viernes, 23 de junio de 2017

Al faro Virginia Woolf



Al    faro  

Virginia Woolf

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I


LA  VENTANA


1


-Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno -dijo Mrs. Ramsay-. Pero tendréis que levantaros con la alondra- agregó.
Estas palabras proporcionaron a su hijo una alegría ex­traordinaria, como si la excursión fuera ya cosa hecha; como si toda la ilusión con la que había aguardado este momento, que parecía haber tardado años y años, estuviese, tras la oscu­ridad de la noche, tras un día de navegación, al alcance de la mano. Pero, puesto que, ya a los seis años, era miembro de ese gran grupo que no consigue mantener en orden los sen­timientos, sino que consiente que las esperanzas futuras, con sus penas y alegrías, empañen lo que sí que está al alcance de la mano, y puesto que, para quienes son así, desde la más temprana infancia, cualquier movimiento de la rueda de las emociones tiene el poder de hacer cristalizar y detener el mo­mento sobre el que recae ya la pena, ya la exaltación, James Ramsay, que, sentado en el suelo, recortaba estampas del ca­tálogo ilustrado del economato de la armada y el ejército, mientras su madre hablaba, adornó el cromo del refrigerador con una bienaventuranza celestial. Rodeaba el dibujo un halo de complacencia. La carretilla, la cortadora de césped, el sonido de los álamos, las hojas que blanqueaban antes de la lluvia, el graznido de los grajos, los ruidos de las escobas, el rumor de los vestidos: todo esto tenía en su mente color y forma tan propios que les había dedicado un código perso­nal, una lengua secreta; aunque él, por su parte, era la viva imagen del rigor, de la más inflexible seriedad: frente despe­jada, apasionados ojos azules, inmaculadamente inocentes y puros, ceño severo ante la fragilidad humana; todo esto ha­cía pensar a su madre (mientras observaba cómo las tijeras se­guían con cuidado el contorno del refrigerador), en los estra­dos, en visiones de togas rojas y armiños'; o en la responsa­bilidad de algún asunto a la vez delicado y de gran impor­tancia, algo relacionado con alguna grave crisis de los asuntos públicos.
-Pero no hará bueno -dijo su padre, parado ante la ven­tana del salón.
Si hubiera tenido a mano un hacha, un espetón, o cual­quier otra arma con la que hubiera podido atravesarle el pe­cho, y haberlo matado en aquel mismo momento, James ha­bría echado mano de ella. Tan desmesuradas eran las emocio­nes que Mr. Ramsay despertaba entre sus hijos con su sola presencia; ahí estaba: flaco como hoja de cuchillo, cortante, con su sonrisa sarcástica; contento no sólo por el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los sentidos (creía Ja­mes), sino por poder exhibir además cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios. Decía la verdad. Siempre de­cía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la naturale­za de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra, por de­sagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o el gusto de nadie; y menos aún la modificaría para complacer a sus propios hijos, de su carne y sangre, quienes debían saber desde la infancia que la vida es difícil, que con la realidad no se puede jugar, que para el viaje hacia esa tierra de fábula en la que se extinguen nuestras más ardientes esperanzas, donde naufragan nuestras frágiles barquillas en medio de las tinie­blas (aquí Mr. Ramsay se erguía, los ojillos azules se conver­tían en rendijas dirigidas hacia el horizonte), lo que hace fal­ta es, sobre todo, valor, sinceridad, fuerza para conllevar los padecimientos.
-Pero puede que haga bueno, y confio en que haga bue­no -dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento im­paciente del hilo de lana castaño-rojiza del calcetín que esta­ba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fue­ran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cual­quier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fue­ra verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se pregunta­ba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódi­cos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu espo­sa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por te­mor a que te arrastre la mar? ¿A quién puede gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A con­tinuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso lle­varles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata.
-Sopla de poniente -dijo Tansley, el ateo, abriendo los dedos de forma que el viento pasara entre ellos; compartía con Mr. Ramsay el paseo vespertino por el jardín, de un lado para otro, y vuelta a empezar. Lo que quería decir es que el viento soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el Faro. Sí, hasta Mrs. Ramsay estaba de acuerdo, vaya si le gustaba decir cosas desagradables; era detestable que les re­fregara eso, y que hiciera que James se sintiera aún más des­dichado; sin embargo, no les consentía que se rieran de él. «El ateo -lo llamaban-, el ateazo.» Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper, Roger se burlaban de él; hasta el viejo y desdentado Badger había intentado morderlo, porque era el joven número ciento diez (eso había dicho Nancy) que los había perseguido hasta las Hébridas, donde lo que de verdad les gustaba era estar solos.
-Bobadas -dijo Mrs. Ramsay, muy seria. Aparte de una muy general tendencia a exagerar, que habían heredado de ella, y aparte de la insinuación (era verdad) de que invitaba a demasiada gente a quedarse con ellos, y que tenía que hospe­dar a algunos en el pueblo, no podía soportar que nadie fue­ra descortés con los invitados, especialmente con los jóvenes, porque solían ser pobres de solemnidad; «qué gran talento», decía su marido; eran sus admiradores, e iban a pasar las va­caciones allí. A decir verdad, ella extendía su protección a to­dos los miembros del sexo opuesto; por razones que no sa­bría explicar, por su caballerosidad y valor, porque negocia­ban tratados, gobernaban la India, controlaban el mundo financiero, y, en fin, por una actitud hacia ella misma que no habría mujer que dejara de considerar halagüeña, una actitud que representaba algo en lo que confiar, algo infantil, reve­rencial; algo que una anciana podría aceptar por parte de un joven sin merma de su dignidad, y ay de la muchacha -¡al cielo rogaba que no fuera ninguna de sus hijas!- que, en lo más íntimo de su ser, no supiera apreciar esto en su verdade­ro valor, en todo lo que implicaba.
Se volvió con severidad hacia Nancy. No los había perse­guido, dijo, lo habían invitado.
Tenía que haber alguna forma de escaparse de todo esto. Tendría que haber algo más sencillo, algo menos laborioso; suspiró. Cuando se miraba en el espejo, y se veía el pelo gris, las mejillas hundidas, los cincuenta años, pensaba en que quizá podía haber hecho las cosas mejor: su marido, el dine­ro, los libros de él. Pero, por su parte, ni por un segundo se arrepentía de las decisiones que había tomado, tampoco elu­día las dificultades, ni se demoraba en el cumplimiento de su deber. El aspecto que tenía era formidable; y sólo en la inti­midad de su conciencia, levantando la mirada de los platos, después de que ella hubiera hablado con tanta seriedad acer­ca de Charles Tansley, se atrevían sus hijas -Prue, Nancy, Rose- a entretenerse con ideas heréticas, de las que eran res­ponsables exclusivas, acerca de una vida enteramente dife­rente de la de ella; quizá en París; una vida más animada; no ocupándose siempre del hombre que fuera; porque en todas sus mentes habían brotado dudas inexpresadas acerca de la deferencia, la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Im­perio de la India, las sortijas y los encajes; aunque para todas ellas había en todo esto algún componente fundamental de la belleza, algo que despertaba la admiración por la virilidad en sus corazones infantiles, y que, sentadas a la mesa bajo la mirada de su madre, les hacía honrar aquella extraña severi­dad, aquella cortesía tan perfecta (como la de una reina que alzara del barro el sucio pie de un pobre para lavarlo), cuan­do las amonestaba con tanto rigor por lo del desdichado ateo que los había perseguido -hablando con propiedad, a quien habían invitado- hasta la isla de Skye.
-Mañana no se podrá desembarcar donde el Faro -dijo Charles Tansley, dando palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había hablado más de la cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran dejado en paz, a ella y a James, y que hubieran seguido hablando de sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un espécimen poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al críquet, era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolen­te, había dicho Ándrew. Sabían muy bien qué era lo que de verdad le gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá para acá, con Mr. Ramsay, y hablar de quién había gana­do esto, y quién había ganado aquello; quién era un talento «de primera» para la composición poética en latín; quién era «brillante, pero, en el fondo, superficial»; quién era, sin nin­guna duda, el «individuo con más talento de Balliol»; quién había sepultado su genio, por poco tiempo, en Bristol o Bedford, pero de quien no se iba a dejar de hablar en cuan­to vieran la luz sus Prolegoma dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía, y de los que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras páginas, por si Mr. Ramsay quería leerlas. De cosas como éstas es de lo que hablaban.
A veces ni ella podía contener la risa. Algo había dicho ella acerca de «unas olas como montañas». Sí, estaba algo borras­coso, había respondido Charles Tansley.
-¡No se ha calado hasta los huesos? -había dicho ella.
-Algo húmedo, no calado -había respondido Mr. Tans­ley, pellizcando la manga, tocando los calcetines.
Pero no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara, ni los modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, histo­ria, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía una buena tarde, y que querían salir a sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo reflejara a él, y les hiciera sentirse conscientes de su superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria forma de exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si iba a una ex­posición de pintura, lo primero que hacía era preguntar por la opinión que les merecía su corbata. Bien sabe Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que pudiera gus­tar a cualquiera.
Desaparecían de la mesa tan sigilosamente como ciervos, en cuanto terminaban de comer; los ocho hijos e hijas de Mr. y Mrs. Ramsay se dirigían a sus dormitorios, sus fortale­zas en una casa en la que no había ninguna otra intimidad para hablar de nada o de todo: de la corbata de Tansley, de la aprobación de la Ley de Reforma', de las aves marinas y de las mariposas, de la gente; allí caía el sol sobre las habitacio­nes de los áticos, separadas por una delgada pared que permi­tía oír las pisadas con toda claridad, y permitía oír también los sollozos de la muchacha suiza cuyo padre agonizaba de cáncer en un valle de los Grisones; caía el sol e iluminaba los palos de críquet, los pantalones de franela, los sombreros de paja, los tinteros, los frascos de pintura, los escarabajos, los cráneos de pajarillos; y extraía el sol de las largas tiras de al­gas adornadas como con puntillas, pegadas a las paredes, cierto olor a sal y algas, que también se hallaba en las toallas, ásperas de la arena de la playa.
Porfías, divisiones, diferencias de opiniones, prejuicios arraigados en lo más íntimo de cado uno; qué pena que se manifestaran tan pronto, se lamentaba Mrs. Ramsay. ¡Sus hi­jos!, eran tan críticos. Decían tantas tonterías. Salió del co­medor, llevaba a James de la mano, porque no quería ir con los demás. Eso de inventarse diferencias, le parecía una ton­tería muy, muy grande; ya era bastante diferente la gente sin necesidad de hacer más grandes las diferencias de lo que eran. Las diferencias de verdad, pensaba, junto a la ventana del salón, ya son pero que muy profundas, demasiado. En aquel momento pensaba en las diferencias entre ricos y po­bres, superiores e inferiores; los de alta cuna recibían de ella, medio a contrapelo, su respeto, porque también corría por sus venas sangre de aquella noble, aunque algo legendaria, casa italiana, cuyas hijas, repartidas por los salones ingleses a lo largo del siglo XIX, habían ceceado con tanto encanto, y se habían divertido tan alocadamente; y todo su ingenio, as­pecto y temperamento procedían de ellas, y no de las indo­lentes inglesas, ni de las frías escocesas; pero el otro proble­ma lo rumiaba con más detenimiento: ricos y pobres; lo que veía con sus propios ojos, todas las semanas, a diario, aquí o en Londres, cuando visitaba a esa viuda, o iba en persona a ver a aquella esposa luchadora, con la cesta bajo el brazo, con el cuaderno y ese lapicero con el que anotaba en colum­nas cuidadosamente trazadas los ingresos y los gastos, el em­pleo y el paro, con la esperanza de dejar de ser una ciudada­na particular cuya caridad fuese un ejercicio sentimental para justificarse ante sí misma, o fuese un remedio que cura­se su curiosidad, y se convirtiese en aquello que su mente nada adiestrada más admiraba: en una investigadora, en al­guien que se ocupara de resolver en serio los problemas so­ciales.
Problemas irresolubles, se le antojaban, allí, en pie, mien­tras llevaba a James de la mano. La había seguido hasta el sa­lón, el joven ese del que se reían; estaba junto a la mesa, en­redando con algo, torpe, se sentía extraño; sabía todo eso sin necesidad de mirar. Se habían ido todos -los niños, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, Mr. Ramsay-, se habían ido todos. De forma que se volvió con un suspiro,
y dijo: «No se aburrirá si le pido que me acompañe, ¿verdad, Mr. Tansley?»
Tenía que hacer un recado en el pueblo; tenía que escribir una o dos cartas, tardaría unos diez minutos; tenía que po­nerse el sombrero. Diez minutos más tarde, con la cesta y el sombrero, ahí estaba de nuevo, daba la impresión de estar preparada, preparada para una excursión, que, no obstante, debía aplazar un momento, al pasar por el campo de tenis, para preguntar a Mr. Carmichael, que tomaba el sol con los ojos entomados, amarillos ojos de gato, que al igual que los de los gatos parecían reflejar el movimiento de las ramas o el paso de las nubes, pero no mostraban señal alguna de ningu­na clase de pensamiento o de emoción, ni si quería algo.
Porque se trataba de una expedición de las de verdad, dijo ella, riéndose. Iban al pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, taba­co?», dijo, detenida junto a él. Pero no, no necesitaba nada. Te­nía las manos cruzadas sobre la espaciosa panza, parpadeó, como si hubiera querido corresponder a su amabilidad (era se­ductora, aunque algo nerviosa), pero fuera incapaz, hundido como estaba en una somnolencia verdegrís en la que incluía a todos, sin necesidad de palabras, en un vasto y benévolo letar­go de buenas intenciones, y en el que cabía toda la casa, todo el mundo, porque había dejado caer en el vaso, a la hora del almuerzo, unas gotas de algo que, según los niños, explicaba la presencia de las brillantes hebras de color amarillo canario de la barba y el bigote, los cuales eran, si no se contaban esas he­bras, blancos como la leche. No necesitaba nada, susurró.
Habría sido un gran filósofo, decía Mrs. Ramsay, ya en la carretera, camino del pueblo pesquero, pero se había casado mal. Llevaba la negra sombrilla muy derecha, y se movía con el indescriptible aire de esperar algo, como si fuera a encon­trarse con alguien a la vuelta de la esquina; le contó la histo­ria: hubo algo con una muchacha en Oxford, se casó dema­siado pronto, eran pobres, tuvo que irse a la India, tradujo algo de poesía, «algo muy hermoso, según creo», quería ense­ñar a los niños persa o hindi, pero ¿para qué?; después, ya lo había visto, tumbado ahí sobre la hierba.
Se sentía halagado; acostumbrado a las humillaciones, le agradaba que Mrs. Ramsay le contara cosas como ésta. Char­les Tansley revivió. Como había dado la impresión, además, de que consideraba favorablemente la grandeza de la inteli­gencia del personaje, incluso en su decadencia, y de que no le parecía mal la sumisión de toda esposa -no es que ella echara la culpa a la muchacha, había sido un matrimonio fe­liz, según ella- al trabajo de su marido, todo ello le había hecho sentirse más reconciliado consigo mismo que nunca anteriormente; y le habría gustado, si hubieran alquilado un carruaje, por ejemplo, haber pagado la carrera. Pero estaba esa bolsa tan pequeña, ¿le permitiría llevarla? No, de ningu­na manera, había respondido, ¡siempre la llevaba ella! Tam­bién ella estaba contenta. Sí, lo notaba. Sentía él muchas sen­saciones, pero había algo que de forma particular lo agitaba y perturbaba, sin saber por qué: le gustaría que ella lo viera, con birrete y muceta, en una procesión académica. Un pues­to de profesor, una cátedra... se sentía con fuerzas para cual­quier cosa, se veía ya... pero ¿qué miraba? Un hombre que pegaba un cartel. La inmensa hoja que batía el viento se ali­saba poco a poco, y cada golpe de la escobilla revelaba nue­vas piernas, aros, caballos, deslumbrantes colores rojos y azu­les, todo perfecto; hasta que media pared estuvo cubierta con el anuncio del circo: un centenar de jinetes, veinte focas malabaristas, leones, tigres... Acercó la cabeza, era algo corta de vista; leyó que iban «a actuar en el pueblo». Es muy peli­groso, exclamó, que un manco suba a una escalera de éstas; dos años antes le había amputado el brazo izquierdo una se­gadora mecánica.
-¡Vayamos todos! -dijo, avanzando, como si tanto jine­te y tanto caballo la hubieran llenado de gozo infantil, y le hubieran hecho olvidar su piedad.
-Vayamos -dijo él, repitiendo las palabras, con un raro tartamudeo que le hizo mirar sorprendida. «Vayamos al cir­co». No. No lo decía bien. No sabía expresarlo de forma ade­cuada. Pero ¿por qué no?, se preguntaba, ¿qué le ocurría? En este momento a ella le caía muy bien. En su infancia, pre­guntó, ¿no lo habían llevado al circo? Nunca, respondió él, como si le hubieran hecho la pregunta a la que precisamen­te quena responder, como si durante todos estos días hubie­ra estado deseando decir que en su infancia no había ido nunca al circo. Su familia era muy grande: nueve, contando hermanos y hermanas; su padre era un trabajador. «Mi padre es farmacéutico, Mrs. Ramsay.» Tuvo que pagarse todo desde los trece años. En invierno, más de una vez había tenido que salir sin abrigo. En la universidad nunca pudo «corresponder a las invitaciones» (fueron éstas sus adustas y secas palabras). Todo lo suyo tenía que durar el doble que lo de los demás; fumaba el tabaco más barato, picadura, la que fumaban los viejos del puerto. Trabajaba mucho: siete horas al día; se de­dicaba ahora a estudiar la influencia de algo sobre alguien; echaron a andar de nuevo; Mrs. Ramsay no seguía muy bien lo que decía, sólo algunas palabras de vez en cuando... tesis... puesto de profesor... profesor agregado... catedrático. Ella no conocía la fea jerga académica, que tenía tan cadenciosas re­sonancias, pero se dijo que ahora sí que se daba cuenta de por qué lo de ir al circo lo había abatido tanto, pobrecito, y por qué había salido al momento con lo de su padre, su madre, hermanos y hermanas; ya se encargaría ella de que no se rieran más de él, tenía que decírselo a Prue. Lo que de ver­dad le habría gustado a él, se imaginó, quizá sería poder de­cir que había ido a ver a Ibsen con los Ramsay. Era un pedan­tón, un pelmazo insoportable. Estaban ya en la calle mayor del pueblo, los carros traqueteaban sobre el adoquinado, pero él seguía hablando sobre becas, la enseñanza, los obre­ros, lo de ayudar a los de nuestra propia clase, y sobre las cla­ses en la universidad, hasta que ella calculó que ya había recobrado toda la confianza en sí mismo, y se le había olvi­dado lo del circo, y (volvía a gustarle) estaba a punto de de­cirle... Pero las casas se alejaban en direcciones opuestas, sa­lieron al muelle, y se extendió la bahía ante su mirada; Mrs. Ramsay, ante el enorme cuadro de agua azul, no pudo evitar exclamar: «¡Ah, qué hermoso!» El blanco Faro, lejano, austero, se hallaba en medio; a la derecha, hasta donde alcan­zaba la mirada, desvaídas e incesantes, con delicados plie­gues, se veían las dunas de verde arena, con sus flores silves­tres sobrevolándolas, que parecían correr perpetuamente ha­cia algún deshabitado país lunar.
Ésta era la vista que su marido amaba, dijo, deteniéndose, mientras sus ojos se volvían aún más grises.
Hizo una breve pausa. Pero ahora, esto estaba lleno de ar­tistas. A decir verdad, a pocos pasos había uno de ellos, con sombrero de paja, zapatos amarillos, grave, tranquilo, absor­to; diez niños lo contemplaban; la cara redonda y roja expre­saba un íntimo contento, miraba fijamente, y, después de mirar, mojaba el pincel, introducía la punta en una blanda protuberancia verde o rosa. Desde que Mr. Paunceforte estu­vo allí, hacía tres años, todos los dibujos eran así, dijo ella, verde y gris, con barcas de pesca de color limón, y con muje­res vestidas de rosa en la playa.
Pero los amigos de su abuela, dijo ella, mirando con dis­creción al pasar, tenían más dificultades: para empezar, te­nían que mezclar ellos mismos los colores, y los molían, des­pués los colocaban bajo paños húmedos, para mantenerlos frescos.
Supuso que quería que él se diera cuenta de que el dibujo de ese señor era convencional, ¿se decía así?; ¿que los colores no eran consistentes?, ¿es así como había que decirlo? Bajo la influencia de aquella extraordinaria emoción que había ido ganando fuerza durante el paseo, que había nacido cuan­do, todavía en el jardín, él le había pedido que le dejara lle­var la bolsa, que había madurado en el pueblo, cuando qui­so contarle toda su vida; bajo esa influencia estaba empezan­do a verse a sí mismo y a toda su sabiduría como si en el conjunto hubiera alguna leve imperfección. Era algo muy, muy extraño.
Se quedó ahí en el salón de la casucha a la que lo había lle­vado, esperándola, mientras ella subía un momento, a visitar a una señora. Oyó los rápidos pasos que daba por arriba, oyó la voz alegre; luego, más apagada; se quedó mirando las este­ras, la bandeja del servicio del té, las pantallas de cristal; espe­raba con impaciencia; estaba ansioso por volver a casa cami­nando con ella, estaba decidido a llevarle la bolsa; después le oyó salir, cerrar una puerta, decir que debían cerrar las puer­tas y dejar las ventanas abiertas, preguntarles si necesitaban algo (debía de estar hablando con una niña); cuando, de re­pente, entró, se quedó inmóvil un instante (como si arriba hubiera estado fingiendo, y ahora se permitiera ser ella mis­ma), estaba frente a un retrato de la reina Victoria, que llevaba la banda azul de la Orden de la Jarretera; de repente se dio cuenta, se dio cuenta: era la persona más hermosa que había visto jamás.
Estrellas en los ojos, velos sobre el cabello, ciclamen y vio­letas silvestres: ¿en qué tonterías estaba pensando? Por lo me­nos tenía cincuenta años, tenía ocho hijos. Caminaba por campos llenos de flores, y recogía contra el pecho los capu­llos derribados, los corderos que no podían andar; estrellas en los ojos, el cabello al viento... Le cogió la bolsa.
«Adiós, Elsie», dijo; salieron a la calle; llevaba la sombrilla derecha, se movía como si esperara encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina; por primera vez en toda su vida, Charles Tansley se sintió extraordinariamente orgulloso; un hombre que cavaba en una zanja dejó de trabajar, se quedó mirándola; dejó caer los brazos, siguió mirando. Charles Tansley se sentía extraordinariamente orgulloso; notaba el viento, se daba cuenta de los ciclámenes y las violetas, por­que caminaba junto a una mujer hermosa por primera vez en su vida. Le llevaba la bolsa.


2


-No habrá viaje al Faro, James -dijo, en pie, junto a la ventana, pero intentando, como deferencia hacia Mrs. Ram­say, endulzar la voz, como si pretendiera hacer ver, al menos, que lo decía en broma.
Hombrecillo detestable, pensó Mrs. Ramsay, ¿es que no puede dejar de recordárselo?


3


-Cuando amanezca seguro que lucirá el sol y cantarán los pájaros -dijo, compasiva, alisando el cabello del niño, porque era consciente de que su marido, con el enojoso re­cordatorio de que no haría bueno, había matado la alegría del muchacho. Lo de ir al Faro era algo en lo que el niño ha­bía puesto mucha ilusión, y por si fuera poca la burla de su marido, lo de que no haría bueno, ahora venía este hombre­cillo detestable a refregárselo de nuevo.
-Quizá sí que haga bueno -dijo, alisándole el cabello.
Lo único que podía hacer era admirar el refrigerador, y pa­sar las hojas del catálogo del economato para buscar algún rastrillo o alguna máquina de cortar el césped, con muchos dientes y mangos; algo que exigiese una gran atención para recortarlo. Todos estos jóvenes eran parodias de su mando, pensó: si él decía que iba a llover, ellos afirmaban a continua­ción que habría un huracán.
Pero no, al pasar la hoja, algo interrumpió la búsqueda de la ilustración del rastrillo o de la máquina de cortar el césped. Aquel huraño rumor, interrumpido de forma irregular por los resoplidos de las pipas al llevarlas a la boca, y al quitarlas de la boca, que no había dejado de asegurarle que los hombres pa­saban el tiempo charlando alegremente, aunque la verdad es que no se distinguían las palabras (estaba sentada junto a la ventana); este rumor, que se había prolongado durante una media hora, y que había ocupado su lugar plácidamente en­tre el surtido de ruidos -ruidos a los que no podía sustraer­se: tales como el chocar de las pelotas en los palos de críquet, o los ladridos ocasionales, «¡árbitro!, ¡árbitro!», de los niños-, había cesado; de forma que el monótono romper de las olas en la playa, que en general sonaba como una marcha militar que meciera sus pensamientos, y que parecía repetir de forma consoladora una y otra vez, cuando estaba sentada con los ni­ños, aquella vieja canción de cuna, murmurada en esta oca­sión por la naturaleza: «Soy quien te guarda, soy quien te cui­da»; pero otras veces, repentina e inesperadamente, en espe­cial cuando su mente se elevaba por encima de la tarea que tuviera entre manos, no tenía un sentido tan grato, sino que era como un siniestro redoble de tambores que señalara sin piedad la caducidad de la vida, e hiciera pensar en la destruc­ción de la isla, a la que tragaba el mar, y que la avisara de esta forma, cuando el día se le había escurrido de las manos en medio de un sinfin de tareas, de que todo era efimero como un arco iris; este ruido, pues, desfigurado y oculto bajo otros sonidos, de repente atronaba en el interior de su cabeza, y le hacía levantar la mirada víctima de un acceso de terror.
La conversación había cesado, eso lo explicaba todo. Pasando, en un segundo, de la tensión que la había agarrotado, al otro extremo, como para indemnizarla por el gasto super­fluo de emoción, se sintió tranquila, divertida, e incluso un algo maliciosa, pues pensó que habían plantado al pobre Charles Tansley. Poco le importaba. Si su marido necesitaba sacrificios (los necesitaba), le ofrecía con regocijo a Charles Tansley, por haber fastidiado a su niño.
Poco después, con la cabeza erguida, se quedaba atendien­do, como si esperara algún ruido familiar, algún sonido me­cánico y regular; después, al oír algo rítmico, algo entre habla y canción, algo que procedía del jardín, mientras su marido seguía paseando de un lado a otro de la terraza, algo interme­dio entre el croar y la canción, se persuadió de que todo es­taba en orden, y al bajar la mirada al libro que reposaba en sus rodillas halló algo que, si ponía mucho cuidado en ello, podría recortar James: una ilustración de una navaja con seis hojas.
De repente se oyó un grito, como de un sonámbulo, como de entresueño:


Stormed at with shot and shell


Lo oyó como si lo hubieran gritado junto a su oído, y se volvió como si temiera que alguien estuviera oyéndolo. Sólo estaba Lily Briscoe, no pasaba nada. Pero ver a la muchacha al otro lado del jardín, pintando, le hizo pensar en algo: re­cordó que tenía que mantener la cabeza en la misma posi­ción para el retrato de Lily. ¡El retrato de Lily! Mrs. Ramsay se sonrió. Con esos ojillos rasgados, con tantas arrugas, no se casaría nunca; no había que tomarse muy en serio lo de su pintura; pero era una muchachita independiente, y por ese motivo le gustaba a Mrs. Ramsay, así que, al recordar la pro­mesa, inclinó la cabeza.


4


A decir verdad, casi le derriba el caballete al acercarse gri­tando: «Pero seguimos cabalgando, valientes», aunque, mise­ricordiosamente, hizo un quiebro, y se alejó galopando para morir de forma gloriosa, pensó ella, en los altos de Balaclava. No conocía ejemplo alguno de alguien a la vez tan ridículo y preocupante. Pero mientras sólo hiciera eso, gesticular, gri­tar, estaba tranquila; seguro que no se detendría a mirar el cuadro. Eso precisamente es lo único que Lily Briscoe no ha­bría soportado. Incluso cuando consideraba el volumen, la línea, el color, a Mrs. Ramsay sentada en la ventana con Ja­mes, mantenía una antena dirigida al entorno, no fuera a ser que se acercara alguien, y de repente hubiera alguien miran­do el cuadro. Ahora, con los sentidos alerta, por decirlo de algún modo, mirando, esmerándose, hasta que conseguía que los colores de la pared y de la más lejana clemátide ardie­ran en sus ojos, advirtió que alguien había salido de la casa, y se acercaba a ella; pero supo, de alguna forma, por el modo de pisar, que era William Bankes, de manera que, aunque el pincel acusó un temblor, dejó el lienzo como estaba, no lo inclinó contra el césped, como habría hecho si hubiera sido Mr. Tansley, Paul Rayley, Minta Doyle, o prácticamente cual­quier otro. William Bankes se detuvo ante ella.
Se alojaban en el pueblo, de forma que, yendo y viniendo, despidiéndose ante la puerta, hablando de sopas, de los ni­ños, de esto y aquello, se habían convertido en aliados; así, cuando se detuvo junto a ella, con aquel aire de juez (tenía edad como para poder ser su padre, dedicado a la botánica, viudo, olía a jabón, muy exacto y limpio), ella sencillamente no hizo nada. Lo único que hacía era quedarse junto a ella. Buenos zapatos calza, observó él. No son de los que aprietan los dedos de los pies. Como se alojaban en la misma casa, él había observado también que era una mujer muy ordenada; se levantaba antes de que los demás desayunaran, y salía, creía él que sola, a pintar. Era pobre, suponía; carecía de los rasgos o el encanto de Miss Doyle, ciertamente, pero estaba llena de sensatez, lo que a los ojos de él la hacía muy superior a aquella joven dama. Por ejemplo, ahora, cuando Mrs. Ram­say caía sobre ellos, gritando, gesticulando, Miss Briscoe, al menos eso creía él, era capaz de comprender.


Some one had blundered


Mr. Ramsey los miraba enfadado. Era una mirada colérica, pero no los veía. Eso los hizo sentirse vagamente incómo­dos. Habían visto juntos algo que se supone que no deberían haber visto. Habían invadido la intimidad de alguien. Y eso obligó a Mr. Bankes a decir casi a continuación que estaba cogiendo frío, y le propuso que fueran a dar un paseo, pero Lily pensó que se trataba de una excusa para irse, para alejar­se donde no se oyera a nadie. Sí, aceptó. Pero le costó sepa­rar la mirada del cuadro.
La clemátide era de color violeta intenso, la pared era sor­prendentemente blanca. Creía que era poco honrado no refle­jar fielmente el violeta intenso y el blanco sorprendente, pues­to que así los veía; aunque la moda era, desde la visita de Mr. Paunceforte, ver todo con matices pálidos, elegantes, semi­transparentes. Y además del color estaba lo de la forma. Veía ella todo con tanta claridad, con tanta seguridad, cuando diri­gía la mirada a la escena; pero todo cambiaba cuando cogía el pincel. Era en ese momento fugaz que se interponía entre la visión y el lienzo cuando la asaltaban los demonios, que, a me­nudo, la dejaban a punto de echarse a llorar, y convertían ese trayecto entre concepción y trabajo en algo tan horrible como un pasillo oscuro para un niño. Le sucedía con frecuencia: lu­chaba en inferioridad de condiciones para mantener el valor; tenía que decirse: «Lo veo así, lo veo así», para atesorar algún resto de la visión en el corazón, una visión que un millar de fuerzas se esforzaba en arrancarle. Así, de aquella forma desa­brida y destemplada, cuando comenzaba a pintar, se apodera­ban de ella estas fuerzas, y se le venían otras cosas a la mente: su propia incompetencia, su insignificancia, lo de cuidar a su padre en su casa cerca de Brompton Road; y tenía que hacer un gran esfuerzo para dominarse y para no arrojarse a los pies de Mrs. Ramsay (gracias a Dios que hasta el momento había sabido resistirse a estos impulsos) y decirle, ¿qué se le podría decir?: «¿Estoy enamorada de usted?» No, no era verdad. ¿«Es­toy enamorada de todo esto», señalando con la mano el seto, la casa, los niños? Era absurdo, era imposible. No podía decir­se lo que una quería decir. Dejó los pinceles con mucho cuida­do en la caja, bien ordenados, y dijo a William Bankes:
-De repente hace frío. Parece como si el sol calentara me­nos -dijo, mientras examinaba los alrededores (porque to­davía lucía el sol): la hierba que era todavía de un color ver­de oscuro, mate; el follaje de la casa en el que lucían estrellas de las flores de la pasión de color púrpura; los grajos que de­jaban caer indiferentes graznidos desde el alto azul. Pero algo se movía, algo destellaba, algo movía un ala de plata en el aire. Después de todo, estaban en septiembre, a mediados de septiembre, y eran más de las seis de la tarde. Echaron a ca­minar por el jardín en la dirección de costumbre, cruzaron el campo de tenis, dejaron atrás la hierba de la pampa, llegaron a la abertura en el espeso seto, flanqueada por dos liliáceas como barras al rojo vivo que brillaran intensamente entre las que las aguas azules de la bahía parecían más azules que nunca.
Iban al mismo lugar casi todas las tardes, como si los mo­viera alguna necesidad. Era como si el agua se llevara flotan­do los pensamientos que se hubieran estancado en la tierra seca, y les pusiera velas, y otorgara a los cuerpos alguna suer­te de alivio físico. En primer lugar, el rítmico latido del color inundaba la bahía de azul, y el corazón se ensanchaba con ello, y el cuerpo se echaba a nadar; sólo que al instante si­guiente se arrepentía, se detenía y se volvía rígido ante el eri­zado color negro de las rugosas olas. Luego, tras el peñasco negro, casi todas las tardes se levantaba un chorro irregular, y sólo había que quedarse esperando para sentir la alegría de su presencia: un surtidor de agua blanca; y además, durante la espera, se quedaba uno mirando la llegada de las olas sobre la pálida playa semicircular, una tras otra, que dejaban tras de sí una delicada película de madreperla.
Se sonreían, allí en pie. Compartían cierta hilaridad, pro­vocada por el movimiento de las olas; después era el nítido curso de un velero lo que provocaba la hilaridad: describía su trayecto una curva en la bahía, se detenía, se estremecía, amaba las velas; después, como si obedecieran una intuición propia para completar el cuadro, tras ese movimiento elegan­te, miraban a las lejanas dunas, y, en lugar de alegría, descen­día sobre ellos cierta tristeza... porque las cosas estaban ya en parte completas, y en parte porque los paisajes lejanos pare­cen sobrevivir a los observadores un millón de años (pensa­ba Lily), y parecían estar ya en comunión con un cielo que contemplase la tierra en perfecto reposo.
Mientras miraba hacia las lejanas dunas, William Bankes pensaba en Ramsay: pensó en una carretera en Westmor­land, pensó en Ramsay dando zancadas solo, en algún cami­no, rodeado de esa soledad que parecía serle natural. Pero de repente hubo una interrupción, recordaba William Bankes (un hecho real), una gallina, que extendía las alas para prote­ger a los polluelos, ante lo cual Ramsay se paró, señaló con el bastón, y dijo: «Bonito..., bonito.» Una rara luz de su co­razón, eso es lo que había pensado Bankes, algo que demos­traba su sencillez, su comprensión hacia lo humilde; pero le parecía como si su amistad hubiese terminado allí, en aquel camino. Después, Ramsay se había casado. Y todavía más tarde, con unas cosas y otras, la amistad se había quedado sin sustancia. De quién había sido la culpa, no sabría decirlo; sólo que, tras cierto tiempo, la repetición había ocupado el lugar de la novedad. Se reunían para repetir. Pero en este mudo coloquio que sostuvo con las dunas mantuvo que, por su parte, su afecto hacia Ramsay de ninguna manera había disminuido; pero allí, como el cuerpo de un joven que hu­biera reposado en la turba durante un siglo, con los labios de color rojo vivo, estaba su amistad, con su intensidad y su rea­lidad preservadas más allá de la bahía, entre las dunas.
Le preocupaba esta amistad, y quizá estaba preocupado también porque quería descargar su conciencia de esa impu­tación que se le había hecho de que era un ser apagado y consumido -porque Ramsay vivía entre un perpetuo bulli­cio de chiquillos, mientras que Bankes no sólo no tenía hi­jos, sino que además era viudo-, y quería que Lily Briscoe no desdeñase a Ramsay (a su manera, un gran hombre), y que comprendiese cómo estaban las cosas entre ellos dos. Su amistad había comenzado hacía muchos años, pero se había esfumado en un camino de Westmorland, cuando la gallina extendió las alas sobre los polluelos; después Ramsay se ha­bía casado, y sus caminos se habían apartado; había habido, ciertamente, sin culpa de ninguno de los dos, una tendencia a la repetición en sus encuentros.
Sí. Así había sido. Terminó. Volvió la espalda al paisaje. Al volverse, para regresar por el mismo camino, cuesta arriba, Mr. Bankes advirtió cosas que no le habrían llamado la aten­ción si las dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios rojos, preservado entre la turba..., por ejemplo: Cam, la más joven, hija de Ramsay. Cogía flo­res de mastuerzo marítimo junto a la orilla. Era libre y va­liente. Y no quería darle «una flor al señor», aunque se lo había pedido la niñera. ¡No, no y no!, ¡no quería! Cerraba el puño. Daba patadas en el suelo. Mr. Bankes se sintió vie­jo y triste, acaso eso le había hecho sentirse equivocado res­pecto a su amistad. Seguro que era un individuo apagado y consumido.
Los Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pu­dieran arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Alimentar a ocho hijos con los recursos de la filosofía! Aquí había otro, éste era Jasper, pasaba por allí, iba a disparar a los pájaros, dijo, indiferente; le dio la mano a Lily, se la estrechó como si fuera una mani­vela; esto movió a Mr. Bankes a decir, con amargura, que era ella la preferida. Y había que considerar lo de la educación (cierto: Mrs. Ramsay quizá tuviera algo que decir), por no ha­blar de cuántos zapatos y calcetines exigían estos «mucha­chotes»; todos eran de buena estatura, desgarbados, despreo­cupados. En cuanto a lo de saber quién era cada uno, y quién era mayor o más joven que los demás, eso sí que no sa­bría decirlo. En privado los llamaba como a los reyes y reinas de Inglaterra: Cam, La Malvada, James, El Despiadado; An­drew, El Justiciero; Prue, La Bella -porque Prue era hermosa, pensó, no podía evitarlo--; Andrew tenía talento. Mientras caminaba por el camino, y Lily Briscoe decía sí y no, y se mostraba de acuerdo con los comentarios (porque ella esta­ba enamorada de todos, estaba enamorada de este mundo), y él juzgaba el asunto de Ramsay, se apiadaba de él, lo envi­diaba, como si lo hubiera visto desprenderse de todas aque­llas glorias de aislamiento y austeridad que lo habían corona­do en la juventud, y se hubiera cargado irrevocablemente de nerviosos cuidados y de cloqueantes costumbres hogareñas. Algo le daban, William Bankes lo reconocía; habría sido agradable que Cam le hubiera puesto una flor en el abrigo, o que se le hubiera acercado a mirar por encima del hombro una estampa de la erupción del Vesuvio, como hacía con su padre; pero también, los amigos de toda la vida no podían evitar pensarlo, lo habían destruido un poco. ¿Qué es lo que pensaría ahora un desconocido? ¿Qué pensaba esta Lily Bris­coe? ¿Quién no se daba cuenta de que empezaba a tener ma­nías, excentricidades, rarezas?, ¿quizá, incluso, flaquezas? Era sorprendente que un hombre de su inteligencia se rebajase de esa forma -quizá ésta era una forma muy grosera de de­cirlo-, que dependiera tanto de las alabanzas de los demás. -¡Ah -dijo Lily-, pero piense en su obra!
Siempre que ella pensaba en su «obra» la veía ante sí, con toda claridad, representada por una enorme mesa de cocina.
Andrew tenía la culpa. Una vez le había preguntado ella que de qué trataban los libros de su padre. «El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad», había respondido Andrew. Y ella exclamó ¡Caramba!, pero no tenía m la menor noción de lo que eso quería decir. «Piense en una mesa de cocina -le había dicho-, cuando usted no está presente.»
De forma que, cuando pensaba en la obra de Mr. Ramsay, lo que veía era una mesa de cocina muy refregada. La veía ahora sobre una horquilla del peral, porque acababan de lle­gar donde los árboles frutales. Con un intenso dolor de con­centración, pensó no en la rugosa corteza argentina del ár­bol, ni en las hojas en forma de pez, sino en una mesa de co­cina fantasmal, un tablero de esos relucientemente limpios y refregados, ásperos y con nudos, cuya virtud parecían haber hecho pública los muchos años de vigor invertidos en su lim­pieza, que estaba allí en medio, con las cuatro patas al aire. Era natural que si alguien se pasaba toda la vida viendo las cosas en su esencia más geométrica, esto de reducir los ado­rables crepúsculos, las nubes con forma de flamencos y el azul y la plata, a una mesa de blanco pino con sus cuatro pa­tas (esto es lo que convertía en algo aparte a las más refinadas mentes), era lo más natural que no se le pudiera juzgar como a los demás.
A Mr. Bankes le gustaba la orden que le había dado: «Pien­se en su obra.» Vaya si había pensado en ella. Eran inconta­bles las veces que se había dicho: «Ramsay es de los que es­criben lo más importante antes de los cuarenta.» Su aporta­ción más importante a la filosofía consistía en un librito que había escrito a los veinticinco años; lo que había hecho des­pués había sido más o menos amplificación, repetición. Pero el número de hombres que escriben algo relevante sobre cualquier materia es muy reducido, dijo él, deteniéndose jun­to al peral, bien peinado, minuciosamente exacto, exquisita­mente ponderado. De repente, como si el movimiento de su mano lo hubiera liberado, la carga de impresiones que en ella se habían acumulado acerca de él se deslizó, y se derra­mó en un verdadero alud en el que afloró todo lo que ella pensaba. Ésa era una sensación. A continuación se elevó en­tre vapores la esencia del ser de él. Otra sensación. Se quedó inmóvil a causa de la intensidad de la emoción; era su seve­ridad, su bondad. Respeto cada uno de sus átomos (dialoga­ba con él en silencio): usted no es vano, usted es completa­mente impersonal, usted es más refinado que Mr. Ramsay, usted es el ser humano más refinado que conozco; usted no tiene esposa ni hijos (aunque sin interés sexual, deseaba ella llevar alegría a esa soledad); usted vive para la ciencia (invo­luntariamente, aparecieron ante los ojos de ella montones de trozos de patatas); el elogio sería un insulto para usted; ¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero al mo­mento recordó que se había traído un ayuda de cámara has­ta este remoto lugar; no le gustaba que los perros se subieran a los sillones; durante horas, sabía dar la lata (hasta que Mr. Ramsay daba un portazo) con discursos sobre la sal que debían llevar las verduras, o sobre lo malas que eran las coci­neras inglesas.
¿Qué pensar?, ¿cómo juzgar a las personas?, ¿qué pensar de ellas?, ¿cómo se sumaba esto y aquello para llegar al resul­tado de si una persona te gustaba o no? Y en cuanto a esas palabras, después de todo, ¿qué sentido podía atribuírseles? En pie, inmóvil, junto al peral, se derramaban sobre ella las impresiones de esos dos hombres; y seguir sus propios pen­samientos era como seguir una voz que hablara tan aprisa que el lapicero no pudiera seguir la palabra; pero la voz era la de ella, y decía, sin que nadie se lo apuntara, cosas eviden­tes, contradictorias y eternas; de forma que las grietas y rugo­sidades del árbol quedaban irrevocablemente definidas para toda la eternidad. Usted posee grandeza, pero Mr. Ramsay no. Él es ruin, egoísta, vano, egotista; lo han mimado; es un tirano; va a matar a Mrs. Ramsay; pero posee (se dirigía aho­ra a Mr. Bankes) lo que usted no tiene: una impertinente fal­ta de tacto social, no se entretiene con bagatelas, ama a los perros y a sus hijos. Tiene ocho. Usted no tiene ninguno. ¿Pues no bajó el otro día con dos chaquetas para que Mrs. Ram­say le cortara el pelo con forma de tazón? Todo esto bailaba de un lado a otro, como una nube de mosquitos, todos sepa­rados, pero todos admirablemente controlados por una invi­sible red elástica: bailaban de un lado a otro en la mente de Lily, en tomo a las ramas del peral, donde todavía colgaba la representación de la refregada mesa de pino, el símbolo de su intenso respeto por la mente de Mr. Ramsay; esto duró hasta el punto en que el pensamiento, que se revolvía cada vez más y más aprisa, estalló a causa de su propia intensi­dad; se oyó un disparo, y apareció, huyendo de los perdi­gones, una tumultuosa banda de asustados y efusivos es­torninos.
«¡Jasper!», exclamó Mr. Bankes. Se volvieron hacia donde volaban los estorninos, sobre la terraza. Siguiendo a los rá­pidos estominos, que se dispersaban en el cielo, se introdu­jeron por la abertura del seto, y se dieron de bruces con Mr. Ramsay, quien con trágica resonancia exclamó: «¡Al­guien había cometido un error!»
Aquellos ojos, velados por la emoción, con desafiante in­tensidad trágica, buscaron los suyos durante un segundo, y temblaron al borde del reconocimiento, pero entonces co­menzó a llevarse la mano hacia la cara como para desviar, para rechazar, en la agonía de una mezquina vergüenza, la mirada de ellos, como si les suplicara que evitaran por un momento lo que él sabía que era inevitable, como si quisie­ra forzarlos a aceptar ese resentimiento infantil que le causa­ban las interrupciones, que incluso en el momento del des­cubrimiento no iba a ceder, sino que iba agarrarse a algo que era propio de esta deliciosa emoción, esta impura rapsodia que le avergonzaba, y entonces dio media vuelta ante ellos, como si diera un portazo para refugiarse en su intimidad; y Lily Briscoe y Mr. Bankes miraron algo inquietos hacia el cie­lo, y advirtieron que la bandada de pájaros que Jasper había alborotado con la carabina ya se había posado en las copas de los olmos.


5


-E incluso si mañana no hiciera bueno -dijo Mrs. Ram­say, levantando la mirada cuando pasaban ante ella William Bankes y Lily Briscoe-, habrá más días. Y ahora -dijo, mientras pensaba en que lo que tenía bonito Lily eran los ojos orientales, rasgados, en aquella carita arrugada y pálida, pero que sólo un hombre inteligente se fijaría en ellos- estáte quieto, que voy a medir el calcetín. -Porque, después de todo, quizá podrían ir al Faro, y tenía que ver si el calce­tín necesitaba una pulgada o dos más de largo.
Sonriendo, porque en ese mismo momento acababa de ocurrírsele una idea extraordinaria -que William y Lily po­drían casarse-, cogió el calcetín de lana color de brezo, con sus agujas cruzadas en la parte superior, y lo midió sobre la pierna de james.
-Cariño, estáte quieto -dijo, porque no quería hacer de maniquí para el niño del torrero, tenía celos, James no deja­ba de moverse intencionadamente; y si no se estaba quieto, ¿cómo iba a medir?, ¿era corto?, ¿largo?, se preguntaba.
Levantó la mirada, ¿qué demonio se había apoderado de él, del benjamín, de su adorado?; se fijó en la habitación: las sillas, pensó que estaban francamente deterioradas. Las tri­pas, como había dicho Andrew unos días antes, estaban es­parcidas por el suelo; pero ¿para qué, se preguntaba, comprar sillas buenas y dejarlas allí durante todo el invierno, al cargo de una anciana, cuando la casa entera rezumaba humedad? No importa, el alquiler era exactamente de dos peniques y medio; a los niños les encantaba; a su marido le venía muy bien estar a tres mil millas de distancia (trescientas millas, para ser precisa) de su biblioteca, de las clases y de los alum­nos; y había sitio para los visitantes. Esteras, camas portátiles, inestables sillas fantasmales y mesas que ya habían cumplido una larga vida de servicio en Londres; todo esto podía volver a ser útil aquí; y una o dos fotografias, y los libros. Los libros, pensó, crecen solos. Nunca tenía tiempo para leer. ¡Ay!, in­cluso los libros que le habían regalado, y con dedicatoria au­tógrafa del poeta: «A aquella cuyos deseos son órdenes...» «A la feliz Helena de nuestros tiempos...» Era triste reconocer que no los había leído. Estaba el de Croom, su estudio sobre la Mente; y los estudios de Bates sobre las Costumbres Primi­tivas en Polinesia («Estáte quieto, cariño», dijo); no, no podía enviarlos al Faro. Llegará el momento, pensó, en que la casa se deterioraría tanto que habrá que hacer algo. Si por lo me­nos se limpiaran los pies, y no se trajeran con ellos toda la playa a casa, eso al menos ya sería algo. Los cangrejos estaba dispuesta a aceptarlos, si Andrew de verdad deseaba diseccio­narlos; o si Jasper se empeñaba en hacer sopa con algas, eso ella no podía impedirlo; o los objetos de Rose: conchas, jun­cos, piedras; tenían talento, sus hijos, pero eran talentos di­versos. El resultado era, suspiró, mientras incluía en el resul­tado toda la habitación, desde el techo hasta el suelo, soste­niendo el calcetín contra la pierna de James, que las cosas se deterioraban cada vez un poco más, un verano tras otro. La estera se descoloraba, el papel de las paredes se desprendía. Ya no se distinguía si el dibujo eran unas rosas. Más aún, si las puertas se quedaban siempre abiertas, y si no había ni un cerrajero en toda Escocia que supiera reparar una cerradura, entonces estaba claro que las cosas tenían que estropearse. ¿De qué servía poner un hermoso chal de lana de Cachemi­ra por el borde de un marco? En dos semanas habría adqui­rido un color de sopa de guisantes. Pero lo que le fastidiaba eran las puertas, nadie cerraba una sola puerta. Prestó aten­ción. La puerta del salón estaba abierta, se oía como si las puertas de las habitaciones estuvieran abiertas, y seguro que la ventana del rellano estaba abierta, porque ella misma la ha­bía abierto. Las ventanas tenían que estar abiertas; y las puer­tas, cerradas; era así de sencillo, ¿por qué no lo recordaría na­die? Por la noche entraba en las habitaciones de las criadas, y las encontraba cerradas a cal y canto como si fueran hornos, excepto la de Marie, la muchacha suiza, que antes prescindía del lavado que del aire fresco: en su patria, había dicho: «son tan hermosas las montañas». La noche anterior había dicho eso mientras miraba por la ventana con los ojos llenos de lá­grimas. «Son tan hermosas las montañas.» Su padre agoniza­ba allí. Mrs. Ramsay lo sabía. Las dejaba huérfanas. Refunfu­ñando y enseñando a hacer las cosas (cómo hacer las camas, cómo abrir las ventanas, con manos que se abrían y cerraban con gestos de francesa), todo se había plegado en tomo a ella, cuando hablaba: como cuando tras un vuelo bajo el sol, las alas del pájaro se pliegan, y el azul de las plumas pasa del brillo del acero al púrpura claro. Se quedó callada, porque no había nada que decir. Tenía cáncer de garganta. Al recordar­lo, cómo se había quedado allí, cómo la muchacha había di­cho: «En mi patria, son tan hermosas las montañas», y que no había esperanza, ninguna, tuvo un gesto de irritación, y le dijo a James, con severidad:
-Quieto, deja de moverte -de forma que el niño se dio cuenta al momento de que estaba enfadada de verdad, y es­tiró la pierna, y pudo medir el calcetín.
Al calcetín le faltaba, por lo menos, media pulgada, te­niendo en cuenta que el niño de Sorley no estaría tan desa­rrollado como james.
-Muy corto -dijo-, demasiado.
Nunca hubo otra cara con semejante expresión de tristeza. En la oscuridad, amarga y negra, a medio camino, en el rayo que cruzaba de la luz a la más profunda oscuridad, acaso bro­tó una lágrima, una lágrima cayó; las aguas, inestables, la re­cibieron, luego se calmaron. Nunca hubo una cara con seme­jante expresión de tristeza.
Pero ¿sólo era asunto del aspecto?, se preguntaba la gente. ¿Qué había detrás de ello, de su belleza, de su esplendor? ¿Se había volado la cabeza, había muerto una semana antes de casarse, aquel otro, aquel otro amante anterior, del que aún llegaban rumores? ¿O no era nada?, ¿nada excepto una belle­za incomparable que había dejado atrás en una vida que ya no podía alterar? Porque aunque para ella habría sido muy fácil, cuando se hablaba ante ella en momentos de mucha in­timidad de grandes amores, de amor no correspondido, de ambiciones frustradas, habría sido fácil decir que lo había co­nocido, que lo había sentido, pero invariablemente se calla­ba. Lo sabía, sabía todo sin haber estudiado. Su sencillez acertaba donde los inteligentes se confundían. La singulari­dad de su mente, que le hacía caer directa, a plomo, como una piedra, que le hacía aterrizar con la precisión de un ave, le otorgaba de forma natural esta caída, este descenso en pi­cado del espíritu sobre la certeza; un descenso que compla­cía, tranquilizaba e inspiraba confianza, quizá falsamente.
(«Poco barro le ha quedado a la naturaleza -dijo Mr. Ban­kes, en una ocasión, mientras hablaba con ella por teléfono, y muy afectado por la conversación, aunque sólo le decía algo sobre un tren- del que utilizó para moldearla a usted.» Se la imaginaba al otro lado de la línea telefónica, griega, con los ojos azules, la nariz recta. Qué incongruente parecía eso de hablar por teléfono con una mujer así. Parecía como si las Gracias se hubieran reunido y hubieran trabajado juntas en campos de asfódelos para crear esa cara. Sí, claro, cogería el de las diez y media en Euston.
«Pero tiene la conciencia de su belleza que tendría un niño», se dijo Mr. Bankes mientras colgaba el teléfono, y cru­zaba la habitación para ver cómo avanzaban las obras de un hotel que estaban construyendo en la parte de atrás de su casa. Pensaba en Mrs. Ramsay mientras contemplaba cómo se afanaban en terminar el trabajo de las paredes. Siempre, pensó, había algo que luchaba de forma incongruente contra la armonía de su cara. Podía ponerse un sombrero como de cazador furtivo de ciervos, o echaba a correr en chanclos para rescatar a un niño que estaba en peligro en el otro extremo del jardín. De forma que si uno recordaba sólo su belleza, de­bía recordar asimismo aquel temblor, la propia vida -su­bían ladrillos sobre una tabla mientras observaba-, e intro­ducirla en el cuadro; o si uno pensaba en ella sencillamente como mujer tenía que dotarla con cualquier extravagancia rara; o imaginarse algún deseo oculto, para despojarla de su regia forma, como si su propia belleza la aburriera, y todo lo que los hombres dicen de la belleza, y como si ella quisiera ser como el resto de la gente, insignificante. No lo sabía. No lo sabía. Tenía que volver al trabajo.)
Todavía tejía el calcetín de lana de color castaño rojizo, con la cabeza perfilada absurdamente por el dorado del mar­co, por el chal verde que había extendido por el borde del marco, y la obra maestra auténtica de Miguel Ángel, cuando Mrs. Ramsay suavizó lo que hacía un momento había sido aspereza; levantó la cabeza, y besó al niño en la frente: « Va­mos a buscar otra ilustración para recortar», dijo.


6


Pero ¿qué es lo que había sucedido?
Alguien había cometido un error.
Interrumpidas sus divagaciones, se sobresaltó y dio senti­do a esas palabras que durante un rato le había parecido que no tenían sentido: «Alguien había cometido un error.» Fijó sus ojos miopes en su marido, que se acercaba ominosamen­te hacia ella; lo miró fijamente hasta que la proximidad le re­veló (el estribillo se concertó en su mente) que algo había su- cedido, alguien había cometido un error. Pero ni en toda su vida habría averiguado ella de qué se trataba.
Temblaba, se estremecía. Toda su vanidad, su satisfacción por el esplendor propio durante la cabalgada, mientras carga­ba como un rayo destructor, fiero como un halcón a la cabe­za de sus hombres, todo eso se había conmocionado, había sido destruido. Caían sobre ellos bombas y metralla, pero se­guimos cabalgando valientes, rápidamente por el valle de la muerte, disparaban, atronaban los cañones, hasta encontrar­nos con Lily Briscoe y William Bankes. Temblaba, se estre­mecía.
Por nada del mundo le habría dirigido la palabra, al darse cuenta, por las señales conocidas -la mirada desviada, y una impresión general, como si se ocultara, y necesitara intimi­dad, para recobrar el equilibrio-, de que se sentía ultrajado y ofendido. Acarició la cabeza de James, y le transmitió lo que sentía hacia su marido; y, mientras observaba cómo pin­taba de color amarillo una blanca camisa de vestir de caballe­ro del catálogo del economato de la armada y del ejército, pensaba en lo maravilloso que sería si se convirtiera en un gran artista, y, ¿por qué no? Tenía una hermosa frente. Lue­go, al levantar la mirada hacia su marido que pasaba junto a ella de nuevo, la alivió comprobar que un velo había oculta­do la catástrofe; había triunfado el instinto hogareño; el há­bito salmodiaba sus ritmos tranquilizadores, de forma que cuando se detuvo deliberadamente, cuando apareció de nue­vo, junto a la ventana, y extraña y caprichosamente se incli­nó para hacer cosquillas a James en la pantorrilla con una ra­mita que había cogido, ella le reprochó el haberse librado de «ese pobre joven», Charles Tansley. Tansley se había ido por­que tenía que escribir su memoria, dijo él.
-Lo mismo que james tendrá que escribir la suya uno de estos días -agregó, irónicamente, moviendo la ramita.
Como odiaba a su padre, James apartó la ramita, con la que Mr. Ramsay con ese estilo peculiar, compuesto de seve­ridad y humor, hacía cosquillas en la pierna desnuda de su hijo.
Pretendía terminar con este aburrido tejer de calcetines para llevarlos al día siguiente al niño de Sorley, dijo.
No había ni la más pequeña posibilidad de ir al día si­guiente al Faro, dijo irascible Mr. Ramsay.
¿Cómo estaba tan seguro?, preguntó, a veces cambiaba el viento.
La extraordinaria irracionalidad de la observación y la estu­pidez de la mente femenina le enfurecían. Había cabalgado por el valle de la muerte, había temblado y se había estreme­cido; y ahora ella desafiaba los hechos, y hacía concebir a sus hijos esperanzas vanas; peor aún: mentía. Dio una patada al escalón. «Maldita seas», dijo. Pero ¿qué es lo que había dicho? Sencillamente que mañana podría hacer bueno. Y podría.
No con la bajada del barómetro y con el viento soplando del oeste.
Buscar la verdad con tan asombrosa falta de consideración hacia los sentimientos de los demás, rasgar los tenues velos de la civilización con tanta insolencia, tan brutalmente, le parecía a ella que era un horrible ultraje contra la decencia humana, y, sin contestar, sorprendida y cegada, bajó la cabe­za, como para dejar pasar el turbión de granizo, la bocanada de agua sucia, y que, sin protesta, la salpicara. No había nada que decir.
Se quedó callado junto a ella. Muy humildemente, tras lar­go rato, dijo que si quería podía ir a preguntárselo a los guar­dacostas.
A nadie reverenciaba tanto como a él.
Estaba más que dispuesta a creerlo, dijo. Sólo que enton­ces no tenía que preparar emparedados, eso era todo. Se acer­caban a ella, todo el día, incesantemente, porque era mujer: que si esto, que si aquello; uno quería esto; otro, lo de más allá; los niños crecían; a veces se sentía como si no fuera nada más que una esponja empapada de emociones huma­nas. Y entonces venía él y la maldecía. Él decía que iba a llo­ver. Él decía que no iba a llover; y al momento el cielo y la confianza se abrían ante ella. A nadie reverenciaba más. Pen­saba que no era digna de atarle los cordones de los zapatos.

Avergonzado de su mal humor, de la gesticulación de las manos cuando dirigía la carga de los soldados, Mr. Ramsay, torpemente, volvió a hacer cosquillas una vez más en la pier­na de su hijo, y después, como si ella le hubiera dado permi­so, con un movimiento que extrañamente le recordó a su es­posa el viejo león marino del zoo, cuando se echaba hacia atrás después de comer la ración de pescado, y rodaba de for­ma que el agua de la piscina hiciera olas, se sumergió en el aire de la tarde, que ya era muy denso, y despojaba de sustan­cia las hojas y los setos; pero, como compensación, quizá, les devolvía a las rosas y claveles un lustre que no habían tenido durante el día.
«Alguien había cometido un error», volvió a decir, mien­tras paseaba por la terraza dando grandes zancadas.
¡Pero cómo había cambiado el tono! Era como el del cu­clillo, «que en junio sigue todo vientecillo»»; como si estuvie­ra buscando, a tientas, alguna frase para un nuevo estado de ánimo, y como si sólo tuviera ésta a mano, y la usara, aunque no fuera muy buena. Pero sonaba ridícula: «Alguien había cometido un error», así la repetía, casi como una pregunta, sin convicción, melodiosamente. Mrs. Ramsay no pudo evi­tar una sonrisa, y pronto, seguro, se le oiría tararearla de un lado a otro, y luego la dejaría, se quedaría callado.
Estaba bien, la intimidad se había restaurado. Se detuvo para encender la pipa, miró hacia su esposa e hijo en la ven­tana, y del mismo modo que alguien levanta la vista de la página que lee cuando va en un tren expreso, y ve en una granja, un árbol y un grupo de casas, como en una ilustra­ción, la confirmación de algo leído en la página impresa a la que se regresa al momento, fortificado, satisfecho; de igual forma, sin fijarse ni en su esposa ni en su hijo, el verlos lo fortificó, lo satisfizo, y consagró sus esfuerzos a la resolu­ción del problema que consumía la energía de su brillante mente.
Era una mente privilegiada. Porque si el pensamiento es como el teclado de un piano, dividido en otras tantas notas, o como el abecedario, que se organiza en veintisiete letras, todas en su orden, entonces su espléndida mente no tenía di­ficultad en recorrer esas letras una tras otra, con firmeza y precisión, hasta llegar, por ejemplo, a la letra Q Llegaba a la Q. Muy poca gente en toda Inglaterra llegaba en el curso de su vida a la Q. Y aquí, deteniéndose brevemente junto a la urna de piedra que contenía unos geranios, vio, pero ahora como si estuvieran muy, muy lejos, como niños que cogie­ran conchas, divinamente inocentes y ocupados en las frusle­rías que había a sus pies, y, en cierto modo, completamente indefensos contra una amenaza que él sí advertía, a su espo­sa y su hijo allí, juntos, en la ventana. Necesitaban su protec­ción, y él se la daba. Pero ¿después de la Q? ¿Qué hay a con­tinuación? Después de la Qhay todavía unas letras, la última de las cuales es apenas visible para los ojos mortales, pero ofrece un destello rojo a lo lejos. Sólo un hombre de cada ge­neración llega a la letra Z. De forma que si él pudiera llegar a la R, eso ya sería mucho. Al menos la Qsí estaba aquí. No te­nía dudas respecto de la Q Podía demostrar la Q Y si la Qes la Q.., la R. Y al llegar aquí vació la pipa, dando dos o tres golpes sonoros en el cuerno del carnero que formaba el asa de la urna, y continuó: «Entonces R...»» Cogió aliento, apretó las mandíbulas.
Acudieron en su ayuda esas cualidades que habrían salva­do la vida a toda la tripulación de un barco, reducida a una dieta de seis galletas y una garrafa de agua, sometida a la mar airada: paciencia y sentido de la justicia, previsión, dedica­ción, destreza. Pues R es, ¿qué es R?
Un pliegue, como el rugoso párpado de un lagarto, se agi­tó sobre la intensidad de su mirada, y oscureció la letra R. En ese instante de oscuridad oyó lo que decía la gente: que era un fracasado, que nunca entendería lo de la R. Que nunca llegaría a entender el problema de la R. Pero, vuelta con la R, otra vez. R...
Las cualidades que en una solitaria expedición que cruza­ra las heladas tierras estériles de la región polar lo habrían convertido en el dirigente, en el guía, en el consejero; cuyo carácter, ni colérico ni despótico, se distingue porque sabe analizar con ecuanimidad lo que hay, porque sabe enfrentar­se con los hechos, de nuevo acudieron en su ayuda. R..
El ojo del lagarto parpadeó de nuevo. Se hicieron visibles las venas de la frente. El geranio de la urna se volvió sorprendentemente visible; y expuesta, entre las hojas, advirtió, sin desearlo, aquella antigua y evidente división entre dos clases diferentes de hombres: por una parte los constantes, dotados de fuerzas sobrehumanas, quienes, con fatiga y perseveran­cia, repiten el abecedario en su orden, las veintisiete letras, de principio a fin; por otra parte los que tienen talento, los ins­pirados, quienes de forma milagrosa reúnen todas las letras de golpe, los genios. No era un genio, no podía pretenderlo; pero tenía, o podía haber tenido, aquel poder para repetir to­das las letras del abecedario de la A a la Z. Pero, mientras tan­to, estaba atascado en la Q. Adelante, a la R.
Esa sensación, que no habría sido funesta para un dirigen­te que, ahora que ya ha comenzado a nevar, y la cumbre de la montaña estaba cubierta de niebla, sabe que debe acostar­se y morir antes del amanecer, le sobrevino subrepticiamen­te, aclarando el color de sus ojos, y tiñéndolo a él, en los dos minutos que le duraba recorrer la terraza, con el ajado color de la vejez. Pero él no iba a morir en la cama, ya hallaría al­gún barranco; y allí, con los ojos fijos en la tormenta, inten­tando hasta el último momento perforar la oscuridad, mori­ría en pie. Nunca llegaría a la R.
Se quedó en pie completamente inmóvil, junto a la urna del geranio que sobresalía. Pero, después de todo, se pregun­taba ¿cuántos hombres en un millar de millones llegan hasta la Z? Seguro que el capitán de una empresa condenada al fra­caso puede hacerse esa pregunta; y puede responderse, sin por eso traicionar a quienes lo acompañen: «acaso uno». Uno de cada generación. Siempre y cuando hubiera trabajado honradamente, no hubiera regateado esfuerzos, y hubiera lle­gado al límite de su fuerza, ¿podría censurársele que no fuera él ese uno? ¿Y cuánto duraría su fama? Se le autorizaría acaso a un héroe agonizante que pensase antes de morir en cómo hablará la posteridad de él. Quizá su fama dure dos millares de años. Pero ¿qué son dos millares de años? (se preguntaba irónicamente Mr. Ramsay mientras miraba atentamente el seto). Y si se mira desde la cumbre del presente hacia los vas­tos eriales del pasado, ¿qué son? Cualquier piedra a la que se dé un puntapié sobrevivirá a la fama de Shakespeare. Su luce­cita acaso brille con luz propia uno o dos años, y después se fundirá en una luz de mayores proporciones, y después en otra aún mayor. (Miraba hacia la oscuridad, entre los intrinca­dos tallos.) ¿Quién censuraría al capitán de esa empresa con­denada al fracaso si, después de todo, hubiera subido lo sufi­ciente como para poder ver el erial de los años y la muerte de las estrellas; si, antes de que la muerte agarrotara sus miem­bros y no pudiera moverse, de manera deliberada, se llevase los entumecidos dedos hasta la frente, y se cuadrase, de forma que cuando el grupo de rescate llegara y lo hallara muerto en su puesto viera la hermosa imagen de un soldado? Mr. Ram­say se cuadró y se quedó muy rígido junto a la urna.
¿Quién lo censuraría si, quedándose inmóvil un momen­to, se demorase en la fama, en las expediciones que acudirían a rescatarlo, en los monumentos fúnebres que se erigirían so­bre sus huesos por los agradecidos discípulos? En fin, ¿quién censuraría al dirigente de la expedición condenada al fracaso, si, tras haberse arriesgado hasta el límite, y tras haber puesto toda la fuerza en ello, hasta el último gramo, hasta quedarse dormido sin saber si se despertará o no, advirtiera ahora, a cau­sa de unos pinchazos en los dedos de los pies, que estaba vivo, y que eso de vivir no le desagradaba nada, y que necesitaba consuelo, whisky, y alguien a quien contarle inmediatamente sus penalidades? ¿Quién lo censuraría? ¿Quién no se regocija­ría íntimamente cuando el héroe se quitara la armadura, se de­tuviera junto a la ventana, y se quedara mirando a su esposa e hijo, quienes, distantes al comienzo, se acercarían poco a poco, hasta que los labios y el libro y la cabeza estuvieran ante él, aunque todavía amables y como desconocidos a causa de la intensidad de su aislamiento, y del erial de los tiempos y de la muerte de las estrellas? Finalmente, tras guardar la pipa en el bolsillo, inclinada la magnífica cabeza ante ella, ¿quién lo cen­suraría si rindiera homenaje a la belleza del mundo?


7


Pero su hijo lo odiaba. Lo odiaba por acercarse a ellos, por creerse superior, lo odiaba por interrumpir, lo odiaba por la ampulosidad y lo sublime de los gestos, por la espléndida cabeza que tenía, por su precisión y egotismo (ahí estaba otra vez, exigiendo que le prestaran atención), pero, sobre todo, lo odiaba por los chirridos y trinos de sus emociones que, vi­brando por toda la habitación, perturbaban la perfecta senci­llez y buen sentido de las relaciones con su madre. Esperaba que, si se quedaba mirando con toda atención la página, se fuera; confiaba en llamar la atención de su madre si señalaba una palabra con el dedo; su madre, para su enfado, se queda­ba paralizada cuando aparecía su marido. Pero no. Nada obligaría a Mr. Ramsay a moverse. Se quedaba, y exigía con­suelos.
Mrs. Ramsay, que había estado reclinada, con el brazo so­bre su hijo, se irguió, y, medio vuelta, pareció que fuera a le­vantarse; fue como si hubiera enviado verticalmente al aire una lluvia de energía, una columna de rocío, que pareciera a la vez animada y viva, como si su energía se hubiera fundido con una fuerza con brillo y luz propios (aunque estaba sen­tada, y había cogido el calcetín de nuevo); y como si en esta deliciosa fecundidad, en este surtidor y fuente de la vida, se hundiera la funesta esterilidad masculina, punzante pico de bronce, estéril y desnudo. Quería consuelos. Era un fracasa­do, dijo. Destellaron las agujas de Mrs. Ramsay. Mr. Ramsay, sin dejar de mirarla a la cara, repitió lo que había dicho: que era un fracaso. Le devolvió las palabras en un suspiro. «Char­les Tansley...», dijo. Pero él quería más. Lo que necesitaba era consuelo: en primer lugar, que le aseguraran que era un ge­nio, y, a continuación, que lo introdujeran en la esfera de la vida, que lo acogieran y calmaran, que le hicieran recobrar la sensatez, que la esterilidad se convirtiera en fertilidad, y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de vida: el salón, la cocina tras el salón, los dormitorios sobre la cocina, y más allá, los cuartos de juegos de los niños; había que acomodar­los, llenarlos de vida.
Charles Tansley pensaba que era el metafisico más impor­tante de su época, dijo ella. Pero él quería algo más. Quería consuelos. Deseaba que le aseguraran que estaba en el centro de la vida, que lo necesitaban; y no sólo aquí, en todo el mundo. Las agujas destellaban, y ella, confiada, erguida, crea­ba el salón y la cocina, los iluminaba; y le dijo que se calma­ra, que entrara y que saliera, que se divirtiera. Se reía, tejía. En­tre las rodillas de ella, muy envarado, James advertía cómo ar­día en llamas toda la fuerza de ella para que la bebiera y so­focara el punzante pico de bronce, la yerma cimitarra del ma­cho, que, una vez tras otra, golpeaba inmisencorde, exigiendo consuelo.
Era un fracasado, repetía. Sí, mira, toca. Destellaron las agujas; tras echar una breve mirada alrededor, más allá de la ventana, al propio James, le aseguró, sin sombra de duda, con su risa, con su actitud, con su eficacia (al igual que la ni­ñera que lleva una luz al dormitorio a oscuras tranquiliza al niño inquieto), que era real, que la casa estaba llena, que el jardín florecía. Si tuviera en ella una fe incondicionada, nada lo heriría; por muy hondo que se enterrara, o por muy alto que escalara, ni durante un segundo estaría sin ella. Así, alar­deando de su capacidad para amparar y proteger, apenas ha­bía un fragmento de ella misma que le sirviera para conocer­se; todo lo gastaba con generosidad; y James, rígido entre las rodillas, sentía como si ella floreciera al modo de un frutal cargado de frutos rosados, lleno de hojas y de ramas bailari­nas, en el que el punzante pico de bronce, la árida cimitarra del padre, el egotista, se hundía y golpeaba, mientras exigía consuelo.
Lleno de las palabras de ella, como el niño que se aparta satisfecho, dijo, finalmente, mirándola con humilde gratitud, restaurado, renovado, que iba a dar un paseo, a ver a los ni­ños jugar al críquet. Se fue.
Al momento, Mrs. Ramsay pareció recogerse sobre sí mis­ma, un pétalo tras otro, y todo el edificio se recogió sobre sí mismo, exhausto, de forma que sólo le quedó fuerza para mover un dedo, con el exquisito abandono del cansancio, por la página del cuento de hadas de Grimm, mientras latía en ella, como el pulso de una primavera que ha alcanzado su expansión máxima y ahora delicadamente deja de latir, el rapto de la creación lograda.
Cada latido de este pulso parecía, al alejarse él, incluirla a ella y a su marido, y parecía dar a cada uno ese solaz que dos notas diferentes, una alta, otra baja, que sonaran a la vez, pa­recen ofrecerse una a otra al combinarse. No obstante, al apagarse la resonancia, al volver al cuento de hadas, Mrs. Ram­say se sintió no sólo fisicamente cansada (siempre le ocurría después, nunca en el momento), sirio como si la fatiga se hu­biera teñido vagamente de alguna sensación desagradable que tuviera otra causa. Y no es que, al leer en voz alta la his­toria de la mujer del pescador, ella no supiera exactamente de dónde procedía; ni se permitió traducir a palabras su insatis­facción, cuando se dio cuenta, al pasar la página -cuando se detuvo y oyó aburrida, ominosamente, cómo rompía una ola-, de dónde procedía: no le gustaba, ni un segundo, sen­tirse mejor que su marido; más aún, no podía soportar no estar completamente segura, cuando hablaba con él, de la verdad de lo que decía. Las universidades y personas que lo necesitaban, las conferencias y los libros que eran tan impor­tantes, ni se le ocurría por un momento dudar de nada de esto; pero lo que la desazonaba era su relación, y el acercar­se a ella así, abiertamente, para que lo viera todo el mundo; porque entonces la gente diría que dependía de ella; cuando todos debían saber que de los dos era él infinitamente más importante; y que lo que ella daba al mundo, en compara­ción con lo que daba él, era una insignificancia. Pero, claro, además estaba lo otro, lo de no ser capaz de decirle la verdad, por ejemplo, respecto de lo del tejado del invernadero, y lo que iba a costar repararlo, unas cincuenta libras, quizá; y lue­go estaba lo de sus libros, y el temor de que él pudiera ente­rarse de que ella sospechaba que este último no había sido quizá el mejor que hubiera escrito en su vida (lo había dedu­cido de algún comentario de William Bankes); y también lo de ocultarle cosillas sin importancia, y que se dieran cuenta los niños, y la carga que era para ellos; esto es lo que empa­ñaba toda alegría, la pura alegría, la de las dos notas que so­naban juntas, y dejaba que el sonido lúgubremente desafina­do se apagara en su oído.
Oscureció la página una sombra, levantó la mirada. Era Augustus Carmichael, que pasaba arrastrando los pies, justa­mente ahora, en el momento en que tan doloroso era que le recordaran lo inadecuado de las relaciones humanas, que ni el más perfecto dejaba de tener defectos, y no pudo sufrir el exa­men que, como quería a su marido, con su pasión por la sin­ceridad, hizo de sí misma; cuando era tan doloroso sentirse rea de nulidad, y ajena a sus propias funciones por mentiras y exageraciones; justo en este momento, en que más se con­sumía innoblemente en medio de su exaltación, fue cuando pasó Mr. Carmichael arrastrando los pies, con las zapatillas amarillas, y algún demonio propio la obligó a decir cuando pasaba:
-¿Va a casa, Mr. Carmichael?


8


No dijo nada. Tomaba opio. Los niños decían que el opio volvía rubia la barba. Quizá. Lo que sí le parecía evidente es que el pobre era un infeliz, y que se venía con ellos todos los años para huir de algo; y año tras año ella se sentía igual; él no confiaba en ella. Le había dicho: «Voy al pueblo, ¿quiere sellos, papel de cartas, tabaco?», y él se limitó a quedarse par­padeando. No confiaba en ella. Era obra de su mujer. Recor­daba la inquina que le tuvo su mujer a Mr. Carmichael, y lo intransigente que era aquella mujercita detestable a quien ha­bía visto con sus propios ojos echarlo del minúsculo aloja­miento de St. John's Wood. Era desordenado, se manchaba, y era todo lo pesado que pudiera ser un anciano sin nada que hacer en el mundo; lo había echado de casa. Dijo, con aque­lla voz tan desagradable: «Sí, Mrs. Ramsay, creo que tenemos que hablar», y Mrs. Ramsay tuvo que escuchar, como si ocu­rriera ante sus ojos, una relación de las incontables desdichas de la vida de él. ¿Tenía dinero para comprar tabaco? ¿Tenía que pedírselo a ella?, ¿media corona?, ¿dieciocho peniques? Ay, no quería ni pensar en las humillaciones por las que le había hecho pasar. Ahora la evitaba (nunca supo por qué, ex­cepto que, de forma inconcreta, seguro que tenía que ver con aquella mujer). Él nunca le dijo nada. Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho ella? Tenían siempre una habitación soleada para él. Los niños eran amables con él. Nunca dio ella muestras de que no quisiera que estuviera con ellos. Has­ta se esforzaba en ser amable. ¿Quiere sellos, tabaco? Creo que este libro le gustará..., etcétera. Y después de todo -después de todo (aquí, insensiblemente, ella se refugió en sí mis­ma, fisicamente; se le hizo presente, cosa rara, el sentido de su propia belleza}-, después de todo, a ella no le costaba nada que la gente se fijara en ella; por ejemplo, George Man­ning, Mr. Wallace, famosos y todo, se acercaban a visitarla por las tardes, y se quedaban charlando junto al fuego. Sabía llevar con elegancia la antorcha de la belleza, y se sabía bella; exhibía esta antorcha con orgullo dondequiera que entrara; y, después de todo, por mucho que hiciera por velarla, y por mucho que le disgustara la monotonía que eso le imponía, la belleza era evidente. La habían admirado. La habían amado. Había entrado en velatorios. Había visto llorar. Hombres y mujeres, liberados de sus preocupaciones, se habían consen­tido ante ella el consuelo de la sencillez. La hería que él la evitara. Le dolía. No era claro, no estaba bien. Eso es lo que le importaba: que se agregara esto al enfado con su marido; tenía la sensación, ahora, al pasar Mr. Carmichael arrastran­do las zapatillas amarillas, con un libro bajo el brazo, asin­tiendo con la cabeza, de que no se fiaba de ella; y pensaba que todos sus deseos de dar, de ayudar, eran pura vanidad. Era por amor propio por lo que tan ansiosamente se empe­ñaba en dar, en ayudar; para que la gente dijera: «¡Oh, Mrs. Ramsay!, querida Mrs. Ramsay... ¡Claro que sí, Mrs. Ramsay!» Para que la necesitaran y la buscaran y la admira­ran. ¿No era éste su más secreto deseo?, y, por lo tanto, ¿no era lógico que, cuando Mr. Carmichael la evitaba, como aca­baba de hacer, y fuera a ocultarse en cualquier rincón donde se dedicaba a hacer crucigramas inacabablemente, no sólo se sintiera desdeñada y contrariada, sino que se le hiciera sentir la mezquindad de una parte de ella, y de las relaciones huma­nas?; y estas relaciones, en el mejor de los casos, qué imper­fectas son, qué despreciables, qué egoístas. Marchita, agotada (las mejillas hundidas, el cabello cano), quizá la imagen de su belleza ya no alegraba a nadie, mejor sería que se dedicara al cuento de El Pescador y su Mujer para apaciguar este ma­nojo de nervios (el más sensible de sus hijos) que era su hijo James.
-El corazón del hombre se llenó de pesadumbre -leyó en voz alta-, pues no quería ir. Y se dijo: "No está bien, pero fue. Cuando llegó a la orilla del mar, el agua estaba de color púrpura y azul oscuro, y gris y densa, y ya no parecía tan verde y dorada, pero estaba tranquila. Se quedó allí y dijo...»
A Mrs. Ramsay le habría gustado que su marido no hubie­ra escogido ese momento para detenerse. ¿Por qué no se ha­bía ido, como había dicho, a ver a los niños jugar al críquet? Pero no hablaba: miraba, asentía con la cabeza, manifestaba su aprobación; se fue. Se escapó, tras quedarse mirando ese seto que una vez tras otra había señalado una pausa; había llegado a alguna conclusión, había visto a su esposa y a su hijo, había visto las urnas en las que desbordaban los rojos geranios que tantas veces habían adornado el desarrollo de sus pensamientos, y que tenían, entre las hojas, como pape­lillos en los que se anota algo aprisa; se dejó llevar suave­mente, viendo todo esto, a unos pensamientos que le había sugerido la lectura de un artículo en The Times acerca de la cantidad de americanos que visitan anualmente la tumba de Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera vivido, se pregunta­ba, ¿sería muy diferente hoy el mundo? El progreso de la ci­vilización, ¿depende de los grandes hombres? El hombre co­mún, ¿ha mejorado desde los tiempos de los faraones? Pero este hombre común, se preguntó, ¿ha de ser el criterio por el que se juzgue el progreso de la civilización? Quizá no. Acaso el mayor bien exija una clase social de esclavos. El ascensoris­ta del metro siempre será necesario. El pensamiento le desa­gradó. Movió la cabeza enérgicamente. Para evitarlo, ya ha­llaría la forma de desdeñar el predominio de las artes. Pro­pondría que el mundo existe para el hombre común, que las artes son una simple decoración impuesta desde un lugar aje­no a la vida humana, pero no la expresan. Ni Shakespeare le es necesario. Sin saber exactamente por qué, quería denigrar a Shakespeare, y quería ayudar al hombre común, al necesa­rio ascensorista; arrancó con cierta violencia una hoja del seto. Todo esto tendría que prepararlo de forma más atracti­va para los jóvenes de Cardiff, dentro de un mes, pensó; aquí, en la terraza, lo único que hacía era recopilar ideas de forma deportiva (arrojó la hoja que había arrancado tan en­fadado), como quien se apea del caballo para coger un ramillete de rosas, o se llena los bolsillos de avellanas mientras pa­sea a su sabor por los caminos y senderos de una comarca que conoce desde que era niño. Todo era conocido: el reco­do, la portilla, el atajo del campo. Podía pasarse horas así, con la pipa, por las tardes, pensando, yendo de un lado a otro, y de acá para allá, por los caminos de siempre, por los campos conocidos, que estaban llenos de la historia de esta batalla, de la biografía de aquel estadista, llenos de poemas y anécdotas; que poseían figuras también: este pensador, aquel soldado; todo animado y limpio; pero al final, el ca­mino, el campo, la pradera, el avellano lleno de frutos y el seto florecido lo conducían a otro recodo donde invariable­mente desmontaba, ataba el caballo a un árbol, y seguía a pie. Llegaba al borde del jardín, y miraba hacia abajo, hacia la bahía.
Era su destino, su modo de ser, tanto si quería como si no, acercarse así a una lengua de tierra que el mar comía poco a poco, y quedarse allí, como un triste pájaro marino, solo. Era su poder, su don, el saber desprenderse al punto de todo lo superfluo, encogerse y disminuir hasta parecer más agudo, más fino, incluso fisicamente, pero sin perder nada de la in­tensidad mental, y quedarse en este saliente, enfrente de la oscuridad de la ignorancia humana (que no sabemos nada, y que el mar se come la tierra sobre la que estamos), era su des­tino, su don. Pero habiéndose desprendido, al desmontar, de gestos y fruslerías, de los trofeos de las avellanas y las rosas, y habiéndose encogido de forma que no sólo la fama, sino que hasta el nombre propio hubiera olvidado, mantuvo incluso en aquella desolación una vigilancia que no perdonaba a un solo fantasma, y no se complacía con ninguna visión, y de esta forma inspiraba en William Bankes (de forma intermi­tente) y en Charles Tansley (de forma servil) y en su esposa ahora, cuando levantaba la vista y lo veía ahí en pie, en el ex­tremo del jardín, una profunda reverencia y piedad y tam­bién gratitud, como si fuera una estaca hundida en el lecho de un canal sobre la que se posaran las gaviotas, y rompieran las olas, e inspirara gratitud en los pasajeros de las barcas de recreo por haberse tomado la molestia de señalar el curso del canal en medio del agua.
«Pero un padre de ocho hijos no tiene escapatoria...», mur­muraba; se alejaba, volvía, suspiraba, levantaba la vista, bus­caba la figura de su mujer que leía cuentos al niño, llenaba la pipa. Daba la espalda a la ignorancia de la humanidad, a su destino, y al mar que se comía el suelo sobre el que estamos; el mar que, si se hubiera atrevido a contemplarlo fijamente, le habría permitido llegar a alguna conclusión; y se consola­ba con fruslerías tan nimias, comparadas con el asunto au­gusto con el que se enfrentaba en este momento, que estaba dispuesto a pasar por alto las comodidades, a desdeñarlas; como si fuera el peor delito que alguien averiguara que un hombre honrado era feliz en un mundo tan desdichado como éste. Era verdad: en general era feliz; tenía a su esposa, los hijos, había prometido que dentro de seis semanas les contaría «un puñado de disparates» a los jóvenes de Cardiff acerca de Locke, Hume, Berkeley y los orígenes de la Revolu­ción Francesa. Pero todo esto y el placer que obtenía de ello, de las frases que hacía, del ardor juvenil, de la belleza de su mujer, de los elogios que le tributaban desde Swansea, Car­diff, Exeter, Southampton, Kidderminster, Oxford, Cam­bridge: todo eso había que censurarlo y ocultarlo bajo la fra­se «un puñado de disparates», porque, en el fondo, no había hecho lo que podría haber hecho. Era un disfraz, era el refu­gio de quien temía aceptar sus propios sentimientos, que no podía decir: esto es lo que soy, esto es lo que quiero; alguien digno de piedad, y desagradable a los ojos de William Ban­kes y Lily Briscoe, que se preguntaban por qué era necesario semejante ocultamiento; por qué necesitaba siempre alaban­zas, por qué un hombre tan valiente era tan tímido en los asuntos de su vida; qué extraño era que fuera a la vez adora­ble y risible.
Lily sospechaba que educar y pronunciar sermones era algo que no estaba entre las facultades del ser humano. (Esta­ba guardando sus cosas.) Si eres un exaltado, lo más probable es que te des un batacazo. Mrs. Ramsay le daba todo lo que quería con excesiva liberalidad. Pero cambiar debe de ser un trastomo, se dijo Lily. Levanta la mirada de los libros, y nos ve a todos nosotros jugando y diciendo tonterías. Qué cam­bio respecto de las cosas a las que se dedica, dijo Lily.
Caía sobre ellos de forma ominosa. De repente se queda­ba quieto, se quedaba callado mirando la mar. Se daba la vuelta.


9


Sí, dijo Mr. Bankes, mirando cómo se alejaba. Qué pena tan grande le daba. (Lily había dicho algo acerca de que la asustaba, porque cambiaba de humor muy bruscamente.) Sí, dijo Mr. Bankes, que pena tan grande que Mr. Ramsay no se comporte como los demás. (Porque a él le gustaba Lily Bris­coe, hablaba con ella de Mr. Ramsay con toda franqueza.) Por esa razón, dijo él, es por la que los jóvenes no leían a Carlyle. Un abuelo gruñón que se enfadaba si el porridge del desayuno estaba frío, ¿a cuento de qué se atrevía a sermo­nearnos?, eso es lo que Mr. Bankes creía que pensaban los jó­venes de hoy. Era una grandísima pena que creyeras, como él, que Carlyle era uno de los grandes maestros de la huma­nidad. A Lily le daba vergüenza reconocer que no había leí­do a Carlyle desde los tiempos de la escuela. Pero en su opi­nión a una le gustaba Mr. Ramsay todavía más porque pensa­ba que si a él le dolía el dedo meñique, eso significaba, según él, que estaba a punto de llegar el fin del mundo. No, no era precisamente eso lo que a ella le preocupaba. ¿A quién enga­ñaba? Pedía sin subterfugios que lo alabaras, que lo admira­ras, y a nadie engañaban sus trucos. Lo que no le gustaba a ella era la estrechez de miras, la ceguera, decía, dirigiendo la mirada hacia él.
«¿Algo hipócrita?»», sugirió Mr. Bankes, mirando, también, hacia la espalda de Mr. Ramsay, porque pensaba ahora en la amistad que los unía, en Cam cuando se negó a darle una flor, en todos esos niños y niñas, en su propia casa, llena de comodidades, pero, desde la muerte de su esposa, ¿demasia­do tranquila? Sí, claro que tenía el trabajo... Daba igual, lo único que quería era que Lily se mostrara de acuerdo en eso de que era «algo hipócrita».
Lily todavía estaba guardando los pinceles, levantaba los ojos, los bajaba. Los levantaba, y allí estaba Mr. Ramsay, se acercaba a ellos, sin preocuparse, olvidadizo, remoto. ¿Algo hipócrita?, repetía ella. Ah, no... el más sincero, el más fiel (aquí estaba), el mejor; pero, bajaba los ojos, y, pensaba, era un hombre absorto en sí mismo, tiránico, injusto; y no le­vantaba la mirada, intencionadamente, porque, estando con los Ramsay, sólo así podía conservar la calma. En cuanto una levantaba la vista, y los veía, los envolvía lo que ella llamaba «el amor». Se convertían en parte de ese universo irreal, pero punzante y excitante, que es el mundo cuando se contempla a través de los ojos del amor. El cielo se desplegaba para ellos, los pájaros trinaban por ellos. Y, lo que aún era mas in­teresante, también ella sentía, al ver a Mr. Ramsay acercarse amenazador, y retirarse, y a Mrs. Ramsay sentada con James en la ventana, y el paso de la nube, y el movimiento del ár­bol, cómo la vida, de ser una cosa compuesta de muchos in­cidentes separados que se vivían uno tras otro, se recogía y se hacía una, como si fuera una ola que la arrastrara a una con ella, y la arrojara, de golpe, sobre la playa.
Mr. Bankes esperaba a que ella respondiera. Y ella estaba a punto de decir algo, de expresar alguna censura hacia Mrs. Ramsay: cómo le gustaba impresionar, a su manera; qué arbitraria era; o algo parecido; pero entonces el éxtasis de Mr. Bankes hizo que fuera completamente innecesario que ella hablara. Así eran las cosas: había que pensar en la edad de él, que pasaba de los sesenta, y en su aspecto atildado, y en la impersonalidad, y en la científica bata blanca que se imaginaba una que lo envolvía. Para él, quedarse mirando fi­jamente a alguien, como había visto que miraba ella a Mrs. Ramsay, era un éxtasis; algo equivalente, pensaba Lily, a los amores de docenas de jóvenes (y quizá Mrs. Ramsay no hubiera despertado el amor de docenas de jóvenes). Era amor, pensaba ella, fingiendo que colocaba el lienzo, destila­do y quintaesenciado; un amor que nunca intentaba asir el objeto amado; es igual al que los matemáticos profesan ha­cia sus símbolos, o los poetas a sus frases, se había concebido para extenderse por el mundo, y para convertirse en propie­dad de toda la humanidad. Y así era. Todo el mundo, en efec­to, debería haberlo compartido; si así fuera, Mr. Bankes hu­biera sido capaz de explicar por qué aquella mujer le gustaba tanto, por qué verla leer un cuento de hadas a su hijo le pro­ducía el mismo efecto que el hallar la solución de un proble­ma científico; por qué sentía, como lo había sentido cuando había demostrado algo definitivo acerca del sistema digestivo de las plantas, que lo bárbaro se volvía dócil, que el caos ad­quiría orden.
Semejante éxtasis -¿qué otro nombre podría dársele?­hizo que Lily olvidara por completo lo que había estado a punto de decir. No era nada importante, se trataba de algo acerca de Mrs. Ramsay. Había palidecido ante el «éxtasis», ante la mirada fija, cosas hacia las que ella sólo tenía gratitud; porque no había nada que le agradara tanto, que suavizara las dificultades de la vida, y que le quitara milagrosamente todas las cargas, como este poder sublime, este don de los cielos; y una no debería interrumpirlo, mientras durara; como tampoco una estorbaba un rayo de sol que descansara sobre el suelo.
Que la gente amase así, que Mr. Bankes tuviese esos senti­mientos hacia Mrs. Ramsay (le echó una mirada mientras él estaba distraído) era útil, era una forma de exaltación. Lim­pió los pinceles, uno tras otro, con un trapo viejo, con hu­mildad, esmerándose. Evitaba ella la reverencia que descen­día sobre las mujeres; se sentía alabada. Que se quede miran­do él si quiere; así ella podría echar una mirada de reojo al cuadro.
Le daban ganas de llorar. ¡Era malo, era horrible, era pési­mo! Podía haberlo hecho de otra forma, por supuesto; el co­lor debería haber estado más diluido, más difuminado; las formas deberían haber sido más etéreas; así es como lo habría visto Mr. Paunceforte. Pero es que ella no lo veía así. Veía cómo el color ardía dentro de un marco de acero; la luz del ala de una mariposa sobre los arcos de una catedral. De todo eso sólo quedaban sobre el lienzo unas pocas huellas distri­buidas por el lienzo. Nadie lo vería nunca; nunca colgaría en una pared; y Mr. Tansley le susurraba al oído: «Las mujeres no saben pintar, las mujeres no saben escribir...»
Recordó lo que había estado a punto de decir sobre Mrs. Ramsay. No sabía de qué forma habría podido expresar­lo, pero se trataba de algo crítico. La noche anterior le había fastidiado cierta arbitrariedad. Siguiendo la dirección de la mirada de Mr. Bankes, pensó en que no había mujer que adorase a otra mujer de la forma en que él adoraba; lo único que podían hacer era buscar refugio bajo la sombra protecto­ra que Mr. Bankes extendía sobre ambas. Siguiendo el curso de este rayo de luz, ella agregó su propia luz diferente: pen­saba que sin duda era la persona más adorable (inclinada so­bre el libro); acaso la mejor; pero, a la vez, algo diferente de la perfecta figura que allí se dejaba ver. Pero ¿por qué?, ¿cómo de diferente?, se preguntaba, limpiando la paleta de los montoncitos de color azul y verde que le parecían inani­mados ahora; pero se prometió que al día siguiente ella los animaría, los obligaría a moverse, a moldearse, a obedecerla. ¿En qué era diferente? ¿Cuál era esa esencia de su espíritu que en cuanto veías un guante en un rincón de un sofá tenías la certeza, sólo con ver un dedo torcido, de que era de ella? Era veloz como un ave, directa como una flecha. Tenía su fuerza de voluntad, tenía talento para mandar (claro, se re­cordó a sí misma Lily, pienso en las relaciones con las muje­res, y yo soy mucho más joven, soy una persona insignifican­te, soy una que vive cerca de Brompton Road). Abría las ven­tanas de los dormitorios. Cerraba puertas. (Así intentaba recordar la melodía de Mrs. Ramsay mentalmente.) Llegaba tarde por la noche, y daba un golpe muy suave en la puerta del dormitorio, envuelta en un viejo abrigo de pieles (porque su belleza siempre era igual: apresurada pero convincente), siempre dispuesta a hacer algo una vez más, fuera lo que fue­ra: que Charles Tansley hubiera perdido el paraguas, que Mr. Carmichael estuviera estornudando e inhalando algo por la nariz, que Mr. Bankes dijera: «¿Dónde están las sales de frutas?» Todo esto lo enderezaba al momento; o lo torcía maliciosamente; y, dirigiéndose hacia la ventana, fingiendo que tenía que irse -amanecía, veía cómo salía el sol-, de lado, más íntimamente, pero siempre riéndose, insistía en que ella, Minta, todas, todas tenían que casarse, porque en todo el mundo, por muchos laureles que pusieran a sus pies (pues a Mrs. Ramsay le importaba muy poco su pintura), o por muchos triunfos que obtuviera (quizá Mrs. Ramsay tam­bién los hubiera tenido), y al llegar aquí se entristecía, se ensombrecía, regresaba al sillón, esto no podía ni siquiera dis­cutirse: una mujer que no se hubiera casado (le tomaba la mano con delicadeza un momento), una mujer que no se casa se pierde lo mejor de la vida. La casa parecía estar llena de niños durmiendo, y Mrs. Ramsay escuchaba; luces bajo las pantallas de las lámparas, respiraciones regulares.
Ah, pero decía Lily, tenía a su padre, el hogar, e incluso, si se hubiera atrevido a decirlo, la pintura. Pero todo esto pare­cía tan poca cosa, tan virginal, ante lo otro... Sí, pero al avan­zar la noche, y al separar las cortinas la luz, e incluso cuando ya trinaba de vez en cuando algún pájaro en el jardín, juntan­do todas sus fuerzas con desesperación, le gustaría haberse presentado como excepción a la regla universal; una súplica; quería seguir soltera, le gustaba ser como era, no estaba he­cha para lo otro; pero eso suponía que tendría que enfrentar­se con esa mirada fija de desconocida profundidad, y tenía que aceptar la sencilla certidumbre de Mrs. Ramsay (y ahora volvía a la infancia) de que la querida Lily, su pequeña Brisk, era tonta. Y entonces recordaba que había reclinado la cabe­za en el regazo de Mrs. Ramsay, y no había dejado de reírse, reírse, reírse, reírse hasta casi llegar a la histeria ante la idea de que Mrs. Ramsay decidiera con calma inmutable unos desti­nos que eran completamente incomprensibles para ella. Ahí estaba sentada, sencilla, seria. Había recobrado el sentido de sí misma: era el dedo torcido del guante. Pero ¿en qué san­tuario había entrado una? Finalmente Lily Briscoe levantó la mirada, y allí estaba Mrs. Ramsay, completamente ajena a lo que había ocasionado sus risas, que seguía tomando decisio­nes, pero había desaparecido toda huella de fuerza de volun­tad, y en su lugar, había algo claro, como ese espacio que ter­minan por ocultar las nubes, el pedacito de cielo que duerme junto a la luna.
¿Era sabiduría? ¿Era conocimiento? ¿Se trataba, una vez más, del engaño de la belleza, de forma que todas las sensa­ciones de una, a medio camino de la verdad, terminasen por enredarse en una trampa dorada?, ¿o es que guardaba en su interior algún secreto de los que ciertamente Lily Briscoe creía que todo el mundo tenía que tener para que el mundo si­guiera adelante? No todo el mundo podía ser tan atolondra­do e irreflexivo como ella. Pero si lo sabían, ¿por qué no le decían lo que sabían? Sentada en el suelo, abrazada a las ro­dillas de Mrs. Ramsay, todo lo cerca que podía, sonriéndose al pensar que Mrs. Ramsay nunca sabría la razón de la inten­sidad del abrazo, se imaginaba cómo en las cámaras de la mente y del corazón de esta mujer que físicamente estaba en contacto con ella había, como en los tesoros de los reyes, ta­blillas con inscripciones sagradas, que si una pudiera leerlas, le enseñarían todo, pero que nunca se ofrecerían libremente, nunca llegarían al público. ¿Cuál era el arte, que el amor o la astucia conocían, con el que una podía entrar en esas cámaras ocultas? ¿Cuál era el resorte que te permitía convertirte, como el agua vertida en la jarra, en una sola cosa inextricablemente unida a la persona amada? ¿Podría lograrlo el cuerpo, o la mente, mezclándose sutilmente en los intrincados pasillos del cerebro?, ¿podría el corazón? ¿Podría el amor, como lo llama­ba la gente, convertirlas en una a ella y a Mrs. Ramsay?, por­que no era conocimiento, sino esa unidad lo que deseaba; no deseaba inscripciones en las tablillas, nada que pudiera escri­birse en una lengua que conocieran los hombres, sino la pro­pia intimidad, que es el conocimiento, pensaba, mientras recli­naba la cabeza sobre las rodillas de Mrs. Ramsay.
No sucedió riada. ¡Nada! ¡Nada!, mientras estuvo inclina­da sobre la rodilla de Mrs. Ramsay. Sin embargo, sabía que el corazón de Mrs. Ramsay atesoraba conocimientos y sabi­duría. ¿Cómo, pues, se preguntaba, podía una saber tal o cual cosa de la gente, si ésta estaba herméticamente sellada? Sólo como las abejas, atraída por alguna fragancia o por algu­na nota aguda en el aire, intangible para el tacto o el gusto, visitando la cúpula de la colmena, recorriendo solitaria el de­sierto aire de todos los países del mundo, frecuentando las colmenas llenas de murmullos e inquietudes; esas colmenas que eran la propia gente. Mrs. Ramsay se levantó. Lily se le­vantó. Mrs. Ramsay se fue. Durante unos días hubo en tor­no a ella, como tras un sueño se advierte que la persona en quien una ha soñado ha sufrido alguna transformación sutil, más nítido que sus palabras, un zumbido de murmullos, y, al sentarse en el sillón de mimbre junto a la ventana del salón, ofrecía, a los ojos de Lily, la silueta de una cúpula.
El rayo de luz se unía paralelo al de Mr. Bankes, y ambos llegaban hasta donde Mrs. Ramsay leía con James sobre las rodillas. Pero mientras ella seguía mirando, Mr. Bankes había dejado de hacerlo. Se había puesto las gafas. Había retrocedi­do un paso. Había levantado una mano. Se habían entrece­rrado sus claros ojos azules, y Lily, sobresaltada, vio lo que quería hacer, y cerró los ojos como el perro cuando ve la mano levantada sobre su cabeza. Le habría gustado arrancar el cuadro del caballete, pero se dijo: Hay que aceptarlo. Hizo un esfuerzo, quiso recobrar la confianza, y someterse a la prueba terrible de que alguien examinara su cuadro. Hay que aceptarlo, se dijo, hay que aceptarlo. Y si finalmente alguien iba a verlo, Mr. Bankes era menos preocupante que los de­más. Pero que otros ojos pudieran ver el balance de sus trein­ta y dos años, la sedimentación de cada día de su vida, mez­clados con algo más secreto de lo que ella jamás hubiera ex­presado o mostrado en el curso de todos esos días, eso era una agonía. Pero, a la vez, qué inmensamente excitante era.
No había nadie más desapasionado y tranquilo. Sacó un cortaplumas, y señaló con el mango de hueso en un lugar del lienzo. ¿Qué es lo que quería indicar con esa mancha púrpu­ra triangular que había «justamente ahí»?, preguntó.
Era Mrs. Ramsay mientras leía para james, dijo. Sabía qué le respondería: que nadie diría que se trataba de una forma humana. Pero ella no quería lograr que se pareciera, dijo. En­tonces, ¿para qué los había puesto allí?, preguntó. ¿Por qué?, no había razón alguna, excepto que si allí, en aquel rincón, había luz, aquí, en este otro, ella sentía la necesidad de la os­curidad. Sencillo, consabido, trivial, incluso, sin embargo Mr. Bankes pareció interesarse. La madre y el hijo -objetos de la veneración universal, y en este caso, además, la madre era conocida por su belleza- podían reducirse, reflexionaba, a una mancha púrpura sin irreverencia.
Pero no se trataba de un retrato de ellos, dijo ella. No, no en ese sentido. Había otros sentidos, además, mediante los que se les podía reverenciar. Mediante una sombra aquí, o una luz allí, por ejemplo. Su ofrenda adquiría esa forma, si, como ella vagamente imaginaba, un cuadro tiene que ser un homenaje. Una madre y un hijo podían reducirse a una som­bra sin irreverencia. Una luz aquí pedía una sombra allí. Se quedó pensándolo. Se mostró interesado. Lo aceptó, de for­ma científica, de buena fe. Lo cierto era que sus prejuicios ca­minaban todos ellos en sentido opuesto, le explicó. La pintu­ra más grande de su salón, un cuadro que habían alabado los propios pintores, y que se había tasado en un precio muy su­perior al que él había pagado, era de unos cerezos en flor en las orillas del Kennet. Había pasado la luna de miel en las ori­llas del Kennet, dijo. Lily tenía que ir a ver el cuadro, dijo. Pero ahora, se volvió, sin las gafas, para examinar científicamente el lienzo. Había que juzgar la relación de los volúmenes, de las luces y sombras, cosas, a decir verdad, en las que nunca ante­riormente había pensado, le gustaría que se lo explicaran: ¿qué quería decir eso? Señalaba la escena ante sus ojos. Ella miró. No podía mostrarle lo que quería hacer, ni siquiera ella sabía verlo sin el pincel en la mano. Volvió a su anterior postura de trabajo, con los ojos entrecerrados y aspecto de distraída, so­metiendo sus impresiones de mujer a algo más general; cayen­do de nuevo bajo el poder de esa visión que había visto con toda claridad una vez, y que ahora debía buscar a tientas entre setos, casas, madres y niños: el cuadro. Se trataba, recordó, de cómo relacionar este volumen con el de la izquierda. Podría hacerlo quizá extendiendo la línea de la rama; o rompiendo el vacío del primer plano con algún objeto (quizá James), así. Pero el peligro consistía en que al hacer eso quizá se perdería la unidad del conjunto. Se detuvo, no quería aburrirlo, quitó el lienzo del caballete sin esfuerzo.
Pero alguien lo había visto, se lo habían arrebatado. Este hombre había compartido con ella algo intensamente ínti­mo. Con gratitud hacia Mr. Ramsay, con gratitud hacia Mrs. Ramsay, agradecida a la ocasión y al lugar, concediendo que el mundo poseía un poder que ella no le hubiera atribui­do, el poder de que una pudiera pasar por aquella larga gale­ría ya no sola sino del brazo de alguien -el sentimiento más extraño y más alegre de su vida-, echó el pestillo de la caja de pinturas con más fuerza de la necesaria, y al cerrarla pare­ció rodear mediante un círculo eterno la propia caja de pin­turas, el jardín, a Mr. Bankes y a esa malvada villana, a Cam, que pasaba corriendo.


10


Porque a Cam le había faltado una pulgada para rozar el caballete al pasar; no se fijó en Mr. Bankes ni en Lily Briscoe; a Mr. Bankes le habría gustado tener una hija, y extendió la mano; tampoco se fijó en su padre, a quien también le faltó una pulgada para rozarlo; ni en su madre, que gritó cuando pasaba: «¡Cam!, ¡ven un momento!» Se fue como un pájaro, un bala, una flecha; impulsada por qué deseo, disparada por quién, dirigiéndose hacia dónde, ¿quién sabría decirlo? ¿Qué?, ¿cómo?, pensaba Mrs. Ramsay sin dejar de mirarla. Quizá fuera algo de su imaginación: una concha, una carre­tilla, un reino de hadas en la otra punta del seto; o quizá lo hiciera por el placer de ir aprisa, nadie lo sabía. Pero cuando por segunda vez Mrs. Ramsay gritó: «¡Cam!», el proyectil de­tuvo la carrera, y Cam se acercó hacia su madre remolonean­do, arrancó una hoja de paso.
En qué estaría soñando, se preguntaba Mrs. Ramsay, vién­dola absorta, ante ella, pensando en sus cosas; tuvo que repe­tir el recado: pregúntale a Mildred si han regresado Andrew, Miss Doyle y Mr. Rayley. Parecía como si las palabras caye­ran en un pozo, en el que, aunque estuvieran claras, las aguas fueran extraordinariamente distorsionantes, de forma que, incluso mientras descendían, se viera cómo se movían for­mando un dibujo sobre el suelo de la mente de la muchacha. Pero ¿qué clase de recado podría dar Cam a la cocinera?, se preguntaba Mrs. Ramsay. A decir verdad sólo tras paciente espera, y tras escuchar que había una anciana en la cocina, con las mejillas muy rojas, bebiendo sopa de un tazón, pudo Mrs. Ramsay, con paciencia, hacer aflorar ese instinto de loro que había recogido las palabras de Mildred con la sufi­ciente precisión como para reproducirlas ahora en una canti­lena incolora. Cam, mientras movía los pies, repitió las pala­bras: «No, no han vuelto, y le he dicho a Ellen que recoja el servicio del té.»
Minta Doyle y Paul Rayley no habían regresado. Mrs. Ram­say pensaba que eso sólo podía interpretarse de una forma.
Lo ha aceptado o lo ha rechazado. Esto de salir a pasear des­pués de almorzar, incluso aunque fuera en compañía de An­drew, ¿qué otra cosa podría querer decir?, excepto que ella había decidido, correctamente, pensó Mrs. Ramsay (y le te­nía mucho afecto a Minta), aceptar a ese buen hombre, que quizá no fuera el más brillante; pero, claro, pensó Mrs. Ram­say, dándose cuenta de que James le pedía que siguiera leyén­dole el cuento del pescador y su esposa, en el fondo del co­razón preferiría infinitamente los tontorrones a los que escri­bían tesinas; por ejemplo, a Charles Tansley. En todo caso, fuera lo que fuera, en estos momentos ya había sucedido.
Siguió leyendo: «A la mañana siguiente la mujer se desper­tó antes, acababa de amanecer, y desde la cama veía el her­moso paisaje ante ella. Su marido comenzaba a desperezar­se...»
Minta, ¿sería capaz de rechazarlo? No, desde luego, si aceptaba vagabundear sola por los campos con él -Andrew seguro que estaría buscando cangrejos-, aunque quizá Nancy estuviera con ellos. Intentó recordar la imagen del grupo junto a la puerta de entrada tras el almuerzo. Estaban allí, mirando hacia el cielo, preocupados por el tiempo, y ella dijo, en parte para vencer la timidez de ellos, en parte para animarlos a salir (tenía en estima a Paul):
-No hay ni una nube en muchas millas -tras lo cual ad­virtió cómo el insignificante Charles Tansley, que los había seguido, sofocaba una risita. Pero lo había hecho intenciona­damente. No sabía con certeza si Nancy estaba con ellos o no; en su mente, dirigía alternativamente la mirada a uno y otra.
Siguió leyendo: «"¡Ah!, mujer -dijo el hombre- ¿y para qué quiero ser rey? Yo no quiero ser rey. «Muy bien -dijo la esposa-, si tú no quieres ser rey, yo sí quiero ser reina; ve a ver al pez, porque quiero ser reina.»
«Entra o sal, Cam», le dijo, sabiendo que Cam se había quedado atrapada por la palabra «pez», y que dentro de poco estaría importunando a James, y discutiendo con él. Cam echó a correr. Mrs. Ramsay siguió leyendo, aliviada, porque James y ella compartían los mismos gustos, y se sentían a gus­to juntos.
«Y cuando llegó al mar, estaba de color gris oscuro, de lo más profundo del agua subía un olor a putrefacción. Se acer­có al agua, y se quedó en pie, y dijo:


Pececito, que vives en la mar,
Ven, te lo ruego, ven, acude aquí,
Pues mi mujer, la buena de Ilsebill,
no está conforme con mi voluntad.


"Pero ¿qué es lo que quiere?", dijo el pececito.» Ahora, ¿dónde estarían?, se preguntaba Mrs. Ramsay, que se entre­tenía fácilmente con sus pensamientos mientras leía, porque el cuento del pescador y su esposa era como el bajo que acompañaba una canción, que de vez en cuando, de forma inesperada, se convertía en la propia melodía. ¿Cuándo ha­bría que decírselo a ella? Si no hubiera pasado, tendría que hablar muy en serio con Minta. Porque no podía dedicarse a vagabundear por el campo, aunque Nancy estuviera con ellos (intentó de nuevo, sin éxito, visualizar las espaldas de los que iban por el camino, para contarlas). Era responsable ante los padres de Minta: el búho y la badila. Le vinieron a la mente los motes mientras leía. El búho y la badila, a decir verdad, se sentirían muy ofendidos si les contaran, y seguro que se lo contarían, que a Minta, cuando estuvo con los Ramsay, la habían visto, etcétera, etcétera, etcétera. «Él lleva­ba peluca en la Cámara de los Comunes, y ella le ayudaba muy bien en las recepciones», repitió esto, pescándolo del fondo de los recuerdos, en una ocasión en que al regresar de una fiesta había dicho eso para divertir a su marido. Vaya, vaya, se dijo Mrs. Ramsay, ¿cómo es que esa pareja había te­nido una hija tan incongruente como ésta? ¿Esta marimacho de Minta, que llevaba agujeros en las medias? ¿Cómo logra­ba vivir en aquella atmósfera portentosa en la que la donce­lla cambiaba la arena que había desperdigado el loro, y la conversación se ceñía de forma estricta a los méritos, intere­santes acaso, pero, no obstante, limitados, del ave menciona­da? Sí, la había invitado a almorzar, a tomar el té, a cenar, y finalmente la había invitado a quedarse con ellos en Finlay, lo cual había acarreado algún malentendido con el búho, con la madre, y más visitas, más charlas, y más cambios de arena, y en realidad, al final de todo, había dicho tantas men­tiras acerca de los loros como para que le durasen toda la vida (eso es lo que le había dicho a su marido aquella noche cuando regresaban de la fiesta). Sin embargo, Minta había venido... Sí, había venido, pensó Mrs. Ramsay, sospechando que había alguna espina en la madeja de estos pensamientos; y al desenredarla se encontró con que era ésta: una mujer la había acusado en una ocasión «de robarle el afecto de su hija»; alguna palabra de Mrs. Doyle le había hecho recordar esa acusación. El deseo de- dominar, el deseo de intervenir, de hacer que la gente cumpliera su voluntad: ésa era la acu­sación que le hacían, y ella pensaba que era muy injusta. ¿Cómo impedir «ser así» para los demás? No podían acusar­la de querer impresionar a nadie. Incluso ella misma se aver­gonzaba a veces de lo descuidada que iba. Tampoco era do­minante ni tiránica. Era más cierto si se referían a su actitud respecto de los hospitales, el alcantarillado, la lechería. Sobre asuntos como ésos sí que se mostraba apasionada, y le habría gustado, si hubiera podido, coger a la gente del cuello y obli­garlos a ver las cosas. No había un hospital en toda la isla. Eso sí que era una desdicha. La leche que te dejaban a la puerta en Londres estaba de color pardo a causa de la sucie­dad: debería prohibirlo la ley. Una granja modelo, y un hos­pital aquí: esas dos cosas sí que le habría gustado poder ha­cerlas ella. Pero ¿cómo? ¿Con todos los niños a su cuidado? Cuando fueran mayores, quizá entonces tuviera tiempo; cuando estuvieran todos en el colegio.
Ah, pero no quería que James ni Cam tuvieran ni un solo día más. Le habría gustado que estos dos se quedaran como eran, como diablillos perversos, como delicados angelitos; y no ver cómo se convertían en monstruos de largas piernas. Nada compensaba la pérdida. Cuando leía, como ahora, a Ja­rnes, que había «muchos soldados con tambores y trompe­tas», y se le ensombrecían los ojos, ella pensaba, ¿por qué te­nían que crecer, y perder todo eso? Era el que más talento te­nía, el más sensible de todos sus hijos. Pero todos, creía, prometían mucho. Prue, un ángel de perfecciones, y ahora, especialmente por las noches, le cortaba la respiración a cualquiera el ver lo hermosa que era. Andrew, hasta su marido admitía que el talento que tenía para las matemáticas era poco común. Nancy y Roger, eran niños salvajes, que pasa­ban todo el día corriendo por los campos. Y en cuanto a Rose, tenía la boca demasiado grande, pero tenía unas ma­nos maravillosas. Cuando preparaban charadas, Rose hacía los vestidos; hacía todo; pero lo que más le gustaba era arre­glar las mesas, las flores, cualquier cosa. No le gustaba que Jasper disparara a los pájaros, pero era una etapa, todos te­nían sus diferentes etapas. ¿Por qué, se preguntaba, mientras apoyaba la barbilla sobre la cabeza de James, tenían que cre­cer tan aprisa? ¿Por qué tenían que ir a la escuela? Le habría gustado tener siempre un niño pequeño. El colmo de la feli­cidad era llevar un niño en brazos. Si querían, podían decir que era una déspota, dominante, mandona, no le preocupa­ba. Mientras le rozaba el cabello con los labios, pensaba en que nunca volvería a ser tan feliz el niño, pero se detuvo, pensó en cuánto enfadaba a su marido que pensara eso. Pero era verdad. Ahora eran más felices de lo que llegarían a ser en toda su vida. Un juego de té de diez peniques le proporcio­naba a Cam felicidad para diez días. Tan pronto como se des­pertaban, se oían en el piso de arriba los golpes sobre el sue­lo, y los gritos de alegría. Avanzaban por el pasillo haciendo ruido. De repente se abría la puerta de golpe, y entraban, fres­cos como rosas, mirando todo atentamente, despejados, como si entrar así en el comedor tras el desayuno, algo que hacían todos los días, fuera una fiesta para ellos; y el resto del día era idéntico, una cosa tras otra, todo el día, hasta cuando subía para desearles buenas noches, y los encontraba arropa­dos en las camas plegables, como pájaros entre cerezas y frambuesas, todavía contando cuentos sobre cualquier insig­nificancia: algo que hubieran oído, algo que hubieran cogi­do en el jardín. Todos tenían sus tesoros... Y bajaba y se lo contaba a su marido, ¿por qué tenían que crecer y perderse todo eso? Nunca volverían a ser tan felices. Y él se enfadaba. ¿Por qué esa opinión tan negativa de la vida?, decía él. No es sensato. Era raro, sí, pero ella pensaba que era verdad; pensa­ba que, con todo su pesimismo y desesperación, él era más feliz, y en general tenía más esperanza que ella. Quizá estaba menos expuesto a las preocupaciones humanas, quizá era eso. Él siempre podía refugiarse en el trabajo. No es que ella fuera «pesimista», como él decía. Sólo que pensaba en la vida, en la breve cinta que se desarrollaba ante sus ojos, en los cincuenta años. Estaba ante ella, esta vida. La vida: pen­saba en ella, pero no llevaba los pensamientos hasta sus últi­mas consecuencias. Echaba una mirada a la vida, porque te­nía una clara percepción de que allí estaba, era algo real, algo íntimo, algo que no compartía ni con sus hijos ni con su ma­rido. Había una especie de transacción, ella estaba a un lado; la vida, a otro; y siempre quería obtener lo mejor de la vida; y la vida hacía lo mismo con ella; y a veces parlamentaban (cuando se sentaba a solas); había, lo recordaba, grandes es­cenas de reconciliación; en buena medida, extrañamente, te­nía que admitir que pensaba que lo que ella llamaba vida era algo terrible, hostil, y que se abalanzaba sobre ti si le dabas la oportunidad. Había problemas eternos: el sufrimiento, la muerte, los pobres. Incluso aquí había siempre una mujer que agonizaba víctima del cáncer. Pero ella decía a los niños: saldréis adelante. Eso había estado diciendo, una y otra vez, a ocho personas (y la factura del invernadero llegaría a las cincuenta libras). Por esa razón, sabiendo lo que les aguarda­ba -amor, esperanzas, ser desdichado en algún lugar remo­to-, había tenido con cierta frecuencia esa sensación, ¿Por qué tenían que crecer y perder todo eso? Y se había dicho, blandiendo la espada ante la vida, tonterías. Serán completa­mente felices. Y aquí estaba, reflexionó, sintiendo de nuevo que la vida era algo siniestro, haciendo de casamentera con Minta y Paul Rayley; porque fuera lo que fuera lo que sintie­ra sobre su propia transacción, y había sufrido experiencias que no necesariamente les sucedían a todos (ni ella misma las mencionaba); se sentía obligada, demasiado bien lo sabía, casi como si fuera un escape para ella, además, a decir que la gente tenía que casarse, y que tenían que tener hijos.
¿Estaría equivocada?, se preguntaba, repasando su con­ducta durante la semana pasada o la anterior, y se pregunta­ba si no habría coaccionado a Minta para que se decidiera; Minta, después de todo, sólo tenía veinticuatro años. Estaba intranquila. ¿No se había reído de ello? ¿No había vuelto a olvidar cuán hondamente impresionaba a la gente? El matri­monio exigía..., ah, sí, toda suerte de buenas cualidades (la factura del invernadero sumaría cincuenta libras); había una -no necesitaba mencionarla-, ¡la verdaderamente esen­cial!, la que ella tenía con su marido. ¿La tenían?
«Entonces se puso los pantalones, y echó a correr -siguió leyendo-. Pero afuera había una gran tempestad, y el vien­to soplaba con tal fuerza que apenas se sostenía sobre los pies; se derribaban las casas y los árboles, temblaban las montañas, se despeñaban las rocas en el mar, el cielo estaba negro como la pez, y había truenos y relámpagos, y el mar se aproximaba con negras olas altas como campanarios o mon­tañas, y coronadas de espuma.»
Volvió la hoja; unos renglones más, y acababa el cuento; aunque ya había pasado la hora de ir a la cama. Se hacía tar­de. Se lo decía la luz del jardín; y el blanco de las flores y algo gris en las hojas conspiraban para despertar en ella una sensa­ción de ansiedad. Al principio no sabía de qué se trataba. Luego lo recordó: Paul y Minta y Andrew no habían regresa­do. Recordó al grupito cuando estaba ante ella en la terraza, ante la puerta del recibidor, en pie, mirando hacia el cielo. Andrew llevaba el retel y la cesta. Eso quería decir que pen­saba coger cangrejos de mar y cosas así; y que tendría que su­bir a una roca, quizá se había quedado aislado. Tal vez, al re­gresar en fila india por uno de esos senderos de los acantila­dos, uno de ellos se hubiera resbalado, se hubiera despeñado. Estaba oscureciendo.
Pero mientras terminaba de leer el cuento no se permitió que se le alterase la voz ni un poco, y, tras cerrar el libro, aña­dió unas palabras que parecía que acabara de inventarse, mientras miraba a James a los ojos: «Y ahí es donde siguen hasta hoy.»
«Y así termina», dijo, y vio cómo en los ojos de él se apa­gaba el interés por el cuento, desplazado por algo diferente; una interrogación, algo pálido, como el reflejo de una luz, algo que le hacía mirar con atención y le hacía admirarse. Se volvió, y vio, al otro lado de la bahía, imperturbable, sobre las olas, primero los dos destellos, después el haz de luz más in­tenso y prolongado, la luz del Faro. Ya lo habían encendido.
No tardaría en preguntar: «¿Iremos al Faro?» Y ella tendría que contestar: «No, mañana, no; tu padre ha dicho que no.» Afortunadamente, Mildred vino a buscarlos, y la llegada los distrajo. Pero él no dejaba de mirar por encima del hombro mientras Mildred se lo llevaba, y estaba segura de que pensa­ba, mañana no iremos al Faro, y estaba segura de que lo re­cordaría durante toda la vida.


11


No, pensó, reuniendo algunos de los recortes de las ilustra­ciones -el refrigerador, la cortadora del césped, un caballe­ro vestido para una fiesta-, los niños no olvidan. Por esto es por lo que era tan importante lo que se decía, lo que se ha­cía; y era un alivio cuando se iban a la cama. Porque ahora era cuando no tenía que pensar en nadie obligatoriamente. Podía ser ella misma, dedicarse a sí misma. Eso era precisa­mente lo que ahora necesitaba con tanta frecuencia: pensar; o quizá ni tan siquiera pensar. Estar en silencio, quedarse sola. Todo el ser y el hacer, expansivo y deslumbrante, se eva­poraban; y se contraía, con una sensación de solemnidad, hasta ser una misma, un corazón de oscuridad en forma de cuña, algo invisible para los demás. Aunque siguió tejiendo, sentada con la espalda derecha, porque era así como se sen­tía a sí misma; y este yo, habiéndose desprendido de sus la­zos, se sentía libre para participar en las más extrañas aventu­ras. Cuando la animación cedía unos momentos, el campo de la experiencia parecía ilimitado. Suponía que esta sensa­ción de acercarse a un depósito de recursos ilimitados era algo al alcance de todos; uno tras otro, ella, Lily, Augustus Carmichael, debían sentir que nuestras apariencias, lo que nos da a conocer, es algo sencillamente infantil. Bajo ellas todo es oscuridad, una oscuridad que todo lo envuelve, de insondable profundidad; pero de vez en cuando subimos a la superficie, y por esas señas nos conocen los demás. Su ho­rizonte le parecía ilimitado. Allí estaban todos esos lugares que no había llegado a conocer; las llanuras de la India; sin­tió como si apartara la pesada cortina de cuero de una iglesia de Roma. Esta semilla de oscuridad podía ir a cualquier lu­gar, porque era invisible, nadie podía verla. No podían dete­nerla, pensó exultante. Había en ella paz, había paz, y había, lo mejor de todo, un conjunto de cosas, un apoyo para la es­tabilidad. No era la clase de descanso que hallaba una siem­pre, en su propia experiencia (en este momento hizo algo que requería mucha destreza con las agujas), sino que era como una cuña de oscuridad. Al perder la personalidad, se perdían las preocupaciones, las prisas, el afanarse, y le subía a los labios una exclamación como de triunfo sobre la vida, cuando las cosas se reunían en esta paz, en este descanso, en esta eternidad; y al detenerse en este momento, levantó la mirada para ver el rayo del Faro, el destello prolongado, el úl­timo de los tres, el suyo; porque al verlos en este estado de ánimo, siempre a esta hora, no podía una desentenderse de alguna cosa, en especial, que viera; y esta cosa, ese destello prolongado, era el suyo. Con frecuencia se sorprendía de sí misma, allí sentada y mirando, sentada y mirando, con la la­bor entre las manos; hasta que se convertía en aquello que miraba: aquella luz, por ejemplo. Y podía recoger alguna fra­secilla u otra que hubiera permanecido de aquella forma en su mente: «Los niños no olvidan, los niños no olvidan.» Que repetía una vez tras otra, y a la que comenzaba a agregar: ter­minará, terminará. Así será, así será, cuando de repente, aña­dió: Estamos en manos del Señor.
Pero al momento se sintió molesta consigo misma por de­cir eso. ¿Quién lo había dicho?, no ella; había caído en la trampa de decir algo que no quería decir. Levantó los ojos de la labor, y vio el tercer destello, y le pareció como si sus ojos reflejaran sus propios ojos, buscando como sólo ella sabía hacer en su propia mente y en su corazón, purgando su vida de esa mentira, de todas las mentiras. Se alabó a sí misma al alabar aquella luz, sin vanidad, porque era inflexible, era perspicaz, era hermosa como aquella luz. Era raro, pensaba, cómo, cuando se quedaba sola, tendía a favorecer las cosas, las cosas inanimadas; los árboles, los arroyos, las flores; creía que la expresaban a una, y en cierto sentido eran una misma; sentía una ternura irracional (seguía con la mirada fija en aquel destello prolongado), como por ella misma. Aparecía, y se quedaba con las agujas quietas, y brotaba en el suelo de la mente, en la laguna del propio ser, una niebla, una novia al encuentro de su amante.
¿Qué le había hecho decir eso de Estamos en manos del Señor?, se preguntaba. La insinceridad que se deslizaba en medio de las verdades la molestaba, la irritaba. Volvió a la la­bor. ¿Cómo podría cualquier Señor haber hecho un mundo como éste?, se preguntaba. Mentalmente siempre había sido muy consciente de que no hay razón, orden ni justicia; sino sufrimiento, muerte y pobreza. No había traición lo suficien­temente abyecta que no se hubiera cometido en el mundo, lo sabía. La felicidad no duraba, lo sabía. Tejía con delibera­da compostura, apretando los labios levemente, sin darse cuenta de ello, tan fijas y regulares eran las arrugas de la cara por ese hábito de inflexibilidad que, cuando pasó su marido ante ella, riéndose para sí al recordar a Hume, el filósofo, que había engordado tanto que se había caído a un charco, y no podía salir, no dejó de darse cuenta, al pasar, de la severidad que había en el fondo de aquella belleza. Eso lo entristecía a él, y lo remota que era lo afligía, y advertía, al pasar, que no podía protegerla, y, cuando llegaba al seto, ya estaba triste. No podía hacer nada para ayudarla. Debía quedarse cerca y vigilar. A decir verdad, la maldita verdad es que la presencia de él hacía que las cosas fueran peor para ella. Era irascible, era susceptible. Se había enfadado con lo del Faro. Miraba hacia el seto, lo intrincado que era, lo oscuro que era.
Siempre, pensaba Mrs. Ramsay, podía una por sí sola salir, con renuencia, de la soledad, agarrándose a cualquier cosa, a algún sonido, a alguna imagen. Escuchaba, pero todo estaba callado: había terminado el críquet, los niños estaban bañán­dose; sólo se oía el rumor de la mar. Dejó de tejer, durante un momento se quedó colgando de sus manos el calcetín de color castaño rojizo. Volvió a ver la luz. Con una punta de ironía en la interrogativa mirada, porque, cuando una estaba bien despierta, las cosas cambiaban, dirigió los ojos hacia la luz, la luz sin piedad, sin remordimiento, que era en buena medida ella misma, pero, a la vez, era tan poco ella misma que la tenía a su capricho (se despertaba por las noches, y se erguía en la cama, y veía cómo barría el suelo); pero, con todo, pensaba, mirando fascinada, hipnotizada, como si la luz palpara con dedos de plata algún vaso oculto de su men­te cuya explosión la inundase de satisfacción y placer, había conocido la felicidad, una felicidad exquisita, una felicidad intensa; y ahora argentaba la luz las airadas olas con un bri­llo algo más intenso, al declinar la luz diurna; y el azul desa­parecía de la mar, y se desplegaba ésta en olas de color limón, que crecían y rompían en la playa, y el éxtasis estallaba en sus ojos, y olas de puro deleite recoman el suelo de su mente, y se decía ¡basta!, ¡basta!
Se volvió y la vio. ¡Ah! Era un encanto, era más encanta­dora de lo que hubiera imaginado. Pero no podía hablar con ella. No podía interrumpirla. Tenía urgentes deseos de hablar con ella, ahora que James se había ido, y cuando por fin se había quedado sola. Pero tomó una decisión, no, no quería interrumpir su soledad. Estaba remotamente lejos de él aho­ra, con su belleza, su tristeza. La dejaría en paz, y pasó junto a ella sin decir una palabra, aunque lo hirió el ver que ella es­taba tan lejos, que no podía llegar a ella, que no podía hacer nada para ayudarla. Habría vuelto a pasar junto a ella sin de­cir una palabra si ella, en ese mismo momento, no le hubie­ra dado a él por su propia voluntad lo que sabía que él nun­ca pediría; lo llamó, cogió el chal verde del marco del cua­dro, se fue con él. Porque, ella lo sabía, quería protegerla.


12


Se cubrió los hombros con el chal verde. Le dio el brazo. Era tan hermoso, dijo ella, hablando de Kennedy, el jardine­ro; era tan guapo que no podía despedirlo. Había una escale­ra apoyada contra el invernadero, y había saquitos de cemen­to por todas partes, porque estaban comenzando a reparar el invernadero. Sí, pero mientras ella paseaba con su marido sa­bía que ya había una nueva fuente de inquietudes. Estuvo a punto de decir, mientras paseaban: «Nos costará cincuenta li­bras»; pero no se atrevió a hablar de dinero, y se dedicó a ha­blar de los pájaros que mataba Jasper, y él le dijo, para cal­marla inmediatamente, que era normal en un muchacho, y que estaba seguro de que no tardaría mucho tiempo en ha­llar mejores formas de diversión. Era tan sensato su marido, tan justo. Y ella dijo: «Sí, todos los niños pasan por las mis­mas etapas», y empezaba a pensar en las dalias del parterre grande, y a preguntarse por las flores del año próximo, y que si había oído cómo llamaban los niños a Charles Tansley. El ateo, lo llaman, el ateazo.
-No es persona muy refinada -dijo Mr. Ramsay.
-Ni mucho menos -dijo ella.
Creía que estaba bien eso de dejarlo solo un rato, dijo Mrs. Ramsay, preguntándose si estaría bien enviarles semi­llas, ¿las plantarían?
-Tiene que escribir la memoria -dijo Mr. Ramsay. De­masiado bien lo sabía, dijo Mrs. Ramsay, no hablaba de otra cosa. Era lo de la influencia de alguien sobre algo.
-Bueno, es con lo único que cuenta -dijo Mr. Ramsay.
-Al cielo pido que no se enamore de Prue -dijo Mrs. Ramsay. La desheredaría si se casara con él, dijo Mr. Ramsay. No miraba hacia las flores, su esposa sí; él mira­ba hacia arriba, hacia un punto que estaba a unos treinta cen­tímetros por encima de su cabeza. Era inofensivo, agregó él, y estaba a punto de decir que era el único hombre de Ingla­terra que admiraba su..., pero se contuvo. No quería moles­tarla con sus libros. Las flores eran un logro, dijo Mr. Ram­say, bajando la mirada, y viendo algo rojo, algo de color cas­taño. Sí, pero éstas las había plantado ella con sus propias manos, dijo Mrs. Ramsay. La pregunta era: ¿qué sucedería si mandaba las semillas?, ¿Kennedy acostumbraba a plantarlas? Qué perezoso era, añadió ella, avanzando. Cuando ella se pasaba todo el día con la azada en la mano, entonces, a ve­ces, él se animaba y hacía algo. Siguieron caminando, hacia las liliáceas como barras al rojo vivo.
-Estás enseñando a tus hijas a exagerar -dijo Mr. Ram­say a modo de reproche. Su tía Camilla era mucho peor que ella, observó Mrs. Ramsay.
-Que yo sepa, nadie ha dicho que tía Camilla sea un mo­delo de nada -dijo Mr. Ramsay.
-La mujer más guapa que he conocido -dijo Mrs. Ram­say.
-Ha habido otras -dijo Mr. Ramsay. Prue iba a ser mu­cho más guapa que ella, dijo Mrs. Ramsay. No había señales de eso, dijo Mr. Ramsay.
-Bueno, fíjate en ella esta noche -dijo Mrs. Ramsay. Se detuvieron. Él dijo que le gustaría hallar el modo de inducir a Andrew a esforzarse más en sus tareas. Si no lo hacía, per­dería la ocasión de obtener alguna beca.
-¡Ah, las becas! -exclamó ella. Mr. Ramsay pensó que era una tontaina por hablar así de un asunto tan serio como era el de las becas. Sería un orgullo para él que Andrew obtu­viera una beca, dijo. Y ella estaría igual de orgullosa aunque no la obtuviera, dijo ella. Nunca se ponían de acuerdo en esto, pero no importaba. A ella le gustaba que él creyera en las becas, y a él le gustaba que ella estuviera orgullosa hiciera lo que hiciera. De repente, ella se acordó de los senderos jun­to a los acantilados.
¿No se había hecho tarde?, preguntó ella. Aún no habían regresado. Abrió, sin ningún cuidado, la tapa de resorte del reloj. Pero acababan de dar las siete. Mantuvo el reloj abierto durante un momento, estaba decidiendo si le diría o no lo que había estado pensando en la terraza. Para empezar, no era sensato estar tan nerviosa. Andrew sabía cuidarse bien. Entonces quiso decirle que cuando había estado paseando por la terraza, hacía unos minutos... y al llegar a este punto se sintió incómodo, como si estorbara la soledad, el aisla­miento, la distancia de ella... Pero ella le pidió que siguiera. Qué es lo que quería decirle, le preguntó, pensando en que se trataba de algo del Faro, que se arrepentía de haberle di­cho: «Maldita seas.» Pero no. Es que no le gustaba verla tan triste. Es sólo que pienso en las musarañas, dijo ruborizándo­se. Ambos se sintieron incómodos, como si no supieran si te­nían que seguir paseando o si tenían que volver. Había esta­do leyéndole cuentos a James, dijo. No, eso no podían com­partirlo; no podían decirlo.
Habían llegado a la abertura en el seto, flanqueada por los dos grupos de liliáceas como barras al rojo vivo, y de nuevo se veía el Faro, pero no quiso mirar en aquella dirección. Si hubiera sabido que la miraba, pensó, no se habría quedado allí. No le gustaba nada que le recordaran que la habían vis­to sentada, pensativa. Miró por encima del hombro, hacia el pueblo. Las luces hacían ondas, y discurrían como si fueran gotas de agua que el viento sujetara con firmeza. Y toda la pobreza, todo el sufrimiento habían dado en aquello, pensó Mrs. Ramsay. Las luces del pueblo y de la bahía y las de los barcos parecían una red fantasmal que flotara allí como la ba­liza de señales de algo que se hubiera hundido. Bueno, si él no podía compartir los pensamientos con ella, se dijo Mr. Ramsay, entonces se dedicaría a los suyos, por su cuen­ta. Quería seguir reflexionando, repetirse la anécdota de cómo Hume se había caído a una charca; quería reírse. Pero, en primer lugar, era una necedad preocuparse demasiado por la ausencia de Andrew. A la edad de Andrew, él solía caminar por los campos durante todo el día, con unas galletas en el bolsillo, y nadie se preocupaba por él, ni temían que se hu­biera despeñado por los acantilados. Dijo en voz alta que es­taba pensando hacer una marcha de un día si hacía buen tiempo. Ya estaba algo harto de Bankes y Carmichael. Que­ría algo de soledad. Sí, dijo ella. Le fastidiaba que ella no pro­testara. Ella estaba segura de que no lo haría. Era demasiado viejo para pasar todo el día de marcha con unas galletas en el bolsillo. Se preocupaba por los niños, pero no por él. Hacía muchos años, antes de casarse, se acordó, mientras miraban al otro lado de la bahía, entre los dos grupos de liliáceas como barras al rojo vivo, de que había estado andando todo un día sin parar. Había almorzado pan con queso en un bar. Había estado caminando diez horas sin detenerse; había una vieja que de vez en cuando entraba en casa y atendía el fue­go. Esa era la comarca que le gustaba, por allí, por las colinas arenosas que se difuminaban en la oscuridad. Podía estar uno andando todo el día sin encontrarse con nadie. Apenas había alguna casa o un solo pueblo en muchas millas a la re­donda. Podía cualquiera expulsar, en completa soledad, las preocupaciones a fuerza de pensar en ellas. Había pequeñas ensenadas a las que no había llegado nadie desde el principio de los tiempos. Las focas se sentaban y se te quedaban miran­do. A veces pensaba que en una casita por allí perdida, solo..., se separó, con un bostezo. No tenía ningún derecho. Tenía ocho hijos: recordó. Habría sido un animal, un bruto si deseara cambiar algo. Andrew sería mejor de lo que había sido él. Prue sería una mujer muy hermosa, según su madre. Apenas un momento podrían detener la marea que subía. No había estado nada mal, lo de los ocho hijos. Demostra­ban que después de todo no maldecía todo el desdichado y triste universo; porque en una tarde como ésta, al ver cómo la tierra se difuminaba en el horizonte, la islita parecía ridícu­lamente pequeña, medio sepultada por el mar.
«Triste lugar», murmuró suspirando.
Lo oyó. El decía siempre cosas muy melancólicas, pero ella se daba cuenta de que en cuanto las había dicho parecía más contento que de costumbre. Ella creía que todo esto de decir frases rotundas era un jueguecito, porque si ella hubie­ra dicho la mitad de las cosas que decía él, a estas horas le ha­bría estallado la cabeza.
La fastidiaba esto de las frases, y, de la forma más natural posible, le dijo que hacía una tarde espléndida. Y que no se quejara, le dijo, medio riéndose, medio quejándose, porque intuía en qué estaba pensando: habría escrito mejores libros si no se hubiera casado.
No se quejaba, dijo. Ella sabía que no se quejaba. Sabía que no tenía de qué quejarse. Le cogió la mano, se la llevó a los labios con tal pasión que hizo que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas, y de repente la soltó.
Dieron la espalda a la vista, comenzaron a subir, cogidos del brazo, por el camino donde crecían unas plantas en for­ma de lanza, de color verde plateado. El brazo era casi como el de un joven, pensaba Mrs. Ramsay, flaco y duro, y pensó complacida en lo fuerte que era todavía, aunque tenía más de sesenta años, y qué indómito y optimista, y lo extraño que era que, sabiendo lo horroroso que era todo, no parecie­ra estar muy deprimido, sino, al contrario, alegre. ¿No era raro?, se dijo. A decir verdad, a veces le parecía que era dife­rente al resto de la gente: ciego, sordo y mudo ante los acon­tecimientos triviales, pero con una vista de águila para las co­sas extraordinarias. Su capacidad de comprensión a veces la asombraba. Pero ¿advertía la presencia de las flores?, no. ¿La del paisaje?, no. ¿Advertía siquiera la belleza de su hija, o si estaba comiendo embutidos o un asado? Se sentaba a la mesa con ellos como si fuera un personaje de un sueño. Y, se temía ella, esa costumbre de hablar en voz alta, o de recitar poesía, se le acentuaba cada vez más; porque a veces era un tanto preocupante:


Best and brightest, come away!


A la pobrecita Miss Giddings, cuando aparecía gritándole cosas como ésta, casi se le salía el corazón del pecho por el susto. Pero, al momento, Mrs. Ramsay se ponía de su parte contra todas las estúpidas Giddings del mundo; entonces, haciendo una leve presión en el brazo de él, le hizo saber que subían la cuesta demasiado aprisa para ella, y que quería de­tenerse para ver si las toperas de la orilla eran nuevas; enton­ces, al agacharse a mirar, pensó que una mente como la de él a la fuerza tenía que ser diferente de las nuestras. Todos los grandes hombres que ella había conocido, pensó, tras con­cluir que debía de haber dentro un conejo, eran iguales, y es­taba bien que los jóvenes (aunque la atmósfera de las clases estaba muy cargada, y la deprimía hasta lo insoportable), sen­cillamente, se acercaran a escucharle. Pero si no se cazaban los conejos, ¿cómo impedir que proliferaran?, se preguntó. Podría ser un conejo, podría ser un topo. Alguna alimaña le destruía las hierbas de asno. Al levantar la mirada, vio sobre los delgados árboles la primera estrella, y quiso que su mari­do la viera también; porque ver una estrella le proporciona­ba un gran placer. Pero se contuvo. Él nunca miraba las co­sas. Si hubiera mirado, lo único que se le habría ocurrido de­cir sería: Pobrecito mundo, y habría suspirado.
En aquel momento, dijo, «Muy bonitas»», para complacer­la, y fingió que admiraba las flores. Pero demasiado bien sa­bía ella que no las admiraba, y que ni siquiera se daba cuen­ta de que estuvieran allí. Sólo era para complacerla... Ah, pero ¿no era Lily Briscoe la que paseaba con William Ban­kes? Dirigió sus ojos de miope hacia la pareja que se perdía a lo lejos. Sí, era ella. ¿No significaba eso que iban a casar­se? ¡Sí, seguro que sí! ¡Qué idea tan buena! ¡Tenían que ca­sarse!


13


Conocía Amsterdam, decía Mr. Bankes mientras camina­ba por el jardín en compañía de Lily Briscoe. Había estado viendo los Rembrandt. Conocía Madrid. Desdichadamente era Viernes Santo, y el Prado estaba cerrado. También había estado en Roma. ¿Conocía Roma Miss Briscoe? Ah, pues tenía que... sería una experiencia maravillosa para ella... la Capilla Sixtina, Miguel Ángel; los Giotto de Padua. Su mu­jer había estado muy delicada de salud durante muchos años, de forma que no habían tenido ocasión de ver mu­chas cosas.
Ella conocía Bruselas, París, pero aquí estuvo sólo en una visita muy rápida, para ver a una tía enferma. Conocía Dres­de, había montañas de cuadros que no había podido ver; sin embargo, Lily Briscoe reflexionó, acaso era mejor no ver los cuadros: le hacían sentirse irremisiblemente descontenta con su propia obra. Mr. Bankes pensaba que ese punto de vista podía llevarse quizá demasiado lejos. No todos podemos ser Tiziano o Darwin, dijo; y, además, creía que los Darwin y los Tiziano existían porque había personas sencillas como nosotros. A Lily le habría gustado decir algo amable sobre él: usted no es una persona cualquiera, Mr. Bankes; eso es lo que le habría gustado decir. Pero a él no le gustaban los cum­plidos (aunque sí le gustan a la mayoría de los hombres, pen­só), y se sintió un poco avergonzada de esta idea, mientras que le escuchaba decir que acaso esta idea era inaplicable al caso de la pintura. En cualquier caso, dijo Lily, desprendién­dose de su modesta insinceridad, ella nunca dejaría de pintar, porque le interesaba. Sí, dijo Mr. Bankes, estaba convencido de que seguiría, al llegar al extremo del jardín le preguntó si le costaba inspirarse para pintar en Londres; luego, de vuelta, vieron a los Ramsay. Así que eso es el matrimonio, pensó Lily, un hombre y una mujer que miran a una niña que arro­ja una pelota. Esto es lo que Mrs. Ramsay quería decirme el otro día, pensó. Porque llevaba el chal de color verde, y es­taban juntos, miraban cómo Prue y Jasper se arrojaban la pelota. De repente, sin justificación aparente, como cuando alguien salía del metro, o pulsaba el timbre de una puerta, descendía un significado sobre la gente, y la convertía en simbólica, en representativa; acababa de convertirlos, ahí, en pie, en medio del crepúsculo, absortos, en símbolos del ma­trimonio, marido y mujer. Luego, un momento después, ese perfil simbólico, que había vuelto trascendentes las figuras rea­les, se desvaneció de nuevo, y volvieron a ser Mr. y Mrs. Ram­say, que miraban cómo los niños se arrojaban la pelota. Pero todavía, durante un momento, aunque Mrs. Ramsay los sa­ludó con la sonrisa de costumbre (ah, estará pensando que vamos a casarnos, pensó Lily), y dijo: «Esta noche he triun­fado», con lo que quería decir que, por una vez, Mr. Bankes había aceptado una invitación a cenar, y que no saldría co­rriendo para ir a su alojamiento donde su criado le cocinaba las verduras a su gusto; todavía, durante un momento, hubo la sensación de que las cosas se habían desperdigado como en una explosión, hubo como una conciencia del espacio, de irresponsabilidad, mientras la pelota ascendía, y la se­guían hasta perderla, y veían la estrella solitaria, y las ramas con sus atavíos. En medio de la luz declinante todos pare­cían más cortantes, más etéreos, y como si estuvieran sepa­rados por enormes distancias. Entonces, tras retroceder un buen trecho (parecía como si también la solidez se hubiera desvanecido), Prue comió a toda prisa hacia ellos, y cogió la pelota, con gran destreza, con la mano izquierda, y su ma­dre dijo:
-¿No han regresado todavía? -lo cual rompió el encan­tamiento. Mr. Ramsay se sintió autorizado a reírse de Hume en voz alta, que se había caído a una charca de la que no po­día salir, y de donde lo había rescatado una anciana con la condición de que dijera un padrenuestro; se dirigió a su estu­dio riéndose. Mrs. Ramsay, trayendo de nuevo a Prue al seno de la vida familiar, de la que se había escapado para jugar a tirar la pelota, preguntó:
-¿Ha ido Nancy con ellos?


14


(Claro que sí, Nancy había ido con ellos, porque Minta Doyle se lo había pedido con una mirada muda, con la mano extendida, cuando Nancy ya se iba, tras el almuerzo, al ático, para escaparse del horror de la vida familiar. Había pensado que tenía que ir. No quería ir. No quería que la arrastraran. Porque cuando caminaban por el sendero de los acantilados Minta le cogía la mano. La soltaba. Volvía a co­gérsela. ¿Qué quería? Se preguntaba Nancy. Por supuesto, había algo que la gente quería; porque cuando Minta le co­gía de la mano, Nancy, a contrapelo, veía cómo el mundo se extendía bajo ella, como si fuera Constantinopla a través de la niebla, y después, por muy soñolienta que estuviera una, tenía que preguntar: «¿Santa Soga?» «¿El Cuerno de Oro?» De forma que Nancy, cuando Minta le cogía de la mano, se preguntaba: «¿Qué quiere?, ¿es esto?», y ¿qué es esto? De vez en cuando brotaban de la niebla -mientras Nancy miraba cómo la vida se extendía bajo ella- minaretes, cúpulas; co­sas prominentes, sin nombres. Pero cuando Minta soltaba la mano, como hizo cuando bajaron la cuesta corriendo, todo aquello, la cúpula, el minarete, todo lo que sobresalía por en­cima de la niebla, volvía a hundirse, desaparecía.
Minta, observó Andrew, era una buena caminante. Lleva­ba ropas más sensatas que la mayoría de las mujeres. Llevaba faldas muy cortas, y pantalones cortos negros. Se metía sin pensarlo en cualquier arroyo, y lo vadeaba. A él le gustaba lo temeraria que era, pero se daba cuenta de que eso no era bue­no: cualquier día se mataría de la forma más idiota. Al pare­cer, nada le daba miedo... excepto los toros. En cuanto veía un toro en el campo, echaba a correr gritando, que era exac­tamente lo que enfurecía a los toros. Pero no le importaba nada reconocerlo, había que admitirlo. Sabía que era una mie­dica con los toros, decía. No le extrañaría que la hubiera derri­bado uno del cochecito cuando era niña. Pero no parecía dar­le gran importancia a lo que decía o hacía. Bruscamente se acercó al borde del precipicio, y comenzó a cantar algo sobre:

Malditos tus ojos, malditos tus ojos.

Y todos tenían que hacerle el coro, y empezar a gritar:

Malditos tus ojos, malditos tus ojos.


Pero sería una pena que subiera la marea, y cubriera todos los buenos cotos de caza antes de que pudieran llegar a la playa.
«Una pena», Paul se mostró de acuerdo, y se levantó de re­pente, y mientras descendían a rastras, no dejaba de leerles, de la guía, que «estas islas son justamente célebres por sus paisajes que parecen parques, y por la cantidad y variedad de sus especies marinas». Pero de nada servía, tanto gritar y tan­to maldecir los ojos, pensó Andrew, bajando con cuidado por el acantilado, y esto de darle amistosos golpecitos en la espalda, y eso de decir que era «buen chico», y todo eso, no servía de nada. Era el inconveniente de llevar mujeres en es­tas expediciones. Se separaron en cuanto llegaron a la playa, él se fue a la Nariz del Papa, se quitó los zapatos, metió los calcetines dentro; Nancy chapoteó hasta sus propias rocas, buscó sus charcas, y dejó que la pareja se las arreglara por su cuenta. Se agachó y palpó las anémonas marinas, suaves como caucho, pegadas como masas de jalea a un costado de la piedra. Meditativa, convirtió la charca en un mar, y los pe­cecillos fueron tiburones y ballenas, y proyectó vastas nubes sobre este diminuto mundo, interponiendo la mano entre el sol y la tierra, y, como el propio Dios, trajo así la oscuridad y el pesar a millones de seres ignorantes y felices; de repente re­tiró la mano, y dejó que el sol luciera de nuevo. Sobre la pá­lida arena surcada en todas direcciones, marcando el paso, acorazado, con manoplas, desfilaba un fantástico leviatán -seguía haciendo crecer el charco-, se deslizó hacia las an­chas fisuras de la falda de la montaña. Después, la mirada abandonó de forma imperceptible la charca, y descansó en la imprecisa línea en la que se unían el cielo y el mar, en los troncos de los árboles que el humo de los barcos de vapor so­bre el horizonte hacía estremecerse; presa del poder del flujo y del inevitable reflujo, se quedó hipnotizada; y los dos sentidos de la inmensidad y la menudencia -e1 charco había disminuido de nuevo- que florecían en medio de estos flu­jos le hicieron sentir que estaba atada de pies y manos, que no podía moverse a causa de la intensidad de los sentimien­tos que reducían para siempre su propio cuerpo, su vida, las vidas de todo el mundo, a la nada. Escuchando las olas, aga­chada junto al charco, en eso meditaba.
Andrew dijo a gritos que subía la marea, dio un salto, co­menzó a correr chapoteando sobre las olas que llegaban ya a la orilla; corvó hacia la playa, donde llevada por su propio ímpetu y por el deseo de moverse con rapidez, apareció jus­to tras una piedra, donde, ¡cielos!, ¡Paul y Minta estaban abrazados!, ¡quizá habían estado besándose! Se sintió afren­tada, indignada. Andrew y ella se pusieron los calcetines y los zapatos en completo silencio, no dijeron ni una sola palabra sobre el asunto. A decir verdad, había cierta hostilidad entre ellos. Tenía que haberle llamado en cuanto vio el cangrejo o lo que fuera, gruñía Andrew. Sin embargo, ambos pensaban, no es culpa nuestra. Ellos no querían que hubiera sucedido aquel penoso incidente. No obstante, a Andrew le irritaba que Nancy fuera mujer; y a Nancy, que Andrew fuera hom­bre; se echaron los cordones, e hicieron los lazos con todo esmero.
Fue cuando llegaron a la cima del acantilado cuando Min­ta dijo que había perdido el broche de su abuela -el único adorno que poseía-, un sauce llorón, tenían que recordarlo, con perlas engastadas. Tenían que haberlo visto, les decía; lloraba; era el broche que había llevado prendido su abuela en el sombrero hasta el último día de su vida. Y lo había per­dido. ¡Podía haber perdido cualquier otra cosa! Tenía que volver a buscarlo. Regresaron. Removieron, miraron, rebus­caron. Agachaban las cabezas, decían cosas en voz baja, re­funfuñaban. Paul Rayley buscaba como loco por la piedra en la que habían estado sentados. Todo este ajetreo por el bro­che no serviría de nada, pensaba Andrew cuando Paul le dijo: «busca entre estos dos puntos». La marea subía aprisa. Pronto el mar ocultaría el lugar en el que habían estado sen­tados. No tenían ni la más remota posibilidad de hallar­lo. «¿Nos quedaremos aislados?», gritó Minta, aterrorizada.
¡Como si hubiera peligro de que eso sucediera! Era como con los toros, no controlaba sus emociones, pensó Andrew. Las mujeres no podían. El infeliz Paul intentó calmarla. Los hombres -Andrew y Paul se sintieron de repente varoniles, diferentes de lo que normalmente eran- consideraron el asunto con brevedad, y decidieron dejar plantado el bastón de Paul donde habían estado sentados, para señalar el lugar, y para volver al día siguiente, con la marea baja. Nada podía hacerse ahora. Si el broche estaba ahí, ahí seguiría al -día si­guiente, le dijeron para calmarla, pero Minta no dejó de so­llozar mientras ascendían de nuevo hasta la cima del acanti­lado. Era el broche de su abuela; no le habría importado nada perder cualquier otra cosa, pero, aunque de verdad le importaba haberlo perdido, en el fondo, no lloraba sólo por el broche, había algo más. Quizá deberían sentarse todos, y quedarse llorando, pensaba. Pero no sabía por qué.
Avanzaban juntos, Paul y Minta; él la consolaba, y le de­cía que todo el mundo elogiaba el talento que tenía para hallar cosas perdidas. De pequeño, en una ocasión, se había encontrado un reloj de oro. Se levantaría al alba, y estaba se­guro de que lo hallaría. Pensaba que casi estaría a oscuras, y que en cierta forma sería bastante peligroso. Comenzó a de­cirle, sin embargo, que lo hallaría, y ella dijo que no quería oírle decir que tenía que madrugar: lo había perdido para siempre; estaba segura; había tenido un presentimiento al ponérselo por la tarde. Él, sin decir nada, tomó la decisión de levantarse al alba, cuando todavía estuvieran todos dormi­dos; si no lo encontraba, iría a Edimburgo, a comprar uno nuevo, pero más bonito. Ya le demostraría de lo que era ca­paz. Al bajar la cuesta, al ver las luces del pueblo encenderse una tras otra, le parecía que eran como cosas que iban a su­cederle: casarse, tener hijos, una casa; luego, al llegar al cami­no principal, al que protegían unos arbustos muy altos, pen­saba en que se retirarían juntos a algún lugar tranquilo, se de­dicarían a pasear, él la guiaría siempre, y ella se apretaría a él -como hacía en este momento. Al cambiar de dirección en el cruce pensó en qué experiencia tan asombrosa había sido, y en que debía contárselo a alguien: a Mrs. Ramsay, por su­puesto, porque se quedó sin aliento al considerar lo que había pasado, lo que había hecho. Con gran diferencia, lo de pedir a Minta que se casara con él había sido el peor momen­to de su vida. Iría directo a contárselo a Mrs. Ramsay, porque pensaba que había sido ella quien en cierta forma lo había obligado a hacerlo. Le había hecho creer que podía hacer lo que se propusiera. Nadie más lo tomaba en serio. Pero ella le había hecho creer que podía hacer lo que quisiera. Había ad­vertido que hoy había estado mirándolo constantemente, lo había seguido con la vista a todas partes -sin decir una sola palabra-, como si estuviera diciéndole: «Sí, puedes. Tengo confianza en ti. Seguro que te decidirás.» Eso es lo que le ha­bía hecho sentir, y en cuanto regresaran -buscaba las luces de la casa, sobre la bahía-, iría a verla, y le diría: «Lo he he­cho, Mrs. Ramsay, gracias a usted.» Al entrar en la calleja que llevaba a la casa, vio luces que se movían allí, en las ventanas del piso de arriba. Seguro que se había hecho muy tarde, de­masiado. Seguro que estaban a punto de cenar. La casa esta­ba completamente iluminada, y las luces, cuando había ano­checido, proporcionaban a sus ojos una sensación de pleni­tud, y se dijo, de forma infantil, mientras llegaban a la casa: Luces, luces, luces; al llegar a la casa, se repetía, como hipno­tizado: Luces, luces, luces; sin dejar de mirar a todas partes, con cara de haber tomado una decisión. Pero, cielos, se dijo, llevándose la mano a la corbata, no debo dar la impresión de que soy tonto.)


15


-Sí -dijo Prue, de esa forma suya tan reflexiva, respon­diendo a la pregunta de su madre-, creo que Nancy ha ido con ellos.



16


Bien, entonces Nancy sí que se había ido con ellos, pensó Mrs. Ramsay, preguntándose, mientras dejaba el cepillo, co­gía el peine, y decía, «Adelante», al oír que llamaban a la puerta (entraron Jasper y Rose), si el hecho de que Nancy también hubiera ido hacía más probable o menos probable que hubiera sucedido algo; era menos probable; en cierta forma, una forma muy irracional; Mrs. Ramsay había llega­do a esa conclusión; además, seguro que no era nada proba­ble que hubiera habido un holocausto de esa magnitud. No podían haberse ahogado todos a la vez. De nuevo se sintió sola ante su eterna antagonista: la vida.
Jasper y Rose dijeron que Mildred quería saber si tenía que esperar para servir la cena.
-Ni por la Reina de Inglaterra -dijo Mrs. Ramsay con vehemencia-. Ni por la emperatriz de Méjico -añadió, riéndose de Jasper, porque Jasper compartía ese defecto de su madre: la tendencia a la exageración.
Si Rose quería, dijo, mientras Jasper llevaba el recado, po­día elegirle las joyas.
Cuando invita una a quince personas a cenar, no se les puede hacer esperar de forma indefinida. Empezaba a sentir­se molesta por la tardanza; demostraba muy poca considera­ción por parte de ellos, y además de estar preocupada por ellos le molestaba que fuera precisamente esta noche cuando llegaran tarde, porque deseaba que la cena de esta noche fue­ra especialmente agradable, porque había conseguido que William Bankes aceptara por fin una invitación a cenar con ellos, e iban a comer la obra maestra de Mildred, Bœuf en Daube. Todo dependía de que las cosas se hicieran en su jus­to punto. El buey, el laurel, el vino: todo tenía que echarse en el momento preciso. No se podía esperar. Y era esta no­che, con todas las noches que había en el año, la que habían elegido para salir, para volver tarde, y había que sacar las co­sas, mantener caliente la comida; el Bœuf en Daube se estro­pearía.
Jasper le ofreció un collar de ópalos; Rose, uno de oro, ;cuál le iría mejor al vestido negro?, ;cuál?, dijo Mrs. Ramsay mirando distraída hacia el cuello y hombros (pero evitando la cara) en el espejo. Entonces, mientras los niños enredaban con sus cosas, vio por la ventana una cosa que siempre le di­vertía: unos grajos tomando la decisión de en qué árbol po­sarse. Parecían cambiar de intención sin cesar, se elevaban de nuevo, porque, según creía, el grajo más viejo, el grajo padre, José lo llamaba, era un ave de carácter muy difícil y exigente. Era un pájaro viejo y de mala reputación, tenía medio pela­das las alas. Era como un anciano caballero con sombrero de copa a quien solía ver tocar la flauta a la puerta de un bar.
«¡Mirad!», decía riéndose. Se peleaban de verdad. María y José peleaban. Echaban a volar de nuevo, barrían el cielo con las negras alas, dibujaban exquisitas formas de cimitarra en el aire. Las alas al moverse, moverse, moverse -nunca había podido describirlo de forma satisfactoria-, eran una de las cosas más maravillosas para ella. Mira, le dijo a Rose, espe­rando que Rose lo viera con más claridad que ella misma. Porque los hijos a veces mejoraban las percepciones de una. Pero ¿cuál? Habían sacado todas las bandejas del estuche. El collar de oro, italiano, o el collar de ópalos, que le había traído el tío James desde la India, o ¿no serían mejor las ama­tistas?
-Elegid, elegid -dijo, confiando en que se dieran prisa.
Pero les dejó que se tomaran todo el tiempo necesario: en particular dejaba que Rose cogiera una cosa y luego otra, y que presentara las joyas contra el vestido negro, porque esta pequeña ceremonia de la elección de las joyas, que se repetía todas las noches, era lo que más le gustaba a Rose, y ella lo sabía. Tenía alguna razón secreta para atribuir gran importan­cia al hecho de elegir lo que su madre iba a ponerse. Cuál era esa razón, se preguntaba Mrs. Ramsay, mientras se quedaba quieta y dejaba que le abrochara el collar que hubiera elegi­do, intentando adivinar, en su propio pasado, alguna sensa­ción incomunicable, oculta e íntima, que, a la edad de Rose, pudiera tener una hacia su propia madre. Como todos los sentimientos que tenía hacia sí misma, pensaba Mrs. Ram­say, la entristecía. Era tan inadecuado lo que una podía de­volver; y lo que sentía Rose guardaba tan poca relación con lo que ella era realmente. Rose tenía que crecer, Rose tenía que sufrir, pensaba, con esa sensibilidad tan vehemente que tenía; decía que ya estaba preparada, que tenían que bajar, y Jasper, como era el caballero, tenía que ofrecerle el brazo; Rose, como era la dama de honor, tenía que llevar su pañue­lo (le dio el pañuelo); ¿qué más?, ah, sí, podía hacer frío: un chal. Escógeme un chal, le dijo, porque seguro que a Rose, que estaba destinada a sufrir tanto, le gustaba. «Vaya -dijo, mirando por la ventana del rellano-, ya están otra vez.» José se había posado en una copa de árbol diferente. «¿Es que te piensas que no les importa -dijo a Jasper- que les rompan las alas?» ¿Por qué querría disparar contra los buenos de José y María? Remoloneó en las escaleras, se sintió censurado, pero no mucho, porque ella no sabía lo divertido que era dis­parar a los pájaros; no sentían nada; y al ser su madre vivía en otra esfera, pero le gustaban los cuentos de José y María. Se reía con ellos. Aunque, ¿cómo estaba tan segura de que se trataba de María y José? ¿Creía que eran los mismos pájaros los que se posaban en los mismos árboles todas las noches?, preguntó. Pero entonces, bruscamente, como todos los adul­tos, dejó de hacerle caso. Escuchaba unos rumores que pro­venían del recibidor.
«¡Ya han vuelto!», exclamó, y al momento siguiente se sin­tió más enfadada con ellos que aliviada. A continuación se preguntó, ¿habría pasado? Si bajaba, se lo dirían... pero, no. No podrían decirle nada, con tanta gente alrededor. Así que tenía que bajar, y empezar con lo de la cena, y esperar. Des­cendió, cruzó el recibidor, como una reina que, al hallar a sus súbditos reunidos en la sala, los mirara desde lo alto, y acepta­ra su homenaje en silencio, y aceptara su fidelidad y sus ge­nuflexiones (Paul no movió ni un músculo, pero se quedó con la mirada fija hacia delante), siguió andando, hizo una leve inclinación con la cabeza, mientras aceptaba lo que no podían expresar: el homenaje a su belleza.
Pero se detuvo. Olía a quemado. ¿Sería posible que hubie­ran dejado que se hiciera demasiado el Bœuf en Daube? se preguntaba. ¡A Dios rogaba que no! El gran clamor del gong anunció con solemnidad, con autoridad, a quienes se halla­ban lejos, en al ático, en los dormitorios, en sus escondites, leyendo, escribiendo, peinándose apresuradamente, o abro­chándose los vestidos, que tenían que dejar de hacer lo que estuvieran haciendo; y tenían que dejar las cosas de los lava­bos, de los tocadores; y tenían que dejar las novelas sobre las camas; y los diarios, tan personales; y tenían que reunirse en el comedor para la cena.


17


Pero ¿qué he hecho de mi vida?, pensaba Mrs. Ramsay, mientras se dirigía a su lugar en la cabecera de la mesa, y se quedaba mirando los platos, que dibujaban círculos blancos sobre el mantel.
-William, siéntese junto a mí -dijo-; Lily -dijo con algo de impaciencia-, allí.
Ellos tenían eso -Paul Rayley y Minta Doyle-; ella, sólo esto: una mesa de longitud infinita, platos y cuchillos. En el extremo opuesto estaba su marido, sentado, postrado, con el ceño fruncido. ¿Por qué? No lo sabía. No le importaba. No comprendía cómo era posible que hubiera sentido ningún afecto o cariño hacia él. Tenía la sensación, mientras servía la sopa, de estar más allá de todo, de haber pasado por todo, de haberse librado de todo; como si hubiera un remolino, allí, respecto del cual pudiera una estar dentro o fuera, y le pare­cía como si ella estuviera fuera. Todo termina, pensaba, mientras se acercaban todos, uno tras otro, Charles Tansley -«siéntese ahí, por favor»-, le dijo a Augustus Carmichael que se sentara y se sentó. Mientras tanto, esperaba, de forma pasiva, a que alguien le respondiera, a que sucediera algo. Pero no se trata de decir algo, pensó, mientras metía el cazo en la sopera, no es eso lo que se hace.
Al levantar las cejas, ante la contradicción -una cosa era lo que pensaba; otra, lo que hacía-, al sacar el cazo de la sopa, advirtió, cada vez con más intensidad, que estaba fuera del remolino; como si hubiera descendido una sombra, y, al quitar el color a todo, viera ahora las cosas como eran. La habitación (la recorrió con la mirada) era una habitación des­tartalada. No había nada que fuera hermoso. Se abstuvo de mirar a Mr. Tansley. Nada parecía armonizar. Todos estaban separados. Todo el esfuerzo de unir, de hacer armonizar todo, de crear descansaba en ella. De nuevo constató, sin hostilidad, era un hecho, la esterilidad de los hombres; lo que no hiciera ella no lo haría nadie; de suerte que, si se die­ra a sí misma una pequeña sacudida, como la que se da a un reloj de pulsera que hubiera dejado de funcionar, el viejo pul­so de siempre comenzaría a latir de nuevo; el reloj comienza de nuevo a funcionar: un, dos, tres; un, dos, tres. Etcétera, etcétera, se repitió, prestando atención, cuidando y abrigando el todavía tenue latido, al igual que se protege una débil lla­mita con un periódico que la resguarde. De forma que, al fi­nal se dirigió a William Bankes con un gesto mudo, ¡el po­bre!, no tenía esposa ni hijos, y siempre, excepto esta noche, cenaba solo en su apartamento; le daba pena, y como la vida ya había afianzado su poder sobre ella, retomó la vieja tarea; como un marino, no sin fatiga, ve cómo se tienden las velas al viento, pero no tiene ningunas ganas de continuar, y pien­sa que preferiría que el barco se hubiera hundido, para poder descansar en el fondo del mar.
-¿Ha recogido las cartas? Pedí que las dejaran en el reci­bidor -le dijo a William Bankes.
Lily Briscoe veía cómo se dejaba ir Mrs. Ramsay hacia esa extraña tierra de nadie adonde no se puede seguir a la gente; sin embargo, los que se marchan infligen tal dolor a quienes los ven partir que intentan cuando menos seguirlos con la mirada, como se sigue con la vista los barcos hasta que las ve­las desaparecen tras la línea del horizonte.
Qué vieja está, y qué cansada parece, pensó Lily, y qué re­mota. A continuación Mrs. Ramsay se volvió hacia William Bankes, sonriendo, parecía como si el barco hubiera cambia­do de rumbo, y el sol brillara sobre las velas de nuevo; y Lily pensó, con cierto regocijo, al sentirse aliviada, ¿por qué sien­te pena por él? Porque ésa era la impresión que había causa­do, cuando dijo lo de que las cartas estaban en el recibidor. Pobre William Bankes, parecía haber dicho, como si el pro­pio cansancio hubiera provocado en parte el sentir pena por la gente; y la vida, la decisión de revivir, le hubiera resucita­do la piedad. No era cierto, pensó Lily, era una de esas equi­vocaciones de ella que parecían intuitivas, y que parecían na­cer de alguna necesidad propia, no de la gente. No hay de qué apiadarse. Tiene su trabajo, se dijo Lily. Recordó, como si hubiera encontrado un tesoro, que también ella tenía un trabajo. De repente vio su cuadro; pensó, sí, centraré el ár­bol; evitaré así esos enojosos espacios vacíos. Haré eso. Es eso lo que me impedía avanzar. Cogió el salero, y volvió a dejarlo sobre una flor del dibujo del mantel, para recordar que tenía que cambiar el árbol de lugar.
-Raro es que venga algo interesante por correo, y, sin em­bargo, siempre lo espera uno con interés -dijo Mr. Bankes.
Qué tonterías dicen, pensaba Charles Tansley, dejando la cuchara con toda precisión en medio del plato, que estaba completamente vacío, como si, pensaba Lily (estaba sentado enfrente de ella, de espaldas a la ventana, justo en medio), quisiera asegurarse de que comía. Todo en él tenía esa mez­quina constancia, esa desnuda insensibilidad. Pero, no obs­tante, las cosas eran como eran, era casi imposible que al­guien no gustara si se le prestaba suficiente atención. Le gus­taban sus ojos: azules, profundos, imponentes.
-¿Escribe usted muchas cartas, Mr. Tansley? -preguntó Mrs. Ramsay, apiadándose de él también, supuso Lily; porque eso era una característica de Mrs. Ramsay -le daban pena los hombres, como si creyera que les faltaba algo-; pero no le da­ban pena las mujeres -como si a ellas les sobraran las cosas. Escribía a su madre; pero fuera de eso, creía que no enviaba más de una carta al mes, dijo Mr. Tansley, con brevedad.
Desde luego él no iba a dedicarse a hablar de las tonterías de las que ellos hablaban. No iba a dejar que estas tontas lo trataran con condescendencia. Había estado leyendo en la habitación, al bajar todo le pareció necio, superficial, frívolo. ¿Por qué se vestían para cenar? Él había bajado con la ropa de costumbre. No tenía ropa elegante. «Raro es que venga algo interesante por correo»: de esto es de lo que hablaban siempre. Obligaban a que los hombres dijeran cosas como ésa. Sí, pues era verdad, pensó. Nunca recibían nada intere­sante en todo el año. Lo único que hacían era charlar, char­lar, charlar, comer, comer, comer. Era culpa de las mujeres. Las mujeres hacían que la civilización fuera imposible, con todo su «encanto» y su necedad.
-No vamos al Faro mañana, Mrs. Ramsay -dijo con de­cisión. Le gustaba, la admiraba, todavía se acordaba del hom­bre del alcantarillado que se había quedado mirándola, pero, para reafirmarse, se sintió en la obligación de expresarse de forma decidida.
Realmente, pensaba Lily Briscoe, a pesar de los ojos, era el hombre menos encantador que hubiera conocido en toda su vida. Pero, entonces, ¿por qué le preocupaba lo que dijera? No saben escribir las mujeres, no saben pintar. ¿Qué impor­taba que lo dijera, si era evidente que no lo decía porque lo creyera, sino porque por algún motivo le era conveniente de­cirlo, y por ese motivo lo decía? ¿Por qué se inclinaba toda ella, todo su ser, como los cereales bajo el viento, y volvía a erguirse, para vencer esa postración, sólo tras grande y dolo­roso esfuerzo? Tenía que volver a hacerlo. Aquí está el dibu­jo del tallo en el mantel; aquí, mi pintura; debo colocar el ár­bol en medio; eso es lo importante... nada más. ¿No podía aferrarse a eso, se preguntaba, y no perder la paciencia, y no discutir?; y si quería una ración de venganza, ¿no podía reír­se de él?
-Ah, Mr. Tansley -dijo-, lléveme al Faro. Me encanta­ría ir.
Mentía para que él lo advirtiera. No decía lo que pensaba, para fastidiarlo, por algún motivo. Se reía de él. Llevaba los viejos pantalones de franela. No tenía otros. Se sentía mal, aislado, solo. Sabía que ella intentaba tomarle el pelo por al­gún motivo; no quería ir al Faro con él; lo despreciaba, al igual que Prue Ramsay, igual que todos los demás. Pero no iba a consentir que unas mujeres le hicieran pasar por tonto, así es que se dio la vuelta en la silla, miró por la ventana, con un movimiento brusco, y con grosería le dijo que haría de­masiado malo para ella mañana. Se mareará.
Le molestaba que ella le hubiera hecho hablar así, porque Mrs. Ramsay estaba escuchando. Si pudiera estar en la habi­tación, trabajando, pensaba, entre libros. Sólo ahí se hallaba a gusto. Nunca había debido ni un penique a nadie; desde los quince años no le había costado a su padre ni un peni­que; incluso había ayudado a los de casa con sus ahorros; pa­gaba la educación de su hermana. No obstante, sí que le ha­bría gustado saber contestar a Miss Briscoe de forma correc­ta, le habría gustado no haber respondido de esa forma tan tosca. «Se mareará.» Le gustaría haber podido pensar algo que decir a Mrs. Ramsay, algo que demostrara que no era sólo un pedantón. Eso es lo que se pensaban que era. Se dirigió hacia ella. Pero Mrs. Ramsay hablaba con William Ban­kes de gente a quien él no conocía.
-Sí, ya puede llevárselo -dijo, interrumpiendo la con­versación con Mr. Bankes, para dirigirse a la sirvienta-. Debe de hacer quince, no, veinte años, que no la veo -de­cía, dándole la espalda, como si no pudiera perder ni un mi­nuto de esta conversación, absorta, al parecer, en lo que de­cían. ¡Así que había tenido noticias de ella esta misma tarde! Carrie, ¿vivía todavía en Marlow?, ¿todo seguía igual? Ay, re­cordaba todo como si hubiera ocurrido ayer: lo de ir al río, el frío. Pero si los Manning decidían ir a algún sitio, iban. ¡Nunca olvidaría cuando Herbert mató una avispa con una cucharilla en la orilla del río! Todo seguía como entonces, murmuraba Mrs. Ramsay, deslizándose como un fantasma entre las sillas y mesas de aquel salón junto a las orillas del Támesis donde hacía veinte años había pasado tanto, ay, tan­to frío; pero ahora regresaba como un fantasma; y se sentía fascinada, como si, aunque ella hubiera cambiado, sin em­bargo, aquel día concreto, ahora tranquilo y hermoso, se hu­biera conservado allí, durante todos estos años. ¿Le había es­crito la propia Carrie?, le preguntó.
-Sí, me cuenta que están preparando un nuevo salón para el billar -dijo. ¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡Preparar un nuevo salón para el billar! A ella le parecía imposible.
Mr. Bankes no advertía que hubiera nada tan raro en ello. Ahora estaban en muy buena situación económica. ¿Quería que le diera recuerdos a Carne?
-¡Ah! -exclamó Mrs. Ramsay, con un leve sobresalto. No -añadió, pensando en que no conocía a esta Carrie que se hacía preparar una nueva sala para el billar. Pero cuán extra­ño era, repitió, ante la divertida sorpresa de Mr. Bankes, que todo siguiera igual allí. Porque era algo extraordinario pensar que habían podido seguir viviendo allí todos estos años, cuando ella no había pensado en ellos ni una sola vez. Lo lle­na de acontecimientos que había estado su propia vida duran- te este mismo tiempo. Aunque quizá Carrie Manning tampo­co había pensado en ella. Era una idea rara, le disgustaba.
-La gente pierde las relaciones muy pronto -dijo Mr. Bankes, sintiendo, no obstante, cierta satisfacción porque él sí que conocía tanto a los Manning como a los Ramsay. Él no había olvidado las relaciones, pensó, dejando la cuchara, y limpiándose escrupulosamente los labios. Pero quizá él no era un hombre común, pensó, respecto de estos asuntos; nunca le gustó atarse a una rutina. Tenía amigos entre toda clase de gentes... Mrs. Ramsay tuvo que interrumpir la aten­ción para decirle algo a la sirvienta acerca de que mantuvie­ran la comida caliente. Por esto es por lo que prefería cenar solo: estas interrupciones le fastidiaban. Bueno, pensaba Mr. Bankes, con una actitud fundada en una cortesía exqui­sita, y extendiendo los dedos de la mano izquierda sobre el mantel, al igual que un mecánico examina una herramienta reluciente y dispuesta para ser usada en un intervalo de ocio, tales son los sacrificios que hay que hacer por los amigos. A ella no le habría gustado que rechazara la invitación. Pero no le había merecido la pena. Mientras miraba la mano, pen­saba en que si hubiera cenado solo, en estos momentos, es­taría a punto de haber concluido, ya podría estar trabajando. Sí, una tremenda pérdida de tiempo. Todavía no habían lle­gado todos los niños.
-¿Podría subir alguien a la habitación de Roger? -decía Mrs. Ramsay. Qué insignificante era todo esto, qué aburrido es todo, pensaba él, comparado con lo otro, con el trabajo. Aquí estaba, tabaleando con los dedos sobre el mantel, cuan­do podría estar... vio su propio trabajo como a vista de pája­ro. ¡Vaya si era perder el tiempo! Aunque, es una de mis más antiguas amigas. Debo de ser uno de los fieles. Pero ahora, en este preciso momento la presencia de ella no le decía nada; su belleza lo dejaba indiferente; lo de estar sentada junto a la ventana con el niño: nada, nada. Deseaba estar solo, y coger de nuevo el libro. Se sentía incómodo, se sentía falso; lo ha­cía sentirse así el hecho de estar sentado junto a ella, y no sentir nada. Lo cierto es que él no disfrutaba con la vida fa­miliar. Cuando se hallaba uno en estas circunstancias es cuando se preguntaba, ¿es para que progrese la raza humana para lo que se toma uno tantas molestias? ¿Es eso tan desea­ble? ¿Somos una especie atractiva? No tanto, pensaba, mi­rando a los desaseados niños. Su favorita, Cam, pensaba, es­taba en la cama. Preguntas necias, preguntas vanas, preguntas que no se hacían cuando había algo que hacer. ¿Es esto la vida? ¿Es aquello? No había tiempo para pensar cosas como ésa. Pero aquí estaba haciéndose estas preguntas, porque Mrs. Ramsay daba instrucciones a las criadas, y también por­que le había llamado la atención, pensando en la reacción de Mrs. Ramsay al enterarse de que Carne Manning seguía viva, que las amistades, incluso las mejores, fueran tan frágiles. Nos separamos insensiblemente. Se lo reprochó de nuevo. Estaba sentado junto a Mrs. Ramsay, y no había nada que decir, no sabía qué decirle.
-Cuánto lo siento -dijo Mrs. Ramsay, dirigiéndose por fin a él. Se sentía envarado y estéril, como un par de zapatos que se hubieran mojado, y luego se hubieran secado, y fuera imposible meter los pies en ellos. Pero no hay remedio, hay que meter los pies. Tenía que obligarse a hablar. Si no tenía cuidado, ella advertiría su falsedad: que ella no le importaba nada; y eso no sería nada grato, pensaba. De forma que, con cortesía, dirigió la cabeza hacia ella.
-Cómo debe de detestar cenar en medio de este tumulto -le dijo, sirviéndose, como solía hacer cuando tenía la cabe­za en otra cosa, de sus modales de alta sociedad. Cuando ha­bía una disputa de idiomas en alguna reunión, la presidencia recomendaba, para lograr la armonía, que se usara sólo el francés. Quizá el francés no era muy bueno. Puede que en francés no se hallen las palabras del pensamiento que se que­ría expresar; sin embargo, hablar francés impone una suerte de orden, cierta uniformidad. Contestándole en la misma lengua, Mr. Bankes dijo:
-No, no, de eso nada.
Mr. Tansley, que no conocía de esta lengua ni siquiera sus más conocidos monosílabos, tuvo la sospecha de que no era sincero. Vaya si decían tonterías, pensó, los Ramsay; y se aba­lanzó sobre este nuevo ejemplo con alegría, redactando men­talmente una nota, que un día de éstos leería a uno o dos de sus amigos. Entonces, en compañía de quienes le permitían a uno decir lo que quisiera, describiría de forma sarcástica lo de «la temporada con los Ramsay», y las necedades que de­cían. Merecía la pena ir una vez, diría, pero no repetir. Qué aburridas eran las mujeres, diría. Desde luego, Ramsay se lo merecía, por haberse casado con una mujer hermosa, y por haber tenido ocho hijos. Sería algo parecido a esto, pero aho­ra, en este momento, sentado, con un asiento vacío junto a él, nada parecido a esto había ocurrido. Todo eran jirones y fragmentos. Se sentía extremadamente, incluso físicamente, incómodo. Quería que alguien le diera la oportunidad de reafirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que hacía mo­vimientos nerviosos sobre la silla, miraba a una persona; lue­go, a otra; intentaba participar en la conversación, abría la boca, volvía a cerrarla. Hablaban de las pesquerías. ¿Por qué nadie le preguntaba su opinión? ¿Qué sabían ellos de pes­querías?
Lily Briscoe se daba cuenta de todo. Sentada frente a él, ¿no veía, como en una radiografía, en la oscura tiniebla de su carne, las costillas y fémures del deseo del joven de hacerse visible: esa delgada niebla con la que la convención había re­cubierto su deseo de participar en la conversación? Pero pen­saba, entrecerrando los rasgados ojos, y recordando que se burlaba de las mujeres, «no saben pintar, no saben escribir», ¿por qué tengo que ayudarle a consolarse?
Hay un código de conducta, ella lo sabía, en cuyo artícu­lo séptimo (debe de ser) se dice que en ocasiones como ésta compete a la mujer, se dedique a lo que se dedique, ir a ofre­cer ayuda al joven que se siente enfrente de ella, para que pueda exhibir y aliviar los fémures, las costillas de su vani­dad, su urgente deseo de afirmarse; como, en verdad, es de­ber de ellos, reflexionaba, con su honradez de solterona, ayu­darnos, por ejemplo, en el caso de que el metro se incendia­ra. En ese caso, ciertamente, esperaría que Mr. Tansley me rescatase. Pero ¿qué pasaría si ninguno de los dos hiciéramos lo que se esperaba? Se sonrió.
-No querrás ir al Faro, ¿no?, ¿Lily? -dijo Mrs. Ram­say-. Acuérdate del pobre Mr. Langley; ha dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, pero me confesó que nunca lo había pasado tan mal como cuando mi marido lo llevó allí. ¿Es usted buen marino, Mr. Tansley? -preguntó.
Mr. Tansley levantó un martillo, lo blandió en el aire, pero, al bajarlo, dándose cuenta de que no debía aplastar una mariposa con semejante instrumento, sólo dijo que no se había mareado nunca. Pero en esa oración, compacta como la pólvora, había dejado otra información: que su abuelo había sido marino; su padre era farmacéutico; y él se había labrado su propio futuro con sus propios medios; estaba muy orgu­lloso de ello; él era Charles Tansley, algo de lo que al parecer nadie se daba cuenta, aunque muy pronto todos lo sabrían. Su desdén los contemplaba desde una gran distancia de ven­taja. Hasta casi podía sentir pena por estas personas tan finas, con su cultura, que uno de estos días ascenderían al cielo como balas de algodón o barricas de manzanas; muy pron­to, mediante la pólvora que había en el interior de Charles Tansley.
-¿Me llevará Mr. Tansley? -dijo Lily, con rapidez, con amabilidad, porque, por supuesto, si Mrs. Ramsay le hubie­ra dicho, como, de hecho, le había dicho: «Me ahogo, queri­da, en un mar de llamas. A menos que apliques algún un­güento balsámico en este momento, y le digas algo amable a ese joven de ahí, la vida se estrellará contra los arrecifes: a de­cir verdad ya oigo chirridos y murmullos. Tengo los nervios tensos como cuerdas de violín. Un toque más, y saltan», cuando Mrs. Ramsay hubo dicho todo esto, con la mirada, por supuesto, no menos de cincuenta veces, Lily tuvo que re­nunciar al experimento -qué es lo que sucedería si decidie­ra no ser buena con aquel joven-, y decidió ser buena.
Juzgando adecuadamente el cambio de humor -ahora se dirigía hacia él de forma amistosa-, se aplacó su ataque de egotismo, y le dijo que se había caído de una barca cuan­do era un bebé; y que su padre había tenido que pescarlo con un bichero; y que así es como había aprendido a nadar. Tenía un tío torrero en algún faro escocés, dijo. Había esta­do con él en una ocasión, durante una tempestad. Esto lo dijo en voz alta, durante un silencio. Escucharon todos que había acompañado a su tío en un faro durante una tempes­tad. Ay, pensaba Lily Briscoe, al ver que la conversación se­guía este curso tan prometedor, advirtió que Mrs. Ramsay le estaba agradecida (porque Mrs. Ramsay se sintió autorizada a hablar de nuevo con quien quisiera), ay, pensaba, pero ¿cuánto me habrá costado esta gratitud? No había sido sin­cera.
Había recurrido al truco de siempre: ser buena. Nunca lo conocería. Y él nunca la conocería a ella. Las relaciones hu­manas eran siempre así, pensaba, y eran peores (salvando a Mr. Bankes) las relaciones entre hombres y mujeres; inevita­blemente, aquéllas eran siempre muy insinceras. Entonces vio con el rabillo del ojo el salero, que había dejado ahí para que le recordara algo, y recordó que el día siguiente tenía que colocar el árbol en una posición central, y se sintió tan ani­mada al pensar en que al día siguiente podría pintar que se rió en voz alta de lo que Mr. Tansley estaba diciendo. Que no deje de hablar en toda la noche si lo desea.
-Pero ¿cuánto tiempo tienen que estar en el Faro? -pre­guntó. Él se lo dijo. Estaba sorprendentemente bien informa­do. Como estaba agradecido, como le gustaba ella, como empezaba a divertirse, era el momento, pensó Mrs. Ramsay, de regresar a aquel lugar soñado, aquel lugar irreal pero fasci­nante, el salón de los Manning de hace veinte años; donde una podía moverse sin problemas ni preocupaciones, porque no había un futuro del cual preocuparse. Sabía cómo les ha­bía ido a cada uno de ellos, y cómo le había ido a ella. Era como releer un buen libro, porque sabía cómo acababa el cuento, porque había ocurrido hacía veinte años, y la vida, que se derramaba profusamente incluso en esta sala, sabe Dios hacia dónde, estaba allí sellada, y era como un lago, apacible, contenida en el interior de las orillas. Decía que ha­bían preparado una sala para el billar, ¿era cierto? ¿Querría William seguir hablando de los Manning? Ella sí quería. Pero no, había algún motivo por el cual él ya no se sentía nada animado. Lo intentó. Pero él no respondió. No podía obli­garlo. Se sintió decepcionada.
-Estos chicos son una desgracia -dijo, con un suspiro. Él dijo algo acerca de que la puntualidad es una de esas vir­tudes menores que sólo se adquieren cuando uno ya no es niño.
-Si se adquiere -dijo Mrs. Ramsay con el único fin de rellenar un vacío, pensando en que Lily estaba convirtiéndo­se en una solterona. Consciente de su traición, consciente del deseo de ella de hablar de algo más íntimo, pero sin ga­nas de hacerlo, se le representaron todas las cosas desagradables de la vida: estar allí sentada, esperando. Quizá los demás estuvieran contando algo interesante, ¿de qué hablaban?
Que la temporada de pesca había sido mala, que los hom­bres emigraban. Hablaban de salarios y del paro. El joven in­sultaba al Gobierno. William Bankes, pensando en lo satis­factorio que era poder dedicarse a algo semejante cuando la vida íntima era desagradable, le oyó decir que se trataba de «uno de los decretos más escandalosos de este Gobierno». Lily escuchaba, Mrs. Ramsay escuchaba, todos escuchaban. Pero, ya aburrida, Lily pensaba en que había algo de lo que carecían esas palabras; Mrs. Bankes pensaba en que faltaba algo. Mientras se recogía el chal, Mrs. Ramsay pensaba en que faltaba algo. Todos ellos, escuchando atentamente, pen­saban: «a los cielos pido que no tenga que dar mi verdadera opinión sobre esto»; porque todos pensaban: «Los demás se sienten igual. Están irritados e indignados con el Gobierno por lo de los pescadores, pero, yo, en el fondo, no siento nada acerca de ello.» Pero quizá, pensaba Mr. Bankes, miran­do a Mr. Tansley, sea éste el hombre. Siempre se esperaba al hombre. Había siempre una oportunidad. En cualquier mo­mento podía aparecer un nuevo dirigente; un hombre ge­nial, porque la política no dejaba de ser como las demás ac­tividades. Probablemente a nosotros, los anticuados, nos pa­recerá desagradable, pensaba Mr. Bankes, intentando ser comprensivo; porque sabía, a través de una curiosa sensa­ción física, como si se le encresparan los nervios de la colum­na vertebral, que era parte interesada, en cierta medida, por­que tenía celos; en parte, más probablemente, por su trabajo, por sus opiniones, por su ciencia; y por lo tanto no era per­sona muy receptiva, porque Mr. Tansley parecía decir: Han desperdiciado ustedes sus vidas. Están equivocados todos us­tedes. Pobres viejos caducos, se han quedado ustedes en el pasado. Parecía demasiado poseído, este joven; y no tenía modales. Pero Mr. Bankes se vio obligado a reconocer que te­nía valor, tenía talento, manejaba los datos con aplomo. Qui­zá, pensaba Mr. Bankes, mientras Mr. Tansley insultaba al Gobierno, haya mucho de cierto en lo que dice.
-Veamos... -decía. Seguían hablando de política, y Lily miraba la hoja del mantel; Mrs. Ramsay, dejando la discu­sión en manos de los dos hombres, se preguntaba por qué le aburría tanto esta conversación, y deseaba que dijera algo su marido, a quien veía en el otro extremo de la mesa. Una sola palabra, se decía. Porque con una sola cosa que dijera eso se­ría bastante. No se andaba con rodeos. Le preocupaban los pescadores y sus salarios. Perdía el sueño pensando en ellos. Todo era diferente cuando hablaba, cuando hablaba no ha­bía que pensar en suplicar que no se viera lo poco que le im­portaba a uno, porque sí que le importaba. Entonces, al dar­se cuenta de que era porque lo admiraba tanto, y que por eso esperaba que hablase, se sintió como si alguien hubiera esta­ba elogiando a su marido y su matrimonio, y se puso roja, sin darse cuenta de que había sido ella misma quien lo había alabado. Dirigió la mirada hacia él, esperando encontrar todo esto reflejado en su cara, que tendría un aspecto radian­te... Pero, ¡nada de eso! Tenía la cara deformada por una mueca, tenía gesto de irritación, tenía el ceño fruncido, esta­ba rojo de cólera. ¿Qué demonios pasaba? ¿Qué podía haber pasado? Que el pobre Augustus había pedido otro plato de sopa... eso era todo. Era algo inimaginable, era una desdicha (se lo hizo saber mediante señas desde el otro extremo de la mesa) que Augustus se atreviera a comer otro plato de sopa. Le disgustaba profundamente que la gente siquiera comien­do cuando él había terminado. Veía cómo la ira le brotaba en los ojos, como si fuera una jauría de perros; se veía en su ceño; y pensaba que de un momento a otro iba a estallar con gran violencia, pero, ¡gracias a Dios!, le vio tirar de las rien­das, y frenarse a sí mismo, y todo su cuerpo pareció despren­der chispas, aunque no dijera una palabra. Se quedó sentado, muy enfadado. No había dicho nada, sólo quería que ella se diera cuenta. ¡Por lo menos había sabido controlarse! Pero, después de todo, ¿por qué el pobre Augustus no podía pedir otro plato de sopa? Se había limitado a tocarle el brazo a Ellen, y a decirle:
-Ellen, por favor, otro plato de sopa -y entonces Mr. Ramsay se había enfadado.
Pero ¿por qué no?, se preguntaba Mrs. Ramsay. Si quería, ¿por qué no darle otro plato de sopa a Augustus. Odiaba a los que se revolcaban en la comida, Mr. Ramsay la miraba azorado. Detestaba que las cosas se prolongasen durante horas. Pero se había controlado, Mr. Ramsay quería que lo advirtie­se, aunque el espectáculo había sido repugnante. Pero ¿por qué demostrarlo de forma evidente?, se preguntaba Mrs. Ram­say (se miraban desde los extremos de la larga mesa, y se en­viaban estas preguntas y respuestas; ambos sabían exacta­mente lo que pensaba el otro). Todos podían haberse dado cuenta, pensaba Mrs. Ramsay. Rose se había quedado miran­do a su padre, Roger se había quedado mirando a su padre; ambos comenzarían a reírse de forma incontrolada de un momento a otro; se daba cuenta, y dijo al momento (la ver­dad es que ya era hora):
-Encended las velas -al momento se levantaron de un salto, y empezaron a rebuscar en el aparador.
¿Por qué no sabía disimular sus emociones?, se pregunta­ba Mrs. Ramsay, y se preguntaba también si Augustus se ha­bría dado cuenta. Quizá sí, quizá no. No pudo evitar sentir respeto hacia la compostura con la que estaba sentado, be­biendo la sopa. Si quería sopa, la pedía. Si se reían de él, o se enfadaban por su culpa, le daba igual. A él no le gustaba ella, lo sabía; pero en parte por ese motivo, la respetaba; y al ver­lo beber la sopa, grande y tranquilo, en la penumbra, monu­mental, contemplativo, se preguntaba cuáles serían los senti­mientos de él, y por qué estaba siempre contento y tenía un aspecto tan digno; y pensó en cuánto quería a Andrew, a quien llamaba a su habitación, y, según decía Andrew, «le en­señaba cosas». Se quedaba todo el día en el jardín, presumi­blemente pensando en su poesía, hasta que terminaba por re­cordarle a una a un gato que estuviera acechando a los pája­ros, y luego daba palmas con las zarpas, cuando había dado con la palabra que le faltaba, y su mando decía: «El bueno de Augustus es un poeta de verdad», lo cual en boca de su ma­rido era un gran elogio.
Hubo que poner ocho velas sobre la mesa, y tras la prime­ra vacilación, la llama se irguió, y sacó a la luz toda la mesa, en medio había una fuente de color amarillo y púrpura. Mrs. Ramsay se preguntaba qué había hecho con ella Rose, porque las uvas y peras, las pieles de color rosa, con sus pi­cos, los plátanos, todo le hacía pensar en un trofeo arrebata­do al fondo del mar, en el banquete de Neptuno, en el raci­mo que le cuelga a Baco del hombro (en algún cuadro), en­tre pieles de leopardo, la procesión de antorchas rojas y dora­das... Así, bajo la repentina luz, parecía poseer gran tamaño y profundidad, era un mundo al que podía llevar una su pro­pio cayado, y comenzar a ascender por los montes, pensaba, y bajar a los valles, y con placer (porque los unió fugazmen­te) veía que también Augustus disfrutaba de la fuente de fru­ta con los ojos, se zambullía, cortaba una flor aquí, cortaba un esqueje más allá, y regresaba, tras el festín, a su colmena. Era su forma de mirar, diferente de la de ella. Pero el mirar juntos los unía.
Ya estaban encendidas las velas, y las caras a ambos lados de la mesa parecían estar más juntas por efecto de la luz, y formaban, como no lo habían hecho en la luz del anochecer, un grupo reunido en torno a una mesa, porque la noche ha­bía sido excluida por los cristales, que, lejos de dar una ima­gen correcta del mundo exterior, lo mostraba como si estu­viera haciendo ondas, de una forma que aquí, en el interior de la habitación, parecía estar el orden y la tierra firme; pero afuera había un reflejo en el que las cosas temblaban y desa­parecían, se hacían agua.
Hubo un cambio que afectó a todos, como si esto hubie­ra sucedido de verdad, y todos fueran conscientes de ser un grupo en medio del vacío, en una isla; como si los uniera la causa común contra la fluidez del exterior. Mrs. Ramsay, que había estado inquieta, y había esperado con impaciencia a que vinieran Paul y Minta; y que se había sentido impotente para arreglar las cosas, veía ahora que la ansiedad se había trocado en espera. Porque tenían que llegar; y Lily Briscoe, intentando analizar la causa de esta alegría repentina, lo com­paraba con aquel otro momento en el campo de tenis, cuan­do lo sólido de repente se había desvanecido, y se habían in­terpuesto entre ellos vastos espacios; y ese mismo efecto lo habían obtenido las velas en la habitación, algo escasa de muebles, y las ventanas sin cortinas, y el aspecto como de máscaras de las caras bajo la luz de las velas. Se les había qui­tado un peso de encima; puede pasar cualquier cosa, pensó. Tienen que venir ya, pensó Mrs. Ramsay mirando hacia la puerta, y en aquel momento, Minta Doyle, Paul Rauley y una doncella con una fuente, entraron a la vez. Llegaban tarde, llegaban muy tarde, dijo Minta, al dirigirse hacia los extremos opuestos de la mesa.
-He perdido el broche... el broche de mi abuela -dijo Minta con un tono de lamento en la voz, y con lágrimas en sus grandes ojos castaños, mientras bajaba la mirada, y volvía a mirar hacia arriba, junto a Mr. Ramsay, quien sintió que se despertaban sus sentimientos caballerescos, y quiso tomarle el pelo.
¿Cómo podía ser tan boba?, le preguntó, cómo se le ha­bía ocurrido eso de ir a saltar por las piedras con las joyas puestas.
A ella en cierta forma la aterrorizaba: le daba miedo su in­teligencia; la primera noche de su llegada, se había sentado junto a él, estuvieron hablando de George Eliot, se quedó asustada, porque el tercer volumen de Middlemarch se le ha­bía quedado en el tren, y nunca supo cómo acababa la nove­la; pero después se llevaron muy bien, a ella hasta le gustaba parecer más ignorante de lo que era, porque a él le gusta­ba llamarla boba. Esta noche, aunque se reía de ella sin ro­deos, no le daba miedo. Además, en cuanto entró en la habi­tación, supo que había ocurrido un milagro; llevaba un halo dorado; a veces lo llevaba; otras, no. No sabía por qué apare­cía, o por qué no, o si lo llevaba antes de entrar en la habita­ción, lo que sí sabía es que se daba cuenta por la forma en que la miraban los hombres. Sí, esta noche lo llevaba, y muy visible; lo sabía por la forma en que Mr. Ramsay le había di­cho que no fuera boba. Se sentó a su lado, sonriendo.
Debe de haber sucedido, pensaba Mrs. Ramsay: se han comprometido. Durante un momento sintió lo que creía que nunca volvería a sentir: celos. Porque él, su marido, tam­bién los sentía: el esplendor de Minta; a él le gustaban estas chicas, estas muchachas de un rojizo dorado, que eran algo volubles, acaso algo arbitrarias e indomables, que no «se arrancaban el cabello a fuerza de cepillarlo», que no eran, como decía de la pobre Lily Briscoe, unas «cuitadas». Había un rasgo que ni ella poseía, un brillo, una riqueza, que le atraía, que le divertía, que le hacía tener predilección por mu­chachas como Minta. Y estaban autorizadas a cortarle el pelo, a trenzarle las cadenas del reloj, o incluso a interrumpirle cuando trabajaba, gritándole (las oía gritar): «¡Venga Mr. Ramsay, vamos a ganarles!», y él dejaba el trabajo, y se ponía a ju­gar al tenis.
Pero, en el fondo, no era celosa; sólo de vez en cuando, cuando en el espejo aparecía un mirada de resentimiento por haber envejecido, quizá, por su propia culpa. (La factura del invernadero, y todo lo demás.) Les estaba agradecida porque se reían de él («¿Cuántas pipas ha fumado hoy, Mr. Ram­say?», etc.), y hasta parecía más joven; era un hombre muy atractivo para las mujeres, no era un hombre triste, no estaba hundido bajo el peso de su obra, o de los sufrimientos del mundo, ni por su fama o sus fracasos, sino que volvía a ser como lo había conocido: serio, pero galante; que la ayudaba a desembarcar, lo recordaba; con reacciones deliciosas, como ésta (lo miró, y tenía un aspecto asombrosamente joven, mientras le tomaba el pelo a Minta). Porque a ella -«aquí», dijo, y ayudó a la muchacha suiza a colocar con cuidado ante ella la gran cazuela oscura en la que estaba el Bœuf en Dau­be-, a ella los que le gustaban eran los tontorrones. Paul te­nía que sentarse junto a ella. Le había guardado el sitio. A de­cir verdad, pensaba que lo que más le gustaba de ella eran es­tos tontorrones. Los que no venían a importunarla a una con lo de sus tesis. ¡Cuánto se perdían, después de todo, estos jó­venes tan inteligentes! Cuán inevitable era que se secaran. Mientras se sentaba, pensaba en que había algo encantador en Paul Rayley. Tenía unos modales encantadores, según ella, tenía una nariz perfecta, y los ojos azules. Era tan considera­do. ¿ Le contaría, ahora que los demás habían reanudado la conversación, lo que había sucedido?
-Regresamos, para buscar el broche de Minta -le dijo, tras sentarse junto a ella. «Regresamos»: con eso bastaba. Se dio cuenta, por el esfuerzo, por la elevación del tono de voz para atreverse con una expresión de difícil pronunciación, de que era la primera vez que hablaba de «nosotros». «Hicimos, fuimos.» Seguirían diciéndolo el resto de sus vidas, pensaba. Al destapar Marthe, con un movimiento delicado, la gran ca­zuela oscura, se desprendió un exquisito olor a aceite, a acei­tunas y a jugo. La cocinera se había pasado tres días prepa­rando el plato. Tenía que llevar el mayor cuidado, pensaba Mrs. Ramsay, tenía que investigar entre la blanda masa, para hallar una pieza especialmente tierna para William Bankes. Miraba hacia el interior, hacia las relucientes paredes de la ca­zuela, hacia la mezcla de jugosas carnes de color castaño y amarillas, con hojas de laurel y vino, y pensaba: Esto servirá para conmemorar este momento; la invadió una rara sensa­ción, extraña y tierna simultáneamente, de estar celebrando una fiesta, como si se hubieran convocado en ella dos emo­ciones diferentes; una profunda: porque, qué hay más im­portante que el amor del hombre hacia la mujer, qué es más imperioso, más impresionante, pues lleva en su seno las se­millas de la muerte; pero, por otra parte, a la vez, estos aman­tes, estas gentes que inauguraban la ilusión con ojos brillan­tes, debían ser recibidos con danzas de burla, y debían ador­narse con guirnaldas.
-Es un triunfo -dijo Mr. Bankes, dejando, durante unos momentos, el cuchillo sobre la mesa. Había comido con cui­dado. Estaba rico, estaba tierno. Se había cocinado de forma perfecta. ¿Cómo se las arreglaba para hacer cosas como ésta en un lugar tan apartado?, le preguntó. Era una mujer mara­villosa. Todo el amor que él le tenía, la veneración, habían re­gresado; ella era consciente de ello.
-Es una receta francesa de mi abuela -dijo Mrs. Ram­say, y resonaba en su voz una satisfacción inmensa. Claro que era francesa. Lo que en Inglaterra se toma por alta coci­na es abominable (se mostraron de acuerdo). Consiste en po­ner repollos a remojo. Consiste en asar la carne hasta que se queda como cuero. Consiste en quitar la deliciosa piel a las verduras. «En la que -dijo Mr. Bankes- se contiene toda la virtud de las verduras.» Y es un despilfarro, dijo Mrs. Ram­say. De lo que desperdiciaban las cocineras inglesas, podía vi­vir toda una familia francesa. Con el acicate del afecto rena­cido de William, y pensado en que todo estaba bien de nue­vo, y en que ya no tenía que estar inquieta, y en que podía disfrutar del triunfo y de las bromas, se reía, hacía gestos, has­ta que Lily pensó: Qué infantil, qué absurda era, ahí sentada, con toda su belleza desplegada de nuevo, hablando de las pieles de las verduras. Había algo que asustaba en ella. Era irresistible. Al final siempre conseguía lo que quería, pensaba Lily. Lo había conseguido: Paul y Minta, estaba claro, ya es­taban comprometidos. Mr. Bankes había venido a la cena. Hacía alguna magia con todos ellos, sencillamente deseando las cosas de forma inmediata, y Lily comparaba esa abundan­cia con su propia pobreza de espíritu, y suponía que era en parte la creencia (porque tenía la cara como iluminada; y, aunque no parecía más joven, estaba radiante) en esta cosa extraña, aterradora, lo que convertía a Paul Rayley, el cen­tro de ella, en un temblor, pero abstracto, absorto, mudo. Mrs. Ramsay, al hablar de las pieles de las verduras, exaltaba eso, lo adoraba; imponía las manos sobre ello para calentár­selas, para protegerlo; sin embargo, aunque había consegui­do que todo esto sucediera así, en cierta forma se reía, guia­ba a sus víctimas, pensaba Lily, hasta el altar. Ahora la al­canzó a ella también la emoción, la vibración de amor. ¡Qué insignificante se sentía junto a Paul Rayley! Él estaba radiante, luminoso; ella, distante, crítica; él, destinado a la aventura; ella, anclada a la orilla; ella, solitaria, abandona­da; estaba dispuesta a suplicar que le dejaran participar... si fuera en una catástrofe, incluso en esa catástrofe; y dijo con timidez:
-¿Cuándo ha perdido Minta el broche?
Sonrió con su más exquisita sonrisa, velada por los recuer­dos, teñida de sueños. Movió la cabeza.
-En la playa –dijo-. Iré a buscarlo -añadió-, me le­vantaré pronto.
Como esto era secreto para Minta, bajó la voz, y dirigió la mirada hacia ella, estaba riéndose, junto a Mr. Ramsay.
Lily quería mostrar con energía y rabia su deseo de serle útil, previendo que en la madrugada sería ella quien encon­trara el broche en la playa, apenas oculto por una piedra, para poder ser una entre los marinos y aventureros. Pero, ¿qué le contestó a su ofrecimiento? Con una emoción que en realidad pocas veces se consentía, dijo:
-Déjeme ir con usted -y él se rió. Quiso decir sí o no, o ambos. Pero no era el significado, era la clase de risa con la que había respondido, como si hubiera dicho: Tírese por el acanti­lado, si lo desea, me da igual. Floreció en la mejilla de ella todo el calor del amor, su horror, su crueldad, su egoísmo. La que­maba, y Lily, dirigiendo la mirada hacia Minta, al otro extre­mo de la mesa, dirigiéndose con cortés amabilidad a Mr. Ram­say, sintió una contracción al pensar en ella expuesta a esos colmillos, y se sintió agradecida. Porque, en todo caso, se dijo, al ver el salero sobre el dibujo, ella no necesitaba casarse, gra­cias sean dadas a los cielos: no necesitaba tener que someterse a esa degradación. Se había evitado esa disminución. Llevaría el árbol todavía un poco más hacia el centro.
Tal era la complejidad de las cosas. Porque lo que le había sucedido, en su estancia con los Ramsay, era que ahora sen­tía a la vez dos cosas completamente opuestas; una cosa es lo que otro siente, eso es una; otra cosa es lo que una siente; y ambas se peleaban en su mente, como sucedía ahora. Es tan hermoso, tan emocionante, este amor, que tiemblo ante su culminación, y, en contra de mis hábitos, me ofrezco para ir a buscar un broche en la playa; y a la vez es la más estúpida, la más bárbara de las pasiones humanas, y convierte a un jo­ven muy agradable, que tiene un perfil como una piedra pre­ciosa (era exquisito el perfil de Paul) en un matón con una barra de hierro (era fanfarrón, insolente) en medio de Mile End Road. Sí, se dijo, desde los albores del tiempo se han cantado odas al amor; se han amontonado guirnaldas y ro­sas; si se les preguntara, nueve de cada diez personas dirían que es lo único que quieren; mientras que las mujeres, a juz­gar por su experiencia, no dejarían de pensar, en todo mo­mento: No es esto lo que queremos; no hay nada más tedio­so, pueril, aburrido e inhumano que el amor; aunque tam­bién nada es tan hermoso y necesario. Y bien, ¿y bien?, preguntaba, esperando, en cierta forma, que los demás si­guieran discutiendo, como si en una discusión como ésta una se limitara a arrojar su dardo que inevitablemente se que­daba corto, y dejara que los demás siguieran adelante. De for­ma que siguió escuchando lo que decían por si arrojaban al­guna luz sobre el asunto del amor.
-Además está lo de ese líquido -decía Mr. Bankes- al que los ingleses llaman café.
-¡Ah, claro, el café! -dijo Mrs. Ramsay. En realidad, se trataba (estaba muy animada, se dijo Lily, hablaba con vehe­mencia) de que hubiera buena mantequilla y de que hubiera leche en buenas condiciones. Hablaba con entusiasmo y elo­cuencia; describía los inconvenientes de las lecherías ingle­sas, y en qué estado se dejaba la leche junto a las puertas; es­taba a punto de documentar estas acusaciones, porque había investigado ese asunto, cuando toda la mesa, comenzando por Andrew, en el centro, como fuego que saltara de una mata de árgoma a otra, rompió a reír: todos sus hijos se reían, su marido se reía; se reían de ella, era como si la rodeara el fuego; se vio obligada a arriar banderas, a rendir la artillería; su única respuesta consistió en explicar a Mr. Bankes que toda estas chanzas y bromas eran el precio que tenía que pa­gar por censurar los prejuicios de los ingleses ante ellos mis­mos.
Sin dudarlo, sin embargo, porque tenía presente que Lily la había ayudado con Mr. Tansley, y no participaba de las burlas, la segregó de los demás; «Lily, al menos, está de acuer­do conmigo»; Lily, un tanto agitada, levemente sobresaltada, fue atraída a su campo. (Pensaba en el amor.) Ni Lily ni Charles Tansley participaban de las burlas, creía Mrs. Ram­say. Ambos padecían por el resplandor de la otra pareja. Evi­dentemente, él se sentía relegado: en cuanto Paul Rayley es­tuviera en la misma habitación que él, ni una mujer le dirigi­ría una mirada. ¡Pobre hombre! Sin embargo siempre tendría su tesis, lo de la influencia de alguien sobre algo: sabía cui­darse solo. Lo de Lily era diferente. Ante el esplendor de Minta, se desvaía; pasaba aún más inadvertida, con el vesti­dito gris, la carita arrugada, los ojillos orientales. Era tan di­minuto todo en ella. Sin embargo, pensaba Mrs. Ramsay, comparándola con Minta, mientras le pedía ayuda (porque Lily podría confirmar que no hablaba ella más sobre las le­cherías que su marido acerca de los zapatos: podía pasarse una hora hablando de zapatos), a los cuarenta, Lily sería la mejor de las dos. Lily tenía cabeza, pasión; había algo singu­lar en ella que a Mrs. Ramsay le gustaba mucho, pero se tra­taba de algo que, se temía, los hombres no advertían. No, claro que no, a menos que fuera un hombre mucho mayor, como William Bankes. Porque a él sí le importaba, es decir, a veces Mrs. Ramsay pensaba que a él sí le importaba ella, quizá desde la muerte de su esposa. No estaba «enamorado», por supuesto; se trataba de una de esas emociones inclasifica­bles de las que hay tantas por ahí. Tonterías, tonterías, pensa­ba: William tenía que casarse con Lily. Tienen mucho en co­mún. A Lily le encantan las flores. Ambos son fríos, guardan las distancias, saben valerse por sí solos. Tenía que arreglárse­las para que dieran un largo paseo juntos.
Impensadamente los había colocado a uno enfrente del otro. Eso podría arreglarse mañana. Si hiciera bueno, po­drían hacer una excursión. Todo parecía posible. Todo pare­cía bien. Ahora (pero esto no puede durar, pensaba, disocián­dose del momento mientras todos hablaban de zapatos), justo ahora había recobrado la calma; planeaba como un hal­cón en el aire; ondeaba como una bandera en el aire de la alegría que inundaba todos los nervios de su cuerpo plena y dulcemente, sin ruido, con solemnidad; porque nacía esta alegría, pensó, al ver cómo comían, de su marido, de sus hi­jos, de sus amigos; todo ello brotaba en esta profunda quie­tud (estaba sirviendo a William Bankes un bocado más, y es­crutaba en las profundidades de la cazuela de barro), y se quedaba, sin una razón concreta, como humo, como unos vapores que ascendieran, que los mantuvieran unidos a to­dos. No hacía falta decir nada, no podía decirse nada. Había algo que los incluía a todos. Participaba, pensaba ella, mien­tras le servía a Mr. Bankes, con todo cuidado, una pieza par­ticularmente tierna, de la eternidad; como ya lo había senti­do respecto de algo diferente aquella misma tarde; hay cohe­rencia en las cosas, estabilidad; algo, quería decir, que es inmune al cambio, algo que deslumbra (echó una mirada fu­gaz a la ventana con sus ondas de luces reflejadas) en la su­perficie de lo cambiante, lo fugitivo, lo espectral, como un rubí; de forma que volvió a tener esta noche la sensación que ya había tenido ese mismo día, de paz, de descanso. De mo­mentos semejantes, pensó, se hace la eternidad. Éste era un momento de los que permanecían.
-Sí, por supuesto -le aseguró a William Bankes-, hay de sobra para todos.
-Andrew -dijo-, baja el plato, o se me va a derramar todo.
-El Boeuf en Daube ha sido un triunfo completo. Aquí, sintió, dejando el cucharón, estaba ese espacio en calma que hay en el corazón de las cosas, donde una podía seguir mo-viéndose o descansar; podía esperar (estaban servidos) escu­chando; podía, como un halcón que cae de su altura de re­pente, exhibirse, hundirse en las risas con facilidad, dejar re­posar todo su peso sobre lo que en el otro extremo de la mesa decía su marido acerca de una cifra: la raíz cuadrada de mil doscientos cincuenta y tres, que casualmente era el nú­mero de su billete del tren.
¿Qué sentido tenía todo esto? No tenía ni la más remota idea. ¿Raíz cuadrada? ¿Qué será eso? Lo sabrán sus hijos. Respecto de raíces cuadradas o cúbicas, dependía de ellos; de eso hablaban; y también de Voltaire, de Madame de Staël, de la personalidad de Napoleón, de los títulos de propie­dad de las tierras en Francia, de lord Roseberry, de las memo­rias de Creevey. Dejaba que la sostuviera, la apoyara este edi­ficio de la inteligencia masculina, que iba de arriba abajo, que cruzaba de acá para allá, como bastidores de hierro que dieran forma a la vacilante tela, que sujetaran el mundo, de forma que podía confiar plenamente en ello, incluso con los ojos cerrados, o parpadeando aprisa, como parpadea un niño al contemplar desde la cama las miríadas de hojas que for­man el árbol. Entonces se despertó. Todavía estaba la tela en el telar. William Bakes elogiaba la serie de novelas de Waver­ley.
Leía una de la serie cada seis meses, dijo su marido. Pero ¿por qué tendría que enfadarse por eso Charles Tansley? No tardó nada (y todo, pensaba Mrs. Ramsay, porque Prue no le hace ni caso) en censurar agriamente las novelas de Waverley, de las que no sabía nada, nada en absoluto, pensaba Mrs. Ram­say, observándolo, más que atendiendo a lo que decía. Se daba cuenta por los modales: quería afirmarse, sería así hasta que consiguiera la cátedra o se casara, y ya no necesitara de­cir continuamente «yo, yo, yo.» Porque a eso se reducía su crítica literaria de sir Walter Scott, o quizá se tratara de Jane Austen. «Yo, yo, yo.» Pensaba en él mismo, en la impresión que causaba; lo sabía por el sonido de la voz, por la vehe­mencia y el nerviosismo. Le vendría bien el éxito. Seguían. No tenía necesidad de seguir escuchando. Sabía que no po­día durar, pero en ese momento sus ojos habían adquirido tal clarividencia que podía recorrer la mesa desvelando de cada uno de ellos sus pensamientos y sentimientos, sin difi­cultad, al igual que esa luz que se introduce en el agua de for­ma que las ondas y los juncos y los pececillos que parecen buscar su equilibrio, y la repentina trucha silenciosa, todos ellos se iluminan de repente, y aparecen suspendidos, tem­blorosos. Así los veía, así los escuchaba; dijeran lo que dije­ran, siempre tenían esta característica, como si las palabras que decían fueran como el movimiento de la trucha, cuando a la vez se ve la onda y los guijarros, algo a la derecha, algo a la izquierda, y sólo se percibe el conjunto; mientras que en la vida de siempre tenía ella que echar la red, separar una cosa de otra; tendría que haber dicho que le gustaban las novelas de la serie de Waverley, o que no las había leído, tendría que avanzar a toda costa, pero no dijo nada, permaneció como suspendida.
«Sí, pero ¿alguien cree que durará?», dijeron. Era como si proyectara unas temblorosas antenas, que, al interceptar cier­tas frases, le obligara a prestarles atención. Ésta era una de ellas. Olfateaba peligro para su marido. Una pregunta como ésta, casi inevitablemente, acabaría recibiendo una respuesta que terminaría por recordarle su propio fracaso. Cuánto tiempo se le seguiría leyendo: lo pensaría al momen­to. William Bankes (que carecía por completo de esta vani­dad) se rió, y dijo que él no atribuía ninguna importancia a los cambios de moda. ¿Quién podría decir qué es lo que iba a durar, ni en literatura ni en ninguna otra cosa?
-Disfrutemos de lo que disfrutamos -dijo. Su integri­dad le parecía a Mrs. Ramsay admirable. Nunca parecía pen­sar: Pero, esto ¿cómo me afecta? Sin embargo, cuando esta­ba del otro humor, del que necesitaba alabanzas, premios, era natural que comenzara (bien sabía que Mr. Ramsay esta­ba comenzando) a sentirse incómodo; a querer que alguien dijera: Ah, no, su obra sí que durará, Mr. Ramsay, o algo pa­recido. Ahora mostraba su malestar de forma patente, al de­cir, con cierta irritación, que, en todo caso, Scott (o era Sha­kespeare?) a él le duraría toda la vida. Lo dijo enfadado. To­dos, pensaba ella, se sentían algo incómodos ahora, sin saber por qué. Entonces, Minta Doyle, que tenía un instinto muy fino, dijo un disparate, algo absurdo, que ella pensaba que en el fondo a nadie le gustaba leer a Shakespeare. Mr. Ramsay dijo de forma bastante sombría (aunque ya se había distraído de nuevo) que a pocos les gustaba tanto como decían. Pero, añadió, no obstante, algunas de las obras no carecen de verda­dero mérito; Mrs. Ramsay se dio cuenta de que de momento las cosas estaban bien; se reía de Minta, y ella, Mrs. Ramsay vio, al advertir lo preocupado que estaba consigo mismo, a su manera, vio que se ocupaban de él, que lo alababan, de la forma que fuera. Pero deseaba que no fuera necesario, y qui­zá fuese culpa de ella el que fuera necesario. En todo caso, podía escuchar con toda libertad lo que Paul Rayley decía sobre los libros que se leían en la infancia. Duraban, decía. En la escuela había leído algo de Tolstói. Había uno que no se le había olvidado, aunque no recordaba el nombre. Los nombres rusos son imposibles, dijo Mrs. Ramsay. «Vronski», dijo Paul. Lo recordaba porque siempre había pensado que era un buen nombre para un malvado. «Vronski», dijo Mrs. Ramsay. «Ah, Anna Karénina», pero no siguieron mu­cho tiempo en esta dirección: los libros no eran lo suyo. No, Charles Tansley, en lo que se refería a libros, los pondría al día en un segundo, pero todo lo mezclaba con cosas como <Es correcto lo que estoy diciendo?, ¿Estoy causando buena impresión?, y, después de todo, terminaba una sabiendo más acerca de él que de Tolstói; mientras que cuando Paul habla­ba, hablaba sencillamente de las cosas, no de sí mismo. Como todos los estúpidos, tenía además su propia humildad y respeto hacia los sentimientos del interlocutor, lo cual, de vez en cuando, a ella le parecía atractivo. Ahora no estaba pensando en sí mismo ni en Tolstói, sino en si ella tenía frío, si le daba la corriente, si querría una pera.
No, dijo, no quería una pera. A decir verdad había estado de guardia ante el frutero (sin darse cuenta), celosa, con la es­peranza de que nadie lo tocara. Había dejado descansar la mirada entre las curvas y sombras de la fruta, entre los ricos púrpuras de las uvas escocesas, por el dentado borde una cás­cara, juntando un amarillo con un púrpura, una curva con un círculo, sin saber por qué lo hacía, o por qué, cada vez que lo hacía, se sentía cada vez más serena; hasta que, ay, qué pena que tuviera que pasar, se acercó una mano, cogió una pera, destruyó el efecto. Miraba a Rose con cariño. Miraba a Rose, sentada entre Jasper y Prue. ¡Qué raro que tu propia hija hubiera hecho eso!
Qué extraño verlos sentados ahí, en fila, sus hijos, Jasper, Rose, Prue, Andrew, apenas hablaban, pero disfrutaban de al­gún chiste de los suyos, suponía, por cómo se les movían los labios. Era algo completamente diferente de todo lo demás, algo que atesoraban para reírse de ello cuando estuvieran en las habitaciones. No era de su padre, confiaba. No, creía que no. Se preguntaba qué sería, con tristeza, porque pensaba en que se reirían de lo que fuera cuando ella no estuviera delan­te. Era algo que atesoraban tras esas caras inmóviles, fijas, como máscaras, porque los niños no participaban con facili­dad en la conversación; en realidad, eran vigías, inspectores, un poco por encima o aparte de los adultos. Pero al mirar a Prue esta noche, vio que esto no era del todo cierto en lo que se refería a ella. Estaba comenzando, moviéndose, empezaba a descender. Iluminaba su cara una luz muy delicada, como si el color encendido de Minta, sentada frente a ella, con su intensidad, su anticipación de la felicidad, se reflejara en ella, como si el sol del amor entre hombres y mujeres naciera tras el borde del mantel, y sin saber qué era se inclinara hacia él, lo saludara. Se quedaba mirando a Minta, con timidez, pero con curiosidad, de forma que Mrs. Ramsay miraba a una y otra, y decía, hablando mentalmente con Prue: Cualquier día de éstos serás tan feliz como ella. Más feliz, agregaba, por­que eres mi hija; su propia hija tenía que ser más feliz que las hijas de otras personas. Pero la cena había terminado. Ha­bía que levantarse. Ya sólo jugaban con lo que había en los platos. Sólo esperaba a que terminaran de reírse de algún cuento que había contado su marido. Se reían con Minta respecto de algo sobre una apuesta. Se levantaría en cuanto acabara.
Le gustaba Charles Tansley, pensó de repente; le gustaba su risa. Le gustaba por estar tan enfadado con Paul y Minta. Le gustaba lo torpe que era. Era un joven interesante, a pesar de todo. También Lily, pensaba, dejando la servilleta junto al plato, siempre tiene algo de qué reírse para sus adentros. No tenía una que preocuparse por Lily. Esperaba. Doblaba la ser­villeta bajo el borde del plato. Bueno, ¿ya habían terminado? No. El cuento había desembocado en otro cuento. Su mari­do estaba muy animado esta noche, quería, se figuraba, re­conciliarse con el bueno de Augustus, después de lo de la sopa, y lo había unido al grupo..., contaban cuentos de al­guien a quien habían conocido en la universidad. Miró hacia la ventana, donde las velas brillaban con más luz ahora que los cristales eran de color negro, y mirando hacia ese exterior las voces le parecían que sonaban muy extrañas, como si fue­ran las voces de una misa en una catedral, porque no atendía al sentido de las palabras. Las risas repentinas, y luego una sola voz (la de Minta) que hablaba, le recordaba los hombres y niños que cantaban palabras en latín de la misa en una ca­tedral católica. Esperaba. Su marido seguía hablando. Repe­tía algo, y supo que era poesía por el ritmo, y por el torio exaltado y melancólico de la voz.


Ven, sube por el sendero del jardín Luriana Lurilee.
La rosa china ha florecido, y zumba la amarilla abeja.


Las palabras (miraba hacia la ventana) sonaban como si fueran flores que flotaran sobre el agua de afuera, separadas de todos ellos, como si nadie las hubiera pronunciado, como si hubieran ingresado en la vida ellas solas.
Que todas las vidas que vivamos, que todas las vidas que haya Llenas estén acaso de árboles y hojas caducas.


No sabía lo que querían decir, pero, como música, tal parecía que su propia voz dijera estas palabras, pero fuera de ella misma, explicando con facilidad y naturalidad lo que había habido en su mente durante toda la tarde, aun­que hubiera hablado de cosas bien diferentes. Sabía, sin necesidad de mirar alrededor, que todos en la mesa escu­chaban:


Me pregunto si te lo parece a ti,
Luriana, Lurilee.


Atendían con la misma clase de gusto y placer que ella, como si eso fuera, por fin, lo que hubiera que decir, como si, por fin, fuera ésta la voz de ellos.
Se interrumpió la voz. Miró alrededor. Se obligó a levan­tarse. Augustus Carmichael se había levantado, y, sostenien­do la servilleta, como si fuera una larga túnica blanca, co­menzó a salmodiar:


A ver a los reyes montar a caballo
Por los prados, por praderas de margaritas,
con hojas de palmeras, con ramos de cedro,
Luriana, Lurilee.


Al pasar junto a él, se volvió hacia ella, repitió las últimas palabras:

Luriana, Lurilee.


Se inclinó ante ella, como si le hiciera una reverencia. Sin saber por qué, se dio cuenta de que le gustaba más de lo que le había gustado en toda su vida; y con una sensación de ali­vio y agradecimiento, le devolvió la reverencia, y cruzó la puerta que él mantenía abierta para que ella pasara.
Era imprescindible llevar las cosas unos pasos más allá.
Con el pie en el umbral, esperó un momento para disfrutar de una escena que se desvanecía mientras ocurría, y, a conti­nuación, se adelantó y cogió a Minta del brazo, y se fue de la habitación, y la escena cambió, se dio a sí misma formas di­ferentes; ya se había convertido, lo sabía, echando una últi­ma mirada por encima del hombro, en pasado.


18


Como de costumbre, pensó Lily. Siempre había algo que era obligatorio hacer en ese preciso momento, algo que Mrs. Ram­say había decidido, por razones propias, que era urgente ha­cer, aunque estuvieran todos contando chistes, como ahora, sin atreverse a decidir si iban a pasar a la biblioteca, al salón, o si iban a subir al ático. De repente veía una a Mrs. Ramsay, en medio de la confusa conversación, en pie, con Minta co­gida del brazo, recordándose: «Sí, esto es lo que hay que ha­cer ahora», para irse a continuación, con aires de secreto, a hacer algo a solas. En cuanto se hubo ido, se separaron: du­daron, se dispersaron; Mr. Bankes cogió a Charles Tansley del brazo, y se fueron a seguir hablando de lo que se había hablado en la mesa, de política: otorgaban una nueva corre­lación de fuerzas a la velada, haciendo que el peso recayera en un sentido diferente, como si, pensaba Lily, al verlos salir, al oír una o dos palabras sobre la política del Partido Laboris­ta, se hubieran subido al puente del barco para fijar la demo­ra; eso le pareció la sustitución de la poesía por la política; sa­lieron Mr. Bankes y Charles Tansley, mientras que los demás se quedaban mirando cómo Mrs. Ramsay subía sola por las escaleras con la lamparilla. ¿Adónde iba tan aprisa, se pre­guntaba Lily?
No es que en realidad corriera o pareciera tener prisa; a de­cir verdad, subía muy lentamente. Se sentía inclinada a que­darse quieta después de tanta charla, y a quedarse con una sola cosa, con la más importante; algo que fuera verdadera­mente importante; separarla, aislarla, quitarle todas las emo­ciones y las adherencias extrañas, y contemplarla, llevarla ante un tribunal, diligente como un cónclave, donde se sen­taran los jueces que ella hubiera elegido para juzgarla. ¿Es buena?, ¿mala?, ¿está bien?, ¿está mal?, etcétera. Así se re­componía tras la violencia del acontecimiento, y de forma tan inconsciente como incongruente, utilizaba las ramas del olmo de afuera para dar estabilidad a su posición. El mundo de ella cambiaba: ellas estaban quietas. El aconteci­miento le había dado una sensación de movimiento. Todo tenía que estar ordenado. Tenía que conseguir que esto es­tuviera bien, y lo de más allá, pensaba, dando por buena la digna quietud de los árboles; una vez más, y dando por buena también la soberbia elevación (como el pico de un barco sobre la cresta de una ola) de las ramas del olmo cuando el viento las subía. Porque hacía viento (se asomó un momento a mirar). Hacía viento, y las hojas se aparta­ban a veces, dejaban ver una estrella; las propias estrellas parecían estremecerse, parecían destellar entre los bordes de las hojas. Sí, ya estaba hecho: logrado; y, como todo lo con­cluido, era solemne. Ahora que lo pensaba, lejos de charlas y emociones, siempre había sido así, y sólo ahora se mostra­ba como era, y al mostrarse se volvía estable. Pensaba que, para el resto de la vida, siempre tendrían esta noche a la cual recurrir: la luna, el viento, la casa, también a ella. La halagaba, era su punto débil, el pensar que por mucho que vivieran, arraigada en los corazones, siempre estaría en ellos; esto, esto y esto, pensaba, mientras subía por las esca­leras, riéndose, aunque afectuosamente, del sofá del rellano (de su madre), de la mecedora (de su padre), del mapa de las Hébridas. Todo esto viviría de nuevo en las vidas de Paul y Minta; «los Rayley», hacía pruebas con el nuevo nombre; y sentía, con la mano en el tirador de la puerta del cuarto de los pequeños, esa comunidad de sentimientos con otras personas que brinda la emoción, como si los tabiques hu­bieran adelgazado tanto que prácticamente (era una emo­ción de alivio y felicidad) fuera todo un torrente; como si sillas, mesas y mapas fueran de ella, de ellos, no importaba de quién; como si Paul y Minta cogieran el relevo cuando ella hubiera muerto.
Asió el tirador con fuerza, para que no chirriara, y entró, apretando levemente los labios, como si recordara que no te­nía que hablar alto. Pero, en cuanto entró, se dio cuenta, con pesar, de que la precaución era innecesaria. Los niños no es­taban dormidos. Era un fastidio. Mildred tenía que tener más cuidado. James estaba completamente despierto, Cam estaba sentada en la cama, y Mildred se había levantado, es­taba descalza, eran casi las once, y estaban todos hablando. ¿Qué pasaba? Era otra vez el horrible cráneo. Le había dicho a Mildred que se lo llevara, pero a Mildred, por supuesto, se le había olvidado; Cam estaba completamente despierta, Ja­mes estaba completamente despierto, y estaba disputando, cuando hacía horas que deberían haber estado todos dormi­dos. ¿En qué estaría pensando Edward para enviar este ho­rroroso cráneo? Había sido demasiado inocente, y había de­jado que lo colgaran allí. Estaba clavado, había dicho Mil­dred; Cam no podía dormir si lo veía, pero James gritaba cuando intentaban quitarlo.
Cam tenía que dormirse (tenía unos cuernos muy grandes, decía...), tenía que dormirse y soñar con bonitos palacios, dijo Mrs. Ramsay, sentándose en la cama, junto a ella. Veía los cuernos, decía Cam, por toda la habitación. Era verdad. Pusieran donde pusieran la luz (James no podía dormir si no había luz) siempre había una sombra de los cuernos en algún sitio.
-Pero, Cam, piensa que es sólo un cerdo -decía Mrs. Ram­say-, un bonito cerdo negro, como los del campo.
Pero Cam pensaba que se trataba de algo horrible, cuyos cuernos la amenazaban desde cualquier punto del dormi­torio.
-Bueno, bueno -decía Mrs. Ramsay-, lo taparemos. Vieron cómo se dirigía a la cómoda, y cómo abría los ca­joncitos con rapidez, uno tras otro; al no ver nada que sirvie­ra, se quitó el chal, y lo enrolló sobre el cráneo, una y otra y otra vuelta; volvió donde Cam, y puso la cabeza casi a la mis­ma altura que la de ella sobre la almohada, y le dijo que aho­ra tenía un aspecto muy bonito; que a los duendes les gusta­ría; que era como un nido, como una hermosa montaña de las que había visto en el extranjero, con valles y flores, con campanas que repicaban, con pájaros que trinaban, con ca­britos y antílopes... Podía ver cómo las palabras le devolvían el eco del ritmo en la mente de Cam, cómo Cam las repetía a continuación: era una montaña, un nido, un jardín, y ha­bía diminutos antílopes; los ojos se abrían y cerraban; y Mrs. Ramsay seguía hablando de forma más monótona, más rítmicamente, más sin sentido; cómo tenía que cerrar los ojos para dormirse, para soñar con montañas y valles y estre­llas que caían y loros y antílopes y jardines, y todo maravillo­so, decía, levantando la cabeza muy despacio, y hablando cada vez más mecánicamente, hasta que se irguió por com­pleto, y vio que Cam estaba dormida.
Ahora, susurraba, acercándose a su cama, James también tiene que dormirse, porque, mira, decía, el cráneo del jabalí sigue ahí; no lo habían tocado; habían hecho lo que él que­ría; está ahí, intacto. Le aseguró que el cráneo estaba debajo del chal. Pero él quería hacer otra pregunta. ¿Irían al Faro al día siguiente?
No, mañana, no, dijo, pero irían pronto, le prometió; el próximo día que hiciera bueno. Era un niño bueno. Se tum­bó. Lo arropó. Pero nunca se le olvidaría, ella lo sabía; esta­ba enfadada con Charles Tansley, con su marido, con ella misma, porque ella le había hecho abrigar esperanzas. Al ir a colocarse bien el chal, recordó que lo había enrollado sobre el cráneo del jabalí; se levantó, bajó la ventana una o dos pul­gadas más, escuchó el viento, respiró la fresca brisa de la tran­quila noche, susurró buenas noches a Mildred, salió del dor­mitorio, y dejó que se deslizara con cuidado el resbalón de la cerradura.
Esperaba que no tirara los libros sobre el suelo en el piso de arriba, pensaba, recordando todavía lo molesto que era Charles Tansley. Porque ninguno de ellos dormía bien, eran niños nerviosos, y como había dicho lo que había dicho so­bre el Faro, no le extrañaría nada que derribara una pila de li­bros, justo cuando estuvieran a punto de dormirse, que los hiciera caer de la mesa de un codazo. Porque supuso que se habría ido arriba a estudiar. Tenía un aspecto tan triste..., pero se sentiría aliviada cuando se fuera; mañana procuraría que lo trataran mejor; sin embargo era admirable con su ma­ndo; tenía que cuidar los modales; sin embargo a ella le gus­taba cómo se reía; al pensar en esto, mientras bajaba por las escaleras, se dio cuenta de que se veía la luna por la ventana del rellano, la luna amarilla del equinoccio de primavera, se volvió, y la vieron, por encima de ellos, en pie, en las esca­leras.
«Mi madre», pensó Prue. Sí, Minta debería mirarla, Paul debería mirarla. Eso es lo auténtico, sintió, como si sólo hu­biera una persona así en todo el mundo; su madre. La adul­ta que había sido, hacía un momento, cuando hablaba con los demás, volvió a ser una niña; estaban jugando, lo que ha­bían estado haciendo era un juego; y eso, se preguntaba, ¿le gustaría o le disgustaría a su madre? Pensaba en lo afortuna­dos que eran Paul y Minta por poder verla, y en qué suerte tan grande la suya propia por tenerla. No quería crecer, ni irse de casa, y dijo, como una niña pequeña: «Estábamos pensando en bajar a la playa a ver las olas.»
Al momento, sin razón alguna, Mrs. Ramsay se convirtió en una muchacha de veinte años, llena de alegría. Se apode­ró de ella, repentinamente, un espíritu festivo. Claro que te­nían que ir, claro que tenían que ir, exclamaba, riéndose; y bajó corriendo los últimos tres o cuatro escalones; empezó a ir de uno a otro, a reírse, se puso el chal de Minta, empezó a decir que también a ella le gustaría ir, ¿regresarían muy tar­de?, ¿tenía alguien reloj?
-Paul tiene -dijo Minta.
Paul extrajo un hermoso reloj de oro de una funda de ga­muza para mostrárselo. Al exhibirlo en la palma de la mano, él pensó: «Lo sabe todo. No tengo que decir nada.» Decía al mostrarlo: «Lo he hecho, Mrs. Ramsay. Se lo debo todo a us­ted.» Al ver el reloj de oro en la palma de la mano, Mrs. Ram­say pensó: ¡Qué extraordinariamente afortunada es Minta! ¡Va a casarse con un hombre que guarda el reloj de oro en una funda de gamuza!
-¡Cómo me gustaría ir con vosotros! -exclamó.
Pero algo muy fuerte la retenía, algo que nunca pensó en preguntarse qué era. Claro que era imposible para ella ir con ellos. Pero, si no hubiera sido por lo otro, le habría gustado ir. Divertida por lo absurdo de su idea (qué afortunada por casarse con un hombre que guarda el reloj en una funda de gamuza), se fue con una sonrisa en los labios a la otra habi­tación, donde leía su marido.


19


Por supuesto, se dijo, al entrar en la habitación, había ve­nido a recoger algo que necesitaba. En primer lugar, quería sentarse en un sillón concreto, bajo una lámpara concreta. Pero quería algo más, aunque no sabía qué, no podía pensar en qué es lo que quería. Miró a su marido (cogiendo la labor del calcetín, y comenzando a tejer de nuevo), y advirtió que no quería que lo interrumpieran: era evidente. Leía algo que lo emocionaba como ninguna otra cosa. Esbozaba una son­risa, se dio cuenta de que intentaba dominar sus emociones. Pasaba las páginas aprisa. Representaba lo que leía: quizá se creía que era uno de los personajes del libro. Se preguntaba de qué libro se trataría. Ah, era uno del bueno de sir Walter, lo vio, al ajustar la luz de la lámpara, para que cayera sobre la labor. Porque Charles Tansley había dicho (levantó la mira­da, como si esperase oír el golpe de los libros al caer en el piso de arriba) que ya no se lee a Scott. Entonces su marido había pensado: «Eso es lo que dirán de mí», así es que se ha­bía ido a coger un libro de Scott. Si llegaba a esa conclusión: si «es verdad» lo que había dicho Charles Tansley acerca de Scott, lo aceptaría. (Se daba cuenta de que lo sopesaba, lo consideraba, lo tenía en cuenta continuamente al leer.) Lo aceptaría en el caso de Scott, no respecto de sí mismo. Siem­pre estaba intranquilo respecto de sí mismo. Eso la afligía. Siempre estaba preocupado por sus propios libros: ¿los lee­rán?, ¿son buenos?, ¿por qué no son mejores?, ¿qué piensan de mí? No le gustaba pensar de él en esos términos, y se pre­guntaba si a la hora de la cena alguien había advertido por qué se había enfadado de repente cuando hablaban de la fama y de los libros que permanecían, y se preguntaba si los niños se reían de eso, tiró del calcetín, y en su frente y mejillas se dibu­jaron de repente, como con instrumentos de acero, unas finas líneas, y se quedó quieta como un árbol al que ha zarandeado el viento, y ha estado moviéndose, y de repente cesa la brisa, y las hojas de quedan quietas, una tras otra.
Nada importaba, nada de eso importaba, pensaba. Un gran hombre, un gran libro, la fama: ¿quién sabe? Ella no sa­bía nada de eso. Pero así era él, ésa era la fidelidad que repre­sentaba; por ejemplo, durante la cena, ella había estado de­seando de forma bastante intuitiva: ¡Ojalá hable! Tenía una confianza absoluta en él. Dejando todo esto a un lado, como cuando al bucear se deja a un lado un junco, hierbas, unas burbujas, sintió de nuevo, bajando a lo más profundo, lo que había sentido en el recibidor cuando los demás habla­ban: Quiero algo... algo que he venido a coger, y cada vez se hundía más y más, sin saber qué era, con los ojos cerrados. Y esperó un poco, tejiendo, interrogándose, y lentamente pensaba en las palabras que habían dicho durante la cena, «la rosa china ha florecido, y zumba la amarilla abeja», y estas palabras empezaron a columpiarse en su mente de un lado a otro rítmicamente, y al columpiarse, las palabras, como débi­les luces, roja, azul, amarilla, iluminaban la oscuridad de su mente, y parecía que dejaban sus apoyos de allí, y echaban a volar y volar; o parecían gritar y resonar en ecos; entonces se volvió a la mesa, y palpó con la mano para coger un libro.


Que todas las vidas que vivamos,
Que todas las vidas que haya,
Llenas estén acaso de árboles y hojas caducas.


Murmuró estos versos, insertó las agujas en el calcetín. Abrió el libro, y comenzó a leer aquí y allá, al azar; al hacer­lo, sintió que ascendía de espaldas, hacia arriba, abriéndose camino bajo pétalos que se inclinaban sobre ella, de forma que sólo sabía que uno era blanco o rojo. Al principio no en­tendía qué significaban las palabras.


Navegad, hacia aquí navegad en vuestros alados pinos, [derrotados marinos.
Leía, pasaba la página, cambiaba de rumbo, se movía en zigzag de un lado a otro, de un verso a otro, de una flor roja y blanca a otra, hasta que la distrajo un ruido: su marido se daba golpes en las piernas. Cruzaron la mirada unos instan­tes, pero no querían decirse nada. No tenían nada que decir, pero, no obstante, algo pareció ir de él a ella. Era la vida, el poder de ésta, era el incontenible humor, lo sabía, lo que le hacía darse golpes en las piernas. No me interrumpas, pare­cía decir, no digas nada, quédate ahí sentada. Seguía leyendo. Movía los labios. Se sentía completo. Se sentía fortificado. Había olvidado limpiamente todos los malestares y sinsabo­res de la velada, y cuánto le aburría estar sentado a la mesa mientras los demás comían y bebían interminablemente, y lo de estar tan arisco con su esposa, y tan picajoso y quisqui­lloso cuando hablaban de sus libros como si no fueran nada. Pero ahora, creía, le importaba poco quién llegaba a la Z (si es que el pensamiento se organizaba como un abeceda­rio de la A la Z). Alguien llegaría, si no era él, sería otro. La fuerza y cordura de este hombre, su amor por las cosas sen­cillas y directas, por los pescadores, por la anciana loca en casa de Mucklebackit, esto era lo que le hacía sentirse tan vi­goroso, tan aliviado, que se sentía excitado y triunfante, no podía contener las lágrimas. Levantó el libro un poco, para ocultar la cara, y las dejó caer, mientras sacudía la cabeza, y se olvidó de sí mismo por completo (pero no olvidó una o dos reflexiones acerca de la moralidad en las novelas france­sas e inglesas, y el hecho de que Scott estuviese maniatado, y que su retrato fuese tan bueno como los de los otros), olvi­dó sus fastidios y fracasos por completo al ver que el pobre Steenie se había ahogado, y la pena de Mucklebackit (lo me­jor de Scott), y el asombroso placer y la vigorosa sensación que le ofrecía.
Bien, que lo mejoren, pensó al concluir el capítulo. Se sen­tía como si hubiera estado discutiendo con alguien, y como si hubiera ganado. Esto, dijeran lo que dijeran, no podía me­jorarse; se sintió más seguro respecto de sí mismo. Los aman­tes eran un puro sin sentido, pensó, ordenando todo de nue­vo en su memoria. Los amantes, un sin sentido; esto otro, de primera; pensaba, colocando unas cosas junto a otras. Pero debía volver a leerlo. No podía ver los contornos del conjun­to. Tenía que aplazar su juicio. Regresó a la otra idea: si a los jóvenes no les interesaba esto, era natural que tampoco él les interesara. No debía quejarse, pensaba Mr. Ramsay, intentan­do sofocar el deseo de quejarse a su esposa de que los jóve­nes no le hacían caso. Pero lo había decidido, no volvería a molestarla. Miró cómo leía. Parecía muy tranquila, leía. Le gustaba pensar que todos se habían ido, y que ella y él esta­ban solos. No todo en la vida consistía en irse a la cama con una mujer, pensó, regresando a Scott y Balzac, a la novela in­glesa y la novela francesa.
Mrs. Ramsay levantó la cabeza como la levantan quienes tienen el sueño ligero, parecía querer decir que si él quería que se despertara, podría despertarse, de verdad, pero si no, ¿podía seguir durmiendo un poquito más?, ¿sólo un poqui­to más? Iba ascendiendo por las ramas, de un lado a otro; co­gía una flor; luego, otra.

Ni alabé de la rosa el bermellón intenso.


Leía, y al leer ascendía, hasta arriba, hasta lo más alto. ¡Qué satisfactorio! ¡Qué descanso! Todo lo fragmentario del día lo atraía este imán; sentía su mente aseada, la sentía lim­pia. Ahí estaba, con su forma repentina entre sus manos, her­moso y razonable, claro y completo, la esencia extraída de la vida, mostrada aquí en su integridad: el soneto.
Pero era consciente de que su marido la miraba. La son­reía, divertido, como si se riera con buen humor de que se hubiera dormido a la luz del día, pero como si simultánea­mente siguiera pensando: Continúa leyendo. No te pongas triste ahora, pensaba él. Se preguntaba qué estaría leyendo ella, y exageraba la nota de su ignorancia, de su sencillez, por­que a él le gustaba pensar que ella no era muy inteligente, no tenía cultura libresca. Se pregunta si entendía lo que leía. Quizá no, pensó. Era asombrosamente hermosa. Y le pare­cía, como si eso fuera posible, que su hermosura era aún mayor.


Mas como parecía invierno, y tú no estabas,
yo jugaba con ellas como con sombras tuyas.


Terminó.
-¿Y? -preguntó ella, como si fuera el eco de su sonrisa soñolienta, levantando la mirada del libro.

yo jugaba con ellas como con sombras tuyas.

¿Qué había sucedido que fuera importante, pensaba ella, mientras volvía a coger la labor, desde la última vez que lo había visto a solas? Recordaba que se había vestido, que ha­bía visto la luna, a Andrew que sostenía el plato muy arriba al servirle la cena, que le había deprimido algo que había di­cho William, los pájaros en los árboles, el sofá del rellano, los niños despiertos, Charles Tansley que los despertaba al dejar caer los libros sobre el suelo... ah, no, esto se lo había inven­tado, lo de la funda de gamuza del reloj que tenía Paul. ¿Cuál de estas cosas le contaría?
-Se han comprometido -dijo, mientras reanudaba la la­bor-, Paul y Minta.
-Me lo había figurado -dijo él; no había mucho más que decir. La mente de ella seguía de un lado a otro, de un lado a otro, siguiendo la poesía; él se sentía todavía vigoroso, capaz, después de haber leído lo del funeral de Steenie. Si­guieron sentados en silencio. Luego ella se dio cuenta de que quería que él le dijera algo.
Cualquier cosa, cualquier cosa, pensaba mientras seguía tejiendo, cualquier cosa servirá.
-Qué bonito casarse con un hombre que guarda el reloj en una funda de gamuza -dijo, pero ésta era la clase de bro­ma que sólo ellos compartían.
Resopló con desdén. Pensaba de este compromiso lo que pensaba de todos los compromisos: que la chica valía dema­siado para el joven del que se tratara. Lentamente ella co­menzó a pensar: ¿por qué querer que se case la gente? ¿Cuál es el valor, el sentido de las cosas? (Las palabras que se dije­ran ahora serían la verdad.) Di algo, pensaba ella, con el úni­co deseo de escuchar la voz de él. Porque la sombra, aquella cosa que los incluía a todos, comenzaba a cerrarse sobre ella de nuevo. Di algo, le suplicaba mudamente, mientras lo mi­raba, como si le pidiera ayuda.
Él callaba, mientras movía la brújula de un lado a otro sus­pendida de su cadena, mientras pensaba en las novelas de Scott y en las novelas de Balzac. Pero a través de las paredes crepusculares de su intimidad, porque estaban acercándose, involuntariamente, cada vez más juntos, uno al lado del otro, ella sentía la mente de él como una mano que se alzara y dejara su mente en sombras. Él estaba empezando, ahora que sus pensamientos tomaban un rumbo que a él no le gus­taba «pesimismo» lo llamaba él-, a tabalear con los de­dos; pero no dijo nada: se llevaba la mano a la frente, enre­daba con un rizo del cabello, lo dejaba.
-No acabas el calcetín esta noche, ¿no? -dijo señalando la labor. Eso es lo que ella quería: la asperidad con la que su voz la censuraba. Si dice que está mal ser pesimista, proba­blemente esté mal, pensaba ella; seguro que el matrimonio saldrá bien.
-No -contestó, alisando el calcetín sobre la rodilla-, no lo termino.
Entonces, ¿qué? Porque se daba cuenta de que él se la ha­bía quedado mirando, pero había cambiado la forma de mi­rar. Quería algo: quería algo difícil de cumplir para ella: que­ría que ella le dijera que lo amaba. Eso no, no podía. Lo de hablar era mucho más fácil para él que para ella. El sabía de­cir las cosas; ella, no. Era tan natural que él dijera las cosas; luego, a saber por qué, a él no le gustaba esto, y se lo repro­chaba a ella. Decía que era una mujer sin corazón, que nun­ca le decía que lo amaba. Pero no era eso, no era eso. Era sólo que ella no sabía expresar lo que sentía. ¿No se le habrían quedado migas en la chaqueta? ¿No podía ayudarle? Se le­vantó, se acercó a la ventana, llevaba en las manos el calcetín de color castaño rojizo, en parte para alejarse de él, en parte porque ahora no le importaba contemplar, mientras él la mi­raba, el Faro. Porque sabía que él la había seguido con la mira­da, la miraba. Sabía también en qué pensaba. Estás más her­mosa que nunca. Se sintió muy hermosa. ¿No vas a decirme ni una vez siquiera que me amas? Eso es lo que él estaba pen­sando, porque estaba nervioso, con lo de Minta y su libro, y porque el día se acababa, y porque habían discutido por lo del Faro. Pero no sabía hacerlo, no sabía decirlo. Entonces, sabiendo que él la miraba, en lugar de decir nada, se dio la vuelta, con el calcetín, se quedó mirándolo. Mientras lo mi­raba, comenzó a sonreír, porque aunque no había dicho una palabra, él sabía, claro que lo sabía, que ella lo amaba. No podía negarlo. Sin dejar de sonreír, miró por la ventana, y dijo (pensando para sí, No hay nada en la tierra semejante a esta felicidad...):
-Sí, tenías razón. Mañana lloverá -no llegó a decirlo, pero él lo sabía. Lo miró sonriendo. Porque ella había vuelto a triunfar.




II

PASA EL TIEMPO


1

-Habrá que esperar a ver qué trae el futuro -dijo Mr. Bankes, que venía de la tenaza.
-Casi no se puede ver de oscuro que está -dijo Andrew, que llegaba de la playa.
-Casi no se distingue la tierra del mar -dijo Prue.
-¿Dejamos encendida la luz? -dijo Lily mientras se qui­taban los abrigos en el interior.
-No -dijo Prue-, no si estamos todos.
-Andrew -gritó Lily-, apaga la luz del recibidor.
Una tras otra se apagaron todas las luces, excepto la de Mr. Carmichael, a quien le gustaba quedarse despierto un buen rato, leyendo a Virgilio, y cuya vela seguía ardiendo un rato después de que las demás se hubieran apagado.


2


Cuando todas las velas se hubieron apagado, la luna se ocultó, y con el tabaleo de una lluvia muy fina sobre el teja­do descendió una inmensa oscuridad. Nada, se diría, podría sobrevivir a esta inundación, a esta profusión de oscuridad que, introduciéndose por los ojos de cerraduras y grietas, por debajo de las persianas, penetraba en los dormitorios, se tra­gaba aquí una jarra con su palangana; allí, un jarrón de dalias amarillas; y más allá, las nítidas aristas y la mole de una có­moda. No sólo eran los muebles los que se disolvían; ape­nas quedaba nada, mente o carne, de lo que pudiera decir­se: «Esto es ella», o «Esto es él». A veces se alzaba una mano, como si fuera a agarrar algo, o a protegerse de algo, o alguien gruñía, o alguien se reía en voz alta, como si compartiera al­gún chiste con la nada.
Nada se movía en el salón, ni en el comedor, ni en la es­calera. Sólo atravesando los goznes oxidados, y por entre la hinchada madera, húmeda del mar, ciertos aires, separados del cuerpo de los vientos (la casa, después de todo, estaba de­teriorada), sorteaban las esquinas, y se aventuraban a entrar. Casi podían verse con la ayuda de la imaginación, entrando en el salón, preguntando, admirándose de todo, jugando con el desprendido papel de la pared, preguntándose ¿dura­rá mucho?, ¿cuándo se caerá? Casi podían verse rozando de­licadamente las paredes, meditando mientras pasaban, como si se preguntaran si las rosas rojas y amarillas del papel se marchitarían, y preguntándose también (con calma, dispo­nían de mucho tiempo) por las cartas rotas de la papelera, por las flores, por los libros, todos abiertos para ellos, que acaso se preguntarían a su vez: ¿Son aliados estos vientos? ¿Son enemigos? ¿Cuánto tiempo resistirían el sufrimiento?
Guiaba estos vientos alguna luz fortuita de cualquier es­trella que luciera de repente, o la luz de un barco errante, o del Faro incluso, cuya pálida huella caía sobre la escalera y la estera; y la luz hacía subir las escaleras a los vientecillos, que investigaban en las puertas de los dormitorios. Pero seguro que ahí tenían que detenerse. Aunque todo lo demás pere­ciera y desapareciera, aquí había algo permanente. Aquí se les podría decir a esas luces escurridizas, a esos aires torpes, que alientan y se ciernen sobre las propias camas, aquí hay algo que no podéis tocar ni destruir. Tras de lo cual, cansa­dos, fantasmales, como con dedos de pluma, y con la delica­da insistencia de las plumas, mirarían una sola vez a los ojos cerrados, a los dedos apenas flexionados, se recogerían la ropa, y, cansados, desaparecerían. Así, investigando, rozando todo, llegaban hasta la ventana del rellano, hasta los dormi­torios del servicio, hasta los cuartos del ático; descendían, descoloraban las manzanas de la mesa del comedor, se enre­daban con los pétalos de las rosas, juzgaban el dibujo del ca­ballete, rozaban la estera, y traían un soplo de arena al suelo. Al cabo, desistían a la vez, y cesaban de moverse a la vez, sus­piraban a la vez, y, a la vez, exhalaban su suspiro de queja ca­rente de sentido, al que contestaba la puerta de la cocina, que se abría de par en par, para dar paso a la nada, dando un portazo.
[Aquí, Mr. Carmichael, que leía a Virgilio, apagaba la vela. Era más de media noche.]


3


Pero, después de todo, ¿qué es una noche? Un espacio muy breve, especialmente cuando oscurece tan temprano, y muy pronto comienzan a cantar los pájaros, los gallos, o a encenderse un débil color verde, o es una hoja la que se da la vuelta en el seno de la ola. La noche, sin embargo, si­gue a la noche. El invierno tiene una baraja de noches, y las reparte con justicia, todas iguales; reparte con dedos in­cansables. Las hay largas y cerradas. Algunas exhiben en lo alto claros planetas, platos brillantes. Los árboles del oto­ño, expoliados, reciben el reflejo de las deterioradas baldo­sas que se hallan en los sombríos y fríos nichos de la cate­dral donde letras de oro sobre páginas de mármol descri­ben las muertes en la batalla, y describen cómo blanquean y arden unos huesos allá lejos, en los desiertos de la India. Los árboles del otoño brillan bajo la luna amarilla, la luz de la luna del equinoccio, la luz que alegra el esfuerzo del trabajo, que pule el rastrojo, que obliga a las olas a lamer la orilla.
Parecía como si, conmovida por el dolor humano, y por sus fatigas, la divina bondad hubiese descorrido una cortina, y hubiese aparecido tras ella, única, clara, una liebre erguida; o bien la ola que rompe, o la barca que se mece; todas ellas son cosas que, si lo mereciéramos, deberían ser nuestras para siempre. Pero, ay, la divina bondad tira del cordón y corre la cortina; no le agrada; oculta sus tesoros con un diluvio de granizo, y tanto los rompe y confunde que parece imposible que puedan regresar a la calma, o que podamos recomponer con los fragmentos un todo perfecto, o que leamos en esos fragmentos, arrojadas con los desperdicios, las claras palabras de la verdad. Nuestro dolor merece sólo una visión fugaz; nuestras fatigas, una tregua.
Las noches están ahora llenas de viento y destrucción, los árboles se hunden y se doblan, y las hojas vuelan en un re­molino hasta que ocultan la hierba, y obstruyen las alcanta­rillas, y taponan los desagües, y cubren los húmedos sende­ros. También la mar se agita y se mueve, y si el que duerme se imaginara que podría hallar respuesta a sus preguntas en la playa, y compañía para su soledad, y apartara las ropas, y ba­jase a pasear por la arena de la playa, ninguna imagen acudi­ría en su ayuda con prontitud para reducir la noche a orden, y para hacer que el mundo reprodujera la brújula del alma. La mano se esfuma en su mano, la voz ruge en sus oídos. Casi sería inútil en semejante confusión hacerle preguntas a la noche sobre el qué y el porqué y el de qué, preguntas cu­yas respuestas tientan a quien duerme en la cama.
[Mr. Ramsay trastrabillando por un pasillo extendía los brazos una oscura mañana, pero Mrs. Ramsay había muerto de repente la noche anterior. Nadie recibía su abrazo.]


4


De forma que irrumpían esos aires perdidos en la casa va­cía; las puertas estaban cerradas; y los colchones, recogidos; los aires eran la vanguardia de ejércitos poderosos; rozaban los desnudos aparadores, mordisqueaban, abanicaban, no hallaban en los dormitorios ni en el salón nada que los de­tuviera, sólo papeles desprendidos que se movían, madera que rechinaba, las desnudas patas de las mesas, platillos y porcelana sucia, deslucida, desportillada. Lo único que con­servaba forma humana era lo que habían abandonado, lo que habían dejado: un par de zapatos, un sombrero de caza, ajados abrigos y faldas en los armarios; y su vaciado indicaba que en otros tiempos estuvieron habitados y llenos de vida: que hubo manos que se afanaron en los corchetes y boto­nes; que el espejo había reflejado una cara; que había conte­nido un mundo que ahí se abría, en el que giraba una figura, se movía con rapidez una mano, se abría la puerta, entraban aprisa los niños tropezando, volvían a salir. Ahora, un día tras otro, la luz devolvía, como flor que se reflejara en el agua, su clara imagen en la pared de enfrente. Sólo las som­bras de los árboles, que florecían en el viento, presentaban sus respetos sobre la pared, y durante un fugaz momento en­sombrecían el charquito en el que se reflejaba la propia luz; o los pájaros, al volar, hacían que cruzara lentamente el sue­lo del dormitorio una delicada manchita.
Reinaban el amor y la quietud, y juntos componían la propia imagen del amor, una imagen despojada de vida; so­litaria como un charco al atardecer, lejano, visto desde la ven­tana de un tren, y que tan aprisa se desvanecía que, blanco de crepúsculo, aunque se le llegase a ver, apenas era despoja­do de su soledad. El amor y la quietud se daban la mano en el dormitorio; y, entre jarras cubiertas y sillones enfundados, ni siquiera turbaban aquella paz la impertinencia del viento o la húmeda nariz de los aires marinos, que rozaban, olis­queaban, repetían, reiteraban las preguntas -«¿Desapare­céis?, ¿morís?»-; tampoco turbaban la indiferencia, el aire de pura integridad, como si las preguntas que hacían apenas exigieran respuesta de ellos: nos quedamos.
Nada, al parecer, podía romper aquella imagen, corromper aquella inocencia, o turbar el inestable manto de silencio que, una semana tras otra, en la habitación vacía, se entrete­jía con los tenues trinos de los pájaros, con las sirenas de los barcos, con el murmullo y zumbido de los campos que en­volvían la silenciosa casa: el ladrido de un perro, el grito de un hombre. Sólo una vez una tabla cayó en el rellano, en medio de la noche, con estruendo, con desgarro; como, tras siglos de quietud, se desgaja una piedra del monte, y se arro­ja rodando ruidosamente al valle; un pliegue del chal se ha­bía desprendido y se movía de un lado a otro. Luego regresó la paz, se estremecieron las sombras; y la luz de nuevo se in­clinaba para adorarse a sí misma en la pared de la habitación, cuando he aquí que Mrs. McNab, tras rasgar el velo del si­lencio con manos que habían frecuentado la tabla de fregar, lo hizo trizas con zapatos que rechinaban sobre la gravilla; venía, como le habían ordenado, a abrir las ventanas, y a lim­piar el polvo de las habitaciones.

5


Cantaba mientras se bamboleaba (porque se movía como un barco en la mar) y miraba con enfado de reojo (no mira­ba de frente, sino de reojo, con una mirada que censuraba el desdén y la ira del mundo: era una ignorante, lo sabía), mien­tras se agarraba a la balaustrada, y subía con fatiga las escale­ras, y mientras pasaba de una habitación a otra; cantaba. Fro­taba el vidrio del espejo grande; y seguía mirando de reojo, enfadada, su figura que se movía de un lado a otro; de sus la­bios salía un sonido: algo que había sido alegre veinte años antes, acaso sobre los escenarios, que se había tarareado, y se había bailado, pero ahora, que procedía de la desdentada mujer de la limpieza con su gorrito, había sido despojado de todo significado: era como la voz de un humor ignorante, persistente, pisoteado, pero erguido de nuevo; de forma que mientras se movía de un lado a otro, al limpiar el polvo, al fregar, parecía decir que la vida consistía en una única y pro­longada tristeza, que todo se reducía a levantarse y acostarse, a sacar cosas y guardarlas. No era un mundo cómodo ni fá­cil, bien que lo conocía desde hacía setenta años. Estaba ven­cida de cansancio. ¿Cuánto tiempo...?, se preguntaba, dolo­rida, gruñendo, de rodillas, bajo la cama, limpiando el polvo de los muebles, ¿cuánto tiempo durará esto? Pero al mo­mento se ponía de nuevo en pie con torpes movimientos, cogía fuerza, y de nuevo con la mirada de reojo, que se des­viaba de sus propios ojos e incluso de su cara, y de sus penas, se erguía y se miraba en el espejo, sonriendo sin motivo, y comenzaba de nuevo el cansado ir y venir, el trastrabillar: co­giendo esteras, sacando la porcelana, mirando de reojo el es­pejo, como si, después de todo, tuviera sus consuelos, como si se hubiera enredado en su elegía alguna incorregible espe­ranza. Seguro que hubo momentos de felicidad ante la tabla de lavar, con sus hijos (aunque dos habían sido naturales, y uno la había abandonado), en el bar, bebiendo, rebuscando en los cajones. Debe de haber habido alguna fisura en la os­curidad, algún venero en la profundidad de la oscuridad con luz suficiente para desfigurar su cara sonriente en el espejo, y hacer, de vuelta al trabajo, que musitara una vieja canción de music hall. Mientras tanto el místico y el visionario paseaban por la playa, removían un charco, miraban una piedra, se preguntaban: «<Qué soy?» «<Qué es esto?» De repente reci­bían una respuesta (aunque no sabían cuál era): de manera que había calor en su hielo, y comodidad en su desierto. Pero Mrs. McNab continuaba bebiendo y cotilleando como siempre.


6


La primavera, a la que no le quedaba una hoja por echar, desnuda y deslumbrante como una virgen que defendiera su castidad, desdeñosa a causa de su pureza, se había posado so­bre la campiña con los ojos abiertos y vigilante sin cuidarse de lo que hicieran o pensaran los que miraban.
[Prue Ramsay, del brazo de su padre, se había casado ese mayo. ¿Qué más apropiado?, decía la gente. Y agregaban: ¡Qué hermosa estaba!]
Al acercarse el verano, al alargarse las tardes, imaginacio­nes de la más extraña clase visitaban a los despiertos, a los es­peranzados que paseaban por la playa, que turbaban la cal­ma del charco: carne que se convertía en átomos que se lle­vaba el viento, estrellas que rutilaban en sus corazones, acantilados, mar, nube y cielo reunidos intencionadamente para asociar exteriormente las partes desperdigadas de la vi­sión interior. En esos espejos -las mentes de los hombres-, en esos charcos de aguas inquietas, donde las nubes se mue­ven de forma incesante, y se forman las sombras, persistían los sueños, y era imposible oponerse a la extraña insinuación que cada gaviota, árbol, hombre y mujer y aun la blanca tie­rra parecían manifestar (pero lo retirarían si se les preguntaba una sola vez): que el bien triunfa, que prevalece la felicidad, que reina el orden; u oponerse al extraño impulso de querer ir de un lado a otro en busca del bien absoluto, de algún cris­tal precioso, lejos de los placeres conocidos y de las virtudes familiares, algo ajeno a los procesos de la vida hogareña, único, duro, luciente, como un diamante en la arena, que vol­viera confiado a su posesor. Más aún, velada y complaciente, la primavera, con sus abejas zumbando, con los mosquitos danzando, se ceñía su túnica, velaba sus propios ojos, des­viaba la mirada, y entre sombras pasajeras y el vuelo de la menuda lluvia parecía poseer un conocimiento completo de las penas de la humanidad.
[Prue Ramsay murió durante el verano de alguna enfer­medad relacionada con el parto, lo cual, en verdad, fue una tragedia, dijeron. Decían que nadie merecía más la felicidad.]
Ahora, con el calor del verano, el viento enviaba sus es­pías de nuevo a la casa. Las moscas tejían una tela en las so­leadas habitaciones; las hierbas, que habían crecido durante la noche hasta el cristal, llamaban al cristal de la ventana de forma disciplinada. Cuando caía la oscuridad, el haz de luz del Faro, que con tanta autoridad se había posado sobre la al­fombra en la oscuridad, grabando un dibujo, aparecía ahora, con la luz más delicada de la primavera, mezclado con luz de luna, deslizándose con suavidad como si depositara sus cari­cias, y se demorara de forma furtiva, y mirase y regresase amoroso. Pero mientras duraba la canción de cuna de la pro­pia caricia amorosa, mientras la larga luz del Faro se posaba sobre la cama, la piedra se desgajaba; otro pliegue del chal se desprendía, se quedaba colgando, se balanceaba. Durante las cortas noches de verano, y durante los largos días de verano, cuando las habitaciones vacías parecían resonar con los ecos del campo, y con el zumbido de las moscas, la larga enseña se movía con delicadeza, se balanceaba inútil; mientras que el sol decoraba con barras las habitaciones, y las llenaba de una calina amarilla, y Mrs. McNab, cuando irrumpió balan­ceándose -quitaba el polvo, barría-, parecía un pez tropi­cal que nadara entre aguas atravesadas por los rayos del sol.
A pesar del sueño y el sopor, por fin llegaban al final del verano los sonidos ominosos como golpes calculados de martillos que cayeran sobre fieltro, que, con su repetido gol­pear, terminaran por desprender aún más el chal, y por agrie­tar aún más las tazas de porcelana. De vez en cuando tinti­neaba en la alacena algún vaso, como si una voz de gigante hubiese chillado tanto en su agonía que las copas de alguna
alacena hubiesen vibrado también. Todo quedaba en silen­cio de nuevo; y entonces, noche tras noche, y a veces a ple­na luz del mediodía, cuando las rosas lucían, y la luz refleja­ba su sombra en la tapia con nitidez, parecía descender sobre este silencio, esta indiferencia, esta integridad, el golpe sordo de algo que caía.
[Estalló una granada. Murieron veinte o treinta jóvenes en Francia; entre ellos, Andrew Ramsay; su muerte, misericor­diosamente, fue instantánea.]
En esta estación del año, quienes habían bajado a la playa a pasear y a preguntar a la mar y al cielo qué mensaje envia­ban, o qué visión confirmaban, tenían que considerar, entre las muestras comunes de la bondad divina, la puesta de sol sobre la mar, la palidez del crepúsculo, la salida de la luna, las barcas de pesca contra la luna, y los niños tirándose unos a otros puñados de hierbas, si no había algo que disonara en esta alegría, en esta serenidad. Estaba la silenciosa aparición del navío de color ceniciento, por ejemplo: venía, se iba; ha­bía una mancha púrpura sobre la delicada superficie de la mar, como si algo hubiera hervido y se hubiera desangrado abajo, invisible, en el interior. Esta intromisión en una esce­na pensada para promover las reflexiones más sublimes, para conducir a las más placenteras conclusiones entorpecía sus pasos. Era difícil, si se era educado, no prestarles atención, abolir su significación en el paisaje; era difícil continuar, mientras se seguía paseando a la orilla de la mar, maravillán­dose de cómo la belleza del exterior reflejaba la del interior.
¿Complementaba la naturaleza los avances del hombre? ¿Concluía lo que había comenzado? Con la complacencia con la que veía la miseria del hombre, disculpaba su mez­quindad, y cohonestaba su tortura. ¿Aquel sueño, pues, de compartir, de completar, de hallar en la soledad de la playa una respuesta, no era sino una imagen en un espejo?; y el propio espejo, ¿no sería sino una superficie pulida que se for­mase obedeciendo los poderes más nobles que durmieran en su interior? Impacientes, indecisos entre irse o quedarse (por­que la belleza ofrece sus atractivos, sus consuelos): pasear por la playa era imposible; la contemplación era insoportable; el espejo estaba roto.
[Mr. Carmichael publicó un libro de poemas en primave­ra, y tuvo un éxito sorprendente. La guerra, decían, había reavivado el interés por la poesía.]


7


Una noche tras otra, verano e invierno, el suplicio de las tormentas, la quietud de flecha del buen tiempo, mantenían su diálogo sin interferencia. Atendiendo (si hubiera habido alguien que escuchara) desde las habitaciones de arriba de la casa vacía podría haberse escuchado sólo un gigantesco caos enhebrado de relámpagos, cayendo, derribándose, mientras vientos y olas jugaban como bultos amorfos de Leviatanes cuya frente careciese de la luz de la razón, que se subiesen los unos encima de los otros, y alborotasen y se moviesen en la oscuridad o a plena luz del día (porque noche y día, mes y año se precipitaban unos sobre otros en confusas formas) de­dicándose a juegos idiotas, hasta que tal parecía que todo el universo luchase y se tambalease, en brutal confusión y en insolente e inmotivada lascivia.
En primavera, los jarrones del jardín, llenados al azar con plantas traídas por el viento, estaban tan alegres como de cos­tumbre. Hubo violetas y narcisos. Pero la quietud y el res­plandor del día eran tan extraños como el tumulto de la no­che, con los árboles ahí erguidos, y las flores, mirando ante ellos, mirando hacia arriba, y sin ver nada, sin ojos, y tan te­rribles.


8


Creyendo que no hacía nada malo, porque la familia no vendría, nunca más, y la casa la venderían para San Miguel, Mrs. McNab se agachó para coger un ramo de flores, para lle­várselo a casa. Las dejó sobre la mesa mientras limpiaba el polvo. Le gustaban las flores. Era una pena dejar que se mar­chitasen. Si se vendiese la casa (se quedó en pie con los bra­zos en jarras ante el espejo), habría que cuidarla, seguro. To­dos estos años los había pasado sin una sola alma en ella. Los libros y las cosas estaban mohosas, porque, con lo de la gue­rra, y lo difícil que era conseguir ayuda de nadie, la casa no se había limpiado como a ella le habría gustado. Hacían fal­ta más fuerzas que las de una sola persona para ponerla en or­den. Ella era demasiado vieja. Le dolían las piernas. Habría hecho falta poner los libros al sol, sobre la hierba; en el reci­bidor había caído yeso; el canalón de desagüe de las lluvias se había obstruido sobre la ventana del estudio, y había deja­do entrar agua; la alfombra estaba estropeada, mucho. Pero deberían haber venido, deberían haber enviado a alguien. Porque había ropa en los armarios, habían dejado ropa en to­dos los dormitorios. ¿Qué tenía que hacer con la ropa? Esta­ba apolillada: lo de Mrs. Ramsay. ¡Pobre señora! ¡Nunca vol­vería a necesitar sus cosas! Había muerto, le habían dicho; hacía algunos años, en Londres. Aquí estaba el viejo guarda­polvo gris que se ponía para trabajar en el jardín (Mrs. Mc­Nab lo tocó). Todavía la veía, cuando venía por el camino con la colada, inclinada sobre las flores (daba pena ver el jar­dín ahora, todo abandonado, y los conejos mirándote desde los parterres); la veía con el guardapolvo, siempre con un niño. Había botas y zapatos; y había un cepillo y un peine en el tocador, como si fuera a venir al día siguiente. (Había muerto de forma repentina, dijeron.) Una vez iban a venir, pero lo pospusieron, con lo de la guerra, y con lo difícil que era viajar en aquellos momentos; sólo le mandaban el dine­ro; pero no escribían, no venían, y querían encontrar las cosas como las habían dejado, ¡ah, sí! Los cajones de las tocadores estaban llenos de cosas (los abría), pañuelos, cintas. Sí, veía a Mrs. Ramsay cuando subía por el camino con la colada.
«Buenas tardes, Mrs. McNab», solía decir.
La trataba bien. Les caía bien a las niñas. Pero, sí, habían cambiado muchas cosas desde entonces (cerró el cajón); mu­chas familias habían perdido a sus seres más queridos. Ella había muerto; a Mr. Andrew lo habían matado; Miss Prue también había muerto, decían, al dar a luz; pero todo el mundo había perdido a alguien durante estos años. Los pre­cios habían subido de una forma lamentable, y no bajaban. Sí que la veía todavía con aquel guardapolvo gris.
«Buenas tardes, Mrs. McNab», saludaba, y le decía a la co­cinera que le ofreciese un tazón de leche, se daba cuenta de que lo necesitaba, cargada con la pesada bolsa por toda la cuesta desde el pueblo. Todavía la veía, inclinada entre las flores (y cruzaba las paredes del dormitorio, el tocador, el la­vabo, desvaída e intermitente, como un rayo amarillo o el círculo al final del telescopio, una dama con un guardapolvo gris, inclinada entre las flores, y Mrs. McNab trastrabillaba y se movía mientras quitaba el polvo, mientras ordenaba las cosas).
¿Cómo se llamaba la cocinera? ¿Mildred? ¿Manan?: algo parecido. Ay, se le había olvidado: cómo se le olvidaban las cosas. Temperamental, como todas las pelirrojas. Mucho se habían reído juntas. Siempre era bien recibida en la cocina. Les hacía reír, vaya que sí. Las cosas estaban mejor entonces que ahora.
Suspiró: demasiado trabajó para una sola mujer. Movía la cabeza hacia acá, hacia allá. Este era el cuarto de los niños, pero, estaba húmedo, vaya, se caía la pintura. ¿Por qué col­garon el cráneo de ese animal ahí?, también estaba mohoso. Había ratas en el ático. Había goteras. Pero no hacían nada, no venían. Algunas cerraduras se habían estropeado, las puertas no encajaban. No le gustaría quedarse sola aquí al anochecer. Demasiado para una mujer, demasiado, demasia­do. Se quejaba, gruñía. Dio un portazo. Introdujo la llave en la cerradura, cerró, se fue tras haber cerrado, dejó sola la casa.


9


La casa se quedó sola, desierta. Se quedaba como una con­cha en una duna de la playa: para llenarse de granitos de sal secos, ahora que la había abandonado la vida. Parecía que hubiera descendido una prolongada noche: los aires enreda­dores, juguetones, los aires con olor a marisma, inquietos, pa­recían haber triunfado. La cazuela estaba oxidada, la estera estaba deteriorada. Habían entrado sapos. Perezosamente, sin propósito definido, el chal se movía a un lado y a otro. Un cardo se había alojado entre las tejas de la despensa. Las golondrinas anidaban en el salón, el suelo estaba sembrado de paja, el yeso se caía a puñados, se veían las vigas, las ratas se llevaban esto o aquello para roerlo tras los zócalos. De las crisálidas nacían mariposas Vanesa (pavón diurna) que agita­ban su vida contra el cristal de la ventana. Las amapolas se sembraban solas entre las dalias; en el césped ondeaban las altas hierbas; sobresalían alcachofas gigantes por encima de las rosas; un clavel reventón florecía entre los repollos; mien­tras que el delicado golpear de una hierba contra la ventana se había convertido, en las noches de invierno, en un repicar de sólidos árboles y espinosos brezos que volvían verde la ha­bitación en verano.
¿Qué fuerza podría oponerse a la fertilidad, a la insensibi­lidad de la naturaleza? ¿El recuerdo de Mrs. McNab acerca de una dama, de un niño, de un tazón de leche? Había tem­blado sobre las paredes como el reflejo de una luz, y había desaparecido. Había cerrado la puerta con llave, y se había ido. Era superior a las fuerzas de una sola mujer, había dicho. Nunca venían. Nunca escribían. Había cosas que se pudrían en los cajones: era una verdadera pena dejarlo así, decía. La casa se había echado a perder. Sólo el rayo del Faro entraba en las habitaciones brevemente, enviaba su mirada fija sobre la cama y la pared en la oscuridad del invierno, miraba con ecuanimidad el cardo y la golondrina, la rata y la paja. Nada los detenía ahora, nada les decía que no. Que soplase el vien­to, que la amapola brotase donde quisiera, que el clavel con­fraternizase con el repollo. Que la golondrina anidase en el salón, y que el cardo desplazase las tejas, y que las mariposas tomasen el sol sobre la ajada cretona de los sillones. Que los vasos y la porcelana rotos terminen en el césped para que se enreden en ellos la hierba y las bayas silvestres.
Porque había llegado el momento, esa duda en la que el crepúsculo tiembla y la noche hace una pausa, cuando una pluma sobre un platillo inclina la balanza. Una pluma tan sólo, y la casa, hundiéndose, cayéndose, se habría vencido y se habría precipitado en la más profunda oscuridad. En la ha­bitación destruida, habrían acampado los excursionistas con sus cazos, los amantes habrían buscado refugio en ella, el pastor habría guardado el almuerzo entre ladrillos, y el vagabundo se habría envuelto en su abrigo para protegerse del frío cuando durmiera. Después se habría hundido el tejado; los brezos y la cicuta habrían borrado el sendero, los escalo­nes y las ventanas; habrían crecido, de forma desigual, pero lujuriosamente, sobre el montículo, hasta que algún intruso, que se hubiera extraviado, hubiera podido decir por una li­liácea como una barra al rojo vivo entre ortigas, o un trozo de porcelana entre la cicuta, que ahí había vivido alguien, que ahí había habido una casa.
Si la pluma hubiera caído, si hubiera vencido la balanza hacia abajo, toda la casa hubiera caído hasta lo más profun­do para hundirse en las arenas del olvido. Pero había allí una fuerza, algo no muy consciente, algo que miraba de reojo, algo que se movía de un lado a otro, algo que no había sido estimulado a trabajar con rituales muy dignos ni con cánti­cos solemnes. Mrs. McNab gruñía, Mrs. Bast refunfuñaba. Eran viejas, estaban entumecidas, les dolían las piernas. Por fin llegaron con escobas y cubos, se pusieron a trabajar. De repente, ¿podría Mrs. McNab arreglar la casa?, una de las jó­venes había escrito. ¿Podría hacer esto?, ¿podría hacer aque­llo?, todo aprisa. Pudiera ser que vinieran en verano, habían dejado todo para el final, y esperaban hallar todo como lo habían dejado. Lenta y penosamente, con cubo y escoba, ba­rriendo, sacudiendo, Mrs. McNab, Mrs. Bast, detuvieron el avance de la decadencia y la podredumbre; rescataban del charco del Tiempo, que amenazaba con engullirlos, ya una palangana, ya una alacena; por la mañana rescataban del ol­vido todo el ciclo de novelas de Waverley y un juego de té; por la tarde restituían al sol y al aire una badila de latón y un juego de morillos de hierro. George, el hijo de Mrs. Bast, ca­zaba las ratas y cortaba la hierba. Había albañiles. Escoltado por los chirridos de los goznes, por el rechinar de las cerra­duras, por los golpes y portazos de maderas hinchadas por la humedad, llegaba un laborioso y oxidado nacimiento; mien­tras las mujeres, inclinándose, levantándose, gruñendo, can­tando, daban portazos y golpes, en el piso de arriba, en las bodegas. ¡Ay, decían, qué trabajo!
A veces tomaban el té en el dormitorio, o en el estudio; dejaban el trabajo a mediodía, con las caras sucias, y con las viejas manos, deformes, agarradas a los mangos de las esco­bas. Sentadas en los sillones, contemplaban la magnífica conquista de grifos y bañera, y el triunfo más laborioso, más parcial, contra las largas hileras de libros, antaño negros como ala de cuervo, manchados de blanco ahora, criando en secreto pálidos hongos, secretando furtivas arañas. Una vez más, al sentir el té caliente, se ajustó el telescopio por sí solo a los ojos de Mrs. McNab, y en medio de un círculo de luz pudo ver al viejo caballero, flaco como un palillo, moviendo la cabeza, cuando ella venía del lavadero, hablando solo, pensaba ella, en el jardín. Nunca se fijaba él en ella. Habían dicho que había muerto; otros, que era ella. ¿Quién sería? Mrs. Bast tampoco estaba segura. El joven caballero sí que había muerto. Eso era seguro. Había leído el nombre en los periódicos.
Ahora aparecía la cocinera, Mildred, Marian, o un nom­bre parecido: pelirroja, con mucho carácter, como todas las pelirrojas, pero amable, si sabías tratarla. Mucho se habían reído juntas. Siempre le daba un tazón de leche para Maggie; algo de jamón; lo que hubiera quedado. Vivían bien en aquella época. Tenían todo lo que querían (con facilidad, jo­vial, tras haber bebido el té caliente, desenredaba la madeja de los recuerdos, sentada en el sillón de mimbre, junto al guardafuegos del cuarto de juegos). Siempre había mucho trabajo, mucha gente en casa; a veces, veinte; y había que quedarse fregando hasta más de media noche.
Mrs. Bast (no había llegado a conocerlos, en aquella épo­ca vivía en Glasgow) se preguntaba, mientras dejaba la taza, que para qué demonios habrían colgado allí aquel cráneo. Lo habían cazado en el extranjero, sin duda.
Bien podría ser, dijo Mrs. McNab, presumiendo con sus recuerdos: tenían amigos en Oriente; había caballeros que venían a visitarlos, damas que se vestían con traje de noche; una vez los había visto a todos sentados para la cena. Se atre­vía a decir que eran unos veinte, ellas con todas las joyas; y le pidió que se quedara para ayudar a fregar, pudiera ser que hasta más de la media noche.
Ay, decía Mrs. Bast, van a hallarlo muy cambiado. Se in­clinó sobre la ventana. Contempló a su hijo George que segaba la hierba con la guadaña. Bien podrían preguntarse, ¿qué había pasado?, al darse cuenta de que el bueno de Ken­nedy debería haberse encargado de ello, pero se le había que­dado una pierna mal desde que se cayó del carro; y quizá na­die lo cuidó durante un año, o casi un año; y luego estuvo Davie McDonald, y se enviaron semillas, pero ¿llegaron a sembrarse? Lo hallarían muy cambiado.
Observaba cómo movía la guadaña su hijo. Trabajaba bien, era callado. Bueno, tenían que seguir con las alacenas, pensó. Se levantaron.
Por fin, tras varios días de trabajo en el interior, de podar y excavar en el exterior, sacudieron los polveros en las venta­nas, se cerraron las ventanas, se cerraron todas las llaves en la casa, dieron un portazo en la entrada: habían terminado.
Ahora, como si el limpiar y el frotar y el segar la hubieran sofocado, se podía entreoír una melodía, esa música intermi­tente que el oído recobra y pierde de forma constante: un la­drido, un balido, el zumbido de un insecto, el temblor de la hierba cortada; algo aislado, pero identificable: el chirrido de un escarabajo, el rechinar de una rueda, altos o bajos, pero mis­teriosamente relacionados; cosas que el oído se esfuerza en juntar, y está siempre a punto de conseguir que agonicen, pero nunca se oyen bien del todo, nunca armonizan plena­mente, y finalmente, al atardecer, los sonidos cesan uno tras otro, se quiebra la armonía, y cae el silencio. Con el crepúscu­lo se perdía la intensidad, y como niebla que se levantara, se alzó el silencio, se extendió el silencio, se calmó el viento; con­fiadamente, el mundo se preparaba para dormir, oscuramente, sin luz, excepto la luz de color verde que se filtraba entre la en­ramada, o la luz pálida de las flores blancas de la ventana.
[Lily Briscoe y su equipaje llegaron una tarde de finales de septiembre. Mr. Carmichael vino en el mismo tren.]


10


Por fin había llegado la paz. Llegaban mensajes de paz des­de la mar hasta la costa. Prometían no interrumpir el sueño nunca jamás, acunarla más profundamente en el sueño del descanso, y fuera lo que fuera lo que los soñadores soñaran, santa, sabiamente, para confirmar... -algo más susurraba-; mientras tanto Lily Briscoe reclinaba la cabeza sobre la al­mohada en la habitación clara y limpia, escuchaba la mar. Por la ventana abierta de la habitación entraba el murmullo de la voz de la belleza del mundo, demasiado delicadamen­te para oír con exactitud lo que decía, pero ¿qué importaba si el sentido era evidente?, y decía con insistencia a los dur­mientes (la casa estaba llena de nuevo, también había venido Mrs. Beckwith, y Mr. Carmichael) que si de verdad no que­rían bajar a la playa, podrían al menos levantar la persiana para asomarse a mirar. Verían, si lo hicieran, cómo se exten­día la noche de color púrpura, con la cabeza coronada, con el enjoyado cetro, y a qué se parecería un niño que se refle­jara en sus ojos. Y si todavía dudaban (Lily estaba cansada del viaje, y casi se durmió al momento, pero Mr. Carmichael leía un libro a la luz de las velas), si todavía decían no, que era vapor ese esplendor suyo, y que el rocío tenía más poder que ella, y seguían prefiriendo el sueño, pues entonces, con delicadeza, sin queja alguna, la voz cantaría su canción. Con de­licadeza rompían las olas (Lily las oía en sueños), con suavi­dad caía la luz (parecía atravesarle a ella los párpados). Todo parecía, pensaba Mr. Carmichael, mientras cerraba el libro, y se dormía, igual que hacía muchos años.
A decir verdad, la voz podría volver a preguntar, mientras las cortinas de la oscuridad se corrían sobre la casa, sobre Mrs. Beckwith, Mr. Carmichael y Lily Briscoe, de forma que arroparan los ojos de éstos varios pliegues de oscuridad: ¿por qué no aceptar esto, contentarse con ello, someterse, ceder? El suspiro de todos los mares rompiendo ordenadamente en tomo a las islas los tranquilizaba, la noche los envolvía, nada interrumpiría su sueño hasta que comenzaran los pájaros y el alba a entretejer sus tenues voces en medio de la blancura; hasta que el rechinar de un carro, el ladrido de un perro en alguna parte, rompieran el velo de sus ojos. Lily Briscoe, es­tirándose en sueños, se agarró a las mantas, como el que cae se agarra a una mata al borde de un acantilado. Abrió los ojos de par en par. Aquí estaba una vez más, pensó, sentada en la cama. Despierta.



III

EL FARO


1


¿Que significa, qué puede querer decir todo esto?, se decía Lily Briscoe, preguntándose si, al haber­la dejado sola, debía acercarse a la cocina a coger otra taza de té, o si debía esperar donde es­taba, ¿Qué significa?, estas palabras eran un reclamo, cogidas de algún libro, encajaban entre sus pensamientos vagamente, porque no podía, esta primera mañana con los Ramsay, po­ner en orden sus sentimientos, sólo podía hacer que esta fra­se resonase en el vacío de su mente hasta que estos vapores se hubieran desvanecido. Porque, de verdad, ¿qué es lo que sentía al haber regresado tras todos estos años?, ¿tras la muer­te de Mrs. Ramsay? Nada, nada, nada que supiera expresar.
Ayer era todo misterioso y oscuro cuando llegó, era tarde. Ahora estaba despierta, en el lugar de siempre en la mesa de desayuno, pero sola. Era muy pronto, aún no eran las ocho. Estaba lo de la excursión: iban a ir al Faro: Mr. Ramsay, Cam y James. Deberían haber salido ya, tenían que aprovechar la marea o algo así. Pero Cam no estaba, james no estaba, y a Nancy se le había olvidado encargar unos emparedados; Mr. Ramsay se había enfadado y había dado un portazo.
«¡Ya no podemos ir!», había exclamado con ira.
Nancy había desaparecido. Ahí estaba, yendo de un lado a otro de la terraza, encolerizado. Parecían oírse portazos y voces por toda la casa. Ahora entraba Nancy de repente, y preguntaba, buscando por la habitación, medio desesperada, medio enloquecida: «¿Qué suele enviarse al Faro?», como si se impusiera la obligación de hacer algo que sabía que nun­ca sería capaz de hacer.
A decir verdad, ¿qué es lo que solía enviarse al Faro? En cualquier otro momento habría sido sensato que Lily hubie­ra sugerido té, tabaco, periódicos. Pero esta mañana, todo, ante la pregunta de Nancy, parecía muy extraño -¿Qué hay que enviar al Faro?-; la pregunta abría nuevas puertas en la mente de cada uno, y las puertas no dejaban de dar portazos, de abrirse y cerrase; y obligaban a todos a preguntarse sin ce­sar, con asombro, con la boca abierta: ¿Qué se envía? ¿Qué se hace? Y, en fin: ¿Qué hace uno aquí?
Sentada sola (porque Nancy había vuelto a salir), ante las limpias tazas sobre la larga mesa, se sintió separada del resto de la gente, y sólo podía seguir mirando, preguntando, asombrán­dose. La casa, el lugar, la mañana, todo le parecía desconoci­do. No se sentía vinculada, sentía que, al no reconocer ningún lazo, cualquier cosa podría suceder, y sucediera lo que sucedie­ra, una pisada afuera, una voz que se oyese («No está en la ala­cena, está en el rellano», gritaba alguien), era una interrogación más, como si el eslabón que habitualmente mantuviese jun­tas las cosas se hubiera cortado, y flotara todo por aquí, por allá, por todas partes. Qué inútil era todo, qué caótico, qué irreal, pensaba, mientras sus ojos se fijaban en la taza de café. Mrs. Ramsay muerta, Andrew cayó en la guerra, Prue también muerta... lo repitiera como lo repitiera, no despertaba nada de esto ningún sentimiento en ella. Aquí estamos todos juntos en una casa como ésta, en una mañana como ésta, decía, asomán­dose a la ventana: era un día apacible y hermoso.
De repente Mr. Ramsay levantó la mirada al pasar ante ella, y se quedó mirándola fijamente, con ojos de loco, extra­viados, pero penetrantes, como si te viera, durante un segun­do, por vez primera, pero como si la mirada fuera para siem­pre; ella fingió que bebía de la taza vacía, para eludirlo, para eludir sus exigencias, para dejar a un lado, de momento, aquella necesidad imperiosa. Movió la cabeza ante ella, y echó a caminar («a solas», le oyó decir. «Morí», le oyó decir), y, como todo lo demás en esta extraña mañana, las palabras se convirtieron en símbolos, se escribieron solas sobre las ta­pias verdegrises. Si pudieran ponerse juntas, pensó, concer­tarse en una frase, entonces habría llegado a la verdad de las cosas. El bueno de Mr. Carmichael entró con pie silencioso, cogió el café, y salió a tomarlo al sol. Esta extraordinaria irrealidad daba miedo, pero no dejaba de ser emocionante. Ir al Faro. Pero ¿qué es lo que se envía al Faro? Morí. A solas. La luz verdegrís en la tapia de enfrente. Las sillas vacías. Éstas eran algunas de las piezas, pero ¿cómo reunirlas?, se pregun­taba. Como si cualquier interrupción pudiera destruir la frá­gil forma que construía sobre la mesa, se volvió de espaldas a la ventana, no fuera que Mr. Ramsay la viera. Tenía que es­caparse, tenía que quedarse sola. De repente recordó. Hacía diez años, se había sentado en el mismo sitio, y había un ta­llo o un ornamento de hojas en el mantel, y se había queda­do mirándolo en un momento de revelación. Había un pro­blema con el primer plano de un cuadro. Había que colocar el árbol en el centro, se había dicho. Pero no había acabado aquel cuadro. ¿Dónde estarían sus pinturas?, se preguntó. Las pinturas, sí. Las había dejado en el recibidor la noche an­terior. Empezaría ahora mismo. Se levantó aprisa, antes de que Mr. Ramsay regresara.
Cogió una silla. Colocó el caballete en un extremo del jardín con precisos movimientos de solterona, no demasia­do cerca de Mr. Carmichael, pero lo suficientemente cerca como para contar con su protección. Sí, aquí es donde debió de estar hace diez años. Ahí están la tapia, el seto, el árbol. El asunto era cómo relacionar estos volúmenes. No se le había ido de la cabeza durante todos estos años. Parecía como si hubiera dado con la solución: ahora sabía qué quería hacer.
Pero con Mr. Ramsay a punto de caer sobre ella, no podía hacer nada. Cada vez que se acercaba -paseaba de un lado a otro de la terraza-, se acercaba el desastre, se acercaba el caos. No podía pintar. Se inclinaba, se daba la vuelta, cogía un trapo, cogía un tubo de pintura. Pero todo lo que conse­guía era alejarlo brevemente. Le impedía cualquier actividad. Porque si le daba la menor oportunidad, si la veía desocupa­da, mirando a algún sitio, se acercaba a ella, y le decía, como le había dicho la noche anterior: «Hemos cambiado mucho.» La noche anterior se le había acercado, se había quedado ante ella, y había dicho eso. Mudos y sorprendidos se habían quedado todos, sentados, los seis niños a quienes solían po­ner apodos de los reyes y reinas de Inglaterra -El Rojo, La Bella, La Malvada, El Despiadado- callaban su ira. La buena de Mrs. Beckwith dijo algo sensato. Pero era una casa de pa­siones encontradas: así lo había sentido durante toda la vela­da. Y encima de todo este caos, se acercaba Mr. Ramsay, le daba la mano, y le decía: «Ya verá cuánto hemos cambiado.» Nadie se movió ni dijo nada; se habían quedado allí como si se sintieran obligados a dejarle decir eso. Sólo James (El Hosco) miró ceñudo a la lámpara; Cam se enrollaba un pañuelo en torno a un dedo. Entonces es cuando les recordó que iban a ir al Faro al día siguiente. Tenían que estar preparados, en el recibidor, a las siete y media en punto. A continuación, con la mano ya en el tirador de la puerta, se detuvo, se dirigió a ellos: ¿No querían ir?, preguntó. Si se hubieran atrevido a de­cir que no (él tenía algún motivo para desearlo), se habría arrojado de forma trágica a las aguas de la desesperación. Tal era el talento que tenía para los gestos. Parecía un rey en el exilio. James dijo que sí con insistencia. Cam se retrasó con menos gracia. Sí, claro que sí, los dos estarían preparados, di­jeron. Le pareció a ella que esto sí que era la tragedia: no los crespones, el polvo y el sudario; la coerción sobre los niños lo era, la sumisión de sus espíritus. James tenía dieciséis años; Cam, diecisiete, quizá. Había levantado la mirada buscando a alguien que no estaba allí, a Mrs. Ramsay, tal vez. Pero sólo estaba la buena de Mrs. Beckwith, que se dedicaba a sus di­bujos a la luz de la lámpara. De forma que, como estaba can­sada, y su mente aún se mecía con el ritmo de la mar, el sa­bor y el olor de los lugares que han estado largo tiempo des­habitados se apoderó de ella; las velas temblaban; se sintió libre de repente, bajó. Era una noche hermosa, las estrellas brillaban, las olas se oían cuando subió la escalera; la luna los sorprendió, enorme, pálida, cuando pasaban ante la ven­tana del rellano. Se había dormido al momento.
Puso el lienzo con decisión sobre el caballete, como si fue­ra una barrera, frágil, pero lo bastante buena como para de­fenderse de Mr. Ramsay y de sus exigencias. Hacía lo que po­día, cuando él estaba de espaldas, para mirar el cuadro; aquí, la línea; allí, el volumen. Pero no había manera. Que se vaya a una distancia de cincuenta pies, que no te hable, que no te vea; aun así, se filtraba, prevalecía, lograba imponerse. Todo lo cambiaba. No podía ver el color, no podía ver las líneas; incluso de espaldas, lo único que podía hacer era decirse: Dentro de poco lo tendré aquí, pidiéndome... algo que sabía que ella no podía darle. Rechazaba un pincel, elegía otro. ¿Cuándo vendrán los chicos? ¿Cuándo se irán todos? Se mo­vía nerviosa. Este hombre, pensaba, cada vez más enfadada, nunca ha dado, siempre recibe. Ella, por su parte, se vería obligada a ofrecer. Mrs. Ramsay había dado. Dar, dar, dar. Por eso había muerto, sólo así había podido dejar todo esto. En verdad, estaba enfadada con Mrs. Ramsay. Con el pin­cel temblando levemente entre los dedos, miró hacia el seto, el escalón, la tapia. Todo era obra de Mrs. Ramsay. Estaba muerta. Aquí estaba Lily, a los cuarenta y cuatro, perdiendo el tiempo, incapaz de hacer nada, ahí puesta, jugando a pin­tar, jugando a lo que no jugaba nadie, y todo era culpa de Mrs. Ramsay. Había muerto. Estaba vacío el peldaño en el que solía sentarse. Había muerto.
Pero ¿por qué repetir esto una vez tras otra? ¿Por qué esa pretensión de hacer aflorar unos sentimientos de los que ca­recía? Había una suerte de blasfemia en ello. Todo estaba seco, ajado, consumido. No deberían haberla invitado. A los cuarenta y cuatro una no puede perder el tiempo, pensaba. Detestaba jugar a pintar. Un pincel, lo único de lo que se fia­ba en este mundo de lucha, desdicha y caos: con eso no de­bería jugar una, ni a sabiendas, era algo que detestaba. Pero él la obligaba. No tocarás el lienzo, parecía decirle, cayendo sobre ella, hasta que no me hayas dado lo que quiero de ti. Aquí estaba una vez más, junto a ella, exigiendo, enfadado. Muy bien, pensaba Lily, desesperada, dejando caer la mano izquierda, más sencillo será darlo por concluido. Seguro que podré pintar de memoria esa luz y la expresión entusiasma­da, la rapsodia, la entrega que en tantas caras de mujeres ha­bía visto (en la de Mrs. Ramsay, por ejemplo) cuando en al­guna ocasión como ésta estaban bañadas -podría recordar la mirada de Mrs. Ramsay- en una efusión de consuelo, de complacencia por la recompensa que recibían, y que, aun­que ella no entendiera los motivos, era evidente que les otor­gaba la más suprema bienaventuranza de la que la naturale­za humana es capaz. Aquí estaba, junto a ella. Le daría lo que pudiera.


2


Parecía haber encogido, pensaba él. Le parecía algo flaca, descamada, pero era atractiva. Le gustaba. En tiempos se ha­bía hablado de que quizá acabaría casándose con William Bankes, pero luego no había pasado nada. Su esposa la que­ría mucho. Durante el desayuno él había perdido un poco los nervios. Pero, pero... éste era uno de esos momentos en que él era presa de esa necesidad inaplazable, una necesidad de la que no era consciente, de acercarse a cualquier mujer, de obligarla, no le importaba cómo, tan grande era la necesi­dad, a darle lo que quería: consuelo.
¿La cuidaban bien?, le dijo. ¿Tenía de todo?
«Sí, gracias, de todo», dijo nerviosa Lily Briscoe. No, no podía hacerlo. Debería haberse dejado arrastrar por alguna ola de efusión de consuelo: la exigencia de él era tremenda. Pero se quedó quieta. Hubo una horrible pausa. Ambos mi­raban la mar. ¿Por qué, pensaba Mr. Ramsay, mira la mar si estoy yo aquí? Deseaba que estuviera en calma, para que pu­dieran desembarcar en el Faro, dijo ella. ¡El Faro! ¡El Faro! ¿Qué tendrá eso que ver?, pensaba él con impaciencia. Al momento, con la fuerza de un ventarrón primigenio (porque él ya no pudo contenerse más tiempo), salió de él un gemi­do tal que cualquier otra mujer en el mundo habría hecho algo, habría dicho algo..., cualquiera, pero no yo, pensaba Lily, burlándose amargamente de sí misma, que no soy una mujer, sino seguro que soy una solterona seca, malhumorada y gruñona.
Mr. Ramsay suspiró a pleno pulmón. Esperó. ¿Es que no iba a decir nada? ¿Es que no se daba cuenta de qué quería de ella? Entonces le dijo que tenía un motivo personal para de­sear ir al Faro. Su mujer solía enviar cosas a los de allí. Había un pobre muchacho que tenía coxalgia, el hijo del torrero. Suspiró con todas sus fuerzas. Suspiró de modo significativo. Lo único que Lily deseaba era que esta inmensa inundación de dolor, esta insaciable hambre de consuelo, y esta exigen­cia de que se rindiera a él incondicionalmente, que, sin em­bargo, no le impedirían seguir teniendo tristezas para abaste­cerla durante el resto de su vida, se apartaran de ella (no de­jaba de mirar hacia la casa, esperando que de ella procediera alguna interrupción), se desviaran, antes de que la arrastraran sus comentes.
«Estas excursiones -dijo Mr. Ramsay, moviendo la punta del pie sobre el suelo- son muy tristes.» Pero Lily seguía sin decir nada. (Es un mueble, es una piedra, se dijo.) «Cansan mucho», dijo, mirándose las hermosas manos, de forma tan enfermiza que a ella le vinieron náuseas (actuaba, se dijo, es­taba interpretándose a sí mismo). ¿Es que no iban a aparecer nunca?, se preguntaba, ya no podía soportar más tiempo el peso de tanta tristeza, no podía soportar, ni por un momen­to más, los pesados ropajes del dolor (había adoptado una pose de decrepitud superlativa, incluso se movía junto a ella con algo de torpeza).
Seguía sin poder decir nada; parecía como si de repente el mundo entero se hubiera quedado vacío de objetos sobre los que poder hablar; se daba cuenta, con algo de sorpresa, de que la mirada de Mr. Ramsay parecía posarse en la hierba, y parecía descolorarla; y que esa misma mirada arrojaba un velo de luto sobre la figura placentera, soñolienta, rubicun­da, de Mr. Carmichael, que leía una novela francesa sentado en una tumbona; como si una vida semejante, que mostraba desafiante su prosperidad ante todo un mundo de dolor, le provocase los más negros de los más negros pensamientos. Mírenlo, parecía decir; y mírenme; aunque, a decir verdad, lo que no dejaba de repetirse era: Piensen en mí, piensen en mí. Ay, si ese bulto pudiera acercarse aprisa, pensaba Lily; si hubiera puesto el caballete una yarda o dos más cerca de él; un hombre, cualquier hombre, hubiera detenido esta efu­sión, habría impedido estos lamentos. Era una mujer, eso es lo que le enfadaba; una mujer debería haber sabido cómo tratar esto. Esto, lo de quedarse muda, la desacreditaba por completo, sexualmente. Había que decir, ¿qué había que de­cir? ¡Ah, Mr. Ramsay! ¡Querido Mr. Ramsay! Esto es lo que Mrs. Beckwith, esa educada anciana que hacía dibujos, le ha­bría dicho al momento, acertadamente. Pero no. Ahí estaban los dos, aislados del resto del mundo. Toda aquella inmensa compasión de sí, la necesidad de consuelo que se derramaba y extendía en charcos a sus pies, y todo lo que hacía ella, tris­te pecadora, era recogerse un poco la falda a la altura de los tobillos, para no mojarse. Se quedó quieta en el más comple­to silencio, agarrada al pincel.
¡Mil veces fueran loados los cielos! Se oían ruidos en la casa. Debían de estar acercándose James y Cam. Pero Mr. Ram­say, como si supiese que se le acababa el tiempo, ejerció so­bre la solitaria figura de ella la fuerza inmensa de su pena quintaesenciada: su fragilidad, su dolor; cuando de repente, al mover la cabeza con impaciencia, con fastidio -porque, después de todo, ¿qué mujer se le iba a resistir?-, se dio cuenta de que no se había echado los cordones de los zapa­tos. Y eran unos señores zapatos, pensó Lily, mirándolos: es­culpidos, colosales; todo lo que llevaba Mr. Ramsay, desde la deshilachada corbata hasta el chaleco en el que algunos boto­nes estaban desabrochados, era innegablemente suyo. Los imaginaba moviéndose por la habitación por decisión pro­pia, expresando en ausencia de él la pasión, la insolencia, el mal humor, el encanto.
«¡Qué zapatos tan bonitos!», exclamó ella. Estaba avergon­zada de sí misma. Alabar los zapatos cuando él le había su­plicado que consolara su alma; cuando le había mostrado las manos ensangrentadas, el corazón traspasado, y él le había pedido que se apiadara de ello, y, en lugar de eso, decir ale­gremente: «¡Ah, pero qué zapatos tan bonitos lleva!», mere­cía, y bien que lo sabía ella, ser correspondido con uno de sus repentinos rugidos de enfado, una aniquilación com­pleta.
En lugar de esto, Mr. Ramsay sonrió. El crespón, el luto, las enfermedades, todo desapareció. Ah, sí, dijo, mostrando el pie para que lo viera ella, eran zapatos de primera calidad. Sólo había un hombre en Inglaterra que hiciera zapatos como éstos. Los zapatos son una de las mayores maldiciones que afligen a la humanidad, dijo. «El objetivo de los zapate­ros es -exclamó- el de dañar y torturar el pie humano.» Y además son los seres más obstinados y perversos de la hu­manidad. Había invertido una buena parte de su juventud en conseguir que le hicieran los zapatos como hay que hacer­los. Quería que ella se diera cuenta (levantó primero un pie; luego, el otro) de que nunca antes había visto zapatos como éstos. Además estaban hechos con el mejor cuero del mun­do. El cuero, en su mayor parte, no era sino cartón y papel de estraza. Miraba complacido sus zapatos, todavía en el aire. Habían llegado, pensó ella, a una isla soleada donde ha­bitaba la paz, reinaba la cordura, y el sol brillaba para todos por igual: la bendita isla de los zapatos de buena calidad. Sin­tió que su corazón se apiadaba de él. «Vamos a ver si sabe echar el lazo», dijo. Se burló del torpe lazo. Le enseñó uno de su invención. Una vez echado, ya no se deshacía. Anudó ella tres veces su propio zapato, tres veces lo desanudó él.
¿Por qué, en este momento tan inadecuado, cuando se in­clinaba él sobre el zapato, tenía que sentirse tan afligida por la compasión que sentía hacia él? Inclinada también ella, la sangre afluía a su cara, y, pensando en su insensibilidad (lo había llamado farsante), sentía que se le llenaban de lágrimas los ojos. Así ocupado, le parecía una persona de infinita pa­sión. Echaba lazos. Compraba zapatos. No había forma de ayudar a Mr. Ramsay en el viaje que bacía. Pero justo ahora cuando sí quería decir algo, cuando quizá lo habría dicho, he aquí que llegaban: Cam y James. Aparecieron en la terraza. Llegaron, despacio, juntos, una pareja seria y melancólica.
Pero ¿por qué venían así? No pudo evitar sentirse enojada con ellos, podrían haber aparecido más alegres; podrían ha­berle ofrecido lo que, ya que ellos habían venido, ella ya no tendría el momento de ofrecerle. Porque de repente sintió un vacío repentino, una frustración. Sus sentimientos habían aparecido demasiado tarde. Se había convertido en un caba­llero anciano, muy distinguido, que no tenía ninguna necesi­dad de ella. Se sintió rechazada. Se colgó una mochila. Com­partió los paquetes: eran unos cuantos, mal atados, en­vueltos en papel de estraza. Tenía todo el aspecto de un explorador que se preparara para una expedición. A conti­nuación, por el camino, tras dar unas vueltas, encabezó la marcha con paso militar, con sus maravillosos zapatos, con los paquetes envueltos en papel de estraza; sus hijos iban tras él. Tenían el aspecto, pensó, de haber sido escogidos por el destino para una tarea de gran importancia; y parecían seguir la llamada del destino; eran todavía lo bastante jóvenes como para seguir de buena voluntad la estela de su padre, con obediencia, pero con una palidez que le hacía sentir que sufrían en silencio un dolor superior a sus años. Dejaron atrás el jardín, Lily pensó que estaba viendo la marcha de una procesión, una procesión ligada por un sentimiento común que la convertía, torpe y fatigada como estaba, en una redu­cida caravana que la impresionaba de forma extraña. De forma educada, pero muy distante, Mr. Ramsay levantó la mano a modo de saludo cuando desaparecían.
¡Qué expresión la suya!, pensó, hallando al momento la compasión que no se le había pedido que ofreciera. ¿Qué la hacía así? El pensar: una noche tras otra, suponía; pensar acerca de la realidad de las mesas de cocina, añadió, recor­dando el símbolo que, en la vaguedad de sus ideas acerca de los pensamientos de Mr. Ramsay, le había ofrecido Andrew. (Lo había matado en un abrir y cerrar de ojos la metralla de una granada, recordó.) La mesa era una visión, era algo aus­tero, desnudo, duro, no ornamental. Carecía de color, era todo bordes y ángulos, era fea sin paliativos. Pero Mr. Ram­say no apartaba los ojos de ella, nunca se consentía distrac­ciones o engaños, hasta que su cara también se deterioró, se hizo ascética, y participó de esta belleza sin ornamentos que tan profundamente la había impresionado. Recordó enton­ces (donde él la había dejado, todavía con el pincel en la mano) que también había habido preocupaciones que lo consumieron, no tan nobles. Ha debido de tener sus dudas acerca de esa mesa, pensaba ella; si se trataba de una mesa de verdad; si se merecía el tiempo que le dedicaba; si, después de todo, sería capaz de hallarla. Había tenido dudas, pensa­ba; o si no, habría exigido menos de quienes lo rodeaban. De eso es de lo que se quedaban hablando a veces hasta altas ho­ras de la noche, pensaba; y al día siguiente Mrs. Ramsay te­nía aspecto de cansancio, y Lily se enfurecía con él por cual­quier cosilla sin importancia. Pero ahora no tenía con quién hablar de esa mesa, ni de los zapatos, ni de los lazos; y era como un león que buscase una presa que devorar, y había un toque de desesperación en su cara, de exageración, que a ella le preocupaba, y que le hacía estirarse la falda cuando estaba ante él. Luego recordó, se trataba de una resurrección repen­tina, un fulgor intenso (cuando alabó los zapatos), una recu­peración repentina de vitalidad e interés en las cosas huma­nas ordinarias, que también cesó y se transformó (porque cambiaba incesantemente, y no ocultaba nada) en esa otra fase última que a ella le parecía nueva, y que, lo reconocía, le hacía avergonzarse de lo irritable que la volvía, cuando pare­cía como si él se hubiera desprendido de preocupaciones y ambiciones, y, con la esperanza del consuelo, y con el deseo de ser alabado, hubiera entrado en otra región; lo hubiera co­locado, como por curiosidad, inmerso en un mudo colo­quio, soliloquio o diálogo, a la cabeza de aquella mínima procesión fuera del alcance de una. ¡Qué expresión tan ex­traordinaria! Sonó un portazo.


3


Así que por fin se han ido, pensó, suspirando a la vez con alivio y decepción. Parecía haber regresado al momento la expresión de felicidad a su cara, como una zarza recién flore­cida. Se sentía curiosamente indecisa, como si una parte de ella fuera atraída hacia el polo exterior: era un día tranquilo, con algo de calina; el Faro parecía esta mañana hallarse a una gran distancia; el otro polo la fijaba al jardín con perseveran­cia, de forma irrevocable. Veía el lienzo como si hubiera ve­nido flotando y se hubiera colocado blanco, sin concesiones, directamente ante ella, con su fría mirada en lugar de esta pri­sa e inquietud; tanta estupidez y desperdicio de emocio­nes; la llamaba imperiosamente, y extendía por su mente en primer lugar la paz, mientras sus desordenadas sensaciones (le había dado pena que por fin se hubiera ido él, pero no le había dicho nada) se alejaran huyendo del campo; a continuación: el vacío. Se quedó con la mirada perdida en el lien­zo, con su mirada blanca sin concesiones; después apartaba la miraba del lienzo, se quedaba mirando el jardín. Había algo (se quedó mirando fijamente con sus ojillos orientales, la cara llena de arrugas), algo que recordaba respecto de las relaciones de estas líneas que se cruzaban, que se cortaban entre sí, y tam­bién había algo en el volumen del seto con su verde concavi­dad de azules y castaños; algo que no se le había ido de la ca­beza, que había anudado un lazo en su mente de forma que en momentos perdidos, involuntariamente, cuando caminaba por Brompton Road, o cuando se cepillaba el pelo, se hallaba a sí misma pintando este cuadro, mirándolo, y deshaciendo el lazo mentalmente. Pero era completamente diferente lo de imaginar las cosas alegremente lejos del lienzo, frente a la rea­lidad de coger el pincel, y de dejar la primera huella.
Había cogido un pincel que no le convenía, por lo nervio­sa que le había puesto la presencia de Mr. Ramsay; y el caba­llete, clavado en el suelo de cualquier forma, ofrecía un án­gulo incorrecto; ahora que ya lo había puesto bien, y al ha­cerlo había sofocado todas las impertinencias e insignificancias que la distraían y le hacían recordar que era una persona de tal y tal forma, y que conocía a ciertas personas, movió la mano, levantó el pincel. Durante un momento se quedó temblando en un doloroso pero excitante éxtasis, detenida la mano en el aire. ¿Por dónde empezar?: éste era el problema; ¿en qué punto hacer la primera señal? La primera línea sobre el lienzo la comprometía a incontables riesgos, a decisiones con frecuencia irrevocables. Todo esto que parecía sencillo desde un punto de vista teórico, se convertía en algo muy complicado desde el punto de vista práctico; al igual que las olas ofrecerán un dibujo evidente a quien las contemple des­de lo alto del acantilado, pero para el nadador que se mueva entre ellas serán valles profundos y crestas llenas de espuma. Pero había que correr el riesgo, hizo la primera mancha.
Qué sensación física tan curiosa, como si algo la impulsa­ra a seguir y al mismo tiempo la retuviera, había dado la pri­mera y decisiva pincelada. El pincel descendió. Destelló el color castaño sobre el blanco lienzo; dejó una mancha alar­gada. Hizo un segundo movimiento..., un tercero. Haciendo pausas, interrumpidas por destellos, logró un movimiento de baile, rítmico, como si las pausas fueran una parte del ritmo; y las pinceladas, la otra, y estuvieran todas relacionadas; y así, suave, delicadamente, haciendo pausas, pintando, llenó el lienzo de nerviosas líneas de color castaño que en cuanto se fijaban comprendían en su interior (notaba cómo tomaba forma para ella) todo un espacio. En el seno de una ola, veía cómo la siguiente se erguía cada vez más alta sobre ella. ¿Aca­so había algo más formidable que este espacio? Aquí esta­ba de nuevo, pensaba, retrocediendo un paso para verlo, lejos de los cotilleos, de la vida, de la comunidad de las personas, ante este formidable y viejo enemigo de ella: esta otra cosa, esta verdad, esta realidad que de repente le ponía las manos encima, que se erguía con fuerza ante ella, tras las apariencias de las cosas, y exigía su atención. Medio a contrapelo, en contra de su voluntad. ¿Por qué siempre la arrastraba y tenía que obedecer? ¿Por qué no la dejaba en paz aquí en el jar­dín?, ¿por qué no le dejaba que hablara con Mr. Carmichael? Vaya si era una forma de relación exigente. Otros objetos de culto se quedaban contentos con el culto; hombres, mujeres, Dios, todos consentían que te postraras de rodillas; pero esta forma, aunque sólo reprodujera la imagen de una pantalla blanca de una lámpara sobre una mesa de mimbre, solicita­ba un combate perpetuo, la retaba a una a la lucha, en la que una estaba destinada a perder. Siempre (así era ella, o así era su género, no lo sabía), antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentración de la pintura, tenía unos minutos de desnudez, cuando parecía un alma nonata, un alma segrega­da del cuerpo, un alma que dudara sobre algún ventoso pi­náculo, y estuviera expuesta sin protección a todos los vien­tos de la duda. ¿Por qué lo hacía? Miraba el lienzo, tenue­mente cubierto de líneas. Lo colgarían en las habitaciones del servicio. Lo enrollarían y lo meterían debajo de algún sofá. De qué servía hacerlo pues, si no hacía más que escu­char aquella voz que le decía que no sabían pintar, que no sa­bían crear; como si hubiera caído en una de esas rutinas mentales que tras un tiempo la experiencia forma sola, de manera que repite una las palabras sin saber muy bien quién las dijo por primera vez.
No saben pintar, no saben escribir, murmuraba de forma monótona, considerando con gran preocupación cuál debe­ría ser el plan de ataque. Porque el volumen tomaba forma ante ella, se hacía visible, sentía la fuerza que ejercía contra sus globos oculares. Entonces, como si algún jugo necesario para la lubricación de sus facultades se hubiera segregado, co­menzó de forma titubeante a coger los azules y ámbares, mo­viendo el pincel aquí y allí, pero ahora estaba más cargado, y se deslizaba más lentamente, como si hubiera adoptado un ritmo que le dictara a ella (no dejaba de mirar al seto, al lien­zo) lo que veía, de forma que mientras la mano temblaba lle­na de vida, el ritmo era lo suficientemente fuerte para arras­trarla en su comente. A decir verdad, había perdido el cono­cimiento del mundo exterior. Y mientras perdía consciencia del mundo exterior, y se olvidaba de su nombre y personali­dad y aspecto, y de si Mr. Carmichael estaba allí o no, su mente continuaba arrojando, desde lo más hondo, escenas, nombres, dichos, recuerdos e ideas, como una fuente cuyo surtidor se derramara sobre aquel deslumbrante e increíble­mente difícil espacio en blanco, mientras lo modelaba con verdes y azules.
Era Charles Tansley quien solía decirlo, se acordaba, lo de que las mujeres no sabían pintar, no sabían escribir. Se le acercaba por detrás, mientras pintaba en este mismo lugar, y ahí se quedaba, cerca; y ella lo detestaba. «Tabaco de picadu­ra -decía él-, a cinco peniques la onza», siempre estaba ex­hibiendo su pobreza, sus principios. (Pero la guerra le había arrancado el aguijón de su femineidad. Pobres diablos, pen­saría cualquiera, pobres diablos de ambos sexos, en qué líos no se meterán.) Siempre llevaba un libro bajo el brazo: un li­bro de color púrpura. Él «trabajaba». Se sentaba, lo recorda­ba, y trabajaba a pleno sol. Durante la cena se sentaba en me­dio del paisaje. Y también estaba, ahora que pensaba en ello, la escena de la playa. Había que recordarlo. Era una mañana de viento. Se habían ido todos a la playa. Mrs. Ramsay esta­ba sentada junto a una piedra escribiendo cartas. Escribía sin pausa. «¡Ah! -había dicho, levantando la mirada hacia algo que flotaba en la mar-, ¿es una nasa para langostas?, ¿es una barca volcada?» Era tan miope que no veía nada, y Charles Tansley se portó todo lo bien que supo. Empezaron a hacer saltar piedras planas sobre el agua. Elegían piedrecillas negras planas, y las hacían saltar sobre las olas. De vez en cuando Mrs. Ramsay miraba por encima de las gafas, y se reía. No se acordaba de lo que decían, sólo la recordaba a ella y a Char­les, que tiraba piedras, y que se había vuelto repentinamente amable, y recordaba que Mrs. Ramsay los miraba. Era muy consciente de aquello. Mrs. Ramsay, pensó, retrocediendo un paso y mirando atentamente. (Seguro que la composi­ción era muy diferente cuando estaba sentada en el escalón con james. Debía de haber alguna sombra.) Mrs. Ramsay. Cuando pensaba en ella y en Charles Tansley tirando piedras al agua, y en toda aquella escena en la playa, todo parecía de­pender en cierta manera de Mrs. Ramsay, sentada bajo la pie­dra aquélla, con el cuaderno sobre las rodillas, escribiendo cartas. (Escribía cartas sin parar, y a veces el viento cogía al­guna, y ella o Charles rescataban alguna página de la mar.) Pero ¡qué poder el del alma humana!, pensaba. Aquella mu­jer allí sentada, escribiendo junto a la piedra, hacía que todo adquiriera una repentina sencillez; hacía que aquellas iras, irritaciones, le parecieran cosa de nada; reunía esto y aquello y lo de más allá, y convertía toda esta tontería y desdén (las disputas y porfías de Charles y de ella habían sido necias, desdeñables) en algo -esta escena de la playa, por ejemplo, este momento de amistad y confraternización- que sobrevi­vía, tras todos estos años, íntegro; de forma que se zambullía en esto de nuevo para revivir los recuerdos de él, recuerdos que permanecían en su mente casi como una obra de arte.
«Como una obra de arte», se repitió, mientras miraba des­de el lienzo hacia los escalones de la sala, y de nuevo al lien­zo. Tenía que descansar unos momentos. Descansando, mi­rando de uno a otro, de forma inconcreta, la vieja pregunta que de forma perpetua atravesaba el cielo del alma, la pre­gunta inmensa, general, que fácilmente sabía hacerse concre­ta en momentos semejantes, cuando daba libertad a faculta­des que habían estado sometidas a tensiones, se quedaba sobre ella, hacía una pausa sobre ella, se oscurecía sobre ella. ¿Qué sentido tiene la vida? Eso era todo: una sencilla pregunta; que con los años tendía a hacerse más acuciante.
Nunca se había producido la gran revelación. La gran revela­ción quizá no llegaría nunca. En su lugar había pequeños mi­lagros cotidianos, iluminaciones, cerillas que de repente ilu­minaban la oscuridad; y aquí había una. Esta, aquélla y la de más allá; ella y Charles en la ola que rompía; Mrs. Ramsay uniéndolos; Mrs. Ramsay diciendo: «Vida, deténte aquí»; Mrs. Ramsay convirtiendo el momento en algo permanente (al igual que en una esfera diferente Lily pretendía convertir otro momento también en algo permanente): esto participa­ba de la naturaleza de las revelaciones. En medio del caos había una forma; este eterno pasar y fluir (dirigió la mirada ha­cia las nubes que cruzaban el cielo, hacia las hojas que se mo­vían al viento) quedaba fijo en alguna estabilidad. Vida, detén­te aquí, había dicho Mrs. Ramsay. «¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ram­say!», se repetía. Esta revelación se la debía a ella.
Todo estaba callado. No se oía a nadie en la casa. Vio cómo dormía el edificio en la primera luz de la mañana, con las ventanas verdes y azules por los reflejos de las hojas. Los delicados pensamientos que había dirigido hacia Mrs. Ram­say parecían rimar con esta casa silenciosa, este humo, este fresco aire del amanecer. Tenue e irreal, este aire era, sin em­bargo, sorprendentemente puro y embriagador. Confiaba en que nadie abriera una ventana, o saliera de la casa, para que la dejaran en paz con sus pensamientos, para poder seguir pintando. Se volvió al lienzo. Pero, impulsada por alguna clase de curiosidad, atraída por el remordimiento de la com­pasión que no había sabido manifestar, se acercó unos pasos hasta el borde del jardín, para ver si se veía, abajo, en la pla­ya, cómo se hacía a la mar el grupito. Allí abajo, donde esta­ban las barcas, algunas tenían las velas recogidas, otras se alejaban poco a poco; era un día de una gran bonanza; había una que se había apartado de las demás. Estaban desplegan­do la vela en este momento. Decidió que en aquella remota barquita completamente silenciosa se hallaba Mr. Ramsay con Cam y James. Ya habían desplegado la vela, tras unos movimientos de duda, las velas cogieron aire, envueltas en un profundo silencio, y observó cómo la barquita se hacía a la mar con toda deliberación, y dejaba atrás a las demás barcas.


4


Las velas se movían sobre sus cabezas. El agua bañaba los costados de la barca, soñolienta e inmóvil bajo el sol. De vez en cuando las velas se agitaban con una leve brisa, pero cesa­ba la brisa y cesaba el movimiento. La barca estaba inmóvil. Mr. Ramsay estaba sentado en medio de la barca. Dentro de poco daría señales de impaciencia, pensaba James; y Cam también lo pensaba, mientras miraba a su padre, sentado en medio de la barca, entre ellos (James llevaba el timón, Cam estaba sentada en la proa), con las piernas recogidas. Detesta­ba perder el tiempo. Seguro que dentro de unos segundos di­ría algo del niño de los Macalister, que sacó los remos y em­pezó a remar. Pero su padre, tras unos movimientos nervio­sos, lo sabían, sólo se habría quedado contento si hubieran ido volando. No dejaba de buscar una brisa, moviéndose nervioso, diciendo cosas en voz baja, que Macalister y el hijo de Macalister podían oír, y ambos podían sentirse muy mal. Les había hecho venir. Los había obligado. Como estaban enfadados, esperaban que no soplara el viento, que todo le saliera mal, porque los había obligado a ir en contra de su vo­luntad.
Al bajar a la playa, se habían rezagado, aunque les decía: «Venga, venga», pero sin palabras. Miraban al suelo, como si les hiciera bajar las cabezas una galerna implacable. No po­dían hablarle. Tenían que caminar, tenían que seguirlo. Te­nían que seguirlo con los paquetes envueltos en papel de es­traza. Pero habían prometido solemnemente, en silencio, mientras caminaban codo con codo, ayudarse y mantener esta gran alianza: enfrentarse con la tiranía hasta morir. Y allí estaban sentados, una en un extremo de la barca, el otro en el opuesto, callados. No decían nada, sólo lo miraban de vez en cuando, sentado, con las piernas recogidas, el ceño frun­cido y los movimientos nerviosos, bisbiseando y hablando solo en voz baja, y esperando impaciente a que soplara el vien­to. Y ellos querían que siguiera la calma. Querían que le salie­ra mal. Querían que la excursión fuera un completo fracaso, y que tuvieran que regresar, con los paquetes, a la playa.
Pero ahora, después de que el hijo de Macalister hubiera remado un poco, las velas giraron lentamente, la barca co­gió velocidad, se enderezó, salió volando. Inmediatamen­te, como si se le hubiera quitado de encima un gran peso, Mr. Ramsay estiró las piernas, sacó la petaca, la ofreció con un gruñido a Macalister, y se sintió, se dieron cuenta, muy contento. Ahora ya podían seguir navegando así durante ho­ras, y Mr. Ramsay le haría una pregunta al bueno de Macalis­ter -quizá sobre la galerna del anterior invierno-, y el bue­no de Macalister le respondería, y fumarían juntos las pipas, y Macalister cogería una cuerda embreada e intentaría desha­cer o hacer un nudo, y el muchacho se dedicaría a pescar, y no dirían ni una sola palabra. James se sentiría en la obliga­ción de no despegar la vista de la vela. Porque si lo olvidaba, la vela se desinflaría, se quedaría fláccida, la barca perdería velocidad, y Mr. Ramsay diría enfadado: «¡Cuidado! ¡Cui­dado!» Y el bueno de Macalister, lentamente, miraría hacia atrás. Oyeron cómo le hacía la pregunta sobre la galerna de la pasada Navidad. «Entró por allí», dijo el bueno de Maca­lister, describiendo la galerna de Navidad, diez barcos busca­ron refugio en la bahía; vio «uno ahí, otro allí, otro más allá» (señalaba despacio hacia la bahía. Mr. Ramsay seguía la expli­cación, volvía la cabeza hacia atrás). Había visto tres hom­bres aferrados a un mástil. Luego acabó la tempestad. «Por fin la echamos», siguió (pero enfurecidos, callados, sólo co­gían alguna palabra de vez en cuando; estaban sentados en los extremos de la barca, unidos por el juramento de luchar contra la tiranía hasta la muerte). Por fin la habían expulsa­do, habían botado la barca de salvamento, y la habían lleva­do hasta más allá de la punta... Macalister contaba la histo­ria; y aunque sólo oían alguna palabra de vez en cuando, eran muy conscientes todo el tiempo de la presencia de su padre: cómo se inclinaba hacia delante, cómo su voz armo­nizaba con la de Macalister; cómo, al chupar de la pipa, y mi­rando aquí y allá, hacia donde señalaba Macalister, disfruta­ba con la idea de la galerna, y de la noche oscura, y de los pescadores luchando. Le gustaba que los hombres trabajaran y se esforzaran en la playa, batida por el viento, durante la noche, oponiendo los músculos y la mente contra las olas y el viento; le gustaba que los hombres trabajaran así, y que las mujeres se quedaran en casa, y se sentaran a la cabecera de las camas de los niños, mientras los hombres se ahogaban, afue­ra, en medio de la galerna. James podría afirmar, y Cam po­dría afirmar (lo miraban, se miraban entre sí), por el movi­miento, por la atención, por el timbre de la voz, y por el te­nue acento escocés que había adoptado, que también a él le hacía parecer un campesino, al preguntar a Macalister sobre los once barcos que se habían recogido en el interior de la ba­hía. Tres de ellos naufragaron.
Miraba orgulloso en la dirección que señalaba Macalister; y Cam pensaba, sintiéndose orgullosa de él, sin saber muy bien por qué, que si él hubiera estado allí, habría lanzado al agua el bote salvavidas, habría llegado hasta el barco naufra­gado, pensaba Cam. Era tan valiente, le gustaba tanto la aventura, pensaba Cam. Pero se acordó. Estaba el pacto. En­frentarse con la tiranía hasta morir. Este dolor los apesadum­braba. Se les había obligado, se les había dado una orden. Los había sometido de nuevo con su malhumor y su autori­dad, obligándolos a hacer lo que les decía, esta hermosa ma­ñana; obligándolos a venir, porque así lo quería, para llevar los paquetes, al Faro; a tomar parte en estos ritos en los que le gustaba participar por el propio placer de recordar a los muertos; y ellos lo detestaban, remoloneaban tras de él, ha­bía despojado el día de todo su placer.
Sí, la brisa refrescaba. La barca se balanceaba, cortaba el agua en dos, y se derramaba en verdes cataratas, se abría en burbujas, en cascadas. Cam miraba la espuma, la mar con to­dos sus tesoros; la velocidad la hipnotizaba; y el pacto entre ella y James se debilitaba un poco. Comenzó a pensar: Qué aprisa se mueve. ¿Adónde vamos?, y el movimiento la hip­notizaba; mientras que James, con la mirada en la vela, en el horizonte, llevaba el timón con gesto adusto. Pero comenza­ba a pensar también él que mientras llevara el timón podría escapar, podía deshacerse de todo. Podían desembarcar en cualquier parte, ser libres. Ambos, mirándose fugazmente, tuvieron una sensación de huida, de exaltación, a causa de la velocidad y del cambio. Pero la brisa traía idéntica excitación a Mr. Ramsay, y, cuando el bueno de Macalister se volvió para echar el sedal por la borda, gritó: «Morimos», y después, «a solas». A continuación, con el acceso de costumbre de arrepentimiento y timidez se contuvo, y saludó la costa con la mano.
«Mirad la casita», dijo, mientras señalaba, haciendo mirar a Cam. Ella se irguió de mala voluntad, y miró. Pero ¿cuál era? No sabría decir cuál era la casa, allí, en la falda de la co­lina. Todo parecía lejano, en paz y extraño. La costa parecía muy cuidada, lejana, irreal. La poca distancia que habían re­corrido navegando los había alejado mucho, y le había he­cho cambiar de aspecto, tenía ahora un aspecto bien cuidado, aspecto de algo que se retrae, algo en lo que uno ha dejado de participar. ¿Cuál era la casa? No sabía identificarla.
«Pero un mar más airado me acogió a mí», murmuraba Mr. Ramsay. Había hallado la casa, y al verla se había visto a sí mismo allí; se había visto paseando por la terraza, solo. Paseaba de un lado a otro entre los grandes jarrones; y se le veía muy envejecido, vencido. Aquí, sentado en la barca, se le veía vencido, se encogió, comenzó al momento a repre­sentar su papel: el papel de un infeliz, un viudo, un despo­seído; y así conjuraba todo el ejército de quienes se compa­decían de él; representaba ante sí mismo, en la barca, una breve tragedia, una tragedia que le exigía estar decrépito y exhausto y tener penas (elevó las manos y vio lo descama­das que estaban, para confirmar su sueño); y a continua­ción le venía con abundancia la compasión de las mujeres, y se imaginaba cómo lo consolarían v se condolerían de él, y obteniendo de este sueño la idea del exquisito placer del cariño de las mujeres, suspiró, y dijo dulcemente y apesa­dumbrado:


Morimos, a solas cada uno,
Pero un mar más airado me acogió a mí.


Todos oyeron con claridad las tristes palabras. Cam se so­bresaltó un poco. La sorprendió, se encolerizó. El movimien­to atrajo la atención de su padre; hizo un movimiento invo­luntario; de repente, exclamó: «¡Mirad! ¡Mirad!», con tanta vehemencia que James también volvió la cabeza para mirar hacia la isla por encima del hombro. Todos miraban. Mira­ban hacia la isla.
Pero Cam no veía nada. Pensaba en cómo se habían borra­do todos esos senderos que cruzaban el césped, densamente poblados con las vidas que habían vivido sobre ellos, habían desaparecido, eran el pasado, eran lo irreal, lo real ahora era esto: la barca y la vela con el remiendo, Macalister con los pendientes, el ruido de las olas; todo esto era lo real. Pensan­do en esto, murmuraba ella para sí: «Morimos, a solas», por­que las palabras de su padre no dejaban de dar vueltas y más vueltas en su mente; cuando su padre, viendo que miraba como sin ver, comenzó a burlarse de ella. ¿Es que no cono­cía los puntos cardinales?, preguntaba, ¿la brújula? ¿No dis­tinguía el norte del sur? ¿Es que de verdad pensaba que vi­vían allí? Volvía a señalar, y le mostraba dónde estaba la casa, allí, entre aquellos árboles. Le gustaría que ella fuera más pre­cisa, le decía: «Vamos a ver, ¿dónde está el este, y dónde está el oeste?», le decía, medio riéndose de ella, medio riñéndola, porque no podía comprender qué clase de mente sería la suya, si es que no era completamente imbécil, que no cono­cía los puntos cardinales. Y ella no lo sabía. Y viendo cómo miraba, sin ver, pero con ojos asustados, y con la mirada di­rigida hacia donde no estaba la casa, Mr. Ramsay olvidó su sueño: cómo paseaba de un lado a otro entre los jarrones de la terraza, cómo se extendían los brazos para acogerlo. Pensa­ba, las mujeres son siempre así; la inconcreción de sus men­tes no tiene remedio; era algo que nunca había podido en­tender, pero así era. Así había sido ella, su propia mujer. No podían conseguir que hubiera algo que se quedara firme­mente grabado en sus mentes. Pero no debía haberse enfada­do con ella, lo que es más, ¿es que en el fondo no era eso lo que le gustaba de ellas? Era parte de su extraordinario encan­to. Haré que ella me sonría, pensaba. Parece asustada. Era tan callada. Cerró la mano, y decidió que su voz y su cara y todos los rápidos gestos expresivos que le habían obedecido y habían hecho que le gente se apiadara de él y lo alabaran durante todos estos años se sosegaran. Conseguiría que le sonriera. Encontraría algo agradable que decirle. Pero ¿qué? Porque, absorto en sus tareas, como lo estaba, había olvidado qué clase de cosas se decían. Estaba el cachorro. Tenían un cachorro. ¿Quién lo atendía hoy?, preguntó. Sí, pensaba James implacable, viendo el perfil de la cabeza de su herma­na contra la vela, ahora cederá. Se quedaría solo para luchar contra el tirano. Quedaría él solo para continuar la lucha, para hacer honor al pacto. Cam no será capaz de enfrentarse con la tiranía hasta morir, pensaba sombrío, observando la cara, triste, hosca, débil. Y como con frecuencia sucede cuan­do una nube cae sobre la verde falda de una colina y descien­de la presión barométrica y ahí en medio de las demás colinas está la pena y la tristeza, y parece como si las demás colinas re­flexionaran sobre la mala suerte de la nublada, de la ensombre­cida, con piedad o maliciosamente regocijadas por su pena, de igual forma, Cam se sentía triste, sentada ahí, en medio de gentes en calma, decididas, y se preguntaba que cómo respon­dería a su padre respecto del cachorro; cómo resistirse a esta petición: perdóname, atiéndeme; mientras que James, el legis­lador, con las tablas de la sabiduría eterna abiertas sobre las ro­dillas (la mano sobre el timón se había convertido en algo sim­bólico para ella), decía: Resiste. Lucha. Tenía razón, era justo. Porque debían luchar contra la tiranía hasta la muerte, pensa­ba ella. De todos los valores humanos, era el de la justicia el que más reverenciaba. Su hermano era lo más parecido a un dios; su padre, a alguien que solicitara algo con humildad. Ante quién se rendiría, pensaba, sentada entre ambos, miran­do hacia la costa, cuyos puntos eran completamente descono­cidos para ella, y pensando en cómo el jardín y la terraza y la casa se habían difuminado, y ahora habitaba allí la paz.
«Jasper», dijo de forma hosca. Él cuidará del cachorro.
¿Qué nombre iba a ponerle?, su padre persistía. Él había tenido un perro de niño, se llamaba Frisk. Se rendirá, pensa­ba James, mientras veía cómo le cambiaba la cara, un cambio que recordaba de otras ocasiones. Ellas bajan la mirada, pen­saba, miran las labores o cualquier otra cosa. Luego, de re­pente, la levantan. Hubo un destello azul, recordaba él, y en­tonces una, que se sentaba a su lado, se rió, se rindió, y él se enfadó mucho. Debió de haber sido su madre, pensaba, te­jiendo en la silla baja, y su padre en pie, junto a ella. Comen­zó a buscar en la infinita serie de impresiones que el tiempo había depositado en su cerebro: hoja tras hoja, pliegue sobre pliegue, delicada, incesantemente; entre aromas, sonidos (vo­ces, ásperas, huecas, cariñosas), entre las luces que se movían, entre las escobas que barran, entre el ir y venir de la mar, ad­vertía la presencia de un hombre que iba de un lado a otro, y de repente se quedaba inmóvil, erguido, junto a ellos. Mientras tanto, advirtió, Cam mojaba los dedos en el agua, y miraba fijamente la costa, y seguía callada. No, no se rendi­rá, pensó él; es diferente, pensaba. Muy bien, si Cam no que­ría contestar, no la molestaría más, decidió Mr. Ramsay, pal­pándose los bolsillos en busca de un libro. Pero ella sí que quería responder; deseaba, con pasión, poder derribar algún obstáculo que estorbaba su lengua, y quería poder decir: Ah, sí, Frisk. Lo llamaré Frisk. Incluso quería poder decir, ¿era ése el perro que se encontró en el camino después de haberlo perdido en el páramo? Pero, hiciera lo que hiciera, no se le ocurría decir nada parecido a eso; había decidido cumplir con lealtad el pacto, querría hacer llegar a su padre, sin que James lo advirtiera, una muestra privada del amor que sentía hacia él. Porque pensaba, mientras jugaba con el agua (el hijo de Macalister había cogido una caballa, y daba coletazos en el suelo, había sangre en las agallas), porque pensaba, mien­tras miraba a james, quien, a su vez, no apartaba la ecuánime mirada de la vela, o dirigía la vista fugazmente al horizonte, tú no estás expuesto a correr este riesgo, a esta intensidad y división de sentimientos, a esta tentación extraordinaria. Su padre se palpaba los bolsillos; un segundo más, y hallaría el libro. Porque nadie la atraía más; sus manos le parecían her­mosas, y sus pies, y su voz, y sus palabras, y su prisa, y su ge­nio, y sus rarezas, y su pasión, y lo de decir sin miramiento ante cualquiera lo de morimos a solas, y su lejanía. (Ya había abierto el libro.) Pero lo que no dejaba de ser intolerable, pensaba, sentada rígida, y viendo cómo el hijo de Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era esa crasa y ciega tiranía suya que había envenenado su infancia, y había levantado amargas tempestades; de forma tal que incluso ahora se despertaba en medio de la noche, temblando de ira, y recordaba alguna orden de él, alguna insolencia: «Haz esto», «Haz aquello»; su autoridad: su «Obedéceme».
De forma que no dijo nada, sino que siguió mirando de forma terca y triste hacia la costa, envuelta en su manto de paz; como si la gente que hubiera en ella se hubiera dormi­do, pensaba; como si fueran libres como el humo; como si tuvieran la libertad de ir y venir como fantasmas. Allí no hay sufrimiento, pensó.


5


Sí, aquélla es la barca, concluyó Lily Briscoe, en el extre­mo del jardín. Era la barca con las velas de color gris rojizo, la que ahora vio enderezarse en el agua, y salir aprisa en me­dio de la bahía. Ahí está sentado, pensó, y sus hijos siguen ca­llados. Ahí no podía alcanzarlo. Ahora le pesaba el cariño que no le había dado. Hacía difícil poder pintar.
Siempre había pensado que era un hombre difícil. Recor­daba que nunca había podido alabarlo estando él presente. Eso hacía que sus relaciones fueran algo indefinido, sin el in­grediente del sexo, ese ingrediente que hacía tan elegantes, casi alegres, las que mantenía con Minta. Cortaba una flor, se la ofrecía, le dejaba libros. Pero ¿de verdad creía que Minta los leía? Los paseaba por el jardín, los llenaba de hojas para señalar por dónde iba.
Mientras miraba al anciano, sentía tentaciones de hacerle la pregunta: «¿Se acuerda, Mr. Carmichael?» Pero había baja­do la visera del sombrero sobre la frente: estaba dormido, o estaba soñando, o estaba cazando palabras, pensó.
«¿Lo recuerda?», sintió tentaciones de preguntárselo al pa­sar junto a él, pensando de nuevo en Mrs. Ramsay en la pla­ya; el barril que subía y bajaba, las páginas que se movían al viento. ¿Por qué había sobrevivido eso tras todos estos años, rotundo, luminoso, visible hasta el más menudo detalle, y, sin embargo, todo oscuro por delante, por detrás, durante millas y más millas?
«¿Es una barca?, ¿un corcho?», decía ella, se repetía para sí Lily, regresando, de mala gana, al lienzo. Loados sean los cie­los, al menos le quedaba todavía el problema del espacio, pensaba, mientras cogía de nuevo el pincel. Rutilaba ante ella. Todo el volumen del cuadro gravitaba sobre ese punto. La superficie sería hermosa, deslumbrante, como plumas, evanescente, la mezcla de colores debía ser tan natural como la de las alas de la mariposa; pero bajo la superficie, el tejido debería estar trabado como con barras de hierro. Debería ser algo que pudiera estremecerse con un sencillo soplo; y, a la vez, algo que no pudiera mover ni un tiro de caballos. Co­menzó a depositar un rojo, un gris, y comenzó a modelar su rumbo en el hueco. Y a la vez le parecía que estaba sentada junto a Mrs. Ramsay en la playa.
«¿Es una barca?, ¿un barril?», se preguntaba Mrs. Ramsay. Comenzó a buscar las gafas. Se quedó sentada, tras haberlas hallado, callada, mirando la mar. Lily, pintando metódica­mente, sintió como si una puerta se hubiera abierto, y al­guien entrara, y se quedara contemplando todo en silencio, como en una alta catedral, muy oscura, muy solemne. Había unos gritos que procedían de un mundo remoto. Los vapo­res se desvanecían bajo el humo en forma de columnas en el horizonte. Charles arrojaba piedras, y las hacía rebotar en el agua.
Mrs. Ramsay estaba sentada, callada. Lily pensaba que es­taba contenta por descansar, al fin, sin tener que hablar, no tendría ganas de hablar; por poder alejarse un rato de la ex­trema oscuridad de las relaciones humanas. ¿Quién sabe lo que somos?, ¿lo que sentimos? ¿Quién sabría decir, incluso en los momentos de intimidad: Esto es el conocimiento? Es que, al decirlas, ¿no se deterioran las cosas?, podría haber preguntado Mrs. Ramsay. (Parecía haber sido tan frecuente, este silencio junto a ella.) ¿Es que no somos más expresivos así? El momento, por decirlo de alguna forma, parecía ex­traordinariamente fértil. Escarbó un hoyito en la arena, y lo cubrió, como si enterrara la perfección del momento. Era como una gota de plata, en la que mojar el pincel, para que iluminase la oscuridad el pasado.
Lily retrocedió un paso para colocar el lienzo, así, en pers­pectiva. Extraño camino este de la pintura. Iba una más y más allá, cada vez más lejos, hasta que al final parecía hallar­se una en medio de una estrecha tabla, completamente sola, sobre la mar. Al mojar el pincel en el color azul, a la vez, lo hundía en aquel pasado. Ahora Mrs. Ramsay se levantaba, lo recordaba. Era hora de regresar a casa, era la hora del almuer­zo. Y todos subieron juntos a casa, desde la playa, ella cami­naba detrás de William Bankes, y Minta iba enfrente de ellos, con un agujero en la media. ¡Cómo parecía disfrutar exhi­biendo se aquel agujerito sonrosado del talón! ¡Y cómo lo censuraba William Bankes, sin que, según sus recuerdos, hu­biera dicho ni una palabra! Para él significaba eso la aniquila­ción de la feminidad: era la suciedad, el desorden, que los criados no hicieran las camas hasta el mediodía; en fin, todo lo que detestaba. Qué forma tenía de estremecerse y extender la mano como para protegerse de algún objeto desagradable; eso es lo que hacía ahora: extender la mano. Minta camina­ba delante, probablemente Paul la esperara, y ambos se diri­girían al jardín.
Los Rayley, pensaba Lily Briscoe, mientras apretaba el tubo del color verde. Atesoraba las impresiones de los Ray­ley. Sus vidas se le aparecían como en una serie de escenas; una, en la escalera al atardecer. Paul ya había llegado, se ha­bía acostado pronto; Minta se retrasaba. Llegaba Minta, con una guirnalda, multicolor, deslumbrante, en tomo a las tres de la madrugada, se quedaba en la escalera. Paul salía en pi­jama, con un atizador, por si hubieran entrado ladrones. Minta comía un emparedado, en medio de la escalera, junto a una ventana, bajo la luz cadavérica de la madrugada, y en la alfombra había un agujero. Pero ¿qué es lo que decían? Se preguntaba Lily, como si, mirando, pudiera oír. Algo violen­to. Minta seguía comiendo el emparedado, desafiante, mien­tras él hablaba. Estaba indignado, decía palabras que dicta­ban los celos, la insultaba, en un susurro, como para no despertar a los niños, a los dos niños pequeños. Él estaba en­vejecido, tenía arrugas; ella deslumbraba, parecía no impor­tarle nada. Porque las cosas, aproximadamente tras el primer año de matrimonio, habían comenzado a ir mal, el matrimonio había salido bastante mal.
¡Y esto, pensaba Lily, cogiendo la pintura verde con el pin­cel, esto de imaginar escenas en las que aparezcan ellos, es lo que decimos que es «conocer» a la gente, «pensar» en ellos, «quererlos»! Ni una sola palabra era cierta; se lo había inven­tado, pero sólo así podía presumir de conocerlos. Siguió avanzando por el estrecho pasadizo de su pintura, hacia el pasado.
En otra ocasión, Paul había dicho que «jugaba al ajedrez en las cafeterías». También había erigido toda una estructu­ra imaginaria en torno a esa frase. Recordaba cómo, al de­cirla, lo había imaginado llamando a una criada, y que ésta le decía: «Mrs. Rayley ha salido, señor», y entonces él deci­día que tampoco él volvería a casa. Lo veía sentado en un rincón de cualquier lugar lúgubre, donde el humo se pega­ra a los cojines de terciopelo, y la camarera te conociera, ju­gando al ajedrez con un hombrecillo que se dedicaba a ven­der té, y que vivía en Surbiton, y eso era todo lo que Paul sabía de él. Luego iba a casa, y Minta no estaba, y luego es­taba la escena de la escalera, cuando iba con el atizador, por si hubiera ladrones (y sin duda para asustarla a ella de paso), y decía aquellas cosas tan amargas, y lo de que le había des­trozado la vida. En todo caso, cuando fue a visitarlos en la casita de campo cerca de Rickmansworth, las cosas estaban ya muy mal. Paul la llevó al jardín para que viera los cone­jos que criaba, y Minta los siguió, cantando, y le pasó el brazo desnudo por los hombros, no fuera a contarle a ella algo.
A Minta la aburran los conejos, pensaba Lily. Pero Minta nunca hacía confidencias. Ella nunca habría contado cosas como la de jugar al ajedrez en cafeterías. Era demasiado reser­vada, circunspecta. Pero, siguiendo con su historia: ahora es­taban atravesando una etapa peligrosa. Había pasado parte del verano anterior en casa de ellos, y el automóvil había te­nido una avería, y Minta le pasaba las herramientas. Él se sentó en la carretera para reparar la avería, y la forma en que ella le acercaba las herramientas -profesional, directa, amis­tosa- demostraba que ahora las cosas estaban bien. Ya no estaban «enamorados», no, él tenía ahora a otra mujer, una mujer seria, con el pelo recogido en una trenza, y con un ma­letín (Minta la había descrito con gratitud, casi con admira­ción), que asistía a las reuniones políticas, y que compartía las opiniones de Paul (cada vez se hacían más y más inflexi­bles) acerca de los impuestos sobre las tierras y sobre la nacionalización. Lejos de romper el matrimonio, esta alianza lo había reforzado. Eran excelentes amigos, evidentemente, como lo demostraba que él estuviera sentado en la carretera, y que ella le acercara las herramientas.
De forma que ésta era la historia de los Rayley, Lily se son­rió. Se imaginaba a sí misma contándoselo a Mrs. Ramsay, que estaría deseosa de saber cómo les había ido a los Rayley. Se habría sentido triunfante, al contarle a Mrs. Ramsay que el matrimonio no había salido bien.
Pero los muertos, pensaba Lily, hallando algún obstáculo en el dibujo que le hizo detenerse y reflexionar, retrocedien­do más o menos un paso, ¡ay de los muertos!, murmuró, se apiadaba una de ellos, los dejaba a un lado, incluso podía permitirse una cierto grado de desprecio. Están a nuestra merced. Mrs. Ramsay se ha desvanecido, se ha ido, pensaba. Podemos desatender sus deseos, mejorar sus limitadas ideas, pasadas de moda. Se aleja cada vez más de nosotros. Como burla, le parecía estar viéndola al fondo del pasillo de los años diciendo, eso sí que era incongruente: ¡Cásate, cásate! (sentada, muy erguida, al amanecer, y los pájaros que comen­zaban a trinar en el jardín). Habría que decirle: No se ha cumplido ni uno solo de sus deseos. Son felices así, soy feliz así. La vida ha cambiado por completo. Ante eso, todo su ser, incluida su belleza, se convirtió repentinamente en pol­vo, en algo envejecido. Durante un momento, Lily, allí en pie, con el calor del sol en la espalda, resumiendo la biografía de los Rayley, vencía a Mrs. Ramsay, quien nunca llegó a saber que Paul se iba a las cafeterías, que mantenía una que­rida; m que Paul se sentaba en el suelo, y Minta le acercaba las herramientas; ni que ella estaba en este lugar pintando, y que no se había casado, ni siquiera con William Bankes.
Mrs. Ramsay lo había planeado todo. Quizá, si hubiera vi­vido más tiempo, habría logrado lo que se proponía. Ya ha­bía sido él aquel verano «el más amable». «El científico más importante de hoy, dice mi marido.» También era «el pobre William..., me siento tan desdichada cuando voy a su casa, cuando veo que no tiene nada bonito, me da tanta pena que nadie le cuide las flores». Los enviaba a pasear juntos, y le decía, con aquel leve y fino toque irónico que hacía que Mrs. Ram­say se le escurriera a una entre los dedos, que ella tenía una mente científica, que le gustaban las flores, que era muy exac­ta. ¿Qué manía era esta de que todos se casaran? Lily retroce­día o avanzaba ante el caballete.
(De repente, tan de repente como cuando una estrella cru­za el cielo, pareció encenderse una luz rojiza en su mente, ocultando a Paul Rayley, saliendo de él. Se elevaba como un fuego que ardiera al modo de una muestra de cualquier rito salvaje que se celebrara en alguna lejana playa. Escuchaba los ruidos y el crepitar. Toda la mar, en muchas millas a la redon­da, parecía roja y dorada. Un olor de vino se mezclaba con esto, y la embriagaba, porque ahora sentía de nuevo el deseo irrefrenable de arrojarse por el acantilado, y de ahogarse mientras buscaba un broche perdido en la playa. El ruido y el crepitar la disgustaban y atemorizaban, y quería rechazar­los, como si mientras advirtiera su poder y esplendor, viera también cómo se alimentaban con los tesoros de la casa, con glotonería, de forma repugnante, y ella lo aborrecía. Pero como visión, como gloria, sobrepasaba todo lo que su expe­riencia conocía, y ardía año tras año, como un fuego que fue­ra un aviso en una isla desierta al borde de la mar, y una sólo tuviera que decir «enamorada» para que al momento, como sucedía ahora, se elevara de nuevo el fuego de Paul Disminu­yó, y se dijo, riéndose: «Los Rayley», y que Paul iba a las ca­feterías a jugar al ajedrez.)
Se había escapado por los pelos, pensaba. Se había queda­do mirando el mantel, y se le había ocurrido que podía des­plazar el árbol hacia el centro, y que no tenía por qué casar­se, y se había sentido inmensamente feliz. Había pensado que ahora podía enfrentarse con Mrs. Ramsay: un tributo al inmenso poder que Mrs. Ramsay tenía sobre una. Haz esto, decía, y una lo hacía. Incluso su sombra junto a la ventana, con James, tenía gran autoridad. Recordaba cómo William Bankes se había quedado impresionado por qué poco interés había manifestado por la significación de la estampa de la madre y el hijo. ¿No admiraba esta belleza?, dijo. Pero William, lo recordaba, la había escuchado con sus ojos de niño inteli­gente, cuando le explicó que no se trataba de una irreveren­cia: cómo una luz en este lugar exigía que en este otro hubie­ra una sombra, etcétera. No quería subestimar un asunto so­bre el que, estaban de acuerdo, Rafael había trabajado de forma divina. No pretendía ser cínica. Muy al contrario. Gra­cias a su mentalidad científica, lo comprendió: una prueba desinteresada de comprensión que la había complacido y consolado enormemente. Podía hablar una en serio con un hombre. A decir verdad, esta amistad había sido uno de los placeres de su vida. Amaba a William Bankes.
Fueron a Hampton Court, y siempre le dejaba, como un verdadero caballero, que lo era, todo el tiempo que quisiera para lavarse las manos, mientras él se paseaba a la orilla del río. Esto era característico de sus relaciones. Había muchas cosas que no decían. Luego paseaban por los patios, y admi­raban, un verano tras otro, las hermosas dimensiones del edi­ficio, y las flores, y él le contaba cosas, sobre la perspectiva, sobre la arquitectura, mientras caminaban; y se detenía él para contemplar un árbol, o la vista del lago, y a admirar a una niña (era su gran pena: no tener una hija) de forma vaga y distante, la propia de un hombre que se pasaba muchas ho­ras en el laboratorio, y que, cuando salía, el mundo parecía aturdirlo, de forma que caminaban lentamente, levantaba la mano para hacer una visera, y hacía una pausa, con la cabe­za hacia atrás, sencillamente para respirar. Y entonces le con­taba que la mujer que lo atendía estaba de vacaciones, que te­nía que comprar una alfombra nueva para la escalera. Quizá no le importaría acompañarlo a comprar una alfombra para la escalera. En una ocasión algo lo indujo a hablar de los Ramsay, y le contó que cuando vio a Mrs. Ramsay por pri­mera vez llevaba un sombrero gris, no tendría más de dieci­nueve o veinte años. Era asombrosamente hermosa. Se que­dó allí contemplando la alameda de Hampton Court, como si todavía pudiera verla entre los surtidores.
Ahora se quedó mirando el peldaño del salón. Veía, a tra­vés de los ojos de William, la sombra de una mujer, tranqui­la, callada, que miraba hacia abajo. Allí estaba sentada, medi­tando, reflexionando (iba de gris aquel día, pensaba Lily). Miraba hacia abajo. Nunca levantaba la mirada. Sí, pensaba Lily, mirando con atención, debo de haberla visto mirar así, pero no iba de gris, ni estaba tan tranquila, ni era tan joven, ni había tanta paz. La imagen aparecía con facilidad. Era asombrosamente hermosa, había dicho William. Pero la be­lleza no lo es todo. La belleza tenía sus inconvenientes: ve­nía con demasiada facilidad, venía de forma demasiado completa. Detenía la vida: la congelaba. Deliberadamente olvidaba una las inquietudes menores: el sofoco, la palidez, alguna rara distorsión, alguna luz o alguna sombra, todo ello hacía la cara irreconocible durante unos instantes, sin embargo añadía algún rasgo que luego una siempre recor­daba. Era más sencillo disimular todo, sin prestar demasia­da atención a los detalles, bajo el manto de la belleza. Pero ¿qué aspecto tenía, se preguntaba Lily, cuando se ponía el sombrerito de caza, y cruzaba el jardín corriendo, o reñía a Kennedy, el jardinero? ¿Quién podría describirla? ¿Quién podría ayudarla?
En contra de su voluntad, tuvo que subir a la superficie, y se halló casi fuera de la pintura, mirando a Mr. Carmichael, un poco aturdida, como si las cosas fueran irreales. Estaba en la silla con las manos cruzadas sobre la panza, no leyendo, ni durmiendo, sino tomando el sol como una criatura ahíta de existencia. El libro había caído sobre la hierba.
Quería ir a donde él, y gritarle: «¡Mr. Carmichael!» Enton­ces él levantaría la mirada benévolo, con aquellos ojos ver­des, distraídos y velados como por humo. Pero sólo se des­pierta a alguien cuando se sabe qué decirle. Ella no quería decir algo, quería decir todo. Esas palabras de nada que rom­pen el pensamiento y lo desmembran no dicen nada. «Sobre la vida, sobre la muerte; sobre Mrs. Ramsay.» No, pensaba, no puede decirse nada a nadie. La urgencia del momento era la equivocación. Las palabras, atravesadas, se acercaban cim­brando, y se quedaban siempre unas pulgadas por debajo del blanco. Entonces tenía que dejarlo, y volvía a olvidar la idea; y entonces una se volvía como todos los de edad madura: cauta, furtiva, poniendo ceño, siempre con miedos. Porque, ¿cómo pueden expresar las palabras las emociones del cuerpo?, ¿cómo expresar su vacío? (Miraba hacia los escalones del salón, parecían estar extraordinariamente vacíos.) Era la sensación del cuerpo de una, no de la mente. Las sensaciones físicas que acompañaban el vacío de los peldaños se habían convertido de repente en algo muy desagradable. El querer y no tener volvía rígido el cuerpo, lo vaciaba, lo sometía a ten­siones. Porque querer y no tener -querer, querer-, ¡cómo le partía el corazón! ¡Ay, Mrs. Ramsay!, gritaba sin palabras a aquella presencia que se sentaba junto a la barca, a aquella abstracción que era ella, la mujer de gris, como si fuera a in­sultarla por haberse ido, y, tras haberse ido, regresara. Siem­pre le había parecido que esto de pensar en ella era algo sen­cillo. Fantasma, aire, nada, algo con lo que podías jugar fácil­mente, sin problemas, a cualquier hora del día o de la noche, eso es lo que había sido; y de repente extendía la mano, y te partía el corazón. De repente los vacíos peldaños del salón, el bordado del sillón en el interior, el cachorro que daba tras­piés en la terraza, todas las ondas y rumores del jardín se con­vertían en curvas y arabescos que florecían en torno al centro de un vacío absoluto.
«¿Qué significa esto? ¿Cómo lo explica?», eso quería pre­guntar, y de nuevo se volvió hacia Mr. Carmichael. Porque todo el mundo parecía haberse disuelto en esta hora del ama­necer en un charco de pensamiento, en un profundo cuenco de la realidad, y casi podía una fantasear con la idea de que si Mr. Carmichael hubiera hablado, una lagrimita habría des­garrado la superficie del charco. ¿Y luego? Algo subiría a la superficie. Aparecería una mano, destellaría la hoja de un cu­chillo. Era un disparate, por supuesto.
Le vino a la mente la curiosa idea de que, después de todo, quizá él sí que hubiera oído lo que ella no sabía decir. Era un anciano misterioso, con sus hebras rubias en la barba, con su poesía, con sus rompecabezas, serenamente surcando un mundo que había satisfecho todos sus deseos; ella pensaba que no tenía nada más que extender la mano hacia el jardín para asir cualquier cosa que necesitara. Miró el cuadro. Tal vez hubiera sido ésta su respuesta: cómo «tú» y «yo» y «ella» pasan y se desvanecen, nada permanece, todo cambia; pero no cambian las palabras, ni la pintura. Seguro que lo colga­rán en algún ático, pensaba; lo enrollarán y lo guardarán tras algún sofá; no dejará de ser verdad, sin embargo, aunque la pintura sea ésta. Podría una decir, incluso de este trazo, aun­que acaso no del cuadro, lo que valía era el empeño, que «permanecería para siempre»; iba a decir eso, o, como las pa­labras dichas le parecían incluso a ella misma demasiado pre­tenciosas, a insinuarlo, sin palabras, cuando, al mirar el cua­dro, se quedó sorprendida al darse cuenta de que no lo veía. Tenía los ojos llenos de ese líquido caliente (no se le ocurrió pensar en las lágrimas al principio) que, sin perturbar la fir­meza de sus labios, hacía que el aire fuera más denso, se des­lizaba por sus mejillas. No había perdido los nervios, ¡claro que no!, de ninguna forma. Entonces, ¿lloraba por Mrs. Ram­say sin ser consciente de ninguna desdicha? Se dirigió una vez más al viejo Mr. Carmichael. ¿De qué se trataba? ¿Qué quería decir? ¿Es que las cosas podían alargar una mano y asirla a una?, ¿la hoja podía cortar?; ¿la mano, asir?, ¿no ha­bía seguridad?, ¿no había forma de aprenderse de memoria los hábitos del mundo?, ¿no había guía, ni refugio, sino que todo era milagro, y saltar desde lo alto de una torre al va­cío?, ¿pudiera ser que, incluso para los ancianos, fuera esto la vida?: ¿sorprendente, inesperada, desconocida? Por un momento pensó en que si ambos, aquí, ahora, en este jar­dín, exigieran una explicación, que por qué era tan breve, tan inexplicable, y lo dijeran con violencia, como hablarían dos seres humanos plenamente desarrollados a quienes no se pudiera ocultar nada, entonces, la belleza aparecería al momento; el espacio se poblaría; los vacíos arabescos com­pondrían una forma concreta; si gritaran con suficiente energía, Mrs. Ramsay regresaría. «¡Mrs. Ramsay!», dijo en voz alta, «¡Mrs. Ramsay!». Las lágrimas rodaban por su cara.


6


[El hijo de Macalister cogió uno de los peces, y le cortó un cuadrado para cebar el anzuelo. Devolvió a la mar (aún vivo) el cuerpo mutilado.]



7


«¡Mrs. Ramsay! -gritaba Lily-. ¡Mrs. Ramsay!» Pero no sucedía nada. El dolor crecía. ¡Que la angustia la reduzca a una a este grado de imbecilidad!, pensaba. En todo caso, el viejo no la había oído. Seguía tranquilo, amable; y, si una quería verlo así, incluso sublime. ¡Alabados sean los cielos!, nadie había oído ese grito ignominioso, ¡deténte, dolor, de­ténte! Evidentemente, no se había despedido del sentido co­mún. Nadie la había visto avanzar por la tabla y arrojarse a las aguas de la aniquilación. Seguía siendo una mezquina sol­terona que sujetaba un pincel en medio del jardín.
Lentamente el dolor de la carencia, y la ira amarga (que hubiera regresado, cuando pensabas que nunca más volve­rías a sentirte triste por Mrs. Ramsay. ¿La había echado de menos a la hora del desayuno entre tazas de café?, nada) ce­dían; y de su angustia quedaba, como antídoto, un consuelo que en sí mismo era balsámico, y también, pero más miste­riosamente, la sensación de que alguien por ahí, Mrs. Ram­say, aliviada por unos momentos del peso que el mundo ha­bía depositado sobre ella, intangible, se había quedado junto a ella, y después (porque era Mrs. Ramsay, radiante de belle­za) le había ceñido en la cabeza una corona de flores blancas. Lily apretó los tubos de pintura de nuevo. Se enfrentó con el problema del seto. Era extraño lo claramente que la veía, cru­zando con su rapidez de costumbre por los prados, llenos de pliegues, púrpura y delicados, entre cuyas flores, jacintos o li­rios, se desvanecía. Era algún truco de su ojo de pintora. Por­que, unos días después de haberse enterado de su muerte, se la había imaginado así, con la corona en la cabeza, caminan­do en silencio junto a su compañero, una sombra en medio de los campos. La mirada, las frases, tenían su poder de con­solación. Dondequiera que estuviera, pintando, aquí en el campo o en Londres, se le aparecía esta imagen, y con los ojos entrecerrados buscaba algo en lo que fundar esta visión. Miraba hacia el vagón del ferrocarril, hacia el autobús; co­gía un rasgo de la cara o del hombro; examinaba las venta­nas de enfrente; miraba hacia Picadilly, punteado de farolas al anochecer. Todo había formado parte de los campos de la muerte. Pero siempre algo -una cara, una voz, un ven­dedor de periódicos gritando Standard, News-, que brota­ba como de la nada, la desdeñaba, la despertaba, exigía de ella y lo conseguía finalmente, un esfuerzo de atención, de forma que había que rehacer perpetuamente la visión. Una vez más, espoleada como lo estaba por una necesidad intui­tiva de lejanía y azules, echó una mirada a la bahía bajo ella, convirtiendo en colinas las barras azules de las olas, y en campos pedregosos los espacios purpúreos. De nuevo, algo incongruente la estimuló. Había una mancha de color cas­taño en medio de la bahía. Era una barca. Sí, al momento se dio cuenta de que era eso. Pero ¿de quién era la barca? Era la de Mr. Ramsay, se dijo. Mr. Ramsay, el hombre que había estado junto a ella, quien había echado a andar, quien había saludado con la mano, solo, encabezando una procesión, con sus bonitos zapatos, solicitando un consue­lo que ella le había negado. La barca había llegado al cen­tro de la bahía.
Era tan agradable la mañana, si se exceptuaba una racha de viento de vez en cuando, que el mar y el cielo parecían he­chos del mismo tejido, como si hubiera velas en el cielo, o se hubieran caído las nubes al mar. En alta mar, un vapor había enviado al aire un bucle de humo inmenso que se había que­dado allí haciendo decorativas volutas, como si el aire fuera una fina gasa que sostuviera las cosas y las retuviera delicada­mente en su red, meciéndolas con todo cuidado de un lado a otro. Como con frecuencia sucede cuando hace buen tiem­po, los acantilados parecía que fueran conscientes de la pre­sencia de los barcos, como si se enviaran los unos a los otros mensajes secretos. Porque a veces parecía que el Faro estaba muy cerca de la costa, pero hoy, con la calina, parecía estar muy lejos.
«¿Dónde estarán?», pensaba Lily, mirando la mar. ¿Dónde estaba aquel anciano que la había dejado atrás en silencio? ¿que llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en papel de estraza? La barca estaba en medio de la bahía.


8


Allí no se dan cuenta de nada, pensaba Cam, mirando ha­cia la costa, que, subiendo y bajando, parecía estar cada vez más lejos, más tranquila. La mano en el agua dejaba una es­tela en la mar, al igual que su mente hacía ondas verdes y tra­zos que se convertían en dibujos, y, paralizada, envuelta en un sudario, se paseaba de forma imaginaria por el submundo de las aguas donde las perlas se arracimaban para formar blanca espuma, donde bajo la luz verde todas las ideas de una se transformaban, y el cuerpo brillaba translúcido, en­vuelto en una capa de color verde.
Luego cesaba de discurrir el agua en torno a la mano. Se detenía el fluir apresurado del agua; el mundo se llenaba de crujidos y chirridos. Oía cómo las olas rompían y sonaban contra la barca, como si hubieran anclado en un puerto. Todo parecía muy cercano. La vela, sobre la que estaban fijos los ojos de James, como si fuera alguien a quien conociera, estaba completamente fláccida; se habían detenido, y espera­ban la llegada de una nueva brisa, bajo el sol ardiente, a mi­llas de distancia de la costa, a millas de distancia del Faro. Pa­recía como si todo el mundo se hubiera detenido. El Faro se convirtió en algo inmóvil, y la lejana línea de la costa se que­dó quieta. El sol calentaba cada vez más, y todo el mundo parecía haberse quedado muy junto, y parecían sentir la pre­sencia de los demás, a quienes casi habían olvidado. El sedal de Macalister se introdujo verticalmente en la mar. Pero Mr. Ramsay seguía leyendo con las piernas cruzadas.
Leía un librito algo desgastado, con las pastas jaspeadas como un huevo de chorlito. De vez en cuando, mientras se­guían en la horrible calma, pasaba una hoja. James pensaba que cada página que pasaba se acompañaba de un gesto pe­culiar que le parecía que se dirigía a él: ya con confianza, ya con autoridad, ya con la intención de que la gente se apiada­se de él; y todo el tiempo, mientras su padre leía y pasaba ho­jas sin cesar, James temía que llegara el momento en que le­vantase la mirada, y preguntase con mal humor por esto o por aquello. ¿Por qué estaban aquí perdiendo el tiempo?, preguntaría, o haría cualquier otra cosa no menos irracional. Si lo hace, pensaba James, sacaré un puñal y se lo clavaré en el pecho.
Todavía conservaba el viejo símbolo de sacar un cuchillo y atravesarle el corazón a su padre. Sólo que ahora, al hacerse mayor, mientras, presa de una rabia impotente, contemplaba a su padre sentado, no era a él, al anciano que leía, a quien quería matar, sino a lo que se cernía sobre él, sin saberlo qui­zá: aquella violenta e inesperada harpía de negras alas, de pi­cos y espolones fríos y duros como acero, que caía una y otra vez (sentía el pico en las piernas desnudas, donde le había atacado en la infancia), y a continuación se escapaba; pero aquí estaba de nuevo, un anciano, muy triste, que leía un li­bro. Lo mataría, le atravesaría el corazón. Fuera lo que fuera (y podría ser cualquiera, pensaba, mirando hacia el Faro y ha­cia la lejana costa), comerciante, empleado de banca, aboga­do, director de cualquier empresa, se opondría a él, lo segui­ría y lo eliminaría. Llamaba tiranía y despotismo a eso de ha­cer que la gente hiciera algo en contra de su voluntad, a lo de recortar la libertad de expresión. Quién se atrevería a decir: No quiero, cuando él decía: Vamos al Faro. Haz esto. Tráe­me aquello. Se extendían las negras alas, y el duro pico des­garraba. A continuación, allí estaba sentado leyendo un li­bro; y podía levantar la mirada, nunca se sabía, era bastante probable. Podría dirigirse a los Macalister. También podía deslizar un soberano en la mano helada de alguna mujer en cualquier calle, pensaba james; o podría dar gritos de aliento en cualquier deporte de marinos; podría saludar con los bra­zos, a causa de la emoción; o podía presidir la mesa comple­tamente mudo desde principio al final de la cena. Sí, pensa­ba James, mientras la barca se mecía y chapoteaba bajo el sol, había un páramo de nieve y piedra, muy solitario y austero; y había llegado a pensar, con frecuencia, en los últimos tiem­pos, cuando su padre decía algo que sorprendía a los demás, que allí sólo había dos pares de huellas de pisadas: el suyo y el de su padre. Sólo ellos se conocían mutuamente. ¿A qué entonces este terror, este odio? Regresando hacia las muchas hojas que el pasado había acumulado sobre él, escrutando en el corazón de aquel bosque en el que la luz y la sombra se en­trecruzarían de forma que distorsionaran toda forma, y se co­metieran graves errores, tan cegadores el sol como la oscu­ridad, buscaba una imagen que enfriara, que aislara este sentimiento, que le diera una forma concreta y simétrica. Su­póngase, pues, que, como un niño pequeñito sentado inde­fenso en la sillita, o sentado sobre las rodillas de alguien, hu­biera visto cómo un vehículo aplastaba, sin intención, de for­ma inocente, el pie de alguien. Supóngase que él hubiera visto el pie antes, sobre la hierba, delicado, íntegro; y des­pués, la rueda; y luego, el mismo pie, amoratado, aplastado. Pero la rueda era inocente. De forma que ahora, cuando se acercaba su padre dando zancadas por el pasillo, levantándo­los de madrugada para ir al Faro, le pisaba el pie, se lo pisaba a Cam, lo pisaría a cualquiera. Lo único que podía hacer uno era sentarse y quedarse mirando.
Pero ¿en el pie de quién estaba pensando?, ¿en qué jardín había pasado todo esto? Porque uno tenía escenarios para es­tos acontecimientos: había árboles, flores, cierta clase de luz, unas cuantas figuras. Todo tendía a aparecer en un jardín donde no hubiera esta tristeza, y donde no hubiera esto de mover tanto las manos; la gente hablaba con un tono de voz común. Estaban todo el día entrando y saliendo. Había una anciana que cotilleaba en la cocina, y la brisa movía las cor­tinas dentro y fuera de las ventanas; todo se movía, todo cre­cía; y sobre aquellos platos y bandejas y aquellas altas flores rojas y amarillas podía tenderse un velo muy fino, como una hoja de parra, al anochecer. Las cosas se quedaban aún más quietas y oscuras al anochecer. Pero el velo que parecía una hoja de parra era tan fino que las luces lo levantaban, las vo­ces lo arrugaban; a través de él podía ver cómo se agachaba una figura, escuchaba, se acercaba, se alejaba; escuchaba el rumor de un vestido, el sonido metálico de una cadena.
Era en este mundo donde una rueda le aplastaba el pie a alguien. Algo, recordaba, se detenía y se cernía oscuramente sobre él; se quedaba inmóvil; algo se movía en el aire, inclu­so allí algo estéril y agudo descendía, como una hoja, una ci­mitarra, cortando hierbas y flores, incluso en aquel mundo, derribándolas, ajándolas.
«Lloverá -recordaba a su padre diciéndolo-. No podréis ir al Faro.»
El Faro era entonces una torre brumosa, plateada, con un ojo amarillo que se abría de repente, delicadamente, al ano­checer. Ahora...
James miraba al Faro. Veía las rocas, blancas de espuma; veía la torre, erguida, recta; veía que tenía ventanas; veía in­cluso ropa tendida sobre las piedras, puesta a secar. De forma que, por fin, esto era el Faro, ¿no?
No, lo otro también era el Faro. Porque nada era sencilla­mente una sola cosa. También el otro era el Faro. A veces costaba verlo desde el otro lado de la bahía. Al anochecer le­vantaba uno la mirada y veía cómo el ojo parpadeaba, y la luz parecía llegar hasta ellos en aquel jardín soleado y fresco en el que se sentaban.
Pero se detuvo. Siempre que decía «ellos» o «alguien», y comenzaba a oír el rumor de alguien que se aproximaba, el sonido de alguien que se marchaba, se volvía hipersensible respecto de quien lo acompañara. Ahora era su padre. El do­lor podía ser agudo. Porque en cualquier momento, si seguía sin soplar el viento, su padre cerraría el libro de golpe, y di­ría: «¿Qué es lo que ocurre?, ¿por qué estamos aquí perdien­do el tiempo?, ¿eh?», como aquella vez en la terraza, cuando dejó caer la hoja sobre ellos, y ella se había quedado rígida, y si hubiera tenido un hacha a mano, un cuchillo, cualquier objeto afilado, lo habría cogido y le habría travesado el cora­zón a su padre. Su madre se había puesto rígida, luego el bra­zo se había relajado, de forma que se dio cuenta de que ya no le escuchaba a él, en cierta forma se había levantado y se había marchado a algún lugar lejano, y lo había dejado allí, en el suelo, impotente, ridículo, con las tijeras en la mano.
No venía ni un soplo de aire. El agua se reía y gorgoteaba en el fondo de la barca donde dos o tres caballas movían las colas a un lado y otro en un charquito de agua que no llega­ba a cubrirlas. En cualquier momento, Mr. Ramsay (James casi no se atrevía a mirarlo) se daría cuenta, cerraría el libro, diría algo ofensivo; pero, de momento, seguía leyendo, y James, furtivamente, como si bajara la escalera descalzo, con miedo de despertar al perro si chirriaba un peldaño, seguía pensando en cómo sería ella, en dónde habría ido aquel día. Había comenzado a seguirla de habitación en habitación, y por fin llegaron a una habitación de luz azul, como si se re­flejase en millares de platos de porcelana, en la que hablaba con alguien; él escuchaba. Hablaba con una criada, y decía, con toda sencillez, lo que pensaba. «Esta noche necesitare­mos la fuente grande. ¿Dónde está... la azul?» Sólo ella decía la verdad; sólo a ella se le podía decir. Ése era el origen de su perenne atractivo para él, era consciente de que su padre le había adivinado los pensamientos, los ensombrecía, los ha­cía ajarse, le hacía titubear.
Por fin dejó de pensar; estaba ahí sentado al sol con la mano en la barra del timón, mirando fijamente al Faro, inca­paz de moverse, incapaz de sacudirse los granos de tristeza que, uno tras otro, se depositaban en su mente. Parecía que lo ataba una maroma, y que su padre había hecho el nudo, y sólo podía sacar un cuchillo y hundirlo... Pero en aquel mo­mento la vela comenzó a moverse poco a poco, se hinchó lentamente; la barca sintió un sacudida, comenzó a moverse, apenas consciente, dormida; de repente se despertó, salió dis­parada entre las olas. Fue un alivio extraordinario. Todos pa­recieron perder importancia relativa ante los demás, y pare­cían estar bien, y los sedales se tensaron formando un ángu­lo agudo en los costados de la barca. Pero su padre no pareció haber advertido nada. Sólo hizo un gesto misterioso con la mano derecha en el aire, y la dejó reposar de nuevo so­bre la rodilla, como si estuviera dirigiendo alguna sinfonía secreta.


9


[La mar estaba inmaculada, pensaba Lily Briscoe, todavía allí, vigilando la bahía. La mar se extendía como si fuera seda sobre la bahía. La distancia tenía un gran poder; se los había tragado, pensaba, se habían ido para siempre, se habían con­vertido en parte de la naturaleza de las cosas. Hasta el vapor había desaparecido, pero el gran bucle de humo aún flotaba en el aire, y, amado como una bandera, parecía una despedi­da triste.]


10


Así era, pues, la isla, pensaba Cam, volviendo a meter los dedos en el agua. Nunca la había visto desde la mar. Así es como se veía desde la mar, sí, con un entrante en medio, y dos acantilados casi verticales, y la mar entraba por ahí, y lue­go se extendía durante millas y más millas a ambos lados de la isla. Era muy pequeña; con una forma que recordaba va­gamente a una hoja sujeta por un extremo. Así que nos subi­mos a una barquita, pensaba, comenzando a contarse un cuento de aventuras en el que se escapaba de un barco que se hundía. Pero la mar discurra entre sus dedos, y se desva­necía tras ellos una colonia de algas; no quería contarse un cuento de verdad, lo que quería era la sensación de aventura, de huida de algo, porque pensaba, mientras avanzaba la bar­ca, en cómo la irritación de su padre con lo de los puntos car­dinales, la terquedad de James con su pacto, y su propia an­gustia, cómo todo había desaparecido, todo había quedado atrás, ahora ondeaba en el pasado. ¿Qué había, pues, a con­tinuación? ¿Adónde iban? De su mano, hundida en la mar, procedía todo un surtidor de contento ante la idea del cam­bio, de la escapada, de la aventura (de estar viva, de estar ahí). Las gotas que procedían de esta repentina e impremeditada fuente de contento caían aquí y allá, en la oscuridad, en las formas dormidas de su propia mente; formas de un mundo nonato, pero que se movía en la oscuridad, cogiendo aquí y allá un chispa de luz: Grecia, Roma, Constantinopla. Con lo pequeña que era, con forma como de hoja sujeta por un ex­tremo, y con el dorado rocío de las aguas que la rodeaban, ¿tenía, se preguntaba, su lugar en el universo también esta is­lita? Pensaba que los sabios ancianos podrían haberla infor­mado. A veces hacía como si se hubiera extraviado en el jar­dín, para ver qué hacían. Y allí estaban (podría tratarse de Mr. Carmichael, o de Mr. Bankes, muy viejos, muy solemnes) sentados uno enfrente de otro en las tumbonas. Se oía el rumor de las páginas de The Times, que sostenían ante sí, cuando entró desde el jardín, y todo era confusión, acerca de algo que alguien había dicho acerca de Jesucristo; acerca de un mamut que habían encontrado en unas excavaciones en alguna calle de Londres, ¿cómo había sido Napoleón? Des­pués cogían todo esto con sus manos limpias (llevaban ropas de color gris, olían a brezo), y se sacudían las migas a la vez, pasando hojas, cruzando las piernas, y diciendo algo, muy breve, de vez en cuando. En una suerte de éxtasis, ella cogía un libro de la estantería, y se quedaba allí, mirando cómo es­cribía su padre, tan regular; y lo pulcramente que llegaban los renglones de un extremo al otro de la página, con una to­secilla de vez en cuando; o decía algo, muy breve, al caballe­ro que se sentaba enfrente. Pensaba, allí, en pie, con el libro abierto, que aquí podría dejar una que se abriera cualquier pensamiento como una planta bien regada, y si se abría bien, ante estos caballeros que fumaban, tras las sonoras hojas de The Times, entonces es que era un pensamiento correcto; y mientras veía cómo escribía su padre en el estudio, pensaba (sentada ahora en la barca) que era adorable, que era el más sabio; no era vanidoso, no era un tirano. A decir verdad, cuando la veía leyendo un libro, con mucha amabilidad, le preguntaba: ¿Qué más quieres leer?
Temiendo equivocarse, se quedó mirando a su padre que leía el librito de la cubierta reluciente, moteada como huevo de chorlito. No, estaba bien. Quería decirle a james: Míralo. (Pero James no quitaba ojo a la vela.) Es un animal dañino, contestaría james. Siempre acababa hablando de sí y de sus libros, diría James. Es egotista hasta extremos intolerables. Peor aún, es un tirano. Pero, ¡mira!, decía, mirándolo. Míra­lo ahora. Veía cómo leía el libro con las piernas recogidas; el libro cuyas hojas amarillentas conocía muy bien, pero no sa­bía de qué trataba. Era un volumen pequeño, la letra era muy pequeña; en una de las guardas, lo sabía, había escrito que se había gastado quince francos en un almuerzo: tanto el vino, tanto de propina; lo había sumado todo pulcramen­te al pie de la página. Pero de qué trataba este libro que tenía los cantos fatigados de llevarlo en el bolsillo, eso no lo sabía.
Tampoco sabía nadie en qué pensaba. Pero se quedaba ab­sorto, de forma que cuando levantaba la mirada, como aca­baba de hacer fugazmente, no era para ver nada, era para fi­jar más adecuadamente algún pensamiento. Una vez hecho esto, su mente regresaba volando a zambullirse en la lectura. Leía, pensaba ella, como si llevara el rumbo de algo, o como si cuidara de un rebaño de ovejas, o como si ascendiera por un estrecho sendero; a veces iba aprisa y directo, y se abría camino por la maleza; otras veces parecía que una rama lo golpeaba, una zarza lo cegaba, pero no dejaba que eso lo in­timidara; seguía avanzando, pasando una página tras otra. Ella seguía contándose un cuento acerca de huir de un barco que había naufragado, porque ella estaba a salvo, mientras que él seguía ahí sentado; a salvo, como se había sentido cuando entró sigilosa desde el jardín, y cogió un libro, y el anciano caballero, bajando el periódico de repente, dijo algo muy breve por encima del periódico acerca de la personali­dad de Napoleón.
Miró de nuevo la mar, la isla. Pero la hoja había perdido su filo. Era muy pequeña, estaba muy lejos. La mar era más importante ahora que la costa. Las olas los rodeaban, subien­do y bajando, un tronco rodando en el seno de una ola, una gaviota cabalgando en la cresta de una ola. Por allí, pensó, mojando los dedos en el agua, se hundió un barco, y mur­muró, soñolienta, medio dormida, cómo morimos, solos.


11


Tanto es lo que depende, pues, pensaba Lily Briscoe, mi­rando hacia la mar casi completamente sin manchas, tan de­licada que las velas y las nubes parecían incrustadas en el azul, tanto depende, pensaba, de la distancia, de si la gente está cerca de nosotros, o lejos de nosotros; porque sus senti­mientos hacia Mr. Ramsay habían cambiado mientras se ale­jaba navegando más y más por la bahía. Parecía lejano, remo­to; parecía cada vez más lejano. Parecía como si la mar, en aquel azul, en aquella lejanía, se los hubiera tragado a él y a sus hijos; pero aquí, en el jardín, a mano, Mr. Carmichael de repente gruñó. Ella se echó a reír. Agarró el libro que se ha­llaba sobre el césped. Se movió en la tumbona, resoplando como si fuera algún monstruo marino. Esto era diferente, porque estaba muy cerca. Volvía todo de nuevo a la calma. A estas horas ya se habrían levantado todos, supuso, miran­do a la casa, pero no vio a nadie. Recordó: siempre se iban corriendo en cuanto terminaban la comida, cada uno a lo suyo. Todo armonizaba con este silencio, con este vacío, con la irrealidad de la madrugada. Era una forma que las cosas te­nían a veces, pensaba, demorándose durante un momento, y mirando hacia alguna de las luminosas ventanas, hacia el pe­nacho de humo azul: se convertían en algo irreal. A veces, al regresar de un viaje, o tras una enfermedad, antes de que los viejos hábitos hubieran vuelto a aflorar, sentía una la misma clase de irrealidad, una irrealidad muy sorprendente; sentía que había algo que brotaba. La vida en esos momentos era más animada. Podía estar completamente tranquila. Afortu­nadamente no tenía que decir, muy animada, al cruzar el jar­dín para saludar a la buena de Mrs. Beckwith, que buscaba un rincón en el que sentarse: «¡Ah, buenos días, Mrs. Beck­with!, ¡Qué día tan maravilloso! ¿Se atreve a sentarse al sol? Jaspers ha escondido las sillas. ¡Voy a buscarle una!»; la chá­chara de costumbre. No tenía una por qué abrir la boca. Se dejaba ir, con las velas desplegadas (ya había movimiento en la bahía, las barcas zarpaban) en medio de las cosas, más allá de las cosas. No estaba vacía, sino llena a rebosar. Parecía es­tar inmersa en alguna clase de sustancia que le llegaba a los labios, parecía moverse, flotar y hundirse en ella; sí, porque estas aguas eran profundas hasta lo insondable. Muchas vidas se habían derramado en ellas. Las de los Ramsay, las de los niños, y toda clase de restos y retales de las cosas. Una lavan­dera con la cesta; una liliácea como una barra al rojo vivo, los púrpuras y verdegrises de las flores: algún sentimiento co­mún que unía todas las cosas.
Era quizá un sentimiento semejante de algo completo el que, hace diez años, en pie, casi en el mismo lugar donde ahora estaba, le había hecho decir que debía de estar enamo­rada de este lugar. El amor tiene millares de formas. Pudiera haber amantes entre cuyos dones se contara el de poder ele­gir los elementos de las cosas, el de ponerlos juntos, para así, dándoles una integridad de la que carecían en la vida real, convertirlos en una escena, o en una reunión de personas (to­das ahora desaparecidas o separadas), una de esas confabula­ciones en la que se demora el pensamiento, y con la que jue­ga el amor.
Sus ojos reposaban en la mancha de color castaño de la barca de Mr. Ramsay. Llegarán al Faro a la hora del almuer­zo, pensaba. Pero el viento había refrescado, y el cielo cam­bió imperceptiblemente, las barcas habían cambiado de po­sición, y el paisaje, que el momento anterior parecía fijado para la eternidad, no era nada agradable ahora. El viento ha­bía revuelto la estela de humo, había algo desagradable en la nueva posición de las barcas.
La incongruencia ante ella parecía haber alterado alguna armonía de su propia mente. Sintió una pena sorda. Se le confirmó cuando regresó al cuadro. Había desperdiciado la mañana. Por algún motivo no podía lograr ese equilibrio como de filo de navaja de las dos fuerzas enfrentadas: Mr. Ram­say y el cuadro, y el equilibrio era imprescindible. ¿Quizá ha­bía algo incorrecto en el dibujo? ¿Era, se preguntaba, que la línea de la tapia necesitaba una interrupción?, ¿era el volu­men del arbolado demasiado pesado? Se sonrió irónicamen­te; ¿es que no se había dicho, al comienzo, que había resuel­to el problema?
¿Cuál era, pues, el problema? Tenía que intentar asir algo que la eludía. La eludía cuando pensaba en Mrs. Ramsay, la eludía cuando pensaba en el cuadro. Acudían las palabras. Acudían las imágenes. Hermosas pinturas. Hermosas frases. Pero lo que quería asir era el temblor en los nervios, la cosa en sí, antes de que se convirtiera en otra cosa. Conseguir eso y empezar de cero, conseguirlo y empezar de cero, se decía con desesperación, colocándose con firmeza ante el caballe­te. Era una máquina triste, una máquina ineficaz, pensaba, el aparato humano, para pintar o para sentir, siempre se estro­peaba en el momento crítico; con heroísmo, debe obligarse una a seguir. Se quedó mirando con el entrecejo fruncido. Ahí estaba el seto, no cabía duda. Pero no se conseguía nada pidiendo con insistencia. Lo único que conseguía una era que te deslumbrara el mirar tanto tiempo la línea de la tapia, o el pensar... llevaba un sombrero gris. Era sorprendentemen­te hermosa. Que venga, pensó, si ha de venir. Porque hay momentos en que una no puede ni pensar ni sentir. Pero sin pensar ni sentir, ¿dónde está una?
Aquí, en el jardín, en este césped, pensaba, sentándose, y examinando con el pincel una diminuta colonia de llante­nes. Porque el césped estaba descuidado. Sentada aquí en el mundo, pensaba en que no podía desprenderse de esa idea de que todo esta mañana estaba sucediendo por primera vez, o quizá por última vez; al igual que un viajero sabe, incluso medio dormido, con sólo mirar por la ventanilla del tren, que es ahora cuando debe mirar, porque no volverá a ver nunca esta ciudad, o el carro tirado por una mula, o aquella labradora de aquel campo. El jardín era el mundo; allí esta­ban juntos, en esta condición de exaltación, pensaba, miran­do al bueno de Mr. Carmichael, que parecía (aunque no se habían hablado en todo el tiempo) compartir sus pensamien­tos. Quizá no volvería a verlo. Se hacía viejo. Recordó, son­riendo ante la zapatilla que se movía en la punta del pie, que cada vez era más famoso. Decían que su poesía era «muy her­mosa». Seguían publicando cosas que había escrito hacía cuarenta años. Ahora había un hombre famoso que se llama­ba Carmichael; se sonrió, pensando en la cantidad de formas que podía adoptar un hombre, cómo era una persona que aparecía en los periódicos, pero también era el mismo que había sido siempre. Parecía que era el de siempre... quizá alguna cana más. Sí, el mismo aspecto de siempre, pero al­guien había dicho, lo recordaba, que cuando se enteró de la muerte de Andrew Ramsay (murió instantáneamente, una granada; habría llegado a ser un gran matemático), Mr. Car­michael había «perdido todo interés en la vida». ¿Qué que­rían decir?, se preguntaba. ¿Había ido a manifestarse a Trafal­gar Square armado con un buen palo? ¿Había empezado a pasar páginas y más páginas sin leerlas, sentado en su habita­ción de St. John's Wood? No sabía qué es lo que había he­cho, cuando se enteró de que Andrew había muerto, pero en todo caso ella advertía que algo le había ocurrido. Ellos dos sólo se saludaban con susurros en la escalera, miraban al cie­lo, decían que haría bueno, o que no haría bueno. Pero ésta era una de las formas de conocerse la gente, pensaba: de co­nocer el conjunto, no los detalles, sentarse en el jardín de cualquiera, y ver cómo las faldas de una colina se volvían de color purpúreo en una lejanía de brezos. Así es como ella lo conocía. Sabía que en cierta forma había cambiado. Nun­ca había leído un solo verso de él. No obstante, pensaba que sabía cómo era su poesía, lenta y sonora. Era madura y sabro­sa. Trataba del desierto y del camello. De las palmeras y de los crepúsculos. Era extraordinariamente impersonal; algo decía acerca de la muerte; pero decía muy poco sobre el amor. Había una cierta lejanía en él. Necesitaba muy poco de los demás. ¿No había cruzado siempre a trompicones por la puerta de la sala hacia el jardín con el periódico bajo el bra­zo, intentando evitar a Mrs. Ramsay, a quien por algún mo­tivo no apreciaba mucho? Por ello mismo, ella, por supues­to, siempre intentaba que se detuviera. Él le hacía una reve­rencia. Se paraba en contra de su voluntad, y hacía una gran reverencia. A ella le fastidiaba que él no quisiera nada de ella, y Mrs. Ramsay le preguntaba si no quería el abrigo, una al­fombra, el periódico. No, no quería nada. (Ahora era cuando él se inclinaba.) Había algún rasgo de ella que a él no le gus­taba mucho. Quizá era lo dominante que era, lo positiva que era, lo de ir directa al grano. Era muy sincera.
(Un ruido que procedía de la ventana de la sala la distra­jo, el chirrido de un gozne. Una leve brisa jugaba con la ven­tana.)
Debe de haber habido personas a quienes no les gustara ella, pensaba Lily. (Sí, se daba cuenta de que el peldaño de la sala estaba vacío, pero no le afectaba de ninguna manera. Ahora no necesitaba a Mrs. Ramsay.) Había quien pensaba que era demasiado segura, demasiado radical. Quizá incluso su belleza ofendía a algunos. ¡Qué monótono, seguro que era eso lo que decían, siempre igual! Las preferían de otra cla­se: morenas, animadas. Además era débil con su marido. Le dejaba hacer escenas. Además era reservada. Nadie sabía con exactitud qué es lo que le pasaba. Y en fin (para volver de nuevo a la antipatía de Mr. Carmichael), no podía una ima­ginarse a Mrs. Ramsay pintando, o tendida, leyendo toda una mañana en el jardín. Era impensable. Sin decir una pala­bra, la única muestra de su actividad era la cesta que colgaba de su brazo, se iba al pueblo, a ver a los pobres, a sentarse en algún dormitorio diminuto y asfixiante. Una vez tras otra, Lily la había visto irse en silencio en medio de algún juego, de alguna conversación, con la cesta bajo el brazo, muy ergui­da. Había advertido el regreso. Había pensado, medio rién­dose (era tan metódica con lo de las tazas de té), medio emo­cionada (su belleza le cortaba la respiración a una): hay ojos a los que cierra el dolor que la han contemplado. Ha estado con ellos.
Luego Mrs. Ramsay se sentía fastidiada porque alguien lle­gaba tarde, o porque la mantequilla estaba rancia, o porque se había desportillado la tetera. Durante todo el rato en que no había dejado de decir que la mantequilla estaba rancia, una pensaba en templos griegos, y en cómo la belleza había residido allí en ellos. Nunca hablaba de ello: se iba, puntual, directa. Su intuición le pedía que se fuera, al igual que las go­londrinas buscan el sur; las alcachofas, el sol; se dirigía de for­ma infalible hacia la especie humana, anidaba en su corazón. Ésta, como todas las intuiciones, apenaba un tanto a quienes no participaban de ella; quizá, a Mr. Carmichael; a ella, por supuesto. Alguna idea tenían ambos acerca de lo ineficaz de la acción, de la supremacía del pensamiento. Su marcha era un reproche hacia ellos, daba un leve cambio al rumbo del mundo, de forma que se veían obligados a protestar, advir­tiendo que sus propios juicios desaparecían, y que en vano intentaban asirlos mientras se esfumaban. Charles Tansley también lo hacía: por eso, en parte, no gustaba a nadie. Tras­tomaba las proporciones del mundo. Qué habría sido de él, se preguntaba, moviendo distraída los llantenes con el pin­cel. Tenía su puesto de profesor. Se había casado, vivía en Golders Green.
En una ocasión había entrado en una sala, durante la gue­rra, y él daba una conferencia. Denunciaba algo, condenaba a alguien. Predicaba el amor fraternal. Le sorprendió que ha­blara de amor a los semejantes quien no sabía distinguir un cuadro de otro, quien había fumado junto a ella picadura de tabaco («a cinco peniques la onza, Miss Briscoe»), quien se dedicaba a decirle que las mujeres no saben escribir, no sa­ben pintar, ¿quizá no tanto porque lo creyera sino porque, por alguna rara razón, deseara creerlo? Ahí estaba, flaco, rojo y tosco, predicando el amor desde un estrado (había hormi­gas entre los llantenes a las que molestaba con el pincel: hor­migas rojas, enérgicas, bastante parecidas a Charles Tansley). Se había quedado mirándolo de forma irónica, en la sala me­dio vacía, llenando de amor todo aquel espacio helado, y, de repente, apareció de nuevo el viejo barril o lo que fuera ro­dando por las olas, y Mrs. Ramsay que buscaba la funda de las gafas entre las piedras. «¡Vaya!, otra vez las he perdido, ¡qué fastidio! No se moleste, Mr. Tansley, las pierdo a milla­res todos los veranos», ante lo cual, él apretaba la barbilla contra el cuello, como si temiera que tuviera que dar por buena semejante exageración, pero la aceptara en aquella per­sona que le gustaba, y le dirigió una sonrisa llena de encan­to. Debía de haberse sincerado con ella en alguna de aquellas largas excursiones en las que luego se desperdigaban y regre­saban a casa separados. Pagaba la educación de su hermana menor, le había dicho a Lily Mrs. Ramsay. Lo cual hablaba muy elocuentemente en favor de él. La idea que ella tenía de él era grotesca, Lily lo sabía muy bien; movía los llantenes con el pincel. Después de todo, la mitad de las ideas que te­nía cualquiera sobre los demás eran grotescas. Servían para fi­nes particulares de cada uno. A ella le servían de chivo expia­torio. Se hallaba a sí misma flagelando sus flacos costillares cuando estaba de mal humor. Cuando quería tomárselo en serio, tenía que servirse de las frases de Mrs. Ramsay, para verlo con los ojos de ella.
Levantó un montoncito de arena para que se subieran a ella las hormigas. Las redujo a un frenesí de indecisiones al interferir en su cosmogonía. Unas corrían en una dirección; otras, en otra.
Necesitaba una cincuenta pares de ojos para ver, reflexio­nó. Cincuenta pares de ojos no bastaban para completar el retrato de esa mujer, pensó. Entre ellos, debería de haber un par que fuera completamente ciego ante su belleza. Lo que una verdaderamente necesitaba era alguna clase de sentido secreto, fino como el aire, con el cual introducirse por los ojos de las cerraduras, y rodearla cuando estuviera sentada te­jiendo, hablando, sentada en silencio, sola, en la ventana; que tomara y atesorara -como el aire que contenía el pena­cho de humo del vapor- sus pensamientos, su imaginación, sus deseos. ¿Qué significaba el seto para ella?, ¿qué significa­ba el jardín para ella?, ¿qué significaba para ella que rompie­ra una ola? (Lily levantó la mirada, de la misma forma en que Mrs. Ramsay la levantaba; también ella oyó cómo una ola rompía en la playa.) Entonces, ¿qué era lo que se agitaba y temblaba en su mente cuando los niños decían: «árbitro, ár­bitro», cuando jugaban al críquet? Dejaba de tejer durante un segundo. Miraba con atención. Luego volvía a su estado anterior, y de repente los pasos de Mr. Ramsay se detenían frente a ella, alguna curiosa conmoción parecía recorrerla, y parecía mecerse ella en el seno de alguna profunda agitación, cuando se quedaba allí, y la miraba desde arriba. Lily estaba viéndolo a él.
Él alargaba la mano, y la ayudaba a levantarse. Parecía, en cierta forma, como si ya lo hubiera hecho anteriormente, como si ya se hubiera inclinado anteriormente, y la hubiera ayudado a descender de una barca que, a unas pocas pulga­das de alguna isla, hubiera requerido que a las damas las ayu­daran los caballeros de esta forma. Una escena anticuada era ésta, que requería, sin duda, miriñaques y pantalones de eti­queta. Al dejar que él la ayudara, Mrs. Ramsay había pensa­do (suponía Lily) que había llegado el momento; sí, se lo di­ría ahora. Sí, se casaría con él. Bajó lenta, tranquilamente a la orilla. Quizá sólo dijo una palabra, dejando su mano en la de él. Nos casaremos, quizá había dicho, con la mano en la de él, pero nada más. Una vez tras otra pasaba entre ambos la misma emoción: era obvio que sí, pensó Lily, mientras dis­ponía un camino para las hormigas. No se lo inventaba, esta­ba arreglando algo bastante liado que le había entregado ha­cía unos años, algo que había visto. Porque en el desorden de la vida diaria, con todos aquellos niños por allí, todos aque­llos visitantes, una tenía constantemente un sentido de que todo se repetía, de que algo caía donde anteriormente hubie­ra caído otra cosa, despertando un eco que resonara en el aire, y lo llenara de vibraciones.
Pero sería un error, pensaba, reflexionando en cómo ha­bían salido a pasear juntos, ella con el chal verde, él con la corbata al viento, del brazo, más allá del invernadero, para simplificar sus relaciones. No era la monotonía de la felici­dad: ella con sus impulsos y su rapidez; él con sus estremeci­mientos y sus depresiones. Ah, no. La puerta de la habita­ción bien podía dar un portazo de madrugada. Él quizá lan­zaba zumbando el plato por la ventana. A continuación la casa se llenaba de portazos y de cortinas que volasen como si soplara el viento de repente, y la gente volase a echar los cierres para que todo estuviese en orden. Así se había encon­trado un día a Paul Rayley en la escalera. Se habían reído sin cesar, como una pareja de niños, y todo porque Mr. Ramsay se había encontrado una tijereta en la leche al desayunar, y había tirado todo hacia la terraza. «Una tijereta -murmura­ba Prue, sorprendida-, en la leche.» Los demás quizá se en­contraran un ciempiés. Pero él había levantado tal muralla de santidad, y ocupaba el espacio con una solemnidad tan ma­jestuosa, que una tijereta en su leche era un monstruo.
Pero asustaba a Mrs. Ramsay, la intimidaba un poco esto de que los platos salieran zumbando por el aire, que las puer­tas dieran portazos. Se interponían entre ellos largos y emba­razosos silencios, cuando, en un estado mental que no le gus­taba a Lily ver en ella, medio quejumbrosa, medio enfadada, parecía incapaz de sufrir la tempestad con calma, o de reírse cuando los demás se reían; aunque tal vez el cansancio ocul­tase algo. Se quedaba pensativa, callada. Al rato, él se acerca­ba de forma furtiva a donde ella solía estar, paseaba junto a la ventana donde ella solía sentarse a escribir cartas o a char­lar, porque ella se cuidaba mucho de parecer muy ocupada cuando él aparecía, para evitarlo, para fingir que no lo veía. Luego él volvía a ser suave como la seda, afable, cortés, e in­tentaba congraciarse con ella. A pesar de todo, ella mantenía las distancias, y ahora le tocaba a ella durante un periodo bre­ve exhibir algunos de esos orgullos y aires que eran la conse­cuencia de su belleza, de los que, en general, prescindía por completo; volvía la cabeza, miraba por encima del hombro; siempre con alguna Minta, Paul o William Bankes junto a ella. Al cabo del tiempo, siempre él fuera del grupo, la viva
imagen de un lobo hambriento (Lily salió del jardín, se acer­có a mirar los escalones de la sala, se acercó a la ventana, donde lo vio en aquella ocasión), él pronunciaba el nombre de ella, sólo una vez, en todo parecido a un lobo que aullase en medio de la nieve, pero ella seguía resistiéndose; lo repe­tía, y esta vez algo en el tono la afectaba a ella, y se acercaba a él, dejándolos a todos de repente, y desaparecían entre los perales, los repollos y las frambuesas. Y lo solucionaban jun­tos. Pero ¿con qué gestos?, ¿con qué palabras? Tal era la dig­nidad que caracterizaba su relación que, desentendiéndose, Paul, Minta y ella escondían su curiosidad y su malestar, y comenzaban a cortar flores, a jugar con el balón, o a charlar, hasta que llegara la hora de la cena; y entonces volvían los dos como si nada hubiera pasado, él en un extremo de la mesa, ella en el otro.
«¿Cómo es que no os interesa a ninguno la botánica...? Con esos brazos y piernas, ¿por qué no ...?» Así es como ha­blaban ordinariamente, riéndose, entre los niños. Todo vol­vía a ser como siempre, excepto por algún que otro míni­mo temblor, como de una hoja al viento, que fuera y vinie­ra entre ellos, como si la estampa de costumbre de los niños sentados en torno a los platos de sopa se hubiera re­mozado a sus ojos tras pasar aquella hora entre peras y repollos. Mrs. Ramsay, pensaba Lily, miraba de forma espe­cial, aunque fugazmente, a Prue. Allí estaba sentada, una hermana más entre hermanos, siempre tan atareada; procu­rando, al parecer, que nada saliera mal, apenas hablaba. ¡Cómo se habrá enfadado consigo misma por lo de la tije­reta en la leche! ¡Qué pálida se había quedado cuando Mr. Ramsay arrojó el plato zumbando a través de la venta­na! ¡Cómo sufría en los intervalos de silencio que había en­tre ellos! En todo caso su madre parecía estar intentando consolarla ahora, le confirmaba que todo estaba bien, le prometía que cualquier día de éstos ella obtendría una feli­cidad idéntica. Sin embargo, menos de un año había disfru­tado de esa clase de felicidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, pensaba Lily, entre­cerrando los ojos, retrocediendo como si fuera a mirar el cua­dro, al que no tocaba, sin embargo, con todas sus facultades como en trance, helada la superficie, pero moviéndose algo por debajo con gran velocidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, las arrojó y espar­ció por el jardín, y, con desgana y titubeante, pero sin pre­guntas ni quejas -¿no poseía la facultad de obedecer los dic­tados de la perfección?-, se fue. Campo abajo, cruzando los valles, blanca, adornada con flores, así es como le habría gus­tado pintarla. Las olas sonaban con agrio ruido en las rocas bajo ella. Se fueron, los tres juntos, Mrs. Ramsay iba a la ca­beza, caminando más aprisa que los demás, como si confia­ra en ver a alguien a la vuelta de la esquina.
De repente, la ventana a la que miraba se iluminó con al­guna luz que se había encendido en el interior. Por fin había entrado alguien en la sala, alguien se había sentado en el si­llón. Por el amor de Dios, rogaba, que se quede ahí en el sillón, y que no se sienta obligado a venir a hablar conmigo. Mise­ricordiosamente, quienquiera que fuese se había quedado en el interior, y se había acomodado de forma que por una ver­dadera suerte proyectaba una sombra en forma de triángulo irregular sobre el escalón. Alteraba un tanto la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser útil. Estaba volviéndo­le la inspiración. Tenía que seguir mirando, sin relajar ni un segundo la intensidad de la emoción, la determinación de no dejarse desanimar, de no dejarse engañar. Había que sujetar la escena, así, como si estuviera en un tomo de ebanista, y no podía consentir que nada lo estropeara. Lo que quería una, pensaba, cogiendo intencionadamente pintura con el pincel, era mantenerse a la altura de las experiencias ordinarias de la vida, sentir sencillamente que esto es una silla, que eso es una mesa, y, sin embargo, a la vez, quería sentir: Esto es un milagro, es un éxtasis. Quizá después de todo podría resol­verse el problema. Ay, pero ¿qué es lo que había sucedido? Una sombra blanca había pasado por el cristal de la ventana. El viento debió de haberse movido en el interior de la habi­tación. Le dio un salto el corazón, y se apoderaron de ella los nervios, se sintió mal.
«¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», gritaba, sintiendo que volvía a ella el antiguo horror: querer y querer y no tener. ¿Es que aún tenía ese poder? Luego, al calmarse, tranquilamente, también eso se convirtió en parte de la vida cotidiana, estaba a la altura de la silla, de la mesa. Mrs. Ramsay -era eso par­te de la perfecta benevolencia con la que siempre había con­siderado a Lily- se sentaba allí con toda sencillez, en el si­llón; las agujas destellaban de vez en cuando, tejía el calcetín de color castaño rojizo, proyectaba una sombra sobre el esca­lón. Allí es donde se sentaba.
Como si tuviera algo más que pudiera compartir, pero apenas fuera capaz de dejar el caballete, tan absorta estaba en las ideas que ocupaban su cabeza, por causa de lo que estaba viendo, Lily fue más allá de donde estaba Mr. Carmichael, con el pincel, hasta el borde del jardín. ¿Dónde estaba la bar­ca en estos momentos? ¿Mr. Ramsay? Lo necesitaba.


12


Mr. Ramsay casi había acabado el libro. Sobrevolaba la pá­gina la mano, como si aguardara para descender el momen­to preciso en que hubiera terminado. Allí estaba sentado, sin sombrero, el viento lo despeinaba, estaba francamente des­protegido. Parecía muy viejo. Parecía, pensaba James, al ver la cabeza recortada contra el Faro, o ante la inmensidad de las aguas que se perdían en el horizonte, como una piedra en medio de la arena de la playa; parecía como si se hubiera convertido físicamente en lo que en el fondo de sus mentes ellos pensaban que era: en aquella soledad que era para am­bos la verdad más cierta.
Leía con gran rapidez, como si tuviera ganas de llegar al fi­nal. A decir verdad, estaban ya muy cerca del Faro. Ahí se er­guía, desnudo y derecho, deslumbrantemente blanco y ne­gro, y podían verse las olas deshaciéndose en agujas blancas, como cristal que se arrojara contra las rocas. Veía una las ven­tanas con toda claridad; una pincelada blanca en una de ellas, y una gavilla de verde sobre la roca. Había salido un hombre que los miraba a través de un catalejo, y había entra­do de nuevo. Así que esto era, pensaba James, el Faro que ha­bía estado viendo durante todos estos años desde el otro lado de la bahía; era una torre desnuda sobre una roca pe­lada. Le complacía. Confirmaba algún oscuro sentimiento acerca de su propio carácter. Las ancianas, se decía, pensan­do en el jardín de casa, estarían arrastrando las sillas por el césped. La buena de Mrs. Beckwith, por ejemplo, siempre es­taba diciendo lo bonito que era esto, y lo bonito que era lo otro, y que deberían estar contentos por poder ser tan felices, pero, de hecho, james pensaba, mirando cómo se levantaba el Faro sobre la roca, es así. Veía cómo su padre leía con pa­sión, con las piernas recogidas. Compartían ese conocimien­to. «Navegamos en medio de una tempestad, nos hundi­mos», comenzó a recitar para sí, murmurando, justo como lo hacía su padre.
Parecía como si hiciera siglos que nadie hubiera hablado. Cam estaba cansada de mirar hacia la mar. Pasaban flotando trocitos de corcho negro. Los peces en el fondo de la barca estaban muertos. Pero su padre seguía leyendo, y James lo miraba, y ella lo miraba, y habían prometido que se enfren­tarían con la tiranía hasta morir, pero él seguía leyendo muy ajeno a lo que ellos pensaban. Así es como se escapa, pensa­ba ella. Sí, con aquella frente despejada, la nariz grande, manteniendo ante sí con firmeza aquel librito moteado, así se escapaba. Ya podía uno pretender cogerlo, porque él, como un pájaro, extendía las alas, se alejaba planeando, para posarse fuera de tu alcance, sobre alguna estaca solitaria. Se quedó mirando la inmensa extensión de agua. La isla se ha­bía convertido en algo tan diminuto que apenas parecía una hoja ahora. Parecía el extremo superior de una roca que co­rriera el peligro de ser cubierta por una ola en cualquier mo­mento. Sin embargo, era en esta minúscula fragilidad donde había todos estos caminos, esas terrazas, estos dormitorios; tantas cosas incontables. Pero como, justo antes de dormir, las cosas se simplifican solas, de forma que sólo una, de toda la miríada de detalles, tiene poder para hacerse valer; de igual forma, creía, mirando soñolienta hacia la isla, todos esos ca­minos y terrazas y dormitorios se desvanecían y desapare­cían, y no quedaba nada sino un incensario de color azul ce­leste que se movía de un lado a otro en su mente. Era un jar­dín colgante, era un valle, lleno de pájaros, de flores, de an­tílopes... Se dormía.
-Vamos -dijo Mr. Ramsay, cerrando el libro de repente.
-Vamos, ¿adónde?, ¿a qué extraordinaria aventura? Se de­spertó sobresaltada. ¿A desembarcar en cualquier lugar, a su­bir a cualquier lugar? Porque tras este inmenso silencio las palabras los sobresaltaban. Pero era absurdo. Tenía hambre, había dicho él. Era la hora del almuerzo. Además, mirad, ha­bía dicho. Ahí está el Faro.
-Casi hemos llegado.
a-Lo está haciendo muy bien -dijo Macalister, alabando james-, la maneja muy bien.
Pero su propio padre nunca lo alababa, se dijo James de forma sombría.
Mr. Ramsay abrió el paquete, repartió los emparedados. Ahora era feliz, comiendo pan y queso con los pescadores. Le habría gustado vivir en una casita de campo, holgazanear por la bahía, y escupir como los demás marinos, pensaba Ja­mes, viendo cómo partía el queso en finas láminas amarillas con la navaja.
Está bien, así es, pensaba Cam, mientras desprendía la cás­cara del huevo duro. Se sentía ahora como cuando entraba en el estudio, y los mayores leían The Times. Ahora puedo se­guir pensando en lo que quiera, no me despeñaré por un ba­rranco, ni me ahogaré, porque está ahí, no me quita ojo, se dijo.
A la vez navegaban tan aprisa junto a los acantilados que era excitante, parecía como si estuvieran haciendo dos cosas a la vez; comían unos emparedados al sol aquí, y se dirigían a puerto en medio de una gran tormenta, tras haber naufra­gado. ¿Durará el agua? ¿Durarán las provisiones?, se pregun­taba, contándose un cuento, pero muy consciente a la vez de la verdad.
Pronto llegarían, le decía Mr. Ramsay al bueno de Maca­lister, pero sus hijos verían cosas sorprendentes. Macalister dijo que había cumplido setenta y cinco en marzo; Mr. Ram­say tenía setenta y uno. Macalister dijo que nunca había ido al médico, que tenía la dentadura completa. Y así es como me gustaría que vivieran mis hijos: Cam estaba segura de que eso es lo que estaba pensando su padre, porque le dijo que dejara de arrojar migas del emparedado a la mar, y añadió, como si estuviera pensando en los pescadores y en sus hábi­tos, que si no lo quería, lo que tenía que hacer era volver a envolverlo. No debía desperdiciarlo. Lo dijo con un conoci­miento tan seguro, como si tuviera conocimientos precisos acerca de todo lo que ocurría en el mundo, que lo guardó al momento, y entonces él le dio, de su propia bolsa, un paste­lillo de jengibre, como si fuera un noble español que ofrecie­ra una flor a una dama en la reja (tan floridos eran sus moda­les). Pero era un hombre descuidado, sencillo, que comía pan con queso; y no obstante era el guía de una expedición en la que, por lo que ella sabía, podían ahogarse.
-Ahí se hundió -dijo de repente el hijo de Macalister.
-Hubo tres ahogados en este mismo sitio en el que esta­mos -dijo el viejo. Él mismo los había visto agarrados al palo mayor. James y Cam temían que Mr. Ramsay, que mi­raba al sitio que señalaban, estuviera a punto de empezar a declamar:


Pero un mar más airado me acogió a mí.


Si lo hiciera, no lo soportarían, empezarían a chillar, no po­drían soportar otro estallido de aquella pasión que hervía en su interior; pero ante su sorpresa, lo único que dijo fue: «¡Ah!», como si estuviera pensando: ¿Por qué armar tanto jaleo por esto? Es natural que los hombres se ahoguen en las tormentas, pero es un asunto sencillo, y en el fondo de la mar (sacudía las migas del emparedado sobre ellos), después de todo, no había mas que agua. Luego, tras haber encendido la pipa, sacó el re­loj. Lo miró con atención, como si hiciera, quizá, algún cálcu­lo aritmético. Y exclamó con expresión triunfal:
-¡Muy bien! James los había llevado como un piloto profesional.
¡Vaya!, pensaba Cam, dirigiéndose en silencio a James. Al final te has salido con la tuya. Porque sabía que esto es lo que había estado deseando James, y sabía que ahora que lo tenía estaba tan contento que no la miraría a ella, ni a su padre, ni a nadie. Estaba sentado con la mano en la barra del timón, atento, con aspecto hosco, fruncía levemente el entrecejo. Estaba tan contento que no le dejaba ni a ella ni a nadie que le quitaran ni un gramo de satisfacción. Su padre lo había alabado. Tenía que pensar que le era indiferente. Pero te has salido con la tuya, pensaba Cam.
Habían cambiado la derrota, navegaban ahora rápidamen­te, con ligereza, sobre largas olas que se reemplazaban con un movimiento extrañamente armónico y excitante, junto al acantilado. A la izquierda se veía una hilera de piedras de co­lor pardo bajo el agua, el agua se hacía más transparente, al­gunas rocas eran verdes; sobre una, una roca más alta, había una ola que rompía sin cesar, y brotaba una columna de go­tas que caían como una ducha. Se escuchaba el pías de la ola, y el rumor de las gotas que caían, y una especie de rumor y siseo de las olas que rodaban, jugaban y salpicaban las rocas, como si fueran animales salvajes libres, que perpetuamente corrieran y jugaran de esta forma.
Ahora se veían dos hombres en el Faro, los observaban, se disponían a recibirlos.
Mr. Ramsay se abotonó el abrigo, se subió los bajos de los pantalones. Cogió el paquete grande, mal envuelto, con pa­pel de estraza, el que había preparado Nancy, se sentó con él en las rodillas. Así, dispuesto a desembarcar, se sentó miran­do hacia atrás, a la isla. Su mirada penetrante quizá podía ver con claridad la forma diminuta, semejante a una hoja, que se erguía sobre un plato dorado. ¿Qué es lo que veía?, se pre­guntaba Cam. Todo era confuso para ella. ¿En qué estaría pensando ahora?, se preguntaba. ¿Qué buscaba, tan decidi­do, tan tenaz, tan callado? Lo observaban, ambos, sentado con la cabeza descubierta, con el paquete sobre las rodillas, mirando fijamente, sin desviar la mirada, la frágil sombra azul que parecía como el vapor de algo que se hubiera que­mado. ¿Qué quieres?, les gustaría preguntarle. Ambos querían decir: Pídenos, y te lo daremos. Pero no les pidió nada. Se quedó sentado, mirando la isla, y podría estar pensando: Morimos, a solas cada uno, o podría estar pensando: He lle­gado. Lo he hallado; pero no dijo nada.
Se puso el sombrero.
-Traed esos paquetes -dijo, señalando con un movi­miento de la cabeza hacia las cosas que había preparado Nancy para que llevaran al Faro.
-Los paquetes para los del Faro -dijo. Se levantó y se di­rigió a la proa de la barca, erguido, alto, y tal parecía como si, pensaba james, estuviera diciendo: «Dios no existe»; y Cam pensaba, parece como si fuera a dar un salto en el va­cío; ambos se levantaron para saltar tras él; saltó, con ligere­za, como un joven, con el paquete; llegó a la piedra.


13


«Debe de haber llegado», dijo Lily Briscoe en voz alta, sin­tiéndose de repente muy cansada. Porque el Faro era ahora casi invisible, casi se había disuelto en una niebla azul, y el esfuerzo de fijar la mirada en él, y el esfuerzo de imaginárse­lo desembarcando allí, que parecían ser ambos el mismo es­fuerzo, habían cansado su cuerpo y su mente de forma ex­traordinaria. Ah, sí, pero se sentía aliviada. Fuera lo que fue­ra lo que hubiera querido darle por la mañana, cuando se separó de ella, al final se lo había dado.
«Ha desembarcado -se dijo en voz alta-. Ha conclui­do.» Entonces, el bueno de Mr. Carmichael, avanzando como una ola, resoplando ligeramente, con el aspecto de un viejo dios pagano, descuidado, con algas en el pelo y el tri­dente en la mano (en realidad, una novela francesa), se acer­có donde ella. Se quedó junto a ella, al borde del jardín, ape­nas moviéndose, y dijo, haciendo una visera con la mano so­bre los ojos:
-Ya habrán desembarcado -ella pensaba que tenía ra­zón. No necesitaban hablar. Habían estado pensando en lo mismo, y él le había respondido sin necesidad de hacer la pregunta. Se quedó allí, extendiendo las manos sobre las de­bilidades y el sufrimiento de la humanidad; pensaba que él observaba, de forma tolerante, compasiva, este destino final. Ha cumplido, pensaba ella, cuando cayó blandamente la mano de él, como si hubiera visto que el hubiera dejado caer desde su altura enorme un ramo de violetas y asfódelos que, tras revolotear lentamente, yacieran finalmente sobre la tierra.
Rápidamente, como si algo se lo hubiera recordado, se volvió hacia el lienzo. Ahí estaba, el cuadro. Sí, eran todos azules y verdes, con líneas que se prolongaban, se cruzaban, que pretendían algo. Lo colgarán en alguna buhardilla, pen­saba, lo destruirán. Pero, y eso, ¿qué importaba?, se pregun­tó, mientras cogía el pincel de nuevo. Miró otra vez a los pel­daños: estaban vacíos; miró hacia el lienzo: era borroso. Con repentina deliberación, como si durante un segundo hubiera visto con absoluta claridad, trazó una línea, en medio. Esta­ba hecho, había terminado. Sí, pensó, dejando el pincel, ex­traordinariamente fatigada, ésta ha sido mi visión.






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