martes, 18 de septiembre de 2018

Emma Zunz

Emma Zunz

J. L. Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos
Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil,
por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y
el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas
querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una
fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé.
Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en
las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya
estar en el día siguiente. Acto continuo, comprendió que esa voluntad era inútil
porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y
seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su
madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos
losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los
anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo
olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era
Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora
uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había
revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana
incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente.
Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un
sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue
con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo
que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss
discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios
y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los
hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa
de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.


El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular
alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro
de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el
Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz;
el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa
mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los
pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló,
cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos
horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la
justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió;
debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la
carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece
mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en
la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la
memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se
vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos
hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida,
por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de
otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió
que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero,
para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta
y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un
vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en
Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos
graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como
tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los
forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su
madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se
refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió
para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida
los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se
incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una
impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.
El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. 


Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al
oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la
cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido
no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos
y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse
en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal,
temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su
escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior,
la inesperada muerte de su mujer—¡una Gauss, que le trajo una buena dote!—, pero
el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para
ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo,
corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto
a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio
sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de
Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando
al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema
que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor,
sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un
solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no
ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa
minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de
la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la
venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor,
Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la
cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una
efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me
podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto.
No supo nunca si alcanzó a comprender.


Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el
diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó
sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con
esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor
Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente
era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el
odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las
circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.






La escritura del dios

La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si
bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo,
hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un
muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la
bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro
de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales
el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes
corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto, y un
carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos
baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en
la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven
y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de
mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he
abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos
me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro
escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me
abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me
rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi
vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise
recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el
orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así
fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche
sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente
una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de
las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían
muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia
mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más
apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la
escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá
un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que
mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa
escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza;
acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba
entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito
de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de
ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un
río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las 
montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen
mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay
mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan.
Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los
cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera
escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba
cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo,
imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se
amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que
los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto
de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la
otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi
conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada
ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras
formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban
rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían.
Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible
descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me
inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué
tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun
en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero;
decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que
devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del
pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda
palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo
implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el
tiempo, la noción de una sentencia divina pareciome pueril o blasfematoria. Un
dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna
voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo.
Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede
comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo,
universo.
Un día o una noche—entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?—soñé que
en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos
de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría
bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto
esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba.
Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese
sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de
arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de
haber despertado realmente.


Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada
puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me
despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos
del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es,
a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un
sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo
regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre,
bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la
piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la
divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus
símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en
una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba
delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa
Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde)
infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron,
y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio
tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda
para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la
de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que
narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros
hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros
que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi
infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé
también a entender la escriturad del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría
decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta
cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser
inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en
pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio.
Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió
Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de
Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el
universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar
en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese
hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro,
qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio
la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Emma Risso Platero





El Aleph

O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2.

But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a
Nunc-stans (as the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no
more than they would a Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46


La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado
no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el
incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de
una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad;
alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía
consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay
para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un
acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo
de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos
retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales
de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto
Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico;
Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el
pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos,
sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a
justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas,
finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban
intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin
volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco
minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933,
una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié,
como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un
alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios
melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos
Argentino Daneri.


Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el
oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos
Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo
subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero
también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para
no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa
gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua,
apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en
ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas.
Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas
que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia",
repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más
inficionada de tus saetas."
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país.
Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas,
una vindicación del hombre moderno.
—Lo evoco—dijo con una admiración algo inexplicable—en su gabinete de estudio,
como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de
telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de
linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo
XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora
convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que
las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía.
Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos
novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto—
Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin
bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el
trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía
uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del
planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo
apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del
escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la
Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
—Estrofa a todas luces interesante —dictaminó—. El primer verso granjea el
aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la 
violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo
(todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la
poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la
Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero—¿barroquismo,
decadentismo, culto depurado y fanático de la forma?— consta de dos hemistiquios
gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de
todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima
rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo! acumular en cuatro
versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la
primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela
inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una
vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo.
¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su
comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera las juzgué mucho
peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la
resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores.
Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención
de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo
modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era
extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa
extravagancia al poema.10
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil
dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton
registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica
de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es
menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se
proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas
hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un
gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia
de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de
Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del
acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona
australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos:

 10 Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos
poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudición; estotro le da pompas y galas
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron cuitados el factor HERMOSURA!
Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me
dijo) de publicar sin miedo el poema.


Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
— ¡Dos audacias—gritó con exultación—rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito!
Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en
passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni
las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar
así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el
melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el
crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El
segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva
curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me
dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que
es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían
demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el
volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera
vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, “para tomar juntos la
leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri—los
propietarios de mi casa, recordarás—inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer”. Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el “salón-bar”, inexorablemente moderno, era apenas un poco
menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público
mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que,
sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
—Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más
encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según
un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora
abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante
fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario,
lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más
benigno, los equiparó a esas personas, “que no disponen de metales preciosos ni
tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de
tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro”. Acto continuo
censuró la prologomanía, “de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del
Quijote, el Príncipe de los Ingenios”. Admitió, sin embargo, que en la portada de la
nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de
garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema.
Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme
que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos 


Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al
calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián
Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el
poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme
portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico,
“porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo
detalle que no confirme la severa verdad”. Agregó que Beatriz siempre se había
distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el
lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión
del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones
tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los
diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz,
que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos
despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los
porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano
aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había
elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la
cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia
optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me
indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de
Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de
ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió—salvo el rencor
inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada
gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló.
Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira
balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su
desaforada confitería, iban a demoler su casa.
—¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! —
repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años,
todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de
una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese
delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri
persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los
demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil
nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una
seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri
dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que
solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le 
era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que
un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
—Está en el sótano del comedor—explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es
mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del
sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo
que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo
entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí.
Al abrir los ojos, vi el Aleph.
—¡El Aleph! —repetí.
—Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde
todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía
comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el
poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el
doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
—La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra
están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los
veneros de luz.
—Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un
hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes
insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos
Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo
repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había
en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez
reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de
maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño
estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una
flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de
Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura
me aproximé al retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida
para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de
otro pensamiento que de la perdición del Aleph.


—Una copita del seudo coñac—ordenó—y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el
decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad,
cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el
decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas
solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph.
¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el
multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy
en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más
ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl
de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona
entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio
preciso.
—La almohada es humildosa—explicó —, pero si la levanto un solo centímetro, no
verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese
corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la
oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total.
Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de
tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que
yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba
loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la
rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el
Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un
pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito
Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance
prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro
que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo
centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel
de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen
con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por
lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de
un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el
mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue
simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin
embargo, recogeré.


En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros,
pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna
del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos
los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las
muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno
me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta
años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de
metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos
de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el
altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda,
donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera
versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de
cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día
contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una
rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo
terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin
arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una
mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un
escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos
helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y
ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un
cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles,
precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento
en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz
Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la
modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la
tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos
habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres,
pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman—dijo una voz
aborrecida y jovial—. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta
revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra,
acerté a levantarme y a balbucear:
—Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:


—¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado,
nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y
lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa
metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía,
a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad
son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron
familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de
sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver.
Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble
de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del
considerable poema y lanzó al mercado una selección de “trozos argentinos”.
Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio
Nacional de Literatura.11 El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor
Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto.
¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que
no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su
afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los
epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su
nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua
sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa
letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la
forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo
inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo
de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las
partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a
otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos
innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo
que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso
Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de
cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una
biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el
Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal
se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres—la
séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre
(1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna
 11 “Recibí tu apenada congratulación”, me escribió. “Bufas, mi lamentable amigo, de
envidia, pero confesarás... —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con
la más roja de las plumas; mi turbante, con el más Califa de los rubíes.

(Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de
Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, “redondo y hueco y
semejante a un mundo de vidrio” (The Faerie Queene, III, 2, 19)—, y añade estas
curiosas palabras: “Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros
instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo,
saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra
que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el
oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la
mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones
anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por
nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea
albañilería”.
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas
y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando
y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.
..........................








LAS UÑAS

Dóciles medias los halagan de día y zapatos de cuero claveteados los fortifican, pero
los dedos de mi pie no quieren saberlo. No les interesa otra cosa que emitir uñas:
láminas córneas, semitransparentes y elásticas, para defenderse ¿de quién? Brutos
y desconfiados como ellos solos, no dejan un segundo de preperar ese tenue
armamento. Rehúsan el universo y el éxtasis para seguir elaborando sin fin unas
vanas puntas, que cercenan y vuelven a cercenar los bruscos tijeretazos de
Solingen. A los noventa días crepusculares de encierro prenatal establecieron esa
única industria. Cuando yo esté guardado en la Recoleta, en una casa de color
ceniciento provista de flores secas y de talismanes, continuarán su terco trabajo,
hasta que los modere la corrupción. Ellos, y la barba en mi cara.





ARGUMENTUM ORMITHOLOGICUM

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso
menos, no sé cuantos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El
problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es
definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es
indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de nueve,
ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno,
que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es
inconcebible; ergo, Dios existe.





RAGNARÖK

En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que
pensamos que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge,
soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos. Si esto es así ¿cómo
podría una mera crónica de sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las
alarmas, la amenaza y el júbilo que tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa
crónica, sin embargo; acaso el hecho de que una sola escena integró aquel sueño
borre o mitigue la dificultad esencial.
El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como
suele ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba
las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Hureña, que en
la vigilia ha muerto hace muchos años. Bruscamente nos atudió un clamor de
manifestación o de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo.
Una voz gritó: ¡Ahí vienen! Y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro o cinco
sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos
aplaudimos, llorando; eran los dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos.
Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia delante,
recibieron con soberbia nuestro homenaje. Uno sostenía una rama, que se
conformaba, sin duda, a la sencilla botánica de los sueños; otro, en amplio ademán,
extendía una mano que era una garra; una de las caras de Jano miraba con recelo el
encorvado pico de Thoth. Tal vez excitado por nuestros aplausos, uno, ya no sé
cuál, prorrumpió en un cloqueo victorioso, increíblemente agrio, con algo de
gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento, cambiaron.
Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían
hablar. Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna
del Islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frente muy
bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales
publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a
una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares
del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de
una daga. Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados,
ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar
por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.
Sacamos los pesados revólveres ( de pronto hubo revólveres en el sueño) y
alegremente dimos muerte a los dioses.





POEMA DE LOS DONES

A María Esther Vázquez

Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden
Las albas a su afán. En vano el día
Les prodiga sus libros infinitos,
Arduos como los arduos manuscritos
Que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines
De esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
Y el Occidente, siglos, dinastías,
Símbolos, cosmos y cosmogonías
Brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
Con la palabra azar, rige estas cosas;
Otro ya recibió en otras borrosas
Tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
Suelo sentir con vago horror sagrado
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado
Los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
De un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido.






AJEDREZ

I
En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?




SPINOZA

LAS TRASLÚCIDAS MANOS del judío
Labran en la penumbra los cristales
Y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
Que palidece en el confín del Ghetto
Casi no existen para el hombre quieto
Que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo
De sueños en el sueño de otro espejo,
Ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito
Labra un arduo cristal: el infinito
Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

El Sur. Jorge Luis Borges.

El Sur

Jorge Luis Borges


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan
Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se
sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco
Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires,
lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann
(tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o
de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y
barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de
estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese
criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones,
Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los
Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos
balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso
la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea
abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en
un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le
aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones.
Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las 1001
Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y
subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago,
un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la
mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién
pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró
dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de
todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las 1001 Noches
sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada
sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de
débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días
pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un
médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó,
pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió
feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo
sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo
auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó
con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches
que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta
entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro
de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad,
sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió
con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le 
dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a
llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las
malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte.
Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a
convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había
llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era
como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La
ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le
infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios.
Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos
antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las
modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las
cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir
que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo
más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la
ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la
endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó,
mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban
como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión,
y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y
dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron,
la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las 1001 Noches. Viajar
con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que
esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas
fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de
jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann
leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su
bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y
que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros
superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya
remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera
dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el
otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de
ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes;
vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas
nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como
sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera
podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior
a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol
intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no
tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en
Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No
turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era
vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo
desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez
hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa
conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el
tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas
conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no
trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le
importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías
quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún
vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un
comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el
sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la
borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas,
Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su
bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en
acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había
unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió
que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El
hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a
aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían v bebían ruidosamente unos muchachones, en los que
Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho 
de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles
discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de
ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el
campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El
patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos
vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por
el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra:
otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de
pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre
una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se
la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann, perplejo, decidió que nada
había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la
realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron.
Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un
convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió
salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas
palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de
los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su
nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó
con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y
obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó
a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba
desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur
(del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era
como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se
inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo
lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría
para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con
un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de
que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran
permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al
atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la
primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces,
hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o
soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la
llanura.

Funes El Memorioso. Jorge Luis Borges.

Funes El Memorioso

Jorge Luis Borges


Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre
en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la
mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del
día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y
aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos
afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la
Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago
paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del
orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la
última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo
trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más
pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable
condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo—género obligatorio
en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes
no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo
representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes
era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no
lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos,
con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a
Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San
Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi
felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había
escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo
tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua
elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un
callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido
de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho
que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared.
Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro,
contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas
son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro
minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la
atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto
orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas
rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.
Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que
algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y 
23
otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la
vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo.
El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los
conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había
volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido,
sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me
produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba
en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño
elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos
los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que
lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era
benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que
burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos
cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de
santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del
latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de
Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis
historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de
latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no
tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y
ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del
día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que
don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos
patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de
cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena
inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos
en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la
ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí
naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de
Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el
arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo
con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera
inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el
prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a
todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el
perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija,
noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El
“Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me
encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el
día.
24
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en
la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía
pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el
corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo
parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en
latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o
plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi
temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa
noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro
séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las
palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre,
fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua
momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la
historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil
punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento
que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras,
irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo
Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi
relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron
esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por
su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que
administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la
mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo
escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos
maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él
había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un
desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria
de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien
sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió
el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan
nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó
que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad
era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los
vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las
nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos
y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que
sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el
Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples;
cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía
reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había
reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción 
25
había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que
habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis
sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria,
señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un
triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo
mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta
de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con
las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en
el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo
no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta
increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos
postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos
inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que
en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo
pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el
desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras,
en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio
a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez;
en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián
Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, la caldera, Napoleón, Agustín
de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo
particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté
explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un
sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas,
cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de
carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes
proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado
general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada
árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o
imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil
recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la
conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó
que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos
de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de
los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son
insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o
inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de
ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico 
26
perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le
molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo
nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el
espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador
de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente
los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los
progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un
mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia,
Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los
hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el
calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía
sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil
dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la
sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo
rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y
más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia
el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las
imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección
volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y
anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho,
sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es
generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi
inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía
diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce,
más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada
una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable
memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
1942

La Biblioteca de Babel. Jorge Luis Borges.

La Biblioteca de Babel.

Jorge Luis Borges 


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de
ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier
hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles
por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede
apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto
zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda
y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie;
otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se
abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca
no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero
soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede
de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada
hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he
peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis
ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas
leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren
por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá
largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es
infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las
salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de
nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o
pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular
con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes;
pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios).
Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo
centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles;
cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de
unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;
esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,
alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento,
a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero
rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario
inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede
dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los
demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos
enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el 
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que
hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que
mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del
interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco.5 Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y
resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un
hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV
perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima
dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta
noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de
incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la
de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero
sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese
dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a
lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los
primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora;
es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos
más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas
diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por
dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en
la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el
que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis
no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido
aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en
portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el
idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por
ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que
un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este
pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos
iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También
alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta

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 5 El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido
limitada a la coma y el punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto
son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del editor).

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Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la
Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones
de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa
del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,
miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la
demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las
lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda
pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de
Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de
un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente
solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo
bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo
se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para
siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos
prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono
natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su
Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían
oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros
engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones
remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se
refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los
buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya,
o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad:
el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios
puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme
Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y
gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los
hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el
desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin
peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;
alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.
Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y
de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta
blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y
símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La
secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se 
ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y
débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con
fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético,
se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero
quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos
notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano
resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la
Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles
imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la
opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones
cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos
fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono
Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y
mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro.
En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo
ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún
vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el
venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método
regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el
sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo
infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece
inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los
dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo
haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que
sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se
justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y
aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé)
de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo
ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada
ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las
variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo
disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos
que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro
Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son
capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y,
ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres


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que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no
encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de
ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso
de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya
existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes
posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la
correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero
biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la
definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana—la única—está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,
incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre
retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos
pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin
límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar
esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un
eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los
siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,
sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.6
Mar del Plata, 1941


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 6 Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría
un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que
constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del
siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de
planos). El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: la inconcebible hoja
central no tendría revés.