YUKIO MISHIMA
Eran las once y
media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión
a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e
inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse
antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.
Koyumi tenía
cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y
un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo
tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía
destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales
de otoño y primavera de las geishas. Su kimono de crêpe tenía remolinos
azules sobre un fondo blanco.
—Me gustaría
saber qué dibujos tendrá el kimono de Masako esta noche—dijo Kanako.
—Tréboles. Ni lo
dudes. Está desesperada por tener un hijo.
—¿A tanto ha
llegado?
—No, y ése es el
problema— Repuso Koyumi—. Todavía le falta mucho para obtener tal triunfo. Si
no, sería como la Virgen María. ¡Tendría un niño simplemente por haberse
enamorado de un hombre!
Una superstición
común entre las geishas es que, cuando una mujer usa un kimono de verano
estampado con tréboles o uno de invierno con paisajes dibujados, ha de quedar
embarazada en un corto lapso.
Cuando, por fin,
terminaron su arreglo, Koyumi sintió súbitos alfilerazos de hambre. Esto le
sucedía cada vez que salía para la ronda de fiestas nocturnas. El hambre se le
antojaba como una catástrofe inesperada que le llegaba desde afuera y sin
previo aviso.
Nunca la
asaltaba el apetito frente a los dientes por más aburrida que resultara la
reunión; pero, antes y después de su actuación, el hambre la atacaba por
sorpresa. Koyumi no podía nunca prever esta eventualidad comiendo en el tiempo
debido. A veces, por ejemplo, cuando concurría a la peluquería durante la
tarde, observaba a las otras geishas encargar su comida y probarla con deleite
mientras aguardaban su turno. Aquello no producía a Koyumi ninguna impresión.
Ni siquiera podía imaginar que el risotto o cualquier otro plato,
resultara apetitoso. Sin embargo, una hora después, comenzaban los dolores
provocados por el hambre y la saliva fluía, tibia, desde las raíces de sus
pequeños y fuertes dientes.
Koyumi y Kanako
pagaban cierta cantidad mensual a la Casa del Laurel en concepto de publicidad
y alimentos. La cuenta de Koyumi era siempre excepcionalmente abultada. No sólo
era muy golosa, sino que también era de gustos delicados. Sin embargo, desde que
había adoptado el hábito de comer solamente antes y después de sus apariciones
en público, su cuenta había ido decreciendo y amenazaba, ahora, con ser menor
que la de Kanako.
Koyumi no
recordaba el origen de esta excéntrica costumbre ni el día en que comenzó a
detenerse en la cocina antes de la primera reunión de la noche y a pedir, con
impaciencia, mientras bailaba:
"¿No hay
alguna cosita para comer?" Ahora había adquirido la costumbre de cenar en
la cocina de la primera casa y de efectuar un último refrigerio en las
dependencias de la vivienda en la que terminaba la noche. Su estómago se había
acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de
alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.
El Ginza estaba
casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei
en Shimbashi.
Kanako señaló el
cielo que se vislumbraba sobre el techo de un Banco cuyas ventanas estaban
protegidas por gruesos barrotes:—Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto?
Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.
Los pensamientos
de Koyomi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido
lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento
caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes
de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del
Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo
de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento
la apesadumbró.
Sin embargo, la
ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la
cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la
puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le
habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto: —No las esperaba tan
pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?
La cocina estaba
en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de
platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako
estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz
con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella
circunstancia no revelara la expresión de alivio que le había provocado la
invitación de Masako.
Mientras Koyumi
se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas
las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba.
Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su
belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que
Kanako realmente le gustaba.
Kanako era tan
modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin
embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por
ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era,
por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad
era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la
muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.
Masako estudiaba
en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido
profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino
aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.
Su habitación
estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón
esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita.
Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.
Kanako se sentó
y dijo: —Hoy dieron a conocer el reparto. —Frunció su boca en un mohín.
—¿Ah,
sí?—Apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.
—No he conseguido
más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para
descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical,
permanece año tras año en el coro.
—Estoy segura de
que el año que viene te darán un buen papel.
Kanako sacudió
la cabeza: —Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré
como Koyumi.
—No seas tonta.
Todavía te faltan veinte años.
Aquella noche no
hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de
la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin
preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un
buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.
Estaba claro que
sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la
Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus
esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan
humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz
de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su
sinceridad y respondería a sus plegarias.
—Vendrá alguien
con nosotros esta noche—anunció Masako.
—¿Quién?
—Una sirvienta.
Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no
quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si
no enviaba a alguien para acompañarme.
—¿Cómo
es?—preguntó Kanako.
—Ya la verás.
Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada
En aquel momento
Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.
—Ya te he dicho
que cuando abras las puertas corredizas, deberás, primero, arrodillarte, y
luego, abrirlas. —El tono de Masako era altanero.
—Sí, señorita.
Kanako contuvo
la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero
hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una
apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus
mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas
aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando
cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para
aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión
alguna.
—¡Un buen
guardaespaldas! —murmuró Kasako al oído de su amiga.
Masako adoptó un
tono severo: —Vuelvo a repetir lo que ya os he dicho antes. En cuanto salgamos
de esta casa, ya no podréis abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos
cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendréis lo deseado. Si
alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún
peligro en ese sentido. Algo más. No podéis usar dos veces el mismo camino, y
es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.
Masako había
tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero,
en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida
en la escuela no le hacía mella alguna.
—Sí, señorita
—contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.
—Como tienes que
venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?
—Sí, señorita —y
una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.
—¡Bueno, bueno,
parece que reacciona como todo el mundo!—comentó Kanako.
En aquel momento
apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:—Ya estoy lista—anunció.
—¿Has elegido
buenos puentes? —preguntó Masako.
—Comenzaremos
con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No
es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que
esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.
Sabiendo que una
vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres
comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse
del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió
hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako
la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba
sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron
suavemente en la oscuridad.
—¡Esto sí que es
elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo!
—exclamó Koyumi.
Las cuatro
mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una
playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo
del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de
los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida
Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba
tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros.
Algunas pequeñas
nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de
nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente.
Cuando se
silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la
calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.
A Koyumi, que
caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se
jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía
el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón
por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera
fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el
pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía
resplandecer bajo la luz de la luna... Reflexionó y se dijo que, quizás, su
deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.
Masako y Kanako,
con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi
arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo
la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la
transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos
entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por
intermedio de la palabra.
Masako soñaba
con la dulce voz de R., con sus largos ojos bien delineados, con su pelo
ondulándose bajo las sienes. Ella, como hija del dueño de un restaurante de
primera categoría en Shimbashi, no podía ser confundida con otras
admiradoras..., no veía, pues, ningún motivo para que su plegaria no fuera
escuchada. Recordó que al hablarle R. al oído, su aliento era fragante y sin
rastros de alcohol. No podía olvidar aquel aliento joven, masculino, lleno de
calor como el heno en verano. Cuando estos recuerdos la asaltaban sentía algo
semejante a una onda de agua deslizándose sobre su piel desde las rodillas
hasta los muslos. Estaba segura, y tan insegura también, de que el cuerpo de R.
existía en alguna parte del mundo. La duda la torturaba constantemente.
Kanako soñaba
con un hombre maduro, rico y gordo. Tenía que ser gordo, pues si no, no
parecería rico. Pensó en la felicidad que le dispensaría ¡cerrar los ojos y
sentirse rodeada de su liberal y generosa protección! Kanako estaba
acostumbrada a soñar, pero hasta aquel momento su experiencia le había
demostrado que, al abrir los párpados nuevamente, el hombre en cuestión había
desaparecido.
Como movidas por
un mismo impulso, las dos muchachas volvieron la cabeza y por encima de sus
hombros vieron que Mina las seguía pesadamente. Apretaba sus mejillas con las
manos, se balanceaba en forma grotesca e iba golpeando el ruedo de su vestido a
cada paso. Masako y Kanako coincidieron en que la presencia de Mina constituía
un insulto a sus plegarias.
Giraron hacia la
derecha, en la Avenida Showa, en el punto donde se encuentran el primero y
segundo barrio del Ginza Este. La luz de los faroles bajaba como caída de agua
a intervalos regulares a lo largo de los edificios. En la calle angosta, las
sombras ocultaban la luz de la luna.
En seguida
contemplaron el Puente Miyoshi, frente a ellas. Era el primero de los siete
puentes que deberían cruzar.
Está construido
en forma curiosa. Se asemeja a una "Y" debido a la bifurcación del río
en dicho lugar.
En la orilla
opuesta los sombríos edificios de la Oficina del Distrito Central parecían
achatarse y la blanca cara de un reloj en su torre proclamaba una hora absurda
e incorrecta contra el cielo oscuro.
El puente
Miyoshi tiene una balaustrada de escasa altura, y en cada esquina de su parte
central, allí donde se encuentran los tres brazos del puente, hay un farol
antiguo del que cuelgan un grupo de lamparillas eléctricas.
No todas estaban
encendidas y los globos apagados lucían opacos y mortecinos bajo la luz de la
luna. Gran cantidad de insectos voladores se arremolinaban junto a las luces.
El agua del río
se encrespaba bajo el resplandor lunar.
Antes de cruzar
el puente, las mujeres, dirigidas por Koyumi juntaron las manos para formular
sus ruegos. Una débil luz brillaba en la ventana de un edificio cercano y un
hombre, que aparentemente había cumplido labores fuera de horario salió de él.
Estaba echando llave a la puerta, cuando, advirtiendo el extraño espectáculo,
suspendió su ocupación.
Las mujeres
comenzaron a cruzar el puente lentamente. No era sino una prolongación del
pavimento; pero al hollarlo, sus pasos se hicieron más pesados e inseguros,
como si estuvieran subiendo a un escenario. Faltaban pocos metros para
franquear el primer brazo del puente, pero ello les infundió una sensación de
alivio y tarea cumplida.
Koyumi se detuvo
bajo un farol y juntó nuevamente las manos. Las demás la imitaron. De acuerdo
con los cálculos de Koyumi, el cruzar dos de los tres brazos del puente, equivalía
a dos puentes por separado. Esto significaba que deberían formular sus
peticiones cuatro veces en el Puente Miyoshi.
Masako observó
los rostros asombrados de los pasajeros de un taxi que pasaba. Pero Koyumi no
prestaba atención a tales cosas. Cuando las mujeres llegaron frente a la
Oficina del Distrito, oraron por cuarta vez. Kanako y Masako comenzaron a
sentir que, junto con el alivio que les proporcionaba el haber cruzado sin
inconvenientes los dos primeros puentes, las oraciones, que hasta aquel momento
no habían tomado demasiado en serio, representaban algo de trascendental
importancia.
Masako llegó a
convencerse de que prefería estar muerta si no podía consumar su encuentro con
R. El solo hecho de cruzar dos puentes había multiplicado la intensidad de sus
deseos. Por otra parte, Kanako creía ahora que la vida no merecía la pena de
ser vivida si no encontraba un buen protector. Sus corazones se llenaron de
emoción y los ojos de Masako se humedecieron repentinamente.
A su lado, Mina,
con los ojos cerrados, mantenía reverentemente las manos juntas. Masako no dudó
de que, cualquiera fuera la plegaria de Mina, jamás sería tan importante como
la suya. Sintió desprecio y también envidia por la cueva vacía e insensible que
era el corazón de la sirvienta.
Caminaron hacia
el Sur, siguiendo el río hasta la estación de tranvías. El último coche había
partido hacía ya largo rato, y las vías que quemaban durante el día bajo el sol
de otoño, eran ahora dos líneas blancas y frías.
Aun antes de
llegar a la estación, Kanako había comenzado a sentir extraños dolores en su
abdomen. Algo le había caído mal. Los primeros síntomas de un calambre se
desvanecieron a los dos o tres pasos seguidos por la sensación de alivio al
olvidar el dolor. Mientras se felicitaba por ello, el calambre comenzó a
atenacearla nuevamente.
El Puente
Tsukiji era el tercero en la lista. Al término de este sombrío puente, ubicado
en el centro de la ciudad, distinguieron un sauce plantado a la usanza
tradicional. Era un sauce solitario que, normalmente, no se hubieran detenido a
mirar mientras pasaban rápidamente en auto. Crecía en una pequeña franja de
tierra salvada del cemento. Sus hojas, fieles a la tradición, temblaban con la
brisa del río. A aquellas avanzadas horas de la noche los edificios bulliciosos
morían a su alrededor. Sólo el sauce se agitaba, vivo.
Koyumi se detuvo
bajo el sauce y juntó las manos para orar. Era quizás su responsabilidad como
guía, pero lo cierto es que su rolliza figura se erguía en forma
desacostumbrada. En realidad, hacía ya tiempo que Koyumi había olvidado el
motivo de sus ruegos. En aquel momento, lo más importante era, para ella,
cruzar los siete puentes sin inconvenientes. Esta determinación era la
manifestación de que cruzar los puentes se había convertido en el objeto de sus
oraciones. Podrá parecer ésta una meta bastante peculiar, pero, como sus
repentinos ataques de hambre, pertenecía a su modo de vivir. Mientras caminaba
bajo la luna, estos pensamientos se convirtieron en extrañas convicciones.
Mantuvo la espalda más derecha que nunca y fijó la mirada hacia adelante.
El Puente
Tsukiji es un puente totalmente desprovisto de encanto. Los cuatro pilares de
sus extremos carecen de todo atractivo. Sin embargo, mientras lo cruzaban, las
cuatro mujeres pudieron oler por primera vez algo parecido al aroma del mar.
Soplaba un viento con reminiscencias de brisa salada. Hasta un aviso de neón
rojo perteneciente a una compañía de seguros, que podía divisarse hacia el sur,
parecía un faro proclamando la proximidad del océano.
Cruzaron el
puente y oraron de nuevo. Kanako sintió que su dolor, ahora agudo, le provocaba
náuseas. Pasaron por la terminal de tranvías y caminaron entre los viejos
edificios amarillos de las empresas S. y el río. Kanako comenzó a rezagarse.
Masako, preocupada, aminoró el paso, pero no pudo romper el silencio para
preguntarle si se sentía mal. Finalmente, Kanako se hizo entender oprimiendo su
vientre y haciendo muecas de dolor.
Sin advertir lo
que sucedía, Koyumi seguía marchando triunfalmente hacia adelante. Se agrandó
la distancia entre ella y sus compañeras.
Cuando por fin
un excelente protector aparecía frente a sus ojos, tan cerca que sólo
necesitaba estirar la mano para tocarlo, Kanako sintió con desesperación que
sus manos no podrían estirarse lo suficiente. Su rostro estaba mortalmente
pálido y una pegajosa transpiración brotaba de su frente.
El corazón
humano es sorprendentemente mudable. A medida que el dolor de su abdomen se
hacía más intenso, Kanako comprendió que cuanto había deseado con tanto fervor
minutos atrás, perdía toda realidad y sólo quedaba reducido a un sueño pueril,
irreal y fantástico. Mientras luchaba contra el palpitante e implacable dolor,
pensó que, si abandonaba aquellas tontas ilusiones, sus sufrimientos cesarían
de inmediato.
Cuando, por fin,
el cuarto puente apareció ante sus ojos, Kanako posó suavemente una mano sobre
el hombro de Masako y, con ademanes semejantes al lenguaje de la danza, señaló
su estomago y sacudió la cabeza. Los mechones de pelo pegados a sus mejillas por
la transpiración expresaban bien a las claras que no podía continuar.
Abruptamente volvió la espalda y se alejó precipitadamente rumbo a la estación
terminal de tranvías.
El primer
impulso de Masako fue el de seguirla; pero, recordando que su plegaria quedaría
anulada si la interrumpía, se contuvo y sólo miró alejarse a Kasako.
Sólo al llegar
al puente, Koyumi advirtió que algo andaba mal. Para ese entonces, Kanako
corría frenéticamente bajo la luna sin importarle su aspecto desaliñado. Su
kimono azul y blanco flameaba en la brisa y sus geta resonaban entre los
edificios cercanos. Un taxi solitario parecía esperarla providencialmente en
una esquina.
El cuarto puente
era el de Irifuna. Era menester atravesarlo en dirección opuesta a la del
Puente Tsukiji.
Las tres mujeres
se congregaron en el extremo del puente y oraron con idéntico fervor. Masako
sentía pena por Kanako, pero su compasión no brotaba tan espontáneamente como
de costumbre. Sólo reflexionaba fríamente que quien desertara del grupo,
tomaría, de ahora en adelante, un camino diferente al suyo.
Las plegarias de
cada una eran una cuestión personal y ni siquiera en una emergencia era dable
esperar que Masako cargara con responsabilidades ajenas.
Las palabras
"Puente de Irifuna" se destacaban en letras blancas sobre una placa
metálica clavada horizontalmente en un poste al extremo del puente. Este se
destacaba en la oscuridad con su lisa superficie de cemento recortada por el
crudo reflejo de la estación de gasolina Caltex, ubicada en la otra orilla. Podía
verse una lucecita en el río, bajo la sombra del puente. Aparentemente
pertenecía a la choza semiderruída de un hombre que vivía en el extremo del
muelle de pescadores. La choza estaba adornada con plantas y un letrero
anunciaba allí "Botes de placer, Remolcadores, Botes de Pesca y Botes para
redes".
El cielo
nocturno parecía abrirse sobre los techos de la apretada fila de edificios que
descendía gradualmente del otro lado del puente. Las jóvenes advirtieron que la
luna, tan brillante minutos atrás, apenas se traslucía a través de finas nubes.
El cielo estaba, ahora, completamente nublado.
Las mujeres
cruzaron el puente Irifuna sin ningún contratiempo.
El río dobla
allí en ángulo recto. El quinto puente se encontraba bastante alejado. Sería
menester seguir el río por el terraplén ancho y desierto hasta el puente
Akatsuki.
Hacia la derecha
la mayoría de los edificios eran restaurantes. En cambio, en la orilla
izquierda, montañas de piedra, arena y pedregullo esperaban ser empleadas en
alguna construcción. En ciertos lugares su masa oscura ocupaba más de la mitad
de la carretera. Poco después contemplaron el edificio del Hospital de San
Lucas, que emergía, lúgubre, bajo la velada luna. La enorme cruz dorada
instalada en su techo estaba brillantemente iluminada y las luces rojas,
destinadas al tráfico aéreo, emitían destellos y delimitaban techos contra el
cielo: No había luz en la capilla ubicada a los fondos del Hospital, pero su
ventanal gótico se distinguía claramente. Algunas luces permanecían encendidas en
las ventanas del Hospital.
Las tres mujeres
marchaban en silencio. Masako, la mente ocupada por la tarea que la esperaba,
no podía pensar en otra cosa. Sin advertirlo, habían acelerado la marcha y
ahora estaba bañada en su transpiración.
El cielo se
oscureció en forma amenazadora, y Masako sintió las primeras gotas de lluvia
sobre su frente. Afortunadamente, aquello parecía no tener intenciones de
convertirse en un aguacero.
En aquel momento
apareció frente a ellas el Puente Akatsuki. Era el quinto del recorrido. Los
postes de cemento pintados de blanco emitían una tonalidad fantasmal en medio
de la noche.
Masako juntó las
manos para orar en el extremo del puente, sin advertir las imperfecciones del
suelo Trastabillando casi, hubo de .dar con sus huesos sobre un caño de hierro
en reparación.
En el otro
extremo del puente se encontraba el desvío para automóviles del Hospital San
Lucas
El puente no era
largo. Las mujeres caminaban tan rápidamente que lo cruzaron en un breve lapso.
Sin embargo, la adversidad aguardaba a Koyumi. Una mujer con el pelo suelto y
mojado y con una vasija de metal en la mano se acercaba en dirección opuesta.
Masako miró fugazmente a la mujer y se atemorizó ante la palidez mortal de
aquel rostro bajo el pelo mojado.
La mujer se
detuvo en la mitad del puente: —Pero, ¡si es Koyumi! Han pasado tantos años,
¿no es cierto? ¡Koyumi! ¿Estás fingiendo que no me reconoces? ¡Koyumi!
Estiró su cuello
hacia Koyumi, cerrándole el paso.
Koyumi bajó los
ojos y no contestó. La voz de la mujer era aguda y destemplada como el viento a
través de una grieta.
Su monólogo no
parecía dirigido a Koyumi, sino a otra persona que no se encontraba allí: —En
este momento volvía de la casa de baños. ¡Hace realmente tanto tiempo! ¡Mira
que encontrarnos aquí!
Al sentir la
mano de la mujer sobre su hombro, Koyumi abrió finalmente los ojos. Comprendió
que era inútil negarse a responder a la mujer, ya que el hecho de que alguien
le dirigiera la palabra era suficiente como para anular el efecto de la
plegaria.
Masako observó
el rostro de la mujer. Reflexionó un instante y siguió caminando, dejando atrás
a Koyumi.
Masako recordó a
la recién llegada. Era una vieja geisha que había aparecido en Shimbashi
durante algún tiempo, inmediatamente después de la guerra. Se llamaba Koen.
Había comenzado a comportarse en forma extraña, como una chiquilla y ello le
había valido ser borrada del registro de geishas. No era sorprendente, pues,
que Koen hubiera reconocido a Koyumi, una vieja amiga. Sin embargo, era una
coincidencia afortunada que no recordara a Masako.
El sexto puente,
el Sakai, era sólo una pequeña estructura con un cartel de metal pintado de
verde. Masako apresuró sus rezos y echó a correr para cruzarlo. Volviendo la
cabeza, comprobó con alivio que Koyumi se había perdido de vista. Mina, en
cambio, la seguía con su acostumbrada expresión de malhumor.
Ya sin guía,
Masako no sabía cómo encontrar el séptimo y último puente. Sin embargo, razonó
que si continuaba andando por la misma calle, tarde o temprano alcanzaría algún
puente paralelo al Akatsuki. Sólo faltaba un puente para que sus plegarias
fueran escuchadas.
Una fina
llovizna humedeció su rostro. La calle que se extendía frente a ella estaba
colmada de depósitos de mercaderías y casuchas de material ocultaban la vista
del río. La oscuridad era total. A la distancia, las brillantes luces de la
calle volvían aún más negras las tinieblas. Masako no tenía miedo de andar a
aquellas altas horas. Tenía un carácter aventurero, y su meta, el logro de sus
plegarias, le infundía coraje. A sus espaldas el eco de las geta de
Mina, se le antojó una carga insoportable de llevar. En realidad, el eco tenía
una alegre irregularidad, pero el porte de Mina, en contraste con sus pasitos,
parecía encarnar una burla hacia Masako.
La presencia de
Mina sólo produjo cierto desprecio en el corazón de Masako hasta el momento en
que Kanako abandonó el grupo. Desde aquel instante comenzó a pesarle y ahora
que estaban solas, Masako no podía evitar sentirse molesta frente al enigma que
significaban las plegarias de la muchacha campesina.
No era agradable
verse seguida por una mujer impasible, de insondables ruegos. No, no era tan
desagradable como inquietante y la incomodidad de Masako aumentó gradualmente
hasta convertirse en algo parecido al terror. Masako nunca había advertido cuán
perturbador resulta no conocer el pensamiento de otra persona.
Tenía la
sensación de llevar a sus espaldas una gran masa negra. No era como cuando la
seguían Kanako o Koyumi, cuyas plegarias eran tan transparentes que resultaba
fácil ver a través de ellas. Masako intentó desesperadamente estimular su
anhelo por R. hasta volverlo aún más febril que antes. Pensó en su rostro, en
su voz. Recordó su aliento lleno de juventud. Pero la imagen se desvanecía
inmediatamente y no intentó reconstruirla.
Era menester
cruzar el último puente lo antes posible. Hasta entonces no pensaría ya en nada
más.
Las luces de una
calle que había divisado en la lejanía parecían ser, ahora, las de un puente.
Comprendió que se estaba aproximando a una vía pública importante. Había
indicios de que el puente no podía estar lejos.
En efecto, llegó
primero a un pequeño parque donde las luces brillaban sobre oscuros charcos
producidos por la lluvia, y, luego, apareció el puente con su nombre,
"Puente Bizen", escrito en una columna de cemento. En lo alto del
pilar una lamparita irradiaba una luz mortecina. Masako divisó a su derecha el
Templo de Tsukiji Honganji con su techo verde levemente abovedado. Debería
cuidarse al cruzar el puente de no regresar por el mismo camino.
Masako suspiró
con alivio. Entrelazó sus dedos para orar en el extremo del puente, y esta vez,
para enmendar la superficialidad de sus rezos anteriores, lo hizo cuidadosa y
devotamente. Por el rabo del ojo podía observar a Mina, quien, remedándola, apretaba
piadosamente las gruesas palmas de sus manos. Verla molestó tanto a Masako, que
se apartó de la oración para murmurar a media voz: "¡Ojalá no la hubiera
traído! ¡Es verdaderamente exasperante!"
En aquel mismo
instante una voz de hombre la interpeló. Masako se puso tensa. Un policía se
había detenido a su lado: —¿Qué está haciendo aquí a estas horas de la noche?
Masako no podía
contestar. Una palabra lo arruinaría todo. Advirtió de inmediato, a través del
apurado interrogatorio, que el policía, al verla orando en medio del puente, la
había tomado por una suicida en potencia. Masako no podía hablar. Era necesario
hacer comprender a Mina que lo hiciera en su lugar. Tironeó del vestido de la
sirvienta e intentó despertar su inteligencia. Por más obtusa que fuera Mina,
parecía imposible que no pudiera comprender sus señas. Seguía con los labios
obstinadamente sellados. Masako advirtió con desaliento que Mina—fuera por
obedecer las instrucciones originales o por proteger sus propias
plegarias—estaba resuelta a no hablar.
El tono del
policía se hizo aún más áspero:—¡Contésteme! ¡Exijo una respuesta!
Masako decidió
que lo mejor que podía hacer era intentar ganar el otro lado del puente y
explicarlo todo cuando hubiera finalizado el cruce. Se soltó de la mano del
policía y se internó corriendo en el puente. Alcanzó a ver cómo Mina se
precipitaba tras ella.
El policía
alcanzó a Masako en la mitad del puente.
—Tratando de
escapar, ¿eh?—gritó, tomándola de un brazo.
—¿Quién piensa
en escaparse? ¡Me está lastimando! —Masako había gritado impulsivamente.
Advirtiendo, entonces, que sus plegarias habían quedado en la nada, miró hacia
el lado derecho del puente con los ojos llameantes de indignación.
Mina, a salvo en
el otro extremo, completaba su catorceava y última plegaria.
Cuando
regresaron, Masako se quejó histéricamente a su madre, quien, sin saber lo que
sucedía, reprendió a Mina.
—¿Puedes decirme
qué pedías en tus plegarias?—preguntó.
Por toda
respuesta, Mina se limitó a sonreír estúpidamente.
Algunos días
después y ya un poco más tranquila, Masako continuó importunando a Mina:—¿Qué
pedías?—le preguntó por centésima vez—. Cuéntamelo. Con toda seguridad ya me lo
puedes contar.
Pero Mina sólo
esbozaba una sonrisa evasiva.
—¡Eres
espantosa! Mina, ¡eres realmente insoportable!
Y riéndose,
Masako pellizcó el hombro de Mina con sus uñas cuidadosamente afiladas por la
manicura.
La piel elástica
y pesada repelió las uñas. Los dedos de Masako quedaron insensibles y ya no
supo qué hacer con su mano.