LAS PERSIANAS
Mario Benedetti
Marcelo llegó como todas las noches a su aparta-
mento de solo. Lentamente se fue despojando: so-
bre la mesita dejó el llavero, el bolígrafo, los lentes,
la billetera, la cajita de preservativos [siempre lleva-
ba una, por las dudas, aunque por lo general acaba-
ba rota o arrugada, de tanto vegetar en el bolsillito
delantero del pantalón], el portafolios, el peine, el
reloj con almanaque, el escarbadientes de plástico,
las pastillas de pepsina y pancreatina, el pañuelo, la
cédula de identidad con su cara de pocos amigos.
Había en el ambiente un tufo bien espeso, así que
puso en marcha el acondicionador de aire, no en el
punto más violento [siempre que lo ponía, acababa
resfriándose] sino en el más suave y silencioso. Se
quitó el saco y la corbata, se arremangó la camisa.
Abrió la ventana. Desde el exterior venía un vaho
caliente. Miró hacia el otro bloque del edificio. Casi
todas las ventanas y persianas estaban cerradas. Le
costó bastante cerrar las persianas. Voy a tener que
cambiarle la falleba.
Sumando los dos bloques, el edificio tenía 64
apartamentos. En realidad, él tenía poca o ninguna
relación con los otros habitantes. A veces, cuando
asistía a la asamblea de propietarios, conversaba
cinco minutos con uno u otro, los suficientes para
ofrecer o aceptar un cigarrillo o lamentarse juntos
por el calamitoso estado de las cañerías.
Sabía, eso sí [se enteró por azar] que en un apar-
tamento del otro bloque, precisamente el que que-
daba frente al suyo, vivía una mujer sola, ya madura
pero todavía muy presentable. En las asambleas la
llamaban señora Galván. Nunca se encontraban
en el ascensor, ya que cada bloque tenía su ascen-
sor propio, pero en alguna rara ocasión habían
coincidido en el ritual de abrir o cerrar ventanas y
persianas, y se habían saludado con un discreto mo-
vimiento de las cabezas: semicalva la de él, pelirroja
la de ella.
Marcelo encendió el televisor y empezó a recorrer
los canales. En el primero, una parejita rubia y casi
etérea corría grácilmente en la mitad primaveral de
un bosque, para concluir, al cabo de los treinta se-
gundos de rigor, en la oferta de un shampoo sin lu-
gar a dudas maravilloso. [La noche anterior había
visto, en un comercial de botas y botitas, la mitad
invernal del mismo bosque.] Otro canal: la pantera
rosa. Cambio urgente. Ahora un señor gordito, con
voz de falsete, entrevista compulsivamente a un es-
pigado industrial que maneja como un prócer los
monosílabos. Es obvio que el gordito se siente frus-
trado ante ese laconismo que no figuraba en sus
planes. En su desesperación, formula preguntas
cada vez más largas y complejas, pero el industrial
sigue respondiendo con monosílabos que, aunque
esto suene a disparate, son cada vez más breves. Un
alevoso primer plano muestra la frente del gordito
[¿cómo dicen los cronistas de boxeo?], ah sí, per-
lada de sudor. Marcelo quisiera sentir piedad pero
no puede, y acude esperanzado al próximo canal.
Teleteatro, por fin. Elige conscientemente la pro-
puesta. Nunca pudo evitar que lo fascinaran esos
forcejeos sentimentales, a cuál más gelatinoso. Ya
ha aprendido el secreto. De marzo a octubre todos
los amores son no correspondidos, pero a principios
de noviembre ya la mayoría de ellos empiezan a co-
rresponderse. Y es lógico, porque la telenovela debe
concluir, antes de Navidad, con un desenlace edifi-
cante. Marcelo hace una prueba que otras noches le
ha resultado entretenida. Baja el sonido del televisor
y comienza a imaginar los diálogos. El actor está un
poco tieso, recostado en la pared de utilería [quizá
la aparente tiesura sólo sea miedo a un posible de-
rrumbe] y la expresión de la actriz, que está a un
metro y medio de distancia, es de gran exaltación.
Las palabras que, en su pasatiempo, coloca Marcelo
en labios del actor, son de persuasiva conquista. Las
que luego pone en boca de la actriz son de angustio-
so y progresivo acatamiento. Qué pasión, carajo. La
muchacha se acerca prometedora al hombre que,
canchero, no mueve ni el meñique; tan sólo mira.
Ya está, piensa Marcelo, ahora se abrazan. Pero no.
La bofetada fue tan tremenda que, aun sin sonido, a
Marcelo le pareció sentirla. Una cosa por lo menos
está clara: yo jamás serviría para libretista de televi-
sión.
Como tratamiento homeopático de alienación,
ya es suficiente. Así que apaga el televisor. Sin la
combustión de santa ira que propagaba la pan-
tallita, el ambiente parece ahora más fresco. Marcelo
se desviste, se ducha en silencio [años atrás habría
cantado El último organito, ideal para acompañar el
enjuague]. Vuelve así, desnudo, al ambiente único,
secándose aún con la toalla a cuadros.
Se enfrenta al espejo del placard y, como siem-
pre, la imagen de su propia panza lo desalienta. Ya
no sabe qué dejar de comer y de beber: suspendió
el pan, las bebidas gasificadas, ¡los ravioles!, la sal,
los postres. Todo en vano. La cintura apenas dismi-
nuyó tres centímetros en cinco meses. Cinco meses
que fueron, en cuanto a alimentación, los más abu-
rridos de sus treinta y nueve años. En ese preciso
instante decide que el sacrificio no vale la pena, y
para mañana se promete un almuerzo con pastas,
vino tinto y copa melba. Reconoce que la decisión
es cobarde pero también estimulante.
Nuevamente se mira al espejo, y le parece notar
cierto bultito en la ingle. Se acerca más al espejo
pero no alcanza a distinguir de qué se trata, ya que
esa zona está cubierta de vello. Entonces se coloca
los anteojos y vuelve a examinarse: eh, es algo así
como un forúnculo todavía inmaduro. Se tranquiliza.
De frente a la ventana cerrada hace ejercicios res-
piratorios durante cinco minutos. Luego los suspen-
de porque no quiere sudar. Hace ademán de poner-
se el pijama, pero desiste. Con este calor será mejor
dormir desnudo. Enciende la radio portátil y suena
el viejo y querido bandoneón de Troilo. Como bur-
lándose de sí mismo, baila unos pasos de tango
[¡qué desastre!], así como está, solo y desnudo, con
cortes y todo.
Pero el bandoneón deja paso al informativo gi-
gante [¿cómo será un informativo enano?] y por
ahora las noticias no son bailables. Puede que lo
sean cuando muera Franco, pero ¿morirá? Entonces
se acuesta, lee un rato, pero este Séptimo Círculo no
es muy entretenido. Apronta el despertador, apaga
la portátil y trata de dormir. Entonces llega el consa-
bido calambre del pie izquierdo. Los dedos se le en-
cogen, como si quisieran pellizcar la sábana. Putea
un poco, con la escasa convicción de quien no tiene
destinatario a la vista. No hay otro remedio que en-
cender la luz, levantarse, saltar en un solo pie, abso-
lutamente ridículo, masajearse durante un largo rato
la zona acalambrada hasta que los cinco ganchos
vuelven a ser dedos.
Otra vez se acuesta, y ahora sí se duerme ense-
guida, como escurriéndole el bulto al próximo ca-
lambre. La pesadilla no es demasiado terrible: él ca-
mina por un puente que no está sobre un río sino
sobre la tierra, y abajo, junto a un arbusto rojizo,
está Mabel, su antigua novia de provincia; él quiere
gritarle, llamarla, pero aunque mueve los labios no
le sale la voz; ella mira obstinadamente a otra parte,
como buscando o esperando a alguien que, por su-
puesto, no es él.
No lo sacude el despertador; en realidad lo des-
pierta la luz del nuevo día. En un primer instante
cree estar despertando de una larga siesta, pero en-
seguida advierte su error y se sobresalta cuando
comprende cuál es la causa de tanta luz: las persia-
nas están abiertas, o mejor dicho se abrieron des-
pués que él las cerró [esa falleba de mierda]. Vale
decir [y aquí el respingo es mayor] que todas sus
boludeces de la víspera, o sea la búsqueda del
forúnculo, los pasos de tango, los ejercicios respira-
torios, los saltitos cuando el calambre, todo eso
pudo ser visto por la vecina de enfrente. Ya se ima-
gina a la señora Galván telefoneando al mediodía a
sus buenas amigas: ¿Vos podrás creer que anoche
había un tipo en pelota en el apartamento de en-
frente? ¡No te imaginás todo lo que hizo! Bailó, sal-
tó, y se revolvía los pelos ahí adelante... ¿enten-
dés? Y la amiga le diría: ¿No será un exhibicionis-
ta? Y la señora Galván dirá que no, que ella lo co-
noce [sólo de vista, claro] y es un tipo serio, ya gran-
de. Y la amiga le dirá que ésos son los peores. Ajá.
Pero ¿y si la señora Galván dice que no lo había
pensado pero que efectivamente puede ser un exhi-
bicionista, con qué cara va a mirarla de ahora en
adelante? Porque una cosa es desnudarse, y desnu-
dar a una linda hembrita, así es bárbaro, pero que
semejante pelotudo brinde un estúpido show con
las persianas abiertas, eso le parece sencillamente
una porquería.
Se viste rápidamente, se lava la cara y los dientes.
En verano siempre prefiere bañarse de noche. Ade-
más quiere salir lo más temprano posible, a fin de
no encontrarse en el hall del edificio con la señora
Galván. Antes de salir, casi cierra las persianas.
¿Para qué? Tarde piaste.
Baja en el ascensor número dos, pero al abrir la
puerta en planta baja, ve a la señora Galván. Evi-
dentemente, el encuentro para ella es un shock.
Marcelo, por su parte, no la puede mirar de frente.
Pide permiso y se queda unos minutos en la puerta
de la calle, esperando a nadie. La mujer permanece
un momento junto a la puerta del ascensor. Lo mira,
pero cuando le parece advertir que Marcelo también
la mira o va a mirarla, entonces aparta la vista. Por
fin Marcelo percibe que ella va a acercarse. Está a
punto de huir despavorido, pero prefiere aclarar la
situación. Hay que cortar por lo sano.
La señora Galván se para junto a él: Señor,
quiero decirle que comprendo perfectamente que
usted esté asombrado, estupefacto, y hasta que no
me mire, y apenas me salude. ¿Yo?, balbucea
Marcelo. Sí, usted. Pero no quiero que piense mal
de mí. Soy una distraída, eso lo admito, pero nada
más, ¿sabe? Yo tenía la secreta esperanza de que
usted no se hubiera dado cuenta. Pero su actitud es
demasiado elocuente, señor. Y aunque usted tiene
todo el derecho de pensar que soy una fresca o una
mentirosa, le aseguro que anoche yo creí que había
cerrado mis persianas.