Al faro
Virginia Woolf
I
LA VENTANA
1
-Sí,
mañana, por supuesto, si hace bueno -dijo Mrs. Ramsay-. Pero
tendréis que levantaros con la alondra- agregó.
Estas
palabras proporcionaron a su hijo una alegría extraordinaria,
como si la excursión fuera ya cosa hecha; como si toda la ilusión
con la que había aguardado este momento, que parecía haber tardado
años y años, estuviese, tras la oscuridad de la noche, tras un
día de navegación, al alcance de la mano. Pero, puesto que, ya a
los seis años, era miembro de ese gran grupo que no consigue
mantener en orden los sentimientos, sino que consiente que las
esperanzas futuras, con sus penas y alegrías, empañen lo que sí
que está al alcance de la mano, y puesto que, para quienes son así,
desde la más temprana infancia, cualquier movimiento de la rueda de
las emociones tiene el poder de hacer cristalizar y detener el
momento sobre el que recae ya la pena, ya la exaltación, James
Ramsay, que, sentado en el suelo, recortaba estampas del catálogo
ilustrado del economato de la armada y el ejército, mientras su
madre hablaba, adornó
el cromo del refrigerador con una bienaventuranza celestial. Rodeaba
el dibujo un halo de complacencia. La carretilla, la cortadora de
césped, el sonido de los álamos, las hojas que blanqueaban antes de
la lluvia, el graznido de los grajos, los ruidos de las escobas, el
rumor de los vestidos: todo esto tenía en su mente color y forma tan
propios que les había dedicado un código personal, una lengua
secreta; aunque él, por su parte, era la viva imagen del rigor, de
la más inflexible seriedad: frente despejada, apasionados ojos
azules, inmaculadamente inocentes y puros, ceño severo ante la
fragilidad humana; todo esto hacía pensar a su madre (mientras
observaba cómo las tijeras seguían con cuidado el contorno del
refrigerador), en los estrados, en visiones de togas rojas y
armiños'; o en la responsabilidad de algún asunto a la vez
delicado y de gran importancia, algo relacionado con alguna
grave crisis de los asuntos públicos.
-Pero
no hará bueno -dijo su padre, parado ante la ventana del salón.
Si
hubiera tenido a mano un hacha, un espetón, o cualquier otra
arma con la que hubiera podido atravesarle el pecho, y haberlo
matado en aquel mismo momento, James habría echado mano de
ella. Tan desmesuradas eran las emociones que Mr. Ramsay
despertaba entre sus hijos con su sola presencia; ahí estaba: flaco
como hoja de cuchillo, cortante, con su sonrisa sarcástica; contento
no sólo por el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en
ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los
sentidos (creía James), sino por poder exhibir además cierta
secreta vanidad por la precisión de sus juicios. Decía la verdad.
Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la
naturaleza de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra,
por desagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o
el gusto de nadie; y menos aún la modificaría para complacer a sus
propios hijos, de su carne y sangre, quienes debían saber desde la
infancia que la vida es difícil, que con la realidad no se puede
jugar, que para el viaje hacia esa tierra de fábula en la que se
extinguen nuestras más ardientes esperanzas, donde naufragan
nuestras frágiles barquillas en medio de las tinieblas (aquí
Mr. Ramsay se erguía, los ojillos azules se convertían en
rendijas dirigidas hacia el horizonte), lo que hace falta es,
sobre todo, valor, sinceridad, fuerza para conllevar los
padecimientos.
-Pero
puede que haga bueno, y confio en que haga bueno -dijo Mrs.
Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de
lana castaño-rojiza del calcetín que estaba tejiendo. Si
acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro,
podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía
síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de
revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de
la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente
indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en
casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación,
todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto
cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín
no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se
preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante
todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón
del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni
periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver
a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están
enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver
siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y
después la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas
de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el
movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que
te arrastre la mar? ¿A quién puede gustarle eso?, se preguntaba,
dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación,
cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo
que pudiera hacerles la vida algo más grata.
-Sopla
de poniente -dijo Tansley, el ateo, abriendo los dedos de forma que
el viento pasara entre ellos; compartía con Mr. Ramsay el paseo
vespertino por el jardín, de un lado para otro, y vuelta a empezar.
Lo que quería decir es que el viento soplaba en la peor dirección
posible para desembarcar en el Faro. Sí, hasta Mrs. Ramsay estaba de
acuerdo, vaya si le gustaba decir cosas desagradables; era detestable
que les refregara eso, y que hiciera que James se sintiera aún
más desdichado; sin embargo, no les consentía que se rieran de
él. «El ateo -lo llamaban-, el ateazo.» Rose se burlaba de él;
Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper, Roger se burlaban de él;
hasta el viejo y desdentado Badger había intentado morderlo, porque
era el joven número ciento diez (eso había dicho Nancy) que los
había perseguido hasta las Hébridas, donde lo que de verdad les
gustaba era estar solos.
-Bobadas
-dijo Mrs. Ramsay, muy seria. Aparte de una muy general tendencia a
exagerar, que habían heredado de ella, y aparte de la insinuación
(era verdad) de que invitaba a demasiada gente a quedarse con ellos,
y que tenía que hospedar a algunos en el pueblo, no podía
soportar que nadie fuera descortés con los invitados,
especialmente con los jóvenes, porque solían ser pobres de
solemnidad; «qué gran talento», decía su marido; eran sus
admiradores, e iban a pasar las vacaciones allí. A decir
verdad, ella extendía su protección a todos los miembros del
sexo opuesto; por razones que no sabría explicar, por su
caballerosidad y valor, porque negociaban tratados, gobernaban
la India, controlaban el mundo financiero, y, en fin, por una actitud
hacia ella misma que no habría mujer que dejara de considerar
halagüeña, una actitud que representaba algo en lo que confiar,
algo infantil, reverencial; algo que una anciana podría aceptar
por parte de un joven sin merma de su dignidad, y ay de la muchacha
-¡al cielo rogaba que no fuera ninguna de sus hijas!- que, en lo más
íntimo de su ser, no supiera apreciar esto en su verdadero
valor, en todo lo que implicaba.
Se
volvió con severidad hacia Nancy. No los había perseguido,
dijo, lo habían invitado.
Tenía
que haber alguna forma de escaparse de todo esto. Tendría que haber
algo más sencillo, algo menos laborioso; suspiró. Cuando se miraba
en el espejo, y se veía el pelo gris, las mejillas hundidas, los
cincuenta años, pensaba en que quizá podía haber hecho las cosas
mejor: su marido, el dinero, los libros de él. Pero, por su
parte, ni por un segundo se arrepentía de las decisiones que había
tomado, tampoco eludía las dificultades, ni se demoraba en el
cumplimiento de su deber. El aspecto que tenía era formidable; y
sólo en la intimidad de su conciencia, levantando la mirada de
los platos, después de que ella hubiera hablado con tanta seriedad
acerca de Charles Tansley, se atrevían sus hijas -Prue, Nancy,
Rose- a entretenerse con ideas heréticas, de las que eran
responsables exclusivas, acerca de una vida enteramente
diferente de la de ella; quizá en París; una vida más
animada; no ocupándose siempre del hombre que fuera; porque en todas
sus mentes habían brotado dudas inexpresadas acerca de la
deferencia, la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio
de la India, las sortijas y los encajes; aunque para todas ellas
había en todo esto algún componente fundamental de la belleza, algo
que despertaba la admiración por la virilidad en sus corazones
infantiles, y que, sentadas a la mesa bajo la mirada de su madre, les
hacía honrar aquella extraña severidad, aquella cortesía tan
perfecta (como la de una reina que alzara del barro el sucio pie de
un pobre para lavarlo), cuando las amonestaba con tanto rigor
por lo del desdichado ateo que los había perseguido -hablando con
propiedad, a quien habían invitado- hasta la isla de Skye.
-Mañana
no se podrá desembarcar donde el Faro -dijo Charles Tansley, dando
palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había
hablado más de la cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran
dejado en paz, a ella y a James, y que hubieran seguido hablando de
sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un espécimen
poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al
críquet, era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolente,
había dicho Ándrew. Sabían muy bien qué era lo que de verdad le
gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá para acá,
con Mr. Ramsay, y hablar de quién había ganado esto, y quién
había ganado aquello; quién era un talento «de primera» para la
composición poética en latín; quién era «brillante, pero, en el
fondo, superficial»; quién era, sin ninguna duda, el
«individuo con más talento de Balliol»; quién había sepultado su
genio, por poco tiempo, en Bristol o Bedford, pero de quien no se iba
a dejar de hablar en cuanto vieran la luz sus Prolegoma
dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía,
y de los que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras
páginas, por si Mr. Ramsay quería leerlas. De cosas como éstas es
de lo que hablaban.
A
veces ni ella podía contener la risa. Algo había dicho ella acerca
de «unas olas como montañas». Sí, estaba algo borrascoso,
había respondido Charles Tansley.
-¡No
se ha calado hasta los huesos? -había dicho ella.
-Algo
húmedo, no calado -había respondido Mr. Tansley, pellizcando
la manga, tocando los calcetines.
Pero
no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara,
ni los modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo
interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso
cuando decían que hacía una buena tarde, y que querían salir a
sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se
sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo
reflejara a él, y les hiciera sentirse conscientes de su
superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria forma de
exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si
iba a una exposición de pintura, lo primero que hacía era
preguntar por la opinión que les merecía su corbata. Bien sabe
Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que pudiera
gustar a cualquiera.
Desaparecían
de la mesa tan sigilosamente como ciervos, en cuanto terminaban de
comer; los ocho hijos e hijas de Mr. y Mrs. Ramsay se dirigían a sus
dormitorios, sus fortalezas en una casa en la que no había
ninguna otra intimidad para hablar de nada o de todo: de la corbata
de Tansley, de la aprobación de la Ley de Reforma', de las aves
marinas y de las mariposas, de la gente; allí caía el sol sobre las
habitaciones de los áticos, separadas por una delgada pared que
permitía oír las pisadas con toda claridad, y permitía oír
también los sollozos de la muchacha suiza cuyo padre agonizaba de
cáncer en un valle de los Grisones; caía el sol e iluminaba los
palos de críquet, los pantalones de franela, los sombreros de paja,
los tinteros, los frascos de pintura, los escarabajos, los cráneos
de pajarillos; y extraía el sol de las largas tiras de algas
adornadas como con puntillas, pegadas a las paredes, cierto olor a
sal y algas, que también se hallaba en las toallas, ásperas de la
arena de la playa.
Porfías,
divisiones, diferencias de opiniones, prejuicios arraigados en lo más
íntimo de cado uno; qué pena que se manifestaran tan pronto, se
lamentaba Mrs. Ramsay. ¡Sus hijos!, eran tan críticos. Decían
tantas tonterías. Salió del comedor, llevaba a James de la
mano, porque no quería ir con los demás. Eso de inventarse
diferencias, le parecía una tontería muy, muy grande; ya era
bastante diferente la gente sin necesidad de hacer más grandes las
diferencias de lo que eran. Las diferencias de verdad, pensaba, junto
a la ventana del salón, ya son pero que muy profundas, demasiado. En
aquel momento pensaba en las diferencias entre ricos y pobres,
superiores e inferiores; los de alta cuna recibían de ella, medio a
contrapelo, su respeto, porque también corría por sus venas sangre
de aquella noble, aunque algo legendaria, casa italiana, cuyas hijas,
repartidas por los salones ingleses a lo largo del siglo XIX, habían
ceceado con tanto encanto, y se habían divertido tan alocadamente; y
todo su ingenio, aspecto y temperamento procedían de ellas, y
no de las indolentes inglesas, ni de las frías escocesas; pero
el otro problema lo rumiaba con más detenimiento: ricos y
pobres; lo que veía con sus propios ojos, todas las semanas, a
diario, aquí o en Londres, cuando visitaba a esa viuda, o iba en
persona a ver a aquella esposa luchadora, con la cesta bajo el brazo,
con el cuaderno y ese lapicero con el que anotaba en columnas
cuidadosamente trazadas los ingresos y los gastos, el empleo y
el paro, con la esperanza de dejar de ser una ciudadana
particular cuya caridad fuese un ejercicio sentimental para
justificarse ante sí misma, o fuese un remedio que curase su
curiosidad, y se convirtiese en aquello que su mente nada adiestrada
más admiraba: en una investigadora, en alguien que se ocupara
de resolver en serio los problemas sociales.
Problemas
irresolubles, se le antojaban, allí, en pie, mientras llevaba a
James de la mano. La había seguido hasta el salón, el joven
ese del que se reían; estaba junto a la mesa, enredando con
algo, torpe, se sentía extraño; sabía todo eso sin necesidad de
mirar. Se habían ido todos -los niños, Minta Doyle y Paul Rayley,
Augustus Carmichael, Mr. Ramsay-, se habían ido todos. De forma que
se volvió con un suspiro,
y
dijo: «No se aburrirá si le pido que me acompañe, ¿verdad, Mr.
Tansley?»
Tenía
que hacer un recado en el pueblo; tenía que escribir una o dos
cartas, tardaría unos diez minutos; tenía que ponerse el
sombrero. Diez minutos más tarde, con la cesta y el sombrero, ahí
estaba de nuevo, daba la impresión de estar preparada, preparada
para una excursión, que, no obstante, debía aplazar un momento, al
pasar por el campo de tenis, para preguntar a Mr. Carmichael, que
tomaba el sol con los ojos entomados, amarillos ojos de gato, que al
igual que los de los gatos parecían reflejar el movimiento de las
ramas o el paso de las nubes, pero no mostraban señal alguna de
ninguna clase de pensamiento o de emoción, ni si quería algo.
Porque
se trataba de una expedición de las de verdad, dijo ella, riéndose.
Iban al pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, tabaco?», dijo,
detenida junto a él. Pero no, no necesitaba nada. Tenía las
manos cruzadas sobre la espaciosa panza, parpadeó, como si hubiera
querido corresponder a su amabilidad (era seductora, aunque algo
nerviosa), pero fuera incapaz, hundido como estaba en una somnolencia
verdegrís en la que incluía a todos, sin necesidad de palabras, en
un vasto y benévolo letargo de buenas intenciones, y en el que
cabía toda la casa, todo el mundo, porque había dejado caer en el
vaso, a la hora del almuerzo, unas gotas de algo que, según los
niños, explicaba la presencia de las brillantes hebras de color
amarillo canario de la barba y el bigote, los cuales eran, si no se
contaban esas hebras, blancos como la leche. No necesitaba nada,
susurró.
Habría
sido un gran filósofo, decía Mrs. Ramsay, ya en la carretera,
camino del pueblo pesquero, pero se había casado mal. Llevaba la
negra sombrilla muy derecha, y se movía con el indescriptible aire
de esperar algo, como si fuera a encontrarse con alguien a la
vuelta de la esquina; le contó la historia: hubo algo con una
muchacha en Oxford, se casó demasiado pronto, eran pobres, tuvo
que irse a la India, tradujo algo de poesía, «algo muy hermoso,
según creo», quería enseñar a los niños persa o hindi, pero
¿para qué?; después, ya lo había visto, tumbado ahí sobre la
hierba.
Se
sentía halagado; acostumbrado a las humillaciones, le agradaba que
Mrs. Ramsay le contara cosas como ésta. Charles Tansley
revivió. Como había dado la impresión, además, de que consideraba
favorablemente la grandeza de la inteligencia del personaje,
incluso en su decadencia, y de que no le parecía mal la sumisión de
toda esposa -no es que ella echara la culpa a la muchacha, había
sido un matrimonio feliz, según ella- al trabajo de su marido,
todo ello le había hecho sentirse más reconciliado consigo mismo
que nunca anteriormente; y le habría gustado, si hubieran alquilado
un carruaje, por ejemplo, haber pagado la carrera. Pero estaba esa
bolsa tan pequeña, ¿le permitiría llevarla? No, de ninguna
manera, había respondido, ¡siempre la llevaba ella! También
ella estaba contenta. Sí, lo notaba. Sentía él muchas
sensaciones, pero había algo que de forma particular lo agitaba
y perturbaba, sin saber por qué: le gustaría que ella lo viera, con
birrete y muceta, en una procesión académica. Un puesto de
profesor, una cátedra... se sentía con fuerzas para cualquier
cosa, se veía ya... pero ¿qué miraba? Un hombre que pegaba un
cartel. La inmensa hoja que batía el viento se alisaba poco a
poco, y cada golpe de la escobilla revelaba nuevas piernas,
aros, caballos, deslumbrantes colores rojos y azules, todo
perfecto; hasta que media pared estuvo cubierta con el anuncio del
circo: un centenar de jinetes, veinte focas malabaristas, leones,
tigres... Acercó la cabeza, era algo corta de vista; leyó que iban
«a actuar en el pueblo». Es muy peligroso, exclamó, que un
manco suba a una escalera de éstas; dos años antes le había
amputado el brazo izquierdo una segadora mecánica.
-¡Vayamos
todos! -dijo, avanzando, como si tanto jinete y tanto caballo la
hubieran llenado de gozo infantil, y le hubieran hecho olvidar su
piedad.
-Vayamos
-dijo él, repitiendo las palabras, con un raro tartamudeo que le
hizo mirar sorprendida. «Vayamos al circo». No. No lo decía
bien. No sabía expresarlo de forma adecuada. Pero ¿por qué
no?, se preguntaba, ¿qué le ocurría? En este momento a ella le
caía muy bien. En su infancia, preguntó, ¿no lo habían
llevado al circo? Nunca, respondió él, como si le hubieran hecho la
pregunta a la que precisamente quena responder, como si durante
todos estos días hubiera estado deseando decir que en su
infancia no había ido nunca al circo. Su familia era muy grande:
nueve, contando hermanos y hermanas; su padre era un trabajador. «Mi
padre es farmacéutico, Mrs. Ramsay.» Tuvo que pagarse todo desde
los trece años. En invierno, más de una vez había tenido que salir
sin abrigo. En la universidad nunca pudo «corresponder a las
invitaciones» (fueron éstas sus adustas y secas palabras). Todo lo
suyo tenía que durar el doble que lo de los demás; fumaba el tabaco
más barato, picadura, la que fumaban los viejos del puerto.
Trabajaba mucho: siete horas al día; se dedicaba ahora a
estudiar la influencia de algo sobre alguien; echaron a andar de
nuevo; Mrs. Ramsay no seguía muy bien lo que decía, sólo algunas
palabras de vez en cuando... tesis... puesto de profesor... profesor
agregado... catedrático. Ella no conocía la fea jerga académica,
que tenía tan cadenciosas resonancias, pero se dijo que ahora
sí que se daba cuenta de por qué lo de ir al circo lo había
abatido tanto, pobrecito, y por qué había salido al momento con lo
de su padre, su madre, hermanos y hermanas; ya se encargaría ella de
que no se rieran más de él, tenía que decírselo a Prue. Lo que de
verdad le habría gustado a él, se imaginó, quizá sería
poder decir que había ido a ver a Ibsen con los Ramsay. Era un
pedantón, un pelmazo insoportable. Estaban ya en la calle mayor
del pueblo, los carros traqueteaban sobre el adoquinado, pero él
seguía hablando sobre becas, la enseñanza, los obreros, lo de
ayudar a los de nuestra propia clase, y sobre las clases en la
universidad, hasta que ella calculó que ya había recobrado toda la
confianza en sí mismo, y se le había olvidado lo del circo, y
(volvía a gustarle) estaba a punto de decirle... Pero las casas
se alejaban en direcciones opuestas, salieron al muelle, y se
extendió la bahía ante su mirada; Mrs. Ramsay, ante el enorme
cuadro de agua azul, no pudo evitar exclamar: «¡Ah, qué hermoso!»
El blanco Faro, lejano, austero, se hallaba en medio; a la derecha,
hasta donde alcanzaba la mirada, desvaídas e incesantes, con
delicados pliegues, se veían las dunas de verde arena, con sus
flores silvestres sobrevolándolas, que parecían correr
perpetuamente hacia algún deshabitado país lunar.
Ésta
era la vista que su marido amaba, dijo, deteniéndose, mientras sus
ojos se volvían aún más grises.
Hizo
una breve pausa. Pero ahora, esto estaba lleno de artistas. A
decir verdad, a pocos pasos había uno de ellos, con sombrero de
paja, zapatos amarillos, grave, tranquilo, absorto; diez niños
lo contemplaban; la cara redonda y roja expresaba un íntimo
contento, miraba fijamente, y, después de mirar, mojaba el pincel,
introducía la punta en una blanda protuberancia verde o rosa. Desde
que Mr. Paunceforte estuvo allí, hacía tres años, todos los
dibujos eran así, dijo ella, verde y gris, con barcas de pesca de
color limón, y con mujeres vestidas de rosa en la playa.
Pero
los amigos de su abuela, dijo ella, mirando con discreción al
pasar, tenían más dificultades: para empezar, tenían que
mezclar ellos mismos los colores, y los molían, después los
colocaban bajo paños húmedos, para mantenerlos frescos.
Supuso
que quería que él se diera cuenta de que el dibujo de ese señor
era convencional, ¿se decía así?; ¿que los colores no eran
consistentes?, ¿es así como había que decirlo? Bajo la influencia
de aquella extraordinaria emoción que había ido ganando fuerza
durante el paseo, que había nacido cuando, todavía en el
jardín, él le había pedido que le dejara llevar la bolsa, que
había madurado en el pueblo, cuando quiso contarle toda su
vida; bajo esa influencia estaba empezando a verse a sí mismo y
a toda su sabiduría como si en el conjunto hubiera alguna leve
imperfección. Era algo muy, muy extraño.
Se
quedó ahí en el salón de la casucha a la que lo había llevado,
esperándola, mientras ella subía un momento, a visitar a una
señora. Oyó los rápidos pasos que daba por arriba, oyó la voz
alegre; luego, más apagada; se quedó mirando las esteras, la
bandeja del servicio del té, las pantallas de cristal; esperaba
con impaciencia; estaba ansioso por volver a casa caminando con
ella, estaba decidido a llevarle la bolsa; después le oyó salir,
cerrar una puerta, decir que debían cerrar las puertas y dejar
las ventanas abiertas, preguntarles si necesitaban algo (debía de
estar hablando con una niña); cuando, de repente, entró, se
quedó inmóvil un instante (como si arriba hubiera estado fingiendo,
y ahora se permitiera ser ella misma), estaba frente a un
retrato de la reina Victoria, que llevaba la banda azul de la Orden
de la Jarretera; de repente se dio cuenta, se dio cuenta: era la
persona más hermosa que había visto jamás.
Estrellas
en los ojos, velos sobre el cabello, ciclamen y violetas
silvestres: ¿en qué tonterías estaba pensando? Por lo menos
tenía cincuenta años, tenía ocho hijos. Caminaba por campos llenos
de flores, y recogía contra el pecho los capullos derribados,
los corderos que no podían andar; estrellas en los ojos, el cabello
al viento... Le cogió la bolsa.
«Adiós,
Elsie», dijo; salieron a la calle; llevaba la sombrilla derecha, se
movía como si esperara encontrarse con alguien a la vuelta de la
esquina; por primera vez en toda su vida, Charles Tansley se sintió
extraordinariamente orgulloso; un hombre que cavaba en una zanja dejó
de trabajar, se quedó mirándola; dejó caer los brazos, siguió
mirando. Charles Tansley se sentía extraordinariamente orgulloso;
notaba el viento, se daba cuenta de los ciclámenes y las violetas,
porque caminaba junto a una mujer hermosa por primera vez en su
vida. Le llevaba la bolsa.
2
-No
habrá viaje al Faro, James -dijo, en pie, junto a la ventana, pero
intentando, como deferencia hacia Mrs. Ramsay, endulzar la voz,
como si pretendiera hacer ver, al menos, que lo decía en broma.
Hombrecillo
detestable, pensó Mrs. Ramsay, ¿es que no puede dejar de
recordárselo?
3
-Cuando
amanezca seguro que lucirá el sol y cantarán los pájaros -dijo,
compasiva, alisando el cabello del niño, porque era consciente de
que su marido, con el enojoso recordatorio de que no haría
bueno, había matado la alegría del muchacho. Lo de ir al Faro era
algo en lo que el niño había puesto mucha ilusión, y por si
fuera poca la burla de su marido, lo de que no haría bueno, ahora
venía este hombrecillo detestable a refregárselo de nuevo.
-Quizá
sí que haga bueno -dijo, alisándole el cabello.
Lo
único que podía hacer era admirar el refrigerador, y pasar las
hojas del catálogo del economato para buscar algún rastrillo o
alguna máquina de cortar el césped, con muchos dientes y mangos;
algo que exigiese una gran atención para recortarlo. Todos estos
jóvenes eran parodias de su mando, pensó: si él decía que iba a
llover, ellos afirmaban a continuación que habría un huracán.
Pero
no, al pasar la hoja, algo interrumpió la búsqueda de la
ilustración del rastrillo o de la máquina de cortar el césped.
Aquel huraño rumor, interrumpido de forma irregular por los
resoplidos de las pipas al llevarlas a la boca, y al quitarlas de la
boca, que no había dejado de asegurarle que los hombres pasaban
el tiempo charlando alegremente, aunque la verdad es que no se
distinguían las palabras (estaba sentada junto a la ventana); este
rumor, que se había prolongado durante una media hora, y que había
ocupado su lugar plácidamente entre el surtido de ruidos
-ruidos a los que no podía sustraerse: tales como el chocar de
las pelotas en los palos de críquet, o los ladridos ocasionales,
«¡árbitro!, ¡árbitro!», de los niños-, había cesado; de forma
que el monótono romper de las olas en la playa, que en general
sonaba como una marcha militar que meciera sus pensamientos, y que
parecía repetir de forma consoladora una y otra vez, cuando estaba
sentada con los niños, aquella vieja canción de cuna,
murmurada en esta ocasión por la naturaleza: «Soy quien te
guarda, soy quien te cuida»; pero otras veces, repentina e
inesperadamente, en especial cuando su mente se elevaba por
encima de la tarea que tuviera entre manos, no tenía un sentido tan
grato, sino que era como un siniestro redoble de tambores que
señalara sin piedad la caducidad de la vida, e hiciera pensar en la
destrucción de la isla, a la que tragaba el mar, y que la
avisara de esta forma, cuando el día se le había escurrido de las
manos en medio de un sinfin de tareas, de que todo era efimero como
un arco iris; este ruido, pues, desfigurado y oculto bajo otros
sonidos, de repente atronaba en el interior de su cabeza, y le hacía
levantar la mirada víctima de un acceso de terror.
La
conversación había cesado, eso lo explicaba todo. Pasando, en un
segundo, de la tensión que la había agarrotado, al otro extremo,
como para indemnizarla por el gasto superfluo de emoción, se
sintió tranquila, divertida, e incluso un algo maliciosa, pues pensó
que habían plantado al pobre Charles Tansley. Poco le importaba. Si
su marido necesitaba sacrificios (los necesitaba), le ofrecía con
regocijo a Charles Tansley, por haber fastidiado a su niño.
Poco
después, con la cabeza erguida, se quedaba atendiendo, como si
esperara algún ruido familiar, algún sonido mecánico y
regular; después, al oír algo rítmico, algo entre habla y canción,
algo que procedía del jardín, mientras su marido seguía paseando
de un lado a otro de la terraza, algo intermedio entre el croar
y la canción, se persuadió de que todo estaba en orden, y al
bajar la mirada al libro que reposaba en sus rodillas halló algo
que, si ponía mucho cuidado en ello, podría recortar James: una
ilustración de una navaja con seis hojas.
De
repente se oyó un grito, como de un sonámbulo, como de entresueño:
Stormed
at with shot and shell
Lo
oyó como si lo hubieran gritado junto a su oído, y se volvió como
si temiera que alguien estuviera oyéndolo. Sólo estaba Lily
Briscoe, no pasaba nada. Pero ver a la muchacha al otro lado del
jardín, pintando, le hizo pensar en algo: recordó que tenía
que mantener la cabeza en la misma posición para el retrato de
Lily. ¡El retrato de Lily! Mrs. Ramsay se sonrió. Con esos ojillos
rasgados, con tantas arrugas, no se casaría nunca; no había que
tomarse muy en serio lo de su pintura; pero era una muchachita
independiente, y por ese motivo le gustaba a Mrs. Ramsay, así que,
al recordar la promesa, inclinó la cabeza.
4
A
decir verdad, casi le derriba el caballete al acercarse gritando:
«Pero seguimos cabalgando, valientes», aunque,
misericordiosamente, hizo un quiebro, y se alejó galopando para
morir de forma gloriosa, pensó ella, en los altos de Balaclava. No
conocía ejemplo alguno de alguien a la vez tan ridículo y
preocupante. Pero mientras sólo hiciera eso, gesticular, gritar,
estaba tranquila; seguro que no se detendría a mirar el cuadro. Eso
precisamente es lo único que Lily Briscoe no habría soportado.
Incluso cuando consideraba el volumen, la línea, el color, a Mrs.
Ramsay sentada en la ventana con James, mantenía una antena
dirigida al entorno, no fuera a ser que se acercara alguien, y de
repente hubiera alguien mirando el cuadro. Ahora, con los
sentidos alerta, por decirlo de algún modo, mirando, esmerándose,
hasta que conseguía que los colores de la pared y de la más lejana
clemátide ardieran en sus ojos, advirtió que alguien había
salido de la casa, y se acercaba a ella; pero supo, de alguna forma,
por el modo de pisar, que era William Bankes, de manera que, aunque
el pincel acusó un temblor, dejó el lienzo como estaba, no lo
inclinó contra el césped, como habría hecho si hubiera sido Mr.
Tansley, Paul Rayley, Minta Doyle, o prácticamente cualquier
otro. William Bankes se detuvo ante ella.
Se
alojaban en el pueblo, de forma que, yendo y viniendo, despidiéndose
ante la puerta, hablando de sopas, de los niños, de esto y
aquello, se habían convertido en aliados; así, cuando se detuvo
junto a ella, con aquel aire de juez (tenía edad como para poder ser
su padre, dedicado a la botánica, viudo, olía a jabón, muy exacto
y limpio), ella sencillamente no hizo nada. Lo único que hacía era
quedarse junto a ella. Buenos zapatos calza, observó él. No son de
los que aprietan los dedos de los pies. Como se alojaban en la misma
casa, él había observado también que era una mujer muy ordenada;
se levantaba antes de que los demás desayunaran, y salía, creía él
que sola, a pintar. Era pobre, suponía; carecía de los rasgos o el
encanto de Miss Doyle, ciertamente, pero estaba llena de sensatez, lo
que a los ojos de él la hacía muy superior a aquella joven dama.
Por ejemplo, ahora, cuando Mrs. Ramsay caía sobre ellos,
gritando, gesticulando, Miss Briscoe, al menos eso creía él, era
capaz de comprender.
Some
one had blundered
Mr.
Ramsey los miraba enfadado. Era una mirada colérica,
pero no los veía. Eso los hizo sentirse vagamente incómodos.
Habían visto juntos algo que se supone que no deberían haber visto.
Habían invadido la intimidad de alguien. Y eso obligó a Mr. Bankes
a decir casi a continuación que estaba cogiendo frío, y le propuso
que fueran a dar un paseo, pero Lily pensó que se trataba de una
excusa para irse, para alejarse donde no se oyera a nadie. Sí,
aceptó. Pero le costó separar la mirada del cuadro.
La
clemátide era de color violeta intenso, la pared era
sorprendentemente blanca. Creía que era poco honrado no
reflejar fielmente el violeta intenso y el blanco sorprendente,
puesto que así los veía; aunque la moda era, desde la visita
de Mr. Paunceforte, ver todo con matices pálidos, elegantes,
semitransparentes. Y además del color estaba lo de la forma.
Veía ella todo con tanta claridad, con tanta seguridad, cuando
dirigía la mirada a la escena; pero todo cambiaba cuando cogía
el pincel. Era en ese momento fugaz que se interponía entre la
visión y el lienzo cuando la asaltaban los demonios, que, a menudo,
la dejaban a punto de echarse a llorar, y convertían ese trayecto
entre concepción y trabajo en algo tan horrible como un pasillo
oscuro para un niño. Le sucedía con frecuencia: luchaba en
inferioridad de condiciones para mantener el valor; tenía que
decirse: «Lo veo así, lo veo así», para atesorar algún resto de
la visión en el corazón, una visión que un millar de fuerzas se
esforzaba en arrancarle. Así, de aquella forma desabrida y
destemplada, cuando comenzaba a pintar, se apoderaban de ella
estas fuerzas, y se le venían otras cosas a la mente: su propia
incompetencia, su insignificancia, lo de cuidar a su padre en su casa
cerca de Brompton Road; y tenía que hacer un gran esfuerzo para
dominarse y para no arrojarse a los pies de Mrs. Ramsay (gracias a
Dios que hasta el momento había sabido resistirse a estos impulsos)
y decirle, ¿qué se le podría decir?: «¿Estoy enamorada de
usted?» No, no era verdad. ¿«Estoy enamorada de todo esto»,
señalando con la mano el seto, la casa, los niños? Era absurdo, era
imposible. No podía decirse lo que una quería decir. Dejó los
pinceles con mucho cuidado en la caja, bien ordenados, y dijo a
William Bankes:
-De
repente hace frío. Parece como si el sol calentara menos -dijo,
mientras examinaba los alrededores (porque todavía lucía el
sol): la hierba que era todavía de un color verde oscuro, mate;
el follaje de la casa en el que lucían estrellas de las flores de la
pasión de color púrpura; los grajos que dejaban caer
indiferentes graznidos desde el alto azul. Pero algo se movía, algo
destellaba, algo movía un ala de plata en el aire. Después de todo,
estaban en septiembre, a mediados de septiembre, y eran más de las
seis de la tarde. Echaron a caminar por el jardín en la
dirección de costumbre, cruzaron el campo de tenis, dejaron atrás
la hierba de la pampa, llegaron a la abertura en el espeso seto,
flanqueada por dos liliáceas como barras al rojo vivo que brillaran
intensamente entre las que las aguas azules de la bahía parecían
más azules que nunca.
Iban
al mismo lugar casi todas las tardes, como si los moviera alguna
necesidad. Era como si el agua se llevara flotando los
pensamientos que se hubieran estancado en la tierra seca, y les
pusiera velas, y otorgara a los cuerpos alguna suerte de alivio
físico. En primer lugar, el rítmico latido del color inundaba la
bahía de azul, y el corazón se ensanchaba con ello, y el cuerpo se
echaba a nadar; sólo que al instante siguiente se arrepentía,
se detenía y se volvía rígido ante el erizado color negro de
las rugosas olas. Luego, tras el peñasco negro, casi todas las
tardes se levantaba un chorro irregular, y sólo había que quedarse
esperando para sentir la alegría de su presencia: un surtidor de
agua blanca; y además, durante la espera, se quedaba uno mirando la
llegada de las olas sobre la pálida playa semicircular, una tras
otra, que dejaban tras de sí una delicada película de madreperla.
Se
sonreían, allí en pie. Compartían cierta hilaridad, provocada
por el movimiento de las olas; después era el nítido curso de un
velero lo que provocaba la hilaridad: describía su trayecto una
curva en la bahía, se detenía, se estremecía, amaba las velas;
después, como si obedecieran una intuición propia para completar el
cuadro, tras ese movimiento elegante, miraban a las lejanas
dunas, y, en lugar de alegría, descendía sobre ellos cierta
tristeza... porque las cosas estaban ya en parte completas, y en
parte porque los paisajes lejanos parecen sobrevivir a los
observadores un millón de años (pensaba Lily), y parecían
estar ya en comunión con un cielo que contemplase la tierra en
perfecto reposo.
Mientras
miraba hacia las lejanas dunas, William Bankes pensaba en Ramsay:
pensó en una carretera en Westmorland, pensó en Ramsay dando
zancadas solo, en algún camino, rodeado de esa soledad que
parecía serle natural. Pero de repente hubo una interrupción,
recordaba William Bankes (un hecho real), una gallina, que extendía
las alas para proteger a los polluelos, ante lo cual Ramsay se
paró, señaló con el bastón, y dijo: «Bonito..., bonito.» Una
rara luz de su corazón, eso es lo que había pensado Bankes,
algo que demostraba su sencillez, su comprensión hacia lo
humilde; pero le parecía como si su amistad hubiese terminado allí,
en aquel camino. Después, Ramsay se había casado. Y todavía más
tarde, con unas cosas y otras, la amistad se había quedado sin
sustancia. De quién había sido la culpa, no sabría decirlo; sólo
que, tras cierto tiempo, la repetición había ocupado el lugar de la
novedad. Se reunían para repetir. Pero en este mudo coloquio que
sostuvo con las dunas mantuvo que, por su parte, su afecto hacia
Ramsay de ninguna manera había disminuido; pero allí, como el
cuerpo de un joven que hubiera reposado en la turba durante un
siglo, con los labios de color rojo vivo, estaba su amistad, con su
intensidad y su realidad preservadas más allá de la bahía,
entre las dunas.
Le
preocupaba esta amistad, y quizá estaba preocupado también porque
quería descargar su conciencia de esa imputación que se le
había hecho de que era un ser apagado y consumido -porque Ramsay
vivía entre un perpetuo bullicio de chiquillos, mientras que
Bankes no sólo no tenía hijos, sino que además era viudo-, y
quería que Lily Briscoe no desdeñase a Ramsay (a su manera, un gran
hombre), y que comprendiese cómo estaban las cosas entre ellos dos.
Su amistad había comenzado hacía muchos años, pero se había
esfumado en un camino de Westmorland, cuando la gallina extendió las
alas sobre los polluelos; después Ramsay se había casado, y
sus caminos se habían apartado; había habido, ciertamente, sin
culpa de ninguno de los dos, una tendencia a la repetición en sus
encuentros.
Sí.
Así había sido. Terminó. Volvió la espalda al paisaje. Al
volverse, para regresar por el mismo camino, cuesta arriba, Mr.
Bankes advirtió cosas que no le habrían llamado la atención
si las dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los
labios rojos, preservado entre la turba..., por ejemplo: Cam, la más
joven, hija de Ramsay. Cogía flores de mastuerzo marítimo
junto a la orilla. Era libre y valiente. Y no quería darle «una
flor al señor», aunque se lo había pedido la niñera. ¡No, no y
no!, ¡no quería! Cerraba el puño. Daba patadas en el suelo. Mr.
Bankes se sintió viejo y triste, acaso eso le había hecho
sentirse equivocado respecto a su amistad. Seguro que era un
individuo apagado y consumido.
Los
Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pudieran
arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Alimentar a ocho hijos con los
recursos de la filosofía! Aquí había otro, éste era Jasper,
pasaba por allí, iba a disparar a los pájaros, dijo, indiferente;
le dio la mano a Lily, se la estrechó como si fuera una manivela;
esto movió a Mr. Bankes a decir, con amargura, que era ella la
preferida. Y había que considerar lo de la educación (cierto: Mrs.
Ramsay quizá tuviera algo que decir), por no hablar de cuántos
zapatos y calcetines exigían estos «muchachotes»; todos eran
de buena estatura, desgarbados, despreocupados. En cuanto a lo
de saber quién era cada uno, y quién era mayor o más joven que los
demás, eso sí que no sabría decirlo. En privado los llamaba
como a los reyes y reinas de Inglaterra: Cam, La Malvada, James, El
Despiadado; Andrew, El Justiciero; Prue, La Bella -porque Prue
era hermosa, pensó, no podía evitarlo--; Andrew tenía talento.
Mientras caminaba por el camino, y Lily Briscoe decía sí y no, y se
mostraba de acuerdo con los comentarios (porque ella estaba
enamorada de todos, estaba enamorada de este mundo), y él juzgaba el
asunto de Ramsay, se apiadaba de él, lo envidiaba, como si lo
hubiera visto desprenderse de todas aquellas glorias de
aislamiento y austeridad que lo habían coronado en la juventud,
y se hubiera cargado irrevocablemente de nerviosos cuidados y de
cloqueantes costumbres hogareñas. Algo le daban, William Bankes lo
reconocía; habría sido agradable que Cam le hubiera puesto una flor
en el abrigo, o que se le hubiera acercado a mirar por encima del
hombro una estampa de la erupción del Vesuvio, como hacía con su
padre; pero también, los amigos de toda la vida no podían evitar
pensarlo, lo habían destruido un poco. ¿Qué es lo que pensaría
ahora un desconocido? ¿Qué pensaba esta Lily Briscoe? ¿Quién
no se daba cuenta de que empezaba a tener manías,
excentricidades, rarezas?, ¿quizá, incluso, flaquezas? Era
sorprendente que un hombre de su inteligencia se rebajase de esa
forma -quizá ésta era una forma muy grosera de decirlo-, que
dependiera tanto de las alabanzas de los demás. -¡Ah -dijo Lily-,
pero piense en su obra!
Siempre
que ella pensaba en su «obra» la veía ante sí, con toda claridad,
representada por una enorme mesa de cocina.
Andrew
tenía la culpa. Una vez le había preguntado ella que de qué
trataban los libros de su padre. «El sujeto, el objeto y la
naturaleza de la realidad», había respondido Andrew. Y ella exclamó
¡Caramba!, pero no tenía m la menor noción de lo que eso quería
decir. «Piense en una mesa de cocina -le había dicho-, cuando usted
no está presente.»
De
forma que, cuando pensaba en la obra de Mr. Ramsay, lo que veía era
una mesa de cocina muy refregada. La veía ahora sobre una horquilla
del peral, porque acababan de llegar donde los árboles
frutales. Con un intenso dolor de concentración, pensó no en
la rugosa corteza argentina del árbol, ni en las hojas en forma
de pez, sino en una mesa de cocina fantasmal, un tablero de esos
relucientemente limpios y refregados, ásperos y con nudos, cuya
virtud parecían haber hecho pública los muchos años de vigor
invertidos en su limpieza, que estaba allí en medio, con las
cuatro patas al aire. Era natural que si alguien se pasaba toda la
vida viendo las cosas en su esencia más geométrica, esto de reducir
los adorables crepúsculos, las nubes con forma de flamencos y
el azul y la plata, a una mesa de blanco pino con sus cuatro patas
(esto es lo que convertía en algo aparte a las más refinadas
mentes), era lo más natural que no se le pudiera juzgar como a los
demás.
A
Mr. Bankes le gustaba la orden que le había dado: «Piense en
su obra.» Vaya si había pensado en ella. Eran incontables las
veces que se había dicho: «Ramsay es de los que escriben lo
más importante antes de los cuarenta.» Su aportación más
importante a la filosofía consistía en un librito que había
escrito a los veinticinco años; lo que había hecho después
había sido más o menos amplificación, repetición. Pero el número
de hombres que escriben algo relevante sobre cualquier materia es muy
reducido, dijo él, deteniéndose junto al peral, bien peinado,
minuciosamente exacto, exquisitamente ponderado. De repente,
como si el movimiento de su mano lo hubiera liberado, la carga de
impresiones que en ella se habían acumulado acerca de él se
deslizó, y se derramó en un verdadero alud en el que afloró
todo lo que ella pensaba. Ésa era una sensación. A continuación se
elevó entre vapores la esencia del ser de él. Otra sensación.
Se quedó inmóvil a causa de la intensidad de la emoción; era su
severidad, su bondad. Respeto cada uno de sus átomos
(dialogaba con él en silencio): usted no es vano, usted es
completamente impersonal, usted es más refinado que Mr. Ramsay,
usted es el ser humano más refinado que conozco; usted no tiene
esposa ni hijos (aunque sin interés sexual, deseaba ella llevar
alegría a esa soledad); usted vive para la ciencia
(involuntariamente, aparecieron ante los ojos de ella montones
de trozos de patatas); el elogio sería un insulto para usted;
¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero al momento
recordó que se había traído un ayuda de cámara hasta este
remoto lugar; no le gustaba que los perros se subieran a los
sillones; durante horas, sabía dar la lata (hasta que Mr. Ramsay
daba un portazo) con discursos sobre la sal que debían llevar las
verduras, o sobre lo malas que eran las cocineras inglesas.
¿Qué
pensar?, ¿cómo juzgar a las personas?, ¿qué pensar de ellas?,
¿cómo se sumaba esto y aquello para llegar al resultado de si
una persona te gustaba o no? Y en cuanto a esas palabras, después de
todo, ¿qué sentido podía atribuírseles? En pie, inmóvil, junto
al peral, se derramaban sobre ella las impresiones de esos dos
hombres; y seguir sus propios pensamientos era como seguir una
voz que hablara tan aprisa que el lapicero no pudiera seguir la
palabra; pero la voz era la de ella, y decía, sin que nadie se lo
apuntara, cosas evidentes, contradictorias y eternas; de forma
que las grietas y rugosidades del árbol quedaban
irrevocablemente definidas para toda la eternidad. Usted posee
grandeza, pero Mr. Ramsay no. Él es ruin, egoísta, vano, egotista;
lo han mimado; es un tirano; va a matar a Mrs. Ramsay; pero posee (se
dirigía ahora a Mr. Bankes) lo que usted no tiene: una
impertinente falta de tacto social, no se entretiene con
bagatelas, ama a los perros y a sus hijos. Tiene ocho. Usted no tiene
ninguno. ¿Pues no bajó el otro día con dos chaquetas para que Mrs.
Ramsay le cortara el pelo con forma de tazón? Todo esto bailaba
de un lado a otro, como una nube de mosquitos, todos separados,
pero todos admirablemente controlados por una invisible red
elástica: bailaban de un lado a otro en la mente de Lily, en tomo a
las ramas del peral, donde todavía colgaba la representación de la
refregada mesa de pino, el símbolo de su intenso respeto por la
mente de Mr. Ramsay; esto duró hasta el punto en que el pensamiento,
que se revolvía cada vez más y más aprisa, estalló a causa de su
propia intensidad; se oyó un disparo, y apareció, huyendo de
los perdigones, una tumultuosa banda de asustados y efusivos
estorninos.
«¡Jasper!»,
exclamó Mr. Bankes. Se volvieron hacia donde volaban los estorninos,
sobre la terraza. Siguiendo a los rápidos estominos, que se
dispersaban en el cielo, se introdujeron por la abertura del
seto, y se dieron de bruces con Mr. Ramsay, quien con trágica
resonancia exclamó: «¡Alguien había cometido un error!»
Aquellos
ojos, velados por la emoción, con desafiante intensidad
trágica, buscaron los suyos durante un segundo, y temblaron al borde
del reconocimiento, pero entonces comenzó a llevarse la mano
hacia la cara como para desviar, para rechazar, en la agonía de una
mezquina vergüenza, la mirada de ellos, como si les suplicara que
evitaran por un momento lo que él sabía que era inevitable, como si
quisiera forzarlos a aceptar ese resentimiento infantil que le
causaban las interrupciones, que incluso en el momento del
descubrimiento no iba a ceder, sino que iba agarrarse a algo que
era propio de esta deliciosa emoción, esta impura rapsodia que le
avergonzaba, y entonces dio media vuelta ante ellos, como si diera un
portazo para refugiarse en su intimidad; y Lily Briscoe y Mr. Bankes
miraron algo inquietos hacia el cielo, y advirtieron que la
bandada de pájaros que Jasper había alborotado con la carabina ya
se había posado en las copas de los olmos.
5
-E
incluso si mañana no hiciera bueno -dijo Mrs. Ramsay,
levantando la mirada cuando pasaban ante ella William Bankes y Lily
Briscoe-, habrá más días. Y ahora -dijo, mientras pensaba en que
lo que tenía bonito Lily eran los ojos orientales, rasgados, en
aquella carita arrugada y pálida, pero que sólo un hombre
inteligente se fijaría en ellos- estáte quieto, que voy a medir el
calcetín. -Porque, después de todo, quizá podrían ir al Faro, y
tenía que ver si el calcetín necesitaba una pulgada o dos más
de largo.
Sonriendo,
porque en ese mismo momento acababa de ocurrírsele una idea
extraordinaria -que William y Lily podrían casarse-, cogió el
calcetín de lana color de brezo, con sus agujas cruzadas en la parte
superior, y lo midió sobre la pierna de james.
-Cariño,
estáte quieto -dijo, porque no quería hacer de maniquí para el
niño del torrero, tenía celos, James no dejaba de moverse
intencionadamente; y si no se estaba quieto, ¿cómo iba a medir?,
¿era corto?, ¿largo?, se preguntaba.
Levantó
la mirada, ¿qué demonio se había apoderado de él, del benjamín,
de su adorado?; se fijó en la habitación: las sillas, pensó que
estaban francamente deterioradas. Las tripas, como había dicho
Andrew unos días antes, estaban esparcidas por el suelo; pero
¿para qué, se preguntaba, comprar sillas buenas y dejarlas allí
durante todo el invierno, al cargo de una anciana, cuando la casa
entera rezumaba humedad? No importa, el alquiler era exactamente de
dos peniques y medio; a los niños les encantaba; a su marido le
venía muy bien estar a tres mil millas de distancia (trescientas
millas, para ser precisa) de su biblioteca, de las clases y de los
alumnos; y había sitio para los visitantes. Esteras, camas
portátiles, inestables sillas fantasmales y mesas que ya habían
cumplido una larga vida de servicio en Londres; todo esto podía
volver a ser útil aquí; y una o dos fotografias, y los libros. Los
libros, pensó, crecen solos. Nunca tenía tiempo para leer. ¡Ay!,
incluso los libros que le habían regalado, y con dedicatoria
autógrafa del poeta: «A aquella cuyos deseos son órdenes...»
«A la feliz Helena de nuestros tiempos...» Era triste reconocer que
no los había leído. Estaba el de Croom, su estudio sobre la Mente;
y los estudios de Bates sobre las Costumbres Primitivas en
Polinesia («Estáte quieto, cariño», dijo); no, no podía
enviarlos al Faro. Llegará el momento, pensó, en que la casa se
deterioraría tanto que habrá que hacer algo. Si por lo menos
se limpiaran los pies, y no se trajeran con ellos toda la playa a
casa, eso al menos ya sería algo. Los cangrejos estaba dispuesta a
aceptarlos, si Andrew de verdad deseaba diseccionarlos; o si
Jasper se empeñaba en hacer sopa con algas, eso ella no podía
impedirlo; o los objetos de Rose: conchas, juncos, piedras;
tenían talento, sus hijos, pero eran talentos diversos. El
resultado era, suspiró, mientras incluía en el resultado toda
la habitación, desde el techo hasta el suelo, sosteniendo el
calcetín contra la pierna de James, que las cosas se deterioraban
cada vez un poco más, un verano tras otro. La estera se descoloraba,
el papel de las paredes se desprendía. Ya no se distinguía si el
dibujo eran unas rosas. Más aún, si las puertas se quedaban siempre
abiertas, y si no había ni un cerrajero en toda Escocia que supiera
reparar una cerradura, entonces estaba claro que las cosas tenían
que estropearse. ¿De qué servía poner un hermoso chal de lana de
Cachemira por el borde de un marco? En dos semanas habría
adquirido un color de sopa de guisantes. Pero lo que le
fastidiaba eran las puertas, nadie cerraba una sola puerta. Prestó
atención. La puerta del salón estaba abierta, se oía como si
las puertas de las habitaciones estuvieran abiertas, y seguro que la
ventana del rellano estaba abierta, porque ella misma la había
abierto. Las ventanas tenían que estar abiertas; y las puertas,
cerradas; era así de sencillo, ¿por qué no lo recordaría nadie?
Por la noche entraba en las habitaciones de las criadas, y las
encontraba cerradas a cal y canto como si fueran hornos, excepto la
de Marie, la muchacha suiza, que antes prescindía del lavado que del
aire fresco: en su patria, había dicho: «son tan hermosas las
montañas». La noche anterior había dicho eso mientras miraba por
la ventana con los ojos llenos de lágrimas. «Son tan hermosas
las montañas.» Su padre agonizaba allí. Mrs. Ramsay lo sabía.
Las dejaba huérfanas. Refunfuñando y enseñando a hacer las
cosas (cómo hacer las camas, cómo abrir las ventanas, con manos que
se abrían y cerraban con gestos de francesa), todo se había plegado
en tomo a ella, cuando hablaba: como cuando tras un vuelo bajo el
sol, las alas del pájaro se pliegan, y el azul de las plumas pasa
del brillo del acero al púrpura claro. Se quedó callada, porque no
había nada que decir. Tenía cáncer de garganta. Al recordarlo,
cómo se había quedado allí, cómo la muchacha había dicho:
«En mi patria, son tan hermosas las montañas», y que no había
esperanza, ninguna, tuvo un gesto de irritación, y le dijo a James,
con severidad:
-Quieto,
deja de moverte -de forma que el niño se dio cuenta al momento de
que estaba enfadada de verdad, y estiró la pierna, y pudo medir
el calcetín.
Al
calcetín le faltaba, por lo menos, media pulgada, teniendo en
cuenta que el niño de Sorley no estaría tan desarrollado como
james.
-Muy
corto -dijo-, demasiado.
Nunca
hubo otra cara con semejante expresión de tristeza. En la oscuridad,
amarga y negra, a medio camino, en el rayo que cruzaba de la luz a la
más profunda oscuridad, acaso brotó una lágrima, una lágrima
cayó; las aguas, inestables, la recibieron, luego se calmaron.
Nunca hubo una cara con semejante expresión de tristeza.
Pero
¿sólo era asunto del aspecto?, se preguntaba la gente. ¿Qué había
detrás de ello, de su belleza, de su esplendor? ¿Se había volado
la cabeza, había muerto una semana antes de casarse, aquel otro,
aquel otro amante anterior, del que aún llegaban rumores? ¿O no era
nada?, ¿nada excepto una belleza incomparable que había dejado
atrás en una vida que ya no podía alterar? Porque aunque para ella
habría sido muy fácil, cuando se hablaba ante ella en momentos de
mucha intimidad de grandes amores, de amor no correspondido, de
ambiciones frustradas, habría sido fácil decir que lo había
conocido, que lo había sentido, pero invariablemente se
callaba. Lo sabía, sabía todo sin haber estudiado. Su
sencillez acertaba donde los inteligentes se confundían. La
singularidad de su mente, que le hacía caer directa, a plomo,
como una piedra, que le hacía aterrizar con la precisión de un ave,
le otorgaba de forma natural esta caída, este descenso en picado
del espíritu sobre la certeza; un descenso que complacía,
tranquilizaba e inspiraba confianza, quizá falsamente.
(«Poco
barro le ha quedado a la naturaleza -dijo Mr. Bankes, en una
ocasión, mientras hablaba con ella por teléfono, y muy afectado por
la conversación, aunque sólo le decía algo sobre un tren- del que
utilizó para moldearla a usted.» Se la imaginaba al otro lado de la
línea telefónica, griega, con los ojos azules, la nariz recta. Qué
incongruente parecía eso de hablar por teléfono con una mujer así.
Parecía como si las Gracias se hubieran reunido y hubieran trabajado
juntas en campos de asfódelos para crear esa cara. Sí, claro,
cogería el de las diez y media en Euston.
«Pero
tiene la conciencia de su belleza que tendría un niño», se dijo
Mr. Bankes mientras colgaba el teléfono, y cruzaba la
habitación para ver cómo avanzaban las obras de un hotel que
estaban construyendo en la parte de atrás de su casa. Pensaba en
Mrs. Ramsay mientras contemplaba cómo se afanaban en terminar el
trabajo de las paredes. Siempre, pensó, había algo que luchaba de
forma incongruente contra la armonía de su cara. Podía ponerse un
sombrero como de cazador furtivo de ciervos, o echaba a correr en
chanclos para rescatar a un niño que estaba en peligro en el otro
extremo del jardín. De forma que si uno recordaba sólo su belleza,
debía recordar asimismo aquel temblor, la propia vida -subían
ladrillos sobre una tabla mientras observaba-, e introducirla en
el cuadro; o si uno pensaba en ella sencillamente como mujer tenía
que dotarla con cualquier extravagancia rara; o imaginarse algún
deseo oculto, para despojarla de su regia forma, como si su propia
belleza la aburriera, y todo lo que los hombres dicen de la belleza,
y como si ella quisiera ser como el resto de la gente,
insignificante. No lo sabía. No lo sabía. Tenía que volver al
trabajo.)
Todavía
tejía el calcetín de lana de color castaño rojizo, con la cabeza
perfilada absurdamente por el dorado del marco, por el chal
verde que había extendido por el borde del marco, y la obra maestra
auténtica de Miguel Ángel, cuando Mrs. Ramsay suavizó lo que hacía
un momento había sido aspereza; levantó la cabeza, y besó al niño
en la frente: « Vamos a buscar otra ilustración para
recortar», dijo.
6
Pero
¿qué es lo que había sucedido?
Alguien
había cometido un error.
Interrumpidas
sus divagaciones, se sobresaltó y dio sentido a esas palabras
que durante un rato le había parecido que no tenían sentido:
«Alguien había cometido un error.» Fijó sus ojos miopes en su
marido, que se acercaba ominosamente hacia ella; lo miró
fijamente hasta que la proximidad le reveló (el estribillo se
concertó en su mente) que algo había su- cedido, alguien había
cometido un error. Pero ni en toda su vida habría averiguado ella de
qué se trataba.
Temblaba,
se estremecía. Toda su vanidad, su satisfacción por el esplendor
propio durante la cabalgada, mientras cargaba como un rayo
destructor, fiero como un halcón a la cabeza de sus hombres,
todo eso se había conmocionado, había sido destruido. Caían sobre
ellos bombas y metralla, pero seguimos cabalgando valientes,
rápidamente por el valle de la muerte, disparaban, atronaban los
cañones, hasta encontrarnos con Lily Briscoe y William Bankes.
Temblaba, se estremecía.
Por
nada del mundo le habría dirigido la palabra, al darse cuenta, por
las señales conocidas -la mirada desviada, y una impresión general,
como si se ocultara, y necesitara intimidad, para recobrar el
equilibrio-, de que se sentía ultrajado y ofendido. Acarició la
cabeza de James, y le transmitió lo que sentía hacia su marido; y,
mientras observaba cómo pintaba de color amarillo una blanca
camisa de vestir de caballero del catálogo del economato de la
armada y del ejército, pensaba en lo maravilloso que sería si se
convirtiera en un gran artista, y, ¿por qué no? Tenía una hermosa
frente. Luego, al levantar la mirada hacia su marido que pasaba
junto a ella de nuevo, la alivió comprobar que un velo había
ocultado la catástrofe; había triunfado el instinto hogareño;
el hábito salmodiaba sus ritmos tranquilizadores, de forma que
cuando se detuvo deliberadamente, cuando apareció de nuevo,
junto a la ventana, y extraña y caprichosamente se inclinó
para hacer cosquillas a James en la pantorrilla con una ramita
que había cogido, ella le reprochó el haberse librado de «ese
pobre joven», Charles Tansley. Tansley se había ido porque
tenía que escribir su memoria, dijo él.
-Lo
mismo que james tendrá que escribir la suya uno de estos días
-agregó, irónicamente, moviendo la ramita.
Como
odiaba a su padre, James apartó la ramita, con la que Mr. Ramsay con
ese estilo peculiar, compuesto de severidad y humor, hacía
cosquillas en la pierna desnuda de su hijo.
Pretendía
terminar con este aburrido tejer de calcetines para llevarlos al día
siguiente al niño de Sorley, dijo.
No
había ni la más pequeña posibilidad de ir al día siguiente
al Faro, dijo irascible Mr. Ramsay.
¿Cómo
estaba tan seguro?, preguntó, a veces cambiaba el viento.
La
extraordinaria irracionalidad de la observación y la estupidez
de la mente femenina le enfurecían. Había cabalgado por el valle de
la muerte, había temblado y se había estremecido; y ahora ella
desafiaba los hechos, y hacía concebir a sus hijos esperanzas vanas;
peor aún: mentía. Dio una patada al escalón. «Maldita seas»,
dijo. Pero ¿qué es lo que había dicho? Sencillamente que mañana
podría hacer bueno. Y podría.
No
con la bajada del barómetro y con el viento soplando del oeste.
Buscar
la verdad con tan asombrosa falta de consideración hacia los
sentimientos de los demás, rasgar los tenues velos de la
civilización con tanta insolencia, tan brutalmente, le parecía a
ella que era un horrible ultraje contra la decencia humana, y, sin
contestar, sorprendida y cegada, bajó la cabeza, como para
dejar pasar el turbión de granizo, la bocanada de agua sucia, y que,
sin protesta, la salpicara. No había nada que decir.
Se
quedó callado junto a ella. Muy humildemente, tras largo rato,
dijo que si quería podía ir a preguntárselo a los guardacostas.
A
nadie reverenciaba tanto como a él.
Estaba
más que dispuesta a creerlo, dijo. Sólo que entonces no tenía
que preparar emparedados, eso era todo. Se acercaban a ella,
todo el día, incesantemente, porque era mujer: que si esto, que si
aquello; uno quería esto; otro, lo de más allá; los niños
crecían; a veces se sentía como si no fuera nada más que una
esponja empapada de emociones humanas. Y entonces venía él y
la maldecía. Él decía que iba a llover. Él decía que no iba
a llover; y al momento el cielo y la confianza se abrían ante ella.
A nadie reverenciaba más. Pensaba que no era digna de atarle
los cordones de los zapatos.
Avergonzado
de su mal humor, de la gesticulación de las manos cuando dirigía la
carga de los soldados, Mr. Ramsay, torpemente, volvió a hacer
cosquillas una vez más en la pierna de su hijo, y después,
como si ella le hubiera dado permiso, con un movimiento que
extrañamente le recordó a su esposa el viejo león marino del
zoo, cuando se echaba hacia atrás después de comer la ración de
pescado, y rodaba de forma que el agua de la piscina hiciera
olas, se sumergió en el aire de la tarde, que ya era muy denso, y
despojaba de sustancia las hojas y los setos; pero, como
compensación, quizá, les devolvía a las rosas y claveles un lustre
que no habían tenido durante el día.
«Alguien
había cometido un error», volvió a decir, mientras paseaba
por la terraza dando grandes zancadas.
¡Pero
cómo había cambiado el tono! Era como el del cuclillo, «que
en junio sigue todo vientecillo»»; como si estuviera buscando,
a tientas, alguna frase para un nuevo estado de ánimo, y como si
sólo tuviera ésta a mano, y la usara, aunque no fuera muy buena.
Pero sonaba ridícula: «Alguien había cometido un error», así la
repetía, casi como una pregunta, sin convicción, melodiosamente.
Mrs. Ramsay no pudo evitar una sonrisa, y pronto, seguro, se le
oiría tararearla de un lado a otro, y luego la dejaría, se quedaría
callado.
Estaba
bien, la intimidad se había restaurado. Se detuvo para encender la
pipa, miró hacia su esposa e hijo en la ventana, y del mismo
modo que alguien levanta la vista de la página que lee cuando va en
un tren expreso, y ve en una granja, un árbol y un grupo de casas,
como en una ilustración, la confirmación de algo leído en la
página impresa a la que se regresa al momento, fortificado,
satisfecho; de igual forma, sin fijarse ni en su esposa ni en su
hijo, el verlos lo fortificó, lo satisfizo, y consagró sus
esfuerzos a la resolución del problema que consumía la energía
de su brillante mente.
Era
una mente privilegiada. Porque si el pensamiento es como el teclado
de un piano, dividido en otras tantas notas, o como el abecedario,
que se organiza en veintisiete letras, todas en su orden, entonces su
espléndida mente no tenía dificultad en recorrer esas letras
una tras otra, con firmeza y precisión, hasta llegar, por ejemplo, a
la letra Q Llegaba a la Q. Muy poca gente en toda Inglaterra llegaba
en el curso de su vida a la Q. Y aquí, deteniéndose brevemente
junto a la urna de piedra que contenía unos geranios, vio, pero
ahora como si estuvieran muy, muy lejos, como niños que cogieran
conchas, divinamente inocentes y ocupados en las fruslerías que
había a sus pies, y, en cierto modo, completamente indefensos contra
una amenaza que él sí advertía, a su esposa y su hijo allí,
juntos, en la ventana. Necesitaban su protección, y él se la
daba. Pero ¿después de la Q? ¿Qué hay a continuación?
Después de la Qhay todavía unas letras, la última de las cuales es
apenas visible para los ojos mortales, pero ofrece un destello rojo a
lo lejos. Sólo un hombre de cada generación llega a la letra
Z. De forma que si él pudiera llegar a la R, eso ya sería mucho. Al
menos la Qsí estaba aquí. No tenía dudas respecto de la Q
Podía demostrar la Q Y si la Qes la Q.., la R. Y al llegar aquí
vació la pipa, dando dos o tres golpes sonoros en el cuerno del
carnero que formaba el asa de la urna, y continuó: «Entonces R...»»
Cogió aliento, apretó las mandíbulas.
Acudieron
en su ayuda esas cualidades que habrían salvado la vida a toda
la tripulación de un barco, reducida a una dieta de seis galletas y
una garrafa de agua, sometida a la mar airada: paciencia y sentido de
la justicia, previsión, dedicación, destreza. Pues R es, ¿qué
es R?
Un
pliegue, como el rugoso párpado de un lagarto, se agitó sobre
la intensidad de su mirada, y oscureció la letra R. En ese instante
de oscuridad oyó lo que decía la gente: que era un fracasado, que
nunca entendería lo de la R. Que nunca llegaría a entender el
problema de la R. Pero, vuelta con la R, otra vez. R...
Las
cualidades que en una solitaria expedición que cruzara las
heladas tierras estériles de la región polar lo habrían convertido
en el dirigente, en el guía, en el consejero; cuyo carácter, ni
colérico ni despótico, se distingue porque sabe analizar con
ecuanimidad lo que hay, porque sabe enfrentarse con los hechos,
de nuevo acudieron en su ayuda. R..
El
ojo del lagarto parpadeó de nuevo. Se hicieron visibles las venas de
la frente. El geranio de la urna se volvió sorprendentemente
visible; y expuesta, entre las hojas, advirtió, sin desearlo,
aquella antigua y evidente división entre dos clases diferentes de
hombres: por una parte los constantes, dotados de fuerzas
sobrehumanas, quienes, con fatiga y perseverancia, repiten el
abecedario en su orden, las veintisiete letras, de principio a fin;
por otra parte los que tienen talento, los inspirados, quienes
de forma milagrosa reúnen todas las letras de golpe, los genios. No
era un genio, no podía pretenderlo; pero tenía, o podía haber
tenido, aquel poder para repetir todas las letras del abecedario
de la A a la Z. Pero, mientras tanto, estaba atascado en la Q.
Adelante, a la R.
Esa
sensación, que no habría sido funesta para un dirigente que,
ahora que ya ha comenzado a nevar, y la cumbre de la montaña estaba
cubierta de niebla, sabe que debe acostarse y morir antes del
amanecer, le sobrevino subrepticiamente, aclarando el color de
sus ojos, y tiñéndolo a él, en los dos minutos que le duraba
recorrer la terraza, con el ajado color de la vejez. Pero él no iba
a morir en la cama, ya hallaría algún barranco; y allí, con
los ojos fijos en la tormenta, intentando hasta el último
momento perforar la oscuridad, moriría en pie. Nunca llegaría
a la R.
Se
quedó en pie completamente inmóvil, junto a la urna del geranio que
sobresalía. Pero, después de todo, se preguntaba ¿cuántos
hombres en un millar de millones llegan hasta la Z? Seguro que el
capitán de una empresa condenada al fracaso puede hacerse esa
pregunta; y puede responderse, sin por eso traicionar a quienes lo
acompañen: «acaso uno». Uno de cada generación. Siempre y cuando
hubiera trabajado honradamente, no hubiera regateado esfuerzos, y
hubiera llegado al límite de su fuerza, ¿podría censurársele
que no fuera él ese uno? ¿Y cuánto duraría su fama? Se le
autorizaría acaso a un héroe agonizante que pensase antes de morir
en cómo hablará la posteridad de él. Quizá su fama dure dos
millares de años. Pero ¿qué son dos millares de años? (se
preguntaba irónicamente Mr. Ramsay mientras miraba atentamente el
seto). Y si se mira desde la cumbre del presente hacia los vastos
eriales del pasado, ¿qué son? Cualquier piedra a la que se dé un
puntapié sobrevivirá a la fama de Shakespeare. Su lucecita
acaso brille con luz propia uno o dos años, y después se fundirá
en una luz de mayores proporciones, y después en otra aún mayor.
(Miraba hacia la oscuridad, entre los intrincados tallos.)
¿Quién censuraría al capitán de esa empresa condenada al
fracaso si, después de todo, hubiera subido lo suficiente como
para poder ver el erial de los años y la muerte de las estrellas;
si, antes de que la muerte agarrotara sus miembros y no pudiera
moverse, de manera deliberada, se llevase los entumecidos dedos hasta
la frente, y se cuadrase, de forma que cuando el grupo de rescate
llegara y lo hallara muerto en su puesto viera la hermosa imagen de
un soldado? Mr. Ramsay se cuadró y se quedó muy rígido junto
a la urna.
¿Quién
lo censuraría si, quedándose inmóvil un momento, se demorase
en la fama, en las expediciones que acudirían a rescatarlo, en los
monumentos fúnebres que se erigirían sobre sus huesos por los
agradecidos discípulos? En fin, ¿quién censuraría al dirigente de
la expedición condenada al fracaso, si, tras haberse arriesgado
hasta el límite, y tras haber puesto toda la fuerza en ello, hasta
el último gramo, hasta quedarse dormido sin saber si se despertará
o no, advirtiera ahora, a causa de unos pinchazos en los dedos
de los pies, que estaba vivo, y que eso de vivir no le desagradaba
nada, y que necesitaba consuelo, whisky, y alguien a quien contarle
inmediatamente sus penalidades? ¿Quién lo censuraría? ¿Quién no
se regocijaría íntimamente cuando el héroe se quitara la
armadura, se detuviera junto a la ventana, y se quedara mirando
a su esposa e hijo, quienes, distantes al comienzo, se acercarían
poco a poco, hasta que los labios y el libro y la cabeza estuvieran
ante él, aunque todavía amables y como desconocidos a causa de la
intensidad de su aislamiento, y del erial de los tiempos y de la
muerte de las estrellas? Finalmente, tras guardar la pipa en el
bolsillo, inclinada la magnífica cabeza ante ella, ¿quién lo
censuraría si rindiera homenaje a la belleza del mundo?
7
Pero
su hijo lo odiaba. Lo odiaba por acercarse a ellos, por creerse
superior, lo odiaba por interrumpir, lo odiaba por la ampulosidad y
lo sublime de los gestos, por la espléndida cabeza que tenía, por
su precisión y egotismo (ahí estaba otra vez, exigiendo que le
prestaran atención), pero, sobre todo, lo odiaba por los chirridos y
trinos de sus emociones que, vibrando por toda la habitación,
perturbaban la perfecta sencillez y buen sentido de las
relaciones con su madre. Esperaba que, si se quedaba mirando con toda
atención la página, se fuera; confiaba en llamar la atención de su
madre si señalaba una palabra con el dedo; su madre, para su enfado,
se quedaba paralizada cuando aparecía su marido. Pero no. Nada
obligaría a Mr. Ramsay a moverse. Se quedaba, y exigía consuelos.
Mrs.
Ramsay, que había estado reclinada, con el brazo sobre su hijo,
se irguió, y, medio vuelta, pareció que fuera a levantarse;
fue como si hubiera enviado verticalmente al aire una lluvia de
energía, una columna de rocío, que pareciera a la vez animada y
viva, como si su energía se hubiera fundido con una fuerza con
brillo y luz propios (aunque estaba sentada, y había cogido el
calcetín de nuevo); y como si en esta deliciosa fecundidad, en este
surtidor y fuente de la vida, se hundiera la funesta esterilidad
masculina, punzante pico de bronce, estéril y desnudo. Quería
consuelos. Era un fracasado, dijo. Destellaron las agujas de
Mrs. Ramsay. Mr. Ramsay, sin dejar de mirarla a la cara, repitió lo
que había dicho: que era un fracaso. Le devolvió las palabras en un
suspiro. «Charles Tansley...», dijo. Pero él quería más. Lo
que necesitaba era consuelo: en primer lugar, que le aseguraran que
era un genio, y, a continuación, que lo introdujeran en la
esfera de la vida, que lo acogieran y calmaran, que le hicieran
recobrar la sensatez, que la esterilidad se convirtiera en
fertilidad, y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de
vida: el salón, la cocina tras el salón, los dormitorios sobre la
cocina, y más allá, los cuartos de juegos de los niños; había que
acomodarlos, llenarlos de vida.
Charles
Tansley pensaba que era el metafisico más importante de su
época, dijo ella. Pero él quería algo más. Quería consuelos.
Deseaba que le aseguraran que estaba en el centro de la vida, que lo
necesitaban; y no sólo aquí, en todo el mundo. Las agujas
destellaban, y ella, confiada, erguida, creaba el salón y la
cocina, los iluminaba; y le dijo que se calmara, que entrara y
que saliera, que se divirtiera. Se reía, tejía. Entre las
rodillas de ella, muy envarado, James advertía cómo ardía en
llamas toda la fuerza de ella para que la bebiera y sofocara el
punzante pico de bronce, la yerma cimitarra del macho, que, una
vez tras otra, golpeaba inmisencorde, exigiendo consuelo.
Era
un fracasado, repetía. Sí, mira, toca. Destellaron las agujas; tras
echar una breve mirada alrededor, más allá de la ventana, al propio
James, le aseguró, sin sombra de duda, con su risa, con su actitud,
con su eficacia (al igual que la niñera que lleva una luz al
dormitorio a oscuras tranquiliza al niño inquieto), que era real,
que la casa estaba llena, que el jardín florecía. Si tuviera en
ella una fe incondicionada, nada lo heriría; por muy hondo que se
enterrara, o por muy alto que escalara, ni durante un segundo estaría
sin ella. Así, alardeando de su capacidad para amparar y
proteger, apenas había un fragmento de ella misma que le
sirviera para conocerse; todo lo gastaba con generosidad; y
James, rígido entre las rodillas, sentía como si ella floreciera al
modo de un frutal cargado de frutos rosados, lleno de hojas y de
ramas bailarinas, en el que el punzante pico de bronce, la árida
cimitarra del padre, el egotista, se hundía y golpeaba, mientras
exigía consuelo.
Lleno
de las palabras de ella, como el niño que se aparta satisfecho,
dijo, finalmente, mirándola con humilde gratitud, restaurado,
renovado, que iba a dar un paseo, a ver a los niños jugar al
críquet. Se fue.
Al
momento, Mrs. Ramsay pareció recogerse sobre sí misma, un
pétalo tras otro, y todo el edificio se recogió sobre sí mismo,
exhausto, de forma que sólo le quedó fuerza para mover un dedo, con
el exquisito abandono del cansancio, por la página del cuento de
hadas de Grimm, mientras latía en ella, como el pulso de una
primavera que ha alcanzado su expansión máxima y ahora
delicadamente deja de latir, el rapto de la creación lograda.
Cada
latido de este pulso parecía, al alejarse él, incluirla a ella y a
su marido, y parecía dar a cada uno ese solaz que dos notas
diferentes, una alta, otra baja, que sonaran a la vez, parecen
ofrecerse una a otra al combinarse. No obstante, al apagarse la
resonancia, al volver al cuento de hadas, Mrs. Ramsay se sintió
no sólo fisicamente cansada (siempre le ocurría después, nunca en
el momento), sirio como si la fatiga se hubiera teñido
vagamente de alguna sensación desagradable que tuviera otra causa. Y
no es que, al leer en voz alta la historia de la mujer del
pescador, ella no supiera exactamente de dónde procedía; ni se
permitió traducir a palabras su insatisfacción, cuando se dio
cuenta, al pasar la página -cuando se detuvo y oyó aburrida,
ominosamente, cómo rompía una ola-, de dónde procedía: no le
gustaba, ni un segundo, sentirse mejor que su marido; más aún,
no podía soportar no estar completamente segura, cuando hablaba con
él, de la verdad de lo que decía. Las universidades y personas que
lo necesitaban, las conferencias y los libros que eran tan
importantes, ni se le ocurría por un momento dudar de nada de
esto; pero lo que la desazonaba era su relación, y el acercarse
a ella así, abiertamente, para que lo viera todo el mundo; porque
entonces la gente diría que dependía de ella; cuando todos debían
saber que de los dos era él infinitamente más importante; y que lo
que ella daba al mundo, en comparación con lo que daba él, era
una insignificancia. Pero, claro, además estaba lo otro, lo de no
ser capaz de decirle la verdad, por ejemplo, respecto de lo del
tejado del invernadero, y lo que iba a costar repararlo, unas
cincuenta libras, quizá; y luego estaba lo de sus libros, y el
temor de que él pudiera enterarse de que ella sospechaba que
este último no había sido quizá el mejor que hubiera escrito en su
vida (lo había deducido de algún comentario de William
Bankes); y también lo de ocultarle cosillas sin importancia, y que
se dieran cuenta los niños, y la carga que era para ellos; esto es
lo que empañaba toda alegría, la pura alegría, la de las dos
notas que sonaban juntas, y dejaba que el sonido lúgubremente
desafinado se apagara en su oído.
Oscureció
la página una sombra, levantó la mirada. Era Augustus Carmichael,
que pasaba arrastrando los pies, justamente ahora, en el momento
en que tan doloroso era que le recordaran lo inadecuado de las
relaciones humanas, que ni el más perfecto dejaba de tener defectos,
y no pudo sufrir el examen que, como quería a su marido, con su
pasión por la sinceridad, hizo de sí misma; cuando era tan
doloroso sentirse rea de nulidad, y ajena a sus propias funciones por
mentiras y exageraciones; justo en este momento, en que más se
consumía innoblemente en medio de su exaltación, fue cuando
pasó Mr. Carmichael arrastrando los pies, con las zapatillas
amarillas, y algún demonio propio la obligó a decir cuando pasaba:
-¿Va
a casa, Mr. Carmichael?
8
No
dijo nada. Tomaba opio. Los niños decían que el opio volvía rubia
la barba. Quizá. Lo que sí le parecía evidente es que el pobre era
un infeliz, y que se venía con ellos todos los años para huir de
algo; y año tras año ella se sentía igual; él no confiaba en
ella. Le había dicho: «Voy al pueblo, ¿quiere sellos, papel de
cartas, tabaco?», y él se limitó a quedarse parpadeando. No
confiaba en ella. Era obra de su mujer. Recordaba la inquina que
le tuvo su mujer a Mr. Carmichael, y lo intransigente que era aquella
mujercita detestable a quien había visto con sus propios ojos
echarlo del minúsculo alojamiento de St. John's Wood. Era
desordenado, se manchaba, y era todo lo pesado que pudiera ser un
anciano sin nada que hacer en el mundo; lo había echado de casa.
Dijo, con aquella voz tan desagradable: «Sí, Mrs. Ramsay, creo
que tenemos que hablar», y Mrs. Ramsay tuvo que escuchar, como si
ocurriera ante sus ojos, una relación de las incontables
desdichas de la vida de él. ¿Tenía dinero para comprar tabaco?
¿Tenía que pedírselo a ella?, ¿media corona?, ¿dieciocho
peniques? Ay, no quería ni pensar en las humillaciones por las que
le había hecho pasar. Ahora la evitaba (nunca supo por qué,
excepto que, de forma inconcreta, seguro que tenía que ver con
aquella mujer). Él nunca le dijo nada. Pero ¿qué otra cosa podría
haber hecho ella? Tenían siempre una habitación soleada para él.
Los niños eran amables con él. Nunca dio ella muestras de que no
quisiera que estuviera con ellos. Hasta se esforzaba en ser
amable. ¿Quiere sellos, tabaco? Creo que este libro le gustará...,
etcétera. Y después de todo -después de todo (aquí,
insensiblemente, ella se refugió en sí misma, fisicamente; se
le hizo presente, cosa rara, el sentido de su propia belleza}-,
después de todo, a ella no le costaba nada que la gente se fijara en
ella; por ejemplo, George Manning, Mr. Wallace, famosos y todo,
se acercaban a visitarla por las tardes, y se quedaban charlando
junto al fuego. Sabía llevar con elegancia la antorcha de la
belleza, y se sabía bella; exhibía esta antorcha con orgullo
dondequiera que entrara; y, después de todo, por mucho que hiciera
por velarla, y por mucho que le disgustara la monotonía que eso le
imponía, la belleza era evidente. La habían admirado. La habían
amado. Había entrado en velatorios. Había visto llorar. Hombres y
mujeres, liberados de sus preocupaciones, se habían consentido
ante ella el consuelo de la sencillez. La hería que él la evitara.
Le dolía. No era claro, no estaba bien. Eso es lo que le importaba:
que se agregara esto al enfado con su marido; tenía la sensación,
ahora, al pasar Mr. Carmichael arrastrando las zapatillas
amarillas, con un libro bajo el brazo, asintiendo con la cabeza,
de que no se fiaba de ella; y pensaba que todos sus deseos de dar, de
ayudar, eran pura vanidad. Era por amor propio por lo que tan
ansiosamente se empeñaba en dar, en ayudar; para que la gente
dijera: «¡Oh, Mrs. Ramsay!, querida Mrs. Ramsay... ¡Claro que sí,
Mrs. Ramsay!» Para que la necesitaran y la buscaran y la admiraran.
¿No era éste su más secreto deseo?, y, por lo tanto, ¿no era
lógico que, cuando Mr. Carmichael la evitaba, como acababa de
hacer, y fuera a ocultarse en cualquier rincón donde se dedicaba a
hacer crucigramas inacabablemente, no sólo se sintiera desdeñada y
contrariada, sino que se le hiciera sentir la mezquindad de una parte
de ella, y de las relaciones humanas?; y estas relaciones, en el
mejor de los casos, qué imperfectas son, qué despreciables,
qué egoístas. Marchita, agotada (las mejillas hundidas, el cabello
cano), quizá la imagen de su belleza ya no alegraba a nadie, mejor
sería que se dedicara al cuento de El Pescador y su Mujer para
apaciguar este manojo de nervios (el más sensible de sus hijos)
que era su hijo James.
-El
corazón del hombre se llenó de pesadumbre -leyó en voz alta-, pues
no quería ir. Y se dijo: "No está bien, pero fue. Cuando llegó
a la orilla del mar, el agua estaba de color púrpura y azul oscuro,
y gris y densa, y ya no parecía tan verde y dorada, pero estaba
tranquila. Se quedó allí y dijo...»
A
Mrs. Ramsay le habría gustado que su marido no hubiera escogido
ese momento para detenerse. ¿Por qué no se había ido, como
había dicho, a ver a los niños jugar al críquet? Pero no hablaba:
miraba, asentía con la cabeza, manifestaba su aprobación; se fue.
Se escapó, tras quedarse mirando ese seto que una vez tras otra
había señalado una pausa; había llegado a alguna conclusión,
había visto a su esposa y a su hijo, había visto las urnas en las
que desbordaban los rojos geranios que tantas veces habían adornado
el desarrollo de sus pensamientos, y que tenían, entre las hojas,
como papelillos en los que se anota algo aprisa; se dejó llevar
suavemente, viendo todo esto, a unos pensamientos que le había
sugerido la lectura de un artículo en The Times acerca de la
cantidad de americanos que visitan anualmente la tumba de
Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera vivido, se preguntaba,
¿sería muy diferente hoy el mundo? El progreso de la civilización,
¿depende de los grandes hombres? El hombre común, ¿ha
mejorado desde los tiempos de los faraones? Pero este hombre común,
se preguntó, ¿ha de ser el criterio por el que se juzgue el
progreso de la civilización? Quizá no. Acaso el mayor bien exija
una clase social de esclavos. El ascensorista del metro siempre
será necesario. El pensamiento le desagradó. Movió la cabeza
enérgicamente. Para evitarlo, ya hallaría la forma de desdeñar
el predominio de las artes. Propondría que el mundo existe para
el hombre común, que las artes son una simple decoración impuesta
desde un lugar ajeno a la vida humana, pero no la expresan. Ni
Shakespeare le es necesario. Sin saber exactamente por qué, quería
denigrar a Shakespeare, y quería ayudar al hombre común, al
necesario ascensorista; arrancó con cierta violencia una hoja
del seto. Todo esto tendría que prepararlo de forma más atractiva
para los jóvenes de Cardiff, dentro de un mes, pensó; aquí, en la
terraza, lo único que hacía era recopilar ideas de forma deportiva
(arrojó la hoja que había arrancado tan enfadado), como quien
se apea del caballo para coger un ramillete de rosas, o se llena los
bolsillos de avellanas mientras pasea a su sabor por los caminos
y senderos de una comarca que conoce desde que era niño. Todo era
conocido: el recodo, la portilla, el atajo del campo. Podía
pasarse horas así, con la pipa, por las tardes, pensando, yendo de
un lado a otro, y de acá para allá, por los caminos de siempre, por
los campos conocidos, que estaban llenos de la historia de esta
batalla, de la biografía de aquel estadista, llenos de poemas y
anécdotas; que poseían figuras también: este pensador, aquel
soldado; todo animado y limpio; pero al final, el camino, el
campo, la pradera, el avellano lleno de frutos y el seto florecido lo
conducían a otro recodo donde invariablemente desmontaba, ataba
el caballo a un árbol, y seguía a pie. Llegaba al borde del jardín,
y miraba hacia abajo, hacia la bahía.
Era
su destino, su modo de ser, tanto si quería como si no, acercarse
así a una lengua de tierra que el mar comía poco a poco, y quedarse
allí, como un triste pájaro marino, solo. Era su poder, su don, el
saber desprenderse al punto de todo lo superfluo, encogerse y
disminuir hasta parecer más agudo, más fino, incluso fisicamente,
pero sin perder nada de la intensidad mental, y quedarse en este
saliente, enfrente de la oscuridad de la ignorancia humana (que no
sabemos nada, y que el mar se come la tierra sobre la que estamos),
era su destino, su don. Pero habiéndose desprendido, al
desmontar, de gestos y fruslerías, de los trofeos de las avellanas y
las rosas, y habiéndose encogido de forma que no sólo la fama, sino
que hasta el nombre propio hubiera olvidado, mantuvo incluso en
aquella desolación una vigilancia que no perdonaba a un solo
fantasma, y no se complacía con ninguna visión, y de esta forma
inspiraba en William Bankes (de forma intermitente) y en Charles
Tansley (de forma servil) y en su esposa ahora, cuando levantaba la
vista y lo veía ahí en pie, en el extremo del jardín, una
profunda reverencia y piedad y también gratitud, como si fuera
una estaca hundida en el lecho de un canal sobre la que se posaran
las gaviotas, y rompieran las olas, e inspirara gratitud en los
pasajeros de las barcas de recreo por haberse tomado la molestia de
señalar el curso del canal en medio del agua.
«Pero
un padre de ocho hijos no tiene escapatoria...», murmuraba; se
alejaba, volvía, suspiraba, levantaba la vista, buscaba la
figura de su mujer que leía cuentos al niño, llenaba la pipa. Daba
la espalda a la ignorancia de la humanidad, a su destino, y al mar
que se comía el suelo sobre el que estamos; el mar que, si se
hubiera atrevido a contemplarlo fijamente, le habría permitido
llegar a alguna conclusión; y se consolaba con fruslerías tan
nimias, comparadas con el asunto augusto con el que se
enfrentaba en este momento, que estaba dispuesto a pasar por alto las
comodidades, a desdeñarlas; como si fuera el peor delito que alguien
averiguara que un hombre honrado era feliz en un mundo tan desdichado
como éste. Era verdad: en general era feliz; tenía a su esposa, los
hijos, había prometido que dentro de seis semanas les contaría «un
puñado de disparates» a los jóvenes de Cardiff acerca de Locke,
Hume, Berkeley y los orígenes de la Revolución Francesa. Pero
todo esto y el placer que obtenía de ello, de las frases que hacía,
del ardor juvenil, de la belleza de su mujer, de los elogios que le
tributaban desde Swansea, Cardiff, Exeter, Southampton,
Kidderminster, Oxford, Cambridge: todo eso había que censurarlo
y ocultarlo bajo la frase «un puñado de disparates», porque,
en el fondo, no había hecho lo que podría haber hecho. Era un
disfraz, era el refugio de quien temía aceptar sus propios
sentimientos, que no podía decir: esto es lo que soy, esto es lo que
quiero; alguien digno de piedad, y desagradable a los ojos de William
Bankes y Lily Briscoe, que se preguntaban por qué era necesario
semejante ocultamiento; por qué necesitaba siempre alabanzas,
por qué un hombre tan valiente era tan tímido en los asuntos de su
vida; qué extraño era que fuera a la vez adorable y risible.
Lily
sospechaba que educar y pronunciar sermones era algo que no estaba
entre las facultades del ser humano. (Estaba guardando sus
cosas.) Si eres un exaltado, lo más probable es que te des un
batacazo. Mrs. Ramsay le daba todo lo que quería con excesiva
liberalidad. Pero cambiar debe de ser un trastomo, se dijo Lily.
Levanta la mirada de los libros, y nos ve a todos nosotros jugando y
diciendo tonterías. Qué cambio respecto de las cosas a las que
se dedica, dijo Lily.
Caía
sobre ellos de forma ominosa. De repente se quedaba quieto, se
quedaba callado mirando la mar. Se daba la vuelta.
9
Sí,
dijo Mr. Bankes, mirando cómo se alejaba. Qué pena tan grande le
daba. (Lily había dicho algo acerca de que la asustaba, porque
cambiaba de humor muy bruscamente.) Sí, dijo Mr. Bankes, que pena
tan grande que Mr. Ramsay no se comporte como los demás. (Porque a
él le gustaba Lily Briscoe, hablaba con ella de Mr. Ramsay con
toda franqueza.) Por esa razón, dijo él, es por la que los jóvenes
no leían a Carlyle. Un abuelo gruñón que se enfadaba si el
porridge del desayuno estaba frío, ¿a cuento de qué se atrevía a
sermonearnos?, eso es lo que Mr. Bankes creía que pensaban los
jóvenes de hoy. Era una grandísima pena que creyeras, como él,
que Carlyle era uno de los grandes maestros de la humanidad. A
Lily le daba vergüenza reconocer que no había leído a Carlyle
desde los tiempos de la escuela. Pero en su opinión a una le
gustaba Mr. Ramsay todavía más porque pensaba que si a él le
dolía el dedo meñique, eso significaba, según él, que estaba a
punto de llegar el fin del mundo. No, no era precisamente eso lo que
a ella le preocupaba. ¿A quién engañaba? Pedía sin
subterfugios que lo alabaras, que lo admiraras, y a nadie
engañaban sus trucos. Lo que no le gustaba a ella era la estrechez
de miras, la ceguera, decía, dirigiendo la mirada hacia él.
«¿Algo
hipócrita?»», sugirió Mr. Bankes, mirando, también, hacia la
espalda de Mr. Ramsay, porque pensaba ahora en la amistad que los
unía, en Cam cuando se negó a darle una flor, en todos esos niños
y niñas, en su propia casa, llena de comodidades, pero, desde la
muerte de su esposa, ¿demasiado tranquila? Sí, claro que tenía
el trabajo... Daba igual, lo único que quería era que Lily se
mostrara de acuerdo en eso de que era «algo hipócrita».
Lily
todavía estaba guardando los pinceles, levantaba los ojos, los
bajaba. Los levantaba, y allí estaba Mr. Ramsay, se acercaba a
ellos, sin preocuparse, olvidadizo, remoto. ¿Algo hipócrita?,
repetía ella. Ah, no... el más sincero, el más fiel (aquí
estaba), el mejor; pero, bajaba los ojos, y, pensaba, era un hombre
absorto en sí mismo, tiránico, injusto; y no levantaba la
mirada, intencionadamente, porque, estando con los Ramsay, sólo así
podía conservar la calma. En cuanto una levantaba la vista, y los
veía, los envolvía lo que ella llamaba «el amor». Se convertían
en parte de ese universo irreal, pero punzante y excitante, que es el
mundo cuando se contempla a través de los ojos del amor. El cielo se
desplegaba para ellos, los pájaros trinaban por ellos. Y, lo que aún
era mas interesante, también ella sentía, al ver a Mr. Ramsay
acercarse amenazador, y retirarse, y a Mrs. Ramsay sentada con James
en la ventana, y el paso de la nube, y el movimiento del árbol,
cómo la vida, de ser una cosa compuesta de muchos incidentes
separados que se vivían uno tras otro, se recogía y se hacía una,
como si fuera una ola que la arrastrara a una con ella, y la
arrojara, de golpe, sobre la playa.
Mr.
Bankes esperaba a que ella respondiera. Y ella estaba a punto de
decir algo, de expresar alguna censura hacia Mrs. Ramsay: cómo le
gustaba impresionar, a su manera; qué arbitraria era; o algo
parecido; pero entonces el éxtasis de Mr. Bankes hizo que fuera
completamente innecesario que ella hablara. Así eran las cosas:
había que pensar en la edad de él, que pasaba de los sesenta, y en
su aspecto atildado, y en la impersonalidad, y en la científica bata
blanca que se imaginaba una que lo envolvía. Para él, quedarse
mirando fijamente a alguien, como había visto que miraba ella a
Mrs. Ramsay, era un éxtasis; algo equivalente, pensaba Lily, a los
amores de docenas de jóvenes (y quizá Mrs. Ramsay no hubiera
despertado el amor de docenas de jóvenes). Era amor, pensaba ella,
fingiendo que colocaba el lienzo, destilado y quintaesenciado;
un amor que nunca intentaba asir el objeto amado; es igual al que los
matemáticos profesan hacia sus símbolos, o los poetas a sus
frases, se había concebido para extenderse por el mundo, y para
convertirse en propiedad de toda la humanidad. Y así era. Todo
el mundo, en efecto, debería haberlo compartido; si así fuera,
Mr. Bankes hubiera sido capaz de explicar por qué aquella mujer
le gustaba tanto, por qué verla leer un cuento de hadas a su hijo le
producía el mismo efecto que el hallar la solución de un
problema científico; por qué sentía, como lo había sentido
cuando había demostrado algo definitivo acerca del sistema digestivo
de las plantas, que lo bárbaro se volvía dócil, que el caos
adquiría orden.
Semejante
éxtasis -¿qué otro nombre podría dársele?hizo que Lily
olvidara por completo lo que había estado a punto de decir. No era
nada importante, se trataba de algo acerca de Mrs. Ramsay. Había
palidecido ante el «éxtasis», ante la mirada fija, cosas hacia las
que ella sólo tenía gratitud; porque no había nada que le agradara
tanto, que suavizara las dificultades de la vida, y que le quitara
milagrosamente todas las cargas, como este poder sublime, este don de
los cielos; y una no debería interrumpirlo, mientras durara; como
tampoco una estorbaba un rayo de sol que descansara sobre el suelo.
Que
la gente amase así, que Mr. Bankes tuviese esos sentimientos
hacia Mrs. Ramsay (le echó una mirada mientras él estaba distraído)
era útil, era una forma de exaltación. Limpió los pinceles,
uno tras otro, con un trapo viejo, con humildad, esmerándose.
Evitaba ella la reverencia que descendía sobre las mujeres; se
sentía alabada. Que se quede mirando él si quiere; así ella
podría echar una mirada de reojo al cuadro.
Le
daban ganas de llorar. ¡Era malo, era horrible, era pésimo!
Podía haberlo hecho de otra forma, por supuesto; el color
debería haber estado más diluido, más difuminado; las formas
deberían haber sido más etéreas; así es como lo habría visto Mr.
Paunceforte. Pero es que ella no lo veía así. Veía cómo el color
ardía dentro de un marco de acero; la luz del ala de una mariposa
sobre los arcos de una catedral. De todo eso sólo quedaban sobre el
lienzo unas pocas huellas distribuidas por el lienzo. Nadie lo
vería nunca; nunca colgaría en una pared; y Mr. Tansley le
susurraba al oído: «Las mujeres no saben pintar, las mujeres no
saben escribir...»
Recordó
lo que había estado a punto de decir sobre Mrs. Ramsay. No sabía de
qué forma habría podido expresarlo, pero se trataba de algo
crítico. La noche anterior le había fastidiado cierta
arbitrariedad. Siguiendo la dirección de la mirada de Mr. Bankes,
pensó en que no había mujer que adorase a otra mujer de la forma en
que él adoraba; lo único que podían hacer era buscar refugio bajo
la sombra protectora que Mr. Bankes extendía sobre ambas.
Siguiendo el curso de este rayo de luz, ella agregó su propia luz
diferente: pensaba que sin duda era la persona más adorable
(inclinada sobre el libro); acaso la mejor; pero, a la vez, algo
diferente de la perfecta figura que allí se dejaba ver. Pero ¿por
qué?, ¿cómo de diferente?, se preguntaba, limpiando la paleta de
los montoncitos de color azul y verde que le parecían inanimados
ahora; pero se prometió que al día siguiente ella los animaría,
los obligaría a moverse, a moldearse, a obedecerla. ¿En qué era
diferente? ¿Cuál era esa esencia de su espíritu que en cuanto
veías un guante en un rincón de un sofá tenías la certeza, sólo
con ver un dedo torcido, de que era de ella? Era veloz como un ave,
directa como una flecha. Tenía su fuerza de voluntad, tenía talento
para mandar (claro, se recordó a sí misma Lily, pienso en las
relaciones con las mujeres, y yo soy mucho más joven, soy una
persona insignificante, soy una que vive cerca de Brompton
Road). Abría las ventanas de los dormitorios. Cerraba puertas.
(Así intentaba recordar la melodía de Mrs. Ramsay mentalmente.)
Llegaba tarde por la noche, y daba un golpe muy suave en la puerta
del dormitorio, envuelta en un viejo abrigo de pieles (porque su
belleza siempre era igual: apresurada pero convincente), siempre
dispuesta a hacer algo una vez más, fuera lo que fuera: que
Charles Tansley hubiera perdido el paraguas, que Mr. Carmichael
estuviera estornudando e inhalando algo por la nariz, que Mr. Bankes
dijera: «¿Dónde están las sales de frutas?» Todo esto lo
enderezaba al momento; o lo torcía maliciosamente; y, dirigiéndose
hacia la ventana, fingiendo que tenía que irse -amanecía, veía
cómo salía el sol-, de lado, más íntimamente, pero siempre
riéndose, insistía en que ella, Minta, todas, todas tenían que
casarse, porque en todo el mundo, por muchos laureles que pusieran a
sus pies (pues a Mrs. Ramsay le importaba muy poco su pintura), o por
muchos triunfos que obtuviera (quizá Mrs. Ramsay también los
hubiera tenido), y al llegar aquí se entristecía, se ensombrecía,
regresaba al sillón, esto no podía ni siquiera discutirse: una
mujer que no se hubiera casado (le tomaba la mano con delicadeza un
momento), una mujer que no se casa se pierde lo mejor de la vida. La
casa parecía estar llena de niños durmiendo, y Mrs. Ramsay
escuchaba; luces bajo las pantallas de las lámparas, respiraciones
regulares.
Ah,
pero decía Lily, tenía a su padre, el hogar, e incluso, si se
hubiera atrevido a decirlo, la pintura. Pero todo esto parecía
tan poca cosa, tan virginal, ante lo otro... Sí, pero al avanzar
la noche, y al separar las cortinas la luz, e incluso cuando ya
trinaba de vez en cuando algún pájaro en el jardín, juntando
todas sus fuerzas con desesperación, le gustaría haberse presentado
como excepción a la regla universal; una súplica; quería seguir
soltera, le gustaba ser como era, no estaba hecha para lo otro;
pero eso suponía que tendría que enfrentarse con esa mirada
fija de desconocida profundidad, y tenía que aceptar la sencilla
certidumbre de Mrs. Ramsay (y ahora volvía a la infancia) de que la
querida Lily, su pequeña Brisk, era tonta. Y entonces recordaba que
había reclinado la cabeza en el regazo de Mrs. Ramsay, y no
había dejado de reírse, reírse, reírse, reírse hasta casi llegar
a la histeria ante la idea de que Mrs. Ramsay decidiera con calma
inmutable unos destinos que eran completamente incomprensibles
para ella. Ahí estaba sentada, sencilla, seria. Había recobrado el
sentido de sí misma: era el dedo torcido del guante. Pero ¿en qué
santuario había entrado una? Finalmente Lily Briscoe levantó
la mirada, y allí estaba Mrs. Ramsay, completamente ajena a lo que
había ocasionado sus risas, que seguía tomando decisiones,
pero había desaparecido toda huella de fuerza de voluntad, y en
su lugar, había algo claro, como ese espacio que terminan por
ocultar las nubes, el pedacito de cielo que duerme junto a la luna.
¿Era
sabiduría? ¿Era conocimiento? ¿Se trataba, una vez más, del
engaño de la belleza, de forma que todas las sensaciones de
una, a medio camino de la verdad, terminasen por enredarse en una
trampa dorada?, ¿o es que guardaba en su interior algún secreto de
los que ciertamente Lily Briscoe creía que todo el mundo tenía que
tener para que el mundo siguiera adelante? No todo el mundo
podía ser tan atolondrado e irreflexivo como ella. Pero si lo
sabían, ¿por qué no le decían lo que sabían? Sentada en el
suelo, abrazada a las rodillas de Mrs. Ramsay, todo lo cerca que
podía, sonriéndose al pensar que Mrs. Ramsay nunca sabría la razón
de la intensidad del abrazo, se imaginaba cómo en las cámaras
de la mente y del corazón de esta mujer que físicamente estaba en
contacto con ella había, como en los tesoros de los reyes,
tablillas con inscripciones sagradas, que si una pudiera
leerlas, le enseñarían todo, pero que nunca se ofrecerían
libremente, nunca llegarían al público. ¿Cuál era el arte, que el
amor o la astucia conocían, con el que una podía entrar en esas
cámaras ocultas? ¿Cuál era el resorte que te permitía
convertirte, como el agua vertida en la jarra, en una sola cosa
inextricablemente unida a la persona amada? ¿Podría lograrlo el
cuerpo, o la mente, mezclándose sutilmente en los intrincados
pasillos del cerebro?, ¿podría el corazón? ¿Podría el amor, como
lo llamaba la gente, convertirlas en una a ella y a Mrs.
Ramsay?, porque no era conocimiento, sino esa unidad lo que
deseaba; no deseaba inscripciones en las tablillas, nada que pudiera
escribirse en una lengua que conocieran los hombres, sino la
propia intimidad, que es el conocimiento, pensaba, mientras
reclinaba la cabeza sobre las rodillas de Mrs. Ramsay.
No
sucedió riada. ¡Nada! ¡Nada!, mientras estuvo inclinada sobre
la rodilla de Mrs. Ramsay. Sin embargo, sabía que el corazón de
Mrs. Ramsay atesoraba conocimientos y sabiduría. ¿Cómo, pues,
se preguntaba, podía una saber tal o cual cosa de la gente, si ésta
estaba herméticamente sellada? Sólo como las abejas, atraída por
alguna fragancia o por alguna nota aguda en el aire, intangible
para el tacto o el gusto, visitando la cúpula de la colmena,
recorriendo solitaria el desierto aire de todos los países del
mundo, frecuentando las colmenas llenas de murmullos e inquietudes;
esas colmenas que eran la propia gente. Mrs. Ramsay se levantó. Lily
se levantó. Mrs. Ramsay se fue. Durante unos días hubo en
torno a ella, como tras un sueño se advierte que la persona en
quien una ha soñado ha sufrido alguna transformación sutil, más
nítido que sus palabras, un zumbido de murmullos, y, al sentarse en
el sillón de mimbre junto a la ventana del salón, ofrecía, a los
ojos de Lily, la silueta de una cúpula.
El
rayo de luz se unía paralelo al de Mr. Bankes, y ambos llegaban
hasta donde Mrs. Ramsay leía con James sobre las rodillas. Pero
mientras ella seguía mirando, Mr. Bankes había dejado de hacerlo.
Se había puesto las gafas. Había retrocedido un paso. Había
levantado una mano. Se habían entrecerrado sus claros ojos
azules, y Lily, sobresaltada, vio lo que quería hacer, y cerró los
ojos como el perro cuando ve la mano levantada sobre su cabeza. Le
habría gustado arrancar el cuadro del caballete, pero se dijo: Hay
que aceptarlo. Hizo un esfuerzo, quiso recobrar la confianza, y
someterse a la prueba terrible de que alguien examinara su cuadro.
Hay que aceptarlo, se dijo, hay que aceptarlo. Y si finalmente
alguien iba a verlo, Mr. Bankes era menos preocupante que los demás.
Pero que otros ojos pudieran ver el balance de sus treinta y dos
años, la sedimentación de cada día de su vida, mezclados con
algo más secreto de lo que ella jamás hubiera expresado o
mostrado en el curso de todos esos días, eso era una agonía. Pero,
a la vez, qué inmensamente excitante era.
No
había nadie más desapasionado y tranquilo. Sacó un cortaplumas, y
señaló con el mango de hueso en un lugar del lienzo. ¿Qué es lo
que quería indicar con esa mancha púrpura triangular que había
«justamente ahí»?, preguntó.
Era
Mrs. Ramsay mientras leía para james, dijo. Sabía qué le
respondería: que nadie diría que se trataba de una forma humana.
Pero ella no quería lograr que se pareciera, dijo. Entonces,
¿para qué los había puesto allí?, preguntó. ¿Por qué?, no
había razón alguna, excepto que si allí, en aquel rincón, había
luz, aquí, en este otro, ella sentía la necesidad de la oscuridad.
Sencillo, consabido, trivial, incluso, sin embargo Mr. Bankes pareció
interesarse. La madre y el hijo -objetos de la veneración universal,
y en este caso, además, la madre era conocida por su belleza- podían
reducirse, reflexionaba, a una mancha púrpura sin irreverencia.
Pero
no se trataba de un retrato de ellos, dijo ella. No, no en ese
sentido. Había otros sentidos, además, mediante los que se les
podía reverenciar. Mediante una sombra aquí, o una luz allí, por
ejemplo. Su ofrenda adquiría esa forma, si, como ella vagamente
imaginaba, un cuadro tiene que ser un homenaje. Una madre y un hijo
podían reducirse a una sombra sin irreverencia. Una luz aquí
pedía una sombra allí. Se quedó pensándolo. Se mostró
interesado. Lo aceptó, de forma científica, de buena fe. Lo
cierto era que sus prejuicios caminaban todos ellos en sentido
opuesto, le explicó. La pintura más grande de su salón, un
cuadro que habían alabado los propios pintores, y que se había
tasado en un precio muy superior al que él había pagado, era
de unos cerezos en flor en las orillas del Kennet. Había pasado la
luna de miel en las orillas del Kennet, dijo. Lily tenía que ir
a ver el cuadro, dijo. Pero ahora, se volvió, sin las gafas, para
examinar científicamente el lienzo. Había que juzgar la relación
de los volúmenes, de las luces y sombras, cosas, a decir verdad, en
las que nunca anteriormente había pensado, le gustaría que se
lo explicaran: ¿qué quería decir eso? Señalaba la escena ante sus
ojos. Ella miró. No podía mostrarle lo que quería hacer, ni
siquiera ella sabía verlo sin el pincel en la mano. Volvió a su
anterior postura de trabajo, con los ojos entrecerrados y aspecto de
distraída, sometiendo sus impresiones de mujer a algo más
general; cayendo de nuevo bajo el poder de esa visión que había
visto con toda claridad una vez, y que ahora debía buscar a tientas
entre setos, casas, madres y niños: el cuadro. Se trataba, recordó,
de cómo relacionar este volumen con el de la izquierda. Podría
hacerlo quizá extendiendo la línea de la rama; o rompiendo el vacío
del primer plano con algún objeto (quizá James), así. Pero el
peligro consistía en que al hacer eso quizá se perdería la unidad
del conjunto. Se detuvo, no quería aburrirlo, quitó el lienzo del
caballete sin esfuerzo.
Pero
alguien lo había visto, se lo habían arrebatado. Este hombre había
compartido con ella algo intensamente íntimo. Con gratitud
hacia Mr. Ramsay, con gratitud hacia Mrs. Ramsay, agradecida a la
ocasión y al lugar, concediendo que el mundo poseía un poder que
ella no le hubiera atribuido, el poder de que una pudiera pasar
por aquella larga galería ya no sola sino del brazo de alguien
-el sentimiento más extraño y más alegre de su vida-, echó el
pestillo de la caja de pinturas con más fuerza de la necesaria, y al
cerrarla pareció rodear mediante un círculo eterno la propia
caja de pinturas, el jardín, a Mr. Bankes y a esa malvada
villana, a Cam, que pasaba corriendo.
10
Porque
a Cam le había faltado una pulgada para rozar el caballete al pasar;
no se fijó en Mr. Bankes ni en Lily Briscoe; a Mr. Bankes le habría
gustado tener una hija, y extendió la mano; tampoco se fijó en su
padre, a quien también le faltó una pulgada para rozarlo; ni en su
madre, que gritó cuando pasaba: «¡Cam!, ¡ven un momento!» Se fue
como un pájaro, un bala, una flecha; impulsada por qué deseo,
disparada por quién, dirigiéndose hacia dónde, ¿quién sabría
decirlo? ¿Qué?, ¿cómo?, pensaba Mrs. Ramsay sin dejar de mirarla.
Quizá fuera algo de su imaginación: una concha, una carretilla,
un reino de hadas en la otra punta del seto; o quizá lo hiciera por
el placer de ir aprisa, nadie lo sabía. Pero cuando por segunda vez
Mrs. Ramsay gritó: «¡Cam!», el proyectil detuvo la carrera,
y Cam se acercó hacia su madre remoloneando, arrancó una hoja
de paso.
En
qué estaría soñando, se preguntaba Mrs. Ramsay, viéndola
absorta, ante ella, pensando en sus cosas; tuvo que repetir el
recado: pregúntale a Mildred si han regresado Andrew, Miss Doyle y
Mr. Rayley. Parecía como si las palabras cayeran en un pozo, en
el que, aunque estuvieran claras, las aguas fueran
extraordinariamente distorsionantes, de forma que, incluso mientras
descendían, se viera cómo se movían formando un dibujo sobre
el suelo de la mente de la muchacha. Pero ¿qué clase de recado
podría dar Cam a la cocinera?, se preguntaba Mrs. Ramsay. A decir
verdad sólo tras paciente espera, y tras escuchar que había una
anciana en la cocina, con las mejillas muy rojas, bebiendo sopa de un
tazón, pudo Mrs. Ramsay, con paciencia, hacer aflorar ese instinto
de loro que había recogido las palabras de Mildred con la
suficiente precisión como para reproducirlas ahora en una
cantilena incolora. Cam, mientras movía los pies, repitió las
palabras: «No, no han vuelto, y le he dicho a Ellen que recoja
el servicio del té.»
Minta
Doyle y Paul Rayley no habían regresado. Mrs. Ramsay pensaba
que eso sólo podía interpretarse de una forma.
Lo
ha aceptado o lo ha rechazado. Esto de salir a pasear después
de almorzar, incluso aunque fuera en compañía de Andrew, ¿qué
otra cosa podría querer decir?, excepto que ella había decidido,
correctamente, pensó Mrs. Ramsay (y le tenía mucho afecto a
Minta), aceptar a ese buen hombre, que quizá no fuera el más
brillante; pero, claro, pensó Mrs. Ramsay, dándose cuenta de
que James le pedía que siguiera leyéndole el cuento del
pescador y su esposa, en el fondo del corazón preferiría
infinitamente los tontorrones a los que escribían tesinas; por
ejemplo, a Charles Tansley. En todo caso, fuera lo que fuera, en
estos momentos ya había sucedido.
Siguió
leyendo: «A la mañana siguiente la mujer se despertó antes,
acababa de amanecer, y desde la cama veía el hermoso paisaje
ante ella. Su marido comenzaba a desperezarse...»
Minta,
¿sería capaz de rechazarlo? No, desde luego, si aceptaba
vagabundear sola por los campos con él -Andrew seguro que estaría
buscando cangrejos-, aunque quizá Nancy estuviera con ellos. Intentó
recordar la imagen del grupo junto a la puerta de entrada tras el
almuerzo. Estaban allí, mirando hacia el cielo, preocupados por el
tiempo, y ella dijo, en parte para vencer la timidez de ellos, en
parte para animarlos a salir (tenía en estima a Paul):
-No
hay ni una nube en muchas millas -tras lo cual advirtió cómo
el insignificante Charles Tansley, que los había seguido, sofocaba
una risita. Pero lo había hecho intencionadamente. No sabía
con certeza si Nancy estaba con ellos o no; en su mente, dirigía
alternativamente la mirada a uno y otra.
Siguió
leyendo: «"¡Ah!, mujer -dijo el hombre- ¿y para qué quiero
ser rey? Yo no quiero ser rey. «Muy bien -dijo la esposa-, si tú no
quieres ser rey, yo sí quiero ser reina; ve a ver al pez, porque
quiero ser reina.»
«Entra
o sal, Cam», le dijo, sabiendo que Cam se había quedado atrapada
por la palabra «pez», y que dentro de poco estaría importunando a
James, y discutiendo con él. Cam echó a correr. Mrs. Ramsay siguió
leyendo, aliviada, porque James y ella compartían los mismos gustos,
y se sentían a gusto juntos.
«Y
cuando llegó al mar, estaba de color gris oscuro, de lo más
profundo del agua subía un olor a putrefacción. Se acercó al
agua, y se quedó en pie, y dijo:
Pececito,
que vives en la mar,
Ven,
te lo ruego, ven, acude aquí,
Pues
mi mujer, la buena de Ilsebill,
no
está conforme con mi voluntad.
"Pero
¿qué es lo que quiere?", dijo el pececito.» Ahora, ¿dónde
estarían?, se preguntaba Mrs. Ramsay, que se entretenía
fácilmente con sus pensamientos mientras leía, porque el cuento del
pescador y su esposa era como el bajo que acompañaba una canción,
que de vez en cuando, de forma inesperada, se convertía en la propia
melodía. ¿Cuándo habría que decírselo a ella? Si no hubiera
pasado, tendría que hablar muy en serio con Minta. Porque no podía
dedicarse a vagabundear por el campo, aunque Nancy estuviera con
ellos (intentó de nuevo, sin éxito, visualizar las espaldas de los
que iban por el camino, para contarlas). Era responsable ante los
padres de Minta: el búho y la badila. Le vinieron a la mente los
motes mientras leía. El búho y la badila, a decir verdad, se
sentirían muy ofendidos si les contaran, y seguro que se lo
contarían, que a Minta, cuando estuvo con los Ramsay, la habían
visto, etcétera, etcétera, etcétera. «Él llevaba peluca en
la Cámara de los Comunes, y ella le ayudaba muy bien en las
recepciones», repitió esto, pescándolo del fondo de los recuerdos,
en una ocasión en que al regresar de una fiesta había dicho eso
para divertir a su marido. Vaya, vaya, se dijo Mrs. Ramsay, ¿cómo
es que esa pareja había tenido una hija tan incongruente como
ésta? ¿Esta marimacho de Minta, que llevaba agujeros en las medias?
¿Cómo lograba vivir en aquella atmósfera portentosa en la que
la doncella cambiaba la arena que había desperdigado el loro, y
la conversación se ceñía de forma estricta a los méritos,
interesantes acaso, pero, no obstante, limitados, del ave
mencionada? Sí, la había invitado a almorzar, a tomar el té,
a cenar, y finalmente la había invitado a quedarse con ellos en
Finlay, lo cual había acarreado algún malentendido con el búho,
con la madre, y más visitas, más charlas, y más cambios de arena,
y en realidad, al final de todo, había dicho tantas mentiras
acerca de los loros como para que le durasen toda la vida (eso es lo
que le había dicho a su marido aquella noche cuando regresaban de la
fiesta). Sin embargo, Minta había venido... Sí, había venido,
pensó Mrs. Ramsay, sospechando que había alguna espina en la madeja
de estos pensamientos; y al desenredarla se encontró con que era
ésta: una mujer la había acusado en una ocasión «de robarle el
afecto de su hija»; alguna palabra de Mrs. Doyle le había hecho
recordar esa acusación. El deseo de- dominar, el deseo de
intervenir, de hacer que la gente cumpliera su voluntad: ésa era la
acusación que le hacían, y ella pensaba que era muy injusta.
¿Cómo impedir «ser así» para los demás? No podían acusarla
de querer impresionar a nadie. Incluso ella misma se avergonzaba
a veces de lo descuidada que iba. Tampoco era dominante ni
tiránica. Era más cierto si se referían a su actitud respecto de
los hospitales, el alcantarillado, la lechería. Sobre asuntos como
ésos sí que se mostraba apasionada, y le habría gustado, si
hubiera podido, coger a la gente del cuello y obligarlos a ver
las cosas. No había un hospital en toda la isla. Eso sí que era una
desdicha. La leche que te dejaban a la puerta en Londres estaba de
color pardo a causa de la suciedad: debería prohibirlo la ley.
Una granja modelo, y un hospital aquí: esas dos cosas sí que
le habría gustado poder hacerlas ella. Pero ¿cómo? ¿Con
todos los niños a su cuidado? Cuando fueran mayores, quizá entonces
tuviera tiempo; cuando estuvieran todos en el colegio.
Ah,
pero no quería que James ni Cam tuvieran ni un solo día más. Le
habría gustado que estos dos se quedaran como eran, como diablillos
perversos, como delicados angelitos; y no ver cómo se convertían en
monstruos de largas piernas. Nada compensaba la pérdida. Cuando
leía, como ahora, a Jarnes, que había «muchos soldados con
tambores y trompetas», y se le ensombrecían los ojos, ella
pensaba, ¿por qué tenían que crecer, y perder todo eso? Era
el que más talento tenía, el más sensible de todos sus hijos.
Pero todos, creía, prometían mucho. Prue, un ángel de
perfecciones, y ahora, especialmente por las noches, le cortaba la
respiración a cualquiera el ver lo hermosa que era. Andrew, hasta su
marido admitía que el talento que tenía para las matemáticas era
poco común. Nancy y Roger, eran niños salvajes, que pasaban
todo el día corriendo por los campos. Y en cuanto a Rose, tenía la
boca demasiado grande, pero tenía unas manos maravillosas.
Cuando preparaban charadas, Rose hacía los vestidos; hacía todo;
pero lo que más le gustaba era arreglar las mesas, las flores,
cualquier cosa. No le gustaba que Jasper disparara a los pájaros,
pero era una etapa, todos tenían sus diferentes etapas. ¿Por
qué, se preguntaba, mientras apoyaba la barbilla sobre la cabeza de
James, tenían que crecer tan aprisa? ¿Por qué tenían que ir
a la escuela? Le habría gustado tener siempre un niño pequeño. El
colmo de la felicidad era llevar un niño en brazos. Si querían,
podían decir que era una déspota, dominante, mandona, no le
preocupaba. Mientras le rozaba el cabello con los labios,
pensaba en que nunca volvería a ser tan feliz el niño, pero se
detuvo, pensó en cuánto enfadaba a su marido que pensara eso. Pero
era verdad. Ahora eran más felices de lo que llegarían a ser en
toda su vida. Un juego de té de diez peniques le proporcionaba
a Cam felicidad para diez días. Tan pronto como se despertaban,
se oían en el piso de arriba los golpes sobre el suelo, y los
gritos de alegría. Avanzaban por el pasillo haciendo ruido. De
repente se abría la puerta de golpe, y entraban, frescos como
rosas, mirando todo atentamente, despejados, como si entrar así en
el comedor tras el desayuno, algo que hacían todos los días, fuera
una fiesta para ellos; y el resto del día era idéntico, una cosa
tras otra, todo el día, hasta cuando subía para desearles buenas
noches, y los encontraba arropados en las camas plegables, como
pájaros entre cerezas y frambuesas, todavía contando cuentos sobre
cualquier insignificancia: algo que hubieran oído, algo que
hubieran cogido en el jardín. Todos tenían sus tesoros... Y
bajaba y se lo contaba a su marido, ¿por qué tenían que crecer y
perderse todo eso? Nunca volverían a ser tan felices. Y él se
enfadaba. ¿Por qué esa opinión tan negativa de la vida?, decía
él. No es sensato. Era raro, sí, pero ella pensaba que era verdad;
pensaba que, con todo su pesimismo y desesperación, él era más
feliz, y en general tenía más esperanza que ella. Quizá estaba
menos expuesto a las preocupaciones humanas, quizá era eso. Él
siempre podía refugiarse en el trabajo. No es que ella fuera
«pesimista», como él decía. Sólo que pensaba en la vida, en la
breve cinta que se desarrollaba ante sus ojos, en los cincuenta años.
Estaba ante ella, esta vida. La vida: pensaba en ella, pero no
llevaba los pensamientos hasta sus últimas consecuencias.
Echaba una mirada a la vida, porque tenía una clara percepción
de que allí estaba, era algo real, algo íntimo, algo que no
compartía ni con sus hijos ni con su marido. Había una especie
de transacción, ella estaba a un lado; la vida, a otro; y siempre
quería obtener lo mejor de la vida; y la vida hacía lo mismo con
ella; y a veces parlamentaban (cuando se sentaba a solas); había, lo
recordaba, grandes escenas de reconciliación; en buena medida,
extrañamente, tenía que admitir que pensaba que lo que ella
llamaba vida era algo terrible, hostil, y que se abalanzaba sobre ti
si le dabas la oportunidad. Había problemas eternos: el sufrimiento,
la muerte, los pobres. Incluso aquí había siempre una mujer que
agonizaba víctima del cáncer. Pero ella decía a los niños:
saldréis adelante. Eso había estado diciendo, una y otra vez, a
ocho personas (y la factura del invernadero llegaría a las cincuenta
libras). Por esa razón, sabiendo lo que les aguardaba -amor,
esperanzas, ser desdichado en algún lugar remoto-, había
tenido con cierta frecuencia esa sensación, ¿Por qué tenían que
crecer y perder todo eso? Y se había dicho, blandiendo la espada
ante la vida, tonterías. Serán completamente felices. Y aquí
estaba, reflexionó, sintiendo de nuevo que la vida era algo
siniestro, haciendo de casamentera con Minta y Paul Rayley; porque
fuera lo que fuera lo que sintiera sobre su propia transacción,
y había sufrido experiencias que no necesariamente les sucedían a
todos (ni ella misma las mencionaba); se sentía obligada, demasiado
bien lo sabía, casi como si fuera un escape para ella, además, a
decir que la gente tenía que casarse, y que tenían que tener hijos.
¿Estaría
equivocada?, se preguntaba, repasando su conducta durante la
semana pasada o la anterior, y se preguntaba si no habría
coaccionado a Minta para que se decidiera; Minta, después de todo,
sólo tenía veinticuatro años. Estaba intranquila. ¿No se había
reído de ello? ¿No había vuelto a olvidar cuán hondamente
impresionaba a la gente? El matrimonio exigía..., ah, sí, toda
suerte de buenas cualidades (la factura del invernadero sumaría
cincuenta libras); había una -no necesitaba mencionarla-, ¡la
verdaderamente esencial!, la que ella tenía con su marido. ¿La
tenían?
«Entonces
se puso los pantalones, y echó a correr -siguió leyendo-. Pero
afuera había una gran tempestad, y el viento soplaba con tal
fuerza que apenas se sostenía sobre los pies; se derribaban las
casas y los árboles, temblaban las montañas, se despeñaban las
rocas en el mar, el cielo estaba negro como la pez, y había truenos
y relámpagos, y el mar se aproximaba con negras olas altas como
campanarios o montañas, y coronadas de espuma.»
Volvió
la hoja; unos renglones más, y acababa el cuento; aunque ya había
pasado la hora de ir a la cama. Se hacía tarde. Se lo decía la
luz del jardín; y el blanco de las flores y algo gris en las hojas
conspiraban para despertar en ella una sensación de ansiedad.
Al principio no sabía de qué se trataba. Luego lo recordó: Paul y
Minta y Andrew no habían regresado. Recordó al grupito cuando
estaba ante ella en la terraza, ante la puerta del recibidor, en pie,
mirando hacia el cielo. Andrew llevaba el retel y la cesta. Eso
quería decir que pensaba coger cangrejos de mar y cosas así; y
que tendría que subir a una roca, quizá se había quedado
aislado. Tal vez, al regresar en fila india por uno de esos
senderos de los acantilados, uno de ellos se hubiera resbalado,
se hubiera despeñado. Estaba oscureciendo.
Pero
mientras terminaba de leer el cuento no se permitió que se le
alterase la voz ni un poco, y, tras cerrar el libro, añadió
unas palabras que parecía que acabara de inventarse, mientras miraba
a James a los ojos: «Y ahí es donde siguen hasta hoy.»
«Y
así termina», dijo, y vio cómo en los ojos de él se apagaba
el interés por el cuento, desplazado por algo diferente; una
interrogación, algo pálido, como el reflejo de una luz, algo que le
hacía mirar con atención y le hacía admirarse. Se volvió, y vio,
al otro lado de la bahía, imperturbable, sobre las olas, primero los
dos destellos, después el haz de luz más intenso y prolongado,
la luz del Faro. Ya lo habían encendido.
No
tardaría en preguntar: «¿Iremos al Faro?» Y ella tendría que
contestar: «No, mañana, no; tu padre ha dicho que no.»
Afortunadamente, Mildred vino a buscarlos, y la llegada los distrajo.
Pero él no dejaba de mirar por encima del hombro mientras Mildred se
lo llevaba, y estaba segura de que pensaba, mañana no iremos al
Faro, y estaba segura de que lo recordaría durante toda la
vida.
11
No,
pensó, reuniendo algunos de los recortes de las ilustraciones
-el refrigerador, la cortadora del césped, un caballero vestido
para una fiesta-, los niños no olvidan. Por esto es por lo que era
tan importante lo que se decía, lo que se hacía; y era un
alivio cuando se iban a la cama. Porque ahora era cuando no tenía
que pensar en nadie obligatoriamente. Podía ser ella misma,
dedicarse a sí misma. Eso era precisamente lo que ahora
necesitaba con tanta frecuencia: pensar; o quizá ni tan siquiera
pensar. Estar en silencio, quedarse sola. Todo el ser y el hacer,
expansivo y deslumbrante, se evaporaban; y se contraía, con una
sensación de solemnidad, hasta ser una misma, un corazón de
oscuridad en forma de cuña, algo invisible para los demás. Aunque
siguió tejiendo, sentada con la espalda derecha, porque era así
como se sentía a sí misma; y este yo, habiéndose desprendido
de sus lazos, se sentía libre para participar en las más
extrañas aventuras. Cuando la animación cedía unos momentos,
el campo de la experiencia parecía ilimitado. Suponía que esta
sensación de acercarse a un depósito de recursos ilimitados
era algo al alcance de todos; uno tras otro, ella, Lily, Augustus
Carmichael, debían sentir que nuestras apariencias, lo que nos da a
conocer, es algo sencillamente infantil. Bajo ellas todo es
oscuridad, una oscuridad que todo lo envuelve, de insondable
profundidad; pero de vez en cuando subimos a la superficie, y por
esas señas nos conocen los demás. Su horizonte le parecía
ilimitado. Allí estaban todos esos lugares que no había llegado a
conocer; las llanuras de la India; sintió como si apartara la
pesada cortina de cuero de una iglesia de Roma. Esta semilla de
oscuridad podía ir a cualquier lugar, porque era invisible,
nadie podía verla. No podían detenerla, pensó exultante.
Había en ella paz, había paz, y había, lo mejor de todo, un
conjunto de cosas, un apoyo para la estabilidad. No era la clase
de descanso que hallaba una siempre, en su propia experiencia
(en este momento hizo algo que requería mucha destreza con las
agujas), sino que era como una cuña de oscuridad. Al perder la
personalidad, se perdían las preocupaciones, las prisas, el
afanarse, y le subía a los labios una exclamación como de triunfo
sobre la vida, cuando las cosas se reunían en esta paz, en este
descanso, en esta eternidad; y al detenerse en este momento, levantó
la mirada para ver el rayo del Faro, el destello prolongado, el
último de los tres, el suyo; porque al verlos en este estado de
ánimo, siempre a esta hora, no podía una desentenderse de alguna
cosa, en especial, que viera; y esta cosa, ese destello prolongado,
era el suyo. Con frecuencia se sorprendía de sí misma, allí
sentada y mirando, sentada y mirando, con la labor entre las
manos; hasta que se convertía en aquello que miraba: aquella luz,
por ejemplo. Y podía recoger alguna frasecilla u otra que
hubiera permanecido de aquella forma en su mente: «Los niños no
olvidan, los niños no olvidan.» Que repetía una vez tras otra, y a
la que comenzaba a agregar: terminará, terminará. Así será,
así será, cuando de repente, añadió: Estamos en manos del
Señor.
Pero
al momento se sintió molesta consigo misma por decir eso.
¿Quién lo había dicho?, no ella; había caído en la trampa de
decir algo que no quería decir. Levantó los ojos de la labor, y vio
el tercer destello, y le pareció como si sus ojos reflejaran sus
propios ojos, buscando como sólo ella sabía hacer en su propia
mente y en su corazón, purgando su vida de esa mentira, de todas las
mentiras. Se alabó a sí misma al alabar aquella luz, sin vanidad,
porque era inflexible, era perspicaz, era hermosa como aquella luz.
Era raro, pensaba, cómo, cuando se quedaba sola, tendía a favorecer
las cosas, las cosas inanimadas; los árboles, los arroyos, las
flores; creía que la expresaban a una, y en cierto sentido eran una
misma; sentía una ternura irracional (seguía con la mirada fija en
aquel destello prolongado), como por ella misma. Aparecía, y se
quedaba con las agujas quietas, y brotaba en el suelo de la mente, en
la laguna del propio ser, una niebla, una novia al encuentro de su
amante.
¿Qué
le había hecho decir eso de Estamos en manos del Señor?, se
preguntaba. La insinceridad que se deslizaba en medio de las verdades
la molestaba, la irritaba. Volvió a la labor. ¿Cómo podría
cualquier Señor haber hecho un mundo como éste?, se preguntaba.
Mentalmente siempre había sido muy consciente de que no hay razón,
orden ni justicia; sino sufrimiento, muerte y pobreza. No había
traición lo suficientemente abyecta que no se hubiera cometido
en el mundo, lo sabía. La felicidad no duraba, lo sabía. Tejía con
deliberada compostura, apretando los labios levemente, sin darse
cuenta de ello, tan fijas y regulares eran las arrugas de la cara por
ese hábito de inflexibilidad que, cuando pasó su marido ante ella,
riéndose para sí al recordar a Hume, el filósofo, que había
engordado tanto que se había caído a un charco, y no podía salir,
no dejó de darse cuenta, al pasar, de la severidad que había en el
fondo de aquella belleza. Eso lo entristecía a él, y lo remota que
era lo afligía, y advertía, al pasar, que no podía protegerla, y,
cuando llegaba al seto, ya estaba triste. No podía hacer nada para
ayudarla. Debía quedarse cerca y vigilar. A decir verdad, la maldita
verdad es que la presencia de él hacía que las cosas fueran peor
para ella. Era irascible, era susceptible. Se había enfadado con lo
del Faro. Miraba hacia el seto, lo intrincado que era, lo oscuro que
era.
Siempre,
pensaba Mrs. Ramsay, podía una por sí sola salir, con renuencia, de
la soledad, agarrándose a cualquier cosa, a algún sonido, a alguna
imagen. Escuchaba, pero todo estaba callado: había terminado el
críquet, los niños estaban bañándose; sólo se oía el rumor
de la mar. Dejó de tejer, durante un momento se quedó colgando de
sus manos el calcetín de color castaño rojizo. Volvió a ver la
luz. Con una punta de ironía en la interrogativa mirada, porque,
cuando una estaba bien despierta, las cosas cambiaban, dirigió los
ojos hacia la luz, la luz sin piedad, sin remordimiento, que era en
buena medida ella misma, pero, a la vez, era tan poco ella misma que
la tenía a su capricho (se despertaba por las noches, y se erguía
en la cama, y veía cómo barría el suelo); pero, con todo, pensaba,
mirando fascinada, hipnotizada, como si la luz palpara con dedos de
plata algún vaso oculto de su mente cuya explosión la inundase
de satisfacción y placer, había conocido la felicidad, una
felicidad exquisita, una felicidad intensa; y ahora argentaba la luz
las airadas olas con un brillo algo más intenso, al declinar la
luz diurna; y el azul desaparecía de la mar, y se desplegaba
ésta en olas de color limón, que crecían y rompían en la playa, y
el éxtasis estallaba en sus ojos, y olas de puro deleite recoman el
suelo de su mente, y se decía ¡basta!, ¡basta!
Se
volvió y la vio. ¡Ah! Era un encanto, era más encantadora de
lo que hubiera imaginado. Pero no podía hablar con ella. No podía
interrumpirla. Tenía urgentes deseos de hablar con ella, ahora que
James se había ido, y cuando por fin se había quedado sola. Pero
tomó una decisión, no, no quería interrumpir su soledad. Estaba
remotamente lejos de él ahora, con su belleza, su tristeza. La
dejaría en paz, y pasó junto a ella sin decir una palabra, aunque
lo hirió el ver que ella estaba tan lejos, que no podía llegar
a ella, que no podía hacer nada para ayudarla. Habría vuelto a
pasar junto a ella sin decir una palabra si ella, en ese mismo
momento, no le hubiera dado a él por su propia voluntad lo que
sabía que él nunca pediría; lo llamó, cogió el chal verde
del marco del cuadro, se fue con él. Porque, ella lo sabía,
quería protegerla.
12
Se
cubrió los hombros con el chal verde. Le dio el brazo. Era tan
hermoso, dijo ella, hablando de Kennedy, el jardinero; era tan
guapo que no podía despedirlo. Había una escalera apoyada
contra el invernadero, y había saquitos de cemento por todas
partes, porque estaban comenzando a reparar el invernadero. Sí, pero
mientras ella paseaba con su marido sabía que ya había una
nueva fuente de inquietudes. Estuvo a punto de decir, mientras
paseaban: «Nos costará cincuenta libras»; pero no se atrevió
a hablar de dinero, y se dedicó a hablar de los pájaros que
mataba Jasper, y él le dijo, para calmarla inmediatamente, que
era normal en un muchacho, y que estaba seguro de que no tardaría
mucho tiempo en hallar mejores formas de diversión. Era tan
sensato su marido, tan justo. Y ella dijo: «Sí, todos los niños
pasan por las mismas etapas», y empezaba a pensar en las dalias
del parterre grande, y a preguntarse por las flores del año próximo,
y que si había oído cómo llamaban los niños a Charles Tansley. El
ateo, lo llaman, el ateazo.
-No
es persona muy refinada -dijo Mr. Ramsay.
-Ni
mucho menos -dijo ella.
Creía
que estaba bien eso de dejarlo solo un rato, dijo Mrs. Ramsay,
preguntándose si estaría bien enviarles semillas, ¿las
plantarían?
-Tiene
que escribir la memoria -dijo Mr. Ramsay. Demasiado bien lo
sabía, dijo Mrs. Ramsay, no hablaba de otra cosa. Era lo de la
influencia de alguien sobre algo.
-Bueno,
es con lo único que cuenta -dijo Mr. Ramsay.
-Al
cielo pido que no se enamore de Prue -dijo Mrs. Ramsay. La
desheredaría si se casara con él, dijo Mr. Ramsay. No miraba hacia
las flores, su esposa sí; él miraba hacia arriba, hacia un
punto que estaba a unos treinta centímetros por encima de su
cabeza. Era inofensivo, agregó él, y estaba a punto de decir que
era el único hombre de Inglaterra que admiraba su..., pero se
contuvo. No quería molestarla con sus libros. Las flores eran
un logro, dijo Mr. Ramsay, bajando la mirada, y viendo algo
rojo, algo de color castaño. Sí, pero éstas las había
plantado ella con sus propias manos, dijo Mrs. Ramsay. La pregunta
era: ¿qué sucedería si mandaba las semillas?, ¿Kennedy
acostumbraba a plantarlas? Qué perezoso era, añadió ella,
avanzando. Cuando ella se pasaba todo el día con la azada en la
mano, entonces, a veces, él se animaba y hacía algo. Siguieron
caminando, hacia las liliáceas como barras al rojo vivo.
-Estás
enseñando a tus hijas a exagerar -dijo Mr. Ramsay a modo de
reproche. Su tía Camilla era mucho peor que ella, observó Mrs.
Ramsay.
-Que
yo sepa, nadie ha dicho que tía Camilla sea un modelo de nada
-dijo Mr. Ramsay.
-La
mujer más guapa que he conocido -dijo Mrs. Ramsay.
-Ha
habido otras -dijo Mr. Ramsay. Prue iba a ser mucho más guapa
que ella, dijo Mrs. Ramsay. No había señales de eso, dijo Mr.
Ramsay.
-Bueno,
fíjate en ella esta noche -dijo Mrs. Ramsay. Se detuvieron. Él dijo
que le gustaría hallar el modo de inducir a Andrew a esforzarse más
en sus tareas. Si no lo hacía, perdería la ocasión de obtener
alguna beca.
-¡Ah,
las becas! -exclamó ella. Mr. Ramsay pensó que era una tontaina por
hablar así de un asunto tan serio como era el de las becas. Sería
un orgullo para él que Andrew obtuviera una beca, dijo. Y ella
estaría igual de orgullosa aunque no la obtuviera, dijo ella. Nunca
se ponían de acuerdo en esto, pero no importaba. A ella le gustaba
que él creyera en las becas, y a él le gustaba que ella estuviera
orgullosa hiciera lo que hiciera. De repente, ella se acordó de los
senderos junto a los acantilados.
¿No
se había hecho tarde?, preguntó ella. Aún no habían regresado.
Abrió, sin ningún cuidado, la tapa de resorte del reloj. Pero
acababan de dar las siete. Mantuvo el reloj abierto durante un
momento, estaba decidiendo si le diría o no lo que había estado
pensando en la terraza. Para empezar, no era sensato estar tan
nerviosa. Andrew sabía cuidarse bien. Entonces quiso decirle que
cuando había estado paseando por la terraza, hacía unos minutos...
y al llegar a este punto se sintió incómodo, como si estorbara la
soledad, el aislamiento, la distancia de ella... Pero ella le
pidió que siguiera. Qué es lo que quería decirle, le preguntó,
pensando en que se trataba de algo del Faro, que se arrepentía de
haberle dicho: «Maldita seas.» Pero no. Es que no le gustaba
verla tan triste. Es sólo que pienso en las musarañas, dijo
ruborizándose. Ambos se sintieron incómodos, como si no
supieran si tenían que seguir paseando o si tenían que volver.
Había estado leyéndole cuentos a James, dijo. No, eso no
podían compartirlo; no podían decirlo.
Habían
llegado a la abertura en el seto, flanqueada por los dos grupos de
liliáceas como barras al rojo vivo, y de nuevo se veía el Faro,
pero no quiso mirar en aquella dirección. Si hubiera sabido que la
miraba, pensó, no se habría quedado allí. No le gustaba nada que
le recordaran que la habían visto sentada, pensativa. Miró por
encima del hombro, hacia el pueblo. Las luces hacían ondas, y
discurrían como si fueran gotas de agua que el viento sujetara con
firmeza. Y toda la pobreza, todo el sufrimiento habían dado en
aquello, pensó Mrs. Ramsay. Las luces del pueblo y de la bahía y
las de los barcos parecían una red fantasmal que flotara allí como
la baliza de señales de algo que se hubiera hundido. Bueno, si
él no podía compartir los pensamientos con ella, se dijo Mr.
Ramsay, entonces se dedicaría a los suyos, por su cuenta.
Quería seguir reflexionando, repetirse la anécdota de cómo Hume se
había caído a una charca; quería reírse. Pero, en primer lugar,
era una necedad preocuparse demasiado por la ausencia de Andrew. A la
edad de Andrew, él solía caminar por los campos durante todo el
día, con unas galletas en el bolsillo, y nadie se preocupaba por él,
ni temían que se hubiera despeñado por los acantilados. Dijo
en voz alta que estaba pensando hacer una marcha de un día si
hacía buen tiempo. Ya estaba algo harto de Bankes y Carmichael.
Quería algo de soledad. Sí, dijo ella. Le fastidiaba que ella
no protestara. Ella estaba segura de que no lo haría. Era
demasiado viejo para pasar todo el día de marcha con unas galletas
en el bolsillo. Se preocupaba por los niños, pero no por él. Hacía
muchos años, antes de casarse, se acordó, mientras miraban al otro
lado de la bahía, entre los dos grupos de liliáceas como barras al
rojo vivo, de que había estado andando todo un día sin parar. Había
almorzado pan con queso en un bar. Había estado caminando diez horas
sin detenerse; había una vieja que de vez en cuando entraba en casa
y atendía el fuego. Esa era la comarca que le gustaba, por
allí, por las colinas arenosas que se difuminaban en la oscuridad.
Podía estar uno andando todo el día sin encontrarse con nadie.
Apenas había alguna casa o un solo pueblo en muchas millas a la
redonda. Podía cualquiera expulsar, en completa soledad, las
preocupaciones a fuerza de pensar en ellas. Había pequeñas
ensenadas a las que no había llegado nadie desde el principio de los
tiempos. Las focas se sentaban y se te quedaban mirando. A veces
pensaba que en una casita por allí perdida, solo..., se separó, con
un bostezo. No tenía ningún derecho. Tenía ocho hijos: recordó.
Habría sido un animal, un bruto si deseara cambiar algo. Andrew
sería mejor de lo que había sido él. Prue sería una mujer muy
hermosa, según su madre. Apenas un momento podrían detener la marea
que subía. No había estado nada mal, lo de los ocho hijos.
Demostraban que después de todo no maldecía todo el desdichado
y triste universo; porque en una tarde como ésta, al ver cómo la
tierra se difuminaba en el horizonte, la islita parecía
ridículamente pequeña, medio sepultada por el mar.
«Triste
lugar», murmuró suspirando.
Lo
oyó. El decía siempre cosas muy melancólicas, pero ella se daba
cuenta de que en cuanto las había dicho parecía más contento que
de costumbre. Ella creía que todo esto de decir frases rotundas era
un jueguecito, porque si ella hubiera dicho la mitad de las
cosas que decía él, a estas horas le habría estallado la
cabeza.
La
fastidiaba esto de las frases, y, de la forma más natural posible,
le dijo que hacía una tarde espléndida. Y que no se quejara, le
dijo, medio riéndose, medio quejándose, porque intuía en qué
estaba pensando: habría escrito mejores libros si no se hubiera
casado.
No
se quejaba, dijo. Ella sabía que no se quejaba. Sabía que no tenía
de qué quejarse. Le cogió la mano, se la llevó a los labios con
tal pasión que hizo que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas,
y de repente la soltó.
Dieron
la espalda a la vista, comenzaron a subir, cogidos del brazo, por el
camino donde crecían unas plantas en forma de lanza, de color
verde plateado. El brazo era casi como el de un joven, pensaba Mrs.
Ramsay, flaco y duro, y pensó complacida en lo fuerte que era
todavía, aunque tenía más de sesenta años, y qué indómito y
optimista, y lo extraño que era que, sabiendo lo horroroso que era
todo, no pareciera estar muy deprimido, sino, al contrario,
alegre. ¿No era raro?, se dijo. A decir verdad, a veces le parecía
que era diferente al resto de la gente: ciego, sordo y mudo ante
los acontecimientos triviales, pero con una vista de águila
para las cosas extraordinarias. Su capacidad de comprensión a
veces la asombraba. Pero ¿advertía la presencia de las flores?, no.
¿La del paisaje?, no. ¿Advertía siquiera la belleza de su hija, o
si estaba comiendo embutidos o un asado? Se sentaba a la mesa con
ellos como si fuera un personaje de un sueño. Y, se temía ella, esa
costumbre de hablar en voz alta, o de recitar poesía, se le
acentuaba cada vez más; porque a veces era un tanto preocupante:
Best
and brightest, come away!
A
la pobrecita Miss Giddings, cuando aparecía gritándole cosas como
ésta, casi se le salía el corazón del pecho por el susto. Pero, al
momento, Mrs. Ramsay se ponía de su parte contra todas las estúpidas
Giddings del mundo; entonces, haciendo una leve presión en el brazo
de él, le hizo saber que subían la cuesta demasiado aprisa para
ella, y que quería detenerse para ver si las toperas de la
orilla eran nuevas; entonces, al agacharse a mirar, pensó que
una mente como la de él a la fuerza tenía que ser diferente de las
nuestras. Todos los grandes hombres que ella había conocido, pensó,
tras concluir que debía de haber dentro un conejo, eran
iguales, y estaba bien que los jóvenes (aunque la atmósfera de
las clases estaba muy cargada, y la deprimía hasta lo insoportable),
sencillamente, se acercaran a escucharle. Pero si no se cazaban
los conejos, ¿cómo impedir que proliferaran?, se preguntó. Podría
ser un conejo, podría ser un topo. Alguna alimaña le destruía las
hierbas de asno. Al levantar la mirada, vio sobre los delgados
árboles la primera estrella, y quiso que su marido la viera
también; porque ver una estrella le proporcionaba un gran
placer. Pero se contuvo. Él nunca miraba las cosas. Si hubiera
mirado, lo único que se le habría ocurrido decir sería:
Pobrecito mundo, y habría suspirado.
En
aquel momento, dijo, «Muy bonitas»», para complacerla, y
fingió que admiraba las flores. Pero demasiado bien sabía ella
que no las admiraba, y que ni siquiera se daba cuenta de que
estuvieran allí. Sólo era para complacerla... Ah, pero ¿no era
Lily Briscoe la que paseaba con William Bankes? Dirigió sus
ojos de miope hacia la pareja que se perdía a lo lejos. Sí, era
ella. ¿No significaba eso que iban a casarse? ¡Sí, seguro que
sí! ¡Qué idea tan buena! ¡Tenían que casarse!
13
Conocía
Amsterdam, decía Mr. Bankes mientras caminaba por el jardín en
compañía de Lily Briscoe. Había estado viendo los Rembrandt.
Conocía Madrid. Desdichadamente era Viernes Santo, y el Prado estaba
cerrado. También había estado en Roma. ¿Conocía Roma Miss
Briscoe? Ah, pues tenía que... sería una experiencia maravillosa
para ella... la Capilla Sixtina, Miguel Ángel; los Giotto de Padua.
Su mujer había estado muy delicada de salud durante muchos
años, de forma que no habían tenido ocasión de ver muchas
cosas.
Ella
conocía Bruselas, París, pero aquí estuvo sólo en una visita muy
rápida, para ver a una tía enferma. Conocía Dresde, había
montañas de cuadros que no había podido ver; sin embargo, Lily
Briscoe reflexionó, acaso era mejor no ver los cuadros: le hacían
sentirse irremisiblemente descontenta con su propia obra. Mr. Bankes
pensaba que ese punto de vista podía llevarse quizá demasiado
lejos. No todos podemos ser Tiziano o Darwin, dijo; y, además, creía
que los Darwin y los Tiziano existían porque había personas
sencillas como nosotros. A Lily le habría gustado decir algo amable
sobre él: usted no es una persona cualquiera, Mr. Bankes; eso es lo
que le habría gustado decir. Pero a él no le gustaban los
cumplidos (aunque sí le gustan a la mayoría de los hombres,
pensó), y se sintió un poco avergonzada de esta idea, mientras
que le escuchaba decir que acaso esta idea era inaplicable al caso de
la pintura. En cualquier caso, dijo Lily, desprendiéndose de su
modesta insinceridad, ella nunca dejaría de pintar, porque le
interesaba. Sí, dijo Mr. Bankes, estaba convencido de que seguiría,
al llegar al extremo del jardín le preguntó si le costaba
inspirarse para pintar en Londres; luego, de vuelta, vieron a los
Ramsay. Así que eso es el matrimonio, pensó Lily, un hombre y una
mujer que miran a una niña que arroja una pelota. Esto es lo
que Mrs. Ramsay quería decirme el otro día, pensó. Porque llevaba
el chal de color verde, y estaban juntos, miraban cómo Prue y
Jasper se arrojaban la pelota. De repente, sin justificación
aparente, como cuando alguien salía del metro, o pulsaba el timbre
de una puerta, descendía un significado sobre la gente, y la
convertía en simbólica, en representativa; acababa de convertirlos,
ahí, en pie, en medio del crepúsculo, absortos, en símbolos del
matrimonio, marido y mujer. Luego, un momento después, ese
perfil simbólico, que había vuelto trascendentes las figuras
reales, se desvaneció de nuevo, y volvieron a ser Mr. y Mrs.
Ramsay, que miraban cómo los niños se arrojaban la pelota.
Pero todavía, durante un momento, aunque Mrs. Ramsay los saludó
con la sonrisa de costumbre (ah, estará pensando que vamos a
casarnos, pensó Lily), y dijo: «Esta noche he triunfado», con
lo que quería decir que, por una vez, Mr. Bankes había aceptado una
invitación a cenar, y que no saldría corriendo para ir a su
alojamiento donde su criado le cocinaba las verduras a su gusto;
todavía, durante un momento, hubo la sensación de que las cosas se
habían desperdigado como en una explosión, hubo como una conciencia
del espacio, de irresponsabilidad, mientras la pelota ascendía, y la
seguían hasta perderla, y veían la estrella solitaria, y las
ramas con sus atavíos. En medio de la luz declinante todos parecían
más cortantes, más etéreos, y como si estuvieran separados
por enormes distancias. Entonces, tras retroceder un buen trecho
(parecía como si también la solidez se hubiera desvanecido), Prue
comió a toda prisa hacia ellos, y cogió la pelota, con gran
destreza, con la mano izquierda, y su madre dijo:
-¿No
han regresado todavía? -lo cual rompió el encantamiento. Mr.
Ramsay se sintió autorizado a reírse de Hume en voz alta, que se
había caído a una charca de la que no podía salir, y de donde
lo había rescatado una anciana con la condición de que dijera un
padrenuestro; se dirigió a su estudio riéndose. Mrs. Ramsay,
trayendo de nuevo a Prue al seno de la vida familiar, de la que se
había escapado para jugar a tirar la pelota, preguntó:
-¿Ha
ido Nancy con ellos?
14
(Claro
que sí, Nancy había ido con ellos, porque Minta Doyle se lo había
pedido con una mirada muda, con la mano extendida, cuando Nancy ya se
iba, tras el almuerzo, al ático, para escaparse del horror de la
vida familiar. Había pensado que tenía que ir. No quería ir. No
quería que la arrastraran. Porque cuando caminaban por el sendero de
los acantilados Minta le cogía la mano. La soltaba. Volvía a
cogérsela. ¿Qué quería? Se preguntaba Nancy. Por supuesto,
había algo que la gente quería; porque cuando Minta le cogía
de la mano, Nancy, a contrapelo, veía cómo el mundo se extendía
bajo ella, como si fuera Constantinopla a través de la niebla, y
después, por muy soñolienta que estuviera una, tenía que
preguntar: «¿Santa Soga?» «¿El Cuerno de Oro?» De forma que
Nancy, cuando Minta le cogía de la mano, se preguntaba: «¿Qué
quiere?, ¿es esto?», y ¿qué es esto? De vez en cuando brotaban de
la niebla -mientras Nancy miraba cómo la vida se extendía bajo
ella- minaretes, cúpulas; cosas prominentes, sin nombres. Pero
cuando Minta soltaba la mano, como hizo cuando bajaron la cuesta
corriendo, todo aquello, la cúpula, el minarete, todo lo que
sobresalía por encima de la niebla, volvía a hundirse,
desaparecía.
Minta,
observó Andrew, era una buena caminante. Llevaba ropas más
sensatas que la mayoría de las mujeres. Llevaba faldas muy cortas, y
pantalones cortos negros. Se metía sin pensarlo en cualquier arroyo,
y lo vadeaba. A él le gustaba lo temeraria que era, pero se daba
cuenta de que eso no era bueno: cualquier día se mataría de la
forma más idiota. Al parecer, nada le daba miedo... excepto los
toros. En cuanto veía un toro en el campo, echaba a correr gritando,
que era exactamente lo que enfurecía a los toros. Pero no le
importaba nada reconocerlo, había que admitirlo. Sabía que era una
miedica con los toros, decía. No le extrañaría que la hubiera
derribado uno del cochecito cuando era niña. Pero no parecía
darle gran importancia a lo que decía o hacía. Bruscamente se
acercó al borde del precipicio, y comenzó a cantar algo sobre:
Malditos
tus ojos, malditos tus ojos.
Y
todos tenían que hacerle el coro, y empezar a gritar:
Malditos
tus ojos, malditos tus ojos.
Pero
sería una pena que subiera la marea, y cubriera todos los buenos
cotos de caza antes de que pudieran llegar a la playa.
«Una
pena», Paul se mostró de acuerdo, y se levantó de repente, y
mientras descendían a rastras, no dejaba de leerles, de la guía,
que «estas islas son justamente célebres por sus paisajes que
parecen parques, y por la cantidad y variedad de sus especies
marinas». Pero de nada servía, tanto gritar y tanto maldecir
los ojos, pensó Andrew, bajando con cuidado por el acantilado, y
esto de darle amistosos golpecitos en la espalda, y eso de decir que
era «buen chico», y todo eso, no servía de nada. Era el
inconveniente de llevar mujeres en estas expediciones. Se
separaron en cuanto llegaron a la playa, él se fue a la Nariz del
Papa, se quitó los zapatos, metió los calcetines dentro; Nancy
chapoteó hasta sus propias rocas, buscó sus charcas, y dejó que la
pareja se las arreglara por su cuenta. Se agachó y palpó las
anémonas marinas, suaves como caucho, pegadas como masas de jalea a
un costado de la piedra. Meditativa, convirtió la charca en un mar,
y los pececillos fueron tiburones y ballenas, y proyectó vastas
nubes sobre este diminuto mundo, interponiendo la mano entre el sol y
la tierra, y, como el propio Dios, trajo así la oscuridad y el pesar
a millones de seres ignorantes y felices; de repente retiró la
mano, y dejó que el sol luciera de nuevo. Sobre la pálida
arena surcada en todas direcciones, marcando el paso, acorazado, con
manoplas, desfilaba un fantástico leviatán -seguía haciendo crecer
el charco-, se deslizó hacia las anchas fisuras de la falda de
la montaña. Después, la mirada abandonó de forma imperceptible la
charca, y descansó en la imprecisa línea en la que se unían el
cielo y el mar, en los troncos de los árboles que el humo de los
barcos de vapor sobre el horizonte hacía estremecerse; presa
del poder del flujo y del inevitable reflujo, se quedó hipnotizada;
y los dos sentidos de la inmensidad y la menudencia -e1 charco había
disminuido de nuevo- que florecían en medio de estos flujos le
hicieron sentir que estaba atada de pies y manos, que no podía
moverse a causa de la intensidad de los sentimientos que
reducían para siempre su propio cuerpo, su vida, las vidas de todo
el mundo, a la nada. Escuchando las olas, agachada junto al
charco, en eso meditaba.
Andrew
dijo a gritos que subía la marea, dio un salto, comenzó a
correr chapoteando sobre las olas que llegaban ya a la orilla; corvó
hacia la playa, donde llevada por su propio ímpetu y por el deseo de
moverse con rapidez, apareció justo tras una piedra, donde,
¡cielos!, ¡Paul y Minta estaban abrazados!, ¡quizá habían estado
besándose! Se sintió afrentada, indignada. Andrew y ella se
pusieron los calcetines y los zapatos en completo silencio, no
dijeron ni una sola palabra sobre el asunto. A decir verdad, había
cierta hostilidad entre ellos. Tenía que haberle llamado en cuanto
vio el cangrejo o lo que fuera, gruñía Andrew. Sin embargo, ambos
pensaban, no es culpa nuestra. Ellos no querían que hubiera sucedido
aquel penoso incidente. No obstante, a Andrew le irritaba que Nancy
fuera mujer; y a Nancy, que Andrew fuera hombre; se echaron los
cordones, e hicieron los lazos con todo esmero.
Fue
cuando llegaron a la cima del acantilado cuando Minta dijo que
había perdido el broche de su abuela -el único adorno que poseía-,
un sauce llorón, tenían que recordarlo, con perlas engastadas.
Tenían que haberlo visto, les decía; lloraba; era el broche que
había llevado prendido su abuela en el sombrero hasta el último día
de su vida. Y lo había perdido. ¡Podía haber perdido
cualquier otra cosa! Tenía que volver a buscarlo. Regresaron.
Removieron, miraron, rebuscaron. Agachaban las cabezas, decían
cosas en voz baja, refunfuñaban. Paul Rayley buscaba como loco
por la piedra en la que habían estado sentados. Todo este ajetreo
por el broche no serviría de nada, pensaba Andrew cuando Paul
le dijo: «busca entre estos dos puntos». La marea subía aprisa.
Pronto el mar ocultaría el lugar en el que habían estado sentados.
No tenían ni la más remota posibilidad de hallarlo. «¿Nos
quedaremos aislados?», gritó Minta, aterrorizada.
¡Como
si hubiera peligro de que eso sucediera! Era como con los toros, no
controlaba sus emociones, pensó Andrew. Las mujeres no podían. El
infeliz Paul intentó calmarla. Los hombres -Andrew y Paul se
sintieron de repente varoniles, diferentes de lo que normalmente
eran- consideraron el asunto con brevedad, y decidieron dejar
plantado el bastón de Paul donde habían estado sentados, para
señalar el lugar, y para volver al día siguiente, con la marea
baja. Nada podía hacerse ahora. Si el broche estaba ahí, ahí
seguiría al -día siguiente, le dijeron para calmarla, pero
Minta no dejó de sollozar mientras ascendían de nuevo hasta la
cima del acantilado. Era el broche de su abuela; no le habría
importado nada perder cualquier otra cosa, pero, aunque de verdad le
importaba haberlo perdido, en el fondo, no lloraba sólo por el
broche, había algo más. Quizá deberían sentarse todos, y quedarse
llorando, pensaba. Pero no sabía por qué.
Avanzaban
juntos, Paul y Minta; él la consolaba, y le decía que todo el
mundo elogiaba el talento que tenía para hallar cosas perdidas. De
pequeño, en una ocasión, se había encontrado un reloj de oro. Se
levantaría al alba, y estaba seguro de que lo hallaría.
Pensaba que casi estaría a oscuras, y que en cierta forma sería
bastante peligroso. Comenzó a decirle, sin embargo, que lo
hallaría, y ella dijo que no quería oírle decir que tenía que
madrugar: lo había perdido para siempre; estaba segura; había
tenido un presentimiento al ponérselo por la tarde. Él, sin decir
nada, tomó la decisión de levantarse al alba, cuando todavía
estuvieran todos dormidos; si no lo encontraba, iría a
Edimburgo, a comprar uno nuevo, pero más bonito. Ya le demostraría
de lo que era capaz. Al bajar la cuesta, al ver las luces del
pueblo encenderse una tras otra, le parecía que eran como cosas que
iban a sucederle: casarse, tener hijos, una casa; luego, al
llegar al camino principal, al que protegían unos arbustos muy
altos, pensaba en que se retirarían juntos a algún lugar
tranquilo, se dedicarían a pasear, él la guiaría siempre, y
ella se apretaría a él -como hacía en este momento. Al cambiar de
dirección en el cruce pensó en qué experiencia tan asombrosa había
sido, y en que debía contárselo a alguien: a Mrs. Ramsay, por
supuesto, porque se quedó sin aliento al considerar lo que
había pasado, lo que había hecho. Con gran diferencia, lo de pedir
a Minta que se casara con él había sido el peor momento de su
vida. Iría directo a contárselo a Mrs. Ramsay, porque pensaba que
había sido ella quien en cierta forma lo había obligado a hacerlo.
Le había hecho creer que podía hacer lo que se propusiera. Nadie
más lo tomaba en serio. Pero ella le había hecho creer que podía
hacer lo que quisiera. Había advertido que hoy había estado
mirándolo constantemente, lo había seguido con la vista a todas
partes -sin decir una sola palabra-, como si estuviera diciéndole:
«Sí, puedes. Tengo confianza en ti. Seguro que te decidirás.» Eso
es lo que le había hecho sentir, y en cuanto regresaran
-buscaba las luces de la casa, sobre la bahía-, iría a verla, y le
diría: «Lo he hecho, Mrs. Ramsay, gracias a usted.» Al entrar
en la calleja que llevaba a la casa, vio luces que se movían allí,
en las ventanas del piso de arriba. Seguro que se había hecho muy
tarde, demasiado. Seguro que estaban a punto de cenar. La casa
estaba completamente iluminada, y las luces, cuando había
anochecido, proporcionaban a sus ojos una sensación de
plenitud, y se dijo, de forma infantil, mientras llegaban a la
casa: Luces, luces, luces; al llegar a la casa, se repetía, como
hipnotizado: Luces, luces, luces; sin dejar de mirar a todas
partes, con cara de haber tomado una decisión. Pero, cielos, se
dijo, llevándose la mano a la corbata, no debo dar la impresión de
que soy tonto.)
15
-Sí
-dijo Prue, de esa forma suya tan reflexiva, respondiendo a la
pregunta de su madre-, creo que Nancy ha ido con ellos.
16
Bien,
entonces Nancy sí que se había ido con ellos, pensó Mrs. Ramsay,
preguntándose, mientras dejaba el cepillo, cogía el peine, y
decía, «Adelante», al oír que llamaban a la puerta (entraron
Jasper y Rose), si el hecho de que Nancy también hubiera ido hacía
más probable o menos probable que hubiera sucedido algo; era menos
probable; en cierta forma, una forma muy irracional; Mrs. Ramsay
había llegado a esa conclusión; además, seguro que no era
nada probable que hubiera habido un holocausto de esa magnitud.
No podían haberse ahogado todos a la vez. De nuevo se sintió sola
ante su eterna antagonista: la vida.
Jasper
y Rose dijeron que Mildred quería saber si tenía que esperar para
servir la cena.
-Ni
por la Reina de Inglaterra -dijo Mrs. Ramsay con vehemencia-. Ni por
la emperatriz de Méjico -añadió, riéndose de Jasper, porque
Jasper compartía ese defecto de su madre: la tendencia a la
exageración.
Si
Rose quería, dijo, mientras Jasper llevaba el recado, podía
elegirle las joyas.
Cuando
invita una a quince personas a cenar, no se les puede hacer esperar
de forma indefinida. Empezaba a sentirse molesta por la
tardanza; demostraba muy poca consideración por parte de ellos,
y además de estar preocupada por ellos le molestaba que fuera
precisamente esta noche cuando llegaran tarde, porque deseaba que la
cena de esta noche fuera especialmente agradable, porque había
conseguido que William Bankes aceptara por fin una invitación a
cenar con ellos, e iban a comer la obra maestra de Mildred, Bœuf en
Daube. Todo dependía de que las cosas se hicieran en su justo
punto. El buey, el laurel, el vino: todo tenía que echarse en el
momento preciso. No se podía esperar. Y era esta noche, con
todas las noches que había en el año, la que habían elegido para
salir, para volver tarde, y había que sacar las cosas, mantener
caliente la comida; el Bœuf en Daube se estropearía.
Jasper
le ofreció un collar de ópalos; Rose, uno de oro, ;cuál le iría
mejor al vestido negro?, ;cuál?, dijo Mrs. Ramsay mirando distraída
hacia el cuello y hombros (pero evitando la cara) en el espejo.
Entonces, mientras los niños enredaban con sus cosas, vio por la
ventana una cosa que siempre le divertía: unos grajos tomando
la decisión de en qué árbol posarse. Parecían cambiar de
intención sin cesar, se elevaban de nuevo, porque, según creía, el
grajo más viejo, el grajo padre, José lo llamaba, era un ave de
carácter muy difícil y exigente. Era un pájaro viejo y de mala
reputación, tenía medio peladas las alas. Era como un anciano
caballero con sombrero de copa a quien solía ver tocar la flauta a
la puerta de un bar.
«¡Mirad!»,
decía riéndose. Se peleaban de verdad. María y José peleaban.
Echaban a volar de nuevo, barrían el cielo con las negras alas,
dibujaban exquisitas formas de cimitarra en el aire. Las alas al
moverse, moverse, moverse -nunca había podido describirlo de forma
satisfactoria-, eran una de las cosas más maravillosas para ella.
Mira, le dijo a Rose, esperando que Rose lo viera con más
claridad que ella misma. Porque los hijos a veces mejoraban las
percepciones de una. Pero ¿cuál? Habían sacado todas las bandejas
del estuche. El collar de oro, italiano, o el collar de ópalos, que
le había traído el tío James desde la India, o ¿no serían mejor
las amatistas?
-Elegid,
elegid -dijo, confiando en que se dieran prisa.
Pero
les dejó que se tomaran todo el tiempo necesario: en particular
dejaba que Rose cogiera una cosa y luego otra, y que presentara las
joyas contra el vestido negro, porque esta pequeña ceremonia de la
elección de las joyas, que se repetía todas las noches, era lo que
más le gustaba a Rose, y ella lo sabía. Tenía alguna razón
secreta para atribuir gran importancia al hecho de elegir lo que
su madre iba a ponerse. Cuál era esa razón, se preguntaba Mrs.
Ramsay, mientras se quedaba quieta y dejaba que le abrochara el
collar que hubiera elegido, intentando adivinar, en su propio
pasado, alguna sensación incomunicable, oculta e íntima, que,
a la edad de Rose, pudiera tener una hacia su propia madre. Como
todos los sentimientos que tenía hacia sí misma, pensaba Mrs.
Ramsay, la entristecía. Era tan inadecuado lo que una podía
devolver; y lo que sentía Rose guardaba tan poca relación con
lo que ella era realmente. Rose tenía que crecer, Rose tenía que
sufrir, pensaba, con esa sensibilidad tan vehemente que tenía; decía
que ya estaba preparada, que tenían que bajar, y Jasper, como era el
caballero, tenía que ofrecerle el brazo; Rose, como era la dama de
honor, tenía que llevar su pañuelo (le dio el pañuelo); ¿qué
más?, ah, sí, podía hacer frío: un chal. Escógeme un chal, le
dijo, porque seguro que a Rose, que estaba destinada a sufrir tanto,
le gustaba. «Vaya -dijo, mirando por la ventana del rellano-, ya
están otra vez.» José se había posado en una copa de árbol
diferente. «¿Es que te piensas que no les importa -dijo a Jasper-
que les rompan las alas?» ¿Por qué querría disparar contra los
buenos de José y María? Remoloneó en las escaleras, se sintió
censurado, pero no mucho, porque ella no sabía lo divertido que era
disparar a los pájaros; no sentían nada; y al ser su madre
vivía en otra esfera, pero le gustaban los cuentos de José y María.
Se reía con ellos. Aunque, ¿cómo estaba tan segura de que se
trataba de María y José? ¿Creía que eran los mismos pájaros los
que se posaban en los mismos árboles todas las noches?, preguntó.
Pero entonces, bruscamente, como todos los adultos, dejó de
hacerle caso. Escuchaba unos rumores que provenían del
recibidor.
«¡Ya
han vuelto!», exclamó, y al momento siguiente se sintió más
enfadada con ellos que aliviada. A continuación se preguntó,
¿habría pasado? Si bajaba, se lo dirían... pero, no. No podrían
decirle nada, con tanta gente alrededor. Así que tenía que bajar, y
empezar con lo de la cena, y esperar. Descendió, cruzó el
recibidor, como una reina que, al hallar a sus súbditos reunidos en
la sala, los mirara desde lo alto, y aceptara su homenaje en
silencio, y aceptara su fidelidad y sus genuflexiones (Paul no
movió ni un músculo, pero se quedó con la mirada fija hacia
delante), siguió andando, hizo una leve inclinación con la cabeza,
mientras aceptaba lo que no podían expresar: el homenaje a su
belleza.
Pero
se detuvo. Olía a quemado. ¿Sería posible que hubieran dejado
que se hiciera demasiado el Bœuf en Daube? se preguntaba. ¡A Dios
rogaba que no! El gran clamor del gong anunció con solemnidad, con
autoridad, a quienes se hallaban lejos, en al ático, en los
dormitorios, en sus escondites, leyendo, escribiendo, peinándose
apresuradamente, o abrochándose los vestidos, que tenían que
dejar de hacer lo que estuvieran haciendo; y tenían que dejar las
cosas de los lavabos, de los tocadores; y tenían que dejar las
novelas sobre las camas; y los diarios, tan personales; y tenían que
reunirse en el comedor para la cena.
17
Pero
¿qué he hecho de mi vida?, pensaba Mrs. Ramsay, mientras se dirigía
a su lugar en la cabecera de la mesa, y se quedaba mirando los
platos, que dibujaban círculos blancos sobre el mantel.
-William,
siéntese junto a mí -dijo-; Lily -dijo con algo de impaciencia-,
allí.
Ellos
tenían eso -Paul Rayley y Minta Doyle-; ella, sólo esto: una mesa
de longitud infinita, platos y cuchillos. En el extremo opuesto
estaba su marido, sentado, postrado, con el ceño fruncido. ¿Por
qué? No lo sabía. No le importaba. No comprendía cómo era posible
que hubiera sentido ningún afecto o cariño hacia él. Tenía la
sensación, mientras servía la sopa, de estar más allá de todo, de
haber pasado por todo, de haberse librado de todo; como si hubiera un
remolino, allí, respecto del cual pudiera una estar dentro o fuera,
y le parecía como si ella estuviera fuera. Todo termina,
pensaba, mientras se acercaban todos, uno tras otro, Charles Tansley
-«siéntese ahí, por favor»-, le dijo a Augustus Carmichael que se
sentara y se sentó. Mientras tanto, esperaba, de forma pasiva, a que
alguien le respondiera, a que sucediera algo. Pero no se trata de
decir algo, pensó, mientras metía el cazo en la sopera, no es eso
lo que se hace.
Al
levantar las cejas, ante la contradicción -una cosa era lo que
pensaba; otra, lo que hacía-, al sacar el cazo de la sopa, advirtió,
cada vez con más intensidad, que estaba fuera del remolino; como si
hubiera descendido una sombra, y, al quitar el color a todo, viera
ahora las cosas como eran. La habitación (la recorrió con la
mirada) era una habitación destartalada. No había nada que
fuera hermoso. Se abstuvo de mirar a Mr. Tansley. Nada parecía
armonizar. Todos estaban separados. Todo el esfuerzo de unir, de
hacer armonizar todo, de crear descansaba en ella. De nuevo constató,
sin hostilidad, era un hecho, la esterilidad de los hombres; lo que
no hiciera ella no lo haría nadie; de suerte que, si se diera a
sí misma una pequeña sacudida, como la que se da a un reloj de
pulsera que hubiera dejado de funcionar, el viejo pulso de
siempre comenzaría a latir de nuevo; el reloj comienza de nuevo a
funcionar: un, dos, tres; un, dos, tres. Etcétera, etcétera, se
repitió, prestando atención, cuidando y abrigando el todavía tenue
latido, al igual que se protege una débil llamita con un
periódico que la resguarde. De forma que, al final se dirigió
a William Bankes con un gesto mudo, ¡el pobre!, no tenía
esposa ni hijos, y siempre, excepto esta noche, cenaba solo en su
apartamento; le daba pena, y como la vida ya había afianzado su
poder sobre ella, retomó la vieja tarea; como un marino, no sin
fatiga, ve cómo se tienden las velas al viento, pero no tiene
ningunas ganas de continuar, y piensa que preferiría que el
barco se hubiera hundido, para poder descansar en el fondo del mar.
-¿Ha
recogido las cartas? Pedí que las dejaran en el recibidor -le
dijo a William Bankes.
Lily
Briscoe veía cómo se dejaba ir Mrs. Ramsay hacia esa extraña
tierra de nadie adonde no se puede seguir a la gente; sin embargo,
los que se marchan infligen tal dolor a quienes los ven partir que
intentan cuando menos seguirlos con la mirada, como se sigue con la
vista los barcos hasta que las velas desaparecen tras la línea
del horizonte.
Qué
vieja está, y qué cansada parece, pensó Lily, y qué remota.
A continuación Mrs. Ramsay se volvió hacia William Bankes,
sonriendo, parecía como si el barco hubiera cambiado de rumbo,
y el sol brillara sobre las velas de nuevo; y Lily pensó, con cierto
regocijo, al sentirse aliviada, ¿por qué siente pena por él?
Porque ésa era la impresión que había causado, cuando dijo lo
de que las cartas estaban en el recibidor. Pobre William Bankes,
parecía haber dicho, como si el propio cansancio hubiera
provocado en parte el sentir pena por la gente; y la vida, la
decisión de revivir, le hubiera resucitado la piedad. No era
cierto, pensó Lily, era una de esas equivocaciones de ella que
parecían intuitivas, y que parecían nacer de alguna necesidad
propia, no de la gente. No hay de qué apiadarse. Tiene su trabajo,
se dijo Lily. Recordó, como si hubiera encontrado un tesoro, que
también ella tenía un trabajo. De repente vio su cuadro; pensó,
sí, centraré el árbol; evitaré así esos enojosos espacios
vacíos. Haré eso. Es eso lo que me impedía avanzar. Cogió el
salero, y volvió a dejarlo sobre una flor del dibujo del mantel,
para recordar que tenía que cambiar el árbol de lugar.
-Raro
es que venga algo interesante por correo, y, sin embargo,
siempre lo espera uno con interés -dijo Mr. Bankes.
Qué
tonterías dicen, pensaba Charles Tansley, dejando la cuchara con
toda precisión en medio del plato, que estaba completamente vacío,
como si, pensaba Lily (estaba sentado enfrente de ella, de espaldas a
la ventana, justo en medio), quisiera asegurarse de que comía. Todo
en él tenía esa mezquina constancia, esa desnuda
insensibilidad. Pero, no obstante, las cosas eran como eran, era
casi imposible que alguien no gustara si se le prestaba
suficiente atención. Le gustaban sus ojos: azules, profundos,
imponentes.
-¿Escribe
usted muchas cartas, Mr. Tansley? -preguntó Mrs. Ramsay, apiadándose
de él también, supuso Lily; porque eso era una característica de
Mrs. Ramsay -le daban pena los hombres, como si creyera que les
faltaba algo-; pero no le daban pena las mujeres -como si a
ellas les sobraran las cosas. Escribía a su madre; pero fuera de
eso, creía que no enviaba más de una carta al mes, dijo Mr.
Tansley, con brevedad.
Desde
luego él no iba a dedicarse a hablar de las tonterías de las que
ellos hablaban. No iba a dejar que estas tontas lo trataran con
condescendencia. Había estado leyendo en la habitación, al bajar
todo le pareció necio, superficial, frívolo. ¿Por qué se vestían
para cenar? Él había bajado con la ropa de costumbre. No tenía
ropa elegante. «Raro es que venga algo interesante por correo»: de
esto es de lo que hablaban siempre. Obligaban a que los hombres
dijeran cosas como ésa. Sí, pues era verdad, pensó. Nunca recibían
nada interesante en todo el año. Lo único que hacían era
charlar, charlar, charlar, comer, comer, comer. Era culpa de las
mujeres. Las mujeres hacían que la civilización fuera imposible,
con todo su «encanto» y su necedad.
-No
vamos al Faro mañana, Mrs. Ramsay -dijo con decisión. Le
gustaba, la admiraba, todavía se acordaba del hombre del
alcantarillado que se había quedado mirándola, pero, para
reafirmarse, se sintió en la obligación de expresarse de forma
decidida.
Realmente,
pensaba Lily Briscoe, a pesar de los ojos, era el hombre menos
encantador que hubiera conocido en toda su vida. Pero, entonces, ¿por
qué le preocupaba lo que dijera? No saben escribir las mujeres, no
saben pintar. ¿Qué importaba que lo dijera, si era evidente
que no lo decía porque lo creyera, sino porque por algún motivo le
era conveniente decirlo, y por ese motivo lo decía? ¿Por qué
se inclinaba toda ella, todo su ser, como los cereales bajo el
viento, y volvía a erguirse, para vencer esa postración, sólo tras
grande y doloroso esfuerzo? Tenía que volver a hacerlo. Aquí
está el dibujo del tallo en el mantel; aquí, mi pintura; debo
colocar el árbol en medio; eso es lo importante... nada más.
¿No podía aferrarse a eso, se preguntaba, y no perder la paciencia,
y no discutir?; y si quería una ración de venganza, ¿no podía
reírse de él?
-Ah,
Mr. Tansley -dijo-, lléveme al Faro. Me encantaría ir.
Mentía
para que él lo advirtiera. No decía lo que pensaba, para
fastidiarlo, por algún motivo. Se reía de él. Llevaba los viejos
pantalones de franela. No tenía otros. Se sentía mal, aislado,
solo. Sabía que ella intentaba tomarle el pelo por algún
motivo; no quería ir al Faro con él; lo despreciaba, al igual que
Prue Ramsay, igual que todos los demás. Pero no iba a consentir que
unas mujeres le hicieran pasar por tonto, así es que se dio la
vuelta en la silla, miró por la ventana, con un movimiento brusco, y
con grosería le dijo que haría demasiado malo para ella
mañana. Se mareará.
Le
molestaba que ella le hubiera hecho hablar así, porque Mrs. Ramsay
estaba escuchando. Si pudiera estar en la habitación,
trabajando, pensaba, entre libros. Sólo ahí se hallaba a gusto.
Nunca había debido ni un penique a nadie; desde los quince años no
le había costado a su padre ni un penique; incluso había
ayudado a los de casa con sus ahorros; pagaba la educación de
su hermana. No obstante, sí que le habría gustado saber
contestar a Miss Briscoe de forma correcta, le habría gustado
no haber respondido de esa forma tan tosca. «Se mareará.» Le
gustaría haber podido pensar algo que decir a Mrs. Ramsay, algo que
demostrara que no era sólo un pedantón. Eso es lo que se pensaban
que era. Se dirigió hacia ella. Pero Mrs. Ramsay hablaba con William
Bankes de gente a quien él no conocía.
-Sí,
ya puede llevárselo -dijo, interrumpiendo la conversación con
Mr. Bankes, para dirigirse a la sirvienta-. Debe de hacer quince, no,
veinte años, que no la veo -decía, dándole la espalda, como
si no pudiera perder ni un minuto de esta conversación,
absorta, al parecer, en lo que decían. ¡Así que había tenido
noticias de ella esta misma tarde! Carrie, ¿vivía todavía en
Marlow?, ¿todo seguía igual? Ay, recordaba todo como si
hubiera ocurrido ayer: lo de ir al río, el frío. Pero si los
Manning decidían ir a algún sitio, iban. ¡Nunca olvidaría cuando
Herbert mató una avispa con una cucharilla en la orilla del río!
Todo seguía como entonces, murmuraba Mrs. Ramsay, deslizándose como
un fantasma entre las sillas y mesas de aquel salón junto a las
orillas del Támesis donde hacía veinte años había pasado tanto,
ay, tanto frío; pero ahora regresaba como un fantasma; y se
sentía fascinada, como si, aunque ella hubiera cambiado, sin
embargo, aquel día concreto, ahora tranquilo y hermoso, se
hubiera conservado allí, durante todos estos años. ¿Le había
escrito la propia Carrie?, le preguntó.
-Sí,
me cuenta que están preparando un nuevo salón para el billar -dijo.
¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡Preparar un nuevo salón para el
billar! A ella le parecía imposible.
Mr.
Bankes no advertía que hubiera nada tan raro en ello. Ahora estaban
en muy buena situación económica. ¿Quería que le diera recuerdos
a Carne?
-¡Ah!
-exclamó Mrs. Ramsay, con un leve sobresalto. No -añadió, pensando
en que no conocía a esta Carrie que se hacía preparar una nueva
sala para el billar. Pero cuán extraño era, repitió, ante la
divertida sorpresa de Mr. Bankes, que todo siguiera igual allí.
Porque era algo extraordinario pensar que habían podido seguir
viviendo allí todos estos años, cuando ella no había pensado en
ellos ni una sola vez. Lo llena de acontecimientos que había
estado su propia vida duran- te este mismo tiempo. Aunque quizá
Carrie Manning tampoco había pensado en ella. Era una idea
rara, le disgustaba.
-La
gente pierde las relaciones muy pronto -dijo Mr. Bankes, sintiendo,
no obstante, cierta satisfacción porque él sí que conocía tanto a
los Manning como a los Ramsay. Él no había olvidado las relaciones,
pensó, dejando la cuchara, y limpiándose escrupulosamente los
labios. Pero quizá él no era un hombre común, pensó, respecto de
estos asuntos; nunca le gustó atarse a una rutina. Tenía amigos
entre toda clase de gentes... Mrs. Ramsay tuvo que interrumpir la
atención para decirle algo a la sirvienta acerca de que
mantuvieran la comida caliente. Por esto es por lo que prefería
cenar solo: estas interrupciones le fastidiaban. Bueno, pensaba Mr.
Bankes, con una actitud fundada en una cortesía exquisita, y
extendiendo los dedos de la mano izquierda sobre el mantel, al igual
que un mecánico examina una herramienta reluciente y dispuesta para
ser usada en un intervalo de ocio, tales son los sacrificios que hay
que hacer por los amigos. A ella no le habría gustado que rechazara
la invitación. Pero no le había merecido la pena. Mientras miraba
la mano, pensaba en que si hubiera cenado solo, en estos
momentos, estaría a punto de haber concluido, ya podría estar
trabajando. Sí, una tremenda pérdida de tiempo. Todavía no habían
llegado todos los niños.
-¿Podría
subir alguien a la habitación de Roger? -decía Mrs. Ramsay. Qué
insignificante era todo esto, qué aburrido es todo, pensaba él,
comparado con lo otro, con el trabajo. Aquí estaba, tabaleando con
los dedos sobre el mantel, cuando podría estar... vio su propio
trabajo como a vista de pájaro. ¡Vaya si era perder el tiempo!
Aunque, es una de mis más antiguas amigas. Debo de ser uno de los
fieles. Pero ahora, en este preciso momento la presencia de ella no
le decía nada; su belleza lo dejaba indiferente; lo de estar sentada
junto a la ventana con el niño: nada, nada. Deseaba estar solo, y
coger de nuevo el libro. Se sentía incómodo, se sentía falso; lo
hacía sentirse así el hecho de estar sentado junto a ella, y
no sentir nada. Lo cierto es que él no disfrutaba con la vida
familiar. Cuando se hallaba uno en estas circunstancias es
cuando se preguntaba, ¿es para que progrese la raza humana para lo
que se toma uno tantas molestias? ¿Es eso tan deseable? ¿Somos
una especie atractiva? No tanto, pensaba, mirando a los
desaseados niños. Su favorita, Cam, pensaba, estaba en la cama.
Preguntas necias, preguntas vanas, preguntas que no se hacían cuando
había algo que hacer. ¿Es esto la vida? ¿Es aquello? No había
tiempo para pensar cosas como ésa. Pero aquí estaba haciéndose
estas preguntas, porque Mrs. Ramsay daba instrucciones a las criadas,
y también porque le había llamado la atención, pensando en la
reacción de Mrs. Ramsay al enterarse de que Carne Manning seguía
viva, que las amistades, incluso las mejores, fueran tan frágiles.
Nos separamos insensiblemente. Se lo reprochó de nuevo. Estaba
sentado junto a Mrs. Ramsay, y no había nada que decir, no sabía
qué decirle.
-Cuánto
lo siento -dijo Mrs. Ramsay, dirigiéndose por fin a él. Se sentía
envarado y estéril, como un par de zapatos que se hubieran mojado, y
luego se hubieran secado, y fuera imposible meter los pies en ellos.
Pero no hay remedio, hay que meter los pies. Tenía que obligarse a
hablar. Si no tenía cuidado, ella advertiría su falsedad: que ella
no le importaba nada; y eso no sería nada grato, pensaba. De forma
que, con cortesía, dirigió la cabeza hacia ella.
-Cómo
debe de detestar cenar en medio de este tumulto -le dijo,
sirviéndose, como solía hacer cuando tenía la cabeza en otra
cosa, de sus modales de alta sociedad. Cuando había una disputa
de idiomas en alguna reunión, la presidencia recomendaba, para
lograr la armonía, que se usara sólo el francés. Quizá el francés
no era muy bueno. Puede que en francés no se hallen las palabras del
pensamiento que se quería expresar; sin embargo, hablar francés
impone una suerte de orden, cierta uniformidad. Contestándole en la
misma lengua, Mr. Bankes dijo:
-No,
no, de eso nada.
Mr.
Tansley, que no conocía de esta lengua ni siquiera sus más
conocidos monosílabos, tuvo la sospecha de que no era sincero. Vaya
si decían tonterías, pensó, los Ramsay; y se abalanzó sobre
este nuevo ejemplo con alegría, redactando mentalmente una
nota, que un día de éstos leería a uno o dos de sus amigos.
Entonces, en compañía de quienes le permitían a uno decir lo que
quisiera, describiría de forma sarcástica lo de «la temporada con
los Ramsay», y las necedades que decían. Merecía la pena ir
una vez, diría, pero no repetir. Qué aburridas eran las mujeres,
diría. Desde luego, Ramsay se lo merecía, por haberse casado con
una mujer hermosa, y por haber tenido ocho hijos. Sería algo
parecido a esto, pero ahora, en este momento, sentado, con un
asiento vacío junto a él, nada parecido a esto había ocurrido.
Todo eran jirones y fragmentos. Se sentía extremadamente, incluso
físicamente, incómodo. Quería que alguien le diera la oportunidad
de reafirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que hacía
movimientos nerviosos sobre la silla, miraba a una persona;
luego, a otra; intentaba participar en la conversación, abría
la boca, volvía a cerrarla. Hablaban de las pesquerías. ¿Por qué
nadie le preguntaba su opinión? ¿Qué sabían ellos de pesquerías?
Lily
Briscoe se daba cuenta de todo. Sentada frente a él, ¿no veía,
como en una radiografía, en la oscura tiniebla de su carne, las
costillas y fémures del deseo del joven de hacerse visible: esa
delgada niebla con la que la convención había recubierto su
deseo de participar en la conversación? Pero pensaba,
entrecerrando los rasgados ojos, y recordando que se burlaba de las
mujeres, «no saben pintar, no saben escribir», ¿por qué tengo que
ayudarle a consolarse?
Hay
un código de conducta, ella lo sabía, en cuyo artículo
séptimo (debe de ser) se dice que en ocasiones como ésta compete a
la mujer, se dedique a lo que se dedique, ir a ofrecer ayuda al
joven que se siente enfrente de ella, para que pueda exhibir y
aliviar los fémures, las costillas de su vanidad, su urgente
deseo de afirmarse; como, en verdad, es deber de ellos,
reflexionaba, con su honradez de solterona, ayudarnos, por
ejemplo, en el caso de que el metro se incendiara. En ese caso,
ciertamente, esperaría que Mr. Tansley me rescatase. Pero ¿qué
pasaría si ninguno de los dos hiciéramos lo que se esperaba? Se
sonrió.
-No
querrás ir al Faro, ¿no?, ¿Lily? -dijo Mrs. Ramsay-.
Acuérdate del pobre Mr. Langley; ha dado la vuelta al mundo en
varias ocasiones, pero me confesó que nunca lo había pasado tan mal
como cuando mi marido lo llevó allí. ¿Es usted buen marino, Mr.
Tansley? -preguntó.
Mr.
Tansley levantó un martillo, lo blandió en el aire, pero, al
bajarlo, dándose cuenta de que no debía aplastar una mariposa con
semejante instrumento, sólo dijo que no se había mareado nunca.
Pero en esa oración, compacta como la pólvora, había dejado otra
información: que su abuelo había sido marino; su padre era
farmacéutico; y él se había labrado su propio futuro con sus
propios medios; estaba muy orgulloso de ello; él era Charles
Tansley, algo de lo que al parecer nadie se daba cuenta, aunque muy
pronto todos lo sabrían. Su desdén los contemplaba desde una gran
distancia de ventaja. Hasta casi podía sentir pena por estas
personas tan finas, con su cultura, que uno de estos días
ascenderían al cielo como balas de algodón o barricas de manzanas;
muy pronto, mediante la pólvora que había en el interior de
Charles Tansley.
-¿Me
llevará Mr. Tansley? -dijo Lily, con rapidez, con amabilidad,
porque, por supuesto, si Mrs. Ramsay le hubiera dicho, como, de
hecho, le había dicho: «Me ahogo, querida, en un mar de
llamas. A menos que apliques algún ungüento balsámico en este
momento, y le digas algo amable a ese joven de ahí, la vida se
estrellará contra los arrecifes: a decir verdad ya oigo
chirridos y murmullos. Tengo los nervios tensos como cuerdas de
violín. Un toque más, y saltan», cuando Mrs. Ramsay hubo dicho
todo esto, con la mirada, por supuesto, no menos de cincuenta veces,
Lily tuvo que renunciar al experimento -qué es lo que sucedería
si decidiera no ser buena con aquel joven-, y decidió ser
buena.
Juzgando
adecuadamente el cambio de humor -ahora se dirigía hacia él de
forma amistosa-, se aplacó su ataque de egotismo, y le dijo que se
había caído de una barca cuando era un bebé; y que su padre
había tenido que pescarlo con un bichero; y que así es como había
aprendido a nadar. Tenía un tío torrero en algún faro escocés,
dijo. Había estado con él en una ocasión, durante una
tempestad. Esto lo dijo en voz alta, durante un silencio. Escucharon
todos que había acompañado a su tío en un faro durante una
tempestad. Ay, pensaba Lily Briscoe, al ver que la conversación
seguía este curso tan prometedor, advirtió que Mrs. Ramsay le
estaba agradecida (porque Mrs. Ramsay se sintió autorizada a hablar
de nuevo con quien quisiera), ay, pensaba, pero ¿cuánto me habrá
costado esta gratitud? No había sido sincera.
Había
recurrido al truco de siempre: ser buena. Nunca lo conocería. Y él
nunca la conocería a ella. Las relaciones humanas eran siempre
así, pensaba, y eran peores (salvando a Mr. Bankes) las relaciones
entre hombres y mujeres; inevitablemente, aquéllas eran siempre
muy insinceras. Entonces vio con el rabillo del ojo el salero, que
había dejado ahí para que le recordara algo, y recordó que el día
siguiente tenía que colocar el árbol en una posición central, y se
sintió tan animada al pensar en que al día siguiente podría
pintar que se rió en voz alta de lo que Mr. Tansley estaba diciendo.
Que no deje de hablar en toda la noche si lo desea.
-Pero
¿cuánto tiempo tienen que estar en el Faro? -preguntó. Él se
lo dijo. Estaba sorprendentemente bien informado. Como estaba
agradecido, como le gustaba ella, como empezaba a divertirse, era el
momento, pensó Mrs. Ramsay, de regresar a aquel lugar soñado, aquel
lugar irreal pero fascinante, el salón de los Manning de hace
veinte años; donde una podía moverse sin problemas ni
preocupaciones, porque no había un futuro del cual preocuparse.
Sabía cómo les había ido a cada uno de ellos, y cómo le
había ido a ella. Era como releer un buen libro, porque sabía cómo
acababa el cuento, porque había ocurrido hacía veinte años, y la
vida, que se derramaba profusamente incluso en esta sala, sabe Dios
hacia dónde, estaba allí sellada, y era como un lago, apacible,
contenida en el interior de las orillas. Decía que habían
preparado una sala para el billar, ¿era cierto? ¿Querría William
seguir hablando de los Manning? Ella sí quería. Pero no, había
algún motivo por el cual él ya no se sentía nada animado. Lo
intentó. Pero él no respondió. No podía obligarlo. Se sintió
decepcionada.
-Estos
chicos son una desgracia -dijo, con un suspiro. Él dijo algo acerca
de que la puntualidad es una de esas virtudes menores que sólo
se adquieren cuando uno ya no es niño.
-Si
se adquiere -dijo Mrs. Ramsay con el único fin de rellenar un vacío,
pensando en que Lily estaba convirtiéndose en una solterona.
Consciente de su traición, consciente del deseo de ella de hablar de
algo más íntimo, pero sin ganas de hacerlo, se le
representaron todas las cosas desagradables de la vida: estar allí
sentada, esperando. Quizá los demás estuvieran contando algo
interesante, ¿de qué hablaban?
Que
la temporada de pesca había sido mala, que los hombres
emigraban. Hablaban de salarios y del paro. El joven insultaba
al Gobierno. William Bankes, pensando en lo satisfactorio que
era poder dedicarse a algo semejante cuando la vida íntima era
desagradable, le oyó decir que se trataba de «uno de los decretos
más escandalosos de este Gobierno». Lily escuchaba, Mrs. Ramsay
escuchaba, todos escuchaban. Pero, ya aburrida, Lily pensaba en que
había algo de lo que carecían esas palabras; Mrs. Bankes pensaba en
que faltaba algo. Mientras se recogía el chal, Mrs. Ramsay pensaba
en que faltaba algo. Todos ellos, escuchando atentamente, pensaban:
«a los cielos pido que no tenga que dar mi verdadera opinión sobre
esto»; porque todos pensaban: «Los demás se sienten igual. Están
irritados e indignados con el Gobierno por lo de los pescadores,
pero, yo, en el fondo, no siento nada acerca de ello.» Pero quizá,
pensaba Mr. Bankes, mirando a Mr. Tansley, sea éste el hombre.
Siempre se esperaba al hombre. Había siempre una oportunidad. En
cualquier momento podía aparecer un nuevo dirigente; un hombre
genial, porque la política no dejaba de ser como las demás
actividades. Probablemente a nosotros, los anticuados, nos
parecerá desagradable, pensaba Mr. Bankes, intentando ser
comprensivo; porque sabía, a través de una curiosa sensación
física, como si se le encresparan los nervios de la columna
vertebral, que era parte interesada, en cierta medida, porque
tenía celos; en parte, más probablemente, por su trabajo, por sus
opiniones, por su ciencia; y por lo tanto no era persona muy
receptiva, porque Mr. Tansley parecía decir: Han desperdiciado
ustedes sus vidas. Están equivocados todos ustedes. Pobres
viejos caducos, se han quedado ustedes en el pasado. Parecía
demasiado poseído, este joven; y no tenía modales. Pero Mr. Bankes
se vio obligado a reconocer que tenía valor, tenía talento,
manejaba los datos con aplomo. Quizá, pensaba Mr. Bankes,
mientras Mr. Tansley insultaba al Gobierno, haya mucho de cierto en
lo que dice.
-Veamos...
-decía. Seguían hablando de política, y Lily miraba la hoja del
mantel; Mrs. Ramsay, dejando la discusión en manos de los dos
hombres, se preguntaba por qué le aburría tanto esta conversación,
y deseaba que dijera algo su marido, a quien veía en el otro extremo
de la mesa. Una sola palabra, se decía. Porque con una sola cosa que
dijera eso sería bastante. No se andaba con rodeos. Le
preocupaban los pescadores y sus salarios. Perdía el sueño pensando
en ellos. Todo era diferente cuando hablaba, cuando hablaba no había
que pensar en suplicar que no se viera lo poco que le importaba
a uno, porque sí que le importaba. Entonces, al darse cuenta de
que era porque lo admiraba tanto, y que por eso esperaba que hablase,
se sintió como si alguien hubiera estaba elogiando a su marido
y su matrimonio, y se puso roja, sin darse cuenta de que había sido
ella misma quien lo había alabado. Dirigió la mirada hacia él,
esperando encontrar todo esto reflejado en su cara, que tendría un
aspecto radiante... Pero, ¡nada de eso! Tenía la cara
deformada por una mueca, tenía gesto de irritación, tenía el ceño
fruncido, estaba rojo de cólera. ¿Qué demonios pasaba? ¿Qué
podía haber pasado? Que el pobre Augustus había pedido otro plato
de sopa... eso era todo. Era algo inimaginable, era una desdicha (se
lo hizo saber mediante señas desde el otro extremo de la mesa) que
Augustus se atreviera a comer otro plato de sopa. Le disgustaba
profundamente que la gente siquiera comiendo cuando él había
terminado. Veía cómo la ira le brotaba en los ojos, como si fuera
una jauría de perros; se veía en su ceño; y pensaba que de un
momento a otro iba a estallar con gran violencia, pero, ¡gracias a
Dios!, le vio tirar de las riendas, y frenarse a sí mismo, y
todo su cuerpo pareció desprender chispas, aunque no dijera una
palabra. Se quedó sentado, muy enfadado. No había dicho nada, sólo
quería que ella se diera cuenta. ¡Por lo menos había sabido
controlarse! Pero, después de todo, ¿por qué el pobre Augustus no
podía pedir otro plato de sopa? Se había limitado a tocarle el
brazo a Ellen, y a decirle:
-Ellen,
por favor, otro plato de sopa -y entonces Mr. Ramsay se había
enfadado.
Pero
¿por qué no?, se preguntaba Mrs. Ramsay. Si quería, ¿por qué no
darle otro plato de sopa a Augustus. Odiaba a los que se revolcaban
en la comida, Mr. Ramsay la miraba azorado. Detestaba que las cosas
se prolongasen durante horas. Pero se había controlado, Mr. Ramsay
quería que lo advirtiese, aunque el espectáculo había sido
repugnante. Pero ¿por qué demostrarlo de forma evidente?, se
preguntaba Mrs. Ramsay (se miraban desde los extremos de la
larga mesa, y se enviaban estas preguntas y respuestas; ambos
sabían exactamente lo que pensaba el otro). Todos podían
haberse dado cuenta, pensaba Mrs. Ramsay. Rose se había quedado
mirando a su padre, Roger se había quedado mirando a su padre;
ambos comenzarían a reírse de forma incontrolada de un momento a
otro; se daba cuenta, y dijo al momento (la verdad es que ya era
hora):
-Encended
las velas -al momento se levantaron de un salto, y empezaron a
rebuscar en el aparador.
¿Por
qué no sabía disimular sus emociones?, se preguntaba Mrs.
Ramsay, y se preguntaba también si Augustus se habría dado
cuenta. Quizá sí, quizá no. No pudo evitar sentir respeto hacia la
compostura con la que estaba sentado, bebiendo la sopa. Si
quería sopa, la pedía. Si se reían de él, o se enfadaban por su
culpa, le daba igual. A él no le gustaba ella, lo sabía; pero en
parte por ese motivo, la respetaba; y al verlo beber la sopa,
grande y tranquilo, en la penumbra, monumental, contemplativo,
se preguntaba cuáles serían los sentimientos de él, y por qué
estaba siempre contento y tenía un aspecto tan digno; y pensó en
cuánto quería a Andrew, a quien llamaba a su habitación, y, según
decía Andrew, «le enseñaba cosas». Se quedaba todo el día
en el jardín, presumiblemente pensando en su poesía, hasta que
terminaba por recordarle a una a un gato que estuviera acechando
a los pájaros, y luego daba palmas con las zarpas, cuando había
dado con la palabra que le faltaba, y su mando decía: «El bueno de
Augustus es un poeta de verdad», lo cual en boca de su marido
era un gran elogio.
Hubo
que poner ocho velas sobre la mesa, y tras la primera
vacilación, la llama se irguió, y sacó a la luz toda la mesa, en
medio había una fuente de color amarillo y púrpura. Mrs. Ramsay se
preguntaba qué había hecho con ella Rose, porque las uvas y peras,
las pieles de color rosa, con sus picos, los plátanos, todo le
hacía pensar en un trofeo arrebatado al fondo del mar, en el
banquete de Neptuno, en el racimo que le cuelga a Baco del
hombro (en algún cuadro), entre pieles de leopardo, la
procesión de antorchas rojas y doradas... Así, bajo la
repentina luz, parecía poseer gran tamaño y profundidad, era un
mundo al que podía llevar una su propio cayado, y comenzar a
ascender por los montes, pensaba, y bajar a los valles, y con placer
(porque los unió fugazmente) veía que también Augustus
disfrutaba de la fuente de fruta con los ojos, se zambullía,
cortaba una flor aquí, cortaba un esqueje más allá, y regresaba,
tras el festín, a su colmena. Era su forma de mirar, diferente de la
de ella. Pero el mirar juntos los unía.
Ya
estaban encendidas las velas, y las caras a ambos lados de la mesa
parecían estar más juntas por efecto de la luz, y formaban, como no
lo habían hecho en la luz del anochecer, un grupo reunido en torno a
una mesa, porque la noche había sido excluida por los
cristales, que, lejos de dar una imagen correcta del mundo
exterior, lo mostraba como si estuviera haciendo ondas, de una
forma que aquí, en el interior de la habitación, parecía estar el
orden y la tierra firme; pero afuera había un reflejo en el que las
cosas temblaban y desaparecían, se hacían agua.
Hubo
un cambio que afectó a todos, como si esto hubiera sucedido de
verdad, y todos fueran conscientes de ser un grupo en medio del
vacío, en una isla; como si los uniera la causa común contra la
fluidez del exterior. Mrs. Ramsay, que había estado inquieta, y
había esperado con impaciencia a que vinieran Paul y Minta; y que se
había sentido impotente para arreglar las cosas, veía ahora que la
ansiedad se había trocado en espera. Porque tenían que llegar; y
Lily Briscoe, intentando analizar la causa de esta alegría
repentina, lo comparaba con aquel otro momento en el campo de
tenis, cuando lo sólido de repente se había desvanecido, y se
habían interpuesto entre ellos vastos espacios; y ese mismo
efecto lo habían obtenido las velas en la habitación, algo escasa
de muebles, y las ventanas sin cortinas, y el aspecto como de
máscaras de las caras bajo la luz de las velas. Se les había
quitado un peso de encima; puede pasar cualquier cosa, pensó.
Tienen que venir ya, pensó Mrs. Ramsay mirando hacia la puerta, y en
aquel momento, Minta Doyle, Paul Rauley y una doncella con una
fuente, entraron a la vez. Llegaban tarde, llegaban muy tarde, dijo
Minta, al dirigirse hacia los extremos opuestos de la mesa.
-He
perdido el broche... el broche de mi abuela -dijo Minta con un tono
de lamento en la voz, y con lágrimas en sus grandes ojos castaños,
mientras bajaba la mirada, y volvía a mirar hacia arriba, junto a
Mr. Ramsay, quien sintió que se despertaban sus sentimientos
caballerescos, y quiso tomarle el pelo.
¿Cómo
podía ser tan boba?, le preguntó, cómo se le había ocurrido
eso de ir a saltar por las piedras con las joyas puestas.
A
ella en cierta forma la aterrorizaba: le daba miedo su inteligencia;
la primera noche de su llegada, se había sentado junto a él,
estuvieron hablando de George Eliot, se quedó asustada, porque el
tercer volumen de Middlemarch se le había quedado en el tren, y
nunca supo cómo acababa la novela; pero después se llevaron
muy bien, a ella hasta le gustaba parecer más ignorante de lo que
era, porque a él le gustaba llamarla boba. Esta noche, aunque
se reía de ella sin rodeos, no le daba miedo. Además, en
cuanto entró en la habitación, supo que había ocurrido un
milagro; llevaba un halo dorado; a veces lo llevaba; otras, no. No
sabía por qué aparecía, o por qué no, o si lo llevaba antes
de entrar en la habitación, lo que sí sabía es que se daba
cuenta por la forma en que la miraban los hombres. Sí, esta noche lo
llevaba, y muy visible; lo sabía por la forma en que Mr. Ramsay le
había dicho que no fuera boba. Se sentó a su lado, sonriendo.
Debe
de haber sucedido, pensaba Mrs. Ramsay: se han comprometido. Durante
un momento sintió lo que creía que nunca volvería a sentir: celos.
Porque él, su marido, también los sentía: el esplendor de
Minta; a él le gustaban estas chicas, estas muchachas de un rojizo
dorado, que eran algo volubles, acaso algo arbitrarias e indomables,
que no «se arrancaban el cabello a fuerza de cepillarlo», que no
eran, como decía de la pobre Lily Briscoe, unas «cuitadas». Había
un rasgo que ni ella poseía, un brillo, una riqueza, que le atraía,
que le divertía, que le hacía tener predilección por muchachas
como Minta. Y estaban autorizadas a cortarle el pelo, a trenzarle las
cadenas del reloj, o incluso a interrumpirle cuando trabajaba,
gritándole (las oía gritar): «¡Venga Mr. Ramsay, vamos a
ganarles!», y él dejaba el trabajo, y se ponía a jugar al
tenis.
Pero,
en el fondo, no era celosa; sólo de vez en cuando, cuando en el
espejo aparecía un mirada de resentimiento por haber envejecido,
quizá, por su propia culpa. (La factura del invernadero, y todo lo
demás.) Les estaba agradecida porque se reían de él («¿Cuántas
pipas ha fumado hoy, Mr. Ramsay?», etc.), y hasta parecía más
joven; era un hombre muy atractivo para las mujeres, no era un hombre
triste, no estaba hundido bajo el peso de su obra, o de los
sufrimientos del mundo, ni por su fama o sus fracasos, sino que
volvía a ser como lo había conocido: serio, pero galante; que la
ayudaba a desembarcar, lo recordaba; con reacciones deliciosas, como
ésta (lo miró, y tenía un aspecto asombrosamente joven, mientras
le tomaba el pelo a Minta). Porque a ella -«aquí», dijo, y ayudó
a la muchacha suiza a colocar con cuidado ante ella la gran cazuela
oscura en la que estaba el Bœuf en Daube-, a ella los que le
gustaban eran los tontorrones. Paul tenía que sentarse junto a
ella. Le había guardado el sitio. A decir verdad, pensaba que
lo que más le gustaba de ella eran estos tontorrones. Los que
no venían a importunarla a una con lo de sus tesis. ¡Cuánto se
perdían, después de todo, estos jóvenes tan inteligentes!
Cuán inevitable era que se secaran. Mientras se sentaba, pensaba en
que había algo encantador en Paul Rayley. Tenía unos modales
encantadores, según ella, tenía una nariz perfecta, y los ojos
azules. Era tan considerado. ¿ Le contaría, ahora que los
demás habían reanudado la conversación, lo que había sucedido?
-Regresamos,
para buscar el broche de Minta -le dijo, tras sentarse junto a ella.
«Regresamos»: con eso bastaba. Se dio cuenta, por el esfuerzo, por
la elevación del tono de voz para atreverse con una expresión de
difícil pronunciación, de que era la primera vez que hablaba de
«nosotros». «Hicimos, fuimos.» Seguirían diciéndolo el resto de
sus vidas, pensaba. Al destapar Marthe, con un movimiento delicado,
la gran cazuela oscura, se desprendió un exquisito olor a
aceite, a aceitunas y a jugo. La cocinera se había pasado tres
días preparando el plato. Tenía que llevar el mayor cuidado,
pensaba Mrs. Ramsay, tenía que investigar entre la blanda masa, para
hallar una pieza especialmente tierna para William Bankes. Miraba
hacia el interior, hacia las relucientes paredes de la cazuela,
hacia la mezcla de jugosas carnes de color castaño y amarillas, con
hojas de laurel y vino, y pensaba: Esto servirá para conmemorar este
momento; la invadió una rara sensación, extraña y tierna
simultáneamente, de estar celebrando una fiesta, como si se hubieran
convocado en ella dos emociones diferentes; una profunda:
porque, qué hay más importante que el amor del hombre hacia la
mujer, qué es más imperioso, más impresionante, pues lleva en su
seno las semillas de la muerte; pero, por otra parte, a la vez,
estos amantes, estas gentes que inauguraban la ilusión con ojos
brillantes, debían ser recibidos con danzas de burla, y debían
adornarse con guirnaldas.
-Es
un triunfo -dijo Mr. Bankes, dejando, durante unos momentos, el
cuchillo sobre la mesa. Había comido con cuidado. Estaba rico,
estaba tierno. Se había cocinado de forma perfecta. ¿Cómo se las
arreglaba para hacer cosas como ésta en un lugar tan apartado?, le
preguntó. Era una mujer maravillosa. Todo el amor que él le
tenía, la veneración, habían regresado; ella era consciente
de ello.
-Es
una receta francesa de mi abuela -dijo Mrs. Ramsay, y resonaba
en su voz una satisfacción inmensa. Claro que era francesa. Lo que
en Inglaterra se toma por alta cocina es abominable (se
mostraron de acuerdo). Consiste en poner repollos a remojo.
Consiste en asar la carne hasta que se queda como cuero. Consiste en
quitar la deliciosa piel a las verduras. «En la que -dijo Mr.
Bankes- se contiene toda la virtud de las verduras.» Y es un
despilfarro, dijo Mrs. Ramsay. De lo que desperdiciaban las
cocineras inglesas, podía vivir toda una familia francesa. Con
el acicate del afecto renacido de William, y pensado en que todo
estaba bien de nuevo, y en que ya no tenía que estar inquieta,
y en que podía disfrutar del triunfo y de las bromas, se reía,
hacía gestos, hasta que Lily pensó: Qué infantil, qué
absurda era, ahí sentada, con toda su belleza desplegada de nuevo,
hablando de las pieles de las verduras. Había algo que asustaba en
ella. Era irresistible. Al final siempre conseguía lo que quería,
pensaba Lily. Lo había conseguido: Paul y Minta, estaba claro, ya
estaban comprometidos. Mr. Bankes había venido a la cena. Hacía
alguna magia con todos ellos, sencillamente deseando las cosas de
forma inmediata, y Lily comparaba esa abundancia con su propia
pobreza de espíritu, y suponía que era en parte la creencia (porque
tenía la cara como iluminada; y, aunque no parecía más joven,
estaba radiante) en esta cosa extraña, aterradora, lo que convertía
a Paul Rayley, el centro de ella, en un temblor, pero abstracto,
absorto, mudo. Mrs. Ramsay, al hablar de las pieles de las verduras,
exaltaba eso, lo adoraba; imponía las manos sobre ello para
calentárselas, para protegerlo; sin embargo, aunque había
conseguido que todo esto sucediera así, en cierta forma se
reía, guiaba a sus víctimas, pensaba Lily, hasta el altar.
Ahora la alcanzó a ella también la emoción, la vibración de
amor. ¡Qué insignificante se sentía junto a Paul Rayley! Él
estaba radiante, luminoso; ella, distante, crítica; él, destinado a
la aventura; ella, anclada a la orilla; ella, solitaria, abandonada;
estaba dispuesta a suplicar que le dejaran participar... si fuera en
una catástrofe, incluso en esa catástrofe; y dijo con timidez:
-¿Cuándo
ha perdido Minta el broche?
Sonrió
con su más exquisita sonrisa, velada por los recuerdos, teñida
de sueños. Movió la cabeza.
-En
la playa –dijo-. Iré a buscarlo -añadió-, me levantaré
pronto.
Como
esto era secreto para Minta, bajó la voz, y dirigió la mirada hacia
ella, estaba riéndose, junto a Mr. Ramsay.
Lily
quería mostrar con energía y rabia su deseo de serle útil,
previendo que en la madrugada sería ella quien encontrara el
broche en la playa, apenas oculto por una piedra, para poder ser una
entre los marinos y aventureros. Pero, ¿qué le contestó a su
ofrecimiento? Con una emoción que en realidad pocas veces se
consentía, dijo:
-Déjeme
ir con usted -y él se rió. Quiso decir sí o no, o ambos. Pero no
era el significado, era la clase de risa con la que había
respondido, como si hubiera dicho: Tírese por el acantilado, si
lo desea, me da igual. Floreció en la mejilla de ella todo el calor
del amor, su horror, su crueldad, su egoísmo. La quemaba, y
Lily, dirigiendo la mirada hacia Minta, al otro extremo de la
mesa, dirigiéndose con cortés amabilidad a Mr. Ramsay, sintió
una contracción al pensar en ella expuesta a esos colmillos, y se
sintió agradecida. Porque, en todo caso, se dijo, al ver el salero
sobre el dibujo, ella no necesitaba casarse, gracias sean dadas
a los cielos: no necesitaba tener que someterse a esa degradación.
Se había evitado esa disminución. Llevaría el árbol todavía un
poco más hacia el centro.
Tal
era la complejidad de las cosas. Porque lo que le había sucedido, en
su estancia con los Ramsay, era que ahora sentía a la vez dos
cosas completamente opuestas; una cosa es lo que otro siente, eso es
una; otra cosa es lo que una siente; y ambas se peleaban en su mente,
como sucedía ahora. Es tan hermoso, tan emocionante, este amor, que
tiemblo ante su culminación, y, en contra de mis hábitos, me
ofrezco para ir a buscar un broche en la playa; y a la vez es la más
estúpida, la más bárbara de las pasiones humanas, y convierte a un
joven muy agradable, que tiene un perfil como una piedra
preciosa (era exquisito el perfil de Paul) en un matón con una
barra de hierro (era fanfarrón, insolente) en medio de Mile End
Road. Sí, se dijo, desde los albores del tiempo se han cantado odas
al amor; se han amontonado guirnaldas y rosas; si se les
preguntara, nueve de cada diez personas dirían que es lo único que
quieren; mientras que las mujeres, a juzgar por su experiencia,
no dejarían de pensar, en todo momento: No es esto lo que
queremos; no hay nada más tedioso, pueril, aburrido e inhumano
que el amor; aunque también nada es tan hermoso y necesario. Y
bien, ¿y bien?, preguntaba, esperando, en cierta forma, que los
demás siguieran discutiendo, como si en una discusión como
ésta una se limitara a arrojar su dardo que inevitablemente se
quedaba corto, y dejara que los demás siguieran adelante. De
forma que siguió escuchando lo que decían por si arrojaban
alguna luz sobre el asunto del amor.
-Además
está lo de ese líquido -decía Mr. Bankes- al que los ingleses
llaman café.
-¡Ah,
claro, el café! -dijo Mrs. Ramsay. En realidad, se trataba (estaba
muy animada, se dijo Lily, hablaba con vehemencia) de que
hubiera buena mantequilla y de que hubiera leche en buenas
condiciones. Hablaba con entusiasmo y elocuencia; describía los
inconvenientes de las lecherías inglesas, y en qué estado se
dejaba la leche junto a las puertas; estaba a punto de
documentar estas acusaciones, porque había investigado ese asunto,
cuando toda la mesa, comenzando por Andrew, en el centro, como fuego
que saltara de una mata de árgoma a otra, rompió a reír: todos sus
hijos se reían, su marido se reía; se reían de ella, era como si
la rodeara el fuego; se vio obligada a arriar banderas, a rendir la
artillería; su única respuesta consistió en explicar a Mr. Bankes
que toda estas chanzas y bromas eran el precio que tenía que pagar
por censurar los prejuicios de los ingleses ante ellos mismos.
Sin
dudarlo, sin embargo, porque tenía presente que Lily la había
ayudado con Mr. Tansley, y no participaba de las burlas, la segregó
de los demás; «Lily, al menos, está de acuerdo conmigo»;
Lily, un tanto agitada, levemente sobresaltada, fue atraída a su
campo. (Pensaba en el amor.) Ni Lily ni Charles Tansley participaban
de las burlas, creía Mrs. Ramsay. Ambos padecían por el
resplandor de la otra pareja. Evidentemente, él se sentía
relegado: en cuanto Paul Rayley estuviera en la misma habitación
que él, ni una mujer le dirigiría una mirada. ¡Pobre hombre!
Sin embargo siempre tendría su tesis, lo de la influencia de alguien
sobre algo: sabía cuidarse solo. Lo de Lily era diferente. Ante
el esplendor de Minta, se desvaía; pasaba aún más inadvertida, con
el vestidito gris, la carita arrugada, los ojillos orientales.
Era tan diminuto todo en ella. Sin embargo, pensaba Mrs. Ramsay,
comparándola con Minta, mientras le pedía ayuda (porque Lily podría
confirmar que no hablaba ella más sobre las lecherías que su
marido acerca de los zapatos: podía pasarse una hora hablando de
zapatos), a los cuarenta, Lily sería la mejor de las dos. Lily tenía
cabeza, pasión; había algo singular en ella que a Mrs. Ramsay
le gustaba mucho, pero se trataba de algo que, se temía, los
hombres no advertían. No, claro que no, a menos que fuera un hombre
mucho mayor, como William Bankes. Porque a él sí le importaba, es
decir, a veces Mrs. Ramsay pensaba que a él sí le importaba ella,
quizá desde la muerte de su esposa. No estaba «enamorado», por
supuesto; se trataba de una de esas emociones inclasificables de
las que hay tantas por ahí. Tonterías, tonterías, pensaba:
William tenía que casarse con Lily. Tienen mucho en común. A
Lily le encantan las flores. Ambos son fríos, guardan las
distancias, saben valerse por sí solos. Tenía que arreglárselas
para que dieran un largo paseo juntos.
Impensadamente
los había colocado a uno enfrente del otro. Eso podría arreglarse
mañana. Si hiciera bueno, podrían hacer una excursión. Todo
parecía posible. Todo parecía bien. Ahora (pero esto no puede
durar, pensaba, disociándose del momento mientras todos
hablaban de zapatos), justo ahora había recobrado la calma; planeaba
como un halcón en el aire; ondeaba como una bandera en el aire
de la alegría que inundaba todos los nervios de su cuerpo plena y
dulcemente, sin ruido, con solemnidad; porque nacía esta alegría,
pensó, al ver cómo comían, de su marido, de sus hijos, de sus
amigos; todo ello brotaba en esta profunda quietud (estaba
sirviendo a William Bankes un bocado más, y escrutaba en las
profundidades de la cazuela de barro), y se quedaba, sin una razón
concreta, como humo, como unos vapores que ascendieran, que los
mantuvieran unidos a todos. No hacía falta decir nada, no podía
decirse nada. Había algo que los incluía a todos. Participaba,
pensaba ella, mientras le servía a Mr. Bankes, con todo
cuidado, una pieza particularmente tierna, de la eternidad; como
ya lo había sentido respecto de algo diferente aquella misma
tarde; hay coherencia en las cosas, estabilidad; algo, quería
decir, que es inmune al cambio, algo que deslumbra (echó una mirada
fugaz a la ventana con sus ondas de luces reflejadas) en la
superficie de lo cambiante, lo fugitivo, lo espectral, como un
rubí; de forma que volvió a tener esta noche la sensación que ya
había tenido ese mismo día, de paz, de descanso. De momentos
semejantes, pensó, se hace la eternidad. Éste era un momento de los
que permanecían.
-Sí,
por supuesto -le aseguró a William Bankes-, hay de sobra para todos.
-Andrew
-dijo-, baja el plato, o se me va a derramar todo.
-El
Boeuf en Daube ha sido un triunfo completo. Aquí, sintió, dejando
el cucharón, estaba ese espacio en calma que hay en el corazón de
las cosas, donde una podía seguir mo-viéndose o descansar; podía
esperar (estaban servidos) escuchando; podía, como un halcón
que cae de su altura de repente, exhibirse, hundirse en las
risas con facilidad, dejar reposar todo su peso sobre lo que en
el otro extremo de la mesa decía su marido acerca de una cifra: la
raíz cuadrada de mil doscientos cincuenta y tres, que casualmente
era el número de su billete del tren.
¿Qué
sentido tenía todo esto? No tenía ni la más remota idea. ¿Raíz
cuadrada? ¿Qué será eso? Lo sabrán sus hijos. Respecto de raíces
cuadradas o cúbicas, dependía de ellos; de eso hablaban; y también
de Voltaire, de Madame de Staël, de la personalidad de Napoleón, de
los títulos de propiedad de las tierras en Francia, de lord
Roseberry, de las memorias de Creevey. Dejaba que la sostuviera,
la apoyara este edificio de la inteligencia masculina, que iba
de arriba abajo, que cruzaba de acá para allá, como bastidores de
hierro que dieran forma a la vacilante tela, que sujetaran el mundo,
de forma que podía confiar plenamente en ello, incluso con los ojos
cerrados, o parpadeando aprisa, como parpadea un niño al contemplar
desde la cama las miríadas de hojas que forman el árbol.
Entonces se despertó. Todavía estaba la tela en el telar. William
Bakes elogiaba la serie de novelas de Waverley.
Leía
una de la serie cada seis meses, dijo su marido. Pero ¿por qué
tendría que enfadarse por eso Charles Tansley? No tardó nada (y
todo, pensaba Mrs. Ramsay, porque Prue no le hace ni caso) en
censurar agriamente las novelas de Waverley, de las que no sabía
nada, nada en absoluto, pensaba Mrs. Ramsay, observándolo, más
que atendiendo a lo que decía. Se daba cuenta por los modales:
quería afirmarse, sería así hasta que consiguiera la cátedra o se
casara, y ya no necesitara decir continuamente «yo, yo, yo.»
Porque a eso se reducía su crítica literaria de sir Walter Scott, o
quizá se tratara de Jane Austen. «Yo, yo, yo.» Pensaba en él
mismo, en la impresión que causaba; lo sabía por el sonido de la
voz, por la vehemencia y el nerviosismo. Le vendría bien el
éxito. Seguían. No tenía necesidad de seguir escuchando. Sabía
que no podía durar, pero en ese momento sus ojos habían
adquirido tal clarividencia que podía recorrer la mesa desvelando de
cada uno de ellos sus pensamientos y sentimientos, sin dificultad,
al igual que esa luz que se introduce en el agua de forma que
las ondas y los juncos y los pececillos que parecen buscar su
equilibrio, y la repentina trucha silenciosa, todos ellos se iluminan
de repente, y aparecen suspendidos, temblorosos. Así los veía,
así los escuchaba; dijeran lo que dijeran, siempre tenían esta
característica, como si las palabras que decían fueran como el
movimiento de la trucha, cuando a la vez se ve la onda y los
guijarros, algo a la derecha, algo a la izquierda, y sólo se percibe
el conjunto; mientras que en la vida de siempre tenía ella que echar
la red, separar una cosa de otra; tendría que haber dicho que le
gustaban las novelas de la serie de Waverley, o que no las había
leído, tendría que avanzar a toda costa, pero no dijo nada,
permaneció como suspendida.
«Sí,
pero ¿alguien cree que durará?», dijeron. Era como si proyectara
unas temblorosas antenas, que, al interceptar ciertas frases, le
obligara a prestarles atención. Ésta era una de ellas. Olfateaba
peligro para su marido. Una pregunta como ésta, casi
inevitablemente, acabaría recibiendo una respuesta que terminaría
por recordarle su propio fracaso. Cuánto tiempo se le seguiría
leyendo: lo pensaría al momento. William Bankes (que carecía
por completo de esta vanidad) se rió, y dijo que él no
atribuía ninguna importancia a los cambios de moda. ¿Quién podría
decir qué es lo que iba a durar, ni en literatura ni en ninguna otra
cosa?
-Disfrutemos
de lo que disfrutamos -dijo. Su integridad le parecía a Mrs.
Ramsay admirable. Nunca parecía pensar: Pero, esto ¿cómo me
afecta? Sin embargo, cuando estaba del otro humor, del que
necesitaba alabanzas, premios, era natural que comenzara (bien sabía
que Mr. Ramsay estaba comenzando) a sentirse incómodo; a querer
que alguien dijera: Ah, no, su obra sí que durará, Mr. Ramsay, o
algo parecido. Ahora mostraba su malestar de forma patente, al
decir, con cierta irritación, que, en todo caso, Scott (o era
Shakespeare?) a él le duraría toda la vida. Lo dijo enfadado.
Todos, pensaba ella, se sentían algo incómodos ahora, sin
saber por qué. Entonces, Minta Doyle, que tenía un instinto muy
fino, dijo un disparate, algo absurdo, que ella pensaba que en el
fondo a nadie le gustaba leer a Shakespeare. Mr. Ramsay dijo de forma
bastante sombría (aunque ya se había distraído de nuevo) que a
pocos les gustaba tanto como decían. Pero, añadió, no obstante,
algunas de las obras no carecen de verdadero mérito; Mrs.
Ramsay se dio cuenta de que de momento las cosas estaban bien; se
reía de Minta, y ella, Mrs. Ramsay vio, al advertir lo preocupado
que estaba consigo mismo, a su manera, vio que se ocupaban de él,
que lo alababan, de la forma que fuera. Pero deseaba que no fuera
necesario, y quizá fuese culpa de ella el que fuera necesario.
En todo caso, podía escuchar con toda libertad lo que Paul Rayley
decía sobre los libros que se leían en la infancia. Duraban, decía.
En la escuela había leído algo de Tolstói. Había uno que no se le
había olvidado, aunque no recordaba el nombre. Los nombres rusos son
imposibles, dijo Mrs. Ramsay. «Vronski», dijo Paul. Lo recordaba
porque siempre había pensado que era un buen nombre para un malvado.
«Vronski», dijo Mrs. Ramsay. «Ah, Anna Karénina», pero no
siguieron mucho tiempo en esta dirección: los libros no eran lo
suyo. No, Charles Tansley, en lo que se refería a libros, los
pondría al día en un segundo, pero todo lo mezclaba con cosas como
<Es correcto lo que estoy diciendo?, ¿Estoy causando buena
impresión?, y, después de todo, terminaba una sabiendo más acerca
de él que de Tolstói; mientras que cuando Paul hablaba,
hablaba sencillamente de las cosas, no de sí mismo. Como todos los
estúpidos, tenía además su propia humildad y respeto hacia los
sentimientos del interlocutor, lo cual, de vez en cuando, a ella le
parecía atractivo. Ahora no estaba pensando en sí mismo ni en
Tolstói, sino en si ella tenía frío, si le daba la corriente, si
querría una pera.
No,
dijo, no quería una pera. A decir verdad había estado de guardia
ante el frutero (sin darse cuenta), celosa, con la esperanza de
que nadie lo tocara. Había dejado descansar la mirada entre las
curvas y sombras de la fruta, entre los ricos púrpuras de las uvas
escocesas, por el dentado borde una cáscara, juntando un
amarillo con un púrpura, una curva con un círculo, sin saber por
qué lo hacía, o por qué, cada vez que lo hacía, se sentía cada
vez más serena; hasta que, ay, qué pena que tuviera que pasar, se
acercó una mano, cogió una pera, destruyó el efecto. Miraba a Rose
con cariño. Miraba a Rose, sentada entre Jasper y Prue. ¡Qué raro
que tu propia hija hubiera hecho eso!
Qué
extraño verlos sentados ahí, en fila, sus hijos, Jasper, Rose,
Prue, Andrew, apenas hablaban, pero disfrutaban de algún chiste
de los suyos, suponía, por cómo se les movían los labios. Era algo
completamente diferente de todo lo demás, algo que atesoraban para
reírse de ello cuando estuvieran en las habitaciones. No era de su
padre, confiaba. No, creía que no. Se preguntaba qué sería, con
tristeza, porque pensaba en que se reirían de lo que fuera cuando
ella no estuviera delante. Era algo que atesoraban tras esas
caras inmóviles, fijas, como máscaras, porque los niños no
participaban con facilidad en la conversación; en realidad,
eran vigías, inspectores, un poco por encima o aparte de los
adultos. Pero al mirar a Prue esta noche, vio que esto no era del
todo cierto en lo que se refería a ella. Estaba comenzando,
moviéndose, empezaba a descender. Iluminaba su cara una luz muy
delicada, como si el color encendido de Minta, sentada frente a ella,
con su intensidad, su anticipación de la felicidad, se reflejara en
ella, como si el sol del amor entre hombres y mujeres naciera tras el
borde del mantel, y sin saber qué era se inclinara hacia él, lo
saludara. Se quedaba mirando a Minta, con timidez, pero con
curiosidad, de forma que Mrs. Ramsay miraba a una y otra, y decía,
hablando mentalmente con Prue: Cualquier día de éstos serás tan
feliz como ella. Más feliz, agregaba, porque eres mi hija; su
propia hija tenía que ser más feliz que las hijas de otras
personas. Pero la cena había terminado. Había que levantarse.
Ya sólo jugaban con lo que había en los platos. Sólo esperaba a
que terminaran de reírse de algún cuento que había contado su
marido. Se reían con Minta respecto de algo sobre una apuesta. Se
levantaría en cuanto acabara.
Le
gustaba Charles Tansley, pensó de repente; le gustaba su risa. Le
gustaba por estar tan enfadado con Paul y Minta. Le gustaba lo torpe
que era. Era un joven interesante, a pesar de todo. También Lily,
pensaba, dejando la servilleta junto al plato, siempre tiene algo de
qué reírse para sus adentros. No tenía una que preocuparse por
Lily. Esperaba. Doblaba la servilleta bajo el borde del plato.
Bueno, ¿ya habían terminado? No. El cuento había desembocado en
otro cuento. Su marido estaba muy animado esta noche, quería,
se figuraba, reconciliarse con el bueno de Augustus, después de
lo de la sopa, y lo había unido al grupo..., contaban cuentos de
alguien a quien habían conocido en la universidad. Miró hacia
la ventana, donde las velas brillaban con más luz ahora que los
cristales eran de color negro, y mirando hacia ese exterior las voces
le parecían que sonaban muy extrañas, como si fueran las voces
de una misa en una catedral, porque no atendía al sentido de las
palabras. Las risas repentinas, y luego una sola voz (la de Minta)
que hablaba, le recordaba los hombres y niños que cantaban palabras
en latín de la misa en una catedral católica. Esperaba. Su
marido seguía hablando. Repetía algo, y supo que era poesía
por el ritmo, y por el torio exaltado y melancólico de la voz.
Ven,
sube por el sendero del jardín Luriana Lurilee.
La
rosa china ha florecido, y zumba la amarilla abeja.
Las
palabras (miraba hacia la ventana) sonaban como si fueran flores que
flotaran sobre el agua de afuera, separadas de todos ellos, como si
nadie las hubiera pronunciado, como si hubieran ingresado en la vida
ellas solas.
Que
todas las vidas que vivamos, que todas las vidas que haya Llenas
estén acaso de árboles y hojas caducas.
No
sabía lo que querían decir, pero, como música, tal parecía que su
propia voz dijera estas palabras, pero fuera de ella misma,
explicando con facilidad y naturalidad lo que había habido en su
mente durante toda la tarde, aunque hubiera hablado de cosas
bien diferentes. Sabía, sin necesidad de mirar alrededor, que todos
en la mesa escuchaban:
Me
pregunto si te lo parece a ti,
Luriana,
Lurilee.
Atendían
con la misma clase de gusto y placer que ella, como si eso fuera, por
fin, lo que hubiera que decir, como si, por fin, fuera ésta la voz
de ellos.
Se
interrumpió la voz. Miró alrededor. Se obligó a levantarse.
Augustus Carmichael se había levantado, y, sosteniendo la
servilleta, como si fuera una larga túnica blanca, comenzó a
salmodiar:
A
ver a los reyes montar a caballo
Por
los prados, por praderas de margaritas,
con
hojas de palmeras, con ramos de cedro,
Luriana,
Lurilee.
Al
pasar junto a él, se volvió hacia ella, repitió las últimas
palabras:
Luriana,
Lurilee.
Se
inclinó ante ella, como si le hiciera una reverencia. Sin saber por
qué, se dio cuenta de que le gustaba más de lo que le había
gustado en toda su vida; y con una sensación de alivio y
agradecimiento, le devolvió la reverencia, y cruzó la puerta que él
mantenía abierta para que ella pasara.
Era
imprescindible llevar las cosas unos pasos más allá.
Con
el pie en el umbral, esperó un momento para disfrutar de una escena
que se desvanecía mientras ocurría, y, a continuación, se
adelantó y cogió a Minta del brazo, y se fue de la habitación, y
la escena cambió, se dio a sí misma formas diferentes; ya se
había convertido, lo sabía, echando una última mirada por
encima del hombro, en pasado.
18
Como
de costumbre, pensó Lily. Siempre había algo que era obligatorio
hacer en ese preciso momento, algo que Mrs. Ramsay había
decidido, por razones propias, que era urgente hacer, aunque
estuvieran todos contando chistes, como ahora, sin atreverse a
decidir si iban a pasar a la biblioteca, al salón, o si iban a subir
al ático. De repente veía una a Mrs. Ramsay, en medio de la confusa
conversación, en pie, con Minta cogida del brazo, recordándose:
«Sí, esto es lo que hay que hacer ahora», para irse a
continuación, con aires de secreto, a hacer algo a solas. En cuanto
se hubo ido, se separaron: dudaron, se dispersaron; Mr. Bankes
cogió a Charles Tansley del brazo, y se fueron a seguir hablando de
lo que se había hablado en la mesa, de política: otorgaban una
nueva correlación de fuerzas a la velada, haciendo que el peso
recayera en un sentido diferente, como si, pensaba Lily, al verlos
salir, al oír una o dos palabras sobre la política del Partido
Laborista, se hubieran subido al puente del barco para fijar la
demora; eso le pareció la sustitución de la poesía por la
política; salieron Mr. Bankes y Charles Tansley, mientras que
los demás se quedaban mirando cómo Mrs. Ramsay subía sola por las
escaleras con la lamparilla. ¿Adónde iba tan aprisa, se preguntaba
Lily?
No
es que en realidad corriera o pareciera tener prisa; a decir
verdad, subía muy lentamente. Se sentía inclinada a quedarse
quieta después de tanta charla, y a quedarse con una sola cosa, con
la más importante; algo que fuera verdaderamente importante;
separarla, aislarla, quitarle todas las emociones y las
adherencias extrañas, y contemplarla, llevarla ante un tribunal,
diligente como un cónclave, donde se sentaran los jueces que
ella hubiera elegido para juzgarla. ¿Es buena?, ¿mala?, ¿está
bien?, ¿está mal?, etcétera. Así se recomponía tras la
violencia del acontecimiento, y de forma tan inconsciente como
incongruente, utilizaba las ramas del olmo de afuera para dar
estabilidad a su posición. El mundo de ella cambiaba: ellas estaban
quietas. El acontecimiento le había dado una sensación de
movimiento. Todo tenía que estar ordenado. Tenía que conseguir que
esto estuviera bien, y lo de más allá, pensaba, dando por
buena la digna quietud de los árboles; una vez más, y dando por
buena también la soberbia elevación (como el pico de un barco sobre
la cresta de una ola) de las ramas del olmo cuando el viento las
subía. Porque hacía viento (se asomó un momento a mirar). Hacía
viento, y las hojas se apartaban a veces, dejaban ver una
estrella; las propias estrellas parecían estremecerse, parecían
destellar entre los bordes de las hojas. Sí, ya estaba hecho:
logrado; y, como todo lo concluido, era solemne. Ahora que lo
pensaba, lejos de charlas y emociones, siempre había sido así, y
sólo ahora se mostraba como era, y al mostrarse se volvía
estable. Pensaba que, para el resto de la vida, siempre tendrían
esta noche a la cual recurrir: la luna, el viento, la casa, también
a ella. La halagaba, era su punto débil, el pensar que por mucho que
vivieran, arraigada en los corazones, siempre estaría en ellos;
esto, esto y esto, pensaba, mientras subía por las escaleras,
riéndose, aunque afectuosamente, del sofá del rellano (de su
madre), de la mecedora (de su padre), del mapa de las Hébridas. Todo
esto viviría de nuevo en las vidas de Paul y Minta; «los Rayley»,
hacía pruebas con el nuevo nombre; y sentía, con la mano en el
tirador de la puerta del cuarto de los pequeños, esa comunidad de
sentimientos con otras personas que brinda la emoción, como si los
tabiques hubieran adelgazado tanto que prácticamente (era una
emoción de alivio y felicidad) fuera todo un torrente; como si
sillas, mesas y mapas fueran de ella, de ellos, no importaba de
quién; como si Paul y Minta cogieran el relevo cuando ella hubiera
muerto.
Asió
el tirador con fuerza, para que no chirriara, y entró, apretando
levemente los labios, como si recordara que no tenía que hablar
alto. Pero, en cuanto entró, se dio cuenta, con pesar, de que la
precaución era innecesaria. Los niños no estaban dormidos. Era
un fastidio. Mildred tenía que tener más cuidado. James estaba
completamente despierto, Cam estaba sentada en la cama, y Mildred se
había levantado, estaba descalza, eran casi las once, y estaban
todos hablando. ¿Qué pasaba? Era otra vez el horrible cráneo. Le
había dicho a Mildred que se lo llevara, pero a Mildred, por
supuesto, se le había olvidado; Cam estaba completamente despierta,
James estaba completamente despierto, y estaba disputando,
cuando hacía horas que deberían haber estado todos dormidos.
¿En qué estaría pensando Edward para enviar este horroroso
cráneo? Había sido demasiado inocente, y había dejado que lo
colgaran allí. Estaba clavado, había dicho Mildred; Cam no
podía dormir si lo veía, pero James gritaba cuando intentaban
quitarlo.
Cam
tenía que dormirse (tenía unos cuernos muy grandes, decía...),
tenía que dormirse y soñar con bonitos palacios, dijo Mrs. Ramsay,
sentándose en la cama, junto a ella. Veía los cuernos, decía Cam,
por toda la habitación. Era verdad. Pusieran donde pusieran la luz
(James no podía dormir si no había luz) siempre había una sombra
de los cuernos en algún sitio.
-Pero,
Cam, piensa que es sólo un cerdo -decía Mrs. Ramsay-, un
bonito cerdo negro, como los del campo.
Pero
Cam pensaba que se trataba de algo horrible, cuyos cuernos la
amenazaban desde cualquier punto del dormitorio.
-Bueno,
bueno -decía Mrs. Ramsay-, lo taparemos. Vieron cómo se dirigía a
la cómoda, y cómo abría los cajoncitos con rapidez, uno tras
otro; al no ver nada que sirviera, se quitó el chal, y lo
enrolló sobre el cráneo, una y otra y otra vuelta; volvió donde
Cam, y puso la cabeza casi a la misma altura que la de ella
sobre la almohada, y le dijo que ahora tenía un aspecto muy
bonito; que a los duendes les gustaría; que era como un nido,
como una hermosa montaña de las que había visto en el extranjero,
con valles y flores, con campanas que repicaban, con pájaros que
trinaban, con cabritos y antílopes... Podía ver cómo las
palabras le devolvían el eco del ritmo en la mente de Cam, cómo Cam
las repetía a continuación: era una montaña, un nido, un jardín,
y había diminutos antílopes; los ojos se abrían y cerraban; y
Mrs. Ramsay seguía hablando de forma más monótona, más
rítmicamente, más sin sentido; cómo tenía que cerrar los ojos
para dormirse, para soñar con montañas y valles y estrellas
que caían y loros y antílopes y jardines, y todo maravilloso,
decía, levantando la cabeza muy despacio, y hablando cada vez más
mecánicamente, hasta que se irguió por completo, y vio que Cam
estaba dormida.
Ahora,
susurraba, acercándose a su cama, James también tiene que dormirse,
porque, mira, decía, el cráneo del jabalí sigue ahí; no lo habían
tocado; habían hecho lo que él quería; está ahí, intacto.
Le aseguró que el cráneo estaba debajo del chal. Pero él quería
hacer otra pregunta. ¿Irían al Faro al día siguiente?
No,
mañana, no, dijo, pero irían pronto, le prometió; el próximo día
que hiciera bueno. Era un niño bueno. Se tumbó. Lo arropó.
Pero nunca se le olvidaría, ella lo sabía; estaba enfadada con
Charles Tansley, con su marido, con ella misma, porque ella le había
hecho abrigar esperanzas. Al ir a colocarse bien el chal, recordó
que lo había enrollado sobre el cráneo del jabalí; se levantó,
bajó la ventana una o dos pulgadas más, escuchó el viento,
respiró la fresca brisa de la tranquila noche, susurró buenas
noches a Mildred, salió del dormitorio, y dejó que se
deslizara con cuidado el resbalón de la cerradura.
Esperaba
que no tirara los libros sobre el suelo en el piso de arriba,
pensaba, recordando todavía lo molesto que era Charles Tansley.
Porque ninguno de ellos dormía bien, eran niños nerviosos, y como
había dicho lo que había dicho sobre el Faro, no le extrañaría
nada que derribara una pila de libros, justo cuando estuvieran a
punto de dormirse, que los hiciera caer de la mesa de un codazo.
Porque supuso que se habría ido arriba a estudiar. Tenía un aspecto
tan triste..., pero se sentiría aliviada cuando se fuera; mañana
procuraría que lo trataran mejor; sin embargo era admirable con su
mando; tenía que cuidar los modales; sin embargo a ella le
gustaba cómo se reía; al pensar en esto, mientras bajaba por
las escaleras, se dio cuenta de que se veía la luna por la ventana
del rellano, la luna amarilla del equinoccio de primavera, se volvió,
y la vieron, por encima de ellos, en pie, en las escaleras.
«Mi
madre», pensó Prue. Sí, Minta debería mirarla, Paul debería
mirarla. Eso es lo auténtico, sintió, como si sólo hubiera
una persona así en todo el mundo; su madre. La adulta que había
sido, hacía un momento, cuando hablaba con los demás, volvió a ser
una niña; estaban jugando, lo que habían estado haciendo era
un juego; y eso, se preguntaba, ¿le gustaría o le disgustaría a su
madre? Pensaba en lo afortunados que eran Paul y Minta por poder
verla, y en qué suerte tan grande la suya propia por tenerla. No
quería crecer, ni irse de casa, y dijo, como una niña pequeña:
«Estábamos pensando en bajar a la playa a ver las olas.»
Al
momento, sin razón alguna, Mrs. Ramsay se convirtió en una muchacha
de veinte años, llena de alegría. Se apoderó de ella,
repentinamente, un espíritu festivo. Claro que tenían que ir,
claro que tenían que ir, exclamaba, riéndose; y bajó corriendo los
últimos tres o cuatro escalones; empezó a ir de uno a otro, a
reírse, se puso el chal de Minta, empezó a decir que también a
ella le gustaría ir, ¿regresarían muy tarde?, ¿tenía
alguien reloj?
-Paul
tiene -dijo Minta.
Paul
extrajo un hermoso reloj de oro de una funda de gamuza para
mostrárselo. Al exhibirlo en la palma de la mano, él pensó: «Lo
sabe todo. No tengo que decir nada.» Decía al mostrarlo: «Lo he
hecho, Mrs. Ramsay. Se lo debo todo a usted.» Al ver el reloj
de oro en la palma de la mano, Mrs. Ramsay pensó: ¡Qué
extraordinariamente afortunada es Minta! ¡Va a casarse con un hombre
que guarda el reloj de oro en una funda de gamuza!
-¡Cómo
me gustaría ir con vosotros! -exclamó.
Pero
algo muy fuerte la retenía, algo que nunca pensó en preguntarse qué
era. Claro que era imposible para ella ir con ellos. Pero, si no
hubiera sido por lo otro, le habría gustado ir. Divertida por lo
absurdo de su idea (qué afortunada por casarse con un hombre que
guarda el reloj en una funda de gamuza), se fue con una sonrisa en
los labios a la otra habitación, donde leía su marido.
19
Por
supuesto, se dijo, al entrar en la habitación, había venido a
recoger algo que necesitaba. En primer lugar, quería sentarse en un
sillón concreto, bajo una lámpara concreta. Pero quería algo más,
aunque no sabía qué, no podía pensar en qué es lo que quería.
Miró a su marido (cogiendo la labor del calcetín, y comenzando a
tejer de nuevo), y advirtió que no quería que lo interrumpieran:
era evidente. Leía algo que lo emocionaba como ninguna otra cosa.
Esbozaba una sonrisa, se dio cuenta de que intentaba dominar sus
emociones. Pasaba las páginas aprisa. Representaba lo que leía:
quizá se creía que era uno de los personajes del libro. Se
preguntaba de qué libro se trataría. Ah, era uno del bueno de sir
Walter, lo vio, al ajustar la luz de la lámpara, para que cayera
sobre la labor. Porque Charles Tansley había dicho (levantó la
mirada, como si esperase oír el golpe de los libros al caer en
el piso de arriba) que ya no se lee a Scott. Entonces su marido había
pensado: «Eso es lo que dirán de mí», así es que se había
ido a coger un libro de Scott. Si llegaba a esa conclusión: si «es
verdad» lo que había dicho Charles Tansley acerca de Scott, lo
aceptaría. (Se daba cuenta de que lo sopesaba, lo consideraba, lo
tenía en cuenta continuamente al leer.) Lo aceptaría en el caso de
Scott, no respecto de sí mismo. Siempre estaba intranquilo
respecto de sí mismo. Eso la afligía. Siempre estaba preocupado por
sus propios libros: ¿los leerán?, ¿son buenos?, ¿por qué no
son mejores?, ¿qué piensan de mí? No le gustaba pensar de él en
esos términos, y se preguntaba si a la hora de la cena alguien
había advertido por qué se había enfadado de repente cuando
hablaban de la fama y de los libros que permanecían, y se preguntaba
si los niños se reían de eso, tiró del calcetín, y en su frente y
mejillas se dibujaron de repente, como con instrumentos de
acero, unas finas líneas, y se quedó quieta como un árbol al que
ha zarandeado el viento, y ha estado moviéndose, y de repente cesa
la brisa, y las hojas de quedan quietas, una tras otra.
Nada
importaba, nada de eso importaba, pensaba. Un gran hombre, un gran
libro, la fama: ¿quién sabe? Ella no sabía nada de eso. Pero
así era él, ésa era la fidelidad que representaba; por
ejemplo, durante la cena, ella había estado deseando de forma
bastante intuitiva: ¡Ojalá hable! Tenía una confianza absoluta en
él. Dejando todo esto a un lado, como cuando al bucear se deja a un
lado un junco, hierbas, unas burbujas, sintió de nuevo, bajando a lo
más profundo, lo que había sentido en el recibidor cuando los demás
hablaban: Quiero algo... algo que he venido a coger, y cada vez
se hundía más y más, sin saber qué era, con los ojos cerrados. Y
esperó un poco, tejiendo, interrogándose, y lentamente pensaba en
las palabras que habían dicho durante la cena, «la rosa china ha
florecido, y zumba la amarilla abeja», y estas palabras empezaron a
columpiarse en su mente de un lado a otro rítmicamente, y al
columpiarse, las palabras, como débiles luces, roja, azul,
amarilla, iluminaban la oscuridad de su mente, y parecía que dejaban
sus apoyos de allí, y echaban a volar y volar; o parecían gritar y
resonar en ecos; entonces se volvió a la mesa, y palpó con la mano
para coger un libro.
Que
todas las vidas que vivamos,
Que
todas las vidas que haya,
Llenas
estén acaso de árboles y hojas caducas.
Murmuró
estos versos, insertó las agujas en el calcetín. Abrió el libro, y
comenzó a leer aquí y allá, al azar; al hacerlo, sintió que
ascendía de espaldas, hacia arriba, abriéndose camino bajo pétalos
que se inclinaban sobre ella, de forma que sólo sabía que uno era
blanco o rojo. Al principio no entendía qué significaban las
palabras.
Navegad,
hacia aquí navegad en vuestros alados pinos, [derrotados marinos.
Leía,
pasaba la página, cambiaba de rumbo, se movía en zigzag de un lado
a otro, de un verso a otro, de una flor roja y blanca a otra, hasta
que la distrajo un ruido: su marido se daba golpes en las piernas.
Cruzaron la mirada unos instantes, pero no querían decirse
nada. No tenían nada que decir, pero, no obstante, algo pareció ir
de él a ella. Era la vida, el poder de ésta, era el incontenible
humor, lo sabía, lo que le hacía darse golpes en las piernas. No me
interrumpas, parecía decir, no digas nada, quédate ahí
sentada. Seguía leyendo. Movía los labios. Se sentía completo. Se
sentía fortificado. Había olvidado limpiamente todos los malestares
y sinsabores de la velada, y cuánto le aburría estar sentado a
la mesa mientras los demás comían y bebían interminablemente, y lo
de estar tan arisco con su esposa, y tan picajoso y quisquilloso
cuando hablaban de sus libros como si no fueran nada. Pero ahora,
creía, le importaba poco quién llegaba a la Z (si es que el
pensamiento se organizaba como un abecedario de la A la Z).
Alguien llegaría, si no era él, sería otro. La fuerza y cordura de
este hombre, su amor por las cosas sencillas y directas, por los
pescadores, por la anciana loca en casa de Mucklebackit, esto era lo
que le hacía sentirse tan vigoroso, tan aliviado, que se sentía
excitado y triunfante, no podía contener las lágrimas. Levantó el
libro un poco, para ocultar la cara, y las dejó caer, mientras
sacudía la cabeza, y se olvidó de sí mismo por completo (pero no
olvidó una o dos reflexiones acerca de la moralidad en las novelas
francesas e inglesas, y el hecho de que Scott estuviese
maniatado, y que su retrato fuese tan bueno como los de los otros),
olvidó sus fastidios y fracasos por completo al ver que el
pobre Steenie se había ahogado, y la pena de Mucklebackit (lo mejor
de Scott), y el asombroso placer y la vigorosa sensación que le
ofrecía.
Bien,
que lo mejoren, pensó al concluir el capítulo. Se sentía como
si hubiera estado discutiendo con alguien, y como si hubiera ganado.
Esto, dijeran lo que dijeran, no podía mejorarse; se sintió
más seguro respecto de sí mismo. Los amantes eran un puro sin
sentido, pensó, ordenando todo de nuevo en su memoria. Los
amantes, un sin sentido; esto otro, de primera; pensaba, colocando
unas cosas junto a otras. Pero debía volver a leerlo. No podía ver
los contornos del conjunto. Tenía que aplazar su juicio.
Regresó a la otra idea: si a los jóvenes no les interesaba esto,
era natural que tampoco él les interesara. No debía quejarse,
pensaba Mr. Ramsay, intentando sofocar el deseo de quejarse a su
esposa de que los jóvenes no le hacían caso. Pero lo había
decidido, no volvería a molestarla. Miró cómo leía. Parecía muy
tranquila, leía. Le gustaba pensar que todos se habían ido, y que
ella y él estaban solos. No todo en la vida consistía en irse
a la cama con una mujer, pensó, regresando a Scott y Balzac, a la
novela inglesa y la novela francesa.
Mrs.
Ramsay levantó la cabeza como la levantan quienes tienen el sueño
ligero, parecía querer decir que si él quería que se despertara,
podría despertarse, de verdad, pero si no, ¿podía seguir durmiendo
un poquito más?, ¿sólo un poquito más? Iba ascendiendo por
las ramas, de un lado a otro; cogía una flor; luego, otra.
Ni
alabé de la rosa el bermellón intenso.
Leía,
y al leer ascendía, hasta arriba, hasta lo más alto. ¡Qué
satisfactorio! ¡Qué descanso! Todo lo fragmentario del día lo
atraía este imán; sentía su mente aseada, la sentía limpia.
Ahí estaba, con su forma repentina entre sus manos, hermoso y
razonable, claro y completo, la esencia extraída de la vida,
mostrada aquí en su integridad: el soneto.
Pero
era consciente de que su marido la miraba. La sonreía,
divertido, como si se riera con buen humor de que se hubiera dormido
a la luz del día, pero como si simultáneamente siguiera
pensando: Continúa leyendo. No te pongas triste ahora, pensaba él.
Se preguntaba qué estaría leyendo ella, y exageraba la nota de su
ignorancia, de su sencillez, porque a él le gustaba pensar que
ella no era muy inteligente, no tenía cultura libresca. Se pregunta
si entendía lo que leía. Quizá no, pensó. Era asombrosamente
hermosa. Y le parecía, como si eso fuera posible, que su
hermosura era aún mayor.
Mas
como parecía invierno, y tú no estabas,
yo
jugaba con ellas como con sombras tuyas.
Terminó.
-¿Y?
-preguntó ella, como si fuera el eco de su sonrisa soñolienta,
levantando la mirada del libro.
yo
jugaba con ellas como con sombras tuyas.
¿Qué
había sucedido que fuera importante, pensaba ella, mientras volvía
a coger la labor, desde la última vez que lo había visto a solas?
Recordaba que se había vestido, que había visto la luna, a
Andrew que sostenía el plato muy arriba al servirle la cena, que le
había deprimido algo que había dicho William, los pájaros en
los árboles, el sofá del rellano, los niños despiertos, Charles
Tansley que los despertaba al dejar caer los libros sobre el suelo...
ah, no, esto se lo había inventado, lo de la funda de gamuza
del reloj que tenía Paul. ¿Cuál de estas cosas le contaría?
-Se
han comprometido -dijo, mientras reanudaba la labor-, Paul y
Minta.
-Me
lo había figurado -dijo él; no había mucho más que decir. La
mente de ella seguía de un lado a otro, de un lado a otro, siguiendo
la poesía; él se sentía todavía vigoroso, capaz, después de
haber leído lo del funeral de Steenie. Siguieron sentados en
silencio. Luego ella se dio cuenta de que quería que él le dijera
algo.
Cualquier
cosa, cualquier cosa, pensaba mientras seguía tejiendo, cualquier
cosa servirá.
-Qué
bonito casarse con un hombre que guarda el reloj en una funda de
gamuza -dijo, pero ésta era la clase de broma que sólo ellos
compartían.
Resopló
con desdén. Pensaba de este compromiso lo que pensaba de todos los
compromisos: que la chica valía demasiado para el joven del que
se tratara. Lentamente ella comenzó a pensar: ¿por qué querer
que se case la gente? ¿Cuál es el valor, el sentido de las cosas?
(Las palabras que se dijeran ahora serían la verdad.) Di algo,
pensaba ella, con el único deseo de escuchar la voz de él.
Porque la sombra, aquella cosa que los incluía a todos, comenzaba a
cerrarse sobre ella de nuevo. Di algo, le suplicaba mudamente,
mientras lo miraba, como si le pidiera ayuda.
Él
callaba, mientras movía la brújula de un lado a otro suspendida
de su cadena, mientras pensaba en las novelas de Scott y en las
novelas de Balzac. Pero a través de las paredes crepusculares de su
intimidad, porque estaban acercándose, involuntariamente, cada vez
más juntos, uno al lado del otro, ella sentía la mente de él como
una mano que se alzara y dejara su mente en sombras. Él estaba
empezando, ahora que sus pensamientos tomaban un rumbo que a él no
le gustaba «pesimismo» lo llamaba él-, a tabalear con los
dedos; pero no dijo nada: se llevaba la mano a la frente,
enredaba con un rizo del cabello, lo dejaba.
-No
acabas el calcetín esta noche, ¿no? -dijo señalando la labor. Eso
es lo que ella quería: la asperidad con la que su voz la censuraba.
Si dice que está mal ser pesimista, probablemente esté mal,
pensaba ella; seguro que el matrimonio saldrá bien.
-No
-contestó, alisando el calcetín sobre la rodilla-, no lo termino.
Entonces,
¿qué? Porque se daba cuenta de que él se la había quedado
mirando, pero había cambiado la forma de mirar. Quería algo:
quería algo difícil de cumplir para ella: quería que ella le
dijera que lo amaba. Eso no, no podía. Lo de hablar era mucho más
fácil para él que para ella. El sabía decir las cosas; ella,
no. Era tan natural que él dijera las cosas; luego, a saber por qué,
a él no le gustaba esto, y se lo reprochaba a ella. Decía que
era una mujer sin corazón, que nunca le decía que lo amaba.
Pero no era eso, no era eso. Era sólo que ella no sabía expresar lo
que sentía. ¿No se le habrían quedado migas en la chaqueta? ¿No
podía ayudarle? Se levantó, se acercó a la ventana, llevaba
en las manos el calcetín de color castaño rojizo, en parte para
alejarse de él, en parte porque ahora no le importaba contemplar,
mientras él la miraba, el Faro. Porque sabía que él la había
seguido con la mirada, la miraba. Sabía también en qué
pensaba. Estás más hermosa que nunca. Se sintió muy hermosa.
¿No vas a decirme ni una vez siquiera que me amas? Eso es lo que él
estaba pensando, porque estaba nervioso, con lo de Minta y su
libro, y porque el día se acababa, y porque habían discutido por lo
del Faro. Pero no sabía hacerlo, no sabía decirlo. Entonces,
sabiendo que él la miraba, en lugar de decir nada, se dio la vuelta,
con el calcetín, se quedó mirándolo. Mientras lo miraba,
comenzó a sonreír, porque aunque no había dicho una palabra, él
sabía, claro que lo sabía, que ella lo amaba. No podía negarlo.
Sin dejar de sonreír, miró por la ventana, y dijo (pensando para
sí, No hay nada en la tierra semejante a esta felicidad...):
-Sí,
tenías razón. Mañana lloverá -no llegó a decirlo, pero él lo
sabía. Lo miró sonriendo. Porque
ella había vuelto a triunfar.
II
PASA
EL TIEMPO
1
-Habrá
que esperar a ver qué trae el futuro -dijo Mr. Bankes, que venía de
la tenaza.
-Casi
no se puede ver de oscuro que está -dijo Andrew, que llegaba de la
playa.
-Casi
no se distingue la tierra del mar -dijo Prue.
-¿Dejamos
encendida la luz? -dijo Lily mientras se quitaban los abrigos en
el interior.
-No
-dijo Prue-, no si estamos todos.
-Andrew
-gritó Lily-, apaga la luz del recibidor.
Una
tras otra se apagaron todas las luces, excepto la de Mr. Carmichael,
a quien le gustaba quedarse despierto un buen rato, leyendo a
Virgilio, y cuya vela seguía ardiendo un rato después de que las
demás se hubieran apagado.
2
Cuando
todas las velas se hubieron apagado, la luna se ocultó, y con el
tabaleo de una lluvia muy fina sobre el tejado descendió una
inmensa oscuridad. Nada, se diría, podría sobrevivir a esta
inundación, a esta profusión de oscuridad que, introduciéndose por
los ojos de cerraduras y grietas, por debajo de las persianas,
penetraba en los dormitorios, se tragaba aquí una jarra con su
palangana; allí, un jarrón de dalias amarillas; y más allá, las
nítidas aristas y la mole de una cómoda. No sólo eran los
muebles los que se disolvían; apenas quedaba nada, mente o
carne, de lo que pudiera decirse: «Esto es ella», o «Esto es
él». A veces se alzaba una mano, como si fuera a agarrar algo, o a
protegerse de algo, o alguien gruñía, o alguien se reía en voz
alta, como si compartiera algún chiste con la nada.
Nada
se movía en el salón, ni en el comedor, ni en la escalera.
Sólo atravesando los goznes oxidados, y por entre la hinchada
madera, húmeda del mar, ciertos aires, separados del cuerpo de los
vientos (la casa, después de todo, estaba deteriorada),
sorteaban las esquinas, y se aventuraban a entrar. Casi podían verse
con la ayuda de la imaginación, entrando en el salón, preguntando,
admirándose de todo, jugando con el desprendido papel de la pared,
preguntándose ¿durará mucho?, ¿cuándo se caerá? Casi
podían verse rozando delicadamente las paredes, meditando
mientras pasaban, como si se preguntaran si las rosas rojas y
amarillas del papel se marchitarían, y preguntándose también (con
calma, disponían de mucho tiempo) por las cartas rotas de la
papelera, por las flores, por los libros, todos abiertos para ellos,
que acaso se preguntarían a su vez: ¿Son aliados estos vientos?
¿Son enemigos? ¿Cuánto tiempo resistirían el sufrimiento?
Guiaba
estos vientos alguna luz fortuita de cualquier estrella que
luciera de repente, o la luz de un barco errante, o del Faro incluso,
cuya pálida huella caía sobre la escalera y la estera; y la luz
hacía subir las escaleras a los vientecillos, que investigaban en
las puertas de los dormitorios. Pero seguro que ahí tenían que
detenerse. Aunque todo lo demás pereciera y desapareciera, aquí
había algo permanente. Aquí se les podría decir a esas luces
escurridizas, a esos aires torpes, que alientan y se ciernen sobre
las propias camas, aquí hay algo que no podéis tocar ni destruir.
Tras de lo cual, cansados, fantasmales, como con dedos de pluma,
y con la delicada insistencia de las plumas, mirarían una sola
vez a los ojos cerrados, a los dedos apenas flexionados, se
recogerían la ropa, y, cansados, desaparecerían. Así,
investigando, rozando todo, llegaban hasta la ventana del rellano,
hasta los dormitorios del servicio, hasta los cuartos del ático;
descendían, descoloraban las manzanas de la mesa del comedor, se
enredaban con los pétalos de las rosas, juzgaban el dibujo del
caballete, rozaban la estera, y traían un soplo de arena al
suelo. Al cabo, desistían a la vez, y cesaban de moverse a la vez,
suspiraban a la vez, y, a la vez, exhalaban su suspiro de queja
carente de sentido, al que contestaba la puerta de la cocina,
que se abría de par en par, para dar paso a la nada, dando un
portazo.
[Aquí,
Mr. Carmichael, que leía a Virgilio, apagaba la vela. Era más de
media noche.]
3
Pero,
después de todo, ¿qué es una noche? Un espacio muy breve,
especialmente cuando oscurece tan temprano, y muy pronto comienzan a
cantar los pájaros, los gallos, o a encenderse un débil color
verde, o es una hoja la que se da la vuelta en el seno de la ola. La
noche, sin embargo, sigue a la noche. El invierno tiene una
baraja de noches, y las reparte con justicia, todas iguales; reparte
con dedos incansables. Las hay largas y cerradas. Algunas
exhiben en lo alto claros planetas, platos brillantes. Los árboles
del otoño, expoliados, reciben el reflejo de las deterioradas
baldosas que se hallan en los sombríos y fríos nichos de la
catedral donde letras de oro sobre páginas de mármol
describen las muertes en la batalla, y describen cómo blanquean
y arden unos huesos allá lejos, en los desiertos de la India. Los
árboles del otoño brillan bajo la luna amarilla, la luz de la luna
del equinoccio, la luz que alegra el esfuerzo del trabajo, que pule
el rastrojo, que obliga a las olas a lamer la orilla.
Parecía
como si, conmovida por el dolor humano, y por sus fatigas, la divina
bondad hubiese descorrido una cortina, y hubiese aparecido tras ella,
única, clara, una liebre erguida; o bien la ola que rompe, o la
barca que se mece; todas ellas son cosas que, si lo mereciéramos,
deberían ser nuestras para siempre. Pero, ay, la divina bondad tira
del cordón y corre la cortina; no le agrada; oculta sus tesoros con
un diluvio de granizo, y tanto los rompe y confunde que parece
imposible que puedan regresar a la calma, o que podamos recomponer
con los fragmentos un todo perfecto, o que leamos en esos fragmentos,
arrojadas con los desperdicios, las claras palabras de la verdad.
Nuestro dolor merece sólo una visión fugaz; nuestras fatigas, una
tregua.
Las
noches están ahora llenas de viento y destrucción, los árboles se
hunden y se doblan, y las hojas vuelan en un remolino hasta que
ocultan la hierba, y obstruyen las alcantarillas, y taponan los
desagües, y cubren los húmedos senderos. También la mar se
agita y se mueve, y si el que duerme se imaginara que podría hallar
respuesta a sus preguntas en la playa, y compañía para su soledad,
y apartara las ropas, y bajase a pasear por la arena de la
playa, ninguna imagen acudiría en su ayuda con prontitud para
reducir la noche a orden, y para hacer que el mundo reprodujera la
brújula del alma. La mano se esfuma en su mano, la voz ruge en sus
oídos. Casi sería inútil en semejante confusión hacerle preguntas
a la noche sobre el qué y el porqué y el de qué, preguntas cuyas
respuestas tientan a quien duerme en la cama.
[Mr.
Ramsay trastrabillando por un pasillo extendía los brazos una oscura
mañana, pero Mrs. Ramsay había muerto de repente la noche anterior.
Nadie recibía su abrazo.]
4
De
forma que irrumpían esos aires perdidos en la casa vacía; las
puertas estaban cerradas; y los colchones, recogidos; los aires eran
la vanguardia de ejércitos poderosos; rozaban los desnudos
aparadores, mordisqueaban, abanicaban, no hallaban en los dormitorios
ni en el salón nada que los detuviera, sólo papeles
desprendidos que se movían, madera que rechinaba, las desnudas patas
de las mesas, platillos y porcelana sucia, deslucida, desportillada.
Lo único que conservaba forma humana era lo que habían
abandonado, lo que habían dejado: un par de zapatos, un sombrero de
caza, ajados abrigos y faldas en los armarios; y su vaciado indicaba
que en otros tiempos estuvieron habitados y llenos de vida: que hubo
manos que se afanaron en los corchetes y botones; que el espejo
había reflejado una cara; que había contenido un mundo que ahí
se abría, en el que giraba una figura, se movía con rapidez una
mano, se abría la puerta, entraban aprisa los niños tropezando,
volvían a salir. Ahora, un día tras otro, la luz devolvía, como
flor que se reflejara en el agua, su clara imagen en la pared de
enfrente. Sólo las sombras de los árboles, que florecían en
el viento, presentaban sus respetos sobre la pared, y durante un
fugaz momento ensombrecían el charquito en el que se reflejaba
la propia luz; o los pájaros, al volar, hacían que cruzara
lentamente el suelo del dormitorio una delicada manchita.
Reinaban
el amor y la quietud, y juntos componían la propia imagen del amor,
una imagen despojada de vida; solitaria como un charco al
atardecer, lejano, visto desde la ventana de un tren, y que tan
aprisa se desvanecía que, blanco de crepúsculo, aunque se le
llegase a ver, apenas era despojado de su soledad. El amor y la
quietud se daban la mano en el dormitorio; y, entre jarras cubiertas
y sillones enfundados, ni siquiera turbaban aquella paz la
impertinencia del viento o la húmeda nariz de los aires marinos, que
rozaban, olisqueaban, repetían, reiteraban las preguntas
-«¿Desaparecéis?, ¿morís?»-; tampoco turbaban la
indiferencia, el aire de pura integridad, como si las preguntas que
hacían apenas exigieran respuesta de ellos: nos quedamos.
Nada,
al parecer, podía romper aquella imagen, corromper aquella
inocencia, o turbar el inestable manto de silencio que, una semana
tras otra, en la habitación vacía, se entretejía con los
tenues trinos de los pájaros, con las sirenas de los barcos, con el
murmullo y zumbido de los campos que envolvían la silenciosa
casa: el ladrido de un perro, el grito de un hombre. Sólo una vez
una tabla cayó en el rellano, en medio de la noche, con estruendo,
con desgarro; como, tras siglos de quietud, se desgaja una piedra del
monte, y se arroja rodando ruidosamente al valle; un pliegue del
chal se había desprendido y se movía de un lado a otro. Luego
regresó la paz, se estremecieron las sombras; y la luz de nuevo se
inclinaba para adorarse a sí misma en la pared de la
habitación, cuando he aquí que Mrs. McNab, tras rasgar el velo del
silencio con manos que habían frecuentado la tabla de fregar,
lo hizo trizas con zapatos que rechinaban sobre la gravilla; venía,
como le habían ordenado, a abrir las ventanas, y a limpiar el
polvo de las habitaciones.
5
Cantaba
mientras se bamboleaba (porque se movía como un barco en la mar) y
miraba con enfado de reojo (no miraba de frente, sino de reojo,
con una mirada que censuraba el desdén y la ira del mundo: era una
ignorante, lo sabía), mientras se agarraba a la balaustrada, y
subía con fatiga las escaleras, y mientras pasaba de una
habitación a otra; cantaba. Frotaba el vidrio del espejo
grande; y seguía mirando de reojo, enfadada, su figura que se movía
de un lado a otro; de sus labios salía un sonido: algo que
había sido alegre veinte años antes, acaso sobre los escenarios,
que se había tarareado, y se había bailado, pero ahora, que
procedía de la desdentada mujer de la limpieza con su gorrito, había
sido despojado de todo significado: era como la voz de un humor
ignorante, persistente, pisoteado, pero erguido de nuevo; de forma
que mientras se movía de un lado a otro, al limpiar el polvo, al
fregar, parecía decir que la vida consistía en una única y
prolongada tristeza, que todo se reducía a levantarse y
acostarse, a sacar cosas y guardarlas. No era un mundo cómodo ni
fácil, bien que lo conocía desde hacía setenta años. Estaba
vencida de cansancio. ¿Cuánto tiempo...?, se preguntaba,
dolorida, gruñendo, de rodillas, bajo la cama, limpiando el
polvo de los muebles, ¿cuánto tiempo durará esto? Pero al momento
se ponía de nuevo en pie con torpes movimientos, cogía fuerza, y de
nuevo con la mirada de reojo, que se desviaba de sus propios
ojos e incluso de su cara, y de sus penas, se erguía y se miraba en
el espejo, sonriendo sin motivo, y comenzaba de nuevo el cansado ir y
venir, el trastrabillar: cogiendo esteras, sacando la porcelana,
mirando de reojo el espejo, como si, después de todo, tuviera
sus consuelos, como si se hubiera enredado en su elegía alguna
incorregible esperanza. Seguro que hubo momentos de felicidad
ante la tabla de lavar, con sus hijos (aunque dos habían sido
naturales, y uno la había abandonado), en el bar, bebiendo,
rebuscando en los cajones. Debe de haber habido alguna fisura en la
oscuridad, algún venero en la profundidad de la oscuridad con
luz suficiente para desfigurar su cara sonriente en el espejo, y
hacer, de vuelta al trabajo, que musitara una vieja canción de music
hall. Mientras tanto el místico y el visionario paseaban por la
playa, removían un charco, miraban una piedra, se preguntaban: «<Qué
soy?» «<Qué es esto?» De repente recibían una respuesta
(aunque no sabían cuál era): de manera que había calor en su
hielo, y comodidad en su desierto. Pero Mrs. McNab continuaba
bebiendo y cotilleando como siempre.
6
La
primavera, a la que no le quedaba una hoja por echar, desnuda y
deslumbrante como una virgen que defendiera su castidad, desdeñosa a
causa de su pureza, se había posado sobre la campiña con los
ojos abiertos y vigilante sin cuidarse de lo que hicieran o pensaran
los que miraban.
[Prue
Ramsay, del brazo de su padre, se había casado ese mayo. ¿Qué más
apropiado?, decía la gente. Y agregaban: ¡Qué hermosa estaba!]
Al
acercarse el verano, al alargarse las tardes, imaginaciones de
la más extraña clase visitaban a los despiertos, a los
esperanzados que paseaban por la playa, que turbaban la calma
del charco: carne que se convertía en átomos que se llevaba el
viento, estrellas que rutilaban en sus corazones, acantilados, mar,
nube y cielo reunidos intencionadamente para asociar exteriormente
las partes desperdigadas de la visión interior. En esos espejos
-las mentes de los hombres-, en esos charcos de aguas inquietas,
donde las nubes se mueven de forma incesante, y se forman las
sombras, persistían los sueños, y era imposible oponerse a la
extraña insinuación que cada gaviota, árbol, hombre y mujer y aun
la blanca tierra parecían manifestar (pero lo retirarían si se
les preguntaba una sola vez): que el bien triunfa, que prevalece la
felicidad, que reina el orden; u oponerse al extraño impulso de
querer ir de un lado a otro en busca del bien absoluto, de algún
cristal precioso, lejos de los placeres conocidos y de las
virtudes familiares, algo ajeno a los procesos de la vida hogareña,
único, duro, luciente, como un diamante en la arena, que volviera
confiado a su posesor. Más aún, velada y complaciente, la
primavera, con sus abejas zumbando, con los mosquitos danzando, se
ceñía su túnica, velaba sus propios ojos, desviaba la mirada,
y entre sombras pasajeras y el vuelo de la menuda lluvia parecía
poseer un conocimiento completo de las penas de la humanidad.
[Prue
Ramsay murió durante el verano de alguna enfermedad relacionada
con el parto, lo cual, en verdad, fue una tragedia, dijeron. Decían
que nadie merecía más la felicidad.]
Ahora,
con el calor del verano, el viento enviaba sus espías de nuevo
a la casa. Las moscas tejían una tela en las soleadas
habitaciones; las hierbas, que habían crecido durante la noche hasta
el cristal, llamaban al cristal de la ventana de forma disciplinada.
Cuando caía la oscuridad, el haz de luz del Faro, que con tanta
autoridad se había posado sobre la alfombra en la oscuridad,
grabando un dibujo, aparecía ahora, con la luz más delicada de la
primavera, mezclado con luz de luna, deslizándose con suavidad como
si depositara sus caricias, y se demorara de forma furtiva, y
mirase y regresase amoroso. Pero mientras duraba la canción de cuna
de la propia caricia amorosa, mientras la larga luz del Faro se
posaba sobre la cama, la piedra se desgajaba; otro pliegue del chal
se desprendía, se quedaba colgando, se balanceaba. Durante las
cortas noches de verano, y durante los largos días de verano, cuando
las habitaciones vacías parecían resonar con los ecos del campo, y
con el zumbido de las moscas, la larga enseña se movía con
delicadeza, se balanceaba inútil; mientras que el sol decoraba con
barras las habitaciones, y las llenaba de una calina amarilla, y Mrs.
McNab, cuando irrumpió balanceándose -quitaba el polvo,
barría-, parecía un pez tropical que nadara entre aguas
atravesadas por los rayos del sol.
A
pesar del sueño y el sopor, por fin llegaban al final del verano los
sonidos ominosos como golpes calculados de martillos que cayeran
sobre fieltro, que, con su repetido golpear, terminaran por
desprender aún más el chal, y por agrietar aún más las tazas
de porcelana. De vez en cuando tintineaba en la alacena algún
vaso, como si una voz de gigante hubiese chillado tanto en su agonía
que las copas de alguna
alacena
hubiesen vibrado también. Todo quedaba en silencio de nuevo; y
entonces, noche tras noche, y a veces a plena luz del mediodía,
cuando las rosas lucían, y la luz reflejaba su sombra en la
tapia con nitidez, parecía descender sobre este silencio, esta
indiferencia, esta integridad, el golpe sordo de algo que caía.
[Estalló
una granada. Murieron veinte o treinta jóvenes en Francia; entre
ellos, Andrew Ramsay; su muerte, misericordiosamente, fue
instantánea.]
En
esta estación del año, quienes habían bajado a la playa a pasear y
a preguntar a la mar y al cielo qué mensaje enviaban, o qué
visión confirmaban, tenían que considerar, entre las muestras
comunes de la bondad divina, la puesta de sol sobre la mar, la
palidez del crepúsculo, la salida de la luna, las barcas de pesca
contra la luna, y los niños tirándose unos a otros puñados de
hierbas, si no había algo que disonara en esta alegría, en esta
serenidad. Estaba la silenciosa aparición del navío de color
ceniciento, por ejemplo: venía, se iba; había una mancha
púrpura sobre la delicada superficie de la mar, como si algo hubiera
hervido y se hubiera desangrado abajo, invisible, en el interior.
Esta intromisión en una escena pensada para promover las
reflexiones más sublimes, para conducir a las más placenteras
conclusiones entorpecía sus pasos. Era difícil, si se era educado,
no prestarles atención, abolir su significación en el paisaje; era
difícil continuar, mientras se seguía paseando a la orilla de la
mar, maravillándose de cómo la belleza del exterior reflejaba
la del interior.
¿Complementaba
la naturaleza los avances del hombre? ¿Concluía lo que había
comenzado? Con la complacencia con la que veía la miseria del
hombre, disculpaba su mezquindad, y cohonestaba su tortura.
¿Aquel sueño, pues, de compartir, de completar, de hallar en la
soledad de la playa una respuesta, no era sino una imagen en un
espejo?; y el propio espejo, ¿no sería sino una superficie pulida
que se formase obedeciendo los poderes más nobles que durmieran
en su interior? Impacientes, indecisos entre irse o quedarse (porque
la belleza ofrece sus atractivos, sus consuelos): pasear por la playa
era imposible; la contemplación era insoportable; el espejo estaba
roto.
[Mr.
Carmichael publicó un libro de poemas en primavera, y tuvo un
éxito sorprendente. La guerra, decían, había reavivado el interés
por la poesía.]
7
Una
noche tras otra, verano e invierno, el suplicio de las tormentas, la
quietud de flecha del buen tiempo, mantenían su diálogo sin
interferencia. Atendiendo (si hubiera habido alguien que escuchara)
desde las habitaciones de arriba de la casa vacía podría haberse
escuchado sólo un gigantesco caos enhebrado de relámpagos, cayendo,
derribándose, mientras vientos y olas jugaban como bultos amorfos de
Leviatanes cuya frente careciese de la luz de la razón, que se
subiesen los unos encima de los otros, y alborotasen y se moviesen en
la oscuridad o a plena luz del día (porque noche y día, mes y año
se precipitaban unos sobre otros en confusas formas) dedicándose
a juegos idiotas, hasta que tal parecía que todo el universo luchase
y se tambalease, en brutal confusión y en insolente e inmotivada
lascivia.
En
primavera, los jarrones del jardín, llenados al azar con plantas
traídas por el viento, estaban tan alegres como de costumbre.
Hubo violetas y narcisos. Pero la quietud y el resplandor del
día eran tan extraños como el tumulto de la noche, con los
árboles ahí erguidos, y las flores, mirando ante ellos, mirando
hacia arriba, y sin ver nada, sin ojos, y tan terribles.
8
Creyendo
que no hacía nada malo, porque la familia no vendría, nunca más, y
la casa la venderían para San Miguel, Mrs. McNab se agachó para
coger un ramo de flores, para llevárselo a casa. Las dejó
sobre la mesa mientras limpiaba el polvo. Le gustaban las flores. Era
una pena dejar que se marchitasen. Si se vendiese la casa (se
quedó en pie con los brazos en jarras ante el espejo), habría
que cuidarla, seguro. Todos estos años los había pasado sin
una sola alma en ella. Los libros y las cosas estaban mohosas,
porque, con lo de la guerra, y lo difícil que era conseguir
ayuda de nadie, la casa no se había limpiado como a ella le habría
gustado. Hacían falta más fuerzas que las de una sola persona
para ponerla en orden. Ella era demasiado vieja. Le dolían las
piernas. Habría hecho falta poner los libros al sol, sobre la
hierba; en el recibidor había caído yeso; el canalón de
desagüe de las lluvias se había obstruido sobre la ventana del
estudio, y había dejado entrar agua; la alfombra estaba
estropeada, mucho. Pero deberían haber venido, deberían haber
enviado a alguien. Porque había ropa en los armarios, habían dejado
ropa en todos los dormitorios. ¿Qué tenía que hacer con la
ropa? Estaba apolillada: lo de Mrs. Ramsay. ¡Pobre señora!
¡Nunca volvería a necesitar sus cosas! Había muerto, le
habían dicho; hacía algunos años, en Londres. Aquí estaba el
viejo guardapolvo gris que se ponía para trabajar en el jardín
(Mrs. McNab lo tocó). Todavía la veía, cuando venía por el
camino con la colada, inclinada sobre las flores (daba pena ver el
jardín ahora, todo abandonado, y los conejos mirándote desde
los parterres); la veía con el guardapolvo, siempre con un niño.
Había botas y zapatos; y había un cepillo y un peine en el tocador,
como si fuera a venir al día siguiente. (Había muerto de forma
repentina, dijeron.) Una vez iban a venir, pero lo pospusieron, con
lo de la guerra, y con lo difícil que era viajar en aquellos
momentos; sólo le mandaban el dinero; pero no escribían, no
venían, y querían encontrar las cosas como las habían dejado, ¡ah,
sí! Los cajones de las tocadores estaban llenos de cosas (los
abría), pañuelos, cintas. Sí, veía a Mrs. Ramsay cuando subía
por el camino con la colada.
«Buenas
tardes, Mrs. McNab», solía decir.
La
trataba bien. Les caía bien a las niñas. Pero, sí, habían
cambiado muchas cosas desde entonces (cerró el cajón); muchas
familias habían perdido a sus seres más queridos. Ella había
muerto; a Mr. Andrew lo habían matado; Miss Prue también había
muerto, decían, al dar a luz; pero todo el mundo había perdido a
alguien durante estos años. Los precios habían subido de una
forma lamentable, y no bajaban. Sí que la veía todavía con aquel
guardapolvo gris.
«Buenas
tardes, Mrs. McNab», saludaba, y le decía a la cocinera que le
ofreciese un tazón de leche, se daba cuenta de que lo necesitaba,
cargada con la pesada bolsa por toda la cuesta desde el pueblo.
Todavía la veía, inclinada entre las flores (y cruzaba las paredes
del dormitorio, el tocador, el lavabo, desvaída e intermitente,
como un rayo amarillo o el círculo al final del telescopio, una dama
con un guardapolvo gris, inclinada entre las flores, y Mrs. McNab
trastrabillaba y se movía mientras quitaba el polvo, mientras
ordenaba las cosas).
¿Cómo
se llamaba la cocinera? ¿Mildred? ¿Manan?: algo parecido. Ay, se le
había olvidado: cómo se le olvidaban las cosas. Temperamental, como
todas las pelirrojas. Mucho se habían reído juntas. Siempre era
bien recibida en la cocina. Les hacía reír, vaya que sí. Las cosas
estaban mejor entonces que ahora.
Suspiró:
demasiado trabajó para una sola mujer. Movía la cabeza hacia acá,
hacia allá. Este era el cuarto de los niños, pero, estaba húmedo,
vaya, se caía la pintura. ¿Por qué colgaron el cráneo de ese
animal ahí?, también estaba mohoso. Había ratas en el ático.
Había goteras. Pero no hacían nada, no venían. Algunas cerraduras
se habían estropeado, las puertas no encajaban. No le gustaría
quedarse sola aquí al anochecer. Demasiado para una mujer,
demasiado, demasiado. Se quejaba, gruñía. Dio un portazo.
Introdujo la llave en la cerradura, cerró, se fue tras haber
cerrado, dejó sola la casa.
9
La
casa se quedó sola, desierta. Se quedaba como una concha en una
duna de la playa: para llenarse de granitos de sal secos, ahora que
la había abandonado la vida. Parecía que hubiera descendido una
prolongada noche: los aires enredadores, juguetones, los aires
con olor a marisma, inquietos, parecían haber triunfado. La
cazuela estaba oxidada, la estera estaba deteriorada. Habían entrado
sapos. Perezosamente, sin propósito definido, el chal se movía a un
lado y a otro. Un cardo se había alojado entre las tejas de la
despensa. Las golondrinas anidaban en el salón, el suelo estaba
sembrado de paja, el yeso se caía a puñados, se veían las vigas,
las ratas se llevaban esto o aquello para roerlo tras los zócalos.
De las crisálidas nacían mariposas Vanesa (pavón diurna) que
agitaban su vida contra el cristal de la ventana. Las amapolas
se sembraban solas entre las dalias; en el césped ondeaban las altas
hierbas; sobresalían alcachofas gigantes por encima de las rosas; un
clavel reventón florecía entre los repollos; mientras que el
delicado golpear de una hierba contra la ventana se había
convertido, en las noches de invierno, en un repicar de sólidos
árboles y espinosos brezos que volvían verde la habitación en
verano.
¿Qué
fuerza podría oponerse a la fertilidad, a la insensibilidad de
la naturaleza? ¿El recuerdo de Mrs. McNab acerca de una dama, de un
niño, de un tazón de leche? Había temblado sobre las paredes
como el reflejo de una luz, y había desaparecido. Había cerrado la
puerta con llave, y se había ido. Era superior a las fuerzas de una
sola mujer, había dicho. Nunca venían. Nunca escribían. Había
cosas que se pudrían en los cajones: era una verdadera pena dejarlo
así, decía. La casa se había echado a perder. Sólo el rayo del
Faro entraba en las habitaciones brevemente, enviaba su mirada fija
sobre la cama y la pared en la oscuridad del invierno, miraba con
ecuanimidad el cardo y la golondrina, la rata y la paja. Nada los
detenía ahora, nada les decía que no. Que soplase el viento,
que la amapola brotase donde quisiera, que el clavel confraternizase
con el repollo. Que la golondrina anidase en el salón, y que el
cardo desplazase las tejas, y que las mariposas tomasen el sol sobre
la ajada cretona de los sillones. Que los vasos y la porcelana rotos
terminen en el césped para que se enreden en ellos la hierba y las
bayas silvestres.
Porque
había llegado el momento, esa duda en la que el crepúsculo tiembla
y la noche hace una pausa, cuando una pluma sobre un platillo inclina
la balanza. Una pluma tan sólo, y la casa, hundiéndose, cayéndose,
se habría vencido y se habría precipitado en la más profunda
oscuridad. En la habitación destruida, habrían acampado los
excursionistas con sus cazos, los amantes habrían buscado refugio en
ella, el pastor habría guardado el almuerzo entre ladrillos, y el
vagabundo se habría envuelto en su abrigo para protegerse del frío
cuando durmiera. Después se habría hundido el tejado; los brezos y
la cicuta habrían borrado el sendero, los escalones y las
ventanas; habrían crecido, de forma desigual, pero lujuriosamente,
sobre el montículo, hasta que algún intruso, que se hubiera
extraviado, hubiera podido decir por una liliácea como una
barra al rojo vivo entre ortigas, o un trozo de porcelana entre la
cicuta, que ahí había vivido alguien, que ahí había habido una
casa.
Si
la pluma hubiera caído, si hubiera vencido la balanza hacia abajo,
toda la casa hubiera caído hasta lo más profundo para hundirse
en las arenas del olvido. Pero había allí una fuerza, algo no muy
consciente, algo que miraba de reojo, algo que se movía de un lado a
otro, algo que no había sido estimulado a trabajar con rituales muy
dignos ni con cánticos solemnes. Mrs. McNab gruñía, Mrs. Bast
refunfuñaba. Eran viejas, estaban entumecidas, les dolían las
piernas. Por fin llegaron con escobas y cubos, se pusieron a
trabajar. De repente, ¿podría Mrs. McNab arreglar la casa?, una de
las jóvenes había escrito. ¿Podría hacer esto?, ¿podría
hacer aquello?, todo aprisa. Pudiera ser que vinieran en verano,
habían dejado todo para el final, y esperaban hallar todo como lo
habían dejado. Lenta y penosamente, con cubo y escoba, barriendo,
sacudiendo, Mrs. McNab, Mrs. Bast, detuvieron el avance de la
decadencia y la podredumbre; rescataban del charco del Tiempo, que
amenazaba con engullirlos, ya una palangana, ya una alacena; por la
mañana rescataban del olvido todo el ciclo de novelas de
Waverley y un juego de té; por la tarde restituían al sol y al aire
una badila de latón y un juego de morillos de hierro. George, el
hijo de Mrs. Bast, cazaba las ratas y cortaba la hierba. Había
albañiles. Escoltado por los chirridos de los goznes, por el
rechinar de las cerraduras, por los golpes y portazos de maderas
hinchadas por la humedad, llegaba un laborioso y oxidado nacimiento;
mientras las mujeres, inclinándose, levantándose, gruñendo,
cantando, daban portazos y golpes, en el piso de arriba, en las
bodegas. ¡Ay, decían, qué trabajo!
A
veces tomaban el té en el dormitorio, o en el estudio; dejaban el
trabajo a mediodía, con las caras sucias, y con las viejas manos,
deformes, agarradas a los mangos de las escobas. Sentadas en los
sillones, contemplaban la magnífica conquista de grifos y bañera, y
el triunfo más laborioso, más parcial, contra las largas hileras de
libros, antaño negros como ala de cuervo, manchados de blanco ahora,
criando en secreto pálidos hongos, secretando furtivas arañas. Una
vez más, al sentir el té caliente, se ajustó el telescopio por sí
solo a los ojos de Mrs. McNab, y en medio de un círculo de luz pudo
ver al viejo caballero, flaco como un palillo, moviendo la cabeza,
cuando ella venía del lavadero, hablando solo, pensaba ella, en el
jardín. Nunca se fijaba él en ella. Habían dicho que había
muerto; otros, que era ella. ¿Quién sería? Mrs. Bast tampoco
estaba segura. El joven caballero sí que había muerto. Eso era
seguro. Había leído el nombre en los periódicos.
Ahora
aparecía la cocinera, Mildred, Marian, o un nombre parecido:
pelirroja, con mucho carácter, como todas las pelirrojas, pero
amable, si sabías tratarla. Mucho se habían reído juntas. Siempre
le daba un tazón de leche para Maggie; algo de jamón; lo que
hubiera quedado. Vivían bien en aquella época. Tenían todo lo que
querían (con facilidad, jovial, tras haber bebido el té
caliente, desenredaba la madeja de los recuerdos, sentada en el
sillón de mimbre, junto al guardafuegos del cuarto de juegos).
Siempre había mucho trabajo, mucha gente en casa; a veces, veinte; y
había que quedarse fregando hasta más de media noche.
Mrs.
Bast (no había llegado a conocerlos, en aquella época vivía
en Glasgow) se preguntaba, mientras dejaba la taza, que para qué
demonios habrían colgado allí aquel cráneo. Lo habían cazado en
el extranjero, sin duda.
Bien
podría ser, dijo Mrs. McNab, presumiendo con sus recuerdos: tenían
amigos en Oriente; había caballeros que venían a visitarlos, damas
que se vestían con traje de noche; una vez los había visto a todos
sentados para la cena. Se atrevía a decir que eran unos veinte,
ellas con todas las joyas; y le pidió que se quedara para ayudar a
fregar, pudiera ser que hasta más de la media noche.
Ay,
decía Mrs. Bast, van a hallarlo muy cambiado. Se inclinó sobre
la ventana. Contempló a su hijo George que segaba la hierba con la
guadaña. Bien podrían preguntarse, ¿qué había pasado?, al darse
cuenta de que el bueno de Kennedy debería haberse encargado de
ello, pero se le había quedado una pierna mal desde que se cayó
del carro; y quizá nadie lo cuidó durante un año, o casi un
año; y luego estuvo Davie McDonald, y se enviaron semillas, pero
¿llegaron a sembrarse? Lo hallarían muy cambiado.
Observaba
cómo movía la guadaña su hijo. Trabajaba bien, era callado. Bueno,
tenían que seguir con las alacenas, pensó. Se levantaron.
Por
fin, tras varios días de trabajo en el interior, de podar y excavar
en el exterior, sacudieron los polveros en las ventanas, se
cerraron las ventanas, se cerraron todas las llaves en la casa,
dieron un portazo en la entrada: habían terminado.
Ahora,
como si el limpiar y el frotar y el segar la hubieran sofocado, se
podía entreoír una melodía, esa música intermitente que el
oído recobra y pierde de forma constante: un ladrido, un
balido, el zumbido de un insecto, el temblor de la hierba cortada;
algo aislado, pero identificable: el chirrido de un escarabajo, el
rechinar de una rueda, altos o bajos, pero misteriosamente
relacionados; cosas que el oído se esfuerza en juntar, y está
siempre a punto de conseguir que agonicen, pero nunca se oyen bien
del todo, nunca armonizan plenamente, y finalmente, al
atardecer, los sonidos cesan uno tras otro, se quiebra la armonía, y
cae el silencio. Con el crepúsculo se perdía la intensidad, y
como niebla que se levantara, se alzó el silencio, se extendió el
silencio, se calmó el viento; confiadamente, el mundo se
preparaba para dormir, oscuramente, sin luz, excepto la luz de color
verde que se filtraba entre la enramada, o la luz pálida de las
flores blancas de la ventana.
[Lily
Briscoe y su equipaje llegaron una tarde de finales de septiembre.
Mr. Carmichael vino en el mismo tren.]
10
Por
fin había llegado la paz. Llegaban mensajes de paz desde la mar
hasta la costa. Prometían no interrumpir el sueño nunca jamás,
acunarla más profundamente en el sueño del descanso, y fuera lo que
fuera lo que los soñadores soñaran, santa, sabiamente, para
confirmar... -algo más susurraba-; mientras tanto Lily Briscoe
reclinaba la cabeza sobre la almohada en la habitación clara y
limpia, escuchaba la mar. Por la ventana abierta de la habitación
entraba el murmullo de la voz de la belleza del mundo, demasiado
delicadamente para oír con exactitud lo que decía, pero ¿qué
importaba si el sentido era evidente?, y decía con insistencia a los
durmientes (la casa estaba llena de nuevo, también había
venido Mrs. Beckwith, y Mr. Carmichael) que si de verdad no querían
bajar a la playa, podrían al menos levantar la persiana para
asomarse a mirar. Verían, si lo hicieran, cómo se extendía la
noche de color púrpura, con la cabeza coronada, con el enjoyado
cetro, y a qué se parecería un niño que se reflejara en sus
ojos. Y si todavía dudaban (Lily estaba cansada del viaje, y casi se
durmió al momento, pero Mr. Carmichael leía un libro a la luz de
las velas), si todavía decían no, que era vapor ese esplendor suyo,
y que el rocío tenía más poder que ella, y seguían prefiriendo el
sueño, pues entonces, con delicadeza, sin queja alguna, la voz
cantaría su canción. Con delicadeza rompían las olas (Lily
las oía en sueños), con suavidad caía la luz (parecía
atravesarle a ella los párpados). Todo parecía, pensaba Mr.
Carmichael, mientras cerraba el libro, y se dormía, igual que hacía
muchos años.
A
decir verdad, la voz podría volver a preguntar, mientras las
cortinas de la oscuridad se corrían sobre la casa, sobre Mrs.
Beckwith, Mr. Carmichael y Lily Briscoe, de forma que arroparan los
ojos de éstos varios pliegues de oscuridad: ¿por qué no aceptar
esto, contentarse con ello, someterse, ceder? El suspiro de todos los
mares rompiendo ordenadamente en tomo a las islas los tranquilizaba,
la noche los envolvía, nada interrumpiría su sueño hasta que
comenzaran los pájaros y el alba a entretejer sus tenues voces en
medio de la blancura; hasta que el rechinar de un carro, el ladrido
de un perro en alguna parte, rompieran el velo de sus ojos. Lily
Briscoe, estirándose en sueños, se agarró a las mantas, como
el que cae se agarra a una mata al borde de un acantilado. Abrió los
ojos de par en par. Aquí estaba una vez más, pensó, sentada en la
cama. Despierta.
III
EL
FARO
1
¿Que
significa, qué puede querer decir todo esto?, se decía Lily
Briscoe, preguntándose si, al haberla dejado sola, debía
acercarse a la cocina a coger otra taza de té, o si debía esperar
donde estaba, ¿Qué significa?, estas palabras eran un reclamo,
cogidas de algún libro, encajaban entre sus pensamientos vagamente,
porque no podía, esta primera mañana con los Ramsay, poner en
orden sus sentimientos, sólo podía hacer que esta frase
resonase en el vacío de su mente hasta que estos vapores se hubieran
desvanecido. Porque, de verdad, ¿qué es lo que sentía al haber
regresado tras todos estos años?, ¿tras la muerte de Mrs.
Ramsay? Nada, nada, nada que supiera expresar.
Ayer
era todo misterioso y oscuro cuando llegó, era tarde. Ahora estaba
despierta, en el lugar de siempre en la mesa de desayuno, pero sola.
Era muy pronto, aún no eran las ocho. Estaba lo de la excursión:
iban a ir al Faro: Mr. Ramsay, Cam y James.
Deberían haber salido ya, tenían que aprovechar la marea o algo
así. Pero Cam no estaba, james no estaba, y a Nancy se le había
olvidado encargar unos emparedados; Mr. Ramsay se había enfadado y
había dado un portazo.
«¡Ya
no podemos ir!», había exclamado con ira.
Nancy
había desaparecido. Ahí estaba, yendo de un lado a otro de la
terraza, encolerizado. Parecían oírse portazos y voces por toda la
casa. Ahora entraba Nancy de repente, y preguntaba, buscando por la
habitación, medio desesperada, medio enloquecida: «¿Qué suele
enviarse al Faro?», como si se impusiera la obligación de hacer
algo que sabía que nunca sería capaz de hacer.
A
decir verdad, ¿qué es lo que solía enviarse al Faro? En cualquier
otro momento habría sido sensato que Lily hubiera sugerido té,
tabaco, periódicos. Pero esta mañana, todo, ante la pregunta de
Nancy, parecía muy extraño -¿Qué hay que enviar al Faro?-; la
pregunta abría nuevas puertas en la mente de cada uno, y las puertas
no dejaban de dar portazos, de abrirse y cerrase; y obligaban a todos
a preguntarse sin cesar, con asombro, con la boca abierta: ¿Qué
se envía? ¿Qué se hace? Y, en fin: ¿Qué hace uno aquí?
Sentada
sola (porque Nancy había vuelto a salir), ante las limpias tazas
sobre la larga mesa, se sintió separada del resto de la gente, y
sólo podía seguir mirando, preguntando, asombrándose. La
casa, el lugar, la mañana, todo le parecía desconocido. No se
sentía vinculada, sentía que, al no reconocer ningún lazo,
cualquier cosa podría suceder, y sucediera lo que sucediera,
una pisada afuera, una voz que se oyese («No está en la alacena,
está en el rellano», gritaba alguien), era una interrogación más,
como si el eslabón que habitualmente mantuviese juntas las
cosas se hubiera cortado, y flotara todo por aquí, por allá, por
todas partes. Qué inútil era todo, qué caótico, qué irreal,
pensaba, mientras sus ojos se fijaban en la taza de café. Mrs.
Ramsay muerta, Andrew cayó en la guerra, Prue también muerta... lo
repitiera como lo repitiera, no despertaba nada de esto ningún
sentimiento en ella. Aquí estamos todos juntos en una casa como
ésta, en una mañana como ésta, decía, asomándose a la
ventana: era un día apacible y hermoso.
De
repente Mr. Ramsay levantó la mirada al pasar ante ella, y se quedó
mirándola fijamente, con ojos de loco, extraviados, pero
penetrantes, como si te viera, durante un segundo, por vez
primera, pero como si la mirada fuera para siempre; ella fingió
que bebía de la taza vacía, para eludirlo, para eludir sus
exigencias, para dejar a un lado, de momento, aquella necesidad
imperiosa. Movió la cabeza ante ella, y echó a caminar («a solas»,
le oyó decir. «Morí», le oyó decir), y,
como todo lo demás en esta extraña mañana, las palabras se
convirtieron en símbolos, se escribieron solas sobre las tapias
verdegrises. Si pudieran ponerse juntas, pensó, concertarse en
una frase, entonces habría llegado a la verdad de las cosas. El
bueno de Mr. Carmichael entró con pie silencioso, cogió el café, y
salió a tomarlo al sol. Esta extraordinaria irrealidad daba miedo,
pero no dejaba de ser emocionante. Ir al Faro. Pero ¿qué es lo que
se envía al Faro? Morí. A solas. La luz verdegrís en la tapia de
enfrente. Las sillas vacías. Éstas eran algunas de las piezas, pero
¿cómo reunirlas?, se preguntaba. Como si cualquier
interrupción pudiera destruir la frágil forma que construía
sobre la mesa, se volvió de espaldas a la ventana, no fuera que Mr.
Ramsay la viera. Tenía que escaparse, tenía que quedarse sola.
De repente recordó. Hacía diez años, se había sentado en el mismo
sitio, y había un tallo o un ornamento de hojas en el mantel, y
se había quedado mirándolo en un momento de revelación. Había
un problema con el primer plano de un cuadro. Había que colocar
el árbol en el centro, se había dicho. Pero no había acabado aquel
cuadro. ¿Dónde estarían sus pinturas?, se preguntó. Las pinturas,
sí. Las había dejado en el recibidor la noche anterior.
Empezaría ahora mismo. Se levantó aprisa, antes de que Mr. Ramsay
regresara.
Cogió
una silla. Colocó el caballete en un extremo del jardín con
precisos movimientos de solterona, no demasiado cerca de Mr.
Carmichael, pero lo suficientemente cerca como para contar con su
protección. Sí, aquí es donde debió de estar hace diez años. Ahí
están la tapia, el seto, el árbol. El asunto era cómo relacionar
estos volúmenes. No se le había ido de la cabeza durante todos
estos años. Parecía como si hubiera dado con la solución: ahora
sabía qué quería hacer.
Pero
con Mr. Ramsay a punto de caer sobre ella, no podía hacer nada. Cada
vez que se acercaba -paseaba de un lado a otro de la terraza-, se
acercaba el desastre, se acercaba el caos. No podía pintar. Se
inclinaba, se daba la vuelta, cogía un trapo, cogía un tubo de
pintura. Pero todo lo que conseguía era alejarlo brevemente. Le
impedía cualquier actividad. Porque si le daba la menor oportunidad,
si la veía desocupada, mirando a algún sitio, se acercaba a
ella, y le decía, como le había
dicho la noche anterior: «Hemos cambiado mucho.» La noche anterior
se le había acercado, se había quedado ante ella, y había dicho
eso. Mudos y sorprendidos se habían quedado todos, sentados, los
seis niños a quienes solían poner apodos de los reyes y reinas
de Inglaterra -El Rojo, La Bella, La Malvada, El Despiadado- callaban
su ira. La buena de Mrs. Beckwith dijo algo sensato. Pero era una
casa de pasiones encontradas: así lo había sentido durante
toda la velada. Y encima de todo este caos, se acercaba Mr.
Ramsay, le daba la mano, y le decía: «Ya verá cuánto hemos
cambiado.» Nadie se movió ni dijo nada; se habían quedado allí
como si se sintieran obligados a dejarle decir eso. Sólo James
(El Hosco) miró ceñudo a la lámpara;
Cam se enrollaba un pañuelo en torno a un dedo. Entonces es cuando
les recordó que iban a ir al Faro al día siguiente. Tenían que
estar preparados, en el recibidor, a las siete y media en punto. A
continuación, con la mano ya en el tirador de la puerta, se detuvo,
se dirigió a ellos: ¿No querían ir?, preguntó. Si se hubieran
atrevido a decir que no (él tenía algún motivo para
desearlo), se habría arrojado de forma trágica a las aguas de la
desesperación. Tal era el talento que tenía para los gestos.
Parecía un rey en el exilio. James dijo que sí con insistencia. Cam
se retrasó con menos gracia. Sí, claro que sí, los dos estarían
preparados, dijeron. Le pareció a ella que esto sí que era la
tragedia: no los crespones, el polvo y el sudario; la coerción sobre
los niños lo era, la sumisión de sus espíritus. James tenía
dieciséis años; Cam, diecisiete, quizá. Había levantado la mirada
buscando a alguien que no estaba allí, a Mrs. Ramsay, tal vez. Pero
sólo estaba la buena de Mrs. Beckwith, que se dedicaba a sus
dibujos a la luz de la lámpara. De forma que, como estaba
cansada, y su mente aún se mecía con el ritmo de la mar, el
sabor y el olor de los lugares que han estado largo tiempo
deshabitados se apoderó de ella; las velas temblaban; se sintió
libre de repente, bajó. Era una noche hermosa, las estrellas
brillaban, las olas se oían cuando subió la escalera; la luna los
sorprendió, enorme, pálida, cuando pasaban ante la ventana del
rellano. Se había dormido al momento.
Puso
el lienzo con decisión sobre el caballete, como si fuera una
barrera, frágil, pero lo bastante buena como para defenderse de
Mr. Ramsay y de sus exigencias. Hacía lo que podía, cuando él
estaba de espaldas, para mirar el cuadro; aquí, la línea; allí, el
volumen. Pero no había manera. Que se vaya a una distancia de
cincuenta pies, que no te hable, que no te vea; aun así, se
filtraba, prevalecía, lograba imponerse. Todo lo cambiaba. No podía
ver el color, no podía ver las líneas; incluso de espaldas, lo
único que podía hacer era decirse: Dentro de poco lo tendré aquí,
pidiéndome... algo que sabía que ella no podía darle. Rechazaba un
pincel, elegía otro. ¿Cuándo vendrán los chicos? ¿Cuándo se
irán todos? Se movía nerviosa. Este hombre, pensaba, cada vez
más enfadada, nunca ha dado, siempre recibe. Ella, por su parte, se
vería obligada a ofrecer. Mrs. Ramsay había dado. Dar, dar, dar.
Por eso había muerto, sólo así había podido dejar todo esto. En
verdad, estaba enfadada con Mrs. Ramsay. Con el pincel temblando
levemente entre los dedos, miró hacia el seto, el escalón, la
tapia. Todo era obra de Mrs. Ramsay. Estaba muerta. Aquí estaba
Lily, a los cuarenta y cuatro, perdiendo el tiempo, incapaz de hacer
nada, ahí puesta, jugando a pintar, jugando a lo que no jugaba
nadie, y todo era culpa de Mrs. Ramsay. Había muerto. Estaba vacío
el peldaño en el que solía sentarse. Había muerto.
Pero
¿por qué repetir esto una vez tras otra? ¿Por qué esa pretensión
de hacer aflorar unos sentimientos de los que carecía? Había
una suerte de blasfemia en ello. Todo estaba seco, ajado, consumido.
No deberían haberla invitado. A los cuarenta y cuatro una no puede
perder el tiempo, pensaba. Detestaba jugar a pintar. Un pincel, lo
único de lo que se fiaba en este mundo de lucha, desdicha y
caos: con eso no debería jugar una, ni a sabiendas, era algo
que detestaba. Pero él la obligaba. No tocarás el lienzo, parecía
decirle, cayendo sobre ella, hasta que no me hayas dado lo que quiero
de ti. Aquí estaba una vez más, junto a ella, exigiendo, enfadado.
Muy bien, pensaba Lily, desesperada, dejando caer la mano izquierda,
más sencillo será darlo por concluido. Seguro que podré pintar de
memoria esa luz y la expresión entusiasmada, la rapsodia, la
entrega que en tantas caras de mujeres había visto (en la de
Mrs. Ramsay, por ejemplo) cuando en alguna ocasión como ésta
estaban bañadas -podría recordar la
mirada de Mrs. Ramsay- en una efusión de consuelo, de complacencia
por la recompensa que recibían, y que, aunque ella no
entendiera los motivos, era evidente que les otorgaba la más
suprema bienaventuranza de la que la naturaleza humana es capaz.
Aquí estaba, junto a ella. Le daría lo que pudiera.
2
Parecía
haber encogido, pensaba él. Le parecía algo flaca, descamada, pero
era atractiva. Le gustaba. En tiempos se había hablado de que
quizá acabaría casándose con William Bankes, pero luego no había
pasado nada. Su esposa la quería mucho. Durante el desayuno él
había perdido un poco los nervios. Pero, pero... éste era uno de
esos momentos en que él era presa de esa necesidad inaplazable, una
necesidad de la que no era consciente, de acercarse a cualquier
mujer, de obligarla, no le importaba cómo, tan grande era la
necesidad, a darle lo que quería: consuelo.
¿La
cuidaban bien?, le dijo. ¿Tenía de todo?
«Sí,
gracias, de todo», dijo nerviosa Lily Briscoe. No, no podía
hacerlo. Debería haberse dejado arrastrar por alguna ola de efusión
de consuelo: la exigencia de él era tremenda. Pero se quedó quieta.
Hubo una horrible pausa. Ambos miraban la mar. ¿Por qué,
pensaba Mr. Ramsay, mira la mar si estoy yo aquí? Deseaba que
estuviera en calma, para que pudieran desembarcar en el Faro,
dijo ella. ¡El Faro! ¡El Faro! ¿Qué tendrá eso que ver?, pensaba
él con impaciencia. Al momento, con la fuerza de un ventarrón
primigenio (porque él ya no pudo contenerse más tiempo), salió de
él un gemido tal que cualquier otra mujer en el mundo habría
hecho algo, habría dicho algo..., cualquiera, pero no yo, pensaba
Lily, burlándose amargamente de sí misma, que no soy una mujer,
sino seguro que soy una solterona seca, malhumorada y gruñona.
Mr.
Ramsay suspiró a pleno pulmón. Esperó. ¿Es que no iba a decir
nada? ¿Es que no se daba cuenta de qué quería de ella? Entonces le
dijo que tenía un motivo personal para desear ir al Faro. Su
mujer solía enviar cosas a los de allí. Había un pobre muchacho
que tenía coxalgia, el hijo del torrero. Suspiró con todas sus
fuerzas. Suspiró de modo significativo. Lo único que Lily deseaba
era que esta inmensa inundación de dolor, esta insaciable hambre de
consuelo, y esta exigencia de que se rindiera a él
incondicionalmente, que, sin embargo, no le impedirían seguir
teniendo tristezas para abastecerla durante el resto de su vida,
se apartaran de ella (no dejaba de mirar hacia la casa,
esperando que de ella procediera alguna interrupción), se desviaran,
antes de que la arrastraran sus comentes.
«Estas
excursiones -dijo Mr. Ramsay, moviendo la punta del pie sobre el
suelo- son muy tristes.» Pero Lily seguía sin decir nada. (Es un
mueble, es una piedra, se dijo.) «Cansan mucho», dijo, mirándose
las hermosas manos, de forma tan enfermiza que a ella le vinieron
náuseas (actuaba, se dijo, estaba interpretándose a sí
mismo). ¿Es que no iban a aparecer nunca?, se preguntaba, ya no
podía soportar más tiempo el peso de tanta tristeza, no podía
soportar, ni por un momento más, los pesados ropajes del dolor
(había adoptado una pose de decrepitud superlativa, incluso se movía
junto a ella con algo de torpeza).
Seguía
sin poder decir nada; parecía como si de repente el mundo entero se
hubiera quedado vacío de objetos sobre los que poder hablar; se daba
cuenta, con algo de sorpresa, de que la mirada de Mr. Ramsay parecía
posarse en la hierba, y parecía descolorarla; y que esa misma mirada
arrojaba un velo de luto sobre la figura placentera, soñolienta,
rubicunda, de Mr. Carmichael, que leía una novela francesa
sentado en una tumbona; como si una vida semejante, que mostraba
desafiante su prosperidad ante todo un mundo de dolor, le provocase
los más negros de los más negros pensamientos. Mírenlo, parecía
decir; y mírenme; aunque, a decir verdad, lo que no dejaba de
repetirse era: Piensen en mí, piensen en mí. Ay, si ese bulto
pudiera acercarse aprisa, pensaba Lily; si hubiera puesto el
caballete una yarda o dos más cerca de él; un hombre, cualquier
hombre, hubiera detenido esta efusión, habría impedido estos
lamentos. Era una mujer, eso es lo que le enfadaba; una mujer debería
haber sabido cómo tratar esto. Esto,
lo de quedarse muda, la desacreditaba por completo, sexualmente.
Había que decir, ¿qué había que decir? ¡Ah, Mr. Ramsay!
¡Querido Mr. Ramsay! Esto es lo que Mrs. Beckwith, esa educada
anciana que hacía dibujos, le habría dicho al momento,
acertadamente. Pero no. Ahí estaban los dos, aislados del resto del
mundo. Toda aquella inmensa compasión de sí, la necesidad de
consuelo que se derramaba y extendía en charcos a sus pies, y todo
lo que hacía ella, triste pecadora, era recogerse un poco la
falda a la altura de los tobillos, para no mojarse. Se quedó quieta
en el más completo silencio, agarrada al pincel.
¡Mil
veces fueran loados los cielos! Se oían ruidos en la casa. Debían
de estar acercándose James y Cam. Pero Mr. Ramsay, como si
supiese que se le acababa el tiempo, ejerció sobre la solitaria
figura de ella la fuerza inmensa de su pena quintaesenciada: su
fragilidad, su dolor; cuando de repente, al mover la cabeza con
impaciencia, con fastidio -porque, después de todo, ¿qué mujer se
le iba a resistir?-, se dio cuenta de que no se había echado los
cordones de los zapatos. Y eran unos señores zapatos, pensó
Lily, mirándolos: esculpidos, colosales; todo lo que llevaba
Mr. Ramsay, desde la deshilachada corbata hasta el chaleco en el que
algunos botones estaban desabrochados, era innegablemente suyo.
Los imaginaba moviéndose por la habitación por decisión propia,
expresando en ausencia de él la pasión, la insolencia, el mal
humor, el encanto.
«¡Qué
zapatos tan bonitos!», exclamó ella. Estaba avergonzada de sí
misma. Alabar los zapatos cuando él le había suplicado que
consolara su alma; cuando le había mostrado las manos
ensangrentadas, el corazón traspasado, y él le había pedido que se
apiadara de ello, y, en lugar de eso, decir alegremente: «¡Ah,
pero qué zapatos tan bonitos lleva!», merecía, y bien que lo
sabía ella, ser correspondido con uno de sus repentinos rugidos de
enfado, una aniquilación completa.
En
lugar de esto, Mr. Ramsay sonrió. El crespón, el luto, las
enfermedades, todo desapareció. Ah, sí, dijo, mostrando el pie para
que lo viera ella, eran zapatos de primera calidad. Sólo había un
hombre en Inglaterra que hiciera zapatos como
éstos. Los zapatos son una de las mayores maldiciones que afligen a
la humanidad, dijo. «El objetivo de los zapateros es -exclamó-
el de dañar y torturar el pie humano.» Y además son los seres más
obstinados y perversos de la humanidad. Había invertido una
buena parte de su juventud en conseguir que le hicieran los zapatos
como hay que hacerlos. Quería que ella se diera cuenta (levantó
primero un pie; luego, el otro) de que nunca antes había visto
zapatos como éstos. Además estaban hechos con el mejor cuero del
mundo. El cuero, en su mayor parte, no era sino cartón y papel
de estraza. Miraba complacido sus zapatos, todavía en el aire.
Habían llegado, pensó ella, a una isla soleada donde habitaba
la paz, reinaba la cordura, y el sol brillaba para todos por igual:
la bendita isla de los zapatos de buena calidad. Sintió que su
corazón se apiadaba de él. «Vamos a ver si sabe echar el lazo»,
dijo. Se burló del torpe lazo. Le enseñó uno de su invención. Una
vez echado, ya no se deshacía. Anudó ella tres veces su propio
zapato, tres veces lo desanudó él.
¿Por
qué, en este momento tan inadecuado, cuando se inclinaba él
sobre el zapato, tenía que sentirse tan afligida por la compasión
que sentía hacia él? Inclinada también ella, la sangre afluía a
su cara, y, pensando en su insensibilidad (lo había llamado
farsante), sentía que se le llenaban de lágrimas los ojos. Así
ocupado, le parecía una persona de infinita pasión. Echaba
lazos. Compraba zapatos. No había forma de ayudar a Mr. Ramsay en el
viaje que bacía. Pero justo ahora cuando sí quería decir algo,
cuando quizá lo habría dicho, he aquí que llegaban: Cam y James.
Aparecieron en la terraza. Llegaron, despacio, juntos, una pareja
seria y melancólica.
Pero
¿por qué venían así? No pudo evitar sentirse enojada con ellos,
podrían haber aparecido más alegres; podrían haberle ofrecido
lo que, ya que ellos habían venido, ella ya no tendría el momento
de ofrecerle. Porque de repente sintió un vacío repentino, una
frustración. Sus sentimientos habían aparecido demasiado tarde. Se
había convertido en un caballero anciano, muy distinguido, que
no tenía ninguna necesidad de ella. Se sintió rechazada. Se
colgó una mochila. Compartió los paquetes: eran unos cuantos,
mal atados, envueltos en papel de estraza. Tenía todo el
aspecto de un explorador que se
preparara para una expedición. A continuación, por el camino,
tras dar unas vueltas, encabezó la marcha con paso militar, con sus
maravillosos zapatos, con los paquetes envueltos en papel de estraza;
sus hijos iban tras él. Tenían el aspecto, pensó, de haber sido
escogidos por el destino para una tarea de gran importancia; y
parecían seguir la llamada del destino; eran todavía lo bastante
jóvenes como para seguir de buena voluntad la estela de su padre,
con obediencia, pero con una palidez que le hacía sentir que sufrían
en silencio un dolor superior a sus años. Dejaron atrás el jardín,
Lily pensó que estaba viendo la marcha de una procesión, una
procesión ligada por un sentimiento común que la convertía, torpe
y fatigada como estaba, en una reducida caravana que la
impresionaba de forma extraña. De forma educada, pero muy distante,
Mr. Ramsay levantó la mano a modo de saludo cuando desaparecían.
¡Qué
expresión la suya!, pensó, hallando al momento la compasión que no
se le había pedido que ofreciera. ¿Qué la hacía así? El pensar:
una noche tras otra, suponía; pensar acerca de la realidad de las
mesas de cocina, añadió, recordando el símbolo que, en la
vaguedad de sus ideas acerca de los pensamientos de Mr. Ramsay, le
había ofrecido Andrew. (Lo había matado en un abrir y cerrar de
ojos la metralla de una granada, recordó.) La mesa era una visión,
era algo austero, desnudo, duro, no ornamental. Carecía de
color, era todo bordes y ángulos, era fea sin paliativos. Pero Mr.
Ramsay no apartaba los ojos de ella, nunca se consentía
distracciones o engaños, hasta que su cara también se
deterioró, se hizo ascética, y participó de esta belleza sin
ornamentos que tan profundamente la había impresionado. Recordó
entonces (donde él la había dejado, todavía con el pincel en
la mano) que también había habido preocupaciones que lo
consumieron, no tan nobles. Ha debido de tener sus dudas acerca de
esa mesa, pensaba ella; si se trataba de una mesa de verdad; si se
merecía el tiempo que le dedicaba; si, después de todo, sería
capaz de hallarla. Había tenido dudas, pensaba; o si no, habría
exigido menos de quienes lo rodeaban. De eso es de lo que se quedaban
hablando a veces hasta altas horas de la noche, pensaba; y al
día siguiente Mrs. Ramsay tenía aspecto de cansancio, y Lily
se enfurecía con él por cualquier cosilla sin importancia.
Pero ahora no tenía con quién hablar de esa mesa, ni de los
zapatos, ni de los lazos; y era como un león que buscase una presa
que devorar, y había un toque de desesperación en su cara, de
exageración, que a ella le preocupaba, y que le hacía estirarse la
falda cuando estaba ante él. Luego recordó, se trataba de una
resurrección repentina, un fulgor intenso (cuando alabó los
zapatos), una recuperación repentina de vitalidad e interés en
las cosas humanas ordinarias, que también cesó y se transformó
(porque cambiaba incesantemente, y no ocultaba nada) en esa otra fase
última que a ella le parecía nueva, y que, lo reconocía, le hacía
avergonzarse de lo irritable que la volvía, cuando parecía
como si él se hubiera desprendido de preocupaciones y ambiciones, y,
con la esperanza del consuelo, y con el deseo de ser alabado, hubiera
entrado en otra región; lo hubiera colocado, como por
curiosidad, inmerso en un mudo coloquio, soliloquio o diálogo,
a la cabeza de aquella mínima procesión fuera del alcance de una.
¡Qué expresión tan extraordinaria! Sonó un portazo.
3
Así
que por fin se han ido, pensó, suspirando a la vez con alivio y
decepción. Parecía haber regresado al momento la expresión de
felicidad a su cara, como una zarza recién florecida. Se sentía
curiosamente indecisa, como si una parte de ella fuera atraída hacia
el polo exterior: era un día tranquilo, con algo de calina; el Faro
parecía esta mañana hallarse a una gran distancia; el otro polo la
fijaba al jardín con perseverancia, de forma irrevocable. Veía
el lienzo como si hubiera venido flotando y se hubiera colocado
blanco, sin concesiones, directamente ante ella, con su fría mirada
en lugar de esta prisa e inquietud; tanta estupidez y
desperdicio de emociones; la llamaba imperiosamente, y extendía
por su mente en primer lugar la paz, mientras sus desordenadas
sensaciones (le había dado pena que por fin se hubiera ido él, pero
no le había dicho nada) se alejaran huyendo del campo; a
continuación: el vacío. Se quedó con la mirada
perdida en el lienzo, con su mirada blanca sin concesiones;
después apartaba la miraba del lienzo, se quedaba mirando el jardín.
Había algo (se quedó mirando fijamente con sus ojillos orientales,
la cara llena de arrugas), algo que recordaba respecto de las
relaciones de estas líneas que se cruzaban, que se cortaban entre
sí, y también había algo en el volumen del seto con su verde
concavidad de azules y castaños; algo que no se le había ido
de la cabeza, que había anudado un lazo en su mente de forma
que en momentos perdidos, involuntariamente, cuando caminaba por
Brompton Road, o cuando se cepillaba el pelo, se hallaba a sí misma
pintando este cuadro, mirándolo, y deshaciendo el lazo mentalmente.
Pero era completamente diferente lo de imaginar las cosas alegremente
lejos del lienzo, frente a la realidad de coger el pincel, y de
dejar la primera huella.
Había
cogido un pincel que no le convenía, por lo nerviosa que le
había puesto la presencia de Mr. Ramsay; y el caballete,
clavado en el suelo de cualquier forma, ofrecía un ángulo
incorrecto; ahora que ya lo había puesto bien, y al hacerlo
había sofocado todas las impertinencias e insignificancias que la
distraían y le hacían recordar que era una persona de tal y tal
forma, y que conocía a ciertas personas, movió la mano, levantó el
pincel. Durante un momento se quedó temblando en un doloroso pero
excitante éxtasis, detenida la mano en el aire. ¿Por dónde
empezar?: éste era el problema; ¿en qué punto hacer la primera
señal? La primera línea sobre el lienzo la comprometía a
incontables riesgos, a decisiones con frecuencia irrevocables. Todo
esto que parecía sencillo desde un punto de vista teórico, se
convertía en algo muy complicado desde el punto de vista práctico;
al igual que las olas ofrecerán un dibujo evidente a quien las
contemple desde lo alto del acantilado, pero para el nadador que
se mueva entre ellas serán valles profundos y crestas llenas de
espuma. Pero había que correr el riesgo, hizo la primera mancha.
Qué
sensación física tan curiosa,
como si algo la impulsara a seguir y al mismo tiempo la
retuviera, había dado la primera y decisiva pincelada. El
pincel descendió. Destelló el color castaño sobre el blanco
lienzo; dejó una mancha alargada. Hizo un segundo
movimiento..., un tercero. Haciendo pausas,
interrumpidas por destellos, logró un movimiento de baile, rítmico,
como si las pausas fueran una parte del ritmo; y las pinceladas, la
otra, y estuvieran todas relacionadas; y así, suave, delicadamente,
haciendo pausas, pintando, llenó el lienzo de nerviosas líneas de
color castaño que en cuanto se fijaban comprendían en su interior
(notaba cómo tomaba forma para ella) todo un espacio. En el seno de
una ola, veía cómo la siguiente se erguía cada vez más alta sobre
ella. ¿Acaso había algo más formidable que este espacio? Aquí
estaba de nuevo, pensaba, retrocediendo un paso para verlo,
lejos de los cotilleos, de la vida, de la comunidad de las personas,
ante este formidable y viejo enemigo de ella: esta otra cosa, esta
verdad, esta realidad que de repente le ponía las manos encima, que
se erguía con fuerza ante ella, tras las apariencias de las cosas, y
exigía su atención. Medio a contrapelo, en contra de su voluntad.
¿Por qué siempre la arrastraba y tenía que obedecer? ¿Por qué no
la dejaba en paz aquí en el jardín?, ¿por qué no le dejaba
que hablara con Mr. Carmichael? Vaya si era una forma de relación
exigente. Otros objetos de culto se quedaban contentos con el culto;
hombres, mujeres, Dios, todos consentían que te postraras de
rodillas; pero esta forma, aunque sólo reprodujera la imagen de una
pantalla blanca de una lámpara sobre una mesa de mimbre, solicitaba
un combate perpetuo, la retaba a una a la lucha, en la que una estaba
destinada a perder. Siempre (así era ella, o así era su género, no
lo sabía), antes de cambiar la fluidez de la vida por la
concentración de la pintura, tenía unos minutos de desnudez, cuando
parecía un alma nonata, un alma segregada del cuerpo, un alma
que dudara sobre algún ventoso pináculo, y estuviera expuesta
sin protección a todos los vientos de la duda. ¿Por qué lo
hacía? Miraba el lienzo, tenuemente cubierto de líneas. Lo
colgarían en las habitaciones del servicio. Lo enrollarían y lo
meterían debajo de algún sofá. De qué servía hacerlo pues, si no
hacía más que escuchar aquella voz que le decía que no sabían
pintar, que no sabían crear; como si hubiera caído en una de
esas rutinas mentales que tras un tiempo la experiencia forma sola,
de manera que repite una las palabras sin saber muy bien quién las
dijo por primera vez.
No
saben pintar, no saben escribir, murmuraba de forma monótona,
considerando con gran preocupación cuál debería ser el plan
de ataque. Porque el volumen tomaba forma ante ella, se hacía
visible, sentía la fuerza que ejercía contra sus globos oculares.
Entonces, como si algún jugo necesario para la lubricación de sus
facultades se hubiera segregado, comenzó de forma titubeante a
coger los azules y ámbares, moviendo el pincel aquí y allí,
pero ahora estaba más cargado, y se deslizaba más lentamente, como
si hubiera adoptado un ritmo que le dictara a ella (no dejaba de
mirar al seto, al lienzo) lo que veía, de forma que mientras la
mano temblaba llena de vida, el ritmo era lo suficientemente
fuerte para arrastrarla en su comente. A decir verdad, había
perdido el conocimiento del mundo exterior. Y mientras perdía
consciencia del mundo exterior, y se olvidaba de su nombre y
personalidad y aspecto, y de si Mr. Carmichael estaba allí o
no, su mente continuaba arrojando, desde lo más hondo, escenas,
nombres, dichos, recuerdos e ideas, como una fuente cuyo surtidor se
derramara sobre aquel deslumbrante e increíblemente difícil espacio
en blanco, mientras lo modelaba con verdes y azules.
Era
Charles Tansley quien solía decirlo, se acordaba, lo de que las
mujeres no sabían pintar, no sabían escribir. Se le acercaba por
detrás, mientras pintaba en este mismo lugar, y ahí se quedaba,
cerca; y ella lo detestaba. «Tabaco de picadura -decía él-, a
cinco peniques la onza», siempre estaba exhibiendo su pobreza,
sus principios. (Pero la guerra le había arrancado el aguijón de su
femineidad. Pobres diablos, pensaría cualquiera, pobres diablos
de ambos sexos, en qué líos no se meterán.) Siempre llevaba un
libro bajo el brazo: un libro de color púrpura. Él
«trabajaba». Se sentaba, lo recordaba, y trabajaba a pleno
sol. Durante la cena se sentaba en medio del paisaje. Y también
estaba, ahora que pensaba en ello, la escena de la playa. Había que
recordarlo. Era una mañana de viento. Se habían ido todos a la
playa. Mrs. Ramsay estaba sentada junto a una piedra escribiendo
cartas. Escribía sin pausa. «¡Ah! -había dicho, levantando la
mirada hacia algo que flotaba en la mar-, ¿es una nasa para
langostas?, ¿es una barca volcada?» Era tan miope que no veía
nada, y Charles Tansley se portó todo
lo bien que supo. Empezaron a hacer saltar piedras planas sobre el
agua. Elegían piedrecillas negras planas, y las hacían saltar sobre
las olas. De vez en cuando Mrs. Ramsay miraba por encima de las
gafas, y se reía. No se acordaba de lo que decían, sólo la
recordaba a ella y a Charles, que tiraba piedras, y que se había
vuelto repentinamente amable, y recordaba que Mrs. Ramsay los miraba.
Era muy consciente de aquello. Mrs. Ramsay, pensó, retrocediendo un
paso y mirando atentamente. (Seguro que la composición era muy
diferente cuando estaba sentada en el escalón con james. Debía de
haber alguna sombra.) Mrs. Ramsay. Cuando pensaba en ella y en
Charles Tansley tirando piedras al agua, y en toda aquella escena en
la playa, todo parecía depender en cierta manera de Mrs.
Ramsay, sentada bajo la piedra aquélla, con el cuaderno sobre
las rodillas, escribiendo cartas. (Escribía cartas sin parar, y a
veces el viento cogía alguna, y ella o Charles rescataban
alguna página de la mar.) Pero ¡qué poder el del alma humana!,
pensaba. Aquella mujer allí sentada, escribiendo junto a la
piedra, hacía que todo adquiriera una repentina sencillez; hacía
que aquellas iras, irritaciones, le parecieran cosa de nada; reunía
esto y aquello y lo de más allá, y convertía toda esta tontería y
desdén (las disputas y porfías de Charles y de ella habían sido
necias, desdeñables) en algo -esta escena de la playa, por ejemplo,
este momento de amistad y confraternización- que sobrevivía,
tras todos estos años, íntegro; de forma que se zambullía en esto
de nuevo para revivir los recuerdos de él, recuerdos que permanecían
en su mente casi como una obra de arte.
«Como
una obra de arte», se repitió, mientras miraba desde el lienzo
hacia los escalones de la sala, y de nuevo al lienzo. Tenía que
descansar unos momentos. Descansando, mirando de uno a otro, de
forma inconcreta, la vieja pregunta que de forma perpetua atravesaba
el cielo del alma, la pregunta inmensa, general, que fácilmente
sabía hacerse concreta en momentos semejantes, cuando daba
libertad a facultades que habían estado sometidas a tensiones,
se quedaba sobre ella, hacía una pausa sobre ella, se oscurecía
sobre ella. ¿Qué sentido tiene la vida? Eso era todo: una sencilla
pregunta; que con los años tendía a hacerse más acuciante.
Nunca
se había producido la gran revelación. La gran revelación
quizá no llegaría nunca. En su lugar había pequeños milagros
cotidianos, iluminaciones, cerillas que de repente iluminaban la
oscuridad; y aquí había una. Esta, aquélla y la de más allá;
ella y Charles en la ola que rompía; Mrs. Ramsay uniéndolos; Mrs.
Ramsay diciendo: «Vida, deténte aquí»; Mrs. Ramsay convirtiendo
el momento en algo permanente (al igual que en una esfera diferente
Lily pretendía convertir otro momento también en algo permanente):
esto participaba de la naturaleza de las revelaciones. En medio
del caos había una forma; este eterno pasar y fluir (dirigió la
mirada hacia las nubes que cruzaban el cielo, hacia las hojas
que se movían al viento) quedaba fijo en alguna estabilidad.
Vida, deténte aquí, había dicho Mrs. Ramsay. «¡Mrs. Ramsay!
¡Mrs. Ramsay!», se repetía. Esta revelación se la debía a
ella.
Todo
estaba callado. No se oía a nadie en la casa. Vio cómo dormía el
edificio en la primera luz de la mañana, con las ventanas verdes y
azules por los reflejos de las hojas. Los delicados pensamientos que
había dirigido hacia Mrs. Ramsay parecían rimar con esta casa
silenciosa, este humo, este fresco aire del amanecer. Tenue e irreal,
este aire era, sin embargo, sorprendentemente puro y
embriagador. Confiaba en que nadie abriera una ventana, o saliera de
la casa, para que la dejaran en paz con sus pensamientos, para poder
seguir pintando. Se volvió al lienzo. Pero, impulsada por alguna
clase de curiosidad, atraída por el remordimiento de la compasión
que no había sabido manifestar, se acercó unos pasos hasta el borde
del jardín, para ver si se veía, abajo, en la playa, cómo se
hacía a la mar el grupito. Allí abajo, donde estaban las
barcas, algunas tenían las velas recogidas, otras se alejaban poco a
poco; era un día de una gran bonanza; había una que se había
apartado de las demás. Estaban desplegando la vela en este
momento. Decidió que en aquella remota barquita completamente
silenciosa se hallaba Mr. Ramsay con Cam y James. Ya habían
desplegado la vela, tras unos movimientos de duda, las velas cogieron
aire, envueltas en un profundo silencio, y observó cómo la barquita
se hacía a la mar con toda deliberación, y dejaba atrás a las
demás barcas.
4
Las
velas se movían sobre sus cabezas. El agua bañaba los costados de
la barca, soñolienta e inmóvil bajo el sol. De vez en cuando las
velas se agitaban con una leve brisa, pero cesaba la brisa y
cesaba el movimiento. La barca estaba inmóvil. Mr. Ramsay estaba
sentado en medio de la barca. Dentro de poco daría señales de
impaciencia, pensaba James; y Cam también lo pensaba, mientras
miraba a su padre, sentado en medio de la barca, entre ellos (James
llevaba el timón, Cam estaba sentada en la proa), con las piernas
recogidas. Detestaba perder el tiempo. Seguro que dentro de unos
segundos diría algo del niño de los Macalister, que sacó los
remos y empezó a remar. Pero su padre, tras unos movimientos
nerviosos, lo sabían, sólo se habría quedado contento si
hubieran ido volando. No dejaba de buscar una brisa, moviéndose
nervioso, diciendo cosas en voz baja, que Macalister y el hijo de
Macalister podían oír, y ambos podían sentirse muy mal. Les había
hecho venir. Los había obligado. Como estaban enfadados, esperaban
que no soplara el viento, que todo le saliera mal, porque los había
obligado a ir en contra de su voluntad.
Al
bajar a la playa, se habían rezagado, aunque les decía: «Venga,
venga», pero sin palabras. Miraban al suelo, como si les hiciera
bajar las cabezas una galerna implacable. No podían hablarle.
Tenían que caminar, tenían que seguirlo. Tenían que seguirlo
con los paquetes envueltos en papel de estraza. Pero habían
prometido solemnemente, en silencio, mientras caminaban codo con
codo, ayudarse y mantener esta gran alianza: enfrentarse con la
tiranía hasta morir. Y allí estaban sentados, una en un extremo de
la barca, el otro en el opuesto, callados. No decían nada, sólo lo
miraban de vez en cuando, sentado, con las piernas recogidas, el ceño
fruncido y los movimientos nerviosos, bisbiseando y hablando
solo en voz baja, y esperando impaciente a que soplara el viento.
Y ellos querían que siguiera la calma. Querían que le saliera
mal. Querían que la excursión fuera un completo fracaso, y que
tuvieran que regresar, con los paquetes, a la playa.
Pero
ahora, después de que el hijo de Macalister hubiera remado un poco,
las velas giraron lentamente, la barca cogió velocidad, se
enderezó, salió volando. Inmediatamente, como si se le hubiera
quitado de encima un gran peso, Mr. Ramsay estiró las piernas, sacó
la petaca, la ofreció con un gruñido a Macalister, y se sintió, se
dieron cuenta, muy contento. Ahora ya podían seguir navegando así
durante horas, y Mr. Ramsay le haría una pregunta al bueno de
Macalister -quizá sobre la galerna del anterior invierno-, y el
bueno de Macalister le respondería, y fumarían juntos las
pipas, y Macalister cogería una cuerda embreada e intentaría
deshacer o hacer un nudo, y el muchacho se dedicaría a pescar,
y no dirían ni una sola palabra. James se sentiría en la
obligación de no despegar la vista de la vela. Porque si lo
olvidaba, la vela se desinflaría, se quedaría fláccida, la barca
perdería velocidad, y Mr. Ramsay diría enfadado: «¡Cuidado!
¡Cuidado!» Y el bueno de Macalister, lentamente, miraría
hacia atrás. Oyeron cómo le hacía la pregunta sobre la galerna de
la pasada Navidad. «Entró por allí», dijo el bueno de
Macalister, describiendo la galerna de Navidad, diez barcos
buscaron refugio en la bahía; vio «uno ahí, otro allí, otro
más allá» (señalaba despacio hacia la bahía. Mr. Ramsay seguía
la explicación, volvía la cabeza hacia atrás). Había visto
tres hombres aferrados a un mástil. Luego acabó la tempestad.
«Por fin la echamos», siguió (pero enfurecidos, callados, sólo
cogían alguna palabra de vez en cuando; estaban sentados en los
extremos de la barca, unidos por el juramento de luchar contra la
tiranía hasta la muerte). Por fin la habían expulsado, habían
botado la barca de salvamento, y la habían llevado hasta más
allá de la punta... Macalister contaba la historia; y aunque
sólo oían alguna palabra de vez en cuando, eran muy conscientes
todo el tiempo de la presencia de su padre: cómo se inclinaba hacia
delante, cómo su voz armonizaba con la de Macalister; cómo, al
chupar de la pipa, y mirando aquí y allá, hacia donde señalaba
Macalister, disfrutaba con la idea de la galerna, y de la noche
oscura, y de los pescadores luchando. Le gustaba que los hombres
trabajaran y se esforzaran en la playa, batida por el viento, durante
la noche, oponiendo los músculos y la mente contra las olas y el
viento; le gustaba que los hombres trabajaran así, y que las mujeres
se quedaran en casa, y se sentaran a la cabecera de las camas de los
niños, mientras los hombres se ahogaban, afuera, en medio de la
galerna. James podría afirmar, y Cam podría afirmar (lo
miraban, se miraban entre sí), por el movimiento, por la
atención, por el timbre de la voz, y por el tenue acento
escocés que había adoptado, que también a él le hacía parecer un
campesino, al preguntar a Macalister sobre los once barcos que se
habían recogido en el interior de la bahía. Tres de ellos
naufragaron.
Miraba
orgulloso en la dirección que señalaba Macalister; y Cam pensaba,
sintiéndose orgullosa de él, sin saber muy bien por qué, que si él
hubiera estado allí, habría lanzado al agua el bote salvavidas,
habría llegado hasta el barco naufragado, pensaba Cam. Era tan
valiente, le gustaba tanto la aventura, pensaba Cam. Pero se acordó.
Estaba el pacto. Enfrentarse con la tiranía hasta morir. Este
dolor los apesadumbraba. Se les había obligado, se les había
dado una orden. Los había sometido de nuevo con su malhumor y su
autoridad, obligándolos a hacer lo que les decía, esta hermosa
mañana; obligándolos a venir, porque así lo quería, para
llevar los paquetes, al Faro; a tomar parte en estos ritos en los que
le gustaba participar por el propio placer de recordar a los muertos;
y ellos lo detestaban, remoloneaban tras de él, había
despojado el día de todo su placer.
Sí,
la brisa refrescaba. La barca se balanceaba, cortaba el agua en dos,
y se derramaba en verdes cataratas, se abría en burbujas, en
cascadas. Cam miraba la espuma, la mar con todos sus tesoros; la
velocidad la hipnotizaba; y el pacto entre ella y James se debilitaba
un poco. Comenzó a pensar: Qué aprisa se mueve. ¿Adónde vamos?, y
el movimiento la hipnotizaba; mientras que James, con la mirada
en la vela, en el horizonte, llevaba el timón con gesto adusto. Pero
comenzaba a pensar también él que mientras llevara el timón
podría escapar, podía deshacerse de todo. Podían desembarcar en
cualquier parte, ser libres. Ambos, mirándose fugazmente, tuvieron
una sensación de huida, de exaltación, a causa de la velocidad y
del cambio. Pero la brisa traía idéntica excitación a Mr. Ramsay,
y, cuando el bueno de Macalister se volvió para
echar el sedal por la borda, gritó: «Morimos», y después, «a
solas». A continuación, con el acceso de costumbre de
arrepentimiento y timidez se contuvo, y saludó la costa con la mano.
«Mirad
la casita», dijo, mientras señalaba, haciendo mirar a Cam. Ella se
irguió de mala voluntad, y miró. Pero ¿cuál era? No sabría decir
cuál era la casa, allí, en la falda de la colina. Todo parecía
lejano, en paz y extraño. La costa parecía muy cuidada, lejana,
irreal. La poca distancia que habían recorrido navegando los
había alejado mucho, y le había hecho cambiar de aspecto,
tenía ahora un aspecto bien cuidado, aspecto de algo que se retrae,
algo en lo que uno ha dejado de participar. ¿Cuál era la casa? No
sabía identificarla.
«Pero
un mar más airado me acogió a mí», murmuraba Mr. Ramsay. Había
hallado la casa, y al verla se había visto a sí mismo allí; se
había visto paseando por la terraza, solo. Paseaba de un lado a otro
entre los grandes jarrones; y se le veía muy envejecido, vencido.
Aquí, sentado en la barca, se le veía vencido, se encogió, comenzó
al momento a representar su papel: el papel de un infeliz, un
viudo, un desposeído; y así conjuraba todo el ejército de
quienes se compadecían de él; representaba ante sí mismo, en
la barca, una breve tragedia, una tragedia que le exigía estar
decrépito y exhausto y tener penas (elevó las manos y vio lo
descamadas que estaban, para confirmar su sueño); y a
continuación le venía con abundancia la compasión de las
mujeres, y se imaginaba cómo lo consolarían v se condolerían de
él, y obteniendo de este sueño la idea del exquisito placer del
cariño de las mujeres, suspiró, y dijo dulcemente y apesadumbrado:
Morimos,
a solas cada uno,
Pero
un mar más airado me acogió a mí.
Todos
oyeron con claridad las tristes palabras. Cam se sobresaltó un
poco. La sorprendió, se encolerizó. El movimiento atrajo la
atención de su padre; hizo un movimiento involuntario; de
repente, exclamó: «¡Mirad! ¡Mirad!», con tanta vehemencia que
James también volvió la cabeza para mirar hacia
la isla por encima del hombro. Todos miraban. Miraban hacia la
isla.
Pero
Cam no veía nada. Pensaba en cómo se habían borrado todos
esos senderos que cruzaban el césped, densamente poblados con las
vidas que habían vivido sobre ellos, habían desaparecido, eran el
pasado, eran lo irreal, lo real ahora era esto: la barca y la vela
con el remiendo, Macalister con los pendientes, el ruido de las olas;
todo esto era lo real. Pensando en esto, murmuraba ella para sí:
«Morimos, a solas», porque las palabras de su padre no dejaban
de dar vueltas y más vueltas en su mente; cuando su padre, viendo
que miraba como sin ver, comenzó a burlarse de ella. ¿Es que no
conocía los puntos cardinales?, preguntaba, ¿la brújula? ¿No
distinguía el norte del sur? ¿Es que de verdad pensaba que
vivían allí? Volvía a señalar, y le mostraba dónde estaba
la casa, allí, entre aquellos árboles. Le gustaría que ella fuera
más precisa, le decía: «Vamos a ver, ¿dónde está el este,
y dónde está el oeste?», le decía, medio riéndose de ella, medio
riñéndola, porque no podía comprender qué clase de mente sería
la suya, si es que no era completamente imbécil, que no conocía
los puntos cardinales. Y ella no lo sabía. Y viendo cómo miraba,
sin ver, pero con ojos asustados, y con la mirada dirigida hacia
donde no estaba la casa, Mr. Ramsay olvidó su sueño: cómo paseaba
de un lado a otro entre los jarrones de la terraza, cómo se
extendían los brazos para acogerlo. Pensaba, las mujeres son
siempre así; la inconcreción de sus mentes no tiene remedio;
era algo que nunca había podido entender, pero así era. Así
había sido ella, su propia mujer. No podían conseguir que hubiera
algo que se quedara firmemente grabado en sus mentes. Pero no
debía haberse enfadado con ella, lo que es más, ¿es que en el
fondo no era eso lo que le gustaba de ellas? Era parte de su
extraordinario encanto. Haré que ella me sonría, pensaba.
Parece asustada. Era tan callada. Cerró la mano, y decidió que su
voz y su cara y todos los rápidos gestos expresivos que le habían
obedecido y habían hecho que le gente se apiadara de él y lo
alabaran durante todos estos años se sosegaran. Conseguiría que le
sonriera. Encontraría algo agradable que decirle. Pero ¿qué?
Porque, absorto en sus tareas, como lo estaba, había olvidado
qué clase de cosas se decían. Estaba el cachorro. Tenían un
cachorro. ¿Quién lo atendía hoy?, preguntó. Sí, pensaba James
implacable, viendo el perfil de la cabeza de su hermana contra
la vela, ahora cederá. Se quedaría solo para luchar contra el
tirano. Quedaría él solo para continuar la lucha, para hacer honor
al pacto. Cam no será capaz de enfrentarse con la tiranía hasta
morir, pensaba sombrío, observando la cara, triste, hosca, débil. Y
como con frecuencia sucede cuando una nube cae sobre la verde
falda de una colina y desciende la presión barométrica y ahí
en medio de las demás colinas está la pena y la tristeza, y parece
como si las demás colinas reflexionaran sobre la mala suerte de
la nublada, de la ensombrecida, con piedad o maliciosamente
regocijadas por su pena, de igual forma, Cam se sentía triste,
sentada ahí, en medio de gentes en calma, decididas, y se preguntaba
que cómo respondería a su padre respecto del cachorro; cómo
resistirse a esta petición: perdóname, atiéndeme; mientras que
James, el legislador, con las tablas de la sabiduría eterna
abiertas sobre las rodillas (la mano sobre el timón se había
convertido en algo simbólico para ella), decía: Resiste.
Lucha. Tenía razón, era justo. Porque debían luchar contra la
tiranía hasta la muerte, pensaba ella. De todos los valores
humanos, era el de la justicia el que más reverenciaba. Su hermano
era lo más parecido a un dios; su padre, a alguien que solicitara
algo con humildad. Ante quién se rendiría, pensaba, sentada entre
ambos, mirando hacia la costa, cuyos puntos eran completamente
desconocidos para ella, y pensando en cómo el jardín y la
terraza y la casa se habían difuminado, y ahora habitaba allí la
paz.
«Jasper»,
dijo de forma hosca. Él cuidará del cachorro.
¿Qué
nombre iba a ponerle?, su padre persistía. Él había tenido un
perro de niño, se llamaba Frisk. Se rendirá, pensaba James,
mientras veía cómo le cambiaba la cara, un cambio que recordaba de
otras ocasiones. Ellas bajan la mirada, pensaba, miran las
labores o cualquier otra cosa. Luego, de repente, la levantan.
Hubo un destello azul, recordaba él, y entonces una, que se
sentaba a su lado, se rió, se rindió, y él se enfadó mucho. Debió
de haber sido su madre, pensaba, tejiendo en la silla baja, y su
padre en pie, junto a ella. Comenzó a buscar en la infinita
serie de impresiones que el tiempo había
depositado en su cerebro: hoja tras hoja, pliegue sobre pliegue,
delicada, incesantemente; entre aromas, sonidos (voces, ásperas,
huecas, cariñosas), entre las luces que se movían, entre las
escobas que barran, entre el ir y venir de la mar, advertía la
presencia de un hombre que iba de un lado a otro, y de repente se
quedaba inmóvil, erguido, junto a ellos. Mientras tanto, advirtió,
Cam mojaba los dedos en el agua, y miraba fijamente la costa, y
seguía callada. No, no se rendirá, pensó él; es diferente,
pensaba. Muy bien, si Cam no quería contestar, no la molestaría
más, decidió Mr. Ramsay, palpándose los bolsillos en busca de
un libro. Pero ella sí que quería responder; deseaba, con pasión,
poder derribar algún obstáculo que estorbaba su lengua, y quería
poder decir: Ah, sí, Frisk. Lo llamaré Frisk. Incluso quería poder
decir, ¿era ése el perro que se encontró en el camino después de
haberlo perdido en el páramo? Pero, hiciera lo que hiciera, no se le
ocurría decir nada parecido a eso; había decidido cumplir con
lealtad el pacto, querría hacer llegar a su padre, sin que James lo
advirtiera, una muestra privada del amor que sentía hacia él.
Porque pensaba, mientras jugaba con el agua (el hijo de Macalister
había cogido una caballa, y daba coletazos en el suelo, había
sangre en las agallas), porque pensaba, mientras miraba a james,
quien, a su vez, no apartaba la ecuánime mirada de la vela, o
dirigía la vista fugazmente al horizonte, tú no estás expuesto a
correr este riesgo, a esta intensidad y división de sentimientos, a
esta tentación extraordinaria. Su padre se palpaba los bolsillos; un
segundo más, y hallaría el libro. Porque nadie la atraía más; sus
manos le parecían hermosas, y sus pies, y su voz, y sus
palabras, y su prisa, y su genio, y sus rarezas, y su pasión, y
lo de decir sin miramiento ante cualquiera lo de morimos a solas, y
su lejanía. (Ya había abierto el libro.) Pero lo que no dejaba de
ser intolerable, pensaba, sentada rígida, y viendo cómo el hijo de
Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era esa
crasa y ciega tiranía suya que había envenenado su infancia, y
había levantado amargas tempestades; de forma tal que incluso ahora
se despertaba en medio de la noche, temblando de ira, y recordaba
alguna orden de él, alguna insolencia: «Haz esto», «Haz aquello»;
su autoridad: su «Obedéceme».
De
forma que no dijo nada, sino que siguió mirando de forma terca y
triste hacia la costa, envuelta en su manto de paz; como si la gente
que hubiera en ella se hubiera dormido, pensaba; como si fueran
libres como el humo; como si tuvieran la libertad de ir y venir como
fantasmas. Allí no hay sufrimiento, pensó.
5
Sí,
aquélla es la barca, concluyó Lily Briscoe, en el extremo del
jardín. Era la barca con las velas de color gris rojizo, la que
ahora vio enderezarse en el agua, y salir aprisa en medio de la
bahía. Ahí está sentado, pensó, y sus hijos siguen callados.
Ahí no podía alcanzarlo. Ahora le pesaba el cariño que no le había
dado. Hacía difícil poder pintar.
Siempre
había pensado que era un hombre difícil. Recordaba que nunca
había podido alabarlo estando él presente. Eso hacía que sus
relaciones fueran algo indefinido, sin el ingrediente del sexo,
ese ingrediente que hacía tan elegantes, casi alegres, las que
mantenía con Minta. Cortaba una flor, se la ofrecía, le dejaba
libros. Pero ¿de verdad creía que Minta los leía? Los paseaba por
el jardín, los llenaba de hojas para señalar por dónde iba.
Mientras
miraba al anciano, sentía tentaciones de hacerle la pregunta: «¿Se
acuerda, Mr. Carmichael?» Pero había bajado la visera del
sombrero sobre la frente: estaba dormido, o estaba soñando, o estaba
cazando palabras, pensó.
«¿Lo
recuerda?», sintió tentaciones de preguntárselo al pasar
junto a él, pensando de nuevo en Mrs. Ramsay en la playa; el
barril que subía y bajaba, las páginas que se movían al viento.
¿Por qué había sobrevivido eso tras todos estos años, rotundo,
luminoso, visible hasta el más menudo detalle, y, sin embargo, todo
oscuro por delante, por detrás, durante millas y más millas?
«¿Es
una barca?, ¿un corcho?», decía ella, se repetía para sí Lily,
regresando, de mala gana, al lienzo. Loados sean los cielos, al
menos le quedaba todavía el problema del espacio, pensaba, mientras
cogía de nuevo el pincel. Rutilaba ante ella.
Todo el volumen del cuadro gravitaba sobre ese punto. La superficie
sería hermosa, deslumbrante, como plumas, evanescente, la mezcla de
colores debía ser tan natural como la de las alas de la mariposa;
pero bajo la superficie, el tejido debería estar trabado como con
barras de hierro. Debería ser algo que pudiera estremecerse con un
sencillo soplo; y, a la vez, algo que no pudiera mover ni un tiro de
caballos. Comenzó a depositar un rojo, un gris, y comenzó a
modelar su rumbo en el hueco. Y a la vez le parecía que estaba
sentada junto a Mrs. Ramsay en la playa.
«¿Es
una barca?, ¿un barril?», se preguntaba Mrs. Ramsay. Comenzó a
buscar las gafas. Se quedó sentada, tras haberlas hallado, callada,
mirando la mar. Lily, pintando metódicamente, sintió como si
una puerta se hubiera abierto, y alguien entrara, y se quedara
contemplando todo en silencio, como en una alta catedral, muy oscura,
muy solemne. Había unos gritos que procedían de un mundo remoto.
Los vapores se desvanecían bajo el humo en forma de columnas en
el horizonte. Charles arrojaba piedras, y las hacía rebotar en el
agua.
Mrs.
Ramsay estaba sentada, callada. Lily pensaba que estaba contenta
por descansar, al fin, sin tener que hablar, no tendría ganas de
hablar; por poder alejarse un rato de la extrema oscuridad de
las relaciones humanas. ¿Quién sabe lo que somos?, ¿lo que
sentimos? ¿Quién sabría decir, incluso en los momentos de
intimidad: Esto es el conocimiento? Es que, al decirlas, ¿no se
deterioran las cosas?, podría haber preguntado Mrs. Ramsay. (Parecía
haber sido tan frecuente, este silencio junto a ella.) ¿Es que no
somos más expresivos así? El momento, por decirlo de alguna forma,
parecía extraordinariamente fértil. Escarbó un hoyito en la
arena, y lo cubrió, como si enterrara la perfección del momento.
Era como una gota de plata, en la que mojar el pincel, para que
iluminase la oscuridad el pasado.
Lily
retrocedió un paso para colocar el lienzo, así, en perspectiva.
Extraño camino este de la pintura. Iba una más y más allá, cada
vez más lejos, hasta que al final parecía hallarse una en
medio de una estrecha tabla, completamente sola, sobre la mar. Al
mojar el pincel en el color azul, a la vez, lo hundía
en aquel pasado. Ahora Mrs. Ramsay se levantaba, lo recordaba. Era
hora de regresar a casa, era la hora del almuerzo. Y todos
subieron juntos a casa, desde la playa, ella caminaba detrás de
William Bankes, y Minta iba enfrente de ellos, con un agujero en la
media. ¡Cómo parecía disfrutar exhibiendo se aquel agujerito
sonrosado del talón! ¡Y cómo lo censuraba William Bankes, sin que,
según sus recuerdos, hubiera dicho ni una palabra! Para él
significaba eso la aniquilación de la feminidad: era la
suciedad, el desorden, que los criados no hicieran las camas hasta el
mediodía; en fin, todo lo que detestaba. Qué forma tenía de
estremecerse y extender la mano como para protegerse de algún objeto
desagradable; eso es lo que hacía ahora: extender la mano. Minta
caminaba delante, probablemente Paul la esperara, y ambos se
dirigirían al jardín.
Los
Rayley, pensaba Lily Briscoe, mientras apretaba el tubo del color
verde. Atesoraba las impresiones de los Rayley. Sus vidas se le
aparecían como en una serie de escenas; una, en la escalera al
atardecer. Paul ya había llegado, se había acostado pronto;
Minta se retrasaba. Llegaba Minta, con una guirnalda, multicolor,
deslumbrante, en tomo a las tres de la madrugada, se quedaba en la
escalera. Paul salía en pijama, con un atizador, por si
hubieran entrado ladrones. Minta comía un emparedado, en medio de la
escalera, junto a una ventana, bajo la luz cadavérica de la
madrugada, y en la alfombra había un agujero. Pero ¿qué es lo que
decían? Se preguntaba Lily, como si, mirando, pudiera oír. Algo
violento. Minta seguía comiendo el emparedado, desafiante,
mientras él hablaba. Estaba indignado, decía palabras que
dictaban los celos, la insultaba, en un susurro, como para no
despertar a los niños, a los dos niños pequeños. Él estaba
envejecido, tenía arrugas; ella deslumbraba, parecía no
importarle nada. Porque las cosas, aproximadamente tras el
primer año de matrimonio, habían comenzado a ir mal, el matrimonio
había salido bastante mal.
¡Y
esto, pensaba Lily, cogiendo la pintura verde con el pincel,
esto de imaginar escenas en las que aparezcan ellos, es lo que
decimos que es «conocer» a la gente, «pensar» en ellos,
«quererlos»! Ni una sola palabra era cierta; se lo había
inventado, pero sólo así podía presumir de conocerlos. Siguió
avanzando por el estrecho pasadizo de su pintura, hacia el pasado.
En
otra ocasión, Paul había dicho que «jugaba al ajedrez en las
cafeterías». También había erigido toda una estructura
imaginaria en torno a esa frase. Recordaba cómo, al decirla, lo
había imaginado llamando a una criada, y que ésta le decía: «Mrs.
Rayley ha salido, señor», y entonces él decidía que tampoco
él volvería a casa. Lo veía sentado en un rincón de cualquier
lugar lúgubre, donde el humo se pegara a los cojines de
terciopelo, y la camarera te conociera, jugando al ajedrez con
un hombrecillo que se dedicaba a vender té, y que vivía en
Surbiton, y eso era todo lo que Paul sabía de él. Luego iba a casa,
y Minta no estaba, y luego estaba la escena de la escalera,
cuando iba con el atizador, por si hubiera ladrones (y sin duda para
asustarla a ella de paso), y decía aquellas cosas tan amargas, y lo
de que le había destrozado la vida. En todo caso, cuando fue a
visitarlos en la casita de campo cerca de Rickmansworth, las cosas
estaban ya muy mal. Paul la llevó al jardín para que viera los
conejos que criaba, y Minta los siguió, cantando, y le pasó el
brazo desnudo por los hombros, no fuera a contarle a ella algo.
A
Minta la aburran los conejos, pensaba Lily. Pero Minta nunca hacía
confidencias. Ella nunca habría contado cosas como la de jugar al
ajedrez en cafeterías. Era demasiado reservada, circunspecta.
Pero, siguiendo con su historia: ahora estaban atravesando una
etapa peligrosa. Había pasado parte del verano anterior en casa de
ellos, y el automóvil había tenido una avería, y Minta le
pasaba las herramientas. Él se sentó en la carretera para reparar
la avería, y la forma en que ella le acercaba las herramientas
-profesional, directa, amistosa- demostraba que ahora las cosas
estaban bien. Ya no estaban «enamorados», no, él tenía ahora a
otra mujer, una mujer seria, con el pelo recogido en una trenza, y
con un maletín (Minta la había descrito con gratitud, casi con
admiración), que asistía a las reuniones políticas, y que
compartía las opiniones de Paul (cada vez se hacían más y más
inflexibles) acerca de los impuestos sobre las tierras y
sobre la nacionalización. Lejos de romper el
matrimonio, esta alianza lo había reforzado. Eran excelentes amigos,
evidentemente, como lo demostraba que él estuviera sentado en la
carretera, y que ella le acercara las herramientas.
De
forma que ésta era la historia de los Rayley, Lily se sonrió.
Se imaginaba a sí misma contándoselo a Mrs. Ramsay, que estaría
deseosa de saber cómo les había ido a los Rayley. Se habría
sentido triunfante, al contarle a Mrs. Ramsay que el matrimonio no
había salido bien.
Pero
los muertos, pensaba Lily, hallando algún obstáculo en el dibujo
que le hizo detenerse y reflexionar, retrocediendo más o menos
un paso, ¡ay de los muertos!, murmuró, se apiadaba una de ellos,
los dejaba a un lado, incluso podía permitirse una cierto grado de
desprecio. Están a nuestra merced. Mrs. Ramsay se ha desvanecido, se
ha ido, pensaba. Podemos desatender sus deseos, mejorar sus limitadas
ideas, pasadas de moda. Se aleja cada vez más de nosotros. Como
burla, le parecía estar viéndola al fondo del pasillo de los años
diciendo, eso sí que era incongruente: ¡Cásate, cásate! (sentada,
muy erguida, al amanecer, y los pájaros que comenzaban a trinar
en el jardín). Habría que decirle: No se ha cumplido ni uno solo de
sus deseos. Son felices así, soy feliz así. La vida ha cambiado por
completo. Ante eso, todo su ser, incluida su belleza, se convirtió
repentinamente en polvo, en algo envejecido. Durante un momento,
Lily, allí en pie, con el calor del sol en la espalda, resumiendo la
biografía de los Rayley, vencía a Mrs. Ramsay, quien nunca llegó a
saber que Paul se iba a las cafeterías, que mantenía una querida;
m que Paul se sentaba en el suelo, y Minta le acercaba las
herramientas; ni que ella estaba en este lugar pintando, y que no se
había casado, ni siquiera con William Bankes.
Mrs.
Ramsay lo había planeado todo. Quizá, si hubiera vivido más
tiempo, habría logrado lo que se proponía. Ya había sido él
aquel verano «el más amable». «El científico más importante de
hoy, dice mi marido.» También era «el pobre William...,
me siento tan desdichada cuando voy a su casa, cuando veo que no
tiene nada bonito, me da tanta pena que nadie le cuide las flores».
Los enviaba a pasear juntos, y le decía, con aquel leve y fino toque
irónico que hacía que Mrs. Ramsay se le escurriera a una entre
los dedos, que ella tenía una mente científica, que le gustaban las
flores, que era muy exacta. ¿Qué manía era esta de que todos
se casaran? Lily retrocedía o avanzaba ante el caballete.
(De
repente, tan de repente como cuando una estrella cruza el cielo,
pareció encenderse una luz rojiza en su mente, ocultando a Paul
Rayley, saliendo de él. Se elevaba como un fuego que ardiera al modo
de una muestra de cualquier rito salvaje que se celebrara en alguna
lejana playa. Escuchaba los ruidos y el crepitar. Toda la mar, en
muchas millas a la redonda, parecía roja y dorada. Un olor de
vino se mezclaba con esto, y la embriagaba, porque ahora sentía de
nuevo el deseo irrefrenable de arrojarse por el acantilado, y de
ahogarse mientras buscaba un broche perdido en la playa. El ruido y
el crepitar la disgustaban y atemorizaban, y quería rechazarlos,
como si mientras advirtiera su poder y esplendor, viera también cómo
se alimentaban con los tesoros de la casa, con glotonería, de forma
repugnante, y ella lo aborrecía. Pero como visión, como gloria,
sobrepasaba todo lo que su experiencia conocía, y ardía año
tras año, como un fuego que fuera un aviso en una isla desierta
al borde de la mar, y una sólo tuviera que decir «enamorada» para
que al momento, como sucedía ahora, se elevara de nuevo el
fuego de Paul Disminuyó, y se dijo,
riéndose: «Los Rayley», y que Paul iba a las cafeterías a
jugar al ajedrez.)
Se
había escapado por los pelos, pensaba. Se había quedado
mirando el mantel, y se le había ocurrido que podía desplazar
el árbol hacia el centro, y que no tenía por qué casarse, y
se había sentido inmensamente feliz. Había pensado que ahora podía
enfrentarse con Mrs. Ramsay: un tributo al inmenso poder que Mrs.
Ramsay tenía sobre una. Haz esto, decía, y una lo hacía. Incluso
su sombra junto a la ventana, con James, tenía gran autoridad.
Recordaba cómo William Bankes se había quedado impresionado por qué
poco interés había manifestado por la significación de la estampa
de la madre y el hijo. ¿No admiraba
esta belleza?, dijo. Pero William, lo recordaba, la había escuchado
con sus ojos de niño inteligente, cuando le explicó que no se
trataba de una irreverencia: cómo una luz en este lugar exigía
que en este otro hubiera una sombra, etcétera. No quería
subestimar un asunto sobre el que, estaban de acuerdo, Rafael
había trabajado de forma divina. No pretendía ser cínica. Muy al
contrario. Gracias a su mentalidad científica, lo comprendió:
una prueba desinteresada de comprensión que la había complacido y
consolado enormemente. Podía hablar una en serio con un hombre. A
decir verdad, esta amistad había sido uno de los placeres de su
vida. Amaba a William Bankes.
Fueron
a Hampton Court, y siempre le dejaba, como un verdadero caballero,
que lo era, todo el tiempo que quisiera para lavarse las manos,
mientras él se paseaba a la orilla del río. Esto era característico
de sus relaciones. Había muchas cosas que no decían. Luego paseaban
por los patios, y admiraban, un verano tras otro, las hermosas
dimensiones del edificio, y las flores, y él le contaba cosas,
sobre la perspectiva, sobre la arquitectura, mientras caminaban; y se
detenía él para contemplar un árbol, o la vista del lago, y a
admirar a una niña (era su gran pena: no tener una hija) de forma
vaga y distante, la propia de un hombre que se pasaba muchas horas
en el laboratorio, y que, cuando salía, el mundo parecía aturdirlo,
de forma que caminaban lentamente, levantaba la mano para hacer una
visera, y hacía una pausa, con la cabeza hacia atrás,
sencillamente para respirar. Y entonces le contaba que la mujer
que lo atendía estaba de vacaciones, que tenía que comprar una
alfombra nueva para la escalera. Quizá no le importaría acompañarlo
a comprar una alfombra para la escalera. En una ocasión algo lo
indujo a hablar de los Ramsay, y le contó que cuando vio a Mrs.
Ramsay por primera vez llevaba un sombrero gris, no tendría más
de diecinueve o veinte años. Era asombrosamente hermosa. Se
quedó allí contemplando la alameda de Hampton Court, como si
todavía pudiera verla entre los surtidores.
Ahora
se quedó mirando el peldaño del salón. Veía, a través de
los ojos de William, la sombra de una mujer, tranquila, callada,
que miraba hacia abajo. Allí estaba sentada, meditando,
reflexionando (iba de gris aquel día, pensaba Lily). Miraba hacia
abajo. Nunca levantaba la mirada. Sí, pensaba Lily, mirando con
atención, debo de haberla visto mirar así, pero no iba de gris, ni
estaba tan tranquila, ni era tan joven, ni había tanta paz. La
imagen aparecía con facilidad. Era asombrosamente hermosa, había
dicho William. Pero la belleza no lo es todo. La belleza tenía
sus inconvenientes: venía con demasiada facilidad, venía de
forma demasiado completa. Detenía la vida: la congelaba.
Deliberadamente olvidaba una las inquietudes menores: el sofoco, la
palidez, alguna rara distorsión, alguna luz o alguna sombra, todo
ello hacía la cara irreconocible durante unos instantes, sin embargo
añadía algún rasgo que luego una siempre recordaba. Era más
sencillo disimular todo, sin prestar demasiada atención a los
detalles, bajo el manto de la belleza. Pero ¿qué aspecto tenía, se
preguntaba Lily, cuando se ponía el sombrerito de caza, y cruzaba el
jardín corriendo, o reñía a Kennedy, el jardinero? ¿Quién podría
describirla? ¿Quién podría ayudarla?
En
contra de su voluntad, tuvo que subir a la superficie, y se halló
casi fuera de la pintura, mirando a Mr. Carmichael,
un poco aturdida, como si las cosas fueran irreales. Estaba en la
silla con las manos cruzadas sobre la panza, no leyendo, ni
durmiendo, sino tomando el sol como una criatura ahíta de
existencia. El libro había caído sobre la hierba.
Quería
ir a donde él, y gritarle: «¡Mr. Carmichael!» Entonces él
levantaría la mirada benévolo, con aquellos ojos verdes,
distraídos y velados como por humo. Pero sólo se despierta a
alguien cuando se sabe qué decirle. Ella no quería decir algo,
quería decir todo. Esas palabras de nada que rompen el
pensamiento y lo desmembran no dicen nada. «Sobre la vida, sobre la
muerte; sobre Mrs. Ramsay.» No, pensaba, no puede decirse nada a
nadie. La urgencia del momento era la equivocación. Las palabras,
atravesadas, se acercaban cimbrando, y se quedaban siempre unas
pulgadas por debajo del blanco. Entonces tenía que dejarlo, y volvía
a olvidar la idea; y entonces una se volvía como todos los de edad
madura: cauta, furtiva, poniendo ceño, siempre con miedos. Porque,
¿cómo pueden expresar las palabras las emociones del
cuerpo?, ¿cómo expresar su vacío? (Miraba hacia
los escalones del salón, parecían estar extraordinariamente
vacíos.) Era la sensación del cuerpo de una, no de la mente. Las
sensaciones físicas que
acompañaban el vacío de los peldaños se habían convertido de
repente en algo muy desagradable. El querer y no tener volvía rígido
el cuerpo, lo vaciaba, lo sometía a tensiones. Porque querer y
no tener -querer, querer-, ¡cómo le partía el corazón! ¡Ay, Mrs.
Ramsay!, gritaba sin palabras a aquella presencia que se sentaba
junto a la barca, a aquella abstracción que era ella, la mujer de
gris, como si fuera a insultarla por haberse ido, y, tras
haberse ido, regresara. Siempre le había parecido que esto de
pensar en ella era algo sencillo. Fantasma, aire, nada, algo con
lo que podías jugar fácilmente, sin problemas, a cualquier
hora del día o de la noche, eso es lo que había sido; y de repente
extendía la mano, y te partía el corazón. De repente los vacíos
peldaños del salón, el bordado del sillón en el interior, el
cachorro que daba traspiés en la terraza, todas las ondas y
rumores del jardín se convertían en curvas y arabescos que
florecían en torno al centro de un vacío absoluto.
«¿Qué
significa esto? ¿Cómo lo explica?», eso quería preguntar, y
de nuevo se volvió hacia Mr. Carmichael. Porque todo el mundo
parecía haberse disuelto en esta hora del amanecer en un charco
de pensamiento, en un profundo cuenco de la realidad, y casi podía
una fantasear con la idea de que si Mr. Carmichael hubiera hablado,
una lagrimita habría desgarrado la superficie del charco. ¿Y
luego? Algo subiría a la superficie. Aparecería una mano,
destellaría la hoja de un cuchillo. Era un disparate, por
supuesto.
Le
vino a la mente la curiosa idea de que, después de todo, quizá él
sí que hubiera oído lo que ella no sabía decir. Era un anciano
misterioso, con sus hebras rubias en la barba, con su poesía, con
sus rompecabezas, serenamente surcando un mundo que había satisfecho
todos sus deseos; ella pensaba que no tenía nada más que extender
la mano hacia el jardín para asir cualquier cosa que necesitara.
Miró el cuadro. Tal vez hubiera sido ésta su respuesta: cómo «tú»
y «yo» y «ella» pasan y se desvanecen, nada permanece, todo
cambia; pero no cambian las palabras, ni la pintura. Seguro que lo
colgarán en algún ático, pensaba; lo enrollarán y lo
guardarán tras algún sofá; no dejará de ser verdad, sin embargo,
aunque la pintura sea ésta. Podría una decir, incluso de este
trazo, aunque acaso no del cuadro, lo que valía era el empeño,
que «permanecería para siempre»; iba a decir eso, o, como las
palabras dichas le parecían incluso a ella misma demasiado
pretenciosas, a insinuarlo, sin palabras, cuando, al mirar el
cuadro, se quedó sorprendida al darse cuenta de que no lo veía.
Tenía los ojos llenos de ese líquido caliente (no se le ocurrió
pensar en las lágrimas al principio) que, sin perturbar la firmeza
de sus labios, hacía que el aire fuera más denso, se deslizaba
por sus mejillas. No había perdido los nervios, ¡claro que no!, de
ninguna forma. Entonces, ¿lloraba por Mrs. Ramsay sin ser
consciente de ninguna desdicha? Se dirigió una vez más al viejo Mr.
Carmichael. ¿De qué se trataba? ¿Qué quería decir? ¿Es que las
cosas podían alargar una mano y asirla a una?, ¿la hoja podía
cortar?; ¿la mano, asir?, ¿no había seguridad?, ¿no había
forma de aprenderse de memoria los hábitos del mundo?, ¿no había
guía, ni refugio, sino que todo era milagro, y saltar desde lo alto
de una torre al vacío?, ¿pudiera ser que, incluso para los
ancianos, fuera esto la vida?: ¿sorprendente, inesperada,
desconocida? Por un momento pensó en que si ambos, aquí, ahora, en
este jardín, exigieran una explicación, que por qué era tan
breve, tan inexplicable, y lo dijeran con violencia, como hablarían
dos seres humanos plenamente desarrollados a quienes no se pudiera
ocultar nada, entonces, la belleza aparecería al momento; el espacio
se poblaría; los vacíos arabescos compondrían una forma
concreta; si gritaran con suficiente energía, Mrs. Ramsay
regresaría. «¡Mrs. Ramsay!», dijo en voz alta, «¡Mrs. Ramsay!».
Las lágrimas rodaban por su cara.
6
[El
hijo de Macalister cogió uno de los peces, y le cortó un cuadrado
para cebar el anzuelo. Devolvió a la mar (aún vivo) el cuerpo
mutilado.]
7
«¡Mrs.
Ramsay! -gritaba Lily-. ¡Mrs. Ramsay!» Pero
no sucedía nada. El dolor crecía. ¡Que la angustia la reduzca a
una a este grado de imbecilidad!, pensaba. En todo caso, el viejo no
la había oído. Seguía tranquilo, amable; y, si una quería verlo
así, incluso sublime. ¡Alabados sean los cielos!, nadie había oído
ese grito ignominioso, ¡deténte,
dolor, deténte! Evidentemente, no se había despedido del
sentido común. Nadie la había visto avanzar por la tabla y
arrojarse a las aguas de la aniquilación. Seguía siendo una
mezquina solterona que sujetaba un pincel en medio del jardín.
Lentamente
el dolor de la carencia, y la ira amarga (que hubiera regresado,
cuando pensabas que nunca más volverías a sentirte triste por
Mrs. Ramsay. ¿La había echado de menos a la hora del desayuno entre
tazas de café?, nada) cedían; y de su angustia quedaba, como
antídoto, un consuelo que en sí mismo era balsámico, y también,
pero más misteriosamente, la sensación de que alguien por ahí,
Mrs. Ramsay, aliviada por unos momentos del peso que el mundo
había depositado sobre ella, intangible, se había quedado
junto a ella, y después (porque era Mrs. Ramsay, radiante de
belleza) le había ceñido en la cabeza una corona de flores
blancas. Lily apretó los tubos de pintura de nuevo. Se enfrentó con
el problema del seto. Era extraño lo claramente que la veía,
cruzando con su rapidez de costumbre por los prados, llenos de
pliegues, púrpura y delicados, entre cuyas flores, jacintos o
lirios, se desvanecía. Era algún truco de su ojo de pintora.
Porque, unos días después de haberse enterado de su muerte, se
la había imaginado así, con la corona en la cabeza, caminando
en silencio junto a su compañero, una sombra en medio de los campos.
La mirada, las frases, tenían su poder de consolación.
Dondequiera que estuviera, pintando, aquí en el campo o en Londres,
se le aparecía esta imagen, y con los ojos
entrecerrados buscaba algo en lo que fundar esta visión. Miraba
hacia el vagón del ferrocarril, hacia el autobús; cogía un
rasgo de la cara o del hombro; examinaba las ventanas de
enfrente; miraba hacia Picadilly, punteado de farolas al anochecer.
Todo había formado parte de los campos de la muerte. Pero siempre
algo -una cara, una voz, un vendedor de periódicos gritando
Standard, News-, que brotaba como de la nada, la desdeñaba, la
despertaba, exigía de ella y lo conseguía finalmente, un esfuerzo
de atención, de forma que había que rehacer perpetuamente la
visión. Una vez más, espoleada como lo estaba por una necesidad
intuitiva de lejanía y azules, echó una mirada a la bahía
bajo ella, convirtiendo en colinas las barras azules de las olas, y
en campos pedregosos los espacios purpúreos. De nuevo, algo
incongruente la estimuló. Había una mancha de color castaño
en medio de la bahía. Era una barca. Sí, al momento se dio cuenta
de que era eso. Pero ¿de quién era la barca? Era la de Mr. Ramsay,
se dijo. Mr. Ramsay, el hombre que había estado junto a ella, quien
había echado a andar, quien había saludado con la mano, solo,
encabezando una procesión, con sus bonitos zapatos, solicitando un
consuelo que ella le había negado. La barca había llegado al
centro de la bahía.
Era
tan agradable la mañana, si se exceptuaba una racha de viento de vez
en cuando, que el mar y el cielo parecían hechos del mismo
tejido, como si hubiera velas en el cielo, o se hubieran caído las
nubes al mar. En alta mar, un vapor había enviado al aire un bucle
de humo inmenso que se había quedado allí haciendo decorativas
volutas, como si el aire fuera una fina gasa que sostuviera las cosas
y las retuviera delicadamente en su red, meciéndolas con todo
cuidado de un lado a otro. Como con frecuencia sucede cuando hace
buen tiempo, los acantilados parecía que fueran conscientes de
la presencia de los barcos, como si se enviaran los unos a los
otros mensajes secretos. Porque a veces parecía que el Faro estaba
muy cerca de la costa, pero hoy, con la calina, parecía estar muy
lejos.
«¿Dónde
estarán?», pensaba Lily, mirando la mar. ¿Dónde estaba aquel
anciano que la había dejado atrás en silencio? ¿que
llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en papel de estraza? La
barca estaba en medio de la bahía.
8
Allí
no se dan cuenta de nada, pensaba Cam, mirando hacia la costa,
que, subiendo y bajando, parecía estar cada vez más lejos, más
tranquila. La mano en el agua dejaba una estela en la mar, al
igual que su mente hacía ondas verdes y trazos que se
convertían en dibujos, y, paralizada, envuelta en un sudario, se
paseaba de forma imaginaria por el submundo de las aguas donde las
perlas se arracimaban para formar blanca espuma, donde bajo la luz
verde todas las ideas de una se transformaban, y el cuerpo brillaba
translúcido, envuelto en una capa de color verde.
Luego
cesaba de discurrir el agua en torno a la mano. Se detenía el fluir
apresurado del agua; el mundo se llenaba de crujidos y chirridos. Oía
cómo las olas rompían y sonaban contra la barca, como si hubieran
anclado en un puerto. Todo parecía muy cercano. La vela, sobre la
que estaban fijos los ojos de James, como si fuera alguien a quien
conociera, estaba completamente fláccida; se habían detenido, y
esperaban la llegada de una nueva brisa, bajo el sol ardiente, a
millas de distancia de la costa, a millas de distancia del Faro.
Parecía como si todo el mundo se hubiera detenido. El Faro se
convirtió en algo inmóvil, y la lejana línea de la costa se quedó
quieta. El sol calentaba cada vez más, y todo el mundo parecía
haberse quedado muy junto, y parecían sentir la presencia de
los demás, a quienes casi habían olvidado. El sedal de Macalister
se introdujo verticalmente en la mar. Pero Mr. Ramsay seguía leyendo
con las piernas cruzadas.
Leía
un librito algo desgastado, con las pastas jaspeadas como un huevo de
chorlito. De vez en cuando, mientras seguían en la horrible
calma, pasaba una hoja. James pensaba que cada página que pasaba se
acompañaba de un gesto peculiar que le parecía que se dirigía
a él: ya con confianza, ya con autoridad, ya con la intención de
que la gente se apiadase de él; y todo el tiempo, mientras su
padre leía y pasaba hojas sin cesar, James temía que llegara
el momento en que levantase la mirada, y preguntase con mal
humor por esto o por aquello. ¿Por qué estaban aquí perdiendo el
tiempo?, preguntaría, o haría cualquier otra cosa no menos
irracional. Si lo hace, pensaba James, sacaré un puñal y se lo
clavaré en el pecho.
Todavía
conservaba el viejo símbolo de sacar un cuchillo y atravesarle el
corazón a su padre. Sólo que ahora, al hacerse mayor, mientras,
presa de una rabia impotente, contemplaba a su padre sentado, no era
a él, al anciano que leía, a quien quería matar, sino a lo que se
cernía sobre él, sin saberlo quizá: aquella violenta e
inesperada harpía de negras alas, de picos y espolones fríos y
duros como acero, que caía una y otra vez (sentía el pico en las
piernas desnudas, donde le había atacado en la infancia), y a
continuación se escapaba; pero aquí estaba de nuevo, un anciano,
muy triste, que leía un libro. Lo mataría, le atravesaría el
corazón. Fuera lo que fuera (y podría ser cualquiera, pensaba,
mirando hacia el Faro y hacia la lejana costa), comerciante,
empleado de banca, abogado, director de cualquier empresa, se
opondría a él, lo seguiría y lo eliminaría. Llamaba tiranía
y despotismo a eso de hacer que la gente hiciera algo en contra
de su voluntad, a lo de recortar la libertad de expresión. Quién se
atrevería a decir: No quiero, cuando él decía: Vamos al Faro. Haz
esto. Tráeme aquello. Se extendían las negras alas, y el duro
pico desgarraba. A continuación, allí estaba sentado leyendo
un libro; y podía levantar la mirada, nunca se sabía, era
bastante probable. Podría dirigirse a los Macalister. También podía
deslizar un soberano en la mano helada de alguna mujer en cualquier
calle, pensaba james; o podría dar gritos de aliento en cualquier
deporte de marinos; podría saludar con los brazos, a causa de
la emoción; o podía presidir la mesa completamente mudo desde
principio al final de la cena. Sí, pensaba James, mientras la
barca se mecía y chapoteaba bajo el sol, había un páramo de nieve
y piedra, muy solitario y austero; y había llegado a pensar, con
frecuencia, en los últimos tiempos, cuando su padre decía algo
que sorprendía a los demás, que allí sólo había dos pares de
huellas de pisadas: el suyo y el de su padre. Sólo ellos se conocían
mutuamente. ¿A qué entonces este terror, este odio? Regresando
hacia las muchas hojas que el pasado había acumulado sobre él,
escrutando en el corazón de aquel bosque en el que la luz y la
sombra se entrecruzarían de forma que distorsionaran toda
forma, y se cometieran graves errores, tan cegadores el sol como
la oscuridad, buscaba una imagen que enfriara, que aislara este
sentimiento, que le diera una forma concreta y simétrica.
Supóngase, pues, que, como un niño pequeñito sentado
indefenso en la sillita, o sentado sobre las rodillas de
alguien, hubiera visto cómo un vehículo aplastaba, sin
intención, de forma inocente, el pie de alguien. Supóngase que
él hubiera visto el pie antes, sobre la hierba, delicado, íntegro;
y después, la rueda; y luego, el mismo pie, amoratado,
aplastado. Pero la rueda era inocente. De forma que ahora, cuando se
acercaba su padre dando zancadas por el pasillo, levantándolos
de madrugada para ir al Faro, le pisaba el pie, se lo pisaba a Cam,
lo pisaría a cualquiera. Lo único que podía hacer uno era sentarse
y quedarse mirando.
Pero
¿en el pie de quién estaba pensando?, ¿en qué jardín había
pasado todo esto? Porque uno tenía escenarios para estos
acontecimientos: había árboles, flores, cierta clase de luz, unas
cuantas figuras. Todo tendía a aparecer en un jardín donde no
hubiera esta tristeza, y donde no hubiera esto de mover tanto las
manos; la gente hablaba con un tono de voz común. Estaban todo el
día entrando y saliendo. Había una anciana que cotilleaba en la
cocina, y la brisa movía las cortinas dentro y fuera de las
ventanas; todo se movía, todo crecía; y sobre aquellos platos
y bandejas y aquellas altas flores rojas y amarillas podía tenderse
un velo muy fino, como una hoja de parra, al anochecer. Las cosas se
quedaban aún más quietas y oscuras al anochecer. Pero el velo que
parecía una hoja de parra era tan fino que las luces lo levantaban,
las voces lo arrugaban; a través de él podía ver cómo se
agachaba una figura, escuchaba, se acercaba, se alejaba; escuchaba el
rumor de un vestido, el sonido metálico de una cadena.
Era
en este mundo donde una rueda le aplastaba el pie a alguien. Algo,
recordaba, se detenía y se cernía oscuramente sobre él; se quedaba
inmóvil; algo se movía en el aire, incluso allí algo estéril
y agudo descendía, como una hoja, una cimitarra, cortando
hierbas y flores, incluso en aquel mundo, derribándolas, ajándolas.
«Lloverá
-recordaba a su padre diciéndolo-. No podréis ir al Faro.»
El
Faro era entonces una torre brumosa, plateada, con un ojo amarillo
que se abría de repente, delicadamente, al anochecer. Ahora...
James
miraba al Faro. Veía las rocas, blancas de espuma; veía la torre,
erguida, recta; veía que tenía ventanas; veía incluso ropa
tendida sobre las piedras, puesta a secar. De forma que, por fin,
esto era el Faro, ¿no?
No,
lo otro también era el Faro. Porque nada era sencillamente una
sola cosa. También el otro era el Faro. A veces costaba verlo desde
el otro lado de la bahía. Al anochecer levantaba uno la mirada
y veía cómo el ojo parpadeaba, y la luz parecía llegar hasta ellos
en aquel jardín soleado y fresco en el que se sentaban.
Pero
se detuvo. Siempre que decía «ellos» o «alguien», y comenzaba a
oír el rumor de alguien que se aproximaba, el sonido de alguien que
se marchaba, se volvía hipersensible respecto de quien lo
acompañara. Ahora era su padre. El dolor podía ser agudo.
Porque en cualquier momento, si seguía sin soplar el viento, su
padre cerraría el libro de golpe, y diría: «¿Qué es lo que
ocurre?, ¿por qué estamos aquí perdiendo el tiempo?, ¿eh?»,
como aquella vez en la terraza, cuando dejó caer la hoja sobre
ellos, y ella se había quedado rígida, y si hubiera tenido un hacha
a mano, un cuchillo, cualquier objeto afilado, lo habría cogido y le
habría travesado el corazón a su padre. Su madre se había
puesto rígida, luego el brazo se había relajado, de forma que
se dio cuenta de que ya no le escuchaba a él, en cierta forma se
había levantado y se había marchado a algún lugar lejano, y lo
había dejado allí, en el suelo, impotente, ridículo, con las
tijeras en la mano.
No
venía ni un soplo de aire. El agua se reía y gorgoteaba en el fondo
de la barca donde dos o tres caballas movían las colas a un lado y
otro en un charquito de agua que no llegaba a cubrirlas. En
cualquier momento, Mr. Ramsay (James casi no se atrevía a mirarlo)
se daría cuenta, cerraría el libro, diría algo ofensivo; pero, de
momento, seguía leyendo, y James, furtivamente, como si bajara la
escalera descalzo, con miedo de despertar al perro si chirriaba un
peldaño, seguía pensando en cómo sería ella, en dónde habría
ido aquel día. Había comenzado a seguirla de habitación en
habitación, y por fin llegaron a una habitación de luz azul, como
si se reflejase en millares de platos de porcelana, en la que
hablaba con alguien; él escuchaba. Hablaba con una criada, y decía,
con toda sencillez, lo que pensaba. «Esta noche necesitaremos
la fuente grande. ¿Dónde está... la azul?» Sólo ella decía la
verdad; sólo a ella se le podía decir. Ése era el origen de su
perenne atractivo para él, era consciente de que su padre le había
adivinado los pensamientos, los ensombrecía, los hacía ajarse,
le hacía titubear.
Por
fin dejó de pensar; estaba ahí sentado al sol con la mano en la
barra del timón, mirando fijamente al Faro, incapaz de moverse,
incapaz de sacudirse los granos de tristeza que, uno tras otro, se
depositaban en su mente. Parecía que lo ataba una maroma, y que su
padre había hecho el nudo, y sólo podía sacar un cuchillo y
hundirlo... Pero en aquel momento la vela comenzó a moverse
poco a poco, se hinchó lentamente; la barca sintió un sacudida,
comenzó a moverse, apenas consciente, dormida; de repente se
despertó, salió disparada entre las olas. Fue un alivio
extraordinario. Todos parecieron perder importancia relativa
ante los demás, y parecían estar bien, y los sedales se
tensaron formando un ángulo agudo en los costados de la barca.
Pero su padre no pareció haber advertido nada. Sólo hizo un gesto
misterioso con la mano derecha en el aire, y la dejó reposar de
nuevo sobre la rodilla, como si estuviera dirigiendo alguna
sinfonía secreta.
9
[La
mar estaba inmaculada, pensaba Lily Briscoe, todavía allí,
vigilando la bahía. La mar se extendía como si fuera seda sobre la
bahía. La distancia tenía un gran poder; se los había tragado,
pensaba, se habían ido para siempre, se habían convertido en
parte de la naturaleza de las cosas. Hasta el vapor había
desaparecido, pero el gran bucle de humo aún flotaba en el aire, y,
amado como una bandera, parecía una despedida triste.]
10
Así
era, pues, la isla, pensaba Cam, volviendo a meter los dedos en el
agua. Nunca la había visto desde la mar. Así es como se veía desde
la mar, sí, con un entrante en medio, y dos acantilados casi
verticales, y la mar entraba por ahí, y luego se extendía
durante millas y más millas a ambos lados de la isla. Era muy
pequeña; con una forma que recordaba vagamente a una hoja
sujeta por un extremo. Así que nos subimos a una barquita,
pensaba, comenzando a contarse un cuento de aventuras en el que se
escapaba de un barco que se hundía. Pero la mar discurra entre sus
dedos, y se desvanecía tras ellos una colonia de algas; no
quería contarse un cuento de verdad, lo que quería era la sensación
de aventura, de huida de algo, porque pensaba, mientras avanzaba la
barca, en cómo la irritación de su padre con lo de los puntos
cardinales, la terquedad de James con su pacto, y su propia
angustia, cómo todo había desaparecido, todo había quedado
atrás, ahora ondeaba en el pasado. ¿Qué había, pues, a
continuación? ¿Adónde iban? De su mano, hundida en la mar,
procedía todo un surtidor de contento ante la idea del cambio,
de la escapada, de la aventura (de estar viva, de estar ahí). Las
gotas que procedían de esta repentina e impremeditada fuente de
contento caían aquí y allá, en la oscuridad, en las formas
dormidas de su propia mente; formas de un mundo nonato, pero que se
movía en la oscuridad, cogiendo aquí y allá un chispa de luz:
Grecia, Roma, Constantinopla. Con lo pequeña que era, con forma como
de hoja sujeta por un extremo, y con el dorado rocío de las
aguas que la rodeaban, ¿tenía, se preguntaba, su lugar en el
universo también esta islita? Pensaba que los sabios ancianos
podrían haberla informado. A veces hacía como si se hubiera
extraviado en el jardín, para ver qué hacían. Y allí estaban
(podría tratarse de Mr. Carmichael, o de Mr. Bankes, muy viejos, muy
solemnes) sentados uno enfrente de otro en las tumbonas. Se oía el
rumor de las páginas de The Times, que sostenían ante sí, cuando
entró desde el jardín, y todo era confusión, acerca de algo que
alguien había dicho acerca de Jesucristo; acerca de un mamut que
habían encontrado en unas excavaciones en alguna calle de Londres,
¿cómo había sido Napoleón? Después cogían todo esto con
sus manos limpias (llevaban ropas de color gris, olían a brezo), y
se sacudían las migas a la vez, pasando hojas, cruzando las piernas,
y diciendo algo, muy breve, de vez en cuando. En una suerte de
éxtasis, ella cogía un libro de la estantería, y se quedaba allí,
mirando cómo escribía su padre, tan regular; y lo pulcramente
que llegaban los renglones de un extremo al otro de la página, con
una tosecilla de vez en cuando; o decía algo, muy breve, al
caballero que se sentaba enfrente. Pensaba, allí, en pie, con
el libro abierto, que aquí podría dejar una que se abriera
cualquier pensamiento como una planta bien regada, y si se abría
bien, ante estos caballeros que fumaban, tras las sonoras hojas de
The Times, entonces es que era un pensamiento correcto; y mientras
veía cómo escribía su padre en el estudio, pensaba (sentada ahora
en la barca) que era adorable, que era el más sabio; no era
vanidoso, no era un tirano. A decir verdad, cuando la veía leyendo
un libro, con mucha amabilidad, le preguntaba: ¿Qué más quieres
leer?
Temiendo
equivocarse, se quedó mirando a su padre que leía el librito de la
cubierta reluciente, moteada como huevo de chorlito. No, estaba bien.
Quería decirle a james: Míralo. (Pero James no quitaba ojo a la
vela.) Es un animal dañino, contestaría james. Siempre acababa
hablando de sí y de sus libros, diría James. Es egotista hasta
extremos intolerables. Peor aún, es un tirano. Pero, ¡mira!, decía,
mirándolo. Míralo ahora. Veía cómo leía el libro con las
piernas recogidas; el libro cuyas hojas amarillentas conocía muy
bien, pero no sabía de qué trataba. Era un volumen pequeño,
la letra era muy pequeña; en una de las guardas, lo sabía, había
escrito que se había gastado quince francos en un almuerzo: tanto el
vino, tanto de propina; lo había sumado todo pulcramente al pie
de la página. Pero de qué trataba este libro que tenía los cantos
fatigados de llevarlo en el bolsillo, eso no lo sabía.
Tampoco
sabía nadie en qué pensaba. Pero se quedaba absorto, de forma
que cuando levantaba la mirada, como acababa de hacer
fugazmente, no era para ver nada, era para fijar más
adecuadamente algún pensamiento. Una vez hecho esto, su mente
regresaba volando a zambullirse en la lectura. Leía, pensaba ella,
como si llevara el rumbo de algo, o como si cuidara de un rebaño de
ovejas, o como si ascendiera por un estrecho sendero; a veces iba
aprisa y directo, y se abría camino por la maleza; otras veces
parecía que una rama lo golpeaba, una zarza lo cegaba, pero no
dejaba que eso lo intimidara; seguía avanzando, pasando una
página tras otra. Ella seguía contándose un cuento acerca de huir
de un barco que había naufragado, porque ella estaba a salvo,
mientras que él seguía ahí sentado; a salvo, como se había
sentido cuando entró sigilosa desde el jardín, y cogió un libro, y
el anciano caballero, bajando el periódico de repente, dijo algo muy
breve por encima del periódico acerca de la personalidad de
Napoleón.
Miró
de nuevo la mar, la isla. Pero la hoja había perdido su filo. Era
muy pequeña, estaba muy lejos. La mar era más importante ahora que
la costa. Las olas los rodeaban, subiendo y bajando, un tronco
rodando en el seno de una ola, una gaviota cabalgando en la cresta de
una ola. Por allí, pensó, mojando los dedos en el agua, se hundió
un barco, y murmuró, soñolienta, medio dormida, cómo morimos,
solos.
11
Tanto
es lo que depende, pues, pensaba Lily Briscoe, mirando hacia la
mar casi completamente sin manchas, tan delicada que las velas y
las nubes parecían incrustadas en el azul, tanto depende, pensaba,
de la distancia, de si la gente está cerca de nosotros, o lejos de
nosotros; porque sus sentimientos hacia Mr. Ramsay habían
cambiado mientras se alejaba navegando más y más por la bahía.
Parecía lejano, remoto; parecía cada vez más lejano. Parecía
como si la mar, en aquel azul, en aquella lejanía, se los hubiera
tragado a él y a sus hijos; pero aquí, en el jardín, a mano, Mr.
Carmichael de repente gruñó. Ella se echó a reír. Agarró el
libro que se hallaba sobre el césped. Se movió en la tumbona,
resoplando como si fuera algún monstruo marino. Esto era diferente,
porque estaba muy cerca. Volvía todo de nuevo a la calma. A estas
horas ya se habrían levantado todos, supuso, mirando a la casa,
pero no vio a nadie. Recordó: siempre se iban corriendo en cuanto
terminaban la comida, cada uno a lo suyo. Todo armonizaba con este
silencio, con este vacío, con la irrealidad de la madrugada. Era una
forma que las cosas tenían a veces, pensaba, demorándose
durante un momento, y mirando hacia alguna de las luminosas ventanas,
hacia el penacho de humo azul: se convertían en algo irreal. A
veces, al regresar de un viaje, o tras una enfermedad, antes de que
los viejos hábitos hubieran vuelto a aflorar, sentía una la misma
clase de irrealidad, una irrealidad muy sorprendente; sentía que
había algo que brotaba. La vida en esos momentos era más animada.
Podía estar completamente tranquila. Afortunadamente no tenía
que decir, muy animada, al cruzar el jardín para saludar a la
buena de Mrs. Beckwith, que buscaba un rincón en el que sentarse:
«¡Ah, buenos días, Mrs. Beckwith!, ¡Qué día tan
maravilloso! ¿Se atreve a sentarse al sol? Jaspers ha escondido las
sillas. ¡Voy a buscarle una!»; la cháchara de costumbre. No
tenía una por qué abrir la boca. Se dejaba ir, con las velas
desplegadas (ya había movimiento en la bahía, las barcas zarpaban)
en medio de las cosas, más allá de las cosas. No estaba vacía,
sino llena a rebosar. Parecía estar inmersa en alguna clase de
sustancia que le llegaba a los labios, parecía moverse, flotar y
hundirse en ella; sí, porque estas aguas eran profundas hasta lo
insondable. Muchas vidas se habían derramado en ellas. Las de los
Ramsay, las de los niños, y toda clase de restos y retales de las
cosas. Una lavandera con la cesta; una liliácea como una barra
al rojo vivo, los púrpuras y verdegrises de las flores: algún
sentimiento común que unía todas las cosas.
Era
quizá un sentimiento semejante de algo completo el que, hace diez
años, en pie, casi en el mismo lugar donde ahora estaba, le había
hecho decir que debía de estar enamorada de este lugar. El amor
tiene millares de formas. Pudiera haber amantes entre cuyos dones se
contara el de poder elegir los elementos de las cosas, el de
ponerlos juntos, para así, dándoles una integridad de la que
carecían en la vida real, convertirlos en una escena, o en una
reunión de personas (todas ahora desaparecidas o separadas),
una de esas confabulaciones en la que se demora el pensamiento,
y con la que juega el amor.
Sus
ojos reposaban en la mancha de color castaño de la barca de Mr.
Ramsay. Llegarán al Faro a la hora del almuerzo, pensaba. Pero
el viento había refrescado, y el cielo cambió
imperceptiblemente, las barcas habían cambiado de posición, y
el paisaje, que el momento anterior parecía fijado para la
eternidad, no era nada agradable ahora. El viento había
revuelto la estela de humo, había algo desagradable en la nueva
posición de las barcas.
La
incongruencia ante ella parecía haber alterado alguna armonía de su
propia mente. Sintió una pena sorda. Se le confirmó cuando regresó
al cuadro. Había desperdiciado la mañana. Por algún motivo no
podía lograr ese equilibrio como de filo de navaja de las dos
fuerzas enfrentadas: Mr. Ramsay y el cuadro, y el equilibrio era
imprescindible. ¿Quizá había algo incorrecto en el dibujo?
¿Era, se preguntaba, que la línea de la tapia necesitaba una
interrupción?, ¿era el volumen del arbolado demasiado pesado?
Se sonrió irónicamente; ¿es que no se había dicho, al
comienzo, que había resuelto el problema?
¿Cuál
era, pues, el problema? Tenía que intentar asir algo que la eludía.
La eludía cuando pensaba en Mrs. Ramsay, la eludía cuando pensaba
en el cuadro. Acudían las palabras. Acudían las imágenes. Hermosas
pinturas. Hermosas frases. Pero lo que quería asir era el temblor en
los nervios, la cosa en sí, antes de que se convirtiera en otra
cosa. Conseguir eso y empezar de cero, conseguirlo y empezar de cero,
se decía con desesperación, colocándose con firmeza ante el
caballete. Era una máquina triste, una máquina ineficaz,
pensaba, el aparato humano, para pintar o para sentir, siempre se
estropeaba en el momento crítico; con heroísmo, debe obligarse
una a seguir. Se quedó mirando con el entrecejo fruncido. Ahí
estaba el seto, no cabía duda. Pero no se conseguía nada pidiendo
con insistencia. Lo único que conseguía una era que te deslumbrara
el mirar tanto tiempo la línea de la tapia, o el pensar... llevaba
un sombrero gris. Era sorprendentemente hermosa. Que venga,
pensó, si ha de venir. Porque hay momentos en que una no puede ni
pensar ni sentir. Pero sin pensar ni sentir, ¿dónde está una?
Aquí,
en el jardín, en este césped, pensaba, sentándose, y examinando
con el pincel una diminuta colonia de llantenes. Porque el
césped estaba descuidado. Sentada aquí en el mundo, pensaba en que
no podía desprenderse de esa idea de que todo esta mañana estaba
sucediendo por primera vez, o quizá por última vez; al igual que un
viajero sabe, incluso medio dormido, con sólo mirar por la
ventanilla del tren, que es ahora cuando debe mirar, porque no
volverá a ver nunca esta ciudad, o el carro tirado por una mula, o
aquella labradora de aquel campo. El jardín era el mundo; allí
estaban juntos, en esta condición de exaltación, pensaba,
mirando al bueno de Mr. Carmichael, que parecía (aunque no se
habían hablado en todo el tiempo) compartir sus pensamientos.
Quizá no volvería a verlo. Se hacía viejo. Recordó, sonriendo
ante la zapatilla que se movía en la punta del pie, que cada vez era
más famoso. Decían que su poesía era «muy hermosa». Seguían
publicando cosas que había escrito hacía cuarenta años. Ahora
había un hombre famoso que se llamaba Carmichael; se sonrió,
pensando en la cantidad de formas que podía adoptar un hombre, cómo
era una persona que aparecía en los periódicos, pero también era
el mismo que había sido siempre. Parecía que era el de siempre...
quizá alguna cana más. Sí, el mismo aspecto de siempre, pero
alguien había dicho, lo recordaba, que cuando se enteró de la
muerte de Andrew Ramsay (murió instantáneamente, una granada;
habría llegado a ser un gran matemático), Mr. Carmichael había
«perdido todo interés en la vida». ¿Qué querían decir?, se
preguntaba. ¿Había ido a manifestarse a Trafalgar Square
armado con un buen palo? ¿Había empezado a pasar páginas y más
páginas sin leerlas, sentado en su habitación de St. John's
Wood? No sabía qué es lo que había hecho, cuando se enteró
de que Andrew había muerto, pero en todo caso ella advertía que
algo le había ocurrido. Ellos dos sólo se saludaban con susurros en
la escalera, miraban al cielo, decían que haría bueno, o que
no haría bueno. Pero ésta era una de las formas de conocerse la
gente, pensaba: de conocer el conjunto, no los detalles,
sentarse en el jardín de cualquiera, y ver cómo las faldas de una
colina se volvían de color purpúreo en una lejanía de brezos. Así
es como ella lo conocía. Sabía que en cierta forma había cambiado.
Nunca había leído un solo verso de él. No obstante, pensaba
que sabía cómo era su poesía, lenta y sonora. Era madura y
sabrosa. Trataba del desierto y del camello. De las palmeras y
de los crepúsculos. Era extraordinariamente impersonal; algo decía
acerca de la muerte; pero decía muy poco sobre el amor. Había una
cierta lejanía en él. Necesitaba muy poco de los demás. ¿No había
cruzado siempre a trompicones por la puerta de la sala hacia el
jardín con el periódico bajo el brazo, intentando evitar a
Mrs. Ramsay, a quien por algún motivo no apreciaba mucho? Por
ello mismo, ella, por supuesto, siempre intentaba que se
detuviera. Él le hacía una reverencia. Se paraba en contra de
su voluntad, y hacía una gran reverencia. A ella le fastidiaba que
él no quisiera nada de ella, y Mrs. Ramsay le preguntaba si no
quería el abrigo, una alfombra, el periódico. No, no quería
nada. (Ahora era cuando él se inclinaba.) Había algún rasgo de
ella que a él no le gustaba mucho. Quizá era lo dominante que
era, lo positiva que era, lo de ir directa al grano. Era muy sincera.
(Un
ruido que procedía de la ventana de la sala la distrajo, el
chirrido de un gozne. Una leve brisa jugaba con la ventana.)
Debe
de haber habido personas a quienes no les gustara ella, pensaba Lily.
(Sí, se daba cuenta de que el peldaño de la sala estaba vacío,
pero no le afectaba de ninguna manera. Ahora no necesitaba a Mrs.
Ramsay.) Había quien pensaba que era demasiado segura, demasiado
radical. Quizá incluso su belleza ofendía a algunos. ¡Qué
monótono, seguro que era eso lo que decían, siempre igual! Las
preferían de otra clase: morenas, animadas. Además era débil
con su marido. Le dejaba hacer escenas. Además era reservada. Nadie
sabía con exactitud qué es lo que le pasaba. Y en fin (para volver
de nuevo a la antipatía de Mr. Carmichael), no podía una
imaginarse a Mrs. Ramsay pintando, o tendida, leyendo toda una
mañana en el jardín. Era impensable. Sin decir una palabra, la
única muestra de su actividad era la cesta que colgaba de su brazo,
se iba al pueblo, a ver a los pobres, a sentarse en algún dormitorio
diminuto y asfixiante. Una vez tras otra, Lily la había visto irse
en silencio en medio de algún juego, de alguna conversación, con la
cesta bajo el brazo, muy erguida. Había advertido el regreso.
Había pensado, medio riéndose (era tan metódica con lo de las
tazas de té), medio emocionada (su belleza le cortaba la
respiración a una): hay ojos a los que cierra el dolor que la han
contemplado. Ha estado con ellos.
Luego
Mrs. Ramsay se sentía fastidiada porque alguien llegaba tarde,
o porque la mantequilla estaba rancia, o porque se había
desportillado la tetera. Durante todo el rato en que no había dejado
de decir que la mantequilla estaba rancia, una pensaba en templos
griegos, y en cómo la belleza había residido allí en ellos. Nunca
hablaba de ello: se iba, puntual, directa. Su intuición le pedía
que se fuera, al igual que las golondrinas buscan el sur; las
alcachofas, el sol; se dirigía de forma infalible hacia la
especie humana, anidaba en su corazón. Ésta, como todas las
intuiciones, apenaba un tanto a quienes no participaban de ella;
quizá, a Mr. Carmichael; a ella, por supuesto. Alguna idea tenían
ambos acerca de lo ineficaz de la acción, de la supremacía del
pensamiento. Su marcha era un reproche hacia ellos, daba un leve
cambio al rumbo del mundo, de forma que se veían obligados a
protestar, advirtiendo que sus propios juicios desaparecían, y
que en vano intentaban asirlos mientras se esfumaban. Charles Tansley
también lo hacía: por eso, en parte, no gustaba a nadie.
Trastomaba las proporciones del mundo. Qué habría sido de él,
se preguntaba, moviendo distraída los llantenes con el pincel.
Tenía su puesto de profesor. Se había casado, vivía en Golders
Green.
En
una ocasión había entrado en una sala, durante la guerra, y él
daba una conferencia. Denunciaba algo, condenaba a alguien. Predicaba
el amor fraternal. Le sorprendió que hablara de amor a los
semejantes quien no sabía distinguir un cuadro de otro, quien había
fumado junto a ella picadura de tabaco («a cinco peniques la onza,
Miss Briscoe»), quien se dedicaba a decirle que las mujeres no saben
escribir, no saben pintar, ¿quizá no tanto porque lo creyera
sino porque, por alguna rara razón, deseara creerlo? Ahí estaba,
flaco, rojo y tosco, predicando el amor desde un estrado (había
hormigas entre los llantenes a las que molestaba con el pincel:
hormigas rojas, enérgicas, bastante parecidas a Charles
Tansley). Se había quedado mirándolo de forma irónica, en la sala
medio vacía, llenando de amor todo aquel espacio helado, y, de
repente, apareció de nuevo el viejo barril o lo que fuera rodando
por las olas, y Mrs. Ramsay que buscaba la funda de las gafas entre
las piedras. «¡Vaya!, otra vez las he perdido, ¡qué fastidio! No
se moleste, Mr. Tansley, las pierdo a millares todos los
veranos», ante lo cual, él apretaba la barbilla contra el cuello,
como si temiera que tuviera que dar por buena semejante exageración,
pero la aceptara en aquella persona que le gustaba, y le dirigió
una sonrisa llena de encanto. Debía de haberse sincerado con
ella en alguna de aquellas largas excursiones en las que luego se
desperdigaban y regresaban a casa separados. Pagaba la educación
de su hermana menor, le había dicho a Lily Mrs. Ramsay. Lo cual
hablaba muy elocuentemente en favor de él. La idea que ella tenía
de él era grotesca, Lily lo sabía muy bien; movía los llantenes
con el pincel. Después de todo, la mitad de las ideas que tenía
cualquiera sobre los demás eran grotescas. Servían para fines
particulares de cada uno. A ella le servían de chivo expiatorio.
Se hallaba a sí misma flagelando sus flacos costillares cuando
estaba de mal humor. Cuando quería tomárselo en serio, tenía que
servirse de las frases de Mrs. Ramsay, para verlo con los ojos de
ella.
Levantó
un montoncito de arena para que se subieran a ella las hormigas. Las
redujo a un frenesí de indecisiones al interferir en su cosmogonía.
Unas corrían en una dirección; otras, en otra.
Necesitaba
una cincuenta pares de ojos para ver, reflexionó. Cincuenta
pares de ojos no bastaban para completar el retrato de esa mujer,
pensó. Entre ellos, debería de haber un par que fuera completamente
ciego ante su belleza. Lo que una verdaderamente necesitaba era
alguna clase de sentido secreto, fino como el aire, con el cual
introducirse por los ojos de las cerraduras, y rodearla cuando
estuviera sentada tejiendo, hablando, sentada en silencio, sola,
en la ventana; que tomara y atesorara -como el aire que contenía el
penacho de humo del vapor- sus pensamientos, su imaginación,
sus deseos. ¿Qué significaba el seto para ella?, ¿qué
significaba el jardín para ella?, ¿qué significaba para ella
que rompiera una ola? (Lily levantó la mirada, de la misma
forma en que Mrs. Ramsay la levantaba; también ella oyó cómo una
ola rompía en la playa.) Entonces, ¿qué era lo que se agitaba y
temblaba en su mente cuando los niños decían: «árbitro,
árbitro», cuando jugaban al críquet? Dejaba de tejer durante
un segundo. Miraba con atención. Luego volvía a su estado anterior,
y de repente los pasos de Mr. Ramsay se detenían frente a ella,
alguna curiosa conmoción parecía recorrerla, y parecía mecerse
ella en el seno de alguna profunda agitación, cuando se quedaba
allí, y la miraba desde arriba. Lily estaba viéndolo a él.
Él
alargaba la mano, y la ayudaba a levantarse. Parecía, en cierta
forma, como si ya lo hubiera hecho anteriormente, como si ya se
hubiera inclinado anteriormente, y la hubiera ayudado a descender de
una barca que, a unas pocas pulgadas de alguna isla, hubiera
requerido que a las damas las ayudaran los caballeros de esta
forma. Una escena anticuada era ésta, que requería, sin duda,
miriñaques y pantalones de etiqueta. Al dejar que él la
ayudara, Mrs. Ramsay había pensado (suponía Lily) que había
llegado el momento; sí, se lo diría ahora. Sí, se casaría
con él. Bajó lenta, tranquilamente a la orilla. Quizá sólo dijo
una palabra, dejando su mano en la de él. Nos casaremos, quizá
había dicho, con la mano en la de él, pero nada más. Una vez tras
otra pasaba entre ambos la misma emoción: era obvio que sí, pensó
Lily, mientras disponía un camino para las hormigas. No se lo
inventaba, estaba arreglando algo bastante liado que le había
entregado hacía unos años, algo que había visto. Porque en el
desorden de la vida diaria, con todos aquellos niños por allí,
todos aquellos visitantes, una tenía constantemente un sentido
de que todo se repetía, de que algo caía donde anteriormente
hubiera caído otra cosa, despertando un eco que resonara en el
aire, y lo llenara de vibraciones.
Pero
sería un error, pensaba, reflexionando en cómo habían salido
a pasear juntos, ella con el chal verde, él con la corbata al
viento, del brazo, más allá del invernadero, para simplificar sus
relaciones. No era la monotonía de la felicidad: ella con sus
impulsos y su rapidez; él con sus estremecimientos y sus
depresiones. Ah, no. La puerta de la habitación bien podía dar
un portazo de madrugada. Él quizá lanzaba zumbando el plato
por la ventana. A continuación la casa se llenaba de portazos y de
cortinas que volasen como si soplara el viento de repente, y la gente
volase a echar los cierres para que todo estuviese en orden. Así se
había encontrado un día a Paul Rayley en la escalera. Se
habían reído sin cesar, como una pareja de niños, y todo porque
Mr. Ramsay se había encontrado una tijereta en la leche al
desayunar, y había tirado todo hacia la terraza. «Una tijereta
-murmuraba Prue, sorprendida-, en la leche.» Los demás quizá
se encontraran un ciempiés. Pero él había levantado tal
muralla de santidad, y ocupaba el espacio con una solemnidad tan
majestuosa, que una tijereta en su leche era un monstruo.
Pero
asustaba a Mrs. Ramsay, la intimidaba un poco esto de que los platos
salieran zumbando por el aire, que las puertas dieran portazos.
Se interponían entre ellos largos y embarazosos silencios,
cuando, en un estado mental que no le gustaba a Lily ver en
ella, medio quejumbrosa, medio enfadada, parecía incapaz de sufrir
la tempestad con calma, o de reírse cuando los demás se reían;
aunque tal vez el cansancio ocultase algo. Se quedaba pensativa,
callada. Al rato, él se acercaba de forma furtiva a donde ella
solía estar, paseaba junto a la ventana donde ella solía sentarse a
escribir cartas o a charlar, porque ella se cuidaba mucho de
parecer muy ocupada cuando él aparecía, para evitarlo, para fingir
que no lo veía. Luego él volvía a ser suave como la seda, afable,
cortés, e intentaba congraciarse con ella. A pesar de todo,
ella mantenía las distancias, y ahora le tocaba a ella durante un
periodo breve exhibir algunos de esos orgullos y aires que eran
la consecuencia de su belleza, de los que, en general,
prescindía por completo; volvía la cabeza, miraba por encima del
hombro; siempre con alguna Minta, Paul o William Bankes junto a ella.
Al cabo del tiempo, siempre él fuera del grupo, la viva
imagen
de un lobo hambriento (Lily salió del jardín, se acercó a
mirar los escalones de la sala, se acercó a la ventana, donde lo vio
en aquella ocasión), él pronunciaba el nombre de ella, sólo una
vez, en todo parecido a un lobo que aullase en medio de la nieve,
pero ella seguía resistiéndose; lo repetía, y esta vez algo
en el tono la afectaba a ella, y se acercaba a él, dejándolos a
todos de repente, y desaparecían entre los perales, los repollos y
las frambuesas. Y lo solucionaban juntos. Pero ¿con qué
gestos?, ¿con qué palabras? Tal era la dignidad que
caracterizaba su relación que, desentendiéndose, Paul, Minta y ella
escondían su curiosidad y su malestar, y comenzaban a cortar flores,
a jugar con el balón, o a charlar, hasta que llegara la hora de la
cena; y entonces volvían los dos como si nada hubiera pasado, él en
un extremo de la mesa, ella en el otro.
«¿Cómo
es que no os interesa a ninguno la botánica...? Con esos brazos y
piernas, ¿por qué no ...?» Así es como hablaban
ordinariamente, riéndose, entre los niños. Todo volvía a ser
como siempre, excepto por algún que otro mínimo temblor, como
de una hoja al viento, que fuera y viniera entre ellos, como si
la estampa de costumbre de los niños sentados en torno a los platos
de sopa se hubiera remozado a sus ojos tras pasar aquella hora
entre peras y repollos. Mrs. Ramsay, pensaba Lily, miraba de forma
especial, aunque fugazmente, a Prue. Allí estaba sentada, una
hermana más entre hermanos, siempre tan atareada; procurando,
al parecer, que nada saliera mal, apenas hablaba. ¡Cómo se habrá
enfadado consigo misma por lo de la tijereta en la leche! ¡Qué
pálida se había quedado cuando Mr. Ramsay arrojó el plato zumbando
a través de la ventana! ¡Cómo sufría en los intervalos de
silencio que había entre ellos! En todo caso su madre parecía
estar intentando consolarla ahora, le confirmaba que todo estaba
bien, le prometía que cualquier día de éstos ella obtendría una
felicidad idéntica. Sin embargo, menos de un año había
disfrutado de esa clase de felicidad.
Había
dejado caer las flores de la cesta, pensaba Lily, entrecerrando
los ojos, retrocediendo como si fuera a mirar el cuadro, al que
no tocaba, sin embargo, con todas sus facultades como en trance,
helada la superficie, pero moviéndose algo por debajo con gran
velocidad.
Había
dejado caer las flores de la cesta, las arrojó y esparció por
el jardín, y, con desgana y titubeante, pero sin preguntas ni
quejas -¿no poseía la facultad de obedecer los dictados de la
perfección?-, se fue. Campo abajo, cruzando los valles, blanca,
adornada con flores, así es como le habría gustado pintarla.
Las olas sonaban con agrio ruido en las rocas bajo ella. Se fueron,
los tres juntos, Mrs. Ramsay iba a la cabeza, caminando más
aprisa que los demás, como si confiara en ver a alguien a la
vuelta de la esquina.
De
repente, la ventana a la que miraba se iluminó con alguna luz
que se había encendido en el interior. Por fin había entrado
alguien en la sala, alguien se había sentado en el sillón. Por
el amor de Dios, rogaba, que se quede ahí en el sillón, y que no se
sienta obligado a venir a hablar conmigo. Misericordiosamente,
quienquiera que fuese se había quedado en el interior, y se había
acomodado de forma que por una verdadera suerte proyectaba una
sombra en forma de triángulo irregular sobre el escalón. Alteraba
un tanto la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser
útil. Estaba volviéndole la inspiración. Tenía que seguir
mirando, sin relajar ni un segundo la intensidad de la emoción, la
determinación de no dejarse desanimar, de no dejarse engañar. Había
que sujetar la escena, así, como si estuviera en un tomo de
ebanista, y no podía consentir que nada lo estropeara. Lo que quería
una, pensaba, cogiendo intencionadamente pintura con el pincel, era
mantenerse a la altura de las experiencias ordinarias de la vida,
sentir sencillamente que esto es una silla, que eso es una mesa, y,
sin embargo, a la vez, quería sentir: Esto es un milagro, es un
éxtasis. Quizá después de todo podría resolverse el
problema. Ay, pero ¿qué es lo que había sucedido? Una sombra
blanca había pasado por el cristal de la ventana. El viento debió
de haberse movido en el interior de la habitación. Le dio un
salto el corazón, y se apoderaron de ella los nervios, se sintió
mal.
«¡Mrs.
Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», gritaba, sintiendo que volvía a ella el
antiguo horror: querer y querer y no tener. ¿Es que aún tenía ese
poder? Luego, al calmarse, tranquilamente, también eso se convirtió
en parte de la vida cotidiana, estaba a la altura de la silla, de la
mesa. Mrs. Ramsay -era eso parte de la perfecta benevolencia con
la que siempre había considerado a Lily- se sentaba allí con
toda sencillez, en el sillón; las agujas destellaban de vez en
cuando, tejía el calcetín de color castaño rojizo, proyectaba una
sombra sobre el escalón. Allí es donde se sentaba.
Como
si tuviera algo más que pudiera compartir, pero apenas fuera capaz
de dejar el caballete, tan absorta estaba en las ideas que ocupaban
su cabeza, por causa de lo que estaba viendo, Lily fue más allá de
donde estaba Mr. Carmichael, con el pincel, hasta el borde del
jardín. ¿Dónde estaba la barca en estos momentos? ¿Mr.
Ramsay? Lo necesitaba.
12
Mr.
Ramsay casi había acabado el libro. Sobrevolaba la página la
mano, como si aguardara para descender el momento preciso en que
hubiera terminado. Allí estaba sentado, sin sombrero, el viento lo
despeinaba, estaba francamente desprotegido. Parecía muy viejo.
Parecía, pensaba James, al ver la cabeza recortada contra el Faro, o
ante la inmensidad de las aguas que se perdían en el horizonte, como
una piedra en medio de la arena de la playa; parecía como si se
hubiera convertido físicamente en lo que en el fondo de sus mentes
ellos pensaban que era: en aquella soledad que era para ambos la
verdad más cierta.
Leía
con gran rapidez, como si tuviera ganas de llegar al final. A
decir verdad, estaban ya muy cerca del Faro. Ahí se erguía,
desnudo y derecho, deslumbrantemente blanco y negro, y podían
verse las olas deshaciéndose en agujas blancas, como cristal que se
arrojara contra las rocas. Veía una las ventanas con toda
claridad; una pincelada blanca en una de ellas, y una gavilla de
verde sobre la roca. Había salido un hombre que los miraba a través
de un catalejo, y había entrado de nuevo. Así que esto era,
pensaba James, el Faro que había estado viendo durante todos
estos años desde el otro lado de la bahía; era una torre desnuda
sobre una roca pelada. Le complacía. Confirmaba algún oscuro
sentimiento acerca de su propio carácter. Las ancianas, se decía,
pensando en el jardín de casa, estarían arrastrando las sillas
por el césped. La buena de Mrs. Beckwith, por ejemplo, siempre
estaba diciendo lo bonito que era esto, y lo bonito que era lo
otro, y que deberían estar contentos por poder ser tan felices,
pero, de hecho, james pensaba, mirando cómo se levantaba el Faro
sobre la roca, es así. Veía cómo su padre leía con pasión,
con las piernas recogidas. Compartían ese conocimiento.
«Navegamos en medio de una tempestad, nos hundimos», comenzó
a recitar para sí, murmurando, justo como lo hacía su padre.
Parecía
como si hiciera siglos que nadie hubiera hablado. Cam estaba cansada
de mirar hacia la mar. Pasaban flotando trocitos de corcho negro. Los
peces en el fondo de la barca estaban muertos. Pero su padre seguía
leyendo, y James lo miraba, y ella lo miraba, y habían prometido que
se enfrentarían con la tiranía hasta morir, pero él seguía
leyendo muy ajeno a lo que ellos pensaban. Así es como se escapa,
pensaba ella. Sí, con aquella frente despejada, la nariz
grande, manteniendo ante sí con firmeza aquel librito moteado, así
se escapaba. Ya podía uno pretender cogerlo, porque él, como un
pájaro, extendía las alas, se alejaba planeando, para posarse fuera
de tu alcance, sobre alguna estaca solitaria. Se quedó mirando la
inmensa extensión de agua. La isla se había convertido en algo
tan diminuto que apenas parecía una hoja ahora. Parecía el extremo
superior de una roca que corriera el peligro de ser cubierta por
una ola en cualquier momento. Sin embargo, era en esta minúscula
fragilidad donde había todos estos caminos, esas terrazas, estos
dormitorios; tantas cosas incontables. Pero como, justo antes de
dormir, las cosas se simplifican solas, de forma que sólo una, de
toda la miríada de detalles, tiene poder para hacerse valer; de
igual forma, creía, mirando soñolienta hacia la isla, todos esos
caminos y terrazas y dormitorios se desvanecían y
desaparecían, y no quedaba nada sino un incensario de color
azul celeste que se movía de un lado a otro en su mente. Era un
jardín colgante, era un valle, lleno de pájaros, de flores, de
antílopes... Se dormía.
-Vamos
-dijo Mr. Ramsay, cerrando el libro de repente.
-Vamos,
¿adónde?, ¿a qué extraordinaria aventura? Se despertó
sobresaltada. ¿A desembarcar en cualquier lugar, a subir a
cualquier lugar? Porque tras este inmenso silencio las palabras los
sobresaltaban. Pero era absurdo. Tenía hambre, había dicho él. Era
la hora del almuerzo. Además, mirad, había dicho. Ahí está
el Faro.
-Casi
hemos llegado.
a-Lo
está haciendo muy bien -dijo Macalister, alabando james-, la maneja
muy bien.
Pero
su propio padre nunca lo alababa, se dijo James de forma sombría.
Mr.
Ramsay abrió el paquete, repartió los emparedados. Ahora era feliz,
comiendo pan y queso con los pescadores. Le habría gustado vivir en
una casita de campo, holgazanear por la bahía, y escupir como los
demás marinos, pensaba James, viendo cómo partía el queso en
finas láminas amarillas con la navaja.
Está
bien, así es, pensaba Cam, mientras desprendía la cáscara del
huevo duro. Se sentía ahora como cuando entraba en el estudio, y los
mayores leían The Times. Ahora puedo seguir pensando en lo que
quiera, no me despeñaré por un barranco, ni me ahogaré,
porque está ahí, no me quita ojo, se dijo.
A
la vez navegaban tan aprisa junto a los acantilados que era
excitante, parecía como si estuvieran haciendo dos cosas a la vez;
comían unos emparedados al sol aquí, y se dirigían a puerto en
medio de una gran tormenta, tras haber naufragado. ¿Durará el
agua? ¿Durarán las provisiones?, se preguntaba, contándose un
cuento, pero muy consciente a la vez de la verdad.
Pronto
llegarían, le decía Mr. Ramsay al bueno de Macalister, pero
sus hijos verían cosas sorprendentes. Macalister dijo que había
cumplido setenta y cinco en marzo; Mr. Ramsay tenía setenta y
uno. Macalister dijo que nunca había ido al médico, que tenía la
dentadura completa. Y así es como me gustaría que vivieran mis
hijos: Cam estaba segura de que eso es lo que estaba pensando su
padre, porque le dijo que dejara de arrojar migas del emparedado a la
mar, y añadió, como si estuviera pensando en los pescadores y en
sus hábitos, que si no lo quería, lo que tenía que hacer era
volver a envolverlo. No debía desperdiciarlo. Lo dijo con un
conocimiento tan seguro, como si tuviera conocimientos precisos
acerca de todo lo que ocurría en el mundo, que lo guardó al
momento, y entonces él le dio, de su propia bolsa, un pastelillo
de jengibre, como si fuera un noble español que ofreciera una
flor a una dama en la reja (tan floridos eran sus modales). Pero
era un hombre descuidado, sencillo, que comía pan con queso; y no
obstante era el guía de una expedición en la que, por lo que ella
sabía, podían ahogarse.
-Ahí
se hundió -dijo de repente el hijo de Macalister.
-Hubo
tres ahogados en este mismo sitio en el que estamos -dijo el
viejo. Él mismo los había visto agarrados al palo mayor. James y
Cam temían que Mr. Ramsay, que miraba al sitio que señalaban,
estuviera a punto de empezar a declamar:
Pero
un mar más airado me acogió a mí.
Si
lo hiciera, no lo soportarían, empezarían a chillar, no podrían
soportar otro estallido de aquella pasión que hervía en su
interior; pero ante su sorpresa, lo único que dijo fue: «¡Ah!»,
como si estuviera pensando: ¿Por qué armar tanto jaleo por esto? Es
natural que los hombres se ahoguen en las tormentas, pero es un
asunto sencillo, y en el fondo de la mar (sacudía las migas del
emparedado sobre ellos), después de todo, no había mas que agua.
Luego, tras haber encendido la pipa, sacó el reloj. Lo miró
con atención, como si hiciera, quizá, algún cálculo
aritmético. Y exclamó con expresión triunfal:
-¡Muy
bien! James los había llevado como un piloto profesional.
¡Vaya!,
pensaba Cam, dirigiéndose en silencio a James. Al final te has
salido con la tuya. Porque sabía que esto es lo que había estado
deseando James, y sabía que ahora que lo tenía estaba tan contento
que no la miraría a ella, ni a su padre, ni a nadie. Estaba sentado
con la mano en la barra del timón, atento, con aspecto hosco,
fruncía levemente el entrecejo. Estaba tan contento que no le dejaba
ni a ella ni a nadie que le quitaran ni un gramo de satisfacción. Su
padre lo había alabado. Tenía que pensar que le era indiferente.
Pero te has salido con la tuya, pensaba Cam.
Habían
cambiado la derrota, navegaban ahora rápidamente, con ligereza,
sobre largas olas que se reemplazaban con un movimiento extrañamente
armónico y excitante, junto al acantilado. A la izquierda se veía
una hilera de piedras de color pardo bajo el agua, el agua se
hacía más transparente, algunas rocas eran verdes; sobre una,
una roca más alta, había una ola que rompía sin cesar, y brotaba
una columna de gotas que caían como una ducha. Se escuchaba el
pías de la ola, y el rumor de las gotas que caían, y una especie de
rumor y siseo de las olas que rodaban, jugaban y salpicaban las
rocas, como si fueran animales salvajes libres, que perpetuamente
corrieran y jugaran de esta forma.
Ahora
se veían dos hombres en el Faro, los observaban, se disponían a
recibirlos.
Mr.
Ramsay se abotonó el abrigo, se subió los bajos de los pantalones.
Cogió el paquete grande, mal envuelto, con papel de estraza, el
que había preparado Nancy, se sentó con él en las rodillas. Así,
dispuesto a desembarcar, se sentó mirando hacia atrás, a la
isla. Su mirada penetrante quizá podía ver con claridad la forma
diminuta, semejante a una hoja, que se erguía sobre un plato dorado.
¿Qué es lo que veía?, se preguntaba Cam. Todo era confuso
para ella. ¿En qué estaría pensando ahora?, se preguntaba. ¿Qué
buscaba, tan decidido, tan tenaz, tan callado? Lo observaban,
ambos, sentado con la cabeza descubierta, con el paquete sobre las
rodillas, mirando fijamente, sin desviar la mirada, la frágil sombra
azul que parecía como el vapor de algo que se hubiera quemado.
¿Qué quieres?, les gustaría preguntarle. Ambos querían decir:
Pídenos, y te lo daremos. Pero no les pidió nada. Se quedó
sentado, mirando la isla, y podría estar pensando: Morimos, a solas
cada uno, o podría estar pensando: He llegado. Lo he hallado;
pero no dijo nada.
Se
puso el sombrero.
-Traed
esos paquetes -dijo, señalando con un movimiento de la cabeza
hacia las cosas que había preparado Nancy para que llevaran al Faro.
-Los
paquetes para los del Faro -dijo. Se levantó y se dirigió a la
proa de la barca, erguido, alto, y tal parecía como si, pensaba
james, estuviera diciendo: «Dios no existe»; y Cam pensaba, parece
como si fuera a dar un salto en el vacío; ambos se levantaron
para saltar tras él; saltó, con ligereza, como un joven, con
el paquete; llegó a la piedra.
13
«Debe
de haber llegado», dijo Lily Briscoe en voz alta, sintiéndose
de repente muy cansada. Porque el Faro era ahora casi invisible, casi
se había disuelto en una niebla azul, y el esfuerzo de fijar la
mirada en él, y el esfuerzo de imaginárselo desembarcando
allí, que parecían ser ambos el mismo esfuerzo, habían
cansado su cuerpo y su mente de forma extraordinaria. Ah, sí,
pero se sentía aliviada. Fuera lo que fuera lo que hubiera
querido darle por la mañana, cuando se separó de ella, al final se
lo había dado.
«Ha
desembarcado -se dijo en voz alta-. Ha concluido.» Entonces, el
bueno de Mr. Carmichael, avanzando como una ola, resoplando
ligeramente, con el aspecto de un viejo dios pagano, descuidado, con
algas en el pelo y el tridente en la mano (en realidad, una
novela francesa), se acercó donde ella. Se quedó junto a ella,
al borde del jardín, apenas moviéndose, y dijo, haciendo una
visera con la mano sobre los ojos:
-Ya
habrán desembarcado -ella pensaba que tenía razón. No
necesitaban hablar. Habían estado pensando en lo mismo, y él le
había respondido sin necesidad de hacer la pregunta. Se quedó allí,
extendiendo las manos sobre las debilidades y el sufrimiento de
la humanidad; pensaba que él observaba, de forma tolerante,
compasiva, este destino final. Ha cumplido, pensaba ella, cuando cayó
blandamente la mano de él, como si hubiera visto que el hubiera
dejado caer desde su altura enorme un ramo de violetas y asfódelos
que, tras revolotear lentamente, yacieran finalmente sobre la tierra.
Rápidamente,
como si algo se lo hubiera recordado, se volvió hacia el lienzo. Ahí
estaba, el cuadro. Sí, eran todos azules y verdes, con líneas que
se prolongaban, se cruzaban, que pretendían algo. Lo colgarán en
alguna buhardilla, pensaba, lo destruirán. Pero, y eso, ¿qué
importaba?, se preguntó, mientras cogía el pincel de nuevo.
Miró otra vez a los peldaños: estaban vacíos; miró hacia el
lienzo: era borroso. Con repentina deliberación, como si durante un
segundo hubiera visto con absoluta claridad, trazó una línea, en
medio. Estaba hecho, había terminado. Sí, pensó, dejando el
pincel, extraordinariamente fatigada, ésta ha sido mi visión.