miércoles, 3 de octubre de 2018

SUEÑOS DE ROBOT. ISAAC ASIMOV.



SUEÑOS DE ROBOT

ISAAC ASIMOV


-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.

Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.

Calvin asintió y ordenó a media voz:

-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.

-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.

Linda, algo avergonzada, contestó:

-He utilizado la geometría fractal.

-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

-No consulté a nadie. Lo hice sola.

Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

-Temí que se me impidiera.

-¡Por supuesto que se te habría impedido!

-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme?

-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

-Pero, ¿cómo puede soñar?

-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?

-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.

La cabeza del robot se volvió hacia ella.

-Sí, doctora Calvin.

-¿Cómo sabes que has soñado?

-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.

-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.

-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.

-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.

-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

-¿Y qué sueñas?

-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.

-¿Qué hacen, Elvex?

-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.

Calvin se volvió a Linda.

-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?

Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -declaró con voz apagada.

-¿Su cerebro fractal?

-Sí.

Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.

-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

-¿Y qué más viste, Elvex?

-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.

-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.

-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.

-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.

-En efecto, doctora Calvin.

-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.

-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.

-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.

-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.

-¿En tu sueño, Elvex?

-En mi sueño.

-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre aviso.

-Quiere decir, por Elvex.

-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

-Aún no lo sé.

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido.

-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.

Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:

-Elvex, ¿me oyes?

-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.

-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?

-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

-¿Un hombre? ¿No un robot?

-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”

-¿Eso dijo el hombre?

-Sí, doctora Calvin.

-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?

-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?

-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.

-¿Quién era?

Y Elvex dijo:

-Yo era el hombre.

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

FIN

Los veraneantes. Anton Chejov.

Los veraneantes





Anton Chejov

Por el andén de cierto punto de veraneo, hacia arriba y hacia abajo, paseaba una parejita de recién casados. Él la sostenía por el talle; ella se ceñía contra él y ambos se sentían felices. La luna, por entre los jirones de nubes, les miraba frunciendo el entrecejo. Con seguridad sentía envidia y enojo por su aburrida y forzosa virginidad. El aire inmóvil estaba impregnado de olor a lilas y acacias. Al otro lado de la vía, lanzaba un pájaro agudos sonidos.

-¡Qué bien se está aquí, Sascha! -decía la recién casada-. ¡Decididamente, podría pensarse que estábamos soñando! ¡Fíjate en el modo acogedor y cariñoso con que nos contempla ese pequeño bosque! ¡Mira qué simpáticos son estos sólidos y callados postes telegráficos!… Con su presencia, Sascha, dan vida al paisaje y nos hablan de que allá…, en alguna parte…, existen otras gentes…, hay una civilización… ¿Acaso no te gusta sentir cómo llega débilmente a tu oído el ruido de un tren que pasa?

-Sí; pero…; ¡qué manos tan calientes tienes! Eso es que te agitas, Varia… ¿Qué tenemos hoy de cena?

-Tenemos okroschka1 y pollo. Es suficiente un pollo para los dos; y para ti he traído de la ciudad sardinas y pescado ahumado.

La luna, escondiéndose detrás de una nube, hizo un guiño, como si hubiera tomado rapé. Sin duda, el espectáculo de la humana felicidad le recordaba su propia soledad…, su lecho solitario tras los montes y los valles…

-¡Viene un tren! -dijo Varia-. ¡Qué gusto!

En la lejanía surgieron tres ojos de fuego, y el jefe del apeadero salió al andén. Sobre los rieles, de aquí para allá, corrieron las luces de los guardavías.

-Despediremos al tren y nos iremos a casa- dijo Sascha bostezando-. ¡Qué bien vivimos juntos, Varia; tan bien que uno mismo no se lo puede creer!

El oscuro monstruo se arrastró sin ruido hasta el andén y se detuvo. Por las ventanillas de los vagones, medio iluminados, se vieron desfilar rostros soñolientos, sombreros, hombros…

-¡Mira! -se oyó exclamar desde uno de los vagones-. ¡Es Varia! ¡Y su marido!…¡Salieron a esperarnos! ¡Aquí están! ¡Vareñka!… ¡Vareñka!… ¡Eh!

Dos niñas saltaron del vagón y se colgaron del cuello de Varia. Tras ellas descendieron una señora gorda, de edad avanzada, y un caballero, alto y delgado, de patillas canosas. Después, dos colegiales cargados de equipaje; detrás, la institutriz, y, por último, la abuela.

-¡Aquí nos tienes! ¡Aquí nos tienes, amiguito! -empezó a decir el señor de las patillas, estrechando la mano de Sascha-. Con seguridad llevan mucho tiempo esperándonos. ¡Como si lo viera, estabas ya reprochando a tu tío el que no llegara! ¡Kolia!…. ¡Kostia!… ¡Niña!… ¡Fifa!… ¡Hijos!… ¡Abracen a su primo Sascha!… Hemos venido toda la familia a verlos y a pasar tres o cuatro días con ustedes. Espero que no los molestaremos… ¡Tú, haz el favor de no gastarnos ceremonias!

Ante la llegada del tío y de toda su familia, el matrimonio quedó aterrado. Mientras el primero hablaba y repartía besos, pasó raudo el siguiente cuadro por la imaginación de Sascha: Se veía a sí mismo y a su mujer ofreciendo a los invitados sus tres habitaciones, sus cojines y sus mantas. Veía el pescado ahumado, las sardinas y el okroschka devorados en un segundo… A los primos, cortando las flores, vertiendo la tinta… A la tía, hablando solamente, el día entero, de sus enfermedades (su solitaria y su dolor de estómago) y de que por su nacimiento era baronesa Fintij… Sascha empezó a mirar con odio a su joven esposa y le murmuró al oído:

-¡Han venido a verte a ti! ¡Que se vayan al diablo!

-¡No!…, ¡a ti! -contestaba ella, mirándolo a su vez con aborrecimiento y maligna expresión.

-¡No son mis parientes, sino los tuyos!… -y volviéndose hacia los huéspedes los invitó con la más amable de las sonrisas-. ¡Vengan, por favor!…

Por detrás de una nube asomó lentamente la luna. Parecía sonreír… Parecía agradarle no tener parientes…

Sascha volvía la cabeza para ocultar a los invitados sus desesperados e irritado semblante; pero repetía, haciendo esfuerzos para dar a su voz acentos de alegría y benignidad:

-¡Vengan, por favor!… ¡Vengan, por favor…, queridos huéspedes!

FIN

La Sirenita Hans Christian Andersen

La Sirenita


Hans Christian Andersen


En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.

-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!

Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.

-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.

Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!”, pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”

A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.

La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.

-¡Cuidado! ¡El mar…! -en vano la Sirenita gritó y gritó.

Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos.

El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo.

Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar.

-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito…! ¡Ha sido la tormenta…! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda…

La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.

-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida.

La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado.

Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!

Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.

Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.

-¡…por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.

-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de que pueda volver con él!

¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera.

Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.

-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes?

Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.

-Te llevaré al castillo y te curaré.

Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio.

Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.

Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita.

La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo.

Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.

Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!

-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-. ¿Dónde están?

-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.

La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban:

-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían.

-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron.

Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez.

Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.

FIN

Los amados muertos H. P. Lovecraft


Los amados muertos


H. P. Lovecraft


Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!
Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.
Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maldicientes achacaban mi temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera por nigromante.
De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al aislamiento.
Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, además, el funeral era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles. No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los solemnes ritos de tales ocasiones.
Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía y captó mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi abuelo.
Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento, plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torácica.
Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad recién descubierta.
Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún exótico elixir… alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no era la total y devoradora insipidez del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maldicientes buscaron algún otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.
Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis restantes años en penitente soledad.
Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza más inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.
Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino.
Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.
El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica!
También él murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.
Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande -con mucho- que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo.
Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.
La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una buena colocación como asistente de la Corporación Gresham, una empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me permitieran dormir en los establecimientos… porque ya la proximidad de la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.
Me apliqué a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo.
Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicación… aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura muerte a los residentes de la ciudad.
Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y extravagantes.
Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres -donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos- abandonaría sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes? Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer placer tenía lugar…¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!
Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba… ¡los muertos que me daban vida!
Una mañana, el señor Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual… llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una mezcla de repugnancia y compasión, me arrancó de mis salaces sueños.
Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo lo reafirmaría en su creencia de mi potencial locura… resultaba mucho mejor marcharse que invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis actos.
Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio… cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.
Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado… nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia… mortales explosiones de histéricas granadas… el monótono silbido de balas sardónicas… humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1… letales humaredas de gases venenosos… grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados… cuatro años de trascendente satisfacción.
En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenham. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso errante, volví mis pasos a Bayboro.
Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y un “Sucesor de” sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.
Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata recolocación.
Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que habían pasmado a la ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues… ¡nada!
Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir.
Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás… no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado espíritu.
Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar los arrabales de Fenham. Si podía llegar a esa meta, estaría temporalmente a salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo.
Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.
Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales.
El hambre roía mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás.
Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.
Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos me indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno, podían esperar. Mis engarfados dedos se deslizaron hacia su garganta…
Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de identidad… las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas. Durante todo el día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución… el distante ladrido de los sabuesos.
Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en la dirección de mi último baluarte.
¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!
Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos para que me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo!
¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho mejor- que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice.
¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está asegurada… cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrépitas lápidas… hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en descomposición… dedos espectrales me llaman por señas… etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo… distantes estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento… un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi caótico cerebro… fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en silenciosa burla… abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma… no puedo… escribir… más…
FIN

martes, 2 de octubre de 2018

Los hombres de la Tierra De Ray Bradbury

Los hombres de la Tierra

De Ray Bradbury

Quienquiera que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo.
La señora Ttt abrió la puerta de par en par.
-¿Y bien?
-¡Habla usted inglés! -El hombre, de pie en el umbral, estaba asombrado.
-Hablo lo que hablo -dijo ella.
-¡Un inglés admirable!
El hombre vestía uniforme. Había otros tres con él, excitados, muy sonrientes y muy sucios.
-¿Qué desean?-preguntó la señora Ttt.
-Usted es marciana -El hombre sonrió-. Esta palabra no le es familiar, ciertamente. Es una expresión terrestre -Con un movimiento de cabeza señaló a sus compañeros-. Venimos de la Tierra. Yo soy el capitán Williams. Hemos llegado a Marte no hace más de una hora, y aquí estamos, ¡la Segunda Expedición! Hubo una Primera Expedición, pero ignoramos qué les pasó. En fin, ¡henos aquí! Y el primer habitante de Marte que encontramos ¡es usted!
-¿Marte? -preguntó la mujer arqueando las cejas.
-Quiero decir que usted vive en el cuarto planeta a partir del Sol. ¿No es verdad?
-Elemental -replicó ella secamente, examinándolos de arriba abajo.
-Y nosotros -dijo el capitán señalándose a sí mismo con un pulgar sonrosado- somos de la Tierra. ¿No es así, muchachos?
-¡Así es, capitán! -exclamaron los otros a coro.
-Este es el planeta Tyrr -dijo la mujer-, si quieren llamarlo por su verdadero nombre.
-Tyrr, Tyrr. -El capitán rió a carcajadas-. ¡Qué nombre tan lindo! Pero, oiga, buena mujer, ¿cómo habla usted un inglés tan perfecto?
-No estoy hablando, estoy pensando -dijo ella-. ¡Telepatía! ¡Buenos días! -y dio un portazo.
Casi en seguida volvieron a llamar. Ese hombre espantoso, pensó la señora Ttt.
Abrió la puerta bruscamente.
-¿Y ahora qué? -preguntó.
El hombre estaba todavía en el umbral, desconcertado, tratando de sonreír. Extendió las manos.
-Creo que usted no comprende…
-¿Qué?
El hombre la miró sorprendido:
-¡Venimos de la Tierra!
-No tengo tiempo -dijo la mujer-. Hay mucho que cocinar, y coser, y limpiar… Ustedes, probablemente, querrán ver al señor Ttt. Está arriba, en su despacho.
-Sí -dijo el terrestre, parpadeando confuso-. Permítame ver al señor Ttt, por favor.
-Está ocupado.
La señora Ttt cerró nuevamente la puerta.
Esta vez los golpes fueron de una ruidosa impertinencia.
-¡Oiga! -gritó el hombre cuando la puerta volvió a abrirse-. ¡Este no es modo de tratar a las visitas! -Y entró de un salto en la casa, como si quisiera sorprender a la mujer.
-¡Mis pisos limpios! -gritó ella-. ¡Barro! ¡Fuera! ¡Antes de entrar, límpiese las botas!
El hombre se miró apesadumbrado las botas embarradas.
-No es hora de preocuparse por tonterías -dijo luego-. Creo que ante todo debiéramos celebrar el acontecimiento. -Y miró fijamente a la mujer, como si esa mirada pudiera aclarar la situación.
-¡Si se me han quemado las tortas de cristal -gritó ella-, lo echaré de aquí a bastonazos!
La mujer atisbó unos instantes el interior de un horno encendido y regresó con la cara roja y transpirada. Era delgada y ágil, como un insecto. Tenía ojos amarillos y penetrantes, tez morena, y una voz metálica y aguda.
-Espere un momento. Trataré de que el señor Ttt los reciba. ¿Qué asunto los trae?
El hombre lanzó un terrible juramento, como si la mujer le hubiese martillado una mano.
-¡Dígale que venimos de la Tierra! ¡Que nadie vino antes de allá!
-¿Que nadie vino de dónde? Bueno, no importa -dijo la mujer alzando una mano-. En seguida vuelvo.
El ruido de sus pasos tembló ligeramente en la casa de piedra.
Afuera, brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como las aguas cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se tostaba como una prehistórica vasija de barro. El calor crecía en temblorosas oleadas. Un cohete pequeño yacía en la cima de una colina próxima y las huellas de unas pisadas unían la puerta del cohete con la casa de piedra.
De pronto se oyeron unas voces que discutían en el piso superior de la casa. Los hombres se miraron, se movieron inquietos, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y con los pulgares en el cinturón tamborilearon nerviosamente sobre el cuero.
Arriba gritaba un hombre. Una voz de mujer le replicaba en el mismo tono. Pasó un cuarto de hora. Los hombres se pasearon de un lado a otro, sin saber qué hacer.
-¿Alguien tiene cigarrillos? -preguntó uno.
Otro sacó un paquete y todos encendieron un cigarrillo y exhalaron lentas cintas de pálido humo blanco. Los hombres se tironearon los faldones de las chaquetas; se arreglaron los cuellos.
El murmullo y el canto de las voces continuaban. El capitán consultó su reloj.
-Veinticinco minutos -dijo-. Me pregunto qué estarán tramando ahí arriba. -Se paró ante una ventana y miró hacia afuera.
-Qué día sofocante -dijo un hombre.
-Sí -dijo otro.
Era el tiempo lento y caluroso de las primeras horas de la tarde. El murmullo de las voces se apagó. En la silenciosa habitación sólo se oía la respiración de los hombres. Pasó una hora.
-Espero que no hayamos provocado un incidente -dijo el capitán. Se volvió y espió el interior del vestíbulo.
Allí estaba la señora Ttt, regando las plantas que crecían en el centro de la habitación.
-Ya me parecía que había olvidado algo -dijo la mujer avanzando hacia el capitán-. Lo siento -añadió, y le entregó un trozo de papel-. El señor Ttt está muy ocupado. -Se volvió hacia la cocina. -Por otra parte, no es el señor Ttt a quien usted desea ver, sino al señor Aaa. Lleve este papel a la granja próxima, al lado del canal azul, y el señor Aaa les dirá lo que ustedes quieren saber.
-No queremos saber nada -objetó el capitán frunciendo los gruesos labios-. Ya lo sabemos.
-Tienen el papel, ¿qué más quieren? -dijo la mujer con brusquedad, decidida a no añadir una palabra.
-Bueno -dijo el capitán sin moverse, como esperando algo. Parecía un niño, con los ojos clavados en un desnudo árbol de Navidad-. Bueno -repitió-. Vamos, muchachos.
Los cuatro hombres salieron al silencio y al calor de la tarde.
Una media hora después, sentado en su biblioteca, el señor Aaa bebía unos sorbos de fuego eléctrico de una copa de metal, cuando oyó unas voces que venían por el camino de piedra. Se inclinó sobre el alféizar de la ventana y vio a cuatro hombres uniformados que lo miraban entornando los ojos.
-¿El señor Aaa?-le preguntaron.
-El mismo.
-¡Nos envía el señor Ttt! -gritó el capitán.
-¿Y por qué ha hecho eso?
-¡Estaba ocupado!
-¡Qué lástima! -dijo el señor Aaa, con tono sarcástico-. ¿Creerá que estoy aquí para atender a las gentes que lo molestan?
-No es eso lo importante, señor -replicó el capitán.
-Para mí, sí. Tengo mucho que leer. El señor Ttt es un desconsiderado. No es la primera vez que se comporta de este modo. No mueva usted las manos, señor. Espere a que termine. Y preste atención. La gente suele escucharme cuando hablo. Y usted me escuchará cortésmente o no diré una palabra.
Los cuatro hombres de la calle abrieron la boca, se movieron incómodos, y por un momento las lágrimas asomaron a los ojos del capitán.
-¿Le parece a usted bien -sermoneó el señor Aaa- que el señor Ttt haga estas cosas?
Los cuatro hombres alzaron los ojos en el calor.
-¡Venimos de la Tierra! -dijo el capitán.
-A mí me parece que es un mal educado -continuó el señor Aaa.
-En un cohete. Venimos en un cohete.
-No es la primera vez que Ttt comete estas torpezas.
-Directamente desde la Tierra.
-Me gustaría llamarlo y decirle lo que pienso.
-Nosotros cuatro, yo y estos tres hombres, mi tripulación.
-¡Lo llamaré, sí, voy a llamarlo!
-Tierra. Cohete. Hombres. Viaje. Espacio.
-¡Lo llamaré y tendrá que oírme! -gritó el señor Aaa, y desapareció como un títere de un escenario.
Durante unos instantes se oyeron unas voces coléricas que iban y venían por algún extraño aparato. Abajo, el capitán y su tripulación miraban tristemente por encima del hombro el hermoso cohete que yacía en la colina, tan atractivo y delicado y brillante.
El señor Aaa reapareció de pronto en la ventana, con un salvaje aire de triunfo.
-¡Lo he retado a duelo, por todos los dioses! ¡A duelo!
-Señor Aaa… -comenzó otra vez el capitán con voz suave.
-¡Lo voy a matar! ¿Me oye?
-Señor Aaa, quisiera decirle que hemos viajado noventa millones de kilómetros.
El señor Aaa miró al capitán por primera vez.
-¿De dónde dice que vienen?
El capitán emitió una blanca sonrisa.
-Al fin nos entendemos -les murmuró en un aparte a sus hombres, y le dijo al señor Aaa-: Recorrimos noventa millones de kilómetros. ¡Desde la Tierra!
El señor Aaa bostezó.
-En esta época del año la distancia es sólo de setenta y cinco millones de kilómetros. -Blandió un arma de aspecto terrible-. Bueno, tengo que irme. Lleven esa estúpida nota, aunque no sé de qué les servirá, a la aldea de Iopr, sobre la colina, y hablen con el señor Iii. Ése es el hombre a quien quieren ver. No al señor Ttt. Ttt es un idiota, y voy a matarlo. Ustedes, además, no son de mi especialidad.
-Especialidad, especialidad -baló el capitán-. ¿Pero es necesario ser un especialista para dar la bienvenida a hombres de la Tierra?
-No sea tonto, todo el mundo lo sabe.
El señor Aaa desapareció. Apareció unos instantes después en la puerta y se alejó velozmente calle abajo.
-¡Adiós! -gritó.
Los cuatro viajeros no se movieron, desconcertados. Finalmente dijo el capitán:
-Ya encontraremos quien nos escuche.
-Quizá debiéramos irnos y volver-sugirió un hombre con voz melancólica-. Quizá debiéramos elevarnos y descender de nuevo. Darles tiempo de organizar una fiesta.
-Puede ser una buena idea -murmuró fatigado el capitán.
En la aldea la gente salía de las casas y entraba en ellas, saludándose, y llevaba máscaras doradas, azules y rojas, máscaras de labios de plata y cejas de bronce, máscaras serias o sonrientes, según el humor de sus dueños.
Los cuatro hombres, sudorosos luego de la larga caminata, se detuvieron y le preguntaron a una niñita dónde estaba la casa del señor Iii.
-Ahí -dijo la niña con un movimiento de cabeza.
El capitán puso una rodilla en tierra, solemnemente, cuidadosamente, y miró el rostro joven y dulce.
-Oye, niña, quiero decirte algo.
La sentó en su rodilla y tomó entre sus manazas las manos diminutas y morenas, como si fuera a contarle un cuento de hadas preciso y minucioso.
-Bien, te voy a contar lo que pasa. Hace seis meses otro cohete vino a Marte. Traía a un hombre llamado York y a su ayudante. No sabemos qué les pasó. Quizá se destrozaron al descender. Vinieron en un cohete, como nosotros. Debes de haberlo visto. ¡Un gran cohete! Por lo tanto nosotros somos la Segunda Expedición. Y venimos directamente de la Tierra…
La niña soltó distraídamente una mano y se ajustó a la cara una inexpresiva máscara dorada. Luego sacó de un bolsillo una araña de oro y la dejó caer. El capitán seguía hablando. La araña subió dócilmente a la rodilla de la niña, que la miraba sin expresión por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó suavemente a la niña y habló con una voz más firme:
-Somos de la Tierra, ¿me crees?
-Sí -respondió la niña mientras observaba cómo los dedos de los pies se le hundían en la arena.
-Muy bien. -El capitán le pellizcó un brazo, un poco porque estaba contento y un poco porque quería que ella lo mirase-. Nosotros mismos hemos construido este cohete. ¿Lo crees, no es cierto?
La niña se metió un dedo en la nariz.
-Sí -dijo.
-Y… Sácate el dedo de la nariz, niñita… Yo soy el capitán y…
-Nadie hasta hoy cruzó el espacio en un cohete -recitó la criatura con los ojos cerrados.
-¡Maravilloso! ¿Cómo lo sabes?
-Oh, telepatía… -respondió la niña limpiándose distraídamente el dedo en una pierna.
-Y bien, ¿eso no te asombra? -gritó el capitán-. ¿No estás contenta?
-Será mejor que vayan a ver en seguida al señor Iii -dijo la niña, y dejó caer su juguete-. Al señor lii le gustará mucho hablar con ustedes.
La niña se alejó. La araña echó a correr obedientemente detrás de ella.
El capitán, en cuclillas, se quedó mirándola, con las manos extendidas, la boca abierta y los ojos húmedos.
Los otros tres hombres, de pie sobre sus sombras, escupieron en la calle de piedra.
El señor Iii abrió la puerta. Salía en ese momento para una conferencia, pero podía concederles unos instantes si se decidían a entrar y le informaban brevemente del objeto de la visita.
-Un minuto de atención -dijo el capitán, cansado, con los ojos enrojecidos-. Venimos de la Tierra, en un cohete; somos cuatro: tripulación y capitán; estamos exhaustos, hambrientos, y quisiéramos encontrar un sitio para dormir. Nos gustaría que nos dieran la llave de la ciudad, o algo parecido, y que alguien nos estrechara la mano y nos dijera: “¡Bravo!” y “¡Enhorabuena, amigos!” Eso es todo.
El señor lii era alto, vaporoso, delgado, y llevaba unas gafas de gruesos cristales azules sobre los ojos amarillos. Se inclinó sobre el escritorio y se puso a estudiar unos papeles. De cuando en cuando alzaba la vista y observaba con atención a sus visitantes.
-No creo tener aquí los formularios -dijo revolviendo los cajones del escritorio-. ¿Dónde los habré puesto? Deben de estar en alguna parte… ¡Ah, sí, aquí! -Le alcanzó al capitán unos papeles-. Tendrá usted que firmar, por supuesto.
-¿Tenemos que pasar por tantas complicaciones? -preguntó el capitán.
El señor Iii le lanzó una mirada vidriosa.
-¿No dice que viene de la Tierra? Pues tiene que firmar.
El capitán escribió su nombre.
-¿Es necesario que firmen también los tripulantes?
El señor Iii miró al capitán, luego a los otros tres y estalló en una carcajada burlona.
-¡Que ellos firmen! ¡Ah, admirable! ¡Que ellos, oh, que ellos firmen! -Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se palmeó una rodilla y se dobló en dos sofocado por la risa. Se apoyó en el escritorio-. ¡Que ellos firmen!
Los cuatro hombres fruncieron el ceño.
-¿Es tan gracioso?
-¡Que ellos firmen! -suspiró el señor Iii, debilitado por su hilaridad-. Tiene gracia. Debo contárselo al señor Xxx.
Examinó el formulario, riéndose aún a ratos.
-Parece que todo está bien. -Movió afirmativamente la cabeza-. Hasta su conformidad para una posible eutanasia -cloqueó.
-¿Conformidad para qué?
-Cállese. Tengo algo para usted. Aquí está. La llave.
El capitán se sonrojó.
-Es un gran honor…
-¡No es la llave de la ciudad, imbécil! -ladró el señor Iii-. Es la de la Casa. Vaya por aquel pasillo, abra la puerta grande, entre y cierre bien. Puede pasar allí la noche. Por la mañana le mandaré al señor Xxx.
El capitán titubeó, tomó la llave y se quedó mirando fijamente las tablas del piso. Sus hombres tampoco se movieron. Parecían secos, vacíos, como si hubiesen perdido toda la pasión y la fiebre del viaje.
-¿Qué le pasa? -preguntó el señor Iii-. ¿Qué espera? ¿Qué quiere? -Se adelantó y estudió de cerca el rostro del capitán. -¡Váyase!
-Me figuro que no podría usted… -sugirió el capitán-, quiero decir… En fin… Hemos trabajado mucho, hemos hecho un largo viaje y quizá pudiera usted estrecharnos la mano y darnos la enhorabuena -añadió con voz apagada-. ¿No le parece?
El señor Iii le tendió rígidamente la mano y le sonrió con frialdad.
-¡Enhorabuena! -y apartándose dijo-: Ahora tengo que irme. Utilice esa llave.
Sin fijarse más en ellos, como si se hubieran filtrado a través del piso, el señor Iii anduvo de un lado a otro por la habitación, llenando con papeles una cartera. Se entretuvo en la oficina otros cinco minutos, pero sin dirigir una sola vez la palabra al solemne cuarteto inmóvil, cabizbajo, de piernas de plomo, brazos colgantes y mirada apagada.
Al fin cruzó la puerta, absorto en la contemplación de sus uñas…
Avanzaron pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa de la tarde, hasta llegar a una pulida puerta de plata. La abrieron con la llave, también de plata, entraron, cerraron, y se volvieron.
Estaban en un vasto aposento soleado. Sentados o de pie, en grupos, varios hombres y mujeres conversaban junto a las mesas. Al oír el ruido de la puerta miraron a los cuatro hombres de uniforme.
Un marciano se adelantó y los saludó con una reverencia.
-Yo soy el señor Uuu.
-Y yo soy el capitán Jonathan Williams, de la ciudad de Nueva York, de la Tierra -dijo el capitán sin mucho entusiasmo.
Inmediatamente hubo una explosión en la sala.
Los muros temblaron con los gritos y exclamaciones. Hombres y mujeres gritando de alegría, derribando las mesas, tropezando unos con otros, corrieron hacia los terrestres y, levantándolos en hombros, dieron seis vueltas completas a la sala, saltando, gesticulando y cantando.
Los terrestres estaban tan sorprendidos que durante un minuto se dejaron llevar por aquella marea de hombros antes de estallar en risas y gritos.
-¡Esto se parece más a lo que esperábamos!
-¡Esto es vida! ¡Bravo! ¡Bravo!
Se guiñaban alegremente los ojos, alzaban los brazos, golpeaban el aire.
-¡Hip! ¡Hip! -gritaban.
-¡Hurra! -respondía la muchedumbre.
Al fin los pusieron sobre una mesa. Los gritos cesaron. El capitán estaba a punto de llorar:
-Gracias. Gracias. Esto nos ha hecho mucho bien.
-Cuéntenos su historia -sugirió el señor Uuu.
El capitán carraspeó y habló, interrumpido por los ¡oh! y ¡ah! del auditorio. Presentó a sus compañeros, y todos pronunciaron un discursito, azorados por el estruendo de los aplausos.
El señor Uuu palmeó al capitán.
-Es agradable ver a otros de la Tierra. Yo también soy de allí.
-¿Qué ha dicho usted?
-Aquí somos muchos los terrestres.
El capitán lo miró fijamente.
-¿Usted? ¿Terrestre? ¿Es posible? ¿Vino en un cohete? ¿Desde cuándo se viaja por el espacio? -Parecía decepcionado. -¿De qué… de qué país es usted?
-De Tuiereol. Vine hace años en el espíritu de mi cuerpo.
-Tuiereol. -El capitán articuló dificultosamente la palabra. -No conozco ese país. ¿Qué es eso del espíritu del cuerpo?
-También la señorita Rrr es terrestre. ¿No es cierto, señorita Rrr?
La señorita Rrr asintió con una risa extraña.
-También el señor Www, el señor Qqq y el señor Vvv.
-Yo soy de Júpiter -dijo uno pavoneándose.
-Yo de Saturno -dijo otro. Los ojos le brillaban maliciosamente.
-Júpiter, Saturno -murmuró el capitán, parpadeando.
Todos callaron; los marcianos, ojerosos, de pupilas amarillas y brillantes, volvieron a agruparse alrededor de las mesas de banquete, extrañamente vacías. El capitán observó, por primera vez, que la habitación no tenía ventanas. La luz parecía filtrarse por las paredes. No había más que una puerta.
-Todo esto es confuso. ¿Dónde diablo está Tuiereol? ¿Cerca de América? -dijo el capitán.
-¿Que es América?
-¿No ha oído hablar del continente americano y dice que es terrestre?
El señor Uuu se irguió enojado.
-La Tierra está cubierta de mares, es sólo mar. No hay continentes. Yo soy de allí y lo sé.
El capitán se echó hacia atrás en su silla.
-Un momento, un momento. Usted tiene cara de marciano, ojos amarillos, tez morena.
-La Tierra es sólo selvas -dijo orgullosamente la señorita Rrr-. Yo soy de Orri, en la Tierra; una civilización donde todo es de plata.
El capitán miró sucesivamente al señor Uuu, al señor Www, al señor Zzz, al señor Nnn, al señor Hhh y al señor Bbb, y vio que los ojos amarillos se fundían y apagaban a la luz, y se contraían y dilataban. Se estremeció, se volvió hacia sus hombres y los miró sombríamente.
-¡Comprenden qué es esto?
-¿Qué, señor?
-No es una celebración -contestó agotado el capitán-. No es un banquete. Estas gentes no son representantes del gobierno. Esta no es una fiesta de sorpresa. Mírenles los ojos. Escúchenlos.
Retuvieron el aliento. En la sala cerrada sólo había un suave movimiento de ojos blancos.
-Ahora entiendo -dijo el capitán con voz muy lejana- por qué todos nos daban papelitos y nos pasaban de uno a otro, y por qué el señor Iii nos mostró un pasillo y nos dio una llave para abrir una puerta y cerrar una puerta. Y aquí estamos…
-¿Dónde, capitán?
-En un manicomio.
Era de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente alumbrada por unas luces ocultas en los muros transparentes, los cuatro terrestres, sentados alrededor de una mesa de madera, conversaban en voz baja, con los rostros juntos y pálidos. Hombres y mujeres yacían desordenadamente por el suelo. En los rincones oscuros había leves estremecimientos: hombres o mujeres solitarios que movían las manos. Cada media hora uno de los terrestres intentaba abrir la puerta de plata.
-No hay nada que hacer. Estamos encerrados.
-¿Creen realmente que somos locos, capitán?
-No hay duda. Por eso no se entusiasmaron al vernos. Se limitaron a tolerar lo que entre ellos debe de ser un estado frecuente de psicosis. -Señaló las formas oscuras que yacían alrededor. -Paranoicos todos. ¡Qué bienvenida! -Una llamita se alzó y murió en los ojos del capitán. -Por un momento creí que nos recibían como merecíamos. Gritos, cantos y discursos. Todo estuvo muy bien, ¿no es cierto? Mientras duró.
-¿Cuánto tiempo nos van a tener aquí?
Hasta que demostremos que no somos psicópatas.
-Eso será fácil.
-Espero que sí.
-No parece estar muy seguro
-No lo estoy. Mire aquel rincón.
De la boca de un hombre en cuclillas brotó una llama azul. La llama se transformó en una mujercita desnuda, y susurrando y suspirando se abrió como una flor en vapores de color cobalto.
El capitán señaló otro rincón. Una mujer, de pie, se encerró en una columna de cristal; luego fue una estatua dorada, después una vara de cedro pulido, y al fin otra vez una mujer.
En la sala oscurecida todos exhalaban pequeñas llamas violáceas móviles y cambiantes, pues la noche era tiempo de transformaciones y aflicción.
-Magos, brujos -susurró un terrestre.
-No, alucinados. Nos comunican su demencia y vemos así sus alucinaciones. Telepatía. Autosugestión y telepatía.
-¿Y eso le preocupa, capitán?
-Sí. Si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan contagiosas, tanto para nosotros como para cualquier otra persona, no es raro que nos hayan tomado por psicópatas. Si aquel hombre es capaz de crear mujercitas de fuego azul, y aquella mujer puede transformarse en una columna, es muy natural que los marcianos normales piensen que también nosotros hemos creado nuestro cohete.
-Oh -exclamaron sus hombres en la oscuridad.
Las llamas azules brotaban alrededor de los terrestres, brillaban un momento, y se desvanecían. Unos diablillos de arena roja corrían entre los dientes de los hombres dormidos. Las mujeres se transformaban en serpientes aceitosas. Había un olor de reptiles y bestias.
Por la mañana todos estaban de pie, frescos, contentos y normales. No había llamas ni demonios. El capitán y sus hombres se habían acercado a la puerta de plata, con la esperanza de que se abriera.
El señor Xxx llegó unas cuatro horas después. Los terrestres sospecharon que había estado esperando del otro lado de la puerta, espiándolos por lo menos durante tres horas. Con un gesto les pidió que lo acompañaran a una oficina pequeña.
Era un hombre jovial, sonriente, si se le juzgaba por su máscara. En ella estaban pintadas no una sonrisa, sino tres.
Detrás de la máscara, su voz era la de un psiquiatra no tan sonriente.
-Y bien, ¿qué pasa?
-Usted cree que estamos locos, y no lo estamos -dijo el capitán.
-Yo no creo que todos estén locos -replicó el psiquiatra señalando con una varita al capitán-. El único loco es usted. Los otros son alucinaciones secundarias.
El capitán se palmeó una rodilla.
-¡Ah, es eso! ¡Ahora comprendo por qué se rió el señor Iii cuando sugerí que mis hombres firmaran los papeles!
El psiquiatra rió a través de su sonrisa tallada.
-Sí, ya me lo contó el señor Iii. Fue una broma excelente. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Alucinaciones secundarias. A veces vienen a verme mujeres con culebras en las orejas. Cuando las curo, las culebras se disipan.
-Nosotros nos alegraremos de que nos cure. Siga.
El señor Xxx pareció sorprenderse.
-Es raro. No son muchos los que quieren curarse. Le advierto a usted que el tratamiento es muy severo.
-¡Siga curándonos! Pronto sabrá que estamos cuerdos.
-Permítame que examine sus papeles. Quiero saber si están en orden antes de iniciar el tratamiento. -Y el señor Xxx examinó el contenido de una carpeta.- Sí. Los casos como el suyo necesitan un tratamiento especial. Las personas de aquella sala son casos muy simples. Pero cuando se llega como usted, debo advertírselo, a alucinaciones primarias, secundarias, auditivas, olfativas y labiales, y a fantasías táctiles y ópticas, el asunto es grave. Es necesario recurrir a la eutanasia.
El capitán se puso en pie de un salto y rugió:
-Mire, ¡ya hemos aguantado bastante! ¡Sométanos a sus pruebas, verifique los reflejos, auscúltenos, exorcícenos, pregúntenos!
-Hable libremente.
El capitán habló, furioso, durante una hora. El psiquiatra escuchó.
-Increíble. Nunca oí fantasía onírica más detallada.
-¡No diga estupideces! ¡Le enseñaremos nuestro cohete! -gritó el capitán.
-Me gustaría verlo. ¿Puede usted manifestarlo en esa habitación?
-Por supuesto. Está en ese fichero, en la letra C.
El señor Xxx examinó atentamente el fichero, emitió un sonido de desaprobación, y lo cerró solemnemente.
-¿Por qué me ha engañado usted? El cohete no está aquí.
-Claro que no, idiota. Ha sido una broma. ¿Bromea un loco?
-Tiene usted unas bromas muy raras. Bueno, salgamos. Quiero ver su cohete.
Era mediodía. Cuando llegaron al cohete hacía mucho calor.
-Ajá.
El psiquiatra se acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó suavemente.
-¿Puedo entrar?-preguntó con picardía.
-Entre.
El señor Xxx desapareció en el interior del cohete.
-Esto es exasperante -dijo el capitán, mordisqueando un cigarro-. Volvería gustoso a la Tierra y les aconsejaría no ocuparse más de Marte. ¡Qué gentes más desconfiadas!
-Me parece que aquí hay muchos locos, capitán. Por eso dudan tanto quizá.
-Sí, pero es muy irritante.
El psiquiatra salió de la nave después de hurgar, golpear, escuchar, oler y gustar durante media hora.
-Y bien, ¿está usted convencido? -gritó el capitán como si el señor Xxx fuera sordo.
El psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz.
-Nunca conocí ejemplo más increíble de alucinación sensorial y sugestión hipnótica. He examinado el “cohete”, como lo llama usted. -Golpeó la coraza. -Lo oigo. Fantasía auditiva. -Aspiró. -Lo huelo. Alucinación olfativa inducida por telepatía sensorial. -Acercó sus labios al cohete. -Lo gusto. Fantasía labial.
El psiquiatra estrechó la mano del capitán:
-¿Me permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata! Ha hecho usted un trabajo completo. La tarea de proyectar una imaginaria vida psicópata en la mente de otra persona por medio de la telepatía, y evitar que las alucinaciones se vayan debilitando sensorialmente, es casi imposible. Las gentes de mi pabellón se concentran habitualmente en fantasías visuales, o cuando más en fantasías visuales y auditivas combinadas. ¡Usted ha logrado una síntesis total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!
El capitán palideció:
-¿Mi demencia?
-Sí. Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitadores, comida, ropa, combustible, armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado que en su nave hay diez mil artículos distintos. Nunca había visto tal complejidad. Hay hasta sombras debajo de las literas y debajo de todo. ¡Qué poder de concentración! Y todo, no importan cuándo o cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido. Permítame que lo abrace. -El psiquiatra abrazó al capitán.- Consignaré todo esto en lo que será mi mejor monografía. El mes que viene hablaré en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta el color de sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y su ropa, y sus manos de cinco dedos en vez de seis! ¡Metamorfosis biológica a través del desequilibrio psicológico! Y sus tres amigos…
El señor Xxx sacó un arma pequeña:
-Es usted incurable, por supuesto. ¡Pobre hombre admirable! Muerto será más feliz. ¿Quiere usted confiarme su última voluntad?
-¡Quieto por Dios! ¡No haga fuego!
-Pobre criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a imaginar este cohete y estos tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus amigos y su cohete se disipan en cuanto yo lo mate. Con lo que observe hoy escribiré un excelente informe sobre la disolución de las imágenes neuróticas.
-¡Soy de la Tierra! Me llamo Jonathan Williams y estos…
-Sí, ya lo sé -dijo suavemente el señor Xxx, y disparó su arma.
El capitán cayó con una bala en el corazón. Los otros tres se pusieron a gritar.
El señor Xxx los miró sorprendido.
-¿Siguen ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el tiempo y en el espacio. -Apuntó hacia ellos. -Bien, los disolveré con el miedo.
-¡No! -gritaron los tres hombres.
-Petición auditiva, aun muerto el paciente -observó el señor Xxx mientras los hacía caer con sus disparos.
Quedaron tendidos en la arena, intactos, inmóviles. El señor Xxx los tocó con la punta del pie y luego golpeó la coraza del cohete.
-¡Persiste! ¡Persisten! -exclamó y disparó de nuevo su arma, varias veces, contra los cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se le cayó de la cara.
-Alucinaciones -murmuró aturdidamente-. Gusto. Vista. Olor. Tacto. Sonido.
El rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las mandíbulas. Soltó el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las manos como un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva le llenaba la boca.
Movió débilmente las manos, desorbitado, babeando.
-¡Váyanse! -les gritó a los cadáveres-. ¡Váyase! -le gritó al cohete.
Se examinó las manos temblorosas.
-Contaminado -susurró-. Víctima de una transferencia. Telepatía. Hipnosis. Ahora soy yo el loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas. -Se detuvo y con manos entumecidas buscó a su alrededor el arma. -Hay sólo una cura, sólo una manera de que se vayan, de que desaparezcan.
Se oyó un disparo.
Los cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos.
El cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció.
Cuando en el ocaso del día la gente del pueblo encontró el cohete, se preguntó qué sería aquello. Nadie lo sabía; por lo tanto fue vendido a un chatarrero, que se lo llevó para desmontarlo y venderlo como hierro viejo.
Aquella noche llovió continuamente. El día siguiente fue bueno y caluroso.