EL HOMBRE QUE AMO A UNA FAIOLI
Roger Zelazny
Ésta es la historia de John Auden y la faioli, que nadie conoce mejor que yo. Escúchenla... Sucedió una noche, cuando él estaba paseando (pues no había motivos para no pasear) por sus sitios favoritos de todo el mundo, cuando vio a la faioli, cerca del Cañón de la Muerte, sentada sobre una roca, mientras que sus alas de luz revoloteaban, revoloteaban, revoloteaban hasta desvanecerse, apareciendo entonces sentada allí una muchacha humana, vestida completamente de blanco y llorando, con largas trenzas negras enrolladas a la cintura. Se aproximó a ella ante la cegadora luz que despedía el moribundo sol, cuando los ojos humanos no podían distinguir distancias ni calcular perspectivas adecuadamente (pero los suyos sí), y apoyando su mano derecha en el hombro de ella y la dijo unas palabras de salutación y consuelo. Fue, sin embargo, como si él no existiera. Continuó su llanto, regando de plata sus mejillas de color de nieve o de hueso. Sus ojos almendrados miraban en la distancia, como si pudieran ver a través de él, y sus largas uñas se clavaban en la carne de sus palmas, de las que no brotaba sangre. Entonces él creyó lo que se decía de las faiolies: que sólo pueden ver a los seres vivientes y no a los muertos, y que están sacadas de las mujeres más adorables de todo el universo. Al estar muerto, John Auden, reflexionaba sobre las consecuencias de recobrar la vida nuevamente, por algún tiempo. Era sabido que la faioli acudía al hombre un mes antes de su muerte (a aquellos raros hombres que aún morían) para vivir con él durante el mes final de su existencia, proporcionándole todos los placeres que puede conocer un ser humano, de forma tal que el día en que la muerte envía su beso, llevándose la vida que queda dentro de su cuerpo el hombre le acepta... ¡no, le busca!, con deseo y galantería. Porqué es tal el poder de la faioli entre todas las criaturas, que no hay nada más deseado después de conocerla. John Auden consideró su vida y su muerte, las condiciones del mundo en que estaba la naturaleza de su servidumbre, su maldición, y la faioli (que era la criatura más adorable que había visto en todos sus cuatrocientos mil días de existencia), y se palpó el lugar que tenía debajo de la axila izquierda, que activaba el mecanismo necesario para hacerle vivir de nuevo. La criatura se sobresaltó al recibir su contacto porque, de repente, el roce de él era de carne, y de carne cálida y femenina era lo que ella ofrecía, ahora que las sensaciones de la vida habían retornado a él. Sabía que su contacto se había convertido nuevamente en el contacto de un hombre. - Hola, ¿por qué lloras? - dijo él, y la voz de la faioli fue como las brisas olvidadas soplando sobre los olvidados árboles, con su rocío, sus aromas y colores que evocaba su memoria. - ¿De dónde vienes, hombre? No estabas aquí hace un momento. - Del Cañón de la Muerte - respondió él. - Deja que te toque el rostro. Él se dejó y ella lo tocó. - Es extraño que no advirtiera tu llegada. - Este es un mundo extraño - repuso él. - Es cierto - dijo ella -. Tú eres el único ser viviente que lo habita. - ¿Cómo te llamas? - preguntó él. - Llámame Synthia - respondió ella. Y así la llamó. - Mi nombre es John - le dijo -; John Auden. - He venido para estar contigo, para darte regocijo y placeres - añadió ella, y entonces supo él que el ritual había comenzado. - ¿Por qué estabas llorando cuando te encontré? - preguntó. - Porque creí que no había nadie en este mundo y porque estaba cansada de mi largo viaje - contestó ella -. ¿Vives cerca de aquí? - No muy lejos - añadió él -. No del todo lejos. - ¿Me llevarás allí? ¿Al lugar donde vives? Y ella se alzó y le fue siguiendo hasta el Cañón de la Muerte, donde él tenía su morada. Continuaron descendiendo y descendiendo interminablemente, y todo lo que les rodeaba eran despojos de gentes que antes habían vivido. Ella, sin embargo, no parecía ver tales cosas, pues mantenía los ojos clavados en el rostro de John y la mano asida a su brazo. - ¿Por qué llamas a este lugar el Cañón de la Muerte? - le preguntó ella. - Porque todo lo que nos rodea son muertos - repuso él. - Yo no veo nada. - Lo sé. Cruzaron el Valle de las Calaveras, donde millones de muertos de muchas razas y mundos yacían apilados unos sobre otros, pero ella tampoco los vio. Y a pesar de encontrarse en el cementerio de todos los mundos, no se apercibía de ello. Había encontrado a su custodio, a su cuidador, aunque no sabía quién era este hombre que se tambaleaba a su lado como un beodo. John Auden la llevó hasta su casa. No era realmente el lugar donde vivió, pero lo sería en lo sucesivo. Activó los viejos circuitos del edificio que había dentro de la montaña. En respuesta la luz apareció de las paredes, una luz que antes no había necesitado, pero que ahora iba a necesitar. La puerta se cerró tras ellos y la temperatura adquirió un calor normal. El aire puro comenzó a circular. Él lo aspiró hasta llenar su pecho, agradeciendo las antiguas y olvidadas sensaciones. El corazón, ese órgano rojo y caliente que le recordaba el dolor y los placeres, empezó a latir fuerte con el nuevo aire. Por primera vez en los siglos, preparaba una comida e iba a buscar una botella de vino a las profundas y herméticas alacenas. ¿Cuántos otros más pudieron haber hecho lo que él? Nadie, tal vez. Ella cenó con él, jugueteando con los alimentos, catando un poquito de cada cosa, comiendo muy poco. Él, por su parte, se atiborró hasta la saciedad, y los dos bebieron vino y fueron dichosos. - Este lugar es muy extraño - dijo ella -. ¿Qué es lo que te impulsa, John Auden? Tú no eres como los demás hombres que viven y mueren. Tú te tomas la vida casi igual que una faioli. Tratas de sacar de ella cuanto puedes y te conduces a un ritmo que denota un sentido del tiempo ajeno al hombre. ¿Quién eres? - Soy uno que conoce que los días del hombre están contados - respondió él - y que ansía aprovecharlos antes de que se le acaben. - Eres extraño - dijo Synthia. - Más que nada en el mundo - respondió él. Desayunaron y aquel día estuvieron caminando por el Valle de las Calaveras. Él no podía distinguir distancias ni obtener perspectivas adecuadas, y ella no veía nada de lo que había sido vida y ahora era desolación. Y mientras estaban sentados sobre una roca plana, con el brazo sobre los hombros de ella, señaló hacia el cohete que acababa de venir del lejano espacio y ella miraba de través ante las gesticulaciones de John. Indicaba hacia los robots que habían comenzado a descargar del interior de la nave los despojos pertenecientes a los muertos de muchos mundos, pero ella estiraba la cabeza hacia un lado y miraba adelante y no veía nada de lo que él decía. Incluso cuando uno de los robots avanzó pesadamente hasta él y le mostró la carpeta conteniendo los recibos y el documento que debía firmar por los cuerpos recibidos, ella no veía ni comprendía lo que estaba sucediendo. En los días que siguieron, su vida fue como un sueño, llena de los placeres de Synthia y salpicada de ciertos e inevitables momentos de dolor. A menudo, le veía pesaroso y ella le preguntaba por su expresión de melancolía. Y él siempre se echaba a reír y contestaba diciendo que «los placeres y el dolor están muy cerca el uno del otro», o algo por el estilo. Y, durante el correr de los días, ella aprendió a prepararle las comidas, y a frotarle la espalda, y a mezclar sus bebidas, y a recitarle ciertos fragmentos poéticos que él había amado en un tiempo. Un mes, sólo un mes. No lo olvidaba. Llegaría el fin. Sabían siempre que la muerte del hombre estaba cerca. John Auden sabía que ninguna faioli del universo entero había encontrado jamás un hombre como él Synthia era como una madreperla. Su boca parecía una fina llama, que encendía todo lo que tocaba, sus dientes se asemejaban agujas y su lengua era como el corazón de una flor. Y así es como llegó a amar a una faioli llamada Synthia. Y él era quizás el único hombre del universo, capaz de engañarla. Era un perfecto derecho de defensa que tenía contra la vida y la muerte. Y ahora que era un ser humano viviente, a menudo lloraba cuando se detenía a considerarlo. Tenía más de un mes por vivir. Quizá fueran tres o cuatro. Este mes, por consiguiente, representaba un precio que él pagaría de buen grado. Hay una cosa llamada enfermedad que se nutre de los organismos vivientes, y él lo había conocido más allá del alcance de todos los hombres vivos. Ella, un ser femenino, que sólo conoció su propia vida, no podía comprenderlo. Por eso, él no trató de explicárselo jamás Pero el día tenía que llegar, y llegó. Había perdido, y lo sabía. Como los días se habían desvanecido ante él, se encontraba debilitado. Apenas era capaz de estampar su firma sobre los recibos que le había traído el robot, tambaleándose hasta llegar a él, espachurrando costillas y aplastando cráneos a su terrible paso. Por un momento envidió al robot. Desapasionado, entregado totalmente a su deber. Antes de despedirlo le preguntó: - ¿Qué hubieras hecho tú si te hallaras en posesión de una cosa deseada que te proporcionara todo lo que puedes ansiar en este mundo? - Trataría... de quedarme con ella - respondió el robot, oscilando las luces rojas de su cúpula antes de irse tambaleando sobre el Gran Cementerio. - Sí - dijo John Auden -, pero eso no puede ser. Synthia no le comprendió, y en aquel trigésimo primer día volvieron al lugar donde había vivido durante un mes, y él sintió que le estaba invadiendo el terror indescriptible de la muerte. Ella fue más exquisita que nunca, pero él temía este encuentro final. - Te amo - dijo por último, pues era una palabra que no la había dicho antes, y ella le besó. - Lo sé - le dijo ella -, John Auden, dime una cosa. ¿Qué es lo que te esclarece de los demás? ¿Por qué sabes de las cosas ajenas a la vida más de lo que el hombre mortal debe saber? ¿Cómo fue posible que llegaras hasta mí aquella primera noche sin yo apercibirme de ello? - Porque mi ser está ya muerto - le dijo -. ¿No te das cuenta de ello cuando me miras a los ojos? - No lo comprendo - respondió ella. - Bésame y olvídalo - dijo él -. Es mejor así. Pero ella sentía curiosidad y le preguntó: - ¿Cómo consigues entonces guardar el equilibrio entre la vida y lo que no es vida, eso que mantiene consciente a tu ser muerto? - Porque existen unos controles dentro de este cuerpo que, desgraciadamente, ocupo. Si tocas debajo de mi axila izquierda, mis pulmones cesarán de respirar y mi corazón dejará de latir. Ello pondría en funcionamiento un sistema electromecánico aquí instalado (invisible para ti, lo sé) semejante al que llevan mis robots. En esto consiste mi vida estando muerto. Yo mismo lo pedí porque temía el olvido. Yo mismo me ofrecí voluntario como sepulturero del universo, porque aquí no hay nadie que pueda verme y se horrorice de mi aspecto cadavérico. Por eso soy quien soy. Bésame y acaba. Pero habiendo tomado la forma de mujer, o tal vez siéndolo, la faioli llamada Synthia sintió curiosidad y dijo: - ¿En este sitio? Y le tocó debajo de la axila izquierda. Hecho esto, él se desvaneció de la vista y con ello, también, supo una vez más la fría lógica existente fuera de las emociones. A causa de ello, también, no tuvo necesidad de tocarse el punto crítico. En vez de ello, él se quedó contemplando cómo ella le buscaba por el lugar que antes había estado vivo. La faioli escrutó los lugares más recónditos y al ver que no podía encontrar a ningún hombre viviente sollozó horriblemente, una vez más, como hiciera aquella noche en que él la encontró. Luego, sus alas comenzaron a revolotear débilmente, una y otra vez, recobrando su anterior existencia. Su rostro se disolvió y su cuerpo se fue fundiendo lentamente. Más tarde, la torre de chispas que había junto a él se fue disipando, y pasada la insensata noche en que le fue posible distinguir distancias y calcular perspectivas nuevamente, él empezó a buscarla. Y ésta es la historia de John Auden, el único hombre que pudo amar a una faioli y logró vivir (si así se le puede llamar) para contarlo. Nadie conoce la historia mejor que yo. Jamás ha podido encontrar un remedio. Y yo sé que John Auden pasea por el Cañón de la Muerte, meditando sobre los esqueletos y, a veces, se para junto a la roca donde la encontró, busca algo jugoso que ya no está allí y desea hallar una explicación. Es que es así, y la moral puede que consista en que la vida (y quizás también el amor) sea más fuerte que su continente, pero nunca más fuerte que su contenido. Mas es solamente la faioli quien podría asegurarlo, y ésta ya no volverá. FIN
Ésta es la historia de John Auden y la faioli, que nadie conoce mejor que yo. Escúchenla... Sucedió una noche, cuando él estaba paseando (pues no había motivos para no pasear) por sus sitios favoritos de todo el mundo, cuando vio a la faioli, cerca del Cañón de la Muerte, sentada sobre una roca, mientras que sus alas de luz revoloteaban, revoloteaban, revoloteaban hasta desvanecerse, apareciendo entonces sentada allí una muchacha humana, vestida completamente de blanco y llorando, con largas trenzas negras enrolladas a la cintura. Se aproximó a ella ante la cegadora luz que despedía el moribundo sol, cuando los ojos humanos no podían distinguir distancias ni calcular perspectivas adecuadamente (pero los suyos sí), y apoyando su mano derecha en el hombro de ella y la dijo unas palabras de salutación y consuelo. Fue, sin embargo, como si él no existiera. Continuó su llanto, regando de plata sus mejillas de color de nieve o de hueso. Sus ojos almendrados miraban en la distancia, como si pudieran ver a través de él, y sus largas uñas se clavaban en la carne de sus palmas, de las que no brotaba sangre. Entonces él creyó lo que se decía de las faiolies: que sólo pueden ver a los seres vivientes y no a los muertos, y que están sacadas de las mujeres más adorables de todo el universo. Al estar muerto, John Auden, reflexionaba sobre las consecuencias de recobrar la vida nuevamente, por algún tiempo. Era sabido que la faioli acudía al hombre un mes antes de su muerte (a aquellos raros hombres que aún morían) para vivir con él durante el mes final de su existencia, proporcionándole todos los placeres que puede conocer un ser humano, de forma tal que el día en que la muerte envía su beso, llevándose la vida que queda dentro de su cuerpo el hombre le acepta... ¡no, le busca!, con deseo y galantería. Porqué es tal el poder de la faioli entre todas las criaturas, que no hay nada más deseado después de conocerla. John Auden consideró su vida y su muerte, las condiciones del mundo en que estaba la naturaleza de su servidumbre, su maldición, y la faioli (que era la criatura más adorable que había visto en todos sus cuatrocientos mil días de existencia), y se palpó el lugar que tenía debajo de la axila izquierda, que activaba el mecanismo necesario para hacerle vivir de nuevo. La criatura se sobresaltó al recibir su contacto porque, de repente, el roce de él era de carne, y de carne cálida y femenina era lo que ella ofrecía, ahora que las sensaciones de la vida habían retornado a él. Sabía que su contacto se había convertido nuevamente en el contacto de un hombre. - Hola, ¿por qué lloras? - dijo él, y la voz de la faioli fue como las brisas olvidadas soplando sobre los olvidados árboles, con su rocío, sus aromas y colores que evocaba su memoria. - ¿De dónde vienes, hombre? No estabas aquí hace un momento. - Del Cañón de la Muerte - respondió él. - Deja que te toque el rostro. Él se dejó y ella lo tocó. - Es extraño que no advirtiera tu llegada. - Este es un mundo extraño - repuso él. - Es cierto - dijo ella -. Tú eres el único ser viviente que lo habita. - ¿Cómo te llamas? - preguntó él. - Llámame Synthia - respondió ella. Y así la llamó. - Mi nombre es John - le dijo -; John Auden. - He venido para estar contigo, para darte regocijo y placeres - añadió ella, y entonces supo él que el ritual había comenzado. - ¿Por qué estabas llorando cuando te encontré? - preguntó. - Porque creí que no había nadie en este mundo y porque estaba cansada de mi largo viaje - contestó ella -. ¿Vives cerca de aquí? - No muy lejos - añadió él -. No del todo lejos. - ¿Me llevarás allí? ¿Al lugar donde vives? Y ella se alzó y le fue siguiendo hasta el Cañón de la Muerte, donde él tenía su morada. Continuaron descendiendo y descendiendo interminablemente, y todo lo que les rodeaba eran despojos de gentes que antes habían vivido. Ella, sin embargo, no parecía ver tales cosas, pues mantenía los ojos clavados en el rostro de John y la mano asida a su brazo. - ¿Por qué llamas a este lugar el Cañón de la Muerte? - le preguntó ella. - Porque todo lo que nos rodea son muertos - repuso él. - Yo no veo nada. - Lo sé. Cruzaron el Valle de las Calaveras, donde millones de muertos de muchas razas y mundos yacían apilados unos sobre otros, pero ella tampoco los vio. Y a pesar de encontrarse en el cementerio de todos los mundos, no se apercibía de ello. Había encontrado a su custodio, a su cuidador, aunque no sabía quién era este hombre que se tambaleaba a su lado como un beodo. John Auden la llevó hasta su casa. No era realmente el lugar donde vivió, pero lo sería en lo sucesivo. Activó los viejos circuitos del edificio que había dentro de la montaña. En respuesta la luz apareció de las paredes, una luz que antes no había necesitado, pero que ahora iba a necesitar. La puerta se cerró tras ellos y la temperatura adquirió un calor normal. El aire puro comenzó a circular. Él lo aspiró hasta llenar su pecho, agradeciendo las antiguas y olvidadas sensaciones. El corazón, ese órgano rojo y caliente que le recordaba el dolor y los placeres, empezó a latir fuerte con el nuevo aire. Por primera vez en los siglos, preparaba una comida e iba a buscar una botella de vino a las profundas y herméticas alacenas. ¿Cuántos otros más pudieron haber hecho lo que él? Nadie, tal vez. Ella cenó con él, jugueteando con los alimentos, catando un poquito de cada cosa, comiendo muy poco. Él, por su parte, se atiborró hasta la saciedad, y los dos bebieron vino y fueron dichosos. - Este lugar es muy extraño - dijo ella -. ¿Qué es lo que te impulsa, John Auden? Tú no eres como los demás hombres que viven y mueren. Tú te tomas la vida casi igual que una faioli. Tratas de sacar de ella cuanto puedes y te conduces a un ritmo que denota un sentido del tiempo ajeno al hombre. ¿Quién eres? - Soy uno que conoce que los días del hombre están contados - respondió él - y que ansía aprovecharlos antes de que se le acaben. - Eres extraño - dijo Synthia. - Más que nada en el mundo - respondió él. Desayunaron y aquel día estuvieron caminando por el Valle de las Calaveras. Él no podía distinguir distancias ni obtener perspectivas adecuadas, y ella no veía nada de lo que había sido vida y ahora era desolación. Y mientras estaban sentados sobre una roca plana, con el brazo sobre los hombros de ella, señaló hacia el cohete que acababa de venir del lejano espacio y ella miraba de través ante las gesticulaciones de John. Indicaba hacia los robots que habían comenzado a descargar del interior de la nave los despojos pertenecientes a los muertos de muchos mundos, pero ella estiraba la cabeza hacia un lado y miraba adelante y no veía nada de lo que él decía. Incluso cuando uno de los robots avanzó pesadamente hasta él y le mostró la carpeta conteniendo los recibos y el documento que debía firmar por los cuerpos recibidos, ella no veía ni comprendía lo que estaba sucediendo. En los días que siguieron, su vida fue como un sueño, llena de los placeres de Synthia y salpicada de ciertos e inevitables momentos de dolor. A menudo, le veía pesaroso y ella le preguntaba por su expresión de melancolía. Y él siempre se echaba a reír y contestaba diciendo que «los placeres y el dolor están muy cerca el uno del otro», o algo por el estilo. Y, durante el correr de los días, ella aprendió a prepararle las comidas, y a frotarle la espalda, y a mezclar sus bebidas, y a recitarle ciertos fragmentos poéticos que él había amado en un tiempo. Un mes, sólo un mes. No lo olvidaba. Llegaría el fin. Sabían siempre que la muerte del hombre estaba cerca. John Auden sabía que ninguna faioli del universo entero había encontrado jamás un hombre como él Synthia era como una madreperla. Su boca parecía una fina llama, que encendía todo lo que tocaba, sus dientes se asemejaban agujas y su lengua era como el corazón de una flor. Y así es como llegó a amar a una faioli llamada Synthia. Y él era quizás el único hombre del universo, capaz de engañarla. Era un perfecto derecho de defensa que tenía contra la vida y la muerte. Y ahora que era un ser humano viviente, a menudo lloraba cuando se detenía a considerarlo. Tenía más de un mes por vivir. Quizá fueran tres o cuatro. Este mes, por consiguiente, representaba un precio que él pagaría de buen grado. Hay una cosa llamada enfermedad que se nutre de los organismos vivientes, y él lo había conocido más allá del alcance de todos los hombres vivos. Ella, un ser femenino, que sólo conoció su propia vida, no podía comprenderlo. Por eso, él no trató de explicárselo jamás Pero el día tenía que llegar, y llegó. Había perdido, y lo sabía. Como los días se habían desvanecido ante él, se encontraba debilitado. Apenas era capaz de estampar su firma sobre los recibos que le había traído el robot, tambaleándose hasta llegar a él, espachurrando costillas y aplastando cráneos a su terrible paso. Por un momento envidió al robot. Desapasionado, entregado totalmente a su deber. Antes de despedirlo le preguntó: - ¿Qué hubieras hecho tú si te hallaras en posesión de una cosa deseada que te proporcionara todo lo que puedes ansiar en este mundo? - Trataría... de quedarme con ella - respondió el robot, oscilando las luces rojas de su cúpula antes de irse tambaleando sobre el Gran Cementerio. - Sí - dijo John Auden -, pero eso no puede ser. Synthia no le comprendió, y en aquel trigésimo primer día volvieron al lugar donde había vivido durante un mes, y él sintió que le estaba invadiendo el terror indescriptible de la muerte. Ella fue más exquisita que nunca, pero él temía este encuentro final. - Te amo - dijo por último, pues era una palabra que no la había dicho antes, y ella le besó. - Lo sé - le dijo ella -, John Auden, dime una cosa. ¿Qué es lo que te esclarece de los demás? ¿Por qué sabes de las cosas ajenas a la vida más de lo que el hombre mortal debe saber? ¿Cómo fue posible que llegaras hasta mí aquella primera noche sin yo apercibirme de ello? - Porque mi ser está ya muerto - le dijo -. ¿No te das cuenta de ello cuando me miras a los ojos? - No lo comprendo - respondió ella. - Bésame y olvídalo - dijo él -. Es mejor así. Pero ella sentía curiosidad y le preguntó: - ¿Cómo consigues entonces guardar el equilibrio entre la vida y lo que no es vida, eso que mantiene consciente a tu ser muerto? - Porque existen unos controles dentro de este cuerpo que, desgraciadamente, ocupo. Si tocas debajo de mi axila izquierda, mis pulmones cesarán de respirar y mi corazón dejará de latir. Ello pondría en funcionamiento un sistema electromecánico aquí instalado (invisible para ti, lo sé) semejante al que llevan mis robots. En esto consiste mi vida estando muerto. Yo mismo lo pedí porque temía el olvido. Yo mismo me ofrecí voluntario como sepulturero del universo, porque aquí no hay nadie que pueda verme y se horrorice de mi aspecto cadavérico. Por eso soy quien soy. Bésame y acaba. Pero habiendo tomado la forma de mujer, o tal vez siéndolo, la faioli llamada Synthia sintió curiosidad y dijo: - ¿En este sitio? Y le tocó debajo de la axila izquierda. Hecho esto, él se desvaneció de la vista y con ello, también, supo una vez más la fría lógica existente fuera de las emociones. A causa de ello, también, no tuvo necesidad de tocarse el punto crítico. En vez de ello, él se quedó contemplando cómo ella le buscaba por el lugar que antes había estado vivo. La faioli escrutó los lugares más recónditos y al ver que no podía encontrar a ningún hombre viviente sollozó horriblemente, una vez más, como hiciera aquella noche en que él la encontró. Luego, sus alas comenzaron a revolotear débilmente, una y otra vez, recobrando su anterior existencia. Su rostro se disolvió y su cuerpo se fue fundiendo lentamente. Más tarde, la torre de chispas que había junto a él se fue disipando, y pasada la insensata noche en que le fue posible distinguir distancias y calcular perspectivas nuevamente, él empezó a buscarla. Y ésta es la historia de John Auden, el único hombre que pudo amar a una faioli y logró vivir (si así se le puede llamar) para contarlo. Nadie conoce la historia mejor que yo. Jamás ha podido encontrar un remedio. Y yo sé que John Auden pasea por el Cañón de la Muerte, meditando sobre los esqueletos y, a veces, se para junto a la roca donde la encontró, busca algo jugoso que ya no está allí y desea hallar una explicación. Es que es así, y la moral puede que consista en que la vida (y quizás también el amor) sea más fuerte que su continente, pero nunca más fuerte que su contenido. Mas es solamente la faioli quien podría asegurarlo, y ésta ya no volverá. FIN
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