Homero
LA
ODISEA
Canto
I.
Los dioses deciden en asamblea el retorno de Odiseo
Canto
II.
Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Itaca
Canto
III.
Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre
Canto
IV.
Telémaco viaja a Esparta para informarse sobre su padre
Canto
V.
Odiseo llega a Esqueria de los feacios
Canto
VI. Odiseo y Nausícaa
Canto
VII. Odiseo en el palacio de Alcínoo
Canto
VIII. Odiseo agasajado por los feacios
Canto
IX. Odiseo cuenta sus aventuras: los Cicones, los Lotófagos, los
Cíclopes
Canto
X.
La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera
Canto
X1. Descensus
ad inferos
Canto
XII. Las Sirenas. Ercila y Caribdis. La isla del Sol.Ogigia
Canto
XIII. Los feacios despiden a Odiseo. Llegada a Itaca
Canto
XIV. Odiseo en la majada de Eumeo
Canto
XV. Telémaco regresa a Itaca
Canto
XVI. Telémaco reconoce a Odiseo
Canto
XVII. Odiseo mendiga entre los pretendientes
Canto
XVIII. Los pretendientes vejan a Odiseo
Canto
XIX. La esclava Euriclea reconoce a Odiseo
Canto
XX. La última cena de los pretendientes
Canto
XXI. El certamen del arco
Canto
XXII. La venganza
Canto
XXIII.
Penélope reconoce a Odiseo
Canto
XXIV.
El pacto
CANTO
I
LOS
DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA
EL
RETORNO DE ODISEO
Cuéntame,
Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que
anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;
vió
muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y
dolores sufrió sin cuento en el mar tratando
de
asegurar la vida y el retorno de sus compañeros.
Mas
no consiguió salvarlos, con mucho quererlo,
pues
de su propia insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas!
de Hiperión Helios las vacas comieron,
y
en tal punto acabó para ellos el día del retorno.
Diosa,
hija de Zeus, también a nosotros,
cuéntanos
algún pasaje de estos sucesos.
Ello
es que todos los demás, cuantos habían escapado a la amarga muerte,
estaban en casa, dejando atrás la guerra y el mar. Sólo él estaba
privado de regreso y esposa, y lo retenía en su cóncava cueva la
ninfa Calipso, divina entre las diosas, deseando que fuera su esposo.
Y
el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel en
el que los dioses habían hilado que regresara a su casa de Itaca, ni
siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni cuando estuvo ya con
los suyos. Todos los dioses se compadecían de él excepto Poseidón,
quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta que
llegó a su tierra.
Pero
había acudido entonces junto a los Etiopes que habitan lejos (los
Etiopes que están divididos en dos grupos, unos donde se hunde
Hiperión y otros donde se levanta), para asistir a una hecatombe de
toros y carneros; en cambio, los demás dioses estaban reunidos en el
palacio de Zeus Olímpico. Y comenzó a hablar el padre de hombres y
dioses, pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien
acababa de matar el afamado Orestes, hijo de Agamenón. Acordóse,
pues, de éste, y dijo a los inmortales su palabra:
«¡Ay,
ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen,
proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan
dolores más allá de lo que les corresponde. Así, ahora Egisto ha
desposado cosa que no le correspondía a la esposa legítima del
Atrida y ha matado a éste al regresar; y eso que sabía que moriría
lamentablemente, pues le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al
vigilante Argifonte, que no le matara ni pretendiera a su esposa.
"Que habrá una venganza por parte de Orestes cuando sea mozo y
sienta nostalgia de su tierra." Así le dijo Hermes, mas con
tener buenas intenciones no logró persuadir a Egisto. Y ahora las ha
pagado todas juntas.»
Y
le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre
nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, ¡claro que aquél
yace víctima de una muerte justa!, así perezca cualquiera que
cometa tales acciones. Pero es por el prudente Odiseo por quien se
acongoja mi corazón, por el desdichado que lleva ya mucho tiempo
lejos de los suyos y sufre en una isla rodeada de corriente donde
está el ombligo del mar. La isla es boscosa y en ella tiene su
morada una diosa, la hija de Atlante, de pensamientos perniciosos, el
que conoce las profundidades de todo el mar y sostiene en su cuerpo
las largas columnas que mantienen apartados Tierra y Cielo. La hija
de éste lo retiene entre dolores y lamentos y trata continuamente de
hechizarlo con suaves y astutas razones para que se olvide de Itaca;
pero Odiseo, que anhela ver levantarse el humo de su tierra, prefiere
morir. Y ni aun así se te conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que
no te era grato Odiseo cuando en la amplia Troya te sacrificaba
víctimas junto a las naves aqueas? ¿Por qué tienes tanto rencor,
Zeus?»
Y
le contestó el que reúne las nubes, Zeus:
«Hija
mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Cómo
podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo, quien sobresale entre
los hombres por su astucia y más que nadie ha ofrendado víctimas a
los dioses inmortales que poseen el vasto cielo? Pero Poseidón, el
que conduce su carro por la tierra, mantiene un rencor incesante y
obstinado por causa del Cíclope a quien aquél privó del ojo,
Polifemo, igual a los dioses, cuyo poder es el mayor entre los
Cíclopes. Lo parió la ninfa Toosa, hija de Forcis, el que se cuida
del estéril mar, uniéndose a Poseidón en profunda cueva. Por esto,
Poseidón, el que sacude la tierra, no mata a Odiseo, pero lo hace
andar errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pensemos
todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que vuelva. Y
Poseidón depondrá su cólera; que no podrá él solo rivalizar
frente a todos los inmortales dioses contra la voluntad de éstos.»
Y
le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre
nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, si por fin les cumple
a los dioses felices que regrese a casa el muy astuto Odiseo,
enviemos enseguida a Hermes, al vigilante Argifonte, para que anuncie
inmediatamente a la Ninfa de lindas trenzas nuestra inflexible
decisión: el regreso del sufridor Odiseo. Que yo me presentaré en
Itaca para empujar a su hijo y ponerle valor en el pecho a que
convoque en asamblea a los aqueos de largo cabello a fin de que
pongan coto a los pretendientes que siempre le andan sacrificando
gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas. Lo enviaré
también a Esparta y a la arenosa Pilos para que indague sobre el
regreso de su padre, por si oye algo, y para que cobre fama da
valiente entre los hombres.»
Así
diciendo, ató bajo sus pies las hermosas sandalias inmortales,
doradas, que la suelen llevar sobre la húmeda superficie o sobre
tierra firme a la par del soplo del viento. Y tomó una fuerte lanza
con la punta guarnecida de agudo bronce, pesada, grande, robusta, con
la que domeña las filas de los héroes guerreros contra los que se
encoleriza la hija del padre Todopoderoso. Luego descendió
lanzándose de las cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de
Itaca sobre el pórtico de Odiseo, en el umbral del patio. Tenía
entre sus manos una lanza de bronce y se parecía a un forastero, a
Mentes, caudillo de los tafios.
Y
encontró a los pretendientes. Éstos complacían su ánimo con los
dados delante de las puertas y se sentaban en pieles de bueyes que
ellos mismos habían sacrificado. Sus heraldos y solícitos
sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua en las
cráteras, y los otros en limpiar las mesas con agujereadas esponjas;
se las ponían delante y ellos se distribuían carne en abundancia.
El primero en ver a Atenea fue Telémaco, semejante a un dios; estaba
sentado entre los pretendientes con corazón acongojado y pensaba en
su noble padre: ¡ojalá viniera e hiciera dispersarse a los
pretendientes por el palacio!, ¡ojalá tuviera él sus honores y
reinara sobre sus posesiones! Mientras esto pensaba sentado entre los
pretendientes, vió a Atenea. Se fue derecho al pórtico, y su ánimo
rebosaba de ira por haber dejado tanto tiempo al forastero a la
puerta. Se puso cerca, tomó su mano derecha, recibió su lanza de
bronce y le dirigió aladas palabras:
«Bienvenido,
forastero, serás agasajado en mi casa. Luego que hayas probado del
banquete, dirás qué precisas.»
Así
diciendo, la condujo y ella le siguió, Palas Atenea. Cuando ya
estaban dentro de la elevada morada, llevó la lanza y la puso contra
una larga columna, dentro del pulimentado guardalanzas donde estaban
muchas otras del sufridor Odiseo. La condujo e hizo sentar en un
sillón y extendió un hermoso tapiz bordado; y bajo sus pies había
un escabel. Al lado colocó un canapé labrado lejos de los
pretendientes, no fuera que el huésped, molesto por el ruido, no se
deleitara con el banquete alcanzado por sus arrogancias y para
preguntarle sobre su padre ausente. Y una esclava derramó sobre
fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro,
para que se lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. Luego
la venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió
abundantes piezas escogidas, favoréciéndole entre los que estaban
presentes. El trinchante les ofreció fuentes de toda clase de carnes
que habían sacado del trinchador y a su lado colocó copas de oro. Y
un heraldo se les acercaba a menudo y les escanciaba vino.
Luego
entraron los arrogantes pretendientes y enseguida comenzaron a
sentarse por orden en sillas y sillones. Los heraldos les derramaron
agua sobre las manos, las esclavas amontonaron pan en las canastas y
los jóvenes coronaron de vino las cráteras. Y ellos echaron mano de
los alimentos que tenían dispuestos delante. Después que habían
echado de sí el deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el
canto y la danza, pues éstos son complementos de un banquete; así
que un heraldo puso hermosa cítara en manos de Femio, quien cantaba
a la fuerza entre los pretendientes, y éste rompió a cantar un
bello canto acompañándose de la cítara.
Entonces
Telémaco se dirigió a Atenea, de ojos brillantes, y mantenía cerca
su cabeza para que no se enteraran los demás:
«Forastero
amigo, ¿vas a enfadarte por lo que te diga? Éstos se ocupan de la
cítara y el canto ¡y bien fácilmente!, pues se están comiendo sin
pagar unos bienes ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos ya se
están pudriendo bajo la acción de la lluvia, tirados sobre el
litoral, o los voltean las olas en el mar. ¡Si al menos lo vieran de
regreso a Itaca...! Todos desearían ser más veloces de pies que
ricos en oro y vestidos. Sin embargo, ahora ya está perdido de
aciago destino, y ninguna esperanza nos queda por más que alguno de
los terrenos hombres asegure que volverá. Se le ha acabado el día
del regreso.
«Pero,
vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿quién, de dónde eres
entre los hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿en qué
nave has llegado?, ¿cómo te han conducido los marineros hasta Itaca
y quiénes se precian de ser? Porque no creo en absoluto que hayas
llegado aquí a pie. Dime también con verdad, para que yo lo sepa,
si vienes por primera vez o eres huésped de mi padre; que muchos
otros han venido a nuestro palacio, ya que también él hacía
frecuentes visitas a los hombres.»
Y
Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
«Claro
que te voy a contestar sinceramente a todo esto. Afirmo con orgullo
ser Mentes, hijo de Anquíalo, y reino sobre los tafios, amantes del
remo. Ahora acabo de llegar aquí con mi nave y compañeros navegando
sobre el ponto rojo como el vino hacia hombres de otras tierras; voy
a Temesa en busca de bronce y llevo reluciente hierro. Mi nave está
atracada lejos de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies del
boscoso monte Neyo. Tenemos el honor de ser huéspedes por parte de
padre; puedes bajar a preguntárselo al viejo héroe Laertes, de
quien afirman que ya no viene nunca a la ciudad y sufre penalidades
en el campo en compañía de una anciana sierva que le pone comida y
bebida cuando el cansancio se apodera de sus miembros, de recorrer
penosamente la fructífera tierra de sus productivos viñedos.
«He
venido ahora porque me han asegurado que tu padre estaba en el
pueblo. Pero puede que los dioses lo hayan detenido en el camino,
porque en modo alguno esta muerto sobre la tierra el divino Odiseo,
sino que estará retenido, vivo aún, en algún lugar del ancho mar,
en alguna isla rodeada de corriente donde lo tienen hombres crueles y
salvajes que lo sujetan contra su voluntad.
«Así
que te voy a decir un presagio porque los inmortales lo han puesto en
mi pecho y porque creo que se va a cumplir, no porque yo sea adivino
ni entienda una palabra de aves de agüero: ya no estará mucho
tiempo lejos de su tierra patria, ni aunque lo retengan ligaduras de
hierro. Él pensará cómo volver, que es rico en recursos.
«Pero,
vamos, dime e infórmame con verdad si tú, tan grande ya, eres hijo
del mismo Odiseo. Te pareces a aquél asombrosamente en la cabeza y
los lindos ojos; que muy a menudo nos reuníamos antes de embarcar él
para Troya, donde otros argivos, los mejores, embarcaron en las
cóncavas naves. Desde entonces no he visto a Odiseo, ni él a mí.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Desde
luego, huésped, te voy a hablar sinceramente. Mi madre asegura que
soy hijo de él; yo, en cambio, no lo sé; que jamás conoció nadie
por sí mismo su propia estirpe. ¡Ojalá fuera yo el hijo dichoso de
un hombre al que alcanzara la vejez en medio de sus posesiones! Sin
embargo, se ha convertido en el más desdichado de los mortales
hombres aquél de quien dicen que yo soy hijo, ya que me lo
preguntas.»
Y
Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
Seguro
que los dioses no te han dado linaje sin nombre, puesto que Penélope
te ha engendrado tal como eres. Conque, vamos, dime esto e infórmame
con verdad: ¿qué banquete, qué reunión es ésta y que necesidad
tienes de ella? ¿Se trata de un convite o de una boda?, porque
seguro que no es una comida a escote: ¡tan irrespetuosos me parece
que comen en el palacio, más de lo conveniente! Se irritaría viendo
tantas torpezas cualquier hombre con sentido común que viniera.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Huésped,
puesto que me preguntas esto a inquieres, este palacio fue en otro
tiempo seguramente rico a irreprochable mientras aquel hombre estaba
todavía en casa. Pero ahora los dioses han decidido otra cosa
maquinando desgracias; lo han hecho ilocalizable más que al resto de
los hombres. No me lamentaría yo tanto por él aunque estuviera
muerto, si hubiera sucumbido entre sus compañeros en el pueblo de
los troyanos o entre los brazos de los suyos, una vez que hubo
cumplido la odiosa tarea de la guerra. En este caso le habría
construido una tumba el ejército panaqueo y habría cosechado para
el futuro un gran renombre para su hijo. Sin embargo, las Harpías se
lo han llevado sin gloria; se ha marchado sin que nadie lo viera, sin
que nadie le oyera, y a mí sólo me ha legado dolores y lágrimas.
«Pero
no solo lloro y me lamento por aquél; que los dioses me han
proporcionado otras malas preocupaciones, pues cuantos nobles reinan
sobre las islas Duliquio, Same y la boscosa Zantez y cuantos
son poderosos en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan
mi casa. Ella ni se niega al odioso matrimonio ni es capaz de
ponerles coto, y ellos arruinan mi hacienda comiéndosela. Luego
acabarán incluso conmigo mismo.»
Y
le contestó, irritada, Palas Atenea:
«¡Ay,
ay, mucha falta te hace ya el ausente Odiseo!; que pusiera él sus
manos sobre los desvergonzados pretendientes. Pues si ahora, ya de
regreso, estuviera en pie ante el pórtico del palacio sosteniendo su
hacha, su escudo y sus dos lanzas tal como yo le vi por primera vez
en nuestro palacio bebiendo y gozando del banquete recién llegado de
Efira, del palacio de Mermérida... (había marchado allí Odiseo en
rápida nave para buscar veneno homicida con que untar sus broncíneas
flechas. Aquél no se lo dió, pues veneraba a los dioses que viven
siempre, pero se lo entregó mi padre, pues lo amaba en exceso). ¡Con
tal atuendo se enfrentara Odiseo con los pretendientes! Corto el
destino de todos sería y amargas sus nupcias. Pero está en las
rodillas de los dioses si tomará venganza en su palacio al volver o
no.
«En
cuanto a ti, te ordeno que pienses la manera de echar del palacio a
los pretendientes. Conque, vamos, escúchame y presta atención a mis
palabras: convoca mañana en asamblea a los héroes aqueos y hazles a
todos manifiesta tu palabra; y que los dioses sean testigos. Ordena a
los pretendientes que se dispersen a sus casas, y a tu madre.., si su
deseo la impulsa a casarse, que vuelva al palacio de su poderoso
padre; le prepararán unas nupcias y le dispondrán una dote
abundante, cuanta es natural que acompañe a una hija querida.
«A
ti, sin embargo, te voy a aconsejar sagazmente, por si quieres
obedecerme: bota una nave de veinte remos, la mejor, y marcha para
informarte sobre tu padre largo tiempo ausente, por si alguno de los
mortales pudiera decirte algo o por si escucharas la Voz que
viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias.
«Primero
dirígete a Pilos y pregunta al divino Néstor, y desde allí a
Esparta al palacio del rubio Menelao, pues él ha llegado al postrero
de los aqueos que visten bronce. Si oyes de tu padre que vive y está
de vuelta, soporta todavía otro año, aunque tengas pesar; pero si
oyes que ha muerto y que ya no vive, regresa enseguida a tu tierra
patria, levanta una tumba en su honor y ofréndale exequias en
abundancia, cuantas están bien.
Y
entrega tu madre a un marido. Luego que esto hayas concluido, medita
en tu mente y en tu corazón la manera de matar a los pretendientes
en tu casa con engaño o a las claras.
Y
es preciso que no juegues a cosas de niños, pues no eres de edad
para hacerlo. ¿No has oído qué fama ha cobrado el divino Orestes
entre todos los hombres por haber matado al asesino de su padre, a
Egisto fecundo en ardides, porque había quitado la vida a su ilustre
padre? También tú, amigo —pues te veo vigoroso y bello—, sé
valiente para que alguno de tus descendientes hable bien de ti. Yo me
marcho ahora mismo a la rápida nave junto a mis compañeros, que
deben estar cansados de tanto esperarme. Tú ocúpate de esto y
presta oídos a mis palabras.»
Y
le contestó Telémaco discretamente:
«Huésped,
en verdad dices esto con sentimientos amigos, como un padre a su
hijo, y jamás los echaré a olvido. Mas, vamos, quédate ahora por
muy deseoso que estés del camino, para que después de bañarte y
gozar en tu pecho marches alegre a la nave portando un presente, un
regalo estimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como
los que hospedan dan a sus huéspedes.»
Y
contestó luego Atenea, de ojos brillantes:
«No
me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que tu corazón
te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo
a casa. Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en
recompensa.»
Así
hablando, partió la de ojos brillantes, Atenea, y se remontó como
un ave, e infundió audacia en el pecho de Telémaco y valentía.
Pero después de reflexionar en su mente quedó estupefacto, pues
pensó que era un dios. Y, mortal a los dioses igual, marchó
enseguida junto a los pretendientes.
Entre
éstos estaba cantando el ilustre aedo, y ellos escuchaban sentados
en silencio. Cantaba el regreso de los aqueos que Palas Atenea les
había deparado funesto desde Troya. La hija de Icario, la prudente
Penélope, acogió en su pecho el inspirado canto desde el piso de
arriba y descendió por la elevada escalera de su palacio; mas no
sola, que la acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los
pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo junto al pilar
central del techo labrado llevando ante sus mejillas un grueso velo,
y a cada lado se puso una fiel sirvienta. Luego habló llorando al
divino aedo:
«Femio,
sabes otros muchos cantos, hechizo de los mortales, hazañas de
hombres y dioses que los aedos hacen famosas. Cántales uno de éstos
sentado a su lado y que ellos beban su vino en silencio; mas deja ya
ese canto triste que me está dañando el corazón dentro del pecho,
puesto que a mí sobre todos me ha alcanzado un dolor inolvidable,
pues añoro, acordándome continuamente, la cabeza de un hombre cuyo
renombre es amplio en la Hélade y hasta el centro de Argos».
Y
Telémaco le dijo discretamente:
«Madre
mía, ¿qué reprochas al amable aedo que nos deleite como le impulse
su voluntad? No son los aedos culpables, sino en cierto sentido Zeus,
el que dota a los hombres que comen grano como quiere a cada uno».
Para
éste no habrá castigo porque cante el destino aciago de los dánaos,
pues éste es el canto que más celebran los hombres, el que llega
más reciente a los oyentes.
«Que
tu corazón y tu espíritu soporten escucharlo, pues no sólo Odiseo
perdió en Troya el día de su regreso, que también perecieron otros
muchos hombres. Conque marcha a tu habitación y cuídate de tu
trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen
del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo
de mí, de quien es el poder en este palacio.»
Admiróse
ella y se encaminó de nuevo a su habitación, pues puso en su
interior la palabra discreta de su hijo. Subió al piso de arriba en
companía de las esclavas y luego rompió a llorar a Odiseo su esposo
hasta que Atenea, de ojos brillantes, echo dulce sueño sobre sus
parpados.
Los
pretendientes rompieron a alborotar en el sombrío mégaron
y
deseaban todos acostarse en su cama al lado de ella. Entonces comenzó
a hablarles Telémaco discretamente:
«Pretendientes
de mi madre que tenéis excesiva insolencia, gocemos ahora con el
banquete y que no haya vocerío, puesto que lo mejor es escuchar a un
aedo como éste, semejante en su voz a los dioses».
«Al
amanecer marchemos a la plaza y sentemonos todos para que os diga sin
empacho que salgáis de mi palacio, os preparéis otros banquetes y
comáis vuestros propios bienes invitándoos mutuamente. Pero si os
parece lo mejor y más acertado destruir sin pagar la hacienda de un
solo hombre, consumidla. Yo clamaré a los dioses, que viven siempre,
por si Zeus de algun modo me concede que vuestras obras sean
castigadas: pereceréis al punto, sin nadie que os vengue, dentro de
este palacio!»
Así
habló, y todos clavaron los dientes en sus labios. Estaban admirados
de Telémaco porque había hablado audazmente. Y Antínoo, hijo de
Eupites, se dirigió a él:
«Telémaco,
seguramente los dioses mismos te enseñan a ser ya arrogante en la
palabra y a hablar audazmente. ¡Que el hijo de Crono no te haga rey
de Itaca, rodeada de mar, cosa que por linaje te corrresponde como
herencia paterna! »
Y
Telemaco le contestó discretamente:
«Antínoo,
aunque te enojes conmigo por lo que voy a decir, esto es precisamente
lo que quisiera yo obtener si Zeus me lo concede. ¿O acaso crees que
es lo peor entre los hombres? No es nada malo ser rey, no;
rapidamente tu palacio se hace rico y tu mismo más respetado. Pero
hay muchos otros personajes reales en Itaca, rodeada de mar; que uno
de ellos ocupe el trono, muerto el divino Odiseo. Yo seré soberano
de mi palacio y de los esclavos que el divino Odiseo tomó para mi
como botin. »
Y
Eurímaco, hijo de Pólibo, le dijo a su vez:
«Telémaco,
en verdad está en las rodillas de los dioses quién de los aqueos va
a reinar en Itaca, rodeada de mar; tú harías mejor en conservar tus
posesiones y reinar sobre tus esclavos. ¡Cuidado no venga algún
hombre que lo prive de tus posesiones por la fuerza, contra tu
voluntad, mientras Itaca siga habitada!
«Pero
quiero, excelente, preguntarte sobre el forastero de dónde es, de
qué tierra se precia de ser y dónde tiene ahora su linaje y heredad
paterna. ¿Acaso trae un mensaje de tu padre ausente o ha llegado
aquí por algún asunto propio? Cuán rápido se levantó y marchó
enseguida sin esperar a que lo conociéramos. Desde luego no parecía
en su aspecto un hombre del pueblo.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Eurímaco,
con certeza se ha acabado el regreso de mi padre. No hago ya caso a
noticia alguna, venga de donde viniere, ni presto oídos al oráculo
de procedencia divina que mi madre pueda comunicarme llamándome al
mégaron. Este hombre es huésped paterno mío y afirma con orgullo
que es Mentes, hijo del prudence Anquíalo, y reina sobre los Tafios,
amantes del remo.»
Así
dijo Telémaco, aunque había reconocido a la diosa inmortal en su
mente.
Volvieron
ellos al baile y al canto para deleitarse y aguardaron al lucero de
la tarde y cuando se estaban deleitando les sobrevino éste, así que
se pusieron en camino cada uno a su casa deseando acostarse.
Entonces
Telémaco se dirigió cavilando hacia el lecho, hacia donde tenía
construido su suntuoso dormitorio en el muy hermoso patio, en lugar
de amplia visión. Junto a él llevaba teas ardientes la fiel
Euriclea, hija de Ope Pisenórida, a la que había comprado en otro
tiempo Laertes, cuando todavía era adolescente, por el valor de
veinte bueyes; la honraba en el palacio igual que a su casta esposa,
pero nunca se unió a ella en la cama por evitar la cólera de su
mujer. Ésta era quien llevaba a su lado las ardientes antorchas y lo
amaba más que ninguna esclava, pues lo había criado cuando era
pequeño.
Abrió
Telémaco las puertas del dormitorio, suntuosamente construido, y se
sentó en el lecho, se desnudó del suave manto y lo echó sobre las
manos de la muy diligente anciana. Ésta estiró y dobló el manto y
colgándolo de un clavo junto al lecho agujereado se puso en camino
para salir del dormitorio. Tiró de la puerta con una anilla de plata
y echó el cerrojo con la correa.
Durante
toda la noche, cubierto por el vellón de una oveja, planeaba él en
su mente el viaje que le había dispuesto Atenea.
CANTO
II
TELÉMACO
REÚNE EN ASAMBLEA
AL
PUEBLO DE ITACA
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, al punto el amado hijo de Odiseo se levantó del lecho, vistió
sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo sus pies,
brillantes como el aceite, calzó hermosas sandalias.
Luego
se puso en marcha, salió del dormitorio semejante a un dios en su
porte y ordenó a los vocipotentes heraldos que convocaran en
asamblea a los aqueos de largo cabello; aquéllos dieron el bando y
éstos comenzaron a reunirse con premura. Después, cuando hubieron
sido reunidos y estaban ya congregados, se puso en camino hacia la
plaza en su mano una lanza de bronce; mas no solo, que le seguían
dos lebreles de veloces patas. Entonces derramó Atenea sobre él una
gracia divina y lo contemplaban admirados todos los ciudadanos; se
sentó en el trono de su padre y los ancianos le cedieron el sitio.
A
continuación comenzó a hablar entre ellos el héroe Egiptio, quien
estaba ya encorvado por la vejez y sabía miles de cosas, pues
también su hijo, el lancero Antifo, había embarcado en las cóncavas
naves en compañla del divino Odiseo hacia Ilión de buenos potros;
lo había matado el salvaje Cíclope en su profunda cueva y lo había
preparado como último bocado de su cena. Aún le quedaban tres: uno
estaba entre los pretendientes y los otros dos cuidaban sin descanso
los bienes paternos. Pero ni aun así se había olvidado de aquél,
siempre lamentándose y afligiéndose. Derramando lágrimas por su
hijo levantó la voz y dijo:
«Escuchadme
ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros. Nunca hemos tenido
asamblea ni sesión desde que el divino Odiseo marchó en las
cóncavas naves. ¿Quién, entonces, nos convoca ahora de esta
manera? ¿A quién ha asaltado tan grande necesidad ya sea de los
jóvenes o de los ancianos? ¿Acaso ha oído alguna noticia de que
llega el ejército, noticia que quiere revelarnos una vez que él se
ha enterado?, ¿o nos va a manifestar alguna otra cosa de interés
para el pueblo? A mí me parece que es noble, afortunado. ¡Así Zeus
llevara a término lo bueno que él revuelve en su mente!»
Así
habló, y el amado hijo de Odiseo se alegró por sus palabras. Con
que ya no estuvo sentado por más tiempo y sintió un deseo repentino
de hablar. Se puso en pie en mitad de la plaza y le colocó el cetro
en la mano el heraldo Pisenor, conocedor de consejos discretos.
Entonces
se dirigió primero al anciano y dijo:
«Anciano,
no está lejos ese hombre, soy yo el que ha convocado al pueblo (y tú
lo sabrás pronto), pues el dolor me ha alcanzado en demasía.. No he
escuchado noticia alguna de que llegue el ejército que os vaya a
revelar después de enterarme yo, ni voy a manifestaros ni a deciros
nada de interés para el pueblo, sino un asunto mío privado que me
ha caído sobre el palacio como una peste, o mejor como dos: uno es
que he perdido a mi noble padre, que en otro tiempo reinaba sobre
vosotros aquí presentes y era bueno como un padre. Pero ahora me ha
sobrevenido otra peste aún mayor que está a punto de destruir
rápidamente mi casa y me va a perder toda la hacienda: asedian a mi
madre, aunque ella no lo quiere, unos pretendientes hijos de hombres
que son aquí los más nobles. Estos tienen miedo de ir a casa de su
padre Icario para que éste dote a su hija y se la entregue a quien
él quiera y encuentre el favor de ella. En cambio vienen todos los
días a mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas cabras y se
banquetean y beben a cántaros el rojo vino. Así que se están
perdiendo muchos bienes, pues no hay un hombre como Odiseo que arroje
esta maldición de mi casa. Yo todavía no soy para arrojarla, pero
¡seguro que más adelante voy a ser débil y desconocedor del valor!
En verdad que yo la rechazaría si me acompañara la fuerza, pues ya
no son soportables las acciones que se han cometido y mi casa está
perdida de la peor manera. Indignaos también vosotros y avergonzaos
de vuestros vecinos, los que viven a vuestro lado. Y temed la cólera
de los dioses, no vaya a ser que cambien la situación irritados por
sus malas acciones. Os lo ruego por Zeus Olímpico y por Temis, la
que disuelve y reúne las asambleas de los hombres; conteneos,
amigos, y dejad que me consuma en soledad, víctima de la triste pena
a no ser que mi noble padre Odiseo alguna vez hiciera mal a los
aqueos de hermosas grebas, a cambio de lo cual me estáis dañando
rencorosamente y animáis a los pretendientes. Para mí sería más
ventajoso que fuerais vosotros quienes consumen mis propiedades y
ganado. Si las comierais vosotros algún día obtendría la
devolución, pues recorrería la ciudad con mi palabra demandándoos
el dinero hasta que me fuera devuelto todo; ahora, sin embargo,
arrojáis sobre mi corazón dolores incurables.»
Así
habló indignado y arrojó el cetro a tierra con un repentino
estallido de lágrimas. Y la lástima se apoderó de todo el pueblo.
Quedaron todos en silencio y nadie se atrevió a replicar a Telémaco
con palabras duras; sólo Antínoo le dijo en contestación:
«Telémaco,
fanfarrón, incapaz de reprimir tu cólera; ¿qué cosa has dicho,
cubriéndonos de vergüenza? Desearías cubrirnos de baldón. Sabes
que los culpables no son los pretendientes de entre los aqueos, sino
tu madre, que sabe muy bien de astucias. Pues ya es éste el tercer
año, y con rapidez se acerca el cuarto, desde que aflige el corazón
en el pecho de los aqueos. A todos da esperanzas y hace promesas a
cada pretendiente enviándole recados; pero su imaginación maquina
otras cosas.
«Y
ha meditado este otro engaño en su pecho: levantó un gran telar en
el palacio y allí tejía, telar sutil a inacabable, y sin dilación
nos dijo: "Jóvenes pretendientes míos, puesto que ha muerto el
divino Odiseo, aguardad, por mucho que deseéis esta boda conmigo, a
que acabe este manto no sea que se me pierdan inútilmente los hilos,
este sudario para el héroe Laertes, para cuando lo arrebate el
destructor destino de la muerte de largos lamentos. Que no quiero que
ninguna de las aqueas del pueblo se irrite conmigo si yace sin
sudario el que tanto poseyó."
«Así
dijo, y nuestro noble ánimo la creyó. Así que durante el día
tejía la gran tela y por la noche, colocadas antorchas a su lado, la
destejía. Su engaño pasó inadvertido durante tres años y
convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto año y pasaron
las estaciones, una de sus mujeres, que lo sabía todo, nos lo reveló
y sorprendimos a ésta destejiendo la brillante tela. Así fue como
la terminó, y no voluntariamente, sino por la fuerza.
«Conque
ésta es la respuesta que te dan los pretendientes, para que la
conozcas tú mismo y la conozcan todos los aqueos: envía por tu
madre y ordénala que se case con quien la aconseje su padre y a ella
misma agrade. Pero si todavía sigue atormentando mucho tiempo a los
hijos de los aqueos ejercitando en su mente las cualidades que la ha
concedido Atenea en exceso (ser entendida en trabajos femeninos muy
bellos y tener pensamientos agudos y astutos como nunca hemos oído
que tuvieran ninguna de las aqueas de lindas trenzas ni siquiera de
las que vivieron antiguamente, como Tiro, Alcmena y.Micena de linda
corona ninguna de ellas pensó planes semejantes a los de Penélope),
entonces esto al menos no habrá sido lo más conveniente que haya
planeado. Pues tu hacienda y propiedades te serán devoradas mientras
ella mantenga semejante decisión que los dioses han puesto ahora en
su pecho. Se está creando para sí una gran gloria, pero para ti
sólo la añoranza de tu mucha hacienda.
«En
cuanto a nosotros, no marcharemos a nuestros trabajos ni a parte
alguna hasta que se case con el que quiera de los aqueos.»
Y
le respondió Telémaco discretamente:
«Antínoo,
no me es posible echar de mi casa contra su voluntad a la que me ha
dado a luz, a la que me ha criado, mientras mi padre está en otra
parte de la tierra viva él o esté muerto. Y será terrible para mí
devolver a Icario muchas cosas si envío a mi madre por propia
iniciativa. Por parte de mi padre sufriré castigo y otros me darán
la divinidad, puesto que mi madre conjurará a las diosas Erinias si
se marcha de casa, y también por parte de los hombres tendré
castigo. Por esto jamás diré yo esa palabra. Conque, si vuestro
ánimo se irrita por esto, salid de mi palacio y preparaos otros
banquetes comiendo vuestras posesiones e invitándoos en vuestras
casas recíprocamente, que yo clamaré a los dioses, que viven
siempre, por si Zeus me concede que vuestras obras sean castigadas de
algun modo: ¡pereceréis al punto, sin nadie que os vengue, dentro
de este palacio!»
Así
habló Telémaco, y Zeus que ve a lo ancho, le echó a volar dos
águilas desde arriba, desde las cumbres de la montaña. Estas se
dirigían volando a la par del soplo del viento cerca una de otra,
extendidas las alas. Cuando llegaron al centro de la plaza, donde
mucho se habla, comenzaron a dar vueltas batiendo sus espesas alas y
llegaron cerca de las cabezas de todos, y en sus ojos brillaba la
muerte. Y desgarrándose con las uñas mejillas y cuellos se lanzaron
por la derecha a través de las casas y la ciudad de los itacenses.
Admiraron éstos aterrados a las aves cuando las vieron con sus ojos,
y removían en su corazón qué era lo que iba a cumplirse. Y entre
ellos habló el anciano héroe Haliterses Mastorida, pues sólo él
aventajaba a los de su edad en conocer los pájaros y explicar
presagios. Levantó la voz con buenas intenciones hacia ellos y
comenzó a hablar:
«Ahora,
itacenses, escuchadme a mí lo que voy a deciros y es sobre todo a
los pretendientes a quienes voy a hacer esta revelación: sobre ellos
anda dando vueltas una gran desgracia, pues Odiseo ya no estará
mucho tiempo lejos de los suyos, sino que ya está cerca, en alguna
parte, y está sembrando la muerte y el destino para todos éstos.
También para otros muchos de los que habitamos Itaca, hermosa al
atardecer, habrá desgracias. Pensemos entonces cuanto antes cómo
ponerles término o bien que se lo pongan ellos a sí mismos, pues
esto será lo que más les conviene. Y yo no vaticino como un
inexperto, sino como uno que sabe bien. Os aseguro que todo se está
cumpliendo para él como se lo dije cuando los argivos embarcaron
para Ilión y con ellos marchó el astuto Odiseo. Le dije que
sufriría muchas calamidades, que perdería a todos sus compañeros y
que volvería a casa a los veinte años desconocido de todos. Y ya se
está cumpliendo todo.»
Y
le contestó Eurímaco, hijo de Pólibo:
«Viejo,
vete ya a casa a profetizar a tus hijos, no sea que sufran alguna
desgracia en el futuro. Estas cosas las vaticino yo mucho mejor que
tú. Numerosos son los pájaros que van y vienen bajo los rayos del
Sol y no todos son de agüero. Está claro que Odiseo ha muerto lejos
¡ojalá que hubieras perecido tú también con él!; no habrías
dicho tantos vaticinios ni habrías incitado al irritado Telémaco
esperando ansiosamente un regalo para tu casa, por si te lo daba.
Conque voy a hablarte, y esto sí se va a cumplir: si tú, sabedor de
muchas y antiguas cosas, incitas con tus palabras a un hombre más
joven a que se irrite, para él mismo primero será más penoso pues
nada podrá conseguir con estas predicciones, y a ti, viejo, te
pondremos una multa que te será doloroso pagar. Y tu dolor será
insoportable.
En
cuanto a Telémaco, yo mismo voy a darle un consejo delante de todos:
que ordene a su madre volver a casa de su padre. Ellos le prepararán
unas nupcias y le dispondrán una muy abundante dote, cuanta es
natural que acompañe a una hija querida. No creo yo que los hijos de
los aqueos renuncien a su pretensión laboriosa, pues no tememos a
nadie a pesar de todo y no, desde luego, a Telémaco por mucha
palabrería que muestre. Tampoco hacemos caso del presagio sin
cumplimiento que tú, viejo, nos revelas haciéndotenos todavía más
odioso. Igualmente serán devorados tus bienes de mala manera y jamás
lo serán compensados, al menos mientras ella entretenga a los aqueos
respecto de su boda. Pues nosotros nos mantenemos expectantes todos
los días y rivalizamos por causa de su excelencia, y no marchamos
tras otras con las que a cada uno nos convendría casar.»
Entonces
le contestó Telémaco discretamente:
«Eurímaco
y demás ilustres pretendientes: no voy a apelar más a vosotros ni
tengo más que decir; ya lo saben los dioses y todos los aqueos. Pero
dadme ahora una rápida nave y veinte compañeros que puedan llevar a
término conmigo un viaje aquí y allá, pues me voy a Esparta y a la
arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi padre, largo tiempo
ausente, por si alguno de los mortales me lo dice o escucho la Voz
que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las
noticias. Si oigo que mi padre vive y está de vuelta, soportaré
todavía otro año; pero si oigo que ha muerto y que ya no vive,
regresaré enseguida a mi tierra patria, levantaré una tumba en su
honor y le ofrendaré exequias en abundancia, cuantas está bien, y
entregaré mi madre a un marido.»
Así
hablando se sentó, y entre ellos se levantó Méntor, que era
compañero del irreprochable Odiseo y a quien éste al marchar en las
naves había encomendado toda su casa que obedecieran todos al
anciano y que él conservara todo intacto. Éste levantó la voz con
buenos sentimientos hacia ellos y dijo:
«Escuchadme
ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros: ¡que de ahora en
adelante ningún rey portador de cetro sea benévolo, ni amable, ni
bondadoso, y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea
cruel y obre injustamente!, pues del divino Odiseo no se acuerda
ninguno de los ciudadanos sobre los que reinó, aunque era tierno
como un padre. Mas yo me lamento no de que los esforzados
pretendientes cometan acciones violentas por la maldad de su
espíritu, pues exponen sus propias cabezas al comerse con violencia
la hacienda de Odiseo, asegurando que éste ya no volverá jamás. Me
irrito más bien contra el resto del pueblo, de qué modo estáis
todos sentados en silencio y, aun siendo muchos, no contenéis a los
pretendientes, que son pocos, cercándoles con vuestras palabras.»
Y
le contestó Leócrito, el hijo de Evenor:
«Obstinado
Méntor, ayuno de sesos; ¿qué has dicho incitándolos a que nos
contengan? Difícil sería incluso a hombres más numerosos luchar
por un banquete. Pues aunque el itacense Odiseo viniera en persona y
maquinara en su mente arrojar del palacio a los nobles pretendientes
que se banquetean en su casa, no se alegraría su esposa de que
viniera, por mucho que lo desee, sino que allí mismo atraería sobre
sí vergonzosa muerte si luchara con hombres más numerosos. Y tú no
has hablado como te corresponde. Vamos, ciudadanos, dispersaos cada
uno a sus trabajos. A éste le ayudarán para el viaje Méntor y
Halitérses, que son compañeros de su padre desde hace mucho tiempo.
Aunque sentado por mucho tiempo, creo yo, escuchará las noticias en
Itaca y jamás llevará a término tal viaje. »
Así
habló y disolvió la asamblea rápidamente. Se dispersaron cada uno
a su casa y los pretendientes marcharon al palacio del divino Odiseo.
Telémaco,
en cambio, se alejó hacia la orilla del mar, lavó sus manos en el
canoso mar y suplicó a Atenea:
«Préstame
oídos tú, divinidad que llegaste ayer a mi palacio y me diste la
orden de marchar en una nave sobre el brumoso ponto para informarme
sobre el regreso de mi padre, largo tiempo ausente. Todo esto lo
están retrasando los aqueos, sobre todo los pretendientes,
funestamente arrogantes.»
Así
habló suplicándole; Atenea se le acercó semejante a Méntor en la
figura y voz y se dirigió a él con aladas palabras:
«Telémaco,
no serás en adelante cobarde ni estúpido si has heredado el noble
corazón de tu padre; ¡cómo era él para realizar obras y palabras!
Por esto tu viaje no va a ser infructuoso ni baldío. Pero si no eres
hijo de aquél y de Penélope, no tengo esperanza alguna de que
lleves a cabo lo que meditas. Pocos, en efecto, son los hijos iguales
a su padre; la mayoría son peores y sólo unos pocos son mejores que
su padre. Pero puesto que en el futuro no vas a ser cobarde ni
estúpido ni te ha abandonado del todo el talento de Odiseo, hay
esperanza de que llegues a realizar tal empresa.
«Deja,
pues, ahora las intenciones y pensamientos de los enloquecidos
pretendientes, pues no son sensatos ni justos; no saben que la muerte
y la negra Ker están ya a su lado para matar a todos en un día. El
viaje que preparas ya no está tan lejano para ti, y es que yo soy
tan buen amigo de tu padre que te voy a aparejar una rápida nave y
acompañar en persona.
«Conque
marcha ahora a tu casa a reunirte con los pretendientes; prepara
provisiones y mételas todas en recipientes, el vino en cántaros, y
la harina, sustento de los hombres, en pellejos espesos. Yo voy por
el pueblo a reunir voluntarios. Existen numerosas naves en Itaca,
rodeada de corriente, nuevas y viejas; veré cuál es la mejor y
aparejándola rápidamente la lanzaremos al ancho ponto.»
Así
habló Atenea, hija de Zeus, y Telémaco ya no aguardó más, pues
había escuchado la voz de un dios. Así que se puso en camino, su
corazón acongojado, hacia el palacio y encontró a los altivos
pretendientes degollando cabras y asando cerdos en el patio.
Antínoo
se encaminó riendo hacia Telémaco, le tomó de la mano, le dijo su
palabra y le llamó por su nombre:
«Telémaco,
fanfarrón, incapaz de contener tu cólera, que no ocupe tu pecho
ninguna acción o palabra mala, sino comer y beber conmigo como
antes. Los aqueos te prepararán una nave y remeros elegidos para que
llegues con más rapidez a la agradable Pilos en busca de noticias de
tu ilustre padre.»
Y
le respondió Telémaco discretamente:
«Antínoo,
no me es posible comer callado en vuestra arrogante compañía y
gozar tranquilamente. ¿O es que no es bastante que me hayáis
destruido hasta ahora muchas y buenas cosas de mi propiedad,
pretendientes, mientras era todavía un niño? Mas ahora que ya soy
grande y que, escuchando la palabra de los demás, comprendo todo y
el arrojo me ha crecido en el pecho, intentaré enviaros las funestas
Keres, ya sea marchando a Pilos o aquí mismo, en el pueblo.
«Me
marcho y el viaje que os anuncio no será infructuoso como pasajero,
pues no poseo naves ni remeros. Esto os parecía lo más ventajoso
para vosotros!»
Así
dijo y retiró con rapidez su mano de la mano de Antínoo.
Y
los pretendientes se aplicaban al banquete dentro del palacio y se
mofaban de él zahiriéndolo con sus palabras.
Así
decía uno de los jóvenes arrogantes:
«Seguro
que Telémaco nos está meditando la muerte; traerá alguien de la
arenosa Pilos para que lo defienda o tal vez de Esparta, pues mucho
lo desea. O quizá quiere ir a Efira, tierra fértil, a fin de traer
de allí venenos que corrompen la vida y echarlos en la crátera para
destruirnos a todos.»
Y
otro de los jóvenes arrogantes decía:
¿Quién
sabe si, marchando en la cóncava nave, no perece también él
vagando lejos de los suyos como Odiseo! Así nos acrecentaría el
trabajo, pues repartiríamos todos sus bienes y la casa se la
daríamos a su madre y al que con ella casara para que la
conservaran.»
Mientras
así hablaban descendió Telémaco a la despensa de elevado techo de
su padre, espaciosa, donde había oro amontonado en el suelo y
bronce, y en arcones vestidos, y oloroso aceite en abundancia.
También había allí dispuestas en fila, junto a la pared, tinajas
de añejo vino sabroso que contenían sin mezcla la divina bebida por
si alguna vez volvía a casa Odiseo después de sufrir dolores sin
cuento. Las puertas que allí había se podían cerrar fuertemente
ensambladas, eran de dos hojas, y permanecía allí día y noche un
ama de llaves que vigilaba todo con la agudeza de su mente, Euriclea,
hija de Ope Pisenórida.
A
ésta dirigió Telémaco su palabra llamándola a la despensa:
«Vamos,
ama, sácame en ánforas sabroso vino, el más preciado después del
que tú guardas pensando en aquel desdichado, por si viene algún día
Odiseo de linaje divino después de evitar la muerte y las Keres;
lléname doce hasta arriba y ajusta todas con tapas. Échame también
harina en bien cosidos pellejos, hasta veinte medidas de harina de
trigo molido. Sólo tú debes saberlo. Que esté todo preparado, pues
lo recogeré por la tarde cuando ya mi madre haya subido al piso de
arriba y esté ocupada en acostarse. Me marcho a Esparta y a la
arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi padre, por si oigo
algo.»
Así
habló; rompió en lamentos su nodriza Euriclea y dijo llorando
aladas palabras:
«¿Por
qué, hijo mío, tienes en tu interior este proyecto? ¿Por dónde
quieres ir a una tierra tan grande siendo el bienamado hijo único?
Ha sucumbido lejos de su patria Odiseo, de linaje divino, en un país
desconocido, y éstos te andan meditando la muerte para el mismo
momento en que te marches, para que mueras en emboscada. Ellos se lo
repartirán todo. Anda, quédate aquí sentado sobre tus cosas; no
tienes necesidad ninguna de sufrir penalidades en el estéril ponto
ni de andar errante.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Anímate,
ama, puesto que esta decisión me ha venido no sin un dios. Ahora
júrame que no dirás esto a mi madre antes de que llegue el día
décimo o el duodécimo, o hasta que ella misma me eche de menos y
oiga que he partido, para que no afee, desgarrándola, su hermosa
piel.»
Así
habló, y la anciana juró por los dioses con gran juramento que no
lo haría. Cuando hubo jurado y llevado a término este juramento
vertió enseguida vino en las ánforas y echó harina en bien cosidos
sacos. Y Telémaco se puso en camino hacia las habitaciones de abajo
para reunirse con los pretendientes.
Entonces
la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea. Tomando la
forma de Telémaco marchó por toda la ciudad y poniéndose cerca de
cada hombre les decía su palabra; les ordenaba que se congregaran
con el crepúsculo junto a la rápida nave. Después pidió una
rápida nave a Noemón, esclarecido hijo de Fronio, y éste se la
ofreció de buena gana. Y se sumergió Helios y todos los caminos se
llenaron de sombras. Entonces empujó hacia el mar a la rápida nave,
puso en ella todas las provisiones que suelen llevar las naves de
buenos bancos y la detuvo al final del puerto.
Los
valientes compañeros ya se habían congregado en grupo, pues la
diosa había movido a cada uno en particular.
Entonces
la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea: se puso en
camino hacia el palacio del divino Odiseo y una vez allí derramó
dulce sueño sobre los pretendientes, los hechizó cuando bebían e
hizo caer las copas de sus manos. Y éstos se apresuraron por la
ciudad para ir a dormir y ya no estuvieron sentados por más tiempo,
pues el sueño se posaba sobre sus párpados.
Entonces
Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a Telémaco llamándolo desde
fuera del palacio, agradable para vivir, asemejándose a Méntor en
la figura y timbre de voz:
«Ya
tienes sentados al remo a tus compañeros de hermosas grebas y
esperan tu partida. Vamos, no retrasemos por más tiempo el viaje.»
Así
habló, y lo condujo rápidamente Palas Atenea, y él marchaba en pos
de las huellas de la diosa. Cuando llegaron a la nave y al mar
encontraron sobre la ribera a los aqueos de largo cabello y entre
ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:
«Aquí,
los míos, traigamos las provisiones; ya está todo junto en mi
palacio. Mi madre no está enterada de nada ni las demás esclavas;
sólo una ha oído mi palabra.»
Así
habló y los condujo, y ellos le seguían de cerca. Se llevaron todo
y lo pusieron en la nave de buenos bancos como había ordenado el
querido hijo de Odiseo.
Subió
luego Telémaco a la nave; Atenea iba delante y se sentó en la popa,
y a su lado se sentó Telémaco.
Los
compañeros soltaron las amarras, subieron todos y se sentaron en los
bancos. Y Atenea, de ojos brillantes, les envió un viento favorable,
el fresco Céfiro que silba sobre el ponto rojo como el vino.
Telémaco
animó a sus compañeros, les ordenó que se asieran a las jarcias y
éstos escucharon al que les urgía. Levantaron el mástil de abeto y
lo colocaron dentro del hueco construido en medio, lo ataron con
maromas y extendieron las blancas velas con bien retorcidas correas
de piel de buey. El viento hinchó la vela central y las purpúreas
olas bramaron a los lados de la quilla de la nave en su marcha, y
corría apresurando su camino sobre las olas.
Después
ataron los aparejos a la rápida nave y levantaron las cráteras
llenas de vino hasta los bordes haciendo libaciones a los inmortales
dioses, que han nacido para siempre, y entre todos especialmente a la
de ojos brillantes, a la hija de Zeus.
Y
la nave continuó su camino toda la noche y durante el amanecer.
CANTO
III
TELÉMACO
VIAJA A PILOS PARA INFORMARSE
SOBRE
SU PADRE
Habíase
levantado Helios, abandonando el hermosísimo estanque del mar, hacia
el broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales y a los mortales
caducos sobre la Tierra donadora de vida, cuando llegaron a Pilos, la
bien construida ciudadela de Neleo.
Los
pilios estaban sacrificando sobre la ribera del mar toros totalmente
negros en honor del de azuloscura cabellera, el que sacude las
tierras. Había nueve asientos y en cada uno estaban sentados
quinientos hombres y de cada uno hacían ofrenda de nueve toros.
Mientras éstos gustaban las entrañas y quemaban los muslos en honor
del dios, los itacenses entraban en el puerto; amainaron las velas de
la equilibrada nave, las ataron, fondearon la nave y descendieron.
Entonces
descendió Telémaco de la nave y Atenea iba delante. Y a él dirigió
sus primeras palabras la diosa de ojos briIlantes:
«Telémaco,
ya no has de tener vergüenza, ni un poco siquiera, pues has navegado
el mar para inquirir dónde oculta la tierra a tu padre y qué suerte
ha corrido.
«Conque,
vamos, marcha directamente a casa de Néstor, domador de caballos;
sepamos qué pensamientos guarda en su pecho. Y suplícale para que
te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»
Y
le contestó Telémaco discretamente:
«Méntor,
¿cómo voy a ir a abrazar sus rodillas? No tengo aún experiencia
alguna en discursos ajustados. Y además a un hombre joven le da
vergüenza preguntar a uno más viejo.»
Y
la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió de nuevo a él:
«Telémaco,
unas palabras las concebirás en tu propia mente y otras te las
infundirá la divinidad. Estoy seguro de que tú has nacido y te has
criado no sin 1a voluntad de los dioses.»
Así
habló y lo condujo con rapidez Palas Atenea, y él siguió en pos de
la diosa. Llegaron a la asamblea y a los asientos de los hombres de
Pilos, donde Néstor estaba sentado con sus hijos, y en torno a ellos
los compañeros asaban la carne y la ensartaban preparando el
banquete.
Cuando
vieron a los forasteros se reunieron todos en grupo, les tomaron de
las manos en señal de bienvenida y les ordenaron sentarse.
Pisístrato, el hijo de Néstor, fue el primero que se les acercó:
les tomó a ambos de la mano y los hizo sentarse en torno al banquete
sobre blandas pieles de ovejas, en las arenas marinas, a la vera de
su hermano Trasimedes y de su padre. Luego les dió parte de las
entrañas, les vertió vino en copa de oro y dirigió a Palas Atenea,
la hija de Zeus, portador de égidas, sus palabras de bienvenida:
«Forastero,
eleva tus súplicas al soberano Poseidón, pues en su honor es el
banquete con el que os habéis encontrado al llegar aquí. Luego que
hayas hecho las libaciones y súplicas como está mandado, entrega
también a éste la copa de agradable vino para que haga libación;
que también él, creo yo, hace súplicas a los inmortales, pues
todos los hombres. necesitan a los dioses. Pero es más joven, de mi
misma edad, por eso quiero darte a ti primero la copa de oro.»
Así
diciendo, puso en su mano la copa de agradable vino; Atenea dio las
gracias al discreto, al cabal hombre, porque le había dado a ella
primero la copa de oro y a continuación dirigió una larga plegaria
al soberano Poseidón:
«Escúchame,
Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, y no te opongas por
rencor a que los que te suplican llevemos a término esta empresa.
Concede a Néstor antes que a nadie, y a sus hijos, honor, y después
concede a los demás pilios una recompensa en reconocimiento por su
espléndida hecatombe. Concede también a Telémaco y a mí que
volvamos después de haber conseguido aquello por lo que hemos venido
aquí en veloz, negra nave.»
Así
orando, realizó (ritualmente) todo y entregó a Telémaco la hermosa
copa doble. Y el querido hijo de Odiseo elevó su súplica de modo
semejante.
Cuando
habían asado la carne exterior de las víctimas, la sacaron del
asador, repartieron las porciones y se aplicaron al magnífico
festín. Y después que habían echado de sí el apetito de comer y
beber, comenzó a hablarles el de Gerenias, el caballero Néstor:
«Ahora
que se han saciado de comida, lo mejor es entablar conversación y
preguntar a los forasteros quiénes son. Forasteros, ¿quiénes
sois?, ¿de dónde habéis llegado navegando los húmedos senderos?
¿Andáis errantes por algún asunto o sin rumbo como los piratas por
la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y llevando
la destrucción a los de otras tierras?»
Y
Telémaco se llenó de valor y le contestó discretamente pues la
misma Atenea le infundió valor en su interior para que le preguntara
sobre su padre ausente y para que cobrara fama de valiente entre los
hombres:
«Néstor,
hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, preguntas de dónde somos y
yo te lo voy a exponer en detalle.
«Hemos
venido de Itaca, a los pies del monte Neyo, y el asunto de que te voy
a hablar es privado, no público. Ando a lo ancho en busca de
noticias sobre mi padre por si las oigo en algún sitio, de Odiseo el
divino, el sufridor, de quien dicen que en otro tiempo arrasó la
ciudad de Troya luchando a tu lado. Ya me he enterado dónde alcanzó
luctuosa muerte cada uno de cuantos lucharon contra los troyanos,
pero su muerte la ha hecho desconocida el hijo de Crono, pues nadie
es capaz de decirme claramente dónde está muerto, si ha sucumbido
en tierra firme a manos de hombres enemigos o en el mar entre las
olas de Anfitrite. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si
quieres contarme su luctuosa muerte la hayas visto con tus propios
ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante; ¡digno de
lástima lo parió su madre! Y no endulces tus palabras por respeto
ni piedad, antes bien cuéntame detalladamente cómo llegaste a
verlo. Te lo suplico si es que alguna vez mi padre, el noble Odiseo,
te prometió algo y te lo cumplió en el pueblo de los troyanos donde
los aqueos sufríais penalidades. Acuérdate de esto ahora y cuéntame
la verdad.»
Y
le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo
mío, puesto que me has recordado los infortunios que tuvimos que
soportar en aquel país los hijos de los aqueos de incontenible
furia: cuánto vagamos con las naves en el brumoso ponto, a la deriva
en busca de botín por donde nos guiaba Aquiles y cuánto combatimos
en torno a la gran ciudad del soberano Príamo... Allí murieron los
mejores: allí reposa Ayax, hijo de Ares, y allí Aquiles, y allí
Patroslo, consejero de la talla de los dioses, y allí mi querido
hijo, fuerte a la vez que irreprochable, Antíloco, que sobresalía
en la carrera y en el combate. Otros muchos males sufrimos además de
éstos. ¿Quién de los mortales hombres podría contar todas
aquellas cosas? Nadie, por más que te quedaras a su lado cinco o
seis años para preguntarle cuántos males sufrieron allí los aqueos
de linaje divino. Antes volverías apesadumbrado a tu tierra patria.
Durante nueve años tramamos desgracias contra ellos acechándoles
con toda clase de engaños y a duras penas puso término (a la
guerra) el hijo de Cronos.
«Jamás
quiso nadie igualársele en inteligencia, puesto que el divino Odiseo
era muy superior en toda clase de astucias, tu padre, si es que
verdaderamente eres descendencia suya. (Al verte se apodera de mí el
asombro. En verdad vuestras palabras son parecidas y no se puede
decir que un hombre joven hable tan discretamente.)
«Jamás,
durante todo el tiempo que estuvimos allí, hablábamos de diferente
modo yo y el divino Odiseo ni en la asamblea ni en el consejo, sino
que teníamos un solo pensamiento, y con juicio y prudente consejo
mostrábamos a los aqueos cómo saldría todo mejor.
«Después,
cuando habíamos saqueado la elevada ciudad de Príamo y embarcamos
en las naves y la divinidad dispersó a los aqueos, Zeus concibió en
su mente un regreso lamentable para los argivos porque no todos eran
prudentes ni justos. Así que muchos de éstos fueron al encuentro de
una desgraciada muerte por causa de la funesta cólera de la de
poderoso padre, de la de ojos brillantes que asentó la Disensión
entre ambos atridas. Convocaron éstos en asamblea a todos los
aqueos, insensatamente, a destiempo, cuando Helios se sumerge, y los
hijos de los aqueos se presentaron pesados por el vino, y les dijeron
por qué habían reunido al ejército.
«Allí
Menelao aconsejaba a todos los aqueos que pensaran en volver sobre el
ancho lomo del mar. Pero no agradó en absoluto a Agamenón, pues
quería retener al pueblo y ejecutar sagradas hecatombes para aplacar
la tremenda cólera de Atenea. ¡Necio!, no sabía que no iba a
persuadirla, que no se doblega rápidamente la voluntad de los dioses
que viven siempre. Así que los dos se pusieron en pie y se
contestaban con palabras agrias. Y los hijos de los aqueos de
hermosas grebas se levantaron con un vocerío sobrehumano: divididos
en dos bandos les agradaba una a otra decisión.
«Pasamos
la noche removiendo en nuestro interior maldades unos contra otros,
pues ya Zeus nos preparaba el azote de la desgracia.
«Al
amanecer algunos arrastramos las naves hasta el divino mar y metimos
nuestros botines y las mujeres de profundas cinturas. La mitad del
ejército permaneció allí, al lado del atrida Agamenón, pastor de
su pueblo, pero la otra mitad embarcamos y partimos. Nuestras naves
navegaban muy aprisa una divinidad había calmado el ponto que
encierra grandes monstruos y llegados a Ténedos realizamos
sacrificios a los dioses con el deseo de volver a casa. Pero Zeus no
se preocupó aún de nuestro regreso. ¡Cruel! Él, que levantó por
segunda vez agria disensión: unos dieron la vuelta a sus bien
curvadas naves y retornaron con el prudente soberano Odiseo, el
de pensamientos complicados, para dar satisfacción al atrida
Agamenón, pero yo, con todas mis naves agrupadas, las que me
seguían, marché de allí porque barruntaba que la divinidad nos
preparaba desgracias.
«También
marchó el belicoso hijo de Tideo y arrastró consigo a sus
compañeros y más tarde navegó a nuestro lado el rubio Menelao nos
encontró en Lesbos cuando planeábamos el largo regreso: o navegar
por encima de la escabrosa Quios en dirección de la isla Psiría
dejándola a la izquierda o bien por debajo de Quios junto al
ventiscoso Mirnante. Pedimos a la divinidad que nos mostrara un
prodigio y enseguida ésta nos lo mostró y nos aconsejó cortar por
la mitad del mar en dirección a Eubea, para poder escapar
rápidamente de la desgracia. Así que levantó, para que soplara, un
sonoro viento y las naves recorrieron con suma rapidez los pecillenos
caminos. Durante la noche arribaron a Geresto y ofrecimos a Poseidón
muchos muslos de toros por haber recorrido el gran mar. Era el cuarto
día cuando los compañeros del tidida Diomedes, el domador de
caballos, fondearon sus equilibradas naves en Argos. Después yo me
dirigí a Pilos y ya nunca se extinguió el viento desde que al
principio una divinidad lo envió para que soplara. Así llegué,
hijo mío, sin enterarme, sin saber quiénes se salvaron de los
aqueos y quiénes perecieron, pero cuanto he oído sentado en mi
palacio lo sabrás como es justo y nada te ocultaré. Dicen que han
llegado bien los mirmidones famosos por sus lanzas, a los que
conducía el ilustre hijo del valeroso Aquiles y que llegó bien
Filoctetes, el brillante hijo de Poyante. Idomeneo condujo hasta
Creta a todos sus compañeros, los que habían sobrevivido a la
guerra, y el mar no se le engulló a ninguno. En cuanto al Atrida, ya
habéis oído vosotros mismos, aunque estáis lejos, cómo llegó y
cómo Egisto le había preparado una miserable muerte, aunque ya ha
pagado lamentablemente. ¡Qué bueno es que a un hombre muerto le
quede un hijo! Pues aquél se ha vengado del asesino de su padre, del
tramposo Egisto, porque le había asesinado a su ilustre padre.
También tú, hijo pues te veo vigoroso y bello, sé fuerte para que
cualquiera de tus descendientes hable bien de. ti.»
Y
le contestó Telémaco discretamente:
«Néstor,
hijo de Neleo, gran honra de los aqueos, así es, por cierto; aquél
se vengó y los aqueos llevarán a lo largo y a lo ancho su fama,
motivo de canto para los venideros.
«¡Ojalá
los dioses me dotaran de igual fuerza para hacer pagar a los
pretendientes por su dolorosa insolencia!, pues ensoberbecidos me
preparan acciones malvadas. Pero los dioses no han tejido para mí
tal dicha; ni para mi padre ni para mí. Y ahora no hay más remedio
que aguantar.»
Y
le contestó luego el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Amigo
puesto que me has recordado y dicho esto, dicen que muchos
pretendientes de tu madre están cometiendo muchas injusticias en él
palacio contra tu voluntad. Dime si cedes de buen gusto o te odia la
gente en el pueblo siguiendo una inspiración de la divinidad. ¡Quién
sabe si llegará Odiseo algún día y les hará pagar sus acciones
violentas, él solo o todos los aqueos. juntos! Pues si la de ojos
brillantes, Atenea, quiere amarte del mismo modo que protegía al
ilustre Odiseo en aquel entonces en el pueblo de los troyanos donde
los aqueos pasamos penalidades (pues nunca he visto que los dioses
amen tan a las claras como Palas Atenea le asistía a él), si quiere
amarte a ti así y preocuparte de ti en su ánimo, cualquiera de
aquéllos se olvidaría del matrimonio.»
Y
le contestó Telémaco discretamente:
«Anciano,
no creo que esas palabras lleguen a realizarse nunca. Has dicho algo
excesivamente grande. El estupor me tiene sujeto. Esas cosas no
podrían sucederme por más que lo espere ni aunque los dioses lo
quisieran así.»
Y
de pronto la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él:
«¡Telémaco,
qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! Es fácil para un
dios, si quiere, salvar a un hombre aun desde lejos. Preferiría yo
volver a casa aun después de sufrir mucho y ver el día de mi
regreso, antes que morir al llegar, en mi propio hogar, como ha
perecido Agamenón víctima de una trampa de Egisto y de su esposa.
Pero, en verdad, ni siquiera los dioses pueden apartar la muerte,
común a todos, de un hombre, por muy querido que les sea, cuando ya
lo ha alcanzado el funesto Destino de la muerte de largos lamentos.»
Y
le contestó discretamente Telémaco:
«Méntor,
no hablemos más de esto aun a pesar de nuestra preocupación. En
verdad ya no hay para él regreso alguno, que los dioses le han
pensado la muerte y la negra Ker. Ahora quiero hacer otra indagación
y preguntarle a Néstor, puesto que él sobresale por encima de los
demás en justicia a inteligencia. Pues dicen que ha sido soberano de
tres generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mirarlo.
Néstor, hijo de Neleo y dime la verdad, ¿cómo murió el poderoso
atrida Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?, ¿qué muerte le preparó
el tramposo Egisto, puesto que mató a uno mucho mejor que él? ¿O
es que no estaba en Argos de Acaya, sino que andaba errante, en
cualquier otro sitio, y Egisto lo mató cobrando valor?»
Y
le contestó a continuación el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijo,
te voy a decir toda la verdad. Tú mismo puedes imaginarte qué
habría pasado si al volver de Troya el Atrida, el rubio Menelao,
hubiera encontrado vivo a Egisto en el palacio. Con seguridad no
habrían echado tierra sobre su cadáver, sino que los perros y las
aves, tirado en la llanura lejos de la ciudad, lo habrían
despedazado sin que lo llorara ninguna de las aqueas: ¡tan gran
crimen cometió! Mientras nosotros realizábamos en Troya
innumerables pruebas, él estaba tranquilamente en el centro de
Argos, criadora de caballos, y trataba de seducir poco a poco a la
esposa de Agamenón con sus palabras.
«Esta,
al principio, se negaba al vergonzoso hecho, la divina Clitemnestra,
pues poseía un noble corazón, y a su lado estaba también el aedo,
a quien el Atrida al marchar a Troya había encomendado
encarecidamente que protegiera a su esposa. Pero cuando el Destino de
los dioses la forzó a sucumbir se llevó al aedo a una isla desierta
y lo dejó como presa y botin de las aves. Y Egisto la llevó a su
casa de buen grado sin que se opusiera. Luego quemó muchos muslos
sobre los sagrados altares de los dioses y colgó muchas ofrendas
vestidos y oropor haber realizado la gran hazaña que jamás esperó
en su ánimo llevar a cabo.
«Nosotros
navegábamos juntos desde Troya, el Atrida y yo, con sentimientos
comunes de amistad. Pero cuando llegamos al sagrado Sunio, el
promontorio de Atenas, Febo Apolo mató al piloto de Menelao
alcanzándole con sus suaves flechas cuando tenía entre sus manos el
timón de la nave, a Frontis, hijo de Onetor, que superaba a la
mayoría de los hombres en gobernar la nave cuando se desencadenaban
las tempestades. Asi que se detuvo allí, aunque anhelaba el camino,
para enterrar a su compañero y hacerle las honras fúnebres.
«Cuando
ya de camino sobre el ponto rojo como el vino alcanzó con sus
cóncavas naves la escarpada montaña de Maleas en su carrera, en ese
momento el que ve a lo ancho, Zeus, concibió para él un viaje
luctuoso y derramó un huracán de silbantes vientos y monstruosas
bien nutridas olas semejantes a montes. Allí dividió parte de las
naves e impulsó a unas hacia Creta, donde viven los Cidones en torno
a la corriente del Jardano. Hay una pelada y elevada roca que se mete
en el agua, en el extremo de Górtina, en el nebuloso ponto, donde
Noto impulsa las grandes olas hacia el lado izquierdo del saliente,
en dirección a Festos, y una pequeña piedra detiene las grandes
olas. Allí llegaron las naves y los hombres consiguieron evitar la
muerte a duras penas, pero las olas quebraron las naves contra los
escollos. Sin embargo, a otras cinco naves de azuloscuras proas el
viento y el agua las impulsaron hacia Egipto. Allí reunió éste
abundantes bienes y oro, y se dirigió con sus naves en busca de
gentes de lengua extraña.
«Y,
entre tanto, Egisto planeó estas malvadas acciones en casa, y
después de asesinar al Atrida, el pueblo le estaba sometido. Siete
años reinó sóbre la dorada Micenas, pero al octavo llegó de
vuelta de Atenas el divino Orestes para su mál y mató al asesino de
su padre, a Egisto, al inventor de engaños, porque había asesinado
a su ilustre padre. Y después de matarlo dió a los argivos un
banquete fúnebre por su odiada madre y por el cobarde Egisto.
«Ese
mismo día llegó Menelao, de recia voz guerrera, trayendo muchas
riquezas, cuantas podían soportar sus naves en peso.
«En
cuanto a ti, amigo, no andes errante mucho tiempo lejos de tu casa,
dejando tus posesiones y hombres tan arrogantes en tu palacio, no sea
que se lo repartan todos tus bienes y se los coman y camines un viaje
baldío. Antes bien, te aconsejo y exhorto a que vayas junto a
Menelao, pues él está recién llegado de otras regiones, de entre
tales hombres de los que nunca soñaría poder regresar aquel a quien
los huracanes lo impulsen desde el principio hacia un mar tan grande
que ni las aves son capaces de recorrerlo en un año entero, puesto
que es grande y terrorífico. Vamos, márchate con la nave y los
compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a tu disposición
un carro y caballos y a la disposición están mis hijos que te
servirán de escolta hasta la divina Lacedemonia, donde está el
rubio Menelao. Ruégale para que te diga la verdad; mentira no te
dirá, es muy discreto.»
Así
habló, y Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad.
Y
les dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Anciano,
has hablado como te corresponde. Pero, vamos, cortad las lenguas y
mezclad el vino para que hagamos libaciones a Poseidón y a los demás
inmortales y nos ocupemos de dormir, pues ya es hora. Ya ha
descendido la luz a la región de las sombras y no es bueno estar
sentado mucho tiempo en un banquete en honor de los dioses, sino
regresar.»
Así
habló la hija de Zeus y ellos prestaron atención a la que hablaba.
Y
los heraldos derramaron agua sobre sus manos y los jóvenes coronaron
de vino las cráteras y lo repartieron entre todos haciendo una
primera ofrenda, por orden, en las copas. Luego arrojaron las lenguas
al fuego y se pusieron en pie para hacer la libación.
Cuando
hubieron libado y bebido cuanto su apetito les pedía, Atenea y
Telémaco, semejante a un dios, se pusieron en camino para volver a
la cóncava nave. Pero Néstor todavía los retuvo tocándolos con
sus palabras:
«No
permitirán Zeus y los demás dioses inmortales que volváis de mi
casa a la rápida nave como de casa de uno que carece por completo de
ropas, o de un indigente que no tiene mantas ni abundantes sábanas
en casa ni un dormir blando para sí y para sus huéspedes. Que en mi
casa hay mantas y sábanas hermosas. No dormirá sobre los maderos de
su nave el querido hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me queden
hijos en el palacio para hospedar a mis huéspedes, quienquiera que
sea el que arribe a mi palacio.»
Y
la diosa de ojos brillantes, Atenea, le dijo:
«Has
hablado bien, anciano amigo. Sería conveniente que Telémaco te
hiciera caso. Así, pues, él te seguirá para dormir en tu palacio,
pero yo marcharé a la negra nave para animar a los compañeros y
darles órdenes, pues me precio de ser el más anciano entre ellos. Y
los demás nos siguen por amistad, hombres jóvenes todos, de la
misma edad que el valiente Telémaco. Yo dormiré en la cóncava,
negra nave, y al amanecer iré junto a los impetuosos caucones, dondé
se me debe una deuda no de ahora ni pequeña, desde luego.
«Tú,
envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues ha llegado a tu casa como
huésped. Y dale caballos, los que sean más veloces en la carrera y
más excelentes en vigor.» .
Así
hablando partió la de ojos brillantes, Atenea, tomando la forma del
buitre barbado.
Y
la admiración atenazó a todos los aqueos. Admiróse el anciano
cuando lo vio con sus ojos y tomando la mano de Telémaco le dirigió
su palabra y le llamó por su nombre.
«Amigo,
no creo que llegues a ser débil ni cobarde si ya, tan joven, lo
siguen los dioses como escolta. Pues éste no era otro de entre los
que ocupan las mansiones del Olimpo que la hija de Zeus, la rapaz
Tritogéneia, la que honraba también a tu noble padre entre los
argivos. Soberana, séme propicia, dame fama de nobleza a mí mismo,
a mis hijos y a mi venerable esposa y a cambio yo te sacrificaré una
cariancha novilla de un año, no domada, a la que jamás un hombre
haya llevado bajo el yugo. Te la sacrificaré rodeando de oro sus
cuernos.»
Así
dirigió sus súplicas y Palas Atenea le escuchó. Y el de Gerenia,
el caballero Néstor, condujo a sus hijos y yernos hacia sus hermosas
mansiones.
Cuando
llegaron al palacio de este soberano se sentaron por orden en sillas
y sillones y, una vez llegados, el anciano les mezcló una crátera
de vino dulce al paladar que el ama de llaves abrió a los once años
de estar cerrada desatando la cubierta. El anciano mezcló una
crátera de este vino y oró a Atenea al hacer la libación, a la
hija de Zeus el que lleva la égida.
Después,
cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto les pedía su
apetito, los parientes marcharon cada uno a su casa para dormir. Pero
a Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo, lo hizo acostarse
allí mismo el de Gerenia, el caballero Néstor, en un lecho
taladrado bajo el sonoro pórtico. Y a su lado hizo acostarse a
Pisístrato de buena lanza de fresno, caudillo de guerreros, el que
de sus hijos permanecía todavía soltero en el palacio.
Néstor
durmió en el centro de la elevada mansión y su señora esposa le
preparó el lecho y la cama.
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, se levantó del lecho el de Gerenia, el caballero Néstor.
Salió y se sentó sobre las pulimentadas piedras que tenía,
blancas, resplandecientes de aceite, delante de las elevadas puertas,
sobre las que solía sentarse antes Neleo, consejero de la talla de
los dioses. Pero éste había ya marchado a Hades sometido por Ker, y
entonces se sentaba Néstor, el de Gerenia, el guardián de los
aqueos, el que tenía el cetro.
Y
sus hijos se congregaron en torno suyo cuando salieron de sus
dormitorios, Equefrón y Estratio, Perseo y Trasímedes semejante a
un dios. A continuación llegó a ellos en sexto lugar el héroe
Pisístrato, y a su lado sentaron a Telémaco semejante a los dioses.
Y
entre ellos comenzó a hablar el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos
míos, llevad a cabo rápidamente mi deseo para que antes que a los
demás dioses propicie a Atenea, la que vino manifiestamente al
abundante banquete en honor del dios. Vamos, que uno marche a la
llanura a por una novilla de modo que llegue lo antes posible: que la
conduzca el boyero; que otro marche a la negra nave del valiente
Telémaco y traiga a todos los compañeros dejando sólo dos; que
otro ordene que se presente aquí Laerques, el que derrama el oro,
para que derrame oro en torno a los cuernos de la novilla. Los demás
quedaos aquí reunidos y decid a las esclavas que dispongan un
banquete dentro del ilustre palacio; que traigan asientos y leña
alrededor y brillante agua.»
Así
habló, y al punto todos se apresuraron. Y llegó enseguida la
novilla de la llanura y llegaron los compañeros del valiente
Telémaco de junto a la equilibrada nave; y llegó el broncero
llevando en sus manos las herramientas de bronce, perfección del
arte: el yunque y el martillo y las bien labradas tenazas con las que
trabajaba el oro. Y llegó Atenea para asistir a los sacrificios.
El
anciano, el cabalgador de caballos, Néstor, le entregó oro a
Laerques, y éste lo trabajó y derramó por los cuernos de la
novilla para que la diosa se alegrara al ver la ofrenda. Y llevaron a
la novilla por los cuernos Estratio y el divino Equefrón; y Areto
salió de su dormitorio llevándoles el aguamanos en una vasija
adornada con flores y en la otra llevaba la cebada tostada dentro de
una cesta. Y Trasímedes, el fuerte en la lucha, se presentó con una
afilada hacha en la mano para herir a la novilla, y Perseo sostenía
el vaso para la sangre.
El
anciano, el cabalgador de caballos, Néstor, comenzó las abluciones
y la esparsión de la cebada sobre el altar suplicando insitentemente
a Atenea mientras realizaba el rito preliminar de arrojar al fuego
cabellos de su testuz.
Cuando
acabaron de hacer las súplicas y la esparsión de la cebada, el hijo
de Néstor, el muy valiente Trasímedes, condujo a la novilla, se
colocó cerca, y el hacha segó los tendones del cuello y debilitó
la fuerza de la novilla. Y lanzaron el grito ritual las hijas y
nueras y la venerable esposa de Néstor, Eurídice, la mayor de las
hijas de Climeno.
Luego
levantaron a la novilla de la tierra de anchos caminos, la
sostuvieron y al punto la degolló Pisístrato, caudillo de
guerreros.
Después
que la oscura sangre le salió a chorros y el aliento abandonó sus
huesos, la descuartizaron enseguida, le cortaron las piernas según
el rito, las cubrieron con grasa por ambos lados, haciéndolo en dos
capas y pusieron sobre ellas la carne cruda. Entonces el anciano las
quemó sobre la leña y por encima vertió rojo vino mientras los
jóvenes cerca de él sostenían en sus manos tenedores de cinco
puntas.
Después
que las piernas se habían consumido por completo y que habían
gustado las entrañas cortaron el resto en, pequeños trozos, lo
ensartaron y lo asaron sosteniendo los puntiagudos tenedores en sus
manos.
Entre
tanto, la linda Policasta lavaba a Telémaco, la más joven hija de
Néstor, el hijo de Neleo. Después que lo hubo lavado y ungido con
aceite le rodeó el cuerpo con una túnica y un manto. Salió
Telémaco del baño, su cuerpo semejante a los inmortales, y fue a
sentarse al lado de Néstor, pastor de su pueblo. Luego que la parte
superior de la carne estuvo asada, la sacaron y se sentaron a comer,
y unos jóvenes nobles se levantaron para escanciar el vino en copas
de oro.
Después
que arrojaron de sí el deseo de comida y bebida, comenzó a
hablarles el de Gerenia, el caballero Néstor:
«Hijos
míos, vamos, traed a Telémaco caballos de hermosas crines y
enganchadlos al carro para que prosiga con rapidez su viaje.»
Así
habló, y ellos le escucharon y le hicieron caso, y con diligencia
engancharon al carro ligeros corceles. Y la mujer, la ama de llaves,
le preparó vino y provisiones como las que comen los reyes a los que
alimenta Zeus.
Enseguida
ascendió Telémaco al hermoso carro, y a su lado subió el hijo de
Néstor, Pisístrato, el caudillo de guerreros. Empuñó las riendas
y restalló el látigo para que partieran, y los dos caballos se
lanzaron de buena gana a la llanura abandonando la elevada ciudad de
Pilos. Durante todo el día agitaron el yugo sosteniéndolo por ambos
lados.
Y
Helios se sumergió y todos los caminos se llenaron de sombras cuando
llegaron a Feras, al palacio de Diocles, el hijo de Ortíloco a quien
Alfeo había engendrado. Allí durmieron aquella noche, pues él les
ofreció hospitalidad.
Y
se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa;
engancharon los caballos, subieron al bien trabajado carro y salieron
del pórtico y de la resonante galería.
Restalló
Pisístrato el látigo para que partieran, y los dos caballos se
lanzaron de buena gana, y llegaron a la llanura, a la que produce
trigo, poniendo término a su viaje: ¡de tal manera lo llevaban los
veloces caballos!
Y
se sumergió Helios y todos los caminos se llenaron de sombras.
CANTO
IV
TELÉMACO
VIAJA A ESPARTA
PARA
INFORMASE SOBRE SU PADRE
Llegaron
éstos a la cóncava y cavernosa Lacedemonia y se encaminaron al
palacio del ilustre Menelao. Lo encontraron con numerosos allegados,
celebrando con un banquete la boda de su hijo e ilustre hija. A su
hija iba a enviarla al hijo de Aquiles, el que rompe las filas
enemigas; que en Troya se la ofreció por vez primera y prometió
entregarla, y los dioses iban a llevarles a término las bodas.
Mandábale ir con caballos y carros a la muy ilustre ciudad de los
mirmidones, sobre los cuales reinaba aquél. A su hijo le entregaba
como esposa la hija de Alector, procedente de Esparta. El vigoroso
Megapentes, su hijo, le había nacido muy querido de una esclava, que
los dioses ya no dieron un hijo a Helena luego que le hubo nacido el
primer hijo la deseada Hermione, que poseía la hermosura de la
dorada Afrodita.
Conque
se deleitaban y celebraban banquetes en el gran palacio de techo
elevado los vecinos y parientes del ilustre Menelao; un divino aedo
les cantaba tocando la cítara, y dos volatineros giraban en medio de
ellos, dando comienzo a la danza.
Y
los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor se
detuvieron y detuvieron los caballos a la puerta del palacio. Violos
el noble Eteoneo cuando salía, ágil servidor del ilustre Menelao, y
echó a andar por el palacio para comunicárselo al pastor de su
pueblo. Y poniéndose junto a él le dijo aladas palabras:
«Hay
dos forasteros, Menelao, vástago de Zeus, dos mozos semejantes al
linaje del gran Zeus. Dime si desenganchamos sus rápidos caballos o
les mandamos que vayan a casa de otro que los reciba amistosamente.»
Y
el rubio Menelao le dijo muy irritado:
«Antes
no eras tan simple, Eteoneo, hijo de Boeto, mas ahora dices sandeces
corno un niño. También nosotros llegamos aquí, los dos, después
de comer muchas veces por amor de la hospitalidad de otros hombres.
¡Ojalá Zeus nos quite de la pobreza para el futuro! Desengancha los
caballos de los forasteros y hazlos entrar para que se les agasaje en
la mesa».
Así
dijo; salió aquél del palacio y llamó a otros diligentes
servidores para que lo acompañaran. Desengancharon los caballos
sudorosos bajo el yugo y los ataron a los pesebres, al lado pusieron
escanda y mezclaron blanca cebada; arrimaron los carros al muro
resplandeciente e introdujeron a los forasteros en la divina morada.
Estos, al observarlo, admirábanse del palacio del rey, vástago de
Zeus; que había un resplandor como del sol o de la luna en el
palacio de elevado techo del glorioso Menelao. Luego que se hubieron
saciado de verlo con sus ojos, marcharon a unas bañeras bien pulidas
y se lavaron. Y luego que las esclavas los hubieron ungido con
aceite, les pusieron ropas de lana y mantos y fueron a sentarse en
sillas junto al Atrida Menelao. Y una esclava virtió agua de
lavamanos que traía en bello jarro de oro sobre fuente de plata y
colocó al lado una pulida mesa. Y la venerable ama de llaves trajo
pan y sirvió la mesa colocando abundantes alimentos, favoreciéndoles
entre los que estaban presentes. Y el trinchador les sacó platos de
carnes de todas clases y puso a su lado copas de oro. Y
mostrándoselos, decía el prudente Menelao:
«Comed
y alegraos, que luego que os hayáis alimentado con estos manjares os
preguntaremos quiénes sois de los hombres. Pues sin duda el linaje
de vuestros padres no se ha perdido, sino que sois vástagos de reyes
que llevan cetro de linaje divino, que los plebeyos no engendran
mozos así.»
Así
diciendo puso junto a ellos, asiéndolo con la mano, un grueso lomo
asado de buey que le habían ofrecido a él mismo como presente de
honor. Echaron luego mano a los alimentos colocados delante, y
después que arrojaron el deseo de comida y bebida, Telémaco habló
al hijo de Néstor acercando su cabeza para que los demás no se
enteraran:
«Observa,
Nestórida grato a mi corazón, el resplandor de bronce en el
resonante palacio, y el del oro, el eléctro, la plata y el marfil.
Seguro que es así por dentro el palacio de Zeus Olímpico. ¡Cuántas
cosas inefables!, el asombro me atenaza al verlas.»
El
rubio Menelao se percató de lo que decía y habló aladas palabras:
Hijos
míos, ninguno de los mortales podría competir con Zeus, pues son
inmortales su casa y posesiones; pero de los hombres quizá alguno
podría competir conmigo o quizá no en riquezas; las he traído en
mis naves y llegué al octavo año después de haber padecido mucho y
andar errante mucho tiempo. Errante anduve por Chipre, Fenicia y
Egipto; llegué a los etiopes, a los sidonios, a los erembos y a
Libia, donde los corderos enseguida crían cuernos, pues las ovejas
paren tres veces en un solo año. Ni amo ni pastor andan allí faltos
de queso ni de carne, ni de dulce leche, pues siempre están
dispuestas para dar abundante leche. Mientras andaba yo errante por
allí, reuniendo muchas riquezas, otro mató a mi hermano a
escondidas, sin que se percatara, con el engaño de su funesta
esposa. Así que reino sin alegría sobre estas riquezas. Ya habréis
oído esto de vuestros padres, quienes quiera que sean, pues sufrí
muy mucho y destruí un palacio muy agradable para vivir que contenía
muchos y valiosos bienes. ¡Ojalá habitara yo mi palacio aún con un
tercio de éstos, pero estuvieran sanos y salvos los hombres que
murieron en la ancha Troya lejos de Argos, criadora de caballos. Y
aunque lloro y me aflijo a menudo por todos en mi palacio, unas veces
deleito mi ánimo con el llanto y otras descanso, que pronto trae
cansancio el frío llanto. Mas no me lamento tanto por ninguno,
aunque me aflija, como por uno que me amarga el sueño y la comida al
recordarlo, pues ninguno de los aqueos sufrió tanto como Odiseo
sufrió y emprendió. Para él habían de ser las preocupaciones,
para mí el dolor siempre insoportable por aquél, pues está lejos
desde hace tiempo y no sabemos si vive o ha muerto. Sin duda lo
lloran el anciano Laertes y la discreta Penélope y Telémaco, a
quien dejó en casa recién nacido.»
Así
dijo y provocó en Telémaco el deseo de llorar por su padre. Cayó a
tierra una lágrima de sus párpados al oír hablar de éste, y
sujetó ante sus ojos el purpúreo manto con las manos.
Menelao
se percató de ello, y dudaba en su mente y en su corazón si dejarle
que recordara a su padre o indagar él primero y probarlo en cada
cosa en particular. En tanto que agitaba esto en su mente y en su
corazón, salió Helena de su perfumada estancia de elevado techo
semejante a Afrodita, la de rueca de oro.
Colocó
Adrastra junto a ella un sillón bien trabajado, y Alcipe trajo un
tapete de suave lana. También trajo Filo la canastilla de plata que
le había dado Alcandra, mujer de Pólibo, quien habitaba en Tebas la
de Egipto, donde las casas guardan muchos tesoros. (Dio Pólibo a
Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y diez talentos de oro.
Y aparte, su esposa hizo a Helena bellos obsequios: le regaló una
rueca de oro v una canastilla sostenida por ruedas de plata, sus
bordes terminados con oro.) Ofreciósela, pues, Filo, llena de hilo
trabajado, y sobre él se extendía un huso con lana de color
violeta. Y se sentó en la silla y a sus pies tenía un escabel. Y
luego preguntó a su esposo, con su palabra, cada detalle:
«¿Sabemos
ya, Menelao, vástago de Zeus, quiénes de los hombres se precian de
ser éstos que han llegado a nuestra casa? ¿Me engañaré o será
cierto lo que voy a decir? El ánimo me lo manda. Y es que creo que
nunca vi a nadie tan semejante, hombre o mujer (¡el asombro me
atenaza al contemplarlo!), como éste se parece al magnífico hijo de
Odiseo, a Telémaco, a quien aquel hombre dejó recién nacido en
casa cuando los aqueos marchasteis a Troya por causa de mí,
¡desvergonzada!, para llevar la guerra.»
Y
el rubio Menelao le contestó diciendo:
«También
pienso yo ahora, mujer, tal como lo imaginas, pues tales eran los
pies y las manos de aquél, y las miradas de sus ojos, y la cabeza y
por encima los largos cabellos. Así que, al recordarme a Odiseo, he
referido ahora cuánto sufrió y se fatigó aquél por mí. Y él
vertía espeso llanto de debajo de sus cejas sujetando con las manos
el purpúreo manto ante sus ojos.»
Y
luego Pisístrato, el hijo de Néstor, le dijo:
«Atrida
Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, en verdad éste es
el hijo de aquél, tal como dices, pero es prudente y se avergüenza
en su ánimo de decir palabras descaradas al venir por primera vez
ante ti, cuya voz nos cumple como la de un dios.
«Néstor
me ha enviado, el caballero de Gerenia, para seguirlo como
acompañante, pues deseaba verte a fin de que le sugirieras una
palabra o una obra. Pues muchos pesares tiene en palacio el hijo de
un padre ausente si no tiene otros defensores como le sucede a
Telémaco. Ausentóse su padre y no hay otros defensores entre el
pueblo que lo aparten de la desgracia.»
Y
el rubio Menelao contestó y dijo a éste:
«!Ay!,
ha venido a mi casa el hijo del querido hombre que por mí padeció
muchas pruebas. Pensaba estimarlo por encima de los demás argivos
cuando volviera, si es que Zeus Olímpico, el que ve a lo ancho, nos
concedía a los dos regresar en las veloces naves. Le habría dado
como residencia una ciudad en Argos y lé habría edificado un
palacio trayéndolo desde Itaca con sus bienes, su hijo y todo el
pueblo, después de despoblar una sola ciudad de las que se
encuentran en las cercanías y son ahora gobernadas por mí. Sin duda
nos habríamos reunido con frecuencia estando aquí y nada nos habría
separado en siendo amigos y estando contentos, hasta que la negra
nube de la muerte nos hubiera envuelto. Pero debía envidiarlo el
dios que ha hecho a aquel desdichado el único que no puede
regresar.»
Así
dijo y despertó en todos el deseo de llorar. Lloraba la argiva
Helena, nacida de Zeus, y lloraba Telémaco y el Atrida Menelao.
Tampoco el hijo de Néstor tenía sus ojos sin llanto, pues recordaba
en su interior al irreprochable Antíloco, a quien mató el ilustre
hijo de la resplandeciente Eos. Y acordándose de él dijo aladas
palabras:
«Atrida,
decía el anciano Néstor cuando lo mentábamos en su palacio, y
conversábamos entre nosotros, que eres muy sensato entre los
mortales. Conque ahora, si es posible, préstame atención. A mí no
me cumple lamentarme después de la cena, pero va a llegar Eos, la
que nace de la mañana. No me importará entonces llorar a quien de
los mortales haya perecido y arrastrado su destino. Esta es la única
honra para los miserables mortales, que se corten el cabello y dejen
caer las lágrimas por sus mejillas. Pues también murió un mi
hermano que no era el peor de los argivos tú debes saberlo, pues yo
ni fui ni lo vi, y dicen que era Antíloco superior a los demás,
rápido en la carrera y luchador.»
Y
le contestó y dijo el rubio Menelao:
«Amigo,
has hablado como hablaría y obraría un hombre sensato y que tuviera
más edad que tú. Eres hijo de tal padre porque también tú hablas
prudentemente. Es fácil de reconocer la descendencia del hombre a
quien el Cronida concede felicidad cuando se casa o cuando nace, como
ahora ha concedido a Néstor envejecer cada día tranquilamente en su
palacio y que sus hijos sean prudentes y los mejores con la lanza.
Mas dejemos el llanto que se nos ha venido antes y pensemos de nuevo
en la cena; y que viertan agua para las manos. Que Telémaco y yo
tendremos unas palabras al amanecer para conversar entre nosotros.»
Así
dijo, y Asfalión vertió agua sobre sus manos, rápido servidor del
ilusre Menelao; y ellos echaron mano de los alimentos que tenían
preparados delante.
Entonces
Helena, nacida de Zeus, pensó otra cosa: al pronto echó en el vino
del que bebían una droga para disipar el dolor y aplacadora de la
cólera que hacía echar a olvido todos los males. Quien la tomara
después de mezclada en la crátera, no derramaría lágrimas por las
mejillas durante un día, ni aunque hubieran muerto su padre y su
madre o mataran ante sus ojos con el bronce a su hermano o a su hijo.
Tales drogas ingeniosas tenía la hija de Zeus, y excelentes, las que
le había dado Polidamna, esposa de Ton, la egipcia, cuya fértil
tierra produce muchísimas drogas, y después de mezclarlas muchas
son buenas y muchas perniciosas; y allí cada uno es médico que
sobresale sobre todos los hombres, pues es vástago de Peón. Así
pues, luego que echó la droga ordenó que se escanciara vino de
nuevo; y contestó y dijo su palabra:
«Atrida
Menelao, vástago de Zeus, y vosotros, hijos de hombres nobles. En
verdad el dios Zeus nos concede unas veces bienes y otras males, pues
lo puede todo. Comed ahora sentados en el palacio y deleitaos con
palabras, que yo voy a haceros un relato oportuno. Yo no podría
contar ni enumerar todos los trabajos de Odiseo el sufridor, pero sí
esto que realizó y soportó el animoso varón en el pueblo de los
troyanos donde los aqueos padecisteis penalidades: infligiéndose a
sí mismo vergonzosas heridas y echándose por los hombros ropas
miserables, se introdujo como un siervo en la ciudad de anchas calles
de sus enemigos. Así que ocultándose, se parecía a otro varón, a
un mendigo, quien no era tal en las naves de los aqueos. Y como tal
se introdujo en la ciudad de los troyanos, pero ninguno de ellos le
hizo caso; sólo yo lo reconocí e interrogué, y él me evitaba con
astucia. Sólo cuando lo hube lavado y arreglado con aceite, puesto
un vestido y jurado con firme juramento que no lo descubriría entre
los troyanos hasta que llegara a las rápidas naves y a las tiendas,
me manifestó Odiseo todo el plan de los aqueos. Y después de matar
a muchos troyanos con afilado bronce, marchó junto a los argivos
llevándose abundante información. Entonces las troyanas rompieron a
llorar con fuerza, mas mi corazón se alegraba, porque ya ansiaba
regresar rápidamente a mi casa y lamentaba la obcecación que me
otorgó Afrodita cuando me condujo allí lejos de mi patria,
alejándome de mi hija, de mi cama y de mi marido, que no es inferior
a nadie ni en juicio ni en porte.»
Y
el rubio Menelao le contestó y dijo:
«Sí,
mujer, todo lo has dicho como te corresponde. Yo conocí el parecer y
la inteligencia de muchos héroes y he visitado muchas tierras. Pero
nunca vi con mis ojos un corazón tal como era el del sufridor
Odiseo. ¡Como esto que hizo y aguantó el recio varón en el pulido
caballo donde estábamos los mejores de los argivos para llevar
muerte y desgracia a los troyanos! Después llegaste tú debió
impulsarte un dios que quería conceder gloria a los troyanos yo
seguía Deífobo semejante a los dioses. Tres veces lo acercaste a
palpar la cóncava trampa y llamaste a los mejores dánaos,
designando a cada uno por su nombre, imitando la voz de las esposas
de cada uno de los argivos. También yo y el hijo de Tideo y el
divino Odiseo, sentados en el centro, lo oímos cuando nos llamaste.
Nosotros dos tratamos de echar a andar para salir o responder luego
desde dentro. Pero Odiseo lo impidió y nos contuvo, aunque mucho lo
deseábamos. Así que los demás hijos de los aqueos quedaron en
silencio, y sólo Anticlo deseaba contestarte con su palabra. Pero
Odiseo apretó su fuerte mano reciamente sobre la boca y salvó a
todos los aqueos. Y mientras lo retenía, lo llevó lejos Palas
Atenea.»
Y
le contestó Telémaco discretamente:
«Atrida
Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombres, ello es más
doloroso, pues esto no lo apartó de la funesta muerte ni aunque
tenía dentro un corazón de hierro. Pero, vamos, envíanos a la cama
para que nos deleitemos ya con el dulce sueño.»
Así
dijo, y la argiva Helena ordenó a las esclavas colocar camas bajo el
pórtico y disponer hermosas mantas de púrpura, extender por encima
colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse. Así que salieron
de la sala sosteniendo antorchas en sus manos y prepararon las camas.
Y un heraldo condujo a los huéspedes. Acostáronse allí mismo, en
el vestíbulo de la casa, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de
Néstor. El Atrida durmió en el interior del magnífico palacio y
Helena, de largo peplo, se acostó junto a él, la divina entre las
mujeres.
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana , la de dedos de
rosa, Menelao, el de recia voz guerrera, se levantó del lecho,
vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo sus
pies brillantes como el aceite calzó hermosas sandalias. Luego se
puso en marcha, salió del dormitorio semejante de frente a un dios y
se sentó junto a Telémaco, le dijo su palabra y le llamó por su
nombre:
«¿Qué
necesidad lo trajo aquí, héroe Telémaco, a la divina Lacedemonia,
sobre el ancho lomo del mar? ¿Es un asunto público o privado?
Dímelo sinceramente.»
Y
Telémaco le contestó discretamente:
«Atrida
Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombre, he venido por si
podías darme alguna noticia sobre mi padre. Se consume mi casa y mis
ricos campos se pierden; el palacio está lleno de hombres malvados
que continuamente degüellan gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de
rotátiles patas, los pretendientes de mi madre, que tienen una
arrogancia insolente. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si
quieres contarme su luctuosa muerte, la hayas visto con tus propios
ojos o hayas escuchado el relato de algún caminante; digno de
lástima más que nadie lo parió su madre. Y no endulces tus
palabras por respeto ni piedad; antes bien, cuéntame detalladamente
cómo llegaste a verlo. Te lo suplico, si es que alguna vez mi padre,
el noble Odiseo, lo prometió y cumplió alguna palabra o alguna obra
en el pueblo de los troyanos, donde los aqueos sufristeis
penalidades. Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad».
Y
le contestó irritado el rubio Menelao:
«¡Ay,
ay, conque quieren dormir en el lecho de un hombre intrépido quienes
son cobardes! Como una cierva acuesta a sus dos recién nacidos
cervatillos en la cueva de un fuerte león y mientras sale a buscar
pasto en las laderas y los herbosos valles, aquél regresa a su
guarida y da vergonzosa muerte a ambos, así Odiseo dará vergonzosa
muerte a aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que fuera
como cuando en la bien construida Lesbos se levantó para disputar y
luchó con Filomeleides, lo derribó violentamente y todos los aqueos
se alegraron! Ojalá que con tal talante se enfrentara Odiseo con los
pretendientes: corto el destino de todos sería y amargas sus
nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y suplicas, no querría
apartarme de la verdad y engañarte. Conque no lo ocultaré ni
guardaré secreto sobre lo que me dijo el veraz anciano del mar.
«Los
dioses me retuvieron en Egipto, aunque ansiaba regresar aquí, por no
realizar hecatombes perfectas; que siempre quieren los dioses que nos
acordemos de sus órdenes. Hay una isla en el ponto de agitadas olas
delante de Egipto la llaman Faro,tan lejos cuanto una cóncava nave
puede recorrer en un día si sopla por detrás sonoro viento, y un
puerto de buen fondeadero de donde echan al mar las equilibradas
naves, luego de sacar negra agua. Retuviéronme allí los dioses
veinte días, y no aparecían los vientos que soplan favorables, los
que conducen a la naves sobre el ancho lomo del mar. Todos los
víveres y el vigor de mis hombres se habría acabado a no ser que
una de las diosas se hubiera compadecido y sentido piedad de mí,
Idoteas, la hija del valiente Proteo, el anciano de los mares, pues
la conmovió el ánimo. Encontróse conmigo cuando vagaba solo lejos
de mis compañeros (continuamente vagaban éstos por la isla pescando
con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos), y
acercándose me dijo estas palabras: "¿Eres así de simple y
atontado, forastero, o te abandonas de buen grado y gozas padeciendo
males?, puesto que permaneces en la isla desde hace tiempo sin poder
hallar remedio y se consume el ánimo de tus compañeros." Así
dijo, y yo le contesté: "Te diré, quienquiera que seas de las
diosas, que no estoy detenido de buen grado; que debo haber faltado a
los inmortales que poseen el ancho cielo. Pero dime tú, pues los
dioses lo saben todo, quién de ellos me detiene y aparta de mi
camino, y cómo llevaré a cabo el regreso a través del ponto rico
en peces." Así dije, y ella, la divina entre las diosas, me
respondió luego: "Forastero, te voy a informar muy
sinceramente. Viene aquí con frecuencia el veraz anciano del mar, el
inmortal Proteo egipcio, que conoce las profundidades de todo el mar,
siérvo de Poseidón y dicen que él me engendró y es mi padre. Si
tú pudieras apresarlo de alguna manera, poniéndote al acecho, él
lo diría el camino, la extensión de la ruta y cómo llevarás a
cabo el regreso a través del ponto rico en peces. Y también lo
diría, vástago de Zeus, si es que lo deseas, lo bueno y lo malo que
ha sucedido en tu palacio después que emprendiste este viaje largo y
difícil." Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sugiéreme
tú misma una emboscada contra el divino anciano a fin de que no me
rehúya si me conoce y se da cuenta de ante mano, pues es difícil
para un hombre mortal sujetar a un dios." Así dije, y ella, la
divina entre las diosas, me respondió luego: "Yo lo diré esto
muy sinceramente. Cuando el sol va por el centro del cielo, el veraz
anciano marino sale del mar con el soplo de Céfiro, oculto por el
negro encrestamiento de las olas. Una vez fuera, se acuesta en honda
gruta y a su alrededor duermen apiñadas las focas, descendientes de
la hermosa Halosidne, que salen del canoso mar exhalando el amargo
olor de las profundidades marinas. Yo lo conduciré allí al
despuntar la aurora, lo acostaré enseguida y escogerás a tres
compañeros, a los mejores de tus naves de buenos bancos. Te diré
todas las argucias de este anciano: primero contará y pasará
revista a las focas y cuando las haya contado y visto todas, se
acostará en medio de ellas como el pastor de un rebaño de ovejas.
Tan pronto como lo veáis durmiendo, poned a prueba vuestra fuerza y
vigor y retenedlo allí mismo, aunque trate de huir ansioso y
precipitado. Intentará tornarse en todos los reptiles que hay sobre
la tierra, así como en agua y en violento fuego. Pero vosotros
retenedlo con firmeza y apretad más fuerte. Y cuando él lo
pregunte, volviendo a mostrarse tal como lo visteis durmiendo,
abstente de la violencia y suelta al anciano. Y pregúntale cuál de
los dioses lo maltrata y cómo llevarás a cabo el regreso a través
del ponto rico en peces."
Habiendo
hablado así, se sumergió en el ponto alborotado y yo marché hacia
las naves que se encontraban en la arena. Y mientras caminaba, mi
corazón agitaba muchos pensamientos. Pero una vez que llegué a las
naves y al mar, preparamos la cena y se nos vino la divina noche.
Entonces nos acostamos en la ribera del mar.
«Tan
pronto como apuntó la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
me marché luego a la orilla del mar, el de anchos caminos,
suplicando mucho a los dioses. Y llevé tres compañeros en los que
más fiaba para empresas de toda suerte.
«Entre
tanto, Idotea, que se había sumergido en el ancho seno del mar, sacó
cuatro pieles de foca del ponto, todas ellas recién desolladas, pues
había ideado un engaño contra su padre: había cavado hoyos en la
arena del mar y se sentó para esperar. Nosotros llegamos muy cerca
de ella, nos acostó en fila y echó sobre cada uno una piel. La
emboscada era angustiosa, pues nos atormentaba terriblemente el
mortífero olor de las focas criadas en el mar. Pues ¿quién se
acostaría junto a un monstruo marino? Pero ella nos salvó y nos dio
un gran remedio: colocó a cada uno debajo de la nariz ambrosía que
despedía un muy agradable olor y acabó con la fetidez del monstruo.
Esperamos toda la mañana con ánimo resignado y las focas salieron
del mar apiñadas y se tendieron en fila sobre la ribera. El anciano
salió del mar al mediodía y encontró a las rollizas focas, pasó
revista a todas y contó el número. Nos contó los primeros entre
los monstruos, pero no se percató su ánimo de que había engaño. A
continuación se acostó también él. Conque nos lanzamos gritando y
le echamos mano. El anciano no se olvidó de sus engañosas artes, y
primero se convirtió en melenudo león, en dragón, en pantera, en
gran jabalí; también se convirtió en fluida agua y en árbol de
frondosa copa, mas nosotros lo reteníamos con fuerte coraje. Y
cuando el artero anciano estaba ya fastidiado me preguntó y me dijo:
"Quién de los dioses, hijo de Atreo, te aconsejó para que me
apresaras contra mi voluntad tendiéndome emboscada? ¿Qué necesitas
de mí?" Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sabes
anciano (¿por qué me dices esto intentando engañarme?) que tiempo
ha que estoy retenido en esta isla sin poder hallar remedio y mi
corazón se me consume dentro. Pero dime puesto que los dioses lo
saben todo quién de los inmortales me detiene y aparta de mi camino
y cómo llevaré a cabo el regreso a través del ponto rico en
peces." Así dije, y al punto me contestó y dijo: "Debieras
haber hecho al embarcar hermosos sacrificios a Zeus y a los demás
dioses que poseen el ancho cielo para llegar a tu patria navegando
sobre el ponto rojo como el vino. No creo que tu destino sea ver a
los tuyos y llegar a tu bien edificada casa y a tu patria hasta que
vuelvas a recorrer las aguas del Egipto, río nacido de Zeus y
sacrifiques sagradas hecatombes a los dioses inmortales que poseen el
ancho cielo. Entonces los dioses te concederán el camino que tanto
deseas." Así dijo y se me conmovió el corazón, pues me
mandaba ir de nuevo a Egipto a través del ponto, sombrío camino,
largó y difícil. Pero aun así le contesté y le dije: "Anciano,
haré como mandas. Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si
llegaron sanos y salvos todos los aqueos que Néstor y yo dejamos
cuando partimos de Troya o murió alguno de cruel muerte en su nave o
a manos de los suyos después de soportar la guerra laboriosa."
Así dije, y él me contestó y dijo: "¡Atrida!, ¿por qué me
preguntas esto? No te es necesario saberlo ni conocer mi pensamiento.
Te aseguro que no estarás mucho tiempo sin llanto luego que te
enteres de todo, pues muchos de ellos murieron y muchos han
sobrevivido. Sólo dos jefes de los aqueos que visten bronce murieron
en el regreso (pues tú mismo asististe a la guerra); y uno que vive
aún está retenido en el vasto ponto. Ayante pereció junto con sus
naves de largos remos: primero lo arrimó Poseidón a las grandes
rocas de Girea y lo salvó del mar, y habría escapado de la muerte,
aunque odiado de Atenea, si no hubiera pronunciado una palabra
orgullosa y se hubiera obcecado grandemente. Dijo que escaparía al
gran abismo del mar contra la voluntad de los dioses. Poseidón le
oyó hablar orgullosamente y a continuación, cogiendo con sus manos
el tridente, golpeó la roca Girea y la dividió: una parte quedo
allí, pero se desplomó en el ponto el trozo sobre el que Ayante,
sentado desde el principio, había incurrido en gran cegazón; y lo
arrastró hacia el inmenso y alborotado ponto. Así pereció después
de beber la salobre agua.
«"También
tu hermano escapó a la maldición de Zeus y huyó en las cóncavas
naves, pues lo salvó la venerable Hera. Mas cuando estaba a punto de
llegar al escarpado monte de Malea, arrebatólo una tempestad que lo
llevó gimiendo penosamente por el ponto rico en peces. hasta un
extremo del campo donde en otro tiempo habitó Tiestes; mas entonces
la habitaba Egisto, el hijo de Tiestes. Así que cuando, una vez
allí, le parecía feliz el regreso y los dioses cambiaron el viento
y llegaron a sus casas, entonces tu hermano pisó alegre su tierra
patria: tocaba y besaba la tierra y le caían muchas ardientes
lágrimas cuando contemplaba con júbilo su tierra. Pero lo vio desde
una atalaya el vigilante que había puesto allí el tramposo Egisto
(le había ofrecido en recompensa dos talentos de oro). Vigilaba éste
desde hacía un año, para que no le pasara inadvertido si llegaba y
recordara su impetuosa fuerza. Y marchó a palacio para dar la
noticia al pastor de su pueblo. Y enseguida Egisto tramó una
engañosa trampa: eligiendo los veinte mejores hombres entre el
pueblo, los puso en emboscada y luego mandó preparar un banquete en
otra parte, y marchó a llamar a Agamenón, pastor de su pueblo, con
caballos y carros meditando obras indignas. Condújolo, desconocedor
de su muerte, y mientras lo agasajaba lo mató como se mata a un buey
en el pesebre. No quedó vivo ninguno de los compañeros del Atrida
que lo acompañaban, ni ninguno de Egisto, que todos fueron muertos
en el palacio."
«Así
dijo, y se me conmovió el corazón; lloraba sentado en la arena, y
mi corazón no quería vivir ya ni ver la luz del sol. Y después que
me harté de llorar y agitarme me dijo el veraz anciano del mar: "No
llores, hijo de Atreo, mucho tiempo y sin cesar, puesto que así no
hallaremos ningún remedio. Conque trata de volver a tu patria
rápidamente, pues o lo encontrarás aún vivo o bien Orestes lo
habrá matado adelantándose y tú puedes estar presente a sus
funerales." Así dijo, y mi corazón y ánimo valeroso se
caldearon de nuevo en mi pecho, aunque estaba afligido. Y le hablé y
le dije aladas palabras: "De éstos ya sé ahora. Nómbrame,
pues, al tercer hombre, el que, aún vivo, está retenido en el vasto
ponto o está ya muerto. Pues aunque afligido quiero oírlo."
Así le dije, y él al punto me contestó y me dijo: "El hijo de
Laertes que habita en Itaca. Lo vi en una isla derramando abundante
llanto, en el palacio de la ninfa Calipso, que lo retiene por la
fuerza. No puede regresar a su tierra, pues no tiene naves provistas
de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho lomo del mar.
Respecto a ti, Menelao, vástago de Zeus, no está determinado por
los dioses que mueras en Argos, criadora de caballos, enfrentándote
con tu destino, sino que los inmortales lo enviarán a la llanura
Elisia, al extremo de la tierra, donde está el rubio Radamanto. Allí
la vida de los hombres es más cómoda, no hay nevadas y el invierno
no es largo; tampoco hay lluvias, sino que Océano deja siempre paso
a los soplos de Céfiro que sopla sonoramente para refrescar a los
hombres. Porque tienes por esposa a Helena y para ellos eres yerno de
Zeus."
«Y
hablando así, se sumergió en el alborotado ponto. Yo enfilé hacia
las naves con mis divinos compañeros, y mientras caminaba, mi
corazón agitaba muchas cosas; y luego que llegamos a la nave y al
mar, preparamos la cena y se nos echó encima la divina noche; así
que nos acostamos en la ribera del mar.
«Y
cuando apareció Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
en primer lugar lanzamos al mar divino las naves y colocamos los
mástiles y velas en las proporcionadas naves y todos se fueron a
sentar en los bancos; y sentados en fila, batían el canoso mar con
los remos.
«Detuve
las naves en el Egipto, río nacido de Zeus, e hice perfectas
hecatombes. Y cuando había puesto fin a la cólera de los dioses que
existen siempre, levanté un túmulo a Agamenón para que su gloria
sea inextinguible.
«Acabado
esto, partí, y los inmortales me concedieron viento favorable y
rápidamente me devolvieron a mi tierra. Pero, vamos, permanece ahora
en mi palacio, hasta que llegue el undécimo o el duodécimo día.
Entonces te despediré y te daré como espléndidos regalos tres
caballos y un carro bien trabajado; también te daré una hermosa
copa para que hagas libaciones a los dioses inmortales y te acuerdes
de mí todos los días.»
Y
a su vez, Telémaco le contestó discretamente:
«¡Atrida!,
no me retengas aquí durante mucho tiempo, pues yo permanecería un
año junto a ti sin que me atenazara la nostalgia de mi casa ni de
mis padres, que me cumple sobremanera escuchar tus relatos y
palabras. Pero ya mis compañeros estarán disgustados en la divina
Pilos y tú me retienes aquí hace tiempo. Que el regalo que me des
sea un objeto que se pueda conservar. Los caballos no los llevaré a
Itaca, te los dejaré aquí como ornato, pues tú reinas en una
llanura vasta en la que hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y
blanca cebada que cría el campo. En Itaca no hay recorridos extensos
ni prado; es tierra criadora de cabras y más encantadora que la
criadora de caballos. Pues ninguna de las islas que se reclinan sobre
el mar es apta para el paso de caballos ni rica en prados, a Itaca
menos que ninguna.»
Así
dijo, y Menelao, de recia voz guerrera, sonrió y lo acarició con la
mano; le llamó por su nombre y le dijo su palabra:
«Hijo
querido, eres de sangre noble, según hablas. Te cambiaré el regalo,
pues puedo. Y de cuantos objetos hay en mi palacio que se pueden
conservar, te daré el más hermoso y el de más precio. Te daré una
crátera bien trabajada, de plata toda ella y con los bordes pulidos
en oro. Es obra de Hefesto; me la dio el héroe Fedimo, rey de los
sidonios, cuando me alojó en su casa al regresar. Esto es lo que
quiero regalarte.»
Mientras
departían entre sí iban llegando los invitados al palacio del
divino rey. Unos traían ovejas, otros llevaban confortante vino, y
las esposas de lindos velos les enviaban el pan. Así preparaban
comida en el palacio.
Entre
tanto, los pretendientes se complacían arrojando discos y venablos
ante el palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde
acostumbraban, llenos de arrogancia.
Hallábanse
sentados Antínoo y Eurímaco, semejantes a los dioses, los jefes de
los pretendientes y los mejores con preferencia por su valor. Y
acercándoseles el hijo de Fronio, Noemón, le preguntó y dijo a
Antínoo su palabra:
«Antínoo,
¿sabemos cuándo vendrá Telémaco de la arenosa Pilos o no? Se fue
llevándose mi nave y preciso de ella para pasar a la espaciosa
Elide, donde tengo doce yeguas y mulos no domados, buenos para el
laboreo; si traigo alguno de estos podría domarlo.»
Así
dijo, y ellos quedaron atónitos, pues no pensaban que Telémaco
hubiera marchado a Pilos de Neleo, sino que se encontraba en el campo
con las ovejas o con el porquerizo.
Mas,
al fin, Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo:
«Háblame
sinceramente. ¿Cuándo se fue y qué mozos lo acompañaban? ¿Los
mejores de Itaca o sus obreros y criados? Que también pudo hacerlo
así. Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si te quitó la
negra nave por la fuerza y contra tu voluntad o se la diste de buen
grado, luego de suplicarte una y otra vez.»
Y
Noemón, el hijo de Fronio, le contestó:
«Yo
mismo se la di de buen grado. ¿Qué se podría hacer si te la pide
un hombre como él, con el ánimo lleno de preocupaciones? Sería
difícil negársela. Los jóvenes que le acompañaban son los que
sobresalen entre nosotros en el pueblo. También vi embarcando como
jefe a Méntor, o a un dios, pues así parecía en todo. Lo que me
extraña es que vi ayer por la mañana al divino Méntor aquí, y eso
que entonces se embarcó para Pilos.»
Cuando
así hubo hablado marchó hacia la casa de su padre, y a éstos se
les irritó su noble ánimo. Hicieron sentar a los pretendientes
todos juntos y detuvieron sus juegos. Y entre ellos habló irritado
Antínoo, hijo de Eupites; su corazón rebosaba negra cólera y sus
ojos se asemejaban al resplandeciente fuego: «¡Ay, ay, buen trabajo
ha realizado Telémaco arrogantemente con este viaje; y decíamos que
no lo llevaría a cabo! Contra la voluntad de tantos hombres un crío
se ha marchado sin más, después de botar una nave y elegir los
mejores entre el pueblo. Enseguida comenzará a ser un azote. ¡Así
Zeus le destruya el vigor antes de que llegue a la plenitud de la
juventud Conque, ea, dadme una rápida nave y veinte compañeros para
ponerle emboscada y esperarle cuando vuelva en el estrecho entre
Itaca y la escarpada Same. Para que el viaje que ha emprendido por
causa de su padre le resulte funesto.»
Así
dijo, y todos aprobaron sus palabras y lo apremiaban.
Así
que se levantaron y se pusieron en camino hacia el palacio de Odiseo.
Penélope
no tardó mucho en enterarse de los planes que los prentendientes
meditaban en secreto. Pues se los comunicó el heraldo Medonte, que
escuchó sus decisiones aunque estaba fuera del patio cuando éstos
las urdían dentro. Y se puso en camino por el palacio para
cómunicárselo a Penélope. Cuando atravesaba el umbral le dijo
ésta:
«Heraldo,
¿a qué te mandan los ilustres pretendientes? ¿Acaso para que
ordenes a las esclavas del divino Odiseo que dejen sus labores y les
preparen comida? iOjalá dejaran de cortejarme y de reunirse y
cenaran su última y definitiva cena! Con tanto reuniros aquí estáis
acabando con muchos bienes, con las posesiones del prudence Telémaco.
¿No habéis oído contar a vuestros padres cuando erais niños cómo
era Odiseo con ellos, que ni hizo ni dijo nada injusto en el pueblo?
Este es el proceder habitual de los divinos reyes: a un hombre le
odian mientras que a otro le aman. Pero aquél jamás hizo injusticia
a hombre alguno. Así que han quedado al descubierto vuestro ánimo a
injustas obras, y no tenéis agradecimiento por sus beneficios.»
Y
a su vez le dijo Medonte, de pensamientos prudentes:
«Reina,
¡ojalá fuera ésta el mayor mal! Pero los pretendientes meditan
otro mucho mayor y más penoso que ojalá no cumpla el Cronida!
Desean ardientemente matar a Telémaco con el agudo bronce cuando
vuelva a casa, pues partió a la augusta Pilos y a la divina
Lacedemonia en busca de noticias dé su padre.»
Así
dijo. Flaqueáronle a Penélope las rodillas y el corazón, el
estupor le arrebató las palabras por largo tiempo, y los ojos se le
llenaron de lágrimas, y la vigorosa voz se le quedó detenida. Más
tarde le contestó y dijo:
«¡Heraldo!
¿Por qué se ha marchado mi hijo? No precisaba embarcar en las naves
que navegan veloces, que son para los hombres caballos en la mar y
atraviesan la abundante humedad. ¿Acaso lo hizo para que no quede ni
siquiera su nombre entre los hombres?» Y le contestó a continuación
Medonte, conocedor de prudencia:
«No
sé si lo impulsó algún dios o su propio ánimo a ir a Pilos para
indagar acerca del regreso de su padre o del destino con el que se ha
enfrentado.»
Cuando
hubo hablado así, se fue por el palacio de Odiseo. Envolvió a
Penélope una pena mortal y no soportó estar sentada en la silla, de
las que había abundancia en la casa, sino que se sentó en el muy
trabajado umbral de su aposento, quejándose de manera lamentable. Y
a su alrededor gemían todas las criadas, cuantas habia en el
palacio, jóvenes y viejas. Y Penélope les dijo, llorando
agudamente:
«Escuchadme,
amigas, pues el Olímpico me ha concedido dolores por encima de las
que nacieron o se criaron conmigo: perdí primero a un esposo noble
de corazón de león y que se distinguía entre los dánaos por
excelencias de todas clases, un noble varón cuya vasta gloria se
extiende por la Hélade y hasta el centro de Argos.
«Y
ahora las tempestades han arrebatado sin gloria del palacio a mi
amado hijo. No me enteré cuándo marchó. Desdichadas, tampoco a
vosotras se os ocurrió levantarme de la cama, aunque bien sabíais
cuándo partió aquél en la cóncava y negra nave; pues si hubiera
barruntado que pensaba en este viaje, se habría quedado aquí por
más que lo ansiara o me habría tenido que dejar muerta en el
palacio. Vamos, que llame alguna al anciano Dolio, mi esclavo, el que
me dio mi padre cuando vine aquí y cuida mi huerto abundante en
árboles, para que vaya cerca de Laertes lo antes posible a contarle
todo esto, por si urdiendo alguna astucia en su mente sale a quejarse
a los ciudadanos que desean destruir el linaje de Odiseo, semejante a
un dios.»
Y
a su vez le dijo su nodriza Euriclea:
«¡Hija
mía!, mátame con implacable bronce o déjame en palacio, mas no te
ocultaré mi palabra; yo sabía todo esto y le di cuanto ordenó, pan
y dulce vino, y me tomó un solemne juramento: que no te lo dijera
antes de que llegara el duodécimo día o tú misma lo echaras de
menos y escucharas que se había marchado, para que no afearas
llorando tu hermosa piel.
«Vamos,
báñate, toma vestidos limpios para tu cuerpo y sube al piso
superior con las esclavas. Y suplica a Atenea, hija de Zeus, portador
de égida, pues ella, en efecto, lo salvará de la muerte. No hagas
desgraciado a un pobre anciano, pues no creo en absoluto que el
linaje del hijo de Arcisio sea odiado por los bienaventurados dioses;
que alguno sobrevivirá que ocupe el palacio de elevado techo y posea
en la lejanta los fértiles campos.»
Así
diciendo, calmóse y cerró sus ojos al llanto.
Y
luego de bañarse y coger vestidos limpios para su cuerpo, subió al
piso superior con las criadas y colocó en una cesta granos de
cebada. E imploró a Atenea:
«Escúchame,
hija de Zeus, portador de égida, Atritona; si alguna vez el muy
hábil Odiseo quemó en el palacio gordos muslos de buey o de oveja,
acuérdate de ellos ahora, salva a mi hijo y aleja a los muy
orgullosos pretendientes.»
Cuando
hubo hablado así lanzó el grito ritual y la diosa escuchó su
oración. Los pretendientes alborotaban en la sombría sala, y uno de
los jóvenes orgullosos decía así:
«La
reina muy solicitada por nosotros prepara sus nupcias sin saber que
ha sido fabricada la muerte para su hijo.»
Así
decía uno, ignorando lo que había ocurrido. Y entre ellos habló
Antínoo y dijo:
«Desgraciados,
evitad toda palabra arrogante, no sea que alguien se la vaya a
comunicar. Mas, vamos, levantémonos y ejecutemos en silencio ese
plan que a todos nos cumple.»
Cuando
hubo dicho así, escogió a los veinte mejores y se dirigió hacia la
rápida nave y a la orilla del mar. Arrastráronla primero al
profundo mar y colocaron el mástil y las velas a la negra nave.
Prepararon luego los remos con estrobos de cuero todo como
corresponde, desplegaron las blancas velas y los audaces sirvientes
les trajeron las armas. Anclaron la nave en aguas profundas y luego
que hubieron desembarcado comieron allí y esperaron a que cayera la
tarde.
Entre
tanto, la discreta Penélope yacía en ayunas en el piso superior sin
tomar comida ni bebida, cavilando si su ilustre hijo escaparía a la
muerte o sucumbiría a manos de los soberbios pretendientes. Y le
sobrevino el dulce sueño mientras meditaba lo que suele meditar un
león entre una muchedumbre de hombres cuando lo llevan acorralado en
engañoso círculo. Dormía reclinada y todos sus miembros se
aflojaron.
En
esto, tramó otro plan la diosa de ojos brillantes, Atenea: construyó
una figura semejante al cuerpo de una mujer, de Iftima, hija del
magnánimo Icario, a la que había desposado Eumelo, que tenía su
casa en Feras, y envióla al palacio del divino Odiseo para que
aliviara del llanto y los gemidos a Penélope, que se lamentaba entre
sollozos. Entró en el dormitorio por la correa del pasador, se
colocó sobre la cabeza de Penélope y le dijo su palabra:
«Penélope,
¿duermes afligida en tu corazón? No, los dioses que viven
fácilmente no van a permitir que llores ni te aflijas, pues tu hijo
ya está en su camino de vuelta, que en nada es culpable a los ojos
de los dioses.»
Y
le contestó luego la discreta Penélope, durmiendo plácidamente en
las mismas puertas del sueño:
«Hermana,
¿por qué has venido? No sueles venir con frecuencia, al menos hasta
ahora, ya que vives muy lejos.
«Así
que me mandas dejar los lamentos y los numerosos dolores que se
agitan en mi interior, a mí que ya he perdido mi marido noble y
valiente como un león, dotado de toda clase de virtudes entre los
dánaos, cuya fama de nobleza es extensa en la Hélade y hasta el
centro de Argos. Ahora de nuevo mi hijo amado ha partido en cóncava
nave, mi hijo inocente desconocedor de obras y palabras. Es por éste
por quien me lamento más que por aquél. Por éste tiemblo y temo no
le vaya a pasar algo, sea por obra de los del pueblo a donde ha
marchado o sea en el mar. Pues muchos enemigos traman contra él
deseando matarlo antes de que llegue a su tierra patria.»
Y
le contestó la imagen invisible:
«Ánimo,
no temas ya nada en absoluto. Ésta es quien le acompaña como guía,
Palas Atenea pues puede, a quien cualquier hombre desearía tener a
su lado. Se ha compadecido de tus lamentos y me ha enviado ahora para
que te comunique esto.»
Y
le contestó a su vez la prudente Penélope:
«Si
de verdad eres una diosa y has oído la voz de un dios, vamos,
háblame también de aquel desdichado, si vive aún y contempla la
luz del sol o ya ha muerto y está en el Hades.»
Y
le contestó y dijo la imagen invisible:
«De
aquél no te voy a decir de fijo si vive o ha muerto, que es malo
hablar cosas vanas.»
Así
diciendo, desapareció en el viento por la cerradura de la puerta. Y
ella se desperezó del sueñó, la hija de Icario. Y su corazón se
calmó, porque en lo más profundo de la noche se le había
presentado un claro sueño.
Conque
los pretendientes embarcaron y navegaban los húmedos caminos
removiendo en su interior la muerte para Telémaco.
Hay
una isla pedregosa en mitad del mar entre Itaca y la escarpada Same,
la isla de Asteris. No es grande, pero tiene puertos de doble entrada
que acogen a las naves. Así que allí se emboscaron los aqueos y
esperaban a Telémaco.
CANTO
V
ODISEO
LLEGA A ESQUERIA
DE
LOS FEACIOS
En
esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono, para
llevar la luz a los inmortales y a los mortales. Los dioses se
reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto del
cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y relataba las
muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por éste, que se
encontraba en el palacio de la ninfa:
«Padre
Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún rey
portador de cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo
en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente, ya
que no se acuerda del divino Odiseo ninguno de los ciudadanos entre
los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste se encuentra
en una isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa
Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo
acompañen por el ancho lomo del mar. Y, encima, ahora desean matar a
su querido hijo cuando regrese a casa, pues ha marchado a la sagrada
Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre».
Y
le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:
«Hija
mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Pues no
concebiste tú misma la idea de que Odiseo se vengara de aquéllos
cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco diestramente, ya que
puedes, para que regrese a su patria sano y salvo, y que los
pretendientes regresen en la nave.»
Y
luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:
«Hermes,
puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a comunicar a la
ninfa de lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo
el sufridor, que regrese sin acompañamiento de dioses ni de hombres
mortales. A los veinte días llegará en una balsa de buena trabazón
a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra de
los feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán
como a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una
nave dándole bronce, oro en abundancia y ropas, tanto como nunca
Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera llegado indemne habiendo
obtenido parte del botín. Pues su destino es que vea a los suyos,
llegue a su casa de alto techo y a su patria.»
Así
dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató, luego a
sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo
igual por el mar que por la ilimitada tierra a la par del soplo del
viento. Y cogió la varita con la que hechiza los ojos de los hombres
que quiere y los despierta cuando duermen. Con ésta en las manos
echó a volar el poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el
éter en el ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una
gaviota que, pescando sobre los terribles senos del estéril ponto,
empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a ésta se
dirigía Hermes sobre las numerosas olas.
Pero
cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta y
marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva en la que
habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro. Un gran
fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso
se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro
con lanzadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en
el telar. En torno a la cueva había nacido un florido bosque de
alisos, de chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves
de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de
afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar.
Había
cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba en uvas, y
cuatro fuentes de agua clara que corrían cercanas unas de otras,
cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y frescos prados de
violetas y apios. Incluso un inmortal que allí llegara se admiraría
y alegraría en su corazón.
El
mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo
admirado todo en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva.
Al verlo lo reconoció Calipso, divina entre las diosas, pues los
dioses no se desconocen entre sí por más que uno habite lejos. Pero
no encontró dentro al magnánimo Odiseo, pues éste, sentado en la
orilla, lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con
lágrimas, gemidos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y
Calipso, la divina entre las diosas, preguntó a Hermes haciéndolo
sentar en una silla brillante, resplandeciente:
«¿Por
qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y querido? Pues
antes no venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me
empuja a cumplirlo si puedo y es posible realizarlo. Pero antes
sígueme para que te ofrezca los dones de hospitalidad.»
Habiendo
hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena de ambrosía y
mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y comió, y después que
hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su palabra:
«Me
preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios.
Pues
bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo mandas. Zeus me
ordenó que viniera aquí sin yo quererlo. ¿Quién atravesaría de
buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay ninguna
ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y
perfectas hecatombes.
«Pero
no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir la
voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice que se encuentra
contigo un varón, el más desgraciado de cuantos lucharon durante
nueve años en derredor de la ciudad de Príamo. Al décimo
regresaron a sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el
regreso faltaron contra Atenea, y ésta les levantó un viento
contrario. Allí perecieron todos sus fieles compañeros, pero a él
el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora te ordena que lo
devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los
suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a
su patria.»
Así
dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló y le
dijo palabras aladas:
«Sois
crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis
contra las diosas que duermen abiertamente con un hombre si lo han
hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados dedos, arrebató a
Orión, os irritasteis los dioses que vivís con facilidad, hasta que
la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con
dulces dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a
su impulso, se unió en amor y lecho con Jasión en campo tres veces
labrado. No tardó mucho Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo
con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis contra mí,
dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le
destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en medio del
ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus nobles compañeros,
pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté como
amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para
siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni
dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se
vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo
no te despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas
de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho lomo del
mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré para
que llegue a su tierra sano y salvo.»
Y
el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:
«Entonces
despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea que se irrite
contigo y sea duro en el futuro.»
Cuando
hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.
Y
la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo
escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No
se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida se consumía
añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque
pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que
lo amaba sin que él la amara. Durante el día se sentaba en las
piedras de la orilla desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y
dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas.
Y
deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:
«Desdichado,
no te me lamentes más ni consumas tu existencia, que te voy a
despedir no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!, corta unos
largos maderos y ensambla una amplia balsa con el bronce. Y luego
adapta a ésta un elevado tablazón para que te lleve sobre el
brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino en
abundancia que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te
enviaré por detrás un viento favorable de modo que llegues a tu
patria sano y salvo, si es que lo permiten los dioses que poseen el
ancho cielo, quienes son mejores que yo para hacer proyectos y
cumplirlos.»
Así
habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y hablando le
dirigió aladas palabras:
«Diosa,
creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú que me
apremias a atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa
difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien equilibradas naves de
veloz proa lo atraviesan animadas por el favorable viento de Zeus.
No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme
con gran juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia
alguna.»
Así
habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la
mano y le dijo su palabra, llamándole por su nombre:
«Eres
malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a
decir tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el
ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige éste es el mayor y el
más terrible juramento para los bienaventurados dioses que no
maquinaré contra ti desgracia alguna. Esto es lo que yo pienso y te
voy a aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara
tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo
de hierro, sino compasivo.»
Hablando
así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó
tras las huellas de la diosa. Y llegaron a la profunda cueva la diosa
y el varón. Éste se sentó en el sillón de donde se había
levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida para
comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres.
Sentóse ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron
néctar y ambrosía. Echaron mano a los alimentos preparados que
tenían delante y después que se saciaron de comida y bebida empezó
a hablar Calipso, divina entre las diosas:
«Hijo
de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que
quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra patria? Vete
enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas te deparará el
destino antes de que arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo
para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que
estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos
los días. Yo en verdad me precio de no ser inferior a aquélla ni en
el porte ni en el natural, que no conviene a las mortales jamás
competir con las inmortales ni en porte ni en figura.»
Y
le dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable
diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior
la discreta Penélope en figura y en estátura al verla de frente,
pues ella es mortal y tú inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y
deseo todos los días marcharme a mi casa y ver el día del regreso.
Si alguno de los dioses me maltratara en el ponto rojo como el vino,
lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy
mucho sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de
aquello.»
Así
dijo. El sol se puso y llegó el crepusculo. Así que se dirigieron
al interior de la cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua
compañía.
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió
una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó alrededor de su
talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a
continuación se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio
una gran hacha de bronce bien manejable, aguzada por ambos lados y
con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. A continuación
le dio una azuela bien pulimentada, y emprendió el camino hacia un
extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y
álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace
tiempo, resecos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo
mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio
Calipso, divina entre las diosas, y él empezó a cortar troncos y
llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó veinte en total y los
cortó con el bronce, los pulió diestramente y los enderezó con una
plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le llevaba un
berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los
ajustó con clavos y junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del
arte de construir redondearía el fondo de una amplia nave de carga,
así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajustó
con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con
grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y
construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con cañizos
de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje y
puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre
las diosas, tela para hacer las velas, y él las fabricó con
habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y bolinas y con estacas la
echó al divino mar.
Era
el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo dejó
marchar de la isla la divina Calipso después de lavarlo y ponerle
ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de negro vino, otro
grande de agua y un saco de víveres, y le añadió abundantes
golosinas. Y le envió un viento próspero y cálido.
Así
que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento y sentado
gobernaba el timón con habilidad. No caía el sueño sobre sus
párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que se pone tarde,
y la Osa, que llaman carro por sobrenombre, que gira allí y acecha a
Orión y es la única privada de los baños de Océano. Pues le había
ordenado Calipso, divina entre las diosas, que navegase teniéndola a
la mano izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el
mar, y al decimoctavo aparecieron los sombríos montes del país de
los feacios, por donde éste le quedaba más cerca y parecía un
escudo sobre el brumoso ponto.
El
poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los
etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos, pues se le
apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y moviendo
la cabeza habló a su ánimo:
«¡Ay!,
seguro que los dioses han cambiado de resolución respecto a Odiseo
mientras yo estaba entre los etíopes, que ya está cerca de la
tierra de los feacios, donde es su destino escapar del extremo de las
calamidades que le llegan. Pero creo que aún le han de alcanzar
bastantes desgracias.»
Cuando
hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar, sosteniendo
el tridente entre sus manos, e hizo levantarse grandes tempestades de
vientos de todas clases, y ocultó con las nubes al mismo tiempo la
tierra y el ponto. Y la noche surgió del cielo. Cayeron Euro y Noto,
Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo despejado
levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de
Odiseo desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:
«Ay
de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora? Mucho temo
que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me aseguró que sufriría
desgracias en el ponto antes de regresar a mi patria, y ahora todo se
está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Zeus el vasto cielo y
agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas clases se
lanzan con ímpetu!
«Seguro
que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces
los dánaos que murieron en la vásta Troya por dar satisfacción a
los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi
destino el día en que cantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas
lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí habría obtenido honores
fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está
determinado que sea sorprendido por una triste muerte.»
Cuando
hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola que cayó
terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se precipitó fuera de la
balsa soltando las manos del timón, y un terrible huracán de
mezclados vientos le rompió el mástil por la mitad. Cayeron al mar,
lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumergido
sin poder salir con presteza por el ímpetu de la ingente ola, pues
le pesaban los vestidos que le había dado la divina Calipso.
A1
fin emergió mucho después y escupió de su boca la amarga agua del
mar que le caía en abundancia, con ruido, desde la cabeza. Pero ni
aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba agotado, sino que
lanzándose entre las olas se apoderó de ella. El gran oleaje la
arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal
Bóreas arrastra por la llanura los espinos y se enganchan espesos
unos con otros, así los vientos la llevaban por el mar por aquí y
por allá. Unas veces Noto la lanzaba a Bóreas para que se la
llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para perseguirla.
Pero
lo vio Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija de Cadmo que
antes era mortal dotada de voz, mas ahora participaba del honor de
los dioses en el fondo del mar. Compadecióse de Odiseo, que sufría
pesares a la deriva, y emergió volando del mar semejante a una
gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo:
«¡Desgraciado!
¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el
que sacude la tierra, para sembrarte tantos males? No te destruirá
por mucho que lo desee. Conque obra del modo siguiente, pues paréceme
que eres discreto: quítate esos vestidos, deja que la balsa sea
arrastrada por los vientos, y trata de alcanzar nadando la tierra de
los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende este
velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando
alcances con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo
al ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos.»
Cuando
hubo hablado así la diosa, le dió el velo, y con presteza se
sumergió en el alborotado ponto, semejante a una gaviota, y una
negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor, dio en cavilar y
habló irritado a su magnánimo corazón:
«¡Ay
de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde contra mí
una trampa, cuando me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré,
que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la tierra donde me dijo que
tendría asilo. Más bien, pues me parece mejor, obraré así:
mientras los maderos sigan unidos por las ligazones permaneceré aquí
y aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen la
balsa me pondré a nadar, pues no se me alcanza prevision mejor.»
Mientras
esto agitaba en su mente, y en su corazón, Poseidon, el que sacude
la tierra, levantó una gran ola, terrible y penosa, abovedada, y lo
arrastró. Como el impetuoso viento agita un montón de pajas secas
que dispersa acá y allá, así dispersó los grandes maderos de la
balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase sobre potro
de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina
Calipso. Y al punto extendió el velo por su pecho y púsose boca
abajo en el mar, extendidos los brazos, ansioso de nadar.
Y
el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la cabeza,
habló a su ánimo:
.
«Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el ponto hasta
que llegues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero ni aun así creo
que estimarás pequeña tu desgracia.»
Cuando
hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y
enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada.
Pero
Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el camino a todos
los vientos y mandó que todos cesaran y se calmaran; levantó al
rápido Bóreas y quebró las olas hasta que Odiseo, movido por Zeus,
llegara a los feacios, amantes del remo, escapando a la muerte y al
destino.
Así
que anduvo éste a la deriva durante dos noches y dos días por las
sólidas olas, y muchas veces su corazón presintió la muerte. Pero
cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, cesó el
viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tierra oteando
agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece
agradable a los hijos la vida de un padre que yace enfermo entre
grandes dolores, consumiéndose durante mucho tiempo, pues le acomete
un horrible demón y los dioses le libran felizmente del mal, así de
agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el bosque, y nadaba
apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando estaba
a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el
estrépito del mar en las rocas. Grandes olas rugían
estrepitosamente al romperse con estruendo contra tierra firme, y
todo se cubría de espuma marina, pues no había puertos, refugios de
las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y escollos. Entonces
se aflojaron las rodillas y el corazón de Odiseo y decía afligido a
su magnánimo corazón:
«¡Ay
de mí! Después que Zeus me ha concedido inesperadamente ver tierra
y he terminado de surcar este abismo, no encuentro por dónde salir
del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las
olas se levantan estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el mar
es profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y
escapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me
lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo
nadando más allá por si encuentro una playa donde rompe el mar
oblicuamente o un puerto marino, temo que la tempestad me arrebate de
nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras yo gimo
profundamente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo
marino de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el
ilustre, el que sacude la tierra, está irritado conmigo.»
Mientras
meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola
contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y
roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiese
inspirado a su ánimo lo siguiente: lanzóse, asió la roca con ambas
manos y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó una gran ola. De
este modo consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó
cuando se apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando
al sacar a un pulpo de su escondrijo se pegan infinitas piedrecitas a
sus tentáculos, así se desgarró en la roca la piel de sus robustas
manos.
Luego
lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo
contra lo dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos
brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así que emergiendo del
oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando cara a la
tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de
mar. Y cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa
corriente, aquél le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al
abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo:
«Escucha,
soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del
ponto y de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales
respetan al hombre que llega errante como yo llego ahora a tu
corriente y a tus rodillas después de sufrir mucho. Compadécete,
soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»
Así
dijo; hizo éste cesar al punto su corriente, retirando las olas, e
hizo la calma delante de él, llevándolo salvo a la misma
desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos brazos,
pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo
hinchado, y de su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que
cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un terrible cansancio. Mas
cuando respiró y se recuperó su ánimo, desató el velo de la diosa
y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se lo llevó
una gran ola con la corriente y luego la recibió Ino en sus manos.
Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil
tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón:
«¡Ay
de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si
velo junto al río durante la noche inspiradora de preocupaciones,
quizá la dañina escarcha y el suave rocío venzan al tiempo mi
agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla
antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría
selva y duermo entre las espesas matas, si me dejan el frío y el
cansancio y me viene el dulce sueño, temo convertirme en botín y
presa de las fieras.».
Después
de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la
selva y la encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se
deslizó debajo de dos matas que habían nacido del mismo lugar, una
de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo soplo de
los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la
lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían
entrelazados uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y
luego preparó ancha cama con sus manos, pues había un gran montón
de hojarasca como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por
riguroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el
sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de
hojas. Como el que esconde un tizón en negra ceniza en el extremo de
un campo (y no tiene vecinos) para conservar un germen de fuego y no
tener que ir a encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con
las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño para que se le
calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los párpados.
CANTO
VI
ODISEO
Y NAUSÍCAA
Aí
es como dormía allí el sufridor, el divino Odiseo, agotado por el
sueño y el cansancio.
En
tanto marchó Atenea al país y a la ciudad de los hombres feacios
que antes habitaban la espaciosa Hiperea cerca de los Cíclopes,
hombres soberbios que los dañaban continuamente, pues eran
superiores en fuerza. Sacándolos de allí los condujo Nausítoo,
semejante a un dios, y los asentó en Esqueria, lejos de los hombres
industriosos; rodeó la ciudad con un muro, construyó casas a hizo
los templos de los dioses y repartió los campos. Pero éste, vencido
ya por Ker, había marchado a Hades, y entonces gobernaba Alcínoo,
inspirado en sus designios por los dioses.
Al
palacio de éste se encaminó Atenea, la de ojos brillantes,
planeando el regreso para el magnánimo Odiseo. Llegó a la muy
adornada estancia en la que dormía una joven igual a las diosas en
su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo. Y dos
sirvientas que poseían la belleza de las Gracias estaban a uno y
otro lado de la entrada, y las suntuosas puertas estaban cerradas.
Apresuróse Atenea como un soplo de viento hacia la cama de la joven,
y se puso sobre su cabeza y le dirigió su palabra tomando la
apariencia de la hija de Dimante, famoso por sus naves, pues era de
su misma edad y muy grata a su ánimo.
Asemejándose
a ésta, le dijo Atenea, la de ojos brillantes:
«Nausícaa,
¿por qué tan indolente te parió tu madre? Tienes descuidados los
espléndidos vestidos, y eso que está cercana tu boda, en que es
preciso que vistas tus mejores galas y se las proporciones también a
aquellos que lo acompañen. Pues de cosas así resulta buena fama a
los hombres y se complacen el padre y la venerable madre.
Conque
marchemos a lavar tan pronto como despunte la aurora; también yo ire
contigo como compañera para que dispongas todo enseguida, porque ya
no vas a estar soltera mucho tiempo, que te pretenden los mejores de
los feacios en el pueblo donde también tú tienes tu linaje. Así
que, anda, pide a tu ilustre padre que prepare antes de la aurora
mulas y un carro que lleve los cinturones, las túnicas y tu
espléndida ropa. Es para ti mucho mejor ir así que a pie, pues los
lavaderos están muy lejos de la ciudad.»
Cuando
hubo hablado así se marchó Atenea, la de los brillantes, al Olimpo,
donde dicen que está la morada siempre segura de los dioses, pues no
es azotada por los vientos ni mojada por las lluvias, ni tampoco la
cubre la nieve. Permanece siempre un cielo sin nubes y una
resplandeciente claridad la envuelve. Allí se divierten durante todo
el día los felices dioses. Hacia allá marchó la de ojos brillantes
cuando hubo aconsejado a la joven.
Al
punto llegó Eos, la de hermoso trono, que despertó a Nausícaa; de
lindo pelo, y asombrada del sueño echó a correr por el palacio para
contárselo a sus progenitores, a su padre y a su madre. Y encontró
dentro a los dos; ella estaba sentada junto al hogar con sus siervas
hilando copos de lana teñidos con púrpura marina; a él lo encontró
a las puertas cuando marchaba con los ilustres reyes al Consejo,
donde lo reclamaban los nobles feacios.
Así
que se acercó a su padre y le dijo:
«Querido
papá, ¿no podrías aparejarme un alto carro de buenas ruedas para
que lleve a lavar al río los vestidos que tengo sucios? Que también
a ti conviene, cuando estás entre los principales, participar en el
Consejo llevando sobre tu cuerpo vestidos limpios. Además, tienes
cinco hijos en el palacio, dos casados ya, pero tres solteros en la
flor de la edad, y éstos siempre quieren ir al baile con los
vestidos bien limpios, y todo esto está a mi cargo.»
Así
dijo, pues se avergonzaba de mentar el floreciente matrimonio a su
padre. Pero él comprendió todo y le respondió con estas palabras:
«No
te voy a negar las mulas, hija, ni ninguna otra cosa. Ve; al momento
los criados lo prepararán un alto carro de buenas ruedas con una
cesta ajustada a él.»
Cuando
hubo dicho así, daba órdenes a sus criados y éstos al momento le
obedecieron. Prepararon fuera el carro mulero de buenas ruedas,
trajeron mulas y las uncieron al yugo. La joven sacó de la
habitación un lujoso vestido y lo colocó en el bien pulido carro, y
la madre puso en un capacho abundante y rica comida, así como
golosinas, y en un odre de cuero de cabra vertió vino. La joven
subió al carro, y todavía le dió en un recipiente de oro aceite
húmedo para que se ungiera con sus sirvientas. Tomó Nausícaa el
látigo y las resplandecientes riendas y lo restalló para que
partieran. Y se dejó sentir el batir de las mulas, y mantenían una
tensión incesante llevando los vestidos y a ella misma; mas no sola,
que con ella marchaban sus esclavas. Así que hubieron llegado a la
hermosisima corriente del río donde estaban los lavaderos perennes
(manaba un caudal de agua muy hermosa para lavar incluso la ropa más
sucia), soltaron las mulas del carro y las arrearon hacia el río de
hermosos torbellinos para que comieran la fresca hierba suave como la
miel. Tomaron ellas en sus manos los vestidos, los llevaron a la
oscura agua y los pisoteaban con presteza en las pilas, emulándose
unas a otras.
Una
vez que limpiaron y lavaron toda la suciedad, extendieron la ropa
ordenadamente a la orilla del mar precisamente donde el agua devuelve
a la tierra los guijarros más limpios.
Y
después de bañarse y ungirse con el grasiento aceite, tomaron el
almuerzo junto a la orilla del río y aguardaban a que la ropa se
secara con el resplandor del sol.
Apenas
habían terminado de disfrutar el almuerzo, las criadas y ella misma
se pusieron a jugar con una pelota, despojándose de sus velos. Y
Nausícaa, de blancos brazos, dio comienzo a la danza. Como Artemis
va por los montes, la Flechadora, ya sea por el Taigeto muy espacioso
o por el Erimanto, mientras disfruta con los jabalíes y ligeros
ciervos, y con ella las ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la
égida, participan en los juegos y disfruta en su pecho Leto... (de
todas ellas tiene por encima la cabeza y el rostro, así que es
fácilmente reconocible, aunque todas son bellas), así se distinguía
entre todas sus sirvientas la joven doncella.
Pero
cuando ya se disponían a regresar de nuevo a casa, después de haber
uncido las mulas y doblado los bellos vestidos, la diosa de ojos
brillantes, Atenea, dispuso otro plan: que Odiseo se despertara y
viera a la joven de hermosos ojos que lo conduciría a la ciudad de
los feacios. Conque la princesa tiró la pelota a una sirvienta y no
la acertó; arrojóla en un profundo remolino y ellas gritaron con
fuerza. Despertó el divino Odiseo, y sentado meditaba en su mente y
en su corazón:
«¡Ay
de mí! ¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado?
¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los
forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?. Y es el
caso que me rodea un griterío femenino como de doncellas, de ninfas
que poseen las elevadas cimas de los montes, las fuentes de los ríos
y los prados cubiertos de hierba. ¿O es que estoy cerca de hombres
dotados de voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a comprobarlo a
intentaré verlo.»
Cuando
hubo dicho así, salió de entre los matorrales el divino Odiseo, y
de la cerrada selva cortó con su robusta mano una rama frondosa para
cubrirse alrededor las vergüenzas. Y se puso en camino como un león
montaraz que, confiado en su fuerza, marcha empapado de lluvia y
contra el viento y le arden los ojos; entonces persigue a bueyes o a
ovejas o anda tras los salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia a
entrar en un recinto bien cerrado para atacar a los ganados. Así iba
a mezclarse Odiseo entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando
desnudo, pues la necesidad lo alcanzaba. Y apareció ante ellas
terriblemente afeado por la salmuera.
Temblorosas
se dispersan cada una por un lado hacia las salientes riberas. Sola
la hija de Alcínoo se quedó, pues Atenea le infundió valor en su
pecho y arrojó el miedo de sus miembros. Y permaneció a pie firme
frente a Odiseo. Éste dudó entre suplicar a la muchacha de lindos
ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos, con dulces
palabras, que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y mientras
esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces
palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle
las rodillas. Así que pronunció estas dulces y astutas palabras:
«A
ti suplico, soberana. ¿Eres diosa o mortal? Si eres una divinidad de
las que poseen el espacioso cielo, yo te comparo a Arternis, la hija
del gran Zeus, en belleza, talle y distinción, y si eres uno de los
mortales que habitan la tierra, tres veces felices tu padre y tu
venerable madre; tres veces felices también tus hermanos, pues bien
seguro que el ánimo se les ensancha por tu causa viendo entrar en el
baile a tal retoño; y con mucho el más feliz de todos en su corazón
aquel que venciendo con sus presentes te lleve a su casa. Que jamás
he visto con mis ojos semejante mortal, hombre o mujer. Al mirarte me
atenaza el asombro. Una vez en Delos vi que crecía junto al altar de
Apolo un retoño semejante de palmera (pues también he ido allí y
me seguía un numeroso ejército en expedición en que me iban a
suceder funestos males.) Así es que contemplando aquello quedé
entusiasmado largo tiempo, pues nunca árbol tal había crecido de la
tierra.
«Del
mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo absorto al tiempo
que temo profundamente abrazar tus rodillas. Pero me alcanza un
terrible pesar. Ayer escapé del ponto, rojo como el vino, después
de veinte días. Entretanto me han zarandeado sin cesar el oleaje y
turbulentas tempestades desde la isla Ogigia, y ahora por fin me ha
arrojado aquí algún demón, sin duda para que sufra algún
contratiempo; pues no creo que éstos vayan a cesar, sino que todavía
los dioses me preparan muchas desventuras.
«Pero
tú, sobrerana, ten compasión, pues es a ti a quien primero
encuentro después de haber soportado muchas desgracias, que no
conozco a ninguno de los hombres que poseen esta tierra y ciudad.
Muéstrame la ciudad y dame algo de ropa para cubrirme si al venir
trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses te
concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y
te otorguen también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más
bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa con
el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el amigo,
y, sobre todo, ellos consiguen buena fama. »
Y
le respondió luego Nausícaa, la de blancos brazos:
«Forastero,
no pareces hombre plebeyo ni insensato. El mismo Zeus Olímpico
reparte la felicidad entre los hombres tanto a nobles como a
plebeyos, según quiere a cada uno. Sin duda también a ti te ha
concedido esto, y es preciso que lo soportes con firmeza hasta el
fin.
«Ahora
que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no te verás
privado de vestidos ni de ninguna otra cosa de las que son propias
del desdichado suplicante que nos sale al encuentro. Te mostraré la
ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Los feacios poseen esta
ciudad y esta tierra; yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, en
quien descansa el poder y la fuerza de los feacios.»
Así
dijo, y ordenó a las doncellas de lindas trenzas:
«Deteneos,
siervas. ¿A dónde húís por ver a este hombre? ¿Acaso creéis que
es un enemigo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue
con ánimo hostil al país de los feacios, pues somos muy queridos de
los dioses y habitamos lejos en el agitado ponto, los más apartados,
y ningún otro mortal tiene trato con nosotros.
«Peró
éste ha llegado aquí como un desdichado después de andar errante,
y ahora es preciso atenderle. Que todos los huéspedes y mendigos
proceden de Zeus, y para ellos una dádiva pequeña es querida.
¡Vamos!, dadle de comer y de beber y lavadlo en el río donde haya
un abrigo contra el viento. »
Así
dijo; ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, hicieron sentar
a Odiseo en lugar resguardado, según lo había ordenado Nausícaa,
hija del magnánimo Alcínoo, le proporcionáron un manto y una
túnica como vestido, le entregaron aceite húmedo en una ampolla de
oro y lo apremiaban para que se bañara en las corrientes del río.
Entonces,
por fin, dijo el divino Odiseo a las siervas:
«Siervas,
deteneos ahí lejos mientras me quito de los hombros la salmuera y me
unjo con aceite, pues ya hace tiempo que no hay grasa sobre mi
cuerpo; que no me lavaré yo frente a vosotras, pues me avergüenzo
de permanecer desnudo entre doncellas de lindas trenzas. »
Así
dijo y ellas se alejaron y se lo contaron a la muchacha. Cónque el
divino Odiseo púsose a lavar su cuerpo en las aguas del río y a
quitarse la salmuera que cubría sus anchas espaldas y sus hombros, y
limpió de su cabeza la espuma de la mar infatigable. Después que se
hubo lavado y ungido con aceite, se vistió las ropas que le
proporcionara la no sometida doncella. Entonces le concedió, Atenea,
la hija de Zeus, aparecer más apuesto y robusto e hizo caer de su
cabeza espesa cabellera, semejante a la flor del jacinto. Así como
derrama oro sobre plata un diestro orfebre a quien Hefesto y Palas
Atenea han enseñado toda clase de artes y termina graciosos
trabajos, así Atenea vertió su gracia sobre la cabeza y hombros de
Odiseo. Fuese entonces a sentar a lo lejos junto a la orilla del mar,
resplandeciente de belleza y de gracia, y la muchacha lo contemplaba.
Por
fin dijo a las siervas de lindas trenzas:
«Esuchadme,
siervas de blancos brazos, mientras os hablo; no en contra de la
voluntad de todos los dioses, los que poseen el Olimpo, tiene trato
este hombre con los feacios semejantes a los dioses. Es verdad que
antes me pareció desagradable, pero ahora es semejante a los dioses,
los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fuera
llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con
nosotros! Vamos, siervas, dad al huésped comida y bebida.»
Así
dijo; ellas la escucharon y al punto realizaron sus deseos: pusieron
comida y bebida junto a Odiseo y verdad es que comía y bebía con
voracidad el sufridor, el divino Odiseo, pues durante largo tiempo
estuvo ayuno de comida.
De
pronto Nausícaa, de blancos brazos, cambió de parecer. Después de
haber plegado sus vestidos los colocó en el hermoso carro, unció
las mulas de fuertes cascos y ascendió ella misma. Animó a Odiseo,
le llamó por su nombre y le dirigió su palabra:
«Forastero,
levántate ahora para ir a la ciudad y para que yo te acompañe a
casa de mi prudente padre, donde te aseguro que verás a los más
excelentes de todos los feacios. Pero ahora cuidate de obrar así ya
que no me pareces insensato: mientras vayamos por los campos y las
labores de los hombres, marcha presto con las sirvientas tras las
mulas y el carro y yo seré guía. Pero cuando subamos a la ciudad...
a ésta la rodea una elevada muralla; hay un hermoso puerto a ambos
lados de la ciudad y es estrecha la entrada, y las curvadas naves son
arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugios para sus
naves. También tienen en torno al hermoso templo de Poseidón el
ágora construida con piedras gigantescas que hunden sus raíces en
la tierra. Aquí se ocupan los hombres de los aparejos de sus negras
naves, cables y velas, y aquí afilan sus remos. Pues los feacios no
se ocupan de arco y carcaj, sino de mástiles y remos, y de
proporcionadas naves con las que recorren orgullosos el canoso mar.
De éstos quiero evitar el amargo comentario, no sea que alguno
murmure por detrás, pues muchos son los soberbios en el pueblo, y
quizá alguno, el más vil, diga al salirnos al encuentro: "¿Quién
es este hermoso y apuesto forastero que sigue a Nausícaa?, ¿dónde
lo encontró? Quizá llegue a ser su esposo, o quizá es algún
navegante al que, errante en su nave, le dio hospitalidad, de los
hombres que viven lejos, ya que nadie vive cerca de aquí. O quizá
un dios le ha bajado del cielo tras invocarlo y lo va a tener con
ella para siempre. Mejor si ha encontrado por ahí un esposo de
fuera, pues desdeña a los demás feacios en el pueblo, aunque son
muchos y nobles los que la pretenden." Así dirán, y para mí
estas palabras serán odiosas. Pero yo también me indignaría con
otra que hiciera cosas semejantes contra la voluntad de su padre y de
su madre y se uniera con hombres antes que celebre público
matrimonio.
«Conque,
forastero, haz caso de mi palabra para que consigas pronto de mi
padre escolta y regreso.
«Encontrarás
un espléndido bosque de Atenea junto al camino, de álamos negros;
allí mana una fuente y alrededor hay un prado; allí está el
cercado de mi padre y la florida viña, tan cerca de la ciudad que se
oye al gritar. Espera un poco allí sentado para que nosotras
alcancemos la ciudad y lleguemos a casa de mi padre, y cuando
supongas que hemos llegado al palacio, disponte entonces a marchar a
la ciudad de los feacios y pregunta por la casa de mi padre, el
magnánimo Alcínoo. Es fácilmente reconocible y hasta un niño
pequeño te puede conducir, pues no es nada semejante a las casas de
los demás feacios: ¡tal es el palacio del héroe Alcínoo! Y una
vez que te cobijen la casa y el patio, cruza rápidamente el mégaron
para llegar hasta mi madre; ella está sentada en el hogar a la luz
del fuego, hilando copos purpúreos ¡una maravilla para verlos!
apoyada en la columna. Y sus esclavas se sientan detrás de ella.
Allí también está el trono de mi padre apoyado contra la columna,
en el que se sienta a beber su vino como un dios inmortal. Pásalo de
largo y arrójate a abrazar con tus manos las rodillas de mi
madre, a fin de que consigas pronto el día del regreso, para tu
felicidad, aunque seas de lejana tierra. Pues si ella te guarda
sentimientos amigos en su corazón, podrás cumplir el deseo de ver a
los tuyos, tu bien construida casa y tu tierra patria.»
Hablando
así golpeó con su brillante látigo a las mulas y éstas
abandonaron veloces las corrientes del río: trotaban muy bien y
cruzaban bien las patas. Y ella llevaba las riendas para que pudieran
seguirle a pie las sirvientas y Odiseo; así es que manejaba el
látigo con tiento.
Y
se sumergió Helios y al punto llegaron al famoso bosquecillo sagrado
de Atenea, donde se sentó el divino Odiseo:
Y
se puso a invocar a la hija del gran Zeus:
«Escúchame,
hija de Zeus, portador de égida, Atritona, escúchame en este
momento, ya que antes no me escuchaste cuando sufrí naufragio,
cuando me golpeó el famoso, el que sacude la tierra. Concédeme
llegar a la tierra de los feacios como amigo y digno de lástima.»
Así
dijo suplicando y le escuchó Palas Atenea.
Pero
no le salió al encuentro, pues respetaba al hermano de su padre que
mantenía su cólera violenta contra Odiseo, semejante a un dios,
hasta que llegara a su patria.
CANTO
VII
ODISEO
EN EL PALACIO DE ALCÍNOO
Y
mientras así rogaba el sufridor, el divino Odiseo, el vigor de las
mulas llevaba a la doncella a la ciudad. Cuando al fin llegó a la
famosa morada de su padre, se detuvo ante las puertas y la rodearon
sus hermanos, semejantes a los inmortales, quienes desuncieron las
mulas del carro y llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a su
habitación y le encendió fuego una anciana de Apira, la camarera
Eurimedusa, a la que trajeron desde Apira las curvadas naves. Se la
habían elegido a Alcínoo como recompensa, porque reinaba sobre
todos los feacios y el pueblo lo escuchaba como a un dios. Ella fue
quien crió a Nausícaa, la de blancos brazos, en el mégaron; ella
le avivaba el fuego y le preparaba la cena.
Entonces
Odiseo se dispuso a marchar a la ciudad, y Atenea, siempre preocupada
por Odiseo, derramó en torno suyo una gran nube, no fuera que alguno
de los magnánimos feacios, saliéndole al encuentro, le molestara de
palabra y le preguntara quién era. Conque cuando estaba ya a punto
de penetrar en la agradable ciudad, le salió al encuentro la diosa
Atenea, de ojos brillantes, tomando la apariencia de una niña
pequeña con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le preguntó
luego el divino Odiseo:
«Pequeña,
¿querrías llevarme a casa de Alcínoo, el que gobierna entre estos
hombres? Pues yo soy forastero y después de muchas desventuras he
llegado aquí desde lejos, de una tierra apartada; por esto no
conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad y estas
tierras de labor.»
Y
le respondió luego Atenea, la diosa de ojos brillantes:
«Yo
te mostraré, padre forastero, la casa que me pides, ya que vive
cerca de mi irreprochable padre. Anda, ven en silencio y te mostraré
el camino, pero no mires ni preguntes a ninguno de los hombres, pues
no soportan con agrado a los forasteros ni agasajan con gusto al que
llega de otra parte. Confiados en sus rápidas naves surcan el gran
abismo del mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la
tierra, y sus naves son tan ligeras como las alas o como el
pensamiento.»
Hablando
así le condujo rápidamente Palas Atenea y él marchaba tras las
huellas de la diosa. Pero no lo vieron los feacios, famosos por sus
naves, mientras marchaba entre ellos por su ciudad, ya que no lo
permitía Atenea, de lindas trenzas, la terrible diosa que
preocupándose por él en su ánimo le había cubierto con una nube
divina.
Odiseo
iba contemplando con admiración los puertos y las proporcionadas
naves, las ágoras de ellos, de los héroes y las grandes murallas
elevadas, ajustadas con piedras, maravilla de ver. Y cuando al fin
llegó a la famosa morada del rey, Atenea, de ojos brillantes,
comenzó a hablar:
«Ese
es, padre forastero, el palacio que me pedías que te mostrara;
encontrarás a los reyes, vástagos de Zeus, celebrando un banquete.
Tú pasa adentro y no te turbes en tu ánimo, pues un hombre con
arrojo resulta ser el mejor en toda acción, aunque llegue de otra
tierra. Primero encontrarás a la reina en el mégaron; su nombre es
Arete y desciende de los mismos padres que engendraron a Alcínoo. A
Nausítoo lo engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra,
y Peribea, la más excelente de las mujeres en su porte, hija menor
del magnánimo Eurimedonte, que entonces gobernaba sobre los
soberbios Gigantes éste hizo perecer a su arrogante pueblo,
pereciendo también él; con ella se unió Poseidón y engendró a su
hijo, el magnánimo Nausítoo, que reinó entre los feacios. Nausítoo
fue el padre de Rexenor y Alcínoo. A aquél lo alcanzó Apolo, el
del arco de plata, recién casado y sin hijos varones y en la casa
dejó a una niña sola, a Arete, a la que Alcínoo hizo su ésposa y
honró como jamás ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres
gobiernan una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada
en su corazón y lo sigue siendo por sus hijos y el mismo Alcínoo y
por su pueblo que la contempla como a una diosa, y la saludan con
agradables palabras cuando pasea por la ciudad, que no carece tampoco
ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso a los hombres
por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos
puedes tener la esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de
alto techo y a tu tierra patria.»
Cuando
hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes, por el estéril
ponto y abandonó la agradable Esqueria. Llegó así a Maratón y a
Atenas, de anchas calles, y penetró en la sólida morada de Erecteo.
Entretanto,
Odiseo caminaba hacia la famosa morada de Alcínoo, y su corazón
removía diversos pensamientos cuando se detuvo antes de alcanzar el
broncíneo umbral. Pues hay un resplandor como de sol o de luna en el
elevado palacio del magnánimo Alcínoo; a ambos lados se extienden
muros de bronce desde el umbral hasta el fondo y en su torno un
azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida estancia;
las jambas sobre el umbral son de plata y de plata el dintel, y el
tirador, de oro. A uno y otro lado de la puerta había perros de oro
y plata que había esculpido Hefesto con la habilidad de su mente
para custodiar la morada del magnánimo Alcínoo perros que son
inmortales y no envejecen nunca. A lo largo de la pared y a ambos
lados, desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por
ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se sentaban
los señores feacios mientras bebían y comían; y los ocupaban
constantemente. Había también unos jovenes de oro en pie sobre
pedestales perfectamente construidos, portando en sus manos antorchas
encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos del
palacio. Tiene cincuenta esclavas en su mansión: unas muelen el
dorado fruto, otras tejen telas y sentadas hacen funcionar los husos,
semejantes a las hojas de un esbelto álamo negro, y del lino tejido
gotea el húmedo aceite. Tanto como los feacios son más expertos que
los demás hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto, así
son sus mujeres en el telar. Pues Atenea les ha concedido en grado
sumo el saber realizar brillantes labores y buena cabeza.
Fuera
del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas
y alrededor se extiende un cerco a ambos lados. Allí han nacido y
florecen árboles: perales y granados, manzanos de espléndidos
frutos, dulces itigueras y verdes olivos; de ellos no se pierde el
fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes. Siempre
que sopla Céfiro, unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre
la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y también
el higo sobre el higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera,
en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado, otras las
vendimian y otras las pisan: delante están las vides que dejan salir
la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí también, en
el fondo del huerto, crecen liños de verduras de todas clases
siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la una que corre por
todo el huerto, la otra que va de una parte a otra bajo el umbral del
patio hasta la elevada morada a donde van por agua los ciudadanos.
Tales eran las brillantes dádivas de los dioses en la mansión de
Alcínoo.
Allí
estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con
admiración. Conque una vez que hubo contemplado todo boquiabierto
cruzó el umbral con rapidez para entrar en la casa. Y encontró a
los jefes y señores de los feacios que hacían libación con sus
copas al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en
último lugar, cuando ya sentían necesidad del lecho. Así que el
sufridor, el divino Odiseo, echó a andar por la casa envuelto en la
espesa niebla que le había derramado Atenea, hasta que llegó ante
Arete y el rey Alcínoo.
Abrazó
Odiseo las rodillas de Arete y entonces, por fin, se disipó la
divina nube. Quedaron todos en silencio al ver a un hombre en el
palacio y se llenaron de asombro al contemplarle. Y Odiseo suplicaba
de esta guisa:
«Arete,
hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a tu esposo,
a tus rodillas y ante éstos tus invitados, después de sufrir muchas
desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a éstos vivir en la
abundancia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes de su
hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En
cuanto a mí, proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi
patria. Pues ya hace tiempo que padezco pesares lejos de los míos.»
Así
diciendo se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar. Todos
ellos permanecían inmóviles en silencio. Al fin tomó la palabra un
anciano héroe, Equeneo, que era el más anciano entre los feacios y
sobresalía por su palabra, pues era conocedor de muchas y antiguas
cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de amistad:
«Alcínoo,
no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca
sentado en el suelo entre las cenizas del hogar. Estos permanecen
callados esperando únicamente tu palabra. Anda, haz que se levante y
siéntalo en un trono de clavos de plata. Ordena también a los
heraldos que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que
goza con el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes. En fin,
que el ama de llaves proporcione al forastero alguna vianda de las
que hay dentro.»
Cuando
hubo escuchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo asiendo de la mano
a Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo hizo levantar del hogar y
lo asentó en su brillante trono, después de haber levantado a su
hijo, al valeroso Laodamante, que solía sentarse a su lado y al que
sobre todos quería. Una sirvienta trajo aguamanos en hermoso jarro
de oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se lavara. A
su lado extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le
proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares,
favoreciéndole gustosa entre los presentes. En tanto que comía y
bebía el sufridor, divino Odiseo, la fuerza de Alcínoo dijo a un
heraldo:
«Pontónoo,
mezcla vino en la crátera y repártelo a todos en la casa para que
ofrezcamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste
siempre a los venerables suplicantes.»
Así
dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió entre todos,
haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Una vez que
hicieron las libaciones y bebieron cuanto quiso su ánimo, habló
entre ellos Alcínoo y dijo:
«Escuchadme,
jefes y señores de los feacios, para que os diga lo que mi corazón
me ordena en el pecho. Dad ahora fin al banquete y marchad a
acostaros a vuestra casa. Y a la aurora, después de convocar al
mayor número de ancianos, ofreceremos hospitalidad al forastero,
haremos hermosos sacrificios a los dioses y después trataremos de su
escolta para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni
esfuerzo con nuestra escolta la que recibirá contento por muy
lejana que sea, y para que no sufra ningún daño antes de
desembarcar en su tierra. Una vez allí sufrirá cuantas desventuras
le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo parió su madre,
la Aisa y las graves Hilanderas. Pero si fuera uno de los inmortales
que ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan los
dioses, pues hasta ahora siempre se nos han mostrado a las claras,
cuando les ofrecemos magníficas hecatombes y participan con nosotros
del banquete sentados allí donde nos sentamos nosotros. Y si algún
caminante solitario se topa con ellos, no se le ocultan, y es que
somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la salvaje raza
de los Gigantes.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«Alcínoo,
deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada me asemejo a
los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente ni en
porte, sino a los mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha
soportado más desventuras entre los hombres mortales, a éste podría
yo igualarme en pesares. Y todavía podría contar desgracias mucho
mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero
dejadme cenar, por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más
inoportuna que el maldito estómago que nos incita por fuerza a
acordarnos de él, y aun al que está muy afligido y con un gran
pesar en las mientes, como yo ahora tengo el mío, lo fuerza a comer
y beber. También a mí me hace olvidar todos los males, que he
padecido; y me ordena llenarlo.
«Vosotros,
en cuanto apunte la aurora, apresuraos a dejarme a mí, desgraciado,
en mi tierra patria, a pesar de lo que he sufrido. Que me abandone la
vida una vez que haya visto mi hacienda, mis siervos y mi gran morada
de elevado techo.»
Así
dijo; todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al
forastero, ya que había hablado como le correspondía.
Una
vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto su ánimo quiso,
cada uno marchó a su casa para acostarse. Así que quedó sólo en
el mégaron el divino Odiseo y a su lado se sentaron Arete y Alcínoo,
semejante a un dios. Las siervas se llevaron los útiles del
banquete.
Y
Arete, de blancos brazos, comenzó a hablar, pues, al verlos,
reconoció el manto, la túnica y los hermosos ropajes que ella misma
había tejido con sus siervas. Y le habló y le dijo aladas palabras:
«Huésped,
seré yo la primera en preguntarte: ¿quién eres?, ¿de dónde
vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que has llegado
aquí después de andar errante por el ponto?»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
Es
doloroso, reina, que enumere uno a uno mis padecimientos, que los
dioses celestes me han otorgado muchos. Pero con todo te contestaré
a lo que me preguntas a inquieres. Lejos, en el mar, está la isla de
Ogigia, donde vive la hija de Atlante, la engañosa Calipso de lindas
trenzas, terrible diosa; ninguno de los dioses ni de los hombres
mortales tienen trato con ella. Sólo a mí, desventurado, me llevó
como huésped un demón después que Zeus, empujando mi rápida nave,
la incendió con un brillante rayo en medio del ponto rojo como el
vino. Todos mis demás valientes compañeros perecieron, pero yo,
abrazado a la quilla de mi curvada nave, aguanté durante nueve días;
y al décimo, en negra noche, los dioses me echaron a la isla Ogigia,
donde habita Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa que
acogiéndome gentilmente me alimentaba y no dejaba de decir que me
haría inmortal y libre de vejez para siempre; pero no logró
convencer a mi corazón dentro del pecho. Allí permanecí, no
obstante, siete años regando sin cesar con mis lágrimas las
inmortales ropas que me había dado Calipso. Pero cuando por fin
cumplió su curso el año octavo, me apremió e incitó a que
partiera ya sea por mensaje de Zeus o quizá porque ella misma cambió
de opinión. Despidióme en una bien trabada balsa y me proporcionó
abundante pan y dulce vino, me vistió inmortales ropas y me envió
un viento próspero y cálido.
Diecisiete
días navegué por el ponto, hasta que el decimoctavo aparecieron las
sombrías montañas de vuestras tierras. Conque se me alegró el
corazón, ¡desdichado de mí!, pues aún había de verme envuelto en
la incesante aflición que me proporcionó Poseidón, el que sacude
la tierra, quien impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió
el mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía
incesamente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la
tempestad. Fue entonces cuando surqué nadando el abismo hastá que
el viento y el agua me acercaron a vuestra tierra; y cuando trataba
de alcanzar la orilla, habríame arrojado violentamente el oleaje
contra las grandes rocas, en lugar funesto; pero retrocedí de nuevo
nadando, hasta que llegué al río, allí donde me pareció el mejor
lugar, limpio de piedras y al abrigo del viento. Me dejé caer allí
para recobrar el aliento y se me echó encima la noche divina.
Alejéme del río nacido de Zeus y entre los matorrales acomodé mi
lecho amontonando alrededor muchas hojas; y un dios me vertió
profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el corazón
afligido toda la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se ponía el
Sol cuando me abandonó el dulce sueño. Vi jugando en la orilla a
las siervas de tu hija; y ella era semejante a las diosas. Le
supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio, como no se podría
esperar que obrara una joven que se encuentra con alguien. Pues con
frecuencia los jóvenes son sandios. Me entregó pan suficiente y
oscuro vino, me lavó en el río y me proporcionó esta ropa. Aun
estando apesadumbrado te he contado toda la verdad.»
Y
le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped,
en verdad mi hija no tomó un acuerdo sensato al no traerte a nuestra
casa con sus siervas. Y sin embargo fue ella la primera a quien
dirigiste tus súplicas.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Héroe!
No reprendas por esto a tu irreprochable hija; ella me aconsejó
seguirla con sus siervas, pero yo no quise por vergüenza, y temiendo
que al verme pudieras disgustarte. Que la raza de los hombres sobre
la tierra es suspicaz.»
Y
le respondió Alcínoo y dijo:
«Huésped!
El corazón que alberga mi pecho no es tal como para irritarse sin
motivo, pero todo es mejor si es ajustado. ¡Zeus padre, Atenea y
Apolo, ojalá que siendo como eres y pensando las mismas cosas que yo
pienso, tomases a mi hija por esposa y permaneciendo aquí pudiese
llamarte mi yerno!; que yo te daría casa y hacienda si permanecieras
aquí de buen grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá contra
tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio,
para que lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú descansas
sometido por el sueño, ellos remarán por el mar encalmado hasta que
llegues a tu patria y a tu casa, o a donde quiera que te sea grato,
por distance que esté (aunque más lejos que Eubea, la más lejana
según dicen los que la vieron de nuestros soldados cuando llevaron
allí al rubio Radamanto para que visitara a Ticio, hijo de la
Tierra. Allí llegaron y, sin cansancio, en un solo día, llevaron a
cabo el viaje y regresaron a casa). Tú mismo podrás observar qué
excelentes son mis navíos y mis jóvenes en golpear el mar con el
remo.»
Así
dijo y se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y suplicando dijo su
palabra y lo llamó por su nombre:
«Padre
Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo cuanto ha prometido! Que su fama jamás
se extinga sobre la nutricia tierra y que yo llegue a mi tierra
patria.»
Mientras
ellos cambiaban estas palabras, Arete, de blancos brazos, ordenó a
las mujeres colocar lechos bajo el portico y disponer las más bellas
mantas de púrpura y extender encima las colchas y sobre ellas ropas
de lana para cubrirse.
Así
que salieron las siervas de la sala con hachas ardiendo, y una vez
que terminaron de hacer diligentemente la cama, dirigiéronse a
Odiseo y lo invitaron con estas palabras:
«Huésped,
levántate y ven a dormir, tienes hecha la cama.»
Así
hablaron y a él le plugo marchar a acostarse. Así que allí durmió
debajo del sonoro pórtico el sufridor, el divino Odiseo, en lecho
taladrado. Luego se acostó Alcínoo en el interior de la alta
morada; le había dispuesto su esposa y señora el lecho y la cama.
CANTO
VIII
ODISEO
AGASAJADO POR LOS FEACIOS
Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, se levantó del lecho la sagrada fuerza de Alcínoo y se
levantó Odiseo del linaje de Zeus, el destructor de ciudades. La
sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al ágora que los feacios
tenían construida cerca de las naves. Y cuando llegaron se sentaron
en piedras pulimentadas, cerca unos de otros.
Y
recorría la ciudad Palas Atenea, que tomó el aspecto del heraldo
del prudente Alcínoo, preparando el regreso a su patria para el
valeroso Odiseo. La diosa se colocaba cerca de cada hombre y le decía
sú palabra:
«¡Vamos,
caudillos y señores de los feacios! Id al ágora para que os
informéis sobre el forastero que ha llegado recientemente a casa del
prudente Alcínoo después de recorrer el ponto, semejante en su
cuerpo a los inmortales.»
Así
diciendo movía la fuerza y el ánimo de cada uno. Bien pronto el
ágora y los asientos se llenaron de hombres que se iban congregando
y muchos se admiraron al ver al prudente hijo de Laertes; que Atenea
derramaba una gracia divina por su cabeza y hombros e hizo que
pareciese más alto y más grueso: así sería grato a todos los
feacios y temible y venerable, y Ilevaría a término muchas pruebas,
las que los feacios iban a poner a Odiseo. Cuando se habían reunido
y estaban ya congregados, habló entre ellos Alcínoo y dijo:
«Oídme,
caudillos y señores de los feacios, para que os diga lo que mi ánimo
me ordena dentro del pecho. Este forastero y no sé quién es ha
llegado errante a mi palacio bien de los hombres de Oriente o de los
de Occidente; nos pide una escolta y suplica que le sea asegurada.
Apresuremos nosotros su escolta como otras veces, que nadie que llega
a mi casa está suspirando mucho tiempo por ella.
«Vamos,
echemos al mar divino una negra nave que navegue por primera vez, y
que sean escogidos entre el pueblo cincuenta y dos jóvenes, cuantos
son siempre los mejores. Atad bien los remos a los bancos y salid.
Preparad a continuación un convite al volver a mi palacio, que a
todos se lo ofreceré en abundancia. Esto es lo que ordeno a los
jóvenes. Y los demás, los reyes que lleváis cetro, venid,a mi
hermosa mansión para que honremos en el palacio al forastero. Que
nadie se niegue. Y llamad al divino aedo Demódoco, a quien la
divinidad há otorgado el canto para deleitar siempre que su ánimo
lo empuja a cantar.»
Así
habló y los condujo y ellos le siguieron, los reyes que llevan
cetro. El heraldo fue a llamar al divino aedo y los cincuenta y dos
jóyenes se dirigieron, como les había ordenado, á la ribera del
mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar echaron la
nave al abismo del mar y pusieron el mástil y las velas y ataron los
remos con correas, todo según correspondía. Extendieron hacia
arriba las blancás velas, anclaron a la nave en aguas profundas y se
pusieron en camino para ir a la gran casa del prudente Alcínoo. Y
los pórticos, el recinto de los patios y las habitaciones se
llenaron de hombres que se congregaban, pues eran muchos, jóvenes y
ancianos. Para ellos sacrificó Alcínoo doce ovejas y ocho cerdos
albidentes y dos bueyes de rotátíles patas. Los desollaron y
prepararon a hicieron un agradable banquete.
Y
se acercó el heraldo con el deseable aedo a quien Musa amó mucho y
le había dado lo bueno y lo malo: le privó de los ojos, pero le
concedió el dulce canto. Pontónoo le puso un sillón de clavos de
plata en medio de los comensales, apoyándolo a una elevada columna,
y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara sobre su cabeza.
y le mostró cómo tomarla con las manos. También le puso al lado un
canastillo y una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que
su ánimo le impulsara.
Y
ellos echaron mano de las viándas qúe tenían delante. Y cuando
hubieron arrojado el deseo de comida y bebida, Musa empujó al aedo a
que cantara la gloria de los guerreros con un canto cuya fama llegaba
entonces al ancho cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles,
cómo en cierta ocasión discutieron en el suntuoso banquete de los
dioses con horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón,
se alegraba en su ánimó de que riñeran los mejores de los aqueos.
Así se lo había dicho con su oráculo Febo Apolo en la divina Pitó
cuando sobrépasó el umbral de piedra para ir a consultarle; en
aquel momento comenzó a desarrollarse el principio de la calamidad
para teucros y dánaos por los designios del gran Zeus. Esta cantaba
el muy ilustre aedo. Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su
grande, purpúrea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió
su hermoso rostro; le daba vergüenza déjar caer lágrimas bajo sus
párpados delanté de los feacios. Siempre que el divino aedo dejaba
de cantar se enjugaba las lágrimas y retiraba el manto de su cabeza
y, tomando una copa doble, hacía libaciones a los dioses.
Pero
cuando comenzaba otra vez -lo impulsaban a cantar los más nobles de
los feacios porque gozaban con sus versos, Odiseo se cubría
nuevamente la cabeza y lloraba. A los demás les pasó inadvertido
que derramaba lágrimas. Sólo Alcínoo lo advirtió y observó, pues
estaba sentado al lado y le oía gemir gravemente. Entonces dijo el
soberano a los feacios amantes del remo:
«¡Oídme,
caudillós y señores de los feacios! Ya hemos gozado del bien
distribuido banquete y de la cítara que es compañera del festín
espléndido; salgamos y probemos toda clase de juegos. Así también
el huésped contará a los suyos al volver a casa cuánto superamos a
los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y en la carrera.»
Así
habló y los condujo y ellos les siguieron. El heraldo colgó del
clavo la sonora cítara y tomó de la mano a Demódoco; lo sacó del
mégaron y lo conducía por el mismo camino que llevaban los mejores
de los feacios para admirar los juegos,. Se pusieron en camino para
ir al ágora y los seguía una gran multitud, miles. Y se pusieron en
pie muchos y vigorosos jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y
Elatreo, y Nauteo, y Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y
Poreo, y Toón, y Anabesineo, y Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida.
Se levantó también Eurfalo, semejante a Ares, funesto para los
mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de todos los
feacios después del irreprochable Laodamante. También se pusieron
en pie tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Élitoneo,
parecido a un dios. Éstos hicieron la primera prueba con los pies.
Desde la línea de salida se les extendía la pista y volaban
velozmente por la llanura levantando polvo. Entre ellos fue con mucho
el mejor en el correr el irreprochable Clitoneo; cuanto en un campo
noval es el alcance de dos mulas, tanto se les adelantó llegando a
la gente mientras los otros se quedaron atrás. Luego hicieron la
prueba de la fatigosa lucha y en ésta venció Euríalo a todos los
mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor, y en el disco fue
Elatreo el mejor de todos con mucho, y en el pugilato Laodamante, el
noble hijo de Alcínoo. Y cuando todos hubieron deleitado su ánimo
con los juegos, entre ellos habló Laodamante, el hijo de Alcínoo:
«Aquí,
amigos, preguntemos al huésped si conoce y ha aprendido algún
juego. Que no es vulgar en su natural: en sus músculos y piernas, en
sus dos brazos, en su robusto cuello y en su gran vigor. Y no carece
de vigor juvenil, sino que está quebrantado por numerosos males; que
no creo yo que haya cosa peor que el mar para abatir a un hombre por
fuerte que sea.»
Y
Euríalo le contestó y dijo:
«Has
hablado como te corresponde. Ve tú mismo a desafiarlo y manifiéstale
tu palabra.»
Cuando
le oyó se adelantó el noble hijo de Alcínoo, se puso en medio y
dijo a Odiseo:
«Ven
aquí, padre huésped, y prueba tú también los juegos si es que has
aprendido alguno. Es natural que los conozcas, pues no hay gloria
mayor para el hombre mientras vive que lo que hace con sus pies o con
sus manos. Vamos, pues, haz la prueba y arroja de tu ánimo las
penas, pues tu viaje no se diferirá por más tiempo; ya la nave te
ha sido botada y tienes preparados unos acompañantes.»
Y
le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Laodamante!
¿Por qué me ordenáis tal cosa por burlaros de mí? Las perlas
ocupan mi interior más que los juegos. Yo he sufrido antes mucho y
mucho he soportado. Y ahora estoy sentado en vuestra asamblea
necesitando el regreso, suplicando al rey y a todo el pueblo.»
Entonces,
Euríalo le contestó y le echó en cara:
«No,
huésped, no te asemejas a un hombre entendido en juegos, cuantos hay
en abundancia entre los hombres, sino al que está siempre en una
nave de muchos bancos, a un comandante de marinos mercantes que cuida
de la carga y vigíla las mercancías y las ganancias debidas al
pillaje. No tienes traza de atleta.»
Y
lo miró torvamente y le contestó el muy astuto Odiseo:
«¡Huésped!
No has hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han
repartido de igual modo a todos sús ámables dones de hermosura,
inteligencia y elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero
la divinidad lo corona con la hermosura de la palabra y todos miran
hacia él complacidos. Les habla con firmeza y con suavidad
respetuosa y sobresale entre los congregados, y lo contemplan como a
un dios cuando anda por la ciudad.
«Otro,
por el contrario, se parece a los inmortales en su porte, pero no lo
corona la gracia cuando habla.
«Así
tu aspecto es distinguido y ni un dios lo habría formado de otra
guisa, mas de inteligencia eres necio. Me has movido el ánimo dentro
del pecho al hablar inconvenientemente. No soy desconocedor de los
juegos como tú aseguras, antes bién, creo que estaba entre los
primeros mientras confiaba en mi juventud y mis brazos. Pero ahora
estóy poseído por la adversidad y los dolores, pues he soportado
mucho guerreando con los hombres y atravesando las dolorosas olas.
Pero aun así, aunque haya padecido muchos males, probaré en los
juegos: tu palabra ha mordido mi corazón y me has provocado al
hablar.»
Dijo,
y con su mismo vestido se levantó, tomó un disco mayor y más ancho
y no poco más pesado que con el que solían competir entre sí los
feacios. Le dio vueltas, lo lanzó de su pesada mano y la piedra
resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos remos, hombres
ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y ésta
sobrevoló todas las señales al salir velozmente de su mano. Atenea
le puso la señal tomando la forma de un hombre, le dijo su palabra y
lo llamó por su nombre:
«Incluso
un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal, pues no está
mezclada entre la multitud sino mucho más adelante; confía en esta
prueba; ninguno de los feacios la alcanzará ni sobrepasará.»
Así
habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso porque
había visto en la competición un compañero a su favor. Y entonces
habló más suavemente a los feacios:
«Alcanzad
esta señal, jóvenes; en breve lanzaré, creo yo, otra piedra tan
lejos o aún más. Y aquél entre los demás feacios, salvo
Laodamante, a quien su corazón y su ánimo le impulse, que venga
acá, que haga la prueba puesto que me habéis irritado en exceso en
el pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego. Pues
Laodamante es mi huésped: ¿Quién lucharía con el que lo honra
como huésped? Es hombre loco y de poco precio el que propone
rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad en tierra
extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás
no rechazo a ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y
ejecutar las pruebas frente a él. Que no soy malo en todas las
competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé muy bien tender el
arco bien pulimentado; sería el primero en tocar a un hombre
enviando mi dardo entre una multitud de enemigos aunque lo rodearan
muchos compañeros y lanzaran flechas contra los hombres. Sólo
Filoctetes me superaba en el arco en el pueblo de los troyanos cuando
disparábamos los aqueos. De los demás os aseguro que yo soy el
mejor con mucho, de cuantos mortales hay sobre la tierra que comen
pan. Aunque no pretendo rivalizar con hombres antepasados como
Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los inmortales
rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito y no llegó a
la vejez en su palacio, pues Apolo lo mató irritado porque le había
desafiado a tirar con el arco.
«También
lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una flecha. Sólo temo
a la carrera, no sea que uno de los feacios me sobrepase; que fui
excesivamente quebrantado en medio del abundante oleaje, puesto que
no había siempre provisiones en la nave y por esto mis miembros
están flojos.»
Así
habló, y todos enmudecieron en silencio. Sólo Alcínoo contestó y
dijo:
«Huésped,
puesto que esto que dices entre nosotros no es desagradable, sino que
quieres mostrar la valía que te acompaña, irritado porque este
hombre se ha acercado a injuriarte en el certamen pues no pondría en
duda tu valía cualquier mortal que supiera en su interior decir
cosas apropiadas . ...Pero, vamos, atiende a mi palabra para que a tu
vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando comas en tu
palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía:
qué obras nos concede Zeus también a nosotros continuamente ya
desde nuestros antepasados. No somos irreprochables púgiles ni
luchadores, pero corremos velozmente con los pies y somos los mejores
en la navegación; continuamente tenemos agradables banquetes y
cítara y bailes y vestidos mudables y baños calientes y camas.
«Conque,
vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los mejores, danzad;
así podrá también decir el huésped a los suyos cuando regrese a
casa cuánto superamos a los demás en la náutica y en la carrera y
en el baile y en el canto. Que alguien vaya a llevar a Demódoco la
sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro palacio.»
Así
habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó un heraldo para
llevar la curvada cítara de la habitación del rey. También se
levantaron árbitros elegidos, nueve en total los que organizaban
bien cada cosa en los concursos, allanaron el piso y ensancharon la
hermosa pista. Se acercó el heraldo trayendo la sonora cítara a
Demódoco y éste enseguida salió al centro. A su alrededor se
colocaron unos jóvenes adolescentes conocedores de la danza y batían
la divina pista con los pies. Odiseo contemplaba el brillo de sus
pies y quedó admirado en su ánimo.
Y
Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió a cantar bellamente
sobre los amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo se
unieron por primera vez a ocultas en el palacio de Hefesto. Ares le
hizo muchos regalos y deshonró el lecho y la cama de Hefesto, el
soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios, que los había visto
unirse en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en
camino hacia su fragua meditando males en su interior; colocó sobre
el tajo el enorme yunque y se puso a forjar unos hilos irrompibles,
indisolubles, para que se quedaran allí firmemente.
Y
cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se puso en
camino hacia su dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los
hilos en círculo por todas partes en torno a las patas de la cama;
muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo, como suaves
hilos de araña, hilos que no podría ver nadie, ni siquiera los
dioses felices, pues estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando
toda su trampa estuvo extendida alrededor de la cama, simuló
marcharse a Lemnos, bien edificada ciudad, la que le era más querida
de todas las tierras.
Ares,
el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues vio
marcharse lejos a Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en camino
hacia el palacio del muy ilustre Hefesto deseando el amor de la diosa
de linda corona, de la de Citera. Estabá ella sentada, recién
venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró
en el palacio y la tomó de la mano y la llamó por su nombre:
«Ven
acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues Hefesto ya no
está entre nosotros, sino que se ha marchado a Lemnos, junto a los
sintias, de salvaje lengua.»
Así
habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos marcharon
a la cama y se acostaron. A su alrededor se extendían los hilos
fabricados del prudence Hefesto y no les era posible mover los
miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta que no había
escape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies,
pues había vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios
mantenía la vigilancia y le dio la noticia y se puso en camino hacia
su palacio, acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico y una
rabia salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente
haciéndose oír de todos los dioses:
«Padre
Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, venid aquí para
que veáis un acto ridículo y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de
Zeus, me deshonra continuamente porque soy cojo y se entrega
amorosamente al pernicioso Ares; que él es hermoso y con los dos
pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable,
sino mis dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad
dónde duermen estos dos en amor; se han metido en mi propia cama.
Los estoy viendo y me lleno de dolor, pues nunca esperé ni por un
instante que iban a dormir así por mucho que se amaran. Pero no van
a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi trampa y las
ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de
esponsales, cuantos le entregué por la muchacha de cara de perra.
Porque su hija era bella, pero incapaz de contener sus deseos.»
Así
habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de piso de
bronce. Llegó Poseidón, el que conduce su carro por la tierra;
llegó el subastador, Hermes, y llegó el soberano que dispara desde
lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se quedaban por vergüenza
en casa cada una de ellas.
Se
apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de bienes, y
se les levantó inextinguible la risa al ver las artes del prudente
Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que tenía más cerca:
«No
prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así, ahora,
Hefesto, que es lento, ha cogido con sus artes a Ares, aunque es el
más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo, cojo como es. Y debe
la multa por adulterio.»
Así
decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió
a Hermes:
«Hermes,
hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría dormir en la
cama junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes ligaduras?»
Y
le contestó el mensajero el Argifonte:
«¡Así
sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo! ¡Que me
sujetaran interminables ligaduras tres veces más que ésas y que
vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!»
Así
dijo y se les levantó la risa a los inmortales dioses. Pero a
Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de rogar a Hefesto, al
insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le dirigió
aladas palabras:
«Suéltalo
y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo que es justo entre
los inmortales dioses.»
Y
le contestó el insigne cojo de ambos pies:
«No,
Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me ordenes eso;
sin valor son las fianzas que se toman por gente sin valor. ¿Cómo
iba yo a requerirte entre los inmortales dioses si Ares se escapa
evitando la deuda y las ligaduras?
Y
le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:
«Hefesto,
si Ares se escapa huyendo sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré.»
Y
le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:
«No
es posible ni está bien negarme a tu palabra.»
Así
hablando los liberó de las ligaduras la fuerza de Hefesto. Y cuando
se vieron libres de las ligaduras, aunque eran muy fuertes, se
levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se llegó a Chipre,
Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias y la
ungieron con aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los
dioses que viven siempre y la vistieron deseables vestidos, una
maravilla para verlos.
Esto
cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su interior al oírlo y
también los demás feacios que usan largos remos, hombres insignes
por sus naves.
Alcínoo
ordenó a Halio y Laodamante que danzaran solos, pues nadie
rivalizaba con ellos. Así que tomaron en sus manos una hermosa
pelota de púrpura (se la había hecho el sabio Pólibo); el uno la
lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose hacia atrás y el otro
saltando hacia arriba la recibía con facilidad antes de tocar el
suelo con sus pies.
Después;
cuando habían hecho la prueba de lanzar la pelota en línea recta,
danzaban sobre la tierra nutricia cambiando a menudo sus posiciones;
los demás jóvenes aplaudían en pie entre la concurrencia y
gradualmente se levantaba un gran murmullo.
Fue
entonces cuando el divino Odiseo se dirigió a Alcínoo:
«Alcínoo,
poderoso, el más insigne de todo tu pueblo, con razón me asegurabas
que erais los mejores bailarines. Se ha presentado esto como un hecho
cumplido, la admiración se apodera de mí al verlo.»
Así
habló, y se alegró la sagrada fuerza de Alcínoo. Y enseguida dijo
a los feacios amantes del remo:
«Escuchad,
caudillos y señores de los feacios. El huésped me parece muy
discreto. Vamos, démosle un regalo de hospitalidad, como es natural.
Puesto que gobiernan en el pueblo doce esclarecidos reyes yo soy el
decimotercero, cada uno de éstos entregadle un vestido bien lavado y
un manto y un talento de estimable oro. Traigámoslo enseguida todos
juntos para que el huésped, con ello en sus manos, se acerque al
banquete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo aplaque con sus
palabras y con un regalo, que no dijo su palabra como le
correspondía.»
Así
dijó, y todos aprobaron sus palabras y se lo aconsejaron a Euríalo.
Y cada uno envió un heraldo para que trajera los regalos.
Entonces,
Euríalo le contestó y dijo:
«Alcínoo
poderoso, el más señalado de todo el pueblo, aplacaré al huésped
como tú ordenas. Le regalaré esta espada Coda de bronce, cuya
empuñadura es de plata y cuya vaina está rodeada de marfil recién
cortado. Y le será de mucho valor.»
Así
dijo, y puso en manos de Odiseo la espada de clavos de plaza; le
habló y le dirigió aladas palabras:
«Salud,
padre huésped, si alguna palabra desagradable ha sido dicha, que la
arrebaten los vendavales y se la lleven. Y a ti, que los dioses te
concedan ver a tu esposa y llegar a to patria, pues sufres
penalidades largo tiempo ya lejos de los tuyos.»
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«También
a ti, amigo, salud y que los dioses te concedan felicidad, y que
después no sientas nostalgia de la espada ésta que ya me has dado
aplacándome con tus palabras.»
Así
dijo, y colocó la espada de clavos de plata en torno a sus hombros.
Cuando
se sumergió Helios ya tenía él a su lado los insignes regalos; los
ilustres heraldos los llevaban al palacio de Alcínoo y los hijos del
irreprochable Alcínoo los recibieron y colocaron los muy hermosos
regalos junto a su venerable madre.
Ante
ellos marchaba la sagrada fuerza de Alcínoo y al llegar se sentaron
en elevados sillones.
Entonces
se dirigió a Arete la fuerza de Alcínoo:
«Trae
acá, mujer, un arcón insigne, el que sea mejor. Y en él coloca un
vestido bien lavado y un manto. Calentadle un caldero de bronce con
fuego alrededor y templad el agua para que se lave y vea bien puestos
todos los regalos que le han traído aquí los irreprochables
feacios, y goce con el banquete escuchando también la música de una
tonada. También yo le entregaré esta copa mía hermosísima, de
oro, para qua se acuerde de mí todos los días al hacer libaciones
en su palacio a Zeus y a los demás dioses.»
Así
dijo, y Arete ordenó a sus. esclavas que colocaran al fuego un gran
trípode lo antes posible. Ellas colocaron al fuego ardiente una
bañera de tres patas, echaron agua, pusieron leña y la encendieron
debajo. Y el fuego lamía el vientre de la bañera y se calentaba el
agua.
Entretanto
Arete traía de su tálamo un arcón hermosísimo para el huésped en
él había colocado los lindos regalos, vestidos y oro, que los
feacios le habían dado. También había colocado en el arcón un
hermoso vestido y un manto y le habló y le dirigió aladas palabras:
«Mira
tú mismo esta tapa y échale enseguida un nudo, no sea que alguien
la fuerce en el viaje cuando duermas dulce sueño al marchar en la
negra nave.»
Cuando
escuchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la tapa y le
echó enseguida un bien trabado nudo, el que le había enseñado en
otro tiempo la soberana Circe.
Acto
seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez metido en la
bañera, y él vio con gusto el baño caliente, pues no se había
cuidado a menudo de él desde que había abandonado la morada de
Calipso, la de lindas trenzas. En aquella época le estaba siempre
dispuesto el baño como para un dios.
Cuando
las esclavas lo habían lavado y ungido con aceite y le habían
puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue hacia los hombres
que bebían vino. Y Nausícaa, que tenía una hermosura dada por los
dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado techo. Y
admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas
palabras:
«Salud,
huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria, pues es a mí
la primera a quien debes la vida.»
Y
le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo:
«Nausícaa,
hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el que truena
fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa y ver el día del
regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a una diosa,
pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.»
Dijo,
y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo.
Y
ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el vino.
Y
un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a Demódoco,
honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio de los comensales
apoyándolo junto a una enorme columna.
Entonces
se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo, mientras cortaba el
lomo pues aún sobraba mucho de un albidente cerdo (y alrededor había
abundante grasa):
«Heraldo,
van acá, entrega esta carne a Demódoco para que lo coma, que yo le
mostraré cordialidad por triste que esté. Pues entre todos los
hombres terrenos los aedos participan de la honra y del respeto,
porque Musa les ha enseñado el canto y ama a la raza de los aedos.»
Así
dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del héroe
Demódoco, y éste lo recibió y se alegró en su ánimo. Y ellos
echaban mano de las viandas que tenían delante.
Cuando
hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de comida, ya
entonces se dirigió a Demódoco el muy inteligente Odiseo:
«Demódoco,
muy por encima de todos los mortales te alabo: seguro que te han
enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con mucha belleza
cantas el destino de los aqueos cuánto hicieron y sufrieron y cuánto
soportaron como si tú mismo lo hubieras presenciado o lo hubieras
escuchado de otro allí presente!
«Pero,
vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del caballo de madera
que fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la emboscada que en otro
tiempo condujo el divino Odiseo hasta la Acrópolis, llenándola de
los hombres que destruyeron Ilión.
«Si
me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a todos los
hombres que la divinidad te ha concedido benigna el divino canto.»
Así
habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y mostró su
cánto desde el momento en que los argivos se embarcaron en las naves
de buenos bancos y se dieron a la mar después de incendíar las
tiendas de campaña. Ya estaban los emboscados con el insigne Odiseo
en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los
mismos troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis.
Así
estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran
incertidumbre sentados alrededor de éste. Y les agradaban tres
decisiones: rajar la cóncava madera con el mortal bronce, arrojarlo
por las rocas empujándolo desde to alto, o dejar que la gran estatua
sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que
iba a cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la
ciudad encerrara el gran caballo de madera donde estaban sentados
todos los mejores de los argivos portando la muerte y Ker para los
troyanos. Y cantaba cómo los hijos de los aqueos asolaron la ciudad
una vez que salieron del caballo y abandonaron la cóncava emboscada.
Y cantaba que unos por un lado y otros por otro iban devastando la
elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en compañía
del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo.
Y
dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y que al
fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea.
Esto
es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el llanto
empapaba sus mejillas deslizándose de sus párpados.
Como
una mujer llora a su marido arrojándose sobre él caído ante su
ciudad y su pueblo por apartar de ésta y de sus hijos el día de la
muerte ella lo contempla moribundo y palpitante, y tendida sobre él
llora a voces; los enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los
hombros de los ciudadanos y se los llevan prisioneros para soportar
el trabajo y la pena, y las mejillas de ésta se consumen en un dolor
digno de lástima, así Odiseo destilaba bajo sus párpados un llanto
digno de lástima.
A
los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y sólo
Alcínoo lo advirtió y observó sentado como estaba cerca de él y
le oyó gemir pesadamente.
Entonces
dijo al punto a los feacios amantes del remo:
«Escuchad,
caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco detenga su cítara
sonora, pues no agrada a todos al cantar esto. Desde que estamos
cenando y comenzó el divino aedo, no ha dejado el huésped un
momento el lamentable llanto. El dolor le rodea el ánimo.
«Varnos,
que se detenga para que gocemos todos por igual, los que le damos
hospitalidad y el huésped, pues así será mucho mejor. Que por
causa del venerable huésped se han preparado estas cosas, la escolta
y amables regalos, cosas que le entregamos como muestra de afecto.
Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que
goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en
tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es
hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre
y los demás, los que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres
carece completamente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble,
una vez que han nacido. Antes bien, a todos se lo ponen sus padres
una vez que lo han dado a luz.
Dime
también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí
las naves dotadas de inteligencia. Pues entre los feacios no hay
pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves tienen. Ellas
conocen las intenciones y los pensamientos de los hombres y conocen
las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres. Recorren
velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad
y la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser
destruidas. Pero yo he oído decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo
que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos
sin daño. Y decía que algún día destruiría en el nebuloso ponto
a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una escolta y
nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano;
que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea
agradable a su ánimo.
«Pero,
vamos, dime e infórmame en verdad., por dónde has andado errante y
a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus
bien habitadas ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y
los que son amigos de los forasteros y tienen sentimientos de
veneración hacia los dioses. Dime también por qué lloras y te
lamentas en tu ánimo al oír el destino de los argivos, de los
dánaos y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la
perdición para esos hombres, para que también sea motivo de canto
pará los venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente
tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto de
preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O un
noble amigo de sentimientos agradables? Pues no es inferior a un
hermano el amigo que tiene pensamientos discretos.»
CANTO
IX
ODISEO
CUENTA SUS AVENTURAS:
LOS
CICONES, LOS LOTÓFAGOS, LOS CÍCLOPES
Y
le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Poderoso
Alcínoo, el más noble de todo tu pueblo, en verdad es agradable
escuchar al aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz. No
creo yo que haya un cumplimiento más delicioso que cuando el
bienestar perdura en todo el pueblo y los convidados escuchan a lo
largo del palacio al aedo sentados en orden, y junto a ellos hay
mesas cargadas de pan y carne y un escanciador trae y lleva vino que
ha sacado de las cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece
lo más bello.
«Tu
ánimo se ha decidido a preguntar mis penalidades a fin de que me
lamente todavía más en mi dolor. Porque, ¿qué voy a narrarte lo
primero y qué en último lugar?, pues son innumerables los dolores
que los dioses, los hijos de Urano, me han proporcionado. Conque lo
primero qué voy a decir es mi nombre para que lo conozcáis y para
que yo después de escapar del día cruel continúe manteniendo con
vosotros relaciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito
esté lejos.
«Soy
Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres
por toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo. Habito en
Itaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un monte, el Nérito de
agitado follaje, muy sobresaliente, y a su alrededor hay muchas islas
habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Same, y la poblada de
bosques Zante. Itaca se recuesta sobre el mar con poca altura, la más
remota hacia el Occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y
Helios. Es áspera, pero buena criadora de mozos.
«Yo
en verdad no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que la tierra de
uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en
profunda cueva deseando que fuera su esposo, e igualmente me retuvo
en su palacio Circe, la hija de Eeo, la engañosa, deseando que fuera
su esposo.
«Pero
no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay nada más
dulce que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que sea la
casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de los suyos.
«Y
ahora os voy a narrar mi atormentado regreso, el qúe Zeus me ha dado
al venir de Troya. El viento que me traía de Ilión me empujó hacia
los Cicones, hacia Ismaro. Allí asolé la ciudad, a sus habitantes
los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a las esposas y abundante
botín y lo repartimos de manera que nadie se me fuera sin su parte
correspondiente. Entonces ordené a los míos que huyeran con rápidos
pies, pero ellos, los muy estúpidos, no rne hicieron caso. Así que
bebieron mucho vino y degollaron muchas ovejas junto a la ribera y
cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas.
«Entre
tanto, los Cicones, que se hábían marchado, lanzaron sus gritos de
ayuda a otros Cicones que, vecinos suyos, eran a la vez más
numerosos y mejores, los que habitaban tierra adentro, bien
entrenados en luchar con hombres desde el carro y a pie, donde sea
preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen en primavera
las hojas y las flores, veloces.
«Entonces
la funesta Aisa de Zeus se colocó junto a nosotros, de maldito
destino, para que sufriéramos dolores en abundancia; lucharon pie a
sierra junto a las veloces naves, y se herían unos a otros con sus
lanzas de bronce. Mientras Eos duró y crecía el sagrado día, los
aguantamos rechazándoles aunque eran más numerosos. Pero cuando
Helios se dirigió al momento de desuncir los bueyes, los Cicones nos
hicieron retroceder venciendo a los aqueos y sucumbieron seis
compañeros de buenas grebas de cada nave. Los demás escapamos de la
muerte y de nuestro destino, y desde allí proseguimos navegando
hacia adelante con el corazón apesadumbrado, escapando gustosos de
la muerte aunque habíamos perdido a los compañeros. Pero no
prosiguieron mis curvadas naves, que cada uno llamamos por tres veces
a nuestros desdichados compañeros, los que habían muerto en la
llanura a manos de los Cicones.
«Entonces
el que reúne las nubes, Zeus; levantó el viento Bóreas junto con
una inmensa tempestad, y con las nubes ocultó la tierra y a la vez
el ponto. Y la noche surgió del cielo. Las naves eran arrastradas
transversalmente y el ímpetu del viento rasgó sus velas en tres y
cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y
haciendo grandes esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra.
«Allí
estuvimos dos noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo
por el cansancio y el dolor.
«Pero
cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, levantamos
los mástiles, extendimos las blancas velas y nos sentamos en las
naves, y el viento y los pilotos las conducían. En ese momento
habría llegado ileso a mi tierra patria, pero el oleaje, la
corriente y Bóreas me apartaron al doblar las Maleas y me
hicieron vagar lejos de Citera. Así que desde allí fuimos
arrastrados por fuertes vientos durante nueve días sobre el ponto
abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los
Lotófagos, los que comen flores de alimento. Descendimos a tierra,
hicimos provisión de agua y al punto mis compañeros tomaron su
comida junto a las veloces naves. Cuando nos habíamos hartado de
comida y bebida, yo envié delante a unos compañeros para que fueran
a indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de trigo,
había en esa región; escogí a dos, y como tercer hombre les envié
a un heraldo. Y marcharon enseguida y se encontraron con los
Lotófagos. Éstos no decidieron matar a nuestros compañeros, sino
que les dieron a comer loto, y el que de ellos comía el dulce fruto
del loto ya no quería volver a informarnos ni regresar, sino que
preferían quedarse allí con los Lotófagos, arrancando loto, y
olvidándose del regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aunque
lloraban, y en las cóncavas naves los arrastré y até bajo los
bancos. Después ordené a mis demás leales compañeros que se
apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no fuera que alguno
comiera del loto y se olvidara del regreso. Y rápidamente embarcaron
y se sentaron sobre los bancos, y, sentados en fila, batían el
canoso mar con los remos.
«Desde
allí proseguimos navegando con el corazón acongojado, y llegamos a
la tierra de 1os Cíclopes, los soberbios, los sin ley; los que,
obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni
labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar:
trigo y cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la
lluvia de Zeus se los hace crecer. No tienen ni ágoras donde se
emite consejo ni leyes; habitan las cumbres de elevadas montañas en
profundas cuevas y cada uno es legislador de sus hijos y esposas, y
no se preocupan unos de otros.
«Más
allá del puerto se extiende una isla llana, no cerca ni lejos de la
tierra de los Cíclopes, llena de bosques. En ella se crían
innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí hombres que se
lo impidan ni las persiguen los cazadores, los que sufren
dificultades en el bosque persiguiendo las crestas de los montes. La
isla tampoco está ocupada por ganados ni sembrados, sino que, no
sembrada ni arada, carece de cultivadores todo el año y alimenta a
las baladoras cabras. No disponen los Cíclopes de naves de rojas
proas, ni hay allí armadores que pudieran trabajar en construir bien
entabladas naves; éstas tendrían como término cada una de las
ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres atravesando
con sus naves el mar, unos en busca de otros, y los Cíclopes se
habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es mala y produciría
todos los frutos estacionales; tiene prados junto a las riberas del
canoso mar, húmedos, blandos. Las viñas sobre todo producirían
constantemente, y las tierras de pan llevar son llanas. Recogerían
siempre las profundas mieses en su tiempo oportuno, ya que el
subsuelo es fértil. También hay en ella un puerto fácil para
atracar, donde no hay necesidad de cable ni de arrojar las anclas ni
de atar las amarras. Se puede permanecer allí, una vez arribados,
hasta el día en que el ánimo de los marineros les impulse y soplen
los vientos.
«En
la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente, una fuente
que surge de la profundidad de una cueva, y en torno crecen álamos.
Hacia allí navegamos y un demón nos conducía a través de la
oscura noche. No teníamos luz para verlo, pues la bruma era espesa
en torno a las naves y Selene no irradiaba su luz desde el cielo y
era retenida por las nubes; así que nadie vio la isla con sus ojos
ni vimos las enormes olas que rodaban hacia tierra hasta que
arrastramos las naves de buenos bancos. Una vez arrastradas,
recogimos todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar y
esperamos a la divina Eos durmiendo allí.
«Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de
rosa, deambulamos llenos de admiración por la isla.
«Entonces
las ninfas, las hijas de Zeus, portador de égida, agitaron a las
cabras montafaces para que comieran mis compañeros. Así que
enseguida sacamos de las naves los curvados arcos y las lanzas de
largas puntas, y ordenados en tres grupos comenzamos a disparar, y
pronto un dios nos proporcionó abundante caza. Me seguían doce
naves, y a cada una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para
mí solo tomé diez. Así estuvimos todo el día hasta el sumergirse
de Helios, comiendo innumerables trozos de carne y dulce vino; que
todavía no se había agotado en las naves el dulce vino, sino que
aún quedaba, pues cada uno había guardado mucho en las ánforas
cuando tomamos la sagrada ciudad de los Cicones.
«Echamos
un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca y vimos el
humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus ovejas y cabras. Y
cuando Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad, nos echamos a
dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando
se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
convoqué asamblea y les dije a todos:
«"Quedaos
ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave y los
que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber quiénes
son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los
forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses."
«Así
dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que embarcaran
también ellos y soltaran amarras. Embarcaron éstos sin tardanza y
se sentaron en los bancos, y sentados batían el canoso mar con los
remos. Y cuando llegamos a un lugar cercano, vimos una cueva cerca
del mar, elevada, techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante
ganado ovejas y cabras, y alrededor había una alta cerca construida
con piedras hundidas en tierra y con enormes pinos y encinas de
elevada copa. Allí habitaba un hombre monstruoso que apacentaba sus
rebaños, solo, apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que
vivía alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo digno
de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que come trigo,
sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas montañas que
aparece sola, destacada de las otras. Entonces ordené al resto de
mis fieles compañeros que se quedaran allí junto a la nave y que la
botaran.
«Yo
escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en camino. Llevaba
un pellejo de cabra con negro, agradable vino que me había dado
Marón, el hijo de Evanto, e1 sacerdote de Apolo protector de Ismaro,
porque lo había yo salvado junto con su hijo y esposa respetando su
techo. Habitaba en el bosque arbolado de Febo Apolo y me había
donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien
trabajados y una crátera toda de plata, y, además vino en doce
ánforas que llenó, vino agradable, no mezclado, bebida divina.
Ninguna de las esclavas ni de los esclavos de palacio conocían su
existencia, sino sólo él y su esposa y solamente la despensera.
Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba una copa y vertía
veinte medidas de agua, y desde la crátera se esparcía un olor
delicioso, admirable; en ese momento no era agradable alejarse de
allí. De este vino me llevé un gran pellejo lleno y también
provisiones en un saco de cuero, porque mi noble ánimo barruntó que
marchaba en busca de un hombre dotado de gran fuerza, salvaje,
desconocedor de la justicia y de las leyes.
«Llegamos
enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba
sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y
echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el
peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y
cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los
lechales, a otro los medianos y a otro los recentales.
«Y
todos los recipientes rebosaban de suero colodras y jarros bien
construidos, con los que ordeñaba.
«Entonces
mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos primero de los
quesos y regresáramos, y que sacáramos luego de los establos
cabritillos y corderos y, conduciéndolos a la rápida nave, diéramos
velar sobre el agua salada. Pero yo no les hice caso aunque hubiera
sido más ventajoso, para poder ver al monstruo y por si me daba los
dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable para
mis compañeros.
«Así
que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio, repartimos
quesos, los comimos y aguardamos sentados dentro de la cueva hasta
que llegó conduciendo el rebaño. Traía el Cíclope una pesada
carga de leña seca para su comida y la tiró dentro con gran ruido.
Nosotros nos arrojamos atemorizados al fondo de la cueva, y él a
continuación introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía
ordeñar, y a los machos a los carneros y cabrones los dejó a la
puerta, fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y
la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del suelo
ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan enorme piedra
colocó sobre la puerta! Sentóse luego a ordeñar las ovejas y las
baladoras cabras, cada una en su momento, y debajo de cada una colocó
un recental. Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en
cestas bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para
beber cuando comiera y le sirviera de adición al banquete.
Cuando
hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al vernos nos
preguntó:
«"Forasteros,
¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando los húmedos senderos?
¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los piratas
por la mar, los que andan a la aventura exponiendo sus vidas y
llevando la destrucción a los de otras tierras?”.
«Así
habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su voz
insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con mi
palabra y le dije:
«Somos
aqueos y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados por toda
clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por otro
rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa. Así
quiso Zeus proyectarlo. Nos preciamos de pertenecer al ejército del
Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el cielo: ¡tan
gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho sucumbir! Conque
hemos dado contigo y nos hemos llegado a tus rodillas por si nos
ofreces hospitalidad y nos das un regalo, como es costumbre entre los
huéspedes. Ten respeto, excelente, a los dioses; somos tus
suplicantes y Zeus es el vengador de los suplicantes y de los
huéspedes, Zeus Hospitalario, quien acompaña a los huéspedes, a
quienes se debe respeto."
«Así
hablé, y él me contestó con corazón cruel:
«"Eres
estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me ordenas temer o
respetar a los dioses, pues los Ciclopes no se cuidan de Zeus,
portador de égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho más
fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo
no me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus.
«"Pero
dime dónde has detenido tu bien fabricada nave al venir, si al final
de la playa o aquí cerca, para que lo sepa."
«Así
habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó esto
desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras engañosas:
«"La
nave me la ha destrozado Poseidón, el que conmueve la tierra; la ha
lanzado contra los escollos en los confines de vuestro país,
conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la arrastró del
ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa muerte."
«Así
hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel, mas lanzóse y
echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y los golpeó
contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a esparcieron por
el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos sus miembros, se los
preparó como cena y se los comió, como un león montaraz, sin dejar
ni sus entrañas ni sus carnes ni sus huesos llenos de meollo.
«Nosotros
elevamos llorando nuestras manos a Zeus, pues veíamos acciones
malvadas, y la desesperación se apoderó de nuestro ánimo.
«Cuando
el Cíclope había llenado su enorme vientre de carne humana y leche
no mezclada, se tumbó dentro de la cueva, tendiéndose entre los
rebaños. Entonces yo tomé la decisión en mi magnánimo corazón de
acercarme a éste, sacar la aguda espada de junto a mi muslo y
atravesarle el pecho por donde el diafragma contiene el hígado y la
tenté con mi mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí
hubiéramos perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos
sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que había
colocado. Así que llorando esperamos a Eos divina. Y cuando se
mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se puso
a encender fuego y a ordeñar a sus insignes rebaños, todo por
orden, y bajo cada una colocó un recental. Luego que hubo realizado
sus trabajos, agarró a dos compañeros a la vez y se los preparó
como desayuno. Y cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva
a sus gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la
entrada. Y la volvió a poner como si colocara la tapa a una aljaba.
Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito sus rebaños
hacia el monte, yo me quedé meditando males en lo profundo de mi
pecho: ¡si pudiera vengarme y Atenea me concediera esto que la
suplico...!
«Y
ésta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo yacía
la enorme clava del Ciclope, verde, de olivo; la había cortado para
llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la comparábamos con el
mástil de una negra nave de veinte bancos de remeros, de una nave de
transporte amplia, de las que recorren el negro abismo: así era su
longitud, así era su anchura al mirarla. Me acerqué y corté de
ella como una braza, la coloqué junto a mis compañeros y les ordené
que la afilaran. Éstos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé
el extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La coloqué
bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba extendido en
abundancia por la cueva. Después ordené que sortearan quién se
atrevería a levantar la estaca conmigo y a retorcerla en su ojo
cuando le llegara el dulce sueño, y eligieron entre ellos a cuatro,
a los que yo mismo habría deseado escoger. Y yo me conté entre
ellos como quinto.
Llegó
el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados de hermosos vellones
e introdujo en la amplia cueva a sus gordos rebaños, a todos, y no
dejó nada fuera del profundo establo, ya porque sospechara algo o
porque un dios así se lo aconsejó. Después colocó la gran piedra
que hacía de puerta, levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar
las ovejas y las baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una
colocó un recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a
dos compañeros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me
acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre mis manos una copa
de negro vino:
«"¡Aquí,
Cíclope! Bebe vino después que has comido carne humana, para que
veas qué bebida escondía nuestra nave. Te lo he traído como
libación, por si te compadescas de mí y me enviabas a casa, pues
estás enfurecido de forma ya intolerable. ¡Cruel¡, ¿cómo va a
llegarse a ti en adelante ninguno de los numerosos hombres? Pues no
has obrado como lo corresponde."
«Así
hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo la
dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
«"Dame
más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para que te ofrezca el
don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues también la
donadora de vida, la Tierra, produce para los Cíclopes vino de
grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una
catarata de ambrosia y néctar."
«Así
habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y
tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo vino había
invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces palabras:
«"Cíclope,
¿me preguntas mi célebre nombre? Te to voy a decir, mas dame tú el
don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y
Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros."
«Así
hablé, y él me contestó con corazón cruel:
«"A
Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros
antes. Este será tu don de hospitalidad."
«Dijo,
y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbadó con su robusto
cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de
carne humana; eructaba cargado de vino.
«Entonces
arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y
comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera
que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca
estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y
.resplandecía terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y
mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demón les infundiá
gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba
en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como
cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un
navío otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera
gira continua, incesantemente, así hacíamos dar vueltas, bien
asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del Cíclope, y la
sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo
del fuego le quemó todos los párpados, y las cejas y las raíces
crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran
hacha o una garlopa en agua fría para templarla y ésta estride
grandemente pues éste es el poder del hierro, así estridía su ojo
en torno a la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso,
y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir
aterrorizados.
«Entonces
se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y, enloquecido, la
arrojó de sí con las manos. Y al punto se puso a llamar a grandes
voces a los Cíclopes que habitaban en derredor suyo, en cuevas por
las ventiscosas cumbres. Al oír éstos sus gritos, venían cada uno
de un sitio y se colocaron alrededor de su cueva y le preguntaron qué
le afligía:
«"¿Qué
cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de esa manera en la
noche inmortal y hacernos abandonar el sueño? ¿Es que alguno de los
mortales se lleva tus rebaños contra tu voluntad o te está matando
alguien con engaño o con sus fuerzas?"
«Y
les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:
«"Amigos,
Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas."
«Y
ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:
«"Pues
si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de la
enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón,
al soberano."
«Así
dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo los
había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!
«El
Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las manos
retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la puerta, las manos
extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre las
ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo! Entonces me
puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas ¡si encontrará el
medio de liberar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte..! Y me
puse a entretejer toda clase de engaños y planes, ya que se trataba
de mi propia vida . Pues un gran mal estaba cercano. Y me pareció la
mejor ésta decisión: los carneros estaban bien alimentádos, con
densos vellones, hermosos y grandes, y tenían una lana color
violeta. Conque los até en silencio, juntándolos de tres en tres,
con mimbres bien trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el
monstruo de pensamientos impíos; el carnero del medio llevaba a un
hombre, y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis
compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.
»Entonces
yo... había un carnero; el mejor con mucho de todo su rebaño. Me
apoderé de éste por el lomo y me coloqué bajo su velludo vientre
hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo paciente agarrado con mis
manos a su divino vellón. Así aguardamos gimiendo a Eos divina, y
cuando se mostró la que nace de la mañana, la de dedos de rosa,
sacó a pastar a los machos de su ganado. Y las hembras balaban por
los corrales sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño,
abatido por funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros,
que se mantenían rectos. El inocente no se daba cuenta de que mis
compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las lanudas ovejas. El
último del rebaño en salir fue el carnero cargado con su lana y
conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso Polifemo lo palpó y
se dirigió a él:
«"Carnero
amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del rebaño? Antes
jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que, a grandes pasos,
llegabas el primero a pastar las tiernas flores del prado y llegabas
el primero a las corrientes de los ríos y el primero deseabas llegar
al establo por la tarde. Ahora en cambio, eres el último de todos.
Sin duda echas de menos el ojo de tu soberano, el que me ha cegado un
hombre villano con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando
mi mente con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado te lo aseguro
de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a los míos y
estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha escondido aquél
de mi furia! Entonce sus sesos, cada uno por un lado, reventarían
contra el suelo por la cueva, herido de muerte, y mi corazón se
repondría de los males que me ha causado el vil Nadie."
«Así
diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco lejos de
la cueva y del corral, yo me desaté el primero de debajo del carnero
y liberé a mis compañeros. Entonces hicimos volver rápidamente al
ganado de finas patas, gordo por la grasa, abundante ganado, y lo
condujimos hasta llegar a la nave.
«Nuestros
compañeros dieron la bienvenida a los que habíamos escapado de la
muerte, y a los otros los lloraron entre gemidos. Pero yo no permití
que lloraran, haciéndoles señas negativas con mis cejas, antes
bien, les di órdenes de embarcar al abundante ganado de hermosos
vellones y de navegar el salino mar.
«Embarcáronlo
enseguida y se sentaron sobre los bancos, y, sentados, batían el
canoso mar con los remos.
«Conque
cuando estaba tan lejos como para hacerme oír si gritaba, me dirigí
al Cíclope con mordaces palabras:
«"Cíclope,
no estaba privado de fuerza el hombre cuyos compañeros ibas a
comerte en la cóncava cueva con tu poderosa fuerza. Con razón te
tenían que salir al encuentro tus malvadas acciones, cruel, pues no
tuviste miedo de comerte a tus huéspedes en tu propia casa. Por ello
te han castigado Zeus y los demás dioses."
«Así
hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó la cresta de
un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la nave de azuloscura
proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto del timón.
El mar se levantó por la caída de la piedra, y el oleaje arrastró
en su reflujo, la nave hacia el litoral y la impulsó hacia tierra.
Entonces tomé con mis manos un largo botador y la empujé hacia
fuera, y di órdenes a mis compañeros de que se lanzaran sobre los
remos para escapar del peligro, haciéndoles señas con mi cabeza.
Así que se inclinaron hacia adelante y remaban. Cuando en nuestro
recorrido estábamos alejados dos veces la distancia de antes, me
dirigí al Cíclope, aunque mis compañeros intentaban impedírmelo
con dulces palabras a uno y otro lado:
«"Desdichado,
¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?, un hombre que acaba
de arrojar un proyectil que ha hecho volver a tierra nuestra nave y
pensábamos que íbamos a morir en el sitio. Si nos oyera gritar o
hablar machacaría nuestras cabezas y el madero del navío,
tirándonos una roca de aristas resplandecientes, ¡tal es la
longitud de su tiro!"
«Así
hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí de nuevo a
él airado:
«"Cíclope,
si alguno de los mortales hombres te pregunta por la vergonzosa
ceguera de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego Odiseo, el destructor
de ciudades; el hijo de Laertes que tiene su casa en Itaca."
«Así
hablé, y él dio un alarido y me contestó con su palabra:
«"¡Ay,
ay, ya me ha alcanzado el antiguo oráculo! Había aquí un adivino
noble y grande, Telemo Eurímida, que sobresalía por sus dotes de
adivino y envejeció entre los Cíclopes vaticinando. Éste me dijo
que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería privado de la
vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que llegara aquí un
hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno que
es pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de
sujetarme con vino. Pero ven acá, Odiseo, para que te ofrezca los
dones de hospitalidad y exhorte al ínclito, al que conduce su carro
por la tierra, a que te dé escolta, pues soy hijo suyo y él se
gloría de ser mi padre. Sólo él, si quiere, me sanará, y ningún
otro de los dioses felices ni de los mortales hombres."
«Así
habló, y yo le contesté diciendo:
«"¡Ojalá
pudiera privarte también de la vida y de la existencia y enviarte a
la mansión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el que sacude la
tierra."
«Así
dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón soberano, tendiendo
su mano hacia el cielo estrellado:
«"Escúchame
tú, Poseidón, el que abrazas la tierra, el de cabellera azuloscura.
Si de verdad soy hijo tuyo y tú te precias de ser mi padre,
concédeme que Odiseo, el destructor de ciudades, no llegue a casa,
el hijo de Laertes que tiene su morada en Itaca. Pero si su destino
es que vea a los suyos y llegue a su bien edificada morada y a su
tierra patria, que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en
nave ajena, y que encuentre calamidades en casa."
«Así
dijo suplicando, y le escuchó el de azuloscura cabellera. A
continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor y la lanzó
dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás de la nave de
azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara lo alto
del timón. Y el mar se levantó por la caída de la piedra, y el
oleaje arrastró en su reflujo la nave hacia el litoral y la impulsó
hacia tierra.
«Conque
por fin llegamos a la isla donde las demás naves de buenos bancos
nos aguardaban reunidas. Nuestros compañeros estaban sentados
llorando alrededor, anhelando continuamente nuestro regreso. Al
llegar allí, arrastramos la nave sobre la arena y desembarcamos
sobre la ribera del mar. Sacamos de la cóncava nave los ganados del
Cíclope y los repartimos de modo que nadie se fuera sin su parte
correspondiente.
«Mis
compañeros, de hermosas grebas, me dieron a mí solo, al repartir el
ganado, un carnero de más, y lo sacrifiqué sobre la playa en honor
de Zeus, el que reúne las nubes, el hijo de Crono, el que es
soberano de todos, y quemé los muslos. Pero no hizo caso de mi
sacrificio, sino que meditaba el modo de que se perdieran todas mis
naves de buenos bancos y mis fieles compañeros.
«Estuvimos
sentados todo el día comiendo carne sin parar y bebiendo dulce vino,
hasta el sumergirse de Helios. Y cuando Helios se sumergió y cayó
la oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando
se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, di
orden a mis compañeros de que embarcaran y soltaran amarras, y ellos
embarcaron, se sentaron sobre los bancos y, sentados, batían el
canoso mar con los remos.
«Así
que proseguimos navegando desde allí, nuestro corazón acongojado,
huyendo con gusto de la muerte, aunque habíamos perdido a nuestros
compañeros.»