Mónica de la Cruz, famosa
hechicera del México colonial i
Benjamín Gavarre
El poderoso tribunal del Santo Oficio se estableció en la Nueva
España en 1571. Odiado, pero temido, el primer Inquisidor que llegó
a nuestro suelo, Pedro Moya de Contreras, hizo que se leyera un
edicto del rey de España, Felipe II, en el que se exhortaba a la
población a que obedeciera al santo tribunal. Los enemigos de la fe
católica serían perseguidos y denunciados como “perros y lobos
rabiosos que infestaban las almas de los hombres” y como
destructores de la viña del Señor”.ii
Entre “los más buscados” estaban los enemigos naturales de la
iglesia católica de entonces: los protestantes y los judíos. Sin
embargo, nadie estaba a salvo de la persecución: bígamos,
blasfemos, sodomitas, personas que emplearan palabras malsonantes,
religiosos que pusieran en duda los dogmas cristianos, monjas
involucradas en actos de inmoralidad, lacayos o nobles herejes,
criollos relacionados con la astrología o mujeres acusadas de
brujería y superstición.
En lo que fuera la prisión de Lecumberri, hoy Archivo General de la
Nación, se encuentran los documentos que explican minuciosamente
cada proceso inquisitorial padecido por aquellos que desobedecieron
las normas del santo tribunal. Los acusados eran encarcelados,
despojados de sus bienes, torturados, condenados a castigos
ejemplares y, en algunas ocasiones, eran quemados vivos.
Damos como ejemplo singular del trabajo del Santo Oficio, un proceso
del siglo XVII. Se trata del caso de una supuesta vendedora de
buñuelos y tamales llamada Mónica de la Cruz acusada de llevar a
cabo actos de hechicería en los que utilizaba de manera blasfema
algunas oraciones de la fe cristiana. La hechicera Mónica podía
lograr a cambio de algunas monedas, y otros beneficios, que algunas
personas vieran satisfechos sus deseos. Podía conseguirle, a quien
quisiera, el amor de una hermosa mujer o de un noble varón. Impedía
que el ser amado fuera infiel. Lograba que el marido regresara a
casa.
En el Archivo General de la Nación, ramo Inquisición, volumen 562,
podemos leer que Mónica de la Cruz era una mujer de 50 años,
originaria de la ciudad de Puebla, considerada por el Santo Oficio
como: “famosa hechicera, maestra de hacer y dar hechizos”. El
26 de junio de 1652, fue puesta “a buen recaudo” en las cárceles
secretas del Santo Oficio de la ciudad de México, y, cómo solía
ocurrir, sus bienes fueron confiscados e inventariados. Se
decía mulata ante sus clientes, pero era en realidad mestiza.
Hija del español Felipe de León, y de la india Mariana María,
Mónica de la Cruz no quiso o no pudo tomar el
apellido paterno. En el expediente consultado se anota que “vivía
con sus perros, no tuvo marido ni hijos, no conoció
a sus abuelos y que no sabía leer ni escribir”. Estaba al
servicio del obispo fray Rodrigo de Cárdenas quien fue el que la
denunció a la Inquisición por tener tratos con unos tlaxcaltecas y
por hacer hechizos con algunas yerbas.
Cuando
ejercía sus servicios cobraba alguna moneda o pedía algunos bienes
modestos como comida o enaguas. La hechicería en la Nueva España
era realizada sobre todo por mujeres de condición humilde. Los
conjuros, las oraciones para curar enfermos y los trabajos de magia
estaban asociados sobre todo con mujeres: mulatas, prostitutas,
beatas y españolas pobres. Víctimas de la marginación trabajaban
como hechiceras para sobrevivir en un mundo adverso.
Para
sus prácticas Mónica solicitaba al interesado algunas sustancias o
prendas signo del sincretismo mágico americano y europeo. Para
obtener lo deseado había que utilizar tanto yerbas como oraciones en
actos que combinaban la tradición mágica precolombina y la
religiosa cristiana.
En
el expediente del proceso se refieren varios ejemplos de los
“trabajos” que realizaba Mónica. Para lograr que regresara un
hombre, una mujer tenía que tomar un vaso de agua donde había
estado una pelotilla con unas yerbas llamadas chochololote y romero.
Para lograr la buenaventura o satisfacer algunos deseos, la hechicera
sugería que se “aromatizara” a personas o lugares. A María de
la Ribera, española de 50 años, Mónica le pidió como pago un real
para “hacer un sahumerio que incluía romero verde, hinojo,
alhucema (es decir lavanda) y además un poco de piedra imán” que
debía usar en el momento del “acto carnal”.
Otra
testigo en el proceso, la española de cuarenta Juana de Sosa,
refiere las palabras conocidas por la hechicera para “conseguir el
amor de un hombre”. Para ello, “la persona interesada” debía
cortar una planta de ruda y debía decir al mismo tiempo: “Córtote
ruda, para mi ventura. Ruda te corto para mi ventura”. Para
confirmar si el hombre estaba enamorado o no “la persona
interesada” tenía que lograr que éste probara un grano de sal y a
partir de su reacción se sabría si el hechizo había tenido buenos
resultados.
La
misma Juana de Sosa, pidió un amuleto para impedir la infidelidad
del marido. Los requerimientos fueron: una “piedra imán”, un
“tafetán colorado” y los “pelos de las partes vergonzosas”
del marido de la española. Todo eso, menos el tafetán, más con dos
puyomates (peyotes) “uno macho y otro hembra” puso Mónica sobre
un metate, con el fin de romper la piedra imán, pero cuando vio que
lo que se rompió fue el metate, dijo que “el marido tenía el
corazón duro” y, para remediarlo, Juana de Sosa debía poner en
una faltriquera (una bolsita) hecha con el tafetán colorado, los
fragmentos del imán y los “pelos vergonzosos”, y así, obtendría
un amuleto a prueba de infidelidades.
El
uso del peyote y también de la sábila lo encontramos en otros dos
ejemplos. A un hombre que “deseaba casarse con cierta mujer a quien
hubo doncella”. Mónica le pidió una olla que llenó de agua,
yerbas, polvos y dos peyotes. El hombre tenía que beber el agua de
esa olla para conseguir su objetivo. Es evidente que una cosa era que
el hombre se hubiera acostado con la muchacha virgen. Otra, más
complicada, era que se lograra casar con ella. Los usos y costumbres
de la época se ven reflejados en estos procesos inquisitoriales. Los
dramas humanos se asoman ante nosotros con una vitalidad
sorprendente.
Para
obtener buena suerte se decía una oración mientras se cortaba una
planta de sábila. La persona interesada tenía que decir: “Córtote
sábila mía, para mi ventura. Sábila mía, córtote para mi
ventura”. Necesitaba decir la oración mientras cortaba la planta
y, luego, la repetía con la sábila entre las manos. Más tarde, la
parte cortada era colocada en una tina con agua. Si seguía verde y
crecía era señal de buena suerte. Si se secaba era señal de
desgracia.
Además
de las oraciones con ruda y sábila, la hechicera solía utilizar un
conjuro en el que aparece la figura de Santa Marta: “Marta,
Martilla, señor compadre y la comadre me envíe dineros. Y al hombre
que quisiere bien. Y para ver si es verdad, que ladren los Perros y
cante un gallo. Y el diablo cojuelo hará esto por mí”. Mónica de
la Cruz lo decía para que la persona obtuviera buenaventura, dinero
y el amor de un hombre.
Las oraciones y conjuros
circulaban entre personas como Mónica de la Cruz o los hombres y
mujeres que acudían con ella en busca de ayuda. Las mujeres e
incluso los hombres que vivían una sexualidad insatisfecha podían
acudir a la tradición mágica mexicana y española representada por
personajes como nuestra Celestina novohispana. La Inquisición,
institución castrante, trató de combatir las prácticas de
hechicería, pero paradójicamente, al registrar los textos que
censuraba, hizo posible que en nuestros días conozcamos lo que en
algún momento quiso perseguir y ocultar.
Conjuros como el de Marta
Martilla, pertenecen sin duda a una antigua tradición europea de la
que nuestra hechicera forma parte. El uso de plantas el peyote nos
hablan de prácticas relacionadas con el mundo mágico indígena.
Mónica de la Cruz es el receptáculo de ambas culturas.
Desgraciadamente para ella, el conocimiento de conjuros, oraciones y
actos de hechicería la hicieron víctima de un destino doloroso. El
4 de octubre de 1654 renunció a “sus creencias supersticiosas”;
después, la expusieron al público con una corona con insignias de
hechicera, le dieron doscientos azotes y la desterraron de la ciudad
de México.
i
Parte de la realización de este texto ha sido posible gracias a la
investigación que sobre registros novohispanos inquisitoriales
realizamos en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la
UNAM entre 2000-2003 en el proyecto llamado “La otra palabra”.
ii
Greenleaf, Richard E. 1995. La Inquisición en la Nueva
España (México: FCE) p, 168.
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