INTERIOR
de Maurice MAETERLINCK
PERSONAJES
EN EL JARDÍN
el anciano.
el forastero.
marta y maría. (Nietas del anciano.)
un aldeano.
la multitud.
EN LA CASA
Personajes que no hablan:
el padre.
la madre.
las dos hijas.
el niño.
ACTO ÚNICO
Jardín antiguo, plantado de sauces. En el fondo, una casa cuyas tres ventanas del piso bajo están iluminadas. Se ve con bastante claridad una familia que vela a la luz de la lámpara. El padre está sentado junto a la lumbre. La madre, con un codo apoyado en la mesa, mira al vacío. Dos jóvenes vestidas de blanco bordan, sueñan y sonríen en la tranquilidad de la estancia. Un niño dormita con la cabeza apoyada sobre el hombro izquierdo de la madre. Parece que cuando alguno de ellos se levanta, anda o hace un gesto, sus movimientos son graves, lentos, breves y como espiritualizados por la distancia, la luz y el velo indeciso de la ventana. El anciano y el forastero entran con precaución en el jardín.
el anciano. —Ya estamos en la parte del jardín que se extiende detrás de la casa. Aquí no vienen nunca. Las puertas están al otro lado. Están cerradas y las persianas también. Pero por este lado no hay persianas y he visto luz... Sí; están velando todavía a la luz de la lámpara. Por fortuna no nos han oído; la madre y las jóvenes acaso hubieran salido, y entonces ¿qué habríamos debido hacer?...
el forastero. — Qué vamos a hacer ahora?
el anciano. —Antes quisiera ver si están todos en la sala. Sí. Veo al padre sentado junto a la lumbre. Está esperando con las manos sobre las rodillas... La madre apoya los codos en la mesa.
el forastero. —Nos mira...
el anciano. —No; no sabe lo que mira; no pestañea. No puede vernos; estamos en la sombra de los grandes árboles. Pero no os acerquéis más... Las dos hermanas de la muerta están también en la habitación. Bordan despacio; el niño pequeño se ha dormido. Son las nueve en el reloj que está en el rincón... No sospechan nada y no hablan.
el forastero. —¿Y si intentamos llamar la atención del padre y hacerle alguna seña? Ha vuelto la cabeza hacia este lado. ¿Queréis que llame a una de las ventanas? Es preciso que alguno de ellos lo sepa antes que los demás...
el anciano. —No sé cuál elegir... Hay que tomar grandes precauciones... El padre es viejo y enfermizo... La madre, también, y las hermanas son demasiado jóvenes... Y todos la querían como ya no querrán a nadie... Nunca he visto casa más feliz... No, no. No os acerquéis a la ventana: eso sería lo peor de todo... Vale más anunciárselo lo más sencillamente posible, como si fuera un acontecimiento corriente, y no aparecer demasiado tristes; si no, su dolor quiere sobrepujar al vuestro y no sabéis qué decir... Vamos al otro lado del jardín. Llamaremos a la puerta y entraremos como si no hubiese sucedido nada. Yo entraré primero; no les sorprenderá verme; vengo algunas veces de noche a traerles flores o fruta y a pasar algunas horas con ellos.
el forastero. —¿Para qué necesito acompañaros? Id solo; esperaré a que me llaméis... No me han visto nunca... No soy más que uno que pasa, un forastero...
el anciano. —Vale más no estar solo. Cuando se lleva una desgracia, si no se lleva solo, es menos clara y menos pesada... Al llegar aquí venía pensando en ello... Si entro solo, tendré que hablar desde el primer momento, lo sabrán todo en algunas palabras y ya no tendré nada que decir; y me da miedo el silencio que sigue a las últimas palabras que anuncian una desgracia... Entonces es cuando el corazón se desgarra... Si entramos juntos, les diréis, por ejemplo: “La han encontrado así... Flotaba sobre el río y tenía las manos juntas...”
el forastero. —No tenía las manos juntas; los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo.
el anciano. —Ya veis como habla uno a pesar suyo... La desgracia se pierde en los detalles... Si entrara solo, a las primeras palabras, conociéndolos yo como los conozco, sería espantoso y Dios sabe lo que sucedería... Pero si hablamos por turno, estarán escuchándonos y no pensarán en considerar la mala noticia... No olvidéis que la madre estará allí y que su vida depende de tan poca cosa... Más vale que la primera ola se rompa sobre algunas palabras inútiles... Es preciso hablar un poco en derredor de la desgracia, y que no estén solos. El más indiferente sobrelleva sin saberlo parte del dolor... Así se divide, sin ruido y sin esfuerzo, como el aire y la luz...
el forastero. —Vuestras ropas están empapadas y gotean sobre las losas.
el anciano. —Sólo ha entrado en el agua la orla de mi manto. Parece que tenéis frío. Tenéis el pecho cubierto de tierra... No lo había notado en el camino con la oscuridad...
el forastero. —Yo he entrado en el agua hasta la cintura.
el anciano. —¿Hacía mucho tiempo que la habíais encontrado cuando yo llegué?
el forastero. —Apenas un instante. Iba yo hacia la aldea; ya era tarde y oscurecía. Iba andando con los ojos fijos en el río, porque estaba más claro que el camino, cuando vi una cosa extraña a dos pasos de un cañaveral... Me acerco y veo su cabellera, que se había levantado casi en círculo por encima de su cabeza y que iba dando vueltas siguiendo la corriente... (En la habitación las dos jóvenes vuelven la cabeza hacia la ventana.)
el anciano. —¿Habéis visto la cabellera de las dos hermanas temblar sobre sus hombros?
el forastero. —Han vuelto la cabeza hacia nuestro lado... No han hecho más que volver la cabeza. Acaso he hablado demasiado fuerte... (Las dos jóvenes vuelven a colocarse en su primera postura.) ... pero ya no miran... He entrado en el agua hasta la cintura y he podido alcanzarla con la mano y traerla sin esfuerzo hasta la orilla... Era tan hermosa como sus hermanas...
el anciano. —Acaso era más hermosa... No sé por qué, he perdido todo el valor...
el forastero. —¿De qué valor habláis? Hemos hecho todo lo que puede hacer un hombre... Estaba muerta desde hacía más de una hora...
el anciano. —¡Vivía esta mañana!... La encontré al salir de la iglesia... Me dijo que se iba a ver a su abuela a la otra orilla de ese río donde la habéis encontrado... No sabía cuándo me volvería a ver... Sin duda ha estado a punto de pedirme algo; después no se ha atrevido, y se ha separado de mí bruscamente... Pero ahora lo recuerdo... ¡Y no vi nada!... Sonreía, como sonríen los que quieren callarse o los que tienen miedo de que no se les comprenda... Parecía que esperaba con pena... casi no me miraba...
el forastero. —Unos campesinos me han dicho que la han visto vagar sola hasta la noche por la orilla... Creían que estaba buscando flores... Puede que su muerte...
el anciano. —No se sabe... ¿Se sabe nunca algo?... Acaso era de las que no quieren decir nada, y cada uno lleva en sí mismo más de una razón para no vivir... No vemos dentro del alma como vemos en esa habitación. Todas son así... No dicen más que cosas indiferentes, y nadie sospecha nada... Vivimos meses y meses al lado de alguien que ya no es de este mundo y cuya alma ya no puede inclinarse; le respondemos sin pensar en ello, y ved lo que sucede... Parecen muñecas inmóviles, y en su corazón suceden tantos acontecimientos... Ni ellas mismas saben lo que son... Hubiera vivido como viven las demás... Hubiera dicho hasta el día de su muerte: “Señor, Señora”, “¿Lloverá esta mañana?”; o “Vamos a almorzar; seremos trece a la mesa”; o “La fruta no ha madurado todavía”. Hablan sonriendo de las flores que se han caído, y lloran en la oscuridad... Ni un ángel vería lo que es preciso ver, y el hombre no comprende hasta después... Ayer noche estaba ahí bajo la lámpara, como sus hermanas, y si esto no hubiese sucedido, no las veríamos como hay que verlas... A mí me parece que las veo por primera vez... Hay que añadir algo a la vida ordinaria antes de poder comprenderlas... Están a nuestro lado, nuestros ojos no se apartan de ellas, y no las vemos hasta el momento en que se marchan para siempre... y, sin embargo, ¡qué alma tan extraña debió de tener!; un alma pobre, ingenua, inagotable, ¡hija mía!, si dijo lo que debe haber dicho, si ha hecho lo que debe haber hecho...
el forastero. —En este momento sonríen en silencio en la habitación.
el anciano. —Están tranquilos... No la esperaban esta noche...
el forastero. —Sonríen sin moverse... Pero el padre se pone un dedo en los labios...
el anciano. —Señalan al niño, que se ha dormido sobre el corazón de su madre...
el forastero. —No se atreven a levantar los ojos por miedo a turbar su sueño.
el anciano. —Ya no trabajan... Reina un gran silencio.
el forastero. —Han dejado caer la madeja de seda blanca...
el anciano. —Miran al niño...
el forastero. —No saben que otros los están mirando...
el anciano. —También a nosotros nos miran...
el forastero. —Han levantado los ojos...
el anciano. —Y, sin embargo, no pueden ver nada...
el forastero. —Parecen felices, y sin embargo... ¿qué sabemos?...
el anciano. —Creen estar seguros... Han cerrado la puerta, y los postigos tienen barras de hierro... Han asegurado los muros de la casa vieja; han puesto cerrojos a las tres puertas de encina... Han previsto todo lo que se puede prever...
el forastero. —Habrá que acabar por decírselo... Podría venir alguien a anunciárselo bruscamente... Había una multitud de aldeanos en la pradera donde está la muerta... Si uno de ellos llamase a la puerta...
el anciano. —Marta y María están al lado de la muerta. Los aldeanos iban a hacer unas angarillas con ramaje, y he dicho a la mayor que venga a avisarnos a toda prisa en el momento en que se pongan en marcha. Esperemos a que venga; me acompañará... No hubiéramos debido mirarlos así... Creí que no había más que llamar a la puerta, entrar sencillamente, buscar alguna frase, y decir... Pero los he visto vivir demasiado tiempo a la luz de su lámpara... (Entra maría.)
maría. —Ya vienen, abuelo.
el anciano. —¿Eres tú? ¿Dónde están?
maría. —Están al pie de las últimas colinas.
el anciano. —¿Vendrán en silencio?
maría. —Les he dicho que recen en voz baja. Marta los acompaña...
el anciano. —¿Son muchos?
maría. —Toda la aldea viene con ellos. Habían traído luces, pero les he dicho que las apaguen...
el anciano. —¿Por dónde vienen?
maría. —Por las veredas. Vienen despacio.
el anciano. —Ya es hora de...
maría. —¿Lo habéis dicho, abuelo?
el anciano. —De sobra ves que no hemos dicho nada... Siguen esperando a la luz de la lámpara... Mira, hija, mira: verás algo de la vida...
maría. —¡Oh! ¡Qué tranquilos parecen!... Diríase que los veo en sueños...
el forastero. —Tened cuidado: he visto estremecerse a las dos hermanas...
el anciano. —Se levantan...
el forastero. —Creo que se acercan a la ventana... (Una de las dos hermanas de las cuales están hablando se acerca en este momento a la primera ventana, y la otra a la tercera, y, apoyando las manos en los cristales, miran largo tiempo en la oscuridad.)
el anciano. —Nadie se acerca a la ventana de en medio...
maría. —Miran... Escuchan...
el anciano. —La mayor sonríe a lo que no ve...
el forastero. —Y la segunda tiene los ojos llenos de temores...
el anciano. —Tened cuidado; no sabemos hasta dónde se extiende el alma en derredor de los hombres... (Pausa larga. maría se apoya en el pecho del anciano y le abraza.)
maría. —¡Abuelo!...
el anciano. —¡No llores, hija!... También a nosotros nos llegará la vez... (Pausa.)
el forastero. —¡Cuánto tiempo miran!...
el anciano. —Estarían mirando cien años y no verían nada. Pobrecillas... La noche es demasiado oscura; miran aquí, y es por allí por donde llega la desgracia...
el forastero. —Afortunadamente miran hacia aquí... No sé lo que adelanta del lado de las praderas.
maría. —Creo que es la multitud... Están tan lejos que apenas se les distingue...
el forastero. —Siguen las ondulaciones del sendero... Ya reaparecen junto a un talud iluminado por la luna...
maría. —¡Oh! ¡Cuántos vienen!... Se acercaban corriendo cuando yo he pasado por el arrabal... Han dado una vuelta muy grande.
el anciano. —Llegarán, a pesar de todo; y yo también los veo... Van caminando hacia las praderas… Parecen tan pequeños que apenas se les distingue entre la hierba... Parecen niños jugando a la luz de la luna... Y si ellos los viesen, no comprenderían. Por mucho que les vuelven las espaldas, se acercan a cada paso que dan y la desgracia aumenta desde hace ya más de dos horas. No pueden impedir que aumente, y los que la traen no pueden detenerla... La desgracia manda, y es preciso que la sirvan... Tiene su fin y sigue su camino... Es infatigable y no tiene más que una idea... Es preciso que le presten sus fuerzas. Están tristes, pero vienen... Tienen compasión, pero deben adelantar...
maría. —La mayor no se ríe ya, abuelo...
el forastero. —Se alejan de las ventanas...
maría. —Abrazan a su madre...
el forastero. —La mayor ha acariciado los rizos del niño, que no se despierta...
maría. — ¡Oh! También el padre quiere que le abracen a él...
el forastero. —Ahora, silencio...
maría. —Vuelven al lado de su madre...
el forastero. —El padre sigue con la vista el gran péndulo del reloj...
maría. —Diríase que rezan sin saber lo que hacen...
el forastero. —Diríase que están escuchando a sus almas... (Pausa.)
maría. —¡Abuelo, no se lo digas esta noche!...
el anciano. —Ya ves como también pierdes el valor... Harto sabía yo que no debíamos mirar. Tengo cerca de ochenta y tres años y es la primera vez que me ha herido la vista de la vida. No sé por qué todo lo que hacen me parece tan extraño y tan nuevo... Están esperando de noche, sencillamente, a la luz de su lámpara, como hubiéramos nosotros esperado a la luz de la nuestra; y, sin embargo, creo verlos desde lo alto de otro mundo, porque sé una verdad pequeña que ellos no saben todavía. ¿Es eso, hijos míos? Decidme, ¿por qué estáis también pálidos? ¿Hay acaso otra cosa que no pueda decirse y que nos hace llorar? Yo no sabía que hubiese en la vida algo tan triste y que diese miedo a los que lo miran... Y aunque no hubiese sucedido nada, me daría miedo verlos tan tranquilos... Tienen demasiada confianza en este mundo... Están ahí separados del enemigo por pobres ventanas... Creen que no sucederá nada porque han cerrado las puertas, y no saben que siempre sucede algo en las almas y que el mundo no se acaba en las puertas de las casas... Están tan seguros de su vida menuda y no sospechan que hay otros que saben de ella más que ellos; y que yo, pobre viejo, aquí, a dos pasos de su puerta, tengo entre las manos toda su menguada felicidad y no me atrevo a abrirlas...
maría. —Tened compasión, abuelo...
el anciano. —Tenemos compasión de ellos, hija mía; pero nadie tiene compasión de nosotros.
maría. —Decídselo mañana, abuelo; decidlo cuando sea de día... No les dará tanta pena...
el anciano. —Tal vez tengas razón... Valdría más dejar todo esto en la noche. Y la luz consuela el dolor. Pero ¿qué nos dirían mañana? La desgracia hace celosos a los que la padecen; y aquellos a quienes ha herido quieren saber antes que los extraños. No quieren que se deje su desdicha en manos de los desconocidos... Parecería que les habíamos robado algo...
el forastero. —Además, ya no es tiempo; ya oigo el murmullo de las oraciones...
maría. —Están ahí... Pasan por detrás de los setos... (Entra marta.)
marta. —Aquí están, he venido guiándolos hasta aquí. Les he dicho que esperen en el camino. (Se oyen gritos de niños.) ¡Ah! Todavía están gritando los niños... Les había prohibido venir... Pero quieren ver lo que sucede, y las madres no hacen caso... Voy a decirles... No; se callan. ¿Está todo dispuesto? He traído la sortija que ella llevaba puesta... La he echado yo misma sobre la camilla. Parece que está dormida... Me ha costado mucho trabajo porque no podía arreglarle el pelo... He hecho cortar margaritas... Es triste, pero no había otras flores... ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué no estáis con ellos? (Mira a la ventana.) ¿No lloran?... No... ¿No se lo habéis dicho?
el anciano. —Marta, Marta. Hay demasiada vida en tu alma; no puedes comprender...
marta. —¿Por qué? (Después de una pausa y con tono de reproche.) No hubierais debido hacer esto, abuelo...
el anciano. —Marta, tú no sabes...
marta. —Yo soy la que voy a decírselo.
el anciano. —Estate aquí, hija mía, y mira un instante.
marta. —¡Oh! ¡Qué desgraciados son!... No pueden esperar...
el anciano. —¿Por qué?
marta. —¡No sé... pero ya no es posible!...
el anciano. —Ven aquí, hija mía...
marta. —¡Qué paciencia tienen!
el anciano. —Ven aquí, hija mía...
marta. —(Volviéndose.) ¿Dónde estáis, abuelo? Tengo tanta pena que no os veo... Yo tampoco sé qué hacer.
el anciano. —No los mires más hasta que lo sepan...
marta. —Quiero ir con vos...
el anciano. —No, Marta, quédate aquí... Siéntate al lado de tu hermana, sobre este banco viejo de piedra, al pie del muro de la casa, y no mires... Eres demasiado joven, y no podrías olvidar ya nunca... No puedes saber lo que es un rostro en el momento en que la muerte va a pasar por sus ojos... Acaso llorarán... No te vuelvas... Acaso no sucederá nada... Sobre todo, no te vuelvas si no oyes nada... No puede saberse de antemano el camino que ha de seguir el dolor... Generalmente, no hay más que unos cuantos sollozos con raíces profundas... Yo mismo no sé qué podré hacer cuando los oiga... Eso no pertenece ya a esta vida... Abrázame, hija mía, antes de que me vaya... (Un murmullo de oraciones se ha acercado gradualmente. Parte de la multitud invade el jardín. Se oye correr con pasos sordos y hablar en voz baja.)
el forastero. —(A la multitud.) Quedaos aquí... No os acerquéis a las ventanas... ¿Dónde están?
un aldeano. —¿Quiénes?
el forastero. —Los otros... ¡los que la traen!...
el aldeano. —Llegan por la avenida que conduce a la puerta. (El anciano se aleja. marta y maría están sentadas en el banco, de espaldas a la ventana. Rumores en la multitud.)
el forastero. —¡Silencio!... No habléis. (La mayor de las dos hermanas se levanta y va a correr los cerrojos de la puerta.)
marta. — ¿Abre?
el forastero. —Al contrario, cierra. (Pausa.)
marta. —¿No ha entrado el abuelo?
el forastero. —No... Vuelven a sentarse al lado de la madre. Los otros no se mueven, y el niño sigue durmiendo... (Pausa.)
marta. —Hermana, dame la mano...
maría. —¡Marta! (Se abrazan y se dan un beso.)
el forastero. —Ya debe de haber llamado... Han levantado la cabeza todos a un tiempo... Se miran...
marta. —¡Oh! ¡Pobre hermana mía!... ¡Voy a llorar también! (Ahoga sus sollozos echándose sobre el hombro de su hermana.)
el forastero. —Debe de estar llamando todavía; el padre mira qué hora es... Se levanta.
marta. —Hermana, hermana, quiero entrar también... Ya no pueden estar solos...
maría. —¡Marta, Marta! (La detiene.)
el forastero. —El padre está en la puerta... descorre los cerrojos... Abre con prudencia...
marta. —¡Oh! No veis... el...
el forastero. —¿Qué?
marta. —Los que la traen...
el forastero—Abre un poco la puerta... No veo más que un ángulo de la pradera y el surtidor de la fuente... No suelta la puerta... Retrocede... Parece que dice: “¡Ah! ¡Sois vos...!” Levanta los brazos... Vuelve a cerrar la puerta con cuidado... Vuestro abuelo ha entrado en la habitación... (La multitud se ha acercado a la ventana. marta y maría se levantan y después se acercan también, abrazadas estrechamente. Se ve al anciano, que adelanta dentro de la sala. Las dos hermanas de la muerta se levantan; la madre se levanta también después de haber sentado al niño cuidadosamente en el sillón que acaba de dejar, de modo que, desde fuera, se vea dormir al pequeñuelo, con la cabeza un poco inclinada, en el centro de la habitación. La madre adelanta al encuentro del anciano y le alarga la mano, pero la retira antes de que él haya tenido tiempo de cogerla. Una de las dos jóvenes quiere quitar la capa al visitante, y la otra adelanta un sillón, pero el anciano hace un gesto rehusándolo. El padre sonríe con aire asombrado. El anciano mira hacia la ventana.) No se atreve a decirlo... Nos ha mirado. (Rumores en la multitud.) ¡Callad!... (El anciano, viendo caras que se acercan a la ventana, aparta rápidamente los ojos. Como una de las jóvenes sigue ofreciéndole el mismo sillón, acaba por sentarse y se pasa varias veces la mano derecha por la frente.) Se sienta... (Las demás personas que están en la sala se sientan también; mientras, el padre habla con volubilidad. Por fin el anciano abre la boca, y el sonido de su voz parece atraer la atención. Pero el padre le interrumpe. El anciano vuelve a tomar la palabra, y poco a poco los demás se van quedando inmóviles. De repente la madre se estremece y se levanta.)
marta. —¡Oh! ¡La madre va a comprender! (Se vuelve y esconde la cara entre las manos. Nuevos rumores en la multitud. Los niños lloran para que los levanten en brazos y ver también. La mayor parte de las madres obedecen.)
el forastero. —¡Silencio!.. ¡Todavía no lo ha dicho!.. (Se ve que la madre interroga al anciano con angustia. Él dice todavía unas cuantas palabras; después, bruscamente, todos los demás se levantan también y parecen interpelarle. Entonces hace con la cabeza un lento signo de afirmación.) ¡Lo ha dicho!... ¡Lo ha dicho de repente!...
voces de la multitud. —¡Lo ha dicho! ¡Lo ha dicho!...
el forastero. —No se oye nada... (El anciano se levanta también y, sin volverse, señala la puerta que está detrás de él. La madre, el padre y las dos hijas se arrojan sobre la puerta, que el padre no consigue abrir inmediatamente. El anciano quiere impedir a la madre que salga.)
voces de la multitud. —¡Salen! ¡Salen!... (Barullo en el jardín. Todos se precipitan hacia el otro lado de la casa, excepto el forastero, que permanece en las ventanas. En la sala, la puerta se abre por fin de par en par; todos salen al mismo tiempo. Se ven, bajo el cielo estrellado y a la luz de la luna, las angarillas donde descansa la muerta, mientras que, en medio de la habitación abandonada, el niño continúa durmiendo tranquilamente en el sillón. Pausa.)
el forastero. —¡El niño no se ha despertado! (Sale también.)
de Maurice MAETERLINCK
PERSONAJES
EN EL JARDÍN
el anciano.
el forastero.
marta y maría. (Nietas del anciano.)
un aldeano.
la multitud.
EN LA CASA
Personajes que no hablan:
el padre.
la madre.
las dos hijas.
el niño.
ACTO ÚNICO
Jardín antiguo, plantado de sauces. En el fondo, una casa cuyas tres ventanas del piso bajo están iluminadas. Se ve con bastante claridad una familia que vela a la luz de la lámpara. El padre está sentado junto a la lumbre. La madre, con un codo apoyado en la mesa, mira al vacío. Dos jóvenes vestidas de blanco bordan, sueñan y sonríen en la tranquilidad de la estancia. Un niño dormita con la cabeza apoyada sobre el hombro izquierdo de la madre. Parece que cuando alguno de ellos se levanta, anda o hace un gesto, sus movimientos son graves, lentos, breves y como espiritualizados por la distancia, la luz y el velo indeciso de la ventana. El anciano y el forastero entran con precaución en el jardín.
el anciano. —Ya estamos en la parte del jardín que se extiende detrás de la casa. Aquí no vienen nunca. Las puertas están al otro lado. Están cerradas y las persianas también. Pero por este lado no hay persianas y he visto luz... Sí; están velando todavía a la luz de la lámpara. Por fortuna no nos han oído; la madre y las jóvenes acaso hubieran salido, y entonces ¿qué habríamos debido hacer?...
el forastero. — Qué vamos a hacer ahora?
el anciano. —Antes quisiera ver si están todos en la sala. Sí. Veo al padre sentado junto a la lumbre. Está esperando con las manos sobre las rodillas... La madre apoya los codos en la mesa.
el forastero. —Nos mira...
el anciano. —No; no sabe lo que mira; no pestañea. No puede vernos; estamos en la sombra de los grandes árboles. Pero no os acerquéis más... Las dos hermanas de la muerta están también en la habitación. Bordan despacio; el niño pequeño se ha dormido. Son las nueve en el reloj que está en el rincón... No sospechan nada y no hablan.
el forastero. —¿Y si intentamos llamar la atención del padre y hacerle alguna seña? Ha vuelto la cabeza hacia este lado. ¿Queréis que llame a una de las ventanas? Es preciso que alguno de ellos lo sepa antes que los demás...
el anciano. —No sé cuál elegir... Hay que tomar grandes precauciones... El padre es viejo y enfermizo... La madre, también, y las hermanas son demasiado jóvenes... Y todos la querían como ya no querrán a nadie... Nunca he visto casa más feliz... No, no. No os acerquéis a la ventana: eso sería lo peor de todo... Vale más anunciárselo lo más sencillamente posible, como si fuera un acontecimiento corriente, y no aparecer demasiado tristes; si no, su dolor quiere sobrepujar al vuestro y no sabéis qué decir... Vamos al otro lado del jardín. Llamaremos a la puerta y entraremos como si no hubiese sucedido nada. Yo entraré primero; no les sorprenderá verme; vengo algunas veces de noche a traerles flores o fruta y a pasar algunas horas con ellos.
el forastero. —¿Para qué necesito acompañaros? Id solo; esperaré a que me llaméis... No me han visto nunca... No soy más que uno que pasa, un forastero...
el anciano. —Vale más no estar solo. Cuando se lleva una desgracia, si no se lleva solo, es menos clara y menos pesada... Al llegar aquí venía pensando en ello... Si entro solo, tendré que hablar desde el primer momento, lo sabrán todo en algunas palabras y ya no tendré nada que decir; y me da miedo el silencio que sigue a las últimas palabras que anuncian una desgracia... Entonces es cuando el corazón se desgarra... Si entramos juntos, les diréis, por ejemplo: “La han encontrado así... Flotaba sobre el río y tenía las manos juntas...”
el forastero. —No tenía las manos juntas; los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo.
el anciano. —Ya veis como habla uno a pesar suyo... La desgracia se pierde en los detalles... Si entrara solo, a las primeras palabras, conociéndolos yo como los conozco, sería espantoso y Dios sabe lo que sucedería... Pero si hablamos por turno, estarán escuchándonos y no pensarán en considerar la mala noticia... No olvidéis que la madre estará allí y que su vida depende de tan poca cosa... Más vale que la primera ola se rompa sobre algunas palabras inútiles... Es preciso hablar un poco en derredor de la desgracia, y que no estén solos. El más indiferente sobrelleva sin saberlo parte del dolor... Así se divide, sin ruido y sin esfuerzo, como el aire y la luz...
el forastero. —Vuestras ropas están empapadas y gotean sobre las losas.
el anciano. —Sólo ha entrado en el agua la orla de mi manto. Parece que tenéis frío. Tenéis el pecho cubierto de tierra... No lo había notado en el camino con la oscuridad...
el forastero. —Yo he entrado en el agua hasta la cintura.
el anciano. —¿Hacía mucho tiempo que la habíais encontrado cuando yo llegué?
el forastero. —Apenas un instante. Iba yo hacia la aldea; ya era tarde y oscurecía. Iba andando con los ojos fijos en el río, porque estaba más claro que el camino, cuando vi una cosa extraña a dos pasos de un cañaveral... Me acerco y veo su cabellera, que se había levantado casi en círculo por encima de su cabeza y que iba dando vueltas siguiendo la corriente... (En la habitación las dos jóvenes vuelven la cabeza hacia la ventana.)
el anciano. —¿Habéis visto la cabellera de las dos hermanas temblar sobre sus hombros?
el forastero. —Han vuelto la cabeza hacia nuestro lado... No han hecho más que volver la cabeza. Acaso he hablado demasiado fuerte... (Las dos jóvenes vuelven a colocarse en su primera postura.) ... pero ya no miran... He entrado en el agua hasta la cintura y he podido alcanzarla con la mano y traerla sin esfuerzo hasta la orilla... Era tan hermosa como sus hermanas...
el anciano. —Acaso era más hermosa... No sé por qué, he perdido todo el valor...
el forastero. —¿De qué valor habláis? Hemos hecho todo lo que puede hacer un hombre... Estaba muerta desde hacía más de una hora...
el anciano. —¡Vivía esta mañana!... La encontré al salir de la iglesia... Me dijo que se iba a ver a su abuela a la otra orilla de ese río donde la habéis encontrado... No sabía cuándo me volvería a ver... Sin duda ha estado a punto de pedirme algo; después no se ha atrevido, y se ha separado de mí bruscamente... Pero ahora lo recuerdo... ¡Y no vi nada!... Sonreía, como sonríen los que quieren callarse o los que tienen miedo de que no se les comprenda... Parecía que esperaba con pena... casi no me miraba...
el forastero. —Unos campesinos me han dicho que la han visto vagar sola hasta la noche por la orilla... Creían que estaba buscando flores... Puede que su muerte...
el anciano. —No se sabe... ¿Se sabe nunca algo?... Acaso era de las que no quieren decir nada, y cada uno lleva en sí mismo más de una razón para no vivir... No vemos dentro del alma como vemos en esa habitación. Todas son así... No dicen más que cosas indiferentes, y nadie sospecha nada... Vivimos meses y meses al lado de alguien que ya no es de este mundo y cuya alma ya no puede inclinarse; le respondemos sin pensar en ello, y ved lo que sucede... Parecen muñecas inmóviles, y en su corazón suceden tantos acontecimientos... Ni ellas mismas saben lo que son... Hubiera vivido como viven las demás... Hubiera dicho hasta el día de su muerte: “Señor, Señora”, “¿Lloverá esta mañana?”; o “Vamos a almorzar; seremos trece a la mesa”; o “La fruta no ha madurado todavía”. Hablan sonriendo de las flores que se han caído, y lloran en la oscuridad... Ni un ángel vería lo que es preciso ver, y el hombre no comprende hasta después... Ayer noche estaba ahí bajo la lámpara, como sus hermanas, y si esto no hubiese sucedido, no las veríamos como hay que verlas... A mí me parece que las veo por primera vez... Hay que añadir algo a la vida ordinaria antes de poder comprenderlas... Están a nuestro lado, nuestros ojos no se apartan de ellas, y no las vemos hasta el momento en que se marchan para siempre... y, sin embargo, ¡qué alma tan extraña debió de tener!; un alma pobre, ingenua, inagotable, ¡hija mía!, si dijo lo que debe haber dicho, si ha hecho lo que debe haber hecho...
el forastero. —En este momento sonríen en silencio en la habitación.
el anciano. —Están tranquilos... No la esperaban esta noche...
el forastero. —Sonríen sin moverse... Pero el padre se pone un dedo en los labios...
el anciano. —Señalan al niño, que se ha dormido sobre el corazón de su madre...
el forastero. —No se atreven a levantar los ojos por miedo a turbar su sueño.
el anciano. —Ya no trabajan... Reina un gran silencio.
el forastero. —Han dejado caer la madeja de seda blanca...
el anciano. —Miran al niño...
el forastero. —No saben que otros los están mirando...
el anciano. —También a nosotros nos miran...
el forastero. —Han levantado los ojos...
el anciano. —Y, sin embargo, no pueden ver nada...
el forastero. —Parecen felices, y sin embargo... ¿qué sabemos?...
el anciano. —Creen estar seguros... Han cerrado la puerta, y los postigos tienen barras de hierro... Han asegurado los muros de la casa vieja; han puesto cerrojos a las tres puertas de encina... Han previsto todo lo que se puede prever...
el forastero. —Habrá que acabar por decírselo... Podría venir alguien a anunciárselo bruscamente... Había una multitud de aldeanos en la pradera donde está la muerta... Si uno de ellos llamase a la puerta...
el anciano. —Marta y María están al lado de la muerta. Los aldeanos iban a hacer unas angarillas con ramaje, y he dicho a la mayor que venga a avisarnos a toda prisa en el momento en que se pongan en marcha. Esperemos a que venga; me acompañará... No hubiéramos debido mirarlos así... Creí que no había más que llamar a la puerta, entrar sencillamente, buscar alguna frase, y decir... Pero los he visto vivir demasiado tiempo a la luz de su lámpara... (Entra maría.)
maría. —Ya vienen, abuelo.
el anciano. —¿Eres tú? ¿Dónde están?
maría. —Están al pie de las últimas colinas.
el anciano. —¿Vendrán en silencio?
maría. —Les he dicho que recen en voz baja. Marta los acompaña...
el anciano. —¿Son muchos?
maría. —Toda la aldea viene con ellos. Habían traído luces, pero les he dicho que las apaguen...
el anciano. —¿Por dónde vienen?
maría. —Por las veredas. Vienen despacio.
el anciano. —Ya es hora de...
maría. —¿Lo habéis dicho, abuelo?
el anciano. —De sobra ves que no hemos dicho nada... Siguen esperando a la luz de la lámpara... Mira, hija, mira: verás algo de la vida...
maría. —¡Oh! ¡Qué tranquilos parecen!... Diríase que los veo en sueños...
el forastero. —Tened cuidado: he visto estremecerse a las dos hermanas...
el anciano. —Se levantan...
el forastero. —Creo que se acercan a la ventana... (Una de las dos hermanas de las cuales están hablando se acerca en este momento a la primera ventana, y la otra a la tercera, y, apoyando las manos en los cristales, miran largo tiempo en la oscuridad.)
el anciano. —Nadie se acerca a la ventana de en medio...
maría. —Miran... Escuchan...
el anciano. —La mayor sonríe a lo que no ve...
el forastero. —Y la segunda tiene los ojos llenos de temores...
el anciano. —Tened cuidado; no sabemos hasta dónde se extiende el alma en derredor de los hombres... (Pausa larga. maría se apoya en el pecho del anciano y le abraza.)
maría. —¡Abuelo!...
el anciano. —¡No llores, hija!... También a nosotros nos llegará la vez... (Pausa.)
el forastero. —¡Cuánto tiempo miran!...
el anciano. —Estarían mirando cien años y no verían nada. Pobrecillas... La noche es demasiado oscura; miran aquí, y es por allí por donde llega la desgracia...
el forastero. —Afortunadamente miran hacia aquí... No sé lo que adelanta del lado de las praderas.
maría. —Creo que es la multitud... Están tan lejos que apenas se les distingue...
el forastero. —Siguen las ondulaciones del sendero... Ya reaparecen junto a un talud iluminado por la luna...
maría. —¡Oh! ¡Cuántos vienen!... Se acercaban corriendo cuando yo he pasado por el arrabal... Han dado una vuelta muy grande.
el anciano. —Llegarán, a pesar de todo; y yo también los veo... Van caminando hacia las praderas… Parecen tan pequeños que apenas se les distingue entre la hierba... Parecen niños jugando a la luz de la luna... Y si ellos los viesen, no comprenderían. Por mucho que les vuelven las espaldas, se acercan a cada paso que dan y la desgracia aumenta desde hace ya más de dos horas. No pueden impedir que aumente, y los que la traen no pueden detenerla... La desgracia manda, y es preciso que la sirvan... Tiene su fin y sigue su camino... Es infatigable y no tiene más que una idea... Es preciso que le presten sus fuerzas. Están tristes, pero vienen... Tienen compasión, pero deben adelantar...
maría. —La mayor no se ríe ya, abuelo...
el forastero. —Se alejan de las ventanas...
maría. —Abrazan a su madre...
el forastero. —La mayor ha acariciado los rizos del niño, que no se despierta...
maría. — ¡Oh! También el padre quiere que le abracen a él...
el forastero. —Ahora, silencio...
maría. —Vuelven al lado de su madre...
el forastero. —El padre sigue con la vista el gran péndulo del reloj...
maría. —Diríase que rezan sin saber lo que hacen...
el forastero. —Diríase que están escuchando a sus almas... (Pausa.)
maría. —¡Abuelo, no se lo digas esta noche!...
el anciano. —Ya ves como también pierdes el valor... Harto sabía yo que no debíamos mirar. Tengo cerca de ochenta y tres años y es la primera vez que me ha herido la vista de la vida. No sé por qué todo lo que hacen me parece tan extraño y tan nuevo... Están esperando de noche, sencillamente, a la luz de su lámpara, como hubiéramos nosotros esperado a la luz de la nuestra; y, sin embargo, creo verlos desde lo alto de otro mundo, porque sé una verdad pequeña que ellos no saben todavía. ¿Es eso, hijos míos? Decidme, ¿por qué estáis también pálidos? ¿Hay acaso otra cosa que no pueda decirse y que nos hace llorar? Yo no sabía que hubiese en la vida algo tan triste y que diese miedo a los que lo miran... Y aunque no hubiese sucedido nada, me daría miedo verlos tan tranquilos... Tienen demasiada confianza en este mundo... Están ahí separados del enemigo por pobres ventanas... Creen que no sucederá nada porque han cerrado las puertas, y no saben que siempre sucede algo en las almas y que el mundo no se acaba en las puertas de las casas... Están tan seguros de su vida menuda y no sospechan que hay otros que saben de ella más que ellos; y que yo, pobre viejo, aquí, a dos pasos de su puerta, tengo entre las manos toda su menguada felicidad y no me atrevo a abrirlas...
maría. —Tened compasión, abuelo...
el anciano. —Tenemos compasión de ellos, hija mía; pero nadie tiene compasión de nosotros.
maría. —Decídselo mañana, abuelo; decidlo cuando sea de día... No les dará tanta pena...
el anciano. —Tal vez tengas razón... Valdría más dejar todo esto en la noche. Y la luz consuela el dolor. Pero ¿qué nos dirían mañana? La desgracia hace celosos a los que la padecen; y aquellos a quienes ha herido quieren saber antes que los extraños. No quieren que se deje su desdicha en manos de los desconocidos... Parecería que les habíamos robado algo...
el forastero. —Además, ya no es tiempo; ya oigo el murmullo de las oraciones...
maría. —Están ahí... Pasan por detrás de los setos... (Entra marta.)
marta. —Aquí están, he venido guiándolos hasta aquí. Les he dicho que esperen en el camino. (Se oyen gritos de niños.) ¡Ah! Todavía están gritando los niños... Les había prohibido venir... Pero quieren ver lo que sucede, y las madres no hacen caso... Voy a decirles... No; se callan. ¿Está todo dispuesto? He traído la sortija que ella llevaba puesta... La he echado yo misma sobre la camilla. Parece que está dormida... Me ha costado mucho trabajo porque no podía arreglarle el pelo... He hecho cortar margaritas... Es triste, pero no había otras flores... ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué no estáis con ellos? (Mira a la ventana.) ¿No lloran?... No... ¿No se lo habéis dicho?
el anciano. —Marta, Marta. Hay demasiada vida en tu alma; no puedes comprender...
marta. —¿Por qué? (Después de una pausa y con tono de reproche.) No hubierais debido hacer esto, abuelo...
el anciano. —Marta, tú no sabes...
marta. —Yo soy la que voy a decírselo.
el anciano. —Estate aquí, hija mía, y mira un instante.
marta. —¡Oh! ¡Qué desgraciados son!... No pueden esperar...
el anciano. —¿Por qué?
marta. —¡No sé... pero ya no es posible!...
el anciano. —Ven aquí, hija mía...
marta. —¡Qué paciencia tienen!
el anciano. —Ven aquí, hija mía...
marta. —(Volviéndose.) ¿Dónde estáis, abuelo? Tengo tanta pena que no os veo... Yo tampoco sé qué hacer.
el anciano. —No los mires más hasta que lo sepan...
marta. —Quiero ir con vos...
el anciano. —No, Marta, quédate aquí... Siéntate al lado de tu hermana, sobre este banco viejo de piedra, al pie del muro de la casa, y no mires... Eres demasiado joven, y no podrías olvidar ya nunca... No puedes saber lo que es un rostro en el momento en que la muerte va a pasar por sus ojos... Acaso llorarán... No te vuelvas... Acaso no sucederá nada... Sobre todo, no te vuelvas si no oyes nada... No puede saberse de antemano el camino que ha de seguir el dolor... Generalmente, no hay más que unos cuantos sollozos con raíces profundas... Yo mismo no sé qué podré hacer cuando los oiga... Eso no pertenece ya a esta vida... Abrázame, hija mía, antes de que me vaya... (Un murmullo de oraciones se ha acercado gradualmente. Parte de la multitud invade el jardín. Se oye correr con pasos sordos y hablar en voz baja.)
el forastero. —(A la multitud.) Quedaos aquí... No os acerquéis a las ventanas... ¿Dónde están?
un aldeano. —¿Quiénes?
el forastero. —Los otros... ¡los que la traen!...
el aldeano. —Llegan por la avenida que conduce a la puerta. (El anciano se aleja. marta y maría están sentadas en el banco, de espaldas a la ventana. Rumores en la multitud.)
el forastero. —¡Silencio!... No habléis. (La mayor de las dos hermanas se levanta y va a correr los cerrojos de la puerta.)
marta. — ¿Abre?
el forastero. —Al contrario, cierra. (Pausa.)
marta. —¿No ha entrado el abuelo?
el forastero. —No... Vuelven a sentarse al lado de la madre. Los otros no se mueven, y el niño sigue durmiendo... (Pausa.)
marta. —Hermana, dame la mano...
maría. —¡Marta! (Se abrazan y se dan un beso.)
el forastero. —Ya debe de haber llamado... Han levantado la cabeza todos a un tiempo... Se miran...
marta. —¡Oh! ¡Pobre hermana mía!... ¡Voy a llorar también! (Ahoga sus sollozos echándose sobre el hombro de su hermana.)
el forastero. —Debe de estar llamando todavía; el padre mira qué hora es... Se levanta.
marta. —Hermana, hermana, quiero entrar también... Ya no pueden estar solos...
maría. —¡Marta, Marta! (La detiene.)
el forastero. —El padre está en la puerta... descorre los cerrojos... Abre con prudencia...
marta. —¡Oh! No veis... el...
el forastero. —¿Qué?
marta. —Los que la traen...
el forastero—Abre un poco la puerta... No veo más que un ángulo de la pradera y el surtidor de la fuente... No suelta la puerta... Retrocede... Parece que dice: “¡Ah! ¡Sois vos...!” Levanta los brazos... Vuelve a cerrar la puerta con cuidado... Vuestro abuelo ha entrado en la habitación... (La multitud se ha acercado a la ventana. marta y maría se levantan y después se acercan también, abrazadas estrechamente. Se ve al anciano, que adelanta dentro de la sala. Las dos hermanas de la muerta se levantan; la madre se levanta también después de haber sentado al niño cuidadosamente en el sillón que acaba de dejar, de modo que, desde fuera, se vea dormir al pequeñuelo, con la cabeza un poco inclinada, en el centro de la habitación. La madre adelanta al encuentro del anciano y le alarga la mano, pero la retira antes de que él haya tenido tiempo de cogerla. Una de las dos jóvenes quiere quitar la capa al visitante, y la otra adelanta un sillón, pero el anciano hace un gesto rehusándolo. El padre sonríe con aire asombrado. El anciano mira hacia la ventana.) No se atreve a decirlo... Nos ha mirado. (Rumores en la multitud.) ¡Callad!... (El anciano, viendo caras que se acercan a la ventana, aparta rápidamente los ojos. Como una de las jóvenes sigue ofreciéndole el mismo sillón, acaba por sentarse y se pasa varias veces la mano derecha por la frente.) Se sienta... (Las demás personas que están en la sala se sientan también; mientras, el padre habla con volubilidad. Por fin el anciano abre la boca, y el sonido de su voz parece atraer la atención. Pero el padre le interrumpe. El anciano vuelve a tomar la palabra, y poco a poco los demás se van quedando inmóviles. De repente la madre se estremece y se levanta.)
marta. —¡Oh! ¡La madre va a comprender! (Se vuelve y esconde la cara entre las manos. Nuevos rumores en la multitud. Los niños lloran para que los levanten en brazos y ver también. La mayor parte de las madres obedecen.)
el forastero. —¡Silencio!.. ¡Todavía no lo ha dicho!.. (Se ve que la madre interroga al anciano con angustia. Él dice todavía unas cuantas palabras; después, bruscamente, todos los demás se levantan también y parecen interpelarle. Entonces hace con la cabeza un lento signo de afirmación.) ¡Lo ha dicho!... ¡Lo ha dicho de repente!...
voces de la multitud. —¡Lo ha dicho! ¡Lo ha dicho!...
el forastero. —No se oye nada... (El anciano se levanta también y, sin volverse, señala la puerta que está detrás de él. La madre, el padre y las dos hijas se arrojan sobre la puerta, que el padre no consigue abrir inmediatamente. El anciano quiere impedir a la madre que salga.)
voces de la multitud. —¡Salen! ¡Salen!... (Barullo en el jardín. Todos se precipitan hacia el otro lado de la casa, excepto el forastero, que permanece en las ventanas. En la sala, la puerta se abre por fin de par en par; todos salen al mismo tiempo. Se ven, bajo el cielo estrellado y a la luz de la luna, las angarillas donde descansa la muerta, mientras que, en medio de la habitación abandonada, el niño continúa durmiendo tranquilamente en el sillón. Pausa.)
el forastero. —¡El niño no se ha despertado! (Sale también.)
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