lunes, 24 de junio de 2019

Mónica de la Cruz, famosa hechicera del México colonial i




Mónica de la Cruz, famosa hechicera del México colonial i


Benjamín Gavarre


El poderoso tribunal del Santo Oficio se estableció en la Nueva España en 1571. Odiado, pero temido, el primer Inquisidor que llegó a nuestro suelo, Pedro Moya de Contreras, hizo que se leyera un edicto del rey de España, Felipe II, en el que se exhortaba a la población a que obedeciera al santo tribunal. Los enemigos de la fe católica serían perseguidos y denunciados como “perros y lobos rabiosos que infestaban las almas de los hombres” y como destructores de la viña del Señor”.ii
Entre “los más buscados” estaban los enemigos naturales de la iglesia católica de entonces: los protestantes y los judíos. Sin embargo, nadie estaba a salvo de la persecución: bígamos, blasfemos, sodomitas, personas que emplearan palabras malsonantes, religiosos que pusieran en duda los dogmas cristianos, monjas involucradas en actos de inmoralidad, lacayos o nobles herejes, criollos relacionados con la astrología o mujeres acusadas de brujería y superstición.
En lo que fuera la prisión de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación, se encuentran los documentos que explican minuciosamente cada proceso inquisitorial padecido por aquellos que desobedecieron las normas del santo tribunal. Los acusados eran encarcelados, despojados de sus bienes, torturados, condenados a castigos ejemplares y, en algunas ocasiones, eran quemados vivos.
Damos como ejemplo singular del trabajo del Santo Oficio, un proceso del siglo XVII. Se trata del caso de una supuesta vendedora de buñuelos y tamales llamada Mónica de la Cruz acusada de llevar a cabo actos de hechicería en los que utilizaba de manera blasfema algunas oraciones de la fe cristiana. La hechicera Mónica podía lograr a cambio de algunas monedas, y otros beneficios, que algunas personas vieran satisfechos sus deseos. Podía conseguirle, a quien quisiera, el amor de una hermosa mujer o de un noble varón. Impedía que el ser amado fuera infiel. Lograba que el marido regresara a casa.
En el Archivo General de la Nación, ramo Inquisición, volumen 562, podemos leer que Mónica de la Cruz era una mujer de 50 años, originaria de la ciudad de Puebla, considerada por el Santo Oficio como: “famosa hechicera, maestra de hacer y dar hechizos”. El 26 de junio de 1652, fue puesta “a buen recaudo” en las cárceles secretas del Santo Oficio de la ciudad de México, y, cómo solía ocurrir, sus bienes fueron confiscados e inventariados. Se decía mulata ante sus clientes, pero era en realidad mestiza.
Hija del español Felipe de León, y de la india Mariana María, Mónica de la Cruz no quiso o no pudo tomar el apellido paterno. En el expediente consultado se anota que “vivía con sus perros, no tuvo marido ni hijos, no conoció a sus abuelos y que no sabía leer ni escribir”. Estaba al servicio del obispo fray Rodrigo de Cárdenas quien fue el que la denunció a la Inquisición por tener tratos con unos tlaxcaltecas y por hacer hechizos con algunas yerbas.
Cuando ejercía sus servicios cobraba alguna moneda o pedía algunos bienes modestos como comida o enaguas. La hechicería en la Nueva España era realizada sobre todo por mujeres de condición humilde. Los conjuros, las oraciones para curar enfermos y los trabajos de magia estaban asociados sobre todo con mujeres: mulatas, prostitutas, beatas y españolas pobres. Víctimas de la marginación trabajaban como hechiceras para sobrevivir en un mundo adverso.
Para sus prácticas Mónica solicitaba al interesado algunas sustancias o prendas signo del sincretismo mágico americano y europeo. Para obtener lo deseado había que utilizar tanto yerbas como oraciones en actos que combinaban la tradición mágica precolombina y la religiosa cristiana.
En el expediente del proceso se refieren varios ejemplos de los “trabajos” que realizaba Mónica. Para lograr que regresara un hombre, una mujer tenía que tomar un vaso de agua donde había estado una pelotilla con unas yerbas llamadas chochololote y romero. Para lograr la buenaventura o satisfacer algunos deseos, la hechicera sugería que se “aromatizara” a personas o lugares. A María de la Ribera, española de 50 años, Mónica le pidió como pago un real para “hacer un sahumerio que incluía romero verde, hinojo, alhucema (es decir lavanda) y además un poco de piedra imán” que debía usar en el momento del “acto carnal”.
Otra testigo en el proceso, la española de cuarenta Juana de Sosa, refiere las palabras conocidas por la hechicera para “conseguir el amor de un hombre”. Para ello, “la persona interesada” debía cortar una planta de ruda y debía decir al mismo tiempo: “Córtote ruda, para mi ventura. Ruda te corto para mi ventura”. Para confirmar si el hombre estaba enamorado o no “la persona interesada” tenía que lograr que éste probara un grano de sal y a partir de su reacción se sabría si el hechizo había tenido buenos resultados.
La misma Juana de Sosa, pidió un amuleto para impedir la infidelidad del marido. Los requerimientos fueron: una “piedra imán”, un “tafetán colorado” y los “pelos de las partes vergonzosas” del marido de la española. Todo eso, menos el tafetán, más con dos puyomates (peyotes) “uno macho y otro hembra” puso Mónica sobre un metate, con el fin de romper la piedra imán, pero cuando vio que lo que se rompió fue el metate, dijo que “el marido tenía el corazón duro” y, para remediarlo, Juana de Sosa debía poner en una faltriquera (una bolsita) hecha con el tafetán colorado, los fragmentos del imán y los “pelos vergonzosos”, y así, obtendría un amuleto a prueba de infidelidades.
El uso del peyote y también de la sábila lo encontramos en otros dos ejemplos. A un hombre que “deseaba casarse con cierta mujer a quien hubo doncella”. Mónica le pidió una olla que llenó de agua, yerbas, polvos y dos peyotes. El hombre tenía que beber el agua de esa olla para conseguir su objetivo. Es evidente que una cosa era que el hombre se hubiera acostado con la muchacha virgen. Otra, más complicada, era que se lograra casar con ella. Los usos y costumbres de la época se ven reflejados en estos procesos inquisitoriales. Los dramas humanos se asoman ante nosotros con una vitalidad sorprendente.
Para obtener buena suerte se decía una oración mientras se cortaba una planta de sábila. La persona interesada tenía que decir: “Córtote sábila mía, para mi ventura. Sábila mía, córtote para mi ventura”. Necesitaba decir la oración mientras cortaba la planta y, luego, la repetía con la sábila entre las manos. Más tarde, la parte cortada era colocada en una tina con agua. Si seguía verde y crecía era señal de buena suerte. Si se secaba era señal de desgracia.
Además de las oraciones con ruda y sábila, la hechicera solía utilizar un conjuro en el que aparece la figura de Santa Marta: “Marta, Martilla, señor compadre y la comadre me envíe dineros. Y al hombre que quisiere bien. Y para ver si es verdad, que ladren los Perros y cante un gallo. Y el diablo cojuelo hará esto por mí”. Mónica de la Cruz lo decía para que la persona obtuviera buenaventura, dinero y el amor de un hombre.


Las oraciones y conjuros circulaban entre personas como Mónica de la Cruz o los hombres y mujeres que acudían con ella en busca de ayuda. Las mujeres e incluso los hombres que vivían una sexualidad insatisfecha podían acudir a la tradición mágica mexicana y española representada por personajes como nuestra Celestina novohispana. La Inquisición, institución castrante, trató de combatir las prácticas de hechicería, pero paradójicamente, al registrar los textos que censuraba, hizo posible que en nuestros días conozcamos lo que en algún momento quiso perseguir y ocultar.
Conjuros como el de Marta Martilla, pertenecen sin duda a una antigua tradición europea de la que nuestra hechicera forma parte. El uso de plantas el peyote nos hablan de prácticas relacionadas con el mundo mágico indígena. Mónica de la Cruz es el receptáculo de ambas culturas. Desgraciadamente para ella, el conocimiento de conjuros, oraciones y actos de hechicería la hicieron víctima de un destino doloroso. El 4 de octubre de 1654 renunció a “sus creencias supersticiosas”; después, la expusieron al público con una corona con insignias de hechicera, le dieron doscientos azotes y la desterraron de la ciudad de México.
i Parte de la realización de este texto ha sido posible gracias a la investigación que sobre registros novohispanos inquisitoriales realizamos en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM entre 2000-2003 en el proyecto llamado “La otra palabra”.
ii Greenleaf, Richard E. 1995. La Inquisición en la Nueva España (México: FCE) p, 168.


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