sábado, 17 de junio de 2017

La nariz. Nicolai Gogol

La nariz 

Nicolai Gogol 

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El 25 de marzo tuvo lugar en San Petersburgo un suceso de lo más extraño. En la avenida de Vosnesenski vivía el barbero Iván Yakovlievich; su apellido se había perdido, y no figuraba en la placa donde aparecían pintados un señor con la mejilla enjabonada y el siguiente letrero: «Se hacen sangrías». El barbero Iván Yakovlievich se había despertado bastante temprano, reparando al punto en el olor a pan caliente. Incorporándose un poco en la cama, vio que su esposa, una señora de aspecto bastante respetable, muy aficionada al café, sacaba del horno pan recién cocido. -Hoy no tomaré café, Prascovia Osipovna -dijo Iván Yakovlievich-. En lugar de ello, tengo ganas de comer pan caliente con cebolla. Es decir, Iván Yakovlievich quería lo uno y lo otro, pero sabía que era imposible exigir ambas cosas a la vez, pues a Prascovia Osipovna no le agradaban semejantes caprichos. «¡Que coma pan el muy tonto! Tanto mejor para mí -pensó su mujer para sus adentros-; así quedará más café.» Y echó un pan sobre la mesa. Iván Yakovlievich, por decoro, se puso el frac sobre la camisa, y tras haberse sentado a la mesa, echó sal, preparó dos cabezas de cebolla, cogió el cuchillo y, haciendo una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Al partirlo en dos pedazos miró al centro, y con gran sorpresa vio algo que brillaba. Con sumo cuidado, Iván Yakovlievich introdujo el cuchillo y lo palpó con el dedo: «¡Qué duro está! -pensó para sí-. ¿Qué será?» Metió los dedos y sacó..., ¡horror!, ¡una nariz!... Iván Yakovlievich se quedó petrificado. Empezó a restregarse los ojos y a palpar la nariz. Sí, no cabía duda: se trataba de una nariz, y hasta le parecía que era de un conocido. El espanto le cambió el semblante. Pero este espanto no fue nada comparado con la indignación de su esposa. -¡Qué bárbaro! ¿Dónde cortaste esa nariz? -gritó, furiosa-. ¡Canalla, borracho! Yo misma te denunciaré a la Policía. ¡Jesús, qué bandido! Ya es la tercera persona a quien oigo decir que cuando afeitas, tiras tanto de la nariz que no hay quien lo resista. Iván Yakovlievich estaba más muerto que vivo. Había reparado en que la nariz era del asesor colegiado Kovaliev, a quien afeitaba todos los miércoles y domingos. -¡Aguarda, Prascovia Osipovna! La envolveré en un trapo y la dejaré en un rincón. Que esté allí un rato; ya la sacaré luego. -¡Ni hablar! ¿Crees que voy a consentir que haya en mi cuarto una nariz cortada?... ¡Vaya calamidad! ¡Sólo sabe pasar la navaja por la correa, y pronto no estará en condiciones de cumplir con su oficio el muy tuno! ¿Y piensas que te voy a defender ante la Policía?... Eres un chapucero, ¡más tonto que un leño! ¡Sácala de aquí! ¿Me oyes? Llévatela a donde te dé la gana, pero que no vuelva yo a saber más de ella. Iván Yakovlievich se quedó como si hubiera caído un rayo a sus pies. Estuvo reflexionando un buen rato, sin saber qué decisión tomar. «El diablo sabrá cómo pudo suceder esto -dijo, al fin rascándose una oreja-. Yo no puedo asegurar que no regresara anoche borracho, pero, a juzgar por las señales el hecho es inadmisible, pues el pan está cocido y la nariz no lo está. ¡No entiendo nada de esto!» Iván Yakovlievich se quedó callado. La idea de que la Policía podía hallar la nariz en su casa lo dejó completamente atontado. Ya se imaginaba ver el cuello escarlata con los hermosos bordados de plata, la espada... y todo su cuerpo quedó tembloroso. Por fin, sacó su ropa interior y sus botas, se vistió y, acompañado de las duras amonestaciones de Prascovia Osipovna, envolvió la nariz en un trapo y salió a la calle. Tenía la intención de deshacerse de ella en cualquier sitio; en el guardacantón debajo de la verja, o dejarla caer, como por casualidad, y torcer hacia un callejón, pero, por desgracia, tropezaba cada vez con algún conocido, que le preguntaba en el acto: -¿Adónde vas? ¿A quién vas a afeitar tan temprano? Así es que Iván Yakovlievich no pudo hallar un momento oportuno para su propósito. Una vez hasta logró dejarla caer, cuando desde lejos un centinela le hizo señas con la alabarda, añadiendo: -¡Eh, tú! ¡Que se te ha caído algo! Recógelo. Iván Yakovlievich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo. La desesperación se apoderó de él, sobre todo al ver que la gente iba aumentando en la calle, a medida que se abrían los almacenes y las tiendas. Decidió ir al puente de Isakievski. ¡Quizás allí lograría arrojarla al Neva!.. 

***
 Pero me siento un tanto culpable por no haber dicho hasta ahora nada sobre Iván Yakovlievich, hombre honrado por todos los conceptos. Iván Yakovlievich, como todo hombre formal en Rusia, ocupado en un oficio, era un borracho empedernido, y, a pesar de que a diario rasurase barbas ajenas, la suya permanecía siempre sin afeitar. El frac de Iván Yakovlievich (no usaba nunca levita) era pardo. Es decir, que su verdadero color era negro, pero se hallaba cubierto de manchas grises y de un marrón amarillento: el cuello estaba reluciente, y en lugar de tres botones, sólo se veían los hilos. Iván Yakovlievich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovalev solía decirle, mientras lo estaba afeitando: -Iván Yakovlievich, tus manos huelen muy mal. A lo que él contestaba con la siguiente pregunta: -¿Y de qué van a oler mal? -Lo ignoro, amigo; sólo sé que huelen muy mal -respondió el asesor colegiado. E Iván Yakovlievich, después de tomar rapé, en desquite le llenaba de jabón, tanto las mejillas como debajo de la nariz, detrás de las orejas y debajo de la barbilla; en una palabra: donde le daba la gana. *** Este honrado ciudadano se hallaba ya en el puente de Isakievski. Primero echó una mirada en torno suyo; luego, se inclinó sobre la barandilla, como deseando averiguar si eran muchos los peces que nadaban debajo del puente, y con gran cautela arrojó el trapo con la nariz. Sintió como si de pronto le quitaran un enorme peso de encima, y hasta llegó a sonreirse. En vez de ir a afeitar a sus clientes funcionarios, se dirigió hacia un establecimiento donde viera el siguiente letrero: «Comidas y té», con la intención de tomar un ponche; pero, de repente, en el extremo del puente divisó a un policía de aspecto imponente, con anchas patillas, tricornio y espada. Iván se quedó petrificado. Mientras tanto, el policía le hacía señas, gritándole: -¡Oye, tú, precioso! ¡Ven acá! Iván Yakovlievich, que no ignoraba el reglamento, ya desde lejos se quitó la gorra y, acercándose con presteza, dijo: -Muy buenos días tenga su señoría. -No, hermano; déjate de señoría y dime mejor lo que hacías allí, en el puente. -Señor, le juro que iba a afeitar, y que sólo miraba la corriente del río. -¡Mientes! No es así como lograrás escabullirte. Anda, responde. -Estoy dispuesto a afeitar a vuestra gracia dos veces a la semana, o, mejor dicho, tres, sin ninguna remuneración. -No, amigo; ésas son tonterías. A mí me afeitan tres barberos, y lo consideran como un gran honor. Pero haz el favor de decirme qué es lo que hacías allí. Iván Yakovlievich palideció. Pero aquí el suceso queda envuelto en la niebla, e ignoramos por completo lo que pasó después. 


*** 

El mayor Kovalev llevaba en la cadena de su reloj toda su colección de dijes de cornerina, en los que aparecían alternando unas armas con las palabras miércoles, jueves, etc. Había ido a Petersburgo por verdadera necesidad, o para mejor decir, concretando, en busca de un puesto adecuado a su rango, como, por ejemplo, si la suerte le era propicia y favorecía, el de vicegobernador, o si esto no conseguía, al menos el de ejecutor de algún departamento renombrado. Tampoco tendría inconveniente en casarse, pero sólo a condición de que la novia dispusiera de una dote o capital de doscientos mil rublos. Y ahora el lector podrá darse cuenta perfecta de la situación en que se encontraba el mayor cuando vio en lugar de su linda y bien proporcionada nariz sólo un estúpido sitio liso y plano. Para colmo de su desgracia, en la calle no aparecía ni un cochero. Y se vio, pues, obligado a ir a pie, envuelto en su capa y cubriéndose el rostro con un pañuelo, como si le sangrara la nariz. «Tal vez no será más que una ilusión mía; no puede ser que mi nariz haya desaparecido así, por las buenas», pensó para sí. Y entró en una confitería con el fin de mirarse en un espejo. Por fortuna, no había nadie en la confitería, a excepción de los mozos que estaban barriendo el suelo y colocando las sillas. Algunos, con los ojos aún soñolientos, sacaban pirogki calientes en bandejas. Tirados en las sillas y en las mesas se veían los diarios del día anterior manchados de café. «¡Bueno, gracias a Dios que no hay nadie! -exclamó para sí-. Ahora podré mirarme bien». Se acercó tímidamente al espejo y echó un vistazo. -¡Que el diablo lo entienda! ¡Qué porquería! -dijo, escupiendo-. ¡Si por lo menos tuviera algo en vez de nariz! ¡Pero si no hay nada! Lleno de irritación se mordió los labios y salió de la confitería. Contrariamente a lo que acostumbraba hacer, decidió no mirar ni sonreír a nadie. Pero de repente se quedó como petrificado. A la puerta de su casa, ante sus mismos ojos, tuvo lugar un fenómeno inexpicable. Un coche se paró al pie de la escalinata, se abrieron las portezuelas y bajó, inclinándose ligeramente, un señor vestido de uniforme, que subió con presteza las escaleras. ¡Y cuál sería el espanto y al mismo tiempo el asombro de Kovalev al reconocer en él su propia nariz! Ante este espectáculo extraordinario, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor, y apenas pudo mantenerse en pie. Todo temeroso, resolvió, sea como fuere, esperar a que volviera a subir al coche. Y, efectivamente, al cabo de dos minutos salió la nariz. Iba con uniforme bordado de oro, con cuello alto, pantalones de gamuza y espada al costado. Por su sombrero, con plumín, se podía deducir que era un consejero de Estado. Todo parecía indicar que iba de visita. Miró a ambos lados y gritó al cochero: «¡En marcha!» Y, sentándose, se alejó. Poco faltó para que el pobre Kovalev enloqueciera. No sabía qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo era posible que su nariz, que ayer mismo estaba en su cara y no era capaz de viajar ni andar por sí sola, llevara uniforme? Echó a correr detrás del coche, que, por fortuna, no fue muy lejos, porque se detuvo delante de la catedral de Kazán. Entró apresuradamente, atravesando una fila de mendigas viejas con las caras vendadas y con sólo dos aberturas para los ojos, y de quienes antes solía burlarse. Los fieles dentro de la iglesia eran pocos y se hallaban a la entrada, junto a la puerta. Kovalev estaba tan aturdido, que no tenía fuerzas ni para rezar; únicamente, se ocupaba en recorrer con la mirada todos los rincones en busca de aquel señor que llevaba su nariz. Hasta que, al fin, le vio en pie, a un lado. El señor eh cuestión tenía la cara completamente semioculta en su gran cuello, que estaba levantado. Y estaba rezando con devoción. «¿Cómo podría acercarme a él?», pensó Kovalev. Por su uniforme y su sombrero, claramente parecía que era un consejero de Estado. ¿Cómo diablos se las arreglaría? Empezó a toser muy cerca del consejero de Estado. Pero la nariz no abandonó ni por un momento su actitud devota de postración y recogimiento. - ¡Caballero! -dijo Kovalev, procurando cobrar ánimos-. ¡Caballero! -¿Qué desea usted? -preguntó la nariz, volviéndose hacia él. -Me extraña, caballero...; me parece que... usted debería saber cuál es su sitio. Le encuentro a usted de repente, ¿y dónde?.... en la iglesia. Reconozca... -Discúlpeme, pero no entiendo lo que usted me quiere decir. Explíquese... «¿Cómo se lo explicaría?», pensó para sí Kovalev. Pero, procurando animarse, empezó a decir: -Claro, yo...; a propósito, soy mayor. Usted convendrá conmigo en que es indecoroso que yo ande sin nariz. Cualquier frutera que vende naranjas en el puente Voskresenski puede estarse allí sentada sin nariz, pero no un hombre que aspira al puesto de gobernador. Indiscutiblemente conviene... No sé, caballero -al decir esto, el mayor Kovalev levantó los hombros-, perdóneme...; pero si se digna considerar desde el punto de vista del honor y del deber..., usted mismo puede comprender... -No comprendo absolutamente nada -replicó la nariz-. Explíquese con más precisión. -Caballero- dijo Kovalev con dignidad-. No sé cómo interpretar sus palabras... Aquí, el asunto están muy claro... ¿O quiere usted...? Pues, en fin, usted es mi propia nariz. -Usted está equivocado, mi buen señor. Yo no tengo nada que ver con usted. Además, entre nosotros dos no puede haber ninguna clase de relación. A juzgar por los botones de su uniforme, usted debe pertenecer al Senado o, al menos, a Justicia. Y yo soy de Instrucción Pública. Y dicho esto, la nariz le volvió la espalda y prosiguió sus oraciones. Kovalev se quedó todo confuso, sin saber qué hacer ni qué pensar. En aquel momento se oyó un rumor de un vestido de señora. Y junto a él pasó una dama, ya entrada en años, ataviada con encajes, a la que acompañaba una joven delgadita, cuyo vestido blanco realzaba ventajosamente su talle esbelto, y que iba tocada con un sombrero claro, ligero, como un bizcocho. Un lacayo de elevada estatura, con patillas y uniforme, que ostentaba una docena de cuellos, las seguía y se detuvo para abrir su tabaquera. Kovalev se acercó a ellas, se arregló el cuello de batista del camisolín, ordenó los dijes que colgaban de la cadena de oro de su reloj y, volviéndose sonriente de un lado para otro, fijó su atención en la esbelta dama, que se inclinaba un tanto, cual flor primaveral, levantando su mano diminuta, de dedos casi diáfanos, para persignarse. La sonrisa se acentuó aun más en la cara de Kovalev cuando vio debajo del sombrero su barbilla redonda, de blancura radiante, y parte de su mejilla, ligeramente sombreada por la primera rosa primaveral. Pero de repente dio un salto, como si se hubiera quemado. Recordó que donde los demás tenían nariz, él no tenía nada absolutamente. Y las lágrimas brotaron de sus ojos. Se volvió con la intención de apostrofar en pleno rostro a aquel señor, diciéndole que bien sabía que era un farsante, que se hacía pasar por un consejero de Estado cuando en realidad no era otra cosa que su propia nariz... Pero lanariz ya no estaba. En ese corto espacio de tiempo en que había estado mirando a la dama se había marchado, probablemente para hacer otra visita. Esto acabó de sumirlo en la desesperación. Volvió sobre sus pasos y se detuvo en el pórtico, mirando cuidadosamente hacia todos los lados por ver si encontraba la nariz. Recordaba perfectamente que llevaba un sombrero adornado con plumas y un uniforme bordado en oro; pero no había reparado en la capa, ni en el color del coche, ni en los caballos; tampoco sabía si llevaba lacayo, y qué librea vestía éste. Además, pasaban tantos coches y en tantas direcciones y a tal velocidad, que resultaba difícil identificar al que conducía a la nariz. Y aun así, ¿cómo podría hacerle parar? Era un día hermoso y soleado. En la perspectiva Nevski había mucha gente. Desde el puente de la Policía hasta el de Anitchkin, por todos lados surgían hermosas damas, inundando las veredas. Entre la muchedumbre iba un consejero conocido de Kovalev, al que llamaba siempre coronel, y especialmente delante de personas extrañas. También pasó cerca de él Yarichkin, gran amigo suyo, que era jefe de oficina en el Senado y que siempre se dejaba engañar cuando jugaba al ocho sin descartarse. Y hasta se encontró a otro mayor, que obtuvo el grado en el Cáucaso, quien le hizo señas para que firme el acta. -¡Voto a diablos! -dijo Kovalev-. ¡Eh, cochero! ¡Derecho a la Prefectura! -tomó asiento en las drojkas y gritó otra vez al cochero-; ¡Arrea, a toda prisa! ¿Está el jefe de Policía? -exclamó al entrar desde la puerta. -No, señor -replicó el consejero-. Acaba de salir. -¡Caramba! -Sí, -añadió el conserje-; se fue hace apenas un ratito. Si hubiera llegado un minuto antes, es muy posible que lo hubiera encontrado. Kovalev, sin quitarse el pañuelo de la cara, se sentó nuevamente en el coche y gritó con voz desesperada: -¡Andando! -¿Adónde ordena el señor? -preguntó el cochero. -¡Siga adelante! -¿Cómo adelante? ¡Si estamos en una esquina! ¿A la derecha o a la izquierda? Esta pregunta volvió en sí a Kovalev y le obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, ante todo, lo más conveniente era dirigirse al departamento de Policía, no porque el asunto estuviera directamente relacionado con ésta, sino porque sus disposiciones serían mucho más rápidas que en cualquier parte. Buscar satisfacción dirigiéndose al departamento donde la nariz desempeñaba un cargo era insensato, pues por sus respuestas era evidente que para aquel hombre no había cosa sagrada. Además, igual podía mentir en este caso como lo hizo al asegurar que jamás lo había visto antes. Por tanto, Kovalev estaba ya dispuesto a ordenar al cochero que le llevara al departamento de Policía, cuando se le ocurrió la idea de que el miserable, que ya en el primer encuentro se había portado de un modo tan infame, podía aprovechar la ocasión para huir de la ciudad. Y entonces todo cuanto hiciera para encontrarlo sería inútil y tendría que estar así, ¡Dios no lo quiera!, un mes entero. Por fin, le pareció que el mismo Santísimo le iluminaba. Se decidió a ir a la administración de un diario para publicar cuanto antes un aviso describiendo detalladamente sus señas personales para que todos los que la encontrasen pudieran entregársela en el acto o, por lo menos, indicarle su paradero. Una vez tomada esta decisión, ordenó al cochero que fuera a la administración del diario, y durante todo el trayecto no dejó de dar puñetazos sobre la espalda del conductor, gritando: -¡Rápido! ¡Rápido! ¡Adelante, miserable! -¡Pero, señor! -decía el cochero, sacudiendo la cabeza y dando con la rienda en el lomo del caballo, cuyo pelo era largo, como el de un perro pequinés. El coche se detuvo al fin, y Kovalev, casi sin aliento, penetró en una pequeña sala de espera, donde un empleado de pelo canoso, que llevaba un frac gastado y unos lentes, se hallaba sentado ante una mesa y, con la pluma entre los dientes, se disponía a contar cierta cantidad de monedas de cobre. -¿Quién es el que recibe aquí los anuncios? -gritó Kovalev-. ¡Ah, buenos días! -Mis respetos -dijo el empleado canoso, levantando los ojos por un momento para en seguida volver a clavarlos en el montón de monedas. -Quisiera publicar... -Sírvase esperar un momento -dijo el empleado, que escribió un número en el papel mientras que con un dedo de la mano izquierda corría dos bolitas del ábaco. Un lacayo con galones, y cuyo aspecto revelaba que servía en una casa aristocrática, se hallaba ante la mesa con un papel entre las manos, y juzgó conveniente dar a conocer su cultura social. -Créame, señor, este perrito no vale ni ocho grivenik. En cuanto a mí, no daría por él ni ocho centavos. Pero la señora condesa lo quiere de veras, lo adora..., y da en premio cien rublos al que se lo traiga. Y ahora, hablando entre nosotros, le diré que los gustos de las personas son de los más extraño. Se comprende que un cazador tenga un perro de muestra o un perro de lanas y que no le dé lástima dar por él quinientos o hasta mil rublos; pero, por lo menos, tiene un perro que vale la pena. El respetable empleado le escuchaba con cara seria mientras contaba las palabras contenidas en la nota que trajo el lacayo. A ambos lados de la sala había gran número de ancianas, dependientes y porteros, que también eran portadores de anuncios. En uno de ellos, un cochero de sobria conducta ofrecía sus servicios; en otro, se ponía en venta una carroza, tan sólo un poco usada, traída de París en el año 1814; una joven de diecinueve años se ofrecía como lavandera, apta, además, para toda clase de trabajos. Entre otras cosas, se vendía un coche al que le faltaba un muelle; un caballo tordo, fogoso, de diecisiete años; simiente de nabos y rábanos recién traída de Londres; una casa de campo con amplias dependencias, dos caballerizas y un terreno para plantar abetos; y también se ofrecían suelas gastadas para vender, invitando a pasar a verlas de ocho a tres todos los días. La sala en donde se reunía toda esta gente era pequeña, y el aire que ahí se respiraba estaba muy cargado; pero el asesor colegiado Kovalev no pudo percatarse de ello, pues tenía la cara tapada con un pañuelo y porque su nariz estaba Dios sabe dónde... -Señor, le ruego que me atienda... Es muy urgente -dijo, por fin, con impaciencia. -En seguida, en seguida... Dos rublos, cuarenta y tres kopeks...; un momento... Un rublo y sesenta y cuatro kopeks -decía el empleado canoso, tirando los papeles a las caras de las viejas mujeres y de los porteros-. ¿Qué desea usted? -preguntó al fin, dirigiéndose a Kovalev. -Le ruego..., se trata de una canallada, de una estafa, que aún no supe cómo ha podido suceder. Le pido únicamente que publique que daré una buena gratificación al que me entregue a ese canalla. -¿Su apellido, por favor? -¿Para qué quiere saber mi apellido? No puedo decírselo. Tengo muchos amigos, entre los que pudiera citar a la señora Tchejtareva, esposa de un consejero de Estado, o la señora Pelagia Grigorievna Podtochin, casada con un oficial del Estado Mayor... ¡Si se enteraran! ¡Dios me libre! Basta con que escriba: «Asesor colegiado», o, mejor aún, «Un mayor». -¡De modo que se le ha escapado el criado! -¿Qué criado? ¡Esto no hubiera sido una canallada tan grande! Se ha fugado mi... nariz. -¡Hum! ¡Qué apellido tan extraño! ¿Y se ha llevado una gran cantidad de dinero ese señor Nariz? -¡Nariz! Es que usted no me entiende... Es mi nariz, mi propia nariz, que ha desaparecido y no sé dónde. El diablo ha querido burlarse de mí. Pero, ¿cómo ha desaparecido? No entiendo bien esto. -No sabría decirle cómo fue; pero lo importante del asunto es que ahora anda por la ciudad y se llama a sí misma consejero de Estado. Y por esta razón le ruego que ponga un aviso diciendo que la persona que la encuentre debe entregármela en el acto. Usted mismo puede hacerse cargo. ¡Dígame cómo es posible permanecer sin una parte del cuerpo de tal importancia! Aquí no se trata de un dedo del pie, que por ir dentro del zapato nadie nota su falta. Mi caso es diferente. Yo visito todos los jueves a la esposa del consejero de Estado, a la señora Pelagia Grigorievna Podtochina, que tiene una hija muy bonita y que también es muy buena amiga mía. Juzgue usted mismo cómo puedo yo ahora... Me es imposible presentarme allí. El empleado quedó pensativo, estado de ánimo que denotaban sus labios fuertemente apretados. -¡No! Me es imposible publicar semejante anuncio. -¡Cómo! ¿Por qué? -Pues porque puede desprestigiar al diario. Si cualquiera viniera para publicar que se le escapó la nariz...Ya sin eso dicen que se publican muchas tonterías y falsos rumores. -Pero, ¿por qué ha de ser una tontería? Me parece que no lo es en absoluto. -A usted le parece que no. Pues verá: la semana pasada se nos presentó un caso parecido, lo mismo que usted hace hoy, y trajo un anuncio que le costó dos rublos y sesenta y tres kopeks. El anuncio decía tan sólo que se había escapado un perro de aguas negro. Al parecer, esto no tiene nada de particular. Bueno, pues verá: se publica el anuncio y resultó que el perro era el cajero de cierto establecimiento. -Pero si yo no busco un perro de aguas, sino mi propia nariz, que es casi como anunciarme yo mismo. -No; me es imposible publicar semejante anuncio. -Pero, ¡si en realidad mi nariz ha desaparecido! -Pues entonces su caso interesa tan sólo al médico; se dice que hay cirujanos capaces de pegarle una nariz de cualquier forma. Por otra parte, creo advertir que es usted un bromista y que le agrada chancearse con la gente. -¡Se lo juro por lo que más quiera usted! Y, si hasta aquí hemos llegado, se lo demostraré. -No se moleste -prosiguió el empleado, tomando un poco de rapé-. Pero, en fin..., si no le incomoda -añadió con curiosidad-, tendría mucho gusto en mirar su cara para ver la falta de la nariz. El asesor colegiado se quitó el pañuelo de la cara. -En efecto, es muy extraño -dijo el empleado-; el sitio está completamente plano, como una torta recién cocida... ¡Sí, increíblemente lisa! -Bueno; ahora ya no discutirá. Usted mismo puede verlo. No queda más remedio que publicar el anuncio. Yo le estaré muy agradecido, y me alegra mucho el haber tenido ocasión de conocerlo. -Publicar esto no sería una cosa difícil -dijo el empleado-, pero no veo en ello ninguna ventaja para usted. Más, si se empeña, creo que le convendría dejar el asunto en manos de un buen periodista, que tratará su asunto como un fenómeno raro de la Naturaleza y publicara el artículo en U Abeja del Norte -aquí volvió el hombre a tomar rapé-, para el bien de la juventud -se limpió la nariz para proseguir-, o tan sólo como un hecho curioso. El asesor colegiado había perdido por completo todas las esperanzas. Fijó los ojos al pie de la página, donde estaban los anuncios de espectáculos, y ya una sonrisa iba a asomar a su rostro, al leer el nombre de una linda actriz, y hasta echó la mano al bolsillo para cerciorarse de si le quedaba una tarjeta azul, pues según él, los altos oficiales debían ocupar butacas; pero la perspectiva de que le faltaba la nariz lo echó todo a perder. Hasta al mismo empleado pareció conmoverlo la difícil situación de Kovalev. Deseando consolarlo, creyó conveniente y oportuno expresarle sus sentimientos con algunas palabras amables: -Lamento mucho que le haya sucedido algo tan curioso. ¿No quiere tomar un poco de rapé? Quita el dolor de cabeza y la melancolía, incluso es bueno contra las hemorroides. Y al decir esto, el empleado le alargó su tabaquera, doblando con bastante habilidad la tapa, adornada con el retrato de una mujer que llevaba sombrero, de manera que éste quedase oculto. Este ademán distraído acabó con la paciencia de Kovalev. -No comprendo cómo pueda encontrar oportuno el bromear conmigo de esta forma -le dijo dolorido- ¿Acaso no ve que me falta la parte indispensable del cuerpo para oler? ¡Que el diablo se lleve su tabaco! No puedo ni verlo, no sólo su asqueroso Beresinski, sino aunque fuera en verdad rapé legítimo. Dicho esto salió y se fue a la comisaría. Kovalev entró en el despacho del comisario en el preciso momento en que éste bostezaba y decía en voz alta: -¡Oh! ;Qué dos horitas más estupendas para echarme una siestecita! Por lo cual se puede muy bien deducir que la llegada del asesor colegiado no pudo set más inoportuna. El comisario era muy aficionado a toda clase de artes y manufacturas, pero un billete de Banco era lo que más valoraba. -Esto sí que es una cosa buena -solía decir-. No hay nada mejor: no necesita alimentos, ocupa poco sitio, se puede siempre meter en el bolsillo y no se rompe al caer al suelo. Recibió a Kovalev con bastante frialdad, y le dijo que después de comer no era el momento más oportuno para hacer investigaciones, y que la Naturaleza misma determina el descanso después de la comida, por lo que el asesor colegiado pudo deducir que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la antigüedad. Añadió después que a un hombre de bien nadie le arrancaría la nariz, y que por el mundo abundaban mucho los mayores que ni siquiera tienen ropa interior en buen estado y que frecuentan los más bajos fondos. Y esto se lo dijo así, por las buenas, en plena cara. Conviene observar que Kovalev era muy susceptible. Era capaz de perdonar cuanto a él se refiriese; pero de ningún modo perdonaba cualquier falta de respeto a su dignidad de funcionario. Hasta opinaba que en las obras teatrales se podía tolerar todo cuanto se refería a los oficiales subalternos, pero de ningún modo se podía permitir que atacasen a los altos oficiales. La acogida del comisario lo dejó tan confundido, que meneando la cabeza exclamó, consciente de su dignidad y haciendo un ademán con la mano: -Reconozco que después de haber oído tan desagradables manifestaciones por su parte, no me queda más que decir... Y salió. Cuando llegó a su casa apenas si podía mantenerse en pie. Anochecía, y después de todas esas inútiles investigaciones su casa le pareció triste y poco confortable. Al entrar en el recibimiento vio a su criado Iván tumbado sobre el viejo y sucio diván de cuero. Estaba echado de espaldas, escupiendo al techo, con tal destreza, que acertaba siempre en el mismo sitio. La indiferencia de este hombre acabó por enfurecer a Kovalev, y le pegó con el sombrero en la frente, añadiendo: -¡Puerco! Siempre te entretienes con estupideces. Iván saltó repentinamente de su sitio y se acercó corriendo a quitarle la capa. El mayor entró en su habitación, y dejándose caer cansado y triste en una butaca, prorrumpió en suspiros, hasta que dijo finalmente: -¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hice para merecer esta desgracia? Si hubiera perdido una mano o un pie, cualquier cosa sería mejor, o si me faltaran las orejas sería horrible, mas se podría, con todo, soportar. Pero un hombre sin nariz es... ¡qué diablos!, un pájaro que no es un pájaro; un ciudadano que no es un ciudadano... En fin: que no queda más remedio que tirarse por la ventana. ¡Si por lo menos me la hubieran cortado en la guerra o en un duelo! ¡O si fuese culpa mía! ¡Pero largarse así, sin más ni más!... ¡No, no puede ser! -añadió después de reflexionar un tanto-. Es increíble que la nariz haya desaparecido. Es completamente inverosímil. Seguramente estoy soñando o todo esto es sólo producto de mi imaginación; a lo mejor me equivoqué y me bebí, en lugar del agua, el aguardiente con que me frotó la barba, después de afeitarme, ese imbécil de Iván. Con seguridad que no lo tiraría, y entonces me lo tomé. Y para cerciorarse de que, en efecto, no estaba borracho, el mayor se pellizcó tan fuertemente, que lanzó un grito. Este dolor lo acabó de convencer de que obraba con pleno uso de razón y de que vivía realmente. Se acercó cautelosamente al espejo y entornó los ojos, con la idea de que, quizá por ventura, la nariz pudiera estar todavía en su lugar; pero al instante dio un salto atrás, murmurando: -¡Qué asquerosidad! Esto era verdaderamente incomprensible. Si hubiera desaparecido un botón, un reloj o cualquier otra cosa por el estilo...; pero, ¡desaparecer la nariz!... ¡Y, además, en su propia casa!... El mayor Kovalev, después de reflexionar un rato sobre las circunstancias del caso, dedujo que lo más probable era que la esposa del oficial del Estado Mayor Podtochin tuviera la culpa de todo esto, porque deseaba que su hija se casara con él. A él mismo no le desagradaba cortejar a la hija, pero siempre rehuía el desenlace final. Y cuando la dama le dijo claramente que deseaba que su hija se casara con él, él inclinó hábilmente la oferta sin ahorrarse cumplidos, diciendo que todavía era joven y que debía servir aún cinco años para llegar a cumplir el número redondo de cuarenta y dos. Y por esto la señora Podtochina decidió vengarse mutilándolo, y para eso debió alquilar algunas brujas, puesto que era absurdo suponer que le hubieran cortado la nariz. Nadie había entrado en la habitación. El barbero Iván Yakovlievich lo había afeitado el miércoles, y durante todo aquel día, lo mismo que el jueves, su nariz estaba intacta; de esto estaba seguro, y lo recordaba perfectamente. Además, hubiera experimentado algún dolor, y la herida no pudo cicatrizarse tan rápidamente, dejando una superficie plana como una torta. Planeó toda clase de proyectos en su cabeza. ¿Debía llevar a la señora Podtochina ante los tribunales o ir personalmente a su casa y obligarla a confesarlo todo? Sus reflexiones fueron interrumpidas por la luz que brilló a través de las rendijas de la puerta, prueba inequívoca de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Poco después apareció el mismo Iván llevando la vela delante de sí, y pronto la habitación quedó toda iluminada. El primer movimiento de Kovalev fue el de tomar su pañuelo y cubrirse la parte de la cara donde aún la noche anterior tenía la nariz, para que aquel bobo no se quedara mirando con la boca abierta, al ver aquella rareza de su señor. Iván no tuvo aún tiempo de irse a su cuarto, cuando en el recibimiento se oyó una voz desconocida que preguntaba: -¿Vive aquí el asesor colegiado Kovalev? -Pase; aquí está el mayor Kovalev -dijo Kovalev, levantándose rápidamente y abriendo la puerta. Entró un policía de buena presencia, con las mejillas llenas, que gastaba patillas, ni muy claras ni tampoco muy oscuras; aquel mismo que al principio de nuestro relato se encontraba en el extremo del puesto Isakievski. -¿Usted perdió, por casualidad, su nariz? -En efecto. -Pues ha sido hallada. -¿Qué dice usted? -gritó el mayor Kovalev. La alegría lo hizo enmudecer. Miraba fijamente al policía, en cuyos labios y mejillas jugueteaba la luz trémula de la vela- ¿Cómo la encontraron? -Pues por una extraña casualidad. Fue tomada casi en camino. Iba ya a tomar asiento en una diligencia y quería marcharse a Riga. Y desde hacía tiempo tenía un pasaporte extendido a nombre de un funcionario, y lo extraño es que yo mismo, al principio, la tomé por un señor; pero afortunadamente llevaba mis gafas conmigo, y en el acto vi que era una nariz. Verá, es que soy corto de vista, y si se pone usted delante de mí, no le veo más que la cara, sin distinguir ni la nariz, ni la barba, ni ninguna otra facción. Mi suegra, es decir, la madre de mi mujer tampoco ve nada. Kovalev estaba fuera de sí. -¿Dónde está? ¿Dónde? ¡Voy corriendo en seguida! -Tranquilícese. Sabiendo que usted la necesitaba, la he traído conmigo. Lo curioso es que el principal culpable de este asunto es ese bribón de barbero de la calle Vosnesenski. Ya desde hace tiempo sospechaba que era un borracho y un ladrón; anteayer robó unos botones en una tienda. Pero su nariz está completamente intacta. Y al decir estas palabras el policía metió la mano en el bolsillo y sacó la nariz, que estaba envuelta en un papel. -Pero... ¡si es ella! ¡Sí, verdaderamente es ella! Por favor, quédese a tomar una tacita de té conmigo. -Accedería muy gustoso, pero me es completamente imposible. De aquí tengo que ir al asilo de locos... Los precios de todos los comestibles han sufrido un alza terrible... En mi casa, mi suegra, la madre de mi esposa, y mis hijos..., el mayor sobre todo, es un chico que promete mucho, es muy inteligente; pero carecemos de medios para educarlo. Kovalev cayó en la cuenta de que lo que deseaba el policía era otra cosa, y entonces metió en su mano un billete de Banco que había tomado de la mesa. El policía hizo un profundo saludo y se marchó. Un minuto después Kovalev oía su voz en la calle regañando a un estúpido mujik que se había metido con su carro en la acera, y al que terminó propinando un par de estacazos. Al salir el policía, el asesor colegiado quedó durante unos cuantos minutos en un estado de ánimo indefinible, y sólo al cabo de unos momentos fue capaz de sentir y de ver; tan fuerte había sido la impresión inesperada. Tomó cuidadosamente la nariz en el hueco formado con ambas manos y volvió a mirarla con atención. -Sí, es ella, no cabe duda alguna. Aquí está el granito de ayer en la parte izquierda. Y poco le faltó para echarse a reír de alegría. Pero en este mundo no hay nada eterno. Por eso la intensidad de la alegría primera se fue haciendo más débil, hasta que, por último, ya apenas perceptible, se confundió con el estado habitual del alma, igual que sucede con los círculos producidos en el agua por la caída de una piedra, que se van deshaciendo en la tersa superficie, hasta desaparecer. Kovalev se quedó reflexionando y comprendió que el asunto aún no había concluido. La nariz había sido hallada, pero faltaba aún fijarla otra vez en su sitio. -¿Y si no consigo pegarla? Al hacerse a sí mismo esta pregunta, el mayor se volvió todo pálido. Presa de un sentimiento de terror inexplicable, se sentó frente al espejo para no poner la nariz oblicuamente. Sus manos temblaban. Con mucha atención y cuidado volvió a colocarla en su sitio. Pero... ¡qué espanto! La nariz no se adhería... Se la llevó a la boca, la calentó un poco con su aliento y volvió a colocarla en el lugar plano, situado entre las dos mejillas. ¡La nariz no se sostenía de ninguna manera! -¡Anda, tonta, haz el favor de estarte quieta! -le decía, pero ella parecía de madera y caía en la mesa como un pedazo de corcho, produciendo un sonido extraño. El rostro del mayor se contrajo convulsivamente. -¿Será posible que no se adhiera? -se preguntó asustado. Pero por más veces que intentara colocarla en su sitio Sus esfurezos resultaron siempre estériles. Llamó a Iván y lo mandó que fuera a avisar al médico, que ocupaba el mejor departamento de la casa. El médico era un hombre apuesto, que gastaba unas magníficas patillas negras, como la resina, y cuya mujer era hermosa y rebosaba salud por los cuatro costados. Por la mañana solía comer manzanas y cuidaba en extremo de la limpieza de su boca, enjuagándose todas las mañanas, durante casi tres cuartos de hora, y limpiándose los dientes con cinco clases de cepillos. El médico se presentó al instante. Después de preguntar al mayor Kovalev cuánto había pasado desde el accidente, lo tomó por la barbilla y le dio un papirotazo tan fuerte en el sitio en que estaba antes la nariz, que el mayor echó la cabeza hacia atrás y se dio un fuerte golpe contra la pared. El médico dijo que aquello no era nada, y le aconsejó que se retirase un poco de la pared; lo mandó ladear la cabeza un tanto hacia la derecha, y palpando el sitio donde antes estaba la nariz, dijo: «¡Hum!». Luego le hizo inclinar la cabeza hacia la izquierda y, volvió a decir: «¡Hum!». Y por último, como conclusión, volvió a darle un papirotazo con el pulgar, de modo que el mayor estiró la cabeza como un caballo al que le examinan los dientes. Hecho este examen, el médico maneó la cabeza y dijo: -No; no es posible. Es mejor que se quede usted así, pues de lo contrario, podría empeorar. Claro es que podría pegársele la nariz. Yo mismo se la colocaría en el acto. Pero le aseguro que sería peor para usted. -¡Pues estamos arreglados! Pero... ¡cómo! ¿Voy a quedarme sin nariz? -dijo Kovalev-. Peor que ahora no puede ser, ¡qué demonios! ¿Dónde puedo presentarme con un aspecto tan repugnante? Estoy bien relacionado, e incluso hoy mismo debería asistir a dos reuniones. Conozco a muchas personas; por ejemplo, a la esposa del consejero de Estado, Tchetcharev, así como a la señora Pedtochina, casada con un oficial del Estado Mayor..., aunque, en verdad, después de lo que acaba de hacer, no pienso tratarla más que a través de la policía. Por favor -prosiguió Kovalev con voz suplicante-. ¿No habría algún medio? ... ¿No se podría colocar, aunque no quedara bien del todo, con tal que se mantuviese en su sitio? Yo incluso podría sostenerla un poco con la mano en las situaciones peligrosas. Además, como no bailo, no puedo perjudicarla con ningún movimiento brusco y descuidado. Y en cuanto a los honorarios de sus visitas, tenga la seguridad de que sabré agradecérselas tanto como me permitan mis medios. -Créame -dijo el médico con voz ni muy alta ni muy baja, pero en tono persuasivo- , nunca atiendo por interés; eso va contra mis principios y mi arte. Es verdad que cobro mis visitas, pero por el sólo motivo de no ofender con mi negativa. Claro que yo podría pegarle la nariz, pero le juro por mi honor, si es que no da crédito a mi palabra, que esto no hará más que empeorar la situación. Es mejor que deje obrar a la naturaleza. Lávese a menudo esa parte con agua fría y le aseguro yo que vivirá usted sin nariz tan sano como si la tuviera. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la conserve en un frasco lleno de alcohol, o mejor aún, que eche allí dos cucharadas de vodka y vinagre caliente... Podrá obtener mucho dinero por ella. Yo mismo se la compraría siempre que no pidiese demasiado por ella. -¡No, no! ¡No la venderé por nada del mundo! -gritó desesperado el mayor Kovalev-. Prefiero que se pierda. -Perdone usted -dijo el médico saludando-. Sólo quería serle útil... ¡Qué le vamos a hacer! De todos modos, usted mismo puede reconocer que hice cuanto estaba de mi parte. Dicho esto, el médico salió de la habitación con una actitud llena de dignidad. Kovalev ni siquiera le había visto bien la cara, y en su profundo abatimiento, sólo reparó en los puños de su camisa, blancos como la nieve, que salían relucientes de las mangas del frac negro. Al día siguiente decidió escribir a la señora Pedtochina antes de llevar el asunto a la justicia, por ver si accedía a devolverle, sin lucha, lo que le pertenecía. Su carta estaba redactada de la siguiente forma: «Señora doña Alejandra Grigorievna. «Muy señora mía: No logro comprender su extraña manera de proceder. Tenga la seguridad de que al obrar de tal forma no gana nada con ello, ni me obligará a casarme con su hija. La historia de mi nariz ha quedado perfectamente aclarada, y también que nadie sino usted es la principal autora del hecho. La desaparición repentina de su lugar, su huida, su disfraz de funcionario, así como su aparición bajo su aspecto normal, todo esto no es más que el resultado de una brujería dirigida por usted o por personas que se ejercitan en tan innobles ocupaciones semejantes a las suyas. Yo, por mi parte, creo mi deber avisarla que si la nariz en cuestión no vuelve hoy mismo a su lugar, me veré obligado a recurrir a la defensa y protección de las leyes. Por lo demás, se reitera de usted su atento y seguro servidor.- Platón Kovalev. » *** «Señor don Platón Kovalev. «Muy señor mío: Su carta me ha causado gran sorpresa. Confieso que no esperaba semejante cosa por su parte, y aún menos en cuanto está relacionado con estos reproches injustificados. Le aseguro que nunca recibí en mi casa un funcionario a que alude, ni disfrazado ni sin disfrazar. Y si bien es cierto que estuvo en mi casa Felipe Ivanovich Potanchikov, que aspira a obtener la mano de mi hija, sepa que a pesar de su conducta intachable y sobriedad y de su gran cultura, jamás le hice concebir la menor esperanza. Me habla usted acerca de la nariz. Si con ello pretende insinuar que yo tenía la intención de darle en las narices, o sea negarle rotundamente la mano de mi hija, no puedo sino sorprenderme al verlo suponer semejante desatino, ya que no ignora que siempre opiné lo contrario. No obstante, si ahora tuviese usted la intención de pedir oficialmente la mano de mi hija, yo accedería gustosa, puesto que esto fue siempre mi mayor deseo. En esta esperanza, queda de usted suya segura servidora.- Alejandra Podtochina.» -No -dijo Kovalev, después de leer la carta-. No cabe duda, no es culpable. ¡Es imposible! Una carta así no la puede escribir una persona responsable de un crimen. El asesor colegiado era entendido en estas cosas, pues ya en varias ocasiones le habían sido encomendadas investigaciones en las provincias del Cáucaso. -¿Cómo y de qué forma había sucedido? ¡ Sólo el diablo lo podrá entender! -dijo, por fin, dejando caer los brazos. Mientras tanto, por toda la ciudad se habían propagado rumores acerca de este extraordinario acontecimiento, no sin adiciones especiales. Por aquel entonces las inteligencias de todas las personas eran muy propensas a creer en toda clase de fenómenos ultrarreales. Poco antes, el público se había interesado por los ensayos sobre el magnetismo. Además, la historia de las sillas andantes de la calle Koniujiña aún estaba reciente, así es que no era de extrañar que al poco tiempo corriera el rumor de que la nariz del asesor colegiado Kovalev se paseaba a las tres en punto por la perspectiva Nevski, por lo que diariamente acudía allí gran número de curiosos. Alguien dijo que la nariz se encontraba en el almacén Yunker, y pronto la gente se agolpó frente al Yunker, de tal modo, que tuvo que intervenir la Policía. Un especulador de aspecto respetable con patillas, y que vendía toda clase de pastelitos secos a la salida de los teatros, dispuso hermosos y sólidos banquillos de madera e invitó a los curiosos a tomar asiento, cobrando ochentakopeks por asiento. Un coronel salió expresamente más temprano de su casa para verla. Y a duras penas logró abrirse paso a través de la multitud; pero con gran indignación vio en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una camisa de lana de lo más corriente y una litografía que representaba a una joven que se arreglaba la media y un petimetre con el chaleco desabrochado y una pequeña barba, el cual la observaba detrás de un árbol, cuadro que colgaba siempre en el mismo lugar, desde hacía más de diez años. El coronel se alejó, murmurando todo disgustado: -¿Cómo se puede engañar al pueblo con semejantes tonterías y rumores inverosímiles? Después corrió el rumor de que la nariz del mayor Kovalev no se paseaba por el Nevski, sino por el jardín Tavicheski y que, al parecer, se encontraba allí desde hacía mucho tiempo. ChorservMirza habría mirado con asombro ese raro portento de la Naturaleza cuando vivía por allí. Unos cuantos Estudiantes de la Facultad de Medicina que estaban estudiando cirugía también fueron al jardín. Una ilustre y noble dama pidió por medio de una carta especial al guarda de aquel jardín que enseñara el raro fenómeno a sus hijos y, a ser posible, se lo explicara de manera instructiva y provechosa para la juventud. Todos estos acontecimientos proporcionaron una gran alegría a esos distinguidos caballeros del gran mundo, elemento indispensable de toda reunión, amantes de hacer reír a las damas, y cuya provisión de anécdotas se estaba agotando por entonces. Sin embargo, una minoría de gente respetable y bien intencionada se hallaba sumamente disgustada. Un señor incluso declaró, todo indignado, que no comprendía cómo en nuestro siglo pueden propagarse unos rumores tan absurdos, y le asombraba que el Gobierno no prestase atención a semejantes cosas. Este señor, como se ve, pertenecía a esa clase de personas que creen sea obligación del Gobierno intervenir y meterse en todo, hasta en la vida íntima y rozamientos de los matrimonios. Después de lo cual... Pero aquí el suceso vuelve a sumirse en la niebla, y no se sabe nada de lo que sucedió después. En este mundo ocurren las cosas más disparatadas. A veces, sin una pizca de verosimilitud. De pronto, aquella misma nariz que paseaba bajo la figura de un consejero de estado, y que causó tanto revuelo en la ciudad, apareció, como si nada hubiera ocurrido, en su sitio, o sea entre las dos mejillas del mayor Kovalev. Esto sucedió el 7 de abril. Por la mañana, al despertarse, miró como por casualidad al espejo, y vio reflejada en él... ¡su nariz! La tomó con las manos. ¡Efectivamente, era su nariz! «¡Vaya!», exclamó Kovalev, y de pura alegría iba ya a bailar descalzo por toda la habitación, cuando la llegada de Iván se lo impidió. Mandó en seguida que le trajeran agua para lavarse, y mientras se lavaba, volvió a mirarse en el espejo... ¡Sí, allí estaba su nariz! Frotóse con la toalla y nuevamente se contempló en el espejo. ¡La nariz seguía allí! -Mira, Iván: parece que tengo un grano en la nariz -dijo pensando para sí: «Sería horrible si ahora Iván me dijera: `No, señor; no sólo no tiene grano, sino que tampoco tiene nariz'». Pero Iván contestó: -No veo ningún grano; tiene la nariz completamente limpia. -¡Está bien! ¡Qué demonios! -murmuró para sí el mayor. Y chasqueó los dedos. En aquel momento asomó por la puerta la cabeza del barbero Iván Yakovlievich..., tímido como un gato al que acaban de pegar por haber robado un pedazo de sebo. -Ante todo, dime si tienes limpias las manos -gritó Kovalev desde lejos. -Están limpias. -Mientes -Sí, por Dios; las tengo limpias. -Bueno, pórtate con cuidado. Kovalev se sentó. Iván Yakovlievich le tapó con una servilleta y en un momento, con ayuda de la brocha, convirtió toda su barba y parte de sus mejillas en una crema semejante a la que se suele servir en las fiestas onomásticas de los comerciantes. «¡Vaya! -se dijo a sí mismo Iván Yakovlievich, tras haber mirado la nariz, y luego inclinó la cabeza y la miró de lado- ¡Vaya, aquí está! ¡Quién lo hubiera pensado!», prosiguió él, y se estuvo un buen rato mirando la nariz. Por último, con toda la dulzura y cuidado de que era capaz, alzó los dedos para tomar la nariz por la punta. Tal era el sistema de Iván Yakovlievich. -¡Eh, tú! ¡Ten cuidado! -grito Kovalev. Iván Yakovlievich dejó caer las manos, quedándose todo azorado y confuso, como nunca jamás había estado en su vida. Por fin, con sumo cuidado, empezó a cosquillearle la barbilla con la navaja, y aunque para él no resultaba cómodo ni fácil afeitar sin sostener el órgano del olfato, sin embargo, apoyando su áspero pulgar en la mejilla y en la mandíbula inferior, acabó por vencer todas las dificultades y le afeitó. Cuando todo hubo terminado, Kovalev se vistió de prisa, tomó un coche y se fue directamente a una confitería. Apenas entró, dijo en voz alta: -¡Eh chico! ¡Una taza de chocolate! -y al mismo tiempo se acercó al espejo. ¡La nariz seguía allí! Se volvió atrás muy alegre, y entornando un poco los ojos, miró con expresión un tanto satírica a dos militares, uno de los cuales tenía una nariz no más grande que un botón de chaleco. Después fue a la Cancillería del Departamento, en el que había solicitado el puesto de vicegobernador o, acaso de no poder alcanzar éste, el de ejecutor. Al pasar por la sala de espera echó una mirada al espejo... ¡La nariz seguía en su sitio! Luego fue a ver a otro asesor colegiado o mayor, muy guasón, a cuyas observaciones mordaces solía contestar diciendo: -Bueno; ya sé que tú eres un sabihondo y un pedante. Durante el camino pensaba: «Si el mayor no revienta de risa al verme, es un signo evidente de que no está su mujer». Pero el asesor colegiado no dijo nada. «¡Bien, bien! ¡Qué diablo!», pensó Kovalev para sus adentros. Por el camino encontró a la señora Podtochina con su hija, las saludó y fue acogido con exclamaciones de alegría; por tanto, todo estaba bien y no tenía ningún defecto. Se estuvo charlando con ellas un buen rato y sacó adrede delante de ellas su tabaquera, tardando mucho tiempo en llenarse los orificios de la nariz, diciendo para sí: «¡Aquí la tenéis! Mujeres, sois tontas, más tontas que las gallinas. En cuanto a tu hija, no tengo la menor intención de casarme con ella, así, par amour. ¡Qué se habrá creído!». Y desde entonces el mayor Kovalev se dejó ver, como si nada hubiera ocurrido, en la perspectiva Nevski, en los teatros y en todos los sitios. Y también la nariz, como si nada hubiera ocurrido, seguía fija en su rostro, sin dejar siquiera entrever que había semejante escapatoria. Después de lo cual se veía siempre al mayor Kovalev de buen humor, sonriente, persiguiendo, sin excepción a todas las mujeres bonitas. En cierta ocasión hasta se lo vio ante un puesto en el Lostiny Dvor, comprando un cordón de una condecoración, mas sin saber con qué motivo, pues no era caballero de ningún orden. Y he aquí la historia que sucedió en la capital septentrional de nuestro gran imperio. Sólo ahora, después de reflexionar sobre todo esto, vemos que hay mucho de inverosímil. Sin hablar de lo extraño de la desaparición sobrenatural de la nariz y su aparición en diferentes lugares, bajo la figura de consejero de Estado..., ¿cómo pudo Kovalev no comprender que era imposible buscar la nariz por medio de un aviso en el diario? No me refiero a que el precio sea elevado; simplemente me parece algo indecoroso, inconveniente y que no está bien. Y además, ¿cómo fue a parar la nariz al pan cocido, y cómo el mismo Iván Yakovlievich...? ¡No, no lo comprendo! Pero lo más extraño, lo más incomprensible es que los autores puedan elegir semejantes argumentos. Reconozco que esto es completamente inconcebible. Es nada menos que... ¡No, no! ¡No comprendo nada en absoluto! En primer lugar, no es nada provechoso para la patria; en segundo lugar... Pero si ni aun en segundo lugar le encuentro utilidad. Sencillamente no sé qué significa esto... No obstante, a pesar de todo, aunque admitamos lo uno y lo otro y lo tercero, puede incluso que... Pero ¿en dónde no existen cosas absurdas? Y, sin embargo, si reflexionamos sobre todo lo sucedido, veremos que, en efecto, hay algo. Digan lo que quieran, en el mundo se dan semejantes sucesos... aunque raras veces, pero suceden.

viernes, 16 de junio de 2017

El llamado de Cthulhu. H. P. Lovecraft

El llamado de Cthulhu 
H. P. Lovecraft 
El Pulpo Es De Origen Extraterrestre

Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie... 

Algernon Blackwood 


 1. El bajorrelieve de arcilla No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visión de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas. Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en Williams Street. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas... y algo más que dudas. Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Americana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano. El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación. 
Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un octopus, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, unido de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea. Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: "1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Thomas Street 7, Providence, R.I.", y la segunda: "Informe del inspector John R. Legrasse. Bienville Street 121, New Orleans, a la Sociedad Americana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del profesor Webb". Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atlántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y el Culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925. La primera parte del manuscrito principal relataba una histria muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925, un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico, y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo "físicamente hipersensitivo"; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente "raro". No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadurismo, lo había desahuciado. En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palaba, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.- Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge, o Babilonia, guarnecida de jardines. Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido New England en esos últimos años- que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn. Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con una minuciosidad científica, y estudió con una intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. 
Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. 
Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R'lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en Waterman Street. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. 
Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca "de varios kilómetros de altura" que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca le describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. 
Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro. El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista. Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional "sal de la tierra" de New England- dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal. Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos habían tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún inesperado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así. Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un "glorioso acontecimiento", que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor. 


2. El informe del inspector Legrasse 

Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir... Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos.
Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Americana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas. El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de New Orleans a Saint-Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar. No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de New Orleans, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía, de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes. El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abría perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida. La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. La punta de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización. El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología, o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado. Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre. Cuarenta años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, forma singular de los cultos demoníacos, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcripto fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando. Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor de preguntas. 
Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. 

Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así: En su casa de R'lyeh el desaparecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos. 

El 1° de noviembre de 1907 la policía de New Orleans había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tam-tam había comenzado a sonar incesamente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo. En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carrioches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable, abandonaron los vehículos, y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tam-tams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un respandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se rehusaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes. Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tam-tams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea: 
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. 
Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. 
Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror. En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de unas cuarenta áreas de extensión, desprovista de árboles, y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. 
Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban cabeza abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego. Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordadamente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales. 

La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos, y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse. Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de CaboVerde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto. Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R'lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo. Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles.
 La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: "En su casa de R'lyeh el desaparecido Cthulhu espera soñando". Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se los ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos. Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los grandes antiguos hablaron a los más sensbles moldeándoles los sueños. Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral, y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto,con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno. En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espactrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea, y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libros aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico: No está muerto quien puede yacer eternamente, y con el paso de los años la misma muerte puede morir. Legrasse, profundmente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se econtraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb. El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupaciónprimordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox. No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogia por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano. Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de Thomas Street, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en América. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico. Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visiblees en versos y pinturas.Moreno, frágil, y de un aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvó lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerle hablar. Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía habr recibido esas impresiones sobrenaturales. Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn. Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R'lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado.
Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir todo su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le desee todo el éxito que su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité New Orleans, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita, y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimientos me convertiría en un antropólogo de nota. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell. Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho. 

3. La locura del mar 

Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número de Sidney Bulletin del 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi tío.
Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el "culto de Cthulhu" y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de Patterson, New Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era el Sidney Bulletin que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano. Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido: 

EL VIGILANTE ARRIBÓ REMOLCANDO A UN YATE NEOZELANDÉS ARMADO. UN MUERTO Y UN SOBREVIVIENTE A BORDO. RELATAN COMBATES FURIOSOS Y MUERTES EN ALTA MAR. MARINERO RESCATADO SE NIEGA A DAR DETALLES DE LA MISTERIOSA EXPERIENCIA. ÍDOLO EXTRAÑO ENCONTRADO EN SU PODER. SE INICIARÁ UNA INVESTIGACIÓN. 

El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en Darling Harbour remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34° 21' de latitud sur, y a los 152° 17' longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo. El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana. El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real, y el museo de College Street no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario. Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la galera Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres. El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49° 51' de latitud sur y a los 128° 54' de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada. Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos. Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.
Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas. Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril. Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones. Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curiosos grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela. Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza. El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente. Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío? El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco, y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres. Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas. En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de West Street había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De suaventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección. Volví entonces a Sidney, y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas, y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado, y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad, y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: "Vinieron de las estrellas, y trajeron consigo sus imágenes". Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg. La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi, y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo. No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba "asuntos técnicos", escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.
Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, "accidentalmente" o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos "asuntos técnicos" me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres. Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos. Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol. El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49° 9' de latitud oeste, y 126° 43' de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R'lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante! Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert. Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas... superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión. Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis, y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad. Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de recuerdo. Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente. Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba. Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva. La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla. La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez. Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún desacanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientra los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorvido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua. Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible,la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con unos golpes que levantaron unas enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro. Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés; pero Johansen no retrocedió. Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad. Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente había perdido alguno de los resortes de su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa, y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago. Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos. Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado, y el culto todavía existe. Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día... ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.

jueves, 15 de junio de 2017

LA GALLINA DEGOLLADA HORACIO QUIROGA

LA GALLINA DEGOLLADA 

HORACIO QUIROGA 

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 Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación? Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres. Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre. —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito. El padre, desolado, acompañó al médico afuera. —A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá. —¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?... —En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien. Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota. Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos! Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores. Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba. —Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos. Berta continuó leyendo como si no hubiera oído. —Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada: —De nuestros hijos, ¿me parece? —Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos. Esta vez Mazzini se expresó claramente: —¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no? —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró. —¿Qué, no faltaba más? —¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir. Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla. —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos. —Como quieras; pero si quieres decir... —¡Berta! —¡Como quieras! Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo. Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza. Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear. Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga. Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini. —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . . —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto! —Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a tí. . . ¡tisiquilla! —¡Qué! ¿Qué dijiste?... —¡Nada! —¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú! Mazzini se puso pálido. —¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías! —¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos! Mazzini explotó a su vez. —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora! Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios. Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo... —¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina. Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos. —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca. De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó. Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo. —¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó. —Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo. Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. —Me parece que te llama—le dijo a Berta. Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio. —¡Bertita! Nadie respondió. —¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada. Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. —¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror. Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola: —¡No entres! ¡No entres! Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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