto de cada tallo hay una gruesa vesícula, la antera, que oculta el polen; abajo, dos vesículas más pequeñas sirven de contrapeso. Cuando la abeja penetra en la flor, para llegar al néctar, debe empujar con la cabeza las pequeñas vesículas. Los dos tallos, que giran sobre un eje, hacen un movimiento de báscula y las anteras superiores tocan los costados del insecto cubriéndolos de polvo fecundante. Inmediatamente después de la salida de la abeja, el resorte de los ejes vuelve el mecanismo a su primitiva posición y todo se halla dispuesto a funcionar con una nueva visita. Sin embargo, eso no es más que la primera mitad del drama; la continuación se desarrolla en otro decorado. En una flor vecina, en que los estambres acaban de mustiarse, entra en escena el pistilo que espera el polen. Sale lentamente de la capucha, se alarga, se inclina, se tuerce, se bifurca, para cerrar a su vez la entrada del pabellón. Yendo al néctar, la cabeza de la abeja pasa libremente bajo la horca suspendida; pero esta le roza la espalda y los costados, exactamente en los puntos que tocaron los estambres. El estigma bífido absorbe ávidamente el polvo plateado y la impregnación se cumple. Por lo demás, es muy fácil, introduciendo en la flor una pajuela o la extremidad de un fosforo, poner el aparato en movimiento y darse cuenta de la combinación y de la precisión impresionantes y maravillosas de todos sus movimientos. Las variedades de la salvia son muy numerosas; se cuentan cerca de quinientas, y omitiré, por no cansaros, la mayor parte de sus nombres científicos, que no siempre son elegantes: Salvia pratensis, officinalis —la de nuestras huertas—, horminum, horminoides, glutinosa, sdarea, raemeri, azurea, pitcheri, splendens —la magnífica salvia carmesí de nuestros encañados de flores—, etcétera. Quizá no se encuentre una sola que no haya modificado algún detalle del mecanismo que acabamos de examinar. Las unas, perfeccionamiento discutible, han duplicado, y a veces triplicado, la longitud del pistilo, de modo que no solamente sale de la capucha, sino que se dobla en forma de penacho delante de la entrada de la flor. Así evitan el peligro, en rigor posible, de la fecundación del estigma por las anteras alojadas en la misma capucha; pero, en cambio, puede suceder, si la protenandria no es rigurosa, que la abeja, al salir de la flor, deposite sobre ese estigma el polen de las anteras con las cuales cohabita. Otras, en el movimiento de báscula, hacen divergir aun más las anteras, las cuales, de ese modo, hieren con más precisión los costados del animal. Otras, en fin, no han logrado ajustar todas las panes del mecanismo. Encuentro, por ejemplo, no lejos de mis salvias violadas, cerca del pozo, bajo una mata de adelfas, una familia de flores blancas tenidas de lila pálido. En ellas no se descubre proyecto ni huella de báscula. Los estambres y el estigma ocupan desordenadamente el centro de la corola. No dudo que a quien reuniese las numerosísimas variedades de esta labiada le sería posible reconstruir toda la historia, seguir todas las etapas de la invención, desde el desorden primitivo de la salvia blanca que tengo a la vista, hasta los últimos perfeccionamientos de la salvia oficial. Que deck? sistema se halla todavía en estudio en la tribu aromática? Nos encontramos aún en el periodo de los ensayos, como para la espiral de Arquímedes en la familia del pipirigallo? ¿No se ha reconocido aún ninimemente la excelencia de la bascula automática? ¿No es pues todo inmutable y preestablecido, sino objeto de discusión y de ensayo en este mundo que creemos fatal y organicamente rutinario?8 . XIII Sea como fuere, la flor de la mayor parte de las salvias ofrece, pues, una elegante solución del gran problema de la fecundación cruzada. Pero así como entre los hombres una invención nueva es en seguida simplificada y mejorada por una multitud de pequeños indagadores infatigables, en el mundo de las flores que podríamos Hamar "mecánicas", la patente de la salvia ha sido revisada, y extrañamente perfeccionada en muchos detalles. Una vulgar escrofulariácea, la pedicularia de los bosques (Pedicularis sylvatica), que seguramente habéis encontrado en las panes umbrosas de los bosquecillos y matorrales, ha introducido en ella modificaciones sumamente ingeniosas. La forma de la corola es casi igual a la de la salvia; el estigma y las dos anteras se hallan en la capucha superior. Solamente la bolita húmeda del estigma sobresale de la capucha, mientras que las anteras permanecen estrictamente prisioneras en ella. En ese tabernáculo sedoso, los órganos de ambos sexos se hallan pues con estrechez y hasta en contacto inmediato; sin embargo, gracias a una disposición muy diferente de la salvia, la autofecundaciones absolutamente imposible. En efecto, las anteras forman dos ampollas llenas de polvo: estas ampollas, cada una de las cuales no tiene más que una abertura, se hallan colocadas una contra otra, de manera que las aberturas, coincidiendo, se obturan recíprocamente. Están sujetas en el interior de la capucha, sobre dos tallos doblados que forman resorte, por dos especies de dientes. La abeja o el abejorro que penetra en la flor en busca del nectar separa necesariamente esos dientes; una vez flores, las ampollas surgen, se lanzan fuera y se abaten sobre la espalda del insecto. 8 Sigo hace algunos años una serie de experiencias sobre la hibridación de las salvias, fecundando artificialmente, con las acostumbradas precauciones para apartar toda interventión del viento y de los insectos, una variedad cuyo mecanismo floral está muy perfeccionado, con el polen de una variedad muy atrasada, e inversamente. Mis observaciones no son todavía bastante numerosas para poder detallarlas aquí. Sin embargo, parece que ya empieza a desprenderse de ellas una ley general, a saber: que la salvia atrasada adopta fácilmente los perfeccionamientos de la salvia adelantada, mientras que esta toma raramente los defectos de la primera. Podría hacerse, a propósito de esto, un curioso estudio sobre los procedimientos, las costumbres, las preferencias, la inclinación a lo mejor de la Naturaleza. Pero esas experiencias son necesariamente lentas y largas, a causa del tiempo perdido en reunir las variedades diversas, de las pruebas y contrapruebas necesarias, etcétera. Seria pues prematuro sacar de todo eso la menor conclusión. Pero no se detienen aqui el genio y la previsión de la flor. Como lo hace observar H. Muller, que fue el primero en estudiar completamente el prodigioso mecanismo de la pedicularia, "si los estambres diesen contra el insecto conservando su disposición relativa, no saldría un gran de polvo, puesto que sus orificios se tapan recíprocamente. Pero con artificio tan sencillo como ingenioso vence la dificultad. El labio inferior de la corola, en vez de ser simétrico y horizontal, es irregular y oblicuo, al extremo de que un lado tiene algunos milímetros de altura más que el otro. El abejorro posado encima no puede guardar a su vez más que una posición inclinada. De lo cual resulta que su cabeza no toca sino una después de otra las salidas de la corola. Así es que el disparo de los estambres también se produce sucesivamente, y una tras otra dan contra el insecto, teniendo el orificio libre, y lo hisopean de polvo fecundante. Cuando el abejorro pasa luego a otra flor, la fecunda inevitablemente, pues, detalle intencionalmente omitido, lo primero que encuentra al meter la cabeza en la entrada de la corola es el estigma, que lo roza en el punto en que, momentos después, va a ser alcanzado por el choque de los estambres, el punto precisamente en que ya lo han tocado los estambres de la flor que acaba de dejar". XIV Se podrían multiplicar indefinidamente esos ejemplos; cada flor tiene su idea, su sistema, su experiencia adquirida, de la que se aprovecha. Examinando de cerca sus pequeñas invenciones, sus procedimientos diversos, se recuerdan esas interesantísimas exposiciones de maquinas en que el genio mecánico del hombre revela todos sus recursos. Pero nuestro genio mecánico data de ayer, mientras que la mecánica floral funciona desde hace millares de años. Cuando la flor hizo su aparición en la tierra, no había en torno de ella ningún modelo que poder imitar; tuvo que inventarlo todo. En la época de la clava, del arco, de la maza de armas, en los días relativamente recientes en que imaginamos el torno de hilar, la polea, el cabrestante, el ariete; en el tiempo —como quien dice el año pasado—, en que nuestras obras maestras eran la catapulta, el reloj y el telar, la salvia había construido los espigones giratorios y los contrapesos de su bascula de precisión, y la pedicularia sus ampollas obturadas como para una experiencia científica, los disparos sucesivos de sus resortes y la combinación de sus planos inclinados. ¿Quien sospechaba, hace menos de cien años, las propiedades de la hélice que el arce y el tilo utilizan desde el nacimiento de los árboles? ¿Cuando llegaremos a construir un paracaídas o un aviador tan rápido, tan ligero, tan sutil y tan seguro como el del amargón? ¿Cuando encontraremos el secreto de cortar en un tejido tan frágil como la seda de los pétalos, un resorte tan poderoso como el que lanza al espacio el dorado polen de esparto? Y la momórdiga o pistola de damas cuyo nombre cite al principio de este pequeño estudio... ¿Quien nos dirá el misterio de su fuerza milagrosa? ¿Conocéis la momórdiga? Es una humilde cucurbitácea, bastante común en el litoral mediterráneo. Su fruto carnoso, que parece un pepinito, está dotado de una vitalidad y de una energía inexplicables. Por poco que se la toque, en el momento de su madurez, se desprende súbitamente de su pedúnculo por una contracción convulsiva, y lanza a través de la abertura producida por el desprendimiento, mezclado con numerosas semillas, un chorro mucilaginoso, de tan prodigiosa fuerza que echa la semilla a cuatro o cinco metros de la planta natal. El gesto es tan extraordinario como si, en proporción, sacásemos con un solo movimiento espasmódico y lanzásemos todos nuestros órganos, nuestras vísceras y nuestra sangre a medio kilómetro de nuestra piel o de nuestro esqueleto. Por otra parte, gran número de semillas emplean en balística procedimientos y utilizan fuentes de energía que nos son más o menos desconocidos. Recordad, por ejemplo, las crepitaciones de la colza y de la retama; pero uno de los grandes maestros de la artillería vegetal es el tártago. El tártago es una euforbiácea de nuestros climas, una grande "mala hierba" bastante ornamental, que con frecuencia excede la estatura del hombre. En este momento, tengo sobre mi mesa, en remojo dentro de un vaso de agua, una rama de tártago. Lleva bayas triboladas y verdosas que contienen las semillas. De vez en cuando, una de las bayas estalla con estruendo, y las semillas dotadas de una velocidad inicial prodigiosa dan por todas partes contra los muebles y las paredes. Si una de ellas os da en la cara, diríais que os ha picado un insecto: tan extraordinaria es la fuerza de penetración de esas minúsculas semillas del tamaño de cabezas de alfiler. Examinad la baya, buscad los resortes que la animan, no encontrareis el secreto de esa fuerza; es tan invisible como la de nuestros nervios. El esparto (Spartium junceum) tiene no solamente vainas, sino flores de resorte. Quizá os habéis fijado en la admirable planta. Es el más soberbio representante de esa poderosa familia de las retamas, de vida dura, pobre, sobria, robusta, para la cual toda tierra es buena y toda prueba superable. Forma al borde de los caminos y en las montañas del Mediodía enormes bolas espesas, a veces de tres metros de altura, que de mayo a junio se cubren de una magnifica floración de oro puro, cuyos perfumes mezclados con los de su habitual vecina, la madreselva, ostentan bajo el furor de un sol calcáreo delicias que no pueden definir sino evocando rocíos celestes, fuentes elíseas, frescuras y transparencias de estrellas en grutas azules... La flor de esa retama, como la de todas las leguminosas amariposadas, se parece a la flor de los guisantes de nuestras huertas; y sus pétalos inferiores, adheridos en forma de espolón, encierran herméticamente los estambres y el pistilo. Mientras no está madura, la abeja que la explora la encuentra impenetrable. Pero tan pronto como llega para los prometidos esposos cautivos la hora de la pubertad, bajo el peso del insecto que se posa, el espolón cede, la cámara de oro estalla voluptuosamente, proyectando a distancia, con fuerza, sobre el visitante, sobre las flores próximas, una nube de polvo luminoso, que un ancho pétalo dispuesto en forma de alero hace caer, para mayor precaución, sobre el estigma que se trata de impregnar. XV Los que quieran estudiar a fondo todos estos problemas pueden acudir a las obras de Christian Konrad Sprengel, quien, ya en 1793 y en su curioso trabajo Das entdeckte Geheimniss der Natur, fue el primero que analizo las funciones de los diferentes órganos en las orquídeas; y a los libros de Charles Darwin, del doctor H. Muller, de Lippstadt, de Hildebrant, del italiano Delpino, de Hooker, de Robert Brown y de muchos otros. En las orquídeas es donde encontraremos las manifestaciones más perfectas y más armoniosas de la inteligencia vegetal. En esas flores atormentadas y extrañas, el genio de la planta alcanza sus puntos extremos y viene a penetrar, con una llama insólita, la noche que separa los reinos. Es preciso que este nombre de orquídeas no nos extrañe haciéndonos creer que solo se trata aquí de flores raras y preciosas, de esas reinas de estufa que más bien parecen reclamar los cuidados del platero que los del jardinero. Nuestra flora indígena y silvestre, que comprende todas nuestras "malas hierbas", cuenta más de veinticinco especies de orquídeas, entre las cuales, justamente, se hallan las más ingeniosas y las más complicadas. Son las que Charles Darwin ha estudiado en su libro De la fecundación de las orquídeas por los insectos, que es la historia maravillosa de los más heroicos esfuerzos del alma de la flor. No sería posible resumir aquí, en pocas líneas esa abundante y mágica biografía. Sin embargo, puesto que nos ocupamos en la inteligencia de las flores, es necesario dar una idea suficiente de los procedimientos y de las costumbres mentales de la que supera a todas en el arte de obligar a la abeja, o a la mariposa, a hacer exactamente lo que ella desea, en la forma y el tiempo prescritos. XVI No es fácil hacer comprender, sin figuras, el mecanismo extraordinariamente complejo de la orquídea: tratare, sin embargo, de dar una idea suficiente del mismo, por medio de comparaciones más o menos aproximativas, evitando en lo posible el empleo de términos técnicos, tales como retináculo, labellum, rostellum, polinias, etcétera, que no evocan ninguna imagen precisa en las personas poco familiarizadas con la botánica. Escojamos una de las orquídeas más abundantes en nuestras regiones, la Orchis maculata, por ejemplo, o más bien, porque es un poco más grande y por consiguiente de observación más fácil, la Orchis latifolia, la Orchis de anchas hojas, vulgarmente llamada pentecostés. Es una planta vivaz que alcanza de treinta a sesenta centímetros de altura. Es bastante común en los bosques y en las praderas húmedas, y lleva un tirso de florecitas rosadas que se abren en mayo y junio. La flor tipo de nuestras orquídeas representa con bastante exactitud una boca fantástica y abierta de dragón chino. El labio inferior, muy prolongado y pendiente, en forma de delantal festoneado y desgarrado, sirve de apeadero o descanso al insecto. El labio superior, redondeado, forma una especie de capucha que abriga los órganos esenciales, mientras que en el dorso de la flor, al lado del pedúnculo, baja una especie de espolón o largo cucurucho puntiagudo que encierra el néctar. En la mayor parte de las flores, el estigma u órgano femenino es una pequeña borla más o menos viscosa que, paciente, en el extremo de un tallo frágil, espera la llegada del polen. En la orquídea, esta instalación clásica ha quedado desconocida. En el fondo de la boca, en el sitio que ocupa la campanilla en la garganta, se encuentran dos estigmas estrechamente adheridos, sobre los cuales se clava un tercer estigma modificado en un órgano extraordinario. Lleva en su parte superior una especie de bolita, o mejor dicho de media pila llamada rostellum. Esta media taza está llena de un líquido viscoso, en el que se encuentran dos minúsculas bolitas de las que salen dos cortos tallos cargados en su extremidad superior de un paquete de granos de polen cuidadosamente atado. Veamos ahora lo que sucede cuando el insecto penetra en la flor. Él se posa sobre el labio inferior, extendido para recibirlo, y, atraído por el olor del néctar, trata de llegar al cuernecito que lo contiene en el fondo. Pero el paso es intencionadamente estrecho; su cabeza, al avanzar, tropieza necesariamente con la media pila. En seguida, ésta, atenta al menor choque, se rasga, siguiendo una línea conveniente, y pone al descubierto las dos bolitas untadas del líquido viscoso. Estas últimas, en contacto inmediato con el cráneo del visitante, se pegan sólidamente a él, de modo que, cuando el insecto se separa de la flor, se las lleva, y con ellas los dos tallos que sostienen y en cuyos extremos se hallan los paquetitos de polen atados. Tenemos, pues, el insecto coronado con dos cuernos rectos, en forma de botella de champaña. Autor inconsciente de una obra difícil, visita una flor vecina. Si sus cuernos permaneciesen rígidos, iría simplemente a dar con sus paquetes de polen en los paquetes de polen cuya base se empapa del líquido contenido en la media pila vigilante, y del polen que se mezclaría con el polen nada resultaría. Aquí se manifiestan el genio, la experiencia y la previsión de la orquídea. Esta ha calculado minuciosamente el tiempo que el insecto necesita para chupar el néctar y trasladarse a la flor próxima y ha notado que, por término medio, empleaba treinta segundos. Hemos visto que los paquetitos de polen van sobre dos cortas espigas insertas en las bolitas viscosas; pues bien, en los puntos de inserción se encuentra, debajo de cada espiga, un pequeño disco membranoso cuya única función consiste en contraer y replegar, al cabo de treinta segundos, cada una de estas espigas, de modo que se inclinen describiendo un arco de noventa grados. Es el resultado de un nuevo cálculo, no de tiempo esta vez, sino de espacio. Los dos cuernos de polen que coronan el mensajero nupcial guardan ahora una posición horizontal delante de la cabeza, de modo que, cuando aquel penetra en la flor vecina, tropezaran exactamente con los dos estigmas adheridos, sobre los cuales se encuentra la media pila. No es esto todo, y el genio de la orquídea no ha llegado al fin de su previsión. El estigma que recibe el choque del paquete de polen se halla untado de una sustancia viscosa. Si esta sustancia fuese tan enérgicamente adhesiva como la que encierra la pequeña pila, las masas polínicas, una vez rota su espiga, quedarían todas pegadas a ella, con lo cual habría acabado su destino. Pero es preciso que esto no suceda; es preciso no agotar en una sola aventura las probabilidades del polen, sino multiplicarlas todo lo posible. La flor, que cuenta los segundos y mide las líneas, es química por añadidura y destila dos especies de gomas: una sumamente pegajosa y que se pone inmediatamente dura al contacto del aire, para pegar los cuernos de polen sobre la cabeza del insecto, y la otra muy diluida, para el trabajo del estigma. Esta última solo es bastante adherente para desatar o apartar un poco los hilos tenues y elásticos que envuelven los granos de polen. Algunos de estos granos se pegan a ella, pero la masa polínica no es destruida; y cuando el insecto visita otras flores, continuara casi indefinidamente su obra fecundante. ¿Ha expuesto todo el milagro? No; habría que llamar aún la atención sobre muchos detalles omitidos, entre ellos, sobre el movimiento de la pequeña pila que, después que su membrana se ha roto para poner a descubierto las bolitas viscosas, levanta inmediatamente su borde inferior, a fin de conservar en buen estado, en el líquido pegajoso, el paquete de polen que el insecto no se haya llevado. Cabria notar también la divergencia muy curiosamente combinada de las espigas polínicas sobre la cabeza del insecto, lo mismo que ciertas precauciones químicas, comunes a todas las plantas; pues muy recientes experiencias de Gaston Bonnier parecen probar que cada flor, a fin de mantener intacta su especie, segrega toxinas que destruyen o esterilizan todos los pólenes ajenos. He aquí, a poca diferencia, lo que vemos; pero en esto, como en todas las cosas, el verdadero y gran milagro empieza donde se detiene nuestra mirada. XVII Acabo de encontrar ahora mismo, en un rincón inculto del olivar, un soberbio pie de lorogloso que huele a macho cabrío (Loroglossum hircinum), variedad que, no sé por qué causa (quizá por ser sumamente rara en Inglaterra), Darwin no ha estudiado. De todas nuestras orquídeas indígenas es la más notable, la más fantástica, la más asombrosa. Si tuviera la talla de las orquídeas americanas, se podría afirmar que no existe planta más quimérica. Figuraos un tirso, del género del jacinto, pero un poco más alto. Esta simétricamente guarnecido de flores ásperas, de tres cuernos, de un blanco verdoso punteado de violado pálido. El pétalo inferior adornado, en su nacimiento, de carúnculas bronceadas, de barbillas recias y de bubones lila de mal augurio, se prolonga sin fin, de una manera loca e inverosímil, en forma de cinta en espiral, del color que toman los ahogados después de un mes de permanencia en el rio. Del conjunto, que evoca la idea de las peores enfermedades y parece desarrollarse no sé en qué país de pesadillas irónicas y de maleficios, se desprende un horrible y fuerte olor de macho cabrío pestilente, que se esparce a distancia y revela la presencia del monstruo. Señalo y describo así esa nauseabunda orquídea, porque es bastante común en Francia, porque se la encuentra fácilmente y porque se presta muy bien, en razón de su talla y de la claridad de sus órganos, a las experiencias que sobre ella quieran hacerse. Basta en efecto introducir en la flor, empujándola cuidadosamente hasta el fondo del nectario, la punta de una pajuela, para ver sucederse, a simple vista, todas las peripecias de la fecundación. Rozada al paso, la bolsita o rostellum se inclina, descubriendo el pequeño disco viscoso —el lorogloso no tiene más que uno— que soporta las dos espigas de polen. En seguida este disco se agarra con violencia al palillo, las dos celdillas que encierran las bolsitas de polen se abren longitudinalmente, y cuando se retira la pajuela, su extremo se halla sólidamente coronado de dos cuernos divergentes y rígidos con bolas de oro en las puntas. Desgraciadamente, no se goza aquí, como en la experiencia con la Orchis latifolia, del bonito espectáculo que ofrece la inclinación gradual y precisa de los dos cuernos. ¿Por qué no se inclinan? Basta meter la pajuela coronada en un nectario vecino para observar que este movimiento sería inútil, por cuanto la flor es mucho más grande que la de la Orchis maculata o latifolia, y el cono del néctar está dispuesto de tal modo que, cuando el insecto cargado de masas polínicas penetra en el, estas masas llegan exactamente a la altura del estigma que se trata de impregnar. Añadamos que es preciso, para que la experiencia surta efecto, escoger una flor bien madura. Ignoramos cuando lo está.; pero el insecto y la flor lo saben, pues esta no invita a sus huéspedes necesarios, ofreciéndoles una gota de néctar, sino en el momento en que todo su aparato está dispuesto a funcionar. XVIII He aquí el fondo del sistema de fecundación adoptado por la orquídea de nuestras comarcas. Pero cada especie, cada familia, modifica o perfecciona sus detalles según su experiencia, su psicología y sus conveniencias particulares. La Orchis o Anacamptis pyramidalis, por ejemplo, una de las más inteligentes, ha añadido a su labio inferior o labellum dos pequeñas crestas que guían la trompa del insecto hacia el nectario y la obligan a cumplir exactamente todo lo que se espera de ella. Darwin compara justamente este ingenioso accesorio con el instrumento de que uno se sirve a veces para guiar un hilo por el ojo de una aguja. Otro perfeccionamiento interesante: las dos bolitas que sostienen las espigas de polen y se remojan en la media pila son reemplazadas por un solo disco viscoso en forma de silla de montar. Si se introduce en la flor, siguiendo el camino que debe seguir la trompa del insecto, una punta de aguja o una cerda, se notan claramente las ventajas de esta disposición más sencilla y más práctica. Tan pronto como la cerda ha rozado la media pila, esta se rompe siguiendo una línea simétrica descubriendo el disco en forma de silla que se pega instantáneamente a la cerda. Sacad vivamente esta cerda, y tendréis el tiempo justo de sorprender el bonito movimiento de la silla que, puesta sobre la cerda o la aguja, repliega sus dos alas inferiores para enlazar estrechamente el objeto que la sostiene. Este movimiento tiene por objeto afirmar la adherencia de la silla, y asegurar sobre todo con más precisión que en la orquídea de hojas anchas la divergencia indispensable de las agujas del polen. Tan pronto como la silla se ha adherido a la cerda y las espigas del polen se han implantado en ella, arrastradas por su contracción, divergen necesariamente, empieza el segundo movimiento de las espigas que se inclinan hacia el extremo de la cerda, de la misma manera que en la orquídea que anteriormente hemos estudiado. Estos dos movimientos combinados se efectúan en treinta o treinta y cuatro segundos. XIX ¿No es exactamente así, por menudencias, continuaciones y retoques sucesivos, como progresan las invenciones humanas? Todos hemos seguido en la más reciente de nuestras industrias mecánicas los perfeccionamientos mínimos pero incesantes de la luz, de la carburación, del cambio de velocidad. Diríase que las ideas acuden a las flores de la misma manera que se nos ocurren a nosotros. Tantean en la misma oscuridad, encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad, el mismo desconocimiento. Conocen las mismas leyes, las mismas decepciones, los mismos triunfos lentos y difíciles. Parece que tienen nuestra paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma inteligencia matizada y diversa, casi la misma esperanza y el mismo ideal. Luchan como nosotros, contra una gran fuerza indiferente que acaba por ayudarlas. Su imaginación inventiva sigue no solamente los mismos métodos prudentes y minuciosos, los mismos pequeños senderos fatigosos, tortuosos y estrechos, sino que también da saltos inesperados que ponen de pronto en el punto definitivo un hallazgo incierto. Así es como una familia de grandes inventores, entre las orquídeas, una extraña y rica familia americana, la de las catasetídeas, con una idea atrevida, trastorno bruscamente cierto número de costumbres que le parecían sin duda demasiado primitivas. Desde luego, la separación de sexos es absoluta; cada uno de ellos tiene su flor particular. Además, la polinia o, en otros términos, la masa o el paquete de polen, no remoja ya su espiga en una pila liana de goma, esperando allí, un poco inerte, y en todo caso privada de iniciativa, la feliz casualidad que debe fijarla en la cabeza del insecto. Esta replegada sobre un poderoso resorte, en una especie de alvéolo. Por esto las soberbias catasetídeas no han contado, como las orquídeas vulgares, con tal o cual movimiento del visitante, movimiento dirigido y preciso, si queréis, pero sin embargo aleatorio. No, el insecto no penetra ya solamente en una flor admirablemente combinada, sino en una flor animada y, al pie de la letra, sensible. Apenas se ha posado el insecto sobre el magnífico atrio de seda cobriza, cuando las largas y nerviosas anteras que necesariamente debe rozar llevan la alarma a todo el edificio. En seguida se rasga el alveolo en que permanece cautiva, sobre su pedicelo replegado que sostiene un grueso disco viscoso, la masa de polen, dividida en dos paquetes. Bruscamente libre, el pedicelo se dispara como un resorte, arrastrando los dos paquetes de polen y el disco viscoso, que son violentamente proyectados hacia fuera. Gracias a un curioso calculo balístico, el disco es siempre lanzado hacia delante y va a dar en el insecto, al cual se adhiere. Este, aturdido por el choque, se apresura a huir de la corola agresiva para refugiarse en una flor vecina. Es todo lo que quería la orquídea americana. XX ¿Señalaré también las simplificaciones curiosas y prácticas que aporta al sistema general otra familia de orquídeas exóticas, las cipripediadas? Recordemos siempre las circunvoluciones de las invenciones humanas; tenemos aquí una interesante contraprueba. En el taller un ajustador, en el laboratorio un preparador, un alumno, dice un día al jefe: “¿Si probáramos hacer todo lo contrario? ¿Si invirtiéramos el movimiento? ¿Si trastocáramos la mezcla de los líquidos?". Se hace la experiencia: de lo desconocido sale de pronto algo inesperado. Diríase que las cipripediadas han tenido entre sí conversaciones análogas. Todos conocemos el Cypripedium o chanclo de Venus; es, con su enorme barba en forma de zueco, su aire duro y ponzoñoso, la flor más característica de nuestras estufas, la que nos parece la orquídea tipo, por decirlo así. El Cypripedium ha tenido el valor de suprimir todo el aparato complicado y delicado de los paquetes de polen con resorte, de las espigas divergentes, de los discos viscosos, de las gomas sabias, etcétera. Su barba en forma de chanclo y una antera estéril en forma de broquel cierran la entrada de manera que el insecto se ve obligado a pasar su trompa por dos montoncitos de polen. Pero no es este el punto importante; lo inesperado y anormal es que, al revés de lo que hemos observado en todas las demás especies, no es el estigma, el órgano femenino el que es viscoso, sino el polen mismo, cuyos granos, en vez de ser pulverulentos, se hallan revestidos de una capa tan viscosa que se la puede estirar y alargar en filamentos. ¿Cuáles son las ventajas y los inconvenientes de esta disposición nueva? Es de temer que el polen transportado por el insecto se pegue a otro objeto y no al estigma; en cambio, el estigma no tiene que segregar el fluido destinado a esterilizar todo polen ajeno. En todo caso, este problema requeriría un estudio particular. Hay privilegios de invención de los cuales no se comprende inmediatamente la utilidad. XXI Para terminar con esa extraña tribu de las orquídeas, nos falta decir cuatro palabras acerca de un órgano auxiliar que pone en movimiento todo el mecanismo: el nectario. Este ha sido, de parte del genio de la especie, objeto de investigaciones, de tentativas, de experiencias tan inteligentes, tan variadas como las que modifican sin cesar la economía de los órganos esenciales. El nectario, ya lo hemos dicho, es en principio una especie de largo espolón, de largo cono o cuerno puntiagudo que se abre en el fondo de la flor, al lado del pedúnculo, y hace más o menos contrapeso a la corola. Contiene un líquido azucarado, el néctar, del que se alimentan las mariposas, los coleópteros y otros insectos, y que la abeja transforma en miel. Está pues encargado de atraer a los huéspedes indispensables. Se ha amoldado a su talla, a sus costumbres, a sus gustos; está siempre dispuesto de tal manera que no pueden introducir y retirar de él su trompa sino después de haber cumplido escrupulosa y sucesivamente todos los ritos prescritos por las leyes orgánicas de la flor. Conocemos ya bastante el carácter y la imaginación fantásticos de las orquídeas, para prever que aquí, como fuera de aquí y hasta más que en las otras flores, porque el órgano más suave se presta más a ello, su espíritu inventivo, práctico, observador y minucioso, da libre curso a la fantasía. Una de ellas, por ejemplo, el Sarcanthus teretifolius, como probablemente no llega a elaborar, para pegar el paquete de polen sobre la cabeza del insecto, un líquido viscoso que se endurezca bastante aprisa, ha vencido la dificultad, procurando retrasar todo lo posible la trompa del visitante en los estrechos pasajes que conducen al néctar. El laberinto que ha trazado es tan complicado, que Bauer, el hábil dibujante de Darwin, tuvo que darse por vencido y renuncio a reproducirlo. Las hay que, partiendo del excelente principio de que toda simplificaciones un perfeccionamiento, han suprimido osadamente el cuerno del néctar, reemplazándolo por ciertas excrecencias carnosas, extrañas y evidentemente suculentas, que los insectos roen. ¿Es necesario añadir que estas excrecencias están siempre dispuestas de tal modo que el huésped que se regala con ellas debe poner necesariamente en movimiento toda la mecánica del polen? XXII Pero, sin detenernos en mil pequeñas astucias muy variadas, terminemos estos cuentos de hadas con el estudio de los incentivos del Coryanthes macrantha. En verdad, ya no sabemos exactamente con qué clase de ser nos las habemos. La asombrosa orquídea ha imaginado lo siguiente: su lóbulo inferior (labellum) forma una especie de cazo en que caen continuamente gotas de un agua casi pura, segregada por dos conos situados encima; cuando este cazo esta medio lleno el agua se escurre por un conducto lateral como por un canalón. Toda esta instalación hidráulica es ya muy notable; pero he aquí donde empieza la parte inquietante, por no decir diabólica de la combinación. El líquido que los conos segregan y que se acumula en la taza de seda no es néctar, y no está destinado a atraer a los insectos; tiene una misión mucho más delicada, en el plan realmente maquiavélico de la extraña flor. Los insectos cándidos son invitados, por los azucarados perfumes que esparcen las excrecencias carnosas de que más arriba hemos hablado, a meterse en el lazo. Estas excrecencias se encuentran encima de la taza, en una especie de cámara a que dan acceso dos aberturas laterales. La gruesa abeja visitante —como la flor es enorme no suele seducir sino a los más pesados himenópteros, como si los demás se avergonzasen de penetrar en tan vastos y suntuosos salones—, la gruesa abeja se pone a roer las sabrosas carúnculas. Si estuviera sola, una vez terminada su comida, se iría tranquilamente, sin rozar siquiera la taza llena de agua, el estigma y el polen; y no sucedería nada de lo que se requiere. Pero la sabia orquídea ha observado la vida que se agita en torno de ella. Sabe que las abejas forman un pueblo innumerable, ávido y afanoso, que salen a millares a las horas de sol, que basta que un perfume vibre como un beso en el umbral de una flor que se abre, para que ellas acudan en masa al festín preparado bajo la tienda nupcial. Ya tenemos a dos o tres saqueadoras en la cámara azucarada; el lugar es exiguo, las paredes resbaladizas, las convidadas brutales. Estas se apresuran y se empujan, de modo que una de ellas acaba siempre por caer en la taza que la espera bajo la pérfida comida. La abeja encuentra allí un baño inesperado; moja concienzudamente en el líquido sus bellas alas diáfanas, y, a pesar de inmensos esfuerzos, no logra emprender de nuevo su vuelo. Aquí la espera la astuta flor. Para salir de la taza mágica, no existe más que una sola abertura: el canal por donde se va el agua sobrante del depósito. Tiene apenas la anchura necesaria para el paso del insecto cuya espalda toca desde luego la superficie pegajosa del estigma, y después las glándulas viscosas de las masas de polen que la esperan a lo largo de la bóveda. Escapa así, cargada del polvo adhesivo; entra en una flor vecina, en que se repite el drama de la comida, de los empujones, de la caída, del baño y de la evasión, que pone por fuerza en contacto con el ávido estigma el polen importado. He aquí pues una flor que conoce y explota las pasiones de los insectos. No es posible pretender que todo esto no son más que interpretaciones más o menos románticas; no, los hechos son de observación precisa y científica, y es imposible explicar de otra manera la utilidad y la disposición de los diversos órganos de la flor. Hay que aceptar la evidencia. Esta astucia increíble y eficaz es tanto más sorprendente cuanto que no tiende aquí a satisfacer la necesidad de comer, inmediata y urgente, que aguza las inteligencias más obtusas; no mira más que a un ideal remoto: la propagación de la especie. ¿Pero, se dirá, que vienen esas complicaciones fantásticas que no conducen sino a agrandar los peligros del azar? No nos apresuremos a juzgar y contestar. Respecto a las razones de la planta, lo ignoramos todo. ¿Sabemos los obstáculos que encuentra por la parte de la lógica y de la sencillez? ¿Conocemos, en el fondo, una sola de las leyes orgánicas de su existencia y de su desarrollo? El que desde lo alto de Marte o Venus nos viese empeñados en la conquista del aire preguntaría también: ¿a que vienen esos aparatos informes y monstruosos, esos globos, esos aeroplanos, esos paracaídas, cuando sería tan sencillo imitar a los pájaros poniéndose en los brazos un par de alas suficientes? XXIII A estas pruebas de inteligencia la vanidad un poco pueril del hombre opone la objeción tradicional: si, las flores crean maravillas, pero esas maravillas son eternamente las mismas. Cada especie, cada variedad tiene un sistema y, de generaciones en generaciones, no introduce ningún mejoramiento apreciable. Es cierto que desde que las observamos, es decir desde hace unos cincuenta años, no hemos visto el Coryanthes macranta o las Catasetideas perfeccionar su armadijo; es todo lo que podemos afirmar, y es en verdad insuficiente. ¿Hemos intentado siquiera las experiencias más elementales, y sabemos lo que harían al cabo de un siglo las generaciones sucesivas de nuestra asombrosa orquídea bañera puestas en un centro diferente, entre insectos insólitos? Además, los nombres que damos a los géneros, especies y variedades acaban por engañarnos y creamos de este modo imaginarios tipos que creemos fijos, cuando probablemente no son más que representantes de una misma flor que continua modificando lentamente sus órganos según lentas circunstancias. Las flores precedieron a los insectos en la Tierra; por consiguiente, cuando aparecieron estos, aquellas tuvieron que adaptar a las costumbres de esos colaboradores imprevistos toda una maquinaria nueva. Este solo hecho, geológicamente incontestable, entre todo lo que ignoramos, basta para establecer la evolución, y esta palabra un poco vaga, no significa, en último análisis, adaptación, modificación, progreso inteligente? Para no recurrir a ese acontecimiento prehistórico, seria fácil agrupar un gran número de hechos que demostrarían que la facultad de adaptación y de progreso inteligentes no está exclusivamente reservada a la especie humana. Sin volver sobre los capítulos detallados que consagre a ese asunto en La vida de las abejas, recordare simplemente dos o tres detalles tópicos allí citados. Las abejas, por ejemplo, han inventado la colmena. En estado silvestre y primitivo y en su país de origen, trabajan al aire libre. Es la incertidumbre, la inclemencia de nuestras estaciones septentrionales lo que les dio la idea de buscar un abrigo en los huecos de las rocas o de los arboles. Esta idea genial hizo que se entregasen a la recolección de néctar y a los cuidados de los alveolos los millares de obreras antes inmovilizadas en torno de los panales a fin de mantener en ellos el calor necesario. No es raro, sobre todo en el Mediodía, que durante los veranos excepcionalmente benignos, vuelvan a las costumbres tropicales de sus antepasados9 . Otro hecho: transportada a Australia o a California, nuestra abeja negra cambia completamente de costumbres. A partir del segundo o del tercer año, habiendo observado que el estío es perpetuo, que las flores nunca faltan, vive al día, se contenta con recoger la miel y el polen indispensables para el consumo diario y, como su observación reciente y razonada puede más que la experiencia hereditaria, deja de hacer provisiones. En el mismo orden de ideas, Buchner menciona un rasgo que prueba igualmente la adaptación a las circunstancias, no lenta, secular, inconsciente y fatal, sino inmediata e inteligente: en la Barbada, en medio de las refinerías en que durante todo el año encuentran azúcar en abundancia, las abejas cesan completamente de visitar las flores. Recordaremos en fin el curioso mentís que dieron a dos sabios entomólogos ingleses: Kirby y Spence. "Ensenadnos, decían estos, un solo caso en que, apremiadas por las circunstancias, hayan tenido la idea de sustituir con arcilla o argamasa la cera y el propóleos, y convendremos en que son capaces de razonar". Apenas habían manifestado ese deseo bastante arbitrario, cuando otro naturalista, Andrew Knight, después de haber embadurnado con una especie de cemento hecho con cera y trementina la corteza de ciertos arboles, observo que sus abejas renunciaban enteramente a recolectar el propóleo y no empleaban más que esta substancia nueva y desconocida que encontraban preparada y en abundancia 9 Acababa de escribir estas líneas, cuando E. L. Bouvier hizo en la Academia de Ciencias (Acta del 7 de mayo de 1906) una comunicación acerca de dos modificaciones al aire libre observadas en Paris, una sobre una Sophora japonica, y otra sobre un castaño de Indias. Esta última, suspendida de una pequeña rama provista de dos bifurcaciones bastante vecinas, era Ia más notable, a causa de la aclaración evidente e inteligente a circunstancias particularmente difíciles. "Las abejas (cito el resumen del señor de Parville en la Revista de Ciencias del Journal des debats, 31 de mayo de 1906) establecieron pilares de consolidación y recurrieron a artificios verdaderamente notables de protección y acabaron por transformar en un techo sólido la doble horca del castaño. Un hombre ingenioso no lo hubiera hecho tan bien. Para precaverse de la lluvia, habían instalado cercas y trabazones espesos, y cortinas contra el sol. No puede formarse idea de la perfección de la industria de las abejas sino viendo de cerca la arquitectura de las dos modificaciones que hoy se encuentran en el Museum". en las cercanías de su albergue. Pero es sabido, en la práctica apícola, que, cuando hay escasez de polen, basta poner a su disposición algunos puñaditos de harina, para que comprendan inmediatamente que esta puede prestarles los mismos servicios que el polvo de las anteras, aunque el sabor, el olor y el color sean absolutamente distintos. Lo que acabo de recordar respecto a las abejas, pienso que podría comprobarse, mutatis mutandis, en el reino de las flores. Probablemente bastaría que el admirable esfuerzo evolutivo de las numerosas variedades de la salvia, por ejemplo, fuese sometido a algunas experiencias y estudiando más metódicamente de lo que es capaz de hacerlo un profano como yo. Mientras tanto, entre otros muchos indicios fáciles de reunir, un curioso estudio de Babinet sobre los cereales nos enseña que ciertas plantas, transportadas lejos de su clima habitual, observan las circunstancias nuevas y sacan partido de ellas, exactamente como hacen las abejas. En las regiones más cálidas de Asia, de África y de América, en que el invierno lo mata anualmente, nuestro trigo vuelve a ser lo que debió ser en su origen: una planta vivaz como el césped. Allí permanece siempre verde y se multiplica por la raíz. Cuando, de su patria tropical y primitiva, vino a aclimatarse a nuestras heladas regiones, tuvo que cambiar radicalmente de costumbres e inventar un nuevo modo de multiplicación. Como dice muy bien Babinet, "el organismo de la planta, gracias a un inconcebible milagro, pareció presentir la necesidad de pasar por el estado de grano, a fin de no perecer completamente durante la estación rigurosa". XXIV En todo caso, para destruir la objeción de que hablábamos más arriba y que nos ha hecho dar tan largo rodeo, bastaría que el acto de progreso inteligente se observara, aunque no fuese más que una vez, fuera de la humanidad. Pero aparte del placer que causa el refutar un argumento demasiado vanidoso y caducado, ¡que poca importancia tiene, en el fondo, esa cuestión de la inteligencia personal de las flores, de los insectos o de los pájaros! Que se diga, a propósito de la orquídea como de la abeja, que es la naturaleza y no la planta o la mosca la que calcula, combina, adorna, inventa y razona, ¿qué interés puede tener para nosotros esa distinción? Domina esos detalles una cuestión mucho más elevada y más digna de nuestra apasionada atención. Se trata de descubrir el carácter, la cualidad, las costumbres y quizá el fin de la inteligencia general de donde emanan todos los actos inteligentes que se cumplen en la Tierra. Desde este punto de vista es desde donde el estudio de los seres —entre ellos las hormigas y las abejas—, en quienes se manifiestan más claramente, fuera de la forma humana, los procedimientos y el ideal de ese genio, es uno de los más curiosos que se pueden emprender. Parece, después de todo lo que acabamos de observar, que esas tendencias, esos métodos intelectuales son al menos tan complejos, tan avanzados, tan notables en las orquídeas como en los himenópteros sociales. Añadamos que un gran número de móviles, que una parte de la lógica de esos insectos agitados y de observación difícil nos escapan todavía, al paso que descubrimos sin trabajo todos los motivos silenciosos, todos los razonamientos estables y sabios de la pacifica flor. XXV ¿Y que observamos, al sorprender en su trabajo a la naturaleza, a la inteligencia general, al genio universal —el nombre poco importa— en el mundo de las flores? Muchas cosas, y por no hablar de ellas más que de paso, pues el asunto se prestaría a un largo estudio, observamos desde luego que su idea de belleza y de alegría, que sus medios de seducción y sus gustos estéticos se parecen mucho a los nuestros. Pero sin duda seria más exacto afirmar que los nuestros son semejantes a los suyos. Porque no es seguro que hayamos inventado una belleza que nos sea propia. Todos nuestros motivos arquitectónicos y musicales, todas nuestras armonías de color y de luz, etcétera, son directamente tomadas de la naturaleza. Sin evocar el mar, la montana, los cielos, la noche, los crepúsculos, ¿qué no podría decirse, por ejemplo, sobre la belleza de los arboles? Hablo no solamente del árbol considerado en el bosque, que es una de la fuerzas de la Tierra, quizá la principal fuente de nuestros instintos, de nuestro sentimiento del universo, sino del árbol en sí, del árbol solitario, cuya verde vejez está cargada de un millar de estaciones. Entre estas impresiones que, sin que lo sepamos, forman el hueco límpido y quizá el fondo de felicidad y de calma de toda nuestra existencia, ¿quién de nosotros no guarda memoria de algunos hermosos arboles? Cuando se ha pasado la mitad de la vida, cuando se llega al término del período maravillado, cuando se han agotado casi todos los espectáculos que puedan ofrecer el arte, el genio y el lujo de los siglos y de los hombres, después de haber experimentado y comparado muchas cosas, se vuelve a sencillísimos recuerdos. Estos levantan en el horizonte purificado dos o tres imágenes inocentes, invariables y frescas, que quisiéramos llevarnos en el último sueño, si es verdad que una imagen puede pasar el umbral que separa nuestros dos mundos. Yo no imagino paraíso, ni vida de ultratumba por esplendida que sea, en que no estuviesen en un sitio tal magnifica haya de la Sainte Baume, tal ciprés o tal pino parasolado de Florencia o de una humilde ermita vecina de mi casa, que ofrecen al transeúnte el modelo de todos los grandes movimientos de resistencia necesaria, de valor tranquilo, de empuje, de gravedad, de victoria silenciosa y de perseverancia. XXVI Pero me aparto demasiado; quería notar simplemente, a propósito de la flor, que la naturaleza, cuando quiere ser bella, cuando quiere agradar, regocijar y mostrarse dichosa, hace a poca diferencia lo que haríamos nosotros si dispusiéramos de sus tesoros. Sé que, al hablar así, hablo un poco como aquel personaje que admiraba que la Providencia hiciese pasar siempre los grandes ríos cerca de las grandes ciudades; pero es difícil considerar estas cosas desde otro punto de vista que el humano. Por tanto, desde este punto de vista, consideremos que conoceríamos muy pocas señales, muy pocas expresiones de felicidad si no conociésemos la flor. Para juzgar bien su fuerza de alegría y de belleza, hay que habitar un país en que reina en absoluto, como el rincón de Provenza, entre la Siagna y el Loup, donde escribo estas líneas. Aquí es verdaderamente la única soberana de los valles y de las colinas. Los campesinos han perdido la costumbre de cultivar aquí el trigo, como si ya solo tuviesen que proveer a las necesidades de una humanidad más sutil que se alimentase de perfumes suaves y de ambrosia. Los campos no forman más que un ramillete que se renueva sin cesar, y los perfumes que se suceden parecen danzar la ronda en torno del año azulado. Las anemonas, los alelíes, las mimosas, las violetas, los claveles, los narcisos, los jacintos, los junquillos, las resedas, los jazmines, las tuberosas invaden los dias y las noches, los meses de invierno, de estío, de primavera y de otoño. Pero la hora magnifica pertenece a las rosas de mayo. Entonces, hasta más allá de donde alcanza la vista, desde las vertientes de las colinas hasta las hondonadas de las llanuras, entre cliques de visas y de olivares, afluyen de todas partes como un rio de pétalos del que emergen las casas y los arboles, un rio del color que damos a la juventud, a la salud y a la alegría. Diríase que el aroma a la vez cálido y fresco, pero sobre todo espacioso que entreabre el cielo, emana directamente de los manantiales de la beatitud. Los caminos, los senderos están cortados en la pulpa de la flor, en la sustancia misma de los paraísos. Parece que, por primera vez en la vida, tengamos una visión satisfactoria de la felicidad. XXVII Siempre desde nuestro punto de vista humano, y para perseverar en la ilusión necesaria, a la primera observación añadamos otra algo más extensa, un poco menos aventurada, y quizá de grandes consecuencias, a saber: que el genio de la Tierra, que es probablemente el del mundo entero, obra, en la lucha vital, exactamente como obraría un hombre. Emplea los mismos métodos, la misma lógica. Llega al fin por los medios que nosotros pondríamos en práctica; tantea, vacila, suspende y vuelve a empezar varias veces; añade, elimina, reconoce y rectifica sus errores como lo haríamos nosotros en su lugar. Se aplica, inventa penosamente y poco a poco, como los obreros y los ingenieros de nuestros talleres. Lucha, como nosotros, contra la masa pesada, enorme y oscura de su ser. Tampoco sabe adónde va; se busca y se descubre poco a poco. Tiene un ideal muchas veces confuso, pero en el cual se distingue sin embargo una multitud de grandes líneas que se elevan hacia una vida más ardiente, más compleja, más nerviosa, más espiritual. Materialmente, dispone de recursos infinitos, conoce el secreto de prodigiosas fuerzas que ignoramos; pero, intelectualmente parece ocupar de modo estricto nuestra esfera, sin que hasta aquí observemos que rebase sus límites; y si nada busca más allá, ¿no es porque nada hay fuera de esta esfera? ¿No es decir que los métodos del espíritu humano son los únicos posibles, que el hombre no se ha engañado, que no es ni una excepción ni un monstruo, sino el ser por quien pasan, en quien se manifiestan más intensamente las grandes voluntades, los grandes deseos del universo? XXVIII Los puntos de mira, los signos para guiarse nuestro conocimiento emergen lentamente, parsimoniosamente. Quizá la imagen famosa de Platón, la caverna en cuyos muros se reflejan sombras inexplicadas, no es ya suficiente; pero si se la quisiese sustituir con una imagen nueva y más exacta, no sería más consoladora. Imaginaos esa caverna más grande. Nunca penetraría en ella un rayo de claridad. A excepción de luz y fuego, se la habría provisto cuidadosamente de todo lo que constituye nuestra civilización; y en ella habría hombres prisioneros desde su nacimiento. No habiendo visto nunca la luz, no la echarían de menos; no serian ciegos, no tendrían los ojos muertos, pero, no teniendo nada que mirar, se convertirían probablemente en el órgano más sensible del tacto. A fin de comprender sus gestos, imaginamos a esos desdichados en sus tinieblas, en medio de la multitud de objetos desconocidos que los rodean. ¡Qué de extrañas equivocaciones, que de desviaciones increíbles, que de interpretaciones, imprevistas! ¡Pero cómo parecería impresionable y con frecuencia ingenioso el partido que hubiesen podido sacar de cosas que no habían sido creadas para la noche! ¿Cuántas veces hubieran acertado, y cuál no sería su estupefacción, si de pronto, a la claridad del día, descubriesen la naturaleza y el destino verdadero de útiles y aparatos que habrían apropiado de la mejor manera posible a las incertidumbres de la sombra?... Sin embargo, relativamente a la nuestra, su situación parece sencilla y fácil. El misterio en que se arrastran es limitado. No están privados más que de un sentido, mientras que es imposible calcular el número de los que nos faltan. La causa de sus errores es única y no pueden contarse las de los nuestros. Puesto que vivimos en una caverna de ese género, ¿no es interesante reconocer que el poder que en ella nos ha puesto obra a menudo, y sobre algunos puntos importantes, como obramos nosotros? Son claridades en nuestro subterráneo las que nos muestran que no nos hemos equivocado sobre el use de todos los objetos que en él se encuentran; y algunas de esas claridades nos las traen allí los insectos y las flores. XXIX Durante mucho tiempo hemos puesto un orgullo necio en creernos sores milagrosos, únicos y maravillosamente fortuitos, probablemente cal dos de otro mundo, sin vínculos ciertos con el resto de la vida, y, en todo caso, dotados de una facultad insólita, incomparable, monstruosa. Es muy preferible no ser tan prodigioso, pues hemos aprendido que los prodigios no tardan en desaparecer en la evolución normal de la naturaleza. Es mucho más consolador observar que seguimos la misma ruta que el alma de este gran mundo, que tenemos las mismas ideas, las mismas esperanzas, las mismas vicisitudes y casi —a no ser por nuestro sueño específico de justicia y de piedad— los mismos sentimientos. Es mucho más tranquilizador asegurarse de que empleamos, para mejorar nuestra suerte, para utilizar las fuerzas, las ocasiones, las leyes de la materia, medios exactamente iguales a los que ella emplea para iluminar y ordenar sus regiones insumisas e inconscientes; que no hay otros, que estamos en lo cierto, que estamos bien en nuestro lugar y en nuestra casa en este universo amasado con sustancias desconocidas; pero cuyo pensamiento es no impenetrable y hostil, sino análogo o conforme al nuestro. Si la naturaleza lo supiese todo, si no se equivocase nunca, si en todas partes, en todas sus empresas, se mostrase desde luego perfecta e infalible, si revelase en todo una inteligencia inconmensurablemente superior a la nuestra, entonces habría motivo para temer y perder el ánimo. Nos sentiríamos víctima y presa de un poder ajeno, que no tendríamos ninguna esperanza de conocer o medir. Es muy preferible convencernos de que ese poder, al menos desde el punto de vista intelectual, es estrechamente pariente del nuestro. Nuestro espíritu bebe en las mismas fuentes que el suyo. Somos del mismo mundo, casi iguales. No tratamos ya con dioses inaccesibles, sino con voluntades veladas y fraternales, que se trata de sorprender y dirigir. Se me figura que no sería muy temerario sostener que no hay seres más o menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida, general, una especie de fluido universal que penetra diversamente, segtin sean buenos o malos conductores del espíritu, los organismos que encuentra. En tal caso, el hombre sería, hasta ahora, en la Tierra, el modo de vida que ofrecería menor resistencia a ese fluido que las religiones llaman divino. Nuestros nervios serían los hilos por donde se distribuiría esa electricidad más sutil. Las circunvoluciones de nuestro cerebro formarían en cierta manera la canilla de inducción en que se multiplicaría la fuerza de la corriente; pero esta corriente no sería de otra naturaleza, no procedería de otro origen que lo que pasa por la piedra, por el astro, por la flor o por el animal. Pero misterios son estos que es ocioso interrogar, puesto que aún no poseemos el órgano que pueda recoger su contestación. Contentémonos con haber observado, fuera de nosotros, ciertas manifestaciones de esa inteligencia. Todo lo que observamos en nosotros mismos es con razón sospechoso: somos juez, y parte a la vez, y estamos demasiado interesados en poblar nuestro mundo de ilusiones y de esperanzas magnificas. Pero que el menor indicio exterior nos sea caro y precioso. Los que las flores acaban de ofrecernos son probablemente pequeñísimos, comparados con los que nos dirlan las montanas, el mar y las estrellas, si sorprendiéramos el secreto de su vida. Sin embargo, nos permiten presumir, con más seguridad, que el espíritu que anima todas las cosas o se desprende de ellas es de la misma esencia que el que anima a nuestro cuerpo. ¿Si se nos parece, si a él nos parecemos así, si todo lo que se encuentra en él se encuentra en nosotros mismos, si emplea nuestros métodos, si tiene nuestras costumbres, nuestras preocupaciones, nuestras tendencias, nuestros deseos hacia la perfección, es ilógico esperar todo lo que esperamos instintivamente, invenciblemente, puesto que es casi seguro que él lo espera también? ¿Es verosímil, cuando hallamos desparramada en la vida tal suma de inteligencia, que esa vida no haga obra de inteligencia, es decir que no persiga un fin de felicidad, de perfección, de victoria sobre lo que llamamos el mal, la muerte, las tinieblas, la nada, que no es probablemente más que la sombra de su faz o su propio sueño?
Maurice Maeterlinck
I
QUIERO SIMPLEMENTE RECORDAR AQUI ALGUNOS hechos conocidos de todos los botánicos. No he realizado ningún descubrimiento, y mi modesta aportación se reduce a algunas observaciones elementales. No tengo, inútil es decirlo, la intención de pasar revista a todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Estas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores, en las que se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu. Si se encuentran plantas y flores torpes c desgraciadas, no las hay que se hallen enteramente desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad. Todas se aplican al cumplimiento de su obra; todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en el hasta el infinito la forma de existencia que representan. Para llegar a ese fin, tienen que vencer, a causa de la ley que las encadena al suelo, dificultades mucho mayores que las que se oponen a la multiplicación de los animales. Así es que la mayor parte de ellas recurren a astucias y combinaciones, a asechanzas que, en punto a balística, aviación y observación de los insectos, por ejemplo, precedieron con frecuencia a las invenciones y a los conocimientos del hombre.
II
Seria superfluo trazar el cuadro de los grandes sistemas de la fecundación floral: el juego de los estambres y del pistilo, la seducción de los perfumes, la atracción de los colores armoniosos y brillantes, la elaboración del néctar, absolutamente inútil para la flor y que esta no fabrica sino para atraer y retener al libertador extraño, al mensajero de amor, abejorro, abeja, mosca, mariposa o falena que debe traerle el beso del amante lejano, invisible... Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere. Ad es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra que rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija, que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado. ¿No es tan sorprendente que lo consiga, como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia? Veremos que la flor da al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad. Si hubiésemos desplegado en levantar diversas necesidades que nos abruman, por ejemplo las del dolor, de la vejez y de la muerte, la mitad de la energía que ha desplegado tal o cual pequeña flor de nuestros jardines, es de creer que nuestra suerte sería muy diferente de lo que es.
III Esa necesidad de movimiento, ese apetito de espacio, en la mayor parte de las plantas, se manifiesta a la vez en la flor y en el fruto. Se explica fácilmente en el fruto; o, en todo caso, no revela en el más que una experiencia, una previsión menos compleja. Al revés de lo que sucede en el reino animal, y a causa de la terrible ley de inmovilidad absoluta, el primero y el peor enemigo de la semilla es el tronco paterno. Nos encontramos en un mundo extraño, en que los padres, incapaces de cambiar de sitio, saben que están condena dos a matar de hambre o a ahogar a sus vástagos Toda semilla que cae al pie del árbol o de la planta es perdida o germinara en la miseria. De ahí inmenso esfuerzo para sacudir el yugo y conquistar el espacio. De ahí los maravillosos sistemas de diseminación, de propulsión, de aviación, que en todas partes encontramos en el bosque y en el llano, entre ellos, por no citar de paso más que algunos de los más curiosos: la hélice aérea o samán del arce, la fráctea del tilo, la máquina de cernerse del cardo, del amargón y del salsifí; los resortes explosivos del euforbio, la extraordinaria per surtidora de la momórdiga; y mil otros mecanismos inesperados y asombrosos, pues puede decirse que no hay semilla que no haya inventado algún procedimiento particular para evadirse de la sombra materna. El que no haya practicado un poco la botánica no puede creer el gasto de imaginación de ingenio que se hace en esa verdura que regocija nuestros ojos. Mirad, por ejemplo, la bonita olla de semilla de la anagálide roja, las cinco válvulas de la balsamina, las cinco cápsulas con disparador del geranio, etcétera. No dejéis de examinar, si tenéis ocasión de hacerlo, la vulgar cabeza de adormidera que se encuentra en todas las herboristerías. Hay en esa buena cabeza una prudencia y una previsión digna de los mayores elogios. Se sabe que encierra millares de semillitas negras sumamente pequeñas. Se trata de diseminar esa semilla lo más hábilmente y lo más lejos posible. Si la cápsula que la contiene se agrietase, cayese o se abriese por debajo, el precioso polvo negro no formaría más que un montón inútil al pie del tallo. Pero no puede salir sino por aberturas practicadas encima de la cáscara. Esta, una vez madura, se inclina sobre su pedúnculo, "inciensa" al menor soplo de aire y siembra, literalmente, con el gesto mismo del sembrador, la semilla en el espacio. ¿Hablare de las semillas que prevén su diseminación por los pájaros y que, para tentarlos, se acurrucan, como el muérdago, el enebro, el serbal, etcétera, en el fondo de un envoltorio azucarado? Hay ahí tal razonamiento, tal inteligencia de las causas finales, que no se atreve uno a insistir por temor de renovar los cándidos errores de Bernardino de Saint-Pierre. Sin embargo, los hechos no se explican de otra manera. El envoltorio azucarado es tan inútil para la semilla como el néctar, que atrae a las abejas, lo es para la flor. El pájaro se come el fruto porque es dulce y se traga al mismo tiempo la semilla, que es indigestible. El pájaro vuela y devuelve poco después, tal como la recibió, la semilla desembarazada de su vaina y dispuesta a germinar lejos de los peligros del lugar natal. IV Pero volvamos a combinaciones más sencillas. Tomad, al borde del camino, una brizna de cualquier mata de hierba, y sorprenderéis en su trabajo a una pequeña inteligencia independiente, incansable, imprevista. He aquí dos pobres plantas trepadoras que habéis encontrado mil veces en vuestros paseos, porque se las encuentra en todas partes y hasta en los rincones más ingratos en que se ha extraviado una mota de humus. Son dos variedades de alfalfas (Medicago) silvestres, dos malas hierbas en el sentido más modesto de la palabra. La una tiene una flor rojiza, la otra una borlita amarilla del grueso de un guisante. Al verlas escurrirse con disimulo por entre el césped y las orgullosas gramíneas, nadie sospecharía que muchos, antes que el ilustre geómetra y físico de Siracusa, descubrieron y trataron de aplicar no a la elevación de los líquidos, sino a la aviación, las asombrosas propiedades del tornillo de Arquímedes. Alojan, pues, sus semillas en ligeras espirales, de tres o cuatro revoluciones, admirablemente construidas, contando hacer de este modo más lenta su caída y, por consiguiente, prolongar con la ayuda del viento su viaje aéreo. Una de ellas, la amarilla, hasta ha perfeccionado el aparato de la roja guarneciendo los bordes de la espiral de una doble hilera de puntas, con la intención evidente de engancharla al paso, ya a la ropa de los transeúntes, ya a la lana de los animales. Claro es que espera unir las ventajas de la eriofilia, es decir de la diseminación de las semillas por medio de los carneros, cabras, conejos, etcétera, a las de la anemofilia o diseminación por medio del viento. Lo más sensible, en todo ese grande esfuerzo, es que es Mail. Las pobres alfalfas rojas y amarillas se equivocaron. Sus notables tornillos no les sirven para nada. No podrían funcionar sino cayendo de cierta altura, de la cima de un árbol o de una alta gramínea; pero, construidas al nivel de una hierba, apenas han dado un cuarto de vuelta cuando ya tocan al suelo. Tenemos aquí un curioso ejemplo de los errores, de los tanteos, de las experiencias y de los pequeños desengaños, bastante frecuentes, de la naturaleza: porque es preciso no haberla estudiado mucho para afirmar que la naturaleza no se equivoca nunca. Observemos, de paso, que otras variedades de alfalfas, sin hablar del trébol, otra leguminosa amariposada que casi se confunde con esta de la que nos ocupamos aquí, no han adoptado esos aparatos de aviación, se atienen al método primitivo de la vaina. En una de dm, la Medicago aurantiaca, se observa claramente la transición de la vaina torcida a la hélice. Otra variedad, la Medicago scutellata, redondea esa hélice en forma de bola, etcétera. Parece pues que asistamos al apasionante espectáculo de una especie en trabajo de invención, a los ensayos de una familia que aún no ha fijado su destino y busca la mejor manera de asegurar el porvenir. Debió ser en el curso de esa indagación cuando la alfalfa amarilla, desengañada de la espiral, le añadió las puntas, diciendo, no sin razón, que, puesto que su follaje atrae a las ovejas, es inevitable y justo que estas asuman el cuidado de su descendencia. ¿Y no es merced a ese nuevo esfuerzo y a esa buena idea como la alfalfa de flores amarillas se halla más diseminada que su robusta prima de flores rojas? V No es solamente en la semilla o en la flor, sino en la planta entera, tallo, hojas y raíces, donde se descubren, si quiere uno inclinarse un instante sobre su humilde trabajo, numerosas huellas de una inteligencia perspicaz. Recordad los magníficos esfuerzos hacia la luz de las ramas contrariadas, o la ingeniosa y valiente lucha de los arboles en peligro. Yo no olvidare nunca el admirable ejemplo de heroísmo que me daba el otro día, en Provenza, en las agrestes y deliciosas gargantas del Lobo, embalsamadas de violetas, un enorme laurel centenario. Se leía fácilmente en su tronco atormentando y por decirlo así convulsivo todo el drama de su vida tenaz y difícil. Un pájaro o el viento, dueños de los destinos, había llevado la semilla al flanco de una roca que caía perpendicularmente como una cortina de hierro; y el árbol había nacido allí, a doscientos metros sobre el torrente, inaccesible y solitario, entre las piedras ardientes y estériles. Desde las primeras horas, había enviado las ciegas raíces a la larga y penosa busca del agua precaria y del humus. Pero eso no era más que el cuidado hereditario de una especie que conoce la aridez del Mediodía. El joven tronco tenía que resolver un problema mucho más grave y más inesperado: partía de un piano vertical, de modo que su cima, en vez de subir hacia el cielo, se inclinaba sobre el abismo. Había sido pues necesario, a pesar del creciente peso de las ramas, corregir el primer impulso, acodillar, tenazmente, ras con ras de la roca, el tronco desconcertado, y mantener así —como un nadador que echa atrás la cabeza— con una voluntad, una tensión y una contracción incesantes, derecha y erguida en el aire, la pesada y frondosa corona de hojas. Desde entonces, en torno de ese nudo vital, se habían concentrado todas las preocupaciones, toda la energía consciente y libre de la planta. El codo monstruoso, hipertrofiado, revelaba una por una las inquietudes sucesivas de una especie de pensamiento que sabia aprovecharse de los avisos que le daban las lluvias y las tempestades. De año en año, se hacía más pesada la copa de follaje, sin más cuidado que el de desarrollarse en la luz y el calor, mientras que un cancro oscuro rola profundamente el brazo trágico que la sostenía en el espacio. Entonces, obedeciendo a no sé qué orden del instinto, dos sólidas raíces, dos cables cabelludos, salidos del tronco a más de dos pies por encima del codo, habían amarrado este a la pared de granito. ¿Habían sido realmente evocados por el apuro, o esperaban, quizá previsores, desde los primeros días la hora crítica del peligro para redoblar su auxilio? ¿No era más que una feliz casualidad? ¿Que ojo humano asistirá jamás a esos dramas mudos y demasiado largos para nuestra pequeña vida?3 . VI Entre los vegetales que dan las pruebas más sorprendentes de iniciativa, las plantas que pudiéramos llamar animadas o sensibles tendrían derecho a un estudio detallado. Me contentare con recordar los espantos de la sensitiva, la mimosa púdica que todos conocemos. Otras hierbas de movimientos espontáneos son más ignoradas; principalmente las hedisáreas, entre las cuales la Hedysarum gyrans o esparcilla oscilante se agita de una manera sorprendente. Esta pequeña leguminosa, oriunda de Bengala pero con frecuencia cultivada en nuestros invernáculos, ejecuta una especie de danza 3 Comparemos con esto el acto de inteligencia de otra raíz cuyas proezas nos cuenta Brandis (Uber Leben and Polaritat). Penetrando en la tierra, esta raíz había encontrado una vieja soda de bota; para atravesar ese obstáculo que era al pare= la primera de su especie en encontrar en su ruta, se subdividió en tantas panes nano agujeros habían dejado en la suela los puntos de costura, y, vencido el obstáculo, reunió y volvió a soldar todas sus raicillas divididas. perpetua y complicada en honor de la luz. Sus hojas se dividen en tres folíolos: uno ancho y terminal y dos estrechos y plantados en el nacimiento del primero. Cada uno de estos folíolos está animado de un movimiento propio y diferente. Viven en una agitación rítmica, casi cronométrica e incesante. Son tan sensibles a la claridad que su danza se hace más lenta o se acelera según que las nubes velan o descubren el pedazo de cielo que ellos contemplan. Son, como se ve, verdaderos fotómetros; y mucho antes de la invención de Crook, otoscopios naturales. VII Pero esas plantas, a las cuales habría que añadir la hierba de la gota, las dioneas y muchas otras, son ya seres nerviosos que pasan un poco la cresta misteriosa y probablemente imaginaria que separa el reino vegetal del animal. No es necesario remontarse tanto y se encuentra tanta inteligencia y casi tanta espontaneidad visible en el otro extremo del mundo que nos ocupa, en las profundidades en que la planta se distingue apenas del limo o de la piedra: me refiero a la fabulosa tribu de las criptógamas, que no se pueden estudiar sin ayuda del microscopio. Por esto haremos caso omiso de ella, aunque el juego de las esporas del hongo, del helecho y sobre todo de la asperuela o cola de caballo sea de una delicadeza, de una ingeniosidad incomparable. Pero entre las plantas acuáticas, que habitan en limos y fangos originales, se operan menos secretas maravillas. Como la fecundación de sus flores no puede hacerse debajo del agua, cada una de ellas ha imaginado un sistema diferente para que el polen pueda diseminarse en seco. Así es que las zosteras, es decir, el vulgar varece con que se hacen colchones, encierran cuidadosamente su flor en una verdadera campana de buzo; los nenúfares envían la suya a que se abra en la superficie del estanque, donde la mantienen y nutren sobre un interminable pedúnculo que se alarga tan pronto como se eleva el nivel del agua. El falso nenúfar (Villarsia nymphoides), como no tiene pedúnculo alargable, suelta simplemente las suyas, que suben y estallan como burbujas. El tríbulo acuático o castaña de agua (Trapa natans), las provee de una especie de vejiga llena de aire; suben, se abren y, verificada la fecundación, el aire de la vejiga es reemplazado por un líquido mucilaginoso más pesado que el agua, y todo el aparato vuelve a bajar al limo donde maduraran los frutos. El sistema de la utricularia es aún más complicado. He aquí como lo describe M. H. Bocquillon en La vida de las plantas: "Esas plantas, comunes en los estanques, fosos, pantanos y charcas de fondo cenagoso, no son visibles en invierno, pues descansan sobre el lodo. Su tallo prolongado, endeble, rastrero, se halla provisto de hojas reducidas a filamentos ramificados. En la axila de las hojas así transformadas se nota una especie de bolsita piriforme, cuyo extremo superior y agudo se halla provisto de una abertura. Esta abertura lleva una válvula que no puede abrirse sino de afuera hacia adentro; los bordes se hallan guarnecidos de pelos ramificados; el interior de la bolsita esta tapizado de otros pelitos secretores que le dan el aspecto del terciopelo. Cuando ha llegado el momento de la floración, los utrículos axilares se llenan de aire; cuanto más tienda ese aire a escaparse, mejor cierra la válvula. En definitiva, da a la planta una gran ligereza específica y la hace subir a la superficie del agua. Solo entonces es cuando se abren esas encantadoras florecitas amarillas que simulan caprichosos hociquitos de labios más o menos hinchados y cuyo paladar aparece estriado de líneas anaranjadas o ferruginosas. Durante los meses de junio, julio y agosto muestran sus frescos colores en medio de restos vegetales, elevándose graciosamente sobre el agua fangosa. Pero la fecundación se ha efectuado, el fruto se desarrolla y los papeles cambian; el agua ambiente pesa sobre la válvula de los utrículos, la abre, se precipita en la cavidad, aumenta el peso de la planta y la obliga a bajar nuevamente al cieno". ¿No es curioso ver reunidas en ese pequeño aparato inmemorial algunas de las más fecundas y recientes invenciones humanas: el juego de las válvulas o de los sopapos, la presión de los líquidos y del aire, el principio estudiado y utilizado por Arquímedes? Como lo hace observar el autor que acabamos de citar, "el ingeniero que por primera vez amarro al buque sumergido un aparato de flotación no sospechaba que un procedimiento análogo estaba en use desde hacia millares de arios". En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos desde luego que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece infinitamente probable que nos es imposible crear nada. Venidos los últimos sobre la tierra, encontramos simplemente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros. Y es muy natural que así sea. Pero volveremos sobre este punto. VIII No podemos dejar las plantas acuáticas sin recordar brevemente la vida de la más romántica de ellas: la legendaria valisneria, una hidrocarídea cuyas bodas forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores. La valisneria es una hierba bastante insignificante que no tiene nada de la gracia extraña del nenúfar o de ciertas cabelleras submarinas. Pero se diría que la naturaleza se ha complacido en poner en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la pequeña planta trascurre en el fondo del agua, en una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas; su tallo, manantial de su vida, es demasiado corto; no alcanzaran jamás la mansión de luz, la única en que pueda realizarse la unión de los estambres y del pistilo. ¿Hay en la naturaleza una inadvertencia o prueba más cruel? ¡Imaginaos el drama de ese deseo, lo inaccesible que se toca, la fatalidad transparente, lo imposible sin obstáculo visible...! Seria insoluble como nuestro propio drama en esta tierra; pero interviene un elemento inesperado. ¿Tenían los machos el presentimiento de su decepción ? Lo cierto es que han encerrado en su corazón una burbuja de aire, como se encierra en el alma un pensamiento de liberación desesperada. Diríase que vacilan un instante; luego, con un esfuerzo magnífico —el más sobrenatural que yo sepa en los fastos de los insectos y de las flores—, para elevarse hasta la felicidad, rompen deliberadamente el lazo que los une a la existencia. Se arrancan de su pedúnculo, y con un incomparable impulso, entre perlas de alegría, sus pétalos van a romper la superficie del agua. Heridos de muerte, pero radiantes y flores, flotan un momento al lado de sus indolentes prometidas; se verifica la unión, después de lo cual los sacrificios van a perecer a merced de la corriente, mientras que la esposa ya madre cierra su corola en que vive su último soplo, arrolla su espiral y vuelve a bajar a las profundidades para madurar en ellas el fruto del beso heroico. ¿Hemos de empañar este hermoso cuadro, rigurosamente exacto pero visto por el lado de la luz, mirándolo igualmente por el lado de la sombra? ¿Por qué no? A veces hay por el lado de la sombra verdades tan interesantes como por el lado de la luz. Esa deliciosa tragedia no es perfecta sino cuando se considera la inteligencia y las aspiraciones de la especie. Pero si se observa a los individuos, se les vera a menudo agitarse torpemente y en contrasentido en ese plan ideal. Ora las flores masculinas subirán a la superficie cuando todavía no hay flores pistiladas en la vecindad. Ora cuando el agua baja les permitiría unirse cómodamente a sus compañeras, no por eso dejaran de romper maquinal e inútilmente su tallo. Observamos aquí una vez más que todo el genio reside en la especie, la vida o la naturaleza; y que el individuo es más o menos estúpido. Solo en el hombre hay emulación real entre las dos inteligencias, tendencia cada vez más precisa, cada vez más activa a una especie de equilibrio que es el gran secreto de nuestro porvenir. IX Las plantas parásitas nos ofrecerían igualmente singulares y maliciosos espectáculos, como esa asombrosa gran cuscuta vulgarmente llamada tiña o barba de capuchino. No tiene hojas, y apenas su tallo ha alcanzado unos cuantos centímetros de longitud, cuando abandona voluntariamente sus raíces, para enroscarse en torno de la víctima que ha elegido y en la cual hunde sus chupadores. Desde entonces, vive exclusivamente a expensas de su presa. Es imposible engañar su perspicacia, rehusara todo sostén que no le agrade, e irá a buscar bastante lejos, si es preciso, el tallo de cáñamo, de lúpulo, de alfalfa o de lino que conviene a su temperamento y a sus gustos. Esa gran cuscuta llama naturalmente nuestra atención sobre las plantas trepadoras, que tienen costumbres muy notables y de las cuales habría que decir algo. Todo el que ha vivido un poco en el campo ha tenido a menudo la ocasión de admirar el instinto, la especie de visión que dirige los zarcillos de la viva loca o de la voluble hacia el mango de un rastrillo o de una azada arrimado a una pared. Cambiad de sitio el rastrillo, y al día siguiente el zarcillo se habrá vuelto completamente y lo habrá encontrado de nuevo. Schopenhauer, en su trabajo Ueber den Willen in der Nature4 , en el capitulo consagrado a la fisiología de las plantas, resume sobre ese punto y sobre otros varios una multitud de observaciones y de experiencias que sería demasiado largo referir aquí. Remito pues al lector a dicha obra, donde encontrará la indicación de numerosas fuentes y datos. ¿Tengo necesidad de añadir que de cincuenta o sesenta años a esta parte, esas fuentes se han multiplicado de una manera asombrosa y que, por lo demás, la materia es casi inagotable? 4 Sobre la voluntad de la naturaleza. Entre tantas invenciones, astucias y precauciones diversas, citemos además, a título de ejemplos, la prudencia de la hiosérides radiante (Hyoseris radiata), pequeña planta de flores amarillas, bastante parecida al amargón, y que se encuentra a menudo en los viejos muros de la Riviera. A fin de asegurar a la vez la diseminación y la estabilidad de su raza, lleva al mismo tiempo dos especies de semillas: unas se desprenden fácilmente y se hallan provistas de alas para lanzarse al viento, mientras que las otras, que carecen de ellas, permanecen prisioneras en la inflorescencia y no se ven flores hasta que esta se descompone. El caso de la lampurda espinosa (Xanthium spinosum) demuestra hasta qué punto están bien concebidos y surten efecto ciertos sistemas de diseminación. Esa lampurda es una mala hierba erizada de puntas bárbaras. No hace mucho tiempo era desconocida en Europa occidental y, naturalmente, a nadie se le había ocurrido aclimatarla. Debe sus conquistas a los garfios que adornan las cápsulas de sus frutos y que se enganchan a la lana de los animales. Originaria de Rusia, nos ha llegado en los fardos de lana importados del fondo de las estepas de la Moscovia y se podrían seguir sobre el mapa las etapas de ese gran emigrante que se anexion6 un nuevo mundo. La silena de Italia (Silena italica), florecita blanca y cándida que se encuentra debajo de los olivos, ha hecho trabajar su pensamiento en otra dirección. En apariencia muy tímida, muy susceptible, para evitar la visita de insectos incómodos y faltos de delicadeza, guarnece sus tallos de pelos glandulosos por los cuales rezuma un licor viscoso y en que se pegan tan bien los parásitos que los campesinos del Mediodía utilizan la planta como papamoscas en sus casas. Ciertas especies de silenas han simplificado el sistema. Como a quien más temen es a la hormiga, les ha parecido que bastaba, para cortarles el paso, disponer debajo del nudo de cada tallo un ancho anillo viscoso. Es exactamente lo que hacen los hortelanos cuando trazan en torno del tronco, a fin de detener la ascensión de las orugas, un anillo de brea. Esto nos conducirá a estudiar los medios de defensa de las plantas. Henri Coupin, en un excelente libro de vulgarización, Las plantas originales, al que remito al lector que desee más amplios detalles, examina algunas de esas armas curiosas. Hay desde luego la apasionante cuestión de las espinas, sobre las cuales un alumno de la Sorbona, Lothelier, ha hecho curiosísimas experiencias, que prueban que la sombra y la humedad tienden a suprimir las partes punzantes de los vegetales. En cambio, cuanto más árido y quemado por el sol es el lugar en que crece la planta, más se eriza esta de dardos, como si comprendiese que casi sola, sobreviviente entre las rocas desiertas o sobre la arena calcinada, es necesario que redoble enérgicamente su defensa contra un enemigo que no puede escoger su presa. Además, es de notar que, cultivadas por el hombre, la mayor parte de las plantas espinosas abandonan poco a poco sus armas, dejando el cuidado de su salud al protector sobrenatural que las adopta en su cercado5 . 5 Entre las plantas que ya no se defienden, el caso más sorprendente es el de la lechuga. “En estado silvestre, como lo hace observar el autor arriba citado si se corta un tallo o una hoja, se ve salir un jugo blanco, lechoso, formado de materias diversas, que defienden vigorosamente la planta contra los ataques de las babosas. Por el contrario, en la especie cultivada que dimana de la precedente, el jugo lechoso casi no existe; así es que la planta, con gran desesperación de los hortelanos, es ya incapaz de luchar y se deja comer por las babosas”. Sin embargo, convendría añadir que ese jugo lechoso no suele faltar sino en las plantas jóvenes, mientras que se vuelve muy abundante cuando la lechuga se pone a “repollar” y cuando echa la simiente. Como la planta necesitaría sobre todo de defenderse al principio de su vida, en el momento de Ciertas plantas, entre ellas las borragíneas, reemplazan las espinas por palos muy duros. Otras, como la ortiga, añaden el veneno. Otras, el geranio, la menta, la ruda, etcétera, para apartar a los animales, se impregnan de olores fuertes. Pero las más extrañas son las que se defienden mecánicamente. No citare más que la asperuela, que se rodea de una verdadera armadura de granos de de sílex microscópicos. Casi todas las gramíneas, a fin de poner obstáculo a la glotonería de las babosas y de los caracoles, introducen cal en sus tejidos. X Antes de emprender el estudio de los complicados aparatos que necesita la fecundación cruzada entre las mil ceremonias nupciales en use de nuestros jardines, mencionaremos las ideas ingeniosas de algunas flores muy sencillas en que los esposos nacen, se aman y mueren en la misma corola. El tipo del sistema es bastante conocido: los estambres u órganos masculinos, generalmente débiles y numerosos, están colocados en toro del pistilo6 robusto y paciente. Mariti et uxores uno eodemque thalamo gaudent7 , dice deliciosamente el gran Linneo. Pero la disposición, la forma y las costumbres de esos órganos varían de flor en flor, como si la naturaleza tuviese un pensamiento que atin no puede fijarse o una imaginación que se precia de no repetirse nunca. Con frecuencia el polen, cuando es maduro, cae naturalmente de los estambres sobre el pistilo; pero a menudo también pistilo y estambres tienen la misma altura, o estos se hallan demasiado apartados o el pistilo es dos veces más alto que ellos. Entonces tienen que hacer esfuerzos infinitos para unirse. Ora, como en la ortiga, los estambres, en el fondo de la corola, permanecen acurrucados sobre su tallo, y en el momento de la fecundación, esta se dispara como un resorte, y la antera o saco de polen que ocupa su extremo lanza una nube de polvo sobre el estigma. Ora, como en el agracejo, para que el himeneo no pueda realizarse sino durante las bellas horas de un hermoso día, los estambres, distantes del pistilo, son mantenidos contra las paredes de la flor por el peso de dos glándulas húmedas; el sol aparece, evapora el líquido, y los estambres, desprovistos del lastre, se precipitan sobre el estigma. En otras plantas sucede otra cosa: en las primaveras, por ejemplo, las hembras son unas veces más largas y otras veces más cortas que los machos. En el lirio, el tulipán, etcétera, la esposa, demasiado alta, hace lo que puede para recoger y fijar el polen. Pero el sistema más original y más caprichoso es el de la ruda (Ruta graveolens), una hierba medicinal bastante maloliente, de la banda mal afamada de las emenagogas. Los estambres tranquilos y dóciles en la corola amarilla esperan puestos en círculo en torno del grueso pistilo. A la hora conyugal, obedecen a la orden de la hembra que hace, al parecer, una especie de llamamiento sus primeras y tiernas hojas, diríase que al ser cultivada pierde un poco la cabeza, si así cabe expresarse, que no sabe a punto fijo lo que le pasa. 6 Al principio de este estudio, que podría venir a ser el libro de oro de las bodas de la flor cuidado que dejo a otros más sabios que yo-, quizá no sea inútil llamar la atención del lector sobre la terminología defectuosa, desconcertante, que se usa en botánica para designar los órganos reproductores de la planta. En el órgano femenino, el pistilo, que comprende el ovario, el estilo y el estigma que lo corona, todo es del género masculino y todo parece viril. En cambio, la antera, la parte del órgano masculino que encierra el polen o el polvo fecundante, es del género femenino. Bueno es penetrar de una vez esta antonimia. 7 Los maridos y las esposas disfrutan de un único mismo tálamo. nominal; uno de los machos se acerca y toca el estigma; luego vienen el tercero, el quinto, el séptimo, el noveno, hasta que ha pasado toda la Lila impar. Después, en la Lila par, viene el turno del segundo, del cuarto, del sexto, etcétera. El amor a la voz de mando. Esa flor que sabe contar me parecía tan extraordinaria que en un principio no dí crédito a lo que decían de ella los botánicos y quise comprobar más de una vez su sentimiento de los números antes de atreverme a confirmarlo. Note que raramente se equivoca. Seria abusivo el multiplicar estos ejemplos. Un simple paseo por los campos o los bosques permitirá hacer sobre este punto mil observaciones tan curiosas como las que los botánicos refieren. Pero antes de terminar este capítulo, deseo señalar una última flor, no porque de pruebas de imaginación muy extraordinaria, sino por la gracia deliciosa y fácilmente comprensible de su gesto de amor. Es la nigela de Damasco (Nigella damascena), cuyos nombres vulgares son graciosos: arañuela o neguilla en castellano, y en francés: Cheveux de Venus (cabellos de Venus), Diable dans le buisson (diablo en el matorral), Belle aux cheveux denoues (bella de cabellos sueltos), etcétera, esfuerzos felices y conmovedores de la poesía popular para describir una pequeña planta que le place. Se la encuentra en estado silvestre en el Mediodía, al borde de los caminos y debajo de los olivos, y en el Norte se cultiva con bastante frecuencia en los jardines algo pasados de moda. La flor es de un azul pálido, sencilla como una florecilla de primitivo, y los "cabellos de Venus, los cabellos sueltos" son las hojas enmarañadas, tenues y ligeras que rodean la corola de un "matorral" de verdura vaporosa. En el nacimiento de la flor, los cinco pistilos, sumamente largos, se hallan estrechamente agrupados en el centro de la corona azul, como cinco reinas vestidas de verde, altivas, inaccesibles. En torno de ellas se agolpa sin esperanza la innumerable multitud de sus amantes, los estambres, que no les llegan a las rodillas. Entonces, en el seno de ese palacio de turquesas y de zafiros, en la dicha de los días estivales, empieza el terrible drama, sin palabras y sin desenlace, de la espera impotente, inútil e inmóvil. Pero las horas, que son los años de la flor, transcurren. El brillo de esta se empaña, los pétalos empiezan a desprenderse, y el orgullo de las grandes reinas, bajo el peso de la vida, parece replegarse. En un momento dado, como si obedecieran a la consigna secreta e irresistible del amor, que considera la prueba suficiente, con un movimiento concertado y simétrico, comparable a las armoniosas parábolas de un quíntuplo surtidor de agua que vuelve a caer en la taza, todas se inclinan a la vez y recogen graciosamente de labios de sus humildes amantes el polvo de oro del beso nupcial. XI Lo imprevisto, como se ve, abunda aquí. Se podría escribir, pues, un libro voluminoso sobre la inteligencia de las plantas, como Romanes hizo uno sobre la inteligencia de los animales. Pero este bosquejo no tiene, en manera alguna, la pretensión de ser un manual de ese género; quiero simplemente llamar en él la atención sobre algunos acontecimientos interesantes que pasan a nuestro lado, en este mundo en que nos creemos, demasiado vanidosamente, privilegiados. Esos acontecimientos no son escogidos, sino tomados, a titulo de ejemplos, al azar, de las observaciones y de las circunstancias. Por lo demás, pienso tratar en estas breves notas ante todo de la flor, puesto que en ella se manifiestan las mayores maravillas. Prescindo por ahora de las flores carnívoras, droseras, nepentas, sarracénidas, etcétera, que tocan al reino animal y requerirían un estudio especial y desarrollado, para no dedicarme más que a la flor verdaderamente flor, a la flor propiamente dicha, que el vulgo cree insensible e inanimada. A fin de separar los hechos de las teorías, hablemos de ella como si hubiese previsto y concebido de igual manera que los hombres lo que ha realizado. Veremos más adelante lo que hay que dejarle y lo que conviene que le quitemos. En este momento la tenemos sola en escena, como una princesa magnifica dotada de razón y de voluntad. Es innegable que parece provista de una y otra; y para despojarla de ellas hay que recurrir a hipótesis muy oscuras. Ahí está, pues, inmóvil sobre su tallo, abrigando en un tabernáculo resplandeciente los órganos reproductores de la planta. Parece que no tiene más que dejar que se cumpla en el fondo de ese tabernáculo de amor la unión misteriosa de los estambres con el pistilo, y muchas flores consienten en ello. Pero ante otras muchas surge lleno de terribles amenazas el problema, normalmente insoluble, de la fecundación cruzada. ¿En virtud de que experiencias innumerables e inmemorables han reconocido que la autofecundación del estigma por el polen caldo de las anteras que lo rodean en la misma corola ocasiona rápidamente la degeneración de la especie? Se nos dice que no han reconocido nada, ni se han aprovechado de ninguna experiencia. La fuerza de las cosas elimino simplemente y poco a poco las semillas y las plantas debilitadas por la autofecundación. Pronto no subsistieron más que aquellas a quienes una anomalía cualquiera, por ejemplo la longitud exagerada del pistilo inaccesible a las anteras, impedía que se fecundasen a si mismas. No sobreviviendo más que esas excepciones, a través de mil peripecias, la herencia fija finalmente la obra del azar, y el tipo normal desapareció. XII Más adelante veremos la luz que arrojan estas explicaciones. Por el momento, salgamos esta vez al jardín o al campo a fin de estudiar más de cerca dos o tres invenciones curiosas del genio de la flor. Y ya, sin alejarnos de la casa, he aquí, frecuentada por las abejas, una mata fragante habitada por un mecánico muy hábil. No hay nadie, por poco rústico que sea, que no conozca la buena salvia. Es una labiada sin pretensiones, lleva una flor muy modesta que se abre enérgicamente, como una boca hambrienta, a fin de captar al paso los rayos del sol. Se encuentra un gran número de variedades, las cuales, detalle curioso, no han adoptado o llevado todas a la misma perfección el sistema de fecundación que vamos a examinar. Pero no me ocupo aquí sino de la salvia más común, la que recubre en este momento, como para celebrar el paso de la primavera, de colgaduras violadas todos los muros de mis terrazas de olivos. Os aseguro que los balcones de los grandes palacios de mármol que esperan a los reyes nunca tuvieron adorno más lujoso, ni más feliz, ni más fragante. Hasta parecen percibirse los perfumes de las claridades del sol cuando es más caliente que nunca, cuando promedia el día... Para venir a los detalles, el estigma u órgano femenino está encerrado en el labio superior que forma una especie de capucha, en la que se encuentran igualmente los dos estambres u órganos masculinos. A fin de impedir que fecunden el estigma que comparte el mismo pabellón nupcial, este estigma es dos veces más largo que ellos, de modo que no tienen ninguna esperanza de alcanzarlo. Por lo demas, para evitar todo accidente la flor se ha hecho protenandra, es decir, que los estambres maduran antes que el pistilo, así es que, cuando la hembra es apta para concebir, los machos ya han desaparecido. Es preciso, pues, que una fuerza exterior intervenga para realizar la unión, transportando un polen ajeno sobre el estigma abandonado. Cierto número de flores, como las anemófilas, confían este cuidado al viento. Pero la salvia, y es el caso más general, es entomófila, es decir, que le gustan los insectos y no cuenta sino con la colaboración de estos. Por lo demás, no ignora —pues sabe muchas cosas - que vive en un mundo en que conviene no esperar ninguna simpatía, ninguna ayuda caritativa. No perderá pues su trabajo haciendo inútiles llamamientos a la complacencia de la abeja. La abeja, como todo lo que lucha contra la muerte en este mundo, no existe más que para si y para su especie, y no cuida de prestar servicio alguno a las flores que la alimentan. ¿Cómo obligarla a cumplir contra su voluntad o al menos inconscientemente su oficio matrimonial? He aquí el maravilloso lazo de amor imaginado por la salvia: en el fondo de su tienda de seda violada destila algunas gotas de néctar, es el cebo. Pero, cortando el acceso del líquido azucarado, se alzan dos tallos paralelos, bastante parecidos a los ejes de un puente levadizo holandés. En lo alto de cada tallo hay una gruesa vesícula, la antera, que oculta el polen; abajo, dos vesículas más pequeñas sirven de contrapeso. Cuando la abeja penetra en la flor, para llegar al néctar, debe empujar con la cabeza las pequeñas vesículas. Los dos tallos, que giran sobre un eje, hacen un movimiento de báscula y las anteras superiores tocan los costados del insecto cubriéndolos de polvo fecundante. Inmediatamente después de la salida de la abeja, el resorte de los ejes vuelve el mecanismo a su primitiva posición y todo se halla dispuesto a funcionar con una nueva visita. Sin embargo, eso no es más que la primera mitad del drama; la continuación se desarrolla en otro decorado. En una flor vecina, en que los estambres acaban de mustiarse, entra en escena el pistilo que espera el polen. Sale lentamente de la capucha, se alarga, se inclina, se tuerce, se bifurca, para cerrar a su vez la entrada del pabellón. Yendo al néctar, la cabeza de la abeja pasa libremente bajo la horca suspendida; pero esta le roza la espalda y los costados, exactamente en los puntos que tocaron los estambres. El estigma bífido absorbe ávidamente el polvo plateado y la impregnación se cumple. Por lo demás, es muy fácil, introduciendo en la flor una pajuela o la extremidad de un fosforo, poner el aparato en movimiento y darse cuenta de la combinación y de la precisión impresionantes y maravillosas de todos sus movimientos. Las variedades de la salvia son muy numerosas; se cuentan cerca de quinientas, y omitiré, por no cansaros, la mayor parte de sus nombres científicos, que no siempre son elegantes: Salvia pratensis, officinalis —la de nuestras huertas—, horminum, horminoides, glutinosa, sdarea, raemeri, azurea, pitcheri, splendens —la magnífica salvia carmesí de nuestros encañados de flores—, etcétera. Quizá no se encuentre una sola que no haya modificado algún detalle del mecanismo que acabamos de examinar. Las unas, perfeccionamiento discutible, han duplicado, y a veces triplicado, la longitud del pistilo, de modo que no solamente sale de la capucha, sino que se dobla en forma de penacho delante de la entrada de la flor. Así evitan el peligro, en rigor posible, de la fecundación del estigma por las anteras alojadas en la misma capucha; pero, en cambio, puede suceder, si la protenandria no es rigurosa, que la abeja, al salir de la flor, deposite sobre ese estigma el polen de las anteras con las cuales cohabita. Otras, en el movimiento de báscula, hacen divergir aun más las anteras, las cuales, de ese modo, hieren con más precisión los costados del animal. Otras, en fin, no han logrado ajustar todas las panes del mecanismo. Encuentro, por ejemplo, no lejos de mis salvias violadas, cerca del pozo, bajo una mata de adelfas, una familia de flores blancas tenidas de lila pálido. En ellas no se descubre proyecto ni huella de báscula. Los estambres y el estigma ocupan desordenadamente el centro de la corola. No dudo que a quien reuniese las numerosísimas variedades de esta labiada le sería posible reconstruir toda la historia, seguir todas las etapas de la invención, desde el desorden primitivo de la salvia blanca que tengo a la vista, hasta los últimos perfeccionamientos de la salvia oficial. Que deck? sistema se halla todavía en estudio en la tribu aromática? Nos encontramos aún en el periodo de los ensayos, como para la espiral de Arquímedes en la familia del pipirigallo? ¿No se ha reconocido aún ninimemente la excelencia de la bascula automática? ¿No es pues todo inmutable y preestablecido, sino objeto de discusión y de ensayo en este mundo que creemos fatal y organicamente rutinario?8 . XIII Sea como fuere, la flor de la mayor parte de las salvias ofrece, pues, una elegante solución del gran problema de la fecundación cruzada. Pero así como entre los hombres una invención nueva es en seguida simplificada y mejorada por una multitud de pequeños indagadores infatigables, en el mundo de las flores que podríamos Hamar "mecánicas", la patente de la salvia ha sido revisada, y extrañamente perfeccionada en muchos detalles. Una vulgar escrofulariácea, la pedicularia de los bosques (Pedicularis sylvatica), que seguramente habéis encontrado en las panes umbrosas de los bosquecillos y matorrales, ha introducido en ella modificaciones sumamente ingeniosas. La forma de la corola es casi igual a la de la salvia; el estigma y las dos anteras se hallan en la capucha superior. Solamente la bolita húmeda del estigma sobresale de la capucha, mientras que las anteras permanecen estrictamente prisioneras en ella. En ese tabernáculo sedoso, los órganos de ambos sexos se hallan pues con estrechez y hasta en contacto inmediato; sin embargo, gracias a una disposición muy diferente de la salvia, la autofecundaciones absolutamente imposible. En efecto, las anteras forman dos ampollas llenas de polvo: estas ampollas, cada una de las cuales no tiene más que una abertura, se hallan colocadas una contra otra, de manera que las aberturas, coincidiendo, se obturan recíprocamente. Están sujetas en el interior de la capucha, sobre dos tallos doblados que forman resorte, por dos especies de dientes. La abeja o el abejorro que penetra en la flor en busca del nectar separa necesariamente esos dientes; una vez flores, las ampollas surgen, se lanzan fuera y se abaten sobre la espalda del insecto. 8 Sigo hace algunos años una serie de experiencias sobre la hibridación de las salvias, fecundando artificialmente, con las acostumbradas precauciones para apartar toda interventión del viento y de los insectos, una variedad cuyo mecanismo floral está muy perfeccionado, con el polen de una variedad muy atrasada, e inversamente. Mis observaciones no son todavía bastante numerosas para poder detallarlas aquí. Sin embargo, parece que ya empieza a desprenderse de ellas una ley general, a saber: que la salvia atrasada adopta fácilmente los perfeccionamientos de la salvia adelantada, mientras que esta toma raramente los defectos de la primera. Podría hacerse, a propósito de esto, un curioso estudio sobre los procedimientos, las costumbres, las preferencias, la inclinación a lo mejor de la Naturaleza. Pero esas experiencias son necesariamente lentas y largas, a causa del tiempo perdido en reunir las variedades diversas, de las pruebas y contrapruebas necesarias, etcétera. Seria pues prematuro sacar de todo eso la menor conclusión. Pero no se detienen aqui el genio y la previsión de la flor. Como lo hace observar H. Muller, que fue el primero en estudiar completamente el prodigioso mecanismo de la pedicularia, "si los estambres diesen contra el insecto conservando su disposición relativa, no saldría un gran de polvo, puesto que sus orificios se tapan recíprocamente. Pero con artificio tan sencillo como ingenioso vence la dificultad. El labio inferior de la corola, en vez de ser simétrico y horizontal, es irregular y oblicuo, al extremo de que un lado tiene algunos milímetros de altura más que el otro. El abejorro posado encima no puede guardar a su vez más que una posición inclinada. De lo cual resulta que su cabeza no toca sino una después de otra las salidas de la corola. Así es que el disparo de los estambres también se produce sucesivamente, y una tras otra dan contra el insecto, teniendo el orificio libre, y lo hisopean de polvo fecundante. Cuando el abejorro pasa luego a otra flor, la fecunda inevitablemente, pues, detalle intencionalmente omitido, lo primero que encuentra al meter la cabeza en la entrada de la corola es el estigma, que lo roza en el punto en que, momentos después, va a ser alcanzado por el choque de los estambres, el punto precisamente en que ya lo han tocado los estambres de la flor que acaba de dejar". XIV Se podrían multiplicar indefinidamente esos ejemplos; cada flor tiene su idea, su sistema, su experiencia adquirida, de la que se aprovecha. Examinando de cerca sus pequeñas invenciones, sus procedimientos diversos, se recuerdan esas interesantísimas exposiciones de maquinas en que el genio mecánico del hombre revela todos sus recursos. Pero nuestro genio mecánico data de ayer, mientras que la mecánica floral funciona desde hace millares de años. Cuando la flor hizo su aparición en la tierra, no había en torno de ella ningún modelo que poder imitar; tuvo que inventarlo todo. En la época de la clava, del arco, de la maza de armas, en los días relativamente recientes en que imaginamos el torno de hilar, la polea, el cabrestante, el ariete; en el tiempo —como quien dice el año pasado—, en que nuestras obras maestras eran la catapulta, el reloj y el telar, la salvia había construido los espigones giratorios y los contrapesos de su bascula de precisión, y la pedicularia sus ampollas obturadas como para una experiencia científica, los disparos sucesivos de sus resortes y la combinación de sus planos inclinados. ¿Quien sospechaba, hace menos de cien años, las propiedades de la hélice que el arce y el tilo utilizan desde el nacimiento de los árboles? ¿Cuando llegaremos a construir un paracaídas o un aviador tan rápido, tan ligero, tan sutil y tan seguro como el del amargón? ¿Cuando encontraremos el secreto de cortar en un tejido tan frágil como la seda de los pétalos, un resorte tan poderoso como el que lanza al espacio el dorado polen de esparto? Y la momórdiga o pistola de damas cuyo nombre cite al principio de este pequeño estudio... ¿Quien nos dirá el misterio de su fuerza milagrosa? ¿Conocéis la momórdiga? Es una humilde cucurbitácea, bastante común en el litoral mediterráneo. Su fruto carnoso, que parece un pepinito, está dotado de una vitalidad y de una energía inexplicables. Por poco que se la toque, en el momento de su madurez, se desprende súbitamente de su pedúnculo por una contracción convulsiva, y lanza a través de la abertura producida por el desprendimiento, mezclado con numerosas semillas, un chorro mucilaginoso, de tan prodigiosa fuerza que echa la semilla a cuatro o cinco metros de la planta natal. El gesto es tan extraordinario como si, en proporción, sacásemos con un solo movimiento espasmódico y lanzásemos todos nuestros órganos, nuestras vísceras y nuestra sangre a medio kilómetro de nuestra piel o de nuestro esqueleto. Por otra parte, gran número de semillas emplean en balística procedimientos y utilizan fuentes de energía que nos son más o menos desconocidos. Recordad, por ejemplo, las crepitaciones de la colza y de la retama; pero uno de los grandes maestros de la artillería vegetal es el tártago. El tártago es una euforbiácea de nuestros climas, una grande "mala hierba" bastante ornamental, que con frecuencia excede la estatura del hombre. En este momento, tengo sobre mi mesa, en remojo dentro de un vaso de agua, una rama de tártago. Lleva bayas triboladas y verdosas que contienen las semillas. De vez en cuando, una de las bayas estalla con estruendo, y las semillas dotadas de una velocidad inicial prodigiosa dan por todas partes contra los muebles y las paredes. Si una de ellas os da en la cara, diríais que os ha picado un insecto: tan extraordinaria es la fuerza de penetración de esas minúsculas semillas del tamaño de cabezas de alfiler. Examinad la baya, buscad los resortes que la animan, no encontrareis el secreto de esa fuerza; es tan invisible como la de nuestros nervios. El esparto (Spartium junceum) tiene no solamente vainas, sino flores de resorte. Quizá os habéis fijado en la admirable planta. Es el más soberbio representante de esa poderosa familia de las retamas, de vida dura, pobre, sobria, robusta, para la cual toda tierra es buena y toda prueba superable. Forma al borde de los caminos y en las montañas del Mediodía enormes bolas espesas, a veces de tres metros de altura, que de mayo a junio se cubren de una magnifica floración de oro puro, cuyos perfumes mezclados con los de su habitual vecina, la madreselva, ostentan bajo el furor de un sol calcáreo delicias que no pueden definir sino evocando rocíos celestes, fuentes elíseas, frescuras y transparencias de estrellas en grutas azules... La flor de esa retama, como la de todas las leguminosas amariposadas, se parece a la flor de los guisantes de nuestras huertas; y sus pétalos inferiores, adheridos en forma de espolón, encierran herméticamente los estambres y el pistilo. Mientras no está madura, la abeja que la explora la encuentra impenetrable. Pero tan pronto como llega para los prometidos esposos cautivos la hora de la pubertad, bajo el peso del insecto que se posa, el espolón cede, la cámara de oro estalla voluptuosamente, proyectando a distancia, con fuerza, sobre el visitante, sobre las flores próximas, una nube de polvo luminoso, que un ancho pétalo dispuesto en forma de alero hace caer, para mayor precaución, sobre el estigma que se trata de impregnar. XV Los que quieran estudiar a fondo todos estos problemas pueden acudir a las obras de Christian Konrad Sprengel, quien, ya en 1793 y en su curioso trabajo Das entdeckte Geheimniss der Natur, fue el primero que analizo las funciones de los diferentes órganos en las orquídeas; y a los libros de Charles Darwin, del doctor H. Muller, de Lippstadt, de Hildebrant, del italiano Delpino, de Hooker, de Robert Brown y de muchos otros. En las orquídeas es donde encontraremos las manifestaciones más perfectas y más armoniosas de la inteligencia vegetal. En esas flores atormentadas y extrañas, el genio de la planta alcanza sus puntos extremos y viene a penetrar, con una llama insólita, la noche que separa los reinos. Es preciso que este nombre de orquídeas no nos extrañe haciéndonos creer que solo se trata aquí de flores raras y preciosas, de esas reinas de estufa que más bien parecen reclamar los cuidados del platero que los del jardinero. Nuestra flora indígena y silvestre, que comprende todas nuestras "malas hierbas", cuenta más de veinticinco especies de orquídeas, entre las cuales, justamente, se hallan las más ingeniosas y las más complicadas. Son las que Charles Darwin ha estudiado en su libro De la fecundación de las orquídeas por los insectos, que es la historia maravillosa de los más heroicos esfuerzos del alma de la flor. No sería posible resumir aquí, en pocas líneas esa abundante y mágica biografía. Sin embargo, puesto que nos ocupamos en la inteligencia de las flores, es necesario dar una idea suficiente de los procedimientos y de las costumbres mentales de la que supera a todas en el arte de obligar a la abeja, o a la mariposa, a hacer exactamente lo que ella desea, en la forma y el tiempo prescritos. XVI No es fácil hacer comprender, sin figuras, el mecanismo extraordinariamente complejo de la orquídea: tratare, sin embargo, de dar una idea suficiente del mismo, por medio de comparaciones más o menos aproximativas, evitando en lo posible el empleo de términos técnicos, tales como retináculo, labellum, rostellum, polinias, etcétera, que no evocan ninguna imagen precisa en las personas poco familiarizadas con la botánica. Escojamos una de las orquídeas más abundantes en nuestras regiones, la Orchis maculata, por ejemplo, o más bien, porque es un poco más grande y por consiguiente de observación más fácil, la Orchis latifolia, la Orchis de anchas hojas, vulgarmente llamada pentecostés. Es una planta vivaz que alcanza de treinta a sesenta centímetros de altura. Es bastante común en los bosques y en las praderas húmedas, y lleva un tirso de florecitas rosadas que se abren en mayo y junio. La flor tipo de nuestras orquídeas representa con bastante exactitud una boca fantástica y abierta de dragón chino. El labio inferior, muy prolongado y pendiente, en forma de delantal festoneado y desgarrado, sirve de apeadero o descanso al insecto. El labio superior, redondeado, forma una especie de capucha que abriga los órganos esenciales, mientras que en el dorso de la flor, al lado del pedúnculo, baja una especie de espolón o largo cucurucho puntiagudo que encierra el néctar. En la mayor parte de las flores, el estigma u órgano femenino es una pequeña borla más o menos viscosa que, paciente, en el extremo de un tallo frágil, espera la llegada del polen. En la orquídea, esta instalación clásica ha quedado desconocida. En el fondo de la boca, en el sitio que ocupa la campanilla en la garganta, se encuentran dos estigmas estrechamente adheridos, sobre los cuales se clava un tercer estigma modificado en un órgano extraordinario. Lleva en su parte superior una especie de bolita, o mejor dicho de media pila llamada rostellum. Esta media taza está llena de un líquido viscoso, en el que se encuentran dos minúsculas bolitas de las que salen dos cortos tallos cargados en su extremidad superior de un paquete de granos de polen cuidadosamente atado. Veamos ahora lo que sucede cuando el insecto penetra en la flor. Él se posa sobre el labio inferior, extendido para recibirlo, y, atraído por el olor del néctar, trata de llegar al cuernecito que lo contiene en el fondo. Pero el paso es intencionadamente estrecho; su cabeza, al avanzar, tropieza necesariamente con la media pila. En seguida, ésta, atenta al menor choque, se rasga, siguiendo una línea conveniente, y pone al descubierto las dos bolitas untadas del líquido viscoso. Estas últimas, en contacto inmediato con el cráneo del visitante, se pegan sólidamente a él, de modo que, cuando el insecto se separa de la flor, se las lleva, y con ellas los dos tallos que sostienen y en cuyos extremos se hallan los paquetitos de polen atados. Tenemos, pues, el insecto coronado con dos cuernos rectos, en forma de botella de champaña. Autor inconsciente de una obra difícil, visita una flor vecina. Si sus cuernos permaneciesen rígidos, iría simplemente a dar con sus paquetes de polen en los paquetes de polen cuya base se empapa del líquido contenido en la media pila vigilante, y del polen que se mezclaría con el polen nada resultaría. Aquí se manifiestan el genio, la experiencia y la previsión de la orquídea. Esta ha calculado minuciosamente el tiempo que el insecto necesita para chupar el néctar y trasladarse a la flor próxima y ha notado que, por término medio, empleaba treinta segundos. Hemos visto que los paquetitos de polen van sobre dos cortas espigas insertas en las bolitas viscosas; pues bien, en los puntos de inserción se encuentra, debajo de cada espiga, un pequeño disco membranoso cuya única función consiste en contraer y replegar, al cabo de treinta segundos, cada una de estas espigas, de modo que se inclinen describiendo un arco de noventa grados. Es el resultado de un nuevo cálculo, no de tiempo esta vez, sino de espacio. Los dos cuernos de polen que coronan el mensajero nupcial guardan ahora una posición horizontal delante de la cabeza, de modo que, cuando aquel penetra en la flor vecina, tropezaran exactamente con los dos estigmas adheridos, sobre los cuales se encuentra la media pila. No es esto todo, y el genio de la orquídea no ha llegado al fin de su previsión. El estigma que recibe el choque del paquete de polen se halla untado de una sustancia viscosa. Si esta sustancia fuese tan enérgicamente adhesiva como la que encierra la pequeña pila, las masas polínicas, una vez rota su espiga, quedarían todas pegadas a ella, con lo cual habría acabado su destino. Pero es preciso que esto no suceda; es preciso no agotar en una sola aventura las probabilidades del polen, sino multiplicarlas todo lo posible. La flor, que cuenta los segundos y mide las líneas, es química por añadidura y destila dos especies de gomas: una sumamente pegajosa y que se pone inmediatamente dura al contacto del aire, para pegar los cuernos de polen sobre la cabeza del insecto, y la otra muy diluida, para el trabajo del estigma. Esta última solo es bastante adherente para desatar o apartar un poco los hilos tenues y elásticos que envuelven los granos de polen. Algunos de estos granos se pegan a ella, pero la masa polínica no es destruida; y cuando el insecto visita otras flores, continuara casi indefinidamente su obra fecundante. ¿Ha expuesto todo el milagro? No; habría que llamar aún la atención sobre muchos detalles omitidos, entre ellos, sobre el movimiento de la pequeña pila que, después que su membrana se ha roto para poner a descubierto las bolitas viscosas, levanta inmediatamente su borde inferior, a fin de conservar en buen estado, en el líquido pegajoso, el paquete de polen que el insecto no se haya llevado. Cabria notar también la divergencia muy curiosamente combinada de las espigas polínicas sobre la cabeza del insecto, lo mismo que ciertas precauciones químicas, comunes a todas las plantas; pues muy recientes experiencias de Gaston Bonnier parecen probar que cada flor, a fin de mantener intacta su especie, segrega toxinas que destruyen o esterilizan todos los pólenes ajenos. He aquí, a poca diferencia, lo que vemos; pero en esto, como en todas las cosas, el verdadero y gran milagro empieza donde se detiene nuestra mirada. XVII Acabo de encontrar ahora mismo, en un rincón inculto del olivar, un soberbio pie de lorogloso que huele a macho cabrío (Loroglossum hircinum), variedad que, no sé por qué causa (quizá por ser sumamente rara en Inglaterra), Darwin no ha estudiado. De todas nuestras orquídeas indígenas es la más notable, la más fantástica, la más asombrosa. Si tuviera la talla de las orquídeas americanas, se podría afirmar que no existe planta más quimérica. Figuraos un tirso, del género del jacinto, pero un poco más alto. Esta simétricamente guarnecido de flores ásperas, de tres cuernos, de un blanco verdoso punteado de violado pálido. El pétalo inferior adornado, en su nacimiento, de carúnculas bronceadas, de barbillas recias y de bubones lila de mal augurio, se prolonga sin fin, de una manera loca e inverosímil, en forma de cinta en espiral, del color que toman los ahogados después de un mes de permanencia en el rio. Del conjunto, que evoca la idea de las peores enfermedades y parece desarrollarse no sé en qué país de pesadillas irónicas y de maleficios, se desprende un horrible y fuerte olor de macho cabrío pestilente, que se esparce a distancia y revela la presencia del monstruo. Señalo y describo así esa nauseabunda orquídea, porque es bastante común en Francia, porque se la encuentra fácilmente y porque se presta muy bien, en razón de su talla y de la claridad de sus órganos, a las experiencias que sobre ella quieran hacerse. Basta en efecto introducir en la flor, empujándola cuidadosamente hasta el fondo del nectario, la punta de una pajuela, para ver sucederse, a simple vista, todas las peripecias de la fecundación. Rozada al paso, la bolsita o rostellum se inclina, descubriendo el pequeño disco viscoso —el lorogloso no tiene más que uno— que soporta las dos espigas de polen. En seguida este disco se agarra con violencia al palillo, las dos celdillas que encierran las bolsitas de polen se abren longitudinalmente, y cuando se retira la pajuela, su extremo se halla sólidamente coronado de dos cuernos divergentes y rígidos con bolas de oro en las puntas. Desgraciadamente, no se goza aquí, como en la experiencia con la Orchis latifolia, del bonito espectáculo que ofrece la inclinación gradual y precisa de los dos cuernos. ¿Por qué no se inclinan? Basta meter la pajuela coronada en un nectario vecino para observar que este movimiento sería inútil, por cuanto la flor es mucho más grande que la de la Orchis maculata o latifolia, y el cono del néctar está dispuesto de tal modo que, cuando el insecto cargado de masas polínicas penetra en el, estas masas llegan exactamente a la altura del estigma que se trata de impregnar. Añadamos que es preciso, para que la experiencia surta efecto, escoger una flor bien madura. Ignoramos cuando lo está.; pero el insecto y la flor lo saben, pues esta no invita a sus huéspedes necesarios, ofreciéndoles una gota de néctar, sino en el momento en que todo su aparato está dispuesto a funcionar. XVIII He aquí el fondo del sistema de fecundación adoptado por la orquídea de nuestras comarcas. Pero cada especie, cada familia, modifica o perfecciona sus detalles según su experiencia, su psicología y sus conveniencias particulares. La Orchis o Anacamptis pyramidalis, por ejemplo, una de las más inteligentes, ha añadido a su labio inferior o labellum dos pequeñas crestas que guían la trompa del insecto hacia el nectario y la obligan a cumplir exactamente todo lo que se espera de ella. Darwin compara justamente este ingenioso accesorio con el instrumento de que uno se sirve a veces para guiar un hilo por el ojo de una aguja. Otro perfeccionamiento interesante: las dos bolitas que sostienen las espigas de polen y se remojan en la media pila son reemplazadas por un solo disco viscoso en forma de silla de montar. Si se introduce en la flor, siguiendo el camino que debe seguir la trompa del insecto, una punta de aguja o una cerda, se notan claramente las ventajas de esta disposición más sencilla y más práctica. Tan pronto como la cerda ha rozado la media pila, esta se rompe siguiendo una línea simétrica descubriendo el disco en forma de silla que se pega instantáneamente a la cerda. Sacad vivamente esta cerda, y tendréis el tiempo justo de sorprender el bonito movimiento de la silla que, puesta sobre la cerda o la aguja, repliega sus dos alas inferiores para enlazar estrechamente el objeto que la sostiene. Este movimiento tiene por objeto afirmar la adherencia de la silla, y asegurar sobre todo con más precisión que en la orquídea de hojas anchas la divergencia indispensable de las agujas del polen. Tan pronto como la silla se ha adherido a la cerda y las espigas del polen se han implantado en ella, arrastradas por su contracción, divergen necesariamente, empieza el segundo movimiento de las espigas que se inclinan hacia el extremo de la cerda, de la misma manera que en la orquídea que anteriormente hemos estudiado. Estos dos movimientos combinados se efectúan en treinta o treinta y cuatro segundos. XIX ¿No es exactamente así, por menudencias, continuaciones y retoques sucesivos, como progresan las invenciones humanas? Todos hemos seguido en la más reciente de nuestras industrias mecánicas los perfeccionamientos mínimos pero incesantes de la luz, de la carburación, del cambio de velocidad. Diríase que las ideas acuden a las flores de la misma manera que se nos ocurren a nosotros. Tantean en la misma oscuridad, encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad, el mismo desconocimiento. Conocen las mismas leyes, las mismas decepciones, los mismos triunfos lentos y difíciles. Parece que tienen nuestra paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma inteligencia matizada y diversa, casi la misma esperanza y el mismo ideal. Luchan como nosotros, contra una gran fuerza indiferente que acaba por ayudarlas. Su imaginación inventiva sigue no solamente los mismos métodos prudentes y minuciosos, los mismos pequeños senderos fatigosos, tortuosos y estrechos, sino que también da saltos inesperados que ponen de pronto en el punto definitivo un hallazgo incierto. Así es como una familia de grandes inventores, entre las orquídeas, una extraña y rica familia americana, la de las catasetídeas, con una idea atrevida, trastorno bruscamente cierto número de costumbres que le parecían sin duda demasiado primitivas. Desde luego, la separación de sexos es absoluta; cada uno de ellos tiene su flor particular. Además, la polinia o, en otros términos, la masa o el paquete de polen, no remoja ya su espiga en una pila liana de goma, esperando allí, un poco inerte, y en todo caso privada de iniciativa, la feliz casualidad que debe fijarla en la cabeza del insecto. Esta replegada sobre un poderoso resorte, en una especie de alvéolo. Por esto las soberbias catasetídeas no han contado, como las orquídeas vulgares, con tal o cual movimiento del visitante, movimiento dirigido y preciso, si queréis, pero sin embargo aleatorio. No, el insecto no penetra ya solamente en una flor admirablemente combinada, sino en una flor animada y, al pie de la letra, sensible. Apenas se ha posado el insecto sobre el magnífico atrio de seda cobriza, cuando las largas y nerviosas anteras que necesariamente debe rozar llevan la alarma a todo el edificio. En seguida se rasga el alveolo en que permanece cautiva, sobre su pedicelo replegado que sostiene un grueso disco viscoso, la masa de polen, dividida en dos paquetes. Bruscamente libre, el pedicelo se dispara como un resorte, arrastrando los dos paquetes de polen y el disco viscoso, que son violentamente proyectados hacia fuera. Gracias a un curioso calculo balístico, el disco es siempre lanzado hacia delante y va a dar en el insecto, al cual se adhiere. Este, aturdido por el choque, se apresura a huir de la corola agresiva para refugiarse en una flor vecina. Es todo lo que quería la orquídea americana. XX ¿Señalaré también las simplificaciones curiosas y prácticas que aporta al sistema general otra familia de orquídeas exóticas, las cipripediadas? Recordemos siempre las circunvoluciones de las invenciones humanas; tenemos aquí una interesante contraprueba. En el taller un ajustador, en el laboratorio un preparador, un alumno, dice un día al jefe: “¿Si probáramos hacer todo lo contrario? ¿Si invirtiéramos el movimiento? ¿Si trastocáramos la mezcla de los líquidos?". Se hace la experiencia: de lo desconocido sale de pronto algo inesperado. Diríase que las cipripediadas han tenido entre sí conversaciones análogas. Todos conocemos el Cypripedium o chanclo de Venus; es, con su enorme barba en forma de zueco, su aire duro y ponzoñoso, la flor más característica de nuestras estufas, la que nos parece la orquídea tipo, por decirlo así. El Cypripedium ha tenido el valor de suprimir todo el aparato complicado y delicado de los paquetes de polen con resorte, de las espigas divergentes, de los discos viscosos, de las gomas sabias, etcétera. Su barba en forma de chanclo y una antera estéril en forma de broquel cierran la entrada de manera que el insecto se ve obligado a pasar su trompa por dos montoncitos de polen. Pero no es este el punto importante; lo inesperado y anormal es que, al revés de lo que hemos observado en todas las demás especies, no es el estigma, el órgano femenino el que es viscoso, sino el polen mismo, cuyos granos, en vez de ser pulverulentos, se hallan revestidos de una capa tan viscosa que se la puede estirar y alargar en filamentos. ¿Cuáles son las ventajas y los inconvenientes de esta disposición nueva? Es de temer que el polen transportado por el insecto se pegue a otro objeto y no al estigma; en cambio, el estigma no tiene que segregar el fluido destinado a esterilizar todo polen ajeno. En todo caso, este problema requeriría un estudio particular. Hay privilegios de invención de los cuales no se comprende inmediatamente la utilidad. XXI Para terminar con esa extraña tribu de las orquídeas, nos falta decir cuatro palabras acerca de un órgano auxiliar que pone en movimiento todo el mecanismo: el nectario. Este ha sido, de parte del genio de la especie, objeto de investigaciones, de tentativas, de experiencias tan inteligentes, tan variadas como las que modifican sin cesar la economía de los órganos esenciales. El nectario, ya lo hemos dicho, es en principio una especie de largo espolón, de largo cono o cuerno puntiagudo que se abre en el fondo de la flor, al lado del pedúnculo, y hace más o menos contrapeso a la corola. Contiene un líquido azucarado, el néctar, del que se alimentan las mariposas, los coleópteros y otros insectos, y que la abeja transforma en miel. Está pues encargado de atraer a los huéspedes indispensables. Se ha amoldado a su talla, a sus costumbres, a sus gustos; está siempre dispuesto de tal manera que no pueden introducir y retirar de él su trompa sino después de haber cumplido escrupulosa y sucesivamente todos los ritos prescritos por las leyes orgánicas de la flor. Conocemos ya bastante el carácter y la imaginación fantásticos de las orquídeas, para prever que aquí, como fuera de aquí y hasta más que en las otras flores, porque el órgano más suave se presta más a ello, su espíritu inventivo, práctico, observador y minucioso, da libre curso a la fantasía. Una de ellas, por ejemplo, el Sarcanthus teretifolius, como probablemente no llega a elaborar, para pegar el paquete de polen sobre la cabeza del insecto, un líquido viscoso que se endurezca bastante aprisa, ha vencido la dificultad, procurando retrasar todo lo posible la trompa del visitante en los estrechos pasajes que conducen al néctar. El laberinto que ha trazado es tan complicado, que Bauer, el hábil dibujante de Darwin, tuvo que darse por vencido y renuncio a reproducirlo. Las hay que, partiendo del excelente principio de que toda simplificaciones un perfeccionamiento, han suprimido osadamente el cuerno del néctar, reemplazándolo por ciertas excrecencias carnosas, extrañas y evidentemente suculentas, que los insectos roen. ¿Es necesario añadir que estas excrecencias están siempre dispuestas de tal modo que el huésped que se regala con ellas debe poner necesariamente en movimiento toda la mecánica del polen? XXII Pero, sin detenernos en mil pequeñas astucias muy variadas, terminemos estos cuentos de hadas con el estudio de los incentivos del Coryanthes macrantha. En verdad, ya no sabemos exactamente con qué clase de ser nos las habemos. La asombrosa orquídea ha imaginado lo siguiente: su lóbulo inferior (labellum) forma una especie de cazo en que caen continuamente gotas de un agua casi pura, segregada por dos conos situados encima; cuando este cazo esta medio lleno el agua se escurre por un conducto lateral como por un canalón. Toda esta instalación hidráulica es ya muy notable; pero he aquí donde empieza la parte inquietante, por no decir diabólica de la combinación. El líquido que los conos segregan y que se acumula en la taza de seda no es néctar, y no está destinado a atraer a los insectos; tiene una misión mucho más delicada, en el plan realmente maquiavélico de la extraña flor. Los insectos cándidos son invitados, por los azucarados perfumes que esparcen las excrecencias carnosas de que más arriba hemos hablado, a meterse en el lazo. Estas excrecencias se encuentran encima de la taza, en una especie de cámara a que dan acceso dos aberturas laterales. La gruesa abeja visitante —como la flor es enorme no suele seducir sino a los más pesados himenópteros, como si los demás se avergonzasen de penetrar en tan vastos y suntuosos salones—, la gruesa abeja se pone a roer las sabrosas carúnculas. Si estuviera sola, una vez terminada su comida, se iría tranquilamente, sin rozar siquiera la taza llena de agua, el estigma y el polen; y no sucedería nada de lo que se requiere. Pero la sabia orquídea ha observado la vida que se agita en torno de ella. Sabe que las abejas forman un pueblo innumerable, ávido y afanoso, que salen a millares a las horas de sol, que basta que un perfume vibre como un beso en el umbral de una flor que se abre, para que ellas acudan en masa al festín preparado bajo la tienda nupcial. Ya tenemos a dos o tres saqueadoras en la cámara azucarada; el lugar es exiguo, las paredes resbaladizas, las convidadas brutales. Estas se apresuran y se empujan, de modo que una de ellas acaba siempre por caer en la taza que la espera bajo la pérfida comida. La abeja encuentra allí un baño inesperado; moja concienzudamente en el líquido sus bellas alas diáfanas, y, a pesar de inmensos esfuerzos, no logra emprender de nuevo su vuelo. Aquí la espera la astuta flor. Para salir de la taza mágica, no existe más que una sola abertura: el canal por donde se va el agua sobrante del depósito. Tiene apenas la anchura necesaria para el paso del insecto cuya espalda toca desde luego la superficie pegajosa del estigma, y después las glándulas viscosas de las masas de polen que la esperan a lo largo de la bóveda. Escapa así, cargada del polvo adhesivo; entra en una flor vecina, en que se repite el drama de la comida, de los empujones, de la caída, del baño y de la evasión, que pone por fuerza en contacto con el ávido estigma el polen importado. He aquí pues una flor que conoce y explota las pasiones de los insectos. No es posible pretender que todo esto no son más que interpretaciones más o menos románticas; no, los hechos son de observación precisa y científica, y es imposible explicar de otra manera la utilidad y la disposición de los diversos órganos de la flor. Hay que aceptar la evidencia. Esta astucia increíble y eficaz es tanto más sorprendente cuanto que no tiende aquí a satisfacer la necesidad de comer, inmediata y urgente, que aguza las inteligencias más obtusas; no mira más que a un ideal remoto: la propagación de la especie. ¿Pero, se dirá, que vienen esas complicaciones fantásticas que no conducen sino a agrandar los peligros del azar? No nos apresuremos a juzgar y contestar. Respecto a las razones de la planta, lo ignoramos todo. ¿Sabemos los obstáculos que encuentra por la parte de la lógica y de la sencillez? ¿Conocemos, en el fondo, una sola de las leyes orgánicas de su existencia y de su desarrollo? El que desde lo alto de Marte o Venus nos viese empeñados en la conquista del aire preguntaría también: ¿a que vienen esos aparatos informes y monstruosos, esos globos, esos aeroplanos, esos paracaídas, cuando sería tan sencillo imitar a los pájaros poniéndose en los brazos un par de alas suficientes? XXIII A estas pruebas de inteligencia la vanidad un poco pueril del hombre opone la objeción tradicional: si, las flores crean maravillas, pero esas maravillas son eternamente las mismas. Cada especie, cada variedad tiene un sistema y, de generaciones en generaciones, no introduce ningún mejoramiento apreciable. Es cierto que desde que las observamos, es decir desde hace unos cincuenta años, no hemos visto el Coryanthes macranta o las Catasetideas perfeccionar su armadijo; es todo lo que podemos afirmar, y es en verdad insuficiente. ¿Hemos intentado siquiera las experiencias más elementales, y sabemos lo que harían al cabo de un siglo las generaciones sucesivas de nuestra asombrosa orquídea bañera puestas en un centro diferente, entre insectos insólitos? Además, los nombres que damos a los géneros, especies y variedades acaban por engañarnos y creamos de este modo imaginarios tipos que creemos fijos, cuando probablemente no son más que representantes de una misma flor que continua modificando lentamente sus órganos según lentas circunstancias. Las flores precedieron a los insectos en la Tierra; por consiguiente, cuando aparecieron estos, aquellas tuvieron que adaptar a las costumbres de esos colaboradores imprevistos toda una maquinaria nueva. Este solo hecho, geológicamente incontestable, entre todo lo que ignoramos, basta para establecer la evolución, y esta palabra un poco vaga, no significa, en último análisis, adaptación, modificación, progreso inteligente? Para no recurrir a ese acontecimiento prehistórico, seria fácil agrupar un gran número de hechos que demostrarían que la facultad de adaptación y de progreso inteligentes no está exclusivamente reservada a la especie humana. Sin volver sobre los capítulos detallados que consagre a ese asunto en La vida de las abejas, recordare simplemente dos o tres detalles tópicos allí citados. Las abejas, por ejemplo, han inventado la colmena. En estado silvestre y primitivo y en su país de origen, trabajan al aire libre. Es la incertidumbre, la inclemencia de nuestras estaciones septentrionales lo que les dio la idea de buscar un abrigo en los huecos de las rocas o de los arboles. Esta idea genial hizo que se entregasen a la recolección de néctar y a los cuidados de los alveolos los millares de obreras antes inmovilizadas en torno de los panales a fin de mantener en ellos el calor necesario. No es raro, sobre todo en el Mediodía, que durante los veranos excepcionalmente benignos, vuelvan a las costumbres tropicales de sus antepasados9 . Otro hecho: transportada a Australia o a California, nuestra abeja negra cambia completamente de costumbres. A partir del segundo o del tercer año, habiendo observado que el estío es perpetuo, que las flores nunca faltan, vive al día, se contenta con recoger la miel y el polen indispensables para el consumo diario y, como su observación reciente y razonada puede más que la experiencia hereditaria, deja de hacer provisiones. En el mismo orden de ideas, Buchner menciona un rasgo que prueba igualmente la adaptación a las circunstancias, no lenta, secular, inconsciente y fatal, sino inmediata e inteligente: en la Barbada, en medio de las refinerías en que durante todo el año encuentran azúcar en abundancia, las abejas cesan completamente de visitar las flores. Recordaremos en fin el curioso mentís que dieron a dos sabios entomólogos ingleses: Kirby y Spence. "Ensenadnos, decían estos, un solo caso en que, apremiadas por las circunstancias, hayan tenido la idea de sustituir con arcilla o argamasa la cera y el propóleos, y convendremos en que son capaces de razonar". Apenas habían manifestado ese deseo bastante arbitrario, cuando otro naturalista, Andrew Knight, después de haber embadurnado con una especie de cemento hecho con cera y trementina la corteza de ciertos arboles, observo que sus abejas renunciaban enteramente a recolectar el propóleo y no empleaban más que esta substancia nueva y desconocida que encontraban preparada y en abundancia 9 Acababa de escribir estas líneas, cuando E. L. Bouvier hizo en la Academia de Ciencias (Acta del 7 de mayo de 1906) una comunicación acerca de dos modificaciones al aire libre observadas en Paris, una sobre una Sophora japonica, y otra sobre un castaño de Indias. Esta última, suspendida de una pequeña rama provista de dos bifurcaciones bastante vecinas, era Ia más notable, a causa de la aclaración evidente e inteligente a circunstancias particularmente difíciles. "Las abejas (cito el resumen del señor de Parville en la Revista de Ciencias del Journal des debats, 31 de mayo de 1906) establecieron pilares de consolidación y recurrieron a artificios verdaderamente notables de protección y acabaron por transformar en un techo sólido la doble horca del castaño. Un hombre ingenioso no lo hubiera hecho tan bien. Para precaverse de la lluvia, habían instalado cercas y trabazones espesos, y cortinas contra el sol. No puede formarse idea de la perfección de la industria de las abejas sino viendo de cerca la arquitectura de las dos modificaciones que hoy se encuentran en el Museum". en las cercanías de su albergue. Pero es sabido, en la práctica apícola, que, cuando hay escasez de polen, basta poner a su disposición algunos puñaditos de harina, para que comprendan inmediatamente que esta puede prestarles los mismos servicios que el polvo de las anteras, aunque el sabor, el olor y el color sean absolutamente distintos. Lo que acabo de recordar respecto a las abejas, pienso que podría comprobarse, mutatis mutandis, en el reino de las flores. Probablemente bastaría que el admirable esfuerzo evolutivo de las numerosas variedades de la salvia, por ejemplo, fuese sometido a algunas experiencias y estudiando más metódicamente de lo que es capaz de hacerlo un profano como yo. Mientras tanto, entre otros muchos indicios fáciles de reunir, un curioso estudio de Babinet sobre los cereales nos enseña que ciertas plantas, transportadas lejos de su clima habitual, observan las circunstancias nuevas y sacan partido de ellas, exactamente como hacen las abejas. En las regiones más cálidas de Asia, de África y de América, en que el invierno lo mata anualmente, nuestro trigo vuelve a ser lo que debió ser en su origen: una planta vivaz como el césped. Allí permanece siempre verde y se multiplica por la raíz. Cuando, de su patria tropical y primitiva, vino a aclimatarse a nuestras heladas regiones, tuvo que cambiar radicalmente de costumbres e inventar un nuevo modo de multiplicación. Como dice muy bien Babinet, "el organismo de la planta, gracias a un inconcebible milagro, pareció presentir la necesidad de pasar por el estado de grano, a fin de no perecer completamente durante la estación rigurosa". XXIV En todo caso, para destruir la objeción de que hablábamos más arriba y que nos ha hecho dar tan largo rodeo, bastaría que el acto de progreso inteligente se observara, aunque no fuese más que una vez, fuera de la humanidad. Pero aparte del placer que causa el refutar un argumento demasiado vanidoso y caducado, ¡que poca importancia tiene, en el fondo, esa cuestión de la inteligencia personal de las flores, de los insectos o de los pájaros! Que se diga, a propósito de la orquídea como de la abeja, que es la naturaleza y no la planta o la mosca la que calcula, combina, adorna, inventa y razona, ¿qué interés puede tener para nosotros esa distinción? Domina esos detalles una cuestión mucho más elevada y más digna de nuestra apasionada atención. Se trata de descubrir el carácter, la cualidad, las costumbres y quizá el fin de la inteligencia general de donde emanan todos los actos inteligentes que se cumplen en la Tierra. Desde este punto de vista es desde donde el estudio de los seres —entre ellos las hormigas y las abejas—, en quienes se manifiestan más claramente, fuera de la forma humana, los procedimientos y el ideal de ese genio, es uno de los más curiosos que se pueden emprender. Parece, después de todo lo que acabamos de observar, que esas tendencias, esos métodos intelectuales son al menos tan complejos, tan avanzados, tan notables en las orquídeas como en los himenópteros sociales. Añadamos que un gran número de móviles, que una parte de la lógica de esos insectos agitados y de observación difícil nos escapan todavía, al paso que descubrimos sin trabajo todos los motivos silenciosos, todos los razonamientos estables y sabios de la pacifica flor. XXV ¿Y que observamos, al sorprender en su trabajo a la naturaleza, a la inteligencia general, al genio universal —el nombre poco importa— en el mundo de las flores? Muchas cosas, y por no hablar de ellas más que de paso, pues el asunto se prestaría a un largo estudio, observamos desde luego que su idea de belleza y de alegría, que sus medios de seducción y sus gustos estéticos se parecen mucho a los nuestros. Pero sin duda seria más exacto afirmar que los nuestros son semejantes a los suyos. Porque no es seguro que hayamos inventado una belleza que nos sea propia. Todos nuestros motivos arquitectónicos y musicales, todas nuestras armonías de color y de luz, etcétera, son directamente tomadas de la naturaleza. Sin evocar el mar, la montana, los cielos, la noche, los crepúsculos, ¿qué no podría decirse, por ejemplo, sobre la belleza de los arboles? Hablo no solamente del árbol considerado en el bosque, que es una de la fuerzas de la Tierra, quizá la principal fuente de nuestros instintos, de nuestro sentimiento del universo, sino del árbol en sí, del árbol solitario, cuya verde vejez está cargada de un millar de estaciones. Entre estas impresiones que, sin que lo sepamos, forman el hueco límpido y quizá el fondo de felicidad y de calma de toda nuestra existencia, ¿quién de nosotros no guarda memoria de algunos hermosos arboles? Cuando se ha pasado la mitad de la vida, cuando se llega al término del período maravillado, cuando se han agotado casi todos los espectáculos que puedan ofrecer el arte, el genio y el lujo de los siglos y de los hombres, después de haber experimentado y comparado muchas cosas, se vuelve a sencillísimos recuerdos. Estos levantan en el horizonte purificado dos o tres imágenes inocentes, invariables y frescas, que quisiéramos llevarnos en el último sueño, si es verdad que una imagen puede pasar el umbral que separa nuestros dos mundos. Yo no imagino paraíso, ni vida de ultratumba por esplendida que sea, en que no estuviesen en un sitio tal magnifica haya de la Sainte Baume, tal ciprés o tal pino parasolado de Florencia o de una humilde ermita vecina de mi casa, que ofrecen al transeúnte el modelo de todos los grandes movimientos de resistencia necesaria, de valor tranquilo, de empuje, de gravedad, de victoria silenciosa y de perseverancia. XXVI Pero me aparto demasiado; quería notar simplemente, a propósito de la flor, que la naturaleza, cuando quiere ser bella, cuando quiere agradar, regocijar y mostrarse dichosa, hace a poca diferencia lo que haríamos nosotros si dispusiéramos de sus tesoros. Sé que, al hablar así, hablo un poco como aquel personaje que admiraba que la Providencia hiciese pasar siempre los grandes ríos cerca de las grandes ciudades; pero es difícil considerar estas cosas desde otro punto de vista que el humano. Por tanto, desde este punto de vista, consideremos que conoceríamos muy pocas señales, muy pocas expresiones de felicidad si no conociésemos la flor. Para juzgar bien su fuerza de alegría y de belleza, hay que habitar un país en que reina en absoluto, como el rincón de Provenza, entre la Siagna y el Loup, donde escribo estas líneas. Aquí es verdaderamente la única soberana de los valles y de las colinas. Los campesinos han perdido la costumbre de cultivar aquí el trigo, como si ya solo tuviesen que proveer a las necesidades de una humanidad más sutil que se alimentase de perfumes suaves y de ambrosia. Los campos no forman más que un ramillete que se renueva sin cesar, y los perfumes que se suceden parecen danzar la ronda en torno del año azulado. Las anemonas, los alelíes, las mimosas, las violetas, los claveles, los narcisos, los jacintos, los junquillos, las resedas, los jazmines, las tuberosas invaden los dias y las noches, los meses de invierno, de estío, de primavera y de otoño. Pero la hora magnifica pertenece a las rosas de mayo. Entonces, hasta más allá de donde alcanza la vista, desde las vertientes de las colinas hasta las hondonadas de las llanuras, entre cliques de visas y de olivares, afluyen de todas partes como un rio de pétalos del que emergen las casas y los arboles, un rio del color que damos a la juventud, a la salud y a la alegría. Diríase que el aroma a la vez cálido y fresco, pero sobre todo espacioso que entreabre el cielo, emana directamente de los manantiales de la beatitud. Los caminos, los senderos están cortados en la pulpa de la flor, en la sustancia misma de los paraísos. Parece que, por primera vez en la vida, tengamos una visión satisfactoria de la felicidad. XXVII Siempre desde nuestro punto de vista humano, y para perseverar en la ilusión necesaria, a la primera observación añadamos otra algo más extensa, un poco menos aventurada, y quizá de grandes consecuencias, a saber: que el genio de la Tierra, que es probablemente el del mundo entero, obra, en la lucha vital, exactamente como obraría un hombre. Emplea los mismos métodos, la misma lógica. Llega al fin por los medios que nosotros pondríamos en práctica; tantea, vacila, suspende y vuelve a empezar varias veces; añade, elimina, reconoce y rectifica sus errores como lo haríamos nosotros en su lugar. Se aplica, inventa penosamente y poco a poco, como los obreros y los ingenieros de nuestros talleres. Lucha, como nosotros, contra la masa pesada, enorme y oscura de su ser. Tampoco sabe adónde va; se busca y se descubre poco a poco. Tiene un ideal muchas veces confuso, pero en el cual se distingue sin embargo una multitud de grandes líneas que se elevan hacia una vida más ardiente, más compleja, más nerviosa, más espiritual. Materialmente, dispone de recursos infinitos, conoce el secreto de prodigiosas fuerzas que ignoramos; pero, intelectualmente parece ocupar de modo estricto nuestra esfera, sin que hasta aquí observemos que rebase sus límites; y si nada busca más allá, ¿no es porque nada hay fuera de esta esfera? ¿No es decir que los métodos del espíritu humano son los únicos posibles, que el hombre no se ha engañado, que no es ni una excepción ni un monstruo, sino el ser por quien pasan, en quien se manifiestan más intensamente las grandes voluntades, los grandes deseos del universo? XXVIII Los puntos de mira, los signos para guiarse nuestro conocimiento emergen lentamente, parsimoniosamente. Quizá la imagen famosa de Platón, la caverna en cuyos muros se reflejan sombras inexplicadas, no es ya suficiente; pero si se la quisiese sustituir con una imagen nueva y más exacta, no sería más consoladora. Imaginaos esa caverna más grande. Nunca penetraría en ella un rayo de claridad. A excepción de luz y fuego, se la habría provisto cuidadosamente de todo lo que constituye nuestra civilización; y en ella habría hombres prisioneros desde su nacimiento. No habiendo visto nunca la luz, no la echarían de menos; no serian ciegos, no tendrían los ojos muertos, pero, no teniendo nada que mirar, se convertirían probablemente en el órgano más sensible del tacto. A fin de comprender sus gestos, imaginamos a esos desdichados en sus tinieblas, en medio de la multitud de objetos desconocidos que los rodean. ¡Qué de extrañas equivocaciones, que de desviaciones increíbles, que de interpretaciones, imprevistas! ¡Pero cómo parecería impresionable y con frecuencia ingenioso el partido que hubiesen podido sacar de cosas que no habían sido creadas para la noche! ¿Cuántas veces hubieran acertado, y cuál no sería su estupefacción, si de pronto, a la claridad del día, descubriesen la naturaleza y el destino verdadero de útiles y aparatos que habrían apropiado de la mejor manera posible a las incertidumbres de la sombra?... Sin embargo, relativamente a la nuestra, su situación parece sencilla y fácil. El misterio en que se arrastran es limitado. No están privados más que de un sentido, mientras que es imposible calcular el número de los que nos faltan. La causa de sus errores es única y no pueden contarse las de los nuestros. Puesto que vivimos en una caverna de ese género, ¿no es interesante reconocer que el poder que en ella nos ha puesto obra a menudo, y sobre algunos puntos importantes, como obramos nosotros? Son claridades en nuestro subterráneo las que nos muestran que no nos hemos equivocado sobre el use de todos los objetos que en él se encuentran; y algunas de esas claridades nos las traen allí los insectos y las flores. XXIX Durante mucho tiempo hemos puesto un orgullo necio en creernos sores milagrosos, únicos y maravillosamente fortuitos, probablemente cal dos de otro mundo, sin vínculos ciertos con el resto de la vida, y, en todo caso, dotados de una facultad insólita, incomparable, monstruosa. Es muy preferible no ser tan prodigioso, pues hemos aprendido que los prodigios no tardan en desaparecer en la evolución normal de la naturaleza. Es mucho más consolador observar que seguimos la misma ruta que el alma de este gran mundo, que tenemos las mismas ideas, las mismas esperanzas, las mismas vicisitudes y casi —a no ser por nuestro sueño específico de justicia y de piedad— los mismos sentimientos. Es mucho más tranquilizador asegurarse de que empleamos, para mejorar nuestra suerte, para utilizar las fuerzas, las ocasiones, las leyes de la materia, medios exactamente iguales a los que ella emplea para iluminar y ordenar sus regiones insumisas e inconscientes; que no hay otros, que estamos en lo cierto, que estamos bien en nuestro lugar y en nuestra casa en este universo amasado con sustancias desconocidas; pero cuyo pensamiento es no impenetrable y hostil, sino análogo o conforme al nuestro. Si la naturaleza lo supiese todo, si no se equivocase nunca, si en todas partes, en todas sus empresas, se mostrase desde luego perfecta e infalible, si revelase en todo una inteligencia inconmensurablemente superior a la nuestra, entonces habría motivo para temer y perder el ánimo. Nos sentiríamos víctima y presa de un poder ajeno, que no tendríamos ninguna esperanza de conocer o medir. Es muy preferible convencernos de que ese poder, al menos desde el punto de vista intelectual, es estrechamente pariente del nuestro. Nuestro espíritu bebe en las mismas fuentes que el suyo. Somos del mismo mundo, casi iguales. No tratamos ya con dioses inaccesibles, sino con voluntades veladas y fraternales, que se trata de sorprender y dirigir. Se me figura que no sería muy temerario sostener que no hay seres más o menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida, general, una especie de fluido universal que penetra diversamente, segtin sean buenos o malos conductores del espíritu, los organismos que encuentra. En tal caso, el hombre sería, hasta ahora, en la Tierra, el modo de vida que ofrecería menor resistencia a ese fluido que las religiones llaman divino. Nuestros nervios serían los hilos por donde se distribuiría esa electricidad más sutil. Las circunvoluciones de nuestro cerebro formarían en cierta manera la canilla de inducción en que se multiplicaría la fuerza de la corriente; pero esta corriente no sería de otra naturaleza, no procedería de otro origen que lo que pasa por la piedra, por el astro, por la flor o por el animal. Pero misterios son estos que es ocioso interrogar, puesto que aún no poseemos el órgano que pueda recoger su contestación. Contentémonos con haber observado, fuera de nosotros, ciertas manifestaciones de esa inteligencia. Todo lo que observamos en nosotros mismos es con razón sospechoso: somos juez, y parte a la vez, y estamos demasiado interesados en poblar nuestro mundo de ilusiones y de esperanzas magnificas. Pero que el menor indicio exterior nos sea caro y precioso. Los que las flores acaban de ofrecernos son probablemente pequeñísimos, comparados con los que nos dirlan las montanas, el mar y las estrellas, si sorprendiéramos el secreto de su vida. Sin embargo, nos permiten presumir, con más seguridad, que el espíritu que anima todas las cosas o se desprende de ellas es de la misma esencia que el que anima a nuestro cuerpo. ¿Si se nos parece, si a él nos parecemos así, si todo lo que se encuentra en él se encuentra en nosotros mismos, si emplea nuestros métodos, si tiene nuestras costumbres, nuestras preocupaciones, nuestras tendencias, nuestros deseos hacia la perfección, es ilógico esperar todo lo que esperamos instintivamente, invenciblemente, puesto que es casi seguro que él lo espera también? ¿Es verosímil, cuando hallamos desparramada en la vida tal suma de inteligencia, que esa vida no haga obra de inteligencia, es decir que no persiga un fin de felicidad, de perfección, de victoria sobre lo que llamamos el mal, la muerte, las tinieblas, la nada, que no es probablemente más que la sombra de su faz o su propio sueño?
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